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TEMA 6

LA EUROPA DE LOS REINOS FEUDALES: SIGLOS XI-XIII


ÍNDICE:

I. LOS FUNDAMENTOS DEL PODER MONÁRQUICO


a) PRINCIPADOS FEUDALES Y PRINCIPADOS REALES
b) LA MONARQUÍA SAGRADA
c) LA CORTE DEL REY Y LA MONARQUÍA ADMINISTRATIVA
II. LA AFIRMACIÓN DE LAS MONARQUÍAS NACIONALES
1. INGLATERRA.
2. FRANCIA.
3. EL IMPERIO.
4. EL PAPADO.
5. LA PENÍNSULA ITÁLICA.
III. BIBLIOGRAFÍA

I. LOS FUNDAMENTOS DEL PODER MONÁRQUICO

a) PRINCIPADOS FEUDALES Y PRINCIPADOS REALES

La reconstrucción del poder de los monarcas estuvo preparada y precedida por el creciente poderío
de los principados feudales. En torno al año mil, el poder reside en los castillos. Desde ellos es como
se reconstruye la autoridad de los príncipes, que van recuperando la posesión de los señoríos. A partir
de 1060-1070, el conde de Barcelona Ramón Berenguer I lucha contra los señores con sus propias
armas: se dedica a comprar las fortalezas en las zonas disputadas. Como llega así a poseer más castillos
que sus rivales, se siente con fuerza para hacer entrar en su dependencia a los señores feudales,
convirtiéndose en el señor de una amplísima clientela. De este modo nace un Estado feudal.

Este caso es precoz, pero no único. El desarrollo de las relaciones feudo-vasalláticas favorece en todas
partes a la autoridad de los grandes. El poder monárquico progresa a través de esos mismos métodos,
de suerte que se puede hablar de «principados reales». Los reyes Capetos, mediante conquistas
pacientes y paulatinas, se colocan a la cabeza de un dominio directo -la Isla de Francia- que les
proporciona lo esencial de sus recursos. También ensancharán sus dominios mediante las estrategias
matrimoniales y las oportunidades dinásticas, como cuando Felipe el Atrevido se apodera en 1271 del
condado de Perche, que había quedado sin heredero. La ampliación del dominio real se consigue
también a través de la conquista militar (cruzada contra los cátaros o albigenses en 1209-1213) o de la
aplicación del derecho feudal (confiscación de los feudos de Juan sin Tierra en 1202). Por su parte, la
conquista de Inglaterra en 1066 permite a los duques normandos hacerse con un amplio dominio,
mientras que los emperadores germánicos no consiguen reunir un conjunto homogéneo de bienes en
torno a la corona. En cualquier caso, es preciso subrayar que, más que un territorio, el dominio es un
conjunto de derechos, rentas y poderes.

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Para construir su regnum el rey no se contenta con ensanchar su dominio, sino que a lo largo del siglo
XII utiliza el derecho feudal para controlar a los diferentes principados feudales. En otras palabras, el
monarca se comporta con los príncipes como éstos lo hacen con los señores que de ellos dependen.
De este modo la afirmación del poder monárquico viene a consolidar y coronar el edificio feudal. La
pirámide feudal se ordena en una jerarquía de la que el rey es la cabeza suprema. Como explica un
tratado del siglo XIII: «Duque, conde, vizconde y barón pueden ser vasallos los unos de los otros... y
todos dependen del rey». La soberanía del rey o del emperador se basa en que, teóricamente, ellos no
deben homenaje a nadie.

b) LA MONARQUÍA SAGRADA.

Para comprender el progresivo crecimiento de la autoridad monárquica, es preciso también enfocarla


en su dimensión espiritual e ideológica. Por débil que haya podido llegar a ser, por frágiles que hayan
sido durante cierto tiempo las bases materiales de su poder, el rey conservó siempre una especie de
halo sobrenatural que lo elevaba muy por encima de los príncipes. En concreto, a los monarcas
franceses la opinión popular les atribuye poderes taumatúrgicos, es decir, la capacidad de curar a los
enfermos imponiéndoles las manos. Estos poderes mágicos, que se transmiten en la dinastía capeta,
proceden de la ceremonia de la unción, que tiene lugar en la catedral de Reims; después de haber
prestado el juramento y ser armado caballero, el rey es ungido por el arzobispo y recibe la corona y las
insignias reales. La unción convierte al monarca en el ungido del Señor, con todo el valor simbólico que
implica ese concepto.

Por otro lado, la protección divina de que disfruta la persona del soberano repercute sobre el reino
entero: así se define y se afirma una especie de religión monárquica en la que los símbolos, los ritos y
las imágenes traducen la alianza del trono y del altar. A la consolidación de la idea monárquica
contribuye también en buena parte el culto a los santos protectores del reino, como los Reyes Magos
-venerados en Colonia- en el Imperio, Santiago en Castilla o San Dionisio (Saint-Denis) en Francia.

Los reyes de Inglaterra, por su parte, utilizan las leyendas artúricas para legitimar su poder, como
hacen los reyes franceses con el mito de los orígenes troyanos de Francia. La ideología monárquica, en
efecto, moviliza en su favor un intenso trabajo sobre el pasado, sobre la memoria histórica: en el caso
francés, se exalta la continuidad de la sangre regia en la dinastía capeta, a la que se procura enlazar
con la estirpe carolingia, saltando por encima del paréntesis que significaba la elección de Hugo
Capeto. De hecho, la teoría política medieval no concibe la renovación sino como la restauración de
un orden anterior, y aunque la monarquía feudal se reconstruyó sobre unas bases radicalmente nuevas
(las estructuras feudales, precisamente), se quiso ver en ellas, sobre todo a partir de Felipe Augusto,
«el retorno del reino de Francia a la estirpe de Carlomagno».

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El desarrollo de esta «religión regia» manifiesta la alianza fundamental entre la Iglesia y el ideal
monárquico. Ciertamente, en esta alianza no faltaron los conflictos y roces: la Iglesia procuró limitar
el estatuto casi sacerdotal del rey, reivindicó la libertad de las elecciones episcopales y defendió sus
inmunidades. Pero choca con la ambición de los monarcas, que intentan aprovecharse del prestigio y
de la eficacia de la Iglesia, al tiempo que afirman altivamente la independencia del poder temporal.
Pero, en conjunto, el clero es un apoyo fiel para los soberanos. En el clero reposa en gran parte el
poder de los emperadores en Germania. Lo mismo sucede con los Plantagenet, que favorecen el
ascenso al episcopado de los clérigos de su corte. Los eclesiásticos, en efecto, desempeñan un papel
esencial en la definición de la monarquía y ocupan los puestos clave de la administración real.

c) LA CORTE DEL REY Y LA MONARQUÍA ADMINISTRATIVA.

El repliegue inicial de los reyes en su dominio directo -es el caso francés, principalmente- no debe
interpretarse sin más como una manifestación de debilidad, pues al mismo tiempo llevaron a cabo una
centralización y una modernización administrativas que en adelante se aplicarán a mayor escala. Lo
propio ocurre con los príncipes: desde 1089 el conde de Flandes monta una administración financiera
que en el siglo siguiente sirvió de modelo en Normandía e Inglaterra, dominios de los Plantagenet. Se
desarrollan paralelamente los movimientos de las paces de los príncipes, que convierten los
principados en zonas de seguridad que, al suscitar un auge económico, beneficia indirectamente a los
príncipes: es el caso, por ejemplo, de las ferias de Champaña, que se desarrollan en el siglo XII gracias
a la protección de los condes Teobaldo el Grande y Enrique el Liberal. Príncipes y reyes reúnen a su
alrededor una corte en la que se reorganiza un gobierno de tipo doméstico. El desarrollo de una
«sociedad cortesana» tiene evidentes repercusiones políticas, sociales y culturales: así como las
cruzadas fomentaron una camaradería militar que tejió sólidas alianzas, la convivencia de la mesnada
real (es decir, la familia de dependientes, domésticos y nobles segundones situados en torno al
monarca) estrecha los lazos entre el rey y una aristocracia «domesticada». Es igualmente en la corte
donde se elaboran y se intercambian las producciones culturales que se imponen al conjunto de la
aristocracia como modelos ideológicos.

¿Quiénes son los servidores del príncipe? En primer lugar, los que pueblan su curia regis. En el siglo XI
es sin duda heredera del palatium carolingio, frecuentada por los grandes oficiales y los altos
dignatarios. Pero en ella se detecta también la huella del naciente feudalismo, pues reúne a los
primores (primates) regni, es decir los principales vasallos a los que el rey solicita el consejo, deber
vasallático por excelencia. Esta presencia de barones en la corte amenaza con limitar los poderes del
rey, como ocurre en Germania. Así se explica que a partir del reinado de Luís VI los Capetos prefieran
rodearse de caballeros a sueldo (los milites regii) cuya lealtad y audacia se convierten casi en
legendarias) o bien de clérigos.

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Desde el punto de vista administrativo, los progresos del Estado monárquico se caracterizan por el
desmembramiento de la curia regis, que en el siglo XII se escinde en dos: al «hostal del rey» competen
los servicios domésticos, mientras que el Consejo asume las tareas de gobierno. Esta evolución afecta
a los grandes oficios que, o quedan suprimidos (como el de senescal), o bien relegados a una función
subalterna (como el camarero y el botellero). El caso del canciller es diferente: su importancia va
aumentando en los siglos XII y XIII, en razón del creciente uso de los documentos escritos en la
administración.

Por lo que se refiere a la administración de los soberanos germánicos: se compone de dos grupos
claramente diferenciados. De una parte los arzobispos, duques y condes palatinos, que acaparan los
empleos de la corte; y de otra parte los vasallos directos y los oficiales domésticos, que se encargan
de las tareas administrativas. Pero la presencia en la corte de los príncipes (Fürsten) fomenta las
fuerzas de disolución política que se manifestarán plenamente en el siglo XIII.

En general, los progresos administrativos traen consigo la especialización del Consejo según las
diferentes funciones. El Imperio Plantagenet desarrolla precozmente una administración financiera
muy elaborada (el Echequer), cuya Cámara de cuentas controla la actividad de los agentes locales (los
sheriffs, oficiales reales en cada condado). En Francia es el reinado de Felipe Augusto (1180-1223) el
que acelera los progresos de la administración, en especial con el establecimiento de archivos fijos.
Del Consejo francés se separa a comienzos del siglo XIII la corte de los Pares, formada por los grandes
vasallos reales (seis laicos y seis eclesiásticos) y dedicada a juzgar los conflictos feudales. En cuanto al
Parlamento, surgido igualmente del Consejo, aparece bajo Luís IX (1226-1270) para impartir la justicia
y recibir las apelaciones dirigidas al rey.

II. LA AFIRMACIÓN DE LAS MONARQUÍAS NACIONALES

Entre los siglos XI y XIII la mayor parte de las monarquías tienden a coincidir con realidades nacionales.
Esta tendencia general de la historia de los Estados se explica por la confluencia de varios fenómenos:
el hundimiento del Imperio germánico, que libera fuerzas políticas centrífugas; el conflicto feudal entre
Capetos y Plantagenet, que obliga a estas dos monarquías a enraizar su poder en su respectivo marco
nacional; las exigencias de la Reconquista, que acelera la consolidación de las monarquías ibéricas.

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1. INGLATERRA.

Las invasiones normandas concluirán con la conquista de las Islas por Svend, conquista que fue
consolidada por Knut (Canuto) “El Grande” a principios del siglo XI, monarca que formó un gran
imperio en el Mar del Norte. A su muerte su imperio se desmorona e Inglaterra recupera la dinastía
sajona con Eduardo “el Confesor”. En el año 1066 tras la muerte de Eduardo sin descendencia, la
corona fue reivindicada por dos candidatos: El jefe de la aristocracia anglosajona Harold, y el Duque
de Normandía Guillermo “el Conquistador”. En este enfrentamiento finalizó cuando Guillermo invade
y ocupa Inglaterra derrotando a los anglosajones en Hastings, y se proclama rey en Londres (1066).

Guillermo introdujo las relaciones feudales en beneficio de la monarquía, reservándose la mayor parte
del territorio como propiedad real, el resto lo entregó a los grandes barones normandos, aunque
limitando sus posibilidades de acción. Estableció grandes feudos en zonas de frontera: Gales y Escocia.

A pesar de esta política tuvo al igual que sus sucesores dos grandes problemas: En primer lugar, la
dificultad de correlacionar su reino con las posesiones del continente y sus enfrentamientos con los
monarcas franceses (Capetos). En segundo lugar, la constante presión de los señores con el objetivo
de aumentar sus poderes, limitando la capacidad de acción de los reyes.

Enrique I Beauclerc (1100-1135), hijo menor de Guillermo el Conquistador, reunificó los dominios
paternos y los consolidó sobre bases feudales por medio de instituciones administrativas precoces y
bien elaboradas. Se acercó a los pueblos anglosajones y suavizó el régimen de excepción al que estaban
sometidos tras la derrota de Hastings. A su muerte la monarquía se vio nuevamente amenazada, al ser
disputada por dos pretendientes: Matilde, hija de Enrique I, casada con su primo el Conde de Anjou,
Godofredo Plantagenet y Esteban de Blois, sobrino y favorito de Enrique I. El conflicto finaliza cuando
Esteban, finalmente elegido rey, designó como heredero al hijo de Matilde, Enrique II Plantagenet. La
disputa fue aprovechada por aristocracia e Iglesia para arrancar a los pretendientes numerosas
concesiones, como la posibilidad de levantar fortalezas privadas y apropiarse de algunos derechos
reales.

Cuando Enrique II (1133-1189) sube al poder era dueño de un vasto territorio integrado por Inglaterra,
Normandía, el condado de Anjou y Bretaña. A ello añadiría todo el Suroeste de Francia, al contraer
matrimonio con Leonor de Aquitania, antigua esposa del rey de Francia, Luís VII (1120-1180).

A pesar de todo, su política provocó continuas rebeliones de los barones que se oponen a la
restauración del poder real. Las revueltas fueron encabezadas por sus propios hijos, que desde 1173
no dejaron de tramar y organizar complots contra su padre, alentados por el monarca francés Felipe
Augusto (1179-1223).

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La situación del reino inglés se deterioró al ascender al trono su hijo Ricardo I “Corazón de León” (1189-
1199) a finales del siglo XII, debido principalmente a sus continuas y prolongadas ausencias por
participar en las cruzadas y por permanecer prisionero en Germania. La situación no mejoró cuando
sube al poder su hermano Juan I “Sin Tierra”, sino todo lo contrario, los nobles le obligan a firmar la
Carta Magna (1215).

Durante el reinado de Enrique III (1216 - 1272) las luchas contra los barones se recrudecen, llegando
a ser derrotado y hecho prisionero (1265), instaurándose el gobierno de Simón de Montfort que duró
tan sólo 15 meses, pero en el que se inició la práctica de gobierno con un parlamento oligárquico (alta
nobleza, caballeros, representantes de las ciudades), que ya no se perdería, pese al regreso del rey.
Este regreso de Enrique fue sin embargo nominal, ya que el poder quedó en manos de su hijo Eduardo,
quien pudo restablecer finalmente la paz. Con el Edicto de Malborough (1267) se restablecen los
poderes regios, pero en él se recogían parte de los contenidos de la Carta Magna que los nobles
obligaron a firmar al rey Juan I “Sin Tierra”, consiguiéndose un equilibrio, en el que junto a las antiguas
prácticas feudales, se potenciaba la institución monárquica y su relación con el reino, preparándose
así el programa de gobierno que llevaría a cabo Eduardo I (1272 - 1307) tras su coronación,
empezándose a formarse las instituciones que caracterizarían al Estado inglés en los siglos siguientes.

2. FRANCIA.

En año 987, gracias a las presiones imperiales dirigidas por el obispo de Reims, sube al trono el
candidato robertino Hugo Capeto. A pesar de su entronización, la realeza siguió siendo electiva, y por
tanto él como sus sucesores fueron monarcas débiles, pero que consiguieron acabar con las luchas
dinásticas y pronto pudieron asociar en vida a sus hijos como herederos al trono. Para poner fin a las
conjuras y asesinatos, consiguen el apoyo de la Iglesia, que revistió a la figura del rey de un prestigio
religioso que lo sacralizaba. De esta manera se reconocía que el poder lo recibían de Dios y por tanto
ningún noble podía rivalizar o enfrentarse al monarca.

El proceso de restauración y consolidación del poder real fue continuado por Luís VI y VII, alcanzando
su plenitud con Felipe II Augusto. El apoyo ofrecido por la Iglesia permitió que los reyes Capetos
dispusieran de numerosos vasallos, y por tanto, de amplias riquezas procedentes del ejercicio de los
derechos feudales, los cuales inmediatamente eran invertidos en reforzar más aún su autoridad.
Gracias a ellas, neutralizan el poder de los castellanos y demás nobles, que prácticamente se habían
hecho independientes en sus señoríos. No obstante, algunos principados aún se mantuvieron fuertes,
teniendo incluso mayor importancia que la propia monarquía, como los Ducados de Aquitania,
Bretaña, Normandía y Borgoña y los Condados de Anjou y Flandes.

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A este ascenso de la monarquía y la correspondiente consolidación del poder real contribuyeron varios
factores: el potenciar las jerarquía feudal entorno a la propia monarquía; la política matrimonial que
unió a los reyes Capetos con miembros de las familias nobiliarias más importantes; los ingresos
obtenidos de una serie de guerras afortunadas; el incremento de las rentas reales; la política
eclesiástica que permitía intervenir en la elección de los obispos y al mismo tiempo administrar las
rentas de las sedes vacantes.

A pesar de ello, la crisis estalló al producirse un enfrentamiento entre el rey Luís VII (1137-1179) y
Enrique II Plantagenet (1133-1189), rey de Inglaterra. El conflicto empezó cuando Luís VII repudió a
su esposa Leonor de Aquitania, acusándola de infidelidad, y consiguiendo anular su matrimonio en el
concilio de Beaugency (1152). La ocasión fue rápidamente aprovechada por Enrique, que casó con
Leonor ese mismo año: de esta manera el Ducado de Aquitania pasó de estar integrado en los
territorios de la corona francesa, a unirse junto al Ducado de Normandía y al Condado de Anjou, a las
posesiones del rey de Inglaterra, que a partir de estos momentos se convierte en el vasallo más
poderoso del rey francés.

Cuando Felipe Augusto sube al trono, inicia un continuo enfrentamiento contra la casa Plantagenet.
Para ello utilizó los derechos feudales, reclamando el Homenaje Ligio y los servicios de sus vasallos, y
entre ellos el del rey de Inglaterra. También atizó la rebelión de los hijos de Enrique II y recurrirá al
derecho feudal para ampliar sus dominios. Efectivamente, tras la muerte de Ricardo (1199), su
hermano y sucesor Juan sin Tierra se casa con Isabel, prometida anteriormente a su vasallo Hugo de
Lusignan. Este último apeló entonces a la justicia del rey de Francia, que condena al rey Juan como
felón y decreta la confiscación de sus feudos (1204), ocupando Normandía, Anjou y Turena, y aunque
Juan intentó recuperarlos fue derrotado junto a sus aliados imperiales en la batalla de Bouvines
(1214). Sus sucesores continuaron esta política, pero evitaron los enfrentamientos directos a través de
tratados. Finalmente, en1258, ambas monarquías firmaron el Tratado de París, que sellaba su
reconciliación. De acuerdo con sus cláusulas, los reyes ingleses renunciaban a Normandía y, aunque
retenían sus dominios de Limousin y Perigord (Guyena), debían declararse por ellos vasallos del rey de
Francia.

Felipe II Augusto, tras resolver el contencioso que mantenía con Inglaterra, se alió con el Papado en la
cruzada contra los Cátaros o Albigenses. Con ella el Papa Inocencio III (1198-1216) pretendía
exterminar toda rebelión contra la Iglesia, especialmente este movimiento herético, que atentaba
contra la ética y la moral establecida por la fe católica, y que contaba con poderosos adeptos entre la
nobleza del sur de Francia. Sin embargo, para el rey francés supuso la excusa perfecta para enfrentarse
contra el Condado de Toulouse, dentro del proceso de anexión de todos los principados a la Corona.

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Sus sucesores, Luís IX (1226 - 1270) y Felipe III (1270 - 1285) continuaron esta política de sometimiento
de los Principados, consiguiendo finalmente que la mayor parte de ellos, o bien quedaran vinculados
a la corona, o bien estuvieran en manos de los miembros de la familia real, con las excepciones de la
Guyena y Bretaña.

Paralelamente, desarrollaron una política de expansión mediterránea que los llevó a aliarse
nuevamente con los Pontífices apoyando la intervención militar en el Reino de la Dos Sicilias de Carlos
de Anjou (hermano de Luís IX), lo que les condujo a enfrentarse con la Corona de Aragón. En este
marco se entiende el desarrollo de la VIII Cruzada, llevada a cabo por Luís IX contra Túnez, con el
objetivo de hundir el comercio aragonés en el Mediterráneo. Durante dicha contienda murió de peste
el monarca francés.

3. EL IMPERIO.

El imperio estaba formado por los reinos de Germania e Italia, y desde 1033 también por el de Borgoña.
La monarquía era electiva, siendo los electores 16 laicos y 24 eclesiásticos. Dicha elección se realizaba
por unanimidad, lo que permitía al Papa o al Emperador en nómina influir en la elección de su sucesor.
Este hecho sería decisivo para la formación de las 3 grandes dinastías imperiales: Los Otónidas de
Sajonia (919-1024); los Salios de Franconia (1024-1125); los Hohenstaufen de Suabia (1125-1268),
durante el reinado de estos últimos el Imperio paso a denominarse el Sacro Romano Imperio.

Como hemos visto, cuando desapareció la dinastía carolingia al morir sin descendientes Luís el Niño,
la aristocracia germana entregó la corona a los Duques se Sajonia instaurándose la dinastía de los
Otónidas, que consiguen restaurar el Imperio y hacer el título hereditario. Cuando muere sin
descendencia el último de los Otónidas, Enrique II, los príncipes electores entregan el trono imperial
al más poderoso de ellos, Conrado II de Franconia (1024) instaurándose una nueva dinastía, la Salia. A
pesar de que estos emperadores consiguen que la sucesión se hiciera hereditaria, el principio electivo
no desapareció, surgiendo de nuevo al morir el último emperador de esta dinastía Enrique V (1125).

En ningún momento, los emperadores Salios adoptaron la política otónida de restauración de la


autoridad imperial, sino que tan sólo se preocuparon de consolidar su poder en el reino germánico,
debido a que contaron con una mediocre hacienda y medios de acción muy limitados. La Iglesia
siempre les apoyó, ya que conservaban el derecho de nombrar a los obispos y a los abades, los cuales
eran incluso investidos por el propio emperador. Uno de estos emperadores, Enrique III en 1046 se
otorgó el derecho y el deber de participar en los enfrentamientos protagonizados por los candidatos
al pontificado y por los papas, con el fin de controlar la Santa Sede. Esta política fue heredada por sus
sucesores, envueltos en numerosos conflictos con el Papado, que en ocasiones provocó la pérdida del
apoyo del alto clero y del control de los príncipes germánicos.

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Cuando muere el último Emperador salio, Enrique V, los príncipes electores entregan el trono,
nuevamente, al duque más poderoso del momento, el Duque de Sajonia Lotario III de Supplimburgo.
A pesar de ello, estallan las luchas por el poder al reivindicar la corona imperial dos sobrinos de Enrique
V, Federico y Conrado Hohenstaufen. Finalmente en el año 1152 fue nombrado emperador Federico
I Hohenstaufen, más conocido por Federico I Barbarroja. Tanto este como su sucesor Enrique VI se
encargan de consolidar el poder del monarca alemán y de devolver el prestigio al título imperial,
definiéndose a sí mismos como los herederos directos de los emperadores romanos y de Carlomagno.
Ambos concebían el imperio como un poder universal que se extendía por toda la cristiandad,
situándose su centro en Germania.

Federico II protagonizará los últimos esfuerzos por consolidar la supremacía del Imperio sobre el
Papado. Su enfrentamiento con los pontífices le llevó a ser considerado por los Papas como el
Anticristo. Según sus teorías, el Emperador era la cabeza rectora del Imperio Romano, y por tanto el
sacerdocio (Papa) debía estar sometido al Regnum. En el proceso, se llegó a la excomunión - por tres
veces- del emperador, a la proclamación de una cruzada con él (Gregorio IX), siendo la respuesta del
emperador la invasión de los territorios pontificios. El conflicto finalizaría en 1254, a la muerte de
Conrado IV. El Imperio quedó vacante entre 1254 y 1273, hasta que Gregorio X optó por Rodolfo de
Habsburgo, frente a las pretensiones de Alfonso X de Castilla.

En cualquier caso, tras la muerte de Federico II se produce el hundimiento del Imperio, y la separación
definitiva del reino de Italia del dominio Imperial. De esta manera se pasó del Dominium Mundi de
Federico I Barbarroja al hundimiento y la desarticulación del territorio imperial.

Por otro lado, los principados germanos prosiguen la expansión hacia el Este, pero ahora empleando
Órdenes Militares copiadas de las creadas tras la Primera Cruzada. En 1201, con el apoyo de Inocencio
III, el obispo Alberto funda la ciudad de Riga, e inicia con la Orden de los Caballeros de la Espada, la
penetración en Livonia. Entre 1205 y 1207, obtienen amplios privilegios comerciales en Novgorod,
Vitebsk, Smolensk.

En 1230 el duque polaco Conrado de Mazovia llama a los Caballeros Teutones para convertir a los
prusianos. Estos se hacen conceder el territorio en feudo y empiezan inmediatamente la conquista
violenta de Prusia. Las dos órdenes se fusionan en 1237 y continúan juntas la guerra que concluyen en
1283. La expansión va acompañada de la fundación de ciudades. En la costa: Lubeck (1158), Rostock
(1200), Dantzing (1283); en el interior: Brandeburgo, Berlín (1230), Fráncfort del Oder (1253). Se
estima que en su transcurso murieron unos 170.000 indígenas. Después la Orden penetra en territorios
lituanos y letones, con la misma política, hasta que fueron aplastados por Alexander Nevski, príncipe
de Novgorod, al tiempo que se produce la llegada de los mongoles. A finales del siglo XIII, los lituanos
siguen resistiendo tanto a los guerreros germanos como a los religiosos dominicos.

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4. EL PAPADO.

El Papa era elegido por influencia de las grandes familias nobiliarias romanas, hasta que los
emperadores germanos comenzaron a intervenir activamente en la elección papal.

El papa León IX (1002-1054) inició una reforma del pontificado que pretendía independizar a la Iglesia
del dominio laico, para ello combatió la simonía y el nicolaísmo, y sobre todo, el Césaropapismo, es
decir, aquella tendencia que defendía la supremacía del poder del Emperador sobre el del Papa. En
este sentido, luchó para que la elección de los pontífices fuera realizada dentro de la propia Iglesia, y
no sólo eso, si no que intentó imponer de nuevo la idea teocrática de la supremacía del Papa sobre el
Emperador y los Reyes. En este sentido, la historia del Papado y del Imperio durante los siglos XI al XIII
estuvo marcada por los continuos enfrentamientos, ya que ambos poderes aspiraban a prevalecer uno
sobre el otro. Así la Iglesia desarrolló el Derecho Canónico, que defendía la independencia total de la
Iglesia, pero por su parte los emperadores intentaron imponer una concepción universalista y
jerárquica del poder, que no sólo chocó con la Iglesia, sino que también lo hizo con los distintos reinos
europeos, los cuales nunca reconocieron su supremacía. En este marco de enfrentamientos surgirán
dos cuestiones:

1 - La Querella de las Investiduras. Aprovechando un período de crisis dentro del Imperio, la minoría
de edad del emperador Salio Enrique IV, los papas Esteban IX (1057-1058) y Nicolás II (1059-1061)
fueron elegidos canónicamente. El último, es decir, Nicolás II, publicó un Decreto por el cual se
reservaba la elección del pontífice a los cardenales obispos de Roma, medida que fue muy bien recibida
por el clero y el pueblo romano, pero que sin embargo, no lo fue tanto entre los obispos germánicos.
Después Nicolás impulsó la lucha contra la simonía, fundamentalmente en el seno del Imperio.
Alejandro II (1061-1073) prosiguió esta política pero evitando enfrentarse al Imperio, intentando lograr
el apoyo de los príncipes electores germanos a las reformas.

Posteriormente, el papa Gregorio VII (1073-1085) aceleró y profundizó la reforma de la Iglesia. En su


Dictatus Papae del año 1075, que se puede calificar como una declaración de polémicos principios e
intenciones: En primer lugar, se condena la simonía, y consecuentemente, se prohibía toda investidura
laica. Así, declaró como superflua la aprobación a posteriori de los cargos eclesiásticos por los poderes
seculares, exigiendo, además, la sumisión de todos los poderes temporales al Papa. Esta exigencia se
basaba en la teoría teocrática de que sólo el Papa, al ser el representante de Dios en la Tierra y puesto
que todo poder provenía de Dios, tenía autoridad para deponer a reyes y emperadores. Además, el
Papa era el único que podía gobernar y dirigir la Iglesia, y por tanto era el encargado de nombrar y
deponer a los obispos. El Papa no podía ser juzgado por nadie, y nadie podía modificar sus sentencias,
pues se le declara infalible (no puede equivocarse).

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Sus postulados le llevaron a un enfrentamiento con los príncipes y reyes europeos, siendo este
enfrentamiento mucho más intenso con los emperadores, quienes contaban con el total apoyo de los
obispos del reino germano, ya que estos formaban parte del gobierno imperial.

Los primeros enfrentamientos entre el Papado y el Emperador surgen al ocupar el trono Enrique IV,
una vez superada su minoría de edad. En estos momentos tuvo que hacer frente a una importante
rebelión nobiliaria de la que salió victorioso, pero fue recriminado por sus métodos por el papa
Gregorio VII. Ante esta actitud del pontífice, Enrique IV le depuso, respondiendo Gregorio VII con la
excomunión. Este hecho suponía, que los súbditos del emperador quedaban libres del juramento de
fidelidad, por lo cual los príncipes rebeldes amparados por la decisión del pontífice, se erigen en los
jueces del propio emperador, el cual temiendo por la estabilidad de su gobierno acudió a Canossa
(1077) para, humillándose, pedir perdón al Papa. A este hecho le siguieron otros que agudizaron la
crisis: la eliminación del partido gregoriano en Germania, una segunda excomunión, expediciones
militares de castigo en territorio italiano, y la huida del pontífice de Roma.

Todo ello demostró la necesidad de llegar a acuerdos. La reconciliación se alcanzó durante los
gobiernos de Enrique V y del papa Calixto II, con la firma del Concordato de Worms (1122). En este
concordato se establecen tanto la Recomendación Regia de los cargos eclesiásticos, como el sistema
de la Doble Investidura, la eclesiástica, que investía a los aspirantes con el poder espiritual y que era
realizada por el papa, obispos u abades, y la investidura laica, realizada por los reyes y emperadores,
por la cual los aspirantes recibían feudos y poderes seculares.

En el III Concilio de Letrán, se confirma el proceso de elección papal, fijándose en 2/3 de los cardenales
presentes, los votos necesarios para la elección del Papa. A pesar de ello, la fragilidad del poder
temporal del Pontífice quedó patente cuando entre 1144 y 1155 se implantó la República Romana, y
se expulsó al Papa, el cual necesitó la ayuda de Federico I Barbarroja para recuperar el poder.

2 - El 2º gran enfrentamiento entre Imperio y Papado se produjo al chocar de frente las dos grandes
ideologías sobre el poder de la época: El Césaropapismo y la Teocracia. Federico I (1152-1190) y
Alejandro III (1159-1181) inician un nuevo período de luchas y enfrentamientos. El emperador
intervino en multitud de asuntos eclesiásticos, al tiempo que potenció el nombramiento de varios
antipapas. Por su parte, el Papa, intentó imponer la supremacía de la Iglesia, y controlar todo el
territorio italiano, para lo cual fomentó la rebelión de las ciudades contra el poder imperial.

Por otro lado, siguiendo esta línea de enfrentamientos entre Iglesia y Estado, en Inglaterra estalló el
enfrentamiento entre Tomas Becket y el rey Enrique II, al rechazar el primero las Constituciones de
Clarendon, por las cuales el rey incrementaba sus derechos de intervenir en los asuntos de la Iglesia.

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Aunque el Papa Alejandro III apoyó a Becket, lo hizo de forma moderada y cautelosa, con el objetivo
de no romper las relaciones con el poderoso monarca Plantagenet y complicar más con ello la de por
sí delicada situación del Papado. No obstante, tras el asesinato de Becket, el rey hizo penitencia,
permitió su canonización, llegando a efectuar acuerdos con el Papado, en los cuales, sin embargo, se
mantienen la mayor parte de las Constituciones de Clarendon.

El Papa Inocencio III (1198-1216) fue el pontífice que llevaría las concepciones teocráticas a sus últimos
extremos. Según sus teorías, S. Pedro recibió de Cristo el encargo de gobernar no solo la Iglesia, sino
también el mundo secular. Para lograr sus objetivos fortaleció las estructuras de la Iglesia en el IV
Concilio de Letrán (1215) e intervino hábilmente en las disputas internas del imperio, intentando
imponer al emperador

En Inglaterra, apoyó a Juan Sin Tierra, en contra de los Barones, que estaban apoyados por el Primado
de Canterbury, quienes al final consiguieron imponer la Carta Magna. Junto a ello, fue uno de los
principales impulsores de la IV Cruzada (conquista de Constantinopla), profundizando aún más el
distanciamiento entre la Iglesia Romana y la Bizantina. También patrocinó la cruzada contra los
Cátaros, que asoló el S de Francia, empleando la represión más violenta contra la disidencia religiosa.
También predicó una cruzada contra los Almohades que culminó con la batalla de las Navas de Tolosa
(1212), y adoptó posiciones claramente antisemitas.

Los Pontífices posteriores a Inocencio III, especialmente Gregorio IX (1227-1241) e Inocencio IV (1243-
1245) intentaron imponer la concepción Teocrática. Su política se desarrolla en virtud de tres ejes: La
lucha contra el Imperio; la persecución cada vez más feroz de los disidentes; en el plano religioso,
apoyo a las órdenes mendicantes.

Los Papas favorecieron que Carlos, conde de Anjou y hermano de Luís IX de Francia, se hiciera con el
reino de las Dos Sicilias (1266-1285). A partir de ese momento, serían los franceses los que
mediatizarían las elecciones papales, lo que se pondría de manifiesto durante la guerra entre
aragoneses y angevinos (1282-1302). Por otro lado, las ciudades italianas aprovecharon el interregno
imperial para fortalecer su independencia, y en Roma se produjo un resurgir de las familias
aristocráticas. Los Orsini y los Colonna impondrían repetidamente a sus Papas, en pugna ―o en
coalición― con los franceses.

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5. LA PENÍNSULA ITÁLICA.

Desde la muerte de Otón III hasta el reinado de Federico I Barbarroja, los emperadores descuidaron
el Reino de Italia, acudiendo tan solo a Roma en los momentos que eran coronados o bien para
solucionar sus problemas con los pontífices. Cuando hablamos de la historia de la Península Italiana
debemos distinguir siempre el Norte y el Sur. En el Norte, las ciudades habían experimentado una gran
transformación desde el siglo X, formándose gobiernos aristocráticos (nobles y obispos) de gran
autonomía, que se enriquecieron y fortalecieron con el comercio.

Cuando en el primer cuarto del siglo XII se producen las luchas por el imperio entre los partidarios de
los Hohenstaufen (Duques de Suabia), llamados Gibelinos, y los partidarios de los Duques de Baviera,
los Güelfos, las ciudades italianas y el Papado se alían a estos últimos, como reacción al programa de
supremacía imperial que defendían los Hohenstaufen. De esta manera los Gibelinos se constituyeron
en los defensores del Césaropapismo y los Güelfos en los defensores de la Teocracia. En estos
enfrentamientos las oligarquías urbanas pactan con uno u otro bando según sus intereses específicos.

En el Sur, la situación es muy distinta. Los normandos conquistaron los territorios bizantinos, y
arrebataron Sicilia a los musulmanes, formando Roger II (1101-1154) a principios del siglo XII el Reino
de las Dos Sicilias. En 1150 su expansión por el sur había sido tal que sus dominios eran al norte
fronterizos con la Santa Sede. Él y sus sucesores desarrollaron una intensa política de penetración en
la costa Dálmata, en perjuicio de Bizancio, y en el Norte de África, al tiempo que competían por el
comercio mediterráneo. Durante la segunda mitad del siglo XII, el reino pasa a unirse al Imperio tras
el matrimonio de la hija de Roger, Constanza con Enrique VI, sucesor de Federico I Barbarroja.

El papado consideraba que la unión del reino de las Dos Sicilias al Imperio, resultaba muy peligroso
para sus intereses, ya que los Estados Pontificios quedaban totalmente rodeados por territorios
imperiales. Por ello facilitaron que Carlos de Anjou se apoderase del reino (1266-1285), en contra de
los legítimos herederos, Manfredo y Conradino. El ambicioso proyecto de Carlos de crear un Imperio
Mediterráneo, sería frustrado por la rebelión de los sicilianos en 1282 (Vísperas Sicilianas), quienes
ofrecieron la corona a Pedro III de Aragón, casado con Constanza, hija de Manfredo, última heredera
legítima. Las ciudades del Norte también intervinieron en esa lucha, los Güelfos apoyaron a los Anjou,
mientras que los Gibelinos a los aragoneses.

En definitiva, los territorios italianos se convierten en independientes y el título de emperador se vació


de sentido, siendo disputado por monarcas ajenos al mundo germánico (Alfonso X o Rodolfo de
Habsburgo).

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III. BIBLIOGRAFÍA:

ÁLVAREZ PALENZUELA, V.A. (Coord.) (2002): Historia Universal de la Edad Media. Editorial Ariel.
Barcelona.

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- (1971): Principios de gobierno y política en la Edad Media. Revista de Occidente. Madrid.
- (1997): Historia del pensamiento político en la Edad Media. Editorial Ariel, Barcelona.

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