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TERCER LIBRO

DE

LiECTURñ POR

Manuel Guzmán Maturana,


VISITADOR DE LICEOS.

(l.er Año de Humanidades).

APROBADO POR EL H. CONSEJO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA.

4.a edición

(Ortografía de la Real Academia Española).

CASA EDITORIAL «MINERVA»


M. GUZMÁN MATURANA.
santiago di CH1LX.
M. Guzmán Maturana.
SANTIAGO (CHILE) CASILLA 1419.

1 .a edición, 1905.
2 .a edición, 1909.
3 .a edición, 1916.
4 .a edición, 1924.

Es propiedad.

Ipap- y Lit, Universo.—Matucana 31,—Año 1926,


Prólogo a la 4.a edición.

Entrego al juicio ilustrado de mis colegas, la 3.a edición de esta


serie de Libros de Lectura para la enseñanza del Castellano, publicados
por primera vez en el año de 1905. Si la 2.a edición, dada a luz en 1909,
era muy superior a la 1.a, la actual aventaja, y con mucho, a aquélla.
Tendiendo siempre a la perfección y no economizando medios para
conseguirla, he querido corresponder al favor, año a año creciente,
que a estos Libros han dispensado los profesores de idioma patrio
en los establecimientos de enseñanza secundaria, fiscales y particu­
lares.

* **

Antes de esbozar el plan de esta obra, quiero exponer el concepto


que me he formado de lo que debe ser un Libro de Lectura para
nuestros escolares. Creo (y de ello estoy firmemente convencido) que
la misión del Libro es enseñar a leer inspirando amor por la lectura.
Es decir: un texto de esta naturaleza, concebido con plena con­
ciencia de las necesidades espirituales del niño, no ha de ser una pe­
queña enciclopedia, que recargue la mente infantil con fragmentos
predigeridos de las ciencias que forman el saber humano, sino que,
al revés, él debe constituir el solaz favorito, el estimulante poderoso
que avive más y más el hambre espiritual de leer y leer siempre buenos
libros. El Libro de Lectura escolar, para que llene su misión, ha
de lograr que eh nuestra existencia se forme el hábito de leer. Por
consiguiente, será un buen libro el que enseñe a leer despertando amor
por la lec.tura.
Mirado el Libro de Lectura desde el punto de vista de la conexión
que debe tener con los ramos que se estudian en el curso a que se des­
tina, creo que está vedado a él admitir lecciones especiales de zoología,
botánica, física, química, historia, geografía, matemáticas, etc., y
IV PRÓLOGO

que, al contrario, debe proscribirlas por completo en la forma seca


y árida que implican descripciones, exposiciones y narraciones sobre
aparatos, materias y hechos correspondientes a determinada ciencia
o asignatura. Si contiene tales asuntos, será tratándolos de modo
especial, que grabe y afiance en la mente del niño las características
de la materia en cuestión, y en todo caso, en forma amena, interesante
y literaria.

* *

Expuesto el concepto general que ha informado esta 4.a edición


de los Libros de Lectura, voy a dar a conocer, aunque somera­
mente, algunos de los puntos del plan que me he propuesto realizar.
He procurado hacer:

1. Obra nacional.
Al efecto, he dado capital importancia al cultivo del sentimiento
patrio y a cuanto constituye nuestra idiosincrasia de chilenos. Las
lecturas presentan nobles ejemplos de civismo y dan a conocer los
héroes y las leyendas nacionales en forma artística; amena y atra­
yente, de modo que su solo mérito sugestivo hace que, sin esfuerzo
alguno, se graben en las mentes infantiles.

2. Obra educadora de la voluntad y formadora del carácter.


Tienden a este fin, las biografías, las anécdotas sobre acciones
culminantes de personajes ilustres y los hechos históricos que han
influido en el desarrollo de nuestra vida nacional.

3. Obra que sea una acción continuada de la vida del niño:


en el hogar, en la escuela, en la sociedad.
En tal sentido, estos libros, y especialmente los primeros tomos,
son un pequeño drama, un verdadero idilio infantil. Empieza éste
en el hogar, al lado de la madre, con los más simples entretenimientos
del niño y de la niña, y poco a poco va ensanchando su horizonte hasta
desenvolverse en medio de la naturaleza.
LIBRO TERCERO V

4. Obra que despierte, desarrolle y afiance el amor por la na­


turaleza.

No es posible que nuestros escolares vivan indiferentes en medio


del maravilloso mundo animado que les rodea. Estos libros, por medio
de las lecturas en que se personifican los animales, los árboles y aún
las cosas, enseñan a conocer la madre naturaleza, y en consecuencia,
a amarla y respetarla. Además, estas lecturas ofrecen al niño ocasión
de aprender, sin darse cuenta, nociones, leyes y hechos de las ciencias
naturales; a la vez le recrean y le instruyen, le forman la imaginación
y el gusto y le preparan para comprender los hechos más importantes
de la experiencia y de la vida social.

5. Obra de la cual fluyan naturalmente lecciones de mo­


ral práctica.

El interés que muestra el niño por las historietas que tienen como
protagonistas animales y paj arillos que se. desenlazan de peligrosas
aventuras gracias a la ayuda de sus semejantes, es la primera mani­
festación en la vida generosa de la simpatía y del altruismo. De se­
mejante índole, hay abundancia de trozos en estos Libros de Lectura.

6. Obra que cultive discretamente la imaginación y la


fantasía.

En todas las concepciones de la vida, la imaginación desempeña


papel importantísimo. Los años juveniles son de imaginación y fan­
tasía deslumbradoras. El arte no existiría sin los vuelos de la imagina­
ción. Como un medio de embellecer y de hacer amable nuestra exis­
tencia para prepararla a admirar lo bello y lo bueno, es indispensa-
sable. pues, cultivar discretamente la imaginación. Nada más inte­
resante para el niño y aún para el adulto, que las narraciones, reales
o ficticias, en que, desplegadas las alas de la fantasía, el lector se pone
en lugar del personaje de sus afecciones y realiza, ilusoriamente, las
proezas que al héroe contribuyeron a hacer grande y noble: esto es
anhelo del bien y de lo bello.
Trozos que llenan tales fines, encantan a los niños: por eso hemos
prodigado los cuentos en estos Libros de Lectura.
VI PRÓLOGO

7. Obra de abundante material.


Las opiniones que el material de estos Libros ha merecido a los
más distinguidos profesores de Castellano, me han llevado a la con­
vicción de que no es posible conciliarias en escaso material. He optado,
pues, por que cada tomo abunde en lecturas de la más variada índole,
a fin de que se vean satisfechas hasta las predilecciones más encon­
tradas. Con ello, además, los alumnos ganan en calidad y cantidad.
Quiero anticiparme a desvirtuar una objeción que pudiera hacerse
con caracteres de fundamento: que algunas de las composiciones,
especialmente de las poéticas, sean difíciles para el promedio de los
jóvenes lectores. Sentado que así fuera, el profesor tiene vasto campo
en que escoger a su sabor. Pero, ¿acaso no hay algo en la poesía que se
resiste a los límites del análisis? La honda impresión producida por
la frase armoniosa que traduce el ideal artístico del poeta, aunque
no sea completamente analizada y comprendida, tiene que ejercer
influencia benéfica y duradera en la vida intelectual del niño.

8. Obra educadora.
El conjunto bello y armónico que constituye cada uno de estos
libros, influirá poderosamente en la educación de los niños. La her­
mosa y seria presentación, los interesantes grabados (que dan bue­
nos temas para composiciones literarias), las artísticas láminas en co­
lores, la calidad superior del papel, la encuadernación sólida y cui­
dada, disponen a que estos libros sean queridos y respetados.
La lectura del primer trozo de cada tomo, dirigida inteligente­
mente, pondrá las páginas a cubierto de las profanaciones del lápiz
o de la tinta, y será, a la par, la primera lección de respeto, de orden,
de disciplina y de amor.

9. Obra literaria y artística.


Todo el material de lectura ha sido seleccionado, arreglado y
compuesto sin perder de vista el fondo educativo y la belleza externa
o de la forma. Desde el primer tomo, he tomado en cuenta la forma­
ción del gusto literario del alumno, y atento a este principio, he dado
cabida a producciones selectas de los más reputados autores nacionales,
hispano-americanos y españoles. Hacer aquí una nómina de ellos,
sería demasiado prolijo. Una ojeada por los índices, convencerá
de esta aserción.
LIBRO TERCERO VII

La dificultad de encontrar material adecuado para los tomos


inferiores, ha sido salvada airosamente gracias a la colaboración
especial de Gabriela Mistral, delicada poetisa chilena, laureada
en los Juegos Florales, que ha hecho verdadera obra de arte inspi­
rándose en temas de índole infantil. A sus dotes envidiables de escri­
tora suave, armoniosa y galana, une Gabriela Mistral una noble
concepción de la tarea educadora a que se dedica, y tan feliz comunión
ha hecho de su preclara inteligencia la más idónea para interpretar
con sentido arte las bellezas que atraen y deleitan al mundo de los
niños. Corresponde, pues, a ella, parte principal en el mérito que pue­
dan tener estos libros.

10. Obra higiénica y pedagógica.

En cuanto a la parte mecánica, cumplen estos libros con los prin­


cipios establecidos por los higienistas y pedagogos más eminentes:
el papel es liso y sin brillo, de superior calidad; el tamaño de los tipos
se ha graduado concienzudamente en los diversos tomos, usado las
interlíneas necesarias para la nitidez de las páginas y evitado, en
cada una de ellas, el empleo de caracteres distintos, para impedir
las bruscas transiciones de la acomodación ocular.
Nótese, pues, que no he ahorrado afanes de ninguna naturaleza
para dotar a los niños de un Libro de Lectura hermoso y bueno.

* **
Al poner término a esta serie de cinco Libros de Lectura, cum­
plo con el grato deber de hacer públicos mis agradecimientos a mis co­
legas de profesorado y a los distinguidos escritores que galantemente
han querido colaborar en esta obra: a los primeros, por las inteligentes
observaciones que me han sugerido; a los segundos, por su colabora­
ción especial para estos Libros. Unos y otros han querido contribuir
con sus luces a dotar a nuestros educandos de un BUEN LIBRO DE
LECTURA.
M. Guzmán Maturana.
X INDICE

Págs

13 .—La Naturaleza ...........................................•......................... 43


14 .—El viento y el mar ............................................................. 45
15 .—Los pájaros................................................................................ 48
16 .—Los 'pobres huerfanitos.............................................................. 50
17 .—Plegaria por el nido.—Gabriela Mistral ................... 53
18 .—El sueño de Roberto.................................................................. 55
19 .—Rapuncel.—Cuento de los Hnos. Grirnm........................... 60
20 .—El cuento del abuelo.—Fital Aza................................. 66
21 .—El león y el perro.................................................................. 71
22 .—El elefante.—De Luis Jacolliot........................................... 74
23 .—Inteligencia de los elefantes.—Luis Jacolliot................... 77
24 .—La patria del proscrito.—R. Tagore ................................. 81
25 .—El héroe.—Rabindranath Tagore......................................... 83
26 .—Caza de serpientes.—Luis Jacolliot ................................. 85
27 .—Caza del caimán.—Luis Jacolliot..................................... 89
28 .—Antigüedades de la China ............................................... 94
29 .—La China. Sus inventos..................................................... 96
30 .-—Orígenes del Japón................................................................. 98
31 .—?............................................................................................. 100
32 .—El caballo.................................... :.......................................... 102
33 .—Plegaria del caballo................................................................... 105
34 .—Humildad.—Francisco Fillaespesa ................................. 107
35 .—El filósofo sin saberlo ............................................................. 108
36 .—El persa verídico ..................................................................... 112
37 .—Madre.—Juan Montaloo....................................................... 115
38 .—El regalo.- -Rabindranath Tagore ................... ................ 118
39 .—Carta......’................................................................................. 120
40 .—Carta............................................................................................ 121
41 .—La viña de Nabot ................................................................ 123
42 .—La sortija de Polícrates..................................................... 125
43 .—La ninfa Eco............................................................................... 127
44 .—La lluvia triste.—Gabriela Mistral............................... 129
45 .—Aracne.—Gabriela Mistral................................................. 131
46 .—Ulises en la isla de los Cíclopes.—(Extracto).................. 133
47 .—Autor.—Rabindranath Tagore............................................ 140
48 .—La Primavera.—Gabriela Mistral...................................... 141
49 .—Primavera artificial.—C. Rusiñol...................................... 143
50 .—Por qué las rosas tienen espinas.—G. Mistral................. 146
LIBRO TERCERO XI

Págs.
51 .—El copo de nieve. -—I. Thalaso.......................................... 150
52 .—En el fondo del lago.—Diego Dublé Urrutia............... 153
53 .—Dos tortolillas para 30 hombres.—Aliguel Luis Amuná-
tegui ......................................................................... 155
54 .—El primer olivo en Chile.—Miguel Luis Amunátegui..... 159
55 .—Los primeros melones en América.—Miguel Luis Amu­
nátegui.......................................................................... 161
56 .—El choclo del Gobernador.—Benjamín. Vicuña Macken-
na ........................................................................... 166
57 .—El gobernador Ambrosio O’Higgins.—Francisco Valdés
Vergara....................................................................... 168
58 .—Clases sociales en la colonia.—Francisco Valdés Vergara. . . 170
59 .—El carbonero y el señor.—E. de Amicis............................... 172
60 .—La vida colonial.—Luis Galdames....................................... 174
61 .—Santiago en 1808,—Alberto Mauret Caamaño................. 177
62 .—La «Aurora de Chile».—Francisco Valdés Vergara........... 178
63 .—Camilo Henríquez.—Alberto Mauret Caamaño.............. 181
64 .—El rey en busca de novia.—Fernán Caballero.................... 182
65 .—La destiladera.—Mariano Latorre Court............................ 189
66 .—El árbol.—Gabriela Mistral y Nin Frías............................ 191
67 .—El combate homérico.—Mauricio Cristi........................... 195
68 .—El testamento de un héroe. — » » ............................. 199
69 .—El sargento Rebolledo.— » » .............................. 200
70 .—La canción del buen hombre.—De Burjer....................... 202
71 .—La conquista del aire........................................................... 207
72 .—En el hogar—Gabriela Mistral ......................................... 210
73 •—Decálogo de los Scouts........................................................... 214
74 .—Himno de los Scouts.—Gabriela Mistral....................... 216
75 .—Ecuatorial.—JuanMontalvo............................................. 219
76 .—Los hermanos de Mowgli.—R. Kipling............................. 221
77 .—La Pascua de los Niños: 1. Hebras para el nido.—Ga­
briela Mistral............................................................. 234
78 .—2. La gracia del trino.—Gabriela Mistral........................ 238
XII INDICE

Págs.

POESIAS

1 .—A la Bandera.—Manuel Magallanes Moaré....................... 243


2 .—El himno cotidiano.—Gabriela Mistral.............................. 246
3 .—El gallo.—Armando Alcalde Abascal................................... 249
4 .—La sandía.—Salvador Rueda................................................. 251
5 .—Caridad.—Humberto Bórguez Solar.................................... 254
6 .—La fortuna.—Eduardo de la Barra....................................... 255
7 .—Las abejas.—José María Gabriel y Galán........................... 257
8 .—Mi vaquerillo.—José María Gabriel y Galán..................... 259
9 .—El buey.—De Carducci.......................................................... 262
10 .—Echa la simiente.—Gabriela Mistral................................... 263
11 .—El granizo.—Amado Ñervo.................................................... 264
12 .—La abuela.—Víctor Hugo..................................................... 265
13 .—El faro.—Samuel A. Lillo..................................................... 267
14 .—Colón.—Guillermo Alalia..................................................... 270
15 .—-Los conquistadores.—José Santos Chocano....................... 272
16 .—La frase de Cortés —José Santos Chocano......................... 275
17 .—Mirando al río.—Víctor Domingo Silva.............................. 276
18 .—Ercilla.—Gabriela Mistral................................................... 280
19 .—Caupolicán.—Rubén Darío.................................................. 282
20 .—-Lautaro.—Alberto Mauret Caamaño................................... 283
21 .—Carrera.—Samuel A. Lillo.................................................... 285
22 .—Manuel Rodríguez.—Alberto Mauret Carnario.................. 287
23 —Paula Jara-Quemada:—-Ismael Parraguez............................ 288
24 .—Diez y ocho de Septiembre.—Alberto Mauret Caamaño.... 290
25 .—El huaso.—Humberto Bórquez Solar................................... 291
26 .—El recuerdo.—Diego Dublé Urrutia..................................... 294
27 .—Las tristezas de la guerra.—Francisco Villaespesa........... 297
28 .—El bombero.—José A. Soffia............................................... 299
29 .—Canción de Yungay.—Ramón Rengifo............................... 303
30 .—Canción Nacional.—Eusebia Lillo....................................... 304
20 Noes importante............................................ -................ 307
LIBRO TERCERO XIII

Alfabeto.

A a d cu Gvruó'uuc^cu.

B b L Búo-Búo-

0 c G o CotcVYly

Ch ch GL oG cuu
D d cL XXLo-íu.

E e ó v CA/CM/tlcu«

F f S’^LCUTLOt/CU.

G Quucouc^uuuLto.
g
H h G jGtwlóvu

I i J! u «Jn/ocu.

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K k X JÜuLo.

L 1 SL Gutucu^ugív.

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XIV ALFABETO

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1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0.
1, 2, 3, U? 5, lo, q, 8, i, o.
GUZMÁN MATURANA 17

El ruego del Libro.

Niño, amigo mío, hé aquí que voy a ser tuyo.


Cada día descenderá hacia mí tu mirada, y con tu
mirada, tu espíritu, para conversar conmigo.
Cada día me tendrás entre tus manos: sosténme, como
quien sostiene una flor.
Vuélveme las hojas finas con delicadeza.
¡Trátame con amor!
Vísteme de un forro obscuro, como la ropa de trabajo
del obrero. De este modo, al fin de la común labor anual,
seré una cosa bella todavía.
No me dobles las hojas. Con esto sólo conseguirás afear­
me, y feo, tus ojos me verán con disgusto.
Admira los grabados armoniosos, sin que el lápiz -
intruso vaya a recargar los colores suaves.
No escribas en mis espacios claros: tu nombre en mi
pórtico es bastante para indicar que te pertenezco.
Como tu propio cuerpo, me has de mantener bello y
listo para servir.
Te presento ante los ojos hermosas páginas tersas,
esbeltas filas de palabras, dibujos armoniosos. Te pido
conservarlas intactas después del año de amistad contigo.
18 LIBRO TERCERO

El que va, ¡ oh, niño! a ilustrarte, a divertirte, a enri­


quecerte, a volverte mejor, bien puede pedir algo en cam­
bio de lo mucho que va a dar.
Este es, dueño mío, el ruego humilde que he querido
hacerte antes de que entres en mí.
Ahora, soy tuyo.
¡Trátame con amor!
GUZMÁN MATURANA 19

Las primeras familias.

Era un sitio desmontado en el interior del bosque. A su


fondo se veía una caverna en medio de las rocas.
Las malezas se entretejían por los corpulentos árboles y
formaban una cortina impenetrable.
Un hilo de purísima corriente nacía de las rocas, y se
perdía culebreando entre los matorrales.
Sólo el canto de las aves interrumpía la calma de la na­
turaleza, la desolación de aquellos lugares.
A lo lejos, en lo profundo del bosque, se oían los aullidos
del lobo, los gruñidos sordos del oso de las cavernas, el
zumbador ronquido del tigre y el rugir poderoso del rey de
los animales.
De repente, se oyó el chasquido de las ramas secas: un
hombre avanzaba por el sendero apenas trazado, atento
al menor ruido, al menor movimiento de los objetos.
20 LIBRO TERCERO

Iba medio desnudo. Estaban desgreñadas su barba es­


pesa y su larga cabellera.
Su cuerpo era ágil y robusto. Un fuerte bastón se agitaba
entre sus manos.
Lanzó un silbido agudo, y se internó por entre la cortina
de malezas.
A su encuentro salió otra criatura humana, vestida con
pieles de animales.
Apresuradamente transpusieron el claro del bosque y
penetraron en la caverna que les servía de morada.
A lo lejos se oía el bramar de los habitantes de la selva,
y más cerca, el rugido poderoso del rey de los animales.
GUZMÁN MATURANA 21

En la noche.

El sol ha desaparecido por occidente. La obscuridad de la


noche se extiende por la tierra, y el aire se vuelve más
fresco.
Las flores cierran sus hojitas de vivos colores y se doblan
sobre el delicado tallo. Dejan de cantar los pajaritos, y
duermen con la cabeza escondida bajo un ala. Cubiertos
por la gallina están los polluelos, y duermen también. .
No zumban ya las abejas cerca de la colmena ni entre
las flores, porque su trabajo del día ha terminado.
A estas horas no se oyen tampoco los balidos de la oveja,
que se halla acostada sobre su lana suave.
El labrador ha regresado al hogar con sus bueyes e
instrumentos de labranza, para gozar del descanso que
necesita y que merece por las fatigas del día.
Tampoco el pescador bate el agua con sus remos. Ama­
rró su lancha después de sacar de ella los peces color de
plata.
A estas horas no resuena, como durante el día, el mar­
tillo del herrero sobre el yunque, ni rechina la sierra del
carpintero.
Las chimeneas de las fábricas ■ no arrojan humo, ni la
complicada maquinaria produce el molesto ruido de cos­
tumbre. Los establecimientos de comercio cierran sus
puertas.
A medida que avanza la noche, mejor se comprende que
está destinada al descanso.
Dejan de circular por las calles los carruajes y se dirigen
22 LIBRO TERCERO

a las cocheras, con los caballos cansados y el cochero soño­


liento.
Los hombres, fatigados del trabajo, se entregan al sueño:
todo parece dormir en la naturaleza.
Lo mismo en la ciudad que en el campo, grandes son la
soledad y el silencio. Solamente los interrumpe el ladrar
de los perros y el chillido de las aves nocturnas.
En la ciudad, vela por el sueño de sus moradores la poli­
cía, impidiendo que los malhechores cometan actos contra
la vida o los bienes de los ciudadanos.
En los campos, donde el servicio de vigilancia es escaso
y a veces no existe, se necesitan mayores precauciones y
cuidados para despertar fácilmente, si es preciso.
El perro, fiel amigo del hombre, es un gran auxiliar del
campesino para descubrir al extraño y anunciar su presencia.
A veces, los rayos de luna atra­
viesan la copa de los árboles y for­
man en el suelo figuras extrañas,
que asustan a las personas tími­
das; otras, el ruido que una fruta
produce al caer, hace pensar en la
presencia de un animal dañino.
A estas horas, en que todo pa­
rece misterioso y crecen los te­
mores y los recelos, las gentes se
entregan al reposo, confiadas en
las buenas costumbres, en la pre­
visión de las autoridades, en el
respeto a lo ajeno y en el temor al
castigo.
GUZMÁN MATURANA 23

El precio de una hora.

¿Has reflexionado en lo que vale una hora de tiempo?


Oye; el reloj dice:
—Bueno, ya ha pasado una hora, y no te preocupas
más de ella. Sin embargo, cuántas cosas se han realizado
en el mundo durante esa hora, que tal vez has gastado... no
haciendo nada.
En cada hora, según cálculos hechos, nacen cuatro mil
hombres y mueren unos tres mil.
Durante la hora que acaba de transcurrir, ¡ cuántos hom­
bres han trabajado y sufrido! Unos, labrando en la llanura,
a pleno sol, y otros, inclinados sobre los bancos de traba­
jo, en los sombríos talleres de las ciudades.
Hay hora que deja viva huella en la historia de la hu­
manidad.
¡ Oh, cuán preciosas son esas horas en que los grandes
hombres, después de largos años de paciente labor, vieron
al fin lucir la luz de la verdad, y en que los inventores
proporcionaron a sus semejantes esos descubrimientos que
debían apresurar el progreso o unir a los pueblos: la im­
prenta, los ferrocarriles, el telégrafo!
X7 benditas sean también esas horas, más preciosas aún,
en que se han realizado hermosas acciones y en que unos
hombres, dando ejemplos admirables, se han sacrificado
por sus semejantes,
24 LIBRO TERCERO

Cada vez que oigas sonar la hora, reflexiona y di en tu


interior:
«¿He empleado bien esta hora? ¿He sacado algún pro­
vecho durante la hora que acaba de transcurrir?»
Cuántos hombres hay que se arrepienten de haber per­
dido demasiadas horas, y que dicen, recordando la niñez:
«Si yo hubiera aprovechado el tiempo. . .»
Para el hombre, las horas son de oro, cada una de las
cuales tiene sesenta minutos, que son de diamantes; una
vez perdidos, no se ofrece recompensa al que los presente,
porque no se vuelven a encontrar jamás.

consta (a A-ota,
tj -itHao V2CÍ0 eo férrea
vj otzas es cotta.
no 'to otea,
tencha nn 3ía 3^ epeeo
otto cc ip&n as.
GUZMÁN MATURANA 25

¡Qué alegre y fresca la mañanita!


Me agarra el aire por la nariz;
los perros ladran, un chico grita
y una muchacha gorda y bonita,
junto a una piedra muele maíz.
26 LIBRO TERCERO

Un mozo trae, por un sendero,


sus herramientas y su morral;
otro, que agita su gran sombrero,
busca una vaca con su ternero
para ordeñarla junto al corral.

Por las colinas, la luz se pierde


bajo del cielo claro y sin fin;
allí el ganado las hojas muerde,
y hay, en los tallos del pasto verde,
escarabajos de oro y carmín.

Sonando un cuerno curvo y sonoro,


pasa el vaquero, y a plena luz,
vienen las vacas y un blanco toro
con unas manchas color de oro
por los jarretes y en el testuz.

Y la patrona, bate que bate,


me regocija con la ilusión
de una gran taza de chocolate,
que ha de pasarme por el gaznate
con las tostadas y el requesón.
GUZMÁN MATURANA 29

¡Sé alegre y trabajador!

(Ismael Parraguez).

¡Trabaja! y un solo objeto


tu mente ocupe o tu mano:
así el trabajo es liviano
y es del éxito el secreto.

Hacer a medias las cosas,


de la ruina es la pendiente:
trabajar alegremente
es caminar entre rosas.

¡Juega! y no turbe tu juego


preocupación alguna:
la rueda de la fortuna
dará una vuelta muy luego.

Nunca pierdas la ocasión


de hacer cosa de provecho:
del proyecto, pasa al hecho;
del plan, a la ejecución.
2.—Libro ITL—Guzmán M.
30 LIBRO TERCERO

Hasta verla concluida


no abandones tu labor,
y hazla con tanto primor
cual si te fuera la vida.

Enemigo es el mañana,
aliado de la pereza:
¡ay de quien una obra empieza
y en darle fin no se afana!

Con la alegría en el pecho,


aunque en la frente el sudor,
sé alegre y trabajador
y al éxito irás derecho!
GUZMÁN MATURANA 31

Los libros.

En cierta ocasión, un negro que era analfabeto pre­


guntó a otro que estaba leyendo:
—¿Qué miras en ese papel?
—¡Si supieras cuánto me entretengo! díjole el lector.
En este papel, hay personas que hablan con quien sabe
oir con los ojos.
En efecto: el libro nos comunica el pensamiento de una
persona separada de nosotros por el tiempo o por la dis­
tancia.
Los buenos libros son los verdaderos amigos.
«El que ama un buen libro, nunca dejará de tener un
compañero fiel y un sabio consejero».
El que lee, estudia y piensa, puede divertirse en cual­
quier tiempo y en cualquiera situación.
Una casa sin libros, es como un cuerpo sin alma.
Gracias a ellos nos imponemos de las más importantes
historias y de los viajes más extraordinarios; tratamos a
los poetas y hombres eminentes de todas las épocas y de
todos los países.
En nuestros tiempos, los libros se obtienen fácilmente.
El genio de Gútenberg inventó el medio de reemplazar a
los copistas por la imprenta.

Nota: Cada niño debe formarse su Biblioteca poco a poco.


32 LIBRO TERCERO

Así, los libros se multiplican con rapidez sorprendente


y son tan baratos, que están al alcance de cada persona
que se interese por ellos.
Para el que sabe leer, los libros encierran una fuen­
te inagotable de sabiduría, consuelo, descanso y bienestar.

Gúténberg y su imprenta.
GUZMÁN MATURANA 33

La biblioteca de Estardo.

He ido a casa de Estardo, que vive en frente de la es­


cuela, y verdaderamente he sentido envidia al ver su bi­
blioteca.
Estardo no es rico, ni puede comprar muchos libros; pero
conserva con gran cuidado los de estudio y los que le
regalan sus padres; además, cuanto dinero le dan, lo pone
aparte y lo gasta en las librerías.
De este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca.
Cuando su padre ha advertido esta afición, le ha compra­
do un bonito estante de nogal, con.cortinas verdes, y ha
hecho empastar todos los volúmenes y darles los colores
que a él más le gustan.
Ahora, él tira un cordoncito, la cortina verde se desco­
rre y se ven tres filas de libros muy bien arreglados y lim­
pios, con los títulos en letras doradas en el lomo: libros de
cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con
láminas.
Sabe combinar perfectamente los colores: pone los
volúmenes blancos junto a los encarnados; los amarillos
al lado de los negros, y junto a los blancos, los azules, de
modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego
se divierte variando las combinaciones.
Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliote­
cario.
34 LIBRO TERCERO

Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el


polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones.
Hay que ver con qué cuidado los abre, con sus manos chicas
y regordetas, soplando las hojas; parece que están nuevos
todavía.
¡Yo, en cambio, tengo tan estropeados los míos!
Para él es una delicia abrir cada libro que compra, po­
nerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos
lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto
otra cosa en toda la hora. Tiene los ojos enfermos de
tanto leer.
Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es
grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le
dió dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel
vozarrón:
—¿Qué piensas de esta cabeza de hierro? Es testarudo;
llegará a ser algo; yo te aseguro.
Y Estardo entornaba los ojos al recibir aquellas rudas
caricias. . .
Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él:
no me parece cierto que tenga sólo un año más que yo.
Cuando, ya en la puerta, me dijo: «Hasta la vista», con
aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó
para responderle:—«Beso a usted la mano», como a un ca­
ballero. Se lo dije después a mi padre, en casa:
—No lo comprendo: Estardo no tiene talento, carece
de buenas maneras, su figura es casi ridicula, y sin embar­
go, infunde respeto.
GUZMÁN MATURANA 35

Respondió mi padre:
—Porque es un carácter.
Y añadí yo:
—En una hora que he estado con. él, no ha pronunciado
cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se
ha reido una vez y sin embargo, he estado tan contento. . .
—Porque lo estimas, añadió mi padre.
36 LIBRO TERCERO

No te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y


aquella cara sonriente que yo quisiera.
Tú eres algo terco; pero oye: piensa un poco y considera
¡qué despreciables y estériles serían tus días si no fueses a
la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías, al cabo
de una semana, volver a ella, consumido por el hastío y la
vergüenza, cansado de tu vida y de tus juegos.
Todos, todos estudian ahora, Enrique mío.
Piensa en los obreros que van a la escuela, por la noche,
después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en
GUZMÁN MATURANA 37

los muchachos del pueblo, que van a la escuela los domin­


gos, después de haber trabajado toda la semana; en los
soldados, que echan mano de libros y cuadernos, cuando
vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mu­
dos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los
presos, que también aprenden a leer y escribir.
Pero, ¡a qué tanto! Piensa sólo en los innumerables niños
que a todas horas van a la escuela, en todos los países. Mí­
ralos, con la imaginación, cómo van por las callejuelas so­
litarias de la aldea, por las concurridas calles de la ciudad,
por la orilla de los mares y de los lagos; ya bajo un sol ar­
diente, ya entre las nieblas; en barcos, en los países corta­
dos por canales; a caballo, por las grandes llanuras; con zue­
cos, sobre la nieve; por valles y colinas, atravesando bos­
ques y torrentes, por los senderos solitarios de las monta­
ñas; solos, por parejas, en grupos, en largas filas, todos con
los libros bajo el brazo, vestidos de mil maneras, hablando
miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi
perdidas entre los hielos, hasta las últimas de Arabia, a la
sombra de las palmeras: millones y millones de seres que
van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas.
Imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pue­
blos, este inmenso movimiento del cual formas parte, y
piensa: «Si este movimiento cesase, la humanidad caería en
la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza,
la gloria del mundo».
38 LIBRO TERCERO

Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército.


Tus libros son tus armas; tu clase es tu escuadra; el cam­
po de batalla, la tierra entera, y la victoria, la civilización
humana.
¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!
Tu PADRE.
GUZMÁN MATURANA 39

Carta de un niño.
Señor

Don Juan Cerda,

Les Andes.

Querido papá:

En los primeros dias de mi llegada a es­


ta ciudad, no podía resignarme a estar le­
jos de Ud., de mi mamá y de la familia.
Habría deseado volverme pronto a casa,
porque aquí todo me era extraño: tenia an­
sias de recorrer los mismos campos que ahi
recorría, y de hablar y jugar con los que
han sido mis amigos desde la niñez.
Ahoña va desapareciendo mi tristeza y
creo que pronto me acostumbraré a .estos
nuevos quehaceres.
Pienso que Ud. me ha mandado a esta ciu­
dad para que estudie y llegue a ser útil,
y esto me da valor y conformidad.
Ya tengo amistad con algunos niños del
colegio; aprendo fácilmente lo que explican
40 LIBRO TERCERO

los profesores, y contesto casi siempre a


sus preguntas.
La familia del pensionado me trata con
mucha amabilidad, y hace gratos recuerdos
de Ud.
Afectuosos saludos a mi mamá y hermani-
tos, y Ud. reciba el cariño de su hijo

Luis.

Estampilla

Don Juan Cerda,

Casilla
^33 . Los Andes.
GUZMÁN MATURANA 41

No Quiero, No Puedo y Probaré.

Un pobre hombre tenía tres hijos de tan distinta condi­


ción, que nadie hubiera creído que eran hermanos. Se lla­
maban: No Puedo, No Quiero y Probaré.
No Puedo era muchacho perezoso y cobarde. No se atre­
vía a saltar una acequia. Jamás trepaba a un árbol, por
miedo de caerse.
Si se le ordenaba qtíe hiciera algo, su respuesta era que
no podía, así en las clases como en el recreo. Cuando le
preguntaban, respondía: No sé; y antes de empezar a
aprender una lección, decía: No puedo estudiarla.
No Quiero no era ni torpe, ni perezoso; pero tenía mal
genio y era muy porfiado. Cuando se le ponía no hacer una
cosa, no había medio de obligarlo.
Si estaba disgustado, era inútil invitarlo a jugar. Si que­
ría jugar, era inútil invitarlo a preparar las lecciones, aun­
que supiera que iba a ser castigado.
Aborrecía a sus condiscípulos si él no era el primero en
el juego y en los estudios.
Lo cierto es que nadie lo quería, a causa de su mal carác­
ter y de su pretensión de imponerse a todos.
Probaré era el más joven de los tres. Aunque delgado y
pequeño, tenía ánimo y energía, y siempre estaba dispuesto
a hacer cuanto le mandasen sus padres o sus profesores.
Una vez intentó saltar una acequia, pero era tan ancha,
que el pequeño Probaré cayó al agua.
42 LIBRO TERCERO

No lloró. Se consoló pensando que más tarde podría


hacer otra prueba.
Y en efecto: al poco tiempo pudo saltar la acequia sin
dificultad alguna, hasta en las partes más anchas.
Sus compañeros admiraban su agilidad, su destreza y su
decisión.
Cuando fué al colegio, el profesor le preguntó: —¿Sabes
leer? —No, señor, contestó; pero voy a probar si puedo
aprender.—Eso es lo que yo quiero, dijo el profesor.
En pocos meses, Probaré llegó a ser el primero de su cla­
se, mientras No Quiero y No Puedo eran los últimos.
Ya grandes, No Puedo fué mozo de un señor que se lla­
maba Es Preciso; No Quiero era soldado en la compañía
del capitán Lo Harás, y Probaré era socio de la casa comer­
cial de los señores Exito y Compañía.
GUZMÁN MATURANA 43

La Naturaleza.

El conjunto de todo lo que


compone el Universo, desde
el humilde musgo que vegeta
en la corteza de los árboles,
hasta los mundos innumera­
bles que giran por el espacio
infinito, constituye la Natu-
raleza.
La tierra, que nos parece tan grande y que, sin embargo,
es muy pequeña comparada con los demás cuerpos celestes,
forma parte de la naturaleza, con sus montañas, llanuras,
mares, ríos, áridos desiertos, campos cultivados, y la can­
tidad inmensa de los seres que la pueblan.
44 LIBRO TERCERO

Nosotros mismos, ¡cuán pequeños somos comparados


con el Universo que nos rodea! Entre la hormiga y el hom­
bre, la diferencia parece muy grande y, sin embargo, ambos
viven apenas un momento, mientras que la Naturaleza no
perece jamás: es eterna.
De todos los seres del Universo, tal vez sea el hombre el
único capaz de estudiar la Naturaleza y adivinar sus mis­
terios. En efecto, la inteligencia humana es la parte más
bella, más grande, más noble de todo el Universo.
Gracias a su entendimiento, el hombre ha dominado los
ríos y mares, haciéndoles conducir nuestras embarcaciones
como esclavos obedientes; ha conquistado el viento, obli­
gándole a mover las aspas de los molinos y a empujar las
velas de los buques; ha vencido al rayo, haciéndolo inofen­
sivo; ha obligado a la tierra a que trabaje para darnos
el pan de cada día.
¡ Hasta en el cielo ha penetrado nuestro espíritu, para
medir y contar la inmensidad de los mundos que lo pueblan!
GUZMÁN MATURANA 45

El viento y el mar.

El viento despertó aterido en la cima de la montaña


más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su des-
perczar fue terrible, pues pareció que la cordillera tem­
blaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arras­
trando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se
agitó y rugió:
—¡Tengo frío!
Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los
ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se
inclinaban a su paso. El viento los tocaba apenas, y se
doblaban. Al llegar a los valles, sintió ya el calor de la
carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña
le cerró el paso, y, después de haberla azotado como si
quisiera derribarla, subió a sus picachos, desgajando ár­
boles y derrumbando rocas, y saltó al lado opuesto. Allí
estaba el mar.
—Despierta, hermano, bramó el viento. ¡Aquí estoy yo!
—¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el
océano.
—Quiero jugar contigo. ¡Arriba!
Y para despertarle, el viento lo sacudió con sus robustos
brazos.
El mar se entregó al viento, que lo levantó hasta las
nubes y lo dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerlo en
46 LIBRO TERCERO

el fondo del abismo, y, como locos, saltaron, corrieron,


brincaron; bramando, silbando, rugiendo.
—¿ Dónde está el rayo ? exclamó el viento. Me gusta
jugar contigo, ¡oh, mar! cuando tu luz siniestra enrojece
las nubes.
•—¡Aquí estoy! respondió un acento metálico.
—¿Quién habla?
—Yo.
—¿Quién eres?
—El telégrafo.
—¿ Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo ?
—El hombre me ha sujetado a este alambre y ha apro­
vechado mi velocidad para suprimir el espacio'
El viento soltó una carcajada. Al oirla, las ballenas se
espantaron y huyeron hacia el polo.
—Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las
nubes y te aprisione.
—Ya lo ha hecho. Pone el pararrayos encima de su mo­
rada y a él me tiene encadenado.
—¡Necio! Te creía más fuerte.
—¡ Nubes, abrios y azotad la casa del hombre! ¿ Dónde
estáis?
•—Aquí, contestó una voz estridente.
—¿ Quién habla ?
—La locomotora.
—¿Qué tiene que ver la locomotora con las nubes?
—Las tengo aprisionadas en mi seno. En vez de flotar
en el espacio, se retuercen dentro de las paredes de mi cal­
dera, y, convertidas en fuerzas, arrastran largos trenes y
suprimen distancias.
GUZMÁN MATURANA 47

—¿ Quién ha podido tanto ?


—El hombre.
—¡Mar! bramó el viento. Tú no te dejas aprisionar como
el rayo y las nubes.
—Yo tenía un secreto, dijo el mar; tenía abrazado un
mundo y lo escondía a todas las miradas. El hombre lo
adivinó, y un débil leño bastóle para arrebatármelo.
—¿Quién es el hombre?
-—El que a ti te domina.
—¡ A mí! rugió el viento.
Y con cólera sacudió las aguas, que se convirtieron en
montañas.
—¡A ti, añadió el mar, pues te obliga a mover las aspas
de un molino y a hinchar las velas de un buque!. . .
Rugió de ira el viento y se alejó bramando, bramando
siempre. . .
48 LIBRO TERCERO

Era un alegre pueblecito, cuyos alre­


dedores se hallaban poblados de árboles
frutales. Durante la primavera, las flores
embalsamaban el aire con sus perfumes
suaves; durante el otoño, las ramas apa­
recían cargadas de manzanas, peras, ci­
ruelas y otras frutas deliciosas.
Multitud de pájaros hacían sus nidos
en las ramas, y llenaban el aire con las
melodías de sus trinos y gorjeos.
GUZMÁN MATURANA 49

Las personas mayores amonestaban frecuentemente a


los niños, diciéndoles:
«Guardaos bien de causar el menor mal a estos lindos y
pequeños seres, y no toquéis sus nidos por temor de hacer
daño y de desagradar al que dispensa a los pájaros su co­
tidiano alimento, y a los lirios del valle su espléndida ves­
tidura».
Sin embargo, algunos malos muchachos, desatendiendo
los sanos consejos de sus maestros y de sus padres, comen­
zaron a sacar y destruir los nidos.
Los pájaros se disgustaron, y poco a poco huyeron
de ese lugar en que tanto se les maltrataba. Ya no se oían
sus cantos en las huertas y praderas, de suerte que la po­
blación había quedado triste y silenciosa.
No paró en esto el daño: la maldad de aquellos niños
tuvo consecuencias aun más deplorables. Las orugas, que
tanto daño causan a la vegetación y que antes eran des­
truidas por los pájaros, se multiplicaron como por en­
canto, y empezaron a devorar las hojas y las flores.
Bien pronto los árboles quedaron desnudos, como en
pleno invierno, y los malos niños, que antes disponían
de frutas exquisitas en abundancia, no pudieron, en lo
sucesivo, regalarse siquiera con una manzana.
50 LIBRO TERCERO

Los pobres huerfanitos.

Hubo una vez un niño que tenía una


vista tan clara y un pulso tan firme, que
pronto se hizo un excelente cazador. Si
disparaba con su escopeta de viento, de
seguro hacia blanco.
En el alero de la casa de esíc muchacho,
había un nido con cinco pajaritos. Procurar
alimento para tantas bocas, siempre abier­
tas pidiendo, era tarea bastante
para que la madre estuviera muy
ocupada. Desde la mañana hasta
la noche, ella andaba volando por
el campo, cogiendo gusanillos y
semi­
llas pa­
ra llevar
a sus pe­
quen ue-
los.
El pajarito más chico tenía una
lesión que le impedía gritar tanto
como sus hermanos, y la madre cuidada de darle el al­
muerzo primero que a los demás.
GUZMÁN MATURANA 51

Un día, la madre, después de haber cogido un gusanillo,


se paró en la rama de un árbol para descansar un mo­
mento y tino la desgracia de que la viese el muchacho
cazador.
—¡Qué buen tiro! dijo éste, al mismo tiempo que apuntó
y disparó su escopeta.
El pajarillo sintió un dolor agudo y penetrante en un
costado, y cuando trató de volar, no pudo mover las alas.
Arrastrándose y cojeando, llegó al frente del alero en que
tenía su nido. El ala que le había roto el muchacho le dolía
en extremo; pero así y todo, pió un poco, procurando dar
tonos alegres a su voz, para que sus hijitos no se asustaran.
Éstos contestaron al reclamo de su madre, porque te­
nían hambre. Ella conocía la voz de ca­
da uno de sus hijuelos, y cuando oyó
la del más chico, hizo un nuevo esfuerzo
para volar, sin otro resultado que lasti­
marse más y caer en una posición de la
que no pudo moverse.
52 LIBRO TERCERO

Allí pasó todo el día la infeliz madre, sufriendo terrible­


mente, no sólo por el dolor de la herida, sino también por
verse imposibilitada para acudir al llamamiento de sus
hijos, a cuyas piadas ella contestaba con un arrullo alen­
tador.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, la voz de la madre
se hacía más y más débil, hasta que, al fin, se extinguió por
completo. A la mañana siguiente, la madre estaba muerta.
Sus hijitos continuaban llamándola, ¡ pero en vano!. . .
Lloraron hasta que, extenuados de cansancio, se dur­
mieron; mas, pronto el hambre los despertó y comenzaron
a piar de nuevo. Por la noche hacía mucho frío y aquellos
desdichados huerfanitos se acurrucaron, tratando de ca­
lentarse unos con otros.
¡ Cuánto de menos echaban el calor de las suaves plu­
mas que su amorosa madre les proporcionaba!
El frío aumentó y se hizo tan intenso, que al amanecer
ya habían muerto los cinco pajaritos.
Si el muchacho excelente cazador hubiera sabido esta
historia, ¿se habría sentido tan orgulloso de su buena
puntería ?
GUZMÁN MATURANA 53

Plegaria por el nido.

(Gabriela Mistral).

¡Señor,_ Señor! Por un hermano pido,


indefenso y hermoso: ¡por el nido!

Florece en su plumilla el trino;


ensaya en su almohadita el vuelo.
¡Y el canto tiene de divino,
y el ala es cosa de los cielos!
54 LIBRO TERCERO

Dulce tu Irisa sea al mecerlo,


dulce tu luna al platearlo,
fuerte tu rama al sostenerlo,
bello el rocío, al enjoyarlo.

De su conchite, perfumada
rellena con hilacha rubia,
desvía el vidrio de la helada
y las guedejas de la lluvia;

desvía el viento de ala brusca


que lo dispersa a su caricia,
y la mirada que lo busca,
toda encendida de codicia.

Tú, que me afeas los martirios


dados a tus criaturas.finas:
al copo claro de los lirios
y a las pequeñas clavellinas,

guarda su forma con cariño


y pálpala con emoción.
Tirita al viento como un niño:
¡es parecido a un corazón!

¡Señor, Señor! por un hermano pido,


indefenso y hermoso: ¡por el nido!

A A
GUZMÁN MATURANA 55

El sueño de Roberto.

Una tarde muy calurosa, hallábase un niño llamado Ro­


berto, jugando a la sombra de un corpulento rosal. Se
había cansado de sus juguetes y buscaba algo con que
entretenerse. Sus ojos tropezaron con Príncipe, un hermoso
perro que estaba a pocos pasos del árbol.
—¡Ven aquí, Príncipe! gritó el niño; ven, que te voy a
poner la cadena y mi sombrero para que juguemos a que
tú eres un muchachito.
56 LIBRO TERCERO

Príncipe no estaba con ganas de entregarse preso, ni


de jugar a que él era un muchachito; así fué que en cuan­
to Roberto le puso el sombrero, el animal sacudió la
cabeza y cayó el sombrero. Entonces el niño dió un golpe
con un palo al pobre perro, que echó a correr hacia la
casa.
Debajo de una mata de rosa, se hallaba durmiendo
Lulú, un gato blanco como la nieve. Cuando Roberto lo
vió, le dijo:
—¡Hola, dormilón! Ven acá, que te voy a dar un paseo
en coche, y cogiendo al gato, lo puso en un carretoncito.
A pesar de que el gato no tenía pizca de ganas de pasear
en coche, iba a complacer a su amo; pero en ese mismo
momento pasó una laucha a todo correr. Lulú no pudo
contenerse, arañó a Roberto y se lanzó tras ella.
—¡ Qué estúpi­
do y malvado es
este gato! excla­
mó Roberto in­
dignado.
—¡ Qué mucha­
cho tan malva­
do eres tú! dijo
la madre de Ro­
berto, que había
estado observán­
dolo : has hecho
mal en molestar
a Príncipe y a
GÜZMÁN MATURANA 57

Lulú! ¡Vete a tu cuarto y no salgas hasta la hora de co­


mer !
Roberto obedeció a su mamá: subió a su cuarto, cerró
la puerta y se arrojó a la cama, con muchas ganas de llorar.

* **
A Roberto le pareció que sólo había estado un momento
en la cama, cuando oyó voces que hablaban muy alto. Se
incorporó, miró a su alrededor, y se sorprendió vivamente
de encontrarse otra vez en el jardín. Junto a él había va­
rios perros y gatos, empeñados en animada conversación.
¡Y cosa rara! Él entendía todo lo que hablaban.
Príncipe decía:
—Estoy cansado de vivir aquí, porque mi amo me hace
sufrir mucho. Esta mañana me obligó a seguir su bicicleta;
cuando regresamos, yo le pedí suplicante que me diera
de beber; él se rió y se conformó con decirme que estaba
muy ocupado.
—Pues yo tuve que arañarlo hoy día, dijo Lulú. Quizás
esto le enseñe que no debe lastimarme tan a menudo como
lo hace. Tiene la costumbre de levantarme de una pata,
y ayer, sin ir más lejos, me cogió por el rabo, y me balanceó,
como si yo fuera un péndulo. Estoy seguro de que él no
sabe lo mucho que eso me lastima.
—Tú eres un gato valiente, puesto que te atreves a
arañar a tu amo, dijo un gatito que parecía muy manso.
En mi casa hay una niñita que juega conmigo; pero yo,
naturalmente, no puedo arañar a una niñita. Ella me tira
58 LIBRO TERCERO

de los pelos y me mete los dedos en los ojos, y yo tengo que


sufrirla. Pero lo peor es que, cuando logro escaparme, me
cogen y me entregan de nuevo a la inocente criatura.
—Eso es injusto, interrumpió un perro que estaba an­
dando sin cesar. Dispénsenme Uds. que ande mientras
hablo, pero me han tenido amarrado tanto tiempo, que
tengo las patas entumecidas. Es claro, me escapo en cuanto
me quitan la cadena. ¿Quién no haría otro tanto?
—Pero a ti te dan bastante de comer, dijo un micifuz
muy flaco, que estaba sentado debajo del árbol, y que
miraba con ojos codiciosos los pájaros que saltaban ale­
gremente de rama en rama. A mí nadie me da de comer,
hasta que, con mis lastimeros aullidos, doy a comprender
que tengo hambre. Y entonces me regañan porque hago
tanto ruido. ¡Ya me alegraría yo de coger algún ratón!
El caso es que en mi casa no hay un ratón ni en pintura.
—Sí, pero al fin tienes casa en donde vivir, exclamó una
voz muy debilitada, lo cual es cosa de que debe uno estar
agradecido. ¡Tener un rincón donde dormir!. . .
Todos los circunstantes se volvieron .hacia el punto de
donde salía aquella voz, y vieron a un pobre gato vaga­
bundo, que aparecía entre los arbustos.
A Roberto, cuando lo vió, se le partió el corazón de
pena.
—Pero tú tenías una buena casa hace algunas semanas,
replicó Príncipe. Come un poco de mi comida. Yo no
tengo hambre ahora.
—¡Muchas gracias! dijo el recién llegado, con voz en
GUZMAN MATURANA 59

que rebosaba el agradecimiento. Sí, es verdad; yo tenía


una buena casa y los niños eran muy cariñosos conmigo.
Pero la familia se ha ido a veranear y la casa está cerrada
y sola. Mis amos no volverán en muchas semanas; me pa­
rece que ya no existiré cuando regresen. Desearía haberme
muerto, pues sufro muchísimo. Agradecería a cualquiera
de Uds. que tuviera la bondad de matarme.
La voz del infeliz gato se extinguió como apagada por
la desesperación. Los ojos de Roberto se llenaron de lá­
grimas y comenzó a sollozar. Entonces oyó la voz de su
madre, que decía:
—¿Qué es eso, hijo mío? ¿Qué estás soñando? Des­
pierta. . . Ya es hora de comer.
—¡Ay, mamá! dijo Roberto. He tenido un sueño terrible.
Nunca más volveré a maltratar al pobre Lulú.
60 LIBRO TERCERO

Rapuncel.

1. La vieja bruja.

Un matrimonio vivía
en una casa cuyas ven­
tanas daban a un her­
moso jardín que perte­
necía a una vieja bruja.
La mujer pasaba casi
todo el día en la ventana, suspirando porque no tenía un hijito
con quien jugar.
Una vez vió una hermosa lechuga que crecía en el jardín
vecino y le pareció tan apetitosa, que desde entonces su único
deseo fué apoderarse de ella para comérsela. Tanta era su preocu­
pación, que se fué poniendo pálida y perdiendo el apetito.
Su marido llegó a temer que se enfermera y muriera, si no
comía aquella lechuga. . .
Así, pues, en cuanto cerró la noche, saltó al jardín de la vecina
v se apoderó de dos matas de lechuga. Su esposa se las comió al mo­
mento, y le gustaron tanto, que. no dejó en paz a su marido hasta
que éste le prometió volver al jardín de la bruja, a la noche si­
guiente.
Apenas había cogido la lechuga, cuando la vieja, que estaba al
acecho, se dirigió cojeando hacia él y exclamó:
GUZMAN MATURANA 61

—¿Cómo te atreves a robar mi lechuga?


—Señora, os pido perdón por mi crimen, dijo temblando el
hombre. Me he visto obligado a cometer tan fea acción, porque
mi mujer se moriría si no pudiera comerla.
Esto aplacó algo el enojo de la bruja, y prometió perdonarlo, a
condición de que le fuera entregado el primer hijo que tuviera su
mujer.
E mientras hablaba, agitaba su bastón con aire amenazador.
El pobre hombre y su mujer tuvieron bien pronto un gran dis­
gusto, porque nació una hermosa niña y la bruja se presentó a
reclamarla.
Aunque llenos de desesperación, los padres tuvieron que entre­
gársela. La bruja la llevó a su casa y le dió el nombre de Rapuncel,
que quiere decir lechuga.

2. La torrea?

Al cabo de algunos años, la niña se convirtió en una hermosa


joven, y temiendo la bruja que se la robaran, construyó una alta
torre, en la qué no había puertas ni escaleras, sino sólo una venta-
nita en la parte más alta. Allí encerró a Rapuncel.
Cada tarde iba a verla, y como no había puerta en la torre, se
ponía al pie de ella y desde allí gritaba:

«.Rapuncel, Rapuncel, échame tu cabellera


para subir por ella sin escalera».

Rapuncel sacaba por la ventana sus trenzas, compuestas de


3.—Libro III.—Guzmán M,
62 LIBRO TERCERO

cabellos tan finos como hilos de


seda y de un color que al oro puro
semejaba.
Y aquel era el camino que la vie­
ja seguía para entrar a la torre.
3. El príncipe.
En cierta ocasión, un príncipe
que viajaba a través del bosque,
acertó a ver la extraña torre.
Mientras la contemplaba, mara­
villado, oyó una cristalina voz que
en su interior cantaba. Era una
canción tan armoniosa, que duran­
te todo aquel día y los siguientes
no pudo apartarla de su imagina­
ción, hasta que decidió ir de nue­
vo a escucharla al pie de la torre.
En cuanto llegó a ella, vió que
una vieja se acercaba cojeando
y exclamaba:
«.Rapuncel, Rapuncel, échame tu
[cabellera
para subir por ella sin escalera».
Entonces, dos trenzas de oro
descendieron a lo largo del muro,
y la vieja se encaramó por ellas
con una agilidad que no se hubie­
ra esperado de sus años.
—i Curioso camino para entrar
a la torre! se dijo el Príncipe.
GUZMÁN MATURANA 63

Muy temprano, al día siguiente, volvió al bosque, y colocándose


debajo de la ventana, exclamó:
«Rapuncel, Rapuncel, échame tu cabellera
para subir por ella sin escalera».
Cuando las hermosas trenzas estuvieron a su alcance, se cogió de
ellas y se encaramó rápidamente a la ventana.
Rapuncel dió un grito de sorpresa: nunca había visto a otro ser
humano que la bruja, y por lo tanto, no acertaba a comprender
quién fuera ese inesperado visitante; pero pronto le hicieron per­
der el miedo la bondad y cortesía del hermoso Príncipe.
Desde entonces el Príncipe iba cada día a visitarla. Luego for­
maron un plan para que Rapuncel escapara de la torre: con hilos
de seda torcerían una cuerda que la usarían como escala.
4. ¡Sorprendidos!
Un día, Rapuncel, distraídamente, dijo a la bruja, cuando subía
por su hermosa cabellera:
—¡ Qué pesado estás ahora, Príncipe !
—¡ Un príncipe! ¡ Tú permites que aquí entre un príncipe, maldita!
Y rabiosa, cogió un par de tijeras y cortó las hermosas trenzas de
oro de la joven. Luego la llevó al bosque y la dejó abandonada, sola
y miserable...
64 Libro tercero

Aquella noche, cuando el Príncipe llegó al pie de la ventana,


gritó como siempre:

«Rapuncel, Rapuncel, échame tu cabellera


para subir por ella sin escalera».

La njala vieja echó las trenzas y en cuanto el joven entró a


la habitación, gritó:
—El hermoso pájaro ha volado y ahora voy a arrancar los ojos
al gato.
El pobre Príncipe se volvió rápidamente, y no viendo otro cami­
no dé salvación, se echó ventana abajo. Por fortuna, cayó sobre
unos arbustos y no se mató; pero unos espinos le arañaron de tal
manera los ojos, que quedó completamente ciego.

5. Las lágrimas de Rapuncel.

Errante por el bosque, iba a tientas en su camino, a la par que


llorando la pérdida de su adorada Rapuncel.
Pero, a medida que se internaba en el bosque, iba llegando a sus
oidos más distintamente la melodía de una bella canción, entonada
por una hermosa voz, que le era muy conocida. Siguiendo la direc­
ción del canto, llegó al sitio en que se hallaba Rapuncel, sola y tris­
te, cantando para distraer la amargura de sus penas.
GUZMÁN MATURANA 65

Luego conoció a su querido Príncipe y, corriendo, fue a echarle


los brazos al cuello, llorando de alegría.
Dos grandes lágrimas como perlas que resbalaron de sus ojos,
fueron a caer en las pupilas del pobre Príncipe ciego, que inme­
diatamente curó de las heridas causadas por las espinas y, gracias
a su amada, pudo gozar de nuevo de la vista.
Luego se dieron las manos, y en extremo dichosos, salieron del
bosque.
En cuanto llegaron al palacio del príncipe, se casaron, y desde
entonces vivieron en la felicidad más completa.

A A
66 LIBRO TERCERO

El cuento del abuelo.

(Vital Aza).

PERSONAJES:

El abuelo........................................... Sesenta años.


Ventura............................................... Trece años.
Manolo.................................................... Doceaños.
Juanito................................................... Seis años.
Pepito................................................... Cincoaños.

ESCENA ÚNICA

Abuelo.—¡A ver! Sentarse a mi lacio.


¡ Silencio ! ¡ Pepito, aúpa !
Tú aquí, sobre mis rodillas. . .
¡Hijo, por Dios, que me arrugas
la pechera!. . Quietecitos. . .
¡ Atención y compostura !
Os voy a contar un cuento.
Juanito.—Sí, sí, abuelito.
Ventura.— ¿Es de brujas?
Juanita.—De lo que quiera.
Ventura.— De fijo
muy bonito. Se titula:
Abuelo.—No, señor; va a ser un cuento
será alguna paparrucha.
I.a princesita cristiana
o el moro de la laguna.
GUZMÁN MATURANA 67

Ventura.—¡Anda! ¡Vaya un titulito!


Pepito.—¡ Calla, tonto !
Juanito.— No interrumpas.
Abuelo.—Pues, señor, esto pasó
hace muchos años.
Ventura .•— ¡ Nunca!
Porque si es cuento, es mentira,
y no pasó en fecha alguna.
Abuelo.—Mira, niño, tú te callas.
Ventura.-—Pero. . .
Manolo.—■ Dice bien Ventura.
Abuelo.—Y tú también, mequetrefe.
Juanito.—Se clan tono porque estudian.
Pepito.—Si son lo más fastidiosos. . .
Abuelo.—Pues, señor, hubo en Asturias,
en tiempo de Don Pelayo,
una princesita rubia
que cantaba como un ángel,
con muchísima dulzura,
y que tocaba el piano. . .
Ventura.—¡ Qué barbaridad!
Manolo.— ¡ Mayúscula!
Ventura.—¿Piano en aquella época?
Abuelo.—Bueno, la lira o la guzla
o lo que fuese. Es lo cierto
que sabía mucha música.
Manolo.-—¡ Sí! ¡ Tendría institutriz!
Ventura.—¡ Es claro! O sería alumna
del Conservatorio.
Abuelo.— ¡ Niños,
a callar!
Ventura.— ¡ Soy una tumba!
Abuelo.—¿Sigo o no sigo?
Manolo,— Sí, abuelo.
68 LIBRO TERCERO

Ventura.—Sigue, nadie te importuna.


Abuelo.—Pues, señor, a la princesa,
que era sobrina segunda
de don Pelayo, por parte
de su esposa doña Obdulia.. .
Ventura.—¡ Abuelito. eso no pasa!
Manolo.—Eso es falta de cultura.
Ventura.—Has dicho una atrocidad
espantosa.
Manolo.-— ¡Tremebunda!
Ventura.—La esposa de Don Pelayo
fué Gaudiosa.
Manolo.—■ Esa es la única
que tuvo. Lo que es de Historia,
andáis mal en Villaturbia.
Abuelo.—¡Vaya! Pues que me perdonen
don Pelayo y la difunta,
pues no he querido ofenderles
y bien merezco disculpa.
Ventura.—Sigue.
Abítelo.— Pues, señor, decía
que a aquella niña tan pura
la requería de amores
un morito de alta alcurnia,
que todas las noches iba,
con su jaique y su capucha,
a escuchar los dulces cánticos
de la princesita rubia.
Y sucedió que una noche
se vió, a la luz de la luna,
que el morito y la princesa
se abrazaban con ternura.
Supo esto el rey don Pelayo
y se puso hecho una furia,
GUZMÁN MATURANA 69

y ocultándose una noche


de la torre en la penumbra,
apenas empezó el moro
a trepar por las columnas,
agarróle por las piernas,
diciéndole :—¡ So granuja !
Y le pegó con tal ímpetu
un puñetazo en la nuca,
que el morito fué rodando
al fondo de una laguna.
La princesa lanzó un grito,
presa de terrible angustia,
y cayó muerta. . .
Manolo.-—■ ¡ Caramba!
Ventura.—¡ Esas cosas me espeluznan !
Abuelo.—Desde aquella horrible fecha,
cuentan que en la noche obscura,
en el fondo del barranco,
se oyen gemidos que asustan,
y si alguien se acerca y grita:
«¿ Qué hay ?», en las rocas retumba
un ¡ay! prolongado y triste. . .
La voz del moro, sin duda...
Manolo.—Abuelito, eso es el eco.
Ventura.—Un fenómeno de acústica.
Abuelo.—Lo será, pero es el caso
que sobre la sepultura
de la princesa, donde hoy
hay un cementerio, muchas,
pero muchísimas noches,
según la gente asegura,
se ve una luz misteriosa
que en el aire se columpia. ..
¡ Y aquella luz es el alma
de la princesita rubia!
70 LIBRO TERCERO

Manolo.—No digas eso, abuelito.


Ventura.—No digas cosas absurdas.
Manolo.—Lo que ven son fuegos fatuos.
Ventura.—Son emanaciones pútridas,
Manolo.—Descomposiciones químicas.
Ventura.—Componentes que se juntan. . .
Manolo.—¡ Hidrógeno fosforado !
Abuelo.—¡ Basta ya, que me aturrulla
tanta ciencia 1 Si a vosotros
estos cuentos os disgustan,
en cambio, estos dos pequeños
con gran atención me escuchan.
Mas. . . ¿ qué veo ? ¡ Están dormidos !
¡ Ea! ¡ Basta de tertulia!
(¡ Me he lucido !)
Manolo.— Pero, abuelo. . .
Abuelo.—¡ A la cama!
Ventura.— ¿Te enfurruñas?
Manolo.—¿Habrá otro cuento mañana?
Abuelo.—¿Más cuentos? ¡No, criatura!
¡ Que os los cuente la abuelita!
Yo me vuelvo a Villaturbia,
que allí los nietos que tengo
de mis cuentos no se burlan.
GUZMÁN MATURANA 71

El león y el perro.

A un establecimiento ele Londres en


que se exhibían animales feroces, entró
un buen día un campesino seguido de un
menguado perrillo, al que inútilmente
trataban de hacer salir del estableci­
miento.
El animalejo se escabullía de un lado
para otro por entre las piernas de los
visitantes, y como se viera confundido
por los gritos y amenazado por la huasca
de los guardas, se coló de rondón en la
jaula del rey de los animales.
Cuando se vió cerca del león, meneó
la cola y fué como a ocultarse en un ex­
tremo de la jaula. La fiera se acercó a
él y lo olfateó.
72 LIBRO TERCERO

El perro se tendió de espaldas, levantó sus patitas y


agitó la cola. Con una de sus enormes patas, el león lo
hizo dar una vuelta.
El perro se levantó vivamente y se puso a ladrar con
furia. El león lo contempló, miró a uno y otro lado
y se separó sin hacerle el menor daño.
Cuando el cuidador puso la comida junto al león, éste
apartó un pedazo de carne y lo dejó para el perrillo. Por
la noche, cuando el león se echó para dormir, se acostó
a su lado el perro y apoyó la cabeza sobre las patas de la
fiera.
Desde entonces, el perro vivió en la jaula del león:
comían, dormían juntos y algunas veces, el león se dig­
naba jugar con su compañero.
Al cabo de cierto tiempo, volvió el campesino dueño
del perro, lo reconoció y pidió que se lo devolvieran; pero
cuándo se llamó al perro para que saliera de la jaula, el
león empezó a rugir sordamente, con ruidos amenazadores.
Hubo que dejarlos como estaban, y un año vivieron de
aquel modo el león y el perro.
Pero éste cayó enfermo y murió. El león dejó entonces
de comer: olfateaba y lamía al perro; otras veces lo movía
con sus patas. Cuando al fin comprendió que su com­
pañero estaba muerto, movió la cola, se arrojó contra los
barrotes de su jaula y los mordió. Aquél día pasó rugiendo;
sus rugidos parecían más bien lamentos desgarradores.
Llegó la noche, se tendió junto al perro y se calmó.
Intentaron sacar de la jaula el cuerpo del perrillo; pero
GUZMÁN MATURANA 73

el león rugía con fiereza y mostraba los dientes a quien se


acercaba. Se pensó que olvidaría su pena si le daban
otro perro; mas, el león hizo pedazos al que llevaron a la
jaula.
Luego agarró entre sus patas el cadáver de su diminuto
compañero, y durante cinco días estuvo contemplándolo
sin moverse; el sexto día, murió.
74 LIBRO TERCERO

El elefante.

Pensar quiero en lo que fui


y olvidar que estoy atado,
y recordar el pasado
y cuanto en el bosque vi.

No quiero al hombre venderme


por un puñado de caña,
sino huir a la montaña
y entre los míos perderme.

Quiero, hasta el alba vagando,


ir el beso recibiendo
del aire que va corriendo,
del aire que va pasando.

Quiero olvidar mis pesadas


cadenas y mis dolores;
ver a mis viejos amores
y a mis libres camaradas.

Yo, que me exhibo con tigres, leones y chacales, apenas


si soy la sombra de un verdadero elefante.
Mira mis ojos tristes y melancólicos: sueño con los gran­
des bosques, rodeados de lagos sin fin, donde se ha desli­
zado mi infancia; veo los horizontes lejanos, bordados por
el océano o por las montañas azules, aquellas vastas
llanuras en las cuales la verde yerba me llegaba hasta la
boca y en donde pacía libremente; sueño con aquellos
vientos tibios y perfumados de la noche, que daban vida
a mis poderosos pulmones; con las frutas que tenía la
costumbre de sacudir <en los árboles; en fin, con todo lo
que amaba, y que ya no volveré a ver jamás. . .
GUZMÁN MATURANÁ 75

Un día se me cogió por sorpresa. Después, mi dueño, a


quien amaba, me vendió a un extranjero; lo he seguido
dócilmente, no creyendo que se trataba de engañarme,
a mí, a quien ninguna fuerza humana podría obligar, si
no quisiera obedecer.
Se me embarcó en un navio y después se me hizo el
esclavo, el servidor de quien me conducía. Y sin embargo,
me presento alegre delante del público, porque no quiero
arruinar a mi dueño, que me da las mejores frutas.
Pero por la noche, cuando me veo humillado en una
jaula que pulverizaría con un solo golpe de espalda si qui­
76 LIBRO TERCERO

siera reconquistar mi libertad, lloro, pensando en la costa


de Coromandel, en la isla de Manaar, cerca de las cuales
me bañaba en mis tiernos años; lloro, porque moriré pronto
decrépito y tísico, aniquilado por un clima bajo el cual no
puedo vivir, mientras que en los grandes bosques de Ceilán
y en los Juncares del Indostán, mi abuelo, de más de un
siglo, está todavía lleno de energía y de salud.
La naturaleza me ha dado una salud igual a mi fuerza
y robustez, y una inteligencia, la primera en este mundo
después de la del hombre.
No, ya no soy un elefante: soy una pobre bestia que lucha
contra el recuerdo y la muerte.
GUZMÁN MATURANA 77

En la India.

INTELIGENCIA DE LOS ELEFANTES.

Los elefantes cogidos en la caza por


otros elefantes que se emplean con este
fin, se educan con mucha facilidad. En
poco tiempo entienden cuanto se les di­
ce y ejecutan las órdenes con una des­
treza y prontitud verdaderamente asom­
brosas.
En todas las casas de la India, las
mujeres y los niños son sus favoritos, y
sería peligroso para un extraño aparen­
tar que los golpeaba en su presencia.
78 LIBRO TERCERO

Es delicioso verlo conduciendo a paseo a los niños de


su amo; nada tienen que temer, ni de las serpientes, ni de
las fieras, ni de las hornagueras (* ) ni de los estanques:
vela con más solicitud que el más celoso de los criados.
Va a pasos contados, a lo largo de los pequeños caminos,
regulando su marcha por la de los nenes, cogiéndoles flores
y frutas, merodeando por los cañaverales de azúcar, que­
brando ramas para los que quieran hacer látigos o bas­
tones.
Atiende a toda la banda, que le grita gozosa:
—¡Tomi, por aquí! ¡Tomi, por allá!
—Yo quiero esa mariposa. . .
Y Tomi se aproxima dulcemente al pobre insectillo y lo
atrae con una aspiración de su trompa.
—Yo quiero comer aquella fruta, que está allí en lo alto.
Y Tomi coge la fruta.
—Yo quiero esa hermosa flor amarilla, que está en
medio del estanque.
Y Tomi se mete en el agua hasta el cuello, para buscar
aquella flor.
Al menor ruido de que no pueda darse cuenta, si per­
cibe a lo lejos, en la espesura, un chacal o una hiena, reune
de prisa a toda la parvada entre sus patas delanteras, bajo
la protección de su trompa; comienza a mugir de cólera,
y, ¡ desgraciado del que intentare arrebatarle a uno de sus
niños! Tigre, león u hombre, serían en un instante estre­
llados contra la tierra.

(*) Pantanos cubiertos de plantas.


GUZMÁN MATURANA 79

En las riberas del Ganjes, país llano, pantanoso, cu­


bierto de arrozales, verdadera patria del tigre real de
Bengala, los combates entre esta fiera y el elefante pro­
tector de los niños, los sirvientes o los ganados, son casi
diarios. Los tigres de esta especie son de tal modo fero­
ces, que jamás rehúsan la lucha; pero, invariablemente,
ellos son aplastados bajo las patas de su terrible adver­
sario.
*
* *
Así como el elefante es implacable en sus combates con
el tigre, el oso, el rinoceronte o las caimanes, es dulce,
bueno y humano con los animales inofensivos.
He visto con frecuencia, como ensayo, coger un insecto,
colocarlo en una superficie plana, en las losas del patio,
por ejemplo, y mandar a un elefante que lo aplaste. Ni
su amo ni su conductor consiguieron nunca impedirle que
levantara el pie antes de pasar sobre el insectillo, con la
intención bien evidente de no causarle mal alguno. Si, por
el contrario, le mandaban cogerlo, lo tomaba delicada­
mente con la punta de su trompa y lo ponía en las manos
de su dueño, sin rozar siquiera sus alas.
Los monos lo respetan, porque con frecuencia les hace
bromas pesadas, aunque sin herirlos. Tan pronto le ven
levantar la trompa, trepan a las ramas más elevadas de
los árboles...
*
♦*
Entre los criados de la casa, hay siempre algunos por los
que siente grande afecto, y otros a quienes poco quiere.
80 LIBRO TERCERO

No hay agasajos que no prodigue a los que él ama: si


llevan un fardo, se los descarga; si los encuentra afuera,
los coloca en su lomo para entrar en la casa; les obedece,
aunque no sean los encargados de mandarlo, y les trae
frutas del bosque, a donde va a pasearse con tal objeto.
En cambio, nunca le falta ocasión para hacer una broma
a quienes no quiere bien: los coloca en los pequeños estan­
ques que sirven para el rieg'o de los arrozales; roba el
arroz de su comida cuando está a punto de cocerse; con
la trompa los inunda de agua o los balancea en el aire,
teniéndolos suspendidos durante cuatro o cinco minutos.
Si de repente ve venir a su dueño, toma inmediatamente
aire de indiferencia y se dirige a acariciarlo: tiene miedo
de ser reprendido y con su amabilidad trata de prevenirse
contra la tormenta.
GUZMÁN MATURANA 81

La Patria del Proscrito.

Madre, ¿ qué hora será ya ? ¡ Mira qué obscura se ha pues­


to la luz del cielo! Estoy ya aburrido de jugar y me vengo
contigo. ¿No sabes que es Sábado y que no tengo escuela?
¡Deja ya de trabajar, madre; ven, siéntate aquí, en la
ventana, y cuéntame un cuento! Di, madre, ¿dónde era,
que no me acuerdo, donde estaba el desierto de Tepantar?
*
* *

La sombra del agua ha puesto negra la tarde, de norte


a sur. ¡ Cómo araña el cielo con sus garras el rabioso re­
lámpago! Cuando truenan las nubes, ¡me gusta tanto sen­
tir encogido el corazón, madre, y abrazarme a ti! Cuando
la lluvia cansada repiquetea horas y horas en las hojas
del bambú, y el viento sacude las ventanas, ¡ cómo me gus­
ta sentarme, solo contigo, en tu cuarto, madre, y oirte
hablar del desierto de Tepantar!
Me
Me

Di, madre, ¿dónde está? ¿En qué playa de qué mar, al


pie de qué montaña, en el país de qué rey está el desierto
de Tepantar? ¿Verdad que no hay en él esas cercas que
cierran los campos, ni esos caminos por los que el labra­
dor, anochecido, vuelve al pueblo y la leñadora del bosque
trae su carga al mercado? Manchas de yerba dorada en
la arena y un árbol solitario, donde hagan su nido los dos
viejos pájaros sabios, es lo que habrá en el desierto de
Tepantar.
82 LIBRO TERCERO

*
* *
Yo, madre, me imagino perfectamente que, en un día
nublado como éste, el joven príncipe galopa solo por el
desierto, en su caballo de plata, en busca de la princesa
que el gigante tiene en su castillo, más allá del mar desco­
nocido. Díme, madre: cuando la lluvia oculta con su manto
el cielo distante, y el relámpago salta, como un dolor agudo,
¿se acordará el príncipe de su pobre madre, abondonada
por su padre, el rey, que se seca los ojos, barriendo la cuadra,
mientras su hijo cabalga por el desierto de Tepantar?
*
* *
Madre, mira, no se ha acabado el día y ya es de noche.
Nadie pasa por el camino apartado de la aldea. El pas-
torcillo ha abandonado las praderas y se ha vuelto tem­
prano a casa; y los labradores, que no han ido hoy al campo,
sentados en la estera, bajo el techo picudo de sus chozas,
miran a las amenazantes nubes. No me digas que ahora
estudie, madre; deja tus libros en paz sobre la mesa. Cuando
sea mayor, como mi padre, ya aprenderé todo lo que haya
que aprender. Pero hoy, sólo hoy, madre, cuéntame tú
dónde está el desierto de Tepantar.
Nota.—En este Tercer Libro de Lectura aparecen los siguientes «poemas de
niños» del celebre poeta indio Rabindranath Tagore: «La patria del proscrito»,
«El héroe», «El regalo», «Mi canción» y «Autor».
GUZMAN MATURANA 83

El héroe.

Figúrate tú, madre, que andamos de viaje, y que atra­


vesamos un peligroso país extranjero. Tú vas en un palan­
quín, y yo troto, al estribo, en un caballo colorado. Es ya
tarde, y el sol se pone. Ante nosotros se tiende, solita­
rio y gris, el desierto de Yoradighi. Todo el paisaje es
desolación y yermo. Tú piensas, asustada: —Hijo, no sé
a dónde hemos venido a parar. Y yo te digo: —No tengas
tú miedo, madre.

* *
Los abrojos de la tierra desgarran. El camino que
atraviesa el campo es estrecho y retorcido. Los ganados se
han vuelto, de los dilatados llanos, a sus establos de las
aldeas. Cada vez son más obscuros y más vagos la tierra
y el cielo, y ya no vemos por dónde vamos. De pronto, tú
me llamas y me dices en voz baja:—¡ Qué luz será esa, hijo,
que hay allí, junto a la orilla!
*
* *
Un grito horrible hiere la sombra y se nos viene encima,
en una risa arrolladora. Tú te acurrucas en tu palanquín
y repites, rezando, los nombres de los dioses. Los esclavos
que te llevan se esconden, temblando de terror, tras un
espino. Yo grito: —¡Madre, no tengas cuidado, que aquí
estoy yo 1
84 LIBRO TERCERO

*
* *
Al aire los cabellos, se acercan cada vez más los asesi­
nos, armados de largas lanzas. Yo les grito: —¡Alto ahí,
villanos! ¡Un paso más, y sois muertos! Dan otro terrible
aullido, y se abalanzan. Tú, convulsa, me coges de la
mano y me dices: —Hijo mío, por amor de Dios, huye de
aquí. Yo te contesto: —Madre, tú mírame a mí; ya tú
verás.
*
* *

Luego, meto espuelas a mi caballo, que salta en fu­


rioso galope. Chocan, resonantes, mi espada y mi escudo.
El combate es tan espantoso, que si tú lo pudieras ver desde
tu palanquín, te helabas de horror, madre. Muchos huyen,
muchos más caen bajo mi espada. Tú, mientras, ya lo
sé yo, estarás pensando, sentada allí, sólita, que tu hijo
ha muerto. En esto, yo vuelvo a ti, todo ensangrentado,
y te digo: —Madre, ha concluido la lucha. Y tú sales de
tu palanquín, y, apretándome contra tu corazón, te dices,
mientras me besas:—¿Qué hubiera sido de mí, si mi hijo
no me hubiese acompañado?
*
* *
. . .Cada día pasan mil cosas sin razón. ¿Por qué no
había de suceder una cosa así, una vez? Sería como el
cuento de un libro. Mi hermano diría:—Pero, ¿es posible?
¡Yo que lo creía tan endeble! Y los hombres del pueblo
repetirían asombrados:—¡ Qué suerte que estuviera el niño
con su madre!
GUZMÁN MATURANA 85

En la India.

CAZA DE SERPIENTES.

Partimos en elegantes caballitos de Singapur, que en


esta región son un precioso recurso por lo resistentes al
calor y a la fatiga,
86 LIBRO TERCERO

En media hora, atravesamos al trote corto un valle


encima del Kaltna, en una esplendorosa vegetación, y tan
pintoresco, que la pluma más florida y poética no podría
describir; los arbolitos que bordeaban los arrozales y cafe­
tales estaban como sumergidos bajo las flores y las encinas.
Cuando llegamos a la orilla de un bosque de tamarindos
y de tulipanes, echamos pie a tierra, y con el fusil a la es­
palda, nos internamos por entre los grandes árboles.
Al cabo de diez minutos de ascensión, nos detuvimos
para cobrar alientos. Dirigí la vista en torno mío. Ni un
rayo de sol atravesaba la espesa bóveda: la débil claridad,
bajo este follaje gigantesco, era de un verde sombrío que
se reflejaba con el mismo tono sobre los troncos de los
árboles y sobre nosotros mismos. El oido más fino no
hubiese notado el menor ruido: era el silencio de la selva
virgen, silencio lleno de majestad y de poesía, pero de una
melancólica tristeza, que acababa por pesar sobre el corazón.
De pronto, nuestro amigo llamó en voz baja a Ra-
masami, el jefe de sus criados, y le señaló con el dedo una
liana verde enrollada por encima de nuestras cabezas, que
sin duda quería coger para enseñárnosla.
El indio se acurrucó al pie del árbol en donde se en­
contraba la liana, y se puso a cantar a media voz, ento­
nando un estribillo que entremezclaba con pequeños sil­
bidos más o menos agudos, y que terminaban en armo­
niosos trinos.
Después de algunos minutos de aquella melodía sin­
gular, la liana pareció moverse como por encanto, y un
GUZMÁN MATURANA 87

silbido prolongado respondió al reclamo del indio. A pesar


nuestro, nos estremecimos; aquella fiana, de un verde cla­
ro tan hermoso, era una serpiente.
—No teman ustedes nada, nos dijo nuestro amigo: antes
de dos minutos, Ramasami se apoderará de ella y le arran­
cará los dientes, por si fuera venenosa.
En efecto, el hechicero continuaba su canto de cadencia
y ritmo singulares, y la serpiente desarrollaba poco a poco
sus anillos, siguiendo el compás con un movimiento de
cabeza que no dejaba de ser gracioso, extendiéndose a lo
largo de una rama, como para bajar junto al que la lla­
maba.
Luego, al son de esta extraña melodía, se puso a balan­
cear dulcemente en el vacío, retenida a la rama del árbol
sólo por un simple anillo; y fijando sus pequeños ojos rojos
sobre el indio, que parecía fascinarla, aflojó poco a poco
su último anillo y se dejó escurrir hasta el suelo.
No estoy bien seguro de que tocase la tierra. Con la
velocidad del pensamiento, Ramasami la asió por lo alto
de la cabeza, de manera que no pudiese morderlo, y levan­
tándose, nos la enseñó enrollada alrededor de su brazo.
Introduciendo entonces la punta de un cuchillo en la
boca del reptil, le arrancó los dos incisivos y las vesículas
de veneno que contenían. En virtud de aquella operación,
el animal se había vuelto completamente inofensivo.
Lo medimos: su longitud pasaba de un metro y cincuenta
centímetros.
—Es una de las peores serpientes de estas comarcas, nos
88 LIBRO TERCERO

dijo el colono, examinándola. Creí desde luego, al ver su


color verde, que era una liana, esto es, un animal poco
peligroso; pero observen ustedes estas pequeñas manchas
rojas que rayan su cuerpo: es de las más venenosas.
No hay sino un remedio para salvar de su mordedura:
la succión de la llaga. . .

Caza de la iguana, reptil de la India.


GUZMÁN MATURANA 89

En la India.

Caza del caimán.

Llegamos a la cima de una meseta.


Delante de nosotros se extendía un pequeño y redondo
valle, sobre la pendiente del cual serpenteaban las lianas
y se erguían los árboles. En el fondo se encontraba un pe­
queño lago de unos dos kilómetros de contorno, en cuyas
aguas habían echado raíces árboles gigantescos, que en el
centro formaban un bosque. Como sin duda la nutrición
que en el fondo del agua encontraban, era más abundante
o más apropiada a'su naturaleza, se elevaban casi a tanta
altura como sus congéneres que rebrotaban en la ribera.
Sobre el lago se deslizaban, jugando, dorados chorlitos,
ánades, bramas de color de azafrán, y miríadas de peque­
ñas cercetas de pico amarillo y verdoso plumaje; mientras
que en las orillas, los martín-pescadores de todos tama­
ños y matices, en compañías de las garzas reales, volaban
y se zabullían a cual mejor para pescar su alimento.
—Hé aquí el lago de los caimanes, nos dijo nuestro
amigo.
No pude ocultar mi asombro al ver que un lag*o que
albergaba tan terribles animales, estuviese habitado al
mismo tiempo por cantidad tan grande de pájaros acuá­
ticos.
90 LIBRO TERCERO

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Martín-pescador. 9
GUZMÁN MATURANA 91

—¡Oh! me respondió, tienen la vista demasiado pene­


trante para dejarse sorprender: divisan al caimán, lanzan
un grito de alarma y toda la gente de pluma vuela y se
refugia en la ribera opuesta. Por lo demás, los caimanes,
sea costumbre, sea experiencia de la inutilidad de sus
esfuerzos, jamás tratan de atraparlos. Ahora, situémonos
bien: Ramasami va a echar el cebo entre los juncos de
la orilla.
Nos ocultamos a unos veinte pasos de allí, detrás de
una espesura de arbolillos. El indio, acostumbrado a esta
faena, lanzó, de distancia en distancia, gruesas bolas de
carne de cabra preparadas para este efecto; después se acostó
entre la yerba.
Todo esto se hizo con tal rapidez, que sólo algunas aves
de las más próximas a nosotros volvieron la cabeza, un
poco amedrentadas.
De rodillas, con el dedo puesto sobre el gatillo de nues­
tros fusiles y respirando apenas, inspeccionábamos la
superficie del lago a través de los intersticios del follaje;
pero nada se movía.
Este acecho duró cerca de una media hora, y aburridos
ya, nos disponíamos a romper el silencio, cuando Ra­
masami vino arrastrándose hasta donde nos encontrá­
bamos y nos mostró un milano, que en la orilla opuesta
saltaba de rama en rama, lanzando gritos y batiendo las
alas. Luego el ave de rapiña voló describiendo círculos
encima del lago, como si acechara una presa.
—Por fin, va a ser recompensada nuestra paciencia, nos
dijo el esclavo. Cuando vean volar este pájaro por entre
92 LIBRO TERCERO

el follaje, a lo largo de la ribera, o cernerse sobre el lago,


el caimán no está lejos; lo observa, lo sigue, lo acompaña
con el batir de sus alas y con sus gritos de júbilo, porque
sabe que las sobras serán para él, si la caza es buena.
Al cabo de algunos minutos, notamos la cabeza de un
monstruoso aligátor, que avanzaba con rapidez a nuestro
costado; hendía tan hábilmente las aguas, que apenas si
levantaba una ligerísima ola en torno suyo.
Con un rápido golpe de vista, la mayoría de las cercetas,
de los patos, de las garzas reales, desaparecieron en los
juncales del ribazo opuesto, y el caimán quedó dueño y
señor del lago. Su instinto no le engañaba: nadaba sin
vacilación y en línea recta hacia el cebo que se le había
arrojado.
—¡Atención! nos dijo nuestro amigo, que nos dirigía
en esta caza curiosa y a quien obedecíamos ciegamente: dé­
jenlo ustedes comer las primeras bolas; enteramente con­
fiado, vendrá entonces él mismo a nuestro encuentro, y
podremos elegir, para enviarle nuestras balas, los únicos
puntos vulnerables, es decir, los ojos o el pecho. Es indis­
pensable que disparemos los cuatro a la vez. Sosténganse
firmes; cuando esté a tiro, yo haré una señal con la cabeza.
En un segundo, el monstruo se zampó las primeras
carnadas; después avanzó sin desconfianza en nuestra di­
rección. Jadeantes, interrogábamos con la mirada a nues­
tro amigo, quien, calmoso e impasible, observaba y calcu­
laba la distancia.
Una rama seca que uno de nosotros hizo crujir bajo sus
pies, asegurando la posición, casi lo echó a perder todo,
GUZMAN MATURANÁ 93

Se detuvo bruscamente, inquieto y aspirando el aire a


su alrededor. . . No oyendo nada más, levantó la cabeza
fuera del agua, como para mirar de dónde venía el peligro.
Nosotros distinguimos perfectamente al descubierto la
parte inferior de la quijada y lo alto del pecho, de un ama­
rillo gris terroso y desprovisto de las poderosas escamas
que convierten en invulnerables las demás partes del cuerpo.
A la señal convenida, nuestros cuatro disparos de fusil
se hicieron con tal precisión y tan juntos, que se confun­
dieron en una sola detonación, seguida inmediatamente
de un silbido gutural y prolongado: estaba herido, acaso
muerto.
Ya nos habíamos levantado todos, casi simultánea­
mente, para mirar. . . cuando nuestro amigo nos dijo, con
voz que acentuaba la emoción:
—¡Acaba de agitarse sobre la yerba; aléjense Uds!
En un instante mis camaradas se pusieron en salvo.
En cuanto a mí, de un vigoroso salto me encaramé sobre
un árbol que inclinaba sus ramas sobre mi cabeza. Vi
entonces, no sin cierto espanto, a cinco pasos apenas rdel
sitio que acabábamos de abandonar, como un torbellino
de cañaverales, de hojas y de ramas... El monstruo hipaba
y con su terrible cola sacudía cuanto se encontraba a su
alcance.
Eso duró apenas algunos segundos. Sus movimientos
cesaron bruscamente y quedó tendido en un mar de sangre
y de destrozos. .

4.—Libro III.—Guzmán M.
94 LIBRO TERCERO

Antigüedad de la China.

La China es una de las más venerables abuelas del mun­


do y de la civilización. Nos ofrece el ejemplo de un pue­
blo, único en la Historia, que, desde la más remota anti­
güedad hasta nuestros días, se desarrolla sin interrupción.
Siempre se conserva semejante a sí mismo, a pesar de las
invasiones y conquistas, porque siempre supo asimilarse al
vencedor.
Apenas modificados su lenguaje y su escritura, este pue­
blo es hoy lo que era ocho siglo antes de la civilización
griega.
Todos los grandes esplendores del Egipto, Babilonia,
el Indostán, Grecia y Roma, se han extinguido; sólo la China
se ha conservado constante a través de todas las edades,
como un hermoso río inagotable.
Los comienzos de la China se pierden en tan lejana
época, que es imposible fijarlos con exactitud; pero nada
es más cierto ni está mejor comprobado que su antigüedad,
ni nada es más seguro que sus anales.
Cerca de tres mil años antes de nuestra era, la China
contaba con un pasado, porque ya tenía establecida una
Corporación para escribir la historia, que nunca cesó en
sus trabajos y que todavía funciona.
La historia de la China es fidedigna.
La imparcialidad de sus cronistas está garantizada por
GUZMÁN MATURANA 95

un procedimiento infalible: varios eruditos, agregados al


palacio imperial, escriben en hojas sueltas, secretamente,
a diario, y sin ponerse de acuerdo, todos los actos del em­
perador y cuantas noticias reciben y pueden comprobar.
Por la noche, echan sus hojas en un gran cofre sellado,
que es como una alcancía.
Mientras vive la familia reinante, no se abre este cofre,
y cuando aquélla ha muerto, se confrontan los escritos y
se redactan los anales.
Con tal procedimiento, la historia de la China tiene que
ser fidedigna e imparcial.
96 LIBRO TERCERO

La China.

SUS INVENTOS.

Con frecuencia se dice que los chinos lo han inventado


todo o casi todo.
Cuando se profundiza un poco su historia, se va de sor­
presa en sorpresa.
Desde hace cuatro mil quinientos años, conocen la brú­
jula, «el espíritu misterioso que señala el Sur», de la cual
se servían para orientarse en la tierra, porque en aquel
tiempo sólo había caminos muy cortos.
Los chinos inventaron la imprenta varios siglos antes
que Gútenberg. No era de caracteres movibles; pero, por
el procedimiento del grabado, podían imprimir un número
ilimitado de libros.
La seda la conocen desde hace cuarenta y cinco siglos.
La emperatriz Jouen-Fi, que entonces reinaba, plantó
por sus propias manos, a las puertas de un templo de la
capital, una morera, y enseñó el cultivo y la cría del gusano
de seda.
En el s-itio de la ciudad de Lian-Lian, los chinos em­
plearon esferas de hierro explosivas,- que lanzaban con
una especie de fusiles. Usaron, pues, la pólvora, antes que
los europeos.
Eso sí que no perfeccionaron sus inventos destructores,
porque sólo pensaron en defenderse.
GUZMÁN MATURANA 97

Restablecido el orden, las armas se convirtieron en apa


ratos agrícolas y los soldados, en labradores pacíficos y
laboriosos.
Los chinos fabrican fósforos o cerillas químicas; pero
usan de preferencia el antiguo eslabón, porque una de las
características de este pueblo, es no dar importancia a
la mayor parte de sus inventos.
De la China proviene también la porcelana. En la fá­
brica de Kin-te-Tchin, funcionan constantemente más de
tres mil hornos y trabajan noche y día más de un millón
de obreros.
Por las noches, desde lejos, parece que un incendio co­
losal abrasa el valle. El caminante rezagado que marcha
por los ribazos, cree ver revolotear, en medio de las llamas,
el espíritu de aquel obrero que, no pudiendo obtener el
modelo que deseaba el emperador, se arrojó a un horno
y sQ convirtió en un vaso maravilloso, que tenía «el color
del cielo después de la lluvia, la limpidez de un cristal, la
finura de una caña de bambú y la sonoridad de una cam­
pana».
98 LIBRO TERCERO

Orígenes del Japón.

En cuanto a los orígenes del Japón, la historia cede la


palabra a la leyenda.
La más curiosa de estas leyendas refiere que, allá por
el siglo VII antes de J. C., reinaba en China el terrible
Si-Kouo, verdadero Nerón del Celeste Imperio.
Una vez ordenó hacer una excavación tan grande como
un lago, la llenó de vino y en una barca se paseó por ella
con toda su corte.
En otra ocasión hizo edificar un gran palacio, con todas
las piezas de oro y plata.
Para satisfacer tales caprichos, el emperador tenía que
imponer fuertes contribuciones a sus súbditos.
Ninguno sabía si, pasada la noche, seguiría siendo suyo
el campo que cultivaba o si lo encontraría destruido o
confiscado para satisfacer los caprichos del monarca.
GUZMÁN MATURANA 99

Pero este soberbio emperador no vivía tranquilo. Un


gusano roedor le privaba de toda alegría. El temor a la
muerte, que no podía evitar, le envenenaba la existencia.
Abrumado por esta constante preocupación, anunció por
todo el Imperio que recompensaría espléndidamente a
quien descubriese un remedio contra la muerte.
Su primer médico se presentó a él y le dijo:
—Existe una planta maravillosa, cuyo jugo bienhechor
hace retroceder hasta el infinito los límites de la vida.
Ordene Vuestra Majestad que me acompañen trescientos
jóvenes y trescientas muchachas y yo los guiaré a las islas
del Japón, donde crece la planta prodigiosa.
El monarca dió crédito a la bella promesa de su médico
y puso a sus órdenes seiscientos jóvenes, equipados esplén­
didamente.
Partieron los expedicionarios, pero no se les volvió a
ver más en la China.
En las islas del Japón, dieron a sus salvajes habitantes
sus riquezas y les enseñaron sus artes, su ciencia, sus le­
tras; en una palabra, toda la antigua civilización de la
China.
A la orilla del mar se conservan aún enormes piedras,
ruinas del templo erigido a Sion-Fóu, el astuto médico,
fundador del Imperio Japonés.
100 LIBRO TERCERO

Un día de feria, un molinero y su hijo llevaban a vender


un asno. En el camino se encontraron con un caballero,
que, al verlos, exclamó:
—^Qué tontos son ustedes: llevar ese animal desocupado
y no montar en él ninguno de los dos!
En vista de esto, el padre mandó al hijo que subiera
en el burro.
Poco después hallaron a un carretero, el cual, dirigién­
dose al niño, le gritó:
—Debiera darte vergüenza de ir tú, tan joven, mon­
tado, y dejar a pie a tu padre, que está viejo.
GUZMÁN MATURANA 101

Al punto se apeó el hijo para que montara su padre.


Luego los encontró un campesino que llevaba un ca­
nasto lleno de frutas, y se dirigió al padre en estos tér­
minos :
—Sin duda es usted un padre sin entrañas: ¡ ir cómoda­
mente y dejar a ese pobre muchacho marchar a pie por
este camino tan pedregoso!
Entonces el padre hizo que el hijo subiese a las ancas
del pollino.
A poca distancia, un pastor alcanzó a verlos y exclamó:
—¡Pobre animal! Lo van a matar con ese doble peso.
Se apearon los dos, y el muchacho dijo a su padre:
—¿Qué haremos ahora para dar gusto a la gente? ¿Será
necesario que amarremos al asno de las patas, lo atemos
a un palo y al hombro lo llevemos a la feria?. . .
—Ya lo ves, hijo mío: es imposible complacer a todo
el mundo. Lo que uno ha de procurar, es cumplir con su
deber, sin cuidarse de lo que diga la gente.
102 LIBRO TERCERO

Rosa Bonheur.

El caballo.

El caballo es para el hombre un precioso animal.


Sus miembros son sueltos y elegantes. La actitud de la
cabeza y el cuello arqueado, le dan el porte más noble.
¡Cómo lo adorna la crin espesa y ondeante!
La cabeza algo chica, los ojos negros y vivos, las orejas
cortas y rectas, las narices anchas y enjutas, los cascos
redondos y duros, y la cola, abundante en crines largas
y encrespadas, completan la belleza de este útil animal.
El caballo conoce cuándo lleva al amo sobre sus lomos
GUZMAN MATURANA 103

y relincha de placer; parece orgulloso, según se presenta


erguido, ufano y soberbio.
¡ Qué prontitud en sus movimientos, qué impaciencia!
No encuentra sosiego, se encabrita, emblanquece el freno
con su espuma y arde en deseos de correr.
¿El jinete detiene las riendas?—El caballo toma un paso
gallardo y moderado.
¿El jinete da alguna libertad al freno?—El caballo le­
vanta las piernas y toma un airoso trote.
Ahora, caballo y caballero han desaparecido como un
relámpago, a todo correr, porque el jinete lo ha aguije •
neado con la espuela.
El hombre no aprecia sólo al caballo por su gallarda
figura y porque lo lleva sobre sus lomos, sino también pol­
la bondad de su índole: el amo lo engancha al coche, lo
pone a veces al arado, le echa encima la carga, y el caballo
se presta a todo con docilidad e inteligencia.
El hombre lleva .el caballo a la guerra, y el sonido de
las cornetas y de los clarines, los golpes de las cajas y de
los tambores, en vez de ponerlo en fuga, lo excitan a la
batalla: no lo asombra ni el resplandor de las armas, ni
el estruendo de los cañones.
Es el caballo un animal cuyas bondades son ejemplo
de docilidad, de obediencia y de valor.
104 LIBRO TERCERO

Rosa Bonheur
1829-1899.
GUZMÁN MATURANA 105

Plegaria del Caballo.

A ti, mi amo, dirijo esta plegaria.


Dame de comer; dame de beber; dame un lecho de paja
limpia y seca, al fin de la labor de cada día.
Ten paciencia con tu fiel servidor.
No puedo expresarte con palabras el estado de mi salud:
obsérvame los dientes, si dejo de comer; observa mis cascos
y las herraduras, la montura o los arneses, si notas que no
trabajo como tú deseas.
No me azotes, no me golpees, ni me tires de las riendas,
cuando no cumplo fielmente tus órdenes. Toma en cuenta
que es muy distinto nuestro lenguaje.
Háblame: tu voz tiene sobre mí más poder que las riendas
y el látigo. Acaricíame de vez en cuando, que yo sabré mos­
trarte gratitud con mis servicios.
Pongo todas mis fuerzas a tu disposición. Si no puedo más-,
la culpa no es mía. . .
A veces caigo en el resbaladizo pavimento. Para levan­
tarme, quítame los arneses; estando libre, podré ayudarme
mejor y pararme con facilidad y prontitud. ¡Es cruel que
en estas ocasiones me azotes y me tires rudamente de las
riendas!
La sabia naturaleza me ha provisto de larga cola y espeso
moño para defenderme de moscas, zancudos, tábanos y otros
106 LIBRO TERCERO

insectos. No me prives de tan preciosos auxilios y me dejes


indefenso.
Cuando me espante, me pare repentinamente o me resista
a pasar de largo, no me maltrates. Al contrario, convénceme
de que me he equivocado, de que no tengo motivos para asus­
tarme. No olvides que muchos caballos somos miopes y vemos
peligros donde no los hay.
Recuerda, mi amo, que hay un día de descanso en la se­
mana, de descanso para ti, para tus sirvientes y para tus
bestias. No me prives de él, y así, al comenzar de nuevo la
tarea, el trabajo resultará más eficaz y provechoso para ti.
Y, por último, amo mío: cuando hayan desaparecido mis
fuerzas, cuando ya no pueda servirte, no me abandones, no
me dejes morir de hambre, ni me vendas a un individuo cruel
e ignorante. Si es necesario, mátame tú mismo para que mis
sufrimientos sean menores. . .
Procura, ¡oh, mi dueño! que termine mi existencia tran­
quilamente, bondadosamente. Te lo ruego, invocando a Aquel
que nació en un pesebre.
GUZMÁN MATURANA 107

Humildad.
(Francisco Viltacspesa).

Ten un poco de amor para las cosas:


para el musgo que calma tu fatiga,
para la fuente que tu sed mitiga,
para las piedras y para las rosas.

En todo encontrarás una belleza


virginal y un placer desconocido. . .
Ritma tu corazón, con el latido
del corazón de la naturaleza.

Recibe como un santo sacramento,


el perfume y la luz que te da el viento,
Quién sabe si su amor en él te envía

Aquel que la existencia ha transformado. .


Y sé humilde, y recuerda que algún día
te ha de cubrir la tierra que has pisado. . .
108 LIBRO TERCERO

El filósofo sin saberlo.

Un caballero en un hermoso alazán, se paseaba una ma­


ñana por el campo. En una cerca vió una preciosa planta,
se apeó para cogerla y ató el caballo; pero éste se soltó y
partió a escape. Quiso el caballero alcanzarlo y lo siguió;
al chitarlo, el animal se detuvo; pero, ya cerca de él, volvió
a emprender la carrera.
Un muchachito que estaba en el campo inmediato, al
ver lo que sucedía, corrió hasta llegar a un recodo del
camino, y, adelantándose al caballo, lo cogió por las riendas
y con él de tiro, volvió a encontrar al caballero.
Éste miró al muchacho, vió con placer su alegre y son­
rosada cara, y le dijo:
—Gracias, niño; has tenido habilidad para coger mi
caballo. ¿Qué quieres por tu servicio?
—Nada, señor, respondió el muchacho.
—¿Conque no quieres nada? Bueno; eso prueba que no
lo necesitas; pocos podrán decir otro tanto; pero, díme:
¿qué hacías en el campo?
—Arrancaba las malezas y cuidaba el ganado.
—¿Te gusta esa ocupación?
—Sí, señor, mucho, sobre todo en este bello tiempo de
primavera. •
■—¿Cómo se llama tu padre?
—Mi padre se llama Tomás.
GUZMÁN MATURANA 109

—¿Y tú?
—Yo me llamo Pedro.
—¿Y dónde vives?
—Cerquita de aquí; detrás de aquellos árboles.
—¿Qué edad tienes?
—Voy a cumplir ocho años.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el campo?
—Desde las seis de la mañana.
—¿Y no tienes ya ganas de comer?
—Sí, señor; pero ya comeré pronto.
—Si tuvieras ahora cincuenta centavos, ¿qué harías
con ellos?
—En mi vida he tenido tanto dinero.
—¿No tienes juguetes?
—¿Juguetes? No sé qué es eso.
—Son objetos que sirven para entretenerse, como pe­
lotas, bolitas, trompos, caballos de madera, volantines y
otras muchas cosas.
—Juanito hace pelotas para jugar; en el campo, arma­
mos trampas para cazar conejos; tenemos una vara larga
para saltar y unos zancos para andar por el barro. Tam­
bién tenía yo un aro, pero se me rompió.
—¿Y no deseas tener alguna otra cosa?
—No, señor, porque apenas tengo tiempo para juegos,
pues llevo los caballos al potrero, cuido las ovejas, rodeo
las vacas, voy al pueblo a comprar algunos encargos: esto
viene a servirme de juego, a la vez que ayudo a mi padre.
—Bien; pero si tuvieras dinero, podrías comprar man­
zanas y dulces.
110 LIBRO TERCERO

—¡Oh! ¡No me faltan manzanas en casa, y por los dulces


no me apuro! Mi madre me da de vez en cuando un pedazo
de pastel, y viene a ser lo mismo.
—¿No te gustaría tener un cuchillo para cortar palitos?
—Tengo éste que me dió mi hermano Juan, dijo, mos­
trándoselo.
—Observo que tus zapatos están rotos; ¿no quieres otros
nuevos?
—Tengo un par mejor para los domingos.
—-Pero por ésos te entra el agua.
—Eso no importa.
—Tu sombrero está agujereado también; ¿no quieres
otro?
—Tengo otro en la casa; pero mejor sería no tener nin­
guno, porque el sombrero me molesta la cabeza.
—¿Qué haces tú cuando llueve?
—Si llueve de repente, me pongo junto a la cerca o bajo
un árbol, hasta que escampa.
—¿Y qué haces cuando tienes apetito antes de que
sea hora de volver a casa?
—Cómo alguna fruta, si la encuentro; si no, lo paso
como puedo. En cuanto al agua, ésta se halla en abun­
dancia, fresca y buena, por aquí.
—Mi querido niño, eres todo un filósofo; pero estoy
seguro de que no sabes lo que significa eso.
—No, señor, pero supongo que no será nada malo.
—¡ Oh, no, al contrario, es algo bueno! exclamó riéndose
el caballero. Veo que no necesitas nada para ser feliz,
GUZMÁN MATURANA 111

y, por lo mismo, no te daré dinero, no sea que te acostum­


bres a él, y entonces te falte y seas desdichado. ¿Has
estado alguna vez en la escuela?
—No, señor; mi padre dice que iré este año, cuando
termine la cosecha.
—Para entonces necesitarás libros.
—Sí, señor, todos los niños tienen un bonito Libro de
Lectura.
—Entonces, yo te lo daré. Díle a tu padre que haga
eso, porque te considero un muchachito muy bueno y
juicioso, sin la envidia, que es tan común en los niños,
por lo que no están nunca satisfechos, mientras que tú
estás contento con poca cosa. ¡Adiós, Pedrito!
—Que Ud. lo pase bien, señor.

No hay riqueza mayor que la salud, ni placer igual a


la alegría del corazón.
112 LIBRO TERCERO

El persa verídico.

ama tenían los árabes de po­


seer muchos sabios.
Abdul Kadir, joven persa,
se propuso llegar hasta ellos,
deseoso de imitarlos.
Su madre aprobó el pro­
yecto, le dió ochenta monedas de plata
y le dijo:
—Éste es todo el dinero que tengo.
La mitad te pertenece; pero la otra
mitad, que es de tu hermano menor,
debes restituírsela con los intereses co­
rrespondientes.
■ Convino en ello el buen muchacho
persa. k
La madre le cosió las monedas en el
interior de la ropa, para que pudiera
llevarlas con más facilidad sin perderlas, y terminada esta
operación, le dijo:
y —Prométeme ahora no decir jamás una mentira.
-—¡Te lo prometo, madre!
GUZMÁN MATURANA 113

—-Pues bien, yo te doy mi bendición, añadió ¡a madre


conmovida, y se despidió de él.
Abdul Kadir emprendió su viaje y anduvo días y dias
en dirección a la Arabia. Se asoció después a otros via­
jeros para atravesar juntos los sitios de mayor peligro.
Caminando así, un día se encontraron con un grupo de
bandidos árabes, los cuales los detuvieron y les robaron
el dinero y las joyas que llevaban.
El muchacho persa sólo tenía su redoma con agua, y
nadie sospechaba siquiera que pudiese llevar dinero. Mien­
tras los bandidos despojaban a los demás viajeros, el jefe
de la partida llamó al pequeño persa y se puso a bromear
con él.
—¿Cuánto dinero llevas? le preguntó.
—Ochenta monedas de plata, dijo con resolución el
muchacho.
El árabe se rió, creyendo que también se bromeaba el
chico, y le pidió la bolsa en que llevaba las monedas.
—No la tengo, dijo el persa. Las monedas están cosidas
en mi ropa.
Lo registró entonces el jefe de los bandidos y se con­
venció de que el muchacho decía la verdad.
—¿Por qué has declarado que llevabas ese dinero,
cuando iba tan bien escondido?
—Porque prometí decir siempre la verdad.
—¿A quién hiciste esa promesa?
—A mi madre.
—¡Ah! exclamó entonces conmovido el árabe. Tú, niño
aún y en la más apurada situación, obedeces el mandato
114 LIBRO TERCERO

de tu madre ausente, y nosotros olvidamos el mandato


de Aláh. ¡ Dáme esa honrada mano, muchacho ; quiero
salvarte en pago de la lección que me acabas de dar!
Se volvió con él hacia donde estaban sus compañeros,
les contó el caso y les anunció su propósito de respetar el
dinero del persa verídico. Ellos aprobaron la resolución
del capitán.
—Eres nuestro jefe en el robo, y debes serlo también
en las acciones generosas y justas, dijeron.
El jefe devolvió el dinero al muchacho persa y lo guió
por el camino que debía seguir.

La verdad, aunque severa,


es amiga verdadera.
GUZMAN MATURANA 115 .

Madre

¿.Quien te alimento con óu propia, leche?


---- madre.
¿Skor quién te crinóte blanco, gordo, alegre y
áaltón como un oerafinillo?— ?Sor tu madre.
¿Quién vela a tu cabecera din apartar de ti
loo yoá, cuando caeo enfermo; quién te refreáca
la frente con ouo labtoo; quién comparte conti­
go la vida, comunicándote áu aliento^---- ^u
madre,
. 116 LIBRO TERCERO

¿^uién baña tuó manoó con óuó lágnmaó,


cuando, joven ya, no vaó derecho; quién te óal-
va con óu llanto y con óuó amotoóoá ruegoó?

¿^Sor quién viveó óin la inquietud del día de


mañana, óatiófecko en el comer, aóeado en el
veótir, pulcro y gracioóo en todo lo concerniente
a loó juvenileó añoó?---- fjjot tu madre,
£ueyo, la madre eo todo para el hijo: univer-
óo reducido, a la madre van a dar todoó óuó bie-
neó, y óu tierno corazón jamáó deja de brotar
para noóotroó óu raudal vivificante! bebemoó de
él, óin agradecerle muckaó veceó,
&lla óabe muy bien lo que noó toca: óoópecka
nueótroó deócarríoó y noó aconóe^a; adivina nueó­
traó penaó y óe aflige, Cfóueótraó anguótiaó, de
ella óon; nueótraó verguenzaó, de ella óon; nueó­
traó virtudeó, de ella; nueótroó triunfoó, de ella;
nueótraó felicidadeó, de ella,
vida depende de nueótra óuerte y de nueó-
GUZMÁN MATURANA 117

tra conducta: podemoó prolongarla o acortarla,


óegún la tenemoó complacida, o la quebrantamoó
con loo extravíoó y loó maleó de la juventud.
^obre óer apaótonado, pequehuela criatura,
inerme hija de la naturaleza, ói óe trata de le-
vantaróe, eó grande; ót de atreveróe, heroica; ót de
óufrtr, óubltme; ót de óacrtficaróe, mártir.

* *
118 LIBRO TERCERO

El regalo.

Hijo mío, vamos río abajo, por la existencia. Nuestras


vidas habrán de separarse y nuestro amor se olvidará.
¿Qué te daría yo para que no te fueras? ¡Ay! pero... ¿seré
tan tonta que intente comprarte el corazón con regalos?
*
* *
Tu vida empieza; es largo tu camino; de un sorbo apu­
ras el cariño que te damos, y vuelves a irte, corriendo, del
lado nuestro. Tienes tus juegos y tus amigos, y es natural
que se te pase el tiempo sin pensar en nosotros.
*
* *
¡Nuestra vejez, en cambio, es tan ociosa! ¡Tenemos tan­
tas horas para contar los días que cayeron y para amar en
nuestro corazón lo que para siempre se fué de nuestras
manos! El río alegre rompe todos los diques y se va, can­
tando. La montaña se queda, y lo recuerda, y lo sigue con
su amor.

* **
Mi canción.—Mi canción te envolverá con su música,
hijo mío, como los tiernos brazos del amor. Te tocará en
la frente, cual un beso de bendiciones. Si estás solo, se sen­
tará a tu lado y te hablará al oido; cuando estés entre la
gente, te cercará para alejarte de ella.
GUZMÁN MATURANA 119

*
* *
Mi canción, cual las dos alas de tus sueños, se llevará
tu corazón hasta el fin de lo inefable. Cuando la noche
negra se tienda en tu camino, mi canción será sobre tu
cabeza como una estrella fiel. Se sentará en las niñas de
tus ojos y guiará tu mirar al alma de las cosas.
*
* *
Cuando mi voz enmudezca con la muerte, mi canción
te seguirá hablando en tu corazón vivo.
120 LIBRO TERCERO

Carta.

Querido Hernán:

Después de los padres, son los hermanos,


hijo mió, los mejores amigos. El niño que
no ha tenido hermanos, siente la desgracia
de carecer de ellos.
¡Es tan triste no encontrar cerca de
nosotros, en el seno mismo de la familia,
un corazón a quien unir el nuestro y que
sienta los mismos afectos que nosotros sen­
timos !
El amor fraternal embellece los juegos
infantiles. La niña que tiene que arreglar
un ramillete para la mamá, se complacerá
en que su hermanito le ayude a elegir las
flores.
Las golondrinas que emigran a paises le­
janos, en busca de climas más templados,
tienen que atravesar a veces dilatados ma­
res, donde les es imposible detenerse. En­
tonces, las más fuertes sostienen en su
vuelo a las menores, las cuales, a no tener
quien las auxiliase, perecerían ahogadas en
el océano.
Los hermanos deben imitar a las golon­
drinas en la protección que se deben.
GUZMÁN MATURANA 121

El mayor procure servir de ejemplo a los


menores, tanto en el amor a sus padres co­
mo en la aplicación y demás virtudes; y el
más pequeñito, cuide de imitar al que sabe
más y es mejor que él.
Ama, hijo mió, a tus hermanitos, y mira
en cada uno de ellos una gracia que el cie­
lo ha querido concederte para aumentar tu
felicidad.
Tu mamá.

Carta.

Santiago, ... de Julio de 192...


Señora
Ana María de Gana,

Chillán.
Queridísima hermana:
Aunque papá y mamá te han escrito, no
puedo dejar pasar esta fecha de familia sin
manifestarte mi cariño, que en semejante
122 LIBRO TERCERO

día parece se aumenta y fortalece; sobre


todo cuando el año pasado te mostraste re­
sentida porque no te escribí en particular.
Ayer cogí un precioso ramo de flores, y
se me ocurrió decir sencillamente: ‘‘Si es­
tuviera aquí Ana María, mañana le regalaría
este ramo’’.
Estas .palabras entristecieron a mamá,
que se puso a llorar en silencio; yo. noté
sus lágrimas y la abracé con mucha efusión;
pero ella no se consoló con eso.
¡Es claro! No es lo mismo recibir los
abrazos de una hija que los de dos; parti­
cularmente cuando la que se echa de menos
es una joven que vale tanto como tú, y la
que se tiene al lado, una chiquilla como yo.
Recibe, pues, en lugar de aquellas flo­
res que no puedo enviarte, la expresión de
mi vivo deseo de que pases el día de tu san­
to con salud y felicidad, en compañía de tu
esposo y demás personas que tú aprecias.
Adiós, hermana mía. Tuya de corazón

Clara.
GUZMÁN MATURANA 123

La viña de Nabot.
<
Nadie como el rey Acab poseía más suntuosos palacios,
jardines más vastos, ni plantas más raras y mejor culti­
vadas.
Nadie como el rey Acab tenía más preciosos muebles,
carruajes más elegantes ni servidores más listos y nume­
rosos.
Nadie como el rey Acab disponía de tantos tesoros, de
trajes más espléndidos y lujosos.
Sin embargo, el rey Acab no era bastante rico: deseaba
algo más.
*
* ♦.
Cerca de los vastos jardines de Acab, había una pequeña
viña, cultivada por un hombre humilde.
El rey la ambicionaba para extender sus jardines inter­
minables.
—Cédeme tu campo y te pagaré tres veces su valor,
dijo el rey a Nabot, el dueño de aquella viña.
—¡Oh, rey! contestó Nabot. Soy pobre, pero nada nece­
sito. Tengo poco; pero estoy contento con ello. No deseo
más riquezas. Amo este campo, que cultivo con mis pro­
pias manos. Lo heredé de mis padres, que lo recibieron
de sus antepasados. En él nací y en él quiero morir. ¡ Oh,
rey, respeta mi propiedad y mis derechos!
124 LIBRO TERCERO

Y Nabot, azada al hombro, se encaminó tranquilamente


a labrar la tierra de su viña.
La vista de los racimos maduros, rubios y apretados,
avivaron más su amor por la tierra de sus mayores.
*
* *
Pero Acab tenía el corazón oprimido y la cólera le cegaba.
Todas sus riquezas le parecían miserables al lado de la
hermosa viña de Nabot, que él no podía adquirir.
Su envidia fué aumentando, aumentando, y tomó la
forma del crimen: Acab derramó la sangre de Nabot, y se
apoderó de la pequeña heredad.
*
* *
Desde el día del crimen, la voz de la conciencia gritó
terriblemente al rey:
—Acab, Acab, ¿qué has hecho de la sangre de Nabot?
El castigo fué tremendo.
«Los perros lamieron la sangre de Acab en el campo
donde estaba la viña de Nabot».
GUZMÁN MATURANA 125

La sortija de Polícrates.

ey de Sanios era Polícra­


tes, rico y poderoso.
Durante cuarenta años
de reinado, fué el hombre
más feliz del mundo.
En la paz, era querido y
respetado de sus súbditos.
En la guerra, era inven­
cible: siempre volvía de
ella cargado de laureles.
Su menor deseo era cum­
plido como por encanto.
Todos sus enemigos esta­
ban sometidos a él.
Su mejor aliado era Ama-
sis, rey de Egipto.
5.—Libro III.—Guzmán M.
126 LIBRO TERCERO

Amasis estaba alarmado de ver a Polícrates tan feliz,


y temía que tanta dicha se cambiara repentinamente en
imprevista desgracia.
Polícrates, asustado por los recelos de su amigo, resolvió
interrumpir por sí mismo el curso de su felicidad.
Teodoro, el joyero más célebre de aquellos tiempos,
había hecho para el rey de Samos una sortija de oro, con
una esmeralda de inestimable valor.
Polícrates apreciaba esta joya más que todas sus ri­
quezas.
Sin embargo, para tener algún motivo de pesar, deter­
minó desprenderse de ella.
Un día subió a lo más alto de una torre, se quitó del
dedo la sortija y la arrojó al mar.
Pero la fortuna no acepto este sacrificio, y Polícrates
fué más feliz que nunca.
La sortija fué tragada por un pez raro y hermoso; el
pez picó en el anzuelo de un pescador, que lo llevó a pa­
lacio, para que fuera servido en la mesa del monarca.
El cocinero, al prepararlo, halló la sortija en el vientre
del animal y la llevó al rey.
Polícrates, ni por su propia voluntad, pudo interrumpir
las preferencias de la diosa Fortuna.
GUZMÁN MATURANA 127

La ninfa Eco.

Entre las narraciones más sencillas y agradables de la


Mitología griega, está la historia de la ninfa Eco. Era hija
del Aire y de la Tierra, y pertenecía a la corte de la reina
Juno, esposa de Júpiter. Parece que Eco hablaba algo
más de lo necesario, y Juno la castigó privándola de la
facultad de iniciar las conversaciones.
—Conservarás tu dulce voz, le dijo, pero no podrás
hablar sino después de que te hablen o te pregunten.
Eco se entristeció tanto con este castigo, que no pudo
vivir por mucho tiempo en el Olimpo. Se retiró a los sitios
más solitarios de los bosques y las montañas, y poco a poco
se fué consumiendo de pena, hasta que perdió entera­
mente el gracioso cuerpo, y quedó de ella sólo la voz.
Esta voz de Eco se siguió oyendo en las cuevas, en las
hondonadas, en las espesuras de los bosques, en algunas
fuentes y en algunos edificios.
Cualquiera de Uds. puede oirla en un día sereno, al
pasar por sitios próximos al valle o a la roca en que ella
habita. Llámenla y ella responderá. Si le preguntan en
voz alta: —¿En dónde estás? Contestará en seguida:—
Dónde estás.—¿Ere^ Eco?—Eco, responderá ella. Si le
dicen:—Te quiero, contestará ella: —Te quiero. Y si le gri­
tan:— ¡Ven conmigo! —Ven conmigo, contestará sin tar­
danza su dulce voz.
Se ha observado que Eco responde siempre en el mis­
mo tono en que le hablan. Si cantan, cantará ella; si
128 LIBRO TERCERO

lloran, llorará; si dan un golpe, contestará con otro, y si


hablan en tono desabrido, ella demostrará también su
mal humor.
* *
Dos niñas fueron una vez al bosque en busca de Eco,
La hablaron en voz baja y no respondía. Entonces una de
ellas gritó:
—¿Eres sorda?
■—«Sorda», afirmó Eco en el mismo tono.
La niña se sintió mortificada, y gritó con enfado:
—Más bien pareces descortés.
—«¡ Descortés!» le gritó Eco en tono de reproche.
Entonces la otra niña, que era mejor educada y de
genio más dulce, intervino, diciendo:
—¡ Perdona!
—«Perdona», dijo Eco en tono apacible.
Vencida la primera por lo humilde de la respuesta, y
comprendiendo que había faltado, le dijo:
—No quise ofenderte.
—«No quise ofenderte», contestó Eco a su vez.
—¡ Adiós!
—«Adiós».
Cuando las niñas volvieron a la casa y contaron lo que
había ocurrido con Eco, la mamá se sonrió y dijo:
—Eso mismo sucede en todas partes: las malas pala­
bras obtienen siempre respuestas desagradables, en tanto
que las palabras buenas, atraen el cariño y el respeto de
quien las escucha.
GUZMÁN MATURANA 129

La lluvia triste.
(Gabriela Mistral).

La nube, gala del cielo,


se ha vuelto un paño de llanto,
y porque la nube tiene
pena, se ensombrece el campo,
130 LIBRO TERCERO

En los cristales, la lluvia


há rato que está llamando,
con la insistencia de un niño
que pide ser albergado.

Su rodada en los cristales


tiene suavidad de labios
invisibles, pero vivos
y refrescados de llantos. . .

Las daguitas silenciosas


y finas, bajan buscando
la tierra amorosamente,
para perderse en sus brazos.
Toda el agua que en los cálices
dulcemente se ha hospedado,
va a vaciarlos de su miel
y a envejecerles el vaso;
va a deshacer en las rosas
los bullones apretados
y a amoratar con su frío
los piececitos descalzos.

¡ Tiene una pena la Tierra


por su sol amortajado!
¡Y yo una amargura por
los piececitos descalzos!

¡Esa nube-corazón
que ha abierto su hinchado vaso!
¡ Ese pañuelo de lágrimas
que sigue y sigue estrujando!.,,
GUZMÁN MATURANA 131

Aracne.

Aracne hila. ¿ Es el algodón suave, es la lana amorosa


al tacto?
No se diría que es eso; cabelleras finas de mujer, rayos
del sol, arreboles, eso .se dijera que es, tan delicada se
desenvuelve la hebra de la rueca.
No hay en la ciudad, en toda la Grecia no hay quien hile
esos hilos milagrosos, Aracne lo sabe, y siente el orgullo
de sus manos magas.
—«Aracne, simple mortal, tú no debieras manejar el
huso mejor que la patrona de Atenas. Porque cuando una
diosa hila sólo medianamente, una mujer debiera hilar
mal. Aracne, tu fama llena la Grecia y no me deja dormir.
En lo más alto del Olimpo me refugio para no oirla y me
llega siempre. Estaría mal que esto continuara así».
¿Comprendéis? Minerva es la que ha hablado.
Ahora, diosa y mortal suben por las rocas de la montaña
sagrada. Van a hilar ante los dioses, que harán de jueces.
*
**
—Manos de Minerva, luminosas manos amasadas con
estrellas: ¿qué tenéis que estáis torpes, como las manos
de una campesina? Roja como campesina estáis también
y el pecho os tiembla, como el anuncio de una catástrofe.
Minerva, diosa sabia, ¿qué tenéis? Cualquiera diría que es
desesperación. . .
132 LIBRO TERCERO

—Manos de Aracne, débiles manos mortales, sois rá­


pidas y blancas como las gacelas. Hilando vais sin esfuerzo;
sin esfuerzo echáis sobre las faldas el prodigio de esos
hilos firmes y leves. Pero tu victoria me da miedo, ¡ pobre
Aracne!
*
**
Hablaron los dioses:
—Hemos de hacer justicia; el cielo nos mira; el sol nos
baña los rizos : ¡ Aracne ha vencido!
*
**
¡Pobrecita hilandera de la Grecia, lo que estáis oyendo!
—Hilarás siempre, si te da placer la suave labor; pero
no los algodones coposos ni los claros linos; el impuro
líquido de tu cuerpo, eso hilarás, y no a tu puerta, delante
de los hombres, sino en los rincones obscuros, donde no
espante tu fealdad los ojos de los mortales. Porque tan
fea te habrás vuelto, que ni los niños te tendrán amor. . .
*
**
Bajando va las rocas del Olimpo; pero no es la dulce
mujer que subió momentos hace. Ventruda, lenta, bordea
las rocas con sus extravagantes patas velludas. ¡ Pobrecita
Aracne!
GUZMAN MATURANA 133

Ulises en la isla de los Cíclopes.


1. Ulises en la guerra de troya.

Agamenón, rey supremo de los griegos, había puesto sitio a la


ciudad de Troya.
Entre los reyes y príncipes que lo acompañaban, estaba Ulises,
rey de Itaca, pequeña isla que se halla al O. de la Grecia.
El sitio de Troya duró diez años, y de cuantos héroes combatieron
allí, ninguno se mostró tan valiente y astuto como «El Prudente Ulises».
Volvió a su patria, porque amaba mucho a su esposa (Penélope),
a su hijo (Telémaco) y a su anciano padre.
—No hay nada más dulce que la vista de la patria, decía Ulises.
Pero tuvo que sufrir grandes penalidades antes de llegar a su reino.

2. La caverna de Polifemo.

Siempre hendiendo las olas, sus naves llegaron al país de los Cí­
clopes.
Los Cíclopes eran gig'antes pastores que habitaban en cavernas.
No reconocían ningún jefe superior entre sus compatriotas.
Ulises dejó a sus compañeros en la playa y con doce hombres de
los que tripulaban su barca de negra- proa, bajó a reconocer la isla.
Luego divisaron una gran cueva. En ella, con sus rebaños, habi­
taba un enorme y feo gigante, que tenía un solo ojo.
Se llamaba Polifemo, y era hijo de Neptuno, dios del mar.
Ulises y sus doce compañeros se encaminaron a la cueva del gi­
gante. Llevaban un cuero de cabra lleno de vino delicioso, dulce como
la miel, y un zurrón repleto de provisiones.
Polifemo no estaba allí. Hicieron una hoguera, asaron algunos
quesos de los que encontraron en las paredes de la caverna, y espe­
raron.
134 LIBRO TERCERO

A la caida de la tarde, vieron venir al gigante guiando sus rebaños.


Traía a cuestas una enorme cantidad de leña, que produjo tal
ruido al caer al suelo, que, espantados Ulises y sus compañeros, co­
rrieron a ocultarse en los más obscuros rincones de la cueva.
Cuando entraron las cabras y las ovejas, Polifemo levantó un peñas­
co que no habrían podido arrastrar veinte caballos, y con él cerró
la puerta de su habitación.
Ordeñó en seguida los animales, colocó los pequeñuelos al lado de
sus respectivas madres, guardó la mitad de la leche en unas enor­
mes vasijas e hizo una gran fogata.

3. Los EXTRANJEROS.

Cuando las llamas alumbraron la caverna, divisó a Ulises y sus


compañeros.
—¿Quiénes sois, extranjeros? preguntó, con voz retumbante como
el trueno.
Aquella voz y el horrible aspecto de quien la producía, llenaron de
espanto a los hombres de Ulises; pero éste contestó:
—Somos guerreros del generoso rey Agamenón. Las olas y los vien­
tos nos han arrojado a esta isla, y hemos venido a solicitar de vos la
hospitalidad que el poderoso Júpiter ordena dar a los extranjeros.
El gigante, que era cruel, sonrió despreciativamente.
—¿Y vuestra nave? ¿Dónde está anclada?
El prudente Ulises comprendió que el gigante quería apoderarse
también de la tripulación que había quedado a bordo, y contestó:
—Mi nave ha sido destrozada por la tempestad y tan sólo estos
hombres y yo hemos escapado a la muerte.

4. El antropófago.

Polifemo no contestó. Se levantó, alto como una torre, se apoderó


de dos de los hombres, y golpeándoles la cabeza contra el suelo, se
las hizo pedazos. Luego los abrió en canal y una vez asados, los
GUZMÁN MATURANA 135

devoró, sin dejar siquiera los huesos. De cuando en cuando, remo­


jaba su comida con grandes tragos de leche.
Satisfecho su apetito, se tendió en el suelo y se dispuso a dormir.
Mientras aquello sucedia, Ulises y sus compañeros no hicieron un
solo movimiento; pero en cuanto notaron que el gigante se había
quedado dormido, empezaron a urdir planes para escapar.
Así pasaron toda la noche.
Al apuntar la aurora, Polifemo despertó. Hizo una gran hoguera,
ordeñó sus animales y dió a cada oveja su cría respectiva. Terminados
estos trabajos, mató a otros dos hombres y se los almorzó.
Satisfecho su apetito con tan horrible manjar, levantó la roca de
la puerta, hizo salir el rebaño y la volvió a colocar, para impedir así
la fuga de los prisioneros. Y se alejó, guiando su ganado.
Los degraciados cautivos no cesaban de urdir planes, no sólo
para escapar, sino para vengar la muerte de sus cuatro infelices com­
pañeros.

5. Plan de fuga.

Por último, a Ulises se le ocurrió una buena idea.


En la caverna había un tronco de olivo, grande como el mástil
de una nave, que Polifemo usaba como bastón. Cortaron una parte,
lo adelgazaron lo suficiente y Ulises lo aguzó por uno de sus extremos.
Luego echó a la suerte quiénes de sus compañeros debían ayudarlo
a hundir la punta del palo en el único ojo de Polifemo, cuando el dulce
sueño lo rindiese. La suerte designó precisamente a los cuatro hombres
que él hubiera elegido.
Por la tarde, el gigante regresó de la colina en compañía de su
rebaño. Hechos los primeros trabajos del día anterior, cogió a dos
hombres más y los asó para su cena.
Desde las profundidades de la cueva, avanzó Ulises con una copa
llena de dorado vino.
•—Bebe, después de tu festín de carne humana, le dijo.
Lo probó Polifemo y lo halló delicioso.
136 LIBRO TERCERO

—¡ Dáme más! gritó, y díme cuál es tu nombre para recompensarte.


Ulises le sirvió vino una y otra vez, hasta que el gigante se em­
briagó.
—Me has preguntado mi nombre, dijo Ulises. Me llamo Nadie. Con
este nombre soy conocido por mi familia y por mi gente.
Polifemo contestó:
—Pues, me comeré primero a todos tus compañeros, Nadie, y a
ti el último. Ésta será tu recompensa.

6. ¡ Nadie me ha herido ! '

Pronto el vino hizo dormir profundamente al gigante, que quedó


tendido de espaldas.
Ulises tomó entonces la estaca que había preparado e introdujo
la punta en el fuego hasta que se puso de color rojo. En seguida la
hundió despiadadamente, una y otra vez, en el ojo del gigante.
Con grandes y terribles gritos, se puso en pie. Ulises y sus compa­
ñeros se retiraron al fondo de la caverna.
De la concavidad del ojo de Polifemo colgaba todavía la estaca
ardiente, a cuyo largo corría abundante sangre... Furioso de dolor,
se arrancó la estaca, arrojándola lejos de sí y se puso a llamar con fuertes
gritos a los otros Cíclopes, que habitaban en cavernas vecinas.
Los gigantes oyeron los gritos que daba y salieron a socorrerlo.
—¿Qué te sucede, Polifemo? le preguntaron. ¿Por qué gritas de
este modo y nos despiertas? ¿Te han robado tus rebaños o herido a
traición?
—¡Nadie me ha herido a traición! gritó indignado el gigante.
—Pues, si nadie te ha herido, alguna indisposición te hace gritar
y contra ella no podemos ayudarte. ¡ Que te alivies, Polifemo!
Y diciendo esto, se marcharon. Polifemo quedó rugiendo de dolor
y de ira.
A tientas llegó hasta la entrada de la cueva, quitó la piedra y allí
se sentó, con los brazos extendidos, para evitar que Nadie y sus com­
pañeros se escaparan.
GUZMÁN MATURANA 137

7. La salida.

Ahora, ¿cómo huir de aquella prisión?


Los carneros del rebaño eran grandes y
fuertes animales, con espesos vellones ne­
gros. Con algunos mimbres, Ulises hizo una
trenza y sujetó con ella varios
grupos de tres carneros, uno al
lado del otro. Luego ató a cada
uno de sus hombres debajo de la
barriga del carnero del centro. Pa­
ra sí mismo eligió el más fuerte de
los animales y se colgó de él.
Así aguardaron pacientemente la
salida del sol.
Cuando llegó la aurora,
Polifemo se dispuso a salir
con su rebaño, y a medida
que los animales iban pa­
sando, dejaba caer sobre el
lomo las enormes manos.
El último
en pasar,
fue el car-
ñero que
llevaba a
Ulises. La
carga lo ha­
cía moverse
lentamente.
Polif emo
pasó su ma­
no por el
lomo del
carnero.
138 LIBRO TERCERO

■—-Querido mío, le dijo. Antes eras tú el primero en salir; ahora


eres el último. Tal vez estás triste, porque Nadie me ha reventado
el ojo. ¡ Si pudieras hablar e indicarme el lugar dónde se oculta! ¡ Con
cuánto gusto le destrozaría la cabeza!
Ulises permaneció inmóvil mientras el gigante hablaba, hasta que
el carnero, muy despacio, se alejó de él, en dirección a los prados que
había junto al mar.
Pronto se desprendió de su extraña cabalgadura, desató apresura­
damente a sus hombres y corrieron hacia la nave.
Allí fueron alegremente recibidos, aunque pronto todos lloraron
la pérdida de los seis compañeros que habían sido devorados por
Polifemo.

8. Invocación a Neptuno.

Pronto se hallaron todos a bordo; pero antes de perder de vista


la isla de los Cíclopes, el atrevido Ulises exclamó con toda su fuerza:
—¡ Óyeme, Polifemo, monstruo cruel! ¡Júpiter y los demás dioses
te han castigado por devorar a los extranjeros que a ti llegan como
huéspedes!
La voz de Ulises atravesó el aire y llegó a oidos del gigante, que,
muy triste, estaba sentado a la entrada de su caverna.
Furioso al oir tales palabras, se levantó, y arrancando una enorme
roca que formaba la cumbre de una colina, la arrojó al mar con tanta
fuerza, que fué a caer cerca de la nave de Ulises.
Tan violenta fué la sacudida de las aguas, que la barca retrocedió
hasta la orilla. Vigorosamente remaron para alejarse y ponerse a salvo
de otra roca que pudiera arrojar el gigante.
Cuando se hallaron de nuevo a bastante distancia, Ulises se dis­
puso a burlarse otra vez de Polifemo y le gritó:
—¡ Polifemo! ¡ Si alguien te pregunta quién te cegó, díle que ha
sido Ulises, rey de Itaca!
GUZMÁN MATURANA 139

Entonces el gigante, retorciéndose las manos y alzando su cabeza


al estrellado cielo, como si aun pudiera verlo, invocó a Neptuno,
dios del mar, para que castigara a Ulises.
Neptuno no contestó; pero había oido la invocación de su hijo.
El dios del mar persiguió a Ulises y lo hizo desgraciado durante
diez largos y azarosos años.
140 LIBRO TERCERO

Autor.

Tú dices que papá escribe muchos libros, pero yo no


entiendo una palabra de lo que él escribe. Toda la no­
che te estuvo leyendo cosas. Di, ¿entendías tú lo que
él quería decir? ¡Tú sí que podrías contarnos cuentos
bonitos, madre! ¿Por qué no los escribirá papá así?
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigan­
tes, de hadas y de princesas? ¿O es que se le han olvi­
dado ya todas?

* *
Algunos días tienes que llamarle cien veces para ir al
baño. Y lo esperas, y vuelves a calentarle la comida. Y
él, escribe que te escribe, olvidado de todo. ¡Siempre
jugando a escribir libros! Pero si yo voy a jugar a su
cuarto, tú vienes corriendo por mí, y me gritas:—
¡Qué travieso eres, hijo! En cuanto hago un poquito
de ruido, ya me estás diciendo tú: —¿No ves que papá
está trabajando? ¡Ay! qué gusto le sacará a estar
siempre escribiendo!
*
* *
Y cuando yo cojo el lápiz o la pluma de papá y me
pongo a escribir como él (a, b, c, d, e, f, g, h, i,) en uno
de sus libros, ¿por qué te enfadas así conmigo, ma­
dre? ¡A él no le riñes porque escriba! Nada te importa
que él estropee tanto papel. Pero si yo arranco una
sola hojita para hacer un barco, ya estás diciéndome:
—¡Ay, hijo, qué malo eres! Y a papá, que echa a per­
der tantas hojas, haciéndoles marcas negras por los
dos lados, no le dices nada!
GUZMÁN MATURANA 141

Y a pesar de la parda desnudez del árbol y del luto de


la nube, la Tierra dormía solamente, fatigada como una
mujer laboriosa.
Y hé aquí que un día, como sintiera a través de los
párpados la tibieza afectuosa del sol, se incorporó como
ante un llamado. Debió haber, esparcido en el ambiente,
un mandato imperioso de belleza, porque su cuerpo se
hizo, en sólo unos días, semillero de prodigios: echaron
gasa abullonada los rosales; la nieve, tocada del sol, quiso
bajar al valle a influir en los gérmenes, y la brisa se puso
ambrosía sobre el ala ligera. La vida, como un labio, se
ha llenado de dulzura; el alma grita a todos los vientos
la santidad y la alegría inmensa de vivir.
Yo pongo al año un sello perfumado; ato el haz de sus
142 LIBRO TERCERO

días con un lazo de rosa. El año, que empezó creador con el


verano, queda florido conmigo, aplastando bajo su cuerpo
fragante la hojarasca amarilla.
Yo soy la que desmiente, con la nieve viva de las mar­
garitas, hasta el duelo callado de las tumbas. Porque
tengo como una suave religión la alegría, la alegría que se
hospeda en los labios rosados de los jóvenes y que canta
en las fuentes de fresco seno.
¡ Reir, florecer, expandirse en belleza, eternamente, eter­
namente !
GUZMÁN MATURANA 143

Primavera artificial.

El Czar tenía que ir a París por motivos de alianzas


estratégicas y querían obsequiarle con fiestas realmente
extraordinarias.
Ni banquetes, ni revistas, ni carreras, ni arcos de triunfo,
le conmoverían y halagarían tanto como una buena pri­
mavera.
Allá en Rusia, el verdor primaveral dura escasos días;
apenas nacidas, se marchitan las flores; todo lo mata la
nieve; por eso, para entusiasmar al Czar, lo mejor era
un buen paisaje florido, un derroche de flores derramado
por las ramas. Pero, precisamente entonces, aquellos ár­
boles, patriótica y lamentablemente alineados por ave­
nidas y paseos, no tenían más que nervios, troncos enjutos,
sin hojas ni señal de ellas; ni los bandos, ni las órdenes
del Presidente de la República, podían obligarles a ade­
lantar su florecimiento en bien del pueblo francés.
En otros tiempos habríanse visto apurados; pero hoy,
con todo eso del progreso y los adelantos de la industria,
no había que temer.
¿Que no tenían y necesitaban una primavera?
—Pues, la harían artificial.
¿Que no florecían los árboles?
—Harían flores de papel.
¿Que los árboles no tenían hojas?
—Pues, para tales casos, disponían de máquinas para
144 LIBRO TERCERO

recortarlas, gentes para ensartarlas, dinero, paciencia... y


tontos bastantes para aplaudir y tomar por natural una
primavera de encargo.
No faltaría más, sino que, al fin del siglo XIX, hubié­
semos de aguardar la calma fastidiosa de la naturaleza...
Pusieron manos a la obra, echaron a las tinas todo el
papel que había en París, fabricaron millones de flores, y
a lo largo de los campos Elíseos, vistieron todos los árbo­
les con floración tan espléndida, que si Mayo se hubiese
presentado de pronto, no habría encontrado rama ni brote
donde plantar ni una flor ni una hoja.
Flores del almendro ensartadas en los plátanos; rosas
té, en los tilos; gardenias, en los castaños del bosque: así
por el estilo, y a lo largo del paseo, vistieron y disfrazaron
a los árboles con tal derroche de colores, que aquél fué
el triunfo del progreso material, una buena lección dada
a la enfadosa lentitud de esas cuatro estaciones, que cada
año hacen lo mismo; una reprimenda bien merecida a los
árboles del paseo, para que aprendiesen a florecer cuando
convenía a la patria y cuando así lo ordenaba el pueblo
soberano.
Aquélla fué la primavera moderna; una conquista del
siglo que terminábamos con la esperanza de otro mejor;
aquél fué el orgullo de los que cantan en estrofas los pro­
gresos materiales; pero ¡ay! aquella buena gente no contaba
con las leyes de la Naturaleza, con el hermosísimo des­
precio de la obra maravillosa que destruye inconsciente
todos los afanes de las hormigas.
GUZMÁN MATURANA 145

¡ Quién lo había de decir! ¡ Llovió!. . . Llovió, y las flores se


destiñeron y, chorreando colores tronco abajo por aquellos
árboles tan adornados, tiñeron las anilinas toda aquella
eflorescencia. Las flores convirtiéronse en almidón; las
rosas ensartadas en las ramas rezumaban barniz sucio;
el barro manchó las flores del almendro; las gardenias de
trapo parecían vendas en las heridas de los troncos; por
todas partes chorreaban los trocitos de papel de aquella
vanidad del momento.
Ya de noche, los barredores arrastraron la pasta de flo­
res trituradas por las ruedas de los coches. Los traperos,
con el gancho en las manos, llenaron y se llevaron en
sacos los despojos de toda aquella gran primavera in­
ventada por los hombres.
146 LIBRO TERCERO

Por qué las rosas tienen espinas.

Ha pasado con las rosas lo


que con muchas otras plantas,
que en un principio fueron ple­
beyas por su excesivo número
y por los sitios donde se las co­
locara.
Nadie creyera que las rosas,
hoy princesas atildadas de folla­
je, hayan sido hechas para embellecer
los caminos.
Y fue así, sin embargo.
Había andado Dios por la tierra,
disfrazado de romero, todo un caluro­
so día, y al volver al cielo se le
oyó decir:
«¡ Son muy desolados esos
caminos de la pobre tierra! El sol los castiga
bárbaramente y he visto por ellos viajeros que
enloquecían de fiebre, y Cabezas de bestias
agobiadas hasta caer sobre el suelo. Se que­
jaban las bestias en su ingrato lenguaje y los
hombres blasfemaban. ¡ Además, qué feos son
con su tapias terrosas y desmoronadas!»
« Y los caminos son sagrados, porque unen a los pueblos
remotos y porque el hombre va por ellos, en el afán de la
GUZMAN MATURANA 147

vida, henchido de esperanzas, si mercader; con el alma


extasiada, si peregrino».
«Bueno será que hagamos toldos frescos para esos sen­
deros, y visiones hermosas: sombra y motivos de alegría».
E hizo los sauces, que bendicen con sus brazos incli­
nados; los álamos larguísimos, que proyectan sombra hasta
muy lejos, y las rosas de guías trepadoras, gala de las pardas
murallas.
Eran los rosales, por aquel tiempo, pomposos y abarca­
dores; el cultivo y la reproducción, repetida hasta lo in­
finito, han atrofiado la antigua exuberancia.
Y los mercaderes, los peregrinos, sonrieron cuando los
álamos, como un desfile de vírgenes, los miraron pasar, y
cuando sacudieron el polvo de sus sandalias bajo las
tolderías frescas de los sauces.
Su sonrisa fué emoción al descubrir el tapiz verde de
las murallas regado de manchas rojas, blancas y amari­
llas, que eran gasa viva, carne perfumada. Las bestias
mismas relincharon de placer. Eleváronse de los caminos,
rompiendo la paz del campo, cantos de un extraño misti­
cismo, por el suave prodigio.
Pero sucedió que el hombre, esta vez como siempre,
abusó de las cosas puestas para su alegría y confiadas a
su amor.
La altura defendió a los álamos; las ramas lacias del
sauce no tenían atractivos; en cambio, las rosas sí que los
tenían, olorosas como un frasco oriental e indefensas cual
una niña en la montaña.
148 LIBRO TERCERO

Al mes de vida en los caminos, los rosales estaban bár­


baramente mutilados y con tres o cuatro rosas heridas.
Las rosas eran mujeres, y no callaron su martirio. La
queja fué llevada al Señor. Así hablaron, temblando de
ira y más rojas que su hermana, la amapola:
—«Ingratos son los hombres, Señor; no merecen tus
gracias. De tus manos salimos hace poco tiempo, íntegras
y bellas; hénos ya mutiladas y míseras».
«Quisimos ser gratas al hombre y para ello realizábamos
prodigios. Abríamos la corola ampliamente, para dar más
aroma; fatigábamos los tallos, a fuerza de chuparles savia,
para estar fresquísimas. Nuestra belleza nos fué fatal».
«Pasó un pastor. Nos inclinamos para ver los copos
redondos que le seguían en procesión. Dijo el truhán:
—«Parecen un arrebol, y saludan, doblándose, como las
reinas de los cuentos».
«Y nos arrancó dos gemelas con un gran tallo».
«Tras él venía un labriego. Abrió los ojos asombrado,
gritando:
—«¡ Prodigio! ¡ La tapia se ha vestido de percal multicolor,
ni más ni menos que una vieja alegre!»
«Y luego:
—«Para la Añuca y su muñeca».
«Y sacó seis en una sola guía, arrastrando la rama en­
tera».
«Pasó un viejo peregrino. Miraba de extraño modo:
frente y ojos parecían dar luz».
«Exclamó:
GUZMÁN MATURANA 149

—«¡Alabado sea Dios en sus criaturas cándidas; Señor,


para ir glorificándote en ella!
«Y se llevó nuestra más bella hermana».
«Pasó un pihuelo».
—«¡ Qué comodidad! dijo; flores en el caminito mismo!»
«Y se alejó con una brazada, cantando por el sendero».
«Señor, la vida así no es posible. En días más, las tapias
quedarán como antes: nosotras habremos desaparecido».
—«¿Y qué queréis?»
—«¡ Defensa! Los hombres escudan sus huertas con púas
de espino y zarzas. Algo así puedes realizar con nosotras».
Sonrió con tristeza el buen Dios, porque había querido
hacer la belleza fácil y benévola, y repuso:
—«¡Sea! Veo que en muchas cosas tendré que hacer lo
mismo. Los hombres me harán poner en mis hechuras
hostilidad y daño, ya que abusan de las criaturas dulces».
En los rosales se hincharon las cortezas y fueron for­
mándose levantamientos agudos, hoy llamados espinas.
Y el hombre, injusto siempre, ha dicho después que Dios
va borrando la bondad de su creación.
150 LIBRO TERCERO

El copo de nieve.

¿Quién no conoce el copo de nieve, ese grupo encantador,


compuesto de un sinnúmero de florecidas blancas, que
levantan sus corolas ufanas, cuando aun la Naturaleza
dormita bajo la mano pesada del invierno?
¿Queréis saber por qué el copo de nieve es la flor pre­
ferida de las niñas y la querida de las hadas?
Escuchad;
En las cercanías de Altorf (Q, en un valle llamado de
Engelberg, existía una humilde cabaña, donde habitaba
la rubia Gretchen en compañía de su anciana abuela.
Estaba la cabaña construida a la sombra del bosque, so­
bre una alfombra de musgo y a pocos pasos de las rocas.
Circundábala una selva vasta y misteriosa; entre las
rocas se escondía un precipicio y se oía bramar un torrente.
Gretchen, la rubia del valle, quedó huérfana a los ca­
torce años y murió a los quince: había sido siempre buena,
humilde, modesta; mas, ¿quién había de recordar sus
virtudes? La abuela, único afecto viviente, no recordaba
ya nada: ¡ era tan anciana! Parecía un fantasma comba­
tiendo con la vida.
Por eso nadie llora a la rubia Gretchen.
Pero en cuanto se murió la niña, un hada se presentó
ante ella. Era blanca como la nieve de las montañas; sus
(1) Altorf y Engelberg son aldeas de Suiza.
GUZMÁN MATURANA 151

alas eran de vapor del cielo y la circundaba un nimbo de


luz. Despertó la joven. Lanzó ésta un profundo suspiro,
abrió los ojos y sonrió.
El hada le dijo:
—Algo de ti debe vivir. La más pura porción de tu
cuerpo, en premio de tus virtudes, va a transformarse en
flor. ¿Cuál es la flor que prefieres? ¿Cuál es la que juzgas
ser la fiel imagen de tu ser?
La rubia Gretchen guardó silencio.
—¿ Quieres, añadió el hada, que tu cuerpo se convierta
en soberbio tulipán?
—No, respondió la joven. El tulipán no tiene perfume:
es bello, pero no útil.
—¿Un lirio?
—Se eleva demasiado sobre las otras flores: es bello,
pero no es modesto.
—¿Una rosa?
—Tiene espinas; hiere la mano que la coge; es bella,
pero no es buena.
—Conviértete, pues, añadió con dulzura el hada, en
violeta. Esta bella flor posee suave perfume, no se eleva
muy alto, no hiere: es útil, modesta, buena.
—Hada bienhechora, exclamó Gretchen, ¿no me has
permitido elegir?
—Sin duda...
—Bueno, pues; quisiera que la parte mortal de mí
misma se convirtiese en un copo de nieve.
—jUn copo de nieve! repitió el hada con asombro,
152 LIBRO TERCERO

¿ Quieres vivir cuando todo fenece ? ¿ Quieres florecer cuando


la naturaleza duerme?
—Anunciaré la primavera. Al que pose en mí su mirada,
sonreiré con dulce esperanza.
El hada no encontró objeción que hacer, y satisfizo el
deseo de Gretchen.
Luego desapareció, llena de admiración ante tanta dul­
zura, tanta modestia, tanta bondad.
Casi en seguida, sobre la tumba virginal, brotó la flor
objeto de tan sabia preferencia.
GUZMÁN MATURANA 153

En el fondo del lago.

(Diego Dublé Urrutia).

Soñé que era muy niño: que estaba en la cocina


escuchando los cuentos de la vieja Paulina.
Nada había cambiado: el candil en el muro,
el brasero en el suelo, y en un rincón obscuro,
el gato, dormitando. La noche estaba fría
y el tiempo tan revuelto, que la casa crujía.

Se escuchaba a lo lejos ese rumor de pena


que sollozan las olas al morir en la arena,
y a intervalos más largos, esos vagos aullidos
con que piden auxilio los vapores perdidos.

Nosotros, los chiquillos, oíamos el cuento


sentados junto al fuego, y como entrara el viento
por unos vidrios rotos, su frente medio cana
la vieja se cubría con su charlón de lana.

Era un cuento muy bello:


«Tres príncipes hermanos
que se fueron por mares y países lejanos
tras la bella princesa, que la mano de un hada
en un lago sin fondo mantenía encantada.
154 LIBRO TERCERO

El mayor, que fué al norte, no regresó en su vida;


el otro, que era un loco, pereció en la partida,
y el menor, que era un ángel por lo adorable y bello,
llegó al fondo del lago sin perder un cabello.

Allá, abajo, en el fondo, vió paisajes divinos,


castillos encantados de muros cristalinos,
y en un palacio inmenso, de infinita belleza,
encerrada y llorando, vió a la pobre princesa.

Se encontraron sus ojos, se adoraron al punto


y lo demás fué cosa de poquísimo asunto,
pues, al verlos tan bellos como el sol y la aurora,
el hada, que era buena, los casó sin demora».

Así acabó la historia de aquella noche. . . El gato


se despertó gruñendo, esperezóse un rato
y se durmió de nuevo. Zumbó la ventolina
en el cañón, ya frío, de la vieja cocina.
Se levantó un chicuelo y sin hacer ruido,
enhollinó la cara de otro chico dormido. . .

Yo me quedé soñando con el príncipe amado


por la bella princesa; con fel lago encantado,
y también, con los tristes y apartados desiertos
donde duermen los huesos de los príncipes muertos. , .
GUZMÁN MATURANA 155

Dos tortolillas para treinta hombres.

Don Pedro Margarit estaba al mando de un fuerte que


Colón había levantado en el territorio de Cibao, para el
resguardo de unos 1avaderos de oro.
156 LIBRO TERCERO

Muchos de los compañeros de Margarit se enfermaron


y aun varios perecieron de cansancio y de necesidad. Este
jefe mismo perdió completamente la salud. Se hallaba tan
debilitado, que sólo se mantenía en pie sacando fuerzas
de flaqueza.
En tales circunstancias, se apareció en el fuerte un
indio que llevaba de regalo a Margarit, dos tórtolas vivas.
La vista de las avecillas causó una alegría general. Mar­
garit, después de dar gracias al indio, correspondió su
regalo con otro: un collar de cuentas.
Toda la guarnición se había agrupado en torno del jefe,
a fin de contemplar a su sabor las dos tórtolas. Margarit
las acariciaba instintivamente con la mano. Se las acercó
a las narices, como si exhalaran un rico perfume. Colocó
aún los labios sobre sus plumas.
Es preciso no olvidar que Margarit y los otros que es­
taban con él, experimentaban un hambre furiosa.
■—Camaradas, dijo Margarit, estas avecillas son dema­
siado pequeñas para que todos nosotros podamos comer de
ellas.
—Es cierto, respondieron varias voces.
—Aun cuando fuera yo solo quien las comiese, prosi­
guió Margarit, tendría alimento a lo más para un día.
—Pero, en fin, interrumpió uno de los circunstantes,
Vuestra Merced comería un día, y esto es algo.
—Ya que no hay para todos, remédiese Vuestra Merced,
que se encuentra más enfermo y que lo ha menester más
que ninguno.
GUZMÁN MATURANA 157

—Sí, sí, repitieron todos en coro. El que debe comerlas


es Vuestra Merced.
El destino de las dos tórtolas había llegado a ser un
asunto de la más alta importancia. Margarit miró conmo­
vido a los participantes de su infortunio. Conservaba las
dos tórtolas delicadamente asidas con ambas manos.
—Plegue a Dios que no se haga nunca como decís,
exclamó Margarit, con acento grave y enternecido. Puesto
que me habéis acompañado en el hambre y en los trabajos,
quiero, en cuanto a mí, acompañaros en ella y en ellos, y
estar con vosotros en la vida y en la muerte.
Y diciendo estas palabras, soltó las dos tórtolas, que,
gozosas, tendieron el vuelo y se alejaron.

(i.—Libro III.—Guzmán M.
158 LIBRO TERCERO

Aquellos rudos aventureros expresaron su gratitud y su


admiración con un grito de entusiasmo. Inmediatamente
después, apartando los ojos de su jefe, los fijaron en las
tórtolas, hasta que las perdieron de vista.
■—'La gentileza de este capitán, dijo entonces uno de
los soldados, enjugándose una lágrima con el revés de la
mano, nos ha dejado más contentos y más hartos que si
a cada uno nos hubiera dado las dos avecillas para que
satisfaciéramos nuestro apetito.
Y así era cierto. Ninguno de aquellos hombres intentó
abandonar a Margarit en medio de las privaciones y tor­
mentos que continuaron soportando.
GUZMÁN MATURANA 159

El primer olivo en Chile.

Las plantas de España aclimatadas en el Perú, propor­


cionaban a sus dueños muchas satisfacciones y muchas
ganancias. Así se concibe que las guardasen como el
dragón de la fábula guardaba el jardín de las Espérides.
Don Antonio de Ribera
,
* por el tiempo de que voy
hablando, poseía una bien poblada huerta en las inmedia­
ciones de Lima. Fructificaban en ella el naranjo, la hi­
guera, el granado, la parra. Gallardeaban igualmente allí
muchas flores, y tapizaban la tierra muchas legumbres y
hortalizas europeas.
Se asegura que aquella huerta dió a Ribera más de
doscientos mil pesos. Era, pues, tan productiva como
una rica mina de oro o plata.
Don Antonio de Ribera hacía custodiar esta propiedad
por cien negros feroces y treinta perros bravos.
Entre los árboles de ella, los que más estimaba eran
tres olivos, aun pequeños, que había traído personal­
mente de Sevilla, y que eran los únicos que, entre ciento,
había logrado conservar.
Ribera había recomendado a los guardianes de la huerta
que tuvieran particular cuidado y vigilancia con estos tres
preciosos arbolitos. No debían permitir que se cogiera
una hoja de ellos, mucho menos un brote. Don Antonio
de Ribera no quería que nadie le hiciera competencia en
la venta de aceitunas y en la fabricación de aceite.
(*) Ortografía de aquella época: Ribera.
160 LIBRO TERCERO

Mas, no obstante tamañas precauciones, repentinamente


y sin que supiera cómo, uno de los olivos desapareció.
Aunque Ribera practicó las más prolijas y constantes
diligencias a fin de descubrir su paradero, no pudo conse­
guirlo. Desconfiando ya de los recursos de la justicia civil,
apeló a la eclesiástica, cuyo brazo solía ser más largo y
poderoso. Accediéndose a las instancias del interesado,
se fulminaron excomuniones contra el ladrón.
Por lo pronto, el arbitrio fué completamente ineficaz,
pero, andando el tiempo, dió el resultado que se apetecía
El hábil robador supo evitar las excomuniones y quedar
con olivos. Al cabo de tres años, el árbol arrebatado apa­
reció en la huerta de Ribera, y en el mismo lugar donde
antes había estado.
Si no había podido averiguarse cómo fué substraído,
tampoco pudo saberse cómo fué devuelto.
A pesar del misterio, el caso no se atribuyó a milagro,
pues llegó a tenerse certidumbre de que el tal olivo había
sido transportado a Chile por medios muy naturales, y de
que sólo fué restituido de igual modo a su dueño, cuando
hubo dejado numerosos vástagos en este país, cuya tierra
y cuyo clima parecían convenir mucho a esta clase de
plantas.
GUZMÁN MATURANA 161

Los primeros melones en América.

Antonio Solar, vecino noble de Lima, poseía, a nueve


leguas de esta ciudad, una huerta tan bien provista, y
por lo tanto, tan bien custodiada como la de Antonio de
Ribera. Hubo, no obstante, entre ellas una diferencia: las
plantas de honor en la de Ribera fueron los olivos; las de
igual clase en la de Solar, fueron unas matas de melón.
Los españoles del Perú estaban en extremo ganosos de
volver a gustar de esta delicada y aromática fruta, una de
las delicias que habían gozado en la patria.
Así, Antonio Solar se consideró muy afortunado cuando
logró adquirir unas cuantas pepitas de esta fruta. Ha­
biéndose apresurado a sembrarlas en su huerta, brotaron
lozanas y vigorosas.
Los dependientes de Solar no se cansaban de alabarlas,
y por supuesto, de vigilarlas. Eran guardadas de vista,
puede decirse.
Cuando los melones estuvieron en perfecta sazón, Mel­
chor Fuelles, administrador o mayordomo de la huerta,
arregló dos grandes canastas, cuyo interior tapizó con
flores, albahacas y otras yerbas odoríferas. En seguida
cogió, por su propia mano y con mucha delicadeza, diez
melones que estaban maduros, y colocó cinco en cada
canasta. Practicado este acomodo, llamó a dos indios
ladinos, que respondían a los nombres de Felipillo y An-
dresillo.
162 LIBRO TERCERO

—Llevad esto al amo, les dijo, señalándoles las dos


canastas.
Felipillo y Andresillo echaron a los melones, con mal
disfrazado disimulo, una mirada golosa que no escapó al
mayordomo.
—Llevad estas canastas con el mayor cuidado al señor
don Antonio, y entregádselas sin el menor menoscabo,
porque, si así no lo hiciereis, perros, esta carta que pon­
dréis en sus manos, os denunciará.
Junto con hablar así, Fuelles dió una carta a Felipillo,
que la recibió temblando.
Los indios partieron con las cestas para su destino.
Caminaron silenciosos. Los dos iban absortos en el mismo
pensamiento. No podían resistir a la tentación de probar
aquella fruta. Por conseguirlo, se sentían inclinados a
soportar azotes o cualquiera otro castigo.
La fragancia de los melones les había producido una
especie de embriaguez y les había transtornado la cabeza.
Su apetito llegó a ser desenfrenado.
A la mitad de la jornada, los dos depositaron en el
suelo las canastas, a fin de descansar. Permanecieron un
rato pensativos, sin dirigirse la palabra. Andresillo fué
quien rompió el silencio.
—¿Puedes resignarte, Felipillo, a no conocer el gusto de
estas frutas?
Felipillo se estremeció de la cabeza a los pies. Su cama-
rada le interrogaba precisamente sobre aquello mismo en
que estaba meditando.
—De buena gana comería una, respondió en voz tan
GUZMÁN MATURANA 163

baja que apenas se oía; pero, si lo hiciéramos, esta carta


nos acusaría, como don Melchor nos lo advirtió.
Andresillo miró a su interlocutor con significativa bella­
quería. Después, arrebatándole la carta, corrió a dejarla
detrás de una tapia que había al borde del camino.

—¿Podrá acusarnos ahora?


Felipillo se quedó pasmado por la habilidad de su com­
pañero, y muy persuadido de que ya no existía ningún mo­
tivo de temor. Aquellos indios entendían que las cartas,
como las personas, contaban lo que veían.
Desde que entre ellos y la carta hubo una pantalla de
adobes, juzgaron que, con toda seguridad, podían satis­
facer sus deseos.
Empezaron por celebrar la astucia) riéndose a carcaja­
164 LIBRO TERCERO

das; e inmediatamente se comieron, bocado a bocado, uno


de los melones que llevaba Andresillo. Hallaron que aquello
era alimento de dioses. Así, no quedaron satisfechos con
un solo melón. Felipillo, no menos ingenioso que Andre­
sillo, tuvo de súbito una inspiración, la cual le sugirió un
pretexto muy plausible, a su juicio, para comerse otro de
los melones.
—Si llevas cuatro melones y yo cinco, el amo va a sos­
pechar que nos hemos comido uno. Es indispensable que
nos comamos dos, si no queremos ser descubiertos.
—¿Cómo no se me había ocurrido? Tienes sobrada razón.
Dicho y hecho. Los dos indios, sin pérdida de tiempo, se
comieron otro de los melones. Felipillo recogió con aire
socarrón la carta, cuya vigilancia creían haber burlado, y
prosiguieron el viaje.
Cuando llegaron a Lima, entregaron muy formales a
Solar la carta y los ocho melones. El español leyó lo que
su mayordomo le escribía.
—¿Qué habéis hecho de los melones que faltan?
Los indios respondieron a una, con desvergonzada im­
pavidez:
—Don Melchor nos ha entregado sólo estos ocho.
—¡Mentís, bellacos! Esta carta dice que Fuelles os dió
diez, y os habéis comido dos.
Los culpados, confundidos y penetrados de que las car­
tas, contra lo que ellos se habían figurado, veían aún al
través de las tapias, cayeron de rodillas y se pusieron a
decir acongojados:
—¡Viracocha, piedad, piedad'
GUZMÁN MATURANA 165

Las crónicas no mencionan si Antonio Solar perdonó a


F elipillo y Andresillo en vista de tamaño candor, o si les
mande') aplicar para escarmiento algún tremendo castigo.
166 LIBRO TERCERO

El choclo del gobernador.

Para saber y contar, y contar


para saber: Dice el jesuíta Die-
go Rosales en su Historia,
que en una de las campeadas
que hizo en la tierra de Arau-
co el bravo gobernador Alón-
so de Ribera, su contempo­
ráneo, allá por el año de 1606,
metióse a un lozano maizal
que habían abandonado los in­
dios, y cogió un choclo que al
parecer estaba maduro; mas,
al apartar sus hojas con cui­
dado, encontraron los cortesa­
nos que no se hallaba suficien­
temente blando para los dien­
tes ya mellados del viejo go­
r

GUZMÁN MATURANA 167

bernador. Éste ocultó el choclo bajo su capa y sigmió el


camino.
A poco andar, tropezaron los castellanos con otro maizal
desamparado: entróse Ribera en él; fingió que cogía otra
mazorca, y llamando a los de su comitiva, di joles que había
encontrado aquel choclo y que estaba más duro que el
anterior. Así lo hallaron en el acto todos los cortesanos,
y siguieron el camino.
A pocas cuadras presentóse al gobernador otra chácara
de los indígenas, desierta por sus dueños: metióse en ella
y, dando voces, fingió que al fin había encontrado un choclo
madurito, cual lo deseaban su boca y su estómago.
Corrieron en tropel los cortesanos, mostróles Ribera el
choclo verde del primer maizal, y era de ver cómo enco­
miaban todos a porfía la madurez del mazo: el uno, sus
granos de oro; el otro, su blancura; cuál, el grueso y la
parejura de la coronta, y cuál, algún raro grano de color
obscuro que lucía en las blancas hileras.
Rióse el gobernador, que era hombre de mundo, guardó
su choclo y, cuando volvió a Santiago, por humorada
contó el lance; «y desde entonces quedó, dice Rosales,
como refrán y como castigo de los adulones, «eZ choclo del
gobernador».
168 LIBRO TERCERO

El gobernador Ambrosio O’Higgins.

El mejor de los gobernadores nombrados por el Rey de


España, el que más hizo progresar la colonia de Chile,
fué Ambrosio O’EIiggins.
O’Higgins era un hombre inteligente, laborioso y honrado.
Eo que más le llamó la atención, fué la crueldad con
que se hacía trabajar a los indios en los campos y en las
minas.
El gobernador, compadecido de estos infelices, se apre­
suro a ordenar que los mineros y agricultores los tratasen
con caridad y les pagasen sus trabajos. Hasta entonces,
los pobres indios habían trabajado como esclavos, sin que
jamás recibieran un salario que les permitiese atender a
sus necesidades y a las de su familia.
Esta orden encontró muchas resistencias; pero O’Higgins
la mantuvo con energía y la hizo cumplir.
El gobernador O’Higgins puso también especial empeño
en conseguir que los araucanos viviesen tranquilos. Ordenó
al jefe de las tropas españolas en Arauco, que siempre
estuviese pronto para la guerra; pero que no atacase ni
ofendiese a los indios sin motivo, para ver si podía estar
en paz con ellos.
De este modo, la prudencia del gobernador fué más
eficaz que las violencias de sus antecesores para obtener,
siquiera por algún tiempo, la pacificación de los guerreros
indomables de Arauco.
GUZMÁN MATURANA 169

O’Higgins fué el mejor gobernador de Chile.


Trabajó sin descanso por el bien del país; fué justiciero
para todos, especialmente para los indios; administró los
bienes públicos con la mayor honradez; nunca abusó de
su autoridad ni persiguió a sus adversarios.
Su translación al Perú, como virrey, aunque era un ascenso
para él, fué muy lamentada por los chilenos que reconocían
sus méritos.
Tiene don Ambrosio O’Higgins otro título para ser
recordado por los chilenos. Su hijo único fué, algunos
años después, el más notable de los guerreros de la Inde­
pendencia y el que más contribuyó a la fundación de la
República.
170 LIBRO TERCERO

Clases sociales en la Colonia.

En Chile se creía que los individuos que más valían


eran los blancos nacidos en España. Éstos, que tenían el
sobrenombre de chapetones, gozaban de muchas ventajas.
Por orden del Rey, sólo los chapetones podían ser comer­
ciantes y empleados públicos.
Después de los «españoles» (chapetones) venían los crio­
llos. Éstos eran blancos, hijos de españoles, pero nacidos
en Chile o en cualquier otro país de América. Los padres
o los abuelos de los criollos eran los españoles que habían
venido como soldados para hacer la conquista de estos
países. Por eso los criollos eran dueños de las casas y ha­
ciendas que habían tenido aquéllos.
Los criollos habían nacido en Chile.
Ellos miraban con fastidio a los chapetones, que los
trataban como si valiesen menos. Algunos criollos que
se habían hecho ricos con el trabajo de los indios, daban
dinero al rey de España para que éste les permitiese lla­
marse condes o marqueses. Estos títulos los daba algunas
veces el Rey a los soldados que se distinguían en la guerra.
Por ejemplo, Francisco Pizarro, que fué criador de cerdos
en su niñez, que nunca supo leer ni escribir, recibió el
título de marqués en recompensa de su audacia, sus cruel­
dades y su avaricia en la conquista del Perú.
Llamarse conde o marqués no significa nada. El hombre
que más vale es el que se conduce mejor. Un zapatero
GUZMÁN MATURANA 171

trabajador y honrado vale mucho, aunque sea muy pobre


y aunque haya nacido en un rancho. Un hombre que no
trabaja, que es vicioso, que roba y engaña, vale muy poco,
aunque sea rico, aunque haya nacido en Europa y se llame
conde o marqués.
Pero en aquel tiempo era moda comprar esos títulos.,
Así como hay moda en los trajes, también hay modas en
las costumbres. Por seguir la moda, algunos chilenos gas­
taron mucha plata para hacerse llamar condes o mar­
queses, comprando esos títulos al Rey de España, que
los vendía en.veinte mil pesos fuertes cada uno. Hoy, toda
persona sensata se burla de esa costumbre ridicula; pero
hace uno o dos siglos, nadie se burlaba de los que perdían
su dinero en la compra de aquellos títulos, porque a todos
les gustaba tenerlos.
Después de los españoles o chapetones y de los criollos,
venían los mestizos, que eran hijos de blancos y de indios,
y los mulatos, que eran hijos de blancos y de negros. Los
mestizos y los mulatos vivían trabajando como peones en
los campos y en las ciudades. Fueron los inquilinos de las
grandes y pequeñas haciendas. Su trabajo apenas les al­
canzaba para sus necesidades. Por esto vivían siempre en
la miseria y sus hijos tenían la misma triste suerte que
ellos.
Los indios, propiamente tales, formaron como una po­
blación aparte, que poco a poco se fué estrechando en la
frontera.
172 LIBRO TERCERO

El carbonero y el señor.

Carlos Nobis es muy orgulloso, porque su padre es un


gran señor: un caballero alto, de barba negra y muy serio.
Casi todos los días acompaña a su hijo hasta la escuela.
Ayer por la mañana, Nobis peleó con Bety, uno de los
más pequeños, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué
replicarle, porque no tenía razón, le gritó:
—¡Tu padre es un rotoso!
Bety se puso colorado y nada dijo; pero se le saltaron las
lágrimas. Cuando llegó a su casa, contó a su padre lo
sucedido, y el carbonero, un hombre pequeño y muy negro,
llegó en la tarde, con el muchacho de la mano, a exponer
su queja ante el maestro. Como todos estábamos callados
mientras hablaban, el padre de Nobis, que, como de cos­
tumbre, estaba quitando la capa a su hijo, oyó pronunciar
su nombre y entró a pedir explicaciones.
—Este señor, respondió el maestro, ha venido a que­
jarse de que Carlos, el hijo de Ud., ha dicho a su niño:
«¡Tu padre es un rotoso!»
El padre de Nobis arrugó la frente y se puso algo encar­
nado. Después preguntó a su hijo: —«¿Has dicho esas pa­
labras ?»
El hijo, de pie en medio de la escuela, con la cabeza
baja delante del pequeño Bety, no respondió. Entonces' el
padre lo agarró de un brazo, lo hizo avanzar en frente de
Bety, hasta el punto de que casi se tocaban, y le dijo:
—«¡ Pídele perdón!»
El carbonero quiso interponerse, diciendo: «¡No, no!»,
GUZMÁN MATURANA 173

pero el caballero no lo consintió, y volvió a decir a su hijo:


—«¡Pídele perdón! Repite mis palabras: «Yo te pido perdón
por la palabra injuriosa, insensata, innoble, que dije contra
tu padre, al cual el mío tiene mucho honor en estrechar su
mano».
El padre de Bety hizo ademán resuelto de decir:—«¡No
quiero!»—El caballero no quiso consentir y su hijo repitió
lentamente, con voz cortada, sin alzar los ojos del suelo:
«Yo te pido perdón... de la palabra injuriosa... insensata...
innoble... que dije contra tu padre, al cual el mío... tiene
mucho honor en estrechar su mano».
Entonces el señor dió la mano al carbonero, que se la
estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino,
echó a su hijo en brazos de Carlos Nobis.
—Hágame el favor de ponerlos juntos, dijo el caballero
al maestro.
Éste puso a Bety en el banco de Nobis. Cuando estu­
vieron juntos en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.
El carbonero se quedó pensativo, mirando a los dos
muchachos reunidos. Después se acercó al banco y miró
a Nobis con expresión de cariño y reconocimiento, como
si quisiera decirle algo. .. pero no dijo nada. . . Alargó la
mano para hacerle una caricia, pero tampoco se atrevió,
contentándose con tocarle la frente con sus toscos dedos.
En seguida se acercó a la puerta, y, volviéndose una
vez más para mirarlo, desapareció.
—Acordaos bien de lo que habéis visto, dijo el maes­
tro; ésta es la mejor lección del año.
174 LIBRO TERCERO

La vida colonial.

El jefe de la familia chilena levantábase muy temprano,


con el sol; tomaba un mate, fumaba un cigarro y se enca­
minaba «a misa». A su regreso atendía alguno de sus
asuntos, impartía órdenes, y a eso de las diez de la ma­
ñana, bebía su taza de chocolate con pan, que él llamaba
«almuerzo». Seguía otro momento de atención de negocios
y luego una tranquila «siesta».
Por las calles, casi no se veía un alma: sólo los extran­
jeros traficaban. Pasada la siesta, entre dos y tres de la
tarde, venía la «comida»; después se ejecutaban algunos
otros quehaceres, y al caer la noche, los vecinos se reunían
a conversar en las tiendas o zaguanes. Entre ocho y nueve,
sonaba la «queda» y todos se encerraban en sus casas. Se
cenaba y se dormía. Ésta era la vida ordinaria.
En cuanto a las mujeres, no salían de sus casas sino
para ir a misa o para hacer algunas compras. En las
noches claras de verano, tomaban el fresco en el escaño de
su zaguán. Los niños iban algunos años a la escuela, y
hasta que ya les apuntaba el «bozo», no hablaban con sus
padres, sino cuando éstos los llamaban, y debían decirles
«su merced». Hasta los veinticinco años, los jóvenes no
GUZMÁN MATURANA 175

podían hacer nada sin su permiso, y cuando alguna vez


fumaban, debían solicitar la venia del padre.
La primera vez que se les afeitaba, se hacía una fiesta.
Su matrimonio lo concertaban generalmente los mismos
padres, quienes les elegían novia entre sus relaciones de
familia o amistad, de acuerdo con los intereses pecuniarios.
Había ocasiones en que la novia no conocía ni de nombre
a su prometido.
Entre la gente pobre, la vida del rancho se confundía
con sus miserias. Los que mejor estaban eran los sirvientes
domésticos, que en las casas ricas componían un número
de ocho o diez, entre hombres y mujeres, entre negros,
esclavos y esclavas, y criados y criadas mestizos. Aunque
estos últimos ganaban sueldos muy escasos, de ocho a doce
reales al mes, comían regularmente y solían vestir los des­
pojos de sus amos.
Ya en este tiempo poblaban las calles de Santiago gru­
pos de muchachos del pueblo, que incomodaban a los
transeúntes con sus dichos, sus riñas a peñascazos y sus
juegos al «trompo», al «volantín» y a la «chueca». Desde
entonces es un insulto llamar a un niño «chiquillo de la
calle».
La gente acomodada traficaba frecuentemente en ca­
rruaje. Eran éstos: el «coche», de cuatro ruedas y con toldo;
la «carroza», que sólo usaban los grandes potentados, ma­
176 LIBRO TERCERO

yorazgos, gobernadores y obispos, semejantes a nuestras


victorias y que eran arrastradas por cuatro caballos; la
«calesa», vehículo de dos ruedas y tirado por una piara de
muías, que ocupaban de preferencia las señoras; y el
«calesín», algo como el actual tilburí, arrastrado por una
sola muía, en que iban y venían los hombres de negocios.
GUZMÁN MATURANA 177

Santiago en 1808.

(A. Mauret Caamaño').

Tiende la noche sus tienieblas. . . Nada


de la ciudad su laxitud altera;
sólo se oye el rumor de ventolera
entre la ramazón de la cañada.

Humana sombra, tétrica y callada,


por el viejo solar cruza ligera;
a los pies de una virgen, reverbera
de medroso chonchón la luz velada.

Ladra el mastín en miserable choza.


Indiferente y al progreso ajeno,
feliz el criollo en su heredad reposa.

Reina el silencio de misterios lleno:


y con voz gutural, agria y gangosa,
el toque de oración canta el sereno.
178 LIBRO TERCERO

Al presente, hay imprentas hasta en las


poblaciones más insignificantes y se pu­
blican muchos diarios llenos de noticias
sobre lo que sucede en el mundo entero.
Los diarios sir-
ven también a
los ciudadanos

de cada país para


expresar sus opi­
niones, para ma­
nifestar sus de­
seos, para hacer sentir sus necesidades, para aplau­
dir o censurar los actos del Gobierno.
Iba libertad de imprimir libros y diarios ha llega­
do a ser, en los pueblos modernos, una de las pri­
meras condiciones de su progreso. Pero en el régimen
colonial de España, siendo un delito traer libros del ex­
tranjero, también lo era tener imprenta para imprimirlos
en el país.
GUZMÁN MATURANA 179

El general Carrera, jefe del Gobierno en 1811, compró


nna imprenta por cuenta del Estado, la hizo transladar a
Santiago y la entregó a Camilo Henriquez, quien principie)
a publicar La Aurora de Chile, primer periódico nacional,
el 13 de Febrero de 1812.
Camilo Henriquez era un sacerdote nacido en Valdivia
y educado en Lima, donde pudo hacer mejores estudios
que en Chile, porque en esa capital, notable por la riqueza
de sus habitantes, era más fácil encontrar buenos maes­
tros, y se conseguían con menos dificultad los libros que
las autoridades permitían leer.
En el primer número de La Aurora, Camilo Henriquez,
dirigiéndose a los chilenos, les decía: «Vosotros no sois
esclavos; ninguno puede mandaros contra vuestra volun­
tad. ¿Recibió alguno patentes del cielo que acrediten que
debe mandaros? La naturaleza nos hizo iguales; solamente
en fuerza de un pacto libre, espontáneo y voluntariamente
celebrado, puede otro hombre ejercer sobre nosotros una
autoridad justa, legítima y razonable».
Estas palabras, que hoy a nadie sorprenden, porque
expresan una verdad, causaron en aquel tiempo grande
escándalo entre los partidarios de España, porque éstos
• pensaban que el Rey había recibido de Dios el derecho de
tratar a los americanos como trata un amo a sus esclavos.
180 LIBRO TERCERO

La publicación de La Aurora produjo en Santiago in­


mensa alegría.
«Corrían los hombres por la calle con una Aurora en la
mano, dice un historiador, y deteniendo a cuantos encon­
traban, leían y volvían a leer su contenido, dándose los
parabienes de tanta felicidad, y prometiéndose que por
este medio pronto se desterrarían la ignorancia y ceguedad
en que hasta ahora habían vivido».
GUZMÁN MATURANA 181

CAMILO HENRIQUEZ.
{A. Mauret Caamaño).

Siervo de Dios, bajo su burda saya


se esconde humilde un luchador gigante;
con péñola inspirada y arrogante,
se presenta gallardo a la batalla.

Y cuando temeroso el pueblo calla


y se inclina servil y vacilante,
su pluma aclama la verdad triunfante,
la libertad sin ominosa valla.

Pide ley, igualdad, soberanía,


que la razón, como supremo guía,
ilumine a los hombres, redentora.

Proclama con valor la Independencia,


y, como enseña de progreso y ciencia,
a su heroico tesón nace «LA AURORA».
182 LIBRO TERCERO

Pues, se­
ñor, ésta era
u n a m u c h a-
chita muy bo­
nita y muy buena,
que se llamaba
Ro s a. Cuando
era aún pequeñi-
ta, se murió su
padre; pero su-
madre la crió con
mucho amor, enseñándola a ser mujercita de bien y sobre
todo, a hilar, tejer y coser, que era el trabajo con que su
madre ganaba el pan para las dos.
Al cumplir Rosa los quince años, su madre se enfermó
gravemente, y conociendo que se iba a morir, llamó a su
hija y le dijo :
—Hija mía, yo me voy al cielo y te dejo sola en la tierra.
No te quedan muchos bienes, pero, aunque pocos, te
bastarán para vivir dichosa, si haces buen uso de ellos.
Los bienes que te dejo son: esta casita para que vivas,
y una rueca, una lanzadera y unas agujas para que ganes
el pan, como yo lo he ganado, hilando, tejiendo y cosiendo.
GUZMÁN MATURANA 183

Dicho esto, la madre de Rosa bendijo a su hija y murió.


Rosa lloró mucho por su madre, y se puso a hilar, tejer
y coser, como si no tuviera pena alguna en el corazón ;
sólo que en vez de cantar, lloraba cuando se ponía a tra­
bajar.
No la había engañado su madre al decirle que la rueca,
la lanzadera y las agujas, le bastarían para ganar el pan,
pues las gentes más ricas de su aldea y de las inmediatas,
se disputaban el trabajo de sus manos; y como trabajaba
mucho y gastaba poco, hasta tenía dinero de sobra para
dar una limosna a cada pobre que llamaba a su puerta.

*
El Rey estaba ya desahuciado de los médicos, y llamando
a su hijo primogénito, que era un real mozo, le dijo:
—Yo me voy a morir, pero antes quiero decirte cuántas
son cinco. Apenas cierre yo el ojo, te encasquetarás la
corona; pero no te bastará esto para ser feliz. Es necesario
que te cases, pero te encargo que no eches en saco roto
aquel refrán: Antes que te cases, mira bien lo que haces.
—Pues, ¿qué clase de mujer quiere Ud. que busque?
preguntó el príncipe a su padre.
—La más pobre y la más rica.
•—¡ Quedamos enterados! refunfuñó el príncipe, poco sa­
tisfecho de la contestación de su señor padre.
—¡Qué! ¿No me has entendido? dijo éste. Pues estudia,
hijo, que ya tienes edad para eso.
184 LIBRO TERCERO

Dos días después murió el rey, y su hijo se sentó en el


trono, por aquello de: A rey muerto, rey puesto.
El rey se puso a pensar a ver si daba con lo que su padre
había querido decirle, al aconsejarle que buscase la mujer
más pobre y más rica; pero, por más que caviló, no dió con
ello.
—¿Si será, decía, que debo buscar una mujer que a la
vez sea pobre de bienes de fortuna y rica de hermosura?
En fin, vamos de pueblo en pueblo a ver si la casualidad
disipa la nebulosidad a que mi señor padre era tan
aficionado.

* **
El Rey andaba de pueblo en pueblo buscando novia, y en
todas partes preguntaba cuál era la muchacha más pobre
y más rica del pueblo; pero nadie entendía esta pregunta, y
en todas partes se contentaban con indicarle una mu­
chacha pobre y otra rica.
■—¡ Canarios!. decía el rey. ¡Me queman Uds. la sangre
con sus picaras entendederas! Lo que yo busco no es una
novia rica ni una novia pobre; es una que sea las dos
cosas a la vez.
—¡ Qué divertido está Su Majestad! exclamaban los cam­
pesinos, sin entender jota de lo que quería decirles. Si es­
tuviera como nosotros destripando terrones todo el día,
no tendría Su Majestad tanta gana de broma.
Andando de aquí para allí, el rey llegó a la aldea de
GUZMÁN MATURANA 185

Rosa. Hizo la pregunta de costumbre y como de costum­


bre, le indicaron una muchacha pobre y otra rica. El rey
determinó ver a las dos, como hacía en todas partes, y
empezó por la más rica, porque no sé qué demonios tiene
la riqueza, que siempre es la preferida, así de reyes como
de vasallos.
La rica había quedado huérfana casi al mismo tiempo
que la pobre; pero sus padres, en lugar de dejarle herra­
mientas para que trabajase, le dejaron criados para que
la sirviesen. Sabedora de que el rey la iba a visitar, se
puso de veinticinco alfileres. ¡Allí hubieran Uds. visto
seda y oro y perlas y diamantes!
—Con este continuo trasnochar, andando de baile en
baile, estoy muy descolorida, se dijo. Si yo me pusiera
colorada delante de los hombres, como les sucede a las
rústicas, poco me importaría esta picara palidez; pero
como no me pongo, tendré que echarme una manito de
gato.
Poco después llegó el rey. La muchacha le presentó la
frente para que la besara, y el rey se llenó los labios de
colorete.
Por más reverencias y monadas que la muchacha hacía
para enamorar a Su Majestad, Su Majestad se moría de
fastidio, y como había oido decir que a mal dar, tomar
tabaco, sacó la caja de rapé y sorbió un poco. Al dar Su
Majestad un estornudo, se le saltó un botón y mandó a
la muchacha que se lo cosiera; pero la muchacha, como
no sabía coser, le dió un pinchazo que le hizo ver estrellas.
186 LIBRO TERCERO

Del susto y del dolor, le dió a Su Majestad un vahido, y


mandó a la muchacha que le hiciera una taza de té, a
ver si se le pasaba; pero la muchacha, como no entendía
de cocina, le echó al té, sal y ajos, y el rey a poco más echa
las tripas al probarlo.
—Para este viaje, dijo Su Majestad, no se necesitaban
alforjas.
Y se marchó muy quemado, caballero en su caballo, a
casa de la muchacha pobre, que vivía a lo opuesto de la
aldea.

*
* *

Descoloridita estaba Rosa de tanto llorar por su madre;


pero vió al rey atando el caballo a la reja, salió a abrirle la
puerta y se puso coloradita como un clavel. -Tan embele­
sado la miraba el rey al entrar, que, tropezando con la
nariz del picaporte, se hizo un siete en la levita.
—Mira, dijo a Rosa, dame cuatro puntadas en este
siete, que reyes de rompe y. rasga no parecemos bien.
Rosa cogió la rueca y en un verbo hiló un hilito tan fino
como un cabello, y cogiendo en seguida la aguja, cose que
te cose, zurció el siete tan perfectamente, que ya había de
ser buen sastre el que lo conociera. A todo esto, el rey no
podía desechar el asco que le había dado el colorete de la
otra, y echó mano al bolsillo para sacar el pañuelo y lim­
piarse los labios.
GUZMÁN MATURANA 187

Cose que te cose...

—¡ Canarios! exclamó. ¡ Pues no he perdido el pañuelo


desde casa de esa indecente aquí!
—Los míos, dijo Rosa, son muy ordinarios para Vuestra
Majestad; pero espere Vuestra Majestad un poquito, que
voy a tejerle uno de batista.
Y dale que le das a la lanzadera, en un quítame allá esas
pajas, le tejió un pañuelito al rey.
188 LIBRO TERCERO

En éstas y las otras, se pasaba el tiempo sin sentir, y


aunque el rey no sentía el tiempo, iba sintiendo gandías
de tomar algo.
—Mira, le dijo a Rosa, quien así hila y cose y teje, debe
cocinar a las mil maravillas. ¿No podrías hacerme algo de
comer?
—Señor, contestó Rosa, enamorada de su llaneza, no
tengo más que pan y agua y aceite y sal. ¿Quiere Vuestra
Majestad que le haga unas sopas?
—Sí, queridita mía.
Y en menos que canta un gallo, Rosa hizo unas sopas que
le supieron a gloria al rey.
Y el rey, montando en seguida en el caballo que había
dejado a la reja, se alejó, se alejó por aquellos campos.
Y Rosa, viéndolo desde la ventana alejarse, alejarse, se
echó a llorar y se preguntó a sí misma:—¿Por qué lloro yo,
si ahora no es por mi madre?
Pero al día siguiente volvió el rey con muchas damas, y
caballeros, y carrozas doradas, y tomando a Rosa del
brazo, se fué con ella a la iglesia de la aldea, y allí se casó
con Rosa: que ya había encontrado Su Majestad la novia
pobre y rica que le recomendó su señor padre.
GUZMÁN MATURANA 189

La destiladera.

Tac, tac, tac. . .


La gota de agua detiénese un momento en el extremo
de la porosa piedra de granito, y luego cae a la vasija de
greda con musical armonía. No se la ve: en un extremo del
corredor enladrillado, del amplio corredor, de cuyas te­
rrosas vigas cuelgan horcas de cebollas y ristras de ajos,
está oculta en un armazón de madera que tiene una puerta
desvencijada. . .

*
* *

Tac, tac, tac. . .


Interminablemente suena la gotita redonda al caer en
la tinaja de greda; y en su claro sonido, vibra el frescor de
tierra de la piedra purificadora, corazón de granito espon­
jado y poroso, como la corteza del pan moreno que la
madre reparte en la mesa de familia. . .
Interminablemente suena. . .


* *

Tac, tac, tac. ..


En las calurosas siestas lugareñas, en el bochorno
estival que inflama el aire, con qué húmeda dulzura la
gotita de agua de la destiladera refresca la sangre y el
7.—Libro III.—Guzmán M.
190 LIBRO TERCERO

espíritu. Al hundir en la vasija obscura el jarro de loza


descascarillada, nuestra mano creía sentir la frescura de
hielo de una agua de vertiente.

*
* *

Tac, tac, tac.. .


Muerta la infancia en el pasado, suena aún la gotita de
agua de la destiladera colonial, como si hubiera sido ayer:
ella habla de inocencia, de salud, de hogar, de viejos co­
rredores con ristras de ajos y cebollas, de pan moreno
cortado por la mano blanca de la madre; habla la gotita
de agua de la vida pura, como una agua virgen.

*
* *

Tac, tac, tac. ..


El dolor, como la húmeda, agujereada piedra de la des­
tiladera familiar, ha purificado, a través del tiempo, nues­
tra vida, y las ideas buenas, sanas, consoladoras, como
las gotitas cristalinas, caen en el alma resignada con su
lenta, eterna armonía rediviva. . .
Tac, tac, tac. ..
GUZMÁN MATURANA 191

E1 árbol.

Una mano piadosa deja caer el grano en la


tierra, preparada como una cuna suave para
recibir a un niño.
Fina capa de tierra lo cubre, y el grano que­
da prisionero. No verá al sol, pero lo sentirá
tibio a través de la tierra, como a través de
un pañal ligero. No verá el cielo, pero soñará
con él hasta que salga a verlo nuevamente.
Menester es encerrarlo así. La tierra va, en
la obscuridad, a despertar, quién sabe con qué
misteriosa palabra, la vida que duerme
dentro de él mismo.
Cualquiera diría ahora que el gra­
no dorado, que la tierra recibió es­
tremecida de gozo, ha muerto.
Pero hé aquí que un día asoma,
a flor de tierra, un dedito verde
que apunta al cielo. Un golpe de
viento, el caer de una rama, bas­
192 LIBRO TERCERO

tarían para derribarlo: tan débil es. Pero el sol, y el agua,


y el hombre bueno, se han propuesto volverlo fuerte y de­
fenderlo, como a un niño desvalido.
Un niño es ahora. La cuna primera se hace estrecha
a las expansiones de las tiernas raicillas. El hombre lo
transplanta amorosamente al sitio en que ha de crecer y
desarrollarse.
Allí luce la clara túnica verde, que le ha vestido la tie­
rra, su madre.
El viento le palpa el tallito fino y lo siente más firme;
el sol no fatiga tanto su vista para descubrirlo entre las
demás plantas; el hombre, cuando pasa cerca de él, lo
mira y lo respeta ya, como a un habitante de su campo;
el agua lo divisa desde lejos y va a él cantando, cual una
niña regocijada.
Un hombre es ya. La oveja que le pisaba cuando era
grano, ahora pace a su sombra, protegida por él • el hombre,
que ie puso compasivamente un sostén cuando era hilacha
trémula, va ahora a pedirle los maderos para techo de
sus hijos; el sol, que con trabajo lo advertía desde el
cielo, ahora es a él y al alto campanario a los que dora
con su primer rayo: ¡tanto ha crecido el niño de ayer!
Acumulación es de luz del sol, del agua del arroyo,
de los jugos de la tierra: acumulación de fuerzas benéficas.
Criatura que posee, para darlos, taLUs beneficios: la
sombra fresca, la flor aromosa, el fruto suave: criatura
de bien.
GUZMÁN MATURANA 193

Bajo tu follaje, libre al viento, como una bandera, viva


la tierra republicana, libre también.
Bajo tus ramas vigorosas, los hombres se hagan tam­
bién vigorosos y mejores.
Bajo tu agrupación de ramas, que son otras tantas
vidas, los hombres se unan tan estrechamente como ellas,
para dar a la Patria un conjunto como el tuyo: fuerte
y hermoso.
LIBRO TERCERO
GUZMÁN MATURANA 195

El combate homérico.
LA PRIMERA IMPRESIÓN EN SANTIAGO.

¡Muchachos!—dijo.—De la patria altiva,


nunca se ha arriado la triunfal bandera;
con honra flameará mientras yo viva:
sabedla defender cuando yo muera.
(José A. Soffia).

Era una noche de invierno, tría y lluviosa como lo son


siempre las del mes de Mayo.
¡Qué días aquéllos! El cierzo helaba los corazones. La
obscuridad era completa.
Por las calles de Santiago transitaban apresurados los
ciudadanos, con los corazones entristecidos y el alma ape­
nada por inmenso dolor.
Había llegado una noticia desgarradora.
Los boletines de la guerra decían que el vapor La Mar
había dejado en la rada de Iquique a las dos reliquias de
Chile, la Esmeralda y la Covadonga, frente a frente de los
dos colosos del Perú: la Independencia y el Huáscar.
Eran los más débiles barcos de Chile. Eran los primeros
buques por parte del Perú.
Los niños iban a pelear con los gigantes; David con
Goliat; la madera se atrevía a luchar contra el acero.
Los espolones de los blindados, de seguro que iban a hun­
dir la última bandera de 1a Estrella solitaria.
La Esmeralda se había adornado con sus mejores galas,
poniendo dos banderas en su arboladura.
Era la víctima que se cubría de flores para marchar al
sacrificio.
196 LIBRO TERCERO

*
* «

De improviso, el sol ilumina la atmósfera con sus rayos,


y el Huáscar la ilumina con sus bombas de a 300.
Los peruanos no se atrevieron a abordar una nave que
no tenía espolón, ni coraza, ni calderas.
El ilustre mancebo Arturo Prat, fijó su mirada en la
estrella chilena y ella le inspiró esta orden del día, que el
Almirantazgo inglés hizo suya:
«¡Muchachos! La contienda es desigual. Nunca se ha
arriado nuestra bandera ante el enemigo; espero, pues,
que ésta no sea la ocasión de hacerlo.
«Juro que mientras yo viva, esa bandera flameará en
su lugar, y os aseguro que si muero, mis oficiales sabrán
cumplir con su deber. . .»
En seguida, descubriendo su noble frente y agitando la
gorra en el aire, grifó con todos los suyos:
¡Viva Chile!
Prat dió a la Covadonga la orden de mantenerse en poco
fondo, reforzar las cargas y disparar con proyectiles de
acero.
Condell, agitando su gorra, contestó alegremente con
su bocina:
-—¡All right!
Y entonces principió el combate homérico.
GUZMÁN MATURANA 197

*
* *
Los primeros detalles llegaron a Santiago después de
muchas horas de muy amarga tristeza.
—«¡ La Independencia a pique!»
Todo Santiago se puso en conmoción.
Las campanas tocaron a rebato y numerosos grupos de
ciudadanos llenaban las calles, abrazándose entre sollozos
y lanzando este grito, que en aquella noche y siempre ten­
drá la alegría solemne de las tumbas:
—¡Vivan los mártires de Iquique!
Un grupo de bomberos se dirige al Cerro de Santa Lucía.
Tratan de disparar el cañón que allí existe para anun­
ciar la hora del meridiano.
Saquete de pólvora había; pero no se encontraba con
qué atascar el cañón.
—Teniente Herrera, ¿de dónde sacamos tacos?
—Yo hago atascar el cañón con pasto del cerro, pero
ahora ha llovido y no sirve.
Un humilde hijo del pueblo se saca la blusa y la alarga,
diciendo:
—¡Aquí hay para taco!
Todos se miran, asombrados primero; luego los bolsillos
se vacían para recompensar al obrero que acababa de dar
tal lección de patriotismo, y en seguida todos los bomberos
principiaron a quitarse sus ropas blancas y sus pañuelos.
El cañón retronó sin interrupción. . . Se hizo, pues, la
primera salva en honor de los héroes legendarios, con la
blusa de un obrero, pañuelos de batista y camisas de hilo...
198 LIBRO TERCERO

Monumento a los héroes de Iquique.


GUZMAN MATURANA 199

El testamento de un héroe.

Ricardo Santa Cruz, el héroe de Pisagua y Tarapacá,


muerto en la batalla de Tacna al frente de sus bravos Za­
padores, dejó una tierna carta de despedida a su esposa.
En esta carta se encuentran las siguientes recomenda­
ciones para la enseñanza de sus tres tiernos hijitos:

—«Ante todo, amor y respeto a su madre.


—Amor y dedicación al estudio. No dejar para mañana
lo que se puede hacer hoy.
—Trabajar por costumbre, más bien que por deber.
—Respetar a la mujer en toda circunstancia.
—Ser útil a su patria.
—Ser generoso y franco».

Aquí tienen los héroes del porvenir el modelo de las ór­


denes previsoras que deben dejar a sus hijos en el momento
en que hagan el propósito de morir por la Patria.
200 LIBRO TERCERO

El sargento Rebolledo.

El Buin fué uno de los regimientos que más se distin­


guieron en la batalla de Chorrillos. Su solo nombre inspi­
raba respeto al enemigo.
En momentos en que el Buin subía y subia, con el aire
marcial chileno, un ayudante del Ministro de Guerra
recorre las filas y dice:
—A nombre del Ministro : ¡ el grado de capitán al primer
soldado que clave la bandera en la cima del fuerte!
Acto continuo, un sargento, Rebolledo, desenvuelve su
banderola de guía, la enarbola en lo alto, y al paso regular,
se lanza en demanda de la gloria.
La hermosa banderola servía de blanco a los fuegos
enemigos; pero él no se altera por eso. Al contrario: con la
serenidad más sorprendente, marcha, marcha, precediendo
al triunfo de sus indomables compañeros y sirviéndoles de
guía.
Aquel fantasma de la guerra, tenía atraídas sobre sí
todas las miradas de los observadores: los anteojos no le
perdían de vista, y no faltaba quien exclamase:
—¡Qué imprudencia!. . . ¡Llevar la bandera tan avan­
zada !
GUZMÁN MATURANA 201

Ni flaquearon las piernas, ni temblaron las manos al


heroico sargento, y llegó impertérrito, el primero siempre,
a la última trinchera.
En medio del estruendo aterrador de la pólvora, gritó:
¡Viva Chile! y plantó su bandera, produciendo el pánico
y la confusión del enemigo que, medio minuto después,
abandonaba el formidable reducto. . .
202 LIBRO TERCERO

La canción del buen hombre.

¡ Suene a lo lejos la canción del buen hombre, como el


son del órgano y el ruido de las campanas! El oro no ha
podido recompensar su valor: sea una canción su recom­
pensa. Doy gracias a Dios de haberme concedido el don
de alabar y de cantar, para cantar y alabar al buen hombre.

*♦ *
Un día, vino un viento impetuoso del mar, arremolinán­
dose en nuestras llanuras: huían delante de él las nubes,
como los rebaños delante del lobo; barría los campos,
tendía al suelo los bosques y arrojaba fuera de su cauce
los ríos y los lagos.
*
* *
Derritió la nieve de las montañas y las precipitó a torren­
tes en las llanuras, y en breve, todo el llano no ofrece otro
aspecto que el de un mar, cuyas olas espantosas se llevan
rodando las peñas desprendidas.
*
* *
Había en el valle un puente echado entre dos peñones,
sostenido sobre dos inmensos arcos, y en el medio, una
casita que habitaba el guardián con su mujer y sus hijos.
¡ Guarda del puente, sálvate pronto !
GUZMÁN MATURANA 203

*
* *
La inundación amenazadora sigue subiendo; el huracán
y las olas bramaban ya con más fuerza en derredor de la
casa; el guardián subió sobre el techo y echó hacia abajo
una mirada de desesperación: «¡ Dios de misericordia, soco­
rro! ¡Estamos perdidos! ¡Socorro!»
*
* *
Amontonábanse unos encima de otros los carámbanos;
las olas arrojaban sobre las márgenes pilas desprendidas
del puente, cuyos arcos de piedra arruinaban bramando;
pero el guardián tembloroso, con sus hijos y su mujer,
gritaba aún con más fuerza, más que las olas y el huracán.
*
* *
Los carámbanos se amontonaban unos encima de otros,
hacia la orilla, juntamente con las ruinas del puente derri­
bado por la tormenta, y cuya total destrucción se aproxi­
maba. «¡ Cielo misericordioso, socorro!»

* *
La margen lejana estaba cubierta de una multitud de
espectadores, grandes y chicos. Cada uno gritaba y tendía
las manos, pero nadie quería arriesgarse para socorrer a
esos desdichados; y el guardián, temblando con su mujer
y sus hijos, gritaba con más fuerza que las olas y el huracán.
204 LIBRO TERCERO

*
* *
¿Cuándo, pues, resonarás, canción del buen hombre, tan
fuerte como la voz del órgano y de las campanas ?
¡ Di, en fin, su nombre; repítelo, oh, el más hermoso de
mis cantos!. . .
La total destrucción del puente se acerca. . .
*
* *
¡Buen hombre, buen hombre, déjate ver! Hé aquí un
noble conde que llega al galope; un noble conde montado
en su brioso caballo. ¿ Qué es lo que levanta en la mano ?
Una bolsa repleta de dinero: «¡Doscientas monedas de
oro quedan prometidas a quien salve a esos desdichados!»
*
* *
¿Quién es el buen hombre? ¿Es el conde? Dílo, mi noble
canto, dílo! El conde, ¡pardiez! era valiente; pero otro
conozco que era más valiente que él. ¡ Oh, buen hombre,
buen hombre, déjate ver! ¡Más y más amenaza la muerte!
*
* *
Y la inundación seguía creciendo, y el huracán silbaba
más reciamente, y se extinguía el último rayo de esperanza.
¡Salvador! ¡Salvador, déjate ver! El agua sigue arras­
trando pilas del puente, y hace caer los arcos con un gran
ruido.
GUZMÁN MATURANA 205

*
* *
«¡ Hola! ¡ hola! ¡ pronto, socorro!» Y el conde enseña nue­
vamente la recompensa; cada uno tiene miedo, y nadie
sale de la inmensa multitud; en vano el guardián del puente,
con sus hijos y su mujer, gritaba con más fuerza que las
olas y el huracán.
*

De repente pasa un campesino que lleva bastón de viaje,


cubierto de un tosco vestido, pero de estatura y cuerpo
imponentes. Oye al conde, ve de qué se trata, y comprende
la inminencia del peligro.
*
* *
Invocando el socorro del cielo, se arroja en la barquilla
más inmediata, desafía los torbellinos, la tormenta y el
choque de las olas, y llega felizmente cerca de los que
quiere salvar. Pero, ¡ay! es demasiado pequeña la embar­
cación para recibirlos a todos.
*
* *
Tres veces hizo el trayecto, a pesar de los torbellinos,
de la tormenta y del choque de las olas, y tres veces volvió
a traer a la orilla su barca, hasta que los salvó a todos;
apenas llegaban a ella los últimos, cuando acabaron de
desplomarse los restos del puente.
206 LIBRO TERCERO

* **
¿Quién es, pues, quién es ese buen hombre? ¡Dílo, mi
noble canto, dílo!. . . Pero tal vez es por el oro que acaba
de arriesgar su vida; pues cierto era que el conde cumpliría
su promesa y no era cierto que ese campesino perdería
la vida.
* **
«¡Ven acá, exclamó el conde, ven acá, mi valiente amigo!
Hé aquí mi recompensa prometida: ven y recíbela!» ¡ Decid
ahora que no era un buen hombre el conde! ¡ Pardiez!
¡Era un noble corazón! —¡Pero, de fijo, un corazón más
noble y más valiente aún latía bajo el tosco vestido del
campesino!
**
«Mi vida no se vende por oro; yo soy pobre, pero puedo
vivir; dad vuestro oro al guardián del puente, pues todo
lo ha perdido». Dijo estas palabras con tono franco y mo­
desto a un tiempo; recogió su bastón y se fue.'
* **
Resuena, canción del buen hombre, resuena a lo lejos,
con más fuerza que la voz del órgano y el ruido de las
campanas. El oro no ha podido pagar semejante valor:
¡ que una canción sea tu recompensa!
¡Yo doy gracias a Dios de haberme concedido el don
de alabar y cantar, para celebrar por siempre al buen
hombre!
GUZMÁN MATURANA 207

La conquista del aire.

Ahora es juego de niños hacer


un globo, inflarlo con aire calien­
te y soltarlo a la atmósfera.
Y pensar que sólo hace poco
más de un siglo, en 1783, los ha­
bitantes de París se quedaron
asombrados al contemplar por
primera vez, ascendiendo majes­
tuosamente, un inmenso globo de
papel y de lienzo que habían cons- ’
fruido los hermanos Montgolfier.
Desde entonces los experimen­
tos fueron continuos. Ese mismo
año, dos intrépidos aeronautas se
elevaron en un globo libre. Tu­
vieron muchos imitadores, pero
hubo que lamentar tremendas
desgracias.
En 1819, Madame Blanchard hizo una ascensión noc­
turna en París y cometió la imprudencia de ir disparando
cohetes desde la barquilla iluminada en que iba. De repente,
el globo se convirtió en una hoguera, y la infeliz señora
cayó, a la vista de una muchedumbre inmensa que oía sus
gritos desgarradores.
208 LIBRO TERCERO

Aunque muy perfeccionados, los globos no fueron ver­


daderamente útiles, pues no se encontraba manera de
darles dirección. Pero la inteligencia del hombre seguía
incansable estudiando el medio de dominar el espacio,
como las aves con su vuelo.
En experiencias de distinta naturaleza transcurre más de
un siglo.
En el otoño de 1906, Santos Dumont se presentaba en
París con un aparato de bien rara construcción, y después
de haber rodado muchas veces por el suelo, se elevaba
apenas seis metros, para caer en seguida.
Era el balbuceo de la ciencia de la aeronavegación.
Aquellos vuelos en el interior de un aeródromo, eran como
el batir de alas de un pájaro dentro de su jaula.
Henry Farman fue el primero que escapó de la jaula
hacia pleno cielo, en Octubre de 1908. La aviación era ya
un hecho.
Desde entonces comienza a propagarse por todo el mun­
do, y se fundan las llamadas Escuelas de Aviación.
Pero, ¡ cuántbs sacrificios ha costado a la Humanidad
la conquista del aire!
No fueron los chilenos los últimos en lanzarse al espacio.
La fama del valiente aviador Luis Acevedo y su trágico fin,
traspasaron las fronteras del país. ¡ Su muerte fué un duelo
nacional!. ..
Y después. . . aquellos intrépidos aviadores militares, sa­
crificados en los albores de la juventud. ..
GUZMÁN MATURANA 209

Aeroplano atravesando el mar, en 1911.


210 LIBRO TERCERO

En el hogar.

Alrededor del abuelo, que no puede dejar su sillón ni


aún para salir a contemplar cómo florecen los almendros
en esta primavera, los tres nietos charlan.
Luis es fuerte, tostada la tez, la voz vibrante y los ade­
manes resueltos. Tiene un hablar apasionado, y los ojos
negros se le encienden con extraños fuegos en el ardor de
su convencimiento.
Jorge es flúcido de fisonomía y de actitud. Se parece a
la madre en los ojos claros y la palabra bondadosa.
Romelio es pálido, sin tener aspecto enfermizo. Tiene
gran dulzura en el mirar y en los labios finos. Acodado en
el alféizar de la ventana, el paisaje lo tiene más interesado
que la charla de los hermanos.
El abuelo, entre ellos, sonríe dichoso, a pesar de sus
piernas pesadas, que ya no hollarán más las yerbas de los
senderos. Al mismo aposento se ha entrado la primavera
en los tres mozos decidores y sanos.
Acompañando su discurso con ademanes violentos, que
le prestan extraordinaria animación, Luis charla:
—«Está al otro lado de aquella fila de colinas, y aunque
no lo oís' yo sé que me llama. El mar es más bello que cual­
quier tierra bella. Es activo, y todo corazón animoso ama
las olas viajadoras, que piden llevar a los hombres de
país en país, sobre su dorso claro. Cuando yo he estado
GUZMÁN MATURANA 211

junto al mar, ¡cuántas empresas heroicas me han hinchado


de bríos el pecho viril!
«Un buen día, dejaré, abuelo mío, tu casa y tu villa,
hermosas quizás, pero de otra hermosura, y sellaré mi
pacto con el mar: mi vida se gastará sobre sus olas vivas,
pero él me la ha de devolver engrandecida.
«Yo he soñado con un barco grande como nuestra casa,
y que era mío. Sus máquinas jadeaban llevándolo rápido
sobre las masas de agua, y los marineros cantaban en la
cubierta, exaltados por el viento salino y fragante. Lo
más valioso que da la tierra en alianza con la luz, conducía
yo en ese barco magnífico. Eran las maderas preciosas
del trópico, eran sus frutas perfumadas y hasta sus pájaros
de pluma vivida: eran todos esos dones que la tierra cálida
ofrece a la tierra brumosa, que es como su hermana me­
lancólica. La mar era propicia a mi fortuna y consentía
maternalmente en que la proa osada la dejara florecida
de espuma unos instantes. De la mar salían también pala­
bras de gloria para saludar mi barco y mi corazón joven,
anheloso de altos destinos».
El cuarto apacible se ha ido llenando de las visiones
soberbias que el niño evocaba. El abuelo tiene gozosa­
mente abiertos ante ellas sus ojos, que se hacen por un
momento ardientes y maravillados.
Jorge habla lentamente y con una suave intención de
dulcificar el alma del viejo:
—«¿Para qué ir tan lejos, si junto a nosotros la vida se
ofrece buena?
212 LIBRO TERCERO

«Yo amo la tierra que mis padres cultivaron y que las


plantas del pobre abuelo han dejado también perfumada.
Yo quiero serle fiel, porque fue fecunda en servicios para
los míos, y le he de dar la juventud de mis brazos y de mi
corazón.
«Todos mis ensueños se encaminan hacia la piadosa em­
presa de volverla más bella y más opulenta. He de conducir
a ella aquellas máquinas que hoy hacen mejor que los hom­
bres la obra de llenar los surcos, primero, y de aliviarlos
después de su fecundidad dolorosa.
«Amorosamente iré en su ayuda, para que el producir
no la fatigue demasiado ni la agote; amorosamente le lle­
varé las sales que la vigorizan, la surcaré de canales pro­
fundos y de caminos amplios.
«Al son de canciones, es decir, con santa alegría, le abriré
el seno; al son de canciones también, se lo llenaré de gér­
menes y se lo refrescaré en los días ardientes del estío.
«La tierra es hermosa, por sobre toda hermosura: rizada
de trigos, nevada de cerezos en flor y pintada de follajes
caducos en el otoño opulento.
«Y seguro está todo amor que descanse en ella y toda
esperanza que se cifre en su polvo sagrado. Quizás, Luis,
tu mar te traicione alguna vez; ella no podrá sino serme
leal siempre.
«Me quedo con ella, enamorado de su prodigio y agrade­
cido de su largo sustentar a los de mi raza».
El abuelo sonríe, agradecido él también a la lealtad del
que no quiere dejarlo.
GUZMÁN MATURANA 213

Romelio calla. Los hermanos le instan para que diga su


sueño:
—«¡ No os importa la tarde que se está deshojando afue­
ra como un rosal encendido, con qué belleza apacible!
«Seguro estoy de que no hay bajo el cielo otra tierra más
hermosa que ésta que conocen mis ojos felices. Y porque
estoy lleno de su suave orgullo por ella, la empresa mía
será de copiarla todo lo bellamente que alcance.
«Quizás pensáis que seré un inútil entre vosotros; pero
también es ésta una manera de amar la tierra, sin pedirle
nada fuera del gozo que pide su tranquila adoración.
«Mientras hablabais, estaban ociosas mis manos, pero
mi espíritu se hacía todo vivo para recoger en las pupilas
este instante soberano de los cielos y la tierra.
«Hay momentos en que el paisaje es tan vigoroso, enro­
jecido por un sol de ocaso, que exalta el corazón como
los más intensos himnos guerreros; otras veces cobra la
suavidad de las canciones de cuna.
«También hay santidad en ser un amoroso de la obra de
Dios, sentirla muy hondamente y recogerla con reverencia.
Y yo no haré otra cosa mientras estén mis ojos abiertos a
este encanto profundo y delicado».
Habla con dulzura y sigue mirando el paisaje, como un
hechizado.
El abuelo también sonríe, dichoso de oirlo. Porque tam­
bién la belleza cupo en su corazón suave y viril.
214 LIBRO TERCERO

El Decálogo de los Scouts.

Al ingresar a la Institución de los Scouts, los niños pro­


meten, «bajo su fe de caballeros», practicar y cumplir los
diez principios que constituyen la Ley de los Scouts.
Siempre listos es el lema de esta Institución. Esto signi­
fica que el scout en todo momento debe hallarse preparado
en cuerpo y alma para cumplir con su deber.
I. Un scout debe abnegación a su patria y respeto a las
leyes.
Un scout debe amar a su patria hasta sacrificar por ella
la vida.
«Chile primero, después yo»: hé ahí el pensamiento pa­
triótico que alentará en el alma de todo scout.
II. Un scout no falta jamás a la palabra empellada.
Si un scout dice: «Por mi honor, esto es así», debe ser
creído como si pronunciara un solemne juramento.
III. Un scout debe ser útil y ayudar a sus semejantes.
Es su obligación hallarse siempre listo para prestar ayuda
a las personas, a los animales o a los árboles. El scout hará
cada día una buena acción, por pequeña que sea.
IV. Un scout debe ser cortes con todos.
Los modales forman al caballero, y un scout, ante todo,
debe ser caballero. Un scout será como el amigo de todo
el mundo, como el hermano de todo scout, sin distinción
de clases sociales.
(1) Extracto de la «Ley de los Scouts de Chile».
GUZMÁN MATURANA 215

V. Un scout es intrépido, alegre y vivo, y jamás anda con


la cabeza inclinada.
El miedo no debe apocar nunca el corazón de un scout.
VI. Un scout hace el bien por el bien, sin pensar en pre­
mios o recompensas.
El mejor premio, la más alta recompensa, será siempre
la propia satisfacción por el bien que se ha hecho.
VII. Un scout se distingue por la corrección de su lenguaje
y por el aseo de su persona.
VIII. Un scout debe obediencia a las órdenes de sus supe­
riores, sin preguntar la razón de ellas.
IX. Un scout debe ser económico.
El dinero obtenido con el trabajo no ha de botarse
neciamente, sino que se utilizará en beneficio propio o en
ayuda de quien lo necesite.
X. Un scout protegerá los animales y las plantas.
Evitará en cuanto le sea posible, el sufrimiento a los
animales, y cuidará de los árboles y las plantas, que embe­
llecen la Naturaleza y prestan importantes servicios al
hombre.

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216 LIBRO TERCERO

Himno lb€ W¿
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La Tierra es una rosa, abierta


con este sol al existir;
tal es su placer, cantando al cielo
el gozo inmenso de vivir.

Grita la tierra sus vigores,


de nuestros cuerpos a través.
Con el orgullo de las madres,
mira pasar la esplendidez

de nuestros cuerpos, irradiando


su triunfadora juventud,
y la alianza que encarnamos
de la potencia y la virtud.
GUZMÁN MATURANA 217

Se ensancha el pecho, en un anhelo


por recoger el esplendor
de esta alborada de prodigio,
que hasta en las piedras pone amor.

Con las agujas de sus torres,


se va perdiendo la ciudad,
y en plena sede penetramos
de la campestre soledad.

A nuestro paso, quiere el árbol


la húmeda veste sacudir,
y es el bañarnos en rocío
modo gentil de bendecir.

Y nos bendicen, con el árbol,


el río en fuga hacia la mar,
y hasta la yerba del sendero,
que con placer se deja hollar.

Como dispersos caminamos,


a los inciertos que vendrán,
los pardos troncos que signemos
con su mudez informarán. . .
218 LIBRO TERCERO

En donde se abra el horizonte


límpido y ancho como el mar,
las puntiagudas carpas blancas,
al caer la tarde, se han de alzar.

Ya fatigados, dormiremos,
los rostros vueltos al fulgor
del firmamento constelado,
pupila enorme del Señor.

Vamos cantando en un delirio


por estas sendas de ilusión.
Si el labio al himno niega paso,
nos va a estallar el corazón. . .
GUZMÁN MATURANA 219

Ecuatorial.
¿Qué pasos lentos van retumbando por allá? Es el ele­
fante, que rompe la selva con su movimiento de rey ma­
jestuoso y se dirige a beber a orillas del Lualaba.
Ruge el león y comparece, infundiendo terror a todo ser
viviente, con esos ojos encendidos; el tigre, agazapado al
pie de un tronco, está acechando al boa, que se viene con
su meneo formidable; manadas sin cuento de monos lle­
nan de ruido los vetustos robles; un orangután, recto
como persona, camina paso a paso, con semblante medi­
220 LIBRO TERCERO

tabundo; bandadas de loros y guacamayos atraviesan la


atmósfera con un grito colectivo, que asorda todo un
continente; culebras de mil colores van haciendo eses por
el suelo, o, prendidas de las ramas por el extremo de la
cola, se están columpiando por el aire.
El sol resplandece y abrasa; el cielo se halla limpio: su
azul purísimo se derrama desde el cénit y desaloja las
nubes hasta más abajo del horizonte. Ésta es el África,
cuna del fuego, asiento preeminente de la zona tórrida.
No es así la Siberia septentrional: despoblación, tristeza,
silencio vasto y profundo, son caracteres de esa tierra des­
venturada. Allí no hay sol sino cuatro meses al año; la
noche es de dos mil quinientas horas; noche larga, horrible,
durante la cual la muerte anda devorándolo todo, invisible
en medio de la palidez obscura que envuelve ese hemisferio.
La rosa no se abre ni sonríe a la luz, que comparece
alegre por atrás de la montaña; la azucena no tiene sol a
quien provocar con su voluptuosa elegancia; el clavel no
arde en su pura rubicundez, porque no hay fuego que lo
encienda. La sangre de la tierra, cuajada en esas partes,
las priva del movimiento; el alma del mundo, retirada
de ellas, las dejó cadáveres.
Fuego, santo fuego, símbolo de la vida, tú eres principio
y sostén del universo: sin ti, no hubiera luz, y sin ti, Dios
mismo no ardería eternamente en su inmortalidad.
GUZMÁN MATURANA 221

Los hermanos de Mowgli.

1. El cachorro de hombre.

Eran las siete de una calu­


rosa tarde en las colinas de
Sioni, en la India, cuando papá
Lobo despertó de su sueño diur­
no, rascóse, bostezó y estiró las
patas una tras otra, para qui­
tarse de encima la pesadez que
en ellas sentía aún. Mamá Loba
estaba echada, caido el grande hocico de color gris,
sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos,
mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna
donde todos ellos vivían.
Papá Lobo se puso a escuchar: del valle que
bajaba hasta el río, venía el seco, rabioso, pérfido
lamento que canturrea el tigre, cuando no ha logia-
do apoderarse ni de una sola pieza.
■—¡ Chit! No son bueyes ni gamos los que caza
esta noche, dijo mamá Loba. Busca al hombre.
El zumbador ronquido del tigre parecía venir de
todos los ámbitos del contorno. Era aquel ruido es­
pecial que desconcierta a los leñadores y a toda la gente errante que
duerme al raso, haciéndoles correr a veces tan desatentados, que se
arrojan en las mismas fauces del tigre.
—¡El hombre! dijo papá Lobo. ¿Acaso no hay animales en la selva,
que ahora se le ocurre comer carne humana?
La Ley de la Selva prohíbe a las fieras comer Hombre: 15, porque
toda humana matanza significa, tarde o temprano, la llegada de
8.—Libro III.—Guzmán M.
9TJ LIBRO TERCERO

hombres blancos, montados en elefantes y armados de fusiles, en com­


pañía de centenares de hombres de color, con cohetes y antorchas,
y entonces toca sufrir a todo el mundo en la selva; 2.°, porque el Hom­
bre, según razonan las fieras, es el más débil e indefenso de todos los
seres vivientes y es indigno de un cazador poner mano en él; y 3",-
porque los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los
dientes.
Corrió hacia afuera papá. Lobo y oyó a Shere Khan, el tigre, mur­
murando y gruñendo furiosamente, mientras se revolcaba entre la
maleza.
—A ese estúpido se le ha ocurrido saltar por encima del fuego de
unos leñadores y se ha quemado las patas, dijo papá Lobo, gruñendo
con mal humor.
—Algo sube por la colina, exclamó mamá Loba, levantando una
oreja. Prepárate.
Crujieron los matorrales en la espesura y papá Lobo agachóse, con
los cuartos traseros pegados a la tierra, pronto para el salto. Iba a
brincar ya, cuando de repente se detuvo y exclamó con disgusto:
—¡ Un hombre ! Un cachorro humano. ¡ Mira !
Frente a frente de él, apoyándose sobre una rama, erguíase, com­
pletamente desnudo, un niño moreno, que apenas sabía andar: la
cosa más mona y pequeña, más fina y regordeta que jamás se había
presentado ante la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara, y se rió.
—¿Es un cachorro de hombre? dijo mamá Loba. Nunca he visto
ninguno: tráelo.
Acostumbrado a mover de un lado a otro sus propios pequeñuelos,
un lobo puede, si es preciso, llevar un huevo en la boca sin romperlo.
Así, aunque se juntaron ambas quijadas de papá Lobo sobre las
espaldas del niño al colocarle entre los lobatos, ni un solo diente le
arañó la piel.
—i Qué pequeño, qué desnudo y... qué valiente! dijo con dulzura
mamá Loba. ¡ Ah! Y ahora come con los demás. . . ¿ De modo que éste
es un cachorro de hombre, ¿eh? Nunca habrá habido lobo que pueda
vanagloriarse de contar uno entre sus hijos.
GUZMÁN MATURANA 223

—He oido hablar de eso algunas veces, refiriéndose a tiempos muy


remotos, contestó papá Lobo. Pero observa: nos está mirando y ni
siquiera tiene miedo.
El resplandor de la luna quedó interceptado, de pronto, por la
enorme cabeza cuadrada y por los hombros de Shere Khan, que apa­
recía en la entrada de la caverna.
—¿ Qué desea Shere Khan ? le preguntó papá Lobo, con tono dulce,
pero con ojos iracundos.
—Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. . . Sus padres
han huido... ¡ Dámelo!
Shere Khan estaba furioso
por el dolor de las quemaduras.
Pero papá Lobo sabía muy
bien que la boca de la caverna
era harto estrecha para que
por ella pudiera pasar un tigre.
—Los lobos son un
pueblo libre. Obedecen
las órdenes de su ma­
224 LIBRO TERCERO

nada y no las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro


de hombre es nuestro. . . para matarlo si se nos antoja, dijo con rabia
papá Lobo.
—¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! Por el toro que maté, os
digo que reclamo lo que en justicia se me debe. ¡ Soy yo, Shere Khan,
quien os habla!
Tronó por los ámbitos de la caverna el rugido del tigre. Mamá
Loba sepárose de los lobatos y se adelantó:
—•; Y soy yo quien te contesta! ¡ Eí cachorro humano es mío, mío
y muy mío!. . . Vivirá para correr y cazar junto con nuestra manada.
Y un día llegará en que también cace a Vuestra Majestad. .. ¡ Márchese
de aquí, la fiera chamuscada!
Tal vez Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo; pero temía a
mamá Loba, porque lucharía hasta morir y porque, en el sitio en que
se hallaban, todas las ventajas estaban de su parte. Retiróse, pues,
refunfuñando, de la boca de la caverna, y ya un poco distante, gritó:
—Veremos lo que dice la manada respecto a eso de criar cachorros
humanos. . . El cachorro es mío y al fin vendrá a parar a mis dientes.
¡ Ladrones!...
Mamá Loba se dejó caer jadeante entre los lobatos. Papá Lobo le
dijo gravemente:
—Tiene tazón Shere Khan: hay que presentar a la manada el ca­
chorro ése. ¿Persistes aún en guardarlo, mamá?
—¡ Guardarlo! ¡ Vaya si lo guardaré! contestó ella suspirando.
Desnudo vino, de noche, solo y hambriento, y sin embargo, no tenía
miedo. Mira: ha echado ya a un lado a uno de mis hijos. Acuéstate
quietecito, renacuajo. Tiempo vendrá, Mowgli, (porque Mowgli, la
rana, le llamaré a vuesa merced en adelante) en que seas tú quien
cace a Shere Khan.
GUZMAN MATURANA
¡Mirad bien, lobos! ¡Mirad bien!
226 LIBRO TERCERO

2. La Peña del Consejo.

La Ley de la Selva ordena terminantemente que una vez al mes


sean presentados al Consejo de la manada, para ser reconocidos,
todos los lobatos que ya andan por sí solos. Después de esta inspección,
los cachorros quedan en libertad para correr por donde quieren, y los
lobos tienen la obligación de cuidarlos y defenderlos.
Esperó papá Lobo que sus cachorros pudieran corretear poco o
mucho, y los llevó a la Peña del Consejo, junto con Mowgli y mamá
Loba.
Akela, el enorme y gris Lobo Solitario, que había llegado a ser
jefe de la manada gracias a su fuerza y habilidad, estaba echado
cuan largo era sobre su peña. Más abajo se sentaban unos cuarenta
lobos, de todos tamaños y colores.
Muy poco se habló. A cada presentación, Akela decía:
—¡Ya sabéis lo que dice la Ley; ya lo sabéis! ¡Mirad bien, lobos!
Y las ansiosas madres repetían:
—i Mirad bien, lobos ! ¡ Mirad bien !
Al fin presentó papá Lobo a Mowgli. Éste quedó al centro del
círculo, riendo y jugando con algunos guijarros que hacía brillar la
luz de la luna.
Sordo rugido se elevó detrás de las rocas: era Shere Khan que
gritaba:
—¡ Ese cachorro es mío, dádmelo !
—¿ Quién, que pertenezca al Pueblo Libre, habla en favor de este
cachorro? dijo Akela.
La Ley de la Selva ordena que, en caso de disputarse a un cachorro
el derecho a ser admitido por la manada, han de defenderlo por lo
menos dos de sus miembros, que no sean su padre o su madre.
Nadie contestó. Mamá Loba tenía erizados todos los pelos del
cuello.
—¿Quién habla en favor de este cachorro? repitió Akela.
GUZMÁN MATURANA 227

Entonces Baloo, el soñoliento oso pardo, que enseña a los lobatos


la Ley de la Selva, el viejo Baloo, que puede ir y venir por donde se
le antoje, porque no come más que nueces, raices y miel, se levantó
en dos patas y gruñó:
—Yo os hablo en favor del cachorro humano. Dejadlo correr con
la manada y contadlo como uno de tantos. Yo mismo le enseñaré.
—Necesitamos ahora que hable otro, dijo Akela.
Una densa sombra deslizóse hacia el círculo. Era Bagheera, la
pantera negra, de un negro de tinta, con manchas en la piel, las cuales,
según como les daba la luz, parecían los cambiantes de un floreado
retazo de seda. Todo el mundo conocía a Bagheera, y nadie gustaba
de atravesarse en su camino, porque era tan astuta como el chacal,
tan atrevida como el búfalo salvaje y tan sin freno como el elefante
herido. Tenía la piel más fina que un plumón y la voz suave, como la
miel silvestre que se desprende de un árbol gota a gota.
—¡Akela, dijo como susurrando, y vosotros, Pueblo Libre! Yo no
tengo derecho a mezclarme en vuestra asamblea; pero quiero recor­
daros que la Ley de la Selva dice que, en caso de duda respecto a un
nuevo cachorro, éste puede comprarse por un precio estipulado. A lo
que ha dicho Baloo, añado yo la oferta de un toro gordo, acabado de
matar, a poca distancia de aquí, si aceptáis al cachorro humano, de
acuerdo con la Ley.
—¡Bien, bien! dijeron los lobos más jóvenes, hambrientos siempre.
¡ Aceptémoslo!
Y entonces se oyó el profundo ladrido de Akela, que decía:
—¡ Miradlo bien, lobos; miradlo bien!
Tan entretenido estaba Mowgli en jugar con los guijarros, que no
se dió cuenta cuando los lobos se le acercaron, uno por uno, a exami­
narlo atentamente. Al fin descendieron todos de la colina, en busca
del toro muerto, exceptuando Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de
Mowgli.
Shere Khan rugía entre las sombras de la noche, rabioso por
no haber logrado que le entregaran a Mowgli,
228 LIBRO TERCERO

—¡Sí, sí, ruge cuanto quieras! di jóle Bagheera. Día vendrá en que
esa cosa que está ahí, tan desnuda, oirá rugir a vuesa majestad en dis­
tinto tono.
Así entró Mowgli a formar parte de la manada de los lobos: un toro
fué el precio de su vida, y Baloo, su defensor.

3. Educación de Mowgli en la selva.

Han pasado diez u once años.


Mowgli creció junto con los lobatos, y papá Lobo le enseñó su
oficio.
Todo tuvo para Mowgli significación clara y precisa: cada crujido
bajo la yerba; cada soplo del tibio aire de la noche; cada nota lanzada
por el buho sobre su cabeza; cada ruido que producían los murcié­
lagos, arañando, al descansar por un momento en un árbol; cada
rumor que causa el pececillo al saltar en una balsa. Sabía trepar a
los árboles tan bien como nadar, • y nadar con igual habilidad que
correr. Baloo, el Maestro de la Ley, le enseñó las leyes de la Selva
y del Agua: cómo puede distinguirse la rama carcomida de la rama
robusta; cómo tenía que hablar cortesmente a las abejas silvestres;
cómo tenía que avisar a las serpientes que viven en las lagunas, antes
de lanzarse al agua entre ellas.
Cuando no aprendía algo, se sentaba a tomar el sol o dormía, y
luego, a comer y a dormir de nuevo. Cuando sentía necesidad de lim­
pieza o le molestaba el calor, se iba a nadar en las lagunas del bosque.
Cuando necesitaba miel, se encaramaba a los árboles para buscarla,
según le había enseñado Bagheera.
Tendíase la pantera sobre una rama y le llamaba, diciendo: «Ven
acá, hermanito». Al principio, Mowgli se agarraba torpemente, como
el perezoso; mas, luego saltaba por entre las ramas, de una a otra,
con todo el aplomo de un mono gris,
GUZMÁN MATURANA 229

Ocupó también un puesto en el Consejo de la Peña, y allí descubrió


que mirando fijamente a un lobo, le obligaba a bajar los ojos. Otras
veces arrancaba de la piel de sus amigos las largas espinas que se
clavaban en ella.
Descendía también por la ladera de la colina, en plena noche, hasta
llegar a las tierras de cultivo, y miraba curiosamente a los campe­
sinos en sus chozas.
Nada era tan de su gusto como perderse con la pantera por entre
las tibias profundidades del bosque, dormir durante todo el pesado
día y contemplar por la noche cómo Bagheera se dedicaba a la caza.
Y así creció, creció tan fuerte, como el niño que vive en medio de
la naturaleza, y que todo lo aprende naturalmente, sin otro cuidado
que el de procurarse alimentos.

4. La Flor Roja.

—¿Cuántas veces te hemos dicho, hermanito, que Shere Khan


es enemigo tuyo ? le preguntó una vez Bagheera.
—Tantas como frutos tiene esta palmera, contestó Mowgli, que,
naturalmente, no sabía contar.
—¡Oh!... Tú eres un cachorro humano, dijo con gran ternura la
pantera negra, y debes volver a donde están los hombres... los hombres
que son tus hermanos. Esto, si no te matan antes en el Consejo.
—¿ Y por qué han de matarme ? preguntó Mowgli.
—Mírame, contestóle Bagheera.
Y Mowgli la miró fijamente en los ojos. La enorme pantera, al cabo
de algunos momentos, volvió la cabeza.
—Por esto, dijo. Hasta a mí me es imposible mirarte en los ojos,
y eso que yo te quiero, hermanito. Los otros te odian, porque su mi­
rada no puede resistir el choque de la tuya; porque eres sabio; porque
has arrancado espinas de sus patas. . . porque eres un hombre.
230 LIBRO TERCERO

—No sabía nada de eso, contestó Mowgli, arrugando las negras y


pobladas cejas.
—Me da en el corazón que en cuanto a Akela se escape el primer
gamo, la manada se pondrá en contra de él y de ti. Celebraráse un Con­
sejo de la Selva, y entonces. . . entonces. . . Pero ya tengo una idea, dijo
Bagheera, levantándose de un salto. Véte inmediatamente a las chozas
de los hombres y coge una parte de la Flor Roja, a fin de que, en el mo­
mento oportuno, puedas contar con un apoyo más fuerte que yo,
que Baloo y que los que bien te quieren en la manada. Anda, vé a
buscar la Flor Roja.
Lo que Bagheera quería significar al hablar de la Flor Roja, era el
fuego; pero no hay en toda la selva ser viviente que quiera llamar al
fuego por su nombre. Todas las fieras sienten ante él un miedo mortal,
e inventan cien maneras diferentes de describir lo que les causa tal
pavor.
—¿La Flor Roja? dijo Mowgli. ¡Yo la cogeré! Y salió disparado,
rápido como un gamo, en dirección a las chozas de los labradores.
Pegado a la ventana de una casa pasó toda la noche, mirando el
fuego que ardía en el suelo. La mujer del labriego echaba, de cuando
en cuando, unos pedazos de algo negro. Al llegar la mañana, un mu­
chacho, hijo del campesino, llenó de encendidas brasas una especie
de cantarillo, lo puso bajo su manta y salió a cuidar de las vacas en
el establo.
—¿Y esto es todo? dijo Mowgli.
Corrió hacia el muchacho, le arrebató aquella especie de maceta,
y desapareció con ella entre la niebla.
Esto se va a morir si no lo alimento, dijo Mowgli. Y comenzó a
echar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un
rojo tan vivo.
Hacia media colina, hallóse con Bagheera, cuya piel, con el rocío
matinal, parecía salpicada de piedras preciosas.
—Akela ha sido destronado, dijo la pantera. A no haber sido por­
que también te necesitaban a ti, lo habrían muerto anoche mismo.
En busca tuya fueron a la colina.
GUZMAN MATURANA 231

Todo el día pasó Mowgli sentado en la caverna, cuidando de su


maceta y metiendo en ella ramas secas, para ver el efecto que producían
después. Por fin halló una de su gusto.
Al anochecer, llegó el chacal a anunciarle, con harta rudeza, que
lo necesitaban en el Consejo de la Peña. Mowgli lo recibió riendo, y
riéndose estuvo hasta que el chacal echó a correr.

5. En busca del ser misterioso que se llama «hombre».

Mowgli se dirigió al Consejo, riéndose aún.


Akela, el Lobo Solitario, estaba echado junto a su roca, como
signo de que la jefatura se hallaba vacante. Shere Khan paseábase
de un lado a otro, con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba
echado junto a Mowgli. Éste tenía, medio oculta, la maceta del fuego.
Cuando estuvieron todos reunidos, Shere Khan empezó a hablar.
Mowgli púsose en pie.
—¡ Pueblo libre! gritó; ¿ es acaso Shere Khan quien dirige la ma­
nada ?
—Se me ha suplicado que hablara. . . comenzó a decir Shere Khan.
—¿Quién te ha suplicado? La jefatura pertenece exclusivamente
a miembros de la manada.
Oyéronse feroces aullidos, que^significaban: •—¡ Silencio, cachorro
de hombre!
—¡Pueblo libre! dijo Shere Khan. Ese hombrecillo fué mi presa
desde el primer día. ¡ Dádmelo! ¿ Queréis que él vaya a alzar contra
nosotros a toda la gente de los pueblos? No. Dádmelo a mí. Es un
hombre y ninguno de nosotros puede mirarle frente a frente?—™
Akela levantó la cabeza y dij o:
—De lo nuestro ha comido; nos ha proporcionado caza; nada ha
hecho contrario a la Ley de la Selva.
232 LIBRO TERCERO

—Además, yo pagué por él un toro, dijo Bagheera; debéis respetar


la promesa, y si no. . .
—¡ Es un hombre. .. un hombre! gruñeron los lobos partidarios de
Shere Khan.
Entonces Mowgli se puso de pie, llevando entre sus manos la ma­
ceta de fuego.
—¡ Escuchadme! gritó. La selva es desde hoy campo vedado para
mí; pero quiero ser más generoso que vosotros y os prometo que, cuando
sea un hombre entre los hombres, no os haré traición, como vosotros
me la habéis hecho a mí. Yo, el hombre, dueño de la Flor Roja, quiero
trataros como lo merecéis, como a perros que sois!. . .
Arrojó al suelo la maceta; ardió un montón de seco musgo y el
Consejo huyó aterrorizado al ver elevarse las llamas; dió un puntapié
al fuego, y el aire se llenó de chispas. Tomó en seguida una rama ar-
GUZMÁN MATURANA 233

diendo y se dirigió hacia el sitio donde Shere Khan estaba- sentado


sobre sus patas, parpadeando con aire atontado al mirar las llamas,
y cogióle por el puñado de pelos que tenía bajo la barba.
—¡ Levántate, perro! gritó Mowgli. ¡ Levántate cuando te habla
un hombre, o de lo contrario, te abraso la piel!. . .
Shere Khan bajó las orejas y cerró los ojos. Mowgli le pegó en la
cabeza con la rama, y el tigre gimió con llorona voz, como agonizante
de terror.
—¡Anda ahora, chamuscado gato de la selva! Pero acuérdate de
lo que te digo: cuando yo vuelva al Consej o de la Peña, será cubriendo
mi cabeza con tu piel. Es mi voluntad que Akela quede libre de vivir,
y... ¡ largo de aquí, perros!
Ardía furiosamente el extremo de la rama y Mowgli comenzó a ba­
tirla a derecha e izquierda, en medio del círculo. Al sentir que las
chispas les quemaban el pelo, los lobos echaron a correr aullando.
Al fin, sólo quedaron Akela, Bagheera y unos diez lobos partidarios
de Mowgli.
Fuése en seguida a la caverna de papá Lobo, a despedirse de él,
de mamá Loba y de los cuatro lobatos.
—¡Vuelve pronto! le dijo mamá Loba. Vuelve, desnudito hijo mío;
porque. . . oye lo que voy a decirte. . . siempre te he querido a ti más
que a mis cachorros, aunque eras hijo de hombre.
—Cuando vuelva, será para tender la piel de Shere Khan sobre
la Peña del Consejo. ¡ No me olvidéis! ¡ Decidles a todos los de la selva
que tampoco me olviden nunca!
Rayaba el alba cuando Mowgli bajó de la colina, completamente
solo, para ir en busca de esos seres misteriosos que se llaman hombres.
234 LIBRO TERCERO

La Pascua de los pájaros.

I. HEBRAS PARA EL NIDO.

Los niños de allende el mar,


los pequeños, de Francia y España,
ven que Noel va hacia sus pue­
blos, caminando bajo las mar ipo­

sas de la nevada. Noche-Bue­


na es para ellos noche de in­
vierno.
Los árboles han perdido la do­
nosura del follaje; la tierra sobre
la cual camina se extiende enha-
rinada y yei'ta, y él mismo llega
con las barbas escarchadas: cada
cabello una estalactita. . .
En la Noche-Buena de mi cuen-
to, Noel va camino de la ciudad
apresuradamente, curvado por la
carga de juguetes. El que marcha
a su lado es joven y de fina silue-
GUZMÁN MATURANA 235

ta; la boca que charla al barbudo, es la misma de las pa­


rábolas.
Ya cerca dé la ciudad se separan, y Noel dice:
—Maestro, fuera mejor ir conmigo al poblado y obse­
quiar a los niños.
Y Él:
•—También los pájaros son niños, criaturas de alegría,
y es bueno que conozcan que ésta es para ellos, como para
los hombres, la noche de la ternura.
Noel arguye todavía:
—Los encontrarás dormidos.
Y Jesús:
—Mejor: en la obscuridad, mi caricia cobrará más dulzura.
Con esto se separan, y Jesús tuerce el rumbo al bos­
que próximo.
Mancha éste en una gran extensión la blancura del lla­
no. Aunque está muerto, insensible de nieve y de amar­
gura, ha sentido la presencia de Jesús: su obscuridad la
advierte como una llama pálida que pasa entre los tron­
cos ; su suelo aterido, como la tibieza del sol; sus árboles,
como un caudaloso ascender de la savia por sus médulas
secas. ¡ Sabe el bosque quién es Aquél que va por sus
caminos!
Son apretados y obscurecidos de maraña estos caminos
del bosque, propicio a la serpiente ladina y al esquivo
ciervo de ágiles piernas y piel manchada. No importa:
la mirada de Jesús, como una doble cinta luminosa, ras­
ga con suavidad la sombra.
236 libro tercero

Se para junto a los grandes árboles, y empinado hasta


alcanzarlos, explora la apretadura de ramas secas; hurga
anhelosamente, hunde su mano en el rebelde enredo y la
saca luego rasguñada y vacía.
Es el pájaro a quien busca, su sedosa ala dormida que
no aparece. Palpa con ansiedad el duro cuerpo del árbol,
hasta la copa muerta y, por fin, se aparta desengañado y
triste. Que no haya ninguno lo dice el perfecto silencio del
bosque. Ya hubiera volado azoradamente en la obscuridad
el que estuviera dormido en los contornos.
¡Ninguno! Menos codiciosos que los niños de la ciudad,
estos niños de la rama no han colgado en ella un zapatito
abierto.. .
Entonces los grillos, los chismosos del bosque, saliendo
a grandes saltos al camino, informan a Jesús, en su lengua:
—Os lo diremos, Señor. Los pocos que quedaron tienen
agarrotadas de frío las patitas, y de saltarines que eran,
se han tornado quietos; de ahí que no se azoren al sen­
tirte. Los otros, los más, de larga ala viril, pasaron el
Mediterráneo, azul como una turquesa, en busca de la
tierra cálida que enardece el trino.
Jesús escucha un momento y piensa:
—He de dejarles, sin embargo, una amorosa señal de
mi paso en esta noche. La Primavera vendrá pronto, y
cuando ellos retornen de la tierra cálida, la nieve habrá
quemado los rastrojos y habrán las aguas lluvias arrastra­
do las hebras del suelo. Tejer el nido será entonces amar­
ga labor.
GUZMÁN MATURANA 237

Ahora, a la par que se interna, va colgando de cada


gancho de encina y de álamo, y de las chatas matujas in­
clinadas hacia el sendero, una des flecadura fina y lumino­
sa : su cabellera.
En largas guedejas la desprende de la frente misma,
junto al cuello, de las sienes suaves, sobre la que caen
lánguidas y doradas.
Engarzadas en las ramas, las visten de gloria, como si
una nueva y anticipada primavera hubiera venido hasta
ellas esa noche en que todos los prodigios se hacen po­
sibles.
Y sigue internándose más, siempre más, mientras el
alba tarda en llegar, y todo árbol queda enriquecido a su
paso, sin que el río caudaloso de los cabellos merme sobre
las espaldas, llevándolo aún bastante espeso para dejar
vestidos todos los bosques de la Tierra. . .

*
* *

Las hebras rubias que los pájaros hallan esparcidas por


todas partes a su regreso, son finas y fuertes, como los
dedos de Jesús, y el nido sale de ellas delicado y viril,
tejido sabiamente para el ala y para el huracán. . .
238 LIBRO TERCERO

La Pascua de los pájaros.

II. LA GRACIA DEL TRINO.

Noche-Buena es, para nosotros, noche de estío,


fragante de pomas maduras en las huertas, lumi­
nosa y cálida.

Los pájaros tejieron el enredo ru­


bio del nido a principios de la Pri­
mavera, y ésta alcanzó a dejárselos
floridos con tres huevitos azules o
jaspeados.
Ahora, La hay en ellos temblor de
alas que están inquietas, porque sa­
GUZMAN MATURANA 239

ben que cualquier gloriosa mañana de éstas serán llama­


dos hacia arriba. . .
Como allá, Jesús sale por los caminos en busca de los
pájaros, a la precisa hora en que Noel jadea, rumbo a la
ciudad, con la pesada alforja a cuestas.
Hay una luna llena que unta de claridad la sierra y la
derrama en un riego caudaloso hacia el valle.
Jesús salva las cercas espinosas, sin desgarrarse las
sandalias, y cae sobre las huertas, que están durmiendo,
llenas de luz y de paz. El relente se le ha deslizado por
cabellera y espalda, y al abrirse paso sobre las matas
agrias que le toman la túnica, cae una lluvia de gotas
luminosas.
En cada árbol se detiene, coge una rama, la que tie­
nen enriquecida los nidos, y bajándola a la altura de su
pecho, se la recuesta con suavidad en él. Luego, va co­
giendo uno por uno los nidos y los contempla amorosa­
mente.
El pájaro, medio dormido en el fondo, no se ha sobre­
saltado, no despereza siquiera el ala amodorrada: los ojos
de Jesús que lo miran tan próximos, le parecen unas dos
lunas dulcísimas, y deja que, como la de lo alto, sigan ba­
ñándolo de un sereno resplandor.
Jesús lo toma delicadamente, así cual un cristal frágil,
y llevándolo a sus labios, pone entre ellos el pequeño pico,
que aun no ha adquirido dureza, que es breve y blandu-
cho todavía.
Ahí, entre los labios, mucho tiempo. . .
240 LIBRO TERCERO

El pájaro siente que algo está sorbiendo de entre ellos;


no sabe qué, tal vez otro relente cálido, porque pasa enar­
deciéndole la garganta.
La luna se hace más tierna sobre toda esa ternura; las
yerbas, por ver, se empinan afanosamente, aguzando las
puntillas de yemas; el viento aquieta el ala, por percibir
el chasquido suave del beso.
Ahí, entre los labios, mucho tiempo. . .
Al cuerpito friolento, el sabroso hospedaje le va sa­
biendo a amor, a un sereno y seguro amor, y se ha quedado
en la mano de Jesús sosegado y dichoso.
Después, el Maestro desprende suavemente el piquito
húmedo, que aun se le adhiere amoroso; deposita el ave
en el fondo del nido y suelta la rama, que asciende rica
de una cosa nueva.
Nada más ahora. Pero esperad que pase esta noche
y otras noches, para saber lo que se bebió allí, en los labios
cálidos, bajo la luna.

*
* *

Sobre la copa de un manzano, dorada de tarde, un pájaro


canta: jilguero tornasol o tordo esbelto, de negra ala lu­
ciente. Canta, y todo lo escucha, emocionado en la huer­
ta: la rama que lo sostiene, palpitadora y fina, el agua
azul de las pozas puras, hasta las feas piedras que nos
parecen muertas.
GUZMÁN MATURANA 241

Tan seductor es el canto, que ésos, inquietos e indi­


ferentes de suyo, permanecen, hasta que viene la noche,
hechizados y silenciosos.
Saben ellos el secreto: saben que el Maestro ha dado a
éste, de perfecto modo, la virtud que las aguas expre­
san sólo torpemente, la virtud melodiosa, más dulce que
otra alguna.
Y saben también, porque lo vieron aquella noche, que
los otros pájaros quedaron desposeídos de ella por lamen­
table esquivez suya: la lechuza huraña rechazó el beso,
y con un aletazo hirió a Jesús en la flor de los párpados,
en tanto que la paloma, la golondrina y otras, impacien­
tes, lo interrumpieron, y la gracia del trino fué recibida
a medias, imperfecta, trunca. . .
POESIAS
GUZMÁN MATURANA 243

A la Bandera.

(Manuel Magallanes Moure).

Enseña noble y sagrada


que traes a la memoria
tanto recuerdo de gloria,
tanta grandeza pasada:
cuando en ti nuestra mirada
se fija, despierta y crece
nuestro valor, y parece
que una racha de heroísmo
bajada del cielo mismo,
nuestras almas estremece.

Tu triple color entraña,


para el patriótico anhelo,
la azul pureza del cielo,
la nieve de la montaña
y la sangre en que se baña
nuestra historia; esos torrentes
de sangre, que los valientes
de otras edades vertieron,
cuando la lucha emprendieron
que nos hizo independientes.
244 LIBRO TERCERO

Y allí, en tu azul firmamento,


derramando su luz franca
sobre la montaña blanca
y sobre el campo sangriento,
gloriosa en su aislamiento,
siempre pura y siempre bella,
está la querida estrella
que solitaria quedó,
porque en su altivez no halló
ningún astro digno de ella!

Símbolo augusto, que encierras


el alma de una nación,
victorioso pabellón
que, tras legendarias guerras,
llevaste a extranjeras tierras
nuestra fama secular. . .
cuando al viento haces flamear
tus vigorosos colores,
entre vivos resplandores
se ve a los héroes pasar.

Tú representas aquello
que con fervor adoramos,
y cuando te contemplamos,
desplegándote al destello
del sol, el cuadro más bello
surge ante nuestras miradas,
GUZMÁN MATURANA 245

pues vemos en ti encarnadas


las ambiciones más puras,
las más intensas ternuras
y las cosas más amadas.

Pero hay-voz que te convierte,


Bandera de libertad,
en un signo de crueldad,
en un emblema de muerte. . .
¡ No supo, no, comprenderte
quien en tu funesto ardor
ve en ti un símbolo de horror !
Tú eres la Patria y también
eres el amor, pues quien
dice Patria, dice amor.

Y ese amor, noble Bandera,


lo encarnas tú, y es por eso
que, cuando flotas al beso
de la brisa pasajera
que en aromas de pradera
te envuelve, el chileno olvida
por ti a la mujer querida
y a la madre venerada,
y puesta en ti la mirada,
jura por ti dar la vida!
246 LIBRO TERCERO

El himno cotidiano.

^Gabriela Jlislral).

En este nuevo día


que me concedes, ¡oh, Señor!
dame mi parte de alegría
y haz que consiga ser mejor.

Dame Tú el don de la salud,


la íe, el ardor, la intrepidez,
séquito de la juventud;
y la cosecha de verdad,
la reflexión, la sensatez,
séquito de la ancianidad,
GUZMÁN MATURANA 247

Dichoso yo, si al fin del dla


un odio menos llevo en mí,
si una luz más mis pasos guía
y si un error nuevo extinguí.

Y si por la rudeza mía


nadie sus lágrimas vertió:
y si alguien tuvo la alegría
que mi ternura le ofreció.

Que cada tumbo, en el sendero,


me vaya haciendo conocer
cada pedrusco traicionero
que mi ojo ruin no supo ver.

Y más potente me incorpore,


sin protestar, sin blasfemar,
y mi ilusión la senda dore,
y mi ilusión me la haga amar
248 LIBRO TERCERO

Que dé la suma de bondad,


de actividades y de amor,
que a cada ser se manda dar:
suma de esencias a la flor
y de vapores a la mar.

Y que, por fin, mi siglo, engreído


en su grandeza material,
ao me deslumbre basta el olvido
de que soy barro y soy mortal.

Ame a los seres este día;


a todo trance baile la luz.
Ame mi gozo y mi agonía:
¡ame la prueba de mi cruz!
GUZMÁN MATURANA 249

El gallo.
(Armando Alcalde Abascal).

Es como un militar: en su apostura,


en su ademán gallardo, en su plumaje,
tiene todo el aspecto y galanura
de un general de reluciente traje.

Es su paso marcial; es altanero


y bravo en el luchar, lo que no impide
que ame la dulce paz del gallinero,
donde, como un sultán, reina y preside.

Guerrero sin igual, él mismo toca


el clarín del honor y del combate;
al adversario su cantar provoca
y su espolín al adversario abate.
250 LIBRO TERCERO

Por las mañanas, su canción sonora,


su canción primorosa y cristalina,
lanza, al lucir de la primera aurora
la primera sonrisa alabastrina.

Alza entonces el hombre la cabeza,


yérguese sobre el lecho apresurado,
abandona del sueño la pereza
y sale en busca del trabajo honrado.
GUZMÁN MATURANA 251

Lá sandía.
(Salvador Rueda).
Cual si de pronto se entreabriera el día
despidiendo una intensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada,
mostró su carne roja la sandía.

Carmín incandescente parecía


la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.
252 LIBRO TERCERO

Tajada tras tajada señalando,


las fué el hábil cuchillo separando,
vivas a la ilusión como ningunas.

Las separó la mano de repente,


y de improviso decoró la fuente
un círculo de rojas medias lunas.
GUZMAN M,ATURANA 253

Caridad.
■ ‘' i; 4

9 .—Libro III.—Guzmán M.
254 LIBRO TERCERO

Caridad.

(Humberto Bórquez Solar).

Tiende la mano al pobre y al caído;


no seas duro ante el sufrir ajeno.
Haz de tu corazón un tierno nido
de amor para el humilde y para el bueno.

Parte tu pan con el que no ha comido;


al ignorante apártalo del cieno;
cubre al desnudo y al que va aterido;
sé como un cofre de virtudes lleno.

Es hermoso y muy dulce hacer el bien;


sin la ambición de un premio en el futuro,
está en nosotros mismos el edén,
tal un diamante, sin pulir, obscuro.

Pule con fe tu espiritual diamante


y tendrás luces y placer bastante.
GUZMÁN MATURANA 255

La fortuna.

(Eduardo de la Barra).

Por un camino real muy frecuentado,


van y vienen las gentes
y no hacen alto en el carbón rodado;
lo ven, indiferentes,
sin acordarse que el carbón es oro,
sin sospechar que pisan un tesoro.

Juan, que es muchacho observador y atento,


al pasar por allí, vió en una loma,
perdido entre la grama,
un trozo de carbón que al aire asoma.
Mira y remira, y la atención le llama
cierta estructura. Lleno de contento,
el terreno examina
como geólogo que es, listo y ladino,
V, merced a su ciencia y a su tino,
de brillante antracita halló una mina.

■—¡ Así son los caprichos del destino!


exclamaba un jumento,
que del lugar del carbón era vecino.
256 LIBRO TERCERO

¡ Él, un recién llegado,


encuentra lo que en años no he encontrado!. . .

Pero, diga el jumento lo que diga,


debió Juan su feliz descubrimiento,
más que a la suerte amiga,
al saber, al trabajo y al talento.

•>MC
Las abejas,

(José M.’ Gabriel y Galán)

He observado la colmena
al mediar una serena
tarde plácida de Mayo. (*)
La volante, la sonora
muchedumbre zumbadora
laboraba sin desmayo.

¡ Qué magnífica opulencia


la de aquella florescencia
de los campos amarillos 1
Madreselvas y rosales,
maravillas y zarzales,
mejoranas y tomillos...

Todo vivo, todo hermoso,


todo ardiente y oloroso,
todo abierto y fecundado:
los perales del plantío,
los aromos del baldío,
las campánulas del prado.
(♦) Nótese que el autor es español.
258 LIBRO TERCERO

Y en corolas hechiceras,
y en pictóricas anteras,
y en estilos diminutos,
y en finísimos estambres,
van buscando los enjambres
las esencias de los frutos.

Y los finos aguijones,


en robadas libaciones,
van llevando a los talleres
lo mejor de la riqueza
que vertió naturaleza
por los términos de Ceres.

No se estorban ni detienen
las que ricas de oro vienen,
las que en busca van del oro.
Unas liban y acarrean,
otras labran y moldean:
¡ todas hinchen el tesoro!

Y hacinados en los cienos,


expulsados de los senos
del alcázar del trabajo,
los cadáveres viscosos
de los zánganos ociosos
se corrompen allá abajo. ..
GUZMÁN MATURANA 259

Mi vaquerillo.

(José M.’ Gabriel y Galán).

He dormido esta noche en el monte


con el niño que cuida mis vacas;
en el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta,
¡ y se quiso quitar, ¡ pobrecito!
su blusilla y hacerme almohada!

¡ Una noche solemne de Enero,


una noche de Enero muy clara!...
Los valles dormían,
los buhos cantaban,
sonaba un cencerro,
rumiaban las vacas. . .
Y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
260 LIBRO TERCERO

¡ Qué noches, qué noches!


¡ Qué horas, qué auras !
¡ Para hacerse de acero los cuerpos!
¡ Para hacerse de oro las almas!

Pero el niño, ¡ qué solo vivía!


Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos
tan solo pasaba
las noches de Enero,
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de Mayo,
cuando el aire menea las ramas,
y las noches terribles de Junio,
tan negras, tan bravas,
con lobos y cárabos,
con vientos y aguas!. . .

¡ Recordar que dormido pudieran


pisarlo las vacas;
morderle en los labios
horrendas tarántulas;
matarlo los lobos,
comerlo las águilas!. . .
¡Vaquerito mió,
cuán amargo era el pan que te daba!
GUZMÁN MATURANA 261

He pasado con él esta noche,


y en las horas de más honda calma,
me habló la conciencia
muy duras palabras. . .
y le dije que si, que era horrible,
que llorándolo el alma ya estaba.

El niño dormía
cara al cielo, con plácida calma;
la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara. . .
Y le dije, con voz de cariño,
cuando vi clarear la mañana:

—Despierte, mi mozo,
que ya viene el alba,
y hay que hacer una lumbre muy grande,
y un almuerzo muy rico. . . ¡ levanta!
Tú te quedas luego
guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas...
¡San Antonio bendito las guarda! . . .
Y a tu madre mañana le dices
que vaya a mi casa,
porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada.. .
262 LIBRÓ TERCERO

El buey.

(De Carducci). (1)

¡ Piadoso buey! Al verte, mi corazón se llena


de un grato sentimiento de paz y de ternura,
y te amo. . . cuando miras inmóvil la llanura,
que debe a tus rigores ser más fecunda y buena.

Bajo el pesado yugo, tú no sientes la pena,


y así ayudas al hombre que tu paso apresura;
y a su voz y a su hierro, contesta la dulzura
doliente con que gira tu mirada serena.

De tu ancha nariz, brota, como un vaho, tu aliento,


y tu afable mugido, lentamente, en el viento,
vibrando como un salmo de alegría, se pierde. . .

Y en su austera dulzura, tus dos verdes pupilas


reflejan, cual si fueran dos lagunas tranquilas,
el divino silencio de la llanura verde.

(1) Traducción de Jorge González.


GUZMAN MATURANA 263

El surco está abierto, y su suave hondor


bajo el sol semeja una cuna ardiente.
¡Oh, labriego, tu obra es grata al Señor!
¡Echa la simiente!

Nunca, nunca, el hambre, negro segador,


a tu hogar se llegue solapadamente.
Para que haya pan, para que haya amor,
¡echa la simiente!

La vida conduce, rudo sembrador.


Canta himnos donde la esperanza aliente.
Burla a la miseria y burla al dolor:
¡ echa la simiente!

El sol te bendice, y acariciador


en el viento, Dios te besa la frente.
Hombre que echas grano, hombre creador,
¡prospere tu rubia simiente!
264 LIBRO TERCERO

El granizo.

(Amado Ñervo).

—¡Tintín, tintín! Caigo del cíelo en insensato


redoble al campo, y todos los céspedes maltrato.
¡Tintín! Muy buenas tardes, mi hermana la pradera.
—Poeta, buenas tardes: ¡ ábreme tu vidriera!

Soy diáfano y geométrico, tengo esmalte y blancura


tan finos y tan suaves como una dentadura,
y en un derroche de ópalos blancos me multiplico.
La linfa canta, el copo cruje, yo. . . ¡yo repico!

Tin, tin, tin, tin, mi torre es la noche ideal.


¡ Oye mis campanitas de límpido cristal!
La nieve es triste, el agua turbulenta, yo, sin
ventura, soy un loco de atar. . . ¡ tintín, tintín!

¿Censuras? No, por cierto, no merezco censuras;


las tardes calurosas por mí tienen frescuras,
yo lucho con el hálito rabioso del verano
y soy bello. . .—¡Loemos a Dios, granizo hermano!. . .
GUZMÁN MATURANA 265

La abuela.

(De Víctor Hugo).

¡ Oh, madre de nuestra madre!


¿ Estás durmiendo ? Despierta. . .
¿ Por qué más sobre tu pecho
hoy inclinas la cabeza ?
Dínos: ¿ qué mal te hemos hecho
para que ya no nos quieras ?

Mira: la luz palidece;


del hogar el fuego humea,
y si no quieres hablarnos
como solias, abuela,
la luz, el fuego y nosotros
moriremos de tristeza.

Daños tus manos heladas


que nuestras manos calientan.
De los viejos trovadores
cántanos canciones viejas.
Ven: enséñanos tu Biblia
con sus láminas tan bellas,
y los ángeles guardianes,
y el cielo con tanta estrella,
y el niño, el buey y los magos. . .
266 LIBRO TERCERO

Descifrarlos esas letras


que a Dios hablan de nosotros
en latín. ¿No te despiertas?
La luz vacila y se apaga,
se agrupan las sombras densas. . .
Tú, que el miedo nos quitabas,
nuestro pavor hoy aumentas.

¡ Cielos! Su mano está fría. . .


A veces, con su voz tierna,
nos hablaba de otro mundo,
de la vida pasajera
y de la muerte... ¡La muerte!
¿Qué es la muerte?. . . ¿No contestas?. . .

Y largo tiempo se oyeron


sus sollozos; y risueña
se levantó, al fin, la aurora
y no despertó a la abuela.

Un pastor vió, por la noche,


al pie de la cama, en tierra,
dos niños arrodillados
que rezaban con voz trémula!. . ,
GÜZMÁÑ máturaña 26?

El faro.
(Samuel A. Lillo).
Misterioso centinela
de los mares, aquel faro
se destaca limpio y claro
en la punta de un peñón,
y cual cíclope de piedra
sobre la sirte rugiente,
levanta erguida la frente
que respeta el aquilón.
268 Libro tercero

Si sobre las verdes ondas


brilla el sol esplendoroso,
tranquilo duerme el coloso,
perdido en la inmensidad;
mas, cuando el vago crepúsculo
envuelve la mar desierta,
sacude el sueño. . . y despierta
en su inmoble pedestal.

Mira inquieto la llanura,


y su encendida pupila,
girando en torno, vigila
cuanto abarca su mirar;
mientras su rojiza lumbre,
que el alba espuma arrebola,
va saltando de ola en ola
hasta perderse en el mar.

Cuando en la noche, perdido,


golpeado por la tormenta,
sobre la ola turbulenta
va el navio a zozobrar,
brilla en la sombra de súbito
viva luz como un lucero:
es el faro, que el sendero
del puerto marcando está.
GUZMÁN MATURAMA 269

Silbantes lenguas de espuma


saltan, lo envuelven rugientes,
como vividas serpientes
que el mar le arroja en tropel:
es que le odia el arrecife
y el hondo abismo se irrita,
porque sabe que le quita
las presas que ya eran de él.

Sólo cesa su tarea


cuando, en la costa, la aurora
el alto monte colora
de rosado resplandor ;
torna a su sueño el vigía,
mientras se oye en lontananza,
el cántico de alabanza
del náufrago que salvó.
270 LIBRO TERCERO

Colón.

(Guillermo Matta).

A la marcha veloz del pensamiento,


obstáculos el mundo pone en vano;
sólo el débil se abate al sufrimiento:
el genio es invencible y soberano.
GUZMÁN MATURANA 271

(Tolón, Colón, renueva tu ardimiento.


Ven, ya te espera el hemisferio indiano,
y en frágil nave, desafiando el viento,
hiende en pos de tu gloria el océano.

Tu genio el globo misterioso abarca;


de pie sobre el timón, audaz piloto,
siempre al Oeste, siempre va tu barca.

¡ Oh, gozo! ¡ oh, triunfo! En el confín remoto,


naciendo el alba entre arreboles, marca
la extensa playa de ese mundo ignoto.
272 LIBRO TERCERO ’

(José Santos Chocano).

Vino del mar el grupo de hombres blancos y hermosos,


más fuertes que titanes, más, altos que colosos,
que en la playa, aquel día, surgieron de repente,
como una visión rara.
Tenía uno en la frente
un lucero; otro héroe blandía en la mirada
un rayo, que era como la hoja de una espada;
GUZMÁN MATURANA 273

otro, encima del peto, la cruz; otro, en la mano,


un halcón de nobleza; y otro, un laurel pagano:
todos vaciados eran como en un molde; todos
se entendían al simple contacto de sus codos;
todos tenían su alma bajo del mismo cuño
y se apretaban, como los dedos en un puño.

El capitán lucía, por signo de grandeza,


un Sol, como aureola, detrás de la cabeza;
mostraba una caricia perpetua de ternura
en el tornasolado metal de su armadura;
y si los pies movía, dejaba como huella
una flor. . . una estrella... y una flor... y una estrella. . .
—Y bien, ¿ para qué naves ?
En la extensión remota
del mar, se balanceaba la aventurera flota,
como si recordase, desplegando en los cielos
sus lonas, el simbólico adiós de los pañuelos
con que madres, hermanas, novias, en sus dolores,
despidieron al grupo de los Conquistadores.

—¿ Para qué naves ?


Todos tendrán la misma suerte.
El regreso es infame... ¡La victoria o la muerte!
Y como en una de esas hazañas a que Homero
consagra sus mejores exámetros de acero,
Hernán Cortés, a modo de un dios del paganismo,
manda quemar sus naves.
274 LIBRO TERCERO

El encrespado abismo
del mar hincha sus olas con regocijo; y luego
que se enrosca en las naves la serpiente del fuego,
cada ola que lame los pies de los soldados,
tiende sobre la arena leños carbonizados.

El héroe, con los ojos sin fin y alta la frente,


se queda pensativo, mirando largamente
el desfile, que es como de penachos y golas,
de las espumas blancas sobre las negras olas;
y de súbito, lleno de la fe más segura,
clava los ojos contra las selvas de la altura
que se encrespan encima de los riscos; se siente
ungido por la gloria, y ante su brava gente,
extiende como un guía, hacia el confín lejano,
con gesto majestuoso, la imperativa mano.

Estremécese el grupo; surge el león de España,


y un tropel de caballos penetra en la montaña. . .
GUZMÁN MATURANA 275

La frase de Cortés.
(José Santos Chocano).

El Rey del Sol, el hombre que vió a sus pies la esfera,


enderezando al punto su testa coronada,
preguntó:—j Quién detiene mi carroza ? Una espada
es menos penetrante que una pupila fiera.

Vergonzante que un día sus harapos zurciera


con un rayo de gloria, resistió la mirada;
y arrojó a las alturas una frase, vaciada
en los épicos moldes de la clásica era.

Tal el Rey:—¿Quién detiene mi carroza? Aquel hombre


se acercó respetuoso, y en lugar de su nombre,
—¡ Quien te ha dado más tierras que tu padre! le dijo.

Carlos V abrió entonces su carroza al instante,


y rogándole luego que pasara adelante,
lo sentó a su derecha, como Dios a su Hijo.
276 LIBRO TERCERO

Mirando al río.
(Víctor Domingo Silva).

¡ Rueda, rueda, turbio río!


En la alta noche serena,
tu largo rezongo suena
como un gran cuerno vacío.
Con lívido escalofrío,
tiemblan lejanas siluetas
bajo tus aguas inquietas,
por sobre cuyo zig-zag,
la luna, como un carcaj,
desparrama sus saetas.

Te miro y te oigo. Tus vagos


monólogos sin palabras,
me hablan de historias macabras
y de espantosos estragos.
Ya sé que te son aciagos
los días; que tu linfa ciega
perpetuamente navega
hacia el perdido miraje
de un río, hozando el paisaje
y alborotando la vega.

Hacia los días lejanos


en que eras libre, y solías
correr con ansias bravias
desde la selva a los llanos;
GUZMÁN MATURANA 277

en que los robles ancianos


te daban sus cabelleras,
y por sobre tus riberas,
las tribus de hombres desnudos
ataban, con recios nudos,
sus lanzas a sus banderas.

Tú sueñas con el tesoro


de tus días primitivos;
con tus bárbaros esquivos
y con tus arenas de oro.
¡ Nunca tu caudal sonoro
empujó las aguas sordas
que hoy entre charcas desbordas,
sino la balsa de boqui
en que solía algún toqui
ir a arengar a sus hordas!

Sueñas con los hombres fieros


que fundaron la ciudad:
ésos que eran por mitad
bandidos y caballeros.
Trágicos aventureros
que, encima del arcabuz
la espada, formaron cruz:
fanatismo sobrehumano,
mitad rigor castellano,
mitad ingenio andaluz.
278 LIBRO TERCERO

Y recuerdas los sangrientos


combates, las iras bravas,
los heridos que arrastrabas,
los alertas, los lamentos
y los gritos turbulentos;
las testas fuera del tronco,
los golpes de hacha, y el bronco
retumbar de las cureñas
entre las huestes zahareñas
del viejo Michimalonco.

Como en fantasmagoría,
ves las proezas que hizo
Lautaro, el caballerizo,
contra sus amos un día.
Sombras de melancolía
pasan sobre tu alma inquieta,
y aun tu lenguaje interpreta
los portentos que escuchabas
en las soberbias octavas
de don Alonso, el poeta.

Y la Colonia vetusta:
el caserón solitario
el ¡ talán! del campanario
en la Catedral augusta. . .
La autoridad siempre adusta;
una calesa que rueda
en mitad de la vereda;
GUZMÁN MATURANA 279

el corregidor, la niña
de blanca toca y basquina
y el lento golpe de queda.

Nunca, ¡oh, río! en tus obscuros


días de vida salvaje,
ansiaras el vasallaje
de pretiles y de muros.
¡ Son hoy tus días bien duros!
Estás como emparedado
sobre tu cauce empedrado,
y gritas, y te querellas,
y aúllas a las estrellas,
como un perro encadenado!. . .
280 LIBRO TERCERO

(Gabriela Mistral).

Fué este Alonso de Ercílla raro conquistador;


más que de oro, de todas las glorias buscador;
que de una guerra homérica combatiente y testigo,
guerrea, y luego, hidalgo, le canta al enemigo.

Porque es el enemigo grande y bravo como él,


digno de ser ibero y de ceñir laurel;
porque, desde que a guerras va un soldado español,
no halló mayores bríos bajo el oro del sol.
GUZMÁN MATURANA 281

Soldado en que el escudo no ahoga la terneza


y halla el guerrear heroico henchido de belleza;
que si al toqui (1) no libra del suplicio brutal,
lo lleva a su poema y lo vuelve inmortal.

Don Alonso de Ercilla descansa, satisfecho


del oro de su verso y el hierro de su pecho,
como cuando, después de pelear todo un día,
el soldado evocaba y el poeta escribía.

Gallardo Don Alonso, poeta y capitán,


las sangres de Valdivia y Caupolicán,
confundidas en una como regia alianza,
dan al mundo una raza de soberbia pujanza.

Al pie de vuestra estatua, cuando la veis pasar,


sentís, como otro tiempo, la embriaguez de cantar.
(1) Caupolicán, por quien Ercilla intercedió.
282 LIBRO TERCERO

Caupolicán.

(Rubén Darío).

Es algo formidable que vió la vieja raza:


robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules o el brazo de Sansón.

Por casco, sus cabellos; su pecho por coraza:


pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro y extrangular un león.

Anduvo. . . anduvo. . . anduvo... Lo vió la luz del día,


lo vió la tarde pálida, lo vió la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

¡ El toqui! ¡ el toqui! clama la conmovida casta.
Anduvo. .. anduvo... anduvo.. . La aurora dijo:—¡Basta!
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
GUZMÁN MATURANA 283

Lautaro.
(Alberto Mauret Caamaño).

Ningún mozo más gallardo que este indígena doncel,


ni más fuerza y maestría que en el golpe de su maza.
¡ Cien caciques le proclaman el heraldo de la raza!
¡ Cien doncellas le coronan con guirnaldas de laurel!

En frenética carrera, caballero en su corcel,


como rayo de tormenta por el vasto llano pasa;
al embate de su. huestes, en su torno, hiere, arrasa,
y su lábaro glorioso se despliega en Tucapel.

La traición cortó sus alas... De aquel ínclito caudillo


sus proezas y sus triunfos, de su nombre al alto brillo,
como rústicos copihues florecieron bajo el sol.

La cabeza de Valdivia cayó al golpe de su mano,


y legó con sus hazañas, al indómito araucano,
el amor a sus montañas y su encono al español.
284 LIBRO TERCERO

General JOSÉ MIGUEL CARRERA.

Primer Presidente de Chile. 1811.


GUZMÁN MATURANA 285

Carrera.
(Samuel A. Lillo).

Levántate, ¡oh, Patria! y mira


quién es el héroe que expira
de esas montañas al pie,
sobre un cadalso, afrentado
como un siniestro malvado
puesto fuera de la ley.

Es tu caudillo glorioso
que, audaz, altivo y hermoso,
hasta tus playas llegó,
cuando en montes y riberas
estallaron las primeras
chispas de tu rebelión.

Contémplalo, que es el mismo


de cuyo gran patriotismo
surgiste como nación:
el que te dió por entero
su espada de caballero,
cuanto tuvo y cuanto amó.

Aquél que la Patria vieja,


desde Osorio hasta Pareja,
llenó con su batallar;
el que fué heroico soldado,
si no siempre afortunado,
vil y cobarde, jamás 1
10 .—Libro III.—Guzmán M.
286 LIBRO TERCERO

El que cambió con su espada,


heroicamente ganada
al otro lado del mar,
tu mezquino camisón
de siervo, por el ropón
amplio de la libertad.

El que tus bravas legiones


al fuego de los cañones
llevó por primera \'ez;
y en Chillán y en Yerbas Buenas,
arrastró por las melenas
al león de España a tus pies.

No tuviste otro caudillo,


¡ oh, Patria! de tanto brillo,
ni otro pecho más viril;
ni sostuvo tu bandera,
victoriosa y altanera,
más bizarro paladín.

Y hoy, que ha limpiado la historia


de toda sombra su gloria,
nos parece un semidiós,
cuya brillante figura,
rasgando la niebla obscura,
sube triunfante hacia el sol.
GUZMÁN MATURANA 287

Manuel Rodríguez.
(Alberto Mauret Caamaño).

a arrojo temerario, óu pujan za,


la fama difundía pregonera,
y al fzente de óu brava montonera/
fue como un rayo deótructor au lanza.
<^obre el fuerte enemigo óe abalanza,
el eópanto sembrando por doquiera,
ótn que le arredre la celada artera
que le tiende el temor y la venganza.
ebT&arcó con mil proezaó óu camino,
y bajo el golpe de traidor deátino,
en holocauato concluyó óu vida,
Cjtiarda óu nombre con amor la ¿fGiótori
y óu glorwóa, trágica memoria,
en el alma del pueblo eotá eóculpida.
288 LIBRO TERCERO

Paula Jara-Quemada.

(Ismael Parraguez).

•—-En nombre del rey, señora,


la hacienda toda entregad;
las casas para mi gente
y víveres que yantar.

-—Señor capitán, decidme


qué cosas necesitáis.
—Las llaves de cuanto miro.
—¿Mis llaves? Eso. . . ¡jamás!

Daré, por mi propia mano,


lo que sea justo dar
a vuestra cansada gente
y a su altivo capitán,
que de una dama chilena
no se ha de decii' jamás
que no supo al pasajero
brindar hospitalidad.

—¡ Las llaves pido y exijo!


—¿Mis llaves? Eso.. . ¡jamás!
—¡ Las llaves... o mis soldados
contra vos dispararán!
GUZMÁN MATURANA 289

—Las balas no son razones,


¡ oh, valiente capitán!
y a Paula Jara-Quemada
con balas no intimidáis!

Y mostrando la heroína,
con un gallardo ademán,
su alto pecho a los soldados,
gritó altiva:—¡ Disparad!. . .

Era una diosa: su ejemplo


avergonzó al capitán,
que mandó presentar armas
y a su gente retirar.
290 LIBRO TERCERO

Dieciocho de Septiembre.

(Alberto Mauret Caamaño).

Al fin sonó de libertad la hora


en los pueblos del joven Continente;
y Chile, en noble lid, rompió valiente
la cadena humillante y opresora.

¡ Sol de Septiembre! La nación se enflora


y su alma heroica se estremece ardiente,
y despunta magnífica en oriente
la Estrella de la Patria redentora.
¡ Sol de Septiembre! Al varonil embate
del porfiado español en el combate,
opuso el pueblo su robusto pecho.

Por siempre el grito de victoria vibre:


¡que el chileno nació para ser libre,
escudado en la fuerza y el derecho!
GUZMAN MATURANA 291

El huaso.
(Humberto Bórquez Solar).

Cuando pasa bien apuesto,


con altivo y noble gesto
sobre un ágil alazán,
lo imagino un altanero,
animoso caballero
de aquel tiempo legendario medioeval.

El sombrero de anchas alas,


como un yelmo reluciente,
le defiende su apacible faz morena
del ardiente
sol canicular.

Por gorgnera, lleva el huaso


un pañuelo de alba seda,
y por peto y por coraza,
una manta, como un raso,
de variado e intensísimo color.

Sus perneras, las polainas,


hacen terno con la silla americana,
con las riendas y el arreo que engalana
su magnífico y alígero corcel.

En la cuja no se afirma
la bandera ni la lanza;
292 LIBRO TERCERO

mas, él lleva, como huaso,


suspendido en el arzón,
un seguro y largo lazo,
que ha sido hecho con el cuero
todo entero
de algún buey.

Es su espada un gran machete


que envainado cuelga al cinto,
arma y útil a la vez,
con que corta y acomete
los tropiezos que a menudo
en el campo suele hallar. . .

Las carreras, topeaduras y rodeos,


son las justas y torneos
donde luce, con su arrojo,
la esbeltez y la soltura
de su alígero alazán. . .

¡ Los rodeos!. . . Es entonces cuando olvida


los temores de su vida,
e intrépido y armado
de su largo y firme lazo,
al galope se echa el huaso
tras la vaca o el novillo montaraz.
Y revuelve su caballo,
lo encabrita, lo espolea,
salta y corre sin desmayo,
GUZMÁN MATURANA .293

como un héroe en la pelea,


y no cesa en su porfía
sino cuando, en un recodo,
con destreza, de algún modo,
él enlaza al animal.

Vencedor en esta empresa,


vuelve airoso, muy en alto la cabeza,
arreando con sus dichos campesinos,
fatigada ya la bestia,
al potrero do la espera el marcador.

Cuando pasa el bravo huaso


con su veste campesina,
bien montado sobre un ágil alazán,
con la manta, la chupalla,
las espuelas y su lazo,
yo le admiro con orgullo
ese aire y continente,
ese modo tan sereno,
propio sólo del huaso nacional.
294 I.IBRO TERCERO

El recuerdo.

(Diego Dublé Urrutia).

¡ Oh ! me parece recordarlo todo :


Mi pueblo, con sus calles coloniales
arboladas de acacias; las cruj ¡entes
carretas de los indios, arrastradas
por bueyes taciturnos; el misterio
de las tardes de Arauco, silenciosas,
cargadas de recuerdos y tristezas;
a lo lejos, surgiendo de la bruma,
los volcanes andinos; al poniente,
las cordilleras, donde en otros tiempos
anidaron los hombres y los leones!. . .
¡Todo postrado en oración!...
GUZMÁN MATURANA 295

Y aquellas
obscuras alamedas, empolvadas
por los vientos australes, y los frescos
follajes de culenes aromáticos,
caidos, dulcemente, sobre el río,
donde iban a beber, por las mañanas,
los bueyes campesinos, y a bañarse,
por la tarde, los chicos de la escuela. . .
Y aquellas tibias horas del crepúsculo
en que sólo se oían, vagamente,
el son del esquilón, las soñolientas
cornetas del cuartel y las lejanas
nocturnas melopeas de las ranas. ..

¡ Oh ! ¡ me parece renovarlo todo


aquí en mi joven corazón!. . . Entonces,
la vida bajo el sol se deslizaba
transparente, magnífica, sin ruido,
como las olas de las mares altas. . .

La niñez, con sus vírgenes frescuras,


derramaba, en mi espíritu en capullo,
la plateada y serena transparencia
de las fuentes heladas de los bosques,
y en él se reflejaban, dulcemente,
las agrestes bellezas de aquel suelo
que amó el abuelo Ercilla.. .
Por entonces,
las mujeres de Aratico, todavía
llevaban sus chicuelos a la espalda,
y en los días de duelo y de tristezas,
escuchaban aún los viejos robles
las enfermas, llorosas melopeas
de una raza muriente...
296 LIBRO TERCERO

En aquel tiempo,
donde hoy se tienden amarillos campos
de mieses ondulantes, susurraban
bosques sombríos de gigantes robles.. .

Hoy nada existe ya; todo ha caído:


los gigantes escuetos, solitarios,
parecen despedirse desde lejos,
moviendo lentamente sus ramajes;
y en las cálidas tardes del estío,
cuando bajan las aves de los montes,
aquellos solitarios de los valles
escuchan misteriosas narraciones
de selvas seculares incendiadas
y de nidos perdidos en las selvas. . .
GUZMÁN MATURANA 297

Las tristezas de la guerra.


(Francisco Villaespesa).

Campesina, más hermosa


que flor de Jerusalén,
blanca como la azucena
y rubia como la miel:
¿por qué la rueca de plata,
en donde hilabas ayer
tu blanco velo de bodas,
yace rota ante tus pies?
—Mi amado se fué a la guerra
a combatir por su Rey:
yo una sortija de oro
en su anular coloqué. . .
Hoy trajeron la sortija
y su caballo... sin él!.. .
*
* *
■—Lavandera, que en el río,
a la sombra de un rosal,
como la Virgen María
estás lavando un pañal,
¿por qué no alegras ahora
la fuente con un cantar?
¿ Por qué lloras tanto y tanto,
que parece que el pañal,
en vez de lavarlo en agua,
lavándolo en llanto estás?

—Porque el padre de mi hijo


se fué al campo a guerrear.
El niño tiende los brazos
298 LIBRO TERCERO

y le llama sin cesar;


mas, a su cuna a besarle
su padre nunca vendrá...
*
* *
—Molinera, molinera,
¿ quién el molino paró ?
El agua espeja en los cubos
el oro tibio del sol;
pero la piedra no muele,
ni canta alegre tu voz.
Llorando estás a la puerta,
y es tan honda tu aflicción,
que el mastín el lomo eriza
y da aullidos de dolor.
—Mi hijo a servir a su Rey
a la guerra se marchó. . .
¡ Todos de la guerra han vuelto. . .
y mi hijo aún no volvió!
Y sin él, este molino
¿para qué lo quiero yo?

* *
—¿ Por qué la viña está seca
y el prado es un erial?
¿ Por qué la fragua no suena ?
¿ Por qué los bueyes están
escuálidos y encerrados,
sin ir al prado a pastar?
—Los brazos que trabajaban
quedaron bajo otra luz:
en el campo de batalla,
abiertos como una cruz.
GUZMÁN MATURANA 299

Se alza la llama siniestra. . .


-—¡ Incendio! cien voces claman;
silba el pito y ronca vibra
la aterradora campana.

Sobresaltada y confusa,
la ciudad se agita en masa.
—¡ Listo' que vuelen las bombas,
que al cielo suben las llamas!. . .
300 LIBRO TERCERO

Medio vestido, el bombero


deja atrás calles y plazas:
¡con tal ligereza corre,
que sus pies parecen alas!

Y se armonizan las lenguas,


y se confunden las razas:
—¡Avanti!—¡All right!—¡A la course!
—¡ Ligero, que el tiempo pasa!

—¡ Después de un sueño tan dulce,


una jornada tan larga!. . .
—¡ Alto! ¡ que aqui está el peligro!
—¡ Armad la bomba!—¡ Agua!—¡ Agua!

Y se añaden las mangueras,


y rechina la palanca,
y el intrépido bombero
ágil trepa las escalas.

■—¡Montes! ¡Montes!—¡Más arriba!


•—¡ Derribad esa muralla!
—¡ Adelante, zapadores!
—¡ Bien, pitoneros!—¡ Más agua!

Y cae el agua a torrentes


y no descansan las hachas:
—¡ Mirad que el piso se hunde!
—¡ Eso no importa!—¡ Agua! ¡ Agua!
GUZMÁN MATURANA 301

Y corren los salvadores,


y sobre sus hombros sacan
mujeres despavoridas
y niños por entre llamas.

¡ Y cunde el incendio... y cunde. . .


y ya las fuerzas no bastan!
—¡ Mentira! ¡ Mientras hay fuego,
ningún bombero se cansa!. . .

Ya destila su cotona;
falta el aire a su garganta;
¡y siempre firme en su puesto,
pues la corneta no calla!. . .

Sigue el fuego, crece el humo,


caen chispas, llueven brasas.
—¡Ya cederán, no hay remedio!
—¡ Ea, más fuerza! ¡ Más agua!

Y arden y arden los escombros,


y entre el humo se destaca
la figura del bombero,
radiante, imponente, impávida. . .

—¡ Victoria, que el fuego cede!


—¡ Hurra! ¡ Se apagó la llama!
—¡ El deber está cumplido!
—¡ Alto ya!—¡ Viva la patria!. ..
302 LIBRO TERCERO

-1 1 ------- 1
Y vuelve al cuartel la bomba
y el bombero a su morada,
donde la madre y la esposa
con tierna inquietud le aguardan.

Al nacer la nueva aurora,


más grande el bombero se halla:
no recuerda sus fatigas,
—------ IT ni recompensas aguarda.

¡ Que, para estar satisfecho,


haber cumplido le basta
lo que su deber le exige
y su conciencia le manda!. ..
GUZMÁN MATURANA 303

Canción de Yungay.
(Ramón Rengifo).

CORO.

Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay.
I II

Del rápido Santa ¡ Oh, Patria querida,


pisando la arena, qué vidas tan caras
la hueste chilena ahora en tus aras
se avanza a la lid. se van a inmolar!
Ligera la planta, Su sangre vertida
serena la frente, te da la victoria;
pretende impaciente su sangre, a tu gloria
triunfar o morir. da un brillo inmortal.
III IV
Al hórrido estruendo Desciende, Nicea,
del bronce terrible, trayendo festiva,
el héroe, invencible tejida en oliva,
se lanza a lidiar. la palma triunfal.
Su brazo tremendo Con ella se vea
confunde al tirano, ceñida la frente
y el pueblo peruano del héroe valiente,
cantó libertad. del héroe sin par.
304 LIBRO TERCERO

Canción Nacional de Chile.

(Ensebio Lillo).

CORO.

‘Dulce Patria, recibe los Cotos


con que Chile en tus aras juró
que, o la tumba serás de los libres
o el asilo contra la opresión-
GUZMÁN MATURANA 305

Ha cesado la lucha sangrienta;


ya es hermano el que ayer invasor;
de tres siglos lavamos la afrenta,
combatiendo en el campo de honor-
El que ayer doblegábase esclavo,
libre al fin y triunfante se ve;
libertad es la herencia del bravo:
la victoria se humilla a su pie.
jdlza, Chile, sin mancha la frente;
conquistaste-tu nombre en la lid;
siempre noble, constante y valiente,
te encontraron los hijos del Cid.
Que tus libres tranquilos coronen
a las artes, la industria y la paz,
y de triunfo cantares entonen
que amedrenten al déspota audaz.
Ouestros nombres, valientes soldados
que habéis sido de Chile el sostén,
nuestros pechos los llevan grabados - • .
los sabrán nuestros hijos también.
Sean ellos el grito de muerte
que lancemos marchando a lidiar,
y sonando en la boca del fuerte,
hagan siempre al tirano temblar-
306 LIBRO TERCERO

Si pretende el cañón extranjero


nuestros pueblos osado invadir,
desnudemos al punto el acero
y sepamos vencer o morir.
Con su sangre, el altivo araucano
nos legó por herencia el valor,
y no tiembla la espada en la mano,
defendiendo de Chile el honor.
Puro, Chile, es tu cielo azulado,
puras brisas te cruzan también,
y tu campo, de flores bordado,
es la copia feliz del Edén.
Majestuosa es la blanca montaña
que te dió por baluarte el Señor,
1? ese mar, que tranquilo te baña,
te promete futuro esplendor.
Esas galas, ¡oh, Patria! esas flores
que tapizan tu suelo feraz,
no las pisen jamás invasores:
con su sombra las cubra la paz.
Nuestros pechos serán tu baluarte,
con tu nombre sabremos vencer,
o tu noble y glorioso estandarte
nos verá combatiendo caer.
GUZMÁN MATURANA 307

20 noes importantes.
1 .—descuides el aseo de tu persona.
2 .—lleves sucia la ropa interior.
3 .—tengas las uñas largas ni de luto.
4 .—te limpies los oidos ni las uñas ante los demás.
5 .—te pongas el sombrero sobre las cejas, echado
hacia atrás o a un lado de la cabeza.
6 .—salgas nunca sin haber dado lustre a tu calzado.
7 .- -lleves las manos en los bolsillos del paleto o del
pantalón.
8 .—escupas en el suelo; busca siempre la salivera.
9 .—silbes en los sitios públicos, ni donde molestes a
la gente.
10 .—te suenes en presencia de los demás. Evítalo
cuanto sea posible.
i 11.—bosteces cuando hables con alguien.
12 .—estés con la boca abierta. Además de ser signo
de estupidez, esta fea costumbre daña la salud.
13 .- -respires por la boca.
14 - -entres a la habitación de una persona sin previo
permiso.
15 .—entres con sombrero a ninguna oficina.
16 .—tomes nada, para curiosear, en un escritorio
ajeno.
17 .—procures leer lo que otra persona está leyendo.
18 .—conviertas los muebles en tambor y tus dedos
en palillos.
19 .—fumes: el cigarro es un veneno, sobre todo pa­
ra los niños.
20 .—te acostumbres a las bebidas alcohólicas: la
embriaguez es el más vergonzoso de los vicios.

Ni ojo en carta, ni mano en plata.


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Comunique sus pedidos y envíe el valor corres­


pondiente en carta dirigida a
M. GUZMÁN MATURANA
SANTIAGO, Casilla 1419.

Imp. Universo.—Matucana 31
1926

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