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Del Miedo a la Confianza

Por Oscar Anzorena*

“Ninguna pasión elimina tan eficazmente


la capacidad de actuar y de razonar
como lo hace el miedo”
Edmund Burke

Cuando se gestiona el trabajo y se conduce a las personas bajo el paradigma de la empresa


tradicional (mando-control), lo que se valora es la disciplina, la actitud de obediencia y la
conducta de acatamiento. Este tipo de vínculos laborales generalmente se sustentan en un
estado anímico colectivo de temor y de desconfianza mutua. Por el contrario, para lograr
movilizar el conocimiento y la iniciativa colectiva, para aprovechar el talento, la creatividad y la
capacidad de innovación que pueda aportar cada individuo, se requiere que las personas estén
imbuidas y comprometidas con la visión y los objetivos de la empresa, motivadas con las tareas
a realizar y que asuman una conducta de responsabilidad por los resultados. Todo esto sólo es
posible en una cultura organizacional basada en la emocionalidad de la confianza.

Desarrollaremos algunos de los aspectos más relevantes de estos estados anímicos (el miedo
y la confianza), centrando el análisis en las formas en que se manifiestan en ámbitos
organizacionales y en cómo impactan en los comportamientos de los integrantes de las
mismas.

El miedo

Pilar Jericó[1], una especialista que se ha dedicado a estudiar la emocionalidad del miedo en el
ámbito empresario, sostiene: “Nadie lo reconocerá abiertamente, pero el miedo ha sido
empleado como método de gestión en las empresas durante siglos (y se continúa empleando)”.

Generalmente relacionamos el concepto de miedo con la reacción emocional ante una situación
de peligro. Sin embargo, cuando lo analizamos como emocionalidad organizacional nos
referimos al miedo como un estado de ánimo que perdura en el tiempo. Actúa como trasfondo
en los comportamientos de las personas, tiñe las relaciones y persiste como un componente
distintivo de la cultura organizacional.

El miedo puede manifestarse de diversas formas y en distintos niveles de intensidad. Puede ir


desde el malestar temeroso hasta el pánico. Cuando hablamos de la “gestión por el miedo”, nos
referimos al temor de baja intensidad pero de larga duración.
Es muy diferente si se trata de una emoción de miedo que surge como reacción a un hecho
puntual en una circunstancia específica, que cuando se instala un estado anímico de temor
como forma de interacción y convivencia organizacional. Ambas emocionalidades difieren en
las formas en que se expresan, en las consecuencias que generan en el comportamiento y en
el impacto que pueden tener en la salud y en la calidad de vida de las personas. El estado de
ánimo de temor en el ámbito laboral es uno de los más frecuentes factores desencadenantes
del estrés.

Cuando el miedo se produce como consecuencia de un evento determinado, como puede ser la
discusión con el jefe o el problema con un cliente, una vez pasado ese momento se vuelve a
reestablecer la situación normal y a trabajar en un clima de tranquilidad y distensión. Ante este
tipo de acontecimientos todo nuestro sistema de alerta corporal se activa. La emoción del
miedo se relaciona con el “estrés positivo” o eustrés, que se mantiene mientras perdura la
situación y luego desaparece.

Muy distinto es el caso en que el estado de ánimo de temor se nos presenta en forma
persistente y es parte del clima de trabajo que se respira en la organización. En la medida en
que sentimos a nuestro ámbito laboral como un lugar de riesgo permanente, entramos en un
estado de estrés continuo. Cuando se pasa de una “reacción de alerta” de una duración
momentánea, a un “estado de vigilancia” constante, el sistema hormonal además de liberar
adrenalina comienza a liberar corticoides que generan el estrés crónico o distrés, que afecta el
sistema inmunológico y deja expuesto al organismo a contraer diversas enfermedades.

Este estado de ánimo de temor y de estrés continuo destruye nuestra motivación, va minando
nuestra capacidad de acción, consume nuestras energías e imposibilita que despleguemos
nuestro potencial. Esto no sólo tiene consecuencias a nivel de la baja del desempeño y la
efectividad individual, sino que impacta en la productividad organizacional y en la competitividad
empresaria. De personas que trabajan en un estado anímico de temor y desconfianza, se
puede esperar obediencia, acatamiento y disciplina, pero nunca se puede pretender iniciativa,
creatividad, implicación con la tarea, ni compromiso con la organización.

La gestión por el miedo es uno de los factores que frenan el desarrollo del talento y el
aprovechamiento del conocimiento colectivo. Muchas veces las empresas confunden sumisión
con lealtad y no toman conciencia de los costos de los estilos autoritarios de conducción.
Pfeffer y Sutton[2], dos investigadores de la Universidad de Stanford que estudiaron la
problemática de la gestión del conocimiento, afirman que: “En todas y cada una de las
organizaciones que no lograron traducir el conocimiento en acción, observamos que
predominaba una atmósfera de temor y de desconfianza”.

Una de las características centrales de la emocionalidad del miedo es que posee una
dimensión temporal que vincula el presente al futuro. Como señaláramos anteriormente, todas
las emociones están situadas en determinadas coordenadas temporales. Por ejemplo, los
estados emocionales de bronca o resentimiento están relacionados con algo que aconteció. Al
igual que el odio, la gratitud o el agradecimiento vinculan al presente con el pasado. Nunca
sentimos enojo por algo que vaya a pasar, sino por algo que sucedió.
Por el contrario, hay estados de ánimo que están relacionados a sucesos que pensamos que
pueden llegar a suceder y que surgen a partir de nuestras expectativas sobre los
acontecimientos futuros. El estado de ánimo de temor es uno de ellos. Es una emocionalidad
que emerge cuando pensamos que algún acontecimiento o circunstancia -real o imaginaria-
puede causarnos un daño o llegar a perturbar nuestra calidad de vida.

No sentimos temor por algo que pasó sino por lo que pensamos que puede acontecer. No
obstante, esto que suponemos que puede acontecer es probable que esté basado en
experiencias pasadas. Si retomamos la distinción que realizamos entre la emoción de miedo
que surge como reacción ante un hecho puntual y se disipa concluido el mismo y, por otro lado,
el estado de ánimo de temor que se instala, persiste en el tiempo y actúa como trasfondo de
nuestro accionar, podríamos decir que para que se emplace este estado anímico a nivel
organizacional, seguramente deben de haber sucedido unas cuantas situaciones en el pasado
que fundamenten el juicio de que pueden volver a suceder.

Cuando se instala la emocionalidad del miedo, entramos en un estado de alerta continuo frente
al supuesto “peligro”. Este “peligro” puede estar constituido por la posibilidad de perder el
empleo, el maltrato del jefe, no lograr un ascenso, ser trasladado de área o situaciones mucho
más sutiles. Las empresas que emplean estos métodos de control, despliegan un conjunto de
mecanismos basados en el conocido paradigma del “palo y la zanahoria”.

Más allá de cuan real o ficticio pueda llegar a ser el “peligro” percibido, lo relevante es que una
vez que se emplaza el temor como ánimo permanente, condiciona nuestras expectativas sobre
el futuro y nuestra capacidad de acción en el presente. Pfeffer y Sutton sostienen a modo de
conclusión de su investigación que: “Las pruebas disponibles son bastantes convincentes:
conducir una empresa basándose en el temor y la desconfianza no sólo es inhumano, también
es un mal negocio”.

La confianza

Esta misma cualidad de vincular el presente con el futuro la posee la emocionalidad de la


confianza. Cuando estamos en un estado de ánimo de confianza sentimos que no hay nada de
qué preocuparnos. Actuamos desde una sensación de seguridad y poseemos una expectativa
positiva del futuro. El estado de ánimo de la confianza surge ante una interpretación de un
futuro que nos parece previsible y tranquilizador.

Cuando decimos que tenemos confianza en una persona, lo que estamos diciendo es que
poseemos un alto nivel de seguridad con respecto a su conducta futura. Confiamos que es muy
probable que haga determinadas cosas y que no haga otras. La confianza siempre supone un
juicio sobre el futuro y es por esto que condiciona tan fuertemente nuestros comportamientos.

Podemos imaginar cualquier situación, ya sea a nivel personal o laboral y podremos corroborar
los distintos comportamientos que adoptamos en una emocionalidad de confianza o de
desconfianza. Si tenemos confianza en un amigo, en nuestra pareja, en un proveedor o en un
cliente, vamos a suponer que van a actuar dentro de lo acordado, que van a mantener su
palabra y que van a honrar sus compromisos, y esto nos da seguridad y tranquilidad.

Por el contrario, si en cualquiera de estos casos sintiéramos desconfianza, si tuviésemos temor


de que no actúen de acuerdo a lo preestablecido, si pensáramos que existe la posibilidad de
que no sean sinceros en lo que nos dicen o que no tengan la intención o la capacidad para
cumplir con los acuerdos establecidos, nuestro comportamiento sería notablemente diferente.
Tomaríamos recaudos, no estableceríamos el compromiso, nos alejaríamos de nuestro amigo o
cambiaríamos de proveedor. La mutua confianza es la emocionalidad necesaria para coordinar
acciones entre las personas (ver Cap. 6 “El trasfondo de confianza”).

Si bien puede ser que alguien que acabamos de conocer nos inspire confianza, generalmente
este sentir surge como resultado de un proceso de construcción conjunta que se realiza entre
las personas, ya que implica un juicio sobre el proceder del otro y de cómo este
comportamiento puede afectar o influir en nuestro horizonte de posibilidades. Pero así como
para adquirir confianza necesitamos un tiempo y una experiencia conjunta en la que podamos
observar y evaluar la conducta de la persona, paradójicamente la pérdida de la confianza es
algo que sucede muy rápidamente. Una acción que defraude la confianza conferida,
generalmente es motivo para que cambiemos nuestra actitud y nuestra emocionalidad. Hay un
dicho que da cuenta de este fenómeno y dice que “la confianza crece con la lentitud de la
palmera y cae con la rapidez del coco”.

La emocionalidad de la confianza está sustentada en tres pilares, que se construyen en base a


los juicios que realizamos sobre la credibilidad, la previsibilidad y la responsabilidad de las
personas.
Gráfico 9: Los pilares de la confianza

El juicio de de la credibilidad está a su vez basado en dos comportamientos que desarrollan


los individuos que consideramos creíbles: la sinceridad y la idoneidad.

• La sinceridad: consideramos a alguien sincero cuando suponemos que existe una


correlación entre lo que piensa y lo que dice. Cuando percibimos una congruencia
entre su mundo interno y externo. Cuando podemos constatar que sus conversaciones
reflejan sus pensamientos y convicciones y que, por lo tanto, es alguien que no miente,
no oculta información, ni evade decir lo que piensa.
• La idoneidad: Esta característica se la atribuimos a quienes consideramos que poseen
las competencias necesarias para realizar en forma efectiva la función que desempeñan.
Pensemos qué confianza le podemos tener a alguien a quien no consideramos idóneo
para efectuar las acciones a las que se compromete.
Esto se torna un tema crítico en relación a las personas que ejercen un rol de liderazgo,
ya que para otorgarle autoridad partimos de la presunción de que ejecutan con idoneidad
no sólo sus tareas específicas, sino también su función de conducción. El liderazgo sólo
puede ser viable en una emocionalidad de mutua confianza que lo sustente.

La previsibilidad es la característica que surge cuando alguien a lo largo del tiempo demuestra
un comportamiento que coincide inexorablemente con las pautas establecidas, con los valores
declarados y con los compromisos contraídos. Decimos que una persona es coherente y
previsible cuando existe un correlato entre lo que dice y lo que hace, cuando consideramos
que sus acciones están en sintonía con lo que proclama desde la palabra y evaluamos que no
nos sorprenderá con algún tipo de comportamiento imprevisto. Las personas predecibles nos
dan seguridad y le quitan incertidumbre al futuro.

En muchas empresas los empleados manifiestan una gran desconfianza ya que perciben que
las acciones que realizan quienes conducen, no son coherentes con los supuestos que
pregonan. Que por un lado están la visión y los valores declarados y por el otro están las
conductas cotidianas hacia los empleados y los clientes. Un caso paradigmático de esto fue la
empresa Enron que llegó a ser la sexta en facturación en Estados Unidos y que en el 2001 fue
declarada en quiebra debido a la estafa cometida por 29 de sus directivos. Sin embargo,
declaraba que uno de sus principales valores era la integridad.

Nathaniel Branden[3] sostiene que: “La coherencia y la previsibilidad inspiran confianza. Si


sentimos que no sabemos cómo puede actuar un líder ante alguna situación particular, no
podemos sentir confianza. Si una persona es a veces sincera y otras no, a veces justa y otras
no, a veces respetuosa de sus valores y otras no, quizá todavía seamos capaces de apreciar
en ella otras virtudes, como la inteligencia, la energía, el entusiasmo o la creatividad, pero no
sentiremos confianza. Y cuando no confiamos raramente damos lo mejor de nosotros mismos”.

La responsabilidad es el atributo que les conferimos a las personas que asumen sus
compromisos y cumplen sus promesas. La efectividad y productividad de cualquier equipo u
organización está determinada por su competencia para establecer compromisos y coordinar
acciones. Cuando presuponemos que con quien establecemos un compromiso es una persona
que actúa con responsabilidad, inferimos que realizará en tiempo y forma aquello a lo que se ha
comprometido y que se hará cargo de cualquier eventualidad y contingencia que pudiera
acontecer. Evidentemente, este comportamiento genera confianza.

[1] Jericó Pilar, “NoMiedo”, Alienta, Barcelona, 2006

[2] Pfeffer Jeffrey y Sutton Robert, “La brecha entre el saber y el hacer”, Granica, Bs. As., 2005

[3] Branden Nathaniel, “La autoestima en el trabajo”, Paidós, Barcelona, 1998

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