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Ya en las primeras traducciones en alemán de la Institución de la Religión Cristiana el término Herrlichkeit se tradujo del latín
“gloria” y del francés “gloire”. Paralelamente además, están los términos resplandor, luminosidad, grandeza, gozo,
majestuosidad, paz, bienaventuranza, hermosura. Según Calvino, la gracia de Dios tiene tres dimensiones.
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2. PONIENDO A JESUCRISTO EN EL CENTRO DE NUESTRO PENSAR Y OBRAR
Dr. Christian Link, Bochum, Alemania
Una teología como la de Calvino, que adquiere su perfil en una época donde la persecución de sus seguidores era cotidiana,
que proclama separar la mentira de la verdad y que conoce el precio de la confesión que ésta exige, que ante el inicio de la
contrarreforma prepara el caudal intelectual para la nueva fe a fin de lidiar con la iglesia romana y que sufre por el inevitable
cisma, comparable a un divorcio matrimonial: dicha teología no puede negar la pertenencia a su época. Aún cuando esta
teología vive del rigor del argumento como difícilmente otra lo haría, se percibe en ella la comprometida preocupación sobre
la integridad de las congregaciones por las cuales se sabe responsable. Lo anterior rige especialmente para el centro de la
Reforma, el testimonio de Cristo, que se había redescubierto y que logra su más pura expresión en la discusión respecto al
rumbo de la iglesia.
En la respuesta al cardenal Sadoleto (1539), que quiso devolver a Ginebra al seno de la iglesia católica, Calvino
resume su cometido reformado en uno de sus más brillantes y polémicos escritos con la frase: “ mi principal esfuerzo, por el
cual más he abogado en mi trabajo, estuvo siempre dirigido…. a que la fuerza y caridad de tu (Dios) Cristo se desprenda de
todo sobrebarniz y resplandezca con toda claridad.“ Esta claridad, que rehuye toda oscuridad y sobrebarnices piadosos
(particularmente en la doctrina de la justificación por la fe y la doctrina sobre la Santa Cena), es en primer lugar una claridad
del pensamiento teológico que entrega la última certeza de que en Cristo se nos obsequia la clave del conocimiento de Dios:
“Dios manifestado en carne“ como lo señala la concisa y muchas veces repetida fórmula. Él es el mediador, el puente que en
cierto modo se tiende en forma “intermediaria“ y nos sostiene ante el abismo que nos separa de Dios, y por ello es al mismo
tiempo, el punto de orientación que determina la comprensión de la Biblia en su totalidad. Aquí se trata de “toda la sabiduría
que los seres humanos pueden entender y deben aprender en esta vida” , como Calvino lo explica con un concepto rector
humanista en uno de sus primeros escritos, en el prefacio de la Biblia de Olivetan en francés (“a todos los amadores de
Jesucristo“, 1535). La teología como sabiduría para hacer frente a la vida: con esta aspiración se le descifra el significado de
la muerte y resurrección de Cristo, como un ofrecimiento a nuestra existencia tanto controvertida como susceptible, que
como tal merece ocupar el primer lugar de nuestros esfuerzos por una vida exitosa: “Acaso somos insensatos, él mismo es
ante Dios nuestra sabiduría. Somos pecadores, él mismo es nuestra justicia. Somos impuros, él mismo es nuestra
sanación…acaso no cargamos el cuerpo de la muerte, él mismo es nuestra vida.”
Aquí se mencionan los grandes temas que Calvino a partir de sus comentarios bíblicos materializó en la Institución
de la Religión Cristiana, su obra principal que creció de edición a edición, y que en el siglo XVI desplegó en círculos cada vez
más amplios el controvertido tema de la justificación por la fe con la pregunta: ¿Cómo halla justicia la vida que Dios nos ha
dado? ¿Cómo encaramos sus incalculables carencias y nuestra culpa? Su respuesta es: integrándonos en la comunión que
Cristo nos ofrece, sin mirarlo desde la perspectiva de un espectador “desde lejos, fuera de nosotros“, sino como El que “ha
tenido a bien hacernos una sola cosa consigo mismo“.
La unidad con Cristo, la comunión con su justicia, que nos alivia de esfuerzos en vano, de buscar nuestra salvación
bajo propio riesgo: ese es el programa teológico que contrapone a una iglesia, que en aquel entonces al igual que hoy, está
amenazada con desgastarse y acabar en actividades que ella misma escoge (“Obras del mundo“), lo que no guarda ninguna
relación con el llamado hacia una existencia cristiana apartada del mundo, puesto que quien encuentra su justicia en Cristo
no puede resignarse a las injusticias del mundo. Ningún otro teólogo ha intervenido con semejante firmeza en asuntos
económicos y políticos en sus sermones (especialmente sobre Deuteronomio), a tal punto que por haber emprendido
enérgicamente esta labor de estructurar el mundo, con cuestionable derecho se le ha querido estereotipar como padre de la
modernidad. Sin embargo, aquí siempre han estado en juego otras cosas, si Calvino aboga por el justo uso de los dones de
la creación, por el cobro de intereses razonables también para los pobres, por la igualdad de todos ante la ley, o si lucha por
limitar el despotismo de la realeza o es un defensor de la libertad en donde el orden estatal está designado como protector:
lo primordial para él es que nuestra ética y nuestro obrar que se deriva de ésta, deba responder a la norma que él piensa
está trazada en la práctica ejemplar que Cristo vivió en su vida terrenal. La dimensión de justicia ilustrada aquí también debe
encabezar nuestra praxis cotidiana, formulado teológicamente: la justificación tiene su objetivo en la santificación, en la
orientación incondicional de nuestro obrar en el camino de Jesucristo. “No podemos poseer a Cristo sin ser hechos
partícipes de su santificación; porque Él no puede ser dividido en trozos” Como justamente se ha dicho, esta unidad
inseparable constituye el núcleo de su teología.
Esta unidad concebida en una deducción, que por largo tiempo fue olvidada, considero es el discernimiento más
brillante de Calvino. Él estableció un estrecho vínculo entre Cristo y el libro fundamental de la ética bíblica, la Torá (Ley
Mosaica), en vez de desligarlo directa y categóricamente de Cristo (como lo hizo la larga tradición exegética). En esta ley,
según su tesis, está determinada toda la promesa de la llegada del Reino de Dios, por ello no puede haber una diferencia
sustancial en la proclamación de la salvación en el Antiguo y Nuevo Testamento. Ambos, judíos y cristianos viven de la
“misma sustancia”. El “legalismo” que se suponía atribuírsele a los judíos y luego a los reformados, era en su esencia la
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fidelidad a la ley, que Pablo denomina como “santa, justa y buena” (Ro. 7,12), puesto que Dios mismo la dio con miras a la
llegada de Cristo y por eso en cierta forma sólo “en su nombre” se cumplirá: “Cristo ya era conocido entre los judíos bajo la
ley mosaica”, aún cuando con toda claridad recién en el Evangelio se nos revela. Basándonos en esto, ¡vaya con qué
libertad, ausente de tensiones y pretensiones de sabiduría, podríamos entrar en contacto con el judaísmo! A la inversa, la
unidad de la justificación y santificación concebida en Cristo, del pensar teológico y obrar cristiano, mira hacia un objetivo
que Calvino lo describe como “la meditación de la vida futura” (meditatio futurae vitae). La santificación, la práctica de los
cristianos, está orientada por una parte en el seguimiento de Cristo crucificado, que nos pone sin ilusión alguna en un mundo
“turbulento“, dividido por luchas y que padece por innumerables males, y por otra parte, nos lleva junto con Cristo hacia la
resurrección, “de la muerte cruzamos a la vida.” Como máxima del obrar cristiano, la ley desde sus raíces antiguo-
testamentarias, es absolutamente un camino de esperanza, de lo venidero, de lo nuevo en comparación al presente, de lo
revolucionario y así en cierto modo, la orientación hacia la vida futura es la prueba si hemos comprendido que ésta no
significa la integración en el mundo que nos es demasiado familiar, sino en la “comunión de los santos“.
Una iglesia que se entiende como esta comunión y que pone a Cristo en el centro de su pensar y obrar, desde luego
también reconocerá y realizará lo necesario para este mundo.
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3. LA IMPORTANCIA DEL ESPÍRITU SANTO Y SU PAPEL EN LA SALVACIÓN
Marc Vial, Profesor asistente de la Facultad de Teología de Ginebra
El tema del Espíritu Santo ocupa un lugar central en el pensamiento de Calvino. En efecto, no es exagerado decir que la
mitad de la Institución de la Religión Cristiana está consagrada a esta materia, abordándola extensamente en los libros III y
IV. Calvino trata en ellos el beneficio que los fieles obtienen de la obra redentora realizada por Dios en Jesucristo. Primero
aborda este beneficio en sí (libro III), y después mediante la relación de los medios externos que les son vectores: la Iglesia y
los sacramentos (libro IV). Sin embargo, nadie puede beneficiarse de la obra realizada por Cristo sin estar unido a Él, y el
vínculo concreto de esta unión no es otro que el Espíritu Santo. Siendo más precisos, esto se debe a que el Espíritu
interviene en los creyentes comprometiéndolos en la obra salvadora del Mediador.
La intervención principal del Espíritu –el reformador se refiere a ella como su “obra maestra”– no es otra que la fe, la
modalidad concreta de nuestra comunión con Cristo. De esta comunión resulta una doble gracia: la gracia de la justificación
y la gracia de la santificación. Debido a que estas dos temáticas son tratadas en un documento aparte, no las abordaremos
aquí. Las siguientes líneas pretenden más bien abordar un aspecto particular de la fe: que el creyente deposite su fe en las
Escrituras reconociendo en ella la Palabra de Dios. En otras palabras, lo que nos proponemos analizar brevemente es la
relación entre las Escrituras y el Espíritu. En primer lugar, el Reformador destaca que no debemos confrontar ambas cosas,
como algunos se sentirían persuadidos a hacerlo, arrogándose una comunicación íntima con el Espíritu para obviar la
necesidad de recurrir a las Escrituras. Sin embargo, según Calvino, es tanto presuntuoso como vano el demandar recibir
revelaciones particulares sin vínculo alguno con la revelación bíblica. Puesto que “Dios no habla diariamente desde el cielo”,
inmediatamente surge la interrogante respecto a la autenticidad de estas revelaciones. Los espiritualistas lo atribuyen al
Espíritu, pero ¿de qué espíritu se trata? ¿Cómo distinguir entre lo puramente subjetivo y el sentirse motivado por el Espíritu
de Dios? Además, desconocer las Escrituras con el pretexto de beneficiarse de una inspiración directa, conduciría a la
absurda conclusión de que el Espíritu de Dios no es un único Espíritu, como si en la actualidad Dios pudiera pasar por alto e
incluso renegar lo que su Espíritu inspiró en los escritores bíblicos en el pasado.
Las Escrituras y el Espíritu no deben contemplarse de manera opuesta, sino en forma conjunta. Esta es en efecto la
tesis central de Calvino respecto a este punto: sólo el Espíritu da la certeza de la inspiración en las Escrituras, de su
autoridad divina; sólo Dios da testimonio directo de Él y sólo Dios puede dar autenticidad de su propia presencia en el
corazón del creyente, hablándole a través de las Escrituras. Calvino lo llama el testimonio secreto (o interno) del Espíritu
Santo.
A partir de lo expuesto, se descalificaría la validez de dos instancias, la primera de ellas es la Iglesia. Apoyándose en
el dictum de Agustín, “no creería en el Evangelio si la Iglesia no me moviera a ello”, los teólogos católicos sostenían que sólo
la iglesia (lo que posteriormente se denominará como su magisterio) estaba acreditada para dar validez a las Escrituras,
iglesia que además había establecido el canon en el pasado. La respuesta de Calvino fue, en esencia, que la iglesia como
garante de las Escrituras significa ni más ni menos que fundar la autoridad de la Palabra de Dios en un juicio humano. (Esto
no era lo que sus adversarios querían decir, pero nos referiremos a los argumentos de Calvino y no a la precisión de éstos).
La segunda instancia que Calvino descalifica por los mismos motivos, es la razón humana, señalando que sería absurdo que
la autoridad divina derivara del juicio de la razón humana. Para concluir, citaremos este célebre pasaje: “Se trata, pues, de
una persuasión tal que no exige razones; y sin embargo, un conocimiento tal que se apoya en una razón muy poderosa, a
saber: que nuestro entendimiento tiene tranquilidad y descanso mayores que en razón alguna. Finalmente, es tal el
sentimiento, que no se puede engendrar más que por revelación celestial. No digo otra cosa sino lo que cada uno de los
fieles experimenta en sí mismo, sólo que las palabras son, con mucho, inferiores a lo que requiere la dignidad del
argumento, y son insuficientes para explicarlo bien. ...no hay más fe verdadera que la que el Espíritu Santo sella en nuestro
corazón”. Como podemos ver, Calvino hace uso del juego de palabras para aseverar finalmente que la razón que funda la
certeza de que Dios es el que habla en las Escrituras, está más allá de toda razón. Y parece ser que ésta es la razón por la
que el Reformador recurre al vocabulario de los sentimientos, no del tipo de sentimientos que provienen de un pensamiento
intelectual, sino a un sentimiento que excede todo intelecto. La confianza que otorgamos a las Escrituras es de orden
“existencial”, en el sentido que compromete a la persona por completo y no depende de la certeza intelectual mediante la
cual damos nuestro asentimiento a cualquier proposición. Y para reiterar, esta certeza no deriva de una demostración, sino
de la acción de Dios, la acción mediante la cual Él da propio testimonio, garantizando la autoridad de su Palabra en el
corazón del creyente, convirtiendo a la vez al individuo en creyente. Así, la forma en que reconozco la Palabra de Dios en las
Escrituras es la misma mediante la cual Dios se dirige a mí para convertirme en creyente; deposito mi fe en las Escrituras en
el momento mismo en el que el Espíritu Santo crea en mí la fe.
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3.1 El Espíritu Santo y la justificación
Articulus stantis et cadentis Ecclesiae, “el artículo sobre el cual la Iglesia se sostiene o se derrumba”, así concebía Lutero la
temática de la justificación por la fe. Podríamos decir que concebía este artículo como artículo fundamental de fe, en el
sentido más literal de la palabra, es decir, de fundamento, con la justificación por la fe se da sentido a todos los artículos de
fe. Cierto es que la perspectiva de Calvino no coincide enteramente con la de Lutero, de hecho la posesión espiritual de
Cristo por parte del fiel o, si se prefiere, la intervención del Espíritu Santo que permite al fiel beneficiarse de la obra realizada
por Cristo, en lugar de limitarse a la justificación comprende igualmente la santificación o regeneración. El Reformador de
Ginebra habla de la justificación por la fe como el “principal artículo de la religión cristiana”.
Por “justificación”, Calvino comprende al igual que Lutero, que Dios tiene por justos a los elegidos, incluso al
continuar siendo pecadores. La tesis es aparentemente paradójica, pero en realidad significa que la justicia de una persona
no se atribuye al individuo mismo y no es resultado de algún mérito en particular, sino de la sola gracia de Dios. Nosotros
somos justos sólo en la medida en que somos considerados como justos: la justicia no viene de nosotros, sino que llega a
nosotros. Esta justicia es resultado de la obra del Espíritu Santo que nos aplica la justicia de Cristo. Calvino retoma aquí la
expresión de Lutero “justicia extranjera” (iustitia aliena), que lejos de dar testimonio de la existencia de una cualidad
intrínseca en el individuo, Dios le concede esta justicia desde el exterior. Sin embargo, este don de la justicia no significa en
absoluto una modificación sustancial del justificado, en otros términos, la justificación no se traduce en un cambio de
sustancia o de esencia, como si mediante la gracia, la esencia divina modificara la esencia humana. Calvino insiste
particularmente sobre esta materia en las páginas de la Institución, hasta el punto que Andreas Osiander, un discípulo de
Lutero que no concordaba con su maestro respecto a esto, hablaba justamente de una “justicia esencial”. En oposición a
esta tesis, Calvino afirmó reiteradamente que la justicia del fiel es efectivamente una “cualidad” innata de Cristo que es
imputada a los creyentes. Contemplar el don de la justicia como una imputación nos permite precisamente verla no como un
cambio ontológico del fiel o, igualmente, como una mezcla de lo humano y divino en un ser humano. El Reformador estaba
demasiado enfocado en la trascendencia de Dios como para hacer suya una tesis semejante. Por esta razón, insiste en que
la justificación es obra del Espíritu, lejos de ser una comunicación sustancial de la justicia, la justificación es más bien una
comunicación espiritual. De manera que esto demuestra que la teología del Espíritu Santo es una teología de la
trascendencia.
Respecto a la justificación, con frecuencia surge la pregunta cómo se debe entender la “fe” en la expresión
“justificación por la fe”. La definición que Calvino da es la siguiente: “... podemos obtener una definición perfecta de la fe, si
decimos que es un conocimiento firme y cierto de la voluntad de Dios respecto a nosotros, fundado sobre la verdad de la
promesa gratuita hecha en Jesucristo, revelada a nuestro entendimiento y sellada en nuestro corazón por el Espíritu Santo”.
La fe calvinista no se reduce a lo que llamaríamos una simple creencia, como tampoco a un simple conocimiento de un
estado de cosas que nos sería exterior. Como don del Espíritu Santo, la fe constituye más bien nuestra relación real con
Dios, es decir, la condición misma de nuestra justificación y de nuestro propio conocimiento de ser justificados.
Hasta aquí no hay una verdadera diferencia entre la doctrina de Calvino y la de Lutero, sin embargo, hay un punto
sobre el cual no se puede igualar la enseñanza del Reformador de Ginebra con la de su predecesor de Wittenberg: la
justificación de las obras. Calvino no habla de una justificación por las obras, sino que para él el tema en cuestión es la
justificación de las obras. La doctrina se esboza en las siguientes líneas: “Y, así, desde que somos incorporados a Cristo
parecemos justos delante de Dios, porque todas nuestras maldades están cubiertas con su inocencia; y por eso nuestras
obras son justas y tenidas por tales, porque no nos es imputado el vicio que hay en ellas, por estar cubierto con la pureza de
Cristo. Por tanto, podemos decir con toda justicia que no solamente nosotros somos justificados por la fe, sino también lo
son nuestras obras”. Aquí todavía aparece la noción de imputación en relación con la no imputación. Debido a que la
justificación del hombre consiste en la imputación de una justicia que en realidad no es suya, la justificación de sus obras
consiste en la no imputación de las propias faltas. De este modo, vemos que la justificación es completa, que engloba la
persona en todos sus aspectos y que es gratuita, que no hay nada en nosotros para merecerla y tampoco nada en nosotros
puede serle obstáculo.
Aunque el autor no da las citas de la Institución, las referencias de los tres párrafos citados son:
1) Inst. I, VII, 6. (pág. 2)
2) Inst. III, II, 7. (pág. 4)
3) Inst. III, XVII, 10. (pág. 5)
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4. CALVINO Y SU REFERENCIA A LAS ESCRITURAS
Dr. Peter Opitz, Zürich, Suiza
Introducción
En el prefacio para la Biblia de Olivetan, Calvino alaba la Biblia con un conciso lenguaje ilustrativo, en el que denomina a las
Escrituras como la “llave que nos abre el Reino de Dios“, el “espejo en el que contemplamos el rostro de Dios“ y el
“testimonio de su buena voluntad“. Además, es el “camino“, “la escuela de la sabiduría“, “el cetro real“, el divino “cayado del
pastor“. Señala que es el “instrumento de Su pacto” que “Dios ha sellado con nosotros, en el cual por medio de su libre
gracia, Él acoge la responsabilidad de estar unido a nosotros mediante un lazo eterno” (CO 9, 823).
Las imágenes están bien escogidas, lo que da testimonio de la gran importancia de la Biblia en la teología de Calvino
y al mismo tiempo, indican lo que los cristianos deben buscar y pueden encontrar en las Escrituras Bíblicas: la Biblia nos
proporciona acceso al saludable recinto del Reino de Dios, como la única llave que posibilita abrir esa puerta. Ella nos facilita
el conocimiento de Dios y de nosotros mismos, ciertamente en forma indirecta mediante los testimonios de los profetas y
apóstoles, pero sin embargo, de una manera lo suficientemente clara, comparable a un espejo. Ésta guía y acompaña a la
congregación en su camino a lo largo del tiempo, señala el rumbo como un cetro real y proporciona protección y guía como
el cayado de un pastor. Calvino comprende la Biblia desde su Autor: como testimonio de la buena voluntad divina no es un
conjunto de leyes a seguir, sino más bien con ella Dios nos “atrae“ hacia Él mediante la promesa de su fidelidad paternal (cfr.
Institución de la Religión Cristiana III.2.27).
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vida a la ley divina, como un cuerpo sin vida que cobra fuerza y forma a través de un alma viva, ahí se podrá comprender
correctamente las Escrituras, siendo entonces una provechosa orden divina.
Según Calvino, la Biblia es de diversas formas una “escuela“ en donde se instruye a toda la comunidad cristiana, que
de esta manera permanece unida al Dios misericordioso y su Cristo.
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5. CALVINO Y LA RESPONSABILIDAD FRENTE A LA CREACIÓN DE DIOS
Profr. Dr. Lukas Vischer, Ginebra, Suiza
Entre los críticos de Calvino últimamente también se han unido teólogos que abordan los desafíos de la crisis ecológica. Sin
grandes investigaciones se sostiene que Calvino es uno de aquellos teólogos cuyos intereses se enfocan únicamente en los
seres humanos y su vocación, y que habrían perdido de vista el horizonte de la creación en su totalidad. ¿Calvino como una
lúgubre antítesis de Francisco de Asís? Ninguna otra afirmación podría ser tan equivocada. Al mirar más de cerca se
demuestra, sin embargo, que Calvino abogó por una comprensión de la creación y principalmente por el papel de los seres
humanos en la creación, que también en la actual situación inesperadamente continúa siendo relevante. Cierto es que la
crisis ecológica no estaba en su horizonte, pues en su época la ceguedad e imprudencia de los seres humanos hacia la
creación no había alcanzado las actuales dimensiones. La responsabilidad por los dones de la creación de Dios es parte
integral de su mensaje, ya sea se trate de Dios o del ser humano, él siempre incorpora también el tema de la creación. Nada
es más ajeno a Calvino que la idea de que la humanidad estaría llamada a construir ‚su propio mundo’ a costo de la
naturaleza.
1. Cumplir con la voluntad de Dios. Calvino no es ni el ‚padre de la modernidad’ ni tampoco el ‚tirano hosco’ que subyugó la
ciudad de Ginebra. Lo que en realidad lo impulsa es el esfuerzo por subordinar la vida actual a la voluntad de Dios. El ser
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humano está destinado a vivir bajo la subordinación de Dios, pues únicamente sometido a Él es en todo sentido ser humano.
Calvino estaba conciente de los cambios que marcaron su época e identificó con claridad los nuevos desarrollos que habían
surgido. Su preocupación, sin embargo, era dominar estos adelantos de acuerdo al fin y voluntad de Dios. Calvino se ve ante
seres humanos capaces de nuevo autodesarrollo, sin embargo, en su opinión el autodesarrollo como separación de Dios
sólo acarrea desgracia. La pregunta decisiva es cómo se santificará y glorificará el nombre de Dios en medio de las
transformaciones de la época. La espiritualidad de Calvino consiste en plantear radicalmente esta pregunta. Calvino habría
luchado determinantemente contra cualquier sistema que aceptara las injusticias sociales como hecho, y de la misma
manera, cualquier sistema que degradara la creación de Dios a objeto y que permitiera su explotación a través de los seres
humanos.
2. Límites del autodesarrollo humano. Principalmente la comprensión de Calvino sobre el ser humano es determinante,
volcándose con toda firmeza en contra de la idea que el ser humano se autodetermine y esté llamado a autodesarrollarse.
Dios le da espacio al ser humano, lo hace rico antes de nacer, según señala la Biblia. El ser humano puede y debe
desarrollarse en este espacio, pero queda radicalmente subordinado a Dios, es decir, es dependiente de Dios el Creador y
simultáneamente de la creación en el que Dios lo ha puesto, además, debe darse por satisfecho con lo que Dios en su
bondad le brinda. Calvino llama a los seres humanos de hoy en día a retornar a la mesura que Dios les ha ordenado.
3. El testimonio del Antiguo Testamento. El hecho de que Calvino volviera a abordar el Antiguo Testamento como ningún
otro reformador, es de extremada importancia para nuestro tema. A pesar de su concentración en la vida, muerte y
resurrección de Cristo, su pensamiento también está marcado en gran medida por los conceptos del Antiguo Testamento.
Sólo se piensa en su positiva valoración del mandamiento del sabat, sin embargo, para él también es familiar lo que el
Antiguo Testamento señala sobre la creación, la tierra, el suelo y la fertilidad. El vínculo a la tierra, característico del
testimonio veterotestamentario, se perdió ampliamente en la tradición cristiana, lo que el Antiguo Testamento relata en
cuanto al suelo y la fertilidad se espiritualizó tempranamente. Los mandamientos del Antiguo Testamento respecto al trato
del suelo se desvanecieron gradualmente o fueron traspasados a lo espiritual. El mérito de Calvino es haber transmitido el
pensamiento veterotestamentario en forma renovada a la iglesia cristiana. La sujeción de Israel a la tierra y la dependencia
del ser humano del Creador son los pilares fundamentales de su teología y práctica.
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6. LA VOLUNTAD DE DIOS EN TODOS LOS ÁMBITOS DE LA VIDA
Dr. François Dermange, Universidad de Ginebra
¿Qué lugar ocupa la voluntad de Dios en mi vida? Una pregunta esencial que para Calvino se despliega en varias
direcciones: ¿Deseo verdaderamente seguir la voluntad de Dios? ¿Cómo conocerla? ¿Cómo ponerla en práctica? Estas son
las distintas preguntas que me gustaría abordar brevemente.
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7. LA RELACIÓN DE LA IGLESIA CON LOS PRINCIPADOS Y LOS PODERES DE ESTE MUNDO
Dr. François Dermange, Universidad de Ginebra
El principio fundamental para Calvino es que “la inteligencia de las cosas terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas
celestiales”1. Por un lado, está Dios y su reino, la verdadera justicia (la justificación) y la inmortalidad de la vida futura, y por
el otro, el reinado de príncipes con sus realidades humanas, la política, la economía y la reflexión filosófica. La Iglesia, por lo
tanto, no debe inmiscuirse en los asuntos de este mundo, como tampoco la política no debe entrometerse en los asuntos
religiosos. Sin embargo, si profundizamos un poco, la posición de Calvino es aún más compleja. Bien sabemos que algunos
lo han considerado como el campeón de la teocracia, o régimen en el que las autoridades religiosas dictan sus líneas de
actuación en la política, y otros por ejemplo, que levantaron hace un siglo el Monumento Internacional de la Reforma en
Ginebra, convirtiéndolo en el padre de la democracia moderna. Sin duda ambas posiciones son erróneas, pero muestran que
es posible interpretar a Calvino de manera muy distinta.
En primer lugar, tenemos evitar todo anacronismo al considerar aquellas ideas de Calvino que han demostrado ser
fecundas y que todavía lo son en la relación entre los asuntos religiosos y políticos. Calvino vivió en una época en que la
violencia se ejercía de manera mucho más directa y visible que en nuestros días y el desarrollo de la Reforma dependía en
muchos casos de la voluntad de príncipes y soberanos. Sin duda, no podemos tener el mismo criterio sobre el poder como
en la época de Calvino cuando las guerras religiosas estaban a punto de estallar.
En segundo lugar, se debe diferenciar los argumentos propiamente teológicos desarrollados con serenidad y lo que
el Reformador dijo o hizo en medio de la agitación, creyendo a veces que la política podría haber influido decisivamente en el
triunfo de las verdades por las que él luchó.
En relación a esto, podríamos mencionar aquí el caso de Miguel Servet y el papel que desempeñó Calvino en su
condena a muerte por haber defendido las ideas anti-trinitarias. Cuando Servet fue condenado a muerte por el Magistrado,
Calvino ni siquiera era ciudadano de Ginebra en ese entonces. A pesar de ello, Calvino apoyó la condena, algo que
Sebastián Castellion utilizó para cuestionar al Reformador, señalando sus contradicciones sobre la base misma de su
teología. Pero la actitud de Calvino frente a los dos reyes de su época, ilustra aún mejor el aspecto “contextual” de su
pensamiento.
Cuando Eduardo VI, único hijo legítimo de Enrique VIII, ascendió al trono de Gran Bretaña en 1547 a la edad de diez
años, se desplegó una inmensa esperanza entre las Iglesias reformadas. Todo hacía creer que el joven rey, aconsejado por
su tío, el reformado Eduardo Seymour, efectivamente completaría el proceso de la reforma de la iglesia emprendida por su
padre.
Sólo un año más tarde, Calvino no dudó en dirigirse a Eduardo Seymour para exhortarle a “reducir a los hombres a la
pura obediencia de Dios”2 y a “reprimir por medio de la espada” no sólo a los anabaptistas sino a los católicos que quisieron
“apoyar las basuras y abominaciones de su ídolo romano”. Esta represión fue motivada políticamente, debido a que ambos
grupos fueron catalogados como rebeldes, pero también tenía una fuerte dimensión religiosa, ya que según la interpretación
del Reformador, todos aquellos que se oponían a la misión del príncipe de “servir a Jesucristo” eran rebeldes. Para Calvino
el correcto modelo político era el de Josías, el rey piadoso del Antiguo Testamento que restauró la ley y la puso en práctica.
En consecuencia, era un programa político que Calvino comprimió en tres puntos: “adoctrinar al pueblo”, erradicar los
abusos y corregir los vicios, en conformidad a las líneas principales de la confesión reformada. Nunca antes el Reformador
había estado tan próximo a la sospecha de teocracia que a menudo se asociaba a su imagen. Su intención era movilizar el
brazo secular para alejar tanto a los de la derecha como a los de la izquierda que no compartían su interpretación del
Evangelio. Lo mínimo que se puede decir a su favor es que no ocultaba su motivo: “los decretos y estatutos de los príncipes
son de gran ayuda para crear y mantener un estado cristiano”. Al igual que Josías, Eduardo VI murió precozmente en 1553,
arruinando las esperanzas de erigir una gran monarquía reformada.
Calvino utilizó un discurso totalmente distinto con Francisco I, rey de Francia. En un comienzo el rey estuvo a favor
de los protestantes, pero cambió su actitud iniciando la persecución después del “asunto de los carteles”, cuando en 1534
los protestantes se infiltraron incluso a su palacio para poner carteles. Calvino ya no hace referencia a Josías al dirigirse a
Francisco I en el prólogo introductorio de la Institución de la Religión Cristiana en 1536, sino a una especie de juez que
evoca a Salomón. Al contemplar al rey como un “verdadero ministro de Dios” y su reino atendiendo al objetivo de “servir a la
gloria de Dios”, por cierto puede cumplir su misión al ser garante de la justicia y equidad, en vez de tomar posición por una
confesión u otra. Debe mantener la unidad de su reino en la paz, por sobre los partidos, persiguiendo a los rebeldes, algo
que los reformados indudablemente no eran.
No hay duda de que ambas posiciones fueron marcadas por las circunstancias, no se debía tratar a un correligionario
de la misma manera que a un potencial perseguidor. Sin embargo, la posición desarrollada en la Institución parece acercarse
más a la concepción fundamental de Calvino sobre las interrelaciones de los asuntos religiosos y políticos. Calvino hace
mayor referencia al Cesar y al famoso texto de la Epístola a los Romanos (cap. 13) que a los modelos reales del Antiguo
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Testamento. Los magistrados sean o no cristianos, han sido instituidos por Dios y quienquiera que los desprecie o rechace
busca trastocar el orden de Dios, cuestionar su poder sería alzarse contra la Providencia, puesto que la política asume un
papel esencial en el orden de los asuntos humanos: “hacernos vivir con toda justicia, según lo exige la convivencia de los
hombres”, “instruirnos en una justicia social” y “mantener y conservar la paz y tranquilidad comunes”. Mientras la política se
ocupa de cosas terrenales y de la justicia, tiene su lugar en el proyecto de Dios, incluso si no está conciente de ello, de la
misma manera como la iglesia que predica y vive de la verdad del Evangelio. El magistrado, cristiano o no, es vicario o
lugarteniente de Dios sobre la tierra3, representante de la Providencia delante de sus servidores4. Poco importa entonces la
forma que tome el régimen político, la monarquía, la aristocracia y la democracia tienen cada una sus ventajas e
inconvenientes5.
De esta forma, la política adopta una dimensión teológica, aún cuando sigue siendo secular. Es verdad que Calvino
confía al gobierno temporal la tarea de dar “forma pública de la religión entre los cristianos”, de “mantener y conservar el
culto divino externo, la doctrina y religión en su pureza” y de “mantener el estado de la iglesia en su integridad”. Sin embargo,
esta misión ya está limitada por un doble argumento: esta misión no puede ser más que externa, mientras que lo espiritual
propiamente hablando es interior, y sobretodo, deriva fundamentalmente de la naturaleza humana, de un orden natural que
no necesita ni la Biblia, ni la revelación.
¿Pero qué hacemos cuando la política se torna injusta? Calvino aconseja en primer lugar permanecer sumisos, ya
que la acción del príncipe continúa dependiendo, incluso en este caso, de la Providencia:
“Si somos cruelmente tratados por un príncipe inhumano, si somos saqueados por un príncipe avariento y pródigo; o
menospreciados y desamparados por uno negligente; si somos afligidos por la confesión del nombre del Señor por uno
sacrílego e infiel; traigamos primeramente a la memoria las ofensas que contra Dios hemos cometido, las cuales sin duda
con tales azotes son corregidas. Y en segundo lugar, pensemos que no está en nuestra mano remediar estos males, y que
no nos queda otra cosa sino implorar la ayuda del Señor en cuyas manos está el corazón de los reyes y los cambios de los
reinos.” 6
Este razonamiento presupone que Dios tiene cierta razón para no destituir al tirano, poco importa que estas razones
sean pedagógicas - corregir nuestras ofensas – o que queden secretas en su consejo, lo esencial es que aprendamos a
aceptar la voluntad de su Providencia y que encontremos así una alegría paradójica a pesar del dolor, las lágrimas y las
lamentaciones7. Incluso si la filosofía tiene la tentación de derrocar al tirano, en este caso Calvino rechaza cualquier deseo
de venganza8 y a fortiori a la tiranía9.
Sin embargo, un principio predomina por sobre la sumisión: es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres
(Hechos 5, 29).
“Mas en la obediencia que hemos enseñado se debe a los hombres, hay que hacer siempre una excepción; o por
mejor decir, una regla que ante todo se debe guardar; y es, que tal obediencia no nos aparte de la obediencia de Aquel bajo
cuya voluntad es razonable que se contengan todas las disposiciones de los reyes, y que todos sus mandatos y
constituciones cedan ante las órdenes de Dios”10
Este párrafo que concluye la Institución deja perplejo al lector ¿Cuáles podrían ser las exigencias de tales decretos
reales que desvíen a sus súbditos de la obediencia a Dios? Si Calvino se refiere aquí a los recientes decretos del rey de
Francia y a la persecución religiosa, ¿está diciendo que la idolatría del rey, entendida como su adhesión al catolicismo, sería
suficiente para justificar esta resistencia? Calvino estaría negando entonces todos sus argumentos sobre la sumisión, es
decir, se mostraría como realmente es, situando sus propias ideas por encima de la autoridad de los reyes.
Aunque esta interpretación es defendida por varios historiadores, me parece que no hay que entenderlo así, pues la
voluntad de Dios a la que el Reformador se refiere aquí no es la Biblia y menos aún la interpretación que dan los reformados,
sino una ley más fundamental conocida por todos de manera innata. La política puede ignorar la revelación, pero Calvino
piensa que ésta no puede ignorar que hay un Dios y que la ley de este Dios es superior al reinado de un príncipe. Calvino lo
admite fríamente: se debe cambiar la situación política cuando los príncipes ejercen su poder como árbitros absolutos del
bien y del mal, declarando como bueno lo que todos perciben como una cruel injusticia.
Esta posición podría parecernos anticuada, puesto que actualmente ya no pensamos que la política tenga que
respetar incluso esos mínimos elementos religiosos, y sin embargo, nos adherimos fuertemente a la idea de los derechos
humanos, derechos incondicionales que la política no puede infringir. Estos derechos retoman en cierto sentido la intuición
del Reformador: es necesario someterse a la política mientras ésta no usurpe la ley fundamental que limita su propio poder,
y si lo hace, hay que considerarla totalitaria y despojarla de toda legitimidad.
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8. LA COMPRENSION DE LA IGLESIA EN CALVINO Y SU RELEVANCIA PARA EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO
Dr. Emidio Campi, Universidad de Zürich
Cuando recibí la invitación para hablar en esta consulta sobre el tema de “La Comprensión de la Iglesia en Calvino y su
relevancia para el movimiento ecuménico,”1 me sorprendí un poco. Seguramente, siendo Valdense de nacimiento y por
convicción, el Calvinismo ha sido la influencia mas considerable en mi vida y en mi pensamiento. Es cierto que
profesionalmente soy un historiador de la Reforma, y es igualmente cierto que habiendo pasado diez años de mi vida como
Secretario de la Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos, ha crecido en mí un interes intenso en el
movimiento ecuménico. Durante la última década mi atención se ha tornado parcialmente al campo de la Reforma Italiana,
particularmente con referencia a Peeter Marty Vermigli y en parte a Heinrich Bullinger y a la Reforma en Zurich. Vuestra
invitación me permite entrar en una reflexión que trata de unir varias etapas del desarrollo de mi propia vida. Espero que
estas observaciones semi autobiográficas no desafinarán con el tema que se me ha asignado.
Antes de retrotraernos al siglo XVI, tratemos primeramente y en forma breve dos cuestiones metodológicas. Siempre
es un asunto arriesgado recurrir a las autoridades del pasado para buscar consejo sobre asuntos que posiblemente
conocieran mejor que nosotros. Hay preguntas que debemos hacernos a nosotros mismos y responderlas, y a las que las
voces de otras generaciones son irrelevantes. Nadie soñaría en citar a Zwinglio a favor o en contra de la guerra
nuclear.Ningún neurólogo se basará en el Liber de Anima de Melanchton para el estudio del sistema nervioso. Por otro lado,
hay ciertas cuestioness –y éstas son las más profundas—que tocan nuestra experiencia, y nos involucran en un diálogo en
el que quizás Pablo, Agustín, Tomás de Aquino, Lutero y muchos otros teólogos cristianos eminentes también puedan
intervenir. La enseñanza de Calvino sobre la iglesia y su significado para el movimiento ecuménico es una de esas
preguntas. Es cierto que todos los fundadores del Protestantismo lucharon con este asunto. En el primer período de la
Reforma, tanto Lutero como Zwinglio, Ecolampadio y Melanchton retaron vigorosamente la práctica sacramental y la
autoridad papal, y sentaron las bases de la eclesiología Protestante al afirmar el lazo inextricable entre la iglesia, la palabra y
los sacramentos. Posteriormentei, Bucero, Bullinger, a Lasco, Knox, Vermigli, Zanchi y Beza modificaron las formulaciones
de la generación que les precedió por medio de una serie de distinciones refinadas 2 o aún agrregaron la disciplina a las
notae ecclesiae. Otros, como Schwenckfeld y Hubmeier llegaron a la conclusión que la santidad de la vida eran parte de las
marcas de la verdadera iglesia. No es un menosprecio a sus predecesores y contemporáneos afirmar que fué Calvino quien
produjo la reflexión mas completa e influyente sobre la iglesia. Por consiguiente, vale la pena detenerse con atención en su
eclesiología. Sin embargo, tanto a él cuanto a otros pensadores del pasado, no debemos ponerles en su boca nuestras
propias preguntas y preocupaciones, transformándolos así en una mera caja de resonancia de nuestras propias ideas. Si
realmente queremos un diálogo genuino, me parece bastante razonable buscar primeramente lo que él dijo y permitirle
intervenir, aunque fuera de una forma desconcertante en nuestros debates. Por otro lado, por supuesto, si no compartimo lo
que dice, será perfectamente posible estar en desacuerdo con él.
Mi siguiente comentario se refiere al uso de las fuentes. Muchos han intentado seguir la pista de la concepción de la
iglesia en Calvino. Estudios anteriores 3 han tendido a centrarse mayormente en el pensamiento doctrinal de Calvino tal
como se expresa en sus Ordenanzas Eclesiásticas y en la edición final de la Institución. En los tiempos recientes, se ha
hecho cada vez más claro que si queremos conocer el alcance de su pensamiento sobre este tema debemos consultar casi
su obra completa, considerando también los escritos controversiales, los catecismos, 4 los comentarios bíblicos y los
sermones, 5 así como también su correspondencia. 6 Todavía más, los esfuerzos para aclarar la práctica del ministerio de la
Palabra y los sacramentos en la Ginebra de Calvino 7 tanto como las nuevas investigaciones sociológicas en la vida religiosa
popular han dado coloreado la imagen de esta parte de la obra del reformador. 8 Estas fuentes son excepcionalmente
fructíferas, pero deben ser exluídas aquí. El objetivo de este escrito es examinar la relevancia de la eclesiología de Calvino
para el movimiento ecuménico y para ello será mejor apoyarse fundamentalmente sobre el locus classicus de su enseñanza
sobre la iglesia, es decir, el libro IV de la edición de 1559 de la Institución, que cubre doce capítulos, si uno excluye, como
debiera, la cuestión del Gobierno Civil.
Teniendo estas dos advertencias en mente, y sin perder de vista nuestro propósito particular, sugiero que nos
acerquemos un poco a los temas centrales de la eclesiología de Calvino adoptando tres títulos: 1) La Iglesia como Madre y
Escuela; 2) Las marcas de la Iglesia en la Palabra y los sacramentos; 3) La Iglesia y el Magistrado devoto.
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ciertamente el que rechaza ser un hijo de la Iglesia, en vano desea tener a Dios como Padre, porque es solamente a
través de la instrumentalidad de la Iglesia que somos “nacidos de Dios” ( 1 Juan 3:9) y criados a lo largo de las varias faces
de la niñez y la juventud, hasta que lleguemos a la madurez. Esta designación de “la madre de todos nosotros,” muestra el
gran crédito y el alto honor que tiene la Iglesia.” 27
Esta breve síntesis de la concepción de Calvino acerca de la iglesia como madre de los creyentes invita a que
hagamos dos comentarios. Primeramente, y a diferencia de algunos desarrollos posteriores en el Protestantismo, para
Calvino existe una genuina centralidad de la iglesia y una primacía de la dimensión corporativa de la fe en el propósito de la
condescendencia gratuita de Dios hacia nosotros. Creo que este es un asunto que debe aclararse con urgencia, dado que
muchas iglesias Reformadas se hallan en un estado de disonancia cognitiva, afirmando la centralidad de la vida comunitaria
pero manteniendo una comprensión individualista de la fe. ¿Por qué razón los Cristianos Reformados –fuertes como son en
cuanto a la individualidad en Cristo—con frecuencia se muestran débiles cuando se trata de la conciencia colectiva que debe
fluir del hecho de concebir que la iglesia es un elemento central en el plan de Dios? Es cierto que el mensaje del evangelio
individualiza, y que la fe es siempre una cuestión personal, individual y que dentro de la comunidad cristiana, la
individualidad de cada persona se profundiza y se realza. Sin embargo y al mismo tiempo, por el ministerio de la Palabra y
de los sacramentos, el individualismo debe ser extinguido paso a paso, y por medio de la vida de la comunidad la gloria de
Dios debe ser cada vez más el centro de atención de las oraciones y de los deseos de cada creyente.
En segundo lugar, hay todo un campo de posibilidades para una hermosa imaginería y aún para la poesía en estas
metáforas de la iglesia como madre y como escuela, dando por supuesto de que no lo interpretemos en el sentido de “Mater
et Magistra,” es decir, como un magisterium que reside en la jerarquía eclesiástica, como aparece en el Professio fidei
Tridentina de 1564, 28 sino recuperar la opinión de Calvino sobre la enseñanza fiel de la Palabra de Dios. Sí, el lenguage en
la iglesia ha sido demasiado masculino. Hemos ignorado la verdad de la Iglesia como esposa de Cristo, y como Madre de
todos los creyentes.Al eliminar la Madre de la doctrina del nuevo nacimiento, hemos forzado a que las mujeres traten de
encontrar algún lugar nuevo para el lenguaje femenino. Peor aún, al negar la necesidad de la iglesia visible en la
soteriología, hemos ignorado a la Madre – y ahora ella está muriendo, excluída de nuestra comprensión como herramienta
de Dios por la que las almas son vivificadas y santificadas. Sí, sólo Dios es nuestro Padre, pero es la Iglesia la que es
nuestra Madre, la que nos nutre a través de la presencia del Espíritu Santo. En los últimos 350 años de teología Reformada
en gran parte, esta imagen se ha perdido. La única excepción que conozco es Jan Amos Comenio, en su obra más
conmovedora, The Bequest of the Dying Mother (1650). 29 Sin embargo, las indicaciones son sugerentes. Finalmente,
recuperar la imaginería madre/escuela mostraría una vuelta a la manera bíblica de concebir la iglesia en su relación con
Cristo, y podría esperarse que haciera revivir una de las imágenes mas fructíferas para la comprensión del papel de la iglesia
en la salvación.30
1. Los sacramentos nos presentan y nos unen a Cristo y por lo tanto su práctica frecuente nos ayuda a comprender
que la iglesia es el cuerpo de Cristo.
2. Los sacramentos nos atraen para que podamos ser una comunidad y por consiguiente ayuda a que valoremos a la
iglesia como un pueblo que está unido por un pacto.
3. Los sacramentos nos hacen reconocer nuestro pecado, e invitan a la iglesia a que reconozca su pecaminosidad y
sus defectos.
4. Los sacramentos nos hacen recordar nuestra dependencia y así también la iglesia se acuerda de que es una
realidad dependiente, basada en los dones y las acciones de Dios.
5. Los sacramentos admiten tanto nuestra plena humanidad cuanto la plena humanidad de Cristo, y por lo tanto la
iglesia también recuerda que es una institución plenamente humana con responsabilidades por los cuerpos y por
las almas de sus miembros.
6. Los sacramentos son actos éticos, y de esa manera invitan a la iglesia a ser una comunidad donde se vive la
santidad, tanto en la vida privada como pública.
7. Los sacramentos señalan hacia el reino de Dios que viene, y de la misma manera, la iglesia sacramental es una
comunidad escatológica, un ensayo verdadero para el reino de Dios.
En general, Moore-Keish pareciera creer que “para Calvino, los sacramentos consisten de un don divino y de una
recepción humana: Jesucristo viene a nosotros en y a través del pan, el vino y el agua, pero debemos tener fe para aceptar
ese don...Esto es quizás la cosa mas valedera y desafiante que podemos aprender hoy de la eclesiología de Calvino: que la
iglesia no es algo que nosotros formamos de común acuerdo. No es el producto de nuestro querer llegar a Dios, sino el don
de Dios que llega a nosotros.”
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Yo no tendría mucho más que agregar a ésto, sino subrayar cuán lejana de la comprensión de Calvino está nuestra
práctica de los sacramentos.38 Con seguridad, esto no implica que las iglesias Reformadas caigan en falta por darle el valor
a la Escritura, la doctrina y la predicación como lo hacen o como por lo menos lo hacían, pues aún estos aspectos de su
legado están eclipsados en la actualidad entre nosotros, para nuestra desgracia. Sin embargo, el énfasis en el texto y en el
hablar han puesto al margen y depreciado a los sacramentos, de tal manera que su mensaje sobre el Señor crucificado y
vivo en la vida de la comunidad está apagado, y entonces la Eucaristía viene a ser algo meramente añadido a un servicio de
predicación en lugar del acto principal de culto de la congregación, como Calvino pensó que debería ser. La antítesis
palabra-sacramento que Moore y otros críticos presagia está ciertamente exagerada, pero el logocentrismo
desporporcionado de la teología Reformada es un hecho, y puede ser una causa significativa de una debilitada práctica
eclesial Reformada.
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La impresión primordial que emerge de la lectura del pesado capítulo 20 del libro IV de la Institución es que Calvino,
como Bullinger46 , estaba ansioso por marcar en la autoridad secular la pesada responsabilidad de la cura religionis: pero
sobre todo, estaba celoso por preservar la autonomía de la iglesia de la confusión con la jurisdicción del “magistrado devoto.”
Este modelo se caracteriza por su relativa autonomía e independencia de la autoridad civil dentro del marco de una Iglesia
de Estado, particulamente en relación a la implicaciones políticas y sociales de la imposición de la disciplina eclesiástica.
Usando una terminología anacrónica, podríamos decir que la opinión de Calvino subraya el rol de control y equilibrio en un
sistema en el que la Iglesia y el Estado trabajaron como “una única unidad nacional, que consistía en gran parte del mismo
personal y ocupaban el mismo espacio.47 Uno no puede etiquetar la lucha sobre la excomunión como un conflicto
constitucional por la independencia de la Iglesia del Estado, dado que no existía una separación entre la Iglesia (Company) y
el Estado (Petit Conseil), sino meramente un “desacuerjdo entre una institución del Estado, el Consistorio, y otra, el Petit
Conseil. 48 Dicho de otras manera, era una “cuestión de jurisdicción y de lugar en la estructura institucional del estado entre
un cuerpo burocrático y otro, el Petit Conseil.49
Digamos que esto fue un gran logro. Las posiciones mantenidas por Calvino despiertan nuestra admiración, porque
han sido fuentes palpitantes de energias que constantemente se ajustan a las varias culturas políticas. Su modelo de
organización eclesiastica era por cierto más bíblico y menos peligroso que el modelo de la relación entre las esferas religiosa
y temporal de Bullinger, y a largo plazo, mucho más influyente tanto en el campo espiritual como en el político.
Debe decirse también que Calvino estaba tratando con una sociedad cristiana y con gobernantes cristianos. La
Reforma ginebrina empezó en un área geográfica distinta, la europa del norte, donde se había impuesto el orden
constantiniano, y no hubiese sobrevivido sin el apoyo del Estado. Resta una questión básica: la de nuestra actitud hacia el
orden medieval y del modernismo temprano de una sociedad cristiana que emerge del asentamiento constantiniano. Algunos
la consideran como la mayor victoria de la Iglesia y sostienen que todavía estamos recogiendo sus beneficios, mientras que
para otros—entre los cuales me cuento como hereje Valdense—éste ha sido un camino falso. Sin embargo, como historiador
de la Reforma, seré el último en criticar a Calvino o a Bullinger por no haber desafiado la idea del corpus christianum.
Pero otro problema nos acecha. Ahora estamos ante una sociedad pluralista y un estado secular. El debate sobre los
deberes del “magistrado devoto” está llegando a ser rápidamente una irrelevancia. En este sentido, la Ginebra de Calvino
puede sernos de interés histórico pero tiene poca consecuencia práctica inmediata. Si se pudiese comparar, nuestra
situación presente no es análoga a aquella de la Iglesia en el principio del período moderno, sino a la de la última parte del
tercer siglo, cuando la iglesia era todavía una pequeña minoría dentro del Imperio Romano. Y el problema perenne de las
minorías es que --por un proceso tan comprensible como lamentable-- se ocupan de su propia supervivencia, y se reduce así
la preocupación por el avivamiento y la renovación de la sociedad. Un estrechamiento tal en el cuidado por la sociedad es
semillero del sectarismo y nunca debe ocurrir. No debemos reaccionar a la política Constantiniana con una espiritualidad
volcada hacia el interior, privada. La Iglesia puede y debe influenciar a la sociedad como un todo, no dominarla, sino servir
de fermento innovativo. Los Fürträge de Billinger y el sistema sin pretensiones de control y equilibrio de Calvino son mucho
más que la defensa de los intereses de la Iglesia. Ellos creyeron y pusieron en práctica lo que nosotros tenemos que
aprender de nuevo una y otra vez, es decir, que el mensaje cristiano de la salvación es vano a menos que sus implicaciones
se extiendan a la totalidad de la vida humana, en las estructuras políticas, sociales e internacionales. Quizás aquí reside la
gran contribución de Calvino –y permítaname agregar la de Billinger—en el terreno de la ética política, una contribución que
excede ampliamente las fronteras confesionales de su propio tiempo y que abarcan a toda la Iglesia cristiana. 50
1 El tema ha sido tratado rrecientemente por Lukas Vischer, Pia Conspiratio. Calvin´s Commitment to the Unity of Christ´s
Church, Ginebra 2000; Alastair Heron, The Relevance of the Early Reformed Tradition, particularly of Calvin, for an
Ecumenical Ecclesiology Today, en The Church in Reformed Perspective. A European Reflection, Ginebra 2002, 47-74;
Gottfried W. Locher, Signs of the advent. A study in Protestant ecclesiology, Friburgo, 2004.
2 Por ejemplo: iglesia visible e invisible, iglesia verdadera y falsa, local y universal, unidad en la doctrina y diversidad en la
organización, etc.
3 Willhelm Niesel, Die Theologie Calvins, München 1938 ( Traducción inglesa TheTheology ofCalvin, 1956); Alexandre
Ganoczy, Calvin, theologian de l´ Eglise et duministere, Paris 1964; Otto Weber, Calvins Lehre von der Kirche, in Id. Die
Treue Gottes in der Geschichte der Kirche, Neukirchen 1968, 19-104; Leópold Schümmer, L´ Ecclésiologie de Calvin a la
lumiere de l´ Ecclesia Mater, Bern, 1981; Harro Höpfl, The Christian Polity of Jean Calvin, Cambridge, 1982; Stefan Scheld,
Media Salutis. Zur Heilsvermittlung bei Calvin, Stuttgart 1989; Richard C. Gamble, Calvin’s Ecclesiology: Sacraments and
Diacons, New York & London 1992.
4 Robert M. Kingdom, Catechesis in Calvin’s Geneva, in John van Engen (Ed.), Educating People of Faith, Grand Rapids
2004, 294-313; John Hesselink, Calvin’s Use of Doctrina in His Catechisms (texto no publicado presentado en el International
Calvin Congress, Emden, August 2006).
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