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Jay Haley

Las tácticas de
poder de
Jesucristo
y otros ensayos
Indice

Prefacio 7
1. El arte del psicoanálisis 9
2. Las tácticas de poder de Jesucristo 25
Un hombre solo 26
Dándose a conocer 28
La creación de una organización 34
Reuniendo adeptos 39
La mayor contribución táctica de Jesús 43
La táctica del vencido 45
El clímax de la lucha por el poder 49
Las enseñanzas de Jesús 57
3. El arte de ser esquizofrénico 61
La familia adecuada 62
El hospital adecuado 71
4. El arte de fracasar como terapeuta 89
5. En defensa del psicoanálisis 97
Formación 98
No ser directivo 102
El contrincante de la familia 104
Esquizofrenia 105
6. Hacia una racionalización de la terapia directiva 113
7. Cómo contraer un matrimonio infernal 129
Planificación de un matrimonio desdichado 131
Cómo elegir mal a la otra persona 133
Problemas de las relaciones íntimas y de las relaciones
externas 135
Disputas 138
Las fases iniciales 143
Hijos 144
Amorios 147
Luchas maritales en la vejez 150
8. La terapia, un fenómeno nuevo 153
¿Existe la terapia? 156
¿Qué es la terapia? 165
¿Es la terapia la misma en todas partes? 166
¿Quiénes deberían hacer terapia? 167
El empleo de la metáfora 169
¿Cuántas teorías se necesitan? 171
Línea de orientación 175
PREFACIO
Hace poco me enteré de que un grupo de alumnos
deseaba hacer un regalo a un profesor con motivo de su
jubilación. Llegaron a la conclusión de que el mejor regalo
que le podían hacer era un ejemplar de Las tácticas de poder
de Jesucristo. Después de buscar en todas las librerías, se
dieron por vencidos. Simplemente, no encontraron ni un
solo ejemplar. Esta nueva edición se propone evitar en
lo sucesivo semejante tragedia a los profesores entrados
en años. Ha sido actualizada, con la eliminación de dos
ensayos y la inclusión de cuatro nuevos. El trabajo que
da título al libro trata, como el anterior, desde luego, de
una apreciación de las habilidades de Jesús. Permanece
el ensayo sobre qué se necesita para ser esquizofrénico,
destinado a los lectores a quienes interese esa carrera. Se
examina en profundidad el psicoanálisis como arte, y se
vuelven a presentar las técnicas apropiadas para fracasar
como terapeuta.
Los nuevos ensayos ponen el acento sobre temas
contemporáneos. Quienes tienen algo que ver con el
matrimonio —y todos estamos casados o bien proyectamos
casamos, o tal vez evitar ese estado— encontrarán aquí
“Cómo contraer un matrimonio infernal”. Con la mirada
vuelta hacia el pasado, “En defensa del psicoanálisis”
permite situar el psicoanálisis en la historia. Con
una perspectiva de futuro donde existe un mundo de
personas en transformación, presentamos “La terapia,
un fenómeno nuevo” y “Hacia una racionalización de la
terapia directiva”.
Jay Haley
Rockville, 1986

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CAPITULO 1
EL ARTE DEL PSICOANALISIS

Existen ya muchas investigaciones en ciencias sociales


dedicadas a verificar las ideas de Freud sobre los procesos
inconscientes. Pero sorprende, sin embargo, la escasez de
investigaciones científicas sobre lo que sucede durante
el tratamiento psicoanalítico. Por suerte esta situación
se solucionó gracias a un estudioso anónimo, profesor
del Potters College de Yeovil, Inglaterra, a quien se le
había asignado un trabajo de investigación en los Estados
Unidos. Durante varios años este hombre estudió allí el
arte del psicoanálisis, como paciente y como psicoanalista.
Su investigación culminó en un trabajo de tres volúmenes
titulado El arte del psicoanálisis, o algunos aspectos de una
situación estructurada que consiste en una interacción de un
grupo de dos que engloba algunos de los principios básicos de
estar-por-encima. Como la mayoría de los trabajos escritos
para el Potters College, la investigación no se publicó y
sólo unos pocos miembros privilegiados del equipo clínico
tuvieron acceso a ella. No obstante, el autor pudo disponer
durante un tiempo de una copia, y ofrece aquí un resumen
de las conclusiones de la investigación para los que deseen
estimular el progreso dinámico de la teoría freudiana y
afilar las técnicas de un arte difícil.
En este resumen, los términos pocos familiares serán
traducidos a la terminología psicoanalítica, pero antes
se hacen necesarias algunas definiciones generales. Para
comenzar, una definición acabada del término técnico
«estar-por-encima» llenaría, y de hecho ha llenado, una
enciclopedia de tamaño respetable. Se lo puede definir
brevemente aquí como el arte de colocar a una persona por
debajo. El término «por debajo» se define técnicamente
como el estado psicológico en que se encuentra una
persona que no está situada por encima con respecto a
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otra. Estar situado «por encima» se define técnicamente
como el estado psicológico en que se encuentra un
individuo que no está situado por debajo. Para enunciar
estos términos en lenguaje popular, aun corriendo el
riesgo de perder rigor científico, puede decirse que en
cualquier relación humana (y por supuesto, también en
la de otros mamíferos) cada persona está constantemente
maniobrando para colocarse en «posición superior» con
respecto a la otra persona de la relación. Esta «posición
superior» no significa necesariamente superioridad en
status social o posición económica; muchos sirvientes
son maestros en el arte de colocar por debajo a sus amos.
Tampoco implica superioridad intelectual, como lo sabe
cualquier intelectual que se haya encontrado debajo de un
musculoso recolector de basura en un combate cuerpo a
cuerpo. La expresión «posición superior> es un término
relativo que se define y se redefine continuamente a lo
largo del proceso de una relación. Las maniobras para
conquistar esta posición pueden ser burdas o infinitamente
sutiles. Por ejemplo, por lo general, no se está situado en
una posición superior si se tiene que pedir algo a alguien;
sin embargo, hay modos de hacerlo que implican: “Esto
es, por supuesto, lo que merezco”. Como el número de
maniobras para lograr situarse en la posición superior es
infinito, procederemos a resumir de inmediato las técnicas
psicoanalíticas tal como se describen en ese voluminoso
trabajo.
El psicoanálisis, de acuerdo con el estudio del Potters,
es un proceso psicológico dinámico que involucra a dos
personas: un paciente y un psicoanalista. Durante este
proceso, el paciente insiste en que el analista esté por
encima, mientras intenta desesperadamente colocarlo por
debajo, y por su parte, el analista insiste en que el paciente
permanezca por debajo para ayudarle a que aprenda
a colocarse por encima. El objetivo de la relación es la
separación amistosa del analista y el paciente.
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Diseñado cuidadosamente, el encuadre psicoanalítico
consigue que la posición superior del analista sea
prácticamente invencible. En primer término, el paciente
acude voluntariamente en busca de ayuda, aceptando así
su posición inferior desde el comienzo del tratamiento.
Además, refuerza esa posición al pagar dinero. En
ocasiones, algunos analistas rompieron temerariamente
la estructura de la situación no cobrando a sus pacientes.
Al no recordarles con regularidad (en el día de pago) que
debían hacer un sacrificio para mantener a su analista
—obligándolos así a reconocer la posición superior de
este último aun antes de haber comenzado a hablar—,
hicieron peligrar esta posición. En realidad, sorprende
que un paciente que comienza desde posición tan
precaria consiga alguna vez colocarse por encima, pero en
discusiones privadas los analistas admitirán, y de hecho
lo admiten mientras se tiran de los pelos, que los pacientes
pueden ser extremadamente sagaces utilizando una gran
variedad de ingeniosas jugadas* que los obligan a ser muy
hábiles para conservar su posición superior.
No hay espacio aquí para hacer una revisión de la
historia del psicoanálisis, pero debería tenerse en cuenta
que desde sus comienzos se hizo evidente la necesidad del
analista de apoyarse en el encuadre para permanecer por
encima de los pacientes que lo sobrepasaban en astucia. La
utilización del diván fue su primera arma (denominada a
menudo la jugada de Freud, como se llama a la mayoría de
las jugadas en psicoanálisis). Colocando al paciente sobre
un diván, se le crea la impresión de tener los pies en el aire
y, al mismo tiempo, la certeza de que el analista los tiene
sobre la tierra. El paciente no sólo se desconcierta por tener
que hablar acostado, sino que se halla literalmente debajo
* En inglés “ploy”. Un “ploy” se define técnicamente como una jugada mediante
la cual una persona logra obtener ventaja en su relación con otra (N. del A.).
No existe una palabra equivalente en castellano y las que se aproximan
(estratagema, treta, etc.) se caracterizan por una connotación inapropiada. Por eso
y “corriendo el riesgo de perder rigor científico”, traduciremos el término “ploy”
como “jugada” (N. de la T.).

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del analista, de modo que su posición por debajo está
reforzada geográficamente. Además, el analista se sienta
detrás del diván, desde donde puede observar al paciente
sin que éste lo vea, provocándole el mismo desconcierto
que uno sentiría si tuviera que luchar contra un oponente
con los ojos vendados. Incapaz de observar las respuestas
que provocan sus jugadas, no está seguro de si está situado
por encima o por debajo. Algunos pacientes intentan
resolver este problema al decir algo así como: “Anoche me
acosté con mi hermana”, girándose de inmediato para ver
cómo responde el analista. Por lo general estas jugadas de
“impacto” fracasan. Es posible que el analista haga una
mueca, pero tiene tiempo de recobrarse antes de que el
paciente pueda terminar de girarse. La mayoría de los
analistas han desarrollado técnicas para enfrentarse al
paciente “giratorio”. Cuando éste se da vuelta, miran al
vacío, juegan con un lápiz, se arreglan la ropa u observan
peces tropicales. Es fundamental que el paciente, cuando
tiene la rara oportunidad de observar al analista, sólo se
encuentre frente a una presencia impasible.
La posición detrás del diván tiene aún otro objetivo.
Hace inevitable que todo lo dicho por el analista adquiera
una importancia exagerada porque el paciente no tiene
otros medios para determinar los efectos que produce en
él. El paciente está pendiente de cada palabra del analista
y, por definición, el que depende de las palabras del otro
está por debajo.
Tal vez el arma más poderosa de todo el arsenal del
analista sea el silencio. Este pertenece a la categoría de las
jugadas de desamparo o de “negarse a presentar batalla”.
Es imposible ganar una contienda con un enemigo
desvalido, ya que si se gana, no se gana nada. Los golpes
no se devuelven y todo lo que se puede sentir es culpa
por haber golpeado, mientras se experimenta la incómoda
sospecha de que el desamparo está calculado. El resultado
es furia y desesperación contenidas, dos emociones
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características de la posición por debajo. El paciente se
pregunta: “¿Cómo puedo colocarme por encima de un
hombre que no responde y no compite conmigo por la
posición superior de un modo abierto y limpio?”. Por
supuesto, los pacientes encuentran soluciones, pero les
lleva meses y, por lo general, años de intenso análisis
encontrar la forma de obligar a su analista a responder.
Formalmente el paciente comienza de un modo más bien
burdo diciendo algo así: “A veces pienso que usted es un
idiota”. Espera que el analista reaccione a la defensiva y
se coloque por debajo. El analista, en cambio, responde
con la jugada del silencio. El paciente va más lejos y dice:
“Estoy seguro de que usted es un idiota”. La respuesta sigue
siendo el silencio. Desesperado, el paciente dice: “¡Dije
que usted es un idiota, maldito sea, y lo es!” Nuevamente
el silencio. ¿Qué otra cosa puede hacer el paciente que
disculparse, pasando así voluntariamente a la posición
por debajo? A menudo un paciente descubre la efectividad
de la jugada del silencio y prueba utilizarlo, intento que
termina de inmediato cuando se da cuenta de que está
pagando una gran suma de dinero por hora por yacer en
silencio sobre el diván. El encuadre psicoanalítico está
cuidadosamente diseñado para impedir que los pacientes
utilicen las jugadas del analista y logren colocarse a su
misma altura (a pesar de que una parte importante de
la cura consiste en que el paciente aprenda a utilizarlas
eficazmente con los demás). El brillante diseño original
de Freud se ha modificado muy poco. Así como el plan
básico para construir un martillo no pudo ser mejorado
por los carpinteros, tampoco se han modificado los
instrumentos básicos del análisis: el hecho de que el
paciente sea voluntario, la hora paga, la posición detrás
del diván y el silencio.
Aunque no podemos mencionar aquí las diversas
formas de tratar a los pacientes aprendidas por un
analista, enunciaremos algunos principios generales.
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Resulta inevitable que un paciente que inicia su análisis
empiece a utilizar jugadas que lo han colocado por
encima en relaciones anteriores (actitud llamada «pauta
neurótica»). El analista aprende a desbaratar estas
maniobras del paciente. Lo consigue fácilmente, por
ejemplo, respondiendo inapropiadamente a lo que el
paciente dice, haciéndolo dudar así de todo lo aprendido
en sus relaciones anteriores. El paciente dice por ejemplo:
“Todos deberían decir la verdad”, esperando que el
analista esté de acuerdo y pueda conservar así el liderazgo
de la situación. El que cede la conducción al otro está
por debajo. El analista puede responder con el silencio,
una jugada relativamente débil en esta circunstancia, o
puede decir: “¿Aja?” El “aja” se pronuncia con la inflexión
adecuada, como para dar a entender: “¿Cómo se le habrá
ocurrido semejante idea?”, lo cual no sólo hace dudar
al paciente de su enunciado sino también de lo que el
analista quiere decir con ese “ajá”. La duda representa,
por supuesto, el primer paso hacia la posición por debajo.
Ante la duda, el paciente tiende a buscar apoyo en el
analista para resolverla y esta búsqueda de ayuda supone
el reconocimiento de su superioridad. Las maniobras
analíticas destinadas a provocar dudas en un paciente se
instituyen desde el comienzo. Por ejemplo, el analista dice:
“Me pregunto si realmente siente eso”. La utilización del
término «realmente» es corriente en la práctica analítica;
implica que el paciente tiene motivaciones de las cuales
no es consciente. Cualquiera se siente sacudido, y por lo
tanto, por debajo, ante esta sospecha.
La duda se vincula con “la jugada del inconsciente”,
concepto de aparición temprana en psicoanálisis, al que se
considera como el núcleo central del tratamiento, ya que
resulta la manera más efectiva de hacer sentir inseguro
al paciente. Al comienzo del tratamiento, el analista
experimentado le señala al paciente que operan en él
(el paciente) procesos inconscientes, y que se engaña si
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piensa que realmente sabe lo que dice. Cuando el paciente
acepta esta idea, sólo puede confiar en que el analista
le diga (o, como suele decirse, le “ayude a descubrir”)
lo que realmente quiere decir. Así se empantana cada
vez más profundamente en la posición por debajo,
permitiendo que el analista lo venza en casi cualquier
jugada que pueda idear. Por ejemplo, si el paciente cuenta
alegremente los buenos momentos pasados con su novia,
esperando provocar celos (una posición por debajo) en
el analista, éste debe contestar: “Me pregunto lo que
significa realmente esta chica para usted”, con lo que el
paciente duda si tiene relaciones sexuales con una chica
llamada Sue o con un símbolo inconsciente. Es inevitable
entonces que se vuelva hacia el analista para que le ayude
a descubrir lo que significa realmente la chica para él.
Es común que durante un análisis, en especial si el
paciente se vuelve conflictivo (utiliza jugadas de resistencia),
el analista acentúe la importancia de la asociación libre y
los sueños. Ahora bien; una persona necesita sentir que
sabe de qué está hablando para colocarse en una posición
superior, nadie puede maniobrar para estar por encima
mientras asocia libremente o cuenta sus sueños, ya que
inevitablemente aparecen los enunciados más absurdos.
Al mismo tiempo, se le hace notar al paciente que dentro
del absurdo hay ideas significativas y no sólo se le hace
sentir que está diciendo ridiculeces, sino también que
aunque diga cosas que no comprende, su discurso tiene
significado para el analista. Tal experiencia trastorna
a cualquiera e inevitablemente lleva al paciente a una
posición por debajo. Por supuesto, si se rehúsa a asociar
libremente o a relatar sus sueños, se le recordará que por
medio de la resistencia se está derrotando a sí mismo.
La interpretación de la resistencia pertenece a la clase
general de jugadas llamadas “devolverle al paciente”.
Todos los intentos, en especial los que tienen éxito,
de poner por debajo al analista se interpretan como
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resistencia al tratamiento: si éste fracasa, la culpa la tiene
el paciente. Preparado cuidadosamente de antemano, el
analista experimentado informa al paciente en la primera
entrevista que el camino hacia la felicidad es arduo, que
veces se resistirá a mejorar y que incluso puede llegar
a resentirse con su analista por la ayuda que éste le
brinda. Establecido este acuerdo básico, el analista, con
su actitud impersonal (la jugada de no comprometerse
personalmente), e interpretando la resistencia, puede
lograr que la negativa a pagar los honorarios o la amenaza
de terminar el análisis se conviertan en disculpas. Por
momentos, puede hacer que el paciente recupere poco a
poco la posición por debajo señalándole que su resistencia
es un signo de progreso y de modificaciones internas.
La principal dificultad que presenta la mayoría de los
pacientes, en cuanto adquieren un poco de confianza,
es su insistencia en tratar directamente con el analista.
Cuando el paciente comienza a observarlo críticamente y
amenaza con un enfrentamiento abierto, entran en juego
diversas jugadas para distraerlo. La más común es la de
“concentrarse en el pasado”. Si el paciente comenta la
falta de reacción del analista ante él, el analista dirá: “Me
pregunto si usted se sintió así antes. Quizá sus padres no le
respondieran demasiado”. Inmediatamente se dedicarán a
examinar la infancia del paciente sin que éste se dé cuenta
de que el tema cambió. Esta jugada es particularmente
efectiva cuando el paciente utiliza lo aprendido durante
el tratamiento para hacer comentarios sobre su analista.
Durante su entrenamiento, el joven analista aprende las
pocas y simples reglas que debe respetar. La primera
implica que es fundamental mantener al paciente por
debajo mientras se lo induce a luchar galantemente con
la esperanza de colocarse por encima (esto se llama
“transferencia”). Segundo, el analista nunca debe sentirse
por debajo (esto se llama “contratransferencia”). El análisis
didáctico tiene como fin ayudar al joven analista a pasar
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por la experiencia de una posición por debajo. Al actuar
como paciente aprende en carne propia lo que significa
concebir una jugada astuta, desarrollarla con habilidad
y verse rotundamente colocado por debajo. Aun después
de dos o tres años de análisis didáctico, al observarse la
destrucción de sus débiles jugadas, un analista utilizará
alguna con una paciente y se encontrará forzado hacia una
posición por debajo. A pesar de la brillante estructura de
la fortaleza analítica, y del arsenal de jugadas aprendidas
en el análisis didáctico, todos los hombres son humanos
y ser humanos implica estar ocasionalmente por debajo.
El entrenamiento se ocupa de cómo salir de esa posición
lo más rápidamente posible: la jugada general consiste
en aceptar la posición “voluntariamente” cuando es
ineludible y decir: “En esto tiene razón” o “Debo admitir
que me equivoqué”. Un analista más atrevido dirá: “Me
pregunto por qué me he angustiado un poco cuando usted
dijo eso”. Nótese que esos enunciados parecen mostrar al
analista por debajo y al paciente por encima, pero estar
por debajo supone una conducta defensiva. En realidad, al
aceptar deliberadamente esa posición, el analista mantiene
la superioridad y el paciente descubre nuevamente que
una jugada hábil fue superada por otra: la de “rehusarse
a la batalla”. A veces, la técnica de aceptación no pudo
utilizarse porque el analista es demasiado vulnerable
en ciertas áreas. Si un paciente descubre que el analista
se incomoda cuando hablan de la homosexualidad,
lo explotará de inmediato. El analista que toma estos
comentarios como referidos a su persona está perdido.
Su única posibilidad de sobrevivir es detectar mediante
sus entrevistas de diagnóstico a los pacientes capaces de
descubrir y explotar sus puntos débiles y derivarlos a otro
analista con otros puntos débiles.
En el entrenamiento analítico también se anticipan
las jugadas más desesperadas de los pacientes. A veces un
paciente estará tan decidido a colocarse por encima de
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su analista que adoptará la jugada del suicidio. Muchos
analistas, ante una amenaza de suicidio, reaccionan de
inmediato sintiéndose por debajo; alucinan titulares en
los diarios y murmuraciones de colegas que enumeran
burlonamente cuántos de sus pacientes se le colocaron
por encima tirándose desde un puente. La manera más
común de prevenir el uso de esta jugada es “no tomarlo
personalmente”. El analista dirá: “Bueno, sentiría mucho
que usted se volara la tapa de los sesos, pero seguiría
trabajando”; el paciente abandona entonces sus planes
cuando se da cuenta de que ni siquiera matándose logrará
colocarse por encima.
Las jugadas del psicoanálisis ortodoxo pueden ser
destacadas por contraste con maniobras menos ortodoxas.
Consideremos, por ejemplo, el sistema de jugadas
rogerianas en que el terapeuta repite simplemente lo que
dice el paciente. Se trata de un sistema inevitablemente
ganador, ya que nadie puede vencer a una persona que
sólo repite lo que uno dice. Cuando el paciente acusa al
analista de no servirle para nada, el terapeuta responde:
“Usted siente que yo no le sirvo para nada”. El paciente
dice: “Eso es, usted no vale nada” y el terapeuta responde:
“Usted siente que yo no valgo nada”. Esta jugada elimina,
aún más que la jugada ortodoxa del silencio, cualquier
sensación de triunfo del paciente, y pasado un tiempo,
le hace sentirse un poco tonto (sentimiento por debajo).
La mayoría de los analistas ortodoxos consideran que las
jugadas rogerianas son débiles y poco respetables. No le
dan al paciente una oportunidad justa.
La ética psicoanalítica requiere que se le dé al paciente
por lo menos una oportunidad razonable. Se desprecian
las jugadas que sencillamente lo aniquilan y se considera
que los analistas que las ponen en práctica necesitan
prolongar su análisis con el fin de equiparse de una mayor
cantidad de jugadas legítimas y obtener mayor seguridad
en su utilización. Por ejemplo, no se considera apropiado
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animar al paciente a discutir un tema y desinteresarse en
cuanto lo hace. Esto coloca al paciente por debajo, pero
como no estaba intentando colocarse por encima, es una
jugada malgastada. Por supuesto que, si el paciente lo
intenta, puede resultar necesario.
Otra variante de las jugadas psicoanalíticas ortodoxas
denuncia algunas de sus limitaciones. El psicótico demuestra
constantemente que supera las jugadas ortodoxas. Rehúsa
a ser un analizado voluntario; no demostrará ningún
interés sensato en el dinero; no se acostará tranquilamente
en un diván mientras el analista se dispone a escucharlo
fuera de su vista. La estructura de la situación analítica
parece irritarlo. En efecto, cuando las jugadas ortodoxas se
usan en su contra, es posible que el psicótico destroce el
consultorio y patee al analista en los genitales (esto se llama
“incapacidad para establecer la transferencia”). Las jugadas
psicóticas de este tipo incomodan al analista corriente y
por lo tanto evita a tales pacientes. Recientemente, algunos
analistas audaces descubrieron que pueden colocarse por
encima de un paciente psicótico si trabajan en pareja, técnica
llamada “se necesitan dos para poner a uno por debajo” o
“terapia múltiple”. Por ejemplo, si un psicótico habla de
forma atropellada y ni siquiera se detiene a escuchar, dos
terapeutas entran en la habitación y comienzan a conversar
entre sí. Incapaz de contener su curiosidad (emoción
por debajo), el psicótico dejará de hablar y escuchará,
permitiendo así que se lo coloque por debajo.
El maestro en ponerse por encima de los psicóticos
es un discutido psiquiatra afectuosamente conocido en
la profesión como “el Toro”. Cuando un paciente no para
de hablar y se niega a escucharle, consigue su atención
acercándole un puñal. Ningún terapeuta es tan hábil como
él para vencer a los pacientes más empecinados. Otros
necesitan hospitales, asientos, tratamientos de shock,
lobotomías, drogas, restricciones y baños de agua fría para
colocar al paciente en una posición suficientemente por
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debajo. El Toro, con unas simples palabras y el ocasional
fulgor de un puñal, se las arregla para colocar por debajo
al psicótico más difícil.
Un interesante contraste con el Toro lo da una mujer
conocida en la profesión como “La Encantadora Dama
del Albergue”. A la cabeza del sutil estar-por-encima con
psicóticos, descarta las jugadas del Toro, consideradas
generalmente toscas y de mal gusto. Si un paciente insiste
en que es Dios, el Toro insistirá en que él es Dios forzando
al paciente a ponerse de rodillas, colocándose por encima
de un modo más bien directo. Para manejar una situación
similar, La Dama del Albergue sonreirá diciendo: “Está
bien, si usted desea ser Dios, yo se lo permito”. Al paciente
se le coloca por debajo con suavidad mientras se da cuenta
de que nadie sino Dios puede “permitirle a otro ser Dios”.
A pesar de que las jugadas psicoanalíticas ortodoxas
quizá funcionan sólo con neuróticos, nadie puede negar
su éxito. El analista experimentado puede colocar a su
paciente por debajo mientras piensa al mismo tiempo
dónde comerá esa noche. Por supuesto, esta habilidad
en el estar-por-encima trae aparejados extraordinarios
problemas cuando los analistas compiten entre sí en las
reuniones de las asociaciones psicoanalíticas. En ninguna
otra reunión de personas se exhiben tantas formas
complicadas de obtener superioridad. La mayor parte de
la lucha en una reunión analítica se desenvuelve a un nivel
más bien personal, pero el contenido manifiesto supone
intentos para: 1) demostrar quién estuvo más cerca de
Freud y lo puede citar con más frecuencia; 2) quién puede
confundir a la mayor cantidad de gente con su atrevida
extensión de la terminología freudiana. Al hombre que
consigue alcanzar ambos logros de la mejor manera se le
elige por lo general presidente de la asociación.
La manipulación del lenguaje representa el fenómeno
más sorprendente de una reunión analítica. Los términos
oscuros son definidos y redefinidos por medio de términos
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aún más oscuros a medida que los analistas se sumergen en
furibundas discusiones teóricas. Esto es particularmente
notorio cuando se discute si cierto tratamiento de una
paciente fue o no realmente psicoanalítico, tema que surge
inevitablemente al presentar un caso particularmente
brillante. Es raro que se discuta en las reuniones lo que
ocurre entre un analista y un paciente (o el arte del estar-
por-encima); aparentemente son técnicas demasiado
secretas para ser discutidas públicamente. Esto significa
que el área del debate se limita a los procesos que tienen
lugar en el oscuro y húmedo interior del paciente. Cada
orador intenta superar a los demás al explicar las extrañas
interioridades del paciente, pero se le interrumpe
constantemente por gritos provenientes del fondo de la
sala: “¡No es así!” “¡Usted confunde un impulso de ello
con un yo débil!” o “¡Pobres, sus pacientes, si usted llama
carga a eso!”. Incluso el analista más alerta se sumerge en
un sentimiento oceánico a medida que se pierde en las
corrientes de las teorías energéticas, pulsiones libidinales,
fuerzas instintivas y barreras superyoicas. El que mejor
logra confundir al grupo deja a sus colegas frustrados
y envidiosos (emociones por debajo). Los perdedores
vuelven a sus bibliotecas a buscar en sus mentes, en sus
diccionarios, en la revista de ciencia-ficción y en Freud
vuelos metafóricos aún más elaborados con el fin de
prepararse para la próxima reunión.
Las jugadas del analista y del paciente pueden
enumerarse brevemente según aparecen durante el
desarrollo del tratamiento típico. Los casos individuales
variarán de acuerdo con las maniobras utilizadas por
cada paciente (llamadas “síntomas” por el analista
cuando son jugadas que ninguna persona sensata
utilizaría), pero es fácil enunciar una tendencia general.
El paciente comienza su análisis pidiendo ayuda, es decir,
en posición por debajo, y de inmediato intenta colocar
al analista por debajo demostrándole su admiración.
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Lo halaga diciéndole que es maravilloso y que lo curará
rápidamente. A este período se le llama la luna de miel del
análisis. El analista avezado no se dejará engañar por estas
maniobras (llamadas “resistencia reichiana”). Cuando
el paciente se halla a sí mismo continuamente colocado
por debajo cambia de táctica; se muestra malicioso,
insultante, amenaza con abandonar el análisis y duda de
la salud mental del analista. Estos intentos de provocar
una respuesta “humana” chocan con una pared impasible
e impersonal; el analista permanece en silencio o maneja
los insultos con un comentario como éste: “¿Ha notado
que es el segundo martes que hace tal comentario? Me
pregunto si pasa algo con los martes a la tarde”, o “Usted
parece reaccionar como si yo fuese otra persona”. Al ver
frustrada su agresión (jugadas de resistencia), el paciente
se da por vencido y vuelve al analista el control de la
situación. Vuelve a elogiarlo, busca su apoyo, depende
de cada una de sus palabras, insiste en evidenciar su
desvalidez y la fuerza del analista y espera la oportunidad
de llevarlo suficientemente lejos como para intentar
destruirlo con una jugada hábil. El buen analista lo maneja
con una serie de jugadas “condescendientes”, señalándole
que debe resolver las cosas por sí mismo en vez de esperar
que alguien lo haga por él. Furioso, el paciente retoma las
jugadas desafiantes y abandona las serviles. A esta altura
ya ha aprendido a utilizar algunas de las técnicas de su
analista y está mejorando. Utiliza todo el insight obtenido
(jugadas que los legos desconocen) en el intento de
demostrar que se trata de una relación en la que el analista
está por debajo. Este es el período difícil del análisis. Sin
embargo, si preparó cuidadosamente el terreno por medio
de un diagnóstico cuidadoso (conocer los puntos débiles),
y si logró que el paciente dudara lo bastante de sí mismo, el
analista obtendrá una posición ventajosa una y otra vez a
lo largo de los años. Por último, ocurre algo sorprendente;
el paciente intenta colocarse por encima de manera casual,
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el analista lo coloca por debajo y al paciente no le importa.
Ha alcanzado el punto donde ya no le interesa quién de los
dos controla la situación, en otras palabras, está curado.
El analista entonces lo despide, anticipándose a que el
paciente le anuncie que se retira. Luego consulta su lista
de espera e invita a otro paciente, quien, por definición, es
alguien que necesita estar por encima y se siente molesto
si está por debajo y así continúa el trabajo cotidiano en el
difícil arte del psicoanálisis.

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CAPITULO 2
LAS TÁCTICAS DE PODER DE JESUCRISTO

Ahora que el cristianismo ve declinar su fuerza en


el mundo de las ideas podemos apreciar en su verdadera
dimensión las habilidades de Jesucristo. Las innovaciones
de Jesús como organizador y líder no han sido tomadas
en cuenta por la mayoría de los cristianos y de los
investigadores en ciencias sociales. Por lo general, sus
éxitos fueron atribuidos injustamente al Señor, o (hecho
aún más injusto) a discípulos como Pablo. Pero si se
abandona la idea de que la intervención de Dios o de
líderes posteriores fue la responsable del éxito de Jesús,
se evidencia su increíble capacidad como organizador.
Fue un individuo que ideó por sí solo la estrategia de
una organización que derrocó al Imperio Romano y
que conservó un poder absoluto sobre el populacho
del mundo occidental durante muchos cientos de años.
Nunca nadie alcanzó semejante hazaña, y hasta este siglo
en que surgieron los líderes del comunismo y de otros
movimientos masivos, ni siquiera tuvo competidores.
Para comprender a los actuales revolucionarios
mesiánicos debe apreciarse la herencia dejada por Jesús.
Hombres como Lenin y Trotsky en Rusia, Hitler en
Alemania, Mussolini en Italia, Mao Tse-tung y Ho Chi-
min en Asia, Castro en Cuba y líderes del poder negro
como Elijah Mohamed en los Estados Unidos desacreditan
a Jesús en sus arengas públicas. Es cierto, la organización
que éste fundó aún ejerce influencia en las instituciones
que deben ser derrocadas. Sin embargo estos hombres
le deben mucho más de lo que estarían dispuestos a
reconocer, en principio, una innovación fundamental: la
idea de luchar por el poder organizando a los desposeídos
y a los pobres. Durante siglos esta idea no se valorizó y en
consecuencia los pobres no constituyeron una amenaza
Pag. 25
para el establishment; lo más que podía esperarse de
ellos era un esporádico amotinamiento. En este siglo es
imposible olvidarse de los pobres porque existen hombres
que dedican sus vidas a sublevarlos y organizarlos. La
ideología de los líderes de los movimientos masivos
contemporáneos difiere en ciertos aspectos de la de Jesús,
pero creemos que su estrategia fundamenta] no surge
espontáneamente en nuestra época, sino que fue creada
por un hombre en Galilea y que ya se encuentra esbozada
en el Nuevo Testamento.
Todo lo que sabemos de Jesús se basa en los escritos
de los miembros de su organización, y en la medida en
que pueda dudarse de la objetividad y autenticidad de la
Biblia será posible cuestionar la verdadera naturaleza
de la contribución de Jesús. Nuestro enfoque tomará
literalmente a los autores de los evangelios, es decir,
seguiremos la descripción de un hombre que formó y
dirigió un movimiento. Con respecto al texto, adoptamos
una posición fundamentalista y nuestras preferencias se
inclinan hacia los evangelios según San Mateo, San Marcos
y San Lucas. Muchas generaciones, incluyendo a los líderes
revolucionarios actuales, leyeron esta descripción como
un retrato significativo de un líder ideal. El texto es una
guía de las ideas del hombre occidental sobre el poder y el
liderazgo; también es un manual sobre las tácticas de Jesús.
No nos ocuparemos del mensaje espiritual de Jesús
ni de las ideas religiosas expresadas metafóricamente a
través de sus palabras y su vida. Sólo describiremos cómo
organizó y dirigió a la gente.

UN HOMBRE SOLO
Según los evangelios, Jesús estaba solo y era desconocido
cuando surgió a la vida pública. Se enfrentó a la tarea de
formar un movimiento y constituirse en un líder religioso
de un pueblo que ya estaba ligado a una institución
religiosa con todas sus reglas, cuyos líderes poseían las
Pag. 26
armas del poder estatal y operaban con un cuerpo de leyes
obligatorias que controlaban a cada individuo desde el
nacimiento hasta la muerte. Los conservadores ricos y los
romanos de la ocupación, deseosos de conservar una colonia
pacífica, exterminaban sin piedad a los revolucionarios y
estaban dispuestos a oponerse a cualquier movimiento que
perturbase el statu quo de una colonia pacífica. Considerada
esta oposición, tan formidable como cualquiera de las
ofrecidas a los líderes de movimientos masivos de este
siglo, no nos habría sorprendido que Jesús apenas hubiese
provocado sólo una onda en el torrente social.
Pero a pesar de estar solo, Jesús contaba con muchos
factores a su favor y, como cualquier gran líder, usó
con habilidad las fuerzas disponibles. El pueblo estaba
descontento. No sólo reinaban la pobreza y la opresión,
sino que los impuestos romanos hacían desaparecer
tanto los artículos esenciales como los excedentes del
país derrotado. El pueblo se enfrentaba a una jerarquía
de familias explotadoras mantenidas en el poder por los
colonizadores romanos que ocupaban el país. Así como en
Rusia los bolcheviques partieron del hambre y la derrota
militar, o en Alemania los nazis utilizaron la derrota y
la desesperación, también aquí el pueblo tenía poco que
perder con algún cambio.
Jesús vivió en una época en que la estructura de
poder no estaba unificada. La división geográfica creada
después de la muerte de Herodes provocó conflictos y
resentimientos: existían desacuerdos entre las clases
pudientes y los sacerdotes; la jerarquía sacerdotal estaba
en conflicto interno y los romanos eran suficientemente
odiados como para crear una escisión entre el gobernador
y el pueblo. El establishment no podía ofrecer un frente
unido ante un intento de tomar el poder.
También la mitología de la época favoreció a Jesús.
Circulaba un mito persistente sobre un Señor o Mesías
que con su llegada aliviaría mágicamente todas las
Pag. 27
dificultades, haciendo desaparecer la miseria y acabando
con todos los enemigos, y que otorgaría el poder a las
tribus de Israel sobre las setenta y siete naciones existentes.
La esperanza de que había llegado un mensajero se podía
alimentar de nuevo con la aparición de un profeta. Al
parecer Jesús entró en la vida pública en un momento
en que existía una creencia compartida: podía llegar un
hombre y cambiarlo todo.

DANDOSE A CONOCER
Cuando Jesús apareció en escena se encontró
marginado de la estructura de poder, puesto que no era ni
rico ni romano, ni miembro de la jerarquía religiosa. Las
riquezas y la ciudadanía romana no estaban a su alcance,
pero en el judaismo un hombre podía elevarse llevando
una vida religiosa. Este fue el camino elegido por Jesús.
No sabemos cómo vivió durante los años anteriores a
su vida adulta, pero cuando apareció en público lo hizo
como profeta religioso.
Aunque no es fácil para un desconocido adquirir
fama, Jesús logró atraer la atención del pueblo utilizando
una tradición popular. La gente escuchaba y respetaba a
los religiosos ambulantes que hablaban en la calle. Por lo
general, esos hombres condenaban a las ciudades y a los
clérigos hipócritas que vivían con holgura. Jesús adoptó
esta conducta tradicional y habló por todo el país, en las
sinagogas y en los campos, donquiera que lo escuchasen.
Su pobreza evidente no fue una desventaja para el profeta;
en realidad se la podía considerar una virtud. La tradición
profética también resultaba útil si se deseaba obtener una
buena reputación antes de crear una fuerte resistencia. El
Estado y la jerarquía sacerdotal estaban acostumbrados a la
crítica dentro del marco profético, de modo que un hombre
podía hacerse escuchar sin ser exterminado de inmediato.
En esa ciudad, para hacerse conocer, no sólo era
necesario viajar, hablar y contar con una audiencia;
Pag. 28
también se necesitaba poder hablar de cierta manera. Si
sólo se decía lo ortodoxo, la gente no quería escuchar. Ya
tenían a los líderes religiosos establecidos para hablarles de
las ideas que se debían tener. Por otro lado, decir lo que no
era ortodoxo implicaba el peligro de perder la audiencia,
contrariando a un pueblo dedicado a una religión
establecida e incorporada a sus vidas. En un sentido lógico
quienes dicen que Jesús no proponía una nueva religión
están en lo cierto; los evangelios también lo confirman.
Y es indudable que así el pueblo no le habría escuchado.
Durante toda su vida pública, Jesús se las ingenió para
despertar atención como una autoridad que aportaba
ideas nuevas, al mismo tiempo que presentaba lo que decía
como ortodoxia estricta. Para ello empleó dos recursos;
primero, insistió en que no sugería ningún cambio y luego
propuso el cambio; segundo, insistió en que sus ideas no
se desviaban de la religión establecida sino que eran una
expresión más verdadera de la misma. Ambas tácticas son
típicamente utilizadas por los líderes de los movimientos
masivos que, por razones estratégicas, se ven obligados a
definir su acción como ortodoxa mientras provocan los
cambios necesarios para lograr una posición de poder.
Por ejemplo, Lenin sostenía el principio de la mayoría,
pero insistía en que la minoría era en realidad la mayoría.
De modo similar, enunció que un solo partido político
constituía una expresión más acabada de la democracia
ya que ese partido representaba a la mayoría proletaria
(aunque en realidad fuese una minoría).
La habilidad de Jesús para proponer simultáneamente
el conformismo y el cambio halla su mejor expresión en
su discusión de la ley y sus demandas. Las leyes religiosas,
las leyes civiles y las costumbres eran una misma cosa, de
modo que cuando Jesús discutía la Ley, trataba con los
aspectos centrales de la vida de todos.

Pag. 29
El dice: *
No penséis que he venido a destruir la Ley o los
Profetas, no he venido a destruirla, sino a consumarla... Si
pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y
enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el
Reino de los Cielos, pero el que practicare y enseñare, ése
será tenido por grande en el Reino de los Cielos. (Mat. 5:
17, 19.).

Si Jesús hubiese seguido este precepto, nadie habría


podido presentar la más mínima objeción a sus palabras:
no habría educado discípulos, sino reunido adeptos
para el establishment. Sin embargo, e inmediatamente,
se presenta como la autoridad y propone importantes
revisiones de la Ley.

Dice:
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el
que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el
que se irrita contra su hermano será reo de juicio: el que
le dijere “raca” será reo ante el Sanedrín y el que le dijere
“loco” será reo de la gehenna del fuego. (Mat. 5:21, 22.)

Es difícil no interpretar esto como una revisión básica


de la Ley. En primer lugar, tildar de crimen a la ira es una
innovación fundamental porque con eso está diciendo
que los hombres deberían ser castigados tanto por sus
pensamientos como por sus actos. También sugiere
arrestar al que llama “estúpido” a otro y condena al
infierno a quien lo llama “loco”. Del mismo modo revisa
la ley del adulterio:

Habéis oído que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero


yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón. (Mat. 5: 27, 28.)
* Todas las citas de la Biblia transcriben la versión de Nácar-Colunga
y remiten a su 21e edición, La Editorial Católica S.A., Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid. (N. de la T.)

Pag. 30
También revisa la ley del divorcio:
También se ha dicho: El que repudiase a su mujer déla
libelo de repudio. Pero yo os digo que quien repudia a
su mujer —excepto el caso de fornicación— la expone a
adulterio y el que se casa con la repudiada comete adulterio.
(Mat. 5: 31, 32.)

Y con respecto a los juramentos:


También habéis oído que se dijo a los antiguos: No
perjurarás, ames cumplirás al Señor tus juramentos. Pero
yo os digo que no juréis de ninguna manera: ni por el cielo,
pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es el escabel
de sus pies; ni por tu cabeza jures tampoco, porque no
está en ti volver uno de tus cabellos blancos o negros. Sea
vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, de
mal procede. (Mat. 5: 33, 37.)

También modifica la ley de la venganza, los


procedimientos de la caridad, el método de la oración y la
manera de ayunar. En realidad, luego de su intervención
poco queda de la Ley establecida (después de enunciar
que no había venido a cambiar ni una palabra de la Ley).
Comparándose con las autoridades establecidas, da a
entender que no vale la pena escucharlas y dice:

Porque os digo que, si vuestra justicia no supera a la de


los escribas y los fariseos, no entraréis en el Reino de los
Cielos. (Mat. 5: 20.)

Pidiendo la aceptación de la Ley, Jesús desarma a la


oposición. Luego, mediante una reestructuración de la
misma, se iguala en poder y autoridad a la institución
religiosa del Estado. No resulta sorprendente que sus
oyentes:
...se maravillaban de su doctrina; pues les enseñaba
como quien tiene poder y no como sus doctores. (Mat. 7:
28 y 29.)
Pag. 31
Su herencia cultural le otorgó una oportunidad única
para convertirse en una autoridad. En Israel se suponía
que las leyes habían sido enunciadas en los comienzos y
que sólo se podía descubrirlas e interpretarlas. En cambio,
en otras culturas es posible considerar a leyes similares
como producto del consenso: los hombres crean las leyes
que los hombres deben seguir. Cuando se supone que
las leyes existen independientemente del hombre y sólo
es posible descubrirlas, un solo individuo puede hablar
con la misma autoridad que el establishment porque
puede sostener que ha descubierto la ley verdadera. Puede
proponer el cambio diciendo que sus oponentes se han
desviado de las verdaderas leyes de la religión. (Los líderes
de movimientos masivos contemporáneos han utilizado
del mismo modo las “leyes del desarrollo histórico”: la
verdad debe ser descubierta.)
A través de toda su carrera, Jesús atacó a los líderes
del establishment en forma hábil y sistemática, centrando
su ataque en la doctrina religiosa ya existente. Dijo que
se desviaban de la religión verdadera y al mismo tiempo
se erigió en autoridad de la misma. En ningún lugar de
los evangelios existe un comentario elogioso de Jesús
sobre un líder religioso, exceptuando a quienes ya habían
muerto hacía tiempo. Lo más cercano a un elogio es el que
le hace a Juan, su colega y profeta competidor. Dice:

En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha


aparecido uno más grande que Juan el Bautista. Pero sin
embargo el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor
que él. (Mat. 11: 11.)

Para darse a conocer y reunir adeptos Jesús no sólo


debía atraer oyentes con sus palabras, sino que debía
ofrecer algo que diera fama a su nombre en todo el país. Lo
logró creándose una reputación como curador. El secreto
del oficio de curar consiste en hacer vibrar una profunda

Pag. 32
cuerda en la fantasía de la gente. Las leyendas surgen con
rapidez y la eficacia de la cura crea más fe en la eficacia y por
lo tanto mayor eficacia. Una vez que un hombre adquiere
fama como curador, el solo hecho de tocar su ropa es capaz
de curar (por eso había un guardia para prevenir que los
enfermos tocaran los ropajes del emperador romano.)
No sabemos si Jesús poseía realmente dones especiales,
pero su actuación como curador demuestra habilidad
para hallar la manera de hacerse famoso de inmediato.
Es posible que ninguna otra cosa le hubiese servido
para adquirir fama con tal rapidez, particularmente
en una época donde la medicina era ineficaz contra las
enfermedades, y la gente vivía con el temor de ser poseída
por los demonios. Como las enfermedades no conocen
clases sociales, su reputación le sirvió para llegar a los
ricos: se le rogó que atendiera al líder de una sinagoga —
hombre pudiente— y a un centurión romano. Incluso el
noble Herodes Antipas lo recibió a causa de su reputación,
pero Jesús se negó a complacerlo con una cura (Lucas 23).
Jesús no sólo adquirió fama mediante las curaciones;
además, procedió de tal modo, que no fue fácil oponérsele.
No se jactaba de sus curas, evitando así las resistencias o
las investigaciones; en cambio instaba a sus pacientes a
guardar el secreto (Marcos 5). Como nadie que haya sido
curado de una enfermedad crónica puede ocultar la cura,
ni desea hacerlo, el hecho era transmitido por otros y
sólo lo dicho por otros podía ser refutado. Una vez, nada
más, se le podría acusar de jactancia indirecta; cuando los
mensajeros de Juan le preguntaron si él era el que debía
llegar, Jesús dijo:

Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos


ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos
oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados.
(Mat. 11:4, 5.)

Pag. 33
Aunque peligrosa, aún existe otra táctica de poder
susceptible de ser utilizada por un desconocido si desea
hacerse famoso rápidamente. Si un hombre desea que se lo
considere igual o superior a un oponente poderoso, puede
hacerle audaces ataques personales. Cuanto más audaz sea
el ataque, más conocido será el atacante, siempre que el
hecho trascienda ampliamente. Es corriente que los líderes
de movimientos masivos, aunque al principio cuenten
con muy pocos adeptos, se opongan con audacia a las
autoridades prominentes como si estuvieran en el mismo
plano que éstas. Un ejemplo actual es la fama que obtuvo
el desconocido Robert Welch de la John Birch Society
cuando dijo que el presidente de los Estados Unidos era un
agente de la conspiración comunista. También los líderes
del Poder Negro dirigen audaces ataques al presidente.
Jesús no solo agredió verbalmente a los líderes religiosos
establecidos diciendo: “Serpientes, generación de víboras,
¿cómo podréis escapar a la condena del infierno?” (Mat.
23: 33); también atacó físicamente a la jerarquía religiosa
cuando castigó a los mercaderes en el templo.

LA CREACIÓN DE UNA ORGANIZACIÓN


Si bien utilizó la tradición profética, los métodos de
Jesús diferían marcadamente de los tradicionales. Un
profeta típico fue Juan Bautista, quien salió del desierto
vestido con pieles de animales y conminando a todos
al arrepentimiento. Esos hombres de vida ascética
empleaban en sus proclamas un elevado tono moral,
erigiéndose como la conciencia de las multitudes.
Lograban atraer seguidores transitorios en busca de un
cierto toque divino, no simplemente curiosos, pero el
profeta era esencialmente un hombre solitario que vivía
alejado de la sociedad.
Jesús por el contrario, comenzó su carrera pública
eligiendo hombres dispuestos a unírsele. Era evidente que
estaba empeñado en la tarea de formar una organización,
Pag. 34
siendo uno de sus principales actos la elección de un
conjunto de hombres capaces de reclutar a otros. Como
lo dice Mateo, Jesús:

...vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro y Andrés,


su hermano, echando una red al mar, pues eran pescadores.
Y les dijo: seguidme y os haré pescadores de hombres.
(Mat. 4: 18, 19.)

Jesús contaba realmente con doce hombres en su


organización y se dice que tenía más de setenta (número
que indica una organización importante). Como lo dice
Lucas:

Después de esto, designó Jesús a otros setenta y dos y


los envió de dos en dos, delante de sí, a toda ciudad y lugar
adonde El había de venir. (Lucas 10; 1.)
Volvieron los setenta llenos de alegría diciendo: Señor,
hasta los demonios se nos sometieron en tu nombre. (Lucas
10: 17.)

Al seleccionar esta elite, Jesús no buscó entre los


miembros del establishment sino que reclutó gente en los
estratos más bajos de la población. Cuando los reclutaba,
les exigía lo mismo que ahora se requiere de cualquier
grupo revolucionario. Debían dejar de lado todo lo que
se relacionara con sus ambiciones sociales y abandonar
todo compromiso con los demás, incluyendo los lazos
familiares. El lo dijo así:

El que ama al padre o a la madre más que a mí no es


digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí,
no es digno de mí. (Mat. 10: 37.)

Al joven que deseó cumplir con sus obligaciones


filiales y enterrar a su padre, le dijo: “Dejad que los
muertos entierren a sus muertos”. (Lucas 9: 60.) No pedía

Pag. 35
a los demás más de lo que se exigía a sí mismo: cuando se
le anunció que su madre y sus hermanos estaban afuera y
deseaban hablarle, dijo:

¿Quién es mi madre? ¿Y quiénes son mis hermanos? Y


extendió la mano hacia sus discípulos, y dijo: He aquí a mi
madre y a mis hermanos. (Mat. 12: 48, 49.)

Los líderes de movimientos masivos siguen el ejemplo


de Jesús y exigen que sus seguidores abandonen todo
vínculo, incluyendo su familia1. Los líderes del Poder
Negro siguen el ejemplo y se llaman “hermanos” o al
menos, “hermanos del alma”.
Jesús confirió a sus hombres el status de una elite. Les
dijo:

A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del


Reino de los Cielos; pero a ésos no. (Mat. 13: 11.)

Y dijo:

En verdad os digo, cuanto atáreis en la tierra será atado


en el cielo, y cuanto desatáreis en la tierra será desatado en
el cielo. (Mat. 18: 18.)

Los autorizó a curar a los enfermos, resucitar a los


muertos, limpiar a los leprosos y exorcizar a los demonios,
todas ellas actividades que le hicieron famoso. Aseguró
su lealtad mediante promesas. Cuando Pedro le preguntó
qué ganaría con seguirlo, le dijo:

En verdad os digo que vosotros, los que me habéis


seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre
se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también
vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel. (Mat 19: 28.)
1 Eric Hoffer, The True Believer, Nueva York, Harper, 1950.

Pag. 36
Parece evidente que las promesas no sólo se referían
a lo que obtendrían por escucharlo como a un maestro:
también incluían lo que podrían obtener cuando él llegase
al poder.
Jesús también amenazaba a sus hombres, diciendo:

...pero a todo el que me negare delante de los hombres


yo lo negaré también delante de mi Padre, que está en los
cielos. (Mat. 10: 33.)

Y fomentaba en sus hombres la inseguridad y la


necesidad de seguirlo, sembrando dudas sobre su
reconocimiento:

No todo el que dice: ¡Señor! ¡Señor! entrará en el Reino


de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que
está en los Cielos. Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor,
Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en nombre tuyo
arrojamos los demonios y en tu nombre hicimos muchos
milagros? Yo entonces les diré: Nunca os conocí; apartaos
de mí, obradores de iniquidad. (Mat. 7: 21, 23.)

Jesús utilizaba la persecución exterior como táctica


para lograr la cohesión de su grupo, como lo hacen
actualmente todos los revolucionarios. Dijo:

Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues,


prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los
senedrines y en sus sinagogas os azotarán. (Mat. 10: 16, 17.)
El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre
al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y les
darán muerte. Seréis aborrecídos de todos por mi nombre;
el que persevere hasta el fin, ése será salvo. (Mat. 10: 21, 22.)

No sólo pide que se unan contra la persecución


exterior, sino que añade a esto la amenaza de lo que

Pag. 37
realmente deberían temer cuando dice:

No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al


alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede
perder el alma y el cuerpo en la gehenna. (Mat. 10: 28.)

Las instrucciones que dio a sus discípulos revelan


un esfuerzo deliberado para conseguir adeptos entre los
pobres. Envía a sus hombres con estas palabras:

No os procuréis oro, ni plata, ni cobre para vuestros


cintos ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias,
ni bastón, porque el obrero es acreedor a su sustento. (Mat.
10: 9, 10.)

Los envía a proclamar el Reino de los Cielos, curar a los


enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los leprosos y
exorcizar a los demonios, pero llama la atención su orden
de presentarse como hombres pobres, sin dinero y con
una sola túnica. No sólo les aconseja una vida ascética;
además los instruye sobre cómo presentarse para tratar
con las multitudes. Es posible tener una segunda túnica
y curar de todos modos, pero no se logra reunir adeptos
entre los pobres teniendo dinero, dos túnicas o zapatos.
Jesús entrenó a sus discípulos, pero como cualquier
líder que se precie de serlo se las ingenió para que ninguno
lo sobrepasara. Los mantuvo a distancia criticando su
torpeza por no comprender sus parábolas, su incapacidad
para curar y los celos que mostraban en su empeño por
ser el favorito y ocupar el más alto rango cuando llegara
el éxito. En realidad Jesús no alaba a ninguno de sus
adeptos. Lo más cercano a un elogio es su comentario
a estas palabras de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente”, Jesús responde:

Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la


carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre
Pag. 38
que está en los Cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella. (Mat. 16: 17, 18.)

Sin embargo, ante la protesta de Pedro porque Jesús


anuncia que debe ir a Jerusalén para ser condenado a
muerte, responde:

Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo,


porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.
(Mat. 16: 23.)

No sabemos si se justifican los comentarios de Jesús sobre


la torpeza de sus hombres. Pero los evangelios indican que no
logró enseñarles a ser tan hábiles como él para afrontar las
críticas. Cuando se lo atacaba o se le hacían preguntas, Jesús
no utilizaba nunca una conducta defensiva; respondía con
ataque o con otras preguntas debilitando así la posición de
sus contrarios. Sin embargo, después de su muerte, cuando
sus hombres se dirigían a un grupo de personas asombradas
porque “cada uno los oía hablar en su propia lengua” alguien
dijo con desprecio: “Estos hombres están llenos de vino
nuevo”. Entonces Pedro, irguiéndose junto a los once, elevó
su voz y dijo: “Judíos y todos los habitantes de Jerusalén,
apercibios y prestad atención a mis palabras. No están éstos
borrachos como vosotros suponéis, pues no es aún la hora de
tercia”. (Hechos 2; 13, 15.) No fue ésta una respuesta digna
de su maestro.

REUNIENDO ADEPTOS
Si un hombre desea conquistar poder en una sociedad,
generalmente debe abrirse camino dentro del marco
político establecido. Es posible suponer que Jesús no
buscaba el poder político ya que en ningún momento
intentó lograr una posición dentro de la jerarquía
religiosa. El hecho de que haya dado mayor importancia

Pag. 39
al sobrenatural “Hijo del Hombre” que al “Hijo de David”,
imagen más politizada, apoya esta suposición. No obstante,
aducir que Jesús no deseaba el poder político porque no
buscaba un cargo sacerdotal, implica ignorar la nueva
estrategia que introdujo en el mundo; algo equivalente a
decir que Lenin no buscaba el poder porque no se unió a la
corte del Zar. A partir de Jesús, los líderes revolucionarios
aprendieron a no depender del establishment político del
momento y a crear un movimiento independiente. Estos
líderes no desean ser aceptados dentro del establishment
sino que buscan el apoyo de los desposeídos.
Jesús fue el primer líder que presentó un programa
para reunir adeptos entre los desposeídos y los pobres.
La base de su táctica consistía en afirmar que los pobres
merecían el poder más que ningún otro grupo social.
En los primeros discursos declaró que los pobres eran
benditos. Al hablar ante una audiencia compuesta por
pobres y descontentos, los llamó la sal de la tierra, la luz
del mundo y anunció que los humildes heredarían la
tierra. Atacó reiteradamente a los ricos diciendo que les
resultaría difícil entrar en su reino, y al hablar ante una
audiencia de gente pudiente dijo que los últimos serían
los primeros. No sólo formó su elite con hombres pobres,
sino que él mismo era conocido por comer y beber con los
parias. Nunca critica a los pobres; sólo a los ricos, a los
instruidos y a la institución sacerdotal.
Las promesas de Jesús a los pobres fueron utilizadas
como modelo por los líderes de movimientos masivos
posteriores. Prometió a sus seguidores un paraíso en
algún vago futuro.2 De modo similar, los bolcheviques
ofrecieron una sociedad sin clases y Hitler un Reich de
mil años. Jesús dio a entender incluso que el día no estaba
muy lejos:

2 Como dice Hoffer: “En todas las épocas los hombres lucharon
desesperadamente por hermosas ciudades aún no construidas y jardines todavía
no sembrados”. Ob. cit., pág. 73.

Pag. 40
Verdaderamente os digo, que algunos de los aquí
presentes, no probaran el sabor de la muerte hasta que hayan
visto el reino de Dios en todo su poder. (Marcos 10: 1.)

También ofreció a los sufrientes la posibilidad de


sufrir por una buena causa:

Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y


con mentira digan contra vosotros todo género de mal por
mí. Alegraos y regocijaos, porque grande será en el cielo
vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas
que hubo antes de vosotros. (Mat. 5: 11, 12.)

Como procede actualmente todo líder revolucionario,


Jesús ofreció hacerse cargo de todos los problemas:

...venid a mí todos los que estéis fatigados y cargados,


que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es
blando y mi carga ligera. (Mat. 11: 28-30.)

Mientras ofrecía su yugo, Jesús aconsejaba al pueblo


que si escuchaban sus palabras y actuaban de acuerdo
con ellas serían como el “varón prudente que edifica su
casa sobre una roca”; de otro modo “serían semejantes al
necio que edificó su casa sobre la arena”, ya que ésta se
derrumbará. (Mat. 7: 24-27.)
Parece evidente que Jesús planeaba formar una
organización a largo plazo. Si ésta era su intención
debía colocar sus esperanzas en los jóvenes, intentando
separarlos de los lazos familiares y de las ataduras con
el establishment. También los líderes de movimientos
masivos se esforzaron siempre por conquistar a la juventud.
Incluso entre los propios seguidores han utilizado a los
jóvenes contra los disidentes, como lo hace Mao Tse-tung
con sus Guardias Rojos. Cuando Jesús reprocha a sus

Pag. 41
discípulos por apartar a los niños de su lado, les dice:

Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí,


porque de los tales es el Reino de los Cielos. (Mat. 19: 14.)

Es posible que Jesús no haya puesto esperanzas en la


generación siguiente, pero es indudable que exigía romper
los lazos familiares y que incitaba a los jóvenes a rebelarse
contra los mayores. La fuerza conservadora de la familia es
un impedimento para cualquier movimiento masivo; sólo
después de alcanzar el poder resulta conveniente procurar
la cohesión familiar. El antecedente de los movimientos
de nuestro siglo veinte que separan al individuo de su
familia está en las palabras de Jesús:

No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no


vine a poner paz sino espada. Porque he venido a separar al
hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de
su suegra y los enemigos del hombre serán los de su casa.
(Mat. 10: 34-36.)

Los revolucionarios suelen afirmar que no se les


debe seguir por sí mismos sino por lo que sus personas
representan: como individuos no son totalmente
responsables de lo que dicen, son apenas la voz de una
fuerza superior. Jesús afirmaba que no hablaba por
sí mismo, sino que sólo expresaba la voluntad de su
padre celestial. Oponérsele era oponerse al Señor, y
así logró inhibir posibles resistencias o acusaciones
de autoengrandecimiento presentándose como mero
instrumento de la voluntad divina. No obstante, también
añadía que era el único instrumento capaz de interpretar
correctamente al padre celestial.
Los líderes de todos los movimientos revolucionarios
aprendieron a definirse a sí mismos como los dirigentes
de un movimiento destinado irremediablemente a lograr

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el poder. De este modo, cuentan con lo inevitable. Jesús
sentó el precedente de esta táctica cuando profetizó la
aparición inevitable del Hijo del Hombre y la llegada
inevitable del Reino de los Cielos. Cuando afirman
que con su intervención sólo apresuran o facilitan el
advenimiento de un hecho inevitable, los líderes ayudan a
los seguidores a aceptar algo ineludible y desaniman a los
demás a oponerse al curso de la historia.

LA MAYOR CONTRIBUCIÓN TÁCTICA DE JESÚS


De acuerdo con nuestro empleo del concepto, una
persona adquiere “poder” cuando tiene la posibilidad
de determinar lo que ocurrirá. Las tácticas de poder
se refieren a las maniobras empleadas por alguien para
influir y obtener control sobre el mundo social y aumentar
la posibilidad de predecir. Según esta amplia definición,
una persona tiene poder si puede ordenar a otra que se
comporte de una cierta manera, pero también lo tiene
si puede provocar este comportamiento. Un hombre
puede ordenar a otros que lo levanten y lo transporten,
mientras que otro puede lograr lo mismo mediante un
desmayo. Ambos están determinando lo que ocurrirá
en su ambiente social mediante el uso de una táctica de
poder. Muchos individuos parecen pensar que obtener
poder sobre los demás es más importante que cualquier
perturbación emocional que puedan experimentar. Es
posible que el alcohólico que le dice al cantinero: “Si usted
quiere que me vaya, écheme”, pase por una situación
indigna y penosa, pero fue él quien determinó el resultado
de la misma. Incluso desde la tumba es posible determinar
lo que ocurrirá, como pueden testimoniarlo las víctimas
de los testamentos y quienes tengan algún pariente que se
haya suicidado.
Resultará útil reflexionar sobre las tácticas de Jesús,
según esta amplia definición de las tácticas de poder.
Muchos líderes revolucionarios condenaron a Jesús por las
Pag. 43
tácticas que introdujo. Sus objeciones no se basan en un
estudio de las mismas, sino en el modo en que los poderes
establecidos aprendieron a usarlas posteriormente.
Por ejemplo, en aquella época, el establishment podía
conservar el poder persuadiendo a los oprimidos a esperar
su recompensa en una vida futura. Sin embargo, el empleo
de esa táctica por parte de Jesús no sirvió al establishment;
sirvió en cambio para agitar a los pobres. Cuando Jesús
aconsejó a sus seguidores esperar su recompensa en
el cielo, combinó esa promesa con la amenaza de que
podrían quemarse en el infierno. No les prometía el cielo
como una manera de persuadir a los pobres a aceptar su
miseria, sino para convencerlos de que lograrían el cielo
si lo seguían y se oponían al establishment; de otro modo
estarían perdidos:

Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles y recogerán


de su reino todos los escándalos y a todos los obradores
de la iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego,
donde habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los Justos
brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga
oídos que oiga. (Mat. 13: 41-43.)

Les advirtió que el juicio final los tomaría


desprevenidos, y trazó una clara distinción entre los que
estaban con él y los que no estaban:

El que no está conmigo está contra mí y el que conmigo


no recoge, derrama. (Lucas 11: 23.)

Se ha condenado a los cristianos por emplear la táctica


de la debilidad, lo que índica incomprensión de la posición
estratégica de Jesús. Cuando los bolcheviques afirmaban
que se debía oponer la fuerza a la fuerza, y cuando Hitler
decía que el terror se debe afrontar con terror, se estaban
adaptando a una situación bastante diferente. A Jesús le era
imposible organizar una fuerza igual a la fuerza de Roma o
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un terror semejante al que ofrecía el establishment. En esa
época, un líder podría lograr levantamientos esporádicos,
pero era inútil intentar un ataque organizado contra el
ejército romano, como lo demostraban las ejecuciones
que tenían lugar periódicamente. En la medida en que
los romanos daban su apoyo a la institución religiosa y
le permitían ejercer autoridad sobre el pueblo, los que se
oponían a la religión corrían el riesgo de ser exterminados.
Ante esa situación, Jesús desarrolló la táctica del vencido,
procedimiento que ha sido utilizado ampliamente desde
entonces por los desposeídos frente a los invencibles.

LA TÁCTICA DEL VENCIDO


En cierto momento Jesús compara a su manada con
las bestias del campo y con los pájaros del aire; creemos
que vale la pena comparar también sus tácticas. Como
los hombres, los animales forman grupos sociales con
una estructura jerárquica de poder y es inevitable que se
produzcan luchas cuando los revolucionarios intentan
escalar posiciones y los líderes establecidos se oponen.
Entre las variadas tácticas utilizadas por los animales en
esta pugna, la más relevante para un estudio sobre Jesús
es la “táctica del vencido”, utilizada por algunas bestias
del campo y pájaros del aire. Cuando dos lobos pelean
y uno alcanza la posibilidad de matar al otro, el lobo
derrotado levanta de pronto la cabeza y ofrece su cuello
al adversario. Ante esa actitud, el oponente se paraliza y
no puede matarle. El vencido controla así la conducta del
vencedor quedándose inmóvil y ofreciendo su vulnerable
yugular. También el pavo, enfrentado a un oponente más
fuerte, estira el cuello a ras del suelo adquiriendo una
postura indefensa, y el oponente de su misma especie
no puede atacarle ni matarle. Esta relación entre Jesús
y la conducta animal es comentada por Lorenz3 quien,
refiriéndose a la lección que se puede aprender de la
3 Lorenz, K., King Solomon’s Ring, Nueva York, Thomas Y. Crowell, 1952.

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conducta de los lobos, dice: «Al menos he logrado una
comprensión más profunda de un dicho de la Biblia, a
menudo mal comprendido y que hasta ahora me había
provocado fuertes sentimientos de oposición: “Al que te
hiere en una mejilla ofrécele la otra” (Lucas 6: 29.) Un lobo
me ha iluminado; no se le vuelve la mejilla al enemigo
para que vuelva a golpear sino para imposibilitarlo de
hacerlo».
Si bien puede argumentarse que la táctica del vencido
es un mero recurso utilizado por los animales para sufrir
derrotas sin extinguirse y que los hombres utilizan estas
tácticas en la guerra, también es posible considerar el
procedimiento como una manera de determinar lo que
va a ocurrir. Hay un viejo dicho sobre la imposibilidad de
vencer a un oponente desvalido; si se le pega y no devuelve
los golpes es inevitable sentir culpa y exasperación y dudar
de quién es realmente el vencedor. Esta táctica es usada
eficazmente por esposas lloronas y padres ansiosos que
descubrieron que la desvalidez vuelve sus indicaciones más
tiránicas que sus órdenes. La táctica extrema de amenazar
con suicidarse pertenece a una categoría similar.
La táctica del vencido, el presentar la otra mejilla, tiene
también sus riesgos. Da la impresión de ser una táctica que,
si no es ganadora, provoca una exterminación asesina,
como lo aprendieron los primeros cristianos. El hecho de
que los tres exponentes máximos de este procedimiento,
Jesús, Gandhi y Martin Luther King sufrieran muertes
violentas, tan violentas como si hubieran luchado con la
espada, no parece accidental. Resulta obvio que Gandhi
tiene una deuda con Jesús: la táctica de la resistencia
pasiva. Gandhi comenta que en su juventud leyó el Sermón
de la Montaña y que le impresionó profundamente.4 (No
podemos saber si desarrolló una táctica del vencido más

4 Gandhi, Autobiography; Washington, Public Affairs Press, 1948, citado


en The Gandhi Reader, editado por H. A. Jack, Nueva York, Grove Press, 1956,
pág. 3.

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ampliamente que Jesús, ya que no tenemos suficiente
información sobre este último mientras que conocemos
mucho sobre Gandhi.) Quizá la instrumentación de la
debilidad para determinar el resultado de una lucha de
poder tiene más eficacia si existe una amenaza de violencia
de fondo para apoyar la táctica. El éxito obtenido por
los negros con la no violencia se puede considerar un
producto del temor de los blancos de provocar mayor
violencia si asesinaban a muchos de estos jóvenes.
Durante toda su vida pública, Jesús predicó, aunque
rara vez practicó, la táctica de presentar la otra mejilla,
amar a los enemigos, rezar por ellos y perdonar setenta
veces siete a quienes le habían causado daño (lo que
seguramente haría capitular a cualquier oponente). Fue
muy explícito en describir esto como un procedimiento
estratégico más que como una regla religiosa, y desde
entonces, así fue utilizada por los desposeídos ante las
autoridades. A veces se lo llama “el juego del ejército”
en el que el soldado de rango más bajo puede ganarle a
su superior en la lucha por el poder con sólo hacer más
de lo que se le ordena. Si a un soldado recalcitrante se le
ordena fregar el suelo, no sólo puede fregar sino hacerlo
obedientemente durante ocho horas. (Los autores de un
trabajo psiquiátrico describen a un soldado que se las
ingenió para encontrar y usar como arma un estropajo
con un solo cordel.) Sus superiores se enfurecerán, pero
se sentirán incapaces de tomar represalias, ya que no se le
puede castigar por hacer lo que se le ordenó. Jesús expresó
cuidadosamente esta táctica al explicar la estrategia que
se debe emplear ante la autoridad.

Habéis oído que fue dicho: Ojo por ojo y diente por
diente; pero yo os digo: No resistáis al mal, y si alguno te
abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que
quiera litigar contigo para quitarte la túnica déjale también
el manto y si alguno te requisara para una milla, vete con él
dos. (Mat. 5: 38, 41.)
Pag. 47
Es dudoso que Jesús haya inventado la táctica del
vencido, pero, por cierto, la sistematizó y enunció de un
modo muy explícito. Nos dicen que los judíos la utilizaron
para vencer a Pilatos. Cuando éste fue nombrado
gobernador, erigió sus cuarteles en Cesárea y colocó las
banderas de Tiberio en Jerusalén; los judíos protestaron
por la instalación de banderas en su ciudad sagrada y
entraron en manifestación a Cesárea. Pilatos los rodeó
con sus tropas y anunció que si no se dispersaban los
mataría. Los judíos, desarmados, “se arrojaron todos al
suelo, extendieron sus cuellos y exclamaron que estaban
dispuestos a morir antes de trasgredir la Ley”.5 Las
insignias de César desaparecieron.
El hecho de que Jesús nunca haya entregado la otra
mejilla sugiere que era una táctica deliberada, más que
su filosofía personal. Ante adversarios como los escribas
y fariseos que lo criticaban, Jesús no sólo devolvía crítica
por crítica, sino que los vilipendiaba y amenazaba.
Cuando los fariseos criticaron a sus hombres por comer
trigo en sábado, Jesús señaló que David comió los panes
consagrados y que además el Hijo del Hombre era Señor
del día sábado. Cuando lo criticaron por curar en sábado
respondió que en ese día se salvaría a un animal herido y
que un hombre valía más. Cuando dijeron que curaba por
medio del demonio, los llamó “generación de víboras” y
cuando preguntaron por qué sus discípulos no se lavaban
las manos antes de comer los llamó hipócritas. (Mat. 15.)
Estas no son respuestas humildes; Jesús no utilizaba
con sus oponentes la resistencia pasiva; respondía con una
pregunta o con un ataque. En realidad, jamás perdonó
a nadie una crítica o algún daño a su persona, aunque
perdonaba a los que habían causado daños a otros. Desde
la cruz ofreció un perdón general para todos cuando dijo:
“Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”, pero
cuando se le presentaba la oportunidad de perdonar en
5 Josefo, Guerra II 169-177, en C. K. Barret (ed.), The New Testament

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un encuentro personal, la rechazaba. Por ejemplo, podría
haber perdonado a Judas cuando lo traicionó, pero en
cambio dijo: “Pero, ay del hombre por quien el Hijo del
Hombre será entregado, mejor le fuera a ése no haber
nacido”. (Mat. 26: 24.)6

EL CLÍMAX DE LA LUCHA POR EL PODER


El examen de las tácticas utilizadas por Jesús no
sólo amplía nuestra comprensión de la naturaleza de
las luchas por el poder, sino que también sugiere una
posible resolución de algunas de las contra dicciones
de los evangelios. Los autores de los evangelios son más
confusos al relatar los últimos días de Jesús que con
respecto a cualquier otra parte de su vida. El empeño
en mostrarlo inocente les hace descuidar la enunciación
de los cargos que se le hicieron, y los intentos de hacer
coincidir sus actos con complicadas profecías sobre el
Mesías sólo contribuyen a aumentar la confusión.
En su lucha final, Jesús arregló la situación como
para que no hubiese esperanzas de compromiso alguno.
Condenó al clero e incluso se cuidó muy bien de no llamar
a una rebelión abierta contra la jerarquía sacerdotal, los
desacreditó totalmente con estas palabras:

En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y


los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero
no los imitéis en las obras porque ellos dicen y no hacen.
Atan pesadas cargas y las ponen sobre las espaldas de los
hombres, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas.
(Mat. 23: 2-4.)
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que
cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entráis
Background: Selected Documents, Nueva York, Harper and Row, 1961,
pág. 124.
6 Es posible que éste fuese un comentario filosófico más que un comentario
personal sobre Judas. Durkheim sugirió que toda sociedad necesita casos atípicos
para que el resto sepa cómo comportarse unos con otros. Jesús se le anticipó
diciendo: “¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber
escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!” (Mat. 18: 7.)
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vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar. (Mat.
23: 13.)

Jesús no sólo criticó; también actuó. Cometió un


audaz ataque al templo cuando volcó allí las mesas de los
mercaderes y de los tratantes de animales de sacrificio.
No fue éste un ataque sin importancia, ya que una
parte esencial de la economía del templo era la venta
de animales y el cambio de dinero. Este ataque mostró
nuevamente su habilidad como táctico, ya que eligió el
área más vulnerable del enemigo. No violó el altar ni
invadió el santuario, sino que concentró sus esfuerzos
sobre el aspecto comercial, afirmando que convertían una
casa de recogimiento en una cueva de ladrones. Mediante
ese tipo de ataque público logró fama inmediata en toda
la ciudad sin dar ventaja a sus oponentes. Al clero le
resultaba incómodo tomar represalias por su violencia,
ya que citaba sus propias escrituras, y sólo atacaba un
aspecto difícil de defender.
Jesús no sólo condenaba el establishment, sino que se
ofrecía como alternativa; incluso llegó a decir que podría
destruir ese templo y reconstruirlo en tres días.
Su posición era demasiado extrema; el establishment
debía actuar en su contra si deseaba sobrevivir.
Aparentemente intentaron agredirlo, pero “temían a
la multitud” (Mat. 21: 46) y aunque hubo un intento
de apedrearlo, logró escapar. La única alternativa era
arrestarlo.
A pesar de lo confusos que aparecen en los evangelios
sus últimos días, hay varios puntos que están claros:
1) Aun contra las objeciones de sus seguidores, Jesús
insistió en ir a Jerusalén a que lo arrestaran. Cuando llegó
a la ciudad sagrada, se comportó de manera tan extrema
que forzó su arresto. Se las arregló para que los oficiales
que debían arrestarlo lo encontraran fácilmente, o al
menos esperó pacientemente a que llegaran. Es posible

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interpretar la traición de Judas como preparada por Jesús.
Este afirma: “Uno de vosotros me traicionará”, y cuando
se le pregunta quién, dice:

Aquél a quien yo mojare y diere un bocado. Y mojando


un bocado lo tomó y se lo dio a Judas, hijo de Simón
Iscariote. Después del bocado, en el mismo instante, entró
en él Satán. Jesús le dijo: Lo que has de hacer, hazlo pronto.
(Juan 13: 26-27.)

2) Fue juzgado y condenado a muerte por el Sanedrín


y enviado al gobernador de Roma para ser ejecutado.
3) Pilatos se negó a ejecutarlo porque no halló
evidencias de que hubiese infringido la ley romana.
4) Pilatos se volvió al pueblo para que tomara una
decisión, y la muchedumbre pidió la muerte de Jesús. La
conducta de Jesús hasta el momento del juicio permite
varias interpretaciones; su comportamiento agresivo y
el deseo de ser arrestado, parece justificar al menos lo
siguiente: a) Era realmente el Mesías y por lo tanto debía
realizar la profecía de ser entregado a sus enemigos y
ejecutado, b) Se sacrificó por los pecados del mundo como
parte de la pauta mesiánica y entonces fue una elección
individual, c) Se volvió loco (como lo sugiere Shaw y lo
niega Schweitzer), decidió que era el Mesías y que debía
morir para hacer posible la llegada del Reino de los
Cielos.7 d) No tenía la intención de morir, pero deseaba
ser arrestado porque sentía que tanto él como la fuerza
de la organización se estaban agotando en la lucha final
contra el establishment.
La conducta de Jesús después de su arresto parece
asegurar que sólo la última de las interpretaciones se
acomoda a los hechos. Después de permitir o planear
su arresto, hizo que resultara casi imposible condenarlo

7 Shaw, B., prefacio a Androcles and t he Lion, Baltimore, Penguin, 1951,


y Schweitzer, A., The Psychiatric Study of Jesus, Boston, Beacon Press, 1948.

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y ejecutarlo. Si hubiera deseado que lo ejecutaran como
parte de la profecía mesiánica, o sacrificarse por los
pecados del mundo, podría haber anunciado que era
el Mesías, podría haberse opuesto a la ley romana y su
ejecución hubiera sido cosa de rutina. Si se hubiera vuelto
loco y buscado el sacrificio de un modo suicida, se hubiese
comportado de un modo provocativo y simplificado la
ejecución. Sin embargo no hizo nada de eso. Se negó a
hablar, rehusó decir que era el Mesías y se negó a oponerse
a Roma. En realidad después de entregarse amablemente
en manos del establishment, se comportó de tal modo que
su ejecución parecía imposible.
Después de ser arrestado:

Los príncipes de los sacerdotes y lodo el Sanedrín


buscaban falsos testimonios contra Jesús para condenarle a
muerte pero no los hallaban, aunque se habían presentado
muchos falsos testigos. (Mat. 26: 59-60.)

En esta situación Jesús no maldijo ni envileció a los


escribas y fariseos, ni siquiera se defendió ni afirmó
su autoridad. No dijo nada durante varias horas de
interrogatorio y de fútiles presentaciones de testigos.
Mateo continúa:

Al fin se presentaron dos que dijeron: Este ha dicho: yo


puedo destruir el templo de Dios y en tres días reedificarlo.
Levantándose el pontífice, le dijo: ¿Nada respondes? ¿Qué
dices a lo que éstos testifican contra ti? Pero Jesús callaba.
(Mal. 26: 60-63.)

Sólo cuando se le obliga a hacerlo, Jesús responde,


aunque de un modo ambiguo:

Te conjuro por Dios vivo a que digas si eres tú el


Mesías, el Hijo de Dios. Díjole Jesús: Tú lo has dicho. Y yo
os digo que un día veréis al Hijo del Hombre sentado a la

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diestra del poder y venir sobre las nubes del cielo. Entonces
el pontífice rasgó sus vestiduras diciendo: Ha blasfemado.
¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Acabáis de oír la
blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos respondieron: Reo es de
muerte. (Mat. 26: 63-66.)

Responder “Tú lo has dicho” no es lo mismo que decir


“Sí, lo soy”. Sólo uno de los cuatro autores del Nuevo
Testamento le hace admitir que es el Mesías, y todos
coinciden en que lo hizo después de permanecer en silencio
durante todo el interrogatorio. Marcos le hace decir: “Yo
soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del
poder y venir sobre las nubes del cielo”. (Marcos 14: 62.)
Lucas le hace responder: “Tú dices que lo soy” (Lucas 22:
70) y Juan ni siquiera menciona el episodio. Cuando Jesús
dice “Tú lo has dicho”, el pontífice interpreta la respuesta
como “Sí, lo soy”. Sin embargo, cuando Jesús le responde
lo mismo a Pilatos, éste lo recibe como una negación.
En realidad, Jesús jamás afirmó ser el Mesías sino que lo
hicieron los demás.
A pesar de que en aquel tiempo las leyes del
Sanedrín eran inciertas, aparentemente eran gente de
procedimientos estrictos. Es por eso que la evidencia
presentada por testigos era necesaria; por lo general, se
requerían dos y, según la ley, un hombre no podía ser
condenado por sus propias declaraciones. Sin embargo,
la condena de Jesús se basó en un crimen confuso y
en las declaraciones breves y ambiguas del final del
proceso. Persiste un misterio. Si Jesús era el Mesías que
habría de ser sacrificado, ¿por qué no aparecen testigos
satisfactorios para facilitar su condena, o al menos, por
qué no hace alguna de las declaraciones salvajes que
hizo en otro momento? Al permanecer en silencio y dar
sólo una última respuesta ambigua, Jesús hizo que fuera
legalmente imposible condenarlo a muerte; para hacerlo,
debían infringir las reglas y condenarlo entonces por

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sus propias declaraciones. Se lo hace en un acceso de
irritación, por impulso.
Cuando presentan a Jesús ante el gobernador romano
se produce una situación notablemente similar. A pesar de
que al establishment se le daba una autonomía soprendente
para un pueblo colonial, no podían ejecutar a un hombre
sin autorización de Pilatos. Una vez más, si Jesús estaba
decidido a ser ejecutado, tenía que persuadir a Pilatos
para que diera la orden. En cambio, hizo extremadamente
difícil, si no imposible, que Pilatos ordenara su ejecución.
Aunque Jesús criticaba y condenaba al establishment
religioso y a los gobernantes nativos, se comportó de
manera extremadamente circunspecta ante los romanos.
En el Nuevo Testamento no figura ninguna declaración
suya que pueda considerarse un ataque a Roma. A pesar
del antagonismo de los hebreos hacia esa dominación
extranjera, Jesús no instigó al pueblo contra Roma ni
se opuso a los impuestos romanos (aunque objetó los
impuestos del templo, Mat. 17: 26). Lo máximo que hizo
fue incluirlos junto a los gentiles, y no tomarlos en cuenta.
Enseñó a sus discípulos a tratar sólo con judíos, diciendo:
“No he sido enviado sino para las ovejas perdidas de la
casa de Israel”. (Mat. 15: 24.)8 Aunque Jesús condenaba
a los no-judíos como clase, no hace declaraciones anti-
romanas, ni siquiera cuando sus adversarios pretenden
engañarlo preguntándole si debían pagarle tributo a
César. (Mat. 22:21.)
Aun queda la posibilidad de que los evangelios los
hayan escrito autores que no quisieran indisponer a los
romanos y por lo tanto no transcriben ninguna de sus
declaraciones anti-romanas, pero también es posible que
Jesús no haya hecho ninguna. El poder romano debe de

8 En este mismo pasaje, una mujer gentil pide a Jesús que cure a su hija; éste le
responde que su alimento no es para perros. La mujer emplea entonces la táctica
preferida de Jesús: en lugar de molestarse ante la insultante respuesta, vuelve la otra
mejilla y dice que los perros deben contentarse con las migajas que caen de la mesa
del amo. Ante esto, Jesús capitula y le brinda su ayuda.

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haber sido claramente invencible y un estratega del poder
no ataca directamente el poder invencible; busca otros
medios para socavarlo. La actitud de Jesús de no oponerse
a Roma puso a Pilatos en una situación difícil. No podía
ejecutarlo legalmente, pero si no lo hacía, se enfrentaba
a una revuelta del clero iracundo. Imposibilitando la
ejecución, Jesús provocó una disputa entre Pilatos y
los sacerdotes. Por último, Pilatos se dirigió al pueblo,
y utilizando la excusa de liberar a un prisionero en un
día festivo, dejó la decisión en manos del pueblo. La
muchedumbre falló en contra.
La razón por la que la multitud pidió su muerte
permanece oscura, ya que, dada su popularidad, tuvieron
que arrestarlo en secreto. Schweitzer considera que
pidieron su muerte porque supieron que en el tribunal
Jesús había blasfemado, declarando ser el Mesías.9 Existe
una versión católica que supone la presencia disimulada de
sacerdotes del templo entre la multitud. Sería más crucial
preguntamos por la autenticidad del episodio, ya que se
ha sostenido que en ese Estado no existía la tradición de
liberar a un prisionero en un día festivo. De todos modos,
todos los aspectos de la autenticidad del juicio, las leyes
del Sanedrín, el poder del gobernador, etc., han sido
debatidos interminablemente. Los actos de Jesús forzaron
seguramente a los sacerdotes a tomar medidas contra él
y los romanos deben haberse visto en dificultades para
ejecutarlo legalmente ya que no había infringido ninguna
ley romana. Por lo tanto, la versión de los evangelios
parecería tan adecuada como cualquier otra.
Pongámonos en el lugar de Jesús antes de ser arrestado
y como estrategas examinemos qué ganaríamos y qué
perderíamos haciéndonos arrestar. Ante una situación
cuyo resultado es incierto, estimaríamos las ganancias y
pérdidas en términos probabilísticos. Los resultados más
probables en orden de aparición serían los siguientes:
9 Schweitzer, A., The Quest of the Histórical Jesus, Nueva York,
Macmillan, 1961.
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1. El Sanedrín, al no tener testigos adecuados y ante
una víctima silenciosa, se vería forzado a liberar a Jesús
por falta de pruebas. Se comprobaría de ese modo la
impotencia del establishment frente al movimiento creado
por Jesús, sus declaraciones agresivas y la violencia física
ejercida en el templo.
2. El Sanedrín, podría, por exasperación, infringir sus
propias reglas y condenarlo aun sin pruebas. Lo llevarían
entonces ante el gobernador romano para su ejecución.
Como había tenido la precaución de no infringir ninguna
ley romana, el gobernador ordenaría liberarlo y, como
máximo, sería azotado. Jesús habría desacreditado de este
modo a la jerarquía del templo y probado su impotencia;
al mismo tiempo sería liberado como un líder que podía
oponerse abiertamente al templo y ser tolerado por Roma.
3. Por azar, y por lo tanto no podía predecirse, podría
ocurrir lo inesperado: que Pilatos dejara la decisión en
manos del pueblo. Siendo tantos sus seguidores, Jesús
sería liberado por el pueblo y se convertiría en el líder
triunfante de un movimiento popular que no podría ser
derribado por el templo.
4. El Sanedrín podría condenarlo ilegalmente, Pilatos
podría volverse a la multitud y el pueblo pedir su muerte.
Y esta posibilidad, la que parecía la más remota, fue la que
se hizo realidad.

Desde este punto de vista, parece posible interpretar la


ejecución de Jesús como el resultado de un error de cálculo
de su parte. ¿Quién habría adivinado que el Sanedrín
iba a condenarlo sin pruebas, que Pilatos le dejaría la
decisión al pueblo, y que ese pueblo, al que siempre había
beneficiado, pediría su muerte? Ni siquiera un maestro en
estrategia podría tomar en cuenta todas las posibilidades,
incluyendo los resultados por azar.
Al examinar la vida de Jesús sólo podemos concluir
que actuar prematuramente para ganarse al mundo
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entero era un rasgo de su carácter. Todas las evidencias
llevan a pensar que vivía apasionado por determinar
lo que ocurría a su alrededor. La última resistencia se
hallaba en Jerusalén y allí decidió librar su batalla final.
Lo arrestaron en un lugar y en un momento elegido por
él; es decir, logró determinar este último suceso. Después
de ser arrestado actuó de tal modo que incapacitó a sus
adversarios obligándolos a responderle en sus términos: no
podían ni condenarlo ni liberarlo. Es posible que no haya
calculado el grado de desesperación de sus adversarios,
encontrándose finalmente en una situación imposible
de controlar, como lo indica el clamor desde la cruz:
“Padre, Padre; ¿por qué me has abandonado?” (Mat. 27:
46.) Los que insisten en que Jesús buscó deliberadamente
la crucifixión sostienen que estaba decidido a controlar
todo lo que le ocurriese, actitud que se evidencia en el
modo de tratar no sólo con sus discípulos, sino también
en su entorno físico. Cuando buscó higos en un árbol y no
encontró ninguno, reaccionó como si fuera una afrenta
a un hombre con poder de decisión sobre cualquier
suceso, condenando al árbol a ser estéril para siempre. Sus
discípulos no se sorprendieron; aparentemente suponían
que su acción era adecuada. Sólo se sorprendieron de
que lograra marchitar el árbol. Sin embargo, aunque
sospechamos que en los últimos días fallaron sus planes,
estamos de todos modos ante un hombre que no falló
en construir una organización. La ejecución extendió su
control más allá de la tumba e hizo que la mayoría de la
humanidad se inclinara ante su yugo: esto se adecua al
carácter de un hombre que finalmente dijo: “Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra”. (Mat. 28:18.)

LAS ENSEÑANZAS DE JESÚS


Nos parece evidente que los líderes de los movimientos
masivos, mesías de este siglo, han utilizado como modelo
las estrategias de Jesús. Con la declinación de la religión
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cristiana como filosofía, las tácticas de organización de
Jesús ocuparon el primer plano. Los líderes contemporáneos
siguieron un conjunto de procedimientos que pueden
resumirse aquí tal como fueron creados por Jesús.
La estrategia básica de los líderes comunistas, fascistas,
del Poder Negro y de otros movimientos masivos, consiste
en buscar el poder fuera del establishment apoyando
a la gente abandonada y desvalida, grupo mayoritario
en los países donde han triunfado los movimientos
masivos. El líder afirma que los obreros y campesinos
pobres merecen el poder más que ninguna otra clase y
ataca públicamente a los acomodados y a los ricos. Si los
pobres están suficientemente desesperados, como ocurre
ante una derrota militar, las probabilidades de éxito del
movimiento aumentan.
El líder organiza un cuadro de hombres, a los que
utiliza como “pescadores de hombres”. Estos discípulos son
seleccionados de la misma población a la que se propone
influir y se supone que se dedicarán por entero al líder y
su movimiento. Deben olvidar toda ambición dentro de
la sociedad a la que pertenecen, cortar los lazos familiares
y abandonar toda lealtad, exceptuando al partido. Una
vez que han hecho esto, les resulta muy difícil abandonar
el movimiento; han sacrificado demasiado y no tienen
dónde ir. Se refirman los lazos con ellos enfatizando
la persecución externa y se les facilita una misión y un
propósito en la vida. Al ofrecerles ganancias concretas a
cambio de su sacrificio, también se les promete el status
de elite dentro de la organización y los tronos del poder
en el reino futuro.
En su mensaje público el líder asegura que su
movimiento tiene el benévolo propósito de salvar a
la humanidad, dificultando así la oposición. Afirma,
además, que la obtención del poder es inevitable, porque
el movimiento representa el próximo paso en el desarrollo
del hombre. Cuando se dirige a las masas, promete un
Pag. 58
paraíso en algún futuro indefinido para los que le siguen, y
la desgracia para los que no lo hacen. Coloca sus esperanzas
en los jóvenes que todavía no están comprendidos en el
establishment, y deliberadamente predispone a los jóvenes
contra los mayores, para debilitar los lazos familiares que
solidifican la fuerza del establishment.
Se supone que el líder realiza una misión que implica
un gran sacrificio personal, porque no parece buscar
poder para su persona; no dice que se le debería seguir
por él mismo ni que es un gran dirigente; se presenta
modestamente como el representante de una poderosa
fuerza que transportará a sus seguidores hacia el
maravilloso futuro. Sin embargo, se postula como el único
intérprete correcto de esa fuerza. Aunque el líder es capaz
de llevar una vida que se adapte a las circunstancias, al
mismo tiempo insiste en que utiliza una teoría coherente
como base de sus actos.
Durante el proceso de reunir seguidores, el líder se
presenta públicamente como una autoridad tan fuerte
como todo el establishment y realiza audaces declaraciones
agresivas sobre los dirigentes prominentes de la oposición.
Al mismo tiempo utiliza métodos pacíficos dentro del
marco legal si la oposición es demasiado fuerte y poderosa.
Cuando se acerca la lucha final, adopta la posición de
“no compromiso” con el poder gobernante. Ya que su
finalidad no es el poder dentro del establishment, ningún
compromiso ni transacción es posible. Cuando hombres
como éstos triunfan, su poder es ilimitado porque toda
otra autoridad ha sido anulada. El próximo paso es una
despiadada eliminación de cualquier oposición.
Actualmente es imposible lograr poder sobre las masas
sin utilizar las estrategias de Jesús. Ningún otro líder ha
recibido tanta publicidad, ni las declaraciones y actos de
ningún otro se han convertido en tan importante parte
del pensamiento de los hombres-que-emprendieron-
una-cruzada. Sin discutir si Jesús realmente ofreció
Pag. 59
una filosofía religiosa original, es indudable que como
dirigente de hombres fue un innovador extraordinario.
Si hubiera un mausoleo que honrará a quienes dirigieron
grandes luchas por el poder, el primer lugar pertenecería
al Mesías de Galilea.

Pag. 60
CAPITULO 3
EL ARTE DE SER ESQUIZOFRÉNICO

A menudo, suele decirse que ha descendido el nivel


de todas las áreas de actividad. Como ocurre con la
mayoría de las generalizaciones, ésta puede ser falsa, pero
es absolutamente válido para el campo del diagnóstico
psiquiátrico. Donde una vez hubo prolijidad y rigor, ahora
encontramos un amontonamiento a la buena de Dios de
las más diversas enfermedades, como si ya no existiera
necesidad de un diagnóstico preciso. El ejemplo más
asombroso lo hallamos en el diagnóstico de esquizofrenia.
Existió una época en que un hombre era claramente
esquizofrénico o no lo era, y las distintas especies estaban
cuidadosamente catalogadas y apreciadas. Hoy se pone la
etiqueta de esquizofrénico casi a cualquiera. Una rabieta
pasajera de un adolescente puede ganarse un diagnóstico
de esquizofrenia sin darle al joven la oportunidad de
demostrar su verdadera naturaleza y habilidad en ese
campo de actividad. No sólo incluimos en esta categoría a
gente que no corresponde, sino que nos estamos ahogando
en el intento de diluir el diagnóstico hasta hacerlo abarcar
a casi todo el mundo. Afrontemos los hechos: ¿Qué diablos
es un esquizoide o, peor aún, un estado esquizo-afectivo?
¿No serán estas etiquetas meros compromisos absurdos
que señalan la intención de alejar el diagnóstico de la pura
y limpia tradición europea, particularmente la alemana?
Ya es hora de revisar los requisitos que debe cumplir una
persona para merecer realmente este diagnóstico, con el
objeto de eliminar sin más a los falsos competidores y
trazar una clara línea divisoria entre la esquizofrenia y
otras enfermedades. Aplicar el término “esquizofrenia” a
cualquiera que vaga por el hospital con aspecto de chiflado
equivale a traicionar a todos los individuos que trabajaron
duro y con empeño para conseguir esa enfermedad.
Pag. 61
LA FAMILIA ADECUADA
Admitir que no todo el mundo puede llegar a ser
esquizofrénico es un gran adelanto. Actualmente
cualquier diagnosticador competente, para distinguir
al esquizofrénico verdadero de los falsos, tomará en
cuenta el ambiente del paciente. Después de todo,
para ser esquizofrénico resulta imprescindible haber
nacido en la familia adecuada; logrado esto, todo lo
demás puede ocurrir. Sin embargo, no podemos elegir
a nuestros padres; son un regalo del cielo. Las personas
que intentaron sufrir de esquizofrenia sin poseer los
antecedentes familiares adecuados fracasaron en todos
los casos. Pueden desencadenar una conducta psicótica
en situación de combate o cuando se hallan en alguna
otra situación loca y difícil, pero parecen ser incapaces
de mantenerla cuando el medio se tranquiliza. Es
posible decir lo mismo sobre la gran cantidad de drogas
fascinantes consideradas equivocadamente como
inductoras de psicosis. La influencia de la droga no
alcanza la esencia de la experiencia: además, su efecto
desaparecerá rápidamente. El cordero ocasional que se las
ingenia para ser esquizofrénico cuando se ha disipado el
efecto de la droga, es fácilmente separado de las ovejas que
vuelven a la normalidad; proviene de la familia adecuada
y es probable que se hubiese vuelto esquizofrénico aun sin
el beneficio de la investigación médica.
Las revistas profesionales han descrito muchas veces
el tipo de familia a la que se debe pertenecer para llegar
a ser esquizofrénico. Estos informes científicos pueden
resumirse diciendo que, por separado y en la calle, los
miembros de la familia no se podían distinguir, pero al
reunirlos a todos, los rasgos sobresalientes se evidencian
de inmediato: una rara desesperación informe, cubierta
de una capa de esperanza lustrosa y buenas intenciones
que ocultan una lucha a muerte por el poder, todo bañado
por una cualidad de confusión constante.
Pag. 62
Al observar a la familia, su figura central, la madre,
llama inmediatamente la atención, y se hace evidente que
el esquizofrénico le debe su flexibilidad y exasperante
habilidad para frustrar a la gente que intenta ejercer
alguna influencia sobre él. Así como el hijo de una pareja
circense aprende de sus padres a maniobrar sobre la
cuerda, también el esquizofrénico aprende de su madre
a hacer acrobacia en las relaciones interpersonales. Para
llegar a ser esquizofrénico, un hombre debe haber tenido
una madre poseedora de una gama de conductas sólo
igualada por la mejor de las actrices. Cuando se la molesta
(hecho que puede ocurrir ante cualquier sugerencia
que se le haga) es capaz de sollozar, amenazar con la
violencia, expresar un condescendiente interés, amenazar
con volverse loca, ser buena y piadosa y asegurar que
desaparecerá del país si le dicen una sola palabra más.
Cuando se enfrenta a este tipo de madre con el horrible
hijo que crió, es capaz de decir inocentemente que ella
no tiene la culpa, ya que durante toda su vida jamás hizo
nada para sí misma y en cambio, hizo todo para su hijo. El
comentario de una madre puede ejemplificar este efecto
de halo: “Una madre se sacrifica, si usted fuese una madre
lo sabría, como Jesús con su madre, una madre sacrifica
todo por su hijo”.
Es obvio que estas madres no son fáciles de hallar
y probablemente no representan más que el veinte por
ciento de las mujeres. No obstante, para el verdadero
florecimiento de la esquizofrenia, tampoco es suficiente
una madre semejante. Para compensar la flexibilidad
otorgada por la madre, el esquizofrénico debe tener un
padre que le enseñe a mantenerse imperturbable. Este
padre tiene una terquedad inigualable entre los hombres
(posee también la habilidad de mantener a su mujer
en un estado de desesperación exasperada que ayuda
a ésta a utilizar toda la gama de conducta que posee).
Ocasionalmente, cuando aparece y está sobrio, el padre
Pag. 63
puede decir: “Tengo razón, Dios sabe que no me equivoco,
lo negro no es blanco y usted también lo sabe en el fondo
de su corazón”. Es difícil encontrar este tipo de padre en la
población, en especial porque casi nunca está en su casa.
Cuando se considera la rara posibilidad de que
se encuentren un hombre y una mujer tan atípicos,
y la posibilidad aún más asombrosa de que copulen,
comprendemos de inmediato que la incidencia de la
verdadera esquizofrenia sobre la población no puede ser
elevada. (Es frecuente que esos padres informen que sólo
tuvieron relaciones sexuales cuando uno o ambos dormían
y por eso tuvieron que casarse, pero aun considerando
esta posibilidad, la baja incidencia de la esquizofrenia no
se modifica.)
Por último, es importante, aunque no esencial, que
un esquizofrénico tenga un cierto tipo de hermano o
hermana; el tipo de persona que se hace odiar de inmediato
—el que hace todo bien, alumno modelo, un dulce débil
y amable hijo de puta que sirva de contraste, para que el
futuro esquizofrénico aprenda a ser el perfecto idiota que
la familia espera que sea.
Dado ese despliegue de talento a su alrededor, se
podría pensar que un individuo situado en semejante
constelación familiar se volvería inevitablemente
esquizofrénico. Sin embargo, esto no sucede; no todos los
hijos de esas familias se vuelven locos, El esquizofrénico
no sólo debe pertenecer a esta familia; además, debe
mantener en ella una cierta posición y cumplir ciertas
funciones vitales durante un período prolongado de
tiempo; como cualquier artista, necesita varias horas de
práctica por día durante varios años.
La posición dentro de la familia consiste en ser el
hijo elegido por los padres, ese hijo especial del que se
esperan hechos notables por razones relacionadas con
sus propios y oscuros pasados. Todo lo que este hijo hace
adquiere para los padres una importancia-exagerada y
Pag. 64
pronto aprende que puede desencadenar un terremoto en
la familia con sólo tocarse la nariz.
El poderoso reflector que los padres mantienen
permanentemente sobre él es tan intenso que, si se desvía
del esquizofrénico a un hermano, éste se desintegra como
la cabeza de un fósforo colocada bajo un vidrio ardiente.
La función primaria del esquizofrénico consiste en
ser el fracaso de la familia, y serlo de manera notable.
Los padres se consideran desechos insignificantes, almas
perdidas incapaces de ningún logro humano (aunque
muchos de ellos se convierten en científicos bastante
buenos). Para sobrevivir, entonces, necesitan tener ante
sus ojos al hijo esquizofrénico como ejemplo de un fracaso
más rotundo que el propio; de este modo, no se sienten
tan hundidos ante los ojos del mundo. El chico puede
cumplir esta función fácilmente; sólo necesita fracasar
en cualquier cosa que intente. El esquizofrénico corriente
muestra su talento adquiriendo una habilidad poco
común en ese campo, mientras que también, a intervalos
regulares, demuestra que, si quisiera, podría hacer las
cosas muy bien, brillando bajo la luz admirativa de los
padres y dándoles al mismo tiempo suficientes razones
para sentirse decepcionados.
El esquizofrénico, además de ser el punto central
de la vida de los padres, ocupa una posición clave en
la ciénaga que constituye la red familiar. Recuerda la
formación de saltimbanquis que hacen equilibrio de pie
sobre los hombros de los otros, construida sobre un solo
hombre que sostiene todo el edificio. El chico, atrapado
en el conflicto familiar, también está mezclado en la lucha
triangular entre su madre y la madre de ésta, su padre y la
madre de éste y los tantos otros conflictos generacionales
que surgen en estas familias. (Cuando el esquizofrénico
toma partido por su madre contra el padre, éste sólo puede
protestar débilmente, ya que él mismo toma partido por
su madre en contra de su esposa.)
Pag. 65
El esquizofrénico corriente se ha pasado la vida
equilibrando distintos triángulos familiares conflictivos,
todos centrados en él, de modo que cualquier cosa que
diga o haga en un triángulo tiene repercusiones sobre
otro. Si hace algo para agradar a sus abuelos, molestará
a los padres y, si está de acuerdo con algunas personas,
despertará el antagonismo de muchas. Por lo tanto, debe
aprender a comunicarse de tal modo que deje a todos
satisfechos, diciendo algo y descalificándolo por medio
de un enunciado conflictivo y sosteniendo luego que
no fue eso lo que quiso decir. Este complicado modo de
adaptación hace que su conducta parezca un poco extraña.
El esquizofrénico aprende pronto, por supuesto,
que manejando los triángulos con habilidad, puede
adquirir una posición de extremo poder. No es posible
exagerar la importancia de su habilidad en este juego; por
ejemplo, una adolescente esquizofrénica, precoz como
la mayoría de los esquizofrénicos, dijo: “Mis padres y yo
formamos el eterno triángulo”, y demostraba su habilidad
al meterse en la cama de los padres y echar de allí a la
madre (mientras el padre protestaba débilmente que
la madre debía haber cerrado la puerta de la habitación
con llave). Al esquizofrénico le resulta obvio lo que los
investigadores en ciencias sociales acaban de descubrir:
las verdaderas perturbaciones de la vida humana surgen
cuando se producen alianzas secretas entre generaciones
y otras jerarquías de poder (se trata de la Segunda Ley de
las Relaciones Humanas). El esquizofrénico es un maestro
en crear alianzas entre distintas generaciones. Puede
rechazar la unión con contemporáneos, pero se unirá
en cambio a uno de sus padres o abuelos; incluso se han
conocido casos donde lograron introducir a un bisabuelo
en el conflicto familiar.
La responsabilidad fundamental del esquizofrénico
consiste en mantener unida a la familia. Aunque los
investigadores en ciencias sociales, incluyendo a los
Pag. 66
terapeutas de familia, no tienen la más vaga idea de
cómo prevenir la desintegración de una familia, el niño
esquizofrénico lo logra fácilmente. Su deber consiste en
utilizar su aguda percepción y habilidad interpersonal
para mantener el sistema familiar en un equilibrio estable,
aunque éste sea un estado de constante desesperación.
La importancia de esta función se evidencia en las
raras ocasiones en que el esquizofrénico abandona su
enfermedad, se normaliza y se aleja de la familia. Los
padres se derrumban de inmediato, sienten que la vida
pierde sentido y se disponen a divorciarse (pidiendo
débiles disculpas a sus propios padres por haber sido
mejores padres que ellos).
El niño esquizofrénico evita el divorcio de los
padres y la desintegración familiar de un modo bastante
simple: les facilita una excusa para permanecer juntos,
ofreciéndose como problema en común. Cuando
surgen leves amenazas de separación, se muestra triste,
permitiendo que permanezcan juntos. Cuando los padres
se hallan constantemente al borde de la separación, el
niño debe presentarse como un problema aún más grave.
Rápidamente aprende entonces a comportarse: unos pocos
manierismos y muecas en situaciones poco apropiadas
son de gran ayuda, como también quedarse mudo y
hacer movimientos raros con las manos acompañados de
un ocasional chillido idiota. Si ya se encuentra en edad
escolar, debe mostrarse incapaz de existir fuera de la
familia; por lo tanto, los padres deben permanecer juntos
para consolarlo, puesto que representan su única fuente
de vida. Al convertirse en el problema familiar, el niño
exige que los padres permanezcan juntos para salvarlo,
se ofrece como excusa para que se soporten mutuamente
y además, representa un desafío. Los padres sienten que
deben ser perfectos, y, el extraño comportamiento del hijo
despierta en ellos la determinación de curarlo, creando
aún más razones para continuar la asociación familiar.
Pag. 67
El esquizofrénico también actuará con rapidez si los
padres amenazan con demostrarse afecto, actitud que
provocaría un cambio familiar (y pánico en los padres). Si
el padre muestra la intención de extender la mano hacia la
madre, el niño debe orinarse al instante, o decir: “Quiero
visitar a la abuelita”, introduciendo en escena a la madre
del padre, hecho que siempre origina una discusión.
Cuando el esquizofrénico tiene edad suficiente
como para percibir que su familia desafía las normas
culturales, comienza a funcionar como el símbolo de esa
diferencia. La manera peculiar en que elige expresarse
al respecto, unirá más a los padres y atraerá la atención
de la comunidad despertando la necesidad de ayudar
a la familia. La técnica consiste en utilizar la parodia.
Desde hace tiempo se sabe que, si se trata de parodias, los
esquizofrénicos son los seres más hábiles del mundo, y se
ha dicho que parodian los peores aspectos de la sociedad.
Esto es darles demasiada importancia; simplemente
parodian a sus familias. Por ejemplo, si los padres
afirman ser muy religiosos mientras se comportan de
un modo muy poco religioso, el esquizofrénico se dejará
crecer la barba y quemará las palmas de sus manos con
cigarrillos. Si esto no llama suficientemente la atención
—algunos padres juzgarán esta conducta como lúcida—
se paseará entonces por el vecindario arrastrando una
enorme cruz. Los padres, cuya pasión es mantener sus
asuntos en secreto, no siempre interpretan esa actitud
como positiva, pero en este caso no pueden acusar al hijo
de mal comportamiento cuando sólo se está esmerando
en ser más religioso que ellos. Igualmente, si entretienen
sus mentes con sucios pensamientos mientras afirman
ser terriblemente puritanos, el esquizofrénico condenará
ostentosamente las malas palabras, diciéndolas e incluso
escribiéndolas en la calle.
La habilidad con que un esquizofrénico consigue que la
atención se centre sobre un problema familiar mientras se
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desprende simultáneamente de la responsabilidad, queda
ilustrada de modo magistral por sus comentarios verbales.
El comentario ideal es tan ambiguo como el que podría
enunciar la madre; debe llegar al corazón de los padres
pero sin que puedan saber con seguridad si un extraño
podría entenderlo. Por ejemplo, una hija esquizofrénica
que escuchaba los comentarios de los padres sobre la
felicidad que reinaba en la familia, exceptuando a esta
hija desdichada, dijo: “Sí, pero ¿no serían más felices, tú y
papá, si no se pelearan tanto?” Si bien fue una manera de
poner en evidencia la necesidad de ayuda de los padres,
también fue un golpe bastante burdo e inhábil que no
merece ser llamado esquizofrénico. La grosería directa
puede atribuirse a un control defectuoso de la ira. El
esquizofrénico con más experiencia puede controlar
totalmente la expresión de sus sentimientos y aparentar
desconcertantes afectos aun cuando los médicos le claven
alfileres mientras lo exhiben como enfermo. Sólo podemos
aplaudir a un hijo que en el Día de la Madre envió a la suya
una tarjeta con la siguiente inscripción: “Has sido siempre
como una madre para mí”, y a una hija que, al entrar al
consultorio del psiquiatra junto a la madre y al padrastro,
dijo fríamente: “Mamá tuvo que casarse y ahora tengo que
venir aquí”.
Cuando la familia amenaza con disolverse, el
esquizofrénico debe estar dispuesto a llegar a cualquier
extremo, incluso a una actividad insana que involucre
a los vecinos y a la policía. El rol, que el esquizofrénico
acepta, de mantener unida a la familia explica que —a
pesar de su habilidad y aguda percepción— permite que
se lo arroje a un hospital psiquiátrico. Cuando la crisis
alcanza el punto donde se abrirá una brecha insalvable,
la conducta psicótica representa el último recurso. Ante
esta situación extrema los padres se unen para compartir
la carga: un hijo realmente desgraciado que los obliga a
afrontar juntos a la comunidad, la que insiste en que algo
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debe hacerse y que permite que la familia lo convierta en el
depositario de todas las dificultades pasadas y presentes.
El episodio psicótico es simplemente una versión más
extrema de la conducta que el sujeto despliega ante las
crisis familiares, pero esta vez la precipita en una situación
que le exige desplegar toda su habilidad: el tratamiento.
Antes de analizar el talento necesario para sobrevivir en el
hospital, consideraremos el entrenamiento con que llega,
con la cara sucia, despeinado y preparado para entrar en
la institución que se convertirá en su tumba.
Resumiendo: el esquizofrénico debe provenir de la
familia adecuada y tener los padres apropiados como
modelo. Debe haber aprendido a manejar y equilibrar
triángulos familiares conflictivos y ser lo suficientemente
perceptivo como para no resbalar en un pantano de
trampas y desesperación. Debe haber aprendido a soportar
ser el centro de la atención más intensa; otros niños son
a veces ignorados por los padres, pero cada palabra y
acción del esquizofrénico lo perciben ellos como algo
personal. Como resultado, adquiere gran habilidad en
ocultar sus emociones, indicando que no es responsable
de sus actos, sino que éstos simplemente ocurren; debe
saber percibir las amenazas implícitas en cada situación
y adquirir la capacidad de estabilizar cualquier sistema
en el que esté comprometido, aceptando el papel de chivo
expiatorio para sostener las insuficiencias de los que lo
rodean. Es fácil concluir, entonces, que contadas personas
pueden cumplir con los complicados requisitos del
esquizofrénico tipo. Existe todavía una última exigencia
que elimina a la mayoría de los competidores, ya que tan
sólo algunos grandes políticos y líderes religiosos del
pasado poseyeron la poderosa estructura del carácter
y la determinación del esquizofrénico. Está decidido a
dedicar su vida a una cruzada empecinada y absoluta que
consiste en no soltar jamás a su familia. Los millones de
afrentas sufridas no serán perdonadas hasta el fin de sus
Pag. 70
días. Aun si la ley lo obliga a separarse de sus padres, les
recordará continuamente —si es necesario, por medio de
extrañas cartas— que lo han vuelto loco y que tiene la
intención de seguir estándolo. El único riesgo que corre
es curarse, porque esto significaría que ha perdonado a
su familia; el verdadero esquizofrénico, con una fuerza
de voluntad fraguada en un billón de conflictos, no
ofrecerá ese perdón ni ante el más desgarrante pedido
de clemencia. Así como el verdadero cruzado perseguía
tenazmente al Santo Glial por sobre los cuerpos de los
infieles, el auténtico esquizofrénico permanecerá ligado a
su familia a cualquier precio y mediante todos los medios
posibles para que sus padres, en su lecho de muerte, aún
tengan presente el desastroso resultado de su paternidad.

EL HOSPITAL ADECUADO
La esquizofrenia sólo puede florecer totalmente en
un hospital psiquiátrico. Así como una planta alcanza el
nivel óptimo de crecimiento en la tierra bien abonada,
también el esquizofrénico logra su verdadera realización
en las salas cerradas de las instituciones psiquiátricas.
Sin embargo, su primera reacción a la hospitalización
consiste en una empecinada objeción; sólo reconoce los
méritos de la institución luego de un cierto tiempo de
encarcelamiento. Más adelante, es casi imposible sacarlo
de allí. En ninguna parte encontrará un medio tan
similar a la vida en el hogar compuesto por opositores
que, comparados con los miembros de su familia, sean
tan inhábiles.
El hospital psiquiátrico tipo ha sido descrito en los
trabajos profesionales. Se puede resumir diciendo que
el rasgo sobresaliente del ambiente en una institución
psiquiátrica consiste en una rara desesperación informe,
cubierta por una capa de esperanza lustrosa y buenas
intenciones que oculta una lucha a muerte por el poder
entre pacientes y personal, todo bañado por una cualidad
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de confusión constante. El arte básico de la esquizofrenia
yace en la capacidad genial para manejar luchas de poder;
por supuesto, en un hospital psiquiátrico el problema del
poder es central. No debería pensarse que entre el paciente
y el personal se da una lucha desigual. Es verdad que este
último posee drogas, baños de agua fría, tratamientos
de shock (insulínico y eléctrico), operaciones cerebrales,
celdas de aislamiento, control de alimento, todos los
privilegios y la posibilidad de formar pandillas compuestas
por ayudantes, enfermeras, trabajadores sociales,
psicólogos y psiquiatras. El esquizofrénico carece de todos
estos instrumentos de poder, incluyendo la utilización de
tácticas de grupo (ya que es esencialmente un solitario),
pero en cambio posee su estilo, sus palabras y una fuerza
de voluntad enorme. También adquirió un intenso
entrenamiento conviviendo con una familia compuesta
por la gente más difícil del mundo. Una persona normal
se desintegraría o capitularía al enfrentarse al ataque
organizado del personal de una institución psiquiátrica;
el esquizofrénico mide la situación de una sola ojeada y
aprovecha sus oportunidades. Aun desconcertado ante la
traición cometida con él al internarlo, es capaz de enredar
a su familia en una discusión con el personal hospitalario
antes de ser despojado de sus ropas civiles, su dinero y su
permiso de conducir.
La primera lección que aprende en el hospital consiste
en que debe obedecer las órdenes de los ayudantes.
Su primera reacción es no hacerlo, ya que jamás siguió
las indicaciones de los demás; sería ir en contra de la
tradición familiar. Sin embargo, los asistentes no pueden
tolerar a los recalcitrantes, ya que su deber es vigilar el
buen funcionamiento del hospital. Por lo tanto, cuando el
esquizofrénico rehúsa obedecer una orden, el asistente le
pega con todas sus fuerzas en el estómago; esto asombra al
paciente y le hace reflexionar sobre la forma de transformar
y dominar la situación. Pronto aprende que es imposible:
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no puede dar a conocer un golpe. Si el paciente se queja,
el asistente niega el hecho y el médico simula creerle.
A la noche, el asistente le pega dos veces con todas sus
fuerzas en el estómago llamándolo alcahuete. Desde ese
momento, el esquizofrénico obedece al asistente; de todos
modos, aun en esas circunstancias evidencia su valor
al obedecer de un modo inconexo, como si no hubiese
escuchado la orden y sólo la cumpliera por casualidad.
En los hospitales más modernos y progresistas no se
permite a los asistentes golpear a los pacientes. El asistente
debe informar que el paciente no puede controlar su
hostilidad para que el médico lo golpee en la cabeza con
una máquina de shock. Este procedimiento cumple con
los requisitos exigidos por las inspecciones médicas,
que saben reconocer el verdadero tratamiento médico.
Recientemente los hospitales han intentado incapacitar
al esquizofrénico atosigándolo de drogas hasta que se
le salen los ojos de las órbitas y deja de saber dónde se
encuentra. Obnubilado por poderosas drogas, su aguda
percepción se empobrece y pierde parte de su habilidad
en la lucha por el poder. Sin embargo, con el tiempo se
hace inmune a las drogas. La tendencia reciente en los
hospitales es volver a la máquina de shock.
Después de un primer encuentro con la fuerza bruta
de la estructura hospitalaria el esquizofrénico otea
calculadoramente el juego básico que debe realizar para
sobrevivir y conservar su propia estima. Pronto advierte
que las novedades son pocas; todo resulta semejante a la
vida en el hogar.
La primera debilidad que descubre en la estructura
hospitalaria es la misma que existía en su familia: la
madre insistía en que todo lo hacía por él, asimismo, todo
lo que se hace en el hospital se dice que es en beneficio
del esquizofrénico. Esta situación conocida es la que le
permite sabotear la institución. La madre organizaba
las cosas de acuerdo con su propia conveniencia, pero
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afirmaba que lo hacía pensando en el hijo; toda la actividad
hospitalaria que se realiza para comodidad del personal,
ya sea obligar a los pacientes a levantarse a las seis de
la mañana o cortarles pedazos de cerebro, se justifica
afirmando que es beneficiosa para el esquizofrénico.
Cuando se manifiesta tal consideración, el paciente
hábilmente se muestra confuso, desorientado y delirante.
Si le dicen que debe estar a las nueve en la cama porque
necesita descanso (y no para conveniencia del personal)
experimentará terrores nocturnos que alborotaran la
sala hasta una hora de reposo más razonable. Cuando
recibe el pesado puño del asistente o la pesada mano del
psiquiatra sobre la máquina de shock para aplacarlo, el
esquizofrénico ha logrado demostrar que las nueve de la
noche es una hora que le conviene al hospital. El arte de
colgar a un psiquiatra de su propia benevolencia se ilustra
con el siguiente ejemplo: un médico no podía soportar
que los pacientes se pasearan por la sala, mostrándole
su incapacidad para curarlos. Por lo tanto anunció que,
por el bien de los pacientes, éstos debían pasar todo el día
fuera de la sala tomando fresco. Un paciente se negó a salir
y cuando lo obligaron a hacerlo, caminó derecho hasta
chocar con un árbol, y allí se quedó, frente a la ventana del
médico, con la frente apoyada contra el árbol hasta que el
exasperado psiquiatra lo obligó a entrar nuevamente.
El hospital también ofrece al esquizofrénico la
confortable sensación de estar en familia por la semejanza
en las estructuras de poder. Así como la madre simulaba
que el padre manejaba las cosas mientras en realidad lo
ignoraba, también la enfermera hace ver que el psiquiatra
de la sala dirige las cosas, cuando es ella quien lo hace.
El esquizofrénico, por otra parte, descubre que, al igual
que su padre, el psiquiatra nunca está disponible ya que,
por supuesto, no tiene ni tiempo ni ganas de hablar con
el paciente. Advierte entonces que el entrenamiento
adquirido creando conflictos entre los padres le resulta
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sumamente valioso en el hospital; allí puede crear
situaciones conflictivas entre la enfermera y el psiquiatra
mediante mínimas maniobras. La confusión existente
entre médico y enfermera respecto de su posición oficial
y la real puede explotarse mediante métodos bastante
simples. Por ejemplo, cuando el médico solicita al paciente
que sea más activo, éste le dirá que la enfermera no se lo
permite. El médico responde que él es quien toma esas
decisiones, pero su trato con la enfermera se modifica
y ésta piensa que quizá lo ha molestado sin explicarse
cómo. Si la poca perspicacia del personal obliga a llegar
a situaciones extremas, el paciente puede ponerse a gritar
cada vez que se le acerca alguna persona en particular, y
logra así que todos los demás sospechen de ella.
La capacidad adquirida por los esquizofrénicos con
el manejo de alianzas generacionales también resulta de
gran utilidad en el hospital. Puede unirse al médico en
contra de la enfermera, a la enfermera contra el ayudante,
al asistente social contra el jefe de la sala, al jefe de la sala
contra el administrador del hospital, a todo el personal
contra la familia, etc. Ciertos esquizofrénicos más hábiles
escaparán una que otra vez y pondrán a la comunidad y
a la policía contra el hospital. En las raras ocasiones en
que se asigna un psicoterapeuta a un esquizofrénico, éste
puede manejarse con la confusión absoluta que reina en la
estructura de poder del personal. Al terapeuta, al igual que
a la madre, se le puede persuadir a solicitar un trato especial
para su paciente o que, al menos, se le comprenda mejor;
el jefe de la sala, del mismo modo que el padre, rezongará
inútilmente que el paciente debe hacer lo que se le ordena,
mientras la enfermera protesta que, a pesar de lo que dice
el paciente, ella no desapareció de la sala durante dos horas
dejándolo desatendido y el ayudante afirma que el paciente
delira cuando insiste en que aquél le pegó en el estómago
durante la noche. Estos períodos de excitación alternan con
largos días de aburrimiento, al igual que en el hogar.
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Cada vez que se aburre demasiado, el esquizofrénico
tiene la posibilidad de crear acción para animar la vida
de la sala. En efecto, muchos pacientes descubrieron
que pueden lograrlo al dejar de hacer alguna cosa; por
ejemplo, dejar de comer. Así como la madre se dejaba
llevar por el pánico si su pobre hijo ignoraba su comida
y no se alimentaba, también el personal del hospital sufre
una gran ansiedad, si el paciente deja de comer. Harán
reuniones, cambios en la medicación, exámenes físicos,
acudirán a la máquina de electroshock, desplegarán
intensos esfuerzos para convencerlo y por último, lo
alimentarán con sonda. Antes de llegar al punto fatal, el
paciente comenzará a comer. Algunos esquizofrénicos
inteligentes harán coincidir el momento de volver a
alimentarse con la ingestión de una nueva droga recetada
por el médico. Como el personal está siempre a la espera
de una pastilla que cure todos sus problemas, se regocijan
con el éxito de la nueva droga, sólo para descubrir que los
demás pacientes no responden a su administración y que
los esquizofrénicos los han engañado de nuevo.
En el hospital, el esquizofrénico conserva la misma
posición y función que en el hogar. El personal de una
institución psiquiátrica está formado por personas
que se sienten los parias de la profesión, desechos
insignificantes incapaces de ningún logro humano. Por
lo tanto, para sobrevivir, necesitan rodearse de personas
más incompetentes que ellos. Conviviendo con los
esquizofrénicos expertos en fracasos, se sienten un poco
más elevados ante los ojos del mundo. Desde el director
del hospital, que patea a su asistente cuando se irrita,
pasando por toda la estructura jerárquica, hasta llegar
al asistente que patea al paciente cuando se irrita, toda
la estructura requiere la existencia de ese alguien ante
el cual todos los demás puedan sentirse superiores; ese
lugar lo ocupa el esquizofrénico. Como en el hogar, las
dificultades y rencores de los integrantes del personal
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pueden atribuirse al trato con una persona tan difícil
como el esquizofrénico, de modo que su valiosa función
de chivo expiatorio sirve para mantener la cohesión de
toda la estructura.
No debe pensarse que cualquiera, ni siquiera gente
con otros problemas psiquiátricos, puede llegar a cumplir
la función del esquizofrénico. Se necesita entrenamiento,
persistencia e ingenio. También se necesita valor, ya que
los riesgos son grandes. El esquizofrénico no sólo se
enfrenta diariamente a la posibilidad de sentir el puño
del ayudante o la máquina de shock del médico, sino que
además vive bajo la amenaza del aislamiento absoluto en
una celda, o de que los médicos le claven un bisturí en
el cerebro cómo último recurso. Estos peligros son la sal
de su vida y le exigen un estilo particular de conducta,
conocido médicamente como sintomático de la persona
hospitalizada. Si se enfurece justificadamente o se rebela
abiertamente contra la institución, recibirá terribles
castigos por su propio bien; por lo tanto, el esquizofrénico
debe comportarse como una persona difícil, pero
demostrando que no es él quien se comporta así y que
además no puede remediarlo; ésta es la definición de
la enfermedad mental. Los integrantes del personal se
resisten a ser muy duros con él ya que no puede evitar
ser como es; deben, entonces, resignarse a saberlo llevar:
ésta es la definición del tratamiento de los enfermos
mentales. La forma más elemental de crear problemas
sin responsabilizarse por ellos consiste en decir que
uno es otra persona; por eso los alias son comunes entre
los esquizofrénicos. Sin embargo, un mero alias no es
suficiente; debe quedar claro que se trata de un alias; por
ejemplo, un paciente que se llame a sí mismo Jacqueline
Khruschev. Otra alternativa es afirmar que la conducta
tuvo su origen en otra parte y por lo tanto uno no merece
el castigo. Una buena artimaña para lograrlo consiste en
decir que la orden la emitió “una voz”. Si se dice que el
Pag. 77
que habla es el Señor, es posible hacer cualquier crítica
al personal, incluso acusar a una enfermera puritana
de tener malos pensamientos. La enfermera deberá
preguntarse si sería correcto poner al Señor en la máquina
de shock. Otro procedimiento consiste en comportarse
realmente como un loco; así, nadie podrá pensar que
uno es responsable de molestar al personal. Una forma
de hacerlo es mostrarse desorientado en el tiempo y
el espacio, técnica particularmente efectiva si lleva
aparejada una crítica al personal. Afirmar que el lugar
es una prisión del siglo diecisiete indica que uno está
demasiado loco como para tener la culpa de algo; además,
como la semejanza de la mayoría de los hospitales con una
prisión del siglo diecisiete es tan grande, la afirmación
crea sentimientos de culpa en el personal. Así, con una
sola maniobra bien pensada es posible escapar de la culpa
y crearla en los demás. A veces se puede crear culpa al
mostrar una desorientación más irónica, diciendo,
por ejemplo, que el hospital es un palacio y el médico
un rey, consternándolo con la comparación. Un tercer
procedimiento consiste en hacer comentarios cáusticos y
reírse estúpida y estruendosamente; ¿quién puede castigar
a un idiota semejante? No, no lo castigarán y, sin embargo,
los comentarios alcanzarán a su destinatario. También
es posible acusar mediante actos sin palabras. Cuando
un esquizofrénico se pone contra la pared con la cabeza
colgando y los brazos en cruz, el personal sospecha que se
lo acusa de crucificar al paciente, pero la comunicación se
realiza de tal manera que le impide aceptar o rechazar la
acusación o culpar al esquizofrénico; en esto consiste el
verdadero arte de la esquizofrenia.
Estos pocos procedimientos sencillos pueden parecer
limitados, pero un paciente hábil los utilizará de diversas
maneras. Cuando finalmente obliga al personal a emplear
la fuerza bruta, es lógico que éste se sienta culpable por
aprovecharse de una pobre víctima indefensa incapaz de
Pag. 78
controlarse. Sin embargo, suponer que el personal sienta
culpa sería subestimar su educación. Después de todo,
los psiquiatras recibieron una educación humanística
en la escuela de medicina y cumplieron su residencia en
psiquiatría. Son, por lo general, hombres bondadosos
que se esfuerzan por hacer lo mejor y que siguen reglas
civilizadas en su trato con los seres humanos. Debido a
su educación y conocimiento de la historia del hombre,
tienen la posibilidad de emplear un ardid utilizado por
todos los hombres civilizados cuando se ven envueltos en
una lucha a muerte por el poder: definen a los otros como
subhumanos y entonces todo vale. El bondadoso sureño
puede golpear al negro y el bondadoso guardián de los
e campos de concentración alemanes puede arrojar a la
gente a las cámaras de gas siempre que no los considere
seres humanos. El conocimiento de esta tradición ayudó a
los psiquiatras, en particular a los de orientación europea,
a considerar al esquizofrénico como una cosa, una masa
orgánica desconectada de la realidad, a la que no se aplican
las reglas de la civilización. Si se adopta este punto de vista y
se lo convierte en una teoría de la psicosis, el personal de la
institución puede aceptar que el paciente no es responsable
de los problemas que crea porque en realidad no es una
persona; por lo tanto, golpearle la cabeza con electroshock o
encerrarlo en una celda aislada son para él procedimientos
clara- menté necesarios para enderezar a la bestia. Sólo se
pueden enfrentar a él de igual a igual afirmando que las
reglas civilizadas no se aplican al esquizofrénico, puesto
que éste no está dispuesto a respetar ninguna. El paciente,
llevado por su tremenda desesperación, llegará a cualquier
extremo de degradación, logrando así una gran ventaja en
ese enfrentamiento. El personal se enfrenta con alguien
que posee una extraordinaria perseverancia y habilidad
para innovar. Aun si lo arrojan desnudo dentro de una
celda vacía y a prueba de ruidos, no lograrán incapacitarlo.
La gente corriente embarcada en una lucha por el poder
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necesita a sus amigos, tener muebles a mano para arrojar o
por lo menos contar con la posibilidad de insultar; ante una
situación semejante, se derrumbaría. El esquizofrénico,
en cambio, encerrado y sin posibilidad de ser escuchado,
encuentra de todos modos la forma de expresar su opinión
sobre el personal provocándolo aún más. Empleará
los productos de su cuerpo, orinando sobre la puerta
y defecando en el piso, y dibujará al personal sobre las
paredes con lo que considera el material adecuado.
Como el medio hospitalario es variado, desde
agradables salas para mostrar a las autoridades
visitantes hasta las miserables salas traseras dirigidas
por enfermeros y ayudantes sádicos, es importante que
el paciente aprenda a conseguir que se lo maltrate sólo si
él lo decide. No le importan las desventuras provocadas
por él mismo, pero no le agrada que los demás tomen la
iniciativa. Para lograrlo, hará un diagnóstico del personal
para descubrir las áreas que pueden ser provocadas. Por
otro lado, el personal también debe estimar la habilidad
del paciente para saber qué puede esperar de él. Esta
necesidad produjo psicólogos dispuestos a someterlos
a tests para que el personal conozca los puntos débiles
del paciente y pueda obtener ventajas. Sin embargo, los
esquizofrénicos no se dejan engañar, como la gente
normal, por el aroma de pseudociencia que exudan
los poros del psicólogo; de inmediato perciben que ese
individuo sentado amablemente entre ellos, que les
pide que comenten unas manchas de tinta, no tiene las
mejores intenciones. En efecto, el esquizofrénico sabe que
sus comentarios sobre las manchas de tinta se utilizarán
en su contra afectando su carrera hospitalaria de un
modo que no puede predecir. Entonces, si es hábil, cuida
sus palabras. Enfrentado a una situación tan ambigua
como la del hogar, con los mismos efectos desastrosos
en caso de equivocarse, evitará describir algo coherente,
porque sabe que harán uso de su coherencia. En cambio,
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señalará algunas partecitas de la lámina por separado
sin conectarlas entre sí. También evitará mencionar las
figuras humanas que ve, aunque se parezcan al psicólogo,
porque ignora si los seres humanos que detentan el poder
se ofenderán ante sus comentarios. El esquizofrénico con
más confianza en sí mismo jugará con el texto, diciendo
rarezas con el fin de borrar la expresión vacía de la cara
del psicólogo: jugará con la imagen de un murciélago ya
que supuestamente él está chiflado*, y hará referencias
indirectas a la violencia para demostrar que conoce la
amenaza que el test oculta. Señalará indirectamente que
mirar manchas de tinta resulta un poco estúpido, de
modo que debe existir algún motivo oculto para hacerlo.
El psicólogo queda satisfecho con el protocolo porque
descubre respuestas originales, sin saber que la situación
en que se halla el esquizofrénico también es de por sí
bastante original. Se parece al hombre blanco del Sur
que, ante un individuo que se mueve incómodo, se rasca
la cabeza y dice “Sí, patrón”, concluye que los negros son
ignorantes, sin percatarse del contexto que transforma
esa conducta en la más adecuada.
Como la formación de los psicólogos los incapacita
para examinar los contextos, escriben en el informe que
el paciente se muestra confuso, asocia de modo inconexo,
tiene una percepción distorsionada, hostilidad reprimida
y un yo débil. Esta descripción científica de los resultados
del test se entrega al personal que lo utiliza, tal como lo
pensaba el paciente, para determinar su situación y el
trato que se le dispensará.
Si bien la esquizofrenia es un juego peligroso, también
tiene un aspecto llevadero. Por ejemplo, en ciertas
ocasiones es posible que el paciente reciba psicoterapia.
Aunque en la sala hay tantos pacientes que los psiquiatras
no tienen tiempo de hablar con ellos (y si lo tuvieran

* Expresión intraducibie que juega con la homofonía de las palabras bat


(murciélago) y bats (chiflado). (N. de la T.)

Pag. 81
no sabrían de qué hablar), la mayoría de los hospitales
informan en sus folletos publicitarios que no son meras
prisiones, ya que poseen un programa terapéutico. Este
consiste en reuniones de terapia de grupo coordinadas
por asistentes sociales. La función de estas reuniones
consiste en: a) enemistar a los esquizofrénicos entre sí
para que se ocupen menos de engañar al personal; y b)
dar a las asistentes sociales la sensación de ser útiles y,
además, permitirles desahogarse con los pacientes de
lo que sintieron al tratar de lidiar con los familiares de
los mismos. El esquizofrénico utiliza con frecuencia las
reuniones grupales para agudizar y ampliar sus técnicas
verbales o para practicar sutiles variaciones de su
conducta repetitiva, ya que es un maestro en repetir la
misma conducta hasta distraer por completo al personal.
Se conoce el caso de un paciente que en el período de dos
años dijo: “Creo que no puedo pensar bien” dos millones
setenta y tres veces.
En el hospital donde los médicos realizan su internado
psiquiátrico el esquizofrénico tiene la posibilidad de que un
residente lo trate en psicoterapia individual. La profesión
considera importante que esos jóvenes comiencen a
entrenarse con esquizofrénicos para que cualquier
problema que deban afrontar más tarde al amasar sus
fortunas con la práctica privada les resulte un anticlímax.
Los residentes forman un grupo peculiar. Eligieron
la psiquiatría porque temían volverse locos y porque
creyeron que les podría ser útil o porque no pudieron
apasionarse con alguna otra especialidad médica, como
la proctología, acudiendo a la psiquiatría a falta de otra
cosa. Una vez que se enfrentan con la práctica descubren
que, en el trato con esquizofrénicos, lo que les enseñaron
sus maestros les sirve de muy poco. Sus profesores
ejercen la enseñanza a tiempo parcial y se ganan la vida
con pacientes particulares, evitando cuidadosamente
a los esquizofrénicos (se hartaron de ellos cuando eran
Pag. 82
residentes). El problema básico del residente consiste en la
traducción. Sus profesores hablan en un idioma extraño
y los pacientes en otro. Mientras aquéllos hablan de
oscuros “ellos” anegados de ansiedad y de la estructura
narcisística del “yo” sintónico, los esquizofrénicos hablan
de la influencia de la energía atómica sobre los sistemas
burontónicos y de la diferencia entre los gallos masculinos
y femeninos. Está prohibido en cambio para los profesores
y residentes hablar abiertamente sobre el tema central de
la vida hospitalaria: la lucha por el poder entre el personal
y los pacientes.
Presentamos un típico comienzo de intercambio
entre paciente y psicoterapeuta para ilustrar la habilidad
que debe poseer un verdadero esquizofrénico. Una
enfermera lleva al paciente hasta un consultorio, mientras
murmura algo acerca de ver a un médico y desaparece. El
esquizofrénico espera sin saber cuál será la nueva táctica
que utilizará el personal e intenta estimar su grado de
brutalidad. En ese momento se abre la puerta y entra un
joven con cara inexpresiva, vestido con traje y corbata
para diferenciarse de los pacientes. “Hola —dice con falsa
amabilidad—, soy el doctor Offgamay.” El esquizofrénico
observa la pared como si no hubiese notado la intrusión.
“Bueno —dice el médico, haciendo lo posible por ignorar
que es ignorado—, pensé que podríamos hablar de
algunas cosas.” El enunciado vago, ambiguo, abierto,
que representa un típico encuentro terapéutico, interesa
al paciente. Hasta puede despertar su admiración puesto
que posee un grado de ambigüedad que sólo podían lograr
sus padres. Comienza entonces a probar si este hombre
es lo que parece ser o es más peligroso, diciendo: “Mis
luces traseras están encendidas” o “Anoche se me partió
la cabeza.” “Bueno —dice el joven, sin saber qué hacer con
esas declaraciones—, me gustaría saber algo sobre usted.
¿Por qué no me habla de usted?”
El esquizofrénico, que está al tanto de que su historia
Pag. 83
ciútica ha sido cuidadosamente examinada, comprende
la situación y decide seguir adelante para confirmar su
impresión. Entonces dice: “Quiero hacer lo que usted hace”.
Ante el suave comentario que supone un desafío para
su status el médico se hiela. “Oh —dice con tono algo
glacial—, ¿cuánto tiempo hace que es paciente aquí?”
Ya confirmada su impresión, el esquizofrénico
responde: “Nací aquí”. Lo enuncia con absoluta sinceridad,
como si estuviese convencido. “¿Nació aquí? —dice el
doctor, tan confundido por la sinceridad que sólo atina a
preguntar— ¿Cuántos años tiene?”
“Ciento ochenta y siete”, responde el paciente. De
pronto, el médico siente vagamente que se están burlando
de él y conviniéndolo en un tonto, pero no puede
asegurarlo. Como resultado, se desespera y enfurece cada
vez más a medida que avanza el juego y se ve obligado a
decir lo que preferiría callar. Sólo puede atinar a aferrarse
a su tambaleante status, como un pasajero que se aferra a
la puerta de un automóvil que baja vertiginosamente por
un camino de montaña.
El ejemplo citado demuestra la rápida percepción y
habilidad interpersonal del esquizofrénico. Si hubiese
concursos, éstos competirían entre sí para saber quién
descubre más rápidamente si el interlocutor es un opositor
que vale la pena.
Una vez comenzada la terapia, lo único que necesita
el paciente es lograr que continúe. Después de todo, el
terapeuta es la única persona del hospital que le habla,
con excepción de los enfermeros, quienes poseen más
músculos que ingenio. El esquizofrénico logrará que
la terapia no se interrumpa siempre que no inspire
demasiado temor y desesperación al terapeuta; por otra
parte, no debe permitir que ocurra nada que se acerque
al éxito. Como los residentes cambian todos los meses,
resulta útil darles la impresión de que se está casi curado
para que convenzan al próximo grupo de residentes a
Pag. 84
continuar el tratamiento. Algunos esquizofrénicos son
capaces de lograr cadenas de ocho o diez psicoterapeutas
y hacer que todos sientan que casi “llegaron” y que unas
pocas entrevistas más lograrán provocar una apertura en
ese pobre individuo desahuciado.
Ante el terapeuta, la habilidad del esquizofrénico se
muestra de diversos modos. Además de suministrarle
suficientes estímulos como para que no desaparezca,
deberá crearle algunas dificultades exasperantes como
para que lo considere un desafió digno de su capacidad. En
la tarea de enganchar al terapeuta, por cortesía, se evitará
que éste se enfrente directamente con su incompetencia.
Por ejemplo, si llega tarde a una entrevista y no se
molesta en disculparse, no sería correcto enfrentarlo de
modo directo con su grosería porque es muy capaz de
desaparecer, como lo hacía mamá cuando se le señalaban
sus errores. En cambio, el paciente puede contar una
historia que permita al terapeuta disculparse si lo desea;
por ejemplo, el paciente dice: “Esta mañana estaba en mi
submarino y teníamos que encontrar el buque tanque
cerca de Madagascar, pero por desgracia el buque fue
alcanzado por una bomba atómica y llegó tarde con sus
jarrones chinos a media asta”. Este enunciado, bastante
complejo, que cualquier esquizofrénico puede inventar
rápidamente, le permite una salida al terapeuta Puede
decir: “Siento haber llegado tarde”, o argumentar: “Bueno,
Sam, usted sabe que hoy no estuvo en un submarino;
estaba aquí en el hospital”. Luego añade, admitiendo que
debe haber algo más: “Tratemos de comprender por qué
piensa que estuvo en un submarino. ¿Qué representa el
submarino para usted?”
El esquizofrénico también necesita descubrir
rápidamente la ideología psiquiátrica del momento para
apoyar al joven terapeuta en la teoría que está aprendiendo.
Se trata de un período en el que el simbolismo genital está
a la orden del día, el paciente hablará de reyes derrocados
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y de reinas vírgenes casadas tocándose distraídamente
la bragueta cada vez que se mencione a su madre. Si el
simbolismo genital está pasado de moda y se enfatiza el
simbolismo oral, el paciente debe adoptar de inmediato
metáforas orales. Comentará que tiene cemento en el
estómago y hablará de la blancura de la leche, mostrará
dibujos que parezcan pechos para el agudo ojo psiquiátrico
y hará ocasionales movimientos de succión para estimular
al terapeuta. Si es hábil, puede descifrar cuáles son los
intereses del terapeuta a partir de signos mínimos, como
por ejemplo, un cierto brillo en la mirada ante la mención
de algún símbolo claro que tenga sentido para la teoría.
Las modas sullivanianas exigen mayor habilidad por parte
del paciente. Mientras el terapeuta lucha para mejorar sus
defensas interpersonales y ayudar al paciente a descubrir
cómo son sus relaciones con la gente, el paciente debe
desplegar una conducta interpersonal que sea fácilmente
interpretable hasta por un novicio. Por ejemplo, cruzar
las piernas y los brazos y mirar hacia otro lado para que el
terapeuta pueda señalarle de qué modo se defiende de una
relación interpersonal. Sin embargo, el paciente no sólo
debe ayudar al terapeuta; a veces también debe mostrarle
que todavía tiene mucho que aprender. Cuando el joven se
muestra bastante confiado en su capacidad terapéutica, el
esquizofrénico lo observa fijamente y luego dice, mirando
hacia otro lado: “Hay gente en el mundo que tiene una
fijación homosexual”. Este comentario sacudirá a cualquier
residente sensible y lo hará arrastrarse durante el resto del
día cavilando sobre sus deseos inconscientes. Existe una
probabilidad tan pequeña de que un esquizofrénico se
enfrente a un terapeuta hábil en un hospital, que quienes
llevan un registro de esos sucesos recuerdan la última
vez que sucedió: fue en Buffalo en 1947. Si esto se llegase
a repetir, el esquizofrénico necesitará desplegar todo su
ingenio. Deberá enemistar al terapeuta con el persona],
embestir contra todos sus puntos débiles, demostrar mejoría
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cuando la hay, en fin, luchar por su vida. Después de todo,
si a pesar suyo consigue curarlo, deberá salir del hospital
para encontrar a la familia que lo espera en la puerta. Esta
familia sabe que el paciente puede seguir representando
la desgracia que los mantiene unidos, aun dentro de un
hospital con personal contratado para manejarlo; así, si
bien declaran su alegría por tenerlo con ellos, sienten en
realidad todo lo contrario. Las pocas familias que desean el
regreso del paciente han organizado sus fuerzas durante su
ausencia y están decididas a aprovechar el tiempo perdido.
Si el paciente se vuelve loco y decide normalizarse, se
enfrentará con una sociedad que lo coloca en la lista negra
por haber aceptado tratamiento hospitalario.
La psiquiatría actual está sufriendo cambios
revolucionarios y muchos de los adelantos se los debemos a
los esquizofrénicos. Es evidente que éstos son responsables
del movimiento reciente que aboga por cerrar todos los
hospitales psiquiátricos. Los líderes de este movimiento,
los psiquiatras más prominentes, sugieren la creación de
hogares de reposo para las personas de edad y la instalación
de salas de emergencia en los hospitales generales donde
la gente pueda permanecer unos días durante las crisis
familiares. Se descartarían los hospitales psiquiátricos,
mediante una ley estatal que prohíba encerrar a los
psicóticos, a menos que hayan cometido un crimen. Al
propugnar este plan sostienen que a los esquizofrénicos
se les debería devolver a las familias que los merecen y
que deberían obligar a los psiquiatras a tratar a los locos
en vez de evitarlos.
Los entusiastas de los hospitales psiquiátricos, un
grupo compuesto por familiares de pacientes, psiquiatras
que realizan prácticas privadas y la gente empleada en
tales instituciones, consideran absurdo un cambio tan
radical. Sostienen que esos pacientes son enfermos y
necesitan cuidados médicos y que, además, no tienen
suficiente dinero para pagar un tratamiento psiquiátrico.
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Los moralistas de este bando también señalan que sería
injusto permitir que los psicóticos invadan la práctica
psiquiátrica. Así como se haría competir en una carrera a
un hombre que corre una milla en cuatro horas con otro
que lo hace en cuatro minutos, tampoco es justo enfrentar
al psiquiatra corriente con un esquizofrénico o con su
familia.
Sin embargo, quienes proponen cerrar los hospitales
se basan precisamente en la habilidad que posee el
esquizofrénico. Como dice uno de ellos: “Cuando los
pacientes estaban confinados en sus hogares, se pensaba
que mejorarían con el tratamiento hospitalario. Debemos
admitir la derrota. A pesar de todos los intentos de
reformas y de los prometedores métodos modernos,
el esquizofrénico nos ha vencido. Debemos aceptar
este hecho y encontrar otras maneras de tratarlo”. Los
partidarios más activos de este movimiento crearon una
frase publicitaria que puede leerse en los carteles que
sostienen mientras forman piquetes ante los hospitales.
“Saquemos a los pacientes de las salas traseras de los
hospitales. Que vuelvan al cuarto del fondo de sus
hogares”.

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CAPITULO 4
EL ARTE DE FRACASAR COMO TERAPEUTA

Todavía no tenemos, en el campo de la terapia, una


teoría del fracaso. Muchos clínicos suponen que cualquier
psicoterapeuta que se lo proponga puede fracasar. No
obstante, estudios recientes sobre el resultado de la terapia
indican que los pacientes mejoran espontáneamente con
mayor frecuencia de lo que se suponía. Estos resultados, a
pesar de algunas teorías anteriores, muestran que entre el
cincuenta y el sesenta por ciento de los pacientes anotados
en listas de espera y pertenecientes a listas de control,
no sólo ya no desean tratarse al término del período de
espera, sino que además se han curado realmente de sus
problemas emocionales. Si estos resultados se confirman
en estudios posteriores, un terapeuta incompetente, con
sólo sentarse y rascarse en silencio tendrá éxito por lo
menos en un cincuenta por ciento de sus casos. ¿Cómo
puede entonces fracasar un terapeuta?
El problema no es irresoluble. Podríamos aceptar el
hecho de que un terapeuta tendrá éxito con la mitad de sus
pacientes y hacer lo posible por suministrarle una teoría que
le ayude a fracasar con la otra mitad. También podríamos
arriesgamos y ser más aventurados: algunas tendencias
sugieren que el problema puede enfocarse de un modo
más profundo, creando procedimientos para evitar que
mejoren aquellos pacientes que lo hacen espontáneamente.
Está claro que este objetivo no se logrará sin hacer nada.
Si deseamos que un terapeuta sea un verdadero fracaso,
debemos crear un programa con el marco ideológico
apropiado que posibilite un entrenamiento sistemático
durante un cierto número de años.
Presentaremos un esquema que incluye una serie de
procedimientos que permitirán aumentar la probabilidad
de fracasar a cualquier terapeuta. Sin ser exhaustivo,
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éste incluye los factores que la experiencia señaló como
esenciales y que incluso pueden ser utilizados por
terapeutas sin talento especial.

1. El camino directo hacia el fracaso se basa en un


conjunto de ideas que, si se utilizan combinadas, son casi
infalibles.

Paso A
Insistir en restar importancia al problema que el
paciente trae a la terapia. Descartarlo como un mero
“síntoma” y cambiar de tema. De este modo, el terapeuta
nunca tendrá que examinar lo que realmente aqueja al
paciente.

Paso B
Rehusarse a tratar directamente el problema que se
presenta. Ofrecer en cambio alguna explicación; decir,
por ejemplo, que los síntomas tienen “raíces”, para evitar
enfrentarse al problema que el paciente desea solucionar
y por el cual está pagando dinero para ser tratado. De
este modo, aumenta la probabilidad de que el paciente no
mejore, y las futuras generaciones de terapeutas podrán
seguir ignorando la habilidad específica que se necesita
para que la gente supere sus problemas.

Paso C
Insistir en que si un problema se alivia aparecerá
algo peor. Este mito ayuda a no saber qué hacer con
los síntomas; además, fomentará la cooperación de los
pacientes, al crear en éstos el temor a mejorar.
Parece que, de seguir estas directivas, cualquier
psicoterapeuta será necesariamente un incapaz, sea cual
fuere su talento natural, ya que no tomará en serio el
problema del paciente, ni tratará de cambiarlo y temerá
que la mejoría del problema tenga efectos desastrosos.
Pag. 90
Se podría pensar que este conjunto de ideas haría
fracasar a cualquier terapeuta; sin embargo, los cerebros
más respetados del campo terapéutico han reconocido
que existen todavía otros pasos necesarios.

2. Es particularmente importante confundir el


diagnóstico con la terapia. Un terapeuta puede parecer
un experto científico sin correr el riesgo de tener éxito
en los tratamientos; para lograrlo, basta con utilizar un
lenguaje diagnóstico que le haga imposible pensar en
procedimientos terapéuticos. Por ejemplo, uno puede decir
que un paciente es agresivo-pasivo, que tiene profundas
necesidades de dependencia, que tiene un yo débil o que
es impulsivo. Ninguna intervención terapéutica podrá
formularse en este lenguaje.
El lector encontrará más ejemplos de cómo enunciar
un diagnóstico que incapacite al terapeuta, en el Manual
de diagnóstico de la Asociación Americana de Psiquiatría.

3. Apoyarse en un solo método de tratamiento sin


tener en cuenta la diversidad de problemas que aparecen
en el consultorio. A los pacientes que no se adecuan a
este método, se los debe considerar intratables y dejarlos
librados a su suerte. Una vez que un método se ha mostrado
reiteradamente ineficaz, no debe ser abandonado. Las
personas que experimentan con variantes deben ser
juzgados con severidad por estar mal entrenadas e ignorar
la verdadera naturaleza de la personalidad humana y de
sus trastornos. Incluso, si es necesario, se puede decir que
“en el fondo” son profanos.

4. No poseer una teoría sobre el cambio terapéutico,


a menos que sea ambigua e indemostrable. No obstante,
debe estar claro que resulta antiterapéutico dar a
un paciente directivas de cambio; podría seguirlas y
cambiar. Es necesario sugerir que el cambio ocurre

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espontáneamente, siempre que los terapeutas y pacientes
se comporten de acuerdo con las normas apropiadas.
Para aumentar la necesaria confusión general, resulta útil
definir la terapia como un procedimiento que permite
descubrir lo que anda mal en una persona y las razones
por las que eso ocurre. De este modo, no se corre el peligro
de que, de forma impredecible, surjan teorías sobre cómo
propiciar el cambio. También se debería insistir en que el
cambio ocurre en el interior del paciente: así pues, como
el fenómeno permanece fuera del campo observable,
resulta imposible estudiarlo. Si se acentúa el “trastorno
subyacente” (que debe ser claramente distinguido del
“trastorno manifiesto”), no surgirán preguntas sobre los
aspectos desagradables de la relación terapeuta-paciente,
ni será necesario incluir en el problema del cambio
personajes sin importancia como, por ejemplo, aquellos
con los que el paciente mantiene vínculos estrechos.
Si los terapeutas en formación insuficientemente
entrenados insisten en aprender a propiciar los cambios,
y si un gesto de fastidio ante sus preguntas no los detiene,
podría resultar necesario ofrecerles alguna idea general,
ambigua e indemostrable. Se puede decir, por ejemplo,
que la tarea terapéutica consiste en hacer consciente lo
inconsciente. La tarea terapéutica se define entonces
como la transformación de una entidad hipotética en otra
entidad hipotética, lo que hace imposible lograr algún
tipo de precisión en la técnica terapéutica. Es parte de este
enfoque ayudar al paciente a “ver” cosas sobre sí mismo,
en especial las relacionadas con traumas del pasado;
de este modo no se corre el riesgo de que sobrevenga
algún cambio. La regla fundamental consiste en señalar
a los futuros terapeutas que el insight y la “expresión
de afecto” son los factores originadores de cambio; así
sentirán que algo ocurre en la sesión sin arriesgarse a
tener éxito. Si alguno de los estudiantes más avanzados
insiste en obtener conocimientos más profundos sobre la
Pag. 92
técnica terapéutica, resulta útil dar una vaga explicación
de “cómo elaborar la transferencia”. Se permite así a
los jóvenes terapeutas una catarsis intelectual; además,
pueden hacer interpretaciones transferenciales y esto los
mantiene ocupados.

5. Insistir en que sólo muchos años de terapia


cambiarán realmente a un paciente.
Este paso nos remite a algunas acciones específicas
que deben efectuarse con aquellos pacientes que podrían
mejorar espontáneamente sin tratamiento. Si se los puede
convencer de que no se han curado, sino que sólo han
huido hacia la salud, es posible ayudarles a recuperar su
enfermedad reteniéndoles en un tratamiento prolongado.
(Siempre se puede sostener que sólo un tratamiento
a largo plazo puede curar a un paciente como para
que no vuelva a tener más problemas en toda su vida.)
Afortunadamente, el campo de la terapia no posee una
teoría de la sobredosis; por eso un terapeuta hábil puede
mantener a un paciente sin mejorar durante diez años
sin que sus colegas protesten, no importa lo celosos que
estén. Aquellos terapeutas que intentan prolongarlo a
veinte años deberían ser felicitados por su coraje, aunque
se les puede considerar temerarios, a menos que vivan en
Nueva York.

6. Como paso posterior para dominar a los pacientes


que podrían mejorar espontáneamente, es importante
advertirles sobre la frágil naturaleza de la gente y
señalar que, si mejoran, podrían sufrir crisis psicóticas o
dedicarse a la bebida. Cuando “la patología subyacente”
se convierta en el término más corriente de las clínicas
y los consultorios, todos evitarán ayudar a sus pacientes
a mejorar e incluso los mismos pacientes se frenarán
si comienzan a independizarse. Los tratamientos a
largo plazo podrán entonces convertirlos en fracasos

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terapéuticos. Si aun así parecen mejorar, siempre se los
puede distraer poniéndolos en terapia de grupo.

7. Otro paso para frenar a los pacientes que podrían


mejorar espontáneamente consiste en concentrarse en su
pasado.

8. El terapeuta debería interpretar lo que al paciente


le resulte más desagradable acerca de sí mismo, para que
surja en él la culpa y se quede en tratamiento con el fin de
resolver dicha culpa.

9. Es posible que la regla más importante sea ignorar


el mundo real del paciente y acentuar en cambio la
importancia vital de su infancia, de su dinámica interna
y de sus fantasías. Se consigue así que ni el terapeuta ni
el paciente traten de cambiar la relación de este último
con la familia, los amigos, los estudios, los vecinos o el
tratamiento. Por supuesto que si estas situaciones no se
modifican, no podrá mejorar, y así se garantiza el fracaso
mientras se cobra por escuchar interesantes fantasías.
Hablar sobre los sueños resulta una manera agradable
de pasen el tiempo, como también experimentar con las
reacciones a distintos tipos de píldoras.

10. Evítense los pobres porque se empeñarán en


obtener resultados y no se los puede distraer mediante
conversaciones profundas. Evítense asimismo los
esquizofrénicos, a menos que estén bien drogados y
encerrados en la prisión psiquiátrica. Si un terapeuta
encara a un esquizofrénico desde el ángulo familiar y
social, tanto el terapeuta como el paciente corren el riesgo
de que éste se cure.

11. Es fundamental negarse con firmeza a definir el


objetivo terapéutico. Si un terapeuta tiene alguno en

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mente, alguien podría preguntarle si lo logró; entonces,
la idea de evaluar los resultados surgirá de manera más
virulenta. Si es imprescindible definir algún objetivo,
debe planteárselo de un modo tan ambiguo y esotérico
que cualquiera que pretenda establecer si se ha cumplido
abandone desalentado la tarea y se lance a un campo
menos confuso, como el existencialismo.

12. Por último, no podemos dejar de destacar que


resulta absolutamente imprescindible rehuir la evaluación
de los resultados de la terapia. Si éstos se examinan, la
gente que no está totalmente entrenada tiende a descartar
los enfoques que no son eficaces y a desarrollar aquellos
que lo son. La única manera de asegurarse de que la
técnica terapéutica no mejore y que no se cuestione lo
que ya se ha escrito, consiste en ocultar los resultados
y evitar cualquier observación sistemática y continua
de los pacientes. Errar es humano, y en la profesión es
inevitable que unos pocos individuos anormales intenten
realizar estudios de evaluación. Deben ser cuestionados
y condenados de inmediato, afirmando que esa gente
sólo posee una comprensión superficial de lo que ocurre
en terapia, que su enfoque sobre la vida humana es
también superficial y que el interés que muestran en
los síntomas, en lugar de centrarse en los problemas de
la personalidad profunda, demuestra su tendencia a la
simplificación. Como rutina, se los debería eliminar de
las instituciones respetables y no otorgarles fondos para
investigación. Como último recurso se los puede colocar
bajo tratamiento psicoanalítico, o fusilar.
Evidentemente, este programa de doce pasos hacia
el fracaso, a veces llamado el dodecálogo cotidiano del
campo clínico, no excede la capacidad de un psicoterapeuta
corriente bien entrenado. Llevarlo a la práctica tampoco
exige cambios importantes en la ideología clínica ni en la
práctica enseñada en nuestras mejores universidades. El

Pag. 95
programa se enriquecería si contáramos con un término
positivo para describirlo; recomendamos la palabra
“dinámica”, porque tiene un sonido atractivo para la
generación más joven. El programa podría llamarse:
terapia que expresa los principios básicos de la Psiquiatría
Dinámica, la Psicología Dinámica y el Trabajo Social
Dinámico. En las paredes de todo instituto que formara
terapeutas se podría colocar un cartel que dijera:

Los cinco consejos que garantizan el fracaso dinámico:


Sea pasivo
Sea inactivo
Sea reflexivo
Sea silencioso
Sea precavido

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CAPITULO 5
EN DEFENSA DEL PSICOANALISIS

La capacidad para profetizar no está repartida por


igual entre todos los hombres, de modo que tal vez a
algunos de nosotros se nos perdone no haber previsto que
se encontraría a faltar el psicoanálisis poco después de
declarar su muerte, en 1957. ¿Quién hubiera sospechado
que sólo un cuarto de siglo después del fallecimiento
el mundo de la clínica estaría de luto por esa pérdida?
Muchos de nosotros fuimos lisa y llanamente ciegos ante
los bienes de la ideología y la formación psicoanalíticas.
Al contemplar la psiquiatría actual, y la profesión médica
en general, cualquier persona se dará cuenta de que
la corriente, como la del agua que se precipita por una
cascada, va hacia abajo. Desearnos examinar los antiguos
méritos del psicoanálisis desde la perspectiva que hoy
ofrece la corriente principal.
Nos causa sorpresa que aquellas acciones del
psicoanalista que más críticas adversas recibieron son las
que más nostalgia inspiran. Por ejemplo, se consideraba
que el analista actuaba erróneamente al no hacer nada.
Al oponerse a toda intervención activa en la vida de
un paciente, el manual del psicoanalista proclamaba:
“Debemos escuchar. Toda otra acción que no sea la de
escuchar activamente está prohibida, excepto alguna
interpretación ocasional, si no hay peligro de que esa
interpretación sea de algún modo manipulativa o ejerza
una influencia directa hacia el cambio”.
Al examinar esa posición desde el punto de vista
actual, al momento apreciamos cuál es su principal
mérito: evitar que el clínico haga daño a ninguna persona.
En la pizarra, el profesor de psicoanálisis escribía la Regla
N° 1: “El médico no hace daño”, y en esa forma incitaba
al joven analista a actuar lo menos posible para evitar esa
Pag. 97
eventualidad. Si se equivocaba y producía el daño, éste
perduraba tanto que en la vida del paciente se presentaban
mecanismos correctivos. Al considerar las actuaciones
actuales de los psiquiatras, da la impresión de que esa
regla y esa pizarra han desaparecido vertiginosamente en
un agujero negro en el espacio.
Ser más sistemáticos nos permite examinar una serie
de factores que el movimiento antipsicoanalítico rechazó
en su momento, y ver lo que se ha perdido en esta esfera.

FORMACIÓN
La crítica más frecuente que se hacía contra la
formación del psicoanalista señalaba que ésta exigía tanto
tiempo, que en el consultorio sólo se veían cabezas grises.
Cuando se le otorgaba el título, el analista tenía la vista
tan cansada que no podía leerlo. Tales bromas reflejaban
el desaliento experimentado por muchas personas ante la
larga y costosa capacitación que debían adquirir en temas
que no eran de su incumbencia. A pesar de los deseos
de Freud, sus seguidores decidieron que el psicoanálisis
debía ser una especialidad médica, de modo que para
entrar en el clan era preciso seguir una larga formación
en medicina antes de que se enseñara algo relacionado
con la psicodinámica. (Hacia el final, en el período de
degeneración y búsqueda desesperada de candidatos, los
institutos psicoanalíticos se abrieron a los psicólogos y
otros profanos, pero eso significó una desviación respecto
del propósito original.)
Al examinar el panorama actual y ver lo sucedido,
nos dimos cuenta de que exigir que los candidatos fuesen
médicos suponía ventajas evidentes. Aunque se admita que
en la facultad de medicina no se aprende nada importante
en materia de psicología y que los analistas nunca han
ejercido la medicina, cursarla trae consigo importantes
beneficios. Ante todo, limitaba la profesión a personas lo
bastante inteligentes como para aprobar los exámenes en
Pag. 98
la facultad de medicina. La tarea puede ser que no exigiera
demasiado brillo, pero eliminaba de la práctica a personas
de C.I. inferior a 80, a diferencia de lo que sucede hoy
con otras profesiones terapéuticas. También se exigía al
analista que, como parte de la formación médica, pasara
varios años de residencia en los pabellones de hospitales
psiquiátricos. Esta experiencia constituía su iniciación en
la ideología psicoanalítica, porque era norma que todos los
jefes de los servicios de psiquiatría fueran psicoanalistas.
En algún momento esto se consideró una medida
perjudicial, porque esos jefes del servicio no informaban
a los residentes psiquiátricos acerca de que en el mundo
existían 102 escuelas de terapia, y que allí sólo se enseñaba
la limitada visión de la psicología dinámica. Pero la falta
de información es hoy todavía mayor. Los jefes de los
servicios de psiquiatría han de ser hoy psiquiatras-biólogos
quienes ni siquiera saben que fuera de allí se hace terapia
y, en consecuencia, es inevitable que dejen de proporcionar
un conocimiento de la terapia a los residentes. En muchos
servicios de psiquiatría, la terapia es optativa, disponible
para un residente sólo a título de curiosidad si le queda
tiempo, después de estudiar la disciplina principal, o sea
el arsenal de controles químicos impuestos al paciente en
la práctica. En algunos servicios psiquiátricos se prohíbe
hablar seriamente de terapia, de manera tal que así como en
otros tiempos los residentes de los servicios psicoanalíticos
asistían en secreto a seminarios sobre terapia familiar, los
residentes concurren ahora a reuniones secretas donde se
habla sobre la terapia. A pesar de sus evidentes prejuicios y
estrechez de miras, los jefes de los servicios psicoanalíticos
de hace tres décadas parecían hombres sabios, de mentalidad
abierta, cuya ausencia es amargamente deplorada en la
psiquiatría de hoy.
Después de pasar por la escuela de medicina y hacer
su residencia, el analista asistía al instituto psicoanalítico,
donde le esperaban años de seminarios y se sometía a un
Pag. 99
análisis didáctico. Freud sugirió que unos pocos meses
de análisis podían ayudar a una persona joven a conocer
sus propios prejuicios y predisposiciones. Cuando el
psicoanálisis murió, el análisis didáctico duraba un
promedio de 7 años.
¿Cómo podemos imaginar que alguien, en el mundo de
hoy, practique un monólogo acerca de sí mismo varios días
por semana durante años y años y años y años y años? Ah,
qué nostalgia nos produce aquel tiempo en que la vida era
deliberadamente pausada y el individuo se consideraba tan
importante como para emplear así sus días.
¿En qué consistía el principal mérito de exigir escuela
de medicina, residencia y años en el instituto? Cualquiera
adviene en el acto que el propósito primordial era
permitir al joven analista crecer y adquirir experiencia de
la vida ames de que se enfrentara al público. Comparar
aquella larga preparación con lo que hoy se exige es igual
que comparar los estudios de doctorado con el jardín
de infancia. En los Estados Unidos, hoy los psiquiatras
pueden provenir de cursos de medicina acelerados
donde sólo se exige la nota mínima para aprobar, existen
residencias psiquiátricas breves sobre farmacología, y
a un psiquiatra le basta, para ejercer, encontrarse en la
primera juventud. En los casos de otras profesiones, la
edad es menor aún: apenas salido del College el joven
puede obtener del Estado un certificado de competencia
como terapeuta. Al asistente social que tiene un grado de
College (como bachelor of Arts) le basta pasar un año o dos
en una escuela donde se enseña historia de la asistencia
social para iniciarse legítimamente en la práctica de su
profesión. Los psicólogos pasan más tiempo en trabajo
de laboratorio, único mérito que esa larga formación
tiene para un terapeuta, pero no llegan a la mitad de la
edad que alcanza el psicoanalista. Hoy se gradúan, con
títulos extraños, nuevas especies de terapeutas. Algunos
se denominan terapeutas matrimoniales; algunos,
Pag. 100
terapeutas familiares; otros, ministros cristianos y otros,
incluso, psicólogos socio- educacionales. Con un título de
master, obtenido al cabo de un año en la universidad, son
lanzados al público, sin haber tenido contacto personal
con el matrimonio o los hijos, como no sea por propia
experiencia. La capacitación rápida es manifiestamente
irresponsable si se la compara con el caso del psicoanalista,
que ha consagrado su juventud a acreditar su idoneidad,
y su madurez a acrecentar las cualidades que lo habilitan
para pertenecer a la siguiente generación.
Sería tonto, desde luego, sostener que el único mérito
de la larga formación psicoanalítica reside en que el
individuo avanza en edad. A fin de cuentas, durante los
años transcurridos en su formación ha hecho además otras
cosas. Lo típico es que haya aplicado esos años a trabar
conocimiento con la extraña clase de gente que necesita
tratamiento. El joven analista ha aprendido a clasificar
una amplia diversidad de pacientes y a darles los nombres
correspondientes. La importancia de esa formación se
hace patente cuando se ve a los jóvenes terapeutas de hoy
titubear ante las pronunciaciones del DSM III (Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Disorders [Manual
diagnóstico y estadístico de trastornos mentales]) y, por
lo general, se puede ver su perplejidad ante las personas
raras. Desde luego, para el psicoanalista el principal
valor que tenía aprender a reconocer y clasificar a los
pacientes residía en que así podía identificar a los que
eliminaría de su práctica privada. Esta pericia, conocida
como Principio Landeano, permite un apacible ejercicio
privado de la profesión, con la clase de personas que se
comportan correctamente, nunca provocan trastornos y
esperan poco o nada.
En cambio, en la actualidad muchos jóvenes
terapeutas no descubren tipos insólitos de gente hasta
que se los encuentran en sus consultorios, donde tienen
la responsabilidad de curarlos. Al asistente social se
Pag. 101
le enseña poco sobre la psique anormal, y al psicólogo
se le instruye principalmente acerca de la psique de
las ratas, conocimiento que sólo es útil para algunos
clientes humanos. Sin embargo, estos dos profesionales
aprenden más sobre psicopatología que muchos de los
terapeutas matrimoniales y familiares, que nunca han
ejercido en hospitales neuropsiquiátricos ni en clínicas
de salud mental y, en consecuencia, nunca han observado
los diferentes tipos de personas que tienen problemas.
En cambio, a todo psicoanalista no sólo se le enseña a
reconocer al enfermo mental; además, sus maestros se
consagran con devoción a enseñarle cómo debe hacer
para esquivarlo.

NO SER DIRECTIVO
Garantizar la madurez del clínico y el aprendizaje del
diagnóstico fueron importantes aportes efectuados por el
psicoanálisis; cabe añadir su insistencia en que el terapeuta
no sea directivo. Sin embargo, sólo un ingenuo pensaría
que éste se debió a que los psicoanalistas no sabían cómo
dirigir a sus pacientes. El premio Gregory Bateson al Uso
experto del poder en terapia debería darse al grupo que,
con sus líneas directivas, logró que miles de personas
se recostaran y hablaran al techo mientras sus analistas
se sentaban detrás de ellas, lejos de su vista. Dirigir
con éxito a tantas personas para que se comportaran
tan extrañamente durante tantos años, y pagaran tanto
dinero por hacerlo, es una hazaña increíble.
En relación con la no directividad, la contribución
más importante del psicoanálisis fue la definición
del papel social del profesional. Este es el principal
aspecto que encontraremos a faltas. Si examinamos
la dedicación del analista a la postura no directiva, en
seguida comprobamos que conduce a una actividad
muy distinta de la que adoptan los terapeutas actuales.
Debido a que el psicoanalista no emprendía ninguna
Pag. 102
acción ni impartía directiva alguna, consideraba que su
actitud era de respeto al individuo y evitación de toda
manipulación o influencia. “Vamos a razonar juntos”, era
su única intervención. Cualquier idea insensata o plan
infortunado que el paciente le presentara, el analista los
discutía con él y buscaba sus raíces en las profundidades
de su desdichada mente y las congojas de su infancia.
Se acusó a los psicoanalistas de fomentar por interés
propio la teoría de que en el interior de hombres y mujeres
sólo existen cosas horribles; a ese interés respondía la
preocupación del psicoanálisis por una mente inconsciente
plagada de pulsiones y conflictos hostiles y agresivos.
Sin embargo, al acusarlos así se olvida que respetaron
el derecho del individuo a contener en sí mismo esos
horrores. El caso típico era el paciente que continuaba
presentando los síntomas después de que el analista, en
el curso de un análisis positivo, hubiese explorado su
significado y su origen, a pesar de lo cual el individuo
optaba, libremente, por seguir siendo un desgraciado. Si
el paciente le pedía algún consejo, el analista desde luego
no le proporcionaba ninguno, afirmando que la persona
debía formarse su propio juicio acerca de todas las cosas.
No dando jamás consejo alguno, el analista tampoco
dirigía a nadie hacia una nueva actividad, ni respondía
deliberadamente con refuerzos que estimularan una
conducta preferible. Tales acciones habrían exigido al
analista decidir cuál era la conducta preferible para una
persona, y él no quería imponer a su clientela objetivos
vitales. Sólo aspiraba a inducir en el paciente una extraña
visión psicodinámica del mundo gracias a la cual pudiera
pensar sobre esos objetivos.
Cuando cotejamos esa benigna tolerancia con lo que
hoy sucede, vemos a los terapeutas empujar a sus clientes
de un lado a otro de una forma descarada. Sin tener una
clara comprensión de sus pacientes ni de lo que les sucede,
los jóvenes terapeutas no sólo los aconsejan y los dirigen;
Pag. 103
además les hacen ver en un síntoma paradojas que los
dejan perplejos y así, engañosa e indirectamente, se los
elimina. Por lo general, no tienen inconveniente alguno
en decirle a un paciente cómo debe vivir, ni en afirmarle
que una persona no debe estar deprimida ni presentar
síntomas psíquicos, y además le proponen a la gente que
viva de acuerdo con su visión de lo que es normal. Ningún
analista hubiese impuesto así sus puntos de vista. A medida
que las técnicas terapéuticas se vuelven más poderosas, se
impone la necesidad de tener una mayor prudencia. Y con
nostalgia evocamos al bondadoso analista que se hubiera
limitado a decir: “Es cosa suya decidir si se volará o no la
tapa de los sesos, pero, si lo hace, yo lo voy a extrañar”.

EL CONTRINCANTE DE LA FAMILIA
La incapacidad del psicoanalista para enfrentarse con
familias se consideró una deficiencia, pero al recordarla se
comprueba que también tenía sus méritos. Preparado para
abogar por cualquier miembro de la familia que acudiera
a él, el analista podía rehusarse a hablar con cualquier otro
miembro. En su momento esa actitud extremada pareció
absurda, pero, ¿cuál es la perspectiva que se nos ofrece
ahora? Es verdad que impedir la intervención directa de
la familia impide normalmente todo cambio, pero éste es
sólo un aspecto del problema. Involucrarse con familias
enteras puede llevar al terapeuta a discutir interminable
e inútilmente con ellas, lo cual puede llevarlo a hacer, por
presión de los familiares, algo que no deseara. Evitar a
la familia impide que se dé cualquier intervención de esa
clase. Está además la cuestión de los derechos civiles. No
todos los progenitores son personas bondadosas, y cuando
deciden hacer algo para perjudicar al niño, o perjudicarse
entre sí, la víctima suele encontrarse de pronto en
manos de un terapeuta. Si se trata de un analista, cuenta
entonces con un experto que inmediatamente se pone de
su lado. “Estoy contra toda la red familiar”, era la actitud
Pag. 104
psicoanalítica. Tal postura puede confinar al sistema
familiar en la esfera de la patología, pero también pone
una autoridad exterior del lado de la víctima. Ciertamente,
el analista no podía ser utilizado como agente de los
progenitores o asistentes sociales, deseosos de enmarcar
institucionalmente al vástago díscolo debido a que su
conducta trastornaba a la familia.
Del mismo modo los asistentes sociales disfrutan
cuando arrancan de un tirón a un niño de su casa, para
salvarlo del abandono o del maltrato que allí recibe.
Esa despreocupación por el destino último del niño y
de los padres, y esa falta de interés ante lo que podría
hacerse para mejorar la actitud de los progenitores en el
seno de la familia, son impropias e ingenuas. Si el niño
hubiera acudido a un psicoanalista, nadie habría podido
convencer a este experto de que emprendiera acción
alguna para llevar al niño a otro sitio. En cambio, el
analista hubiera reflexionado, junto con cualquier persona
que hubiese recurrido, a él, acerca de lo que esa persona
quería hacer, de lo que pensaba y lo que comprendía. Por
no ser un abogado de la acción social, el analista no podía
considerarse como participante en esa acción precipitada.

ESQUIZOFRENIA
Abordar el tema de la esquizofrenia nos permite
comprender con la mayor claridad posible hasta qué
punto encontramos a faltar al psicoanalista. Para exponer
este complejo asunto, tal vez lo mejor sea narrar algo
sucedido durante una mesa redonda televisiva. Allí varios
psiquiatras, además de un psicoanalista, discutían sobre
las enfermedades mentales. Los psiquiatras representaban
a distintas escuelas, pero todos se adherían a la línea
partidaria psiquiátrica según la cual los esquizofrénicos
presentan un defecto fisiológico que debe tratarse con
medicamentos, por más daño que éstos puedan causar al
cerebro.
Pag. 105
—La esquizofrenia es una enfermedad cerebral —
anunció uno de los psiquiatras.
—Por supuesto que es una enfermedad cerebral —dijo
otro—, eso todo el mundo lo sabe.
—No todo el mundo —dictaminó un tercero, dedicado
a la psiquiatría familiar—, porque no existe ninguna
prueba real de enfermedad cerebral y nadie ha ganado
el Premio Nobel por haber encontrado esa prueba. —
Los otros psiquiatras empezaron a gritar furiosos, y este
hombre dijo entonces rápidamente: —Pero convengo,
incluso en ausencia de pruebas, en que una enfermedad
cerebral probablemente sea la base de la psicosis. —A lo
cual añadió para hacer una broma: —Yo, personalmente,
no soy una dopamina.
Pero allí no había sitio para el humor.
—¡Nada de “probablemente sea” —gritaron al
unísono los restantes psiquiatras—, la psicosis es, es, es
una enfermedad cerebral!
El psicoanalista, cuando obtuvo la atención del
moderador, dijo:
—No estoy demasiado seguro acerca de todo esto.
Conocí a una mujer de la cual todos decían que era
esquizofrénica y tenía una enfermedad cerebral, pero
cuando conversé con ella me pareció evidente que tenía
una fijación con el padre. Estaba obsesionada con él, y
creo que ésa era la raíz de su conducta, y que su psicosis se
originaba en su infancia.
—No, no —gritaron los cuatro psiquiatras—, ¡si era
psicótica tema una enfermedad cerebral, enfermedad
cerebral, enfermedad cerebral!
—Pero... —intentó decir el psicoanalista.
—¡Enfermedad cerebral, enfermedad cerebral! —
gritaron todos, y golpearon la mesa con los puños hasta
que el psicoanalista se calló—.
En este debate científico, resulta patente que el
psicoanalista era un humanista interesado por una
Pag. 106
persona, lo que lo hacía parecer como una criatura de
la Edad de Piedra en ese grupo psiquiátrico. Ahora
evocamos nostálgicamente aquella edad de oro anterior a
las medicaciones antipsicóticas, en que los psicoanalistas
ejercían su benigna influencia y ofrecían una visión
humanística incluso en los pabellones de los hospitales
neuropsiquiátricos.
Si nos preguntamos cuál es la razón por la que el
psicoanalista consideró al esquizofrénico como un ser
humano, encontramos una clara explicación. Nos basta
recordar que los analistas se formaron muchos años
antes de que las personas psicóticas recibieran de forma
continuada medicación que los transformaba en zombies.
En aquella época, los esquizofrénicos eran siempre los
grandes maestros de los residentes psiquiátricos. La
primera experiencia que los médicos internos tenían en
terapia era con esquizofrénicos, por más que en el ejercicio
de su profesión, después de graduarse, los eludieran. Los
esquizofrénicos poseían el conocimiento y la destreza
necesarios para contribuir a la formación de un psiquiatra
humano. Al luchar intensamente con un psicótico, el joven
psiquiatra se volvía más humilde y más sabio a medida
que el enfermo encontraba con facilidad sus puntos
débiles y lo guiaba hacia el descubrimiento de sí mismo.
Los jóvenes residentes, propensos a volverse arrogantes al
comprobar su poder social, aprendían humildad cuando
un esquizofrénico los desconcertaba y los desarticulaba.
Como todos sabemos, son los locos quienes nos enseñan
cuál es la verdadera naturaleza del hombre.
¿Qué sucede hoy? El joven residente en psiquiatría
jamás se encuentra con un esquizofrénico que no
haya sido medicado hasta el embotamiento mental.
Recientemente, un joven enfermo le declaró a su
terapeuta: “Me gustaría hacer estallar el mundo”. El
terapeuta, residente psiquiátrico, se llevó tal susto que
pidió medicación y custodia del paciente: temía que se le
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juzgara por su ineficacia médica si había una explosión. Por
descontado, este interno nunca había sido educado por un
esquizofrénico libre de medicamentos. Incapacitados hoy
por los fármacos, los esquizofrénicos ya no pueden ser
eficaces maestros y la profesión se deteriora. ¿En qué otra
forma podemos explicar el hecho de que los residentes
psiquiátricos de esta generación no sepan tanto como los
de varias generaciones atrás? No sólo todo esquizofrénico
es inmediatamente medicado en la puerta misma del
hospital; además, cualquier enfermo mental que revele
poseer un poco de imaginación o inteligencia recibe en
el acto un diagnóstico de psicótico, víctima de un mal
cerebral, y la consiguiente medicación.
A medida que el psicoanálisis se desvanece, como
una acuarela dejada demasiado tiempo al sol, vemos que
se encuentra a faltar a los analistas, sobre todo a causa
de la plaga de fármacos que ha cundido en la psiquiatría.
Arriesgándose a lo que ellos mismos reconocen hoy como
“La Gran Apuesta”, los psiquiatras esperaran, contra toda
esperanza, encontrar la causa de la enfermedad mental en
algo que funciona biológicamente mal. Si lo encuentran,
serán los líderes en este campo, porque la enfermedad
mental será una enfermedad manifiesta como la diabetes.
Esto les dará derecho a medicar, hasta la insensibilidad, a
toda persona que presente desviaciones. Lo que acrecienta
el interés del juego es el hecho de que si no encuentran
una causa biológica, como ha ocurrido hasta ahora,
serán desterrados de la esfera clínica y los humanistas les
arrojarán piedras. Por el momento lo más que pueden hacer
es gritar: “¡Enfermedad cerebral, enfermedad cerebral!”,
y aumentar las dosis de sus poderosos fármacos, para
persuadir a todos de que tienen que haber encontrado
una causa física, porque de lo contrario no ocasionaría
tanto daño. Por eso hoy en día aparece indefectiblemente
todos los meses en la revista Time algún psiquiatra
para anunciar que se está a punto de descubrir por fin
Pag. 108
la causa biológica de la esquizofrenia. Tras muchos años
de semejante publicidad, no sorprende que gran número
de personas tenga la impresión de que, efectivamente, tal
causa biológica debe de existir. La campaña mantiene la
afluencia de fondos para la investigación, en apoyo de los
psiquiatras y la industria farmacéutica.
Parte de la jugada, que se da también en el momento
presente, consiste en que como los psiquiatras se vieron
siempre ante el problema de que sólo podían tratar
a un paciente cada hora, lo que limitaba sus posibles
ingresos y el resto de los médicos recibían la paga
correspondiente a varios pacientes a la hora, la nueva
generación de psiquiatras ha encontrado la manera de
conseguir el mismo nivel de ingresos mediante sesiones
de M&P, conocidas bajo ese nombre porque consisten en
“meter píldoras”; un psiquiatra puede ver de cuatro a seis
pacientes a la hora para sesiones de medicación y, en esa
forma, ganar honorarios cuatro a seis veces mayores. En
rigor, los psiquiatras más innovadores han recurrido a
diligentes asistentes sociales para convencer a la familia
del paciente de que éste es incurable y debe estar sometido
a medicación permanente. Esta entrevista preliminar,
conocida como la “Jugada Andersonville”, posibilita al
psiquiatra gastar menos tiempo en convencer al paciente
y, en consecuencia, atender a todavía más pacientes a la
hora en las entrevistas de medicación.
Otras acusaciones formuladas contra los psicoanalistas
era la de asistir a sus pacientes durante años. Ahora la
psiquiatría cuenta con el apoyo de una teoría con arreglo
a la cual los pacientes siempre deben estar medicados, de
modo que es posible atenderlos —y cobrarles— sin cesar.
El camino que la psiquiatría ha tomado podría ser
considerado con ligereza si no fuera porque la medicación
antipsicótica provoca daño cerebral y a un gran número de
personas hoy en día se les vuelve papilla los sesos a diario.
La disquinesia tardía, daño neural irreversible en la mitad
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de los casos, se propaga hoy como una plaga en el campo de
la psiquiatría. Hay miles y miles de personas que tiemblan
y se estremecen, se muerden inconteniblemente la lengua
y hacen muecas de idiota. Esta conducta incontrolable
es una enfermedad inducida por la psiquiatría, llamada
parkinsonismo psiquiátrico, y causada por las sesiones
de M&P. De comienzo impredecible, la enfermedad
se presenta cuando se administran medicamentos
antipsicóticos y luego se suspende esa administración.
Cuando el psiquiatra advierte la aparición de la reacción
parkinsoniana al retirarse la medicación, inmediatamente
la restituye para disimular la desgracia. Esto detiene los
síntomas, pero intensifica el daño cerebral, de modo que,
posteriormente, aparecen síntomas más fuertes. El médico
se consuela al pensar que con el tiempo, cuando se revele
que los síntomas constituyen un desastre nacional, ya se
haya encontrado una causa biológica de la enfermedad
mental, lo que disculpará el daño biológico padecido por
gran número de personas. Los psiquiatras más audaces en
la experimentación infligen hoy daño cerebral a niños de
8 años, cuando encuentran alguna razón para calificarlos
de autistas y en consecuencia, de no humanos. Entretanto,
los remordimientos provocan, a números cada vez mayores
de psiquiatras, pesadillas donde son perseguidos por
multitud de congéneres que hacen muecas, se estremecen y
mascullan insultos. Y esos desdichados clínicos ni siquiera
pueden recurrir al psicoanálisis, para que los ayude a
comprender sus malos sueños.
Para ilustrar una de las especiales maneras en que
hoy son añorados los psicoanalistas, vamos a cotejar los
argumentos de algún psiquiatra contemporáneo en favor
de la medicación antipsicótica, con lo que diría al respecto
un psicoanalista. A todo psiquiatra se le inculca hoy que
siempre se debe medicar; la cuestión sólo reside en cuál
medicamento elegir. Y también se le enseña a defender
las consecuencias de la medicación. Ante todo, debe decir
Pag. 110
que esos rumores sobre disquinesia tardía lo sorprenden,
porque se trata de algo que nunca ha visto (a esto a veces
se lo llama “Jugada de Frank”). También aprende a
insistir en que las medicaciones potentes para la psicosis
y la depresión sólo causan daño cerebral porque: a) han
sido mal dosificadas; b) daño cerebral sólo se puede dar
en personas medicadas durante 71 años, de manera que
quienes lo presentan al cabo de sólo una semana ya tenían
el cerebro dañado; c) cualquier persona que empiece
a padecer de disquinesia tardía no debe amargarse y
demandar judicialmente a su psiquiatra, porque ese mal
es preferible a la psicosis; d) además, es imposible evitar
el empleo de medicamentos porque, desde hace dos
generaciones, ningún psiquiatra ha aprendido a tratar
al enfermo mental si no es medicándolo; y e) además,
la familia del paciente insiste en que se lo medique para
poder tenerlo en casa y que se comporte correctamente
y no es de esperar que un psiquiatra se oponga a lo que
desean la madre y el padre. Es de notar que sólo una
generación anterior de psiquiatras han elaborado muchos
de esos argumentos, esencialmente los mismos que solían
defender las lobotomías.
¿Qué posición adopta el psicoanalista en esta
controversia? Es simple: no hay que emplear medicamentos
en la terapia. ¡Cuánto extrañamos hoy esa sabiduría
elemental! Los analistas no medicarían a los pacientes ni
siquiera si los progenitores estuvieran a punto de formar
grupos de consumidores para lincharlos. (Quizás alguna
vez un analista, desviándose de su línea, haya recurrido,
en una clínica psiquiátrica privada, a los medicamentos,
pero no sin el sentimiento de culpa y la vergüenza
correspondiente.) ¿Cómo se puede explorar la mente
humana si está sumergida en una niebla de poderosos
fármacos? Además, el analista recibía una capacitación
adecuada, de manera que sabía hablar a los pacientes
de algo que no fueran los efectos que la medicación iba
Pag. 111
a provocarles, a diferencia de la actual generación de
psiquiatras, que si no pueden medicar sólo aciertan a
sentarse a acariciar sus jeringas.
Cuando miramos nostálgicamente el pasado, el
psicoanalista se nos aparece en el horizonte de un sol que
se pone en medio de colores cada vez más atrayentes. Era
un hombre que al completar su formación se encontraba
en plena madurez; era un hombre que formulaba sus
diagnósticos a partir del conocimiento de toda una
gama de problemas humanos, y era un abogado de los
derechos del paciente contra la familia, los tribunales y
los colegas. Era un estudiante que había aprendido con
esquizofrénicos libres de medicación, y se oponía al
empleo de fármacos nocivos en el tratamiento. ¿Dónde
están esos hombres y mujeres ahora que los necesitamos?
Si los psicoanalistas hubieran sabido tan sólo lograr que
alguien cambiara su conducta, o por lo menos aliviar su
síntoma, todavía constituirían una importante fuerza en
el campo clínico y seguirían hasta el día de hoy ejerciendo
su influencia benigna para todos nosotros.

Pag. 112
CAPITULO 6
HACIA UNA RACIONALIZACION DE LA
TERAPIA DIRECTIVA

Entre los misterios de la terapia hay uno que puede


formularse así: ¿cómo tantas personas inteligentes llegan
a tan distintas conclusiones acerca de qué es la terapia y
en qué forma se la debe practicar? Las diferencias entre las
muchas escuelas de terapia no son desdeñables, pues giran
en tomo de supuestos fundamentales. Es posible elegir poco
menos que cualquier punto y encontrar discrepancias.
¿Cuál es el propósito de la terapia? Algunos terapeutas
sostienen que consiste en modificar a una persona
que presenta síntomas patológicos y que las personas
normales no la necesitan. Otros afirman que la terapia
sirve para ayudar a la gente a madurar y desarrollarse y
que puede beneficiar tanto a las personas normales como
a cualesquiera otras.
¿Qué responsabilidad tiene el terapeuta? Según
algunos, la de producir un cambio, y él debe saber cómo
lograrlo. Si fracasa la culpa es suya. Otros terapeutas
consideran que su única responsabilidad consiste en
reunirse con el paciente en un encuentro humano, si no
en una comunión mística, y en ayudarlo a comprenderse;
que el cliente se modifique o no, es cosa suya. Algunos
terapeutas incluso consideran impropio tratar de
modificar deliberadamente a alguien.
¿Cuál es la causa del cambio? Al respecto hay dos
posiciones extremas. A juicio de algunos terapeutas, el
cambio sólo se opera por medio de la introspección la
autocomprensión y, en consecuencia, exploran, junto con
los clientes, diversas hipótesis sobre la índole de éstos.
A diferencia de este caso, otros terapeutas creen que el
cambio se produce por un reemplazo de la conducta
personal y la situación social, y que la introspección
Pag. 113
carece de importancia. En una misma clínica puede haber
terapeutas cognitivos que intenten cambiar las ideas,
pensamientos y sentimientos de una persona centrándose
directamente en ellos. En la habitación contigua sucede
lo contrario: un terapeuta dirige los cambios que deben
producirse en la conducta y las relaciones de una persona,
a partir del supuesto de que las ideas, los pensamientos y
los sentimientos sólo cambian cuando la conducta cambia.
¿Cómo puede haber semejante diferencia entre personas
que trabajan en la misma esfera y con la misma clase de
problemas? Uno se siente tentado de sospechar que la
mente humana posee diversos compartimentos que no se
comunican bien entre sí, y que los terapeutas representan
estas distintas partes, en las que centran su tarea.
Al parecer, la terapia mental surgió y se desarrolló
con el fin de atender a una clase especial de personas. Son
personas cuya conducta presenta desviaciones respecto
de lo común y que afirman ser incapaces de remediarlo
por sí solas. Con frecuencia se sienten sorprendidas por lo
que hacen, ya que no comprenden la razón de sus actos.
Algunas se sienten obligadas a actuar como lo hacen, otras
evitan actuar de ciertas maneras, y otras están deprimidas
y no pueden actuar de ningún modo. Algunas no pueden
comer y otras comen incesantemente. Existen aquellas
que no toleran entrar en un espacio cerrado, y las que no
soportan salir al aire libre. Lo que tienen en común es
afirmar que no pueden controlar su conducta. A menudo
dicen que son conscientes de su forma irracional de actuar.
Todo sucede como si aquella parte de sus mentes que
explica lo que hacen fuera independiente dejas acciones
que cometen o, incluso, estuviera desconectada de ellas.
Una de las posturas adoptadas para explicar la
conducta de las personas que actúan en forma irracional
consiste en postular que el individuo tiene, esencialmente,
dos mentes. Una es racional y razonable, en tanto que la
“otra” no es lógica: sigue ideas y asociaciones irracionales.
Pag. 114
Hay una mente racional, consciente, escindida del
inconsciente, que es irracional.
Puede que la idea del “inconsciente” se haya
desarrollado a partir de observaciones efectuadas por
hipnotizadores a finales del siglo pasado. Un hipnotizador
sugería a un sujeto que, después de despertarse del estado
hipnótico, fuera hasta la puerta y tocara tres veces el
tirador. El sujeto así lo hacía. Interrogado sobre el motivo
de su acción, no contestaba “Porque el hipnotizador me
dijo que lo hiciera”, sino que aducía razones que parecían
irracionales porque no formaban parte del contexto
hipnótico. Por ejemplo, decía: “Tengo que tocar latón
a intervalos regulares, y el tirador está hecho de latón”.
O bien: “En ese momento tenía necesidad de sentir un
objeto redondo en la mano”. Al ignorar que se le había
indicado ejecutar ese acto, el sujeto buscaba alguna razón,
por irracional que fuese.
Una teoría unitaria de la mente no podría explicar esa
contradictoria conducta. En consecuencia, se postuló que
tenía que haber una parte de la mente que se encontraba
al margen de la mente consciente. Se la llamó el
inconsciente, y se afirmó que esa parte de la mente no sólo
estaba fuera de la conciencia, sino que además, aceptaba
racionalizaciones ilógicas.
En aquel tiempo se operó una división entre dos
escuelas del inconsciente. Un grupo postuló que el
inconsciente contenía ideas y conflictos negativos, lo
que correspondía a la posición freudiana. La otra escuela
argumentó que el inconsciente era una fuerza positiva
que actuaba a favor de la persona, posición que adoptaron
los hipnotizadores representados por Milton H. Erickson.
Pero ambos grupos lo caracterizaron como situado al
margen del conocimiento consciente.
La idea de que la mente comprende dos partes llegó
a ser importante en terapia. Se concluyó que la conducta
irracional podría curarse si la persona examinaba las
Pag. 115
tareas de la mente inconsciente con su mente consciente,
y encontraba el significado que había tras ellas. Si lo
irracional se lograba explicar, todo resultaría racional.
Por ejemplo, la mente consciente descubriría que evitar
tocar algún objeto era en realidad un acto racional si uno
aceptaba la irracional idea de que, en el inconsciente, ese
acto de tocar se relacionaba con lo sexual. Esta orientación
terapéutica adoptaba la premisa de que el descubrimiento
de las nociones irracionales que hay tras la conducta
puede provocar un cambio.
Al postularse la existencia de la mente consciente/
inconsciente, se dio además por supuesto que la parte
explicativa de la mente controlaba la conducta. A partir de
esta idea, Sigmund Freud elaboró un complejo conjunto de
procedimientos, con el convencimiento de que el hombre
es impulsado por sus ideas inconscientes, pero que puede
influir sobre ellas. Este concepto constituyó el punto
central de la terapia hasta la década de los cincuenta,
momento en que la terapia empezó a modificarse y en
que las premisas adoptadas no se limitaban a diferir de
las anteriores, sino que eran totalmente opuestas a ellas.
Las dos nuevas teorías desarrolladas sobre la terapia
respondían una, a las ideas de terapia de la conducta,
basadas en la teoría del aprendizaje, y las otras, a las ideas
de la terapia de familia, basadas en el concepto de sistema,
propio de la cibernética. Ambos enfoques terapéuticos
parecieron, lisa y llanamente, dejar de lado la cuestión
de la mente consciente e inconsciente. En vez de aceptar
el argumento de que la gente se conduce como lo hace
debido a sus procesos de pensamiento, la mayoría de
los terapeutas de la conducta y de la familia sostuvieron
que la forma en que una persona piensa depende de la
forma en que se conduce. Los conductistas centran su
procedimiento en la modificación de los refuerzos a que
la persona responde cuando actúa de forma normal. El
terapeuta familiar procura modificar aquella secuencia de
Pag. 116
actos que se producen en el seno de la familia y suscitan
una respuesta anormal de la persona. Se entiende en este
caso que una persona sé siente impulsada a comportarse
como lo hace debido a la conducta de otras personas, más
que a causa de su mente inconsciente.
Estos, enfoques dejan de lado en gran medida la
cuestión del proceso propio del pensamiento. Ponen el
énfasis sobre la comunicación. Si una persona se ve forzada
a responder a varios niveles de comunicación conflictivos
entre sí, como en los casos de doble vínculo, se comportará
de manera anormal, y entonces racionalizará su conducta
para tratar de explicaría. Se supone que si su situación
de comunicación acaba por ser “normal”, otro tanto
sucederá con su conducta, en cuyo caso su pensamiento
llegará a ser racional. En otras palabras, se supone que la
parte racional de la mente no gobierna la conducta y que,
en cambio, cuando la conducta se modifica es necesaria
otra racionalización.
La transformación de los procedimientos terapéuticos
a partir de esas premisas fue notable. Antes, un terapeuta
se sentaba junto a su cliente individual, lo estimulaba a
hablar y sólo de vez en cuando formulaba un comentario
dirigido al proceso interior del paciente. La tarea consistía
en cambiar el pensamiento, las ideas y las emociones de
éste. Se esperaba encontrar, en el terapeuta, a un prudente
filósofo capaz de escuchar, comprender y proporcionar
un encuentro humano, así como sabios conceptos sobre
la vida. Al contrario, las nuevas terapias suponen que es
responsabilidad del terapeuta determinar un cambio, al
dirigir a la persona hacia una nueva conducta y al organizar
un nuevo conjunto de respuestas por parte de sus más
allegados. El terapeuta no habla sobre el significado de la
vida, salvo si lo hace entablar relación con las personas,
sino que exige nuevas secuencias de conducta inducidas
por instrucciones directas y paradójicas.

Pag. 117
No sólo se considera que las ideas contenidas en la
mente cambian como consecuencia de la modificación
de la conducta: además se ha empezado a suponer que
también los recuerdos cambian. Tal como la amnesia se
puede curar mediante hipnosis, lo mismo puede ocurrir
naturalmente por efecto terapéutico. Cuando su conducta
actual se modifica, la persona puede hablar de su pasado
en forma distinta de como lo hacía antes. De manera
que el terapeuta puede transformar tanto el pasado de la
persona como su presente (y su futuro).
Si se parte de la conducta la “dinámica del
inconsciente” y las experiencias infantiles que se relatan
son una razón esencial aportada por una persona para
explicar su conducta, pero no constituyen necesariamente
una “verdad” acerca del pasado. Al modificársela
conducta, también esa razón fundamental se modifica:
en consecuencia, el pasado es diferente. En ocasiones este
efecto es muy acentuado. Por ejemplo, está demostrado
que cuando una breve intervención terapéutica alivia un
síntoma, posteriormente la persona puede pensar que ese
síntoma no era tan importante. Dicho de otro modo, una
persona que padecía de cefalalgias que la incapacitaban
para toda actividad era capaz de decir, después de que
hubiesen desaparecido: “Ah, sí, yo solía tener dolores de
cabeza”, en un tono que les resta toda importancia. El
pasado ha cambiado.
Se podría replicar que un terapeuta que modifica el
presente no modifica también el pasado sino, simplemente,
el recuerdo que de éste tiene la persona: hay un pasado
que fue el verdadero, pero ahora se lo recuerda de forma
diferente. Es posible, pero también lo es que eso que fue
verdadero en el pasado sea modificable, y que al cambiar
los recuerdos, el pasado cambie. Es el caso que se presenta
cuando alguien se detiene en los sufrimientos del pasado
al centrar la memoria en los malos tratos sufridos en
la niñez: en esta forma es posible cambiar el verdadero
Pag. 118
pasado por uno en que la experiencia fundamental fueron
los malos tratos, cuando antes de la terapia pudo no haber
sido así.
A medida que se desarrollaron nuevas terapias, de
carácter mis social, no se gestó ninguna teoría sobre la
mente que las acompañara. Por supuesto el concepto de
que las personas se comportan con arreglo a la razón es
inaceptable para los nuevos puntos de vista. Tampoco
viene muy al caso el hecho de que las ideas estuvieran
dentro o fuera de la conciencia de la persona. La ausencia
de una nueva teoría induce a pensar que la naturaleza de
la mente ha sido totalmente descuidada por los nuevos
enfoques terapéuticos. Tal vez por esto se acusa a veces
a los terapeutas de las nuevas escuelas de superficiales o
incluso antiintelectuales. En realidad, lo que se necesita
para la actual etapa de la terapia es un modelo distinto de
la mente, apropiado para las nuevas estrategias de cambio y
para atender las complejidades de la red social. El concepto
de «mente unitaria» no resulta suficiente si se admite que
hay conducta al margen de la conciencia. La división de la
mente entre consciente e inconsciente, o la división entre
los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro, no parece
ser lo bastante compleja como para explicar la existencia
de una conducta sistemática en las personas. El examen
de películas de movimiento corporal con cámara lenta y
el análisis lingüístico han permitido estimar que, en una
conversación entre dos personas, se intercambian 100.000
bits de información por minuto. Resulta evidente que
una simple dicotomía entre consciente e inconsciente no
basta para explicar procesos tan complejos. Recuerdo la
obligación formulada por Gregory Bateson al concepto de
mente consciente/inconsciente. Lo que lo dejaba estupefacto,
dijo, no era que existiese una mente inconsciente, sino más
bien que hubiera una mente consciente. En efecto, ¿cómo se
puede tener conciencia del intercambio social humano en
toda su complejidad?
Pag. 119
Si queremos comprender las nuevas complejidades, así
como varias clases de conducta ilógica, necesitaremos, al
parecer, un modelo conceptual que atribuya a-la mente
varias partes distintas, e incluso admita que esas partes
tienden a responder independientemente unas de las
otras y a ser además independientes del pensamiento y la
explicación racionales. Por fortuna, y tal vez en respuesta
a los cambios sociales, está actualmente en curso de
desarrollo un nuevo modelo de cerebro que postula
incluso una mayor complejidad. Las investigaciones del
cerebro sugieren que se encuentra compuesto por cierto
número de módulos dotados de diferentes funciones. Uno
de los módulos se especializa en ofrecer racionalizaciones,
o explicaciones, de por qué el organismo se comporta
como lo hace.
Quisiera citar un pasaje de un libro reciente de
Gazzaniga, The Social Brain1 (El cerebro social): “[...] el
cerebro humano tiene una organización de tipo modular.
Por modularidad se entiende lo siguiente: el cerebro está
organizado bajo forma de unidades de funcionamiento
relativamente independiente que trabajan en paralelo. El
hecho es que esas unidades modulares, independientes
unas de las otras, pueden trabajar y producir verdaderas
conductas [...] nuestra especie posee un componente
cerebral especial al que daré el nombre de «intérprete».
Aunque en cualquier momento, durante nuestras horas
de vigilia, pueda expresarse una conducta producida por
uno de esos módulos, ese intérprete especial se adapta
e instantáneamente construye una teoría para explicar
por qué se presentó tal conducta. Esa capacidad especial
[...] es un componente del cerebro qué se encuentra en el
hemisferio izquierdo, dominante en los seres humanos
diestros”. Tras lo cual añade: “[...] al parecer, estamos
dotados de una capacidad infinita para generar razones

1 Gazzaniga, Michael S.: The Social Brain, Nueva York, Basic Books, 1985,
págs. 4 y 5.

Pag. 120
sobre las causas por las cuales nos empeñamos en
cualquier conducta”.
Al reflexionar acerca de esta manera de pensar sobre
el cerebro, vemos que, incluso desde un punto de vista
simplista, o incluso si lo utilizamos como metáfora, ese
posible modelo de cerebro contesta muchos interrogantes,
no resueltos por una simple división del cerebro en dos
partes. Si admitimos que distintas partes del cerebro
cumplen diferentes funciones y que, en alguna medida,
actúan con independencia unas de las otras, en algún
momento tiene que presentarse una conducta de conflicto.
El módulo que racionaliza la conducta de la persona
tendrá que ofrecer una explicación ilógica si la conducta
que trata de explicar es ilógica y conflictiva. Por ello es
que, en ocasiones, las personas describen o explican en
forma irracional sus conductas.
Si aceptamos que la porción de la mente que racionaliza
ejerce escasa influencia sobre la conducta y que, en
cambio, sólo trata de encontrarle posteriormente alguna
explicación debemos reconocer que esto tiene profundas
repercusiones en el campo de la terapia. Se resuelve
también un número de interrogantes. Esta visión modular
de la mente hace que parezca razonable que alguien pueda
presentar habitualmente una conducta sintomática y
asombrarse de que así suceda. La zona racionalizadora de
la mente observa esa conducta y la respuesta de la persona
es: “No puedo evitarlo”. La persona actúa de cierta manera
y se extraña, o bien formula hipótesis que intentan dar
una explicación de esa acción.
En este sentido, la conducta de una persona sintomática
y la de un sujeto hipnotizado son esencialmente similares.
En cada situación la conducta es “involuntaria” en la
medida en que la persona niega toda responsabilidad
por la acción. En una época, debido a esta similitud, se
empleaba a sujetos hipnotizados para hacer exhibición
de síntomas. Mediante indicaciones impartidas a
Pag. 121
sujetos en condiciones de hipnosis, se puede inducir una
conducta fóbica, compulsiones, amnesia y varios tipos de
psicopatología “involuntaria”. Éste nuevo modelo de la
mente permite explicar mejor el proceso de disociación
tanto en la conducta sintomática como en la hipnótica.
En efecto, si una parte del cerebro organiza la conducta
en respuesta a directivas, y la parte interpretativa de la
mente sólo puede explicar lo que sucede y tiene escasa
influencia directa sobre la conducta, el sujeto hipnotizado
y el paciente con síntomas se verán impelidos a actuar y
serán incapaces de explicar por qué lo hacen.
El empleo de hipnosis en terapia es lo que más
claramente permite observar la división que posee, la
mente entre el módulo racionalizador y los módulos que
rigen la conducta. En la situación típica, el hipnotizador
no sólo indica determinada conducta, sino que además,
con frecuencia, distrae a la parte racionalizadora de la
mente para evitar que interfiera en lo que acontece. Como
ejemplo característico, Milton H. Erickson informa
sobre el caso de un hombre que tenía miedo de subir en
ascensor en un edificio de gran altura. Lo hipnotizaron y
se le ordenó que centrara su atención en las plantas de los
pies mientras se encaminaba a una dirección particular.
Toda su atención se concentró en las sensaciones de los
pies. Cumplió la indicación impartida y, desde luego, la
dirección se encontraba en lo alto de un gran edificio, y
para llegar allí tomó un ascensor, mientras se encontraba
preocupado exclusivamente por las sensaciones en las
plantas de los pies. De allí en adelante pudo subir en
ascensor en edificios altos. Se había conseguido distraer a
la parte interpretativa de su mente de la nueva conducta.
Otra manera de distraer a la parte racionalizadora de
la mente consiste en inducir, amnesia. Por ejemplo, con
un sujeto que se presta bien a la hipnosis se puede decir
algo así: “Hoy es martes, pero podría ser...”, y en esta pausa
impartir varias órdenes al hipnotizado. A continuación, el
Pag. 122
hipnotizador puede continuar su oración con estas palabras:
“...miércoles o incluso jueves”. El sujeto experimentará
amnesia con lo sucedido en medio de la oración. La mente
parece mantener una continuidad racional si completa
la oración y, en consecuencia, necesita dejar fuera de la
conciencia lo sucedido en el medio de ella.
La amnesia espontánea puede presentarse si se obliga
al módulo de racionalización a explicar la conducta y,
en ciertas ocasiones, esa conducta es inexplicable; una
manera de responder consistiría simplemente en olvidarla.
En gran medida la hipnosis es como si se anestesiara al
hemisferio cerebral izquierdo, o zona racionalizadora de
la mente, y se impartieran directivas a los otros módulos.
Tal vez sea posible trazar un mapa del cerebro mediante
experimentación hipnótica, tal como se pueden explicar
resultados experimentales de la hipnosis mediante este
nuevo mapa del cerebro, que se encuentra en elaboración.
Varios terapeutas han notado que la introspección, o
comprensión de lo que hay tras un síntoma, se produce
después de un cambio terapéutico, no antes. El nuevo
concepto del cerebro permitiría explicar ese fenómeno.
Un cambio de conducta, al parecer, obligaría al cerebro
a intentar una racionalización de la nueva conducta. El
cerebro ofrecería entonces una explicación que integraría
el pasado y el presente. También sería razonable, con el fin
de explicar por qué un síntoma ha dejado de perturbar,
minimizar la congoja que causaba antes.
Cuando examinamos el desarrollo de un síntoma,
pensamos que quizá las hipótesis que se han formulado
para explicarlo son pura especulación. Por ejemplo, se
ha supuesto que una fobia era producto de un episodio
traumático del pasado. Se suponía que una persona
temerosa de los perros fue víctima alguna vez de la
mordida de uno. Existía incluso una teoría terapéutica
según la cual evocar de nuevo el episodio era una forma
de superar la fobia, de modo que había una tendencia
Pag. 123
a provocar un episodio de esa índole. Ahora se están
acumulando pruebas de que una persona que padece de
una fobia quizá no ha experimentado nunca un hecho que
la haya provocado. Carecemos de estudios cronológicos
que nos proporcionen pruebas acerca de cómo era una
persona antes de desarrollar cierto síntoma y de cómo
se presentó esa conducta. Sólo podemos especular. Pero
parece posible que uno de los módulos cerebrales sea
capaz, independientemente de toda elección consciente,
de organizar y desarrollar una conducta sintomática,
Gazzaniga lo expresa así: “Esos módulos pueden computar,
recordar, sentir emoción y actuar. Existen de tal manera,
que no necesitan encontrarse en contacto con el lenguaje
natural ni con los sistemas cognitivos que subyacen en la
experiencia consciente privada”2.
Tanto el fracaso como la interminable duración de la
terapia por introspección puede explicarse si suponemos que
el módulo racionalizador del cerebro tiene escasa influencia
sobre la conducta, si bien formula creativamente hipótesis
para explicarla. Una terapia consagrada a explorar la mente
y examinar hipótesis sobre la conducta no puede entonces
tener éxito, aunque sea bien recibida por los intelectuales.
Debido a la complejidad y a la inventiva del cerebro, quien
buscara al respecto hipótesis creativas debería consagrar
muchos años a la tarea y siempre encontraría nuevos aspectos
del cerebro que lo invitarían a la exploración. Corresponde
subrayar, en relación con este punto, que la terapia es fruto
de intelectuales y su enseñanza está a cargo de profesores
convencidos de que el conocimiento y la conciencia de sí
mismo constituyen el aspecto más importante de la vida. (A
quien instruye a terapeutas que tienen escasa formación, esa
tendencia intelectualista se le hace patente de inmediato.) El
caso es que, de acuerdo con el nuevo modelo, una terapia
que se consagre a explorar la mente no logrará modificar a
un paciente.
2 0p. cit., pág. 86.

Pag. 124
El campo de la terapia es precisamente aquel donde
el mapa modular del cerebro posee mayor interés. No
se trata de que meramente explique diversos enigmas y
misterios, sino de que, además, abre nuevos caminos hacia
la innovación de las técnicas terapéuticas. Está claro que,
a la luz de esta teoría, la idea de terapia directiva adquiere
su más significativa posibilidad.
Desde ese punto de vista, modificar a la persona
supone necesariamente lograr que se comporte en Forma
distinta, tanto en relación con el terapeuta, como al
organizar a las personas más íntimamente allegadas al
paciente de tal manera que actúen de otra forma y susciten
así respuestas diferentes. Al cambiar la conducta, los
procesos mentales y emocionales cambian debido a que
los módulos conductistas del pensamiento influyen sobre
los procesos mentales. Por supuesto a la luz de esta teoría
las estrategias de la terapia directiva serían las preferibles.
Si se admite que el cambio se opera cuando es preciso
lograr un comportamiento distinto, parece entonces
posible influir sobre la mente racional para que cambie
mediante el empleo de intervenciones directivas. Al
parecer, existen dos maneras de influir sobre la mente
cuyos efectos, si bien no modifican la conducta, por lo
menos desarticulan la pauta del pensamiento, de modo
que las intervenciones directivas se vuelven más aceptables
por parte del sujeto. Esas dos maneras consisten en la
introducción de la paradoja y la introducción del absurdo.
Para adaptarse a una paradoja, el proceso del pensamiento
necesita cambiar. Por ejemplo, cuando se acepta a un
paciente en la terapia de cambio y a continuación se le
ordena que siga siendo tal como es, no existe manera lógica
de racionalizarlo. Esa paradoja puede asumir muchas
formas, desde estimular un síntoma hasta impedir al
cliente que cambie. Según mi experiencia, la paradoja
debe seguirse de directivas implícitas o explícitas en el
sentido del cambio si realmente se desea provocarlo.
Pag. 125
La otra manera de influir sobre la mente racional
consiste en introducir el absurdo. Una terapia puede
aportar ideas e intervenciones de carácter aleatorio o
pertinente a algún contexto totalmente distinto. Para
racionalizar esas intervenciones absurdas el proceso de
pensamiento necesita cambiar, y el cliente, a continuación,
se presta mejor a la intervención directa.
Hay una circunstancia interesante: se puede
considerar que el trance hipnótico recurre tanto a la
paradoja como al absurdo. La hipnosis es paradójica
por sí misma, puesto que al sujeto se le ordena actuar
espontáneamente. Se pide al sujeto que actúe de una
determinada forma y además indique que no lo está
haciendo deliberadamente. 3 De manera similar, a veces
se solicita al sujeto que responda a una directiva absurda,
como la de verse a sí mismo dotado de tres brazos. Al
parecer, la parte racionalizadora del cerebro responde a
la paradoja y al absurdo separándose de la conducta, lo
que la hace más susceptible al cambio.
La filosofía occidental no parece ofrecer marco
de referencia alguno para una terapia que recurre a
intervenciones paradójicas y absurdas con el fin de
producir el cambio. Existen en cambio las prácticas del
budismo Zen que, sin embargo, también parece carecer
de una teoría de la mente. Para disociar a la persona del
pensamiento extremadamente intelectual y centrar su
mente en el momento presente antes que en la abstracción,
los maestros del Zen formulan preguntas paradójicas
y realizan intervenciones absurdas (si bien no aceptan,
como respuesta, la conducta de trance). Muchos de los que
hemos desarrollado una terapia directiva y no intelectual
tomamos idea y recibimos apoyo de esa antigua práctica
budista.
A medida que el modelo de cerebro cambia, ¿qué

3 Véase Haley, Jay: Strategies of Psychotherapy, Nueva York, Grune and


Stratton, 1963.

Pag. 126
modificaciones se operan en los aspectos éticos de la
terapia? La idea de que el cliente, una vez informado sobre
ésta, dé su consentimiento, se basa en el supuesto de que
la mente racional del paciente debe juzgar y aprobar el
procedimiento terapéutico. En consecuencia, no consultar
a la mente racional del cliente, o engañar a esa mente para
que los cambios se operen al margen de la conciencia,
podría considerarse poco ético. Sin embargo, si se acepta
que la mente racional es la que menos influye en forma
directa sobre la conducta, ¿deben aceptarse sus juicios? Si
su capacidad potencial para generar hipótesis le permite
encontrar numerosas razones para seguir perturbando la
conducta, ¿no se debería distraer esa parte de la mente
con el fin de que las maniobras directivas puedan operar
el cambio?
Un modelo de cerebro según el cual la parte
interpretativa de la mente actúa después de haberse
producido la conducta ofrece particular interés ético en
relación con la terapia de largo plazo, es decir, la terapia de
introspección. Si la terapia cognitiva, la de introspección,
se centra en la zona racionalizadora, interpretativa, de la
mente, esa terapia trabaja sobre la parte que menos influjo
posee y, en consecuencia, tiene que producir un resultado
más pobre. ¿Es ético recibir dinero de un paciente a
cambio de una terapia cuyo procedimiento es el menos
eficaz?
En resumen, puede decirse que en las últimas décadas
hemos visto cómo la terapia pasaba de ser una consulta
racionalizadora e introspectiva efectuada por un filósofo
sabio a ser un proceso activo donde se le dice a la gente,
de formas tanto directas como sutiles, qué debe hacer.
Aquellos de nosotros que preferíamos una terapia que
decía a la gente lo que debía hacer y se centraba en el mundo
real y en el presente, hemos estado a la defensiva durante
años, aunque esa terapia obtuviera mejores resultados. Los
terapeutas filosóficos nos acusaron de ser manipulativos,
Pag. 127
ingenuos y no suficientemente profundos. No podíamos
formular una teoría de la mente que acudiera en apoyo
de lo que, según lo demostraba la práctica, era el enfoque
terapéutico más eficaz. Ahora comprobamos que en la
esfera de la investigación del cerebro hay una corriente
que postula la existencia de una estructura cerebral más
compleja y que esa tendencia corrobora los argumentos
en favor de una terapia más simple: la terapia directiva.

Pag. 128
CAPITULO 7
COMO CONTRAER UN MATRIMONIO
INFERNAL

Existen numerosos artículos, libros y terapeutas


profesionales que ofrecen consejos acerca de cómo mejorar
o salvar matrimonios. Lo que falta es una guía que enseñe
a hacer de un matrimonio una desgracia. Cabe admitir
que algunas personas disfrutan del matrimonio, pero, ¿qué
sucede con las innumerables parejas casadas que procuran
tener un matrimonio desdichado, que se ven obligadas
—pues de lo contrario no lo harían— a discutir tanto y a
proporcionarse mutuamente tan poco placer? Resueltas a
ser desgraciadas, esas personas no tienen a quién recurrir
en busca de asesoramiento. Con frecuencia se divorcian y
vuelven a casarse una y otra vez. Cada matrimonio es una
búsqueda para encontrar uno más horrible que el anterior,
cuando si se hubieran quedado con la primera pareja y
hubiesen recibido un poco de enseñanza quizás habrían
encontrado allí, los dos, suficiente desdicha.
A pesar de toda la bibliografía publicada acerca de
cómo tener un matrimonio feliz, sólo recientemente se
ha escrito algo sobre la manera de lograr un matrimonio
desgraciado. Por suerte, un autor anónimo acaba de
llenar esa laguna con estudios en profundidad sobre
cómo provocar la desgracia matrimonial, sea una pareja
heterosexual, homosexual o misteriosa. Considerado
ahora como la obra fundamental en este campo, ese
trabajo científico alcanza dimensiones enciclopédicas y se
titula De cómo alcanzar la desgracia en los grupos diádicos,
con especial atención al caso de las parejas casadas. Por
desdicha, su lectura es tan tediosa como soportar los
infortunios matrimoniales que describe. Para el público
interesado, ofrecemos aquí un sumario de las formas en
que es posible contraer un matrimonio infernal.
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Podemos pasar por alto la historia de la institución
matrimonial que la obra contiene y abordar directamente
las instrucciones que deben seguirse para hacer del
matrimonio una desgracia. La parte histórica sólo pone
de relieve que el matrimonio es de tal índole, que siempre
se ha necesitado de una fuerza exterior para obligar a las
parejas casadas a permanecer juntas. Primero la Iglesia
dictó duras leyes contra la separación y el divorcio,
y posteriormente el Estado asumió la tarea de poner
trabas al divorcio. Ahora, con la abdicación de la Iglesia
y la libertad concedida por el Estado, cualquier persona
puede divorciarse a voluntad. El inevitable resultado es
la tasa de divorcio en plena expansión. Si uno se propone
hoy contraer un matrimonio infernal, se enfrenta a un
riesgo de separación que antes no existía. La facilidad
del divorcio ha determinado un cambio en la amenaza
marital básica. Aquel consorte que puede amenazar al
otro con abandonarlo es el que tiene más poder en una
pareja, pues el otro capitulará por miedo a la separación.
Sin embargo, por ser hoy la separación tan fácil de obtener
esa amenaza de fuga se ha vuelto peligrosa. Los esposos
pueden acosarse uno a otro, al ser conscientes de que el
divorcio está a fácil disposición de cada uno. Si fallan en
su previsión y aumenta la frecuencia de las peleas, corren
el riesgo de separarse y de que el próximo matrimonio
pueda depararles mayores satisfacciones.
Se dice que cualquier persona puede tener un
matrimonio feliz y que, en cambio, es uno mismo quien
debe provocar su propio fracaso matrimonial; lo que no es
del todo exacto. Muchas personas carecen de la habilidad
necesaria para hacer de su matrimonio un infierno y
no comprenden el desarrollo natural del matrimonio
lo suficientemente bien como para aprovecharlo. Aquí
presentaremos las oportunidades de desdicha matrimonial
en función de las fases de desarrollo: cómo empezar mal
un matrimonio, cómo empeorarlo en los primeros años,
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con qué motivo pelear cuando ya no tenemos el pretexto
de los niños, y cómo acrecentar la desdicha de la pareja en
la vejez, cuando faltan las energías.

PLANIFICACIÓN DE UN MATRIMONIO
DESDICHADO
Todas las autoridades convienen en que el matrimonio
implica realizar una tarea. Lograr un matrimonio
desgraciado exige un esfuerzo consciente. Sin embargo,
si uno empieza mal la tarea, facilita considerablemente
el trabajo. En términos generales, hay dos maneras de
iniciar un enlace con el propósito de que el sufrimiento
llegue a ser inevitable: una consiste en casarse por
razones equivocadas, y la otra en casarse con quien no
deberíamos. Empezar mal un matrimonio es como echar
bien los cimientos de una casa: la infelicidad se integra a
la estructura desde el primer momento.
La más conocida de las razones equivocadas para
casarse es la de precipitarse en el matrimonio como medio
de evitar alguna otra cosa. Para salir de una mala situación,
se elige una compañía que ha de durar toda la vida. Hay
muchas situaciones de las cuales quisiéramos escapar:
uno puede casarse para salir de la pobreza, para no ir más
a la escuela, para no tener que ganarse la vida trabajando.
La razón errónea más común para casarse es escapar
de la propia familia. Si los padres están constantemente
regañando para que mantengamos limpia la habitación, y
evitar así que la suciedad se propague al resto de la casa,
o nos obligan a volver temprano para dormir algunas
horas, o nos recuerdan muy a menudo la conveniencia de
no abusar del alcohol y las drogas es natural que no nos
queda otro camino que huir de esa opresiva atmósfera. Si
tan sólo pudiésemos lograr encontrar a un joven o una
joven con quien casarse y compartir los gastos, además
de vivir en nuestra propia casa, obtendríamos la libertad.
Se calcula que la huida del hogar es la causa del 81% de
Pag. 131
los matrimonios que acaban siendo un infierno, cuando
los cónyuges tienen menos de 21 años. “Por fin libres,
por fin libres”, es el grito de los jóvenes que escapan hacia
sus propios hogares con la esperanza de que, a partir de
ese momento, jamás tendrán que limpiar la casa, podrán
salir toda la noche, consumir alcohol y drogas hasta caer
postrados y, en general, disfrutar de la liberación.
Por desgracia, cuando la única finalidad del
casamiento es escapar de la propia familia, el casamiento
mismo no tiene objeto. No hay ninguna razón para que
la pareja casada goce mutuamente el uno del otro si la
elección no se efectuó con ese fin. Incluso una persona
de inteligencia limitada puede lograr un matrimonio
infernal si procede así. Cuando no se elige al compañero
por razones de compatibilidad, en pocas semanas los
integrantes de la pareja no pueden seguir soportándose
más el uno al otro. Empiezan a pelear por cuestiones
como quién debe mantener la casa limpia, quién volvió o
no volvió a una hora razonable, y la bebida y la droga los
llevan a la ruina en vez de proporcionarles placer. Una vez
estructurada esta situación, la joven pareja necesita muy
poco esfuerzo para alcanzar la desgracia matrimonial.
Si están particularmente decididos a disfrutar de la
aflicción, pueden añadir el embarazo como razón para
casarse y abandonar la propia familia. Los progenitores
incluso estimularán el casamiento si ven que el futuro
bebé hace engordar la silueta de la hija. Al añadirse un
bebé al santuario de la joven pareja se da el toque final:
las oportunidades de desdicha aumentan. El bebé puede
empeorar la relación entre los jóvenes consortes que
ya estaba mal de buen principio; quizá los mantenga
despiertos de noche aún más que cualquier fiesta y, por lo
general, el hijo engendra un furor reprimido en quienes
se encuentran irremisiblemente sujetos por esa criatura a
la que deben cuidar. Se montan interminables altercados
con motivo de a quién le toca hacer tal o cual cosa por
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el bebé, quién debe entendérselas con los organismos de
protección social que intervienen cuando se los acusa
de descuidar al niño, y —por sobre todas las cosas—
quién tuvo la culpa de que empezaran por tener al bebé.
Discusiones en voz alta sobre lo hermosa que seria la
vida si no hubiesen caído en la trampa anunciarán a
los vecinos que allí vive una pareja diestra en el arte de
hacerse mutuamente desgraciados.

COMO ELEGIR MAL A LA OTRA PERSONA


Equivocarse en la elección de la persona con quien
uno se casa proporciona un número de ocasiones de
infelicidad casi igual al brindado por el matrimonio que
obedece a razones equivocadas. ¿Cómo se logra elegir
consorte de tal manera que el matrimonio resulte un
infierno? La respuesta es sencilla, y no exige la aplicación
de complejos tests psicológicos de incompatibilidad.
Tampoco es necesario cometer un grave error en la
elección, como el de optar por una persona de raza,
religión o clase distintas de las nuestras, si bien estas
elecciones son la raíz de inevitables querellas y, por lo
tanto, tienen sus méritos. Fundamentalmente, la elección
de una persona con quien casarse debe cumplir dos
requisitos: él o ella han de presentar interesantes defectos
diferentes de los propios, y además hace falta tener el
propósito de reformar a esa persona para librarla de ellos.
La pareja clásica, con frecuencia utilizada de modelo en el
asesoramiento prematrimonial hacia la desdicha, consiste
en la mujer que se muestra muy responsable, atraída por
el hombre cuyos defectos consisten en ser demasiado
irresponsable y despreocupado. Ella admira la confianza
de él en sí mismo, su voluntad de llevar una buena vida
y su entretenida compañía. Los defectos de ella siempre
han residido en ser demasiado tímida y responsable y en
que no puede entregarse a sus deseos. El hombre la elige
por los mismos criterios, y cuenta con que ella corregirá
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su tendencia a extralimitarse, porque desea sentar cabeza.
Una vez casados, los consortes se dedicarán sin pérdidas
de tiempo a reformar al otro. Ella insistirá en que él busque
un trabajo mejor y de horario más largo, en que no piense
tanto en una carrera que le agrade, no beba tanto ni vaya
de reunión en reunión, y en que ahorre dinero. El quizá le
pida a gritos que deje de contar el dinero, que disfrute de
salir de vez en cuando y no sea tan mortalmente aburrida.
Por simple que parezca este esquema, cualquier pareja —
sin necesidad de mayor imaginación— puede emplearlo
para atormentarse durante muchos, muchos años. No se
necesita ingenio, sino sólo persistencia.
El mismo programa, pero con inversión del género es
igualmente pródigo en oportunidades. La mujer activa y
dominante en su carrera y su vida social es atraída por
el hombre silencioso y quieto, cuyos defectos consisten
en ser demasiado tímido y no tener confianza en sí
mismo. A su vez, él se siente atraído por ella, poseedora
de todo el ánimo que a él le falta y parte del cual espera
recibir. Una vez casados, ambos tratan inmediatamente
de reformarse uno al otro. Es evidente que este contrato
permite lograr fácilmente la desgracia matrimonial. A ella
le basta calificarlo, a intervalos regulares, de mansa oveja,
para que él, sutilmente, la rebaje poniéndola a su nivel.
Al comportarse como una mansa oveja, le da a entender
que ella es una mujer insoportablemente dominadora.
El doctor Schiff, eminencia en este campo, ha estimado
que en los Estados Unidos, en uno u otro momento del
día, en los consultorios de los asesores matrimoniales hay
111.200 parejas cuyo componente femenino quiere que el
asesor, para salvar ese matrimonio, convierta al marido,
que es una oveja, en un hombre romántico e interesante.
Las variaciones de tal tema son tan conocidas como las
palomas para los estudiosos de las aves; sin embargo, es
posible señalar específicamente un caso más común. Este
tipo de pareja presenta lo que se denomina el “Síndrome
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del Ingeniero”, porque corrientemente se lo observa en
las parejas en que el marido pertenece a la industria de la
electrónica. La mujer elige, en esta situación, a un marido
cuyos defectos son opuestos a los que ella tiene. El es
lógico, exacto, racional y más bien poco emocional (salvo
en circunstancias extremas, cuando la computadora se
avería, y se queda tan desconsolado que es preciso llevarlo
al hospital). Ella es afectuosa, emocional, propensa a
deshacerse en lágrimas y tiende a gritar y armar un cisco
por cualquier controversia sobre un tema susceptible de
discusión, por ejemplo, su manera de llevar la casa. Desde
luego, él la ha elegido porque buscaba una persona capaz
de expresar una emoción y de estimular así esa tendencia
en él mismo. El resultado es inevitable: al presentarse el
desacuerdo, la mujer pierde el control y se pone histérica.
El se retrae, y se dice: “¿Por qué no puede una mujer
ser racional y razonable?” Basta un pequeño esfuerzo
por parte de uno u otro para que ella se pase la vida
llorando, mientras él está afuera trabajando en su coche
de modelo deportivo, perfeccionando sin cesar algo que
ya perfeccionó.
Esta manera de iniciar un matrimonio —casándose
por una razón poco válida o eligiendo a la persona que
no corresponde— constituye la manera más simple de
asegurar la desgracia matrimonial. Si la pareja ha tenido
un comienzo más oportuno, se necesita más ingenio para
llegar a convertirlo en desgraciado.

PROBLEMAS DE LAS RELACIONES INTIMAS Y DE


LAS RELACIONES EXTERNAS
Todo matrimonio puede encontrar dos terrenos
propios para sacarles el máximo partido: cómo hacer
el amor y cómo pelear. El mejor momento de empezar
con los problemas sexuales es en los primeros años del
matrimonio; si se los cultiva bien, pueden continuar
durante los próximos años que vendrán (o que no vendrán).
Pag. 135
Las variaciones sobre este tema son muchas y la mayoría
de las parejas está en condiciones de ejecutar todas. A
veces se oye decir a gente sencilla, poco educada: “Ah, si
yo tuviera la educación de ese hombre, haría a mi mujer
tan desgraciada como él hace a la suya”. Ingenuidad. En la
tarea de construir la desdicha matrimonial las ocasiones
son iguales para todos. No hay discriminaciones para
raza, clase social o inteligencia, como puede comprobarlo
cada uno con sólo caminar por la ciudad y prestar
oído a la acción que se desarrolla en los hogares de los
distintos vecindarios. La única diferencia reside en que
en los barrios pobres la desgracia se oye mejor, porque la
densidad de población es mayor y las construcciones son
más endebles.
El terreno sexual ofrece tanta oportunidad para
la desdicha matrimonial que, con frecuencia, puede
decirse que el matrimonio apenas comienza antes de
que los consortes hayan decidido que es mejor no tener
relación sexual alguna, al menos con el propio cónyuge.
El factor decisivo para provocar dificultades sexuales
es el momento. El despertar del deseo y su liberación
constituyen un complejo proceso fisiológico y psíquico en
cuyo desarrollo cronológico no es difícil interferir. Por lo
general, la costumbre aconseja iniciar la actividad sexual
en el momento inoportuno, en el lugar inadecuado, con
la frecuencia errónea y en la forma impropia. El novato
elige una de esas equivocaciones. El experto se asegura
el éxito ingeniándoselas para utilizar todas en el curso
de un matrimonio. El marido que puede servimos de
modelo a todos siempre querrá hacer el amor con su
mujer cuando no está interesada o se encuentra ocupada
en alguna otra cosa, pretenderá hacerlo en la alfombra de
la sala al mediodía, cuando los chicos están a punto de
volver de la escuela para comer, o cada tres horas durante
la noche, o en una postura tal que les permita a los dos
al mismo tiempo mirar la televisión. Las protestas por
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parte de ella provocan furiosas acusaciones de frigidez.
La mujer digna de tal esposo esgrimirá técnicas no menos
poderosas. Puede permanecer totalmente indiferente,
o bien despertar el deseo masculino y a continuación
perder interés. En otras ocasiones le gritará exigiéndole
que continúe la actividad sexual inmediatamente después
del acto, y protestará agriamente si él se ve en dificultades
para complacerla. Si se la acusa de incoherencia, ella podrá
aducir que se encuentra antes o después de su período, o
durante éste.
Una norma básica para tener problemas sexuales,
utilizada por muchas parejas durante años, consiste en
no decir al consorte qué es lo que le gusta y lo que no le
gusta, y a continuación acusar a la otra persona por no
proporcionarle placer. Una mujer que sólo puede llegar
al orgasmo de una cierta forma debe evitar decírselo al
marido y, durante todo el matrimonio, podrá sentirse
frustrada y simular orgasmos. El hombre que prefiere ver
a su esposa desnuda debe apagar cortésmente todas las
luces con el fin de no molestarla. Las posibles variaciones
de este sencillo tema de la evitación son claras y van desde
evitar las discusiones hasta evitarse el uno al otro. Si uno
de los consortes mira la televisión hasta tarde y el otro se
acuesta temprano, esquema habitual de muchas parejas,
cada noche anuncia la evitación sexual.
En relación con lo sexual, los cónyuges son tan
vulnerables que resulta fácil generar sentimientos hostiles
y querellas. En este sentido, la combinación de frustración
sexual y justa indignación es infalible. La pareja en que cada
uno protege al otro ofrece el mejor terreno para la justa
indignación. Si el marido no está muy seguro de su potencia,
la mujer puede insistir en que ella es incapaz de disfrutar
del acto sexual y asumir así la culpa por la evitación. En
vez de apreciar su sacrificio, el marido se irritará ante la
indiferencia sexual de ella y se sentirá justamente indignado
por ser un marido privado del ejercicio de sus derechos.
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El proceso inverso no es menos eficaz: el marido puede
proteger a su esposa abordándola sexualmente en términos
que causen la justa protesta de ella. También puede subrayar
lastimosamente su propia insuficiencia, para no enfrentar
el hecho de que ella es lo bastante fría como para refrigerar
comidas. Podría pensarse que la protección mutua amenaza
con la posibilidad de merecer el reconocimiento del otro
con bondad y aprecio recíprocos, pero no sucede así, como
todo consorte sabe. Como un cáncer que floreciera en un
durazno, la protección tiene un toque de superioridad que,
madurando, se transforma en insatisfacción mutua.
Todos los estudios demuestran que la mayoría de las
parejas logran obtener sus principales disgustos de la
esfera sexual, de modo que no necesitamos extendemos
aquí sobre las técnicas que pueden emplearse para
alcanzarlos. Cada pareja tiene sus propias variaciones e
innovaciones predilectas.

DISPUTAS
Aparte de los problemas de la intimidad, el problema
opuesto a aquéllos, es decir, las dificultades que se presentan
en la relación externa, es esencial para que la pareja tenga
un matrimonio infernal. Afortunadamente, las parejas
han aprendido antes a especializarse en disputas y riñas,
porque han podido observar durante años el espectáculo
ofrecido por sus progenitores. Sin embargo, cada
generación quiere aportar sus propias contribuciones, de
modo que parte considerable del tiempo matrimonial se
consagra a desarrollar innovaciones en este campo. Aquí
se describirán, para ayuda del novicio, los procedimientos
más habituales.
Las disputas constituyen el instrumento de que se
sirve la naturaleza para mantener vivo el matrimonio.
La desgracia matrimonial exige pelear de tal modo que
nada cambie y las reyertas puedan reiterarse una y otra
vez. En caso de que llegue a resolverse una dificultad, es
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necesario encontrar otra que sirva de motivo para reñir la
próxima vez, y la mayoría de las parejas no tienen bastante
energía o imaginación como para forjar continuamente
nuevos obstáculos. Entonces lo mejor es dejar sin solución
algunos problemas y remachar sobre ellos durante el
tedio matrimonial. Las dos maneras de poner fin a las
rencillas de modo tal que vuelvan a repetirse una y otra
vez se encuentran en los extremos opuestos: retraerse y
enfurruñarse, o provocar una escalada de la violencia, de
modo que la disputa concluya en forma muy desagradable
y molesta, pero sin que nada quede resuelto.
La forma de exteriorizar incluye disputas que van
desde la violencia manifestada como ataque verbal hasta
los enfurruñamientos, silencios y retraimientos. Retraerse
es la mejor manera de poner fin a una discusión para que
nada cambie. Si la pareja se sumerge en el silencio cada
vez que surge una disputa, terribles cuestiones pueden
ser alimentadas y mantenidas durante años. A veces es
todo un problema poner fin al retraimiento de modo
que la pareja pueda volver a reñir. En casos extremos,
el enfurruñamiento sólo concluye cuando los cónyuges
deben hablarse porque un niño se rompió una pierna
o sobrevino un terremoto. Muchas cuestiones pueden
seguir pendientes durante no menos del 42% de lo que
dura el matrimonio. El récord lo posee una señora que se
quejó de la forma en que él dijo “Sí” en la ceremonia de la
boda: no volvió a dirigirle nunca más la palabra.
La violencia es el otro extremo a que una pareja
puede recurrir para mantener en marcha las disputas
sin resolver nada. A veces se considera que sólo ciertas
personas pueden ser violentas, pero en la realidad esto no
se cumple. Incluso parejas que en política son pacifistas
y que tratan bondadosamente a los animales pueden
asestarse golpes. Desde luego, golpearse públicamente
puede atraer la atención de la comunidad, de modo que
con la violencia hay que ser moderado y cauto. Más
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vale empezar por poco, con un puñetazo al brazo, por
ejemplo, y aumentar gradualmente la gravedad de los
golpes, de manera que en cuestión de meses haya narices
aplastadas. Como con toda brutalidad, es importante
avanzar poco a poco: se explora cada nivel hasta que la
pareja se acostumbra. Entonces da la impresión de que
el siguiente nivel de ataque no es tan alto. La pareja que
adopta este tipo de escalada puede sentirse sinceramente
sorprendida si los vecinos se alarman por la sangre y las
fracturas óseas.
Un ejemplo ayudará a comprender. Había una vez
un doctor en biología, casado con una licenciada en
matemática, que tenía la costumbre de emborracharse
todos los sábados por la noche, junto con su mujer, hasta
terminar los dos a los golpes. Quienes piensan que la
educación puede mitigar la violencia de la gente, sepan
que no hay tal cosa y que, en realidad, un mayor nivel
cultural puede ofrecer técnicas que no están al alcance
del proletariado. Es el caso de las personas que tienen
experiencia en la enseñanza. El marido puede, por
ejemplo, enseñarle a su esposa a boxear. “Ahí va un gancho
de izquierda —le dice—, y así es como se tira un directo de
derecha.” También pueden recurrir a sus conocimientos
de anatomía para golpearse donde más daño se puedan
infligir sin dejar marcas. En el caso del biólogo y la
matemática, ella una vez le pegó a él en los riñones con un
tostador. Desde luego, en tal situación, cada uno inculpa
al otro por lo que ocurre. La mujer decía que su marido
era un cordero que con la bebida se convertía en lobo. El
sostenía que ella lo provocaba sin ningún motivo, a lo
que ella respondía que los ataques de él eran “totalmente
inesperados”. Una vez el marido se declaró resuelto a
abandonar la adicción de golpear a su mujer. Juró que no
respondería a ninguna provocación a la violencia. Aquel
sábado ella le dijo algo insultante y él le contestó que
deseaba evitar una disputa. Se fue a otra habitación. Ella
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lo siguió y continuó gritándole, según contó él. El se retiró
al vestíbulo. Ella lo persiguió. El se metió en el dormitorio
y cerró con llave la puerta. Ella golpeó la puerta, aullando.
Finalmente, echó la puerta abajo y lo maldijo. Entonces él
la golpeó en forma “totalmente inesperada”.
Esta pareja se encontraba en terapia, y el terapeuta
insistió en que un hombre no debe agredir físicamente a
su mujer, cualquiera que sea la provocación. Por lo tanto,
si el episodio se repetía, la esposa debía llamar a la policía.
Así lo hizo ella, lo que puso fin a la violencia, pero por una
razón con la cual nadie contaba. La mujer llamó a la policía
para quejarse de que su marido estaba golpeándola y al
rato llegó un joven agente. Dijo, en tono intrascendente:
“Bueno, ¿desea usted presentar una denuncia formal,
señora?”. La pareja había esperado que el agente se
sintiera impresionado por un episodio de violencia en
ese lujoso vecindario de gente bien educada. Pero cuando
el policía actuó rutinariamente, comprendieron que ya
había efectuado, en ese vecindario, varias visitas por la
misma causa, y la pareja se sintió molesta al comprobar
que sus peleas no constituían algo insólito. El marido, que
era un esnob, no quiso saber nada de seguir golpeando a
su mujer, para no ser vulgar.
La adicción a las drogas, el alcohol y otras sustancias
facilita, si no hace inevitable, la desgracia matrimonial. Sin
embargo, sólo se debe apelar a esos recursos si los consortes
son pocos hábiles. La embriaguez habitualmente conduce
a la desdicha matrimonial, pero antes de recurrir a esa
muletilla, el hombre y la mujer, si están dotados de una
capacidad mediana, deben esforzarse por demostrarla.
Todo consorte puede ejercer una moderada violencia
psíquica si realmente se empeña en hacerlo.
El ejemplo de cómo una pareja estuvo a punto de
resolver un problema de alcoholismo que la sumía en la
desdicha ilustra sobre los riesgos que supone apelar a la
terapia. Una pareja de edad mediana visitó a una joven
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psicóloga, y la mujer consagró una entrevista a afirmar
que el problema de su marido con la bebida había
arruinado el matrimonio. Habló de sí misma como una
mártir viviente de su alcoholismo. En cierto momento de
la entrevista, el marido dijo que era difícil dejar de beber,
cosa que su consorte debía saber muy bien, porque ella
no podía dejar de fumar. Ella repuso que no se podía
comparar y que la enfermedad del marido era la ruina de
ese matrimonio. El dijo: “Dejaré de beber si tú dejas de
fumar”. “No seas tonto”, repuso ella. La joven terapeuta,
que estaba alerta, vio allí su oportunidad. La bebida había
arruinado sus vidas, y bastaría que la esposa se abstuviera
de fumar para que él se viera obligado a renunciar a la
botella. La esposa pronunció una disertación de treinta
minutos sobre el hecho de que, si su marido no podía
dejar de beber, mal podía esperarse que ella, que había
renunciado a todo en la vida por él, renunciara ahora a
su único placer, el cigarrillo. La hábil terapeuta, al cabo
de prolongadas negociaciones, convenció a la mujer de
que abandonara el tabaco si el marido dejaba de beber.
Partieron del consultorio y al volver, la semana siguiente,
él se encontraba sobrio y ella no fumaba. Pero había
entre ambos una visible y considerable tensión. Ahora
se enfrentaban a la perspectiva de un matrimonio más
armonioso. A la otra semana la pareja volvió, y el marido
se desplomó, visiblemente ebrio, en una silla, mientras
la esposa encendía un cigarrillo. “¿Qué ha sucedido?”,
preguntó alarmada la joven psicóloga. “Se lo contaré
—dijo el marido, hablando con torpeza—. La semana
pasada iba en coche con mi señora, cuando ella me dijo:
«Baja a comprarme un paquete de cigarrillos», y con el
dedo señaló un bar”. Mediante un buen trabajo de equipo
habían salvado su desdichado matrimonio, y la terapeuta
se desentendió del caso perdido.
Los problemas de relación sexual, disputas, violencias
y adicciones constituyen otros tantos dispositivos que
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deben emplearse durante toda la vida matrimonial desde
el casamiento en plena adolescencia hasta los golpes
lanzados desde la silla de ruedas en la vejez. Sin embargo,
las diferentes etapas del matrimonio ofrecen distintas
oportunidades para intensificar la aversión.

LAS FASES INICIALES


Según lo han sostenido con frecuencia los entendidos,
la pareja casada debe trabajar por su matrimonio. Cuando
no empieza mal, ambos deben acentuar los esfuerzos.
Generalmente, la fase inicial es el momento oportuno
para pelear con motivo de los parientes. Todavía no hay
niños disponibles, y para los amoríos aún no es el tiempo.
De modo que, en esa etapa, el recurso esencial para activar
problemas consiste en dejar que los parientes políticos
se entrometan en las cosas de la pareja y a continuación
pelearse por ese motivo. Pasar las vacaciones en casa de
la familia de ella, o bien pasarlas con los familiares de él,
constituye un sólido motivo de discusión. Desde luego,
si los padres le compran una casa o aportan dinero, la
joven pareja está obligada a instalarse cerca y extender
al seno del matrimonio las tensiones del marco familiar
ampliado. Una productiva razón de disputa consiste en
trabajar con un pariente político. La mujer, por ejemplo,
debe insistir en que el marido tome el trabajo que le ofrece
su suegro. A continuación, muchas de las peleas entre
ellos pueden girar en tomo de las inmisiones de dicho
personaje en el matrimonio. Cualquier motivo de queja
que tenga el marido por su trabajo, ella puede tomarlo
como una crítica a su familia, para argüir que no podrían
sobrevivir económicamente si no fuese porque su padre
ha salvado al incompetente marido.
El triángulo formado con la suegra puede ser utilizado
con todas sus variaciones clásicas, y el marido, si es sabio,
inducirá a su madre a instruir a la esposa sobre cómo
debe atenderlo, por ser ella, la suegra, quien conoce bien
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ese punto. Recientemente se otorgó un premio, en el
“Banquete del Matrimonio Infernal”, a una madura pareja
que durante cuarenta y dos años había logrado discutir
acerca de su suegra. Mayores ambos de sesenta años,
crecidos los hijos, y que ya habían abandonado el hogar,
marido y mujer no podían vivir juntos porque la madre
de ella, que tenía noventa y dos años, había expulsado
al marido de la casa durante una discusión sostenida
doce años atrás. Aquellas parejas temerosas de que el
problema de la suegra no perdure, y de que ellos dos se
vean obligados a buscar otro motivo de discusión, deben
celebrar esa longevidad de los progenitores, fenómeno
relativamente nuevo, y sentirse confortados por el caso
que se acaba de relatar, prueba de que la disputa por la
suegra puede durar toda la vida.

HIJOS
El progreso de un matrimonio se puede entender como
una serie de pruebas destinadas a establecer si el actual
consorte promete suficiente desgracia, o si es posible
elegir algo mejor, para que ahora corresponda divorciarse.
La llegada de un niño trae nuevas oportunidades a las
parejas que están a punto de separarse porque en el hogar
no reina suficiente descontento. Se puede pensar en esto
de la siguiente manera: cuando un hombre y una mujer se
conocen, saben que en cualquier momento pueden dejar
de verse. Cuando se comprometen, pueden pensar que si
la relación no marcha bien no tienen necesidad de casarse.
El día del casamiento, pueden decirse: “El divorcio es fácil,
y si esto no sale como a mí me gusta nos diremos adiós,
por más que a la boda haya concurrido toda esa gente”.
Pero con la llegada de un niño la pareja tiene ahora nuevas
responsabilidades que la obligan a mantenerse unida y a
sufrir, lo que abre nuevos y maravillosos caminos hacia
la discordia. Existe el peligro, por supuesto, de que un
niño pueda mejorar el matrimonio. Sin embargo, lo más
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probable es que el nacimiento del retoño proporcione toda
una sinfonía de nuevas ocasiones de crearse dificultades
uno al otro. Incluso la cuestión de concebir o no a un hijo,
o de conservarlo una vez concebido, brinda la oportunidad
de intensas disputas.
Existen dos formas usuales de lograr la desdicha
matrimonial en el instante del nacimiento:
a) La mujer puede ignorar al marido y preocuparse
exclusivamente por el vástago que lleva en el seno.
Cuando él vuelve del trabajo a casa y anuncia: “Hoy me ha
ocurrido la cosa más importante de mi vida”, ella puede
decir: “Qué bien, cariño. ¿Quieres sentir cómo patea
el bebé?” Por su parte, el marido puede actuar como si
no hubiera un niño en camino. Cuando la mujer, en su
noveno mes de embarazo, vuelve exhausta del trabajo, el
hombre a lo mejor se queja de que ella, simplemente, ya no
tiene la casa arreglada como antes y que está descuidando
sus deberes.
b) Mientras la mujer estimula al marido a resentirse por
el bebé, él puede acrecentar el infortunio conyugal en una
forma tan común que apenas si es necesario describirla.
En ese momento la esposa se encuentra más vulnerable,
porque se siente desgarbada, torpe y poco atractiva.
El esposo debe elegir ese momento para alzar vuelo y
entregarse a los placeres de la vida. Puede eclipsarse con
otras mujeres, beber demasiado, huir de la casa cuando
la consorte más lo necesita y, en general, compartir la
experiencia del nacimiento no estando allí. Mientras
ella da a luz en Filadelfia, él puede estar de parranda en
Schenectady. Esta forma de compartir las fatigas del parto
establece la base de la amargura matrimonial para los
próximos años. Muestra cómo puede utilizarse a un bebé,
para promover la desgracia en la pareja, antes de que él
mismo sea capaz de hablar o de causar problemas.
La aparición de la cabeza del bebé, que llega a este
mundo para disfrutar de la compañía de sus progenitores,
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es un signo de las ocasiones que se presentarán. Como es
obvio, el niño que constantemente llora y da la lata aporta
su contribución a la desdicha, pero, ¿no es acaso posible
lograrla incluso con un bebé feliz? Millares de parejas
pueden dar testimonio de esa relación. El bebé sano no
sólo brinda a sus progenitores la posibilidad de solazarse
con él e ignorarse mutuamente, así como de luchar por
su posesión; además, los parientes políticos se abaten
como lobos sobre el rebaño y ofrecen un resurgimiento
de la oportunidad de conflictos. Milagrosamente, el niño
ha dado a luz a cuatro abuelos, y las luchas iniciales con
los parientes políticos se reactivan. Los abuelos pueden
resultar de especial ayuda si plantean cuestiones no sólo
acerca de cómo se debe criar a un niño, sino también
sobre su paternidad.
Existen tantas maneras de disputar en tomo a los niños,
que han inspirado un tipo especial de terapia: terapia
infantil; exigiría un índice de doscientas páginas tan sólo
compilar los diferentes tipos de querella. En general se las
puede dividir en dos clases: aquellas en que las discordias
matrimoniales se expresan en función de los niños, y
aquellas en que se inculpa a los niños por las discordias.
La mayoría de las parejas aprenden fácilmente a utilizar
a los niños para exteriorizar conflictos de matrimonio.
Si una mujer le tiene inquina al marido por el aire de
superioridad con que la trata por ser mujer, puede discutir
con él sobre el derecho de la hija a ser considerada igual a los
hijos varones. Si el marido está desesperado por el desorden
en que la esposa tiene sumido al hogar, puede quejarse a
gritos de que la hija nunca limpia su habitación. La mujer
que desea decirle “imbécil” al marido quizá ponga de
relieve la necesidad de someter al hijo, que tanto se parece a
él, a una serie de tests, porque tal vez sea retardado.
Evidentemente, la posibilidad de separación
disminuirá a medida que aumente el número de hijos
disponibles a los que se puede inculpar de las desdichas
Pag. 146
matrimoniales. La pareja sin hijos no cuenta con ese
margen de acción. Por espantoso que sea el matrimonio,
una pareja quizá lo atribuya exclusivamente a ese niño
difícil que les crispa los nervios. O bien puede ofrecer la
excusa más común del sufrimiento marital: “Debemos
sobrevivir a esas disputas y seguir desgraciadamente
juntos por esas horrorosas criaturas”.

AMORIOS
A medida que los niños crecen y se dedican a la
escuela, o a su propia búsqueda de la pareja insostenible,
los casados deben encontrar otros recursos. En esa etapa,
un amorío suele ser una de las mejores posibilidades de
intensificar la desdicha. Así como una pirámide puede
recibir solidez si se construye sobre una base triangular,
también se logra la infelicidad conyugal sí se traza un
triángulo con alguna persona que coopere a un amorío.
Pero, en relación con esta perspectiva, descartemos
inmediatamente los amoríos que no perturban un
matrimonio; en efecto, muchas parejas se estabilizan
gracias a las complicaciones extramatrimoniales. La
supuesta víctima no le reclama nada porque se siente
aliviada de que su cónyuge se entretenga en otro lugar. La
amante de rutina o el amorío discreto no dejan margen
para la discordia.
El objetivo de alcanzar la amargura matrimonial sólo
puede lograrse con una aventura que realmente provoque
aflicción al consorte. Los amoríos configuran un continuo,
desde aquellos que causan un mínimo de amargura hasta
los que determinan un intenso sufrimiento. En general,
los amoríos se dividen en malignos, desconcertantes y
míticos.
a) Maligno. Es el amorío que se tiene con el mejor
amigo o amiga, o, en el caso extremo, con un pariente
del consorte. También es buen candidato un empleado
valioso si así se pone en peligro la seguridad de la empresa
Pag. 147
y la estabilidad económica de la familia. La aventura
maligna es la que mayor indignación provoca. El “Premio
al Amorío” se otorgó recientemente a una mujer que logró
tener aventuras con cada uno de los mejores amigos del
marido, sin excepción. Esto dejó al esposo totalmente
aislado de amistades y cada vez más amargado de la vida.
Una variación del amorío maligno consiste en elegir
a una persona que es como el consorte en otro tiempo.
Un marido elige aquel momento en que su mujer se siente
más vieja y empieza a desesperarse por la edad para
tener una aventura con una bonita muchacha de veinte
años exactamente igual a como era la esposa veinte años
atrás. En general, la regla de oro del amorío maligno
es la siguiente: “¿A quién puedo elegir para enfurecer
a mi consorte, pero no hasta el punto del divorcio y la
separación, aunque sí lo suficiente para que se decida a
desquitarse?” Una vez alcanzado este objetivo, la pareja
ha tomado el buen camino hacia el matrimonio infernal.
b) El amorío desconcertante es el mejor, si uno tiene
un consorte excesivamente confiado. El plan consiste en
inclinarse al romanticismo con alguien que, por constituir
una elección totalmente imprevisible, desconcierta. Por
ejemplo, un hombre casado con una mujer elegante y
refinada puede tener una aventura con una gorda sucia,
pegajosa e inculta y jactarse de ella ante las amigas de su
esposa. Una dama digna, seria e intelectual puede optar
por una aventura con un hombre de ochenta años o con
un motociclista de dieciséis que es el novio de su hija. En
el caso extremo, el hombre puede decidirse por un hombre
joven. Esto sumirá a su esposa en la perplejidad, y le hará
pensar que hay algo que marcha mal en ella o bien en él, y
que nunca lo notó en veintitrés años de matrimonio.
El mérito del amorío desconcertante radica en que
provoca amargura, pero también incertidumbre, de modo
que el cónyuge vacila, no sabe si recurrir a un hospital
neuropsiquiátrico o desquitarse sin misericordia.
Pag. 148
c) El amorío mítico permite obtener la desdicha
matrimonial sin tener que someterse a la molestia de
buscar realmente una relación con una tercera persona.
Para alcanzar el objetivo basta que uno de los consortes
se convenza de que hay una aventura en curso. Esta
convicción es fácil de lograr si se empieza por comprender
el principio fundamental: para despertar sospechas es
suficiente recurrir a una conducta sutil, o rudimentaria si el
cónyuge es tonto. Contestar en forma extraña una llamada
telefónica, olvidar un número de teléfono en el mármol
de la cocina, demorarse inexplicablemente al volver del
trabajo, o no estar donde se supone que uno debe estar,
son otros tantos signos de que quizás haya una aventura
cuando en realidad no la hay. En caso de suscitarse una
escena con interrogatorio, la negativa debe ser, por
supuesto, demasiado enfática. Se sabe de casos en que
las consecuencias de un amorío mítico han durado años,
corroyendo el matrimonio como el óxido corroe un metal.
Uno de los trofeos otorgados en este campo
correspondió a un hombre que volvió de la guerra. Su
mujer, encantada de verlo, lo abrazó efusivamente. Se
sentaron en un sofá, y cuando estaban a punto de hacer
el amor después de dos años sin verse, él dijo: “Espera.
Tengo que confesarte algo. Cuando estaba en el extranjero,
comí con una mujer”. La esposa dijo que no importaba
y de nuevo le tendió los brazos. Pero inmediatamente se
detuvo y dijo: “Si sólo se trató de una comida, ¿por qué me
lo confiesas en un momento como éste?” Así empezó una
discordia que veinticuatro años después aún continuaba.
El preparó todo de manera que ella nunca renunciara a
tratar de saber qué había ocurrido en esa comida. Desde
luego, era necesario reforzar regularmente las sospechas,
cosa que él hizo durante los años de matrimonio y la
crianza de cuatro hijos. Cuando la atención de su esposa
flaqueaba, él dejaba un nombre femenino escrito en un
cajón de su escritorio, en la oficina, sabiendo que ella lo
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registraría. En la discusión que seguía a cada oportunidad,
resurgía aquella comida de tantos años atrás y echaba
más leña al fuego. No todos pueden forjar la desgracia
marital y pulsar los botones del consorte con tan poco
esfuerzo. Este hombre consumó una hazaña que todos
bien podemos admirar. Por supuesto, a veces se discute
si un amorío mítico es tan eficiente con una aventura
real. Consortes especialmente diestros pueden contar
con ambos: el amorío real es disimulado por un amorío
mítico, con las consiguientes sospechas erradas, que
llevan a la otra persona por una pista equivocada. Una
aventura real tiene el mérito de que puede ser desdichada,
de modo que la persona dispone tanto de un matrimonio
desgraciado como de un amorío infeliz, logrando dos
infortunios al mismo tiempo. Un caso clásico fue cierto
individuo que tenía mujer e hijos y también una amante
con la que tenía un hijo y la trataba esencialmente como
una segunda esposa. Todas las noches comía dos veces y
discutía dos veces, una vez con cada mujer.

LUCHAS MARITALES EN LA VEJEZ


Cuando los niños ya son adultos y uno está demasiado
viejo para amoríos, ¿cómo se puede mantener la desgracia?
Así como los jóvenes no creen que los ancianos tengan
actividad sexual, tampoco creen posibles las reyertas en
la vejez. Les bastará echar una mirada a la más cercana
comunidad donde conviven parejas de avanzada edad para
darse cuenta de su error y no perder las esperanzas. Toda
pareja casada durante muchos años ha desarrollado tal
arsenal propio y ha llegado a discutir tan habitualmente, que
sólo necesita un mínimo de signos y señales para provocar
los más amargos sentimientos. Siempre es posible observar,
por ejemplo, a una joven pareja que va de compras en los
primeros días de matrimonio. El esposo elige algo en el
estante y dice: “Esto vendría bien. La revista Informaciones
para el consumidor dice que no hay nada mejor”. La esposa
Pag. 150
contesta: “No me parece que sea un buen producto, no lo
compremos ni desperdiciemos nuestro tiempo en algo que
leíste en esa estúpida revista”. El contesta: “No es una revista
estúpida, y yo voy a comprar esto, y tú no lo impedirás,
porque yo soy el que traigo más dinero a casa”. Ella replica:
“Estoy segura de que sabes más que yo, pero yo armaré un
altercado que se enterará todo el mundo si llego a tener ese
producto en casa, de modo que dámelo y yo lo pondré de
nuevo en el estante”. Cuando el matrimonio ha llegado a
su cuadragésimo segundo año, ese complejo diálogo se da
de una forma bastante diferente. El marido dice: “¿Esto?”,
y enarbola el producto. Ella contesta: “¡No!” El dice: “¿Sí?”
La mujer se lo saca de la mano y lo devuelve al estante. Del
mismo modo que un telegrama trae malas noticias, esas
pocas palabras despiertan todas las horas de desdicha que
largas discusiones lograron crear en la juventud. Cuando
una pareja ha discutido sobre el mismo punto 1.400.000
veces puede seguir el mismo rumbo tan fácilmente como
un tren sigue el trayecto de las vías. Muchas parejas de
ancianos, sentados uno junto al otro en sillas de ruedas, si
las fuerzas no les alcanzan para golpearse, sólo necesitan
decir una palabra en código para recordar y experimentar
todos los sentimientos dolorosos del caso, sin necesidad de
recurrir a la pelea misma. Todavía poseen sus facultades
de recordar e imaginar, por más que difícilmente les quede
la energía necesaria para discutir. En consecuencia, no se
debe considerar la ancianidad como un erial, sino esperarla
con confianza en la certeza de que será posible tener un
matrimonio infernal aunque sólo resten fuerzas para los
movimientos mínimos. Las personas de edad pueden
tener algo más todavía en perspectiva. Muchas de ellas
creen que en la vida venidera se encontrarán en compañía
de sus íntimos y parientes. Esto les permite regocijarse
con la perspectiva de continuar las reyertas inconclusas
e inaugurar otras nuevas en el lugar que está más allá del
tiempo.
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CAPITULO 8
LA TERAPIA, UN FENÓMENO NUEVO

Entre los misterios de la vida humana, hay tres que


presentan características especiales. ¿En qué consiste la
esquizofrenia? ¿Qué es la hipnosis? ¿Cuál es la naturaleza
de la terapia? Esos misterios tienen aspectos en común.
Los tres suponen un proceso de comunicación paradójica
capaz de exasperar, como diría Gregory Bateson, el teórico
deseoso de “poner todo claramente por escrito”. Los tres
son discutibles; en relación con cada uno hay grupos que
debaten sobre su definición y su naturaleza. En cada uno
de los tres casos se ha planteado incluso la cuestión de su
existencia misma.
De los tres misterios, la terapia ha llegado a ser el más
importante. Grandes sumas de dinero se invierten en el
arte y la ciencia de modificar a alto número de personas.
En el campo científico y en lo que podríamos llamar el
“mercado”, se libran entusiastas disputas sobre los muchos
tipos distintos de terapia. Me referiré aquí, en tono poco
formal, a mis propias aventuras durante los años en que
me dediqué a la enseñanza de este tema y lo investigué. Mi
propia manera de pensar sobre la terapia y de practicarla
se origina en parte en mis maestros, especialmente Milton
H. Erickson, y en parte en investigaciones. Las influencias
ejercidas por la investigación, que aquí pondré de relieve,
me llevaron en el curso de los años a incertidumbres y
confusiones sobre la terapia y, finalmente, a una posición
lógica sobre tal fenómeno.
Empecé mis tareas de investigación en la década de
los cincuenta al estudiar, entre otras cosas, la naturaleza
de la esquizofrenia, la hipnosis y la terapia. En aquella
década estos tres fenómenos experimentaron un
cambio sustancial, porque los entendidos pasaron de
conceptuarlos como individuales, a considerarlos de
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índole interpersonal. Por primera vez, desde que se acuñó
la palabra que la designa, la esquizofrenia se vio como una
respuesta de la conducta a una situación social. La familia
y el personal hospitalario se definieron como parte de la
enfermedad, lo que determinó la aparición de ambientes
terapéuticos y de la terapia familiar. La hipnosis,
que siempre se había entendido como un fenómeno
unipersonal, empezó a serlo como una conducta de
respuesta a otra persona. En vez de considerársela efecto
de una imantación o de una relajación, o un fenómeno
de sueño, se examinó la hipnosis como una respuesta
peculiar a la peculiar conducta de un hipnotizador. Los
trabajos de Milton H. Erickson, que pusieron su énfasis
en la inducción interpersonal del trance, ejercieron su
influencia en esa década. Erickson también tuvo peso
sobre la terapia, que en la década de los años cincuenta
empezó a verse por primera vez como un fenómeno
interpersonal. Antes de ese momento era posible leer la
bibliografía sobre terapia y no llegar a saber qué hacía el
terapeuta durante la entrevista, porque en realidad no se
encontraba presente. La sesión se centraba en el paciente
y sus esperanzas, sus sueños, su pasado y sus proyecciones
en el terapeuta. En esa década se estableció que lo dicho por
un paciente era una respuesta a lo que hacía el terapeuta,
no un mero informe sobre su propia naturaleza interior.
Como lo sostuvo Bateson, un mensaje es al mismo tiempo
un informe y una orden, de modo que involucra a más
de una persona. Según creo, en 1948, John Rosen publicó
por primera vez la entrevista completa correspondiente a
una sesión de terapia, no un simple extracto anecdótico.
Confeccionó entrevistas mimeografiadas y también
reprodujo, palabra por palabra, una entrevista terapéutica
con un paciente con diagnóstico de esquizofrenia. Leer
el diálogo de dos personas durante la terapia, y no un
simple resumen del caso, constituyó una revelación sobre
la esquizofrenia y la terapia.
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Resulta curioso que en la década de los cincuenta todos
hayan empezado a pensar en términos más sociales. Los
etólogos estudiaron a los animales en su ambiente natural,
se prestó atención a la organización de las empresas y se
popularizaron los grupos de todo tipo. Se observó a las
familias en su funcionamiento real y por primera vez, al
utilizarse medios de registro audiovisuales, la conducta
del terapeuta entró a formar parte de la descripción
de la terapia. La cibernética, ciencia de los sistemas
autocorrectivos, proporcionó el marco de referencia
teórico para los procesos grupales en estudio.
Al margen de esto, debo consignar que una influencia
muy importante sobre quienes empezábamos a ver la terapia
como algo interpersonal fue la ejercida por Harry Stack
Sullivan. Don D. Jackson tuvo la tarea de supervisarme y
él, a su vez, fue supervisado personalmente por Sullivan.
Para ilustrar el cambio de mentalidad que se operó en
aquel tiempo, mencionaré que yo tenía a mi cargo, como
terapeuta, a un paciente hospitalizado con diagnóstico
de esquizofrenia, a quien veía a diario desde hacía varios
años. Un día, este caballero inició la entrevista conmigo
diciéndome algo así: “Esta mañana salí en mi submarino, y
debíamos reunimos con el barco que nos reabastecería de
combustible frente a Madagascar, pero desdichadamente
el buque había recibido el impacto de una bomba atómica
y llegó en el último momento, rengueando y tarde, con
sus jarros chinos a media asta”. La respuesta terapéutica
acostumbrada se habría basado en la idea de que el paciente,
puesto que se encontraba encerrado en un hospital y no
tenía un submarino, expresaba la fantasía de una mente
desordenada. El enigma sólo habría girado en tomo de la
posibilidad de que hablara al azar, o en cambio expresara
un significado simbólico basado en experiencias de la
niñez. Debido a la influencia de Sullivan sobre Jackson,
debía hacer frente a otro problema: el problema de la
manera en que el comentario del paciente se relacionaba
Pag. 155
conmigo. Advertí que esa mañana yo había llegado tarde
a la entrevista. La referencia a un barco de abastecimiento
de combustible que llegaba tarde bien podía tomarse
como un comentario cortés sobre mi demora. Por cortesía
entiendo, en este caso, que se me ofrecía la oportunidad
de interpretar en beneficio del paciente qué simbolizaban
para él los submarinos, o bien de ofrecerle mis disculpas
por mi tardanza. Aquéllos eran los días en que los
esquizofrénicos eran los grandes maestros de psiquiatría,
antes de que se pusiera de moda administrarles fármacos.

¿EXISTE LA TERAPIA?
Al considerar hoy esos grandes misterios,
comprobamos que el más revolucionario, en cuanto a
producción de teoría e innovaciones, es la naturaleza de
la terapia. Es también el punto más difícil de investigar.
Cuando estudiamos un tema, preferimos un campo
definido en relación con el cual nos resulte posible reunir
datos y formular hipótesis. Al estudiar la terapia, nos
agradaría conocer de qué hechos se trata, qué teorías
permiten explicarlos y cuáles son las técnicas más eficaces
para determinar cambios bien definidos. Cuando inicié
mis investigaciones en este terreno, no estaba del todo
claro qué se debía examinar y cómo. Más aún, la pregunta
que, por primera vez, se formulaba seriamente era la de si
la terapia realmente existía, en el sentido de que sirviera
para provocar un cambio. ¿Había una correlación efectiva
entre la conducta de un terapeuta y un cambio que éste
procuraba obtener en el cliente, o era la terapia una ilusión?
El hecho de que personas eminentes la hubieran practicado
y de que esa práctica ya llevara varias generaciones no
significaba necesariamente que no fuera ilusoria. Más
de una empresa acometida en la órbita de la ciencia
había terminado por decepcionar. Podríamos recordar
la ciencia de la frenología, o sea el estudio del carácter
por la forma del cráneo y sus protuberancias. Se pensó
Pag. 156
que tal ciencia se fundaba en hechos demostrables, por
lo que contó con muchos entusiastas entre los científicos
universitarios. Durante muchos años se publicaron, en la
prensa especializada nacional e internacional, informes
sobre los resultados que arrojaban las investigaciones
frenológicas. Hoy hemos abandonado todo eso como
ilusorio, pero nos queda, como lección, el hecho de que
muchas personas inteligentes se engañaron al respecto
durante largo tiempo.
¿Podemos hoy decir que hay, acerca de la existencia
efectiva de la terapia, muchas más pruebas de las que había
en la década de los años cincuenta? El número de clínicos
se ha multiplicado por millares, y también aumentó el
número de las escuelas de terapia. Sin embargo, no parece
haber una mayor certeza en cuanto a la teoría y la práctica
de la terapia. Todavía nos enfrentamos con la inquietante
cuestión de si los terapeutas consiguen ejercer alguna
influencia.
Cuando yo empecé a investigar, durante dicha década,
los estudios sobre los resultados de la terapia empezaban
a indicar que ésta no determina ningún cambio. No
menos interesante fue la investigación sobre la remisión
espontánea. Una de las formas que asumió ese estudio
consistió en examinar los cambios que se operan cuando un
paciente está en la lista de espera, dispuesto para la futura
terapia. Se comprobó que del 40 al 60% de las personas
incluidas en la lista se recobraban de sus síntomas. A la luz
de la observación de familia, que efectuábamos en aquel
tiempo, se vio que quizá la remisión espontánea llegará a
ser en realidad mayor que lo indicado por dicha proporción.
Se discutieron las virtudes o ventajas de la lista de espera,
pero sobre todo pareció de suma importancia establecer
si un alto porcentaje de personas se recobraban de sus
problemas sin terapia. De ser así, esto habría significado
que cuando una persona ya había llegado a estar en terapia
en el momento de su remisión espontánea, el mérito iba
Pag. 157
a ser adjudicado al tratamiento. En el supuesto de que la
mitad de los pacientes de cualquier terapeuta se hubiesen
recobrado si el profesional se hubiera limitado a eclipsarse,
aquel terapeuta que no hiciera nada habría sido el más
eficaz por alcanzar una tasa de curaciones del 50%. Para
los profesionales, en consecuencia, el enfoque más seguro
consistiría en no hacer nada. Puesto que así la mitad de sus
pacientes se curarían, el terapeuta no habría podido menos
que confiar en ese punto de vista. Y por entender que la
terapia consiste en producir un cambio, el profesional viviría
en una ilusión que únicamente los resultados económicos
hubieran mantenido. Sin embargo, no sólo el examen de
la lista de espera, sino también el descubrimiento de las
familias y de cómo ellas mismas determinan cambios
condujo a incertidumbres sobre el efecto de la terapia.
Permítaseme mencionar un caso —como siempre debería
hacerse al hablar de terapia— para mostrar tanto lo difícil
que resulta definir qué es un problema, como lo es definir
la situación de cambio espontáneo.
Vino a verme una mujer de 19 años, que presentaba
temblores de la mano derecha. Se trataba de un temblor
incontrolable e intermitente, que había persistido durante
un año de tratamiento y que los exámenes neurológicos
no explicaban. Me la remitieron para que yo curara su
síntoma mediante hipnosis, mientras el psiquiatra seguía
trabajando con las raíces del síntoma en su niñez, todo
lo cual configuraba un curioso arreglo que yo, en aquel
tiempo, a veces aceptaba. Le pregunté a la joven sobre lo
que sucedería si el síntoma se agravaba. Dijo que perdería
su trabajo, porque tenía dificultades cada vez mayores
incluso para sostener un lápiz y escribir. Le pregunté qué
ocurriría si perdía su trabajo. Contestó que entonces su
marido tendría que trabajar. Esto me ayudó a pensar que
el síntoma era interpersonal, aspecto que yo estudiaba
en ese preciso momento. Supe que se había casado poco
tiempo atrás y que el marido no lograba decidirse por ir
Pag. 158
a la escuela o ir a trabajar. Entretanto, ella lo mantenía.
El síntoma podía ser entendido como un problema de la
pareja. Sin embargo, al conversar sobre ese matrimonio,
comprobé que el problema podía definirse en función de
una unidad más amplia. Sus padres se habían opuesto al
casamiento y seguían haciéndolo, pues no aprobaban al
joven. La madre telefoneaba a diario para preguntarle
si ella regresaría a casa de ellos ese día. Ella le subrayaba
a la madre que ahora estaba casada y tenía su propio
departamento. La madre respondía: “Eso no va a durar”. Y
seguía llamándola, para animarla a abandonar a su marido
y volver a casa de sus progenitores. Me pareció que la mano
temblorosa y el comportamiento del marido no podrían
explicarse al margen del panorama familiar. El marido
parecía convencido de que nunca conseguiría contentar a
los padres de ella por más que lo intentara. Si optaba por
trabajar, el empleo no era lo bastante bueno para la hija. Si
decidía ir a la escuela, le replicaban que ella se veía obligada
a trabajar para pagarle los estudios. En consecuencia, se
encontraba imposibilitado de hacer nada.
Apliqué en este caso una variedad de recursos
terapéuticos, con buen resultado. La mano dejó de temblar,
el marido empezó a trabajar y los suegros comenzaron a
ayudar al matrimonio. Sin embargo, durante la época
en que me felicitaba a mí mismo por este éxito, no pude
pasar por alto otro cambio que se había operado durante
la terapia. La joven había quedado embarazada. En tales
circunstancias, iba a verse obligada a dejar su trabajo,
de modo que el mando fue a trabajar para mantenerla.
Los progenitores, que la querían de vuelta en casa, no la
querían de vuelta con un bebé. Empezaron a ayudar a la
pareja. El síntoma desapareció. Como por entonces ella se
encontraba en terapia, el mérito fue atribuido a ésta, y el
número de pacientes que me eran remitidos aumentó. No
obstante, creo que el cambio sobrevenido en la joven bien
hubiese podido producirse estando ella en la lista de espera.
Pag. 159
Este caso, así como otros, me ayudaron a abandonar
el concepto de que los síntomas están profundamente
arraigados en el individuo y a considerarlos adaptativos
a un sistema social. Pueden presentarse y desaparecer
tal como cambia la situación de una persona en la vida.
Naturalmente, cuanto más tiempo se encuentra una
persona en tratamiento, más posibilidades existen de que
haya en su vida un cambio positivo, independientemente
de la acción terapéutica.
No sólo es posible que la terapia tenga escaso efecto;
también lo es que la confianza del terapeuta en su teoría no
se vea afectada por el resultado. Preferiríamos creer no sólo
que podemos determinar qué es la terapia y qué no lo es,
sino también cuándo surte efecto y cuándo no. A menudo
tomamos nuestra certeza de que estamos causando un
cambio curativo como prueba de que efectivamente así
ocurre. Cuando empecé a investigar la terapia entré en
contacto con un inquietante estudio, efectuado antes,
que me impulsó a adoptar una actitud de cautela frente a
la confianza en las teorías. En el marco de un programa
experimental sobre la índole de las familias normales y
las anormales, yo recurría a los servicios de Alex Bavelas,
psicólogo social, como consultor. En su propia línea de
investigaciones, el doctor Bavelas estudiaba las formas en
que los seres humanos construyen teorías. A continuación
resumiré un experimento particular suyo, que no creo
que él haya publicado.
En ese experimento, el doctor Bavelas entregó a los
sujetos un panel con muchos botones y una luz. Les dijo
que el experimento consistía en un test con registro del
tiempo utilizado. La tarea se reducía a establecer los
botones que debían oprimir para encender la luz. Los
sujetos empezaban a pulsar botones y a vigilar la luz. Al
cabo de un rato podían, oprimiendo la serie adecuada de
botones, encender la luz. A continuación explicaban, por
ejemplo, que para ello era necesario apretar el botón del
Pag. 160
ángulo superior, después el del ángulo inferior, luego dos
veces el del medio y a continuación el tercero a partir de
un extremo. Podían probar sus teorías oprimiendo los
botones y encendiendo la luz una y otra vez.
Una vez completada esa tarea, el doctor Bavelas podía
decir, o no, a los sujetos que en realidad la luz se encendía
cada 20 segundos cualesquiera que fuesen los botones
que ellos oprimían. Habían estado viviendo en la ilusión
de que sus actos precipitaban un hecho que, en verdad,
ocurría independientemente de lo que ellos hiciesen. Así
como el terapeuta puede hacerse la ilusión de que con su
tratamiento provoca un cambio que, en realidad, resulta
de otras acciones, del mismo modo los sujetos vivían una
ilusión. Algunos de ellos se rehusaron a creerlo cuando
se les dijo que ellos no encendían la luz. Cuanto más
altos eran el nivel de adecuación y la capacitación de los
sujetos, tanto más seguros se encontraban éstos de que
habían encendido la luz pulsando los botones correctos.
(Algunos renunciaron a la ilusión sólo después de haber
sometido ellos mismos a otras personas al experimento.)
Después de conocer estos resultados, fui cauteloso en
la búsqueda de pautas mediante el interrogatorio de
pacientes y familias.
En mis investigaciones sobre la terapia, traté de
establecer si efectivamente inducíamos los cambios
que creíamos. El hecho de que varias generaciones de
terapeutas hayan creído en la teoría y en los resultados
no significa que la prueba fuese sólida. Permítaseme
mencionar otro experimento de Alex Bavelas que bien
podría retratar la historia de la terapia. En este otro
experimento sobre construcción de teorías, el doctor
Bavelas pedía a sus sujetos que formularan una teoría en
un campo donde ellos no tenían conocimiento alguno.
Les mostraba, por ejemplo, diapositivas de células y les
decía que algunas estaban enfermas y otras eran células
sanas. La tarea consistía en observar esas células y
Pag. 161
conjeturar cuáles eran unas y otras. Puesto que los sujetos
no sabían nada en materia de células enfermas o sanas,
no les quedaba más alternativa que apelar a sus cálculos.
El doctor Bavelas les advirtió que les informaría de si sus
conjeturas eran acertadas o no.
Lo que sucedió en la realidad era que las células
mostradas en las diapositivas se habían elegido al azar,
ninguna estaba, en particular, enferma ni sana. Además,
el doctor Bavelas aplicó un programa Dijo a cada sujeto
que había dado la respuesta correcta en el 60% de los
casos, sin tomar en cuenta lo que él hubiera manifestado.
O sea, que cuando los sujetos conjeturaban si se trataba de
una célula enferma o sana, el 60% de las veces se les dijo
que sus conjeturas habían sido correctas, y el 40% se les
dijo que eran erróneas. El refuerzo no estaba en función
de lo que dijeran: era independiente de sus respuestas.
Los sujetos miraban una célula y formulaban una
suposición; a continuación hacían otro tanto con las
células siguientes, y así empezaban a construir una
teoría. Concluían, por ejemplo, que una célula enferma
presentaba un sector sombreado, y una saludable, no.
Como se les decía que acertaban sólo el 60% de las veces,
pronto dedujeron que considerar enferma una célula que
presentaba un área sombreada era erróneo. Por lo tanto
decidieron que hacía falta algo más. Entonces a la idea de
que hacía falta un sector sombreado le añadieron además
alguna cosa que colgara: eso era una célula enferma. De
nuevo comprobaron que se equivocaban, pues sólo se
les dijo que habían acertado en el 60% de los casos. A
medida que estudiaron las células, debieron acentuar la
complejidad de sus teorías acerca de lo que era una célula
enferma y lo que era una sana.
Cuando se completó el experimento, el doctor Bavelas
pidió a cada sujeto que formulara por escrito su teoría sobre
la diferencia entre las células enfermas y las saludables.
Después ofrecía a un sujeto nuevo esa explicación escrita,
Pag. 162
diciéndole que el anterior sujeto había elaborado esa teoría
a partir de sus conjeturas. Al nuevo sujeto se le indicaba
que recibiera esa teoría, la utilizara si lo deseaba y la
corrigiera si le parecía necesario. El individuo examinaba
la teoría y observaba las diapositivas. También a él se le
decía que había acertado sólo en un 60%, de modo que,
según podía comprobarlo, la teoría recibida era correcta
sólo aproximadamente en un 50%. En consecuencia, él
debía añadir sus propias complicaciones al formular sus
suposiciones. Al hacerlo, creaba una teoría más compleja
aún, que debía explicar por escrito. Esa teoría pasaba a un
nuevo sujeto, de la tercera generación, que la examinaba
y después ejecutaba con ella la misma tarea: el sujeto de
la tercera generación estudiaba esa descripción teórica,
más compleja, y empezaba a aplicarla a su propia tarea
de conjeturar cuáles eran las células enfermas y cuáles
las sanas. También a él se le adjudicaba sólo un 60% de
aciertos. Naturalmente, comprobaba que la teoría que se
le había proporcionado no era suficientemente adecuada;
entonces le hacía sus propias aportaciones y la convertía
en una más compleja todavía.
Cuando el doctor Bavelas se dirigía a un cuarto sujeto,
al que le impartía las mismas instrucciones, el individuo
que estudiaba la teoría, ya extraordinariamente compleja,
decía: “Al demonio con esto”, y la desechaba. Al empezar
todo de nuevo, formulaba sus propias conjeturas y
construía después su propia teoría, basada en el 60% de
aciertos que se le habían adjudicado. Se le solicitaba que
la pusiera por escrito, y esa teoría pasaba entonces a la
siguiente generación de sujetos, y así sucesivamente.
El doctor Bavelas estableció la existencia de una curva
senoidal. En el curso de las generaciones, las teorías
aumentaban en complejidad, hasta que se operaba una
revolución y las teorías anteriores quedaban descartadas.
Los sujetos empezaban de nuevo a acumular una creciente
complejidad al sucederse las generaciones, hasta que
Pag. 163
alguien hacía a un lado nuevamente la teoría. Creo que
ésta bien podría ser una narración de la historia seguida
por la terapia, si no por todas las empresas científicas. Si
aceptamos la idea de que todo terapeuta alcanzará una
tasa del 50 al 60% de buenos resultados al hacer terapia,
con independencia de la acción ejercida en la terapia;
formulará, acerca de la forma en que ésta funciona, una
teoría cuya complejidad aumentará a medida que se
presenten fracasos; la transmitirá a la generación siguiente,
que la encontrará correcta en un 60%, aproximadamente,
de los casos, y añadirá más complejidad a la teoría con
el fin de mejorarla, y así la transmitirá a la generación
siguiente. Llegado cierto punto, los jóvenes terapeutas
dirán: “Entonces todo de nuevo, y abordemos la cuestión
entera en forma distinta”. Formularán entonces una teoría
más sencilla, y así sucesivamente.
Es lícito sostener, a mi juicio, que la terapia conductista
empezó como un rechazo de las teorías psicoanalíticas,
que habían llegado a ser cada vez más densas y complejas,
hasta un punto que dificultaba mucho su comprensión.
Ahora es la terapia conductista la que resulta cada vez
más compleja, al sumársele intrincadas teorías del
aprendizaje y la cognición. Del mismo modo, muchos de
nosotros empezamos a hacer terapia familiar como una
tentativa de formular una teoría más sencilla y descartar
complejidades anteriores que no tenían pertinencia para
la tarea terapéutica. En este momento hay, en la esfera
de la terapia familiar, entusiastas que proponen teorías
más densas y complejas, dotadas de sus propias aventuras
circulares, epistemológicas.
En síntesis, estamos ante la posibilidad de que
nuestras teorías de la terapia se basen en procesos de
cambio espontáneo y no en nuestras acciones. Si así
ocurre, contaremos con un producto razonablemente
bueno, con un alto nivel de confianza en el hecho de saber
que estamos determinando un cambio, y con el consenso
Pag. 164
de los colegas y docentes. A medida que se suceden las
generaciones, creeremos que las teorías mejoran, cuando
en realidad se limitan a hacerse más complejas con el fin
de explicar sus fracasos. Además, todo esto puede suceder
sin que el resultado de nuestros tratamientos dependan
de nuestras propias intervenciones. Tal es el marco de
incertidumbre con que me enfrenté cuándo enseñaba e
investigaba la naturaleza y la práctica de la terapia. Esta es
todavía hoy la situación.

¿QUE ES LA TERAPIA?
Aparte de preguntamos si la terapia tiene realmente
influencia, quienes realizamos investigaciones al respecto
necesitamos determinar qué es terapia y qué no lo es. Así
como resulta difícil decir en qué consiste la esquizofrenia
y en qué no, o qué es hipnosis y qué no, se vuelve difícil
distinguir entre la terapia y otras actividades. El buen
consejo, ¿es terapia? ¿Lo es la influencia accidental y
aleatoria que tiene efecto positivo? Si tal es el caso, ¿qué
ocurre con el criminal detenido, para su rehabilitación,
en una prisión?
Podríamos definir la terapia como el caso de un cliente
que se somete por voluntad propia a un tratamiento con
el fin de cambiar, y sin embargo ése es sólo uno de los
contextos en que se da, puesto que los terapeutas trabajan
también con pacientes involuntarios tanto dentro como
fuera de instituciones. No podemos examinar la terapia
sin considerar su contexto social, y si hay algo nuevo
en el mundo es el empleo de la terapia para restringir y
controlar a personas. En respuesta a una alteración del
orden público, el gobierno proporciona fondos para crear
centros de salud mental en vecindarios pobres, y allí un
terapeuta se encuentra ante el interrogante de si es agente
de control social o un terapeuta que auxilia a un paciente.
Pueden formularse aun otras preguntas sobre ese papel
de agente y para quién se realiza. ¿Es el terapeuta un
Pag. 165
agente del Estado? En una familia, ¿es el agente de los
progenitores que desean controlar la conducta de un hijo?
En el caso de un matrimonio, ¿es el terapeuta que trata a
una mujer por sus problemas de ansiedad el agente de un
marido dispuesto a pagar para que otro escuche las quejas
de la esposa?
En la última década hemos visto que el impacto
social de la terapia se desarrolla en todas las esferas de
la comunidad y ya no podemos seguir pensando que el
tratamiento es un proceso entre dos personas. Es una
empresa, una profesión, así como el agente de muchas
fuerzas.

¿ES LA TERAPIA LA MISMA EN TODAS PARTES?


En alguna época fue posible investigar la terapia en
el entendimiento de que era más o menos independiente
de su contexto. El caso es que hoy la terapia se practica
en tan distintas formas y en tantos contextos diferentes
que esa simplificación ya no es posible. Por supuesto, la
práctica de la terapia diferirá según los ámbitos en que
se la ejerza; en consecuencia, la teoría que la guíe deberá
adecuarse al contexto. Por ejemplo, en la práctica privada
un terapeuta que tiene clientes adinerados, o cubiertos
por un sistema que paga la terapia, aplicará una teoría y
una práctica determinadas. En esta situación, el terapeuta
emplea un tratamiento largo y carente de urgencia, que
explora la naturaleza y los orígenes del descontento
del cliente. La teoría apropiada para este caso ofrecerá
posibilidades de descubrir ideas sutiles en la psique de la
persona, contemplará por anticipado una lenta superación
de la resistencia y supondrá que existe una larga historia de
influencias pasadas que determinan el pensamiento actual.
Esa teoría y ese enfoque estarían fuera de lugar en un
organismo de salud mental que atendiera a trabajadores
menesterosos. Cuando se trata de un marido ebrio, o
una esposa infiel, o un hijo delincuente, ninguno de los
Pag. 166
cuales quiere estar en terapia, pero a los que el tribunal
les impone hacerlo, ¿cómo puede contemplarse la
posibilidad de explorar tranquilamente las fantasías de
la niñez? En tal situación, un terapeuta debe elaborar
una teoría en el sentido de que la terapia debe tomar en
cuenta las influencias del momento, de que es importante
redistribuir el poder con arreglo a una jerarquía y una
organización, y de que la acción, en vez de la reflexión,
es lo que puede aportar un rápido cambio. El objetivo
debe ser más bien un cambio de la conducta que una
modificación del contenido de las fantasías.
A juicio de los investigadores, cuando la terapia cambia
de contexto también debe cambiar de carácter. Si tenemos
en cuenta tan sólo las condiciones de financiación, vemos
que el terapeuta que ejerce en privado y el que depende de
una institución desarrollarán diferentes teorías acerca del
ritmo de avance y la profundidad de la terapia. Quisiera
citar a un gran teórico, Mark Twain: “Si se me dice
dónde obtiene un hombre su pan, yo diré cuáles son sus
opiniones”.
Es posible que la decisión más importante adoptada
en la historia de la terapia haya sido la de que debe ser
pagada por hora. Supongamos que, en cambio, se hubiera
estipulado que el terapeuta debe cobrar una suma fija por
el tratamiento positivo de un problema. ¿No hubiesen
cambiado la teoría y la práctica? Podemos considerar
que ese día no está lejano, a medida que las aseguradoras
médicas, que tanto influyen sobre la índole de la terapia
brindada, consideren la posibilidad de orientarse
hacia la conclusión de contratos breves por problemas
especialmente definidos y resueltos con éxito.

¿QUIENES DEBERÍAN HACER TERAPIA?


En la época en que estudiaba la terapia, no sólo se
puso sobre el tapete el problema de su naturaleza misma,
sino también, inevitablemente, el criterio acerca de quién
Pag. 167
debe ejercerla y de cómo debe ser la preparación de ese
profesional. A medida que los terapeutas empezaron a
agremiarse al obtener sus títulos profesionales, tuvieron
que demostrar que su capacitación era de tal índole que
ellos estaban facultados para introducirse en vidas ajenas,
en tanto que otras personas, carentes de esa formación, no
debían hacerlo. Sin embargo, allí está el curioso problema
de que todas las profesiones exigen preparaciones distintas.
Si los psiquiatras aceptan que los psicólogos hagan terapia,
admiten que sus propios años de estudios de medicina son
innecesarios. Si los psicólogos aceptan que los psiquiatras o
los asistentes sociales ejerzan la terapia, reconocen que sus
años de trabajar con tests e investigar están fuera de lugar. Si
los asistentes sociales dicen que los psiquiatras y psicólogos
pueden hacer terapia, afirman que sus cursos sobre historia
de la asistencia social no son esenciales para un terapeuta.
Mientras se discutía este problema en el círculo de los
profesionales establecidos, hubo una intrusión de nuevas
personas que entraron en este campo por la puerta de la
terapia familiar y diversas formas de asesoramiento que se
encontraban al margen de las profesiones establecidas. Si se
las autorizaba a hacer terapia, todo cuanto esas profesiones
habían enseñado no era necesario.
Me inicié en el ejercicio de la terapia sin haber recibido
una capacitación apropiada, cualquiera que hubiese
podido ser esa capacitación, y llegué a formar a otros a
los que ni siquiera se les había preparado en el College
para hacer terapia. Demostraron ser muy competentes
en esa tarea, aun cuando carecían no sólo de títulos de
capacitación, sino también de todo cuanto los demás
terapeutas de clase media habían alcanzado, es decir, una
educación universitaria. En la década de los años sesenta
entraron los pobres en el campo de la terapia. Tuvimos
que enseñar a los terapeutas de clase media a comprender
a los pobres, o bien, a los pobres a ser terapeutas.
Hicimos ambas cosas. Al emprender la tarea de capacitar
Pag. 168
a gente de la comunidad para el ejercicio de la terapia,
descubrimos que mucho de lo que se consideraba esencial
para un terapeuta en realidad no era necesario. El título
universitario, la formación en filosofía y psicología, los
cursos sobre uso de tests: nada de todo eso parecía ser
indispensable, ya que la gente de la calle, si se le brindaba
enseñanza y supervisión apropiada, podía desenvolverse
eficazmente en la terapia. Resulta claro que, sin importar
en qué consiste la terapia, es posible preparar a terapeutas
de muy distintas maneras y esos profesionales serán
competentes, o más que los que están en listas de espera.

EL EMPLEO DE LA METÁFORA
Aparte de todas las cuestiones sociales que
surgieron durante ese período, desde el principio de las
investigaciones sobre la misma terapia hubo un problema
de carácter teórico. Las analogías formuladas en el plano
de lo teórico, es decir, las metáforas, encerraban a cada
uno en una manera particular de pensar y contribuían a
impedimos la conceptualización de las nuevas formas de
terapia en desarrollo. Parece ser propio de la naturaleza
de la teoría su capacidad para restringir el pensamiento.
En esta particular situación, las analogías eran demasiado
limitadas como para dar cabida a todas las complejidades
y los cambios que se operan en la misma terapia.
Recuerdo a un erudito y distinguido psicoanalista que
inició una disertación con estas palabras: “Todos sabemos
lo que es fuerza y lo que es debilidad. Un músculo es
fuerte, o bien es débil. Lo mismo sucede con el yo. El yo es
fuerte o es débil”. Esa clase de analogía era típica de aquel
momento. En la actualidad, el yo es una entidad hipotética,
una abstracción creada en un intento de explicar
algún fenómeno de la conducta. Considerarlo fuerte o
débil, como es un músculo, y proponerse fortalecerlo,
presumiblemente con la ayuda de algún aerobismo
terapéutico, es tomar al pie de la letra, en la más curiosa
Pag. 169
de las formas, una metáfora. Lo interesante es que en las
tres zonas de misterio a que nos referimos al principio
se produce una confusión entre lo literal y lo metafórico.
En la esquizofrenia, la persona dice con frecuencia cosas
como: “Cuando me pongo nervioso tengo mariposas en
el estómago, y son azules y amarillas”. En la hipnosis, las
imágenes metafóricas son aceptadas como algo natural,
como parte del trance. En terapia, recurrimos a analogías,
historias y metáforas para influir sobre los pacientes, que
responden a ellas como a un mensaje tomado al pie de la
letra. O bien, creamos una metáfora como parte de una
estructura teórica y la tomamos literalmente.
En el momento en que inicié mis investigaciones, no
sólo el yo era tomado al pie de la letra; además, toda la
estructura intrapsíquica estaba dotada de tal realidad que
parecía posible examinarla mediante una intervención
quirúrgica. Existía también la analogía, que imponía
sus propios límites, con la caldera de vapor. Se decía que
si un conflicto no estallaba aquí como consecuencia de
las presiones internas, estallaría allá, bajo la forma de
un síntoma. Es de notar que una analogía mucho más
razonable para la relación entre las personas y el motor
de vapor fue la idea del “regulador” que lo controlaba,
propuesta por Maxwell por los años de 1870, y cuya
importancia no se reconoció hasta que los teóricos de
la cibernética la adoptaron casi un siglo después en una
teoría de los sistemas.
Hubo aun otra analogía, o metáfora, que nos impuso
limitaciones a todos y aun hoy es fuente de confusión.
Utilizada para construir una teoría, también sirvió como
arma polémica contra otras teorías que competían con las
propias. En el marco de una antigua tradición, se sostuvo
que, en el ser humano, las entidades importantes desde el
punto de vista de la terapia se encontraban distribuidas
verticalmente. Es decir, la parte consciente estaba en
lo alto, y la inconsciente en lo profundo. Esta analogía
Pag. 170
permitía hablar de “elevar” algo hasta el plano de la
conciencia o de “sepultarlo” en el inconsciente. También
era posible ofrecer interpretaciones “profundas”, por
entenderse que la zona importante estaba “allá abajo”
en las raíces, no aquí, en el plano superficial. Desde el
punto de vista polémico, resultaba posible decir que la
terapia efectuada por otras personas era “superficial”, en
tanto que la propia era “profunda”. Esto lo dijeron con
frecuencia, acerca de aquellos de nosotros que hacíamos
terapia breve, los profesionales que hacían una terapia
interminable y la calificaban de profunda.
Me pregunto cuántas horas de seminarios y
controversias se han consagrado a esta metáfora de lo
que está arriba y lo que se encuentra abajo. El examen
de otras alternativas permite apreciar lo limitada que
es. Supongamos que se hubiera convenido en que el
inconsciente estaba a la izquierda, no abajo, y que lo
consciente estaba a la derecha. Uno habría podido decir:
“Mi terapia es más izquierdista que la suya”, o bien: “He
efectuado una interpretación de extrema derecha”. Una
objeción a la terapia podría consistir en acusarla de
“derechista”, lo que traería consigo todo un conjunto de
connotaciones.
Una dificultad con que la investigación tropezó
durante años fue la de encontrar los medios apropiados
para mediar un cambio “profundo” provocado por la
terapia, a diferencia de un cambio “superficial”. Ahora
estamos en condiciones de saber que el problema más serio
de la investigación estriba en escapar de esas analogías
y en reconocer, cuando intentamos describir un cambio,
que estamos hablando de personas reales que hacen cosas
en el mundo real.

¿CUANTAS TEORÍAS SE NECESITAN?


Alguna vez se pensó que una sola estructura teórica
podía incluir todos los aspectos del campo clínico:
Pag. 171
diagnóstico, investigación y terapia. No se consideró
necesario tener una teoría para la investigación y otra
para la terapia, o bien una para explicar la etiología y otra
para describir el cambio.
Ejemplo de ello es la teoría psicodinámica: poseía
categorías de diagnóstico, creaba para la investigación
hipótesis susceptibles de ser sometidas a prueba y
abarcaba intervenciones terapéuticas encaminadas a
lograr un cambio. De igual forma, la teoría del aprendizaje
proporcionaba todo el marco de referencia necesario
si uno adoptaba ese enfoque en la esfera clínica. Los
terapeutas de la familia supusieron, a su vez, que la teoría
de los sistemas lo abarcaba todo y era capaz de explicar
tanto la etiología como el cambio.
Si contemplamos hoy el campo de las relaciones
humanas y vemos cómo ha sido necesario curvar y estirar
las teorías para que llegaran a abarcarlo todo, nos parece
lógico que se necesiten diferentes teorías para distintos
fines. Las teorías etiológicas de la psicodinámica no
conducen a un conjunto de operaciones terapéuticas. Por
ejemplo, una persona puede dedicarse a coleccionar zapatos
y tener armarios llenos de ellos. Se la puede diagnosticar
como compulsiva y encontrar el origen del problema
en fijaciones de su niñez. Análogamente, una persona
temerosa de salir a la calle puede ser considerada fóbica y
su temor adjudicado a traumas muy anteriores o a deseos
ocultos. Sin embargo, la teoría no conduce a un conjunto
de operaciones que permitan reducir el número de zapatos
que hay en el armario, ni describe cómo debe hacerse para
que la persona fóbica salga de su casa. Lo más que puede
hacerse con esa teoría es continuar explorando junto con
el cliente la etiología del problema con la esperanza de que
éste desaparezca. De esa teoría no se desprende que existan
siete estrategias para determinar una modificación de la
conducta de coleccionar zapatos. Estos procedimientos
podrían derivar de la teoría del aprendizaje, pero ésta
Pag. 172
sería incapaz de ofrecer una idea interesante y seductora
de la causa por la cual la persona colecciona zapatos. La
teoría psicodinámica tampoco es capaz de ocuparse de
hacer intervenir a un esposo en la terapia de una mujer
agorafóbica para lograr que ésta consiga salir de casa, tanto
como ambos consortes se permitan.
Normalmente, la teoría de por qué las personas son
tal como son constituye la teoría más interesante y, en
consecuencia, quienes siguen estudios clínicos se interesan
más por esa perspectiva que por una teoría de cómo
modificar la conducta del paciente. En las instituciones
donde se estudia es difícil enseñar operaciones terapéuticas
reales. Lo que se enseña, en general, son las teorías que
explican por qué la gente ha llegado a ser tal como es.
Donde parece demostrarse más claramente que la
teoría sobre la causa de un problema no ayuda, cuando
se trata de determinar un cambio en el paciente, es en la
esfera de la teoría de sistemas aplicada a la familia. Resulta
interesante la idea de que las personas quedan atrapadas
en secuencias, e insisten en reiterar ciertas conductas
debido a la acción de procesos autocorrectivos. Es
posible advertir, por ejemplo, que el hecho de que mejore
la conducta de un niño puede llevar a una amenaza de
separación matrimonial, lo cual conduce a una recaída
del niño, seguida por un cambio de actitud de los
progenitores, que entonces vuelven a sentirse unidos. Se
trata de una teoría excelente para explicar la estabilidad,
pero, ¿cómo funciona en cuanto teoría del cambio? No
sólo no conduce a intervenciones claramente aconsejables
para lograr un cambio, sino que constituye una teoría
contraria al cambio. Cuando se trata de modificar un
sistema, es preferible pensar en forma lineal y jerárquica,
porque así las operaciones terapéuticas aconsejables se
hacen evidentes.
Es interesante que, por efecto de la teoría de los
sistemas, haya vuelto a presentarse, bajo una forma
Pag. 173
distinta, la cuestión del libre albedrío. Si se supone que
una persona actúa de determinada manera debido a lo
que otra persona hace, no queda margen para la elección
individual. Se plantea entonces la cuestión de si esa visión
determinista posibilita la terapia: ésta supone que una
persona debe ser considerada responsable de sus actos.
Cuando se procura modificar la situación, una teoría
que explica por qué alguien ejecuta tal o cual acto no es
necesariamente útil
Ejemplo: se puede explicar el maltrato de una mujer
como fenómeno sistémico, en que la mujer provoca al
marido, que entonces la golpea, a continuación de lo
cual la secuencia se repite por sí misma. La cooperación
entre ambas personas constituye una manera de explicar
por qué sobrevienen los malos tratos. Sin embargo, si lo
que uno se propone es poner fin a esa violencia, la teoría
de la contribución de ambos no sirve. Se necesita una
intervención de carácter lineal.
Se podría añadir aun otra teoría por ser necesaria en
este campo. Si lo que los progenitores se proponen es criar
a niños normales, las teorías clínicas no ayudan a hacerlo.
No parece razonable permitir a un pequeño hacer todo
cuanto se le antoje para que no llegue a ser una persona
reprimida, como lo postula la teoría psicodinámica. Ni
tampoco parece razonable asignar a los progenitores
firmes papeles que deben cumplir de acuerdo con un
orden jerárquico, como se podría hacer en el caso de una
intervención estructural destinada a un niño que presenta
problemas. Lo que se hace, cuando algo marcha mal, no
es necesariamente lo apropiado para todo lo que se debe
hacer en condiciones de vida normales.
En síntesis, el campo de la terapia presenta
actualmente la dificultad de que se necesita una teoría
para el diagnóstico, otra para la etiología, otra para las
operaciones terapéuticas encaminadas a lograr una
modificación, y otra para describir la vida normal.
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LINEA DE ORIENTACIÓN
Quisiera recapitular algunas de nuestras
incertidumbres acerca de la terapia y su relación con la
práctica actual de ésta. No podemos tener la seguridad
de que la terapia influya realmente sobre las personas, y el
hecho de que anteriores generaciones estuvieran seguras
al respecto no nos infunde la misma seguridad. Cuando
examinamos la terapia dando por supuesto que existe, nos
encontramos en dificultades para decir qué es y qué no
es. No sólo resulta difícil diferenciarla de las actividades
de control social y de los procesos educativos; además,
parece diferir, según los contextos sociales en que se la
aplique. No consiste en un solo tipo de conducta. Cuando
intentamos pensar sobre la terapia, nos encontramos
confinados y restringidos por metáforas y teorías clínicas
ajenas al problema de cambio que se procura obtener en
el paciente. En vista de todas esas dudas e incertidumbres,
¿cómo puede hoy actuar un terapeuta y docente
responsable? ¿Cómo debemos proceder para no engañar
al público que paga por nuestros servicios? En gran
medida, tales incertidumbres, derivadas de la observación
y la investigación, me condujeron a la particular clase de
terapia que he desarrollado y que enseño. Existen, para
una terapia, ciertas líneas de orientación que me parecen
las más dignas de confianza. Quisiera bosquejarlas.

1. Si vemos que es posible que el cambio se opere


con independencia de la terapia, con riesgo de que el
terapeuta se adjudique el mérito cuando no debería
hacerlo, podemos deducir lógicamente que la terapia debe
ser breve. Ya que si se trata a los clientes durante años,
en todo ese tiempo pueden concluir sus estudios, casarse,
tener hijos, divorciarse y pasar por toda clase de cambios
que es posible atribuir, erróneamente, a la terapia. Las
intervenciones breves pueden revelar mejor si lo que
induce el cambio es la terapia o son factores externos.

Pag. 175
2. Cuando existe incertidumbre acerca del cambio,
lo más aconsejable parece ser centrarse en la situación
más fácil de observar y no detenerse en lo invisible.
Lógicamente, entonces, uno debe interesarse por la vida
actual y real del paciente, que puede ser examinada, antes
que por el pasado, del que no existen pruebas, o por las
fantasías, de las que no se puede demostrar nada.
Si se prefiere creer que el pasado de una persona
programará su presente, parte del propósito de la terapia
consistirá en cambiar el pasado. Mediante las diestras
técnicas de remodelación que hoy utilizamos, y con la
ayuda de un cuidadoso empleo de la amnesia, es posible
impedir que la gente tenga los terribles pasados que
alguna vez tuvo. El uso de la amnesia es particularmente
útil. Al parecer, podemos llevamos muy bien unos con
otros si hoy olvidamos lo que nos hicimos mutuamente
ayer. Remodelar el pasado con arreglo a la ideología
psicodinámica y, de esta manera, traer a la luz todos sus
peores aspectos traumáticos parece ser de menos ayuda
que reestructurarlo en forma más positiva y recurrir a la
amnesia para olvidar su peor parte.
3. Si hay dudas acerca de cómo verificar el resultado de
la terapia, podría considerarse razonable que el terapeuta
se centrara en un problema particular. De esta forma uno
puede determinar si el problema subsiste o no. No parece
razonable, en cambio, aceptar para la administración de
terapia problemas de carácter ambiguo, o problemas de
relación de sistema, cuando resulta imposible establecer
si fueron modificados con éxito.
4. Para reunir pruebas acerca de lo que sucede en
la vida de un paciente, así como para determinar si la
terapia está provocando un cambio, probablemente lo
mejor sea permitir la intervención de la familia. Esta no
sólo puede contribuir al éxito de la terapia, puesto que
los parientes inspiran cambios que el terapeuta por sí solo
no puede lograr; además, ayuda al terapeuta a situarse
Pag. 176
en el contorno real, donde es posible observar, si lo hay,
el cambio. Una mujer que sólo ofrece fantasías sobre el
marido no proporciona la información que llega cuando se
dirige a su marido. En la actualidad se tiene una clara idea
de la desventaja que suponía para los terapeutas de antes
su negativa a verse con los parientes, incluso hablarles por
teléfono, porque creían que ello interfería en las fantasías
del terapeuta sobre la familia.
5. Si el terapeuta quiere estar seguro acerca de si tiene
o no influencia, lo más sensato parece ser que concentre
su atención en la conducta e imparta directivas de
cambio, en vez de limitarse a hablar sobre ideas. Discutir
problemas a la luz de la introspección sólo conduce a
modificar la capacidad del paciente para considerar las
cosas a esa misma luz, a diferencia de lo que sucede con
un cambio de conducta, que puede ser observado. Este
problema se encuentra al margen del hecho de que las
personas adoptan una actitud más cooperativa y menos
resistente al cambio si uno evita formular interpretaciones
o facilitar la introspección.
6. Si el terapeuta se propone influir sobre la conducta
de un paciente para modificarla, es lógico que organice
la terapia con vistas a lograr que suceda eso. Limitarse a
estar sentado detrás, a escuchar y decir: “Cuénteme algo
más sobre ese punto”, significa hacer una terapia que no
se dirige a nada, no tiene lugar de destino. Para que la
terapia alcance un objetivo, el terapeuta debe fijarlo. Para
llegar allí el terapeuta debe, tanto como le sea posible,
preparar como mejor pueda lo que va a ocurrir. Parece
ingenuo confiar al cliente la iniciativa de la conversación,
la conducta y las ideas, cuando él mismo ha acudido a la
consulta porque no sabe cómo cambiar su manera de ser.
7. Si queremos estar seguros de que no estamos
cobrando dinero por razones falsas y de que nuestra
terapia surte efecto positivo, es indudable que debemos
capacitar a los profesionales en la aplicación de técnicas de
Pag. 177
terapia eficaces. Así como el tratamiento debería centrarse
en el presente que puede observarse, la capacitación
debería atender sobre todo a las acciones del terapeuta
que pueden observarse, recurriendo, preferiblemente, a la
videocinta o a la práctica realizada en una habitación con
un espejo unidireccional. Que la posibilidad de enseñarle
a un terapeuta cómo se puede influir sobre un paciente
dependa de su terapia personal es lo mismo que evitar que
aprenda cómo modificar a toda persona en general.
Tal vez, si reflexionamos un poco lo que mayor
importancia tenga sea confiar en las ideas y acciones del
propio terapeuta. El énfasis puesto antes en la terapia
personal formó a profesionales que se sentían inquietos
con sus propios conflictos inconscientes y sus impulsos
internos hostiles y agresivos. En la actualidad parece
ingenuo enseñar al terapeuta a desconfiar de sí mismo y
a continuación esperar que, con la confianza necesaria
del caso, ofrezca alimento y ayuda al desamparado y al
infortunado.
Las líneas de orientación que acabamos de exponer se
basan en una idea, cuya claridad se evidencia por sí misma,
acerca de la terapia, y lo que salta a la vista es una curiosa
comprobación. Se diría que los procedimientos que
recomiendo para la terapia son precisamente lo opuesto
de los que se empleaban hace treinta años, en el momento
en que inicié mis investigaciones sobre el tema. En aquella
época, y todavía hoy, ocasionalmente, en las grandes
ciudades, imperaban ciertos supuestos: se entendía que
la terapia debía ser de largo plazo y tratar acerca del
pasado y no del presente, que no debía centrarse en un
problema sino en cuestiones de carácter vago, que debía
evitarse el contacto con todos los parientes del paciente
y que la introspección, la intuición y la interpretación
constituían el principal recurso terapéutico, en vez de
la acción; asimismo, se ayudaba a la persona a recordar
todos los momentos más desagradables del pasado, y
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la capacitación profesional consistía sólo en la terapia
personal del terapeuta.
Había aun otro aspecto que muestra una diferencia
con la tendencia actual de la terapia: en aquellos días el
terapeuta no se hacía responsable de provocar un cambio
en el paciente. Si alguien preguntaba a un analista:
“¿Consiste su tarea en modificar a las personas?”, el analista
respondía que no. Su tarea era ayudar a las personas a
comprenderse a sí mismas; que cambiaran o no era cosa
de ellas. La posición opuesta parece hoy más razonable en
lo que concierne a la responsabilidad. El terapeuta ya no
es sólo un consultor, sino alguien que tiene entre manos
la modificación de una persona y fracasa si el tratamiento
fracasa. Tal como lo diría Erickson, un terapeuta debe
aprender muchas maneras distintas de modificar a
muchas clases diferentes de personas, o bien dedicarse a
otra profesión.
En resumen, la corriente más importante de la terapia
actual representa lo opuesto de lo que se hacía en el
pasado. Algunas personas han cambiado por influencia de
maestros, otras lo han hecho gracias al método de ensayo
y error, y otras, después de estudiar las investigaciones
sobre terapia. Hoy existe una generación de profesionales
que han adoptado seriamente el camino de determinar
cambios en los individuos. No son asesores ni consultores,
ni observadores objetivos, como tampoco especialistas
en la formulación de diagnósticos. Son seres cuya tarea
consiste en adquirir pericia en el arte de influir sobre
otros. Están capacitados para lograr que otras personas
sigan sus sugerencias, con inclusión de sugerencias que
ellas mismas no saben que están recibiendo.
Hemos llegado a un momento revolucionario en el
campo de la terapia.
En vez de preocupamos con pesimismo por la
posibilidad de que los terapeutas no tuvieran influencia
alguna sobre las personas, tal como, según lo he sugerido,
Pag. 179
ocurría al comenzar el ejercicio de esta profesión, lo que
ahora nos preocupa es la perspectiva de que los terapeutas
adquieran tal destreza en el arte de influir, que debemos
pensar en la manera de gobernar a los terapeutas.
Si bien hoy los profesionales no poseen una capacidad
extraordinaria, la visión de lo que puede llegar a ser el
futuro si continúa la tendencia actual merece alguna
reflexión. Habrá un grupo de personas expertas que
consagraron años en capacitarse y practicar la técnica de
influir sobre las demás. Sabrán cómo impartir directivas
que serán seguidas, y cómo influir sobre otros sin que éstos
se den cuenta. Serán capaces de movilizar las fuerzas de la
familia y la comunidad con vistas a provocar los cambios
que ellos desean. Grupos de terapeutas combinarán
sus ideas en la planificación de estrategias tendientes al
cambio. A medida que esos profesionales y sus maestros
adquieran creciente pericia en sus prácticas, utilizarán en
beneficio propio el poder que ejercen sobre otras personas.
¿Cuáles serán los límites de ese poder?
Cuando consideramos los tres misterios, que mencioné
al principio, de la vida humana, vemos que la gente
siempre ha tenido miedo a la esquizofrenia y a la hipnosis.
Se acerca el tiempo en que la terapia podrá despertar
temores y, en rigor, ya los ha despertado. Si capacitamos a
profesionales para que adquieran pericia en la manera de
influir sobre los demás, debemos procurar que confinen el
ejercicio de su destreza al logro de objetivos positivos. Se
trata de un problema que los maestros de artes marciales
afrontaron cuando enseñaron las maneras más científicas
de utilizar la fuerza corporal en el combate. De poco sirve
afirmar que a los terapeutas no debe interesarles el poder,
puesto que para ayudar a otros a veces es necesario ejercer
poder y contar con la destreza correspondiente. Tampoco
parece razonable enseñar a los terapeutas a ser ineptos,
como medio para evitar que influyan. Como es lógico,
necesitamos a terapeutas que sean capaces de ayudar a
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personas acongojadas gracias a que saben cómo hacerlo.
Entretanto, ¿cómo controlaremos a esos individuos que
adquieren pericia en el arte de controlar a otros?
Lógicamente, la capacitación de tales profesionales en
las técnicas terapéuticas debe efectuarse en un marco de
ética y autodisciplina. Nuestro problema se complica cada
vez más a medida que entran en este campo terapeutas
de tantas clases distintas y que la terapia se transforma
en una profesión lucrativa antes que en el ejercicio de
una vocación. La capacidad técnica puede servir para
transformar a personas en pacientes por razones de
dinero, aunque también sirva para curarlas. Posiblemente,
el modelo hacia el que debamos volvemos sea el que
desarrollaron otras personas para controlar a individuos
capacitados en el empleo eficaz de la energía y el poder. En
definitiva, podríamos adoptar un modelo derivado de las
artes marciales y la religión oriental, que enseñan maneras
de alcanzar poder dentro de un marco de armonía y
control propio. En ese sentido, sena apropiado adoptar
preceptos de la filosofía aikido. Podríamos constituir
una sociedad donde la terapia se definiese del siguiente
modo: “El arte de defenderse y defender a la sociedad sin
aprovecharse de otras personas ni infligirles daño”.

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