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Karlfried Graf Dürckheim

El zen
y
nosotros
INTRODUCCIÓN

¿Tiene interés el Zen para los occidentales?

¿Qué interés tiene el Zen para los occidentales? El Zen,


actualmente está en la boca de todos. Toda publicación
sobre el Budismo-Zen encuentra ávidos lectores. ¿De
dónde proviene este misterioso atractivo del Zen? ¿Es
pura moda? ¿Es curiosidad por lo exótico? ¿Es una
evasión de la propia problemática hacia un mundo
desconocido? Todo ello puede influir parcialmente.
Pero en realidad es otra cosa lo que da al Zen su fuerza
de atracción.

El hombre actual va sintiendo la profunda insuficiencia


de las estructuras ambientales que le condicionan.

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Desde su más auténtica esencia, siente, cada vez
con más intensidad, que el imperio de las formas de
pensar y actuar con que ha de hacer frente a su vida
en ·el mundo, dejan vacía de sentido su vida interior.
Cuando la fe no le anima, su creciente soledad interior
le arrastra a evadirse de sí mismo y proyectarse en
el mundo exterior. Alienado de sí mismo, le falla el
hálito vital. Angustia y sentimientos de culpabilidad se
adueñan de él. No se explica por qué y, desconcertado,
busca una salida. Pero, en cuanto llega a su manos algún
texto escrito por un Maestro del Zen, algo profundo
parece agitarse en él, como si sintiera la caricia de una
brisa fresca, un aura primaveral que fundiera la capa
de hielo que recubre su ser y suscita, con promesas de
liberación, una nueva vida. En eso está la fuerza de
atracción de las fórmulas y manifestaciones del Zen:
nos prometen la liberación de la miseria que supone el
desconocimiento de nuestra propia vida y ser.

Todas las auténticas manifestaciones vitales del Zen


penetran a través de la costra de lo pasado petrificado
y testimonian la posibilidad de un nuevo acontecer.
Desbaratan las sólidas estructuras de imágenes,
conceptos, y modelos que nos dirigían y protegían,
pero nos apartaban también de la vida auténtica que
se manifiesta en un incesante devenir. El Zen viene
a incidir y rozar eso peculiar e individual, siempre
cambiante, liberador y creador que nunca se estanca
en lo ya acontecido y que no puede ser aprisionado
en moldes rígidos. El Zen abre las puertas que llevan
a la liberación. Por eso, el Zen resulta incómodo para
el buen burgués que anida en nosotros, aferrado a su
hábitos familiares y constituye una amenaza para los

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guardianes de la ortodoxia esclerotizada y, asimismo, es
un reto para los defensores del Sistema, bien instalados
en él y desde el que dominan el mundo sin estridencias
ni resistencias; provoca también la inquietud en aquellos
que vinculan la palabra «realidad» a algo que sea total­
mente comprensible para el entendimiento. Lo que nos
aporta el Zen, escapa totalmente al entendimiento.
Pero, precisamente por eso, el Zen tiene una tan
grande fuerza de atracción y está tan lleno de promesas
para cuantos añoramos horizontes más amplios por
ver que nuestra vida se queda prisionera de la perezosa
tranquilidad de conceptos ya hechos y anhelamos esa
vida real que solo hace eclosión cuando acertamos a
evadirnos de las seguridades de lo relativo para saltar a
la aventura del con­tacto con lo absoluto.

¿Luz de Oriente?

Pero ¿es que algo tan decisivo como promete el Zen,


puede provenir de Oriente? ¿Es que ese manantial
tan secreto no fluye también entre nos­otros? Sí, pero
se encuentra profundamente soterrado. La evolución
que ha seguido el espíritu occidental ha venido a
ocultarlo a nuestra conciencia, o lo ha desacreditado.
En cambio, en Oriente el camino hacia ese manantial
está despejado y desde la antigüedad se le dio un cauce
amplio y múltiple por el que fluir libremente. Pero ¿es
que el Oriente sigue siendo lo que fue? ¿No ha seguido
una evolución que le está corrompiendo y que nada
propio nos puede· aportar? Es una pregunta que se
oye con frecuencia. Pero, así como la importancia
que tiene para nosotros el espíritu de la antigüedad

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de­pende muy poco del grado de desarrollo a que ha
llegado el pueblo griego, así también poco cambia
la importancia del espíritu del Extremo Oriente y
de sus logros, por el desarrollo político, económico
o religioso de pueblos como Japón, China o la India.
Acaso ese desarrollo, que parece tan amenazador para
los testigos supervivientes del antiguo espíritu del
Extremo Oriente, es lo que ha hecho sacar a la plena
luz de nuestra conciencia la ‘importancia que para
nosotros tiene la espiritualidad oriental. Y tanto más,
cuanto que comprendemos que el ímpetu con que los
pueblos orientales asimilan las formas de pensar y vivir
de occidente, no testimonia únicamente la avidez de las
técnicas y productos occidentales por simple afán de
poderío y bienestar, sino que expresa además, a nivel
más profundo, la necesidad de desarrollar finalmente
un sector del espíritu humano que había quedado
descuidado y, sin cuya maduración, tampoco se. es
hombre integral: el sector racional con que el hombre
se adueña teórica y prácticamente del mundo.

Recíprocamente: cuanto más nos interesamos, por


su secreta fuerza de atracción, por los testimonios
de la antigua espiritualidad oriental, tanto más claro
aparecerá que las divergencias que apreciamos entre el
espíritu oriental y occidental no se deben, en definitiva,
a una oposición de tipo racial, sino que son sólo
expresión de un problema inherente a la naturaleza
humana. Así como la moderna psicología profunda
ha evidenciado ·que el varón, para llegar a ser hombre
y varón cabal, debe acertar a reconocer asimismo
lo femenino y tomarlo en serio y desarrollarlo, así
también el hombre occidental, para llegar a ser hombre

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cabal y, también, occidental cabal, sin menoscabo de las
calidades específica­mente humanas, deberá aplicarse a
desarrollar en sí mismo todo aquello que inicialmente
le parece oriental y que está a la espera de ser valorado
y explotado.

En la espiritualidad oriental, bajo apariencias


típicamente orientales, se dan aspectos y posibilidades
humanas que quedan en nosotros atrofiadas y
soterradas bajo rasgos típicamente nuestros, aunque
son peculio del ser humano plenamente desarrollado.
Así entendida, la sabiduría budista, especialmente el
Zen, contiene elementos que no son sólo orientales, sino
de una significación profundamente humana. Algo, en
fin, que es de gran importancia en estos tiempos en que
están sonando señales de alarma de los peligros que
comporta nuestro desarrollo tan unilateral.

Aspiración central del Zen

¿Cuál es la aspiración y pretensión central del Zen?


El re-nacimiento del hombre a través de la vivencia
profunda del Ser.
El Zen nos enseña el descubrimiento empírico del
núcleo transcendente de nuestro ser; nos hace sentir
el «aroma» del Ser Divino en nuestra existencia
intramundana. Pero no nos lo enseña de manera
analítica, o mediante procesos deductivos, ni al modo
de un sistema metafísico especulativo, sino como un
camino hacia vivencias que, básicamente, están dentro
de las posibilidades del hombre. A través del Zen
venimos a sentir que nuestra existencia mundana,

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desgarrada entre la vida y la muer­te, hunde sus
rafees en ese Ser supramundano que somos todos
en lo más profundo de nosotros mismos y en cuya
toma de conciencia reside nuestra principal tarea
y nuestra gran oportunidad. Esa experiencia y su
comprobación presuponen ciertamente la superación
de una inveterada forma de con­ciencia en la que
vivimos habitualmente. Lo que esto significa como
posibilidad, como exigencia, como vía a seguir y como
logro final, es lo que el Zen enseña de manera válida,
no solo para los orienta­les, sino también para
nosotros occidentales. Y, puesto que ha llegado para
nosotros el momento de dar ese paso superador, toda
vez que hemos llegado ya al límite, es evidente la
importancia que reviste el Zen para nosotros. Lo
que el Maestro oriental propone al alumno a quien
inicia por ese camino de superación, empujándole
con duros ejercicios hasta límites intolerables más allá
de los cuales brilla una luz totalmente inédita, es lo
que está hoy al alcance de muchos de nosotros; y no
por fuerza de la fatalidad, sino por la misma evolución
total del espíritu occidental. Cada vez son más los
hombres que han llegado a una situación límite
en que no sólo sienten desazón y repulsa frente
a lo que ocurre en su derredor y en sí mismos, sino
que sienten además en su interior los signos pre­
cursores de algo Nuevo que trae promesas de libe
rac10n. Pero, así como siempre que surge la vida
entran también en juego fuerzas antagónicas y la
inercia de lo ya adquirido trata de cerrar el paso
a lo nuevo, así también está hoy en acción el poder de
las tinieblas y todas las fuerzas retrógradas para, bajo
capa de honorables tradiciones religiosas y científicas,

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cerrar el paso al mañana que canta. Y, una vez más,
la labor de zapa, clara o disimulada, de la reacción,
es facilitada por el modo nefasto de hablar y actuar de
aquellos que ·no conocen auténticamente lo Nuevo y «lo
expenden a lo barato», poniendo estas excelsas energías
que irrumpen arrolladoras, al servicio de un mundo
endemoniado, mediante desafortunadas prácticas de
conocimiento y entrenamiento.

De labios de todos oímos palabras como Nada y


Ser, Fronteras y Superación, Tao y Zen. Todo se dice
y repite hasta la saciedad y, sobre todo, es adulterado
al proponerlo como algo que puede ser en­tendido
y asimilado sin esfuerzo y aplicación. El resultado
es que, temas que pertenecen al nivel de la praxis
existencial, quedan reducidos a objeto de reflexión
meramente especulativa. Desde ese momento,
fácilmente nos entusiasmamos con fórmulas abstractas
y conceptos altisonantes sin tener idea precisa de las
exigencias concretas que comportan, ni aplicarlas
a la propia persona. Este es también el peligro que
acecha si se toma el Zen a la ligera. Sin embargo,
debemos saber: lo que en este tema pueda parecer pura
especulación y excesivamente abstracto al profano
y poco experto, es una cálida experiencia que incide
en esas profundidades de nuestra vida, transidas de
perenne muerte y resurrección, que sólo esperan su
de&cubrimiento y eclosión. Una vez des­cubiertas,
ello representará el acontecimiento decisivo que lo
revoluciona y regenera todo en nuestra vida. En
torno a ese acontecimiento, y sólo él, gira el Zen:
en torno al Satori, la «gran experiencia» en que la
VIDA que perennemente nos engendra y nos acuna, y

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que vivimos con nuestra existencia, penetra hasta lo
más hondo de nuestra conciencia.

La «gran experiencia» es una vivencia que aguar­da a


todas aquellas personas que, en razón de su idiosincrasia
o por indigencia interior, están maduras para ella, sea
cual sea su religión. Ciertamente esta experiencia es el
prerrequisito de toda renovación de la vida religiosa, si
es que se trata de personas que han roto su originaria e
inconsciente vinculación con los estratos radicales de
la vida, que han perdido su fe, otrora anclada en ellos,
y han fracasado en su tentativa de superar racional­
mente lo incomprensible de la vida.

El. Zen nos lleva a la verdad de la vida, bajo las


formas, es verdad, de una floración de la rama oriental
del árbol de la vida humana; pero nos habla de una
experiencia, sabiduría y adiestramiento accesibles en
realidad a todos.

El Zen, pues, esencialmente no es una religión o visión


del mundo especial que trate de imponer a personas
de otra formación, una estructura extraña, sino que
propone esa luz capaz de transfigurar las policromas
vidrieras a través de las que hombres y pueblos
buscan el cielo de la libertad según su idiosincrasia y
tradiciones. El Zen representa esa lluvia bienhechora
que convierte las semillas en plantas y sin la que todo
retoño se agosta. El Zen nos habla de esa tierra en que
deben ahondar todas las raíces de la vida y en el que
todos deben hundir sus raíces si quieren recuperar su
autenticidad y re novarse. El Zen nos habla de aire

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sano que respirar, sin el que la vida humana camina
a la asfixia.

El Zen como respuesta existencial

El Zen es un movimiento arrollador que nos viene de


Oriente, pero que es frecuentemente mal interpretado.
Para que el Zen resulte provechoso, se requieren dos
condiciones. Debemos llegar a captarlo despojado de
su cáscara oriental. Debemos acertar a despojar de
su revestimiento oriental, budista, zénico-oriental, lo
auténticamente humano; esos revestimientos tras los
que, para nosotros occidentales, está latente la profunda
verdad humana del Zen: Aun así, sólo llegaremos
a captar el men­saje del Zen, si nos esforzamos por
acogerlo no con interés puramente teórico, sino
abordándolo con to­das las ansias de nuestra indigencia
existencial. Nada captará del Zen, aquel que lo aborda
dentro del marco de lo teóricamente conceptuable, a la
distancia del que contempla curiosamente un objeto.
Porque, a esa distancia, no hay Zen en absoluto.

Así como el amado y lo que él significa sólo existen para


el que ama, ni hay enemigo sino para el que le teme como
tal, ni amigo sino para aquel que ve en él comprensión
y simpatía; y así como el médico no lo es sino para
el enfermo, así también el Zen no existe sino como
respuesta viva a la propia realidad existencial, llena
de esperanzas o lágrimas. Si se toman las expresiones
del Zen de manera puramente objetiva, para valorarlo
lógica o estéticamente, jamás captáremos su mensaje
o lo entenderemos mal, o lo encontraremos oscuro o

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abstruso. Y siempre acecha el peligro, cuando se trata
de compendiar lo inaprensible en imágenes o conceptos
abstractos, de que su significación pro­fundamente
existencial. se desvirtúe en el sentido de objeto a
considerar a distancia.

A veces raya con lo grotesco, la suficiencia con que


el occidental, muy satisfecho de su racionalidad y
lógica, enjuicia el contenido y valores de las religiones,
a excepción de la suya propia; con una actitud en
que el significado existencial de la religión desaparece
totalmente y sólo quedan sus aspectos superficiales, las
imágenes y ropaje exterior, las fórmulas y conceptos
que, sin su significado existencial, resultan engañosos
y sin vida. Una religión vital, y sólo en ese sentido.
es realmente religión, da siempre respuesta a una
indigencia y anhelo existencial. Si se descarta esa
dimensión, ni hay religión, ni verdadera comprensión
de la misma. Y, actualmente, ¿no son los propios
guardianes y jerarcas de las religiones, quienes se
encuentran frecuentemente muy ajenos a las raíces
existenciales de la doctrina que representan, de la
teología? ¿Cómo, si no, pueden mirar como peligrosa
psicologización del con­tenido religioso objetivo, todas
las tentativas de reinserción de la revelación contenida
en el culto y dogma en su prerrequisito existencial:
las profundidades del acontecer personal, como si el
contenido sobrenatural y supramundano de la religión
humana no hubiera de exigir prerrequisito ninguno y
ningún punto de inserción en el hombre mismo?

La religión, en cuanto fuerza interior de los corazones,


se desvirtuará siempre en la medida en que se salga del

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ámbito de la vida personal y existencial, marcado por
el dolor y esperanzas humanas, único campo en que
conserva su sentido, valores y vitalidad. Allí donde el
hombre no responde de corazón a una predicación,
esta se convierte en una doctrina cuyos artículos hay
que creer en un verdadero salto mortal del espíritu,
o en una visión del mundo cuya coherencia y validez
está subordinada a los principios de la inteligencia.
De otro modo, ¿cómo es posible que en la actualidad
abandonen sus creencias millones de hombres, por
el solo hecho de que les sobrevienen acontecimientos
y ocurren cosas que no logran armonizar con la
estructura racional de sus ideas sobre la ordenación y
justicia divinas?

Extravío de los espíritus en el campo de las creencias,


que se suele legitimar por creer errónea­mente que
el contenido objetivo y obligante de la religión debe
ser apuntalado firmemente frente a la vivencia
exclusivamente subjetiva del individuo. Pero esto
descuida tres aspectos importantes:

1.° La distinción entre «objetivo» (determinable


conceptualmente) y «subjetivo» (anclado
exclusivamente en el sentimiento personal), tan
necesaria para el mundo de las realidades expresables
conceptualmente, es extrapolada a un campo en el que
ya no se trata de hechos objetivos en el sentido de las
ciencias naturales sino de realidades que sólo toman
cuerpo para el hombre en la medida en que las acoge y
entrega a ellas su corazón.

2.° Se califica o descalifica a estas experiencias religiosas


como algo puramente subjetivo. Al hacerlo así, se pasa

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por alto el hecho de que en el seno de la experiencia
religiosa o personal, hay que distinguir radicalmente
entre la vivencia condicionada y puramente individual
del YO limitado en el tiempo y espacio, y esas otras
experiencias personales que brotan del núcleo medular
de la persona y de su misma esencia supraespacial
y supra-temporal. Tales experiencias ya no están
psicológicamente condicionadas o sólo lo están en las
imágenes e interpretaciones que les sirven de marco
y sólo en ese sentido son también «puramente
subjetivas». En su contenido nuclear testimonian una
esencia supramundana del hombre como sujeto
personal. Allí donde ese sujeto habla desde lo más
hondo de su ser, lo que dice tiene validez intemporal.
Por eso mismo la perenne validez de la irrupción
de esta experiencia eclipsa la validez de los demás
conocimientos científicamente objetivos. ¿Cómo, si
no, se explica que los testimonios de los grandes
maestros y místicos, a comenzar por Laotse, hoy como
siempre, hagan tan profundo impacto, con sus axiomas
atemporales en cuantos se encuentran maduros para
estas experiencias?

3.° La tercera objeción contra la aceptación y tolerancia


de esas experiencias que pretenden testimoniar de
realidades transcendentes, proviene, en el campo
cristiano, del hecho que la teología aplica los términos
de «sobrenatural» y «transcendencia» exclusivamente
a realidades divinas que superan lo humano y no los
admite para designar aun las más profundas realidades
del hombre, puesto que estas, en cuanto intrapsíquicas,
se encuentran abisalmente separadas de lo divino
y transcendente. Sin dejarnos arrastrar a polémicas

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con los teólogos, hemos de replicar que, dentro de la
experiencia humana, hay indiscutiblemente algo que
rebasa todas las fronte­ras de la humana razón. La
vivencia que aporta «ese algo», tanto por lo que se
refiere a sus calidades «a degustar»,. como por lo que
hace a la plétora de energía y sabiduría que de
ella resulta, es tan radicalmente diferente de las demás
vivencias ordinarias, por eminentes que sean, que si
a estas las denominamos psíquicas, naturales, humanas
o mundanas, a aquellas habremos de designarlas como
metapsíquicas, supranaturales, supramundanas y
transcendentes. Sólo en este sentido, utilizaremos en
la traducción castellana los términos de «supranatural»
o «supramundano». La cuestión de si esas experiencias,
en cuanto pertenecientes al marco preteológico de la
piedad natural, deben ser descartadas de la teología
propiamente dicha o si, por el contrario, toda
teología que se aferre a esa dicotomía queda superada
por la experiencia mística del Zen, es cuestión que
rebasa la finalidad de este libro y que no vamos a
tratar. Una cosa hay cierta: sólo podremos acceder al
núcleo central del Zen, si nos abrimos a él desde lo más
hondo de nuestras vivencias es decir desde lo profundo
de nuestra indigencia y llegamos a sentirlo como algo
necesario. ¡O como un presentimiento de plenitud
personal! Si el Zen ha de sernas provechoso,
debemos, pues preguntarnos:
«¿Cuáles son las indigencias y anhelos del hombre
occidental de hoy y cuál es la respuesta que les da
el Zen? ».

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NECESIDADES E INDIGENCIAS
DEL HOMBRE OCCIDENTAL

INDIGENCIA Y ESPERANZA: FUERZA


IMPULSORA DE LA BÚSQUEDA

La gran fuerza impulsora que mantiene al hombre en


perpetua alerta, le sostiene en lo alto y le empuja hacia
adelante, es el . dolor. «Fijáos bien, espíritus reflexivos,
el rápido corcel que os conducirá a la perfección, es
el dolor» (M. Eckart).

Así como el dolor es origen de la búsqueda, así también


la liberación del dolor es la meta. Requisito para
lograrlo: el conocimiento de las causas del dolor y el
conocimiento del camino para eliminarlas.

La raíz del sufrimiento es triple: la angustiosa


inseguridad de esta vida y su gran fugacidad: para
remediarlas, el hombre buscará un sólido apoyo. La
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insatisfacción ante la falta de sentido de la vida;
para remediarla, el hombre tratará de darle un sentido
coherente. La inconsolable indefensión de la vida; para
remediarla, el hombre buscará un refugio seguro.
Inicialmente, el hombre busca ese apoyo, ese sentido
y ese refugio en el mundo por sus propias fuerzas. En
ese intento, llega a fronteras in­franqueables, desfallece
y busca luego su paz en la quietud del Ser divino que
acaba con su angustia, insatisfacción y tristeza, de
modo muy distinto.

Pero «cómo puede el hombre que sufre su fragilidad,


los absurdos de la vida y su orfandad en el mundo,
buscar en otro su redención si no encuentra y siente en
sí mismo algo inquebrantable, coherente y acogedor
que no pertenece a este mundo? El hombre no es
sólo ese YO vinculado y dependiente del mundo, sino
también y más aún, un ser a través del cual participa
en el Ser que en él y a través de él quiere manifestarse
en el mundo. Y por eso, no son sólo el dolor y el ansia
de liberarse de él, los que impulsan al hombre a ese
puerto al que puede arribar su barquilla vacilante
y que le acogerá definitivamente con sus angustias,
desazones y tristezas. Más profundamente aún que
el sufrimien­to que apela al hombre a liberarse, actúa
en nos­otros la vida divina latente en lo más hondo
de nosotros y que puja, en nosotros y a través de nos­
otros, por cobrar figura, plenitud y unidad en incesante
mutación y creación. De esa vida divina, brota esa
fuerza, totalmente distinta, que impulsa al hombre: esa
promesa anclada en el ser del hombre, que enciende en
el hombre irrefrenables anhelos de plenitud.

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Si el ansia de felicidad es la raíz de toda bús­queda, la
meta no es la liberación sino el logro de la perfección en
plenitud de fuerzas y energías, la acabada realización
de la personalidad y la unidad que colma de felicidad;
no la liberación de los do­lores de la vida, sino renacer
a una nueva vida; no el paso de la existencia a la
inmovilidad del ser, .sino el tránsito del ser al orden
y a la plenitud. Ciertamente no son ideas orientales,
sino muy occidentales; no budistas, sino cristianas.
Pero el ca­mino hacia todo ello pasa a través de una raya
que todos tienen que franquear: la Gran Experiencia.

La fuente de la felicidad es triple: la plenitud radiante,


la personalidad perfecta y la cálida protección de la
unidad. El hombre la busca, poniendo en juego su
esfuerzo, a través del poder, el orden y la solidaridad
en el mundo; al fracasar en su intento, las busca y
encuentra únicamente en su transformación y la propia
realización partiendo de ese Ser que le vincula a una
nueva vida si es que verdaderamente llega a sentirlo
como vivencia.

Pero ¿cómo podrá el hombre barruntar la plenitud, el


sentido y la protección de ese Ser latente en su propia
esencia, si este no logra liberarse de la precaria
vinculación en el YO-MUNDO en que se encuentra
implicado?

Así, pues, hay dos causas que estimulan en su búsqueda


al hombre de hoy que adolece de las deficiencias de su
existencia: las· indigencias de sus condicionamientos
cuando ya no le son soportables y algo incondicional y
absoluto, latente en él y que Je atrae como una promesa.

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Pero el camino liberador lleva desde las indigencias del
viejo YO a la experiencia del propio ser; y desde ésta,
a la realización de u.n nuevo YO; lleva, a través de la
muerte del YO, a renacer desde lo profundo del ser.

El Zen sabe del Ser liberador y de la vida que brota de


él; sabe· de la esencia del hombre en cuyo fondo está
latente el Ser como raíz y posibilidad de una vida
inédita. El Zen conoce esa muralla que nos separa del
Ser y sabe el modo de derribarla. Pero sólo llegaremos
a captar el Zen en la medida que seamos capaces de
sentir en nosotros lo que el Zen trata de expresar.
Por eso, para poder llegar a asimilar ese don que
aporta el Zen, debemos primeramente interrogarnos:
¿cuál es la miseria, la indigencia humana en que
nos encontramos inmersos? Y ¿cuáles son las señales
precursoras con que . se anuncia, llena de promesas,
esa indigencia?

EL HOMBRE, PRISIONERO DE LA
CONCIENCIA OBJETIVA

La miseria e indigencia del hombre occidental hace


acto de presencia, cuando una determinada forma
de conciencia, cuyo desarrollo forma parte de la
evolución de la persona, entra en acción con todas sus
consecuencias, se afianza y se erige en dueño absoluto.
Es la forma de la conciencia objetiva. En esa etapa,
el hombre percibe la realidad como objeto y en todo
su comportamiento, se orienta exclusivamente a lo
«objetivo». Las exigencias vitales que tiene en cuanto

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individuo, deben, en cuanto puramente subjetivas,
ceder ante la realidad objetiva. Pero ¿cómo y dónde
podrá el ser del hombre y su núcleo original, lograr y
alcanzar la realidad si no es en el hombre mismo
como sujeto personal? Y, si toda pretensión del ser
humano debe ceder ante las exigencias de una vida
encuadrada en el marco exclusivo de ordenaciones
objetivas, quedará final­mente frustrado en sí mismo
y abocado a sufrimientos específicamente humanos.
Solo puede desconocerse el sentido del budismo y de
toda la sabiduría oriental, si no somos conscientes
de esa miseria y del peligro que amenaza al hombre
por parte de la solidificación y afianzamiento de
esa conciencia que lo «objetiva» todo. La sabiduría
liberadora del budismo y del Zen, es consciente de ese
peligro que amenaza al hombre y del camino que lleva
a la liberación del destierro de esa desgracia.

Puesto que la espiritualidad occidental, mucho más


que la oriental, está dominada por la concien­cia
objetiva y sus normas y valores, los testimonios de la
espiritualidad oriental nos parecen frecuente­mente
oscuros y extraños. Pero, desde el momento en que el
hombre occidental comienza a hacerse consciente de
las deficiencias de su orientación espiritual y a sentir
su profunda indigencia, los testimonios del espíritu
oriental le atraen con su plétora de promesas.

La verdad universal que se contiene en el Zen,


fundamentalmente es igualmente accesible para el
occidental fiel a su fe cristiana, como para el oriental.
Pero, en realidad, sólo nos abrimos a su verdad en la
medida en que sentimos la indigencia y peligros de los

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que se ocupa el Zen. La eficacia, pues, de la práctica del
Zen presupone que se preste atención tanto al modo
de ser del espíritu objetivo, como al peligro y perjuicios
que ese espíritu objetivo comporta.

El europeo que se ve enfrentado a la pregunta


sobre la «esencia de nuestra realidad», la responde,
espontáneamente, desde esa forma de su ser de sujeto
que hunde su raíces en el YO que «fija» las cosas
objetivamente, y con conceptos que pertenecen a esa
ordenación de la conciencia que también tiene sus raíces
en el YO. Esto nos parece natural a nosotros, pero no
es evidente sin más. Un hombre del Oriente, instruido,
por más que en cuanto naturalista haya contemplado
algo y apreciado la realidad, confrontado a la pregunta
sobre la esencia de la realidad, primeramente se
reportará y luego tratará de ponerse al unísono con
esa otra forma de su ser subjetivo que no tiene sus
raíces en el YO, sino en el TAO o en la Naturaleza-
Buda, es decir, en el «Ser». Y ¿qué respuesta dará?
Quizá sonría en silencio, quizá responda con algunas
imágenes simbólicas o con paradojas incomprensibles
para nos­otros. Pero, para sorpresa nuestra, y obligado
a responder, comenzará afirmando que la realidad,
tal como se ofrece al YO conceptual, es una realidad
ilusoria tras la que se oculta el ser auténtico de
toda realidad, conceptualmente . inaprensible. Los
europeos, en cambio, nos identificamos espontánea y
acríticamente con el YO de nuestra conciencia habitual
y no llegamos siquiera a darnos cuenta de que el
esquema de la realidad que llevamos incrustado en
nosotros, sólo representa un aspecto muy limitado que
no llega a captar la profunda realidad del Ser. Aquí,

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pues, debe intervenir la teoría del conocimiento y poner
algo de claridad sobre la naturaleza de la conciencia
objetiva.

Esencia y peligros de la conciencia objetiva

La perspectiva objetiva de la vida asienta en ese YO,


con referencia al cual el hombre pronuncia su «YO
SOY YO». De ese modo el nervio de la conciencia
objetiva y la raíz de la perspectiva de la realidad que
brota de él es el principio de identidad. El hombre se
toma como algo idéntico consigo mismo, como algo
que permanece fijo en el flujo del acontecer. Desde
ese YO fijo y estable, contempla. el hombre lo demás
tomando buena nota de todo. El ojo de la conciencia,
«fija» lo observado. El es el que pregunta: «¿qué es
esto?». Y él mismo responde: «Esto es tal cosa». De
ese modo, mediante las preguntas y respuestas de
ese YO, la vida viene a cuajarse en hechos fijos e
incontestables. Desde esta posición del YO y referido
a él, todo lo experimentado se convierte en objeto;
es decir el mundo todo de ese YO se convierte en
un mundo objetivamente fijado y entendido. Desde
ese momento, todo cuanto existe sólo tiene realidad
en tanto en cuanto cuadra dentro de las mallas de
esa realidad objetiva. Lo constatado y verificado, se
convierte en objetivamente «fijado» en el concepto.
En consecuencia, realidad es sólo aquello que se deja
insertar en la cuadrícula ordenada de lo percibido y
constatado. Todo lo que escapa a esa ordenación, no
tiene aún realidad no la tiene en absoluto.

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El identificarse el hombre con su YO «fijador de
la realidad» y el aferrarse a las estructuras de la
conciencia objetiva que se apoya en ese YO, tiene
dos consecuencias: una visión totalmente fija, una
«teoría» sobre lo que debe considerarse y aceptarse
como real y una concepción decididamente pragmática
del mundo que decide de lo que tiene importancia para
el hombre y de lo que no la tiene. Y, así como para
el hombre, en la visión e interpretación del mundo,
sólo tiene realidad aquello exterior que es constatable,
así también él mismo no tiene realidad válida sino en
cuanto ser que constata y se afirma en su posición.
Y, todo cuanto hay en el mundo recibe de ahí su
significación positiva o negativa.

En ese sentido teórico, «objetividad» no significa


«cosificación» material, sino la manera con que algo es
o se hace consciente. Y corresponde a una determinada
forma de conciencia. Conciencia en que domina· el
YO que «fija» el objeto y que, desde su posición de
YO, la conciencia únicamente «enfrentándose» a él.
A esta forma de conciencia pertenece pues, también
la «contraposición» del objeto. Porque, mientras el
YO se identifica consigo mismo, todo otro objeto
queda contra-puesto a sí mismo. Esta es la antinomia
sujeto-objeto, característica de la conciencia objetiva.
Y, para el YO, que todo lo que «fija» y constata como
algo determinado, y simultáneamente lo distingue
de toda otra cosa (como «esto», que no es «esto
otro»), toda la realidad captada, es una realidad
no sólo objetivada sino mutuamente contrapuesta.
Contraposición, al igual que objetividad, es pues, una
categoría básica de la realidad que asienta en el YO.

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La conciencia que percibe objetivamente y se mueve
entre opuestos (dualismos) al igual que su realidad,
depende absolutamente de la situación fija del YO. Sólo
en relación al centro fijo del YO y a lo constatado por él,
se dan un «aquí» y un «allí», un «antes» y un «des­pués»,
un arriba» y un «abajo». Así, espacio y tiempo son
formas propias de ordenación de esa visión del mundo,
natural al hombre, que radica en el YO «fijador» y que
corresponden exclusivamente a la manera con que la
vida se hace consciente en el YO. Pero ¿qué ocurrirá
si ese YO se esfuma?

El hombre identificado a ese su YO, evidentemente


contempla deficientemente la realidad, en la realidad
que le viene así presentada. Por eso, re­chaza todo
cuanto no encaja parcial y totalmente con esa realidad.
Todo aquello que le afecta, fuera de lo objetivamente
constatable, p. ej. en el área del sentimiento, de
las creencias, o de experiencias inefables, es decir,
estrictamente personales, no tiene derecho a ser
reconocido mientras no pueda ser objetivamente
«fijado». Pertenece en cierta medida, únicamente a
una forma previa de la conciencia, única hábil para
captar la realidad, Asimismo, para el hombre, el único
sujeto hábil de conocimiento es el YO que conoce
dentro de esa forma de conciencia. Todo cuanto
escapa radicalmente a ese YO, es radicalmente «nada»;
y, si en un hombre se apagara acaso ese YO, toda
realidad y él mismo, así cree él, dejaría automática y
absolutamente de existir. Bajo una tal perspectiva de la
vida, no hay evasión posible a la miseria que implica la
precariedad de la conciencia objetiva. Ese es el mundo
mental del hombre cuyo ser de sujeto coincide con el

Pag. 27
ser del YO. Pero es una mentalidad equivocada. Ser
víctima de ese engaño es muy humano. Pero quedar
prisionero de él y endurecerse en él, pese a la cultura
científica, es específicamente occidental y agrava la
miseria espiritual del Occidente. El reconocimiento
y detección de ese error es una pieza fundamental de
la sabiduría oriental; disipar ese error y mostrar el
camino que nos libere de esa miseria mental, es la
empresa de transcendencia universal del Zen.

Dice el hombre occidental: Desde el momento en


que no exista ese YO, ya no existe realidad alguna que
estimar o tomar en serio. Dice el oriental: Sólo cuando
se esfume el YO y la realidad implicada en él, se libera
el verdadero ser del hombre y florece la auténtica
realidad y podrá brotar de ella el auténtico, grandioso
y verdadero YO.

Así nos enseña el Zen: cuando el hombre logra que


su YO habitual se extinga, como puede hacerlo, no
se produce la Nada, sino que la vida se transforma en
algo mejor. El hombre se convierte en sujeto que no
percibe la vida únicamente como una multiplicidad
incoherente de objetos «fijados», sino sujeto que siente
la vida en supraobjetividad y superación de antinomias.
Pero una tal perspectiva presupone una dilatación de la
conciencia, un salto cualitativo que se hace necesario
en una determinada etapa del desarrollo: el salto de
la pequeña a la gran vida. De lo condicionado, a lo
absoluto.

De ese salto nos habla el Zen.


El momento de ese cambio ha llegado cuando la

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intimidad originaria del Ser, que acuna y refugia
al hombre sin trabajo ni contribución por su parte, se
entenebrece totalmente por el imperio exclusivo de
la conciencia objetiva. Y esta es la situación de muchos
hombres de nuestro tiempo. Pero aquí está la gran
desazón y la piedra de escándalo en que tropieza
el hombre occidental y el reto ante el que se retrae
intimidado: que, para liberar de todo lastre su
auténtico ser, debe poner en cuestión sus modos de
ver que no sólo son portadores de su natural conciencia
del mundo, sino le dan sus capacidades específicamente
occidentales de rendimiento. ¿Cómo salir de ese
callejón sin salida?

En tiempos, también el hombre medieval hubo de


abrirse paso a través de las nieblas que, para su espíritu
en fase de maduración, se habían espesado en torno
al sacrosanto complejo de símbolos con que su espíritu
prerracional había contemplado la realidad. Al salir a
campo despejado, nació el hombre nuevo, autónomo
y altivo frente a la naturaleza, que la contempla a
distancia y la clasifica en un sistema de conceptos
racionales y llega a dominarla. Una vez más, el hombre
debe liberarse de las nieblas de aquel acontecer y
lanzarse con osadía a la nueva aurora que despunta.
Una vez más, la niebla que no nos deja avistar los
nuevos continentes que se abren a un espíritu cada vez
más ávido, es la hipertrofia, esclerosis y espesamiento de
las fuerzas mismas que abrieron el paso a aquella época
y le dieron toda su grandeza: pero esta vez, son las fuer­
zas de la racionalidad. Los conocimientos científicos
que acertaron a penetrar los más arcanos secretos
Pag. 29
de la naturaleza, las gigantescas realizaciones de la
técnica, la capacidad de organización que todo lo invade
y todo cuanto llena de orgullo al hombre occidental,
ha hecho de esa forma de conciencia (la racional, en
que todo ello descansa), lo únicamente válido, con
una falta de mesura tal, que todo cuanto escapa a su
penetración, queda automáticamente en entredicho. y
sin embargo, desde las profundidades de esa vida que
escapa a lo puramente racional, brota ahora algo
nuevo y prometedor y los signos precursores de eso
nuevo son hoy más numerosos de lo que sospechamos.
Muchos hombres, más de los que creemos, han
sentido la llamada de su ser profundo; vivencia que
les ha sobre­cogido y llenado, a la vez, de felicidad,
porque han entrevisto súbitamente otra realidad
y más profunda que la que conocían. Pero ¿quién
nos enseñará a los occidentales a entrar seriamente
por tales experiencias? Aquí, una vez más, es el Zen
el que se revela en toda su importancia. Todas sus
manifestaciones respiran el aire fresco de esa otra gran
realidad que puede invadirnos si logramos liberar­
nos de la conciencia objetiva. Y todos los desvelos
del Zen tratan de hacer que tomemos en serio esas
experiencias y su gran alcance. Pero tales experiencias
no serán fruto de especulaciones teóricas, sino que
irrumpen de manera cuasi-inesperada de las ti­nieblas
de la indigencia existencial o del crepúsculo de una
expectación existencial. Su importancia sólo aparecerá
si llegamos a conocer las nefastas consecuencias que,
para la existencia práctica del hombre de hoy, ha
producido la anquilosis de la con­ciencia objetiva.

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La indigencia existencial

Base, orientación y meta de la actitud práctica frente


a la vida, en el hombre cuya visión teórica es la de
la conciencia objetiva, es la voluntad de afirmación de
sí mismo y, en orden a ello, el ansia de posesión, de
prestigio y de poder. Es de importancia capital, y no
sólo para la comprensión del Zen, reconocer que la
búsqueda de la afirmación de sí mismo y la perspectiva
teórica de la conciencia objetiva descansan sobre una
misma base: el YO, inmóvil en su posición y orientado
a lo que es sólido y estable.

El hombre que se identifica con ese YO no sólo considera


cuanto le rodea como a sistema de realidades que les
presta un sólido apoyo y una orientación fija, sino que
se considera a sí mismo como instrumento obvio de su
existencia práctica, es decir como el YO que pretende
mantenerse firme sin ser avasallado.

El hombre identificado con ese YO dice no sólo «Yo


soy yo», sino también «quiero seguir siéndolo». Y,
frente a ese YO, está todo lo demás, objetiva­mente
contrapuesto, como algo que le apoya o contrarresta en
sus esfuerzos de conservación de ese YO y que está
presto a hacerse uno con él o se man­tiene alejado y
extraño a él. E, independientemente del grado de
enriquecimiento o diferenciación alcanzado por el
hombre en su desarrollo personal, el requisito previo
a todo «SI» a cualquier cosa que sea, es que esta no le
contraríe en su voluntad de perduración.

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La sombra fatídica que pesa sobre el YO está en la
perpetua mutabilidad del entorno, la inestabilidad a que
todo está sujeto y, en último término, en la muerte.
La miseria radical de .la existencia: la aniquilación
siempre inminente, la incoherencia desgarradora y la
indefensión, las refiere el YO básica­mente a lo mismo,
a la voluntad del hombre de man­tenerse seguro dentro
de un sistema coherente y dentro de una comunidad sin
riesgos. Sólo es satisfactoria aquella existencia en que
no pese sobre el hombre amenaza alguna. La existencia
sólo tiene sentido en la medida en que discurra por
cauces ordenados y racionales. Todo gira en torno a que
el hombre encuentre algo sólido en que apoyarse. Por
eso, se aferra a la posición adquirida y se opone a todo
cambio de la posición adquirida; se agarra a lo que
ya posee; defiende toda posición conquistada; se apega
a un sistema de ideas sólidamente establecidas y sueña
con un palacio de cristal en que pueda vivir seguro en
el seno de una comunidad que le considere, y disfrutar
sin molestias de la vida y cuanto le apetezca. Incluso
cuando pone su YO al servicio de un trabajo, o de la
sociedad, lo hace siempre a condición de que le reporte
alguna ganancia. De ese modo, todo saber, posesión o
poder viene a ser símbolo de una concepción de la vida
que en su aspecto físico, en la mentalidad que le anima
y en su confort espiritual se siente al abrigo de toda
inquietud y en la que cabe vivir sin fricción alguna.

Pero, por natural que esto parezca, pueden producirse


sorpresas porque la vida es muy distinta. Sor­presas
que no provienen del YO que busca seguridad, sino
de una esencia más profunda desde la que trata de
emerger una vida más pujante y que implica un cambio

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duradero de la forma del YO. Pero el hombre-YO, como
una crisálida, sueña con un paraíso en que no sólo no
haya nada exterior que pueda destruirle, sino en el que
ni siquiera haya mariposa alguna que, precisamente, es
su razón de existir y que al fin hará estallar su capullo.
Pero a este impulso del ser profundo que sólo adquirirá
una fisonomía a través de una constante mutación, le
sale al paso el YO y su voluntad de perduración. Esta
es la miseria humana. Miseria tanto mayor cuanto
el hombre viene a ser víctima de un mundo que él
mismo se ha creado como expresión y al servicio de
la voluntad de afirmación de sí mismo: de ese modo
objetivamente ordenado y que tiene que dominar
técnicamente; el mundo en el que vivimos y, dentro del
que, interiormente, hemos arribado a fronteras en que
ya se nos amenaza con quedar pulverizados por él.

La despersonalización del hombre

Triple es el impulso profundo que agita a todo ser


viviente: Todo ser viviente quiere vivir. Todo ser
viviente_ no sólo quiere vivir sino también realizarse
en su peculiaridad. Y todo cuanto vive trata de alcanzar
su plenitud dentro de una totalidad transcendente. En
este triple impulso de todo vi­viente, experimentamos
la riqueza vital del Ser que es origen, portador y
renovador de todo. Vemos la ordenación establecida en
los seres creados dentro de la multiplicidad espléndida
del Ser y sentimos la unidad del Ser, en virtud de la
cual todo es fundamentalmente uno y, así como todo
procede de la unidad, tiende también a volver a ella.

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Si el Ser gana conciencia en el hombre, lo hará mientras
el hombre siga radicado en él, como manantial de la
confianza original en la vida, como confirmación
indiscutida del individuo en la confianza primordial
en la ordenación que le corresponde, como refugio
original en la comunidad de la existencia y en la
paz del corazón. En la medida en que el hombre se
convierte en YO individualista y pierde su contacto
con el Ser, las energías inconsciente­mente protectoras
y orientadoras del Ser, ceden el paso a objetivos de la
voluntad y búsqueda consciente; p. ej. la búsqueda
de una existencia segura dentro de la que el hombre
edifica por sus fuerzas su saber, riquezas y poder; o
la tendencia a unas estructuras y ordenación cuya
significación entienda y controle y a una comunidad
humana que le pro­teja en toda circunstancia. De
ese modo la primitiva instalación en el Ser queda
sustituida por una con­cha artificial del mundo, que
le da seguridad, cuyas coordenadas le son familiares y
cuyos resortes están en sus manos.

En la medida, pues, en que el hombre vive dentro de esa


concha y sólo se aplica a aquello que se deja manipular
va disminuyendo su contacto con el Ser y va perdiendo
más y más su propio ser del campo de la conciencia.
Y cuanto más se va identificando con sus obras y
creaciones, tanto más va él quedando absorbido y
como deglutido por ellas. Esta es la situación actual
en que el hombre se ve enfrentado a un triple hecho:
Víctima de las estructuras impersonales que él mismo
creó, él mismo viene a quedar cosificado, apocado
como individuo y sin posibilidades de tomarse en
serio en su profundidad transcendente.

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Para el hombre, en cuanto sujeto que sufre y busca
la felicidad y un sentido a su vida y que lleva la
responsabilidad de sí mismo y está abocado a la libertad
personal, el espacio disponible se va constantemente
reduciendo; porque con la creciente des­personalización
de su vida, el hombre se va progresivamente cosificando
y reduciendo a una pieza más en el mundo, a un objeto.
No merecerá otras consideraciones, ni tratamiento, ni
vida mejor. Si se trata de analizarle, como ocurre en
la medicina y psicología clásicas, el campo de visión
se estrecha y limita a aquello que puede reducirse a
simple objeto. En todos los campos de la existencia,
en particular en el del trabajo, es juguete de las
estructuras de un mundo organizado; un pequeño
engranaje en el colosal y omnipresente mecanismo del
rendimiento y producción. Portador exclusivamente de
funciones racionalmente formulables y valorables, su
misión exclusiva es la de funcionar, quedando él mismo
reducido a simple funcionario. Que no es simple cosa,
sino sujeto con vida personal, con sufrimientos y
aspiraciones a su plena realización personal, un ser
individual que aspira a conservar su autenticidad en el
mundo, esto no articula con las estructuras objetivas,
ni interesa a sus funcionarios sino a lo más en la
medida en que las desazones de tipo personal puedan
repercutir en el funcionamiento de la gran maquinaria
objetiva en que es simple peón y debe manifestarse
buen obrero.

La reducción del hombre a mero objeto de estu­dio


racional y simple instrumento de producción rentable,
comporta una monstruosa mutilación de su ser de
persona. Para poder afirmarse en el mundo, deberá

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renunciar a su «alma», deberá achicarse para poder
hacerse herramienta o pieza de recambio. Deberá
adaptarse a las exigencias del mundo organizado en
que todo debe ir bien ájustado y funcionar sin roces.
Pero no logrará adaptarse interiormente, si no se
establece como supremo valor esa existencia sin roces.
Pero allí donde la ausencia de roces se erige en
norma suprema, toda repulsa del dolor y sufrimiento
es legítima y todo medio será bueno con tal de
descartar o eliminar el sufrimiento. Así, el hombre
viene a fracasar en el sentido fundamental de la vida.
Si este vivir una vida inauténtica llega a traducirse en
enfermedad o desazón interior, el hombre sentirá el
apoyo de una civilización que cada día se asemeja
más a una gigante fábrica de drogas que posibilitan
al hombre la persistencia, sin dolor, en sus actitudes
equivocadas. Y, lejos de interpretar sus sufrimientos
como un síntoma de los errores cometidos y una
incitación a cambiar de método, sacrificará su libertad
en aras de la ilusión de una vida sin estridencias en
la que ningún lugar queda para una profundidad
transcendente. El hombre adaptado y viviendo sin
fricciones en un mundo así, ya no necesita de Dios y
llega a creerse libre, sólo porque no cae en la cuenta
de su falta de libertad. Ya, nada sabe de las exigencias
radicales de su propio ser, ni de su enraizamiento
en el Ser. Pero puesto que ese su ser es la manera
concreta con que el Ser trata de manifestarse a través
de él y ese impulso de su ser profundo sigue, pese a
todo, presionando interiormente en él, al vivir bajo el
signo de una mentira existencial, viene a caer en una
gran miseria e indigencia personal. En tal caso, si el
hombre conserva un resto de su fe infantil, lo utilizará

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para pedir a Dios las fuerzas para seguir vivien­do esa
mentira y legitimará la capa de humildad esa cobarde
evasión de sí mismo.

Eliminación de todo impulso personal, cosificación,


pérdida de personalidad y aniquilación del ser
transcendente y profundo, significan una amenaza
para la totalidad existencial y la manera de existir
del hombre. Amenaza que es el resultado de la total
«mundanización» y «secularización» de la existencia.
El ser supramundano, del que únicamente se nutre
nuestra existencia, y de cuya interiorización actuante
y bienhechora depende nuestra salvación, ha venido a
esfumarse de nuestro horizonte ... pero únicamente de
nuestro horizonte ...

Puesto que el hombre es y sigue siendo un su­jeto


personal, individual y anclado en lo transcendente,
inevitablemente llega el día en que su ser, sometido a
constante represión, acusa su presencia y se revela.
En la medida en que el hombre queda cosificado, llegará
un día en que la liberación de la esfera personal aflore
a la conciencia como prerrequisito esencial de vida.
Cuando la individualidad del hombre es duramente
reprimida, es cuando empieza a sentir sus exigencias.
Entonces se da cuenta no sólo de hasta qué punto lo
femenino queda sacrificado a lo masculino a causa
de la racionalización de la vida, sino además, de
que la individualidad de la persona tiene exigencias
ineludibles de desarrollo. Cuando esas exigencias son
reprimidas, el hombre enferma. Le torturan angustias,
remordimientos y sentimientos de desamparo, que
para él mismo le resultan inexplicables. Las energías

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pro­fundas reprimidas, afloran en forma de agresiones
inconscientes. Si son reprimidas, repercuten en el
hombre en múltiples formas de depresión e inhibí­dones.
En la medida en que el hombre pierde con­ciencia del
transcendente «anclaje» de su ser y que su secreta pero
persistente tendencia no encuentra ya respuesta eficaz
en las fórmulas objetivadas de la fe, se convertirá
más y más en víctima de un mundo funesto. Si ya, de
nada sirven el desentenderse y la evasión, el hombre se
verá obligado a volverse a su interior, a tomar en serio
sus vivencias interiores que hasta entonces despreciaba
y buscará los caminos que le den acceso a una nueva
religión. Este proceso que encamina al hombre hacia
sí mismo, se encuentra hoy muy avanzado. Un proceso
acelerado por el hecho mismo de que por la cosificación
y organización del mundo se va esfumando el núcleo
sagrado de las asociaciones y profesiones en que
primitivamente encontró el hombre apoyo, sentido
y protección.

Disolución de la vinculación comunitaria

Cuando el hombre vive aún como miembro, dentro


del seno sagrado de una comunidad adulta, que le
sostiene, llena de sentido su existencia y le protege
humanamente, sus exigencias de vida individual no
se manifestarán, sino que quedan absorbidas por las
exigencias de vida del todo. Cuando este todo pasa
por encima de las aspiraciones del individuo, ello
no significa la anulación de lo existencial; porque, a
través de la participación del individuo en el todo, ese

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todo vive como sujeto en cada uno de los individuos.
La solidaridad y cohesión de los miembros en
el todo tiene un sentido existencial. Gracias a la
identificación del individuo con el todo, vive él, incluso
cuando debe posponer sus aspiraciones individuales,
en la conciencia de su realización personal, que hace
posible una cierta plenitud humana, aunque sea pre-
personal. Sólo cuando esas comunidades se disuelven,
cediendo el paso a lo «colectivo» impersonal, y al
organismo sustituye la organización de orientaciones
exclusivamente prácticas y pragmáticas, todo queda
trastocado. Mirado sólo como funcionario y sujeto de
producción, descartado como «persona», el individuo
se ve abandonado a sí mismo y la cuestión del sentido
existencial de la vida se convierte en un problema que
el individuo debe ineludiblemente resolver por sí
solo. Cuanto más avanza este desarrollo de la sociedad,
y la educación e instrucción no ponen su mira sino en
las capacidades de producción y rendimiento con que
los individuos pueden insertarse en el en­samblaje del
sistema objetivo y asegurar su subsistencia, tanto más
hará aparición, ya desde la juventud, el ser individual
lleno de indigencias y agresividad. El joven e incluso
el niño se verá sacudido por problemas íntimos que
no se presentaban mientras la vida era sostenida y
animada en el seno de la familia. La propia realización
se convierte prematuramente en tema candente y vital
de la persona y la juventud se hace contestataria.

Lo que antes fue espontánea adaptación a las


comunidades de vida existentes, maduración dentro de
un orden de valores protectores, costumbres o actitudes
degenera en adaptación coactiva, sometimiento e

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ideales, normas y convenciones, que pueden parecer
poco dignas de fe y ser simplemente recusadas. Pero
allí donde la sumisión de la tradicional autoridad de
los adultos sigue siendo actuante, y siguen vigentes
las viejas normas y creencias, como urgencia interior,
el hombre viene a encontrarse, si se ve abandonado
a sus propias fuerzas, enfrentado a un duro conflicto
interior. En su convicción de que debe actuar por
su propia cuenta y ser fiel a su propio ser que bulle
pujante en su interior, se ve atormentado por el
remordimiento de enfrentarse a las normas que tiene
tan asimiladas y, al mismo tiempo, si es fiel a esas
normas, un remordimiento frente a sí mismo. En esta
situación, frecuente para tantos, no es posible volverse
atrás, sino avanzar animosamente hacia la única fuente
válida de existencia y decisión personal. Y esta fuente
no es otra que el terreno de las experiencias interiores
y la llamada irrecusable que viene desde ellas. Que esta
rebelión de la personalidad frente a las valoraciones
objetivas decadentes, favorezca también en primer lugar
el reforzamiento de lo instintivo, cuya subordinación a
la ley de la convivencia humana y de los imperativos
espirituales, es indispensable al hombre para su
verdadera evolución humana, es algo natural pero lo
esencial es que en esta rebelión, incluso en el joven,
se manifiesta la rebelión de nuestro ser profundo que
quiere manifestarse y liberarse. En ello, se manifiesta lo
nuevo: el hombre nuevo que ha llegado a su mayoría de
edad. Y ·el paso decisivo que testimonia esta madurez
es la afición del hombre de hoy por las experiencias
supranaturales. La atención prestada a las experiencias
transcendentes es un hito que mar­ca una nueva era.

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Es el fruto de una maduración que, en los extravíos de
la alienación del hombre frente a su ser íntimo, le hace
atento a la llamada y sabiduría de su ser profundo y
le hace añorar una vida que lo sea de veras. Hacernos
conscientes de esa vida es la meta que persigue el
Zen.

SIGNOS DE CAMBIO

Aplicación a las experiencias supranaturales

Cuanto más reprime el hombre su propio ser profundo


tanto se siente más profundamente des­graciado. Y
de esa misma desazón, irrumpe pujante el ansia del
retorno a una vida que lo sea de veras. Lo que era antes
obvio, la acomodación a un mundo que pretendemos
dominar, ya no tiene hoy validez. Esa acomodación se
le hace ya demasiado superficial y angosta, desde el
momento en que experimenta la vida profunda que
trata de aflorar como auténtica vida. La pujanza de esa
vida, cuyo desarrollo y plenitud se ve dificultada por
toda ordenación fija, se manifiesta en una insatisfacción
peculiar, en sentimientos de ansiedad, de culpa y
de vaciedad cuyos motivos no son visibles y que, sin
embargo, no encuentran curación con ninguno de los
remedios que anteriormente bastaban al YO volcado
en el mundo exterior. Ninguna de las seguridades del
mundo cura esa dolencia; no hay rectitud que elimine
ese sentimiento de culpabilidad; no hay riquezas en

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el mundo capaces de colmar ese vacío; porque el pro­
blema es muy distinto.

En esa nostalgia que agita al hombre de hoy, está


latente una secreta sabiduría. Es la sabiduría escondida
de una plenitud que brota de lo profundo del ser y
es independiente e independiza al hombre de toda
multiplicidad de cosas que puede adquirir el hombre
con sus posesiones, prestigio y poder. Es la sabiduría
oculta de un sentido que está más allá de todo sentido
o contrasentido, de toda razón o sin-razón tal como
las entiende el YO y de todo «maquillaje», que
no nos da reposo y en que la imagen íntima va
pasando por una ininterrumpida sucesión de formas
cambiantes. Es la secreta sabiduría de refugiarse
en un amor que es independiente e independiza de
todo amor que proviene de fuera y que quita a la
soledad todo su desamparo y precariedad. En esta
secreta sabiduría que colma toda aspiración, es
nuestro ser profundo el que está a la obra en ella;
nuestro ser profundo hace sentir su presencia de
una manera que está en notable independencia de
todo aquello a que se agarra tenazmente el YO volcado
y dependiente del mundo. Es una sabiduría que nada
tiene que ver con la lógica del mundo, con la lógica de
la conciencia objetiva y que renuncia a su espontánea
pretensión de hacerse valer individualmente. Una vez
que se ha sentido la suave llamada de esta sabiduría,
su voz resuena llena de promesas y exigencias. Una
nueva conciencia se despierta y finalmente el hombre
queda ya preparado para prestar toda su atención a los
momentos en que esa sabiduría comenzó a germinar;
y más aún, si en ella brilló, aunque fuera fugazmente,

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una certidumbre. Ahora es cuando el hombre puede
prestar seria atención a esas horas estelares de la vida
cuya importancia despreciaba mientras se agarraba a lo
objetivamente tangible. Y desde ese momento, también,
se muestra dispuesto a prestar oído a los testimonios
de aquellos, que antes que él y de manera distinta han
tenido la experiencia de lo que a él le ocurre y la han
tomado como punto de arranque de un camino a lo
largo del cual, lo que él ha experimentado de manera
fugitiva, viene a desarrollar­se como el auténtico ser
personal. De ese modo venimos a prestar un oído más
afinado a la sabiduría oriental que nunca ha dejado de
escuchar la voz de esa sabiduría escondida.

En esto está la gran diferencia entre la cultura oriental


y la civilización occidental: en occidente pre­domina
decisivamente la apariencia superficial de la vida, la
contribución del hombre, con su trabajo apreciable,
al orden establecido del mundo. En oriente, por el
contrario, la aportación del hombre por los caminos de
la madurez interior. El occidente se realiza asimismo
en creaciones de tipo objetivo y en la «personalidad»
inherente a ella; en oriente, en cambio, en la
atención prestada al hombre en orden a su auténtica
personalidad. Es el camino de la experiencia interna
de lo transcendente de que somos portadores. Y en este
paso hacia la vía de la experiencia interior, ondea la
bandera de lo Nuevo.

Hasta ahora, el espíritu occidental se apoyaba en


dos pilares: por un lado en el saber racional, edificado
sobre la experiencia natural de los sentidos. Por otro
en la fe de una revelación sobrenatural. El extremo

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oriente, que no posee algo parecido a la creencia
.cristiana, ni tomó jamás en serio la razón como
medio de encontrar la verdad sobre el sentido y
vocación de la vida, ha desarrollado otra cosa como
fuente de verdadero conocimiento y como sólida base
de la personalidad humana: la aplicación seria a la
experiencia supranatural y a la revelación natural. Es
un don hecho al hombre, que transciende las fronteras
de sus ·fuerzas naturales. Pero ese don sólo produce
sus frutos allí donde el hombre se muestra dispuesto
a prestar seria atención a su vida interior y a la voz
que brota de su conciencia más íntima. Pero lo que
hasta ahora era tenido como una fuente, inaccesible
para nosotros, de sabiduría oriental o como peculio
de ciertos espíritus privilegiados, a saber, que no sólo
debemos creer en una suprema realidad divina, sino
que po­demos sentirla en nosotros ya en esta vida,
esto se ha convertido actualmente en una aspiración
vital de muchos e incluso, en muchos también, en una
certidumbre vivencia! de horas inolvidables de ·la vida.
También el hombre occidental tiene horas es­telares en
su vida en que el SER penetra hasta lo más hondo
de su intimidad Pero no está debidamente educado
para prestar sería atención y tomar conciencia de lo
que le ocurre.

¿Cuáles son esas horas estelares de la vida? Son horas


en que de manera inesperada sentimos el con
tacto de algo más profundo que nos coloca de repente
frente a una nueva realidad. Este fenómeno puede
presentarse como un relámpago en la noche de
nuestra miseria, o en momentos de felicidad en que de
golpe todo parece transfigurarse con luz supraterrena.

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Puede producirse al sentirse el hombre desfallecer, al
borde de sus fuerzas, de su saber, de su capacidad de
aguante, y aceptar ese desfallecimiento, dando libre
curso y prestando atención, como a «su peculio
primitivo», a eso nuevo, que brota en su interior con
el hundimiento de «lo viejo». Ello puede producirse
en horas de inminente aniquilación, de resignación a
la muerte, en que repentinamente cede la ansiedad y
el hombre siente en sí mismo una vida desconocida,
en virtud de la cual se siente «en plena forma» e
increíblemente in­destructible. Puede producirse en
medio de la de­sazón ante los absurdos del mundo o
del reconocimiento de las propias culpas. Cuando el
hombre acepta lo inaceptable, soporta lo insoportable,
puede sentir, en esa aceptación y aguante, una nueva
luz que le sitúa ante una nueva aurora; una claridad
que nada tiene que ver con la claridad sobre un asunto
concreto, sino que abarca y rebasa toda otra claridad.
También puede producirse cuando el hombre acepta
una situación de desamparo y abandono en que el
hombre no acierta a vivir. Al aceptar ese desamparo
total, puede experimentar un apoyo básico y profundo.
un sentimiento de solidaridad de la que no puede
decir con quién. Se trata de la primitiva experiencia
de la unidad de todos los seres, en el SER total de
que él mismo participa. Estas inefables experiencias,
esta repentina y totalmente inmotivada vigorización,
iluminación y amor, es ex­presión de algo arcano que
hoy irrumpe y se revela en el hombre, del SER que se
revela en él y en el que toda existencia, en cuanto vida,
sentido y unidad provechosa, enraíza y se renueva
constantemente.

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¿Quién es capaz de barruntar el número de personas a
quienes los terrores del campo de batalla, de noches de
bombardeos, de prisiones, y campos de concentración,
es decir los momentos más sombríos de la existencia, han
aportado el encuentro personal con la potencia divina
poniéndoles, inesperadamente, en las horas más duras
de la vida, ante un amanecer radiante? Este es el tesoro
escondido ¡en la humanidad de hoy! La experiencia de
«lo totalmente otro», que a tantísimos no sólo les ha
hecho posible soportar lo insoportable, sino además
los ha constituido en testigos de ese ser profundo que
sólo espera a ser presentido en sus signos precursores;
a que sintamos su llamada y que dejemos que irrumpa
en nuestra vida. ¡Cuántos de nosotros han sentido la
inmensa fuerza que surge en la horas sombrías en que
la aniquilación parece inminente, con sólo aceptar
humildemente esa muerte y aniquilamiento! ¡cuántos
han sentido el fogonazo de una iluminación que puede
surgir de la más honda desazón, cuando aceptamos lo
inaceptable! ¡cuántos han sentido el inmenso olvido en
que puede trocarse el total desamparo, si se es capaz de
tolerar lo intolerable! pero ¡qué pocos son conscientes
de lo que les ocurre! Y, sin embargo, para muchos ahí
está la fuente de una nueva esperanza y una nueva fe y
el arranque de la búsqueda ansiosa del camino, patente
al hombre, que conduce a la verdadera vida. Esta fuente
y camino los conoce el Zen.

Es, pues, un triple hecho el que arrastra al hombre a


las profundidades del propio ser y le da acceso a los
tesoros de su experiencia interior: La miseria de
la despersonalización en la sociedad objetivada, el
verse arrancado al calor de una comunidad acogedora

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y los resultados de las estremecedoras experiencias y
temores de los últimos decenios.

Verse el hombre abandonado a sí mismo, le obliga a


tomar contacto con una realidad que sólo permanece
soterrada mientras crea el hombre que puede lograr
su plenitud con sólo dominar su vida exterior. Y, sólo
cuando ha llegado al límite y la vida le coloca al borde
de la aniquilación, y le empuja a la desesperación,
comienza a volver en sí y prestar seria atención a lo
que va aflorando en su interior, de las profundidades
de su inconsciente. El hecho de que el hombre, en
este encuentro con su propio ser, experimente algo
que al mismo tiempo es algo supramundano y le da
acabamiento y penetra en su interior con irresistible
evidencia y validez, es lo que caracteriza esa frontera
que la actual generación está a punto de franquear; esa
generación portadora del futuro.

Es una nueva vida que se va delineando múltiplemente:


En la filosofía existencial, en el arte abstracto, en la
psicoterapia, en la novísima literatura, y sobre todo
en la rebelión juvenil. Por todas partes observamos
la temeraria ruptura con estructuras anquilosadas
de formas y fórmulas fenecidas de pensamiento,
organización y comportamiento. Por todas partes
irrumpe el descubrimiento del SER en todo cuanto
existe y, con ello, la liberación de lo peculiar y creador
del hombre.

Pag. 47
Vino nuevo en odres viejos

Siempre que el hombre aprende algo nuevo, lo interpreta


conforme a esquemas anteriores. Pero, cuando se pone
un vino nuevo en odres viejos, se adultera y corrompe.
Así también vemos hoy cómo el sentido de eso nuevo
hacia lo que, a veces sin darse plenamente cuenta, se
encamina el hombre, viene a parar en un desvarío.
Porque muchos, cansados de la vida, se aplican a estos
ejercicios de la experiencia interior con actitudes en
que predomina el viejo espíritu del YO-MUNDO.

Como las setas, proliferan por doquier círculos y


grupos que hacen estos ejercicios bajo asesoramientos
más o menos afortunados que pretenden arrancar al
hombre de su estado acostumbrado de conciencia y
dar un nuevo sentido a su vida. Bajo capa de «slogans»
tan honorables como Yoga, Meditación, Inmersión,
Silencio, se divulgan prácticas en que es inminente
el peligro de que el hombre se vea, una vez más,
alejado de aquello que busca. Así como los ejercicios
gimnásticos de distensión pueden convertirse en culto
de plácida pérdida de tiempo, así también los ejercicios
que hace una persona para superación de lo viejo y
adquisición de una nueva forma pueden trastocar su
finalidad por la del placer de una liberación ociosa o
contraproducente. Y hay muchos que, a través de esos
ejercicios, experimentan una pasajera liberación del
encofrado hermético de su yo, pero se detienen en
esa experiencia ociosa de liberación. Si a veces, se llega
a conocer en tales experiencias el arranque liberador
de la indestructible unidad sin que lleguen a cuajar
las fuerzas afectivas recién liberadas, sin que se logre

Pag. 48
el nacimiento de una nueva conciencia, el resultado
es nulo es decir no es otro que el del culto ocioso a
una experiencia contraproducente. Esos ejercicios se
convierten en un malsano procedimiento de provocar
experiencias placenteras.

Un segundo peligro son esos ejercicios de silencio


o quietud que llevan a una paz falsa, perezosa e
infructuosa que nada tiene que ver con la auténtica
imperturbabilidad del ánimo, ni con la paz vital que
nos une a lo divino de manera clara, vital y exigente.
Es un silencio muerto que sobre el cuadro de fondo de la
pasada inquietud y ansiedad, es cierta­mente agradable
pero que no llega a liberar la base creadora de la vida
sino que la mantiene represada.

Un tercer peligro que amenaza al hombre por parte


de sus primeros contactos con el Ser, se presenta
cuando su verdadera meta, la supresión de la
supremacía del viejo YO se tuerce y el hombre, a
través de ellas, cultiva y fomenta más aún el antiguo
YO. Dotado de una nueva energía, fácilmente olvida
el poco experto, que esta energía suplementaria
le es otorgada como una gracia que pro­viene de
otra fuente: Se la atribuye a sí mismo, y lo que
debiera hacerle más modesto le hace más engreído.
Con eso no sólo se desvirtúa todo lo adquirido, sino
que se convierte en fuente de un peligroso aumento de
energías. Y ello no sólo se manifiesta nefasto para el
mundo, sino que tiene repercusiones destructivas sobre
aquel mismo que ha utilizado en favor del predominio
de su YO, lo que debía aplicarse al servicio del ser.
La liberación ociosa, el culto de la experiencia por sí

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misma la quietud perezosa, el engreimiento del YO y la
pro­fonación de las energías del SER adquiridas, esos
son los peligros que acechan al que busca, cuando no
procede con la debida seriedad o carece de una buena
dirección.

Aplicación a la Esotérica

La regeneración que se nos ofrece hoy mediante la


superación de las limitaciones de la conciencia objetiva
y la superación que comporta de los peli­gros del YO
«fijador», exige entrar con paso firme en el mundo
de la experiencia supranatural y del sendero que lleva a
ella, y desde ella hacia nuevos horizontes. La sabiduría
y actividad que brota de todo esto es de naturaleza
totalmente distinta de todo aquello que proviene
del YO que «fija» objetivamente. Y esto significa:
En la teoría, como en la práctica de la vida, toda
actividad mental que se mueve exclusivamente en el
terreno de las contra­posiciones y dualismos, debe ser
elevada a perspectivas vitales que . están bajo el signo
de la experiencia supramundana y deben realizarse
dentro de una orientación vital que asiente sobre
bases esotéricas.

Ya el sonido mismo de la palabra «esotérico», al


igual que la palabra «místico», provoca en mu­chas
personas cultas o seudocultas, especialmente si tienen
una formación exclusivamente tecnológica, un gesto
de indigna repulsa. Sin embargo ¿no es para dar qué
pensar que en esta actitud de reserva, escepticismo y

Pag. 50
repulsa frente a lo «esotérico» y <<místico», coinciden
con frecuencia, sorprendentemente, los defensores más
radicales de la razón que se alza con el monopolio de la
«realidad», y los defensores de ciertos credos religiosos
que se alzan con la re­presentación de las más excelsas
realidades? ¿Cómo puede ser eso? ¿Acaso porque
ambos a dos consideran la simple posibilidad. de la
experiencia supranatural, en que amanece un Ser que
supera toda razón, pero claramente preceptible como
fuerza supranatural, como ordenación y unidad, no
viendo en ella sino una réplica a la coherencia llena de
lagunas y a la pretensión de totalidad, de la realidad
que unos y otros propugnan? Y no es solamente la
propia experiencia supranatural, sino también ese
impulso consciente y comedido del espíritu que
transciende las fronteras del pensamiento que se mueve
entre oposiciones y dualismos y que, de experiencia en
experiencia, lleva progresivamente a la estructuración
de esa formación y madurez del hombre, en virtud de la
cual se coloca, con todo su hacer y sentir, en la verdad
del Ser que supera las contraposiciones. La sabiduría
esotérica resultante, a diferencia de la exotérica, es
siempre el fruto de experiencias en que la vida queda
inquebrantablemente protegida en lo íntimo del ser
puesto que no se le convierte en objeto. Y sólo entonces
puede tomar la vida, la forma que corresponde a nuestra
verdadera imagen interior.

La conversión a lo interior que exige la esotérica no


queda resuelta sin más por el hecho de que el hombre se
aplica a su interioridad en lugar de al mudo exterior.
Porque también ella, como ocurre en la introspección
tal cual la enseña la psicología clásica, puede convertirse

Pag. 51
en objeto. Así también se convierte en objeto siempre
que reflexionamos sobre nosotros mismos o nos
rendimos cuentas de nosotros mismos. La diferencia,
pues, entre la sabiduría esotérica y exotérica no está en
el tema al que se aplica una conciencia que permanece
inmutable, sino en la conversión de la conciencia
objetiva en «inmanente».

El gran maestro del Zen, Suzuki, me respondía un


día a la pregunta: «¿Qué es la sabiduría oriental?»:
«La sabiduría occidental mira hacia fuera; la
oriental, hacia dentro. Pero si miramos hacia dentro,
como lo hacemos hacia fuera, hacemos de lo interior
algo exterior». ¿Cómo lograr, pues, que al mirar a lo
interior, no lo convirtamos en algo exterior? es decir
¿cómo preservar las experiencias más íntimas, del
«atentado» de la conciencia objetiva? Toda vivencia
interior, ¿no tiende a articularse sin nuestro permiso en
imágenes y conceptos que tienen un sentido objetivo?
De esa manera toda doctrina religiosa articula su
acontecimiento inicial y sus consecuencias en una
ordenación coherente, incluso lógicamente, de imágenes
y conceptos. Así es; pero también estos inicialmente,
no son sino «vivencia interpretada», cuya expresión
solo existencialmente puede ser comprendida. Lo
mismo vale respecto del budismo.

Así como el cristianismo no se concibe sin Cristo, así


también no hay budismo sin el Gautama Buda y sin
inspirarse en lo que sufrió, vivió y testimonió. Y, así
como el misterio cristiano sólo es accesible al creyente,
así el misterio budista sólo puede ser captado por una
determinada forma de conciencia.

Pag. 52
Como es sabido, el punto de arranque de la experiencia
y enseñanzas de Buda fue el interrogante sobre la
esencia y origen del sufrimiento y sobre la posibilidad
de liberarse del dolor. El núcleo del pensamiento
budista del NO-YO aparece clarísima­mente deducido
de lo efímero de los seres todos; y, de la misma manera,
el sufrimiento humano aparece como la consecuencia
lógica de un error, de una ilusión, a saber, de la adhesión
a algo que no tiene en absoluto realidad consistente,
sino que es un malabarismo que engaña a nuestra
conciencia, que «fija» lo que es pasajero y encubre
la verdad. Los escritos de Buda, sobre todo los
primeros, tienen con frecuencia un encadenamiento
lógico y cierta seducción para el occidental. Pero, si tan
fácil es de entender lo que leemos en los escritos
de Buda, ¿por qué fue necesario para descubrirlo la
gran iluminación de Buda? Esta pregunta nos llama
la atención sobre algo que suele descuidarse en las
discusiones que se refieren tanto al budismo como
a las otras religiones: Las doctrinas más excelsas pro­
ponen la verdad bajo formas aparentemente claras
y de claridad inmediata, pero en realidad «cifradas» y,
en esa ambigüedad, reflejan el doble aspecto exotérico
y esotérico. Pero, básicamente, y eso ocurre con la
doctrina de Buda, siempre está en juego en lo que se nos
comunica, no un saber corriente, fácilmente captable,
sino una sabiduría iluminada, interior, secreta, es decir
esotérica. Eso mismo ocurre con los rebuscamientos,
grandiosos e ingenuos al mismo tiempo, del tesoro de
las experiencias orientales, cuando el sentido esotérico
de la doctrina budista es propuesto, e interpretado,
desde el punto de vista de nuestra habitual conciencia
objetiva y luego, aunque se le prodiguen algunos

Pag. 53
elogios como de muy humana y noble, se le critica acre­
mente y se la desecha despectivamente como engañosa
e híbrida «autorredención».

La realidad que lleva a la sabiduría escondida, es


la realidad original con la que e] hombre forma
básicamente una unidad. Pero ese retorno a la realidad
primitiva sólo la alcanzará rebasando y superando
su conciencia objetiva. Así también las expresiones
del budismo se refieren a una realidad total­mente
distinta de la que contemplamos en nuestras habituales
concepciones de la vida y a la que se refieren nuestros
modos de pensar y hablar. Lo cual es válido no solo
respecto del budismo. Siempre que consideramos
contenidos vivenciales de significación religiosa, según
nuestro modo de pensar mundanizado y los «fijamos»
y expresamos conforme a esos modelos o tratamos de
interpretar su símbolo e imágenes en nuestro habitual
estilo racionalista, ocultamos o falseamos el contenido
transcendental de su verdad. Por eso los grandes
maestros de las religiones no se cansan de recalcar
que la verdad que ellos proclaman sólo puede captarla
el oído y la vista interior. Que esa vista interior nazca
y se afine, es la finalidad principal del Zen. Lo cual es
sinónimo de que el hombre despierte a una nueva y
totalmente distinta dimensión de su conciencia. Y
esto comporta una verdadera revolución en el campo
del espíritu. Pero ¿quién está dispuesto, al oír esto, a
embarcarse en la gran aventura?

Es natural que un hombre se encuentre satis­fecho con


su modo natural de ver las cosas, mientras no haya
perdido la unidad en el fondo de su estado de ánimo. No

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es aún consciente de su participación en el Ser y tiene
un ingenuo realismo frente al mundo. Es igualmente
comprensible que se aferre exclusivamente a sus viejos
modos de ver, en tanto que no vuelva a experimentar
la unidad del Ser oculta bajo la disposición y actitud de
su YO. Pero somete irremediablemente su conciencia
a una visión preestablecida y se engaña a propósito de
la posibilidad que ahora se le ofrece de una integración
adecuada de su ser y se engaña sobre la madurez y
cabal evolución humana, si sigue aferrándose a la
validez exclusiva de una concepción de la realidad
basada en el YO disgregador, una vez que ha llegado
a barruntar y saborear el Ser que supera los dualismos
en estas experiencias en que el yo se esfuma y sabiendo
que la seria aplicación a lo que acaba de experimentar
depende de la superación de su vieja visión yo-ISTA
dentro de la que sólo se toma en serio lo que concibe
como objeto.

Evidentemente el hombre, es libre para decidir­se en


contra de la verdad de su propia experiencia del Ser y
de una más ardiente aplicación a la vida, optando por
la justeza exclusiva de la experiencia «natural» del
mundo y de la suficiencia de la interpretación objetiva
de la vida. Pero debe saber bien lo que hace y
responde de las consecuencias. Pero ¿es que el hombre
de hoy, que ha llegado existencialmente a esa frontera
de sus posibilidades naturales en que puede brillar
para él el sol de lo supranatural, no deberá poner
todo su interés en quebrar la tiranía de su núcleo YO-
ISTA y objetivador, cuya visión objetiva impide la
interiorización no-objetiva del Ser?

Pag. 55
Pero nos encontramos tan empeñados en nuestra
seudo-viril identificación con el YO portador de
nuestra conciencia objetiva, que no nos avenimos a
dar cabida a esa otra conciencia más excelsa en que se
saborea el Ser de LO QUE ES con un sabor que traspasa
todo sentido.

En nuestra solicitud por la estabilidad de las tradicionales


ordenaciones de conocimiento que consagran la
preminencia de la razón, y el apego a interpretaciones
estereotipadas de la propia fe, que se sirven de imágenes
y conceptos objetivamente inteligibles, el portador de
la espiritualidad occidental no suele siquiera intentar
descubrir el contenido de verdad de sus experiencias
más profundas; y, sin embargo, en ellas es donde el
hombre, a partir de la interiorización del Ser, alcanza
esa sabiduría más honda no conceptual, pero más
luminosa, que no sólo asienta sobre nuevas bases su
dominio teó­rico y práctico del mundo de una manera
tal que lo transfigura, sino que además vuelve a llenar
su fe de la verdad que le transfigura, puesto que la siente
en sí mismo; de la VIDA DIVINA, allí mismo donde el
hombre cae víctima de una situación del mundo que
sólo ansía «pruebas».

Si el occidental ha sentido la miseria a que le ha


reducido su mentalidad occidental, y se da cuenta de
la insuficiencia de sus tentativas de liberarse de
ella con métodos occidentales que, precisamente la
provocaron, y ya no se satisface con la fácil salida
de la evasión de sí mismo mediante la resignación
y el letargo, deberá prestar oído atento a aquello que
clama desde profundidades de su ser que no son

Pag. 56
objetivamente conceptuables. Esto es precisamente lo
que enseña el Zen. Si el hombre se acerca al Zen con
una actitud sin prejuicios, pronto experimentará que
el Zen no es exclusivamente oriental, sino que expresa
aquello que siempre fue el manantial perenne de la vida
y a lo que, a partir. de un momento, ya no es lícito ni
sensato cerrarse. El hombre que siente la llamada y el
toque interior de la transcendencia en determinadas
experiencias y no sigue esa llamada, yerra el camino
que se le abría y algún día lo lamentará.

Pag. 57
EL ZEN COMO RESPUESTA

¡Malditos tiempos
de total falta de fe!
los hombres,
faltos de virtudes,
no quieren mejorar.
Alejados de la santidad,
el error los corroe hasta lo más hondo.
La verdad se ha oscurecido
y reina en ellos el demonio.
Abundan los malvados
y enemigos de la verdad.
Y sienten la desazón
de tener que escuchar
las enseñanzas directas
de Aquel, que está en ellos
sin poder acallar ni apagar su voz.

SHODOKA

(«Himno de la experiencia de
la verdad» del Maestro Joka año 800)

Pag. 58
LA EXCELSA DOCTRINA DEL ZEN

TODO HOMBRE, ESENCIALMENTE, ES BUDA

Los hombres, en su ser más profundo, son Buda,


como el hilo es agua; y así como no hay hielo sin agua,
así tampoco hay hombres sin Buda.
¡Ay de aquellos que buscan en la lejanía
y no conocen lo que tienen junto a sí!
Se parecen a los que están nadando en el agua
y piden agua a gritos.
Híjos del más rico y excelso
se enfangan, sin embargo, en la pobreza y desgracia.

(Himno de Hakuin, maestro del Zen)

En uno de mis viajes a Japón, encontré a un misionero


cristiano, que desde hacía dieciocho años trabajaba
en un pequeño pueblo del interior del país. Me habló
de las múltiples dificultades de su trabajo, que sólo

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obtenía escasas conversiones auténticas. «Y aun así»,
decía, «a la hora de la muerte, estos hombres no mueren
cristianamente sino a la japonesa». A mi pregunta
de qué quería decir con esto, respondió: «Con estos
hombres ocurre, como si al venir al mundo, apoyaran
un solo pie en la orilla de esta vida y como si a lo largo
de la vida no perdieran la sensación de tener en la otra
orilla su hogar. Por eso, morir no significa más que
retirar el pie que habían posado en la orilla de la vida.
Y eso lo hacen de la manera más natural, serena y sin
angustia».

Esta es la conciencia tradicional en oriente sobre la


muerte. Pero ¿es que esa mentalidad sobre la muerte
tiene que ser únicamente oriental? ¿no deberíamos,
también nosotros, pensar así? o ¿es que es esa una
creencia primitiva, un sentimiento infantil y un
espíritu retrasado el que así piensa? El que así habla
sólo se interesa por esas partículas de la sabiduría
fundamental que capta el saber racionalista; y se queda
al fin frustrado.

Y, efectivamente, nuestra propensión a dar va­lor a las


experiencias y manifestaciones de la vida, en función
de su contenido de verdad, se detiene generalmente
cuando no acierta a encuadrarlas en una clasificación
justificativa. Este es el temor occidental ante el hecho
de haber de traspasar fronteras, más allá de las cuales
comienza a surgir en todo su esplendor la realidad
transcendental que debe ser degustada. Pero, aun
cuando esa realidad no se haya hecho explícitamente
consciente en el hombre, está viva y actuante en su
ser profundo. El budista ve en ese ser profundo, la

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naturaleza-Buda. Todo hombre, en el fondo de su
ser, es Buda. Pero no lo sabe. Sin embargo, aunque
lo sepa, toda búsqueda de más amplios horizontes es
manifestación de ese impulso de su ser que le vincula
a su auténtica peculiaridad.

«¿No se parece», preguntaba yo en cierta ocasión a


Deaisetzu Suzuki, «la situación del hombre que busca
ansioso a la del pez que busca agua? ».
«Así es», respondió el encanecido maestro de Zen.
«Pero, propiamente, es otra cosa; es el agua que
busca agua». Esta frase encierra todo el problema
del hombre y la respuesta del Zen que tiene también
validez para nosotros los occidentales.

Fácilmente decimos: «el hombre se busca a sí mismo».


Pero mientras el que busca es distinto de aquel a quien
busca, jamás podrá encontrarse a sí mismo. Pero, si se
encuentra a sí mismo y aquel a quien busca no es otro
que el que busca, ¿quién es el que busca y quién es el
buscado? Aquí tocamos un último misterio. Misterio
¿para quién? Quizás para aquel que sólo conoce esa
conciencia que distingue y separa. Sólo el que acierta a
superar esa conciencia puede vivir ese miste io, hecho
vida consciente y propia; esa vida que es él mismo.

El ser como vivencia

El Zen es la doctrina del Ser, de la experiencia del ser y


de la vida radicada en el Ser. Esta doctrina no es una
ontología, no es fruto de especulaciones filosóficas.
El Zen es la expresión de una experiencia interior.

Pag. 61
Trata de la experiencia de ese Ser que todos somos
esencialmente y esa experiencia es el producto de una
determinada conciencia. En efecto, no es otra cosa que
una conciencia de­terminada; la conciencia en que la
vida toma en el hombre conciencia de sí misma.

Experimentar el propio ser y experimentar el Ser es


la misma o idéntica cosa. El Zen, pues, no es tampoco
la predicación de una revelación ·sobre­natural que, a
nosotros que vivimos en el YO y en su mundo, nos
llame a la fe en un redentor supramundano. El Zen es
una expresión de una experiencia supranatural en la que
para nosotros hace irrupción· algo supramundano con
que nos sentimos liberados y dentro del que, en cierto
sentido, nunca nos encontrábamos irredentos. Esto
supramundano, en el budismo, se llama Naturaleza-
Buda. Es esa luz interior que si le prestamos atención
y le damos libre curso, nos ilumina y nos da acceso a la
Iluminación.

La primera experiencia del Ser lleva siempre consigo la


vivencia de una promesa y un augurio. Es la promesa
de que nosotros, que vegetamos en el YO mundano,
dentro del que no poseemos otra cosa que ese mundo
y ese YO; podemos entrever y tomar conciencia, como
de algo propio, de lo supramundano que somos, si
acertamos a traspasar las fronteras que nos separan. Esa
toma de con­ciencia no significa hacernos conscientes
de lo que somos, tomados como simple objeto, sino
vivencia de sí propio como sujeto auténtico.

El Zen no es sino una experiencia: experiencia buscada,


realizada y confirmada; experiencia seria, fructuosa y

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sólida. La sabiduría, pues, que comporta el Zen no es
un saber objetivo, sino conocimiento vivencial. Desde
el momento en que este saber vivencial se concreta en
saber objetivo, el Zen se es­fuma. Pero enredados en
nuestro YO y ofuscados por aquello que la actividad
de la conciencia del YO nos presenta como realidades,
permanecemos alejados de esa experiencia. De ese
modo, vivimos y sufrimos en nuestro error hasta el
momento en el que lo que somos irrumpe sobre todo
aquello que poseemos .quedando todo transfigurado
por una nueva luz. Entonces el dardo divino ha dado
en el blanco, e inflamados por su herida, nos vemos
arrastrados por la gran añoranza, y decididos a
emprender la gran aventura. Si nos dejamos arrastrar,
entonces nos encontraremos a la búsqueda. Buscamos
el camino y, aun sin conocerlo, lo recorremos con las
manos abiertas, con las manos abiertas ...»(1). Entonces
nos sale al paso alguna persona que nos reconoce en
nuestra búsqueda y en quien nosotros mismos nos
reconocemos como buscadores. Quizá es una persona
que se nos presenta al azar en este momento preciso.
Acaso ese maestro está dentro de nosotros mismos. Si
le seguimos puede ocurrir que súbitamente nos ilumine
la gran luz. Entonces morimos y resucitamos para
proseguir el camino. Y allí comienza la gran marcha
hacia la transformación que es, al mismo tiempo, una
meta sin fin.

Pero ¿qué es propiamente la experiencia, la gran


experiencia, en que se basa el Zen, y en torno a la
que gira todo lo que es el Zen; esa experiencia a la
que preparan los ·ejercicios del Zen y que se consolida

(1) Antiguo dicho indio.


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con otros ejercicios y que luego, en las luchas, en
el comportamiento, y en el amor, es aportado como
testimonio fehaciente? Es una pregunta que nos atenaza
y nos la planteamos en cada etapa del conocimiento una
y otra vez. Es la vivencia del propio ser dentro de la cual
el Ser nos penetra hasta lo más hondo. Es la vivencia
del Ser a la manera del propio ser. Es la vivencia del Ser,
que todos somos, más allá de los conceptos e imágenes
de todo aquello de que teníamos conciencia.

No puede experimentarse el Ser, a la manera como


tenemos experiencia de un árbol, de una cosa o de otra
persona a quienes sentimos y percibimos objetivamente,
como otra cosa totalmente distinta de nosotros. El
Ser y el propio ser sólo podríamos sentirlos como lo
más íntimo de nosotros mismos. Pero ¿cómo podemos
llegar a sentir algo en lo íntimo de nosotros, sin tomar
de ello conciencia como de «un algo»? Porque, sin toma
de conciencia ¡no se da vivencia alguna! Se trata, pues,
de una vivencia de otro tipo y una forma de conciencia
muy distinta. Sólo en esa conciencia, totalmente «otra»,
se da la interiorización de la VIDA. Sin esa experiencia,
la vida que somos en cuanto hombres, no puede llegar
al acabamiento y perfección que le son propios. «La
vida no puede llegar a su perfección sino retornando
a su manantial abierto en que la vida es el Ser que
acoge al alma cuando muere del todo para vivir con
aquella vida en que la vida es el Ser» (M. Eckehart)
(2).

(2) Maestro Eckehart: Sermones y tratados alemanes.

Pag. 64
De esa experiencia tratamos. De la experiencia de la
VIDA en que la vida es Ser y siempre es Ser y que no
nos enajena al Ser con una forma de con­ciencia que,
de la plétora indivisible del Ser que somos, hace la
multiplicidad de lo que poseemos. Y ciertamente,
el hombre, por serlo, sin esa con­ciencia, no lo sería;
ni puede despojarse de ella; pero si esa conciencia
predomina en él con exclusividad, el hombre quedará
prisionero del error del poseer y de las afecciones y no
llegará a la verdad del Ser. Vive en el error y tiene por
insensato a todo aquel que, captado por vez primera
por el Ser, todo lo contempla desconcertado y se
comporta como tal hasta el momento en que opte por
volver a las ilusiones y errores del hombre «normal», o
descubra finalmente que se encuentra en posesión del
Ser y lo guarde en su intimida en medio del mundo.
La Gran Experiencia, pues, está en despertar del
error de la conciencia objetivadora y diferenciadora;
en liberarse del destierro de sus clasificaciones y
categorías y de la coacción, no sólo de las convenciones
y de los poderosos, sino de la que proviene del trato
con los demás e incluso de la misma búsqueda de la
verdad de manera objetiva y a través de antinomias.
La liberación del error es la liberación del destierro del
pensar objetivo y, lo que es lo mismo, de la tiranía
del dualismo. En el camino de la liberación, se trata de
reducir al silencio el pensamiento y poner oído atento
a lo que surge en ese silencio más allá del pensamiento
que se mueve entre antinomias.

Pag. 65
EXPERIENCIA DEL SER Y DUALISMO

El que no conoce aún el sentido profundo de la verdad se


extenúa en estériles cavilaciones.
¡Haz silencio en tus pensamientos!
¡Ahí está el todo!
Deja para siempre
los pensamientos dualistas
guárdate mucho
de correr tras ellos desalado.
Mientras quede en nosotros
un resto de los dualismos, nuestro espíritu seguirá
[desconcertado.

El Zen es la doctrina del Ser que está más allá de todas


las antinomias; del ser en que no hay antes ni después,
aquí ni allí, esto ni aquello, este ni aquél (Maestro
Eckehart). Este es el escollo que representa el Zen
para el hombre racional, el occidental especialmente,
que está dominado por ese ti­po de pensar y para el
creyente cristiano que piensa que nada puede hacerse
sin el dualismo. Me decía un sacerdote cristiano en
cierta ocasión: «puede usted escribir cuanto guste, a
condición de que en todo ello no elimine el dualismo».
¿Por qué lo decía? Porque para él la eliminación del
dualismo equivalía a «monismo» y, lógicamente,
significaba la eliminación de la distancia entre Dios y
el hombre. En tal caso, Dios y el hombre vienen a
ser la misma cosa y, por lo mismo, se tambalea uno
de los pilares del cristianismo. Pero realmente, ¿es
eso así? Así es cuando la descripción de lo que se ha

Pag. 66
experimentado como unidad, en una de esas vivencias
no objetivas, es proyectado al plano de la conciencia
exotérica y luego «fijado» y entendido como unidad.
Porque en tal caso la doctrina del no­dualismo significa
la doctrina de un Uno entendido objetivamente,
en el seno del cual todos somos una misma cosa, y
Dios y el hombre son la misma cosa. De ese modo, ese
UNO es entendido como un ALGO en que no existen
diferencias y todo es lo mismo, lo cual referido a Dios
y al hombre, es una auténtica blasfemia. Pero el que
atribuye esa blasfemia al Zen, no ha entendido los textos
esenciales del Zen, ni puede entenderlos mientras no es­
cape a su estado de conciencia objetiva. La experiencia
del Ser es la experiencia de la coincidencia de los
opuestos. Cuando cae el velo del error en que nos
mantiene la conciencia objetiva con su re­presentación
dualista y antinomista, el Ser se nos hace patente con
toda su magnificencia superadora de antinomias. La
unidad se hace vivencia. El propio ser se convierte en
una modalidad de esa unidad que vive la unidad en
el habla del ser. Toda oposición entre el yo y lo demás,
entre yo y tú y entre yo y Dios, queda superada por la
vivencia sentida de la unidad en una experiencia en que
no hay contrapuestos. A pesar de ello, para el hombre,
en cuanto que sigue viviendo en su yo y contempla
en cuanto tal, el dualismo no queda anulado sino
simplemente elevado a un nivel más excelso. La imagen
de Dios en que Dios, con el creciente señorío de la
conciencia objetiva era reducido a un Dios imaginado
y conceptualizado, desaparece y precisamente el
que experimenta la Unidad Divina como la única
verdadera realidad, siente más intensamente al v9lver
sobre sí mismo la oposición entre él mismo, como ser

Pag. 67
descendido de la Unidad, y Dios, el totalmente UNO.
Al mismo tiempo se siente unido a ese TU con una
profundidad que le veda la «fijación» disociativa en una
imagen conceptual de Dios. De ese modo, Dios queda
más allá de toda imagen y concepto. Las vacilaciones
inherentes a toda contemplación yo-ísta, caen por su
base y de la unidad sentida con el «inefable» irrumpe
la auténtica fe en la que no caben dudas sobre el
Incomprensible. Es una fe que sólo puede adquirir
aquel que, pese a su afincamiento en el YO mundano,
.ha conserva­do fundamentalmente su propia vida, pero
con la creciente tiranía de la conciencia objetiva vino
lue­go a perder su fe. La gran experiencia, pues, de
que nos habla el Zen, puede ser la puerta a la verdadera
fe para todos aquellos que la habían perdido y no se
sienten capaces de recuperarla.

El pensamiento básico es siempre el mismo: que, para


la conciencia humana, el torrente vital queda escindido
en dos, en el centro controlador y verificador del YO.
La luz una y única de la vida se quiebra y escinde en
antinomias que se producen en el prisma del YO
por el que esa luz ha de pasar para hacerse consciente.
Cuando la conciencia vital primigenia se escinde en
conciencia de posición del YO y conciencia de objetos,
la vida se escinde también en antinomias como antes-
después, aquí-allí, pasar-perdurar, relativo-absoluto,
espíritu-materia, etc. En la medida, pues, en que el
hombre se identifica con ese YO, es natural que
sufra por todo aquello que signifique una amenaza a
su estabilidad personal. Igualmente, es natural que
el «Ser absoluto» que se contrapone a la existencia
condicionada espacio-temporalmente y significa una

Pag. 68
amenaza para la pervivencia y categorías del YO,
sea imaginado como el Incondicionado, el Eterno,
el Ilimitado. Esta idea sobre Lo Absoluto, que surge
en el pensamiento condicionado por el YO, es
totalmente natural pero se basa únicamente en
la situación y actitud del YO. Lo Absoluto, aquí,
no sólo queda inserto en la cuadrícula mental del
YO, sino también contrapuesto al hombre como
algo de que ha tomado conciencia, como todo lo
que el hombre experimenta y siente. Cuando eso
ocurre, el YO estático y su correspondiente forma
de conciencia, se convierten en un velo que encubre
el Ser divino. Pero, al mismo tiempo que ello nos
presenta una realidad que llegamos a concienciar,
en la medida en que nos identificamos con el YO
fijador, nos quedamos frustrados de la realidad
divina, que tampoco alcanzamos a representarnos
adecuadamente de manera ob­jetiva. En consecuencia,
venimos a caer en el infierno de la duda, que
siempre y básicamente es expresión de la pérdida
de la gran unidad; de esa gran unidad que nos
es restituida en la Gran Experiencia. ¿Qué es, pues,
lo que fuerza al hombre a sacrificar lo que en ella ha
experimentado con evidencia y sin titubeos, en aras
de una visión de la realidad que hunde sus raíces en
el YO «fijador» y diferenciador? Unicamente el hecho
de que no logra sacudir el hechizó de ese YO. ¿Qué es
lo que fuerza, al que ha pasado por la gran experiencia,
a doblegarse ante los errores en que persisten los que
nunca conocieron esa experiencia o que, habiéndola
conocido, no tuvieron el coraje de serie fieles? Sólo el
temor de que se confunda la experiencia esotérica con
su falsa interpretación exotérica. Pero el que habiendo

Pag. 69
sentido la Unidad a través de la experiencia mística,
la interpreta, partiendo de su experiencia objetiva,
como una unidad e identidad, y vuelve a rechazarla
escandalizado, no ha entendido bien lo que le ha sido
otorgado como una gracia.

Cierto que el hombre que ha experimentado esa unidad


superadora de antinomias, sigue vinculado a su yo, que
sólo piensa según categorías antinómicas. Pero si el Ser
se ha interiorizado en él, todo aquello que él aprehende
o capta luego, a través de su conciencia objetiva, queda
también radicalmente transformado. Porque, en
tal coyuntura, las antinomias, incluida la del Dios-
hombre, sabe interpretarlas como modalidades con
que se refleja la unidad básica en el espejo del· yo. Y
en esa vivencia existencial, puede experimentar cómo
las dis­tancias con el objetivamente OTRO quedan
suprimidas, sea quien sea, en el encuentro con un
TU en quien se manifiesta la constante presencia de la
Unidad. Así ocurre también con aquél a quien Dios se
ha hecho presente en un auténtico encuentro aunque
le sienta tan distante, visto desde su yo; ese UNO
a quien siente presente en lo hondo de su ser. El
abismo insalvable que existe entre Dios y el hombre.
Tanto para el yo que todo lo capta objetivamente, como
para el hombre que en fuerza de su fe cree deber
guardar la absoluta distancia, ha quedado salvado.

Pag. 70
LA DOCTRINA DEL NO-DOS

La fe es NO-DOS.
La fe en lo inefable
es NO-DOS.
Pasada y futuro
¿no son
un perenne ahora?

Shindjin-mej

Indudablemente hablar del «UNO» induce a graves


malentendidos y por eso tampoco el Zen habla del
«UNO», sino del no-dos.

Con el NO-DOS, el Zen quiere decir «el Uno de que


hablamos no es algo distinto del NO-Uno». Cuando se
dice, pues, que el Zen es la doctrina del Uno, como
de un algo que está más allá de toda contraposición,
y con vistas a cualificar el Ser vivido en la Gran
Experiencia, no se atina con el pensamiento del Zen,
porque el Ser no puede ser cualificado.

La feliz experiencia en que el hombre experimenta por


vez primera un algo «No Contrapuesto», no «espacio-
temporal», y «no-condicionado», lleva consigo otro
posible malentendido, a saber: el de creer que. se ha
tenido ya la auténtica experiencia de lo que está por
encima de las antinomias. Pero en ello hay un error;
porque lo experimentado de manera no antinómica

Pag. 71
es captado aún en contraposición· a la realidad del
yo en que siguen vigentes las antinomias. Con lo
que se evidencia que no se ha abandonado aún e1
reducto de la conciencia «fijadora» que distingue y
contrapone. Así, pues, no se trataba de la intuición
más excelsa, ni puede darse mientras el hombre siga
instalado en su antigua forma de conciencia o, aunque
la haya superado momentáneamente, vuelva a caer
en ella y se aferre a ella como a lo único firmemente
válido. Eso «no antinómico» que concibe .a partir de
esa conciencia, no es aún lo verdaderamente superador
de las antinomias, que sólo amanece a través de la
auténtica Gran Experiencia de que el Zen habla y a la
que denomina Satori.

El Ser, al que se refiere el Zen, sólo hace aparición


cuando el hombre experimenta que la realidad no
antinomista y la antinomista son fundamental­mente
una o, mejor dicho, son «no-dos». Pero entonces ¿no
desaparece lo pensable? Sin duda alguna. Que cese o
quede eliminado, es precisamente el prerrequisito para
la interiorización de lo que verdaderamente supera
las antinomias. Cuando, pues, el Zen habla del NO-
DOS, no nos propone un raciocinio en virtud del cual
se siga una imposibilidad lógica como su consecuencia
lógica, sino que nos habla de una experiencia posible al
hombre más allá de la lógica mental.

Si se entiende correctamente la Gran Experiencia,


habrá de reconocerse que no significa la negación
definitiva de la visión dualista, sino que es la experiencia
de la reconciliación entre el pensamiento dualista
y no dualista. Por esa reconciliación se con­suma

Pag. 72
necesariamente desde el momento en que el hombre, a
quien se ha hecho partícipe de esa auténtica experiencia,
toma conciencia del YO como principio .que no sólo
escinde y desfigura la Unidad, sino también como
único principio en cuya conciencia disociadora y su
mundo antinómicamente ordenado, penetra la unidad,
que todo lo abraza, hasta la más honda intimidad. La
perspectiva dualista es reconocida como la manera
con que el SER que se eleva sobre todo dualismo, debe
hacerse presente al hombre en la medida en que
este se identifica con la actitud y posición de su
YO y su forma de con­ciencia. Pero este YO sólo
se convierte en fatalidad para aquel que se aferra a
él. Sin embargo todo aquel que ha conocido algo de
la Gran Experiencia, concibe esa perspectiva dualista
como un don divino hecho al hombre; porque sólo en
su transfondo hará sentir su presencia el Ser liberador,
llegando a penetrar el fondo de la conciencia.

La doctrina de lo Uno, que no es «un Uno», porque


no es un algo, sino un «no-dos», es una pie­za
fundamental del Zen. Una y otra vez insiste el Zen
que ese verdadero Uno no ha hecho acto de presencia,
mientras sigamos contraponiéndolo a otra cosa que
no es Uno. Y tampoco podemos nunca preguntar:
«¿qué es ello?». La sola pregunta indica que vamos
errados. Incluso cuando lo contra­ponemos a lo
«mundano», a lo antinómico, a lo que existe o a
lo múltiple, como Superador de antinomias, como
Supramundano, o como el Ser, o como la Doctrina, el
No-Dos ha desaparecido. Pero puesto que, al hablar de
esto, nos servimos de una palabra, automáticamente
acecha el peligro de malentendidos. Ahora bien,

Pag. 73
nosotros abordamos inicialmente lo no­antinómico en
la concreta dependencia de nuestra experiencia con el
transfondo de una antinomia de la que partimos; por
ejemplo las antinomias mu­cho-no mucho, rico-pobre,
una cosa-no otra. Frente a esas antinomias, llamamos-
Doctrina «lo» no antinómico «que se sitúa más allá del
mucho-no mucho algo-nada. Pero, desde ese momento
la palabra» Doctrina «vuelve a adquirir un matiz
antinómico por más que con ella tratemos de designar
una experiencia superadora de antinomias. Es el sino
fatal de toda palabra, que siempre tiene el Zen ante los
ojos. Y de ahí brota su temor a las palabras. El
«vacío» que como tal designamos y que no sabemos
describir sino por contraposición al no-vacío, tampoco
es el auténtico vacío. El verdadero VACIO no colma
nuestra intimidad mientras no desaparezca incluso esa
contraposición. Y desde el momento en que volvemos
a utilizar la palabra VACIO para describir lo que en
esos momentos colma nuestra intimidad, la palabra
pretende tener otro sentido. (Por eso la escribimos con
mayúsculas). Ciertamente se trata de un estado lleno
de ambigüedades y fuente de múltiples malentendidos
en que también ·caemos cuando leemos las obras
de místicos como Eckehart cuando habla de Dios.
Con el término Dios ¿de­signa es divinidad «que se
encumbra por encima de Dios, como el cielo sobre la
tierra», es decir la divinidad que está más allá de todas
las contraposiciones, incluso de la contraposición
DIOS-YO? O ¿designa al Dios que «desaparece si
desaparece el YO»? Con igual cuidado hay que prestar
atención, al leer textos zen-budistas, a lo que se trata
de expresar ..Pero, en tales textos, la palabra vacío
rara vez designa otra cosa que el VACIO.

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Lo que decimos del VACIO, vale también del amor, que
se sitúa más allá del amor y del odio; de lo JUSTO,
que está más allá de lo justo y lo injusto; de la VIDA,
que también está más allá de la vida y de la muerte;
del SER que está más allá del ser y no ser, de forma
y no forma, de figura y no figura; de la LUZ que está
más allá de lo negro y claro, etc. El cambio a eso que
amanece como VACIO, AMOR, JUSTO, SER, LUZ,
sólo se produce cuando la conciencia objetiva y
antinomista queda totalmente absorbida por la nueva
conciencia interiorizada.

Ciertamente, hay un amor que está por encima del


amor y del odio, por ejemplo lo que llamamos el amor
cristiano que abraza por igual a las personas que nos
son simpáticas como a las que no lo son; a los amigos,
como a los enemigos. Pero este amor, superador de
contrarios, sigue siendo un contrario de ese estado
en que me veo vacilante entre el amor y el no-amor.
En cambio el AMOR que supera todos los contrarios,
es algo más profundo que el amor y el no-amor y sus
alternancias. Y sólo eso que habla desde ese AMOR es
NO-DOS o SER que tampoco debe llamarse EL UNO,
EL NO-DOS, EL SER; porque no es una cosa pero,
en cuanto que es el Gran Inefable, en cuanto SER, da
acaba­miento al origen y fin de las cosas y constituye su
Alfa y Omega y la esencia de todo.

Cuando el Ser hace irrupción en la intimidad adopta


diversas fisonomías o modalidades y surge, según
sea la antinomia de la que el hombre procede, como
AMOR, VACIO, VIDA, VERDAD, REALIDAD.
Este es el último secreto que nos interpela cuando lo

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guardamos en el silencio. Pero el UNO NO-DOS es lo
que luego aparece ya en todas las cosas y el que lo ha
sentido, luego lo descubre en todos los fenómenos de
la vida. En realidad es algo inefable, sin embargo, el
hombre pregunta una y otra vez qué quiere decir todo
ello. Hasta que llegue a darse cuenta que el Silencio es
la última res­puesta a esa pregunta.

Así también se dirigió Vimalakirti a los Bodhisattvas


reunidos y les dijo: «Señores ¿cómo puede un
Bodhisattva tener acceso al NO-DOS?». En aquella
reunión se encontraba el Bodhisattva Dharmesvara que
comenzó hablando así: «Señores, nacimiento y muerte
forman un binomio. En el fondo, las cosas ni empiezan,
ni, lógicamente se acaban. Penetrar esa verdad del no-
comenzar es ya acceder al NO-DOS».

El Bodhisattva Gunagupta dijo: «YO y MIO constituye


un binomio. Porque hay un yo, hay también un mío. Si
no hubiera yo tampoco habría mío. El que aprenda esto
tendrá acceso al NO-DOS».

El Bodhisattva Gunasiras habló: «pureza e impureza


constituyen un binomio. El que penetra la verdadera
naturaleza de la impureza verá que no hay pureza
ni impureza y así comienza a correr tras la pureza
nirvánica. El que llegue a captar esto tendrá acceso al
NO-DOS».

El Bodhisattva Sunetra dijo: «Figura y no-figura


constituyen un binomio. El que en la figura ha lo­grado
ver la ausencia de figura de los seres tendrá acceso a la
igualdad sin quedar pendiente de la no­figura. El que
capte esto, tendrá acceso al NO-DOS».
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El Bodhisattva Pusya dijo: «Bueno y no-bueno forman
un binomio. El que no piensa en lo bueno ni no-
bueno, tendrá acceso a la actitud del no diferenciar y
al conocimiento de la verdad. Quien logre captar esto
tendrá acceso al NO-DOS».

El Bodhisattva Sinha dijo: «Pecado y virtud forman un


binomio. El que penetre a fondo en la naturaleza del
pecado, entenderá que no es diferente de la virtud. El
que capte esto, accede al NO-DOS».

El Bodhisattva Narayana se expresó así: «Mundanidad


y no-mundanidad forman una duplicidad. El que
comprenda que la naturaleza de la mundanidad no tiene
valor, encontrará la naturaleza de la su­pramundanidad.
No hay en ello entrada, ni salida; ni desbordamiento,
ni dispersión. El que capte esto tendrá acceso al NO-
DOS».

El Bodhisattva Sadhumati dijo: «El Samsara (o ciclo de


la regeneración) y el Nirvana forman una duplicidad.
Pero el que penetra la naturaleza del Samsara entenderá
que no hay Samsara, ni cautividad, ni liberación, ni
rescate. El que entienda esto, tendrá acceso al NO-
DOS».

El Bodhisattva Pratyaksa dijo: «La aniquilación y la


no-aniquilación forman una duplicidad. Si todas las·
cosas ni se aniquilan, ni no se aniquilan en su esencia,
tampoco habrá ninguna clase de aniquilación y, si no
hay aniquilación,’ lo que hay es el VACIO y ese vacío ni
tiene figura de aniquilación, ni de no aniquilación. El
que capte este aspecto de la verdad, está entrando en
el NO-DOS».
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El Bodhisattva Vidyuddeva dijo: «Saber y no saber
(ilustración y error) forman un binomio. Pero la
verdadera naturaleza del no-saber es el saber. El saber
no es aprehensible porque es ajeno a las diferencias. El
que hace hincapié en esta creencia y se libera de esa
duplicidad, este está entrando en el NO-DOS».

El Bodhisattva Puspavyuha habló: «Las duplicidades


brotan del YO; el que entiende la verdadera naturaleza
del YO, en él no afincará el pensamiento de duplicidad,·
si no nos aferramos a la duplicidad en ninguno de ambos,
entonces no tendremos ni sujeto, ni objeto de duplicidad
y tendremos acceso al NO-DOS».

El Bodhisattva Srigarbha: «Los fenómenos de apego o


no apego a las cosas constituyen una duplicidad; si no
hay apego a las cosas, tampoco hay dar ni tomar. El que
entiende esto, tiene acceso al NO­DOS».

El Bodhisattva Ratnamudrahasta habló: «Anhelar el


Nirvana y el mundo constituye un binomio; si ya
no anhelamos el Nirvana ni sentimos asco del mundo,
la duplicidad desaparece; ¿por qué? Si hay vinculación,
también hay liberación; pero si partimos del hecho que
no hay vinculación alguna, ¿cómo puede haber nostalgia
de la libertad? Y si no hay vinculación, y liberación,
tampoco habrá júbilo (en el Nirvana) ni hastío (del
mundo). El que llegue a captar esto tendrá acceso
al NO-DOS».

El Bodhisattva Manicudaraja respondió: «Probidad


y falsedad forman un binomio. El que asienta en
la verdadera probidad no hace diferencia entre la
verdadera probidad y la falsedad. El que se libere de esa
duplicidad, tendrá acceso al NO-DOS».

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El Bodhisattva Satyapriya dijo: «Realidad y no­realidad
forman un binomio. El que reconoce la realidad no la
ve y mucho menos verá la no-realidad. ¿Por qué? La
realidad no puede ser contemplada con ojos carnales,
sino únicamente con los ojos de la sabiduría y en
esta perspectiva de la sabiduría no hay un ver que
se contraponga al no ver. El que comprenda esto está
accediendo al NO-DOS».

Cuando todos los Bodhisattvas dieron su opinión, le


preguntaron a Manjustri: «¿Qué significa el acceso de
un Bodhisattva al NO-DOS?». Manjustri respondió:
«Creo que sobre esto nada se puede decir ni aclarar,
ni explicar, ni reconocer; es, pues, algo que está fuera de
toda discusión. El que entienda esto, está accediendo
al NO-DOS».

Entonces Manjustri dijo a Vimalakirti: «Todos hemos


expuesto nuestras opiniones; yo quisiera que también tú,
señor, nos expliques cómo te imaginas la entrada de
un Bodhisattva en el NO-DOS».

Vimalakirti se acercó al grupo, se postró y se calló. Esto es


lo que se llama el atronador silencio de Vimalakirti».

¿Quién, entre nosotros, conoce el arte del verdadero


escuchar que convierte el silencio en el más elocuente
discurso? La sabiduría oriental brota del silencio.
Lo mismo ocurre con el Zen. Y el Zen nos enseña
también el arte de prestar atención al silencio del Ser
que, en medio del estrépito del mundo, nos apela a la
Verdad.

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No es posible captar la naturaleza de los seres ni
desdeñarla tampoco.
Sólo así se logra alcanzar
el núcleo del Inaccesible.
El habla, cuando calla:
y calla, cuando habla.
Abiertas, de· par en par, están las puertas de la
[Verdad enriquecedora

SHODOKA

No detenerse en el ser

Toda dualidad pende del Uno,


pero tampoco debes detenerte en él.
No andes a la caza del Ser siempre actuante
¡ni te detengas en el vácuo no Se!
Cuando encuentres al Unico
y la paz de la libertad,
todo se desmoronará a tu pesar.
Si quieres que cese la conmoción
y recuperar la tranquilidad,
ten en cuenta que cuanto más te esfuerzas
tanto más te agitas.
Porque ¿cómo puede lograrse
captar lo Unico
mientras andamos yendo y viniendo
de uno a otro?
El que no llega a entender

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lo absolutamente Uno,
ese pierde incluso lo que ganó
de la dualidad.
Al que anda a la caza del Ser,
éste se le escapará siempre,
al que corre tras la nada
ésta le volverá la espalda.
Prodigándote en palabras y cavilaciones
tanto más te alejarás del Ser.
Tras mucho pensar, sólo te quedarás con la certeza.
Si sigues el dictado de tu pensar,
aunque sea por un instante,
te perderás en el vacío
del NO-Algo cuya mutabilidad y fugacidad sólo
provienen de tu error.

SHINDJIN-.MEJ

Cuando el hombre ha agotado las posibilidades de su


poder y saber y es capaz de aceptar esa muerte que le
sumía en la más profunda angustia, y la sinrazón que
le hundía en la mayor desazón, y el desconsuelo de la
suprema soledad, empieza a hacer algo que su YO no
podía. Y precisamente entonces le puede ser otorgada la
gracia de esa experiencia en que comienza a barruntar
la fuerza, el sentido y la unicidad del Ser, sintiéndose
súbitamente redimido y liberado para un nueva
vida. Entonces se produce una inenarrable alegría;
la ansiedad, la de­sazón, el desaliento desaparece. El
hombre se siente en plenitud de fuerzas; se siente pleno
de lucidez y de paz. Saborea colmado de felicidad, la

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causa de su liberación. No es extraño que crea que ha
dado con la más excelsa experiencia que buscaba con
ansia. Que no es así. lo descubrirá más tarde con pesar.

La euforia pasa, la energía indomable que le animaba,


aquel sentido que le transportaba más allá de todo
contrasentido, aquel amor que le hacía olvidar todo
desamparo, todo ello se esfuma y con mayor pesar que
nunca, siente la amenaza del mundo. La experiencia
que creyó liberarle de toda mi­seria, no hace sino
sumirle en una más profunda desolación. Porque
ahora, tras haber degustado lo que sólo había creído,
esperado o barruntado, -el Ser infinito, absoluto,
supramundano- se da cuenta más que nunca del
condicionamiento, finitud y limitación del mundo; y,
tras haber contemplado la luz, todo lo ve más sombrío
que nunca. Añora el paraíso perdido y sufre más que
nunca en el destierro del mundo. No tiene otro
deseo que volver a pasar por aquel exceso admirable
y permanecer en él para siempre. Por natural que sea
este anhelo, expresa también claramente que el hombre
sigue viviendo en el reino de la antinomias y que la
experiencia del Ser que ha tenido, no era todavía el
Satori, o Gran Experiencia, que el Zen preconiza y
promete.

Lo vivido queda en él como «algo» que se distingue


inmensamente de todo cuanto vuelve a encontrar;
y quisiera poder volver a vivirlo y poseerlo
definitivamente. Pero, en su búsqueda, corre tras
una alucinación. Le atrae el recuerdo de lo antes
vivido pero, al tratar de aprenderlo, se esfuma, como
un fantasma. Lejos de volver a asirlo entre sus brazos,

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su vida en el mundo (desgarrada entre antinomias) se
le hace más insoportable. Aunque llegara realmente
a experimentar aquella misma dicha e instalarse en
ella, luego no le quedará entre las manos más que una
doctrina bienhechora que le deja sediento y vacío.

«Si te ves sumergir en un desfallecimiento maravilloso


y sientes el anhelo de perpetuarlo, renuncia y arráncate
a él inmediatamente» dice el maestro Eckehart, «y toma
entre manos tus obligaciones ordinarias porque no es
sino un sentimiento embriagador y nada más». ¡Un
sentimiento embriagador! Esta es también la continua
tentación de aquellos que lo buscan con medios
artificiales. Todo estado placentero logrado con un
estupefaciente no es sino un estado artificial, nada
más. Es una experiencia inauténtica por que no lleva
consigo una energía verdaderamente transformadora.
Si se vuelve a recurrir a ella y degenera en manía, lo
que provoca es una regresión que impide todo progreso
ulterior.

El que ha captado el mundo de la iluminación de


manera objetiva, si se apega a él con exceso, sólo
podrá superarlo arrancándose a él para progresar y
avanzar. El paraíso que perdimos no hemos de volver
a encontrarlo. No podemos liberarnos del lastre que
significa nuestro MUNDO-SER, si no nos arrancamos
al mundo y dirigimos nuestro rumbo a alta mar.
Pero eso exige otra experiencia que sólo logrará aquél
que, bendecido por la UNIDAD SUPRAMUNDANA,
vuelve a encontrarla como comunión con y en
el mundo; sólo aquél que conoce a través de la

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experiencia lo que le separa de esa unidad y lo
entiende e interpreta como campo de testimonio.

La aparición del ojo interior

Cuantas veces pronunciamos las palabras Ser} Vacío}


No-Dos} tratando de descifrar lo que el Zen quiere
decir, está a la puerta, si lo pensamos un poco, el
malentendido de que la conciencia que des­cifra es
fundamentalmente la misma de antes. Y, en efecto,
se puede, así parece, representar lo In­comprensible (de
que en fin de cuentas se trata), de manera que presente
un sentido comprensible. Pero toda explicación
comprensible, incluso la que aquí buscamos, lo pone
todo en peligro; porque, de ese modo, lo que en
ninguna manera es clasificable, queda clasificado en un
sistema lógico, aun­que sea ampliado.

Todo cuanto podemos condensar en conceptos, aunque


sea en el ápice mismo de nuestra actividad mental, no
es, aun en el caso más favorable, sino la cáscara del
fruto, que no aparecerá. si no llegamos a romper esa
cáscara. Por eso hay que dar por supuesto algo que se
nos hace muy difícil: Que, en la Gran Experiencia, no
se trata del descubrimiento de una excelsa realidad
por un sujeto anclado aún en la misma forma de
conciencia, sino de algo que sólo comienza cuando la
vieja forma de conciencia ha perecido y surge una
nueva forma de conciencia. Y puesto que la forma de
conciencia en que nos encontramos, está determinada
por la forma o modalidad de nuestro ser de sujetos,
también puede decirse: la aparición de eso de que

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tratamos, depende de un nuevo estado del sujeto; o,
mejor dicho: coincide con el nacimiento de un nuevo
sujeto.

Este es el malentendido de siempre: pensamos que


«Iluminación» significa que brota en nosotros una
luz en virtud de la cual llegamos a contemplar
algo totalmente inédito; nosotros, los mismos que
éramos lo que éramos. Ciertamente es un fenómeno
frecuente en la vida. Así, cuando repentina­mente
vemos claro un problema, o asunto, o persona, y todo
queda claro siendo antes incomprensible y oscuro;
o inesperadamente nos damos cuenta de algo que
antes se nos ocultaba: es una experiencia grandiosa
cuando de golpe tenemos una intuición que relaciona
y armoniza un sinnúmero de cosas ininteligibles que
quedan, por lo mismo, ordenadas y encuentran cada
una su puesto. Y también hay intuiciones capaces de
organizar y jerarquizar todas las cosas. De golpe, el
hombre adquiere una nueva visión del mundo que, a
un tiempo, tranquiliza y da nuevas alas a su espíritu.
Pero todo esto nada tiene que ver con la iluminación y
el despertar del que habla el Zen. Aquí se trata, no ya
de que el hombre contempla algo nuevo con ojos viejos,
sino de que un nuevo ojo transfigura lo antiguo. Esta
nueva vista es algo distinta de la antigua que pudiera
dar una nueva luz. La iluminación no dice que el hielo
se funde en torno a uno mismo, sino que uno mismo
cambia por así decirlo de estado físico. Iluminación
significa que cambia uno mismo, y, por lo mismo, su
visión. Y, por eso, un nuevo hombre contempla de
una nueva manera; y, en consecuencia, contempla
algo muy distinto.

Pag. 85
La vivencia del Ser, como el «Totalmente Otro», por
muy intensa que pueda ser esta experiencia, no es
aún la Iluminación, el Despertar, el nacimiento del
ojo interior, el Satori. Aunque el júbilo con que nos
colma la vivencia del Ser, sea tan grande que lleguemos
a experimentar algo así como «un más allá de todas
las antinomias» en el transfondo del mundo que
contemplamos objetivamente, esa vivencia no es sino
una pregustación de la experiencia de la Gran Verdad.
La inmersión del YO en el ser, no es sino el primer
paso, que a nada conduce sino le sigue un segundo
paso: la inmersión del propio ser en el YO.

Ese ojo interior, tal como lo entiende el Zen, sólo


surge en aquél que re-encuentra en el mundo y
con el mundo, la unidad percibida en la experiencia del
Ser, es decir, entiende el mundo del YO como lo que le
oculta el Ser y como lugar de la revelación de ese Ser,
que también es entraña suya y que, a través de esa
experiencia, le lleva a la luz.

En ese «despertar» no sólo penetra el Ser nuestra


intimidad, sino que además aparece cuál es la causa
que lo encubría, la «raíz del mal». La aparición
del ojo interior es, también y en primer lugar, el
desenmascaramiento del YO.

En la búsqueda y captura del arquitecto


de esa prisión del Ser recurro en vano al círculo de las
reencarnaciones.
Pero siempre el nacimiento será desgraciado.
Ahora bien arquitecto de la prisión has quedado
desenmascarado.

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No volverás a reconstruir la prisión.
Tus murallas han quedado destruidas.
Las vigas yacen por tierra.
Libre de ataduras y redimido, el espíritu ha llegado
allí donde todos los deseos se apagan (3).

«El Terrible, El Arquitecto, el Constructor de la


prisión, una vez reconocido, descubierto y aprisionado,
deja de tener su red en torno al Buda».

Este reconocimiento y experiencia estremecedora, al


tiempo de la gran Experiencia, es cosa muy distinta del
conocimiento teórico de que el YO «fijador» y su estilo
de conciencia son los encubridores del ser; porque
la experiencia del YO, lograda en el Satori, aporta
al mismo tiempo la liberación de su tiranía. Y no es
que el hombre, tras esta experiencia, no haya de vivir
bajo los condicionamientos limitativos del YO, pero la
existencia ha que­dado transformada. Ya no se siente
sometido como un esclavo al YO y a la manera de ver
que comporta ese yo, ni entregado indefenso a los
sufrimientos que él provoca.

Pero el desenmascaramiento del YO «fijador»,


como el gran culpable y perturbador, y la liberación de
él, no son sino un aspecto del conocimiento que
se produce en el Satori.

El ojo interior contempla dos aspectos. Contempla a la


vez al YO del mundo, y al YO esencial; el hombre, en
quien brota ese ojo interior, contempla su YO mundano
(3) Este himno se atribuye a Buda quien lo habría escrito en
el momento de su Iluminación.
Pag. 87
no sólo como peligro para la presencia íntima del ser,
sino además como instrumento de la revelación del Ser
en su existencia espacio­temporal. Sabe además que el YO
con sus conceptos estáticos, imágenes estereotipadas
y actitudes, desfigura ciertamente la verdadera vida;
pero sabe también que sólo con el sufrimiento en el
mundo del YO y descorriendo el velo que oculta
al Ser, aparecerá este en su espléndida realidad. Una
conciencia del Ser superador de antinomias sólo puede
darse sobre el fondo de algo que le es contrario. El
sentido positivo de la realidad estática del yo es que
sólo sobre su base puede manifestarse el ser al
hombre. Y si nace el ojo interior que contempla
ambos aspectos, del mundo antinómico surge para
el hombre la gran adquisición de reconocer que el
mundo, «en su dualidad» manifiesta al UNO y pre­para,
precisamente para el UNO, al hombre desgarrado
entre esas «dualidades». Así, pues, sólo aquél adquiere
la nueva vista interior, a quien el Ser ha «tocado» de
tal manera que se deja luego captar plenamente por él,
sin tratar de retenerlo; aquél que le ha reconocido
sin entenderlo como «un algo»; que se inmerge en él
sin sumergirse; y emerge de él,·pero no como era antes,
sino que retorna al mundo conservando sin menoscabo
lo «vivido» en la experiencia, impulsado por la
voluntad activa y cooperativa de abrir la existencia del
Ser. Sólo a·ese tal se abren las nuevas perspectivas y,
como un liberado interiormente de las ataduras de su
propio ser, vive como un convertido en un mundo a
transformar. Suzuki lo expresa así: «lo que ha quedado
desenmascarado en nuestro YO relativo y empírico y el
espíritu liberado de sus condicionamientos limitativos
es el YO absoluto. La iluminación está en alcanzar

Pag. 88
una nueva inteligencia del sentido de la vida como
contradanza del YO relativo y el YO absoluto. Con
otras palabras: iluminación es ver cómo aquél sigue
activo y actuante a través de este. También podemos
expresarlo así: el YO absoluto engendra al YO relativo
para verse reflejado en él como en un espejo. El YO
absoluto, mientras permanezca absoluto, no cuenta
con medios de hacerse notar y manifestarse y desplegar
todas sus posibilidades. Necesita del YO relativo para
llevar a cumplimiento todas sus exigencias».

El conocimiento de las verdaderas relaciones en­tre el


Ser y la existencia, entre la realidad del YO absoluto y el
mundo objetivo del YO empírico, constituye el núcleo
mismo de la iluminación. Iluminación que, por lo
mismo, no comporta únicamente una nueva visión
liberadora, sino también un estímulo vinculante. El
mundo queda transparente para el Ser; pero, hacer
transparente la existencia en su ver y actuar, y hacer que
lo sea real­mente desde y para el Ser, es tarea reservada
a uno mismo. Sólo en el nacimiento de esta nueva con­
ciencia a un mundo nuevo, y no únicamente en
la liberación de las cadenas del antiguo, se manifiesta
la Gran Experiencia como Satori.

Que el hombre ha sido real y fundamentalmente


captado por la Unidad, se manifiesta en el sentimiento
de estar profundamente hermanado al mundo y a
los hombres todos. Ello significa también llegar a ser
aquello que somos esencialmente. Unos para con otros,
sentimos lo que esencialmente somos, queremos,
y debemos ser: hermanos en el Ser, camaradas que
debemos contribuir a ayudarnos a sentir lo que

Pag. 89
en verdad somos y a adaptarnos a esa realidad de tal
manera que lo Absoluto pueda manifestarse a través
de la forma que ha florecido en nosotros en medio de
las condiciones del mundo. Así surgen la auténtica
compasión y compañerismo, el celo por ayudar a los
demás y el deseo de librar­nos de las cataratas del YO
que hacen espejear ante nosotros las antinomias de su
modo de ver como si fueran la verdadera realidad.

«Iluminación no significa evasión del mundo,


tranquilamente sentados en la tima del monte con
las piernas cruzadas para contemplar a los hombres
destrozados por las bombas del mundo. La iluminación
lleva consigo más lágrimas de lo que imaginamos»
(Suzuki). El Satori, pues, no significa un placentero
perderse en el Ser universal, sino significa además
contemplar, crear y atestiguar el Ser en nuestra propia
existencia; la esencia, en el YO; lo Absoluto, en lo
condicionado; lo divino, en el mundo.

Satori significa que, de golpe, el mundo nos es


nuevamente otorgado, con un nuevo sentido; con un
nuevo resplandor. «Los prados siguen siendo verdes»,
pero con un más profundo verdor. El hombre sigue
siendo hombre, pero con una nueva alcurnia y obligado
a una nueva vida. En todo esto ¿hay algo en que el Zen
contradiga al cristianismo?

¿Qué lleva consigo el Zen?

La luna llueve sobre el río


su torrente de luz.
Mansamente respiran los pinos.

Pag. 90
¿Quién conduce este atardecer sagrado
a la presencia de la eterna noche?
En lo profundo del corazón, como un sello sagrado,
es portador de la límpida perla de la naturaleza-Buda.

Suzuki

Cuando en el hombre se produce el acontecimiento de


que habla el Zen, la vida se convierte en VIDA. La VIDA
ha penetrado lo más íntimo de la vida humana y se
ha hecho entraña suya. Al interiorizarse la VIDA en el
hombre, vive este la vida que viven los demás, la vida
en la carne (el YO), en el tiempo y espacio; pero la
vive, cambiado él, y de otra manera, y con otras metas.

«Ser totalmente normal y corriente, es Zen; ser lo


contrario, no es Zen. Por mucho que te sientas
en posesión del Zen, tu vida ordinaria no tiene que
diferenciarse de la de tu prójimo. La única diferencia
ha de radicar en tu interioridad» (Suzuki). Pero es ya
un vivir de la VIDA. La vida primigenia ha tomado
conciencia de sí misma. «Pero no se trata de la
conciencia ciega del primitivo o del niño que espera
su desarrollo y clarificación. Muy al contrario, es esa
forma de conciencia que sólo podemos lograr tras largos
años de ardiente búsqueda» (Suzuki). El hombre cuyo
ojo interior se ha abierto, vuelve a vivir su vida en el
espacio y tiempo; pero dentro de ese espacio y tiempo,
anida lo supratemporal. Desgarrado entre el pasado y
el futuro, en cuanto YO, el que ha despertado al Ser
vive, desde su ser profundo, en un perenne AHORA.
Y, al vivir de ese perenne AHORA, tiempo y espacio

Pag. 91
quedan transfigurados. Es un hombre que sufre como
todos; pero, en cierto sentido, sufre como si no sufriera;
en todos sus sufrimientos, no le abandona una radiante
serenidad, que brota de lo profundo. ¿Qué lleva, pues,
consigo el Zen?

¡Tal vez una sonrisa! Un reir abierto que lleva a romper


lo que nos tenía atados. Tal vez una explosión de ira
espontánea que brota sin egoísmo. Cualquier ademán
espontáneo y desembarazado, como el vuelo del pájaro
que se levanta sin esfuerzo. Todo su hacer es rápido y
preciso: lo indispensable y nada más. Traer agua, si hay
fuego, y nada más. Comer, cuando hay hambre, y nada
más. Dormir, cuando se duerme, y nada más. Escribir,
cuando se escribe y nada más. Todo, con plena lucidez
y presencia de espíritu; sin ningún intersticio entre
pensamiento y acción. Nada de conductas, sino simple­
mente dar libre curso a la vida, que brota con fluidez y
ligera como un aleteo, certera como la saeta que da en
la diana, ligera como los pasos de un bailarín, tajante
como una espada, precisa como el buril del escultor,
fresca como una brisa primaveral y... siempre penetrada
de amor. Nada de apego a cualquier cosa que sea. Hondo
silencio interior, aun en medio del mayor estrépito. La
mirada, inocente como la paloma; profunda como el
mar que refleja las estrellas y con ellas la eternidad.
Sintonización con todos los sufrimientos y entrega
incondicional al pues o que se ocupa en el mundo.
Severo consigo mismo e inexorable con los demás
cuando está en juego una ley que impone el amor. En
suma: esa serenidad plena de energía, adoctrinada por

Pag. 92
la muer­te, la claridad sin nubes que capta el sentido
de las cosas, sin excluir sus contrasentidos, la gozosa
seguridad en medio de todo desamparo del mundo.

Zen es el caminar
Zen es el reposar.
Ya hable, ya calle;
descanse o me agite:
esencialmente, todo ello
es lo Quieto.

SKODAKA

La transmisión de la doctrina

Un distinguido maestro de Zen, interrogado sobre


la esencia del Zen, no quiso dar respuesta. Obligado a
hablar, dijo que no sabía lo que es el Zen y que es
algo inefable. Al objetarle que, si alguno, él tenía que
saberlo y que de ello eran un testimonio la multitud
de sus discípulos, persistió en su negativa; pero al
fin añadió: «una descripción de lo que es el Zen se
diferencia del Zen real, como la descripción de lo
que ocurre al meter los dedos en agua hirviendo
y el hecho mismo de meterlos efectivamente en agua
hirviendo». ¿Qué significa esta historia? Que no hay
Zen si no hay experiencia personal e inmediata. Y, sin
embargo, sigue en pie la misión y tarea de difundir
su doctrina.
La forma plausible o deseable de exponer esa doctrina
depende siempre del nivel de conciencia de los que la
Pag. 93
reciben o a los que se destina. La misma experiencia
esotérica tolera el lenguaje usual de las imágenes
corrientes y los conceptos obvios, es decir la exposición
exotérica de esta sabiduría arcana, cuando la raíces
religiosas de las personas a quienes es expuesta, están
aún ilesas, y aún más si el carisma del fundador
sigue en ella vivo y actuante. También la transmisión
exotérica de una experiencia postmental del Ser llega
a rozar la presencia premental del Ser, en hombres
que todavía no han caído to­talmente en la mental
alienación a ese mismo Ser y, asimismo, nos afecta y
«toca» inmediatamente a nosotros, que vivimos en la
etapa mental, siempre que lo abordemos desde el nivel
primitivo de nuestra conciencia. Pero si leemos una
doctrina religiosa con los ojos de nuestra conciencia
objetiva, podrá ciertamente parecernos lógicamente
coherente y responder a nuestras ideas éticas, pero su
significación peculiar nos escapará. Cuanto más afinca
nuestra conciencia de la realidad en las categorías y
estrecheces de nuestra conciencia racional, tanto más
se le escapará su arcano sentido cuando nos venga en­
cubierto entre velos racionales.

Por eso es tan problemático hablar y escribir sobre el


Zen. Por eso escribe A. Watts en un libro sobre el Zen:
«el que escribe sobre el Zen debe evitar dos extremos:
de un lado, ser tan escueto en su exposición que el lector
quede desorientado; de otro, ser tan preciso que piense
el lector que ha comprendido plenamente el Zen». Y,
sin embargo, puesto que existe el Zen, hay que intentar
explicar y comunicar a otros lo que es la experiencia
del Zen.

Pag. 94
Pero ¿cómo explicarlo sin servirse de palabras? La
cuestión está en el modo de hacerlo.

La doctrina del Zen sólo es accesible en referencia


constante a la experiencia de que procede y a la
que conduce. La experiencia de que habla el Zen es
indudablemente excelsa y, por lo mismo, la doctrina del
Zen tiene validez en la medida en que logra destapar
y analizar esa experiencia y sus prerrequisitos y
consecuencias. Si el análisis del Zen es arrancado de su
referencia a la experiencia, vuelve a re­caer en el terreno
de la teoría insustancial y de enunciados filosóficos
discutibles.

El hombre pasa por muchas experiencias, pero quedan


intranscendentes si no llega a analizarlas has­ta
penetrar su sustancia. El Zen contempla y analiza la
más profunda experiencia humana y la expone en su
doctrina. Pero, aun las experiencias mejor analizadas
quedan infructuosas si no se añade además el ejercicio
que lleva a realización lo conocido y analizado. Sólo
el ejercicio, el entrenamiento insistente con que el
hombre se apresta a sacar, de lo analizado, todas las
consecuencias que ha aprendido sobre la experiencia y
sus prerrequisitos, le llevarán hacia más nuevos y más
dilatados horizontes. El Zen, pues, tiene tres partes:
Seria atención a la experiencia, lúcido análisis de la
misma y ejercicio incesante. El Zen abarca todo eso;
de lo contrario, no hay Zen. Porque el Zen no es una
simple teoría, sino una praxis basada en la experiencia
y que conduce a la experiencia. El Zen no es un
existencialismo teórico, sino una praxis existencial.

Pag. 95
EL ZEN COMO PRAXIS EXISTENCIAL

Maestro y discípulo

¿Cuál es el sentido de la praxis del Zen? El despertar del


hombre a su propia esencia y además la adquisición de
una mentalidad que le mantenga en constante apertura
al Ser que ha penetrado en su interioridad y le hará
capaz de testimoniar en el mundo ese Ser, con
libertad y sin miedos.

La condición previa, sobre la que descansa el Zen como


praxis, es un triple conocimiento: 1.° El conocimiento
de la gran Experiencia en que el hombre, con toda
su esencialidad, se manifiesta a sí mismo. 2.° El
conocimiento de la naturaleza de eso que separa al
hombre, en cuanto ser consciente, de su propia esencia.
3.° Conocer el camino que lleva del ocultamiento
cobarde a la valiente proclamación del Ser.

Pag. 97
Decisivo en toda praxis que haya de llevar a la
formación del hombre nuevo, es el conocimiento de lo
que puede obstaculizar ese despertar y regeneración.
¿Qué es ello? Es el YO «fijador» con su forma peculiar
de conciencia y su sistema de vida, a partir de los cuales
el hombre identificado con ese YO piensa, siente y
actúa. Por eso, es un punto capital de la praxis del Zen,
la eliminación de esa identificación, derribar ese YO
con su caparazón y sus categorías y estilo de vida.

Todos los ejercicios del Zen tienden pues en primer


lugar a una sola cosa: destronar ese YO con sus
categorías y quitarle al hombre ese falso suelo que
no le deja hacer pie en terreno firme. Lo que estaba
.en pie debe ser derribado. Los pretendidos derechos,
quedan renunciados. Aquello a que tenemos apego,
nos es arrebatado. Nuestras presunciones más
acariciadas, nos serán risibles. Queda desenmascarada
nuestra soberbia. Lo que creemos saber, se nos hará
absurdo. Para lograrlo, el Maestro echará mano de
todos los medios y sólo si conocemos esa excelsa meta
que justifica los medios puestos en juego, lograremos
.entender el profundo sentido de las expresiones y
actuación del maestro que de otro modo resultarían
totalmente incomprensibles. Respuestas enigmáticas,
reproches inesperados, reprimendas pertinentes,
bofetadas, insultos, sarcasmos, alaridos. Siempre
algo inaceptable para el YO y que, sin embargo, hay
que aceptar. Lo más inesperado, que hay que saber
acatar. Todo lo que nos desconcierta porque sacude los
cimientos, todo cuanto nos sostiene y protege dentro
del sistema de nuestra conciencia del mundo y de
nosotros.

Pag. 98
Precisamente en medio de la tormenta, puede surgir,
para el que busca, esa verdad que está más allá de los
sistemas y en la que reconocerá que lo que hasta ahora
le parecía sólido y verificable y la única realidad en la
que apoyarse, no era otra cosa sino proyección objetiva
de la posición y estado de su YO; proyección y objeto,
que por ir apoyados y sostenidos por su intelecto fijador,
no hacían sino velar aquello que no es constatable
objetivamente.

Pero todo esto presupone una cosa: que el que busca


tiene verdadera ansia de encontrar; que el que se
ejercita quiere aprender, es decir que está dispuesto a
seguir a su guía y comportarse como discípulo; porque
¿qué sería un maestro sin discípulo? Pero ¿quién es
verdadero discípulo? Sólo aquel a quien le devora
el ansia de saber; aquel, que puesto al borde de la
indigencia, cree deber ponerse en camino.

Aquél únicamente, cuyo corazón está poseído de


inquietudes que no le dejan en paz mientras no sean
satisfechas.

Todo aquel, que habiéndose puesto en camino, sabe


que no hay retorno posible y está dispuesto a dejarse
conducir y obedecer.

Sólo aquél que, lleno de una gran confianza sabe seguir


por el camino obscuro y está dispuesto a superar todas
las pruebas.

Sólo aquél, que sabe ser severo consigo mismo y, por


amor de lo UNO, que quiere inundarle con su luz, está
dispuesto a renunciarlo todo.

Pag. 99
Sólo aquél de quien se ha adueñado lo Absoluto, sabrá
aceptar todas las condiciones y soportar las asperezas
del camino por el que le lleva su Maestro.

A la entrada misma del camino de estos ejercicios,


campea en grandes caracteres: TODO O NADA.
Aunque todo lo abandona, hay algo que nunca debe
abandonar: que no es un capricho lo que le impulsa,
sino una sabiduría lúcida que, asestando derechamente
a lo profundo de su ser, pondrá en juego todos los
medios para llevarle a la VIDA; porque la muerte que
se le exige no es la muerte entendida materialmente,
sino una vida que transciende la vida y la muerte;
no la destrucción de la existencia sino el Ser que se
transparentará a través de esa existencia.

De corazón a corazón

¿Cómo hablar, qué hacer, cómo comportarse,


en el momento en que se trata de abrir a otro al
Ser, teórica y prácticamente falseado a causa de sus
categorías mentales y existenciales? Esta es la cuestión
que se planteaba a los difusores del Ser y a la que
encontraron una solución propia los maestros de Zen.
Y precisamente la manera con que, una y otra vez,
dieron solución a ese problema es característica del
Zen. ¿Cuáles son los medios y el camino de que se
sirve el maestro de · Zen para iniciar a su discípulo en
la experiencia del Ser? Lo decisivo no es su teoría.
La respuesta categórica a esa pregunta dice así: no hay
otro medio que el diálogo de corazón a corazón; de

Pag. 100
alma a alma, desde el Ser que fundamentalmente
soy, al Ser que también es el otro esencialmente.

El Maestro de Zen, en oriente, no se interesa por


la biografía de su discípulo. No le interroga sobre
sus complejos y ensueños. No le somete a análisis
psicológicos, ni desarrolla con él teorías pedagógicas.
No investiga, no adoctrina, ni da consejos. En posesión
de lo UNO, atiende invariablemente a lo UNO, trata de
llegar a la esencia de su alumno, sintonizando con ella
desde lo más profundo de su ser, amándola, tratando
de atraerla hacia sí y rechazándola luego. Y, todo cuanto
representa un obstáculo a esa esencia lo compendia
en esta fórmula: En el apego a todo aquello en que el
hombre se apoya. Aquí está la raíz de todo mal que hay
que extirpar totalmente. De ese modo, todo cuanto
procede del Maestro, brota inmediatamente desde el
marco d lo aún «NO Acontecido», para que eso «No
Acontecido» brote también con toda fluidez. Lo cual
debe producirse Aquí y Ahora. Sólo en este presente
se refleja el perenne AHORA; sólo en él puede inundar
con su luz al discípulo, el relámpago, la iluminación que
irrumpe a través del muro que le aprisiona. Todas las
imágenes y conceptos familiares son peligrosos; toda
alusión al mal que confirme actitudes y concepciones
pasadas. Sólo aquello que, como palabra o silencio,
como acción o no acción, brota de lo interior de manera
irrepetible, de la conmoción y toque de lo UNO, puede
hacer presa en el discípulo y remover en él y despertar
y sacar a luz lo más profundo del Ser.

Recuerdo lo que me decía en cierta ocasión mi Maestro,


ante la inquietud de que, al hablar con los europeos, sus

Pag. 101
conceptos e ideas no me servían. «Es un error. O ha
captado usted y aprehendido esto de que tratamos, o
no. En caso negativo, todas las imágenes y conceptos se
quedarán insípidos en sus labios. De lo contrario, usted
encontrará fácilmente el modo, la palabra, el silencio o
el gesto apropia­do que conmoverá a su interlocutor en
un momento dado y derribará las barreras hasta llegar
a lo último de su ser y que facilite el paso siguiente
adecuado a su modo de ser y madurez». ¡Esto es el
Zen! Toda palabra y actuación sólo tiene sentido en
el instante dado en el conjunto del proceso; el sentido
unívoco y preciso, que tienen los conceptos y palabras
dentro del sistema religioso o cultural, frecuentemente
secan el manantial. Por eso, no me extraña oír que a
veces ocurre que los discípulos del Zen, cuando han
pasado la experiencia del Satori, en testimonio
queman los Escritos Sagrados o hacen trizas la imagen
de Buda ante la que se prosternaron durante toda su
vida.

Reposo y silencio

El primer medio de que se sirve el Zen para preparar al


discípulo y abrirle a la experiencia del Ser es el silencio.

El silencio, como camino para las experiencias en que


el hombre descubre el SER en sí mismo, es ejercitado
dentro del arte del recogimiento silencioso. Y es
apoyado y sostenido por toda una cultura del silencio,
característica del oriente y del Zen, en especial.

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Punto central de la vida de los monjes es el recogimiento
·silencioso. Pero «la sentada silenciosa» no es s6lo
practicada en los claustros. Es una práctica que forma
parte de la vida oriental fiel a la tradición antigua.
Pero esa práctica, sólo al que bus­ca aportará su más
profunda posibilidad: el encuentro con el propio ser.

El fondo primigenio de la vida, tan fácilmente acallado


por nuestra pretendida lucidez, nos habla, como todos
los maestros dicen, ante todo en el silencio. «En el
espíritu oriental», dice el Maestro Suzuki «hay una
especie de gran silencio, un algo de imperturbabilidad,
como si se estuviera contemplando la eternidad. Ese
silencio y calma no es ausencia de vida. Es más bien
el silencio de esa sima de la eternidad en que todas las
cosas están inmersas. Algo así como el silencio de Dios
que, desde su reposo, contempla su obra, con todo su
pasado, presente y futuro, en su Unidad y Totalidad. El
que entienda este reposo como muerte o disolución, se
quedará admirado de la inaudita actividad que puede
brotar de ese perenne silencio». Este silencio es también
característico del Zen. Ese silencio de lo insondable,
manantial siempre claro de fe, porque nos colma con
una vida que está más allá de todas las ideas y conceptos
y, por lo mismo, es inaccesible a los tiros de imágenes,
conceptos e interrogantes.

Apenas hay nada que falte tanto al hombre occidental


como el silencio, ni tanto que se le haga tan difícil
como la práctica del silencio. Somos prisioneros del
ruido, del estrépito del mundo y más aún del estrépito
interior de nuestras cuitas e inquietudes, de nuestras
represiones, de nuestros impulsos defraudados, pero

Pag. 103
sobre todo el estrépito interior de la tensión que llega
a afectar a nuestra intimidad cautiva; Acostumbrados
y habituados a ese estrépito, no acertamos a vivir sin
él y, siempre que lo echamos de menos, nos refugiamos
en ese estrépito que nos sirve de calmante. Nos
dispersamos en multitud de cosas que nos aturden y
perdemos lo UNO, lo único necesario que sólo anida
en el silencio. Rehuimos encontrarnos con nosotros
mismos. Y este es precisamente el sentido de ese refugio
en el silencio: el encontrarnos con nosotros mismos y
con nuestro propio ser y, en el camino que lleva hasta
allí, encontrarnos y hacer frente a todo lo que lo
obstaculiza.

Hay un silencio elocuente, que surge del callar,


y que sólo nos habla cuando observamos un silencio
inconmovible, totalmente atentos a su respuesta. El
que en la noche de la desesperación busca en Dios
la respuesta ¿no ha experimentado ya, que Dios se
callaba y que con su silencio le precipitaba aún más
en la oscuridad? Pero, luego, de repente, de ese mismo
silencio brotó la respuesta luminosa para aquel que
supo soportar ese silencio con mansedumbre. Sin
embargo ¿hay algo más extraño a nuestros oídos que
el silencio total? Pero la verdad divina no nos habla
con el lenguaje usual. Y precisamente el silencio que
descubrimos cuando ponemos toda nuestra atención
a una respuesta expresiva, puede despertarnos alguna
vez. Esto, lo saben muy bien los Maestros del Zen.

Numerosos son los ejemplos en que el discípulo ha


despertado cuando, penetrado del ansia de la verdad,
acude a su Maestro para obtener respuesta a una

Pag. 104
cuestión que se ha hecho acuciante tras la larga
búsqueda. Se llega a su Maestro. Ha llegado el momento
decisivo. El maestro sabe que todo está en juego en este
momento. ¿Qué dirá? El discípulo pregunta; es la hora
de la respuesta y ocurre lo inesperado: el Maestro
le atraviesa con su mirada y calla con su silencio
hermético y ese silencio traspasa al discípulo como un
rayo. Y todo el armazón, de donde brotaba la pregunta se
desploma. E irrumpe en él... Lo Incuestionable. Invade
al discípulo con su calor, con un desfallecimiento que
le hace reír y llorar: el discípulo ha despertado. Un
ejemplo conocido es la historia del maestro Djii-Dschei
que tradujo al alemán Herman Hesse:

El maestro Djii-Dscbei era, según se dice,


de naturaleza tranquila y tan modesto
que renunció a hablar y adoctrinar,
porque toda palabra es ilusión
y creía que las ilusiones deben evitarse.
Cuando los monjes, discípulos y novicios
se explayaban a gusto
hablando del sentido del mundo,
del bien supremo
con entusiasmo y elocuencia,
él se refugiaba en su silencio
y reprimía su entusiasmo.
Y cuando acudían a él
con sus preguntas serias o fútiles,
sobre el sentid9 de los libros sagrados,
sobre el nombre de Buda,
sobre la iluminación, sobre el comienzo
y fin del mundo, se obstinaba en su silencio

Pag. 105
señalando mansamente con su dedo hacia adelante.
Y aquella indicación muda y elocuente de su dedo
se hacía más y más ferviente y apremiante:
porque hablaba, instruía, alababa, reprochaba,
y apuntaba tan certeramente al corazón de la verdad
[y del mundo,
que, luego, tantos discípulos
comprendieron el gesto manso de aquel dedo, y se
[estremecieron y despertaron

ENERO 1961

El despertar, como consecuencia del silencio, sólo


es pensable cuando el silencio llega a quebrar los
impedimentos de la experiencia del Ser. Las amarras
que encadenan al hombre no se rompe si no se tensan
al máximo y no resisten la prueba. Así también el
silencio no logrará su meta si no quita, de bajo los
pies, el terreno desde el que el otro interrogaba; y sólo,
cuando la interrogación es la expresión exacerbada de
una búsqueda en que se de cicle de la vida toda. Jamás
entenderemos las historias del silencio del maestro y de
su eficacia, si no comprendemos bien su prerrequisito:
la agudización de la indigencia de la vida de esa
interrogación de cuya respuesta depende que todo siga
en pie o se derrumbe. Y lo que vale para el silencio, vale
también para los otros medios que pone en juego el
Maestro de Zen para ayudar a su alumno.

Pag. 106
La prohibición de la palabra

Un medio, utilizado por el Zen, es la eliminación de todo


concepto e idea con que el discípulo cree haber captado
la verdad, ya sea para impedir que el alumno confunda
la idea con la cosa («el dedo que señala a la luna, con
la luna»), ya sea para evitar que el alumno se contente y
tranquilize con esos conceptos. Cuando en el decurso
de la enseñanza, el discípulo repite una palabra que el
Maestro acaba de pronunciar, el Maestro se lo echa en
cara y afirma lo contrario. Con la repetición la ver­dad
se esfuma; incluso con la repetición de las palabras de la
sabiduría transmitida. Por eso, los comentarios críticos
o devastadores de los maestros, hay que valorarlos en
relación a las expresiones de sus predecesores. Nada, ni
siquiera una expresión magistral debe permanecer fija,
ya que con la repetición se hace funesta. Lo que ha sido
dicho como algo explosivo o convulsivo, no debe servir
de cojín en que sentarse. Cuando el Maestro se percata
que su discípulo está cerca de la verdad o que incluso
ha comenzado a degustarla, su comportamiento se
hace más severo.

Un ejemplo: un discípulo vuelve de una peregrinación


en la que ha experimentado el Satori. Se acerca
reverente a su maestro, que le espera silencioso,
caminando arrodillado. Pero en el momento en que
levanta su cabeza para comenzar a hablar, recibe una
paliza de treinta bastonazos «pero, Maestro», pregunta,
«¿por qué esto? Aún no he pronunciado palabra». «Si
hubieras dicho una sola palabra, el castigo hubiera
llegado tarde». Impidiendo al discípulo explicar su

Pag. 107
experiencia con palabras, hizo que quedara a salvo el
tesoro oculto de esa experiencia.

Otro ejemplo:
El discípulo entra en la habitación del Maestro y éste se da
cuenta de que el discípulo ha sentido el Satori. Entonces
hace una última prueba. El discípulo se prosterna
en silencio y el Maestro le pregunta amistosamente:
«¿has tenido, pues, la Gran Experiencia?». El ingenuo
discípulo responde: «así es, Maestro». «Pues la has
perdido», prorrumpe el maestro, «aléjate de mí».

La vieja sabiduría de los místicos: «ver, como quien no


ve. Poseer, como quien no posee. Hacer, como quien no
hace». Pero ¡qué difícil es esto y para nosotros más que
para los orientales, menos preocupados que nosotros
por la manía de concretar. ¿Quién no conoce la ingrata
experiencia de que se le esfuma y aja un sentimiento
desde el momento en que él u otro traslada e
interpreta esa vivencia a nivel intelectual? Nos
encontramos absortos en una vivencia personalísima,
totalmente identificados con aquello que nos ocupa y
conmovidos por ·la plenitud del Ser que sólo se hace
presente a través de esa identificación (por ejemplo
la contemplación de un paisaje, de un amanecer, de
una flor) y repentinamente, uno nos interrumpe y dice:
«¡Qué hermoso es!». Es como si se quebrara en dos ese
momento inefable de la vida. Nos vemos proyectados
una vez más a nuestro YO y, «lo hermoso» queda
objetivamente contrapuesto. Se ha roto irreparable­
mente lo que nos identificaba esencialmente con aquello.
Esto, que vale en la esfera de las vivencias y sentimientos
naturales, es mucho más válido para esas vivencias tan
Pag. 108
frágiles en que el Ser «estremece» porque estábamos
momentáneamente «abiertos» a su inmarcescible
presencia. Me acuerdo de un sueño: entraba en una
iglesia. Allí había multitud de personas y el guía mostró
una pequeña imagen en bronce de Cristo. De repente
uno de sus brazos ex­tendidos se dirigió a mí y yo cogí
la mano extendida hacia mí. Instantáneamente me vi
sumido en una indescriptible emoción. Es como si me
invadiera la plenitud del Ser. Todo en mí se decontractó
y me sentí lleno de una profunda lucidez y sumido
en una profunda paz. Me sobrevino un momento de
estupor. Al reponerme un poco de ese estupor, una
pregunta se insinuó en mí: «¿qué es esto?». En el mismo
momento la imagen se deshizo en polvo. ¡Todo se
esfumó! Me sentí culpable. Me invadió una angustia
y me desperté con un sentimiento de desamparo y
culpabilidad. ¡Algo así es! Hay una realidad que no
tolera análisis intelectivos, ni cuestiones como «¿qué
es esto?». Apenas formulada, la vivencia de aquel
momento se “esfuma.

Esta persuasión que penetra todas las expresiones


y enseñanzas del Zen es de gran importancia para
nosotros porque ¿no es verdad que siempre que
andamos a la búsqueda de la verdad, tratamos de
encontrar algo sólido que pueda constatarse sin sombra
de duda? Y ¿quién nos ha enseñado que precisamente
esa actitud nos oculta la verdad de la VIDA?

Pag. 109
La paradoja

La sistematización de lo objetivamente consciente, que


encuentra formulación, entre otras, en la pregunta
«¿qué es esto?», es el soporte en que asienta toda
nuestra visión natural del mundo. Por eso qué difícil
es que el hombre deje que el ser penetre hasta lo más
hondo de su intimidad sin que, a renglón seguido,
lo vierta y pierda en su conciencia objetiva. Y en esto
precisamente reside la tarea del camino interior.

Si el suelo sobre el que pisamos por nuestra forma


natural de conciencia es el mismo que nos desfigura
la experiencia del Ser, el primer cuidado del Maestro
que quiere conducir a su discípulo a la experiencia
del Ser ha de ser quitar, de bajo sus pies, ese suelo por los
medios que sea. Y, por lo mismo, su manera de actuar
será frecuentemente como un rayo que estalla en
un cielo sereno; su lenguaje será paradójico; su buen
tacto, lo chocante; su lógica, el absurdo. El discípulo
pregunta: ¿qué significa el advenimiento del Boddhi-
Darma? ». El maestro responde: «El roble del jardín».
Otro pregunta: «¿Qué es el Buda?» «Nunca existió»,
responde el Maestro.

Otros ejemplos:

El discípulo pregunta: -¿Qué es nuestra vida cotidiana?


El maestro se encoge de hombros; el monje pregunta:
-¿Qué es esto?
El maestro responde: -¿Qué es?
El monje no responde.
-¿Qué es el momento presente?

Pag. 110
-Nunca me habían hecho esa pregunta.
-Maestro, ahora se lo pregunto yo.
-¡Idiota!

Son numerosas las respuestas de este tipo. ¿Y qué


quieren significar? Nada hay tan sencillo y complicado
de entender. Cuando preguntamos «¿qué es esto?»
estamos aún prisioneros de una falsa forma de
conciencia que todo lo quiere concretar. Igual­mente,
cuando preguntamos: ¿Cuándo? ¿Dónde?, la VIDA
está más allá de todo Que cosa, cuando, donde, de
donde, a donde (M. Eckehart).

Todas son preguntas cuya respuesta concreta algo,


lo proyecta a un nivel estático de conciencia objetiva
y reduce el torrente vital a un entramado rígido de
hechos. El hombre que no hace pie firme en ese terreno
de realidades, se siente perdido. Pero ¿qué ocurre con
el hombre que no acierta a dejar ese terreno y que
no sabe interpretar su vida y experiencias si no es
bajo una perspectiva que de lo vital hace «hecho y
acontecimientos»? El Ser y su propio ser le quedan
desfigurados. Pero si hemos de tener acceso a la realidad
misma, debemos aprender a dejar de lado todo lo que
la desfigura. Aquel, pues, que se arriesga a fiarse de la
verdad de lo Incomprensible que anima sus más excelsas
experiencias, y se guarda de fijarlas, será capaz de dejar
que se derrumbe esa muralla que es la conciencia objetiva
cuando se haga necesario. Y, así también, el boquete
abierto por la paradójica respuesta del Maestro en el
bien estructurado sistema de la realidad objetivamente
entendida, puede convertirse en la puerta por la que
entre un inesperado rayo de la Gran Luz.

Pag. 111
PRAXIS DE ENTRENAMIENTO DEL ZEN

Finalidad del entrenamiento

Más aún que por sus libros de Sabiduría, el oriente


se está imponiendo entre nosotros, como Maestro de
ejercicios que nos permiten una mayor identificación
con nosotros mismos. ¿Qué es esa mayor identificación?
Esta es la cuestión. En la respuesta a esa pregunta
difieren las gentes.

Para la gran mayoría de los hombres, que se entregan


a estos ejercicios, no tienen otra finalidad que la de
restaurar o mejorar la capacidad de rendimiento, es
decir contribuir a su dominio del mundo exterior. Eso,
ciertamente, es provechoso; pero nada tiene que ver
con los ejercicios tal como los entiende el Zen.

Otros ejercicios orientales, por ejemplo el Hatayoga, se


ejercitan con el mismo espíritu y no vienen a ser
sino una especie de gimnasia. Esto es ciertamente
útil y estimula la capacidad de concentración y la salud,
pero nada tiene que ver con el auténtico Yoga. El Yoga
Pag. 113
no trata de mejorar la capacidad de rendimiento, ni
el desarrollo de «más elevadas capacidades», sino de
radicarse en el «suelo divino».

El que anhela el dominio del mundo exterior, se siente


atraído por las maravillas que realizan los «Yogis»
que, sin embargo, ya no son Yogis sino fakires.
Los que pretenden adquirir facultades maravillosas
se meten frecuentemente, incluso en oriente, por un
camino equivocado. Al preguntar en cierta ocasión, a
un Maestro de Zen sobre los prodigios de los Yogis
indios, me respondió: «ciertamente, un hombre que
se ha entrenado, durante años o decenios, en el
desarrollo de ciertas facultades interiores o exteriores,
puede llevar a cabo cosas que sorprenden a los profanos.
Pero ¿tiene esto algo que ver con el camino interior?
Muy al contrario: cuando uno se ejercita en este camino
y para este camino, en la medida en que avanza por
él, logrará realizaciones en el área de entrenamiento y
en otras, francamente impresionantes. Pero ellas nos
constituyen la finalidad de su entrenamiento, sino son
indicios de su progreso por el camino interior».

Y hay ejercicios en los que el hombre cree avanzar por


el camino interior, pero en ello cae en un error más
peligroso aún Son esos ejercicios respiratorios, de
distensión, de contención y relajación que le aportan
una efímera liberación de sus tensiones creando
en él la ilusión de haber logrado algo interior. En
realidad, cuando se realizan sin otra pretensión que
la del dominio del mundo exterior, no hacen sino
que el hombre se sienta contento y animado con esa

Pag. 114
concepción que sólo aprovecha a sus energías del
YO-MUNDO.

Asímismo los ejercicios que enseña el Zen se exponen


a un mal entendido: el de que su finalidad es dotar al
hombre de capacidades sobrehumanas y vigorizar el
hombre frente al mundo. Así, cuando oímos de un
Maestro de esgrima que es capaz de paralizar en el aire
el estoque de su adversario con su sola mirada, o de un
Maestro de tiro al arco que en noche cerrada clava
su saeta en la diana y con otra saeta hiende en dos la
primera, o de un Maestro que con su voz vuelve a la vida
a un muer­to o abate en tierra a un ave voladora, son
mara­villas cuya forma seduce al hombre poseído de su
presuntuoso YO-MUNDO y le mueven a entrenarse en
esos ejercicios para poder realizar maravillas parecidas.
Pero con ello no hace sino errar el objetivo y adulterar
el sentido de esos ejercicios.

Con igual facilidad, el que está volcado al mundo,


interpreta mal el ejercicio del Zen de la «sentada
silenciosa» de recogimiento, el llamado Zazen, como
un ejercicio cuya realización no tiene otra finalidad que
proseguir el viejo estilo de vida con mayor tranquilidad,
apacibilidad e imperturbabilidad.

Cosas todas, que falsean el espíritu de los ejercicios de


Zen y la respuesta que la praxis de entrenamiento del Zen
puede aportar a las exigencias existenciales del hombre
occidental; la respuesta a sus ansias de irrupción hacia
la libertad de testimonio y manifestación del propio ser
y hacia la emancipación de la propia individualidad.

Pag. 115
El sentido de los ejercicios de Zen no es un aumento
de poder o saber en provecho del hombre viejo, sino
un renacer y despertar del hombre a su ser profundo y
su transformación a partir del hombre nuevo. Todos
los ejercicios, pues, giran en torno al punto crítico de
la perfecta evolución humana; en torno al ·Satori, la
Gran Experiencia en que muere el viejo YO, surge el
ser profundo y el hombre, mejor identificado consigo
mismo, reaparece en el mundo para dar testimonio
consciente, concreto y fervoroso del Ser.

El Zen, en cuanto adiestramiento, es un disciplinado


servicio a una concepción en que resuena la
magnificencia del Ser, en que su simbolismo cobra
figura y su unidad lo abraza todo. ¿Presupuesto de
esta concepción? La integración del YO, condicionado
espacio-temporalmente, con el Ser supra-espacio-
temporal. ¿Su meta? Testimoniar el Ser en la existencia
espacio-temporal. «Integración en el Ser» no significa
esa unificación en que el hombre, evadiéndose al
mundo se sumerge en el Ser, sino al mismo tiempo
una reintegración al mundo, en que el hombre, en
virtud de la integración con el Ser definitivamente
interiorizado, mantiene su vinculación al Ser en la
existencia cotidiana. ¿Cuál es, pues, la tarea del Zen?

La demolición del YO

La tarea del Zen tiende al creciente y progresivo contacto


e identificación con la propia esencia y -si se ha producido
la irrupción de esa esencia y el despertar de la nueva

Pag. 116
conciencia (Satori)-, a una nueva fisonomización en
consonancia con esa esencia y a testimoniarla en la vida
y quehacer cotidiano. El punto crítico, en torno al que
todo gira, es el Satori. Y ¡el prerrequisito para ello es el
desmantelamiento del YO!

¡Demoler el YO! Esta exigencia despierta en el hombre


de hoy múltiples y encontrados sentimientos. Algunos
no quieren ni oír hablar de ello. Otros recelan en ello un
peligro típicamente oriental de despersonalización, de
ataque alevoso a uno de los pilares del pensamiento
europeo, recelan un desaparecer en la nada, la
disolución del propio ser en el ser universal. De nada
de eso se trata. Se trata de la transformación del YO
volcado al mundo, en el YO anclado en la propia esencia
profunda. No se trata de la negación del mundo, sino
de la superación del apego a él.

Por «demolición del YO», entiende el Zen -en total


consonancia con la tradición occidental espiritual- el
presupuesto básico de todo proceso de identificación
personal y de configuración existencial. Demolición del
YO, en este sentido, significa primeramente (y en esto
no hay ninguna no­vedad) la demolición del pequeño
YO, ansioso de poder, de hacerse valer, apegado a lo
que posee y ansiosamente consagrado a la propia
seguridad, al éxito y a la propia posición. La muerte de
ese YO es (¿quién ignora esto?) el prerrequisito de toda
realización en el campo del espíritu objetivo e incluso
de la personalidad en cuanto portadora de un
mundo coherente, de un mundo de valores auténticos
y de auténticas realizaciones de la vida.

Pag. 117
Pero la destrucción del YO en el Zen, significa
siempre algo más que el simple prerrequisito de la
participación válida en el espíritu «objetivo». Se trata
más bien del presupuesto del espíritu «espiritual». Para
su liberación, la vinculación tenaz a una estructura
de espiritualidad objetiva, lógica, estética y ética, puede
representar un bloqueo más difícil de franquear que el
apego al YO simplemente egoísta. Cuanto más egoísta
es un hombre, tanto más fácilmente cae y siente la
llamada a la conversión. Cuanto una persona lleva
una vida más ética e intelectual, tanto más peligro
corre de aferrarse a su vida tan ajustada (ética y
objetivamente) y de permanecer alejado de la verdadera
VIDA; porque esa VIDA no tolera corsés de «justicia
legal». Sabemos hoy, por la psicoterapia, lo intrincado y
complejo que es el problema del YO. Quedaron muy
atrás los tiempos en que la palabra YO no sugería más
que el «egoísmo» que hay que superar con sus ansias
de posesión, prestigio y poder. Hoy sabemos que la
formación de un YO vigoroso es prerrequisito de una
sana evolución humana y que son muchos los hombres
a quienes amenaza tanto un YO excesivo, como un YO
demasiado débil. Cuando el Zen habla de que el hombre
ha de hacer que se desplome su YO, siempre se refiere
al predominio de ese principio estático y «posesivo»
que le des­vía del camino a la madurez, impidiéndole
que experimente y testimonie de su ser. Se trata,
pues, de la liberación del YO «posesivo».

El Zen, y el budismo todo, reconocen como causa del


pecado el apetito de poseer. El pecador es el hombre, en
cuanto se «apega» a las cosas. Al apegarse y poseer,
el hombre mismo queda teórica o prácticamente

Pag. 118
«prendido» y quedan bloqueadas sus energías
creadoras y liberadoras Por eso, la posibilidad de la
iluminación depende de la superación de las afecciones
y apetitos. Y los tres fallos básicos del hombre en que
tanto insiste el budismo: ignorancia, codicia y odio no
son sino derivados del apetito.

Todo apetito y apego significa posesión y brota del anhelo


de alguna cosa sólida y concreta; de algo que asegura
la posesión pacífica de lo que ya se ha adquirido, de lo
que se sabe o puede. Asegurarse mediante conceptos
seguros y sólidos es ya un apego a algo. Casi más
peligrosos que los conceptos sólidos y rígidos, son las
imágenes e ilusiones fijas que hemos ido forjándonos
a lo largo de la vida. Con razón ha adquirido prestigio
el mundo de la fantasía frente a la aridez racionalista,
porque en él y a través de él, crece y adquiere figura la
vida. Pero, tanto más peligrosas resultan para la vida
en maduración; y se petrifican. La coraza de imágenes
y fantasía en que vivimos, resulta más impermeable
al aire fresco que los mismos conceptos. Pero hay una
tercera cosa quizá más peligrosa: el hábito uniforme de
nuestras actitudes, y de nuestras formas de actuar y
hablar. Parece como si el hombre nunca temiera tanto
la pérdida de su YO y de sí mismo, como ruando se
le exige que abandone sus hábitos más arraigados y
falsas actitudes.

Lo sólidamente establecido es esa visión del mundo


y forma de vida firmemente arraigada en sistemas
familiares de conceptos, ideas y actitudes.

Pag. 119
Pero el que le da esa fijeza y hermetismo es el YO
que fija y analiza, «el arquitecto y guardián de esa
fortaleza». Por eso, todos los ejercicios comienzan
por la demolición del YO que fija objetivamente, que
anhela poseer y afirmarse, que teme el dolor y busca
con ansia el placer.

La interior plenitud de lo que esencialmente somos,


viene a transformarse, a través del YO que fija y «se
fija», en la multiplicidad de lo que poseemos. El Zen
trata de reconducir al hombre hacia su ser original.

El Zen nos enseña que la demolición del YO es posible


por dos caminos: 1.° por agotamiento de las energías
objetivas del YO, que ha llegado al límite de su pensar
y actuar objetivo. 2.° retrayendo en recogimiento al YO
de todo su actuar y afanarse objetivo. De lo que siempre
se trata es de la vivencia y experiencia sostenida de la
Nada, del Vacío. Sólo en ella puede hacer aparición la
magnificencia, la Figura, la Plenitud y Unidad del Ser.

El ejercicio básico del Zen es el Za-Zen o «sentada en


recogimiento». A ello se añade, en el Zen de Rinzai,
el Koan: un problema propuesto al discípulo, que no
tiene solución alguna racional. Sólo cuando el hombre
se ha devanado los sesos hasta no encontrarle
solución, reconocerá en el colmo de su desánimo,
que iba descaminado. Al estrellarse contra ese muro
infranqueable, su vista interior comenzará a abrirse
a la liberación de esa conciencia, en el seno de la cual
amanece él a sí mismo como Ser. En la eclosión de
esa nueva conciencia, su visión del mundo, objetiva

Pag. 120
como era, se llena repentinamente de un sentido más
profundo y columbra la plenitud de su vida enraizada
en esa base pro­funda del Ser que está más allá de
la vida y la muer­te; más allá del YO y del mundo
y que, en todo, es «esto» y «aquello». A esa misma
transformación apuntan todos esos ejercicios en que el
dominio de una habilidad se lleva hasta una perfección
que, en definitiva, no es resultado de una destreza,
sino fruto de la madurez de lo interiormente
ejercitado y adquirido.

Entran aquí 1os antiguos ejercicios japoneses en que, al


servicio de la transformación del hombre, se ponen
las artes guerreras de tiro al arco, esgrima, torneos,
pero también el cultivo de flores, la ceremonia del té,
etc. Y en todos ellos la respiración correcta, la postura
correcta, el adecuado silencio. Siempre se trata de lo
mismo: que el hombre, a través del ejercicio de una
habilidad, se desembarace tan plenamente de su YO
angustiado y obsesionado por el éxito, y necesitado
de atención al blanco a conseguir, que finalmente se
convierte en instrumento de una energía más profunda,
en virtud de la cual, aun sin poner en ello empeño ni
esfuerzo, el logro deseado cae como fruta madura.
Cuando el hombre es capaz de ponerse a sí mismo,
como instrumento depurado de su YO, a disposición
del ser que quiere en él aflorar a la luz, este hará oír su
eterno cantar en el lenguaje de este gran que­hacer. Y lo
que el hombre experimenta y testimonia en su ejercicio,
cuanto más se familiariza con él, se va haciendo· más
tangible y fructuoso en la totalidad de su vida diaria.

Pag. 121
Finalidad de la técnica

Así como en todo entrenamiento, la finalidad no es


el simple rendimiento obtenido; sino su pre­supuesto
es decir el hombre que se entrena, sin embargo su
purificación esencial se obtiene mediante la observancia
de una técnica impecable. Pero el empleo de una misma
técnica tiene un sentido muy distinto que en aquellos
campos en que interesa precisamente el rendimiento
obtenido en cuanto tal. Utilizada adecuadamente,
como medio, la técnica transforma al hombre y,
recíprocamente esa transformación es la condición
necesaria y suficiente para la técnica más acertada. La
maestría alcanzada es buen indicio del entrenamiento
anterior. Pero el arte consumado, propio de la excelsa
doctrina del Zen muestra la técnica como el logro de
un hombre bien entrenado en que la maestría no es
sino la expresión de un ser transformado. Sólo así se
concibe que incluso en oriente se habla de un TAO
de la técnica, en que TAO y técnica se identifican
hasta el punto de ser sinónimos. La exposición más
impresionante de la transformación obtenida mediante
el empleo perseverante de una técnica es la descripción
que nos ofrece E. Herrigel en su libro «el Zen en el arte
del tiro al arco». Indica que el tiro al arco «en la
medida en que es un duelo del arquero consigo
mismo» es una cuestión de vida o muerte. «Porque el
tiro al arco es un ejercicio en que el arquero, en fin de
cuentas, dispara sobre sí mismo con la posibilidad de
acertar el tiro sobre sí mismo».

Pag. 122
Con esa repetición, a causa de la automatización del
proceso, que inicialmente exige una total atención,
va desapareciendo paulatinamente la tensión YO-
OBJETO que lleva consigo el esfuerzo por alcanzar la
meta o blanco, hasta que finalmente, el realizarse la
identificación entre el YO y el OBJETO, la conciencia
intencional va disminuyendo hasta desaparecer
totalmente. Sólo cuando esa tensión intencional se
hace innecesaria, quedará también eliminado su
portador o yo objetivador. Y sólo cuando este haya
desaparecido, podrá entrar en juego el espíritu en forma
de una energía suprapersonal, supraindividual desde
la esencia profunda del hombre y se producirán, sin
trabas y espontáneamente, los resultados apetecidos.
Resultados que ya no son el fruto de un esfuerzo, sino
manifestación peculiar, en cada caso, de nuestro ser
profundo.

Herrigel describe las etapas a recorrer como sigue:


«la total distensión y relajamiento, la completa
concentración, el perfecto control de la respiración,
el absoluto dominio de la técnica logrado con la
repetición incansable, el hacer que el SER emerja de
lo profundo y que posibilite ese arrojo sin tensión del
espíritu, el desprecio de todo interés (no sólo de logros
exteriores, sino incluso interiores): todo controlado,
sostenido y animado por la infatigable voluntad de
un entrenamiento reiterado incansablemente, y con
seguridad cada vez mayor. Este es el escollo en que tantos
naufragan. Hay ejercicios que son muy sencillos; no
es tan sencillo el perseverar en ellos. Si se capta el
sentido de esos ejercicios, tal como los entiende el Zen
y los describe Herrigel, se nos abre un camino que

Pag. 123
es urgente recorrer. Esos entrenamientos no son sólo
un medio de poseer una habilidad. Son un camino
para poder ayudarse, a sí mismo y a los demás, a
encontrarse con el SER y darle figura y fisonomía
en el mundo. Así entendido, el entrenamiento se
convierte en un medio magnífico de educación del
hombre. Cuando ese entrenamiento no busca otra
cosa que la transformación del hombre que, liberado
en todas sus potencialidades, testimonia su esencia
profunda en su hacer y actuar, va progresando y
acercándose al Zen.

El eje o punto decisivo, en torno al cual se consuma el


cambio radical del entrenamiento, es el desplazamiento
de la atención, desde el blanco o idea que objetivamente
tenemos ante nuestra vista, hacia la imagen de la
actitud y movimiento que sur­ge de lo interior y sólo
perceptible en ese momento. A partir de este hecho,
adquieren un nuevo sentido prácticas terapéuticas
que hasta ahora sólo servían preferentemente para
la recuperación de la salud y de la capacidad de
rendimiento. Así por ejemplo la tan utilizada
terapéutica de dibujos y pinturas. Utilizados, con
el espíritu del Zen, no tienen sólo un significado
diagnóstico o liberador, sino que se ponen al servicio
de conducir derechamente al hombre a sí mismo.
«Si se ejercita el dibujo como ejercicio exhaustivo, el
dibujante puede hacerse consciente de que es portador
de internas energías crea­doras y madurar para algo que
se le va manifestando como peculio experimental de
las almas. De esa manera puede llegar a adquirir una
nueva concepción del mundo y de sí mismo a través de
experiencias, de un tipo más esencial y sustancial que

Pag. 124
capta y asimila a través de los sentidos y ya no a través
del intelecto. Mediante el adecuado ejercicio del dibujo,
puede adquirir conciencia de que las falsas actitudes de
que adolece, son extravíos en el camino de la propia
evolución humana y también que no logrará plasmar su
propia personalidad mientras no ·establezca el contacto
con su ser pro­fundo y no restaure la comunicación con
lo pro­fundo que lleva en su base.

En el dibujo terapéutico como en todo ejercicio


terapéutico, lo que interesa es la puesta en marcha de
una nueva dinámica vital progresivamente acentuada
y que hay que reanimar; interesa suscitar impulsos
vitales y básicos que, en la conciencia y comportamiento
del hombre indolentemente anquilosado, ponen en
movimiento algo más profundo y vigoroso que esa
realidad con que hasta ese momento trataba de dominar
su existencia. Su acervo de fatalidades y fracasos, sus
desalientos, sus desvíos de la verdad y autenticidad,
sólo desaparecerán en la medida en que sean superados
por la fuerte vinculación al SER. Eso puede producirse
a través de la reanimación de las energías profundas
con las que lleguen a su acabamiento una progresiva
vigorización de la personalidad nuclear y la eclosión de
todo el potencial de la personalidad profunda.

A la certidumbre bien instalada de complejos, y al


estancamiento, sucede el misterioso, e inicialmente
precario, movimiento del SER, pero cada vez más y más
animado; un movimiento que brota de lo profundo,
cuya causa es el hombre mismo (y lo es en realidad
a partir de este momento) que parecía haber muerto.

Pag. 125
El presupuesto para que esto se produzca con los
ejercicios de dibujo, grafoterapia, pintura o modelado,
es que ese quehacer tenga un carácter ritual y meditativo.
Así como toda actividad medica} pre­supone tener
fijos los ojos en lo transcendente, es decir, en el ser
peculiar del enfermo, el nuevo aprovechamiento de
las energías profundas, que apunta a una integración
cabal y al desarrollo del potencial de la personalidad,
sólo se logrará si la actividad ejercitada conserva el
carácter de una actividad «sagrada». Sólo si se realiza a
partir de una concentración integral sobre cada rasgo
de la escritura o dibujo, puede uno de esos ejercicios
aportar el deseado cambio. Sólo así, el descubrimiento
de cualidades originarias de percepción, logrará la
significación de una revitalización y provocará la
recuperación de un conjunto de fuerzas de un tipo
total­mente peculiar. El que practica esos ejercicios,
de repente, descubre, degusta, paladea y contempla lo
que en él y a partir de él se va operando y descubre
una nueva forma interior de agilidad y capacidad de
percepción en esa insignificante y anodina ocupación
de la que ahora aprende a extraer todo su contenido
cualitativo y rico en Ser».

Lo que decimos de estos ejercicios de dibujo, vale


igualmente para todo ejercicio corporal, por ejemplo
ejercicios respiratorios, o la correcta actitud y el modo
de andar. Sólo mediante la superación de las formas
erróneas de actitud o respiración que brotaron bajo los
condicionamientos limitativos de la propia vida y bajo la
férula del YO, y mediante la retracción de la conciencia
objetivo-intencional, hace su entrada nuestro ser en
la propia intimidad y queda libre para su expansión y

Pag. 126
desarrollo. En esos ejercicios, el hombre debe aprender
a entender todo movimiento propio como un gesto o
ademán. Debe darse cuenta si, y hasta qué punto, su
persona está en todo ello presente y actuante, o si
en su forma de andar y moverse, su personalidad está
ausente o, si su actuar y producirse, no hace sino
seguir modelos estereotipados y ajenos. Debe descubrir
qué significa estar presente como persona, desde lo
profundo del ser, en todo movimiento, en todo rasgo
del cincel, en todo ademán. En ese sentido, no ya todo
ejercicio de entrenamiento de una habilidad, sino toda
actuación repetida y cotidiana en la oficina, en la
cocina, en la empresa o en la banda transportadora,
puede convertirse en ejercicio de entrenamiento. La
«vida diaria como entrenamiento» adquiere un sentido
muy preciso porque desde la respiración correcta, el
estilo de andar que brota de lo profundo del ser, el modo
de estar en pie o sentado, de hablar, de escribir, hasta
cualquier actividad en que el hombre debe observar
una técnica rigurosa, todo en el Zen se convierte en
campo de entrenamiento.

Lo único importante es la actitud y disposición de base


con que se pone en ejercicio.

Para el occidental, habituado a considerar el desarrollo


de su ser y el desarrollo del hombre desde su ser
profundo, como una disposición puramente interior,
puede parecer extraño que el cuerpo pueda desempeñar
un papel tan importante en el entrenamiento de la
propia individualidad. Pero en esto no se trata de un
cuerpo que arrastramos, sino de ese cuerpo que
somos. A través de él, en cuanto centro unitario de

Pag. 127
ademanes, con que el hombre se produce al exterior,
el hombre, mirado desde su ser profundo, es falso
o auténtico. En su modo de producirse y presentarse,
la persona se manifiesta dentro de una concepción
integral que está más allá de la duplicidad de alma
y cuerpo. Trabajar y modelar el hombre, en cuanto
trabajo sobre su manera de manifestarse, significa
siempre modelar su concepción total personal que
abarca por igual alma y cuerpo. De esa manera, una
terapia, de suyo orientada a la personal realización del
hombre y limitada a lo psicológico, viene a integrarse
en la historia.

Allí donde se trata del descubrimiento del ser interior


y de su despliegue, todo cuanto conserva intacto lo
primigenio y original, adquiere importancia en cuanto
punto de arranque y campo de entrenamiento. Entran
aquí en primer lugar las percepciones primarias de los
sentidos: los colores, los so­nidos, el olfato, el tacto y en
primer lugar la sensación del propio cuerpo. Todo ello
hay que sacarlo nuevamente a luz a la hora de modelar
al hombre. En ello, no se trata de redescubrimiento de
las vivencias primarias en el área de lo prepersonal. Las
cualidades primarias sensoriales, en su «sensualidad»,
poseen si se viven meditativamente, una profundidad
sensitiva supra-sensorial. Así entendidas y vividas,
constituyen una raíz del espíritu suprasensorial que
es el que produce la eclosión de la plenitud de la vida.
Lejos de dejarlas de lado como mera condición obvia
de toda vivencia, deben, a través de su concienciación
y análisis, ocupar el puesto que le corresponde en el
desarrollo del ser profundo. Esto es válido, en medida
quizá más amplia, respecto de las sensaciones del

Pag. 128
propio cuerpo y de los impulsos que brotan de lo íntimo.
No hay crispación neurótica que no tenga su expresión
corporal y que no se consolida en ella. El neurótico
es una persona que se encuentra perdida en su propio
cuerpo. Por eso, la integración de ese mismo cuerpo,
que pasa por la toma de conciencia de las actitudes
erróneas, es un factor esencial e irreemplazable de
curación.

La correcta manera de existir, la auténtica presencia


personal, se consuma allí donde el hombre se comporta
como intermediario entre el Ser supra-espacio-temporal
y la existencia espacio-temporal. Estar presente en el
mundo desde el Ser, esto es lo importante y esto es lo
que enseña el Zen. El ejercicio fundamental es el Zazen,
la «sentada imperturbable en silencio» y en perfecta
lucidez. ¿El sentido de este ejercicio? Transparencia
a la transcendencia.

Tres etapas de la conciencia


Cinco etapas en el camino

El ser individual de cada hombre es la manera con que


el SER divino puja por manifestarse en él. El proceso
de manifestación del Ser queda tras­tocado, cuando la
conciencia objetiva del YO y su sistema se interpone
como algo absoluto. Para hacerse consciente, es decir
para interiorizar al Ser, es necesaria otra conciencia.
En lugar de la conciencia objetiva y contrapuesta, una
conciencia interioriza­da, en la que Ser y conciencia
coincidan íntimamente.

Pag. 129
Por la liberación de esa conciencia se interesa el
Zen.

Generalmente discurrimos tan despreocupados por


los carriles de lo conocido y habitual, que rara vez nos
damos cuenta que simultáneamente en las fronteras
mismas de nuestro universo mental, brilla un destello
de una vida más intensa totalmente desconocida para
nosotros. Nuestra conciencia cotidiana se parece a
la superficie emergida de una isla, rodeada por todas
partes de un mar cuya amplitud escapa a nuestra
imaginación así como todo lo que de la isla nos oculta
el mar. Todo esa inmerso en un inescrutable misterio,
con el que nuestra conciencia sólo mantiene contacto
por debajo de la superficie emergida. Sin embargo
estamos resueltos a que se manifieste en nosotros ese
misterio que, como las estrellas durante el día, escapa
a nuestras miradas a la luz de nuestra conciencia
objetivadora.

El itinerario del hombre es el mismo de su conciencia.


Al comienzo se encuentra en un estadio premental
(I), totalmente ajeno a contraposiciones y antinomias.
Su conciencia es expresión de una vida indivisa. Al
final, se produce la adquisición de una conciencia más
excelsa, post-mental, que vuelve a estar «allende» todas
las antinomias (III). De esta etapa nos habla el Zen.
En el intermedio, el hombre vive en el estadio (II) de
conciencia, dominado por el YO objetivador.

La palabreja «allende» (más· allá de) tiene, pues, un


doble sentido: uno premental; y otro, postmental. Esa
palabra se refiere a algo que actúa como soporte y motor

Pag. 130
en la capa radical y profunda de la conciencia,
pero de la que nos vamos alejando a lo largo del
decurso de nuestro desarrollo espiritual. Y, asímismo,
se refiere a algo a lo que el hombre debe retornar si
acierta a superar esa forma de conciencia que le alejaba
de aquellas raíces. La sabiduría experimental del Zen
se refiere a ese nivel del espíritu que rebasa nuestra
habitual forma de conciencia. Pero esta se abrirá
tanto más fácilmente cuanto más sigue resonando en
profundidad aquella capa radical.

El que no acierte a prestarle atención y toma las


expresiones que nos hablan de ella como algo primitivo
e ingenuo, difícilmente tendrá acceso al Zen.

Incluso alejados de la conciencia original y preobjetiva,


por culpa de la conciencia objetiva, podemos vivir sin
mayor perjuicio a condición de man­tener el contacto
íntimo con el Ser.
Si ese contacto se pierde a causa de la conciencia
objetiva, nos vemos abocados a una situación límite
en que quedaremos anquilosados e indefensos o,
rebasando esa frontera, podemos llegar al tercer
estadio postmental. Así, este itinerario conduce del
estado premental, pasando por el mental hasta el
postmental.

La etapa mental, segunda de la conciencia, cu­yo


significado, en conjunto, es la de un paso a la
tercera, tiene por su parte tres momentos:
(II), 1.° : Desarrollo y formación de la conciencia objetiva
y antinomista. Este desarrollo induce al hombre a
una doble antinomia y desgarrón: YO-MUNDO, YO

Pag. 131
ESENCIA. Al comienzo, el hombre no se da cuenta
sino de la tensión entre el YO y el mundo. Descuida y
reprime su ser profundo y su enraizamiento en el Ser
y se consagra a debatirse con el mundo para triunfar
en él, para servirle y dominarle. Lo cual le lleva a
una progresiva alienación del Ser. Este es el primer
momento de la etapa mental.

(II), 2.°: La tensión entre el YO y el mundo, que reprime


el ser profundo, induce al hombre a que retorne a
su interioridad y el hombre comienza a evadirse de
sus debates con el mundo. Pero, pues­to que vive en
el mundo y no puede escapar a sus exigencias, se ve
vacilante entre una vida en el mundo que descuida
la interioridad y una voluntad de refugiarse en esa
interioridad evadiéndose y abnegando el mundo. Los
intentos de refugiarse en esa interioridad, desde la que
clama el ser profundo, no hace sino ahondar la repulsa
de la antinomia YO-MUNDO. Pero precisamente esa
tensión entre la propia interioridad y el mundo es lo
que caracteriza esta fase del segundo momento del
desarrollo de la conciencia mental.

(II), 3.0 : El hombre trata de escapar a la antinomia


interioridad-mundo, se aparta de todo y trata de
descubrir su verdadero ser en el recogimiento y
refugiarse meditativamente en ese Ser que está más allá
de la antinomia interioridad-mundo. Si llega a sentir,
en la plenitud del Ser, la liberación de su indigencia,
tratará de instalarse permanentemente en ella. Este
refugiarse en el alejamiento del bullicio del mundo
puede no ser sino una evasión: el retorno de una
nostalgia. Puede significar el retorno a la tranquilidad

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del mundo materno. Pero ese refugiarse en el silencio y
paz puede también poner en marcha un nuevo proceso,
expresión de una nueva conciencia que conduce a la
auténtica realización personal. Con ello, también,
franquea el hombre un nuevo paso en el desarrollo de
su conciencia por el que el destierro del mundo- del
YO retrocede ante él, porque descubre aquello que en él
interfería su verdadero YO y su auténtica esencia. Este
tercer momento significa el paso a la III etapa.

Pero el hombre sigue siendo un Yo fatalmente


vinculado al mundo y, por lo mismo, llegará un día
en que descubrirá que esa paz que ha encontrado en
el alejamiento de las antinomias de la vida es una
falsa paz. Así como anteriormente frustraba su .ser
de hombre al reprimir su ser profundo, así ahora
se frustra a sí mismo si no acepta su YO-SER en el
mundo y el contraste entre su esencia supra-
espacio-temporal y el mundo condicionado espacio­
temporalmente. Allí donde creyó escapar a todos los
desgarrones la vida, experimenta las inevitables
antinomias. Y debe retornar a su MUNDO-YO y
aceptar su condición humana. Debe retornar al
mundo y aceptar el sufrimiento que se deriva de la
oposición de ese mundo a lo supramundano. Eso
puede producir una recaída, si hace traición a lo
que experimentó en el tercer momento de la segunda
etapa y vuelve a deslizarse hacia su antiguo YO. Pero
también puede significar un paso adelante, a saber
el quinto momento, con el que la etapa postmental
de la conciencia, que alboreaba ya en el cuarto, es
decir en el tercer momento de .la segunda etapa,
supera toda antinomia. Este es el paso decisivo hacia la

Pag. 133
auténtica individualidad, integradora del YO y de la
esencia profunda. ·En el umbral del quinto momento,
fulgura ya la Gran Experiencia, el nacimiento de la
v1s1on interior que contempla íntimamente unidos el
Ser y la existencia. Aquí es posible no sentir ya la
existencia antinómica opuesta al Ser no antinómico; y
sentir, el Ser ya vivido, en medio de la existencia misma.
En el cuarto momento, el hombre trata de eliminar el
YO. En el quinto, debe volver a reconciliarse con el
mundo. Sólo si acierta a entender las antinomias de
la vida como la manera, a través de la que el No-Dos
nos es otorgado, filtra­do a través del prisma del Yo
objetivador, será capaz de aceptar el sufrimiento que
llena la vida toda del hombre en la lucha entre la 1y
las tinieblas, entre el bien y el mal, entre el Ser y el
No-Ser. Por el solo hecho de que él mismo, bien
afincado en su ser, se encuentra en cierto modo más
allá del sufrimiento y del no-sufrimiento, no es que
ya no sufra más ... Porque, puede sufrir. No sufre
con sufrimientos estériles y amargos, sino que esos
sufrimientos aportan el fruto de la transformación y con­
versión. Por haber experimentado aquello que está
más allá del binomio «causa-efecto», y porque conoce
el origen del que proviene esa relación, debe soportar
de manera distinta sus consecuencias y hacerles frente
en plena libertad. Ha tocado fondo. Desde ese fondo
sabe aceptar y asimilar su sino de una manera que
parece sobrehumana a la con­ciencia ordinaria. En
realidad, sólo muestra lo que el hombre es propia y
básicamente cuando ha accedido a su plenitud. Si sigue
viviendo eso Superador de antinomias en lo íntimo
de su ser, el sufrimiento inherente a las antinomias
adquiere otra significación. Porque el hombre siente

Pag. 134
ahora en todo, el Ser creador y liberador que, en todo
momento, le acuna en sus brazos que todo lo abarcan,
para lanzarle nuevamente al mundo en plena posesión
de las energías todas de la transformación.

La fórmula de los cinco momentos penetra y abarca


la vida toda del hombre, si no se estanca sino que
progresa hasta su integración del NO-Dos. La vida
consciente está subtendida y tensa entre dos polos ·de
los que prevalece primero uno y luego otro. La vida
humana no consiste en la sustitución de esos dos polos
por un tercer elemento «suprapolar». Sólo cuando el
hombre vuelve a aceptar lo antinómico de que abdicó
en su retiro, y conserva, en medio de las antinomias
del mundo, lo supraantinómico que experimentó en su
retiro, está progresando hacia su perfección.

El Zen piensa, vive y .entrena en la dialéctica del


quinto momento. La dialéctica que hay que recorrer en
los ejercicios del Zen (cosa muy distinta de pensarla o
entenderla) tiene además una significación para la vida
humana cuando esta es vivida, soportada y configurada
hasta ese acabamiento suyo que es la plenitud.

A mi profesor de Zen, D. Teramoto debo un texto


de insondable profundidad que hace intuitiva de
un golpe la dialéctica de los cinco momentos; «la
historia de la destreza admirable de un gato».

T. Teramoto, almirante en reserva y profesor de la


Academia de Marina de Tokio había adoptado como
ejercicio la esgrima a espada. Su maestro fue el último
de una escuela de profesores de esgrima, en que,

Pag. 135
desde comienzos del siglo diecisiete, se transmitía la
historia de cinco gatos como instrucción secreta de
entrenamiento y que, de maestro en maestro le fue
finalmente transmitida a él.

Pag. 136
LA HISTORIA DE LA DESTREZA ADMIRABLE DE
UN GATO

Hubo una vez un maestro de esgrima que se llamaba


Shoken. En su casa, una gran rata hacía de las
suyas. Aun durante el día se paseaba por la casa con
toda frescura. Entonces cerró la habitación y esperó a
que el gato de la casa le diera caza. Pero la rata,
de un salto, hizo presa en el hocico del gato que
escapó mayando de dolor. Aquello, pues, no se arregló.
Entonces el dueño trajo varios gatos que gozaban de
mucha reputación en la vecindad y los metió en su casa.
La rata se acurrucaba en una esquina y cuando se
acercaba un gato sal­taba, le mordía y lo ponía en fuga.
La rata resultaba tan combativa que los gatos rehuían
aventurarse otra vez. El dueño perdía los nervios y se
puso él mismo en persecución de la rata. Pero la rata
esquivaba a maravilla los tajos del maestro de esgrima
que no lograba acertarle. Rompió, así, puertas y enseres

Pag. 137
pero la rata saltaba como una exhalación, esquivaba
todos los tajos y al final le saltó al rostro y le mordió.
Bañado en sudor, llamó finalmente a su criado: «se dice
que a seis o siete leguas de aquí hay un gato que es el
más valeroso del mundo. Vete y tráelo». El criado trajo
el gato. No le causó especial impresión, pero cerró algo
la puerta, dejándole dentro. El gato entró con toda paz
como si no esperara cosa especial. La rata se quedó
sorprendida y no se rebulló. Y el gato se acercó con
toda calma y le dio una dentellada y se la llevó.

A la tarde se reunieron los gatos derrotados en la casa


de Shoken, con todo respeto hicieron que el viejo gato
se sentara en el puesto de honor, le hicieron reverencias
y le dijeron con modestia: «todos nosotros pasamos por
valerosos. Nos hemos en trenado para atacar y hemos
afilado bien las uñas y hemos conseguido vencer todo
tipo de ratas y otras alimañas. Nunca habíamos creído
que pudiera haber una rata tan robusta. Pero ¿con qué
táctica has conseguido derrotar tan fácilmente a esa
rata? No nos ocultes tu arma secreta». El viejo gato serio
y dijo: «vosotros, jovencitos, ciertamente sois valientes.
Pero no conocéis bien las tácticas a emplear. Por eso,
cuando se presenta lo inesperado, fracasáis. Pero,
contadme primero cómo os habéis en· trenado».

Entonces se adelantó un gato y dijo: «provengo de una


familia famosa en la caza de ratas. Por eso opté por esa
táctica. Puedo saltarme biombos de dos metros de
altura. Puedo deslizarme por agujeros estrechos por
los que sólo una rata sabe pasar; desde la infancia me
ejercité en toda suerte de acrobacias. Cuando estoy
todavía despertando del sueño y veo una rata que corre

Pag. 138
las vigas, enseguida la atrapo. Pero la rata de hoy es
más fuerte y he sufrido la· derrota más grande de mi
vida. Estoy avergonzado».

El viejo gato le dijo: «tú no te has entrenado más que


en la técnica. Y no tienes en la cabeza otro pensamiento
que ganar la batalla. De esa manera sólo pensabas
en triunfar. Cuando los viejos enseñaban la técnica, lo
hacían para mostrar uno de los caminos que llevan al
triunfo. Y eran técnicas sen­cillas pero que encerraban
dentro de sí la verdad más excelsa. Pero los que les
siguieron no se preocupan ya más que de la técnica. Se
obtienen ciertamente resultados por ejemplo cuando
prescriben: «haciendo esto y esto, se obtiene esto o
lo otro». Pero ¿qué se obtiene con ello? Unicamente,
un poco de destreza. Y, al abandonar el viejo camino
tradicional, poniendo en juego los mejores recursos,
surge la emulación en la técnica, hasta el agotamiento
y desde ese momento ya no hay progreso posible. Y así
tiene que ser si no interesa más que la técnica y el saber.
Cierto que el saber es una función del espíritu; pero
si no marcha por el verdadero camino y sólo atiende
a la destreza, no es más que un error y sus logros son
contraproducentes. Por tanto reflexiona y emprende el
verdadero camino».

Entonces se acercó un hermoso gato de piel atigrada y


dijo: «en el arte militar todo depende, creo, del espíritu.
Por eso, siempre he cultivado esa cualidad. Y he llegado
a tener un temple de acero. Un espíritu libre y lleno
del espíritu del cielo y de la tierra. En cuanto veo
al enemigo, mi espíritu invencible le deja hechizado y
gano la batalla aun antes de empezar. Sólo entonces sigo
Pag. 139
adelante de manera instintiva, como lo exige la situación.
Me oriento por el ruido de mi adversario, acoso a la
rata como me place, a derecha, a izquierda, cortándole
siempre la retirada. De la técnica propiamente dicha no
me preocupo; la dictan las circunstancias. Una rata que
corre por la viga, la clavo con mi mirada, y cae y es mía.
Pero esta misteriosa rata aparece y desaparece sin dejar
rastro. ¿Qué es esto? No lo sé». El gato viejo le contestó:
«eso que tanto te interesa es ciertamente un efecto
que proviene de la gran energía que llena el ·cielo y
la tierra. Pero lo que has conseguido no es más que una
fuerza psíquica, pero no es algo que merezca verdadera­
mente el nombre de bueno; el hecho mismo de que
eres consciente de la energía con que qui :es vencer,
obstaculiza la victoria. Tu YO está en acción. Pero si el
YO del otro es más fuerte que el tuyo ¿que ocurrirá?
Si quieres derrotar a tu enemigo con la ventaja de
tu fuerza, él te opondrá la suya. O ¿te imaginas
que sólo tú eres fuerte y todos los demás débiles? Pero
¿cómo hay que comportarse cuando hay algo que quiere
triunfar con una mejor voluntad y no precisamente con
la ventaja de la propia fortaleza? ¡Aquí está la cuestión!
Esa agilidad y temple de acero y de energía que llena
el cielo y la tierra, no es aún la Gran Energía sino un
reflejo suyo. Es tu propio espíritu, pura sombra del Gran
Espíritu. Tiene la apariencia de la Gran Energía, pero en
realidad es totalmente distinta. El espíritu de que habla
Menzius es poderoso porque está siempre penetrado
por la gran· sabiduría. Se diferencia como la corriente
perenne de un gran río, como el Yangtsekiang y un
torrente repentino y pasajero. Pero ¿cuál es el espíritu

Pag. 140
que hay que poseer cuando nos enfrentamos a algo que
no puede ser derrotado por ninguna fuerza espiritual
condicionada? ¡Aquí está la cuestión! Dice un refrán:
«una rata acosada muerde al gato». Si el enemigo está
en peligro de muerte, no guarda miramientos. Se olvida
de su vida, de sus apuros y de sí mismo y no tiene
preocupación por victorias ni derrotas. No se preocupa
siquiera de su existencia. Y, por eso, su voluntad es
dura como el acero. ¿Cómo podremos vencerle con unas
fuerzas que tenemos la pre­tensión de poseer?».

Entonces avanzó lentamente un gato pardo más viejo y


dijo: «efectivamente es como tú dices. La fuerza psíquica,
por poderosa que sea, tiene una forma. Pero, lo que
tiene forma, por pequeño que sea, puede atraparse. Por
eso desde hace mucho tiempo he procurado entrenar
la energía del corazón. Yo no pongo en juego, como el
segundo gato, esa energía que domina al adversario
espiritualmente. Ni hago las acrobacias del primer gato.
Me reconcilio con el adversario, me pongo de acuerdo
con él y no le contrarío. Si el otro es más fuerte que
yo, cedo sin más y hago lo que él quiere. Mi habilidad,
en cierto modo, consiste en ir recogiendo las piedras
en saco roto. Una rata que me quiere atacar, por fuerte
que sea, no tiene donde hacer pie, ni a qué agarrarse.
Pero la rata de hoy era distinta. Era ligera como la luz.
Nunca he visto cosa igual».

El gato viejo dijo: «lo que llamas reconciliación, no


proviene de la esencia profunda, ni de la gran
naturaleza. Es una reconciliación ficticia y artificial;
es un truco. Con ella lo que quieres, es contrarrestar
la combatividad del contrario. Y, como sólo piensas

Pag. 141
en eso, por más que disimules, el contrario lo nota.
Y, aunque con ese espíritu, te muestres conciliador, tu
espíritu de combate se mezcla y lo perturba, y queda
perjudicada la precisión de tu visión y actuación. Todo
cuanto hagas con intenciones conscientes, obstaculiza
la primaria vibración de la gran naturaleza que
actúa desde lo profundo e impide el flujo de su libre
movimiento. ¿Cómo podrá brotar en esas condiciones
una energía maravillosa? Sólo si no se piensa nada, si no
quieres ni pretendes nada, sino que te abandonas al
impulso del ser, lograrás no tener forma aprehensible,
y no surgirá en la tierra forma alguna antagonista; y
entonces tampoco habrá enemigo que pueda hacerte
resistencia.

Evidentemente, no pienso que todo cuanto habéis


dicho sea inútil. Todas y cada una de esas técnicas
pueden ser una variante del camino acertado. La
técnica y ese camino pueden perfectamente acordarse;
en tal caso, el Gran Espíritu, el Dominador está latente
en ella y se manifiesta en toda acción del cuerpo. La
fuerza del Gran Espíritu (Ki) apoya a la persona del
hombre. Aquel en quien esa fuerza está liberada, puede
enfrentarse correctamente a todo con infinita libertad.
Si su espíritu está pacificado, aunque no ponga en la
lucha energías especiales, ni el oro ni la piedra lograrán
corromperle ni destruirle. Lo único importante es
que no entre en juego ni una brizna de la conciencia
del YO; de lo contrario, todo está perdido. Y si se
mezcla ese tiempo de pensamientos, aunque sea de
manera fugaz, todo queda falseado. Ya no brota de lo
profundo de la esencia, ni del impulso primario del

Pag. 142
cuerpo bien dirigido. Y entonces tampoco el contrario
se pondrá de acuerdo con nosotros, sino que tratará de
oponerse. ¿Qué camino o táctica emplear? Unicamente
si tienes esa mentalidad que está libe­rada de toda
conciencia, si actúas como si no actuaras, sin trucos ni
segundas intenciones, en perfecta armonía con la Gran
Naturaleza, estarás en el buen camino. Abandonemos
toda pretensión, ejercitémonos en la abnegación de
toda intención y hagamos que todo brote simplemente
desde lo profundo del ser. Este es el camino sin fin, e
inagotable.

Y el viejo gato añadió algo notabilísimo: «no creáis


que lo que he dicho es lo más excelso. Hace no mucho
tiempo que en un lugar vecino al mío había un gato.
Se pasaba el día durmiendo. No se advertía en él nada
de energía espiritual. Allí se estaba tendido como un
tronco. Nadie le había visto cazar una rata. Pero, donde
él estaba, no había ni una rata. Un día que le visité le
pregunté qué explicación tenía esto. No dio ninguna
respuesta. Volví a repetir la pregunta hasta tres veces.
El callaba. Pero no es que no quisiera responder, pero
evidentemente no sabía qué responder. Entonces caí en
la cuenta: el que sabe algo, no lo dice; y el que dice
algo, lo ignora. Este gato se había olvidado de sí mismo
y de cuanto lo rodeaba. Había alcanzado «la nada» y
había alcanzado la más elevada cima de la carencia de
pretensiones. Y ahora podemos decirlo: había arribado
al camino divino de la milicia: vencer sin matar. Con él
estoy de acuerdo».

Pag. 143
Shoken oía todo esto como quien sueña, se acercó,
saludó al gato viejo y dijo: «hace mucho que me
ejercito en la esgrima, pero aún no he llegado a la cima.
He escuchado vuestras consideraciones y creo que he
entendido el significado de mi camino; pero os ruego
con todo empeño que me digáis algo más sobre vuestro
secreto». El gato viejo le respondió: «¿cómo puede ser
eso? Yo no soy más que un animal que se alimenta de
ratas ¿cómo puedo ya saber algo de las cosas humanas?
Lo único que sé es que la finalidad de la esgrima no
consiste únicamente en vencer al adversario. Más bien
es el arte de llegar, en un momento dado a la gran
claridad de la base misma de la vida y la muerte. Un
verdadero caballero debería, en todo entrenamiento
técnico, cuidar el entrenamiento espiritual de esta
lucidez. Además deberá, ante todo, analizar la doctrina
ante todo la razón de ser de la vida y la muerte, de la
necesidad de morir. Esta gran lucidez sólo la alcanza
el que está liberado de todo lo que le desvía de este
camino, especialmente de todo pensar concretizador.
Si a la esencia profunda y el encuentro con ella se les da
libre curso, libres del YO y de todas las cosas, pronto
hará aparición aquello que es lo único importante.
Pero si tu corazón se apega aunque sea pasajeramente,
a alguna cosa, tu esencia queda también aprisionada
con las apariencias de algo consistente. Y, si se ha
convertido en algo consistente, automáticamente allí
hay un YO consistente también, y al que se le puede
hacer resistencia. Y ya tenemos dos seres enfrentados
por la supervivencia. Y en ese caso, quedan frenadas
las admirables funciones de la esencia que posibilitan
el progreso y cambio. Entonces ya tenemos el
torcedor de la muerte y hemos perdido la lucidez

Pag. 144
propia de nuestra esencia. Con esa mentalidad ¿cómo
enfrentarse correctamente al adversario, y contemplar
con tranquilidad el dilema Victoria­Derrota? Y,
aunque se logre la victoria, no es sino una victoria
ciega que nada tiene que ver con el sentido de la
verdadera esgrima. Liberarse de todas las cosas no es
pura teoría. El ser, en cuanto tal, no tiene figura o
fisonomía propia. De por sí, está más allá de todas
las formas. Ni debe atesorar nada en sí mismo. Pero
si fijamos y nos asimos a algo por insignificante que
sea, aunque sea por un momento, la gran energía
queda refrenada y el equilibrio original de fuerzas
queda desbaratado. Si el ser queda aprisionado, por
poco que sea, pierde su agilidad de movimiento y
no brota con toda su magnificencia. Si el equilibrio
del ser profundo se perturba, su fuerza, si es que
fluye, se desborda; en caso contrario, es insuficiente.
Cuando se desborda, irrumpe incontenible. Cuando
es insuficiente, el espíritu se debilita y decae y no
acierta a adaptarse a las situaciones. Lo que llamo
liberación de las cosas significa, pues, lo siguiente: si
no retenemos las cosas, ni nos apoyamos en nada,
.ni fijamos, ya no hay antinomias. Ni YO, ni anti-YO.
Si algo sobre­viene, lo enfrentamos con espontaneidad
y no dejará huella tras de sí. En el «Eki » (Libro de los
cambios) se expresa así: «sin pensar, sin emociones,
en perfecta calma: sólo así podremos testimoniar la
esencia y la ley de las cosas· de manera espontánea
y podremos identificarnos con .el cielo y la tierra. El
que ejercita la esgrima de ese modo y lo entiende así,
está muy cerca del verdadero camino».

Pag. 145
Shoken al oír esto, preguntó: «¿qué significa eso
de que ya no hay YO ni anti-YO, sujeto ni objeto?».
Respuesta del gato: «sólo cuando, y por­que hay un
YO, hay también un enemigo. Si no nos erigimos
en YO, tampoco encontraremos opositor. Lo que
llamamos así, no es sino una manera de expresar
la contrariedad. En tanto que los seres adoptan una
forma, provocan la existencia de una contraforma.
Pero siempre que algo se consolida como Un Algo,
adopta automáticamente una forma propia. Si mi ser
no adopta forma propia, tampoco habrá contra-forma.
Y donde no hay oposición, tampoco hay opositor. Es
decir: no hay YO ni anti-YO. Si nos abandonamos y
relajamos y nos liberamos radicalmente de todas las
cosas, nos encontraremos en armonía con el mundo,
identificados con todos los seres y dentro de la unidad
del universo. Aunque la forma del enemigo desaparezca,
me pasará des­apercibido. Y no porque no lo hayamos
percibido sino que no nos detenemos en ese hecho y
el espíritu sigue libre de toda fijación y responde en su
actuar con libertad esencial y profunda.

Si el espíritu no está poseído por nada y él mismo está


libre de toda posesión, el mundo mismo, tal como
es, es nuestro mundo y una cosa con nos­otros. Eso
significa que lo acogemos ya más allá de toda noción de
bien y mal, de toda antipatía o simpatía. Ya no seremos
prisioneros de nada ni apegados a nada del mundo.
Todas las antinomias a que nos enfrentamos, ganancia
y pérdida, bueno y malo, alegría y tristeza, tienen su
origen en nosotros.

Pag. 146
En la inmensa amplitud de cielo y tierra nada hay tan
digno de conocerse como nuestro propio ser. Decía un
antiguo poeta: «un granito de polvo en un ojo hace
que el mundo desaparezca. Si no nos apegamos a nada,
el lecho más angosto nos viene grande». Es decir: si una
mota de polvo nos molesta en un ojo, ya no lo podemos
abrir. Porque se introduce allá, donde no existe visión
clara sino cuando no hay ningún obstáculo. Esto
puede servirnos de comparación para el Ser que es
la luz que nos ilumina, y distinta de todo lo que es
algo. Pero si algo se interpone, la visión pierde toda
su visión. Otro poeta decía: «si nos vemos acosados
de enemigos, por centenas de millares, podrán
destruir todo lo que tiene forma o figura. Pero mi ser
sigue siendo mío, por poderoso que sea el enemigo.
Contra él, no hay enemigos». Dice Confucio: «no puede
robarse el ser de la persona por insignificante que sea.
Pero si el espíritu cae en la confusión, nuestro ser se
vuelve contra nosotros mismos».

Es todo lo que puedo decirte. Concéntrate ahora y


estudiate a tí mismo. Un Maestro puede dar enseñanzas
y tratar de razonarlas. Pero captar y asimilar la verdad
sólo puedo hacerlo yo mismo. Eso es lo que se llama
asimilación. La comunicación va de corazón a corazón.
Es un adoctrinamiento de corazón a corazón, que va más
allá del saber y de la enseñanza. Esto no va en contra de
la enseñanza del Maestro. Esto no es válido únicamente
para el Zen. Comenzando por los ejercicios mentales
de la antigüedad y el arte de formación de las mentes,
hasta las habilidades más admirables, la asimilación
es la pieza clave y esta no se enseña sino de corazón a

Pag. 147
corazón, más allá de todo academicismo. El método
de toda enseñanza consiste únicamente en aludir y
referirse a aquello que el discípulo tiene dentro de sí
mismo aun sin saberlo. No hay pues secreto alguno que
el maestro pueda transmitir a su discípulo. Enseñar
es fácil. Oír, también. Lo difícil es hacerse consciente
de lo que poseemos dentro de nosotros mismos,
encontrarlo y adueñarnos de ello. Es lo que se llama:
contemplación del propio ser. Si esa contemplación
se produce, tenemos el Satori. Ese es el gran despertar
del sueño del error. Despertar, escrutar el propio ser,
percepción de sí mismo; todo es una misma cosa».

Ito Tenzen Chuya

Pag. 148
EL ZEN PARA LOS OCCIDENTALES

Está fuera de duda que el Zen, fundamentalmente y


tal como lo enseña el oriente, no es exclusivamente
oriental, sino responde también a una exigencia de los
occidentales. Todo aquel que no entiende la esencia del
Zen pensará que se trata de un fenómeno típicamente
oriental. Pero no podemos pasar por alto que entre
oriente y occidente se dan diferencias en el modo de
interpretar la decisión humana, que hay que tener
en cuenta si los conocimientos básicos del Zen, sus
enseñanzas y ejercicios han de sernos provechosos.
Esas diferencias conciernen a la actitud referente a la
modelación de nuestra vida.

La vida humana sufre el doble tirón del anhelo


por su liberación personal y de la contribución a la
configuración del mundo. En lo que respecta a las
relaciones entre ambos polos, hay una diferencia
constante entre la mentalidad oriental y occidental.

Pag. 149
En la idiosincrasia de cada uno, va también implícito el
riesgo de su manera de apreciar las cosas. El peligro
del espíritu oriental es la propensión a derramarse y
fundirse en la Unidad del Universo; el peligro, en
cambio, del espíritu occidental es una propensión
a afincarse en formas rígidas y a la disecación de la
vida. Es un peligro que debe hacer recapacitar a ambos
mundos culturales.

Cuando se produce la iluminación, tanto en oriente


como en occidente, ambos polos son considerados como
inseparablemente complementarios, incluso allí donde
uno de ellos tiene preponderancia por el peso mismo de
la tradición. «Integración», incluso si se eleva a principio
predominante, es un término adecuado únicamente
como inicio de una estructuración y despliegue
cada vez más amplio del ser. Estructuración, por su
parte, es una denominación adecuada, únicamente
entendida como el fruto de una integración cada vez
mayor. Simplificación y desdoblamiento constituyen
conjuntamente el hálito inspirador de la madurez
humana. Pero los espíritus se distancian por aquello
en que cargan el acento, en la identificación con el ser
y finalmente en la disolución del YO mundano y de
la misma alma individual en el Ser universal, o en la
estructuración y desarrollo del ser, dentro del mundo
espacio-temporal, dentro de un modelo adecuado
al propio ser. Para el occidental, el acento carga en
esta modelación. Es algo que conforme a nuestras
tradiciones, se nos impone como una responsabilidad
especial. La solicitud por la obra o actividad perfecta,
en el Zen, está al servicio de la identificación con
el propio ser. La finalidad de todo ejercicio es el

Pag. 150
progreso interior, el reconocimiento y destrucción de
las falsas actitudes y el descubrir, dar paso y apropiarse
el contacto esencial con el Ser. Toda obra y actividad
son valoradas únicamente como indicio del logro
interior. Pero nosotros, como occidentales herederos
de la mentalidad platónica, volcamos todo nuestro
tesón en la obra bien realizada y no cejamos en nuestro
afán de llevarla a acabamiento por amor de ella
misma. Nos ponemos al servicio no sólo de -nuestro
desarrollo específicamente humano, sino también de la
obra o imagen bien acabada.

Lo que vale de la actividad humana en el mundo,


vale más aún para el hombre mismo. Su perfección la
ponemos en la persona que es concebida como la obra
maestra de la vida; esa persona en que, en lenguaje
cristiano, el Verbo se hace carne.

Para la gran tradición espiritual occidental, lo que


vale es la realización de todos los seres, el hombre
incluido, en una imagen cabal y autónoma. En ella,
es inseparable el «SÍ» a la manifestación personal y
visible del Ser, que el oriente, en cuanto tal, no profesa
en virtud de su tradición específica. En este punto,
es también significativo que en el idioma japonés no
existieron, hasta los tiempos modernos, las palabras
«Personalidad» y «Obra».

La trivalencia del Ser es sentida por el hombre como


plenitud, como imagen o verbo interior, y como unidad
que todo lo abarca; para los orienta­les no menos que
para los occidentales. La idea de Dios, en oriente como
en occidente, se traduce en los atributos de poder,

Pag. 151
sabiduría y amor. Incluso en el budismo aparecen
como el triple tesoro: el Buda, la Doctrina, la
Comunidad de los discípulos.

Con toda naturalidad, en oriente como en occidente,


esa trivalencia del Ser aparece en la valoración
espontánea del hombre. También el oriente se interesa,
estima y rinde culto al hombre que no sólo incorpora la
plenitud, y proclama la unidad del Ser en su capacidad
de amor, sino que adopta además una forma visible
y no queda dispersado por esa plenitud y disipado
por el amor. El arte oriental, como el occidental,
evidencia una conciencia estereotipada de la forma que
se manifiesta en la imagen acabada y perfecta a la que
nada puede añadirse, y quitarse, pero el sentido de la
forma es distinto para los orientales.

La emoción espiritual del que contempla una creación,


por ejemplo una obra de arte, entre nos­otros se orienta
hacia la satisfacción y goce de la forma perfecta. En
cambio, el oriental no se detiene en la obra realizada,
sino que busca la raíz universal de donde brotan las
formas todas y a la que todas vuelven a incorporarse
y que, en sí .misma, está más allá de toda forma o no-
forma. Para el oriental, una flor espléndida no es sino
una manera de manifestarse el UNO universal. Y sólo
es contemplada como una radiante manifestación del
UNO. En cambio, para nosotros, la figura misma
en que se manifiesta el Ser, es la idea y meta en cuya
realización y acabamiento desemboca definitivamente
el proceso feliz de creación. El sentido de todo devenir
para nosotros, no es la liberación de toda forma y la
incorporación en el seno del UNO, sino la manifestación

Pag. 152
del UNO en la figura o imagen que evidencia la infinita
configurabilidad del Ser. Que el impulso del Ser, que
nos azuza hacia la perfección, quede falseado en la
segunda etapa de la conciencia en formas rígidas en
las que lo primitivamente experimentado y lo creado
se encierran dentro de sí mismos, y que ese mismo
impulso se esclerotice racionalmente y, desvinculado
del Ser, quede finalmente paralizado, no es sino
la concreción de nuestra concepción errónea. El
oriente califica esto de «nuestra enfermedad de
la forma». Y nosotros mismos comenzamos a ser
conscientes de ello. La rebelión contra las estructuras
formalistas está en marcha. El Zen puede ayudarnos a
hacer que resulte frutuosa por los caminos que le
son propios. Por eso también, artistas y psicólogos
se interesan por el Zen y, va aumentando el número
de los que cultivan la meditación por los métodos del
Zen para ir creando las condiciones que harán posible
la afloración de las experiencias originarias del Ser
en que ha de basarse toda auténtica religiosidad cuya
interpretación fosilizada sólo lleva a pseudocreencias y
profesiones de fe puramente formales.

Ya no sólo artistas y grandes inteligentes, sino toda una


raza ha comenzado a darse cuenta que la actividad,
y el hombre mismo en cuanto persona, sólo tienen
vida si se hacen permeables al Ser que verdaderamente
vive. Sobre el camino que facilita esa permeabilidad y
transparencia, podemos aprender mucho del oriente.
El sentido de la meditación del tipo Zen es el paso a
una mayor transparencia al ser. Poniendo mayor
atención a la persona en cuanto figura visible y a esa
figura visible en cuanto persona, adviene algo que exige

Pag. 153
una ampliación del entrenamiento dentro del espíritu
del Zen y que armoniza con la conciencia de la persona
en occidente y con su tradición cristiana. Se trata de un
Zen occidental.

La trivalencia del Ser está actuante en todo cuanto


vive. Todo cuanto vive es símbolo de su magnificencia,
de su imagen o verbo’ interior y unidad, en virtud de las
cuales la vida nos lleva, nos configura y nos incorpora
al Todo.

Pero la riqueza ideal de la vida (logos ), a los occidentales


nos penetra con mayor claridad que a los orientales y el
testimoniarla en la imagen o figura se nos impone más
especialmente, ya se trate de una obra en el mundo o
del propio hombre. Para nosotros es perfecta aquella
obra o realización que, en cuanto figura visible, realiza
a la perfección lo que trata de encarnar según la idea
creadora.

La ley a que nos ajustamos, la idea, la fórmula de vida de


nuestro ser, nos llega a la conciencia en forma de imagen
y se nos presenta como algo que tiene una fisonomía.
Pero en realidad nuestro ser no es una imagen interior
sino un camino interior innato que hemos de recorrer
etapa a etapa; el camino de la progresiva revelación del
Ser en el interior de la persona individual. Al comienzo
de este camino si lo emprendemos conscientemente,
está la Gran Experiencia y la concienciación de los
signos y símbolos con que la vida proclama su ley, sus
sistemas, sus ideas interiores.

Entre las señales, que indican al Maestro de Zen,

Pag. 154
que su discípulo ha despertado y es un hombre
transformado en cuerpo y alma, se cuenta el testimonio
y afirmación valerosa y sin encogimiento de la propia
individualidad. Sólo porque ha degustado el Ser, es
capaz, en cuanto persona que ha adquirido su plena
e irrepetible individualidad, de comportarse con
plena espontaneidad y desenvoltura incluso frente a
su Maestro. Pero precisamente aquí hay una diferencia
de valoración. Mientras que el Maestro oriental valora
esa individuación, únicamente como signo de que su
discípulo ha accedido al Ser y que, a su contacto se ha
liberado del YO, a nosotros esa transformación que le
ha hecho nacer a sí mismo nos parece el principal logro
de su experiencia. Para nosotros, el sentido de ese
despertar está sobre todo en el hecho de que le conduce
a su plena individualidad y le personaliza. Y el hombre,
para nosotros, es persona no por el solo hecho de que el
Ser resuena dentro de él, sino porque se manifiesta en
él como fisonomía visible. Igualmente, para nosotros la
perfección del hombre se manifiesta en que se ha hecho
transparente al Ser y esa transparencia se patentiza en
el esplendor de su experiencia, en la irradiación
de su presencia y en· su actividad benéfica; pero, en
ese ser tan perfecto vemos ante todo el ser divino
hecho carne en la forma individual de una persona
humana que consuma y da acabamiento también a
cuanto le rodea.

También el Zen oriental sabe que no podemos


experimentar el Ser sino según la modalidad de
nuestro propio ser y que la autoexperiencia de la propia
individualidad implica también la experiencia del Ser.
Si, en consecuencia, deducimos de lo dicho que el Zen

Pag. 155
oriental es enemigo de las formas significará una vez
más que no comprendemos bien el Zen. Porque el Ser
para ·el Zen, no está más allá de las formas, sino por
encima de las antinomias, es decir más allá de la forma
y de la no-forma; presente, por tanto en toda forma.

Por eso, en el Zen hay un puesto para las formas y,


hablando del hombre, para la persona vinculada a una
fisonomía visible. Por eso, cuando un defensor del
occidente cristiano opone a un Maestro de Zen que
Dios es persona y no el UNO impersonal y universal,
no encontrará más que una sonrisa comprensiva. Y
cuanto mayor es el celo con que insiste en el aspecto
personalista, tanto más provocará la sospecha de que
se aferra a ese Dios del que decía el maestro Eckehart:
«conforme degenera el yo, degenera también Dios». El
Zen niega únicamente esa idea de Dios que corresponde
al YO fijador. Cuando, en cierta ocasión, pregunté al
Superior del monasterio de Zen de Sendai, el Maestro
Miura, que había leído mi obra sobre el Maestro
Eckehart, su opinión sobre la relación entre Eckehart
y el Zen, me miró en silencio, absolutamente inmóvil.
Luego adelantó su mano derecha como el tajo de una
espada, pensativo miró por un momento el pequeño
intersticio entre su pulgar e índice y dijo: «así es, sólo
una finísima hoja de papel de separación. Mejor, no
tocarlo». ¿Qué hoja de papel es esa? y ¿por qué mejor
no tocarlo? El maestro quería decir: «me parece que la
manera con que Eckehart habla de Dios y del Padre,
expresa la UNIDAD de que hablamos nosotros. Pero
¿estáis seguros de que no está igual y personalmente
presente en nos­otros, aunque nos guardemos de darle
un nombre al UNO?». Pero aquí está la diferencia. Quizá

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el occidental; aun aquél que no es cristiano, cuando
ha experimentado el Ser como el Incomprensible, debe
adorar ese misterio como la más excelsa persona y no
recatarse de llamarle con el nombre santo. El oriental
se abstiene de hacerlo así, se recoge y lo guarda en su
silencio.

Es propio del espíritu occidental el tomar en serio


la persona en su sentido estricto y asimismo las
energías personificadas. Pero en el camino de la propia
transformación que se nos brinda y de la regeneración
de las energías creadoras, el Zen en cuanto doctrina y
ejercicio, nos es de gran importancia. Porque si algo
hay importante, también lo es el despliegue, en el
hombre, de las fuerzas creadoras a las que tanto
pueden aprovechar las ideas del Zen e igualmente
los ejercicios dentro del espíritu del Zen. Porque ¿qué
mayor obstáculo al testimonio de lo creador, que el YO
que fija y piensa y al que el Zen ha declarado la guerra?
Y ¿qué mejor estimulante de las energías creadoras
que esa actitud, en que el hombre liberado de las ideas
que le inhiben, se abre a la Gran Doctrina y se somete
al imperio de lo radical y profundo?

Cuando se habla del Zen como praxis de entrenamiento,


surge frecuentemente la pregunta: ¿cómo puede y debe
ayudarnos a nosotros, que carecemos de Maestro, la
divulgación de caminos y medios que van vinculados
. a la enseñanza viva del Maestro? Sobre este punto,
tenemos que saber que la primera tarea que ha de
desplegar el Maestro oriental cuando trata de crear en su
discípulo las condiciones previas que le han de preparar
a la experiencia, lo realiza parcialmente por sí mismo el
occidental que ha sentido el aguijón de la búsqueda.
Pag. 157
Precisamente porque el occidental insiste tanto en
la afirmación de su YO y hace valer sus exigencias
personales, y lucha denonadamente contra el destino
inexorable y, finalmente, queda preso en la red de su
conceptualismo, de su técnica y de sus capacidades
organizativas, llega por sí mismo a esa frontera en que
queda hábil para aquello que le espera más allá de
la frontera. Pero si nos hemos puesto en marcha hacia
esa frontera y hemos oído, una vez, pero con claridad,
la llamada de lo alto, estamos ya en condiciones
de oír también la voz del Maestro que resuena en
nuestro interior en las situaciones límites de la vida
y nos ·llama a la transformación y al buen camino.
Empezamos a barruntar en nosotros la inmensidad
que se nos abre cuando estalla la estructura rígida
en que nos hallábamos prisioneros. Ya no se está lejos
de poder abrirse el camino a la libertad, mediante
ejercicios pro­gramados. El que se hace consciente de
su aprisionamiento en el corsé de sistemas e ideas fijas,
está preparado para ese camino en que se enfrenta
seriamente con su estado de indigencia y analiza su
experiencia más íntima y hace de la vida diaria un
entrenamiento de disciplina metódica. Y tampoco
dudará solicitar ayuda cuando esta se ofrezca. No
faltan ayudas y asesores; pero hay que aplicarlas y
recurrir a ellos. Pero es decisivo reconocer que en
nuestra época el Ser supranatural con su plenitud,
como Legos, y en omnipotente Unidad, ha hecho
irrupción en la intimidad de esta humanidad que va
madurando paulatinamente. No son millares, sino
millones los que han traspasado la muerte y, en el colmo
de la angustia y frente a la inminente aniquilación,
han sentido y degustado lo Inaniquilable. Son millones

Pag. 158
los que han conocido el abismo y la desesperación
ante lo inconcebible y, al borde de la locura, han
sentido al Incomprensible. Millones que han vivido el
abismo indefensión y han sentido el cálido refugio del
que todo lo abarca. Todo de­pende del hecho que la
humanidad tome en serio el Ser que sintieron como
refugio y salvación en las horas más sombrías, y que
aprenda a acogerle conscientemente como refugio que
llevamos dentro de nosotros mismos y ajeno a toda
borrasca exterior; como razón básica que supera toda
razón e inaccesible a la duda; como amor que todo lo
puede.

Son millones los que han experimentado el Ser no sólo


como poder liberador, sino que además han descubierto
ese su núcleo obligante que comporta la adecuada
modelación de sí mismo. Sólo en esta experiencia se
descubrió la verdadera razón de la gran esperanza y
promesa que impulsa al hombre a interesarse por el
mundo de esa manera digna de la Ley de la Gran Vida,
grabada a fuego en el corazón del hombre. Personalidad
acabada, realizaciones duraderas, sistemas coherentes,
organización y ordenación sin fricciones, siguen
siendo metas para el hombre, pero en cuanto meta
final pertenecen a un tiempo perecedero. Y quedan
desbancadas por otras metas en que la autonomía del
hombre y de su obra es transparente al Ser divino cuya
manifestación en el mundo es la razón de su existencia
misma.

La personalidad que se siente vinculada al espíritu


objetivo en su autonomía y capacidad de realizaciones
y obras virtuosas, debe superarse a sí misma para

Pag. 159
llegar a ser verdaderamente una persona que, dentro de
una gran permeabilidad, nunca se desvía del camino
y acoge toda modelación de sí mismo o del mundo,
únicamente como una forma siempre transparente y
accesible a nuevas transformaciones.

En permanente contacto con el Ser ya experimentado,


y 1 obediencia a su norma, en continua alerta frente a
los propios fallos, en la rebelión frente a las fachadas
engañosas y en la vinculación a un nuevo mundo, está
surgiendo hoy una nueva raza. Y, el hundimiento
de los viejos poderes de la desmitificación de los viejos
tabús y de la denuncia de ideales ajenos a la realidad,
está pasando a primer plano el austero espíritu de la
verdad fundamental.

Cuanto más negras son las nubes que surgen en


el horizonte de la vida, tanto más nos acerca­mos a
la luz que disipará esos nubarrones. Amar más esas
nubes negras o la luz, es la espada que perennemente
dividirá y separará los espíritus, unos de otros. Es la
cuestión fatal que se nos plantea: si, en la carrera por
el poder triunfará el hombre viejo ajeno al Ser y cuyo
espíritu anquilosado ca­mina hacia la aniquilación, o
triunfará ese hombre nuevo, emancipado y maduro
para la recepción y transmisión del Ser, que camina, y
encamina al mundo hacia una nueva vida.

Pag. 160
INDICE
INTRODUCCIÓN 7

¿Tiene interés él Zen para los occidentales? 7


¿Luz del oriente? 9
Aspiración central del Zen 11
El Zen como respuesta existencial 15

NECESIDADES E INDIGENCIAS DEL


HOMBRE OCCIDENTAL 21

Indigencia y esperanza, fuerza impulsora de la


búsqueda 21
El hombre, prisionero de la conciencia objetiva 24
Esencia y peligros de la conciencia objetiva 27
La indigencia existencial 33
La despersonalización del hombre 35
Disolución de la vinculación comunitaria 40
Signos de cambio 43
Aplicación a las experiencias supranaturales 43
Vino nuevo en odres viejos 50
Aplicación a la esotérica 52

EL ZEN COMO RESPUESTA 60

LA EXCELSA DOCTRINA DEL SER 61

El Ser como vivencia 63


Experiencia del Ser y dualismo 68
La doctrina del NO-DOS 73
No detenerse en el Ser 82
La aparición del ojo interior 86
¿Qué lleva consigo el Zen? 92
La transmisión de la doctrina 95
EL ZEN COMO PRAXIS EXISTENCIAL 99

Maestro y discípulo 99
De corazón a corazón 102
Reposo y silencio 104
La prohibición de la palabra 109
La paradoja 112

PRAXIS DE ENTRENAMIENTO DEL ZEN 115

Finalidad del entrenamiento 115


La demolición del YO 118
Finalidad de la técnica 124
Tres etapas de la conciencia, cinco etapas en el
camino 131

LA HISTORIA DE LA ADMIRABLE
DESTREZA DE UN GATO 139

ZEN PARA LOS OCCIDENTALES 151


Colección “HOMBRE Y MISTERIO”

El Dios sin Dios de la poesia contemporánea


por Pedro Miguel Lamet

El Arbol desnudo
por Manuel Lozano Garrido

Las estrellas se ven de noche


por Manuel Lozano Garrido

La gran liberación
por Daisetz Teitaro Suzuki

El Zen
por Enomiya Lassalle

Zen, un camino hacia la propia identidad


por Enomiya Lassalle

Autorrealización, caminos hacia uno mismo


por Udo Reiter

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