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Derecho penal de enemigo en la

Violencia (1948-1966)
Derecho penal de enemigo en la
Violencia (1948-1966)

Gustavo Emilio Cote Barco


RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS
© Pontificia Universidad Javeriana
© Gustavo Emilio Cote Barco
 
Primera edición: Bogotá, D.C., mayo de 2010
ISBN: 978-958-716-306-3
Número de ejemplares: 300
Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia
 
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Transversal 4a núm. 42-00, primer piso
Edificio José Rafael Arboleda, S.J.
Teléfono: 3208320 ext. 4752
www.javeriana.edu.co/editorial
editorialpuj@javeriana.edu.co
Bogotá, D.C.
CORRECCIÓN DE ESTILO:
César Mackenzie

DISEÑO DE COLECCIÓN:
Carmen María Sánchez Caro
DIAGRAMACIÓN Y MONTAJE DE CUBIERTA:
Ramiro Parra Galvis
DESARROLLO EPUB:
Lápiz Blanco S.A.S.
Cote Barco, Gustavo Emilio
Derecho penal de enemigo en la Violencia (1948-1996)/Gustavo Emilio Cote Barco.-- la ed. --
Bogotá : Editorial Pontifica Universidad Javeriana, 2010. -- (Colección fronteras del derecho).
304 p. 24cm.
Incluye referencias bibliográficas (p. 285-291).
ISBN : 978-958-715-306-3

1. DERECHO PENAL - COLOMBIA. 2. VIOLENCIA - HISTORIA - COLOMBIA - 1948-1966.


3. CONFLICTO ARMADO - HISTORIA - COLOMBIA - 1948-1966. 4. VIOLENCIA -
ASPECTOS SOCIALES - COLOMBIA. 5. GUERRA Y SOCIEDAD - COLOMBIA. 6.
COLOMBIA - HISTORIA - FRENTE NACIONAL,1958-1974. I. Pontificia Universidad
Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. II. Cote Barco, Gustavo Emilio.
CDD  343.9861  ed.15

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca General

ech.                                                                Enero
19/2010

Prohibida la reproducción total pacial de este material, sin autorización por escrito de la Pontifica
Universidad Javeriana
A mis papás y a mi hermano, como siempre les he dicho:
son el más grande regalo que me ha dado Dios.
A Tito, por su ejemplo de vida.
A Diana, por la alegría de estar con ella, por todo su apoyo
y por todo lo que viene.
Agradecimientos

E ste trabajo fue presentado por el autor como tesis de grado para optar
por el título de Magister en Derecho, con énfasis en ciencias penales y
criminológicas, en la Universidad Externado de Colombia. En este
proceso fue trascendental el acompañamiento permanente y la orientación
del profesor Dr. Jorge Fernando Perdomo Torres, a quien quisiera expresar mi
más sincero agradecimiento; sus críticas y reflexiones permitieron enriquecer
enormemente el texto que a continuación se presenta. De la misma manera
debo agradecer al profesor Dr. Alejandro Aponte Cardona, con quien tuve la
oportunidad de comentar en varias ocasiones los avances de la tesis; sus
consejos y apoyo fueron de gran importancia incluso en momentos en los que
no era muy claro el camino a seguir.
Debo manifestar también sentimientos de gratitud para los miembros
del grupo de investigación en Justicia Social de la Facultad de Ciencias
Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana, a mis compañeros de la
Maestría en Derecho (programa en ciencias penales y criminológicas) 2007-
2008 de la Universidad Externado de Colombia y a mis amigos Álvaro
Amaya, Diana Fuentes, Diana Pérez, Daniel Cardona, Julián López, Liliana
Sánchez y Sergio La Torre, personas que dedicaron largos ratos para
escucharme y me permitieron conocer sus acuerdos y discrepancias.
Asi mismo, agradezco a Bernardo Gaitán Mahecha, maestro y amigo;
sus enseñanzas y ejemplo han sido siempre una motivación para el estudio
del derecho penal y para el trabajo por un sistema penal más democrático.
Finalmente, debo reconocer el apoyo y la colaboración de quienes
hicieron posible esta publicación en la Pontificia Universidad Javeriana: al
Decano Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas Carlos Ignacio
Jaramillo, a Javier Celis y a la Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
Prefacio

B ajo el título Derecho penal de enemigo en la Violencia, Gustavo Emilio


Cote Barco nos entrega un denso trabajo de investigación y reflexión
jurídicas sobre buena parte de la historia de Colombia. Este libro nos
habla, por una parte, de la confrontación armada y, por otra, de la utilización
del derecho penal como instrumento para superar el conflicto, resaltando
que de ninguna manera el sistema jurídico punitivo ha servido para resolver
las pretensiones políticas de quienes han tenido la responsabilidad de dirigir
el Estado.
El enjundioso trabajo de Cote Barco deja bien claro que el conflicto no
solamente se da entre facciones armadas, oficiales unas y políticas otras, sino
que con él corre pareja la cuestión social caracterizada por exclusiones,
marginalidad, miseria, inconformidad.
El autor ha escogido el período entre 1948 y 1966 que comprende el
bien conocido como el de la Violencia, cuando bajo el imperio de la
Constitución de 1886 se hizo uso y abuso del artículo 121 de la misma, lo
cual permitió mantener al país en Estado de Sitio. En consecuencia, en este
tiempo el Gobierno legislaba en toda materia, pero sobre todo en materia
penal, y convertía el Ius Puniendi del Estado en instrumento de lucha contra
toda forma de oposición al régimen. Tanto es así que al instituirse el llamado
Frente Nacional era tal el cúmulo de disposiciones dictadas en todas las
materias jurídicas, que fue necesario que el Congreso, restaurado en 1958,
codificara todas esas normas y dejara vigentes las que a bien tuvo, conforme
a la Ley 2ª de ese año.
Es que el eterno problema con el derecho penal es el de que siendo
como es eminentemente residual, es decir, destinado a las violaciones de la
ley que en forma minoritaria se dan en una sociedad en donde impera la
equidad y la justicia y la paz, se utiliza para resolver los problemas sociales, los
conflictos políticos, el mantenimiento del poder, cuando no la hegemonía o
la oligarquía, en sociedades en donde lo que impera es la marginalidad, la
miseria y la exclusión. Se trata de utilizar el derecho penal contra el enemigo
del régimen, pero al mismo tiempo en función de las clases integradas al
sistema, y de esta manera funciona un derecho penal de dos caras, el
ordinario y residual y el extraordinario cuyo destinatario es el enemigo. Pero
con la consecuencia de que mezclados uno y otro termina por ser
disparatado, arbitrario y ajeno a las reglas esenciales de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos. Con mucha razón dice Cote Barco en
su brillante ensayo que:
Durante la Violencia, al no haber una conciencia verdaderamente
democrática de lo público, se recurrió al poder punitivo del Estado
con el fin de construir un mínimo de unidad simbólica en la
“sociedad”, se intentó entonces generar el respeto por el derecho
mediante el uso de la fuerza, militar y punitiva, ignorando que ante
todo el Estado se debe realizar desde el punto de vista material,
como un ente respetuoso de la libertad y que posibilite a todos los
habitantes de su territorio las mismas oportunidades de desarrollo
en condiciones de dignidad.

No era fácil, pues, adentrarse en la selva legislativa que se formó en


Colombia entre 1948 y 1966, ni mucho menos encontrar los elementos
críticos para entender esa parte de la historia del siglo XX. Los llamados
partidos tradicionales se ocuparon durante muchos años en disputarse el
poder, usando la llamada democracia representativa. Desde 1930 hasta 1946 el
Partido Liberal mantuvo las mayorías electorales, con un discurso de
tendencia social-demócrata que logró ciertos avances en beneficio de las
llamadas clases populares.
Pero ese partido no abandonó, en algunos sectores de sus filas, las
tendencias conservadoras o de derecha; con ello creó una honda división de
pareceres en el seno mismo de la colectividad. Partidos de ideología
izquierdista como el socialismo o el comunismo, no adquirieron especial
preponderancia electoral aunque contribuyeron de una u otra manera a crear
un clima de inconformidad que en numerosas regiones determinó actos de
violencia. Al final del siglo XX esos partidos minoritarios habían desaparecido.
Pero lo que en esencia hizo que tales partidos no crecieran fue el hecho de
que, bajo el ala liberal, se ampararon y se sometieron a su tolerancia y
dependencia. Aparecido el Frente Nacional, fueron a parar al M.R.L
(Movimiento revolucionario liberal), y cuando éste se fundió, en el Frente
Nacional definitivamente perdieron toda influencia.
Cabe recordar que en 1946, dividido el Partido Liberal bajo la fuerza
popular del líder Jorge Eliecer Gaitán, perdió la presidencia de la República,
en cabeza de Mariano Ospina Pérez del Partido Conservador, pero mantuvo
las mayorías en el Congreso. La confrontación de poderes hizo que el
Presidente cerrara el órgano legislador. En 1949 había sido asesinado Jorge
Eliécer Gaitán y entonces el país estaba incendiado por la guerra civil entre
liberales y conservadores. El partido conservador había perdido la Presidencia
de la República en 1930. Sin Congreso y con un Poder Judicial amañado y
profundamente respetuoso de la Constitución de 1886, el Gobierno se ejerció
hasta 1958 bajo el Estado de Sitio y el imperio del artículo 121 de esa
Constitución. Pero el partido Conservador se dividió estando en el poder, en
dos grupos igualmente sectarios: el comandado por Ospina Pérez y el
comandado por Laureano Gómez, el viejo caudillo que mantuvo la primacía
sobre ese partido desde 1930. Tras suceder en 1950 a Ospina Pérez en la
Presidencia, al poco tiempo tuvo que dejarla por razones de salud y ocupó
entonces el cargo el Designado Roberto Urdaneta Arbeláez. Éste declinó el
poder en manos del General Rojas Pinilla, quien dio Golpe de Estado al
titular Laureano Gómez el 13 de junio de 1953. Se instauró así el Gobierno
Militar que duró hasta el 10 de mayo de 1957, hasta el 7 de agosto de 1958.
A partir de esta fecha, por el término de dieciséis años, los dos partidos
tradicionales, Liberal y Conservador, se dividieron al 50% el poder legislativo,
el judicial, el administrativo, y se alternaron en la Presidencia de la
República. Pero la violencia no cesó, ni desaparecieron los motivos del
conflicto generado muchos años atrás, el cual, por lo contrario, se mantuvo
dentro de unas estructuras políticas y sociales de injusticia, inequidad y de
fuerza.
El régimen militar fue, de suyo, el imperante desde tiempos lejanos,
mucho antes de 1948. Pero lo fue de manera absoluta hasta la Constitución
de 1991, porque los gobiernos del Frente Nacional hicieron uso permanente
del artículo 121 de la Constitución de 1886. Este artículo fue eliminado en
1991 y sustituido por un variado elenco de normas que regulan los llamados
Estados de Excepción. Así las cosas, el Derecho Penal, concebido como Cote
Barco lo ha denunciado en su brillante ensayo, dominó y sigue dominando
en gran medida la legislación punitiva de Colombia. Al respecto, el autor
escribe:
En consencuencia, el derecho penal que se produjo en Colombia a
propósito de la Violencia (1948-1966) fue perdiendo poco a poco
su dimensión racional, permitiendo que la fuerza inherente al
sistema jurídico adquiriera proporciones autoritarias que lo
terminaron negando como construcción racional. La guerra se
convirtió en su principal fuente, de hecho el sistema jurídico se
transformó en función suya, lo cual condujo a que se expandiera y
exacerbara su poder represivo. La dimensión violenta del derecho
penal colombiano terminó así superponiéndose totalmente a
cualquier criterio de protección y respeto por la libertad individual.

Pero no ha sido solamente la violencia. También el modelo económico


imperante en Colombia. La marginalidad y la miseria, la protección
desmedida a las clases pudientes, la cuestión de la tierra, la salud, la
vivienda, la educación y la quiebra absoluta de la cultura que habría servido
para transformar aunque fuese lentamente el estado de cosas, han dado
como resultado el fracaso completo de la democracia participativa que
pretendió instaurarse en 1991. Estamos en tiempos de crisis, de una honda
crisis institucional y de los valores, y con un derecho penal ausente de los
fines altos para los cuales fue reconstruido después de la Revolución
Francesa por obra de los juristas clásicos. En conclusión, el asunto no
solamente nos toca a los habitantes de Colombia, sino a todos los que desde
las riveras del Río Grande hasta la Patagonia, somos del mundo latino,
inserto en la perplejidad de nuestro tiempo. Por ello, obras como la de
Gustavo Cote Barco iluminan la oscuridad que al final encierra en una
práctica que para el público en general es ininteligible, pero que la paciencia
investigativa despeja con sagacidad e inteligencia.
 
Bernardo Gaitán Mahecha
Profesor investigador - emérito
Facultad de Ciencias Jurídicas Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá, 2009.
Prólogo

E n varios sentidos la violencia es un elemento constitucional del Estado


colombiano y una narración maestra de su personalidad, concepto este
acuñado por Jaime Jaramillo Uribe en su famoso ensayo sobre la
personalidad histórica de Colombia. En la segunda mitad del siglo XX, los
científicos sociales que se erigieron como analistas de la realidad colombiana
no optaron por acoger sus denominaciones disciplinarias originarias
(sociólogos, historiadores, economistas o abogados) sino que fundaron en el
corazón de la academia, un referente epistemológico y político que
denominaron violentología, y ellos, violentólogos. La violencia que
estudiaron adquirió una potencia explicativa casi universal en las ciencias
sociales colombianas: cualquier fenómeno, desde la economía hasta el arte,
desde la historiografía hasta la tecnología, ha quedado asociado y explicado
por la violencia. Buena parte de ese grupo de académicos hoy ocupa los
puestos de decisión en el sistema de justicia que busca anunciar la salida de
ese estado de violencia y transición a uno distinto, cuya denominación
aparentemente sigue en debate.
En otro sentido, se ha denominado La Violencia a un período histórico
específico del siglo XX en Colombia. Si el mito fundacional de la república
del siglo XIX se construye sobre la guerra, el mito fundacional del Estado
social de derecho del siglo XX se edifica sobre el período denomindo como
La Violencia, cuyo inicio mítico se puede fechar en 1948 con las protestas
que tuvieron lugar en Bogotá y en algunas ciudades del país, con motivo del
asesinato de líder popular Jorge Eliécer Gaitán. En comparación el asesinato
de Gaián es al constitucionalismo del siglo XX en Colombia, lo que el florero
de Llorente1 fue al constitucionalismo del siglo XIX.
Por otro lado, el período de La Violencia no fue el más “violento” en la
historia de Colombia. De hecho, resultó más bien tímido respecto a los
niveles que alcanzaría la violencia en el presente guerrillero, paramilitar y
estatal. Pero como todo mito fundacional, La Violencia ofrece un discurso
ideológico con un fuerte impacto en la “personalidad” de Colombia, en tanto
que va a justificar las condiciones constitucionales del Estado colombiano
contemporáneo, basado en el control de la sociedad desde los dos partidos
tradicionales, que en virtud de ese pacto, abandonan la lucha armada y
controlan con éxito el espacio público y su monopolio de la fuerza, hasta el
presente2.
El estudio de Gustavo Cote se ocupa de las maniobras, operaciones y
resignificaciones que el Estado colombiano realizó a través del derecho penal,
para estructurar el pacto constitucional que se origina en La Violencia. A
través de un exhaustivo estudio de los materiales jurídicos de la época,
demuestra que el régimen constitucional tendrá como discurso articulador la
“seguridad nacional” y la activa participación del Estado colombiano en la
Guerra Fría bajo la tutela de la política exterior de los estados Unidos, ya
fuera en los campos de batalla asiáticos de Corea o en los campos
colombianos. Bajo este designio, el Estado colombiano pudo establecer las
condiciones de inclusión y exclusión en la ciudadanía, que se constituyeron
en los referentes para la construcción de un derecho penal que protege a los
amigos y persigue a sus enemigos, como en cualquier Estado moderno.
A partir de ese motivo histórico-político, lo suficientemente
trascendente, y adecuadamente oculto en cuanto sigue articulando la
ideología nacional colombiana, Cote elabora una reflexión teórica fuerte
sobre el lugar, la extensión y los límites de la violencia en los Estados
contemporáneos.
Su empeño lo lleva a reconstruir de manera juiciosa, los debates sobre
la política del derecho penal contemporáneo tanto en Colombia como en
Europa y a sumergirse en el denso debate de las doctrinas penales entre
clasicismo y peligrosismo, que expresan en sus propios términos una tensión
mayor de la teoría del derecho sobre la relación entre el derecho y la
violencia.
Por una parte, una tendencia republicana clásica e ilustrada para la que
el derecho es el resultado de una operación por la cual un grupo de
personas, agobiadas por la inseguridad reinante, pactarían un contrato de
sociedad, inspirado en la tradición del derecho comercial. Tal contrato
tendría por objeto la creación de una persona jurídica cuya función
específica sería la administración de la violencia entre los miembros, que
recibiría como aportes la libertad de cada uno de los firmantes y que estaría
gobernada por un gerente, una junta directiva y por la reunión eventual de
la asamblea. Como cualquier contrato, este ofrecería un conjunto de
cláusulas transparentes en las que se definiría la membrecía, las condiciones
de gobierno social, el patrimonio, las estrictas funciones de la persona
jurídica y los mecanismos de solución de controversias. La nueva persona
jurídica tendría un nombre propio, con la denominación social de república.
Bajo esta comprensión prístina, la respuesta sobre la función del
derecho penal resulta sencilla, racional y casi automática: sería el mecanismo
de la sociedad al que se le atribuye la protección de los socios, dentro de los
estrictos límites establecidos en las cláusulas del contrato. Claro y
transparente. Finalmente la sociedad denominada como república no puede
hacer nada que no esté contemplado en las funciones atribuidas por los socios.
La codificación penal toma prestado el lenguaje de la codificación civil y
garantiza como ésta la autonomía de la voluntad privada, la familia, la
propiedad, y la sucesión, entendidos como bienes jurídicos naturales, por lo
menos al pacto. La dogmática penal clásica, dentro de la matriz republicana,
invocará variantes complejas de este esquema para justificar la violencia
jurídica del dercho penal y transmitir un parte de confianza sobre las justas y
mínimas dimensiones que un sistema penal así concebido, habría de tener.
Las críticas del proyecto del Estado-nacional registran que el modelo
pactista, con todas sus virtudes, puede tener mayores complicaciones. Por
mencionar sólo el problema de los socios aunque pareciera que este invita a
todas las personas a formar parte del contrato, al establecer las condiciones
de membrecía se define obligatoriamente quiénes pueden entrar y quénes no.
Por lo tanto hace parte del mismo movimiento la inclusión y la exclusión del
contrato. Lo que constituye una virtud en el dominio privado de las
sociedades comerciales, se erige un grave problema cuando se trata de
construir espacios públicos.
El conjunto final de socios reconocidos responderá a un proceso de
exclusión de muchos y homogenización de los elegidos,  de manera que
compartan unas condiciones que se consideran mínimas dentro del contrato:
raza, lengua, religión, opinión política, género, actitud. La normalización de
los miembros recurrirá a muchas herramientas educativas, médicas,
comunicativas, religiosas, productivas, y como no, penales. El crimen de
genocidio definido bajo el estatuto de la Corte Penal Internacional describe
perfectamente las típicas acciones de homogización política realizadas por la
totalidad de los Estados modernos para normalizar las “minorías nacionales”.
La república utilizará su monopolio de la fuerza de una manera expresa,
constante y con tendencia a la sobreactuación porque son demostraciones de
fuerza las que crean la convicción de que la república verdaderamente
gobierna. La pesadilla que han descrito todos los escritores futuristas
modernos anuncia el presente perpetuo del Estado nacional en que el uso
desbordado de la fuerza no es una excepción sino su condición de existencia.
En otros términos, toda nación ha sido construida por el Estado, a golpes de
fuerza descomunales.
En el texto sobre el derecho penal de la violencia, Gustavo Cote
despliega un erudito aparato crítico del derecho penal moderno para
revelarnos los complejos mecanismos represivos del Leviathan colombiano.
Ante el vértigo de su revelación, el autor hace entonces una movida
terapéutica y reclama la posibilidad de revertir esa tendencia, de denunciarla,
de declararse expresamente en contra de un Estado moderno represivo y
violento, que utiliza el derecho penal para unos fines cada vez más distantes
de la sociedad. Es esa la interpelación política que el texto propone al lector y
que corresponderá a cada uno juzgar su alcance sanador.
Desde la Colección Fronteras del Derecho damos lugar al libro de
Gustavo Cote con mucho interés y respeto. Hemos tenido la ocasión de
someter sus planteamientos a enconados debates dentro del grupo de
investigación sobre Justicia Social de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la
Universidad Javeriana. Encontramos profunda simpatía con el trabajo de Cote
por los objetos que construye, los métodos que despliega, los gestos políticos
que propone y sobre todo, la ansiedad que compartimos respecto a la
capacidad de la ciencia jurídica para resolver sus problemas más radicales:
nos preocupa la necesidad de la crítica y la dificultad para encontrar un
piso firme desde dónde enunciarla. ¿Cómo criticar severamente el derecho
penal desde el derecho penal? ¿Cómo criticar el Estado-nación desde el
Estado-nación? Como todos los debates importantes, este propone una
invitación al lector para tomar posiciones.
 
 
Roberto Vidal
Director
Departamento de Filosofía e Historia del Derecho
Grupo de Investigación en Justicia Social
Facultad de Ciencias Jurídicas
Presentación

Q uien prentenda observar, captar, entender y analizar la realidad jurídica


de un país, para luego aportar crítica y constructivamente a su
desarrollo, tendrá que valerse desde el principio de conceptos y
esfuerzos teóricos, pues, si bien el derecho es producto histórico y, en esa
medida, realidad social, reclama un soporte de racionalidad para ser
verdaderamente válido. Al respecto se cuenta, por suerte, con suficientes
modelos iusfilosóficos y este trabajo es una muestra de su correcta utilización.
Seguramente la mayoría de los ordenamientos jurídicos (penales) pretenden
ser racionales y se construyen sobre ideales primarios de la humanidad como la
libertad, la igualdad y la solidaridad. No obstante, las normas mismas pueden
ser fuente de inseguridad y traicionar los fundamentos racionales que las
legitiman. En pocas palabras, el derecho (positivo) puede abandonar la misma
idea de justicia por la que propende, y este peligro es aún más latente en
tiempos de inseguridad y terrorismo.
El trabajo de Gustavo Cote Barco es un preclaro ejemplo de análisis
sobre lo que puede suceder en un país cuando el derecho penal abandona su
pretensión de racionalidad y se convierte en fuente misma de guerra. En él se
indaga por el papel que jugó el derecho penal en Colombia en la época
denominada de La Violencia y que el autor ha delimitado entre 1948 y 1966.
El resultado es descorazonador y se proyecta hasta hoy, pero también anima y
obliga a reencontrar el camino correcto, es decir, el de la mera razón aunque
para ello sirvan también de hilo conductor las normas válidas (por lo menos
formalmente) del derecho positivo.
Gustavo Cote aborda en la primera y extensa parte del trabajo el
estudio de los elementos teóricos que permiten indagar sobre el criterio de la
fuerza en el Derecho o lo que también se conoce como coacción jurídica y
que, por lo menos, modernamente desde Kant (La metafísica de las
costumbres) es inherente a la relación entre derecho y libertad. El autor parte,
sin embargo, de un momento anterior a la formación del estado o dicho más
exactamente del proceso de surgimiento y demuestra cómo su existencia
garantiza la paz. El Leviatán hobbesiano saca a la persona de un estado de
angustia y violencia y la somete a las leyes; es decir, es el marco propicio
para la paz y no para la violencia. El derecho de Estado es, como claramente
se expone en esta monografía, fuerte y esto significa que la coacción o fuerza
es condición necesaria de desarrollo de la libertad. Nadie lo ha expuesto
mejor que Kant: cuando se pretende mantener un estado de juricidad,
cualquier obstáculo de la libertad no es más ni menos que un injusto y en esa
medida “cuando cualquier uso de la libertad es por sí mismo un obstáculo de
la libertad según leyes universales, así la coacción que se le ponga como
obstáculo de la libertad (...) es derecho”. La coacción jurídico-penal son
variados, desde la pena hasta la legítima defensa, el dolor del delincuente,
causado por el funcionario del Estado (juez) o por el particular
subsidiariamente, es coacción o fuerza legítima toda vez que soporta un
análisis de racionalidad.
También el autor expone magistralmente el peligro que representa la
guerra para el orden jurídico. Esta amenaza no sólo puede estremecer el piso
racional del derecho, sino también acabar influyendo en las decisiones
políticas de una comunidad, de tal modo que al final de cuentas se tienen
normas jurídicas que además de enfrentarse decididamente con el ciudadano
del Estado, se alejan del ideal de justicia al que sirven. En esa medida, la
guerra, como lo expone Gustavo Cote, es fuente de derecho y la debilidad
de éste o, mejor dicho, de quienes lo crean y aplican, es el comienzo del
proceso de abandono de la racionalidad. Esta constatación resulta de
mucha importancia cuando, como en Colombia, se ha vivido una situación
permanente de violencia que hasta hoy sigue desafiando al derecho. Si a
ello se suman los actuales peligros y riesgos de la sociedad globalizada, el
llanamiento al orden que representa este trabajo es mucho más adecuado y
oportuno.
Estableciendo una relación íntima entre los conceptos de guerra,
violencia y derecho, se concluye aquí la posibilidad de que en un estado el
derecho penal termine siendo manifestación de la confusión entre guerra y
política, y comprobación de lo que moderadamente se ha llamado en la
teoría jurídico-penal “Derecho penal de enemigo”. Después de una
exposición clara y exacta de lo que Günther Jakobs entiende por derecho
penal de enemigo, se ponen en práctica dichas ideas para describir la realidad
colombiana: gran parte de la historia jurídico-penal de nuestro país no ha
respondido racionalmente al desafío de la guerra y, más bien, ha sido ella
misma amenaza para la paz. De esta forma, el autor utiliza ideas de Jakobs
precisamente para lo que fueron expuestas por el penalista alemán; es decir,
para de la mano de instrumentos teóricos serios poder deslindar el derecho
penal liberal y racional de aquél que no lo es. La conclusión de Gustavo Cote,
y que no sólo se obtiene del periodo histórico analizado en concreto, llama a la
reflexión; mientras el derecho penal no vuelva a sus cauces racionales seguirá
siendo al mismo tiempo continuación de la guerra y esto, además, utilizando la
coacción que le es inherente y que, como dijimos, tiene presunción de
racionalidad. El derecho penal que tenga las características expuestas por
Jakobs para ser derecho penal de enemigo, en principio, no es legítimo, pues
responde a una dinámica de violencia que ya no tiene nada que ver con la
fuerza o la coacción jurídica. La pregunta que surge en este punto es si de
verdad es posible que un ordenamiento penal como el colombiano renuncie a
normas de derecho positivo que responden a lo que se entiende por derecho
penal del enemigo. La respuesta a este interrogante no es fácil, solamente
propongo a quien la quiera encontrar echar un vistazo en los códigos penales
y reflexionar sobre si las normas allí contenidas cumplen o no una función en
el aseguramiento de la libertad de todos los ciudadanos. Si la respuesta es
afirmativa, tendremos normas por lo menos necesarias (no es claro si son
legítimas), pero si ella es negativa habrá que eliminarlas del ordenamiento
jurídico, solamente que si esto sucediere hoy en día en Colombia tendríamos
códigos penales menos extensos y se reclamaría por todas partes más justicia.
La tendencia es, no obstante, contraria; por ejemplo, hasta el pueblo debe
decidir acaloradamente cómo se debe reaccionar más fuerte frente a quien
no respeta a los niños.
Gustavo Cote también aborda la teoría del enemigo político de Carl
Schmidt y demuestra magníficamente que dependiendo de las sociedades
es muy posible que en una realidad se adviertan sus características y que
también allí el derecho penal sea uno de enemigo. Si bien estas dos teorías,
la de Jakobs y la de Schmidt, no coinciden ni en la utilización del término
enemistad (en Jakobs obtenido desde la filosofía política y del derecho) y
tiene origen, fundamentos y propósitos diversos, ellas son tematizadas por el
autor para demostrar cómo los ordenamientos penales pueden ser utilizados
en la consolidación de la hegemonía estatal y del poder político.
Las conclusiones alcanzadas en la primera parte se examinan en un
lapso concreto de la historia legislativa colombiana, el periodo entre 1948 y
1966. Después de un rastreo generoso, novedoso y muy exacto de la
legislación de esa época, el autor puede concluir que el derecho penal en ese
momento tuvo las características que hoy la doctrina penal asigna al derecho
penal de enemigo, entonces afirma que no se dieron las condiciones propias
de un derecho penal liberal. Es especial interés del autor demostrar que en
esa época se persiguió penalmente a los enemigos políticos y que esto se hizo
también de la mano del derecho penal con la aparente cortina de legitimidad
que normalmente le es asignada al derecho.
Tuve la oportunidad y el honor de acompañar la elaboración del
trabajo y de discutir con el autor algunas de las ideas plasmadas en él.
Desde el principio advertí su conveniencia y el gran aporte a la discusión
jurídica que hoy es plena realidad. Con profundos elementos de dogmática
penal, un sólido anclaje teórico así como con la disciplina y el juicio
admirable necesarios para alcanzar grandes cosas en la ciencia, Gustavo
Cote aporta una obra original con unas tesis suficientemente demostradas.
Auguro lo que a todo autor se le debe desear: que las reflexiones propias
generen discusión y abran perspectivas nuevas en el análisis jurídico.
Por último, debo agradecer al autor no sólo por ilustrarme con estas
líneas, sino también por darme la posibilidad de conocerle como persona.
 
Jorge Fernando Perdomo Torres,
Profesor
Departamento Derecho Penal
Universidad externado de Colombia.
Colonia, 20 de septiembre de 2009
Introducción

A utores como Orozco y Aponte, han advertido la forma como en


nuestro medio el derecho se ha visto profundamente condicionado por
la guerra, adquiriendo formas bastante problemáticas en las que se ha
utilizado el sistema penal para definir y combatir enemigos. En sus trabajos,
se ha mostrado cómo el ordenamiento jurídico en Colombia se convierte en
esta medida en un escenario de confrontación, en el cual se continúa la
lucha librada en lo militar. Pues bien, en este libro se toman como punto de
partida estos estudios para indagar por el papel que jugó el derecho penal en
Colombia a mediados del siglo XX en el contexto de la Violencia, en donde
al parecer fue objeto de varias reformas (algunas orientadas a su
endurecimiento y otras a su flexibilización) con ocasión del conflicto interno
vivido en el país.
La inquietud del autor al respecto obedece a que constantemente, en la
doctrina colombiana más tradicional, cuando se hace referencia a la historia
del derecho penal en Colombia, se alude a cada uno de los Códigos que han
regulado la materia. En orden cronológico nuestros autores más renombrados
mencionan el Código Penal de 1837, el de 1873, el Código de 1890 y así
hasta llegar al Código de 1936, a partir del cual se da “un salto” en el tiempo
para pasar a explicar el Código Penal de 1980, como si entre estos dos
últimos el ordenamiento jurídico-penal colombiano hubiera sido estático, lo
cual resulta muy difícil de creer si tenemos en cuenta que precisamente
durante estos años,  se vivió en Colombia una de las más dramáticas
situaciones de violencia.3 De hecho, después de rastrear las normas sobre
derecho penal que se produjeron en aquel momento, se encuentra que muy
por el contrario, entre 1948 y 1966, la producción normativa fue intensa,
pues se adoptaron importantes medidas sobre aspectos sustanciales y
procesales que llevaron al ordenamiento punitivo a tomar formas
antidemocráticas, que en vez de contribuir a la paz condujeron a que el
conflicto se reprodujera.
La única referencia que hemos encontrado en los manuales de derecho
penal a lo ocurrido en la normatividad penal colombiana durante la
Violencia, es la siguiente reflexión de Velásquez a propósito del Código Penal
de 1936:

Como es apenas obvio, el Código resistió los embates de la


dictadura imperante entre 1953 y 1958, aunque fue objeto de
diversas suspensiones de vigencia y adiciones mediante el
mecanismo de la legislación de excepción que, entre otras cosas,
sirvió de medio para expedir un severo Código Penal Militar
(decreto 250 de 1958, convertido en legislación ordinaria, como
todo el régimen legal autoritario mediante la ley 141 de 1961). Ello
explica el castigo de las ‘actividades de tipo comunista’.4

Se ha seleccionado entonces como periodo de estudio, el comprendido


entre 1948 y 1966, en donde se aprecia el tránsito de la violencia bipartidista
a la violencia social-revolucionaria. En este proceso el Estado colombiano, en
el intento de consolidarse como poder hegemónico en su territorio, recurrió
indistintamente a la violencia propia del derecho penal y a la de la actividad
militar, desdibujando las fronteras que separan la una de la otra, con lo cual
se terminó llevando al sistema jurídico-punitivo a estados poco democráticos
que profundizaron el conflicto social y político que se supone se quería
solucionar.
De esta manera podremos concluir que en Colombia el derecho penal
ha adquirido la connotación de derecho penal de enemigo, al darse en medio
de una situación real de guerra crónica, al menos desde la década de los
cuarenta. Orozco y Aponte ya han mostrado la forma en que este fenómeno
ha ocurrido, haciendo énfasis en los años setenta y ochenta del siglo XX,
mediante el estudio del “Estatuto de Seguridad”5 expedido durante el
Gobierno de Julio César Turbay y del “Estatuto para la Defensa de la
Justicia”6 expedido en el Gobierno de César Gaviria Trujillo.
En este trabajo profundizaremos en la descripción de esta misma
situación pero en un periodo anterior de la historia de Colombia, lo cual nos
permitirá afirmar que el sistema penal colombiano, justamente por obedecer
a esta lógica, ha contribuido a la prolongación del conflicto que nos aqueja
aun hasta nuestros días, sustentado en discursos y estrategias violentas que
no son “nuevas” en nuestra tradición y que no obstante los efectos adversos
que han generado en épocas pasadas se continúan utilizando.
Con el fin de desarrollar este planteamiento el trabajo se ha dividido en
dos partes. En la primera de ellas se definen los elementos teóricos que
utilizaremos para el estudio del derecho penal de la Violencia, y en la segunda
se describe  el contexto político y social de la época, así como las normas que
nos permiten sostener que en estos años la principal fuente del derecho penal
fue la guerra interna, lo que llevó a configurarlo como un instrumento
represivo carente de cualquier racionalidad.
En este sentido, se abordará el problema de la fuerza en el derecho a
partir de algunos de los planteamientos más representativos de la tradición
política y jurídica de occidente, lo cual nos permitirá indagar por la relación
guerra-violencia-derecho, para pasar a plantear algunas anotaciones sobre el
derecho penal de enemigo y a partir de allí, abordar el estudio del caso
colombiano. Concretamente se hará énfasis en el derecho penal producido a
propósito de la Violencia en cuanto derecho penal de enemigo, como
manifestación de la confusión entre guerra y política y por ende continuación
de la guerra por medios jurídicos, retomando las reflexiones que en este
sentido han formulado Orozco y Aponte.
Con esto queremos ilustrar la forma en la cual el sistema penal en
nuestro medio ha sido utilizado, desde años atrás, como un arma más en la
confrontación de enemigos internos, para resaltar el efecto perverso que esto
conlleva. Así se convierte al derecho penal en un factor de reproducción de
la violencia. En esta medida queremos mostrar que más allá de cualquier
consideración dogmática, científica o académica, el ordenamiento punitivo
en estos casos ha adquirido formas contrarias a las propias de un sistema
acorde con los postulados del derecho penal liberal, y que ahora más que
nunca se imponen con fuerza desde la Constitución Política, con miras a la
construcción de un verdadero Estado de derecho respetuoso de la dignidad
humana, que tenga la posibilidad de fungir como mecanismo de solución de
conflictos, dentro de sus propias limitaciones, o que al menos no profundice
las grietas que en el tejido social han dejado años de confrontación armada.
PRIMERA PARTE
Elementos teóricos para el estudio
del derecho penal de la Violencia

 
  
 
 
¿Soldado qué esperas tú?  
Tienes traje verde oliva
las cartucheras repletas
y un fusil.
 
En el surco muerde el hambre
tu padre de sol a sol,
tu madre cuenta remiendos
entre bahareques de amor.
 
Mientras tú cuidas los amos
en orden de tu deber
a tu madre y a tu padre
-soldado- los cuida quien?
Un himno y una bandera
te dicen la patria es.
Cielo arriba y tierra ajena
la patria no puede ser.
Por mas que te dieran botas
mírate viéndote ayer:
de niño ni una cartilla
ni una alpargata a tus pies.

Si tienes mañana un hijo


y esto no encuentra al revés,
carajo! La culpa es tuya
ya que lo puedes hacer.
Soldado que esperas tu?
Tienes traje verde oliva
las cartucheras repletas
y un fusil.

Gustavo Cote Uribe


Mayo 1963 (Cote, 1970, 72)
 

CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Con el fin de indagar por el papel que el derecho penal cumplió durante la
Violencia en Colombia (1948-1966), haremos en primer lugar una serie de
precisiones teóricas con relación al derecho penal como mecanismo de
control social y la forma como se conectan la política criminal y la política
social, en contextos en los que se busca, a través de la función punitiva,
crear la base social necesaria para la vigencia real de las normas jurídicas,
tal como ocurrió durante estos años con el sistema penal colombiano.
En este sentido, lo primero que debemos tener en cuenta es que las
personas vivimos necesariamente en contacto permanente con otros
individuos, contacto que es por naturaleza problemático puesto que
debemos renunciar a una buena parte de nuestros impulsos instintivos a
cambio de que la comunidad nos brinde las condiciones adecuadas para
satisfacer nuestras necesidades.  Para esto se crean normas que suponen
procesos de comunicación bajo el código de expectativas mediante las cuales
se definen modelos de contacto social que permiten coordinar
comportamientos. Ante el incumplimiento de alguna de estas expectativas
normativas, el Estado reacciona mediante una sanción como expresión de
violencia “legítima”.7
Estas normas tienen un carácter contrafáctico, es decir que cuando
una expectativa social, reconocida como tal en una norma jurídica, se
incumple, su vigencia no se ve afectada sino que por el contrario, gracias a
la sanción, ella y la necesidad de la misma, resultan confirmadas.8 De
acuerdo con esto, el fin principal de la pena consiste entonces en estabilizar
la vigencia de las normas transgredidas con el delito (tal como lo ha
explicado el funcionalismo al privilegiar el análisis del derecho penal desde el
plano normativo sobre el plano cognitivo).9          
Estas sanciones son de dos niveles: un nivel social y un nivel jurídico,
dependiendo de su complejidad e institucionalización.  “Tanto el orden
social como el jurídico se presentan como un medio de represión del
individuo, y, por tanto, como un medio violento, justificado solo en tanto
sea un medio necesario para posibilitar la convivencia” (Muñoz, 2004, 13).10
No obstante, también es importante la función de motivación
(prevención general positiva) de la sanción penal advertida por otros sectores
de la doctrina,11 ya que en la sociedad se producen una serie de procesos
psicológicos denominados procesos de motivación, que ayudan a consolidar los
parámetros de comportamiento socialmente aceptados. Para explicar esto,
Muñoz Conde retoma lo dicho por Gimbernat Ordeig sobre la importancia
del psicoanálisis para el derecho penal, y se remite a los planteamientos de
Freud, al afirmar que el derecho hace parte de los factores sociales que
influyen en la formación del super-yo, pues la pena es el principal medio de
coacción jurídica y, por lo tanto, de motivación en el sistema jurídico, en un
primer momento a nivel general (con la amenaza de pena) y,
posteriormente, a nivel individual (con la imposición de la sanción).
En consecuencia, encontramos que los conflictos sociales surgen de
la colisión entre diversos sistemas de valores y formas de motivación que
pueden confluir en una misma sociedad. “No existe, pues, una
contraposición individuo-sociedad, sino una contraposición entre distintos
sistemas sociales que inciden sobre el comportamiento del individuo”
(Muñoz, 2004, 24).
Por lo anterior, para estabilizar el cumplimiento de las expectativas
normativas es indispensable el control social, ya que de lo contrario la
sociedad no podría subsistir. Sin embargo, no podemos perder de vista que el
derecho penal no es sino una parte pequeña, aunque bastante agresiva y
dramática, de las diferentes instancias de control social. De hecho, se podría
afirmar que es una última instancia, por encima de las demás formas de
control, como lo son la familia, la escuela, la religión e incluso otras ramas
del derecho. Por esta razón, el derecho penal no puede ser ajeno a la escala
de valores socialmente aceptada y promovida por la demás instancias de
control.
“Un derecho penal sin esa base social previa sería tan ineficaz como
insoportable, y quedaría vacío de contenido o constituiría la típica expresión
de un derecho penal puramente represivo, que solo tendría eficacia como
instrumento de terror” (Muñoz, 2004, 29). El conocimiento y respeto por las
expectativas normativas se adquiere, antes que por parámetros jurídicos, por
parámetros sociales. Sin embargo, estos parámetros en ocasiones son
divergentes, y es común observar sistemas de valores diversos en sociedades
desiguales (clasistas) y excluyentes en donde surgen confrontaciones entre
los sistemas hegemónicos y los que no lo son (situación anómica).12 Por lo
tanto, el derecho penal necesita de la función motivadora de los demás
mecanismos de control social y viceversa.
En este orden de ideas, el Estado define una serie de políticas que en
teoría se deben manifestar en la normatividad punitiva y en la aplicación que
de ella realicen los jueces. No obstante, debido a la complejidad social que
envuelven los distintos fenómenos delictivos, la represión a través de la
sanción penal no parece ser el único mecanismo, y tal vez tampoco el más
conveniente, para prevenir los comportamientos que se consideran
socialmente dañosos.
Podemos afirmar con Baratta que la política criminal debe ser en cierta
medida el género, mientras que la política penal debe ser la especie.13  Esto
sugiere que la única manera de prevenir la comisión de delitos y de paliar las
consecuencias de los que se cometan, no se reduce solamente a la sanción
penal, sino que ésta es tan sólo una parte de los diferentes medios que
componen la política criminal. En otras palabras, la base social que permite la
validez y vigencia del derecho no puede construirse a partir de la represión
punitiva. El Estado debe recurrir a otro tipo de mecanismos sin ignorar los
demás medios de control social, tanto formales como informales, para lograr
la convivencia pacífica. Entran entonces en una estrecha relación los
conceptos de política criminal y política social.14
Lo anterior adquiere una complejidad mayúscula cuando la política
criminal del Estado se ve envuelta en un contexto de alta conflictividad
social y política, en la que debe “lidiar” de alguna manera con actores
colectivos armados, al tiempo que con el exceso en el uso de la fuerza por
parte de los propios agentes del Estado. Así, en situaciones de conflicto se
aprecian problemáticas sociales de las cuales la confrontación armada es
tan sólo una expresión. El Estado pues debe actuar más allá de lo que
indican los síntomas a través de lo penal, puesto que confrontar la violencia
organizada y la oposición violenta únicamente o privilegiando el ejercicio
del poder punitivo, expande la política penal y la confunde completamente
con la política criminal, en perjuicio de otro tipo de estrategias más afines a
los problemas que subyacen al conflicto, dejándolos intactos o incluso
agravándolos.
Cuando esto sucede el concepto de política criminal entra en relación
con el concepto de seguridad, y adquiere una connotación bastante
problemática debido a que en esta dinámica toma un matiz ideológico. La
ideología funciona maquillando los efectos y connotaciones reales de las
políticas estatales a través de un concepto metafórico e incompleto
(“seguridad” y “eficiencia” han cumplido alternativamente este papel), con
el cual se seleccionan algunos lugares geográficos y algunos delitos para
realizar promesas que tienden a legitimar una forma de ser específica del
sistema. Aunque en realidad no se logre con ella la protección real de los
derechos que en el discurso político justifican su existencia (Baratta, 1998,
26-28).
De manera que para reflexionar sobre el papel que la política criminal y
el derecho penal desempeñan en situaciones de conflicto o guerra interna
(como por ejemplo en el periodo que en la historia de Colombia ha sido
denominado “la Violencia”), tenemos que preguntarnos por la relación entre
la violencia y el derecho, para señalar cómo el sistema jurídico es moldeado
en función de las necesidades mediáticas de la guerra al adquirir
proporciones que exceden su propia racionalidad y que resultan justificadas
con discursos ideológicos que desconocen las dimensiones social y política del
conflicto, al tiempo que esconden los efectos adversos que con esto se
producen.
Así pues, en esta parte del trabajo pretendemos llamar la atención sobre
el vínculo necesario que une al derecho con el ejercicio de la violencia, lo que
lleva al sistema jurídico a situaciones bastante paradójicas que se exacerban
en situaciones extremas. Ante este tipo de coyunturas, el derecho se vale de
la fuerza para contrarrestar fenómenos que también constituyen acciones
violentas. En esta dinámica, cuando la violencia inherente al derecho
excede una racionalidad mínima, el derecho se termina negando a sí mismo
y se convierte en un instrumento de lucha que pone seriamente en tela de
juicio la vigencia y el respeto por los derechos de las personas. De esta
manera el poder punitivo adquiere la connotación de derecho penal de
enemigo.
Al reconocer dos aspectos o esferas imprescindibles de lo jurídico
(racionalidad y violencia), el problema que se pretende ilustrar aquí es el de
la definición ambivalente de la dimensión de cada una de dichas esferas en
situaciones de conflicto. Cuando la guerra se convierte en la fuente principal
del derecho, el derecho se crea y se determina en función suya. Como
consecuencia, la dimensión violenta del derecho crece al tiempo que se da la
disminución correlativa de lo racional (lo cual se traduce en la expansión del
derecho penal y la exacerbación de su poder represivo), con el peligro latente
de que aquélla termine superponiéndose totalmente y superando los límite de
ésta.
Justamente en Colombia, entre 1948 y 1966, el sistema penal fue
objeto de un proceso continuo de desfiguración, al expandirse la política
penal como principal alternativa para responder a profundos problemas
sociales. Estos problemas, producto de grandes desigualdades,  se
manifestaron en distintas formas y parámetros de socialización de
individuos, los cuales fueron catalogados como enemigos por el Estado.
Por ello, con el fin de definir los elementos teóricos que nos permitirán
ilustrar el papel que el derecho penal cumplió durante la Violencia en
Colombia, en la primera parte de este trabajo desarrollaremos las siguientes
consideraciones, organizadas en tres capítulos:
1. La guerra interna al constituirse en la fuente del ordenamiento
jurídico termina por eliminar la dimensión racional del derecho penal, la cual
permite contener la violencia que le es inherente; 2. En consecuencia, el
derecho penal adquiere la connotación de derecho penal de enemigo y se
convierte en un instrumento de confrontación de sujetos que, se entiende,
son peligrosos, lo cual en contextos de guerra interna conduce a que el
enemigo político sea abordado como no-persona por el derecho penal; y 3.
Este fenómeno se ha dado en Colombia, en donde el derecho penal de
enemigo presenta características y manifestaciones específicas que
evidencian cómo este modelo se constituye en un factor de reproducción
de la violencia.

 
CAPÍTULO I
La guerra como amenaza para el
derecho

P ara comenzar realizaremos una reflexión teórica con el objetivo de


describir la manera como la guerra interna, al constituirse en la
fuente del ordenamiento jurídico, termina por eliminar la dimensión
racional del derecho penal que permite contener la violencia que le es
inherente. Así pues, en este capítulo haremos referencia a: 1. La posición
ambivalente del derecho frente al uso de la fuerza, en la medida en que el
ordenamiento jurídico pretende ser lo opuesto a la violencia a pesar de no
poder prescindir de ella para reafirmar su autoridad; 2. La misma situación se
presenta entre la guerra y el derecho, de tal forma que la guerra de medio
para su realización pasa fácilmente a ser su fuente; 3. En tratándose del
ámbito interno, cuando la guerra se convierte en fuente del derecho, el
conflicto define los contornos del ordenamiento jurídico; 4. En esta clase de
contextos la violencia del derecho ejercida en lógica de guerra se convierte
también en amenaza para el derecho mismo; y 5. No obstante lo anterior, el
derecho debe ser un escenario de protección de la libertad a pesar de la
violencia que le es inherente, lo cual implica estimular su dimensión racional
para no permitir que sea apropiado por la guerra, convirtiéndose así en un
factor de reproducción de la violencia.
POSICIÓN AMBIVALENTE DEL DERECHO FRENTE AL USO
DE LA FUERZA
La fuerza es inherente al derecho. En esta medida, la forma como se
desarrollan en sociedad las disputas por el ejercicio y monopolización del
poder, define las dimensiones e intensidad del derecho mismo, en cuanto
forma de control social. Esto se pone en evidencia en el planteamiento de los
teóricos más representativos del derecho y del Estado modernos (con
fundamento liberal) en occidente.
En la filosofía jurídica y política occidental es posible encontrar
diferentes menciones al uso de la fuerza y a la relación que ella tiene con el
derecho. Haremos una breve referencia a las que hemos considerado las más
pertinentes e ilustrativas para el presente estudio. Esto nos permitirá llegar al
problema de la guerra y el derecho para finalizar este aparte mostrando que el
derecho es por naturaleza violento y cómo debido a ello se debate entre
profundas tensiones que, en un contexto de conflicto armado, lo hacen
tomar dimensiones ambiguas en cuanto manifestación racional que busca la
paz al tiempo que como fenómeno social implica siempre también una
expresión de poder.
Cuatro formas de relación se presentan entre la fuerza y el derecho: la
fuerza puede considerarse como antítesis del derecho, puede ser también un
medio para realizarlo, su objeto de regulación o, incluso, puede ser su fuente.
Estas relaciones no se excluyen entre sí, de hecho tienden a superponerse;
cada una de ellas lleva consigo la posibilidad de dar lugar a las demás.
En la filosofía política tradicional del liberalismo occidental se
encuentra la concepción del derecho como algo opuesto a la fuerza.
Rousseau lo explicó en su momento en El Contrato Social. Al ser los hombres
libres por naturaleza, ceden mutuamente su libertad mediante un pacto con
el fin de obtener protección. Así se da origen a un cuerpo moral y colectivo
que puede ser denominado ciudad o República. Por ello, la formación de la
sociedad, del Estado y del derecho obedece a un acto voluntario de los
asociados.15
Rousseau parte del reconocimiento de la libertad e igualdad inherentes
a todos los seres humanos y afirma que, en últimas, cada hombre cuenta para
su propia conservación con la fuerza y la libertad que por naturaleza le
corresponde.16 En consecuencia, cualquiera puede pretender extender su
fuerza sobre los demás, de lo cual puede resultar que un grupo de personas
termine siendo sometido por el más fuerte. No obstante, el acto de
sometimiento solamente puede ser entendido como “un acto de necesidad y
no de voluntad; por mucho… un acto de cautela” (Rousseau, 1998, 9). Sin
embargo, aclara: “el más fuerte nunca es tan fuerte como para ser siempre
amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”
(Rousseau, 1998, 9).
En este sentido, dentro del contractualismo de Rousseau, la fuerza es un
poder físico que, si bien puede agrupar un número plural de personas, no
permite hablar de República, ciudad o de cuerpo político. El vínculo que se
establece por medio de la fuerza niega la naturaleza del hombre al prescindir
de su libertad.17 Únicamente es posible predicar la existencia de lo público, y
de un deber de las personas frente a ello, cuando se han asociado voluntaria
y libremente. De acuerdo con esto, el derecho supone la libertad y, por lo
tanto, por definición excluiría a la fuerza.
Por esta razón Rousseau afirma: “Puesto que ningún hombre detenta
autoridad natural sobre su semejante y puesto que la fuerza no produce
ningún derecho, como fundamento de toda autoridad legítima entre los
hombres quedan, entonces, los convenios” (Rousseau, 1998, 11).
No obstante, aun cuando el derecho tiene la pretensión de ser garante
de la libertad y en este sentido es opuesto a la fuerza, lo cierto es que no
puede prescindir de ella como elemento de control. Así lo han explicado
importantes teóricos del Estado y del derecho en cuyos planteamientos
encontramos que el uso de la fuerza es inseparable del ordenamiento jurídico
(por ejemplo Hobbes, Kant y Kelsen). El derecho es, en este sentido, fuerza
institucionalizada. Por esto, en últimas, el derecho regula el uso de la fuerza
en sociedad, razón por la cual, aunque desde el punto de vista discursivo el
derecho es presentado como lo opuesto al uso de la fuerza, ésta resulta ser el
medio a través del cual el derecho se materializa.
En este sentido, Hobbes llama la atención expresamente en El Leviatán
sobre la necesidad de un poder que garantice con la fuerza, la efectividad y la
observancia de las leyes necesarias para la existencia del Estado. Hobbes
advierte que de lo contrario los instintos propios del hombre terminarían
oponiéndose a ellas en el afán de cada uno por procurar protegerse de las
demás personas. Mostrando una concepción algo negativa de la naturaleza
humana (diferente en este punto a la visión que al respecto expuso
Rousseau), Hobbes explica:
Las leyes de la naturaleza (tales como la justicia, equidad, modestia,
piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para
ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado
poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones
naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la
venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la
espada no son más que palabras, sin fuerzas para proteger al
hombre en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de
naturaleza… si no se ha instituido un poder o no es
suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan
solo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña,
para protegerse contra los demás hombres. (Hobbes, 2006, 137)

Es importante resaltar que Hobbes concibe el uso de la fuerza como


algo necesario para la existencia del derecho y del Estado, entendidos éstos
como medios que permiten terminar con la guerra presente en el estado de
naturaleza. Como lo veremos más adelante, Hobbes opone el derecho a la
guerra; sin embargo, reconoce el uso de la fuerza como el medio que el
derecho necesita para poderla evitar.
En el planteamiento de Kant la fuerza no aparece como un
complemento necesario para la efectividad del derecho, ni es concebida
como algo externo al ordenamiento jurídico del cual se vale para el
cumplimiento de sus objetivos. Kant identifica la fuerza con el derecho
mismo en la medida en que sea ejercida por un legislador externo, por lo cual
en este planteamiento derecho es igual a facultad de obligar.18
Siguiendo a Kant, el derecho es aquella legislación que se ocupa de la
corrección externa de la conducta de las personas sin importar los motivos
por los cuales dichas acciones se realizan, ya que el problema de la
motivación de la conducta, es decir de la corrección interna, es propio de la
moral.19 En la base de este planteamiento se encuentra la “libertad”
entendida como principio regulador que proviene del uso práctico de la
razón. La libertad, como concepto y como valor, es natural a la razón
humana y en esta medida de ella se derivan leyes morales que apuntan a
posibilitar su realización y que, además, en cuanto imperativos categóricos,
fundamentan y explican el derecho.20
Kant formula el imperativo categórico de esta manera:
Obra según una máxima que pueda al mismo tiempo tener valor
de ley general. Puedes, pues, considerar tus acciones según su
principio subjetivo; pero no puedes estar seguro de que un
principio tiene valor objetivo, sino cuando sea adecuado a una
legislación universal, es decir, cuando este principio pueda ser
erigido por tu razón en legislación universal (Kant, 1962, 43).

Es así como Kant, buscando una idea de derecho que trascienda a las
particularidades de los sistemas positivos concretos, recurre al principio
general por él formulado sobre lo justo o injusto para construir su concepto
de lo jurídico, ubicando la discusión en la sola razón. Solamente al auscultar
el sentido de la razón práctica y el papel que la libertad juega en ella para la
conducta humana y la definición de la moral, es posible pensar el derecho
como manifestación de esa misma razón.21
“La noción del derecho” apuntará a la relación exterior entre personas
libres (usando las palabras de Kant, no entre el arbitrio de uno con el deseo
de otro, sino entre el arbitrio de agentes racionales y libres) y determina la
corrección externa de las relaciones humanas en la medida en que sean o no
un obstáculo para la libertad.
De esta forma Kant propone la ley universal del derecho: “Obra
exteriormente de forma que el libre uso de tu arbitrio pueda conciliarse con la
libertad de todos según una ley universal” (Kant, 1962, 53). De aquí que todo
aquello que se oponga a la libertad sea considerado como injusto, al mismo
tiempo que la resistencia que se opone a ese obstáculo para realizar la libertad
resulta acorde con ella. Es entonces moral y jurídicamente legítimo limitar la
libertad individual, es decir utilizar la coacción, la fuerza, cuando esa
libertad ha sido utilizada injustamente.
Todo lo que no es conforme al Derecho es un obstáculo a la
libertad según leyes generales, y la coacción es un obstáculo o
resistencia que la libertad padece. En consecuencia: si un cierto
uso de la libertad es él mismo un obstáculo a la libertad según leyes
generales -es decir, no conforme al Derecho-, la coacción que se
opone a aquél coincide con la libertad… O, lo que es lo mismo, la
coacción es conforme al Derecho. Por tanto, de acuerdo con el
principio de contradicción, al Derecho se halla unida en sí la
facultad de ejercer coacción sobre aquel que la viola. (Kant, 1997,
47)

En este orden de ideas, si el derecho en tanto ordenamiento normativo


implica en sí mismo uso de la fuerza, el sistema jurídico se ve en la necesidad
de regular su ejercicio con el fin de monopolizarla. Kelsen en la Teoría pura
del Derecho explica cómo el uso de la fuerza es propio del método que utiliza
el ordenamiento jurídico para “inducir a los hombres a conducirse de una
manera determinada” (Kelsen, 1977, 72), pues “el aspecto característico de
este método consiste en sancionar con un acto coactivo la conducta
contraria a la deseada… amenazándolos con un mal…” (Kelsen, 1977, 72).
Así pues, la particularidad del derecho frente a otros sistemas
normativos radica en la amenaza de sanción que el derecho vincula por
medio de las normas jurídicas a comportamientos determinados. Dicha
amenaza y la posibilidad real de hacerla efectiva hacen parte de la esencia del
derecho, lo cual permite definir al ordenamiento jurídico como un orden
coactivo. Esta característica, la coacción, es en definitiva lo que, según
Kelsen, diferencia las normas jurídicas de las normas o prescripciones
morales.22
Es importante resaltar que en el planteamiento de Kelsen sobre la
coacción y el derecho, se llega inmediatamente a afirmar que el derecho en el
fondo lo que pretende es monopolizar el uso de la fuerza en sociedad,
regulando la forma como ella puede ser ejercida. Es decir que al ser la fuerza
el medio a través del cual se realiza el derecho (la coacción como elemento
esencial del derecho), y para que de hecho pueda serlo, se convierte al mismo
tiempo en su objeto exclusivo de regulación (ningún otro ordenamiento
puede tener dicha pretensión). El derecho administra entonces el uso de la
fuerza y la considera jurídicamente permitida siempre y cuando se realice
dentro de los lineamientos que él mismo prescribe.
Quien dice acto de coacción, dice empleo de la fuerza. Al definir
el derecho como un orden de coacción, queremos indicar que su
función esencial es la de reglamentar el empleo de la fuerza en las
relaciones entre los hombres. El derecho aparece así como una
organización de la fuerza. El derecho fija en qué condiciones y de
qué manera un individuo puede hacer uso de la fuerza con
respecto a otro. La fuerza solo puede ser empleada por ciertos
individuos especialmente autorizados a este efecto. Todo otro
acto de coacción tiene, cualquiera que sea el orden jurídico
positivo, el carácter de un acto ilícito. (Kelsen, 1977, 74)

En esta medida, quien tiene mayor fuerza adquiere más poder23 y así
está en capacidad de imponer su voluntad a los otros, incluso estableciendo
qué debe tenerse por legal y qué por ilegal, es decir definiendo al
ordenamiento jurídico. Tenemos pues que el derecho se opone como discurso
al uso indiscriminado de la fuerza. Pero, para que pueda realizar su pretensión
de orden en la vida social, requiere del uso de la fuerza misma y, en cuanto
medio para conservar el orden jurídico, ésta se convierte en su objeto de
regulación pues sólo al monopolizarla es posible que el derecho logre sus
pretensiones.
El uso, regulación y monopolización de la fuerza es un acto claro de
poder. Por lo tanto, las tensiones sociales que surgen de las disputas por la
creación de derecho son, en el fondo, luchas para obtener posiciones de
poder. En esta dinámica en la que se busca poder a través del derecho
mediante el uso de la fuerza “legítima”, encontramos que el ordenamiento
jurídico se caracteriza poco a poco de acuerdo con la forma como se
desarrollan o resuelven dichas tensiones. Al ser la definición del derecho
expresión de poder o, mejor, de la lucha por el poder, tenemos entonces que
la fuerza se convierte también en fuente del derecho.
En este sentido se expresaba Trasímaco cuando, en respuesta a
Sócrates, insiste en que la justicia no es otra cosa que lo conveniente para el
más fuerte. Dejando a un lado la discusión que sobre la justicia como valor
metajurídico se presenta en este diálogo, es pertinente citar el siguiente
razonamiento:
¿El que gobierna en un Estado no es el más fuerte?... ¿No hace
leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el pueblo leyes populares,
el monarca leyes monárquicas, y así los demás? Una vez hechas
estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados consiste
en la observancia de las mismas? ¿No se castiga a los que las
traspasan, como culpables de una acción injusta?... En cada Estado,
la justicia no es más que la utilidad del que tiene la autoridad en sus
manos, y por consiguiente del más fuerte… (Platón, 1999, 26,
cursivas fuera del texto original).

Así, quien ostenta la posibilidad de crear el derecho, tiene también en


sus manos la posibilidad de ejercer un acto de poder que como tal trae
implícito el uso de la fuerza.
De esta forma, tenemos que el derecho, ni como discurso ni como
realidad social, puede separarse del uso de la fuerza. A ella se refiere como
algo ajeno e indeseado para legitimarse como ordenamiento normativo, pero
al mismo tiempo la utiliza para asegurar su posición hegemónica como único
ordenamiento coactivo. Así, el Derecho pretende consolidarse como
expresión de poder; su aparición y consolidación se determinan a partir de la
forma como la fuerza se distribuye y se manifiesta en la sociedad.
En este sentido, Derrida hace referencia a la expresión en inglés: «to
enforce the law» para resaltar que la justicia, si quiere adquirir la connotación
de “justicia en derecho”, debe apelar necesaria e indefectiblemente al uso de
la fuerza. Por esto mismo señala, citando a Pascal, una identidad que resulta
paradójica entre lo justo y lo más fuerte, pero que nos es útil para resaltar que
la fuerza, en tanto medio necesario para realizar el derecho, es al mismo
tiempo su fuente: si es justo seguir lo justo y si también es necesario seguir lo
más fuerte, entonces lo más fuerte es lo justo y en esa medida debe ser
seguido.24  Para que la justicia sea real requiere de la fuerza y como
consecuencia la fuerza definirá la justicia.
 

LA GUERRA, DE MEDIO PARA LA REALIZACIÓN DEL


DERECHO A FUENTE DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO
La misma relación paradójica, la misma tensión, que se presenta entre la
fuerza y el derecho, se da cuando la violencia deriva en una situación de
guerra. En el planteamiento de corte liberal propio de occidente, el derecho
es presentado como el mecanismo que permite mantener la paz como
consecuencia de la institucionalidad que trae consigo. Sin embargo, la guerra
también puede convertirse en un medio para la imposición o defensa del
ordenamiento jurídico, lo cual conduce a que se convierta efectivamente en
su fuente.
La manifestación de fuerzas encontradas y con pretensiones contrarias,
pero encaminadas todas a constituirse en poder hegemónico, dominante y,
por lo tanto, excluyentes, dentro del devenir social pueden dar lugar a la
confrontación de grupos organizados de personas. Así, la guerra es entonces
una expresión de fuerza proveniente de grupos humanos organizados, y
aparece como hecho humano íntimamente relacionado también con el
derecho.
Norberto Bobbio en el ensayo titulado Derecho y Guerra25 (motivado
por la amenaza que las armas nucleares implican para la humanidad, en medio de
la tensa paz propia de la guerra fría, y dada esta situación, cuestionándose por la
viabilidad de la guerra como alternativa legítima del hombre para continuar
escribiendo su historia), afirma que las cuatro formas de relación
anteriormente mencionadas entre el derecho y la fuerza se presentan
también entre el derecho y la guerra. En este sentido, señala que en cada
una de estas relaciones se hace referencia a diferentes dimensiones de lo
jurídico. Bobbio lo explica de la siguiente manera:
Cuando se habla de la guerra como antítesis del derecho, se entiende por ‘derecho’ el
ordenamiento jurídico en su totalidad; cuando se habla de la guerra como medio para
realizar el derecho, se entiende ‘derecho’ en su acepción de justa pretensión que se debe
hacer valer contra el recalcitrante, incluso recurriendo a la fuerza, o sea de derecho
subjetivo; cuando se habla de la guerra como objeto del derecho, se entiende ‘derecho’ en
su acepción más común de regla de conducta, o sea como norma jurídica; por último,
cuando se habla de guerra como fuente del derecho, se entiende ‘derecho’ en su acepción
más vasta e incluso más indefinida de justicia. (Bobbio, 2000, 96)

Para desarrollar el concepto de guerra-antítesis, Bobbio concibe la paz


como el fin común de todo ordenamiento jurídico, para lo cual menciona
como ejemplo lo planteado por Hobbes26 sobre el estado civil (aquel estado
en el que los hombres han estatuido un sistema de leyes con el objetivo de
cesar la guerra propia del estado de naturaleza), así como lo dicho por Kelsen
en cuanto a la paz como fin mínimo de cualquier ordenamiento jurídico.
En este sentido, al considerar la guerra como la violencia organizada y
de grupo, el derecho, en su acepción más amplia, señala Bobbio, aparece
como “la paz organizada de un grupo” (2000, 97). Tenemos entonces que
allí en donde la guerra marca la dinámica social, el derecho no tiene la
calidad de una realidad plenamente establecida a pesar de tener la pretensión
de serlo. De hecho, tal vez sea posible observarlo más acertadamente, y desde
el punto de vista de la realidad social, como un sistema en construcción.27
 Sin embargo, cuando son diferentes grupos los que se tienen en escena y
entre ellos surgen contrastes que los llevan a presentar reivindicaciones de unos
a otros, surge nuevamente la guerra como medio para realizar lo que por las vías
de la paz no se ha logrado. En el momento en que un determinado grupo social
interactúa con otro, los mecanismos institucionales pueden ser fructíferos con
miras a realizar las pretensiones que a propósito de dicha relación se formulen,
elevándolas a prescripciones con fuerza vinculante. Sin embargo, ante el posible
fracaso de mecanismos pacíficos, surge la guerra como una alternativa de
persuasión. Como las reivindicaciones que se pretenden realizar por medio de la
guerra son asumidas por el grupo que las reclama como “justas”, la guerra
resulta encaminada hacia los mismos objetivos a los que se orientan las vías
institucionales que han sido inútiles o insuficientes. Aquí la guerra se
convierte en un medio para poder realizar el derecho.28
Creemos que el planteamiento de Bobbio sobre la guerra-medio puede
ser explicado con mayor claridad si en vez de partir de la posible
confrontación entre grupos humanos que eventualmente pueden llegar a
relacionarse,29 tomamos en consideración la interacción que al interior de
una misma organización política necesariamente se da entre diversos sectores
o subgrupos. Bajo este supuesto, es claro que el derecho debe orientarse a
propiciar la paz en la vida social, lo cual se debería lograr al tener el
derecho la pretensión de estar constituido por normas de conducta que
realmente orienten el comportamiento humano y, además, al regular los
mecanismos de solución de conflictos que se suponen legítimos.
Cuando en un grupo social no es posible lograr la paz por medio del
derecho, debido a la falta de reconocimiento total o parcial de las normas
que integran el ordenamiento jurídico (es decir que dichas normas o parte de
ellas carecen de la facultad real de orientar el comportamiento de los
integrantes del grupo o no se consideran legítimos los mecanismos de
solución de conflictos regulados jurídicamente), el Estado, considerando lo
jurídico como “justa pretensión que se debe hacer valer contra el
recalcitrante, incluso recurriendo a la fuerza”, volviendo a las palabras de
Bobbio, utilizará la violencia (coacción) como mecanismo para reafirmar la
fuerza vinculante del ordenamiento jurídico.
Pero si el desconocimiento del derecho trae consigo la oposición
violenta y organizada de un subgrupo social, la reacción por parte de quienes
defienden el derecho “establecido” también tenderá a estar en clave de
violencia organizada, es decir de guerra. En este tipo de situaciones la guerra
será un medio con el cual se busca que el derecho impere al interior del
Estado, es decir, en últimas, un medio para eliminar la oposición al derecho.
La guerra será entonces interna y cumplirá el rol de medio para la realización
del derecho.30
El tema de la guerra-medio lleva a Bobbio a plantear el problema de la
guerra justa, como un punto intermedio entre las tendencias pacifistas (que
consideran que toda guerra, en cuanto acto de violencia, es ilegítima) y las
tendencias belicistas (las cuales consideran que toda guerra es lícita por
obedecer a un ejercicio de poder soberano). La teoría de la guerra justa
asume que la guerra, como toda obra humana, puede ser sometida a un juicio
de justicia, es decir que se podrán encontrar tanto guerras justas como
guerras injustas.31 Por esta línea, el común denominador de quienes han
defendido tal teoría, pese a la falta de acuerdo sobre las causas concretas que
hacen justa una guerra, ha sido sostener que su legitimación se da cuando
ésta tiene la connotación de acto defensivo, de acto de reparación de un
agravio o de acto punitivo.
Los tres poseían un rasgo común específico, el de ser una respuesta
a un agravio ajeno, es decir un acto de sanción. La guerra se
definió, si bien con una analogía algo sumaria, como un
procedimiento judicial, es decir un procedimiento que, a semejanza
del proceso en el interior de un ordenamiento jurídico, tiene la
finalidad de restablecer un derecho agraviado o de castigar a un
culpable. (Bobbio, 2000, 99)

A partir de las reflexiones sobre la guerra justa, Bobbio muestra el


tránsito que en este tema se dio al dejarse de buscar la legitimación de la
guerra solamente en sus causas e introducirse en el debate la pregunta por los
medios.32  Así, se diferencia entre la legitimidad como justificación de la
titularidad de un derecho (que puede consistir en hacer la guerra) y la
legalidad, como criterio que indica la corrección en el ejercicio de ese
derecho. La guerra sería entonces justa no solamente al contar con una causa
legítima, sino también siempre y cuando se realizara conforme a una serie de
reglas preestablecidas. El derecho no solamente trae consigo la posibilidad de
hacer la guerra, sino también indica la forma de hacerlo. De esta manera
tenemos la tercera relación entre guerra y derecho: la guerra como objeto de
regulación por parte del derecho.
Con la aparición y consolidación del positivismo jurídico a lo largo del
siglo XIX, la discusión sobre la guerra justa dejó de ser pertinente dentro del
debate jurídico.33 En primer lugar, por inconsistencias de orden conceptual:
suponiendo la existencia de una regla que permitiera establecer la justicia de
la guerra, quien estaría llamado siempre a declarar su cumplimiento sería
parte dentro de la guerra misma, lo cual conlleva a que la guerra injusta fuera
en todos los casos la del adversario (Bobbio, 2000, 102). Adicionalmente, en
un escenario de guerra en el que se debe definir la justicia de las causas
encontradas, la confrontación termina adquiriendo la calidad de
procedimiento que permite tener razón a quien vence y no vencer a quien
tiene razón.34
En segundo lugar, la teoría de la guerra justa pasó a un segundo plano
con el auge del positivismo, al ser excluida del derecho la cuestión de la
justicia. El positivismo separó la pregunta por el deber ser del derecho de la
pregunta por el ser; la primera como una cuestión propia de la moral o de la
política, la segunda como el verdadero objeto de interés de la ciencia
jurídica.
En consecuencia el deber del jurista positivo es –según la
expresión ya proverbial de John Austin– indagar no ya el derecho
que debe ser (como lo hacían los iusnaturalistas, que presumían
de ser juristas cuando en realidad no eran sino moralistas o
políticos), sino el derecho que es (Bobbio, 2000, 103).

Por lo anterior, si es legítimo recurrir a la guerra como medio al


servicio del derecho siempre y cuando se realice de acuerdo con las
prescripciones normativas pertinentes, entonces la guerra también puede
dar lugar a la imposición o transformación del derecho. Llegamos así al
problema de la guerra como fuente del derecho.
En estos términos, la guerra ya no se concibe como un medio para
realizar un derecho previamente dado o “para mantener un derecho
establecido y consolidado”, sino que es pensada como creadora de un
derecho con características diferentes. En este punto, Bobbio se refiere
nuevamente a la guerra-medio como aquella que pretende la restauración
del derecho, para resaltar que la guerra-fuente es aquella que implica una
revolución. “Entiéndase por revolución, en el sentido técnico-jurídico del
término, un conjunto de actos coordinados y organizados con el objetivo de
instaurar un nuevo ordenamiento jurídico” (Bobbio, 2000, 104).

LA GUERRA INTERNA COMO FUENTE DEL DERECHO


DEFINE LOS CONTORNOS DEL ORDENAMIENTO
JURÍDICO
En una situación de guerra interna, la guerra como medio para la
realización del derecho (en la cual la fuerza se ejerce para preservar y
defender el ordenamiento jurídico) llega al punto en que adquiere la
connotación de fuente y puede transformarlo. Así, el derecho queda al
vaivén de la confrontación, y es definido en función de la guerra.
Al explicar la guerra-fuente, Bobbio aclara nuevamente que se refiere a
las guerras entre Estados. Sin embargo, lo hace para señalar que la guerra-
fuente representa, en el ámbito internacional, lo que la revolución representa
en las relaciones internas entre Estado y ciudadanos. Podemos afirmar
entonces que los términos guerra-fuente y revolución son asimilados a
partir del efecto que implican con relación al derecho. Esto le permite a
Bobbio hablar de revolución internacional y de guerra civil como dos
escenarios en los que finalmente la violencia organizada de un grupo tiene la
posibilidad de generar un ordenamiento jurídico nuevo.35
Bobbio presenta como semejanza entre la guerra-fuente internacional y
la revolución al interior de los Estados, el hecho de que en ambos casos
quienes emprenden las acciones bélicas apelan normalmente a un derecho
que se encuentra por encima del derecho vigente. No obstante las diferencia
en que la guerra-fuente internacional difícilmente se separa de la guerra-
medio, mientras que en el ámbito interno la fuerza que pretende reparar el
derecho y la que genera uno nuevo son claramente diferenciables, puesto que
en las relaciones entre estados la guerra-medio termina fácilmente derivando
en una guerra-fuente, mientras que al interior de un mismo Estado “la fuerza
reparadora es la regla y la fuerza innovadora es la excepción” (Bobbio,
2000, 105, cursiva fuera del texto original).
Nótese cómo Bobbio acepta que la violencia al interior de los Estados
tiene la potencialidad de constituirse en una fuente del derecho. Sin
embargo, se rehúsa a utilizar el término “guerra” y prefiere hablar de “fuerza”.
Debemos decir entonces, tal y como se afirmó líneas atrás, que esa violencia
organizada de un grupo, que Bobbio identifica como aquello que da lugar a la
guerra, claramente puede darse al interior de los Estados, en cuyo caso, así
como es posible la existencia de la guerra interna-medio, también es posible
hablar de guerra interna-fuente. Por consiguiente, la diferencia que Bobbio
identifica entre el escenario internacional y el nacional en lo que tiene que
ver con la guerra-fuente no es tal, pues la guerra interna-medio, al interior de
un Estado, también puede fácilmente adquirir el carácter de guerra interna-
fuente, sin que ésta última sea la excepción y aquélla la regla general.
Bobbio parte del hecho de que una guerra internacional adquiere la
connotación de medio cuando uno de los Estados agrede al otro con una
reivindicación en términos jurídicos (como por ejemplo la “necesidad” de
restaurar la democracia y los derechos humanos en el Estado agredido).
Esto, al finalizar la guerra, puede traducirse en la imposición que el Estado
agresor hace al Estado agredido de un ordenamiento jurídico nuevo, lo que
finalmente le da a esa guerra-medio la connotación de guerra-fuente.
Mientras que en una guerra interna o en una guerra civil, la “fuerza”
restauradora vendría del ordenamiento jurídico que se defiende, al tiempo
que la “fuerza” innovadora tendría su foco en quienes pretenden hacer la
revolución. Esto supone aceptar que en estos casos la guerra interna sería
fuente solamente bajo el supuesto de la victoria de la revolución. En otras
palabras: en una revolución fallida nos quedaríamos ante una guerra-medio y
no tendría lugar una guerra-fuente, pues no habría un ordenamiento jurídico
nuevo.
No obstante, esa “fuerza” mencionada por Bobbio cuando se refiere a la
situación interna de un Estado, que no es otra cosa que una guerra interna
(de hecho Bobbio lo reconoce cuando utiliza los términos revolución
internacional y guerra civil asimilando los dos tipos de situación), puede
tener ante el derecho la doble connotación de medio y de fuente, de la
misma manera que en el ámbito internacional. Es decir que la fuerza ejercida
en el marco de una guerra interna, desplegada como medio para restaurar el
derecho, puede adquirir el carácter de fuente durante el desarrollo del
conflicto, así éste no haya concluido con una revolución exitosa. Al ser la
guerra también un medio utilizado por el derecho para su autoconservación
dentro del ámbito territorial estatal, puede el mismo ordenamiento terminar
por transformarse a causa de la guerra, incluso minando sus fundamentos
políticos más preciados.
El derecho al tratar de restaurarse o preservarse por medio de la guerra
(guerra interna-medio) se transforma (guerra interna-fuente). Por ello la
dimensión restauradora y la dimensión innovadora de la guerra, en los
conflictos internos, no necesariamente provienen de focos opuestos (uno que
conserva el derecho al defenderlo, otro que lo altera si triunfa), ni están
necesariamente confrontadas, sino que la misma “fuerza”, con la que se
pretende conservar, puede terminar también por transformar e incluso por
destruir al ordenamiento jurídico.
Dicho esto, y al advertir la cercanía que existe entre el derecho y la
fuerza y, por tanto, entre el derecho y la guerra, encontramos entonces que el
derecho es violento por naturaleza. De hecho, podríamos afirmar que el
derecho es en sí mismo violencia. Pero esta violencia propia del derecho, que
implica un ejercicio de fuerza y que está en capacidad de desplegarse
haciendo la guerra (manifestación de violencia proveniente de grupos
humanos organizados), adquiere dos connotaciones que nos interesa resaltar
en este momento: la violencia creadora de derecho y la violencia
conservadora del derecho.
Así como la fuerza, la guerra asume un rol paradójico frente al derecho,
debido a la naturaleza violenta del ordenamiento jurídico. Esto muestra al
derecho como producto de la violencia y a la violencia como un factor de
consolidación y trasformación del derecho. Es lo que Carnelutti ha
denominado como la “incurable contradicción del derecho”, pues ya que las
normas jurídicas (y en especial las de naturaleza penal) terminan en últimas
siendo mandatos que limitan la libertad, en otras palabras órdenes, el
ordenamiento jurídico se ve “constreñido a hacer la guerra para garantizar la
paz” (Carnelutti, 1962, 31).
LA VIOLENCIA DEL DERECHO EJERCIDA EN LÓGICA DE
GUERRA SE CONVIERTE EN AMENAZA PARA EL
DERECHO MISMO
Ese tránsito de la guerra, de medio para la realización del derecho a fuente o
punto de referencia para su creación o transformación, se explica a partir de
una doble función, también paradójica, que la violencia cumple en el sistema
jurídico. El derecho, en el afán de reafirmar su autoridad por medio de la
violencia que se ejerce a través de sí, se transforma. La violencia inherente al
derecho es, al mismo tiempo, conservadora y originaria. La guerra, como
expresión de violencia que ostenta estas dos características, se convierte pues
en una amenaza para el derecho mismo al adquirir el carácter de fuente del
derecho.
Benjamin en el texto Para una crítica de la violencia, escrito en 1921,
explica la violencia en el derecho. Aclara que, mientras el derecho puede ser
considerado como un medio o un fin, la violencia a su turno siempre
adquiere la connotación de medio, sin que esto implique que su legitimidad
esté condicionada a los fines que con ella se persigan. Así, el derecho
establece fines jurídicos que se pretenden alcanzar por medio de la violencia
que él administra.36
En este sentido, el derecho tiende siempre a monopolizar el ejercicio de
la violencia en cuanto ejercicio de autoridad, y a rechazar cualquier
manifestación de aquélla por fuera de su control (por esta misma línea ya
hicimos referencia a Kelsen), independientemente de los fines que con ella
se persigan, así estos fines coincidan con los jurídicos. El monopolio de la
violencia resulta esencial, no para efectos de realizar los fines que se
consideran legítimos por el derecho, sino para garantizar la propia existencia
del ordenamiento jurídico.37
Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente
posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la
violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación
la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de
salvaguardar al derecho mismo. Y que la violencia, cuando no se
haya en posesión del derecho a la sazón existente, represente para
éste una amenaza, no a causa de los fines que la violencia persigue,
sino por su simple existencia por fuera del derecho.38

Benjamin resalta el hecho de que en toda violencia se encuentra


implícita la posibilidad de crear derecho (se refiere a ella como violencia
originaria), especialmente en la violencia bélica (guerra-fuente en términos
de Bobbio), es decir aquella que proviene de la guerra. Esto explica la
tendencia del derecho a vedar todas sus formas. Pero en todo caso, el
derecho y la violencia son a tal punto inseparables que, lo que, en últimas,
hace el derecho, es monopolizar su uso en lugar de eliminarla, pues a través
de la violencia el derecho, en cuanto expresión de poder, también se
mantiene. “Si la primera función de la violencia puede ser definida como
creadora de derecho, esta segunda puede ser la que lo conserva”.39
Como ejemplo de la violencia conservadora del derecho, Benjamin
menciona el militarismo (reflexionando sobre el servicio militar obligatorio)
en cuanto “obligación del empleo universal de la violencia para los fines de
estado”, la cual se traduce en coacción, entendida como el uso de la
violencia “como medio para fines jurídicos”. En esta medida, y tras referirse a
otras instituciones como la pena de muerte y el poder de policía,40 afirma, y
coincide en esto con Hobbes y Kelsen, que “si decae la conciencia de la
presencia latente de la violencia en una institución jurídica, ésta se
debilita”.41
Como vemos, Benjamin hace referencia a la violencia creadora de
derecho, y en este sentido menciona la violencia bélica, al gran delincuente y
a la huelga revolucionaria como manifestaciones de violencia que ostentan
esta capacidad. En este sentido, Aponte, comentando el texto de Benjamin,
afirma que el derecho le teme realmente a la violencia que tiene la fuerza y la
dimensión para amenazarlo en su totalidad, es decir que puede fundar un
orden jurídico nuevo y que, por lo tanto, tiene el carácter de “originaria y
prototípica”.42
En el gran delincuente, esta violencia surge como la amenaza de
fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y aunque sea
impotente) el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de
importancia, como en los tiempos míticos. Pero el Estado teme a
esta violencia en su carácter de creadora de derecho, así como debe
reconocerla como creadora de derecho allí donde fuerzas externas
los obligan a conceder el derecho de guerrear o de hacer huelga.43

Pero esta doble relación de la violencia con el derecho (violencia


creadora y violencia conservadora) se traduce al mismo tiempo en una doble
relación entre la violencia y el Estado. Por esto Derrida, refiriéndose al texto
de Benjamin,44  afirma que la fundación de todo Estado implica el
surgimiento de un nuevo derecho y esto lleva implícito siempre también el
uso de la violencia:
La fundación de todos los Estados acaece en una situación que se
puede así llamar revolucionaria. Inaugura un nuevo derecho, lo hace
siempre en la violencia… En esas situaciones, llamadas fundadoras
de derecho o de Estado, la categoría gramatical de futuro anterior se
sigue asemejando todavía demasiado a una modificación del presente
para describir la violencia en curso. (Derrida, 2002, 91)

Tenemos entonces que la violencia que crea al Estado y al derecho es


originaria en la medida en que funda un nuevo orden, pero no lo es en
cuanto proviene de un orden anterior. De aquí surge la categoría de
“violencia conservadora”. Siempre que la violencia originaria propicia un
nuevo orden jurídico, inmediatamente surge una violencia orientada a
conservar ese ordenamiento. Con esto se observa que tanto la violencia
originaria como la conservadora pertenecen al ámbito del derecho y
“constituyen una unidad inescindible, la una se continúa y se repite en la
otra” (Aponte, 2006c, 350).
Pero el derecho como subsistema social finalmente se encuentra inserto
en un contexto específico, en donde interactúan agentes con intereses
propios para quienes el derecho como ejercicio de poder resulta funcional. La
violencia del derecho puede dirigirse, y usualmente lo hace, a conservar los
intereses de quienes lo definen. De tal suerte que en una estructura social
excluyente, la violencia conservadora no lo será solamente respecto del
sistema jurídico, sino también de la estructura social de la cual el derecho es
reflejo.45
En este sentido, el derecho se encuentra relacionado con la violencia,
no solamente como consecuencia de la coercibilidad que les es propia
(pretende monopolizar el uso de la violencia), sino también por la
agresividad de la estructura social que el derecho efectivamente contribuye
a conservar en organizaciones políticas caracterizadas por la desigualdad y
la exclusión. Aquí tenemos entonces un elemento adicional para el análisis,
el concepto de “violencia estructural”.
Este tipo de violencia es propio de la organización social y se refleja en el
derecho que ésta produce.46
Baratta, en este punto, toma el planteamiento de Johann Galtung para
hablar de condiciones de vida potenciales y de condiciones de vida actuales.
Lo primero corresponde al nivel de desarrollo que puede lograr una sociedad
de acuerdo con sus capacidades de producción, mientras que lo segundo
hace referencia al estado efectivamente alcanzado. La diferencia entre estos
dos conceptos genera condiciones de violencia estructural manifestada en
relaciones sociales injustas (Baratta, 1998, 47).
Siguiendo a Baratta, y como lo hemos visto hasta acá, la violencia está
en las bases mismas del Estado liberal y de derecho. El discurso político de la
modernidad pretendió legitimar al Estado y al derecho modernos como los
medios por los cuales se podía superar la violencia del “estado de naturaleza”
(en este sentido ya se hizo referencia a Rousseau, Hobbes y Kant). Sin
embargo, el “pacto social” que sirvió de punto de partida, resultó en sí mismo
una metáfora excluyente y se concibió como un contrato entre personas
iguales que componían una minoría, pero que excluía a los “otros” que no
hacían parte de ella. “Historiadores del derecho como Pietro Costa, han
destacado este carácter selectivo del contrato social y de la ciudadanía que
de él emana” (Baratta, 1998, 57).
El derecho, el Estado y las constituciones modernas se han mostrado a
sí mismos como intentos para superar la guerra y la violencia indiscriminada,
regulando los conflictos sociales y políticos “canalizándolos en formas
institucionales”. Sin embargo, lo que han hecho realmente es ocultarla, al
hacer prácticamente invisible la desigualdad y la violencia estructural que
sostienen al excluir a los más débiles de la dinámica social. El derecho como
expresión de poder y monopolio de la violencia, en una sociedad desigual y
por ello estructuralmente violenta, se constituye en un sistema igualmente
violento, desigual, de conservación de dicha sociedad.47
La situación resulta dramática y altamente peligrosa si de nuevo
tenemos en cuenta que la violencia conservadora se encuentra íntimamente
unida con la violencia originaria, y que los límites entre una y otra son
bastante borrosos. Cuando la violencia ejercida por el derecho para su propia
conservación pretende mantener un orden social y jurídico que ya se ha
configurado previamente de forma excluyente (violencia estructural),
fácilmente puede mutar en fuerza creadora de un derecho que se radicaliza
como instrumento de control. Además, al mismo tiempo genera nuevos
mecanismos de conservación, esta vez más violentos que los anteriores, que
de todas maneras continúan apuntando a mantener la organización social
desigual, es decir a profundizar la violencia estructural.
Y es que como lo afirma Derrida a propósito del texto de Benjamin, “de
golpe, ya no hay fundación pura o posición pura del derecho, y en
consecuencia pura violencia fundadora, como tampoco hay violencia
puramente conservadora… La conservación a su vez sigue siendo
refundadora para poder conservar aquello que pretende fundar” (Derrida,
2002, 98). Por lo tanto, esa doble dimensión de la violencia, como originaria
o fundadora y conservadora, que la lleva a ocupar una posición paradójica en
la formación y conservación del derecho (lo conserva transformándolo), en
últimas la hace cambiar de rol en el afán de preservar el telón social del cual
el derecho es, a su turno, un producto.
Este proceso cíclico en el derecho es peligroso ya que es igualmente
apreciable en las formas como se manifiesta dicha violencia por fuera del
contexto de la sanción estrictamente jurídica. Esto parece claro en Benjamin
cuando presenta como ejemplos de la violencia que por su carácter originaria
y prototípica es temida por el derecho, a la violencia bélica, al gran
delincuente y a la huelga revolucionaria, pues la guerra, en tanto expresión
de violencia, también puede ser utilizada para dar origen a un nuevo
ordenamiento, para conservarlo y al mismo tiempo para transformarlo.
La guerra es otro ejemplo de esta contradicción interna del
derecho… Hay un derecho de guerra… ese derecho comporta las
mismas contradicciones que el derecho de huelga… Pero esa
violencia guerrera… se despliega siempre en el interior de la esfera
del derecho. Es una anomalía en el interior de la juridicidad con la
cual parecía romper. La ruptura de la relación es aquí la relación
(Derrida, 2002, 99).

La guerra, “que pasa por la violencia originaria y arquetípica… es de


hecho una violencia fundadora de derecho”. Así, la guerra entendida como
violencia que puede fundar, conservar y refundar el derecho, puede provenir
de, y amenazar, al derecho mismo. “La noción de amenaza parece aquí
indispensable, pero resulta también difícil, pues la amenaza no viene de
fuera. El derecho es a la vez amenazante y está amenazado por él mismo… La
violencia conservadora… viene del derecho y amenaza al derecho” (Derrida,
2002, 104), lo desfigura acomodándolo a las necesidades de conservación,
más allá del ordenamiento jurídico en sí, a la necesidad de conservación de
una estructura social igualmente violenta.
Recapitulando, el derecho monopoliza la fuerza al regular la forma
como debe ser ejercida, entre otras razones porque la necesita para subsistir.
Pero al mismo tiempo el derecho busca, al menos en el discurso con el que se
pretende legitimar, generar un ambiente de respeto de la libertad (de paz).
Por esto la fuerza, la violencia y la guerra se presentan como medio para la
realización del derecho.
Así pues, el derecho utiliza la fuerza y, de ser necesario, recurre a la
guerra, como medios para ser reconocido como “justa pretensión” que se
debe imponer. En esta medida, la violencia y la guerra son valoradas
positivamente a partir del fin para el que se emplean, que por esta línea no es
otro que la justicia que se predica de la realización del derecho. El ejercicio
de la violencia y la guerra comienzan a adquirir así la connotación de acto
punitivo.
Pero como la violencia inherente a la guerra (realizada incluso por
medio del derecho como forma a través de la cual el ordenamiento jurídico
se vale para su preservación) además de tener la posibilidad de conservar el
sistema normativo puede, al mismo tiempo, generar un sistema jurídico
diverso, fácilmente termina por definir la forma y el fondo del sistema
jurídico rompiendo con la “justicia” que se predica de él, adquiere entonces
el carácter de fuente. La guerra como fuente hace que la justicia en el
derecho se convierta en un concepto indefinido y hasta inexistente. Si se
trata de valorar la guerra como un medio justo o legítimo en atención a su
fin, si con ella se termina dando forma al derecho “en su acepción más…
indefinida de justicia” hasta llegar el punto de destruirlo, la guerra que tiene
lugar en el derecho y que proviene de él pierde todo sustento valorativo.
Se impone entonces la tarea de evitar que la guerra, teniendo en
cuenta que en todo caso el derecho no puede prescindir de la violencia,
transite de la dimensión conservadora a la dimensión creadora. Es decir, se
debe evitar que la guerra se convierta en fuente del derecho, aunque dada la
relación íntima y ambigua de éstas dos dimensiones de la violencia, y por
tanto de la guerra, la opción redunda en tener que hacer lo posible por
separar el derecho de la guerra. No podemos entonces pretender hacer la
guerra con el derecho, así se busque con ella defenderlo o consolidarlo, sin
incurrir en el grave riesgo de transformarlo en función suya e incluso de
destruirlo.

EL DERECHO COMO ESCENARIO DE PROTECCIÓN DE LA


LIBERTAD A PESAR DE LA VIOLENCIA QUE LE ES
INHERENTE
El derecho es violencia “legítima” e institucionalizada. La violencia es parte
del sistema jurídico. No obstante, el derecho también es fruto del ejercicio
racional de las comunidades humanas por procurarse condiciones vitales que
posibiliten la realización de su libertad. Pawlik, al referirse a la filosofía del
derecho de Hegel y partiendo del análisis de la frase “Lo que es racional es
real y los que es real es racional”, afirma la anterior consideración al
reformular dicha expresión de la siguiente manera: “Lo que en verdad
enuncia esta frase en el contexto material o, de forma más exacta, en
contexto filosófico-histórico, no es que lo racional es ya real, sino antes bien
que llegará a ser real” (Pawlik, 2005, 50).48
Así, la idea de derecho y de Estado radican en la forma como éstos
conceptos se realizan en el plano material,49 y en dicha realización Pawlik
encuentra también, interpretando a Hegel, la posibilidad de realización de la
libertad.50 Podríamos definir entonces al derecho como la proyección de las
diferentes entidades subjetivas que conforman el Estado, las cuales
transitan hacia lo objetivo en procura de mantener su realidad, lo cual
conduce a que el derecho sea el escenario en donde todas ellas se pueden
realizar. De esta manera, el derecho surge de una relación dialéctica entre
lo subjetivo y lo objetivo, necesaria para que la libertad individual pueda
ser una realidad. La libertad en tanto expresión de lo subjetivo requiere de
lo objetivo para poder ser real.
Por esta razón, Pawlik afirma que “un Estado que logra la conciliación
del derecho abstracto y el bienestar y, de esta forma, la reconstrucción de las
muchas particularidades en una esfera de lo general es racional en su total
sentido y, por tanto, también real” (Pawlik, 2005, 31). Luego, de acuerdo con
Hegel, sostiene (a propósito de la reflexión que éste último realiza sobre los
Estados de Europa occidental y central en el tránsito del absolutismo a la
pretendida estabilidad fundada en el principio de la libertad general) que “en
la institucionalización de la libertad civil puesta en marcha por estos es en
donde… se fundamenta la racionalidad específica de los Estados respectivos”
(Pawlik, 2005, 42).
Lo objetivo, es decir el Estado y el derecho, se explica entonces como
posibilidad de realización de lo subjetivo, es decir de la libertad, y en esta
medida conservan su racionalidad. Por esta razón, el derecho penal debe
erigirse también como escenario de respeto y realización de la subjetividad de
cada persona. Esto es posible de lograr, dada su naturaleza violenta y
represiva, dimensionándolo en la proporción necesaria para lograr que sea
efectivamente un instrumento de protección de la libertad individual sin que
por perseguir este objetivo se convierta en su negación. La dimensión a la que
hacemos alusión es aquella que proviene del carácter de ultima ratio que debe
tener el ordenamiento punitivo en un Estado constitucional y democrático.
Es pertinente traer aquí la reflexión que sobre la racionalidad del
derecho penal realiza Fernández. “El principio moral es maximizar el bien y
no simplemente minimizar el mal, dado que actuar el mal no es moralmente
correcto; pero cuando el mal aparece justificado por la necesidad, entonces
lo correcto -y por cierto lo único correcto- es minimizarlo” (Fernández, 2007,
160).
Asumimos como el “bien” la posibilidad del derecho y del Estado de ser
instrumentos de respeto y garantía de la libertad individual; y como el “mal”,
la violencia inherente a ellos sin la cual no pueden siquiera existir. El derecho
penal, al ser pues la expresión más radical de violencia que tiene lugar a
través del ordenamiento jurídico, debe ser reducido hasta donde sea posible.
“Dado el carácter en extremo gravoso de las sanciones criminales, la
racionalidad del Estado de derecho social y democrático exige que las mismas
se empleen como último recurso y en el menor grado posible”. Esto implica
que sólo se debe recurrir a él cuando no existan otros medios (sociales o
jurídicos) menos gravosos, o sea menos violentos, para procurar proteger a
cada quien en su individualidad y, además, reservando su intervención para
aquellas situaciones más graves o dañosas. De lo contrario, el derecho penal,
como entidad objetiva en la que tendría que realizarse lo subjetivo, termina
negando la libertad individual, pierde entonces su racionalidad y desaparece
como derecho al ponerse en evidencia solamente como instrumento violento
de poder.51
La dimensión racional del derecho contiene y administra la violencia
que éste monopoliza. Por esta razón, cuando dicho monopolio es puesto
en tela de juicio mediante acciones violentas que escapan de su control,
el ordenamiento jurídico tiende a estimular, por medio de la función
punitiva, la violencia que le es inherente con el fin de contrarrestar dicha
situación. Es entonces necesario buscar que el derecho mantenga unos
mínimos de racionalidad para así evitar que la violencia (la guerra) defina sus
contornos.
Vemos pues que la violencia ha estado siempre relacionada con las
formas institucionales de funcionamiento del Estado, y aun más en
escenarios de conflicto que toman las características de guerra interna. En
dichos escenarios se crean relaciones interdependientes entre lo bélico y lo
punitivo, al ser la política criminal y la actividad militar los mecanismos
destinados por excelencia a la defensa del orden establecido.52
Ante la existencia de agentes colectivos que pretenden el poder del
Estado (bien porque así lo reclaman abiertamente o porque se teme de ellos
que alcancen un poder tal que les permita una reivindicación de este tipo) y
que entran en disputas armadas, aquel grupo que dice ser el titular de la
autoridad legítima (porque cuenta con un cierto respaldo democrático o por
que ostenta el control de las instituciones públicas) hace uso de la violencia
conservadora a través del derecho penal, la cual entre más radical y represiva
sea más cercana está de adquirir el carácter de violencia originaria. La
violencia originaria se convierte en conservadora una vez ha logrado
constituir el monopolio de la fuerza en cabeza del Estado, pero podrá derivar
nuevamente en violencia originaria si, al pretender defender el sistema
jurídico, se despliega por encima de la racionalidad mínima que exige el
mismo ordenamiento para poder ser un escenario de garantía de la libertad.
En una guerra interna se aprecian entonces fuerzas que se enfrentan
con la violencia estatal pretendiendo ser creadoras de un nuevo orden. En
consecuencia, la violencia conservadora reacciona con una connotación
militarista que tiende a invadir el campo de lo punitivo, haciendo cada vez
más represivo el ejercicio del ius puniendi. A través del derecho penal se
expresa con fuerza la violencia conservadora (incluso militarizándose). El
derecho penal se convierte así en mecanismo de confrontación de esas otras
violencias. Tenemos entonces que la guerra condiciona al derecho penal, en
cuanto forma de expresión institucional de violencia. La guerra adquiere la
connotación de fuente del derecho.
En este tipo de situaciones tiende a desaparecer la diferencia entre
guerra y derecho penal. Éste último pierde su función protectora de derechos
fundamentales y toma formas que apuntan más a reafirmar la autoridad del
Estado que a proteger y a respetar la libertad individual (Baratta, 1998, 59-
68).
Así pues, el Estado recurre a la violencia institucional a través del
derecho, en especial del derecho penal, para eliminar la violencia que pone
en peligro su propia existencia. Pero, a pesar de las promesas del Estado y del
derecho modernos en cuanto pretendidos elementos de pacificación, ellos
mismos terminan siendo edificados sobre cimientos excluyentes que
constituyen violencia estructural. Cuando esta situación genera choques
sociales en su territorio, el carácter violento del Estado liberal se manifiesta
drásticamente y excede los límites propios del derecho penal, además recurre
a lo militar en la confrontación de quienes comienzan a definirse como
enemigos.53 De esta manera, el poder punitivo y el poder militar se alinean en
una misma dirección; así, se refunden los mecanismos estatales por los cuales
cada uno de ellos debe expresarse. Esto conduce a acrecentar e incentivar la
violencia que se pretende monopolizar, al tiempo que se desfigura la reacción
institucional del Estado.
En consecuencia, las relaciones existentes entre la violencia y el derecho
adquieren matices particulares en contextos de conflicto, en los cuales la
tensión surge más concretamente entre la guerra y el derecho, condicionados
ambos por el ente Estatal, en cuanto agente activo y que toma parte en la
confrontación.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que el monopolio legítimo
de la fuerza no se logra solamente mediante el uso de la violencia (ya vimos
que el derecho penal entendido como medio de control social formal no
puede prescindir de las demás instancias de control, ni siquiera de las
informales). Si bien es cierto que el derecho siempre traerá consigo el uso de
la fuerza con la connotación de violencia conservadora, especialmente el
derecho penal, también lo es que dicha fuerza no es suficiente para lograr el
pretendido monopolio de la  violencia que se supone permite la paz al
interior del Estado. El derecho y el Estado deben ser pensados siempre como
producto racional del hombre y, en este sentido, se deben configurar como
escenarios de protección y realización de su libertad.
El derecho y el Estado deben configurarse como mecanismos que
posibiliten la existencia del hombre en su dimensión racional, es decir en
donde pueda desarrollarse como ser autónomo. Así, la violencia
conservadora propia del derecho debe mantener unas proporciones
adecuadas, lo cual la sitúa por fuera de la lógica de la guerra. Como
consecuencia, el Estado y el derecho se deben legitimar al afirmarse a sí
mismos como escenarios de paz que ratifican su carácter racional. En este
sentido, el derecho penal, aunque no podrá prescindir nunca de la violencia,
sí podrá evitar ser apropiado por ella.
El derecho concebido en su doble dimensión (como producto racional y
como ejercicio de violencia) tendrá la posibilidad de servir como mecanismo
de solución de conflictos siempre y cuando se estimule lo primero. Esto
implica reafirmar su carácter democrático, pues de lo contrario, en la
complejidad de una sociedad conflictiva, el derecho se convertirá en un
elemento de reproducción de la violencia, y quedará en un círculo vicioso en
el que la guerra se escapa de sus posibilidades de regulación. Así, la guerra
convierte al derecho en un producto orientado solamente a la represión y a
la dominación. En este sentido, vale la pena traer la siguiente reflexión de
Carnelutti:
Hace falta saber, no tanto lo que el Derecho rinde y lo que
cuesta, como lo que no puede rendir y no puede costar. Por esta
necesidad han de pasar aquellos científicos del Derecho para
destruir aquella tonta idolatría que también a mí me fue
inspirada en los bancos de la escuela hasta parecerme que el
Derecho había de ser el fin más bien que un medio, o, por lo
menos, un infalible medio. Siempre más Derecho, se podría decir
que ha sido y es todavía la divisa… pero esto en un trágico error.
Siempre menos Derecho, se debería decir si se quiere penetrar en el
fondo de las cosas. Lo cual no significa no poner nada en el
puesto del Derecho, o sustituir el orden por la anarquía sino crear
las condiciones para que pueda confiarse cada vez menos en la fuerza
y cada vez más en la bondad para la función de la paz. (Carnelutti,
1962, 32-33)
CAPÍTULO II
El derecho penal de enemigo como
consecuencia de la confusión entre el
derecho y la guerra

C omo se explicó en el capítulo anterior, desde la perspectiva liberal


sobre la cual se ha pretendido estructurar nuestro ordenamiento
jurídico, entre el derecho y el uso de la fuerza se da una relación
paradójica. Aquél pretende oponerse a ella al mismo tiempo que la utiliza
para su propia conservación. En esta medida, la tensión que surge entre el
derecho y la fuerza permite que, cuando se trata de hacer la guerra, ésta deje
de ser sólo un medio para la realización del derecho y adquiera la
connotación de fuente del ordenamiento jurídico. En contextos de guerra
civil o conflicto interno ese papel de fuente implica que el derecho se define
en función suya, es decir, que la intensidad en que se expresa la violencia
inherente al derecho y, en contraposición, la medida en que el derecho es un
escenario de protección de la libertad, se definen dependiendo de la lectura
que se haga de la confrontación y, a partir de ella, del rol que se le atribuya al
derecho, en especial al derecho penal.
Cuando la guerra interna se convierte en fuente del derecho, la
violencia conservadora que le es propia tiende a incrementarse en perjuicio
de la dimensión racional que le permite al ordenamiento jurídico ser un
mecanismo de realización de la libertad. Así, el derecho se vuelve cada vez
más violento al perder su racionalidad, lo que se traduce en mayor represión
a través del ordenamiento jurídico-penal y menor respeto por la libertad de
las personas. Esta exacerbación de la violencia del derecho en función de la
guerra, lleva a que el derecho penal adquiera las características de lo que
actualmente se ha denominado derecho penal de enemigo.
Se ha identificado como derecho penal de enemigo a aquellas normas
jurídico-penales que, en vez de responder a la afectación de un bien
jurídico penalmente tutelado o de consagrar sanciones penales en función
del “acto” realizado por un sujeto que se asume es titular de derechos y
obligaciones (ciudadano), responden a la necesidad de neutralizar el peligro
que representan sujetos que no ofrecen el mínimo de seguridad cognitiva en
el cumplimiento de las normas, es decir que por sus conductas no es dable
esperar de ellos un comportamiento general respetuoso del derecho, con lo
cual renuncian a su condición de persona (en el sentido del funcionalismo
sistémico).
La reacción ante quien no ofrece el mínimo de seguridad cognitiva en el
cumplimiento de las normas se explica, desde el funcionalismo, a partir de la
necesidad de reafirmar lo normativo en lo fáctico, dado que para la
existencia del ordenamiento jurídico como realidad social no es suficiente
siempre y en todos los casos la reafirmación contrafáctica de la vigencia de
las normas. El derecho penal de enemigo se erige de esta manera, en una
reacción estatal violenta con la cual el ordenamiento jurídico busca su
conservación, al reafirmarse como ordenamiento configurador de la realidad.
Entre más amenazado se perciba el ordenamiento establecido, en la medida
en que existan personas de las que no se puede esperar un comportamiento
dentro de ese ordenamiento, más violenta será la reacción del derecho. Esta
violencia conservadora lo transformará en un derecho penal dirigido a la
confrontación de enemigos.
Así las cosas, en contextos de guerra interna en donde se pone en tela
de juicio la posición hegemónica o autoridad de una determinada
organización política, los detentadores del poder recurren a la violencia para
construir o consolidar el escenario de “paz” en donde su posición sea
garantizada. Esa violencia a la que se recurre puede manifestarse en lo
militar o en lo punitivo. En este tipo de situaciones, la consolidación del
poder político ha llevado consigo la definición de enemigos que se deben
confrontar y neutralizar. Cuando la guerra interna, es decir la definición y
confrontación del enemigo, se hace por medio de lo punitivo, el derecho
penal adquiere características militares, así el concepto de enemigo expuesto
por el funcionalismo coincide con el concepto de enemigo político. El
enemigo político se convierte en objeto de un derecho penal orientado a la
neutralización de peligros. En esta dinámica, la transformación del derecho
penal se acompaña con una serie de discursos ideológicos que básicamente se
orientan a mostrar el ejercicio drástico del poder punitivo estatal como
mecanismo idóneo para generar orden y así consolidar la paz al interior del
Estado. Sin embargo, dichas normas en nada contribuyen a dicho fin, sus
efectos se reducen a mantener las disfuncionalidades sociales que han dado
origen al conflicto.
Para explicar lo anterior, a continuación serán desarrolladas las
siguientes consideraciones: 1. La política entendida como la decisión fáctica
orientada a consolidar la identidad de un grupo humano, a partir de la
negación de la diferencia mediante la definición de enemigos; y 2. El
derecho penal utilizado en función de la consolidación del poder político
adquiere la connotación de derecho penal de enemigo.

LA POLÍTICA ENTENDIDA COMO DEFINICIÓN Y


CONFRONTACIÓN DE ENEMIGOS
Para el estudio que se quiere realizar aquí resulta de especial importancia el
concepto de lo político desarrollado por Schmitt, puesto que con él se
reconoce el ejercicio del poder como algo inseparable de la actividad estatal,
en términos de uso práctico y real de la fuerza, más allá y a pesar de las
pretensiones liberales de sustentar al Estado como un ente neutral y
autolimitado.54
Schmitt encuentra en el principio democrático el elemento que justifica
la existencia del Estado, partiendo de una concepción sustantiva en la cual lo
importante no es sólo el procedimiento que legitima la decisión, sino su
contenido mismo. Para Schmitt la democracia radica en la voluntad unitaria del
pueblo, que se expresa en una decisión específica sobre una determinada
configuración del Estado.
“La opción de Schmitt a favor del principio democrático debe
entenderse en el sentido de que éste le parece la vía adecuada para alcanzar
una decisión clara y unívoca sobre los criterios o pautas desde los que se
constituye un Estado, para llegar a lo que él llama ´la decisión
fundamental`” (Agapito, 1991, 14).
De esta forma, Schmitt se opone al concepto procedimental o formal de
democracia sostenido por Kelsen, puesto que, según Schmitt, para entender la
democracia como simple ley de mayorías es necesaria la homogeneidad de la
sociedad, lo que en la realidad no es más que una ficción.55 Dado que tal
homogeneidad no es real, las decisiones del Estado se encuentran lejos de
poder ser tomadas por consenso, de tal forma que el principio democrático
(ley de mayorías), al no poder eliminar y de hecho al tener que “lidiar” con
la diferencia, se traduce en imposición por la fuerza.56
Así pues, la democracia se justifica en la medida en que hace posible la
unidad del pueblo en torno a una única decisión, para lo cual resulta
indispensable la igualdad u homogeneidad entre sus integrantes. Sólo así los
sujetos pueden identificarse con una idea directriz válida para todos. Esta
forma de concebir la democracia, repetimos, lleva a plantear que cuando
dicha uniformidad no se da, en vez de la aceptación unánime de tal idea
directriz, ésta se impone por unos a otros. De aquí se concluye que la
democracia verdadera no puede ser pues compatible con el pluralismo.57
Ante la imposibilidad del consenso, lo procedente entonces es el ejercicio de
la autoridad a través de la fuerza.
Al entender la democracia como la decisión unánime sobre una forma
específica de ser del Estado, Schmitt define al Estado como “el status político
de un pueblo organizado en el interior de unas fronteras territoriales”. Así, el
Estado sería la forma de ser (de estar) de un pueblo.
En este sentido, el concepto de Estado supondría el de lo político
(Schmitt, 1991, 49-50), lo cual le permite a Schmitt indagar por la esencia de
lo político al constatar el déficit de autoridad del Estado (entendiendo lo
estatal como el escenario político por excelencia) en el momento histórico en
que escribe (año 1932).58 Su crítica se orienta a poner de presente la
incompatibilidad del Estado con la existencia de una multiplicidad de sujetos
soberanos, lo cual lleva a plantear la pregunta por la forma como se
constituye el Estado. “Su tema es cómo constituir un Estado, cómo entender
la Constitución como instrumento de formación del Estado, no en cambio
cómo disciplinar el ‘Estado’ bajo una Constitución” (Agapito, 1991, 20).
Así pues, afirma que en el momento de constitución del Estado el derecho
no puede ser llamado a jugar ningún papel, ya que la aplicación de cualquier
norma jurídica supone un orden previamente establecido por una autoridad.
Ante el caos no es posible la aplicación del derecho. Ante el caos es necesario
un ejercicio de autoridad entendido como ejercicio de poder soberano.
Teniendo en cuenta que la vigencia del derecho exige, en consecuencia,
la existencia de una autoridad que ejerza ese poder soberano,59 Schmitt
sostiene que el poder Constituyente es absoluto pues implica la posibilidad de
decidir libremente sobre la configuración del Estado, siendo soberano
entonces en la medida en que sea capaz de “imponer una decisión
fundamental en un momento excepcional” (Agapito, 1991, 23).
En este orden de ideas: si el Estado es la manera como se organiza un
pueblo, si la constitución del Estado proviene del ejercicio de poder soberano
por parte de una autoridad, orientado a tomar libremente una decisión
constitutiva que será democrática en la medida en que representa la
voluntad unánime de todos los individuos (convirtiéndose de lo contrario en
imposición); y si todo esto se “muestra como algo político”; la consideración
siguiente se orienta a establecer qué es lo que convierte al Estado, a su
formación y a su funcionamiento, en algo político. En otras palabras: cuál es
la esencia de lo político.
Si se aspira a obtener una determinación del concepto de lo
político, la única vía consiste en proceder a constatar y a poner de
manifiesto cuáles son las categorías específicamente políticas… lo
político tiene que hallarse en una serie de distinciones propias
últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción
política en un sentido específico (Schmitt, 1991, 56).

Así como en el ámbito de la moral la distinción última es la del bien y el


mal, y en el ámbito de la estética lo mismo ocurre con las ideas de lo bello y
lo feo, en lo político “aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones
y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo” (Schmitt, 1991, 56).
Esta distinción define en último término todo lo que podemos denominar
político. De tal manera que si la constitución del Estado es en sí una
actividad política, lo es porque implica la organización de un pueblo
alrededor de las ideas de amigo y enemigo. La autoridad indispensable para
poner fin al caos y así consolidar al Estado, es soberana en la medida en que
decide por sí misma sobre la enemistad y construye a partir de sí la identidad
que le da unidad al pueblo.
Este concepto de enemigo político se propone al margen de
consideraciones morales, económicas, estéticas, etc.; simplemente, se
construye sobre la idea del extraño que representa lo contrario al ideal que se
tiene sobre la propia identidad. Así las cosas, el enemigo político es
identificado como la negación del “propio modo de existencia”, y en esta
medida la posibilidad de combatirlo siempre estará latente, asociándolo a
categorías valorativas que contribuyen a resaltar la diferencia y a justificar su
rechazo.
En el plano de la realidad psicológica es fácil que se trate el
enemigo como si fuese también malo y feo, ya que toda distinción,
y desde luego la de la política, que es la más fuerte e intensa de las
distinciones y agrupaciones, echa mano de cualquier otra
distinción que encuentre con tal de procurarse apoyo (Schmitt,
1991, 57).

Schmitt afirma con contundencia que el enemigo es un conjunto de


hombres que se opone, aunque sea como posibilidad, a otro conjunto análogo.
De aquí que distinga, por un lado, el concepto de “enemigo público”, el
“hostis”, y, por otro, el concepto de “inimicus” en sentido amplio. Con esto se
pretende resaltar el carácter público y extraño del enemigo.60 “Pero lo que no
se puede negar razonablemente es que los pueblos se agrupan como amigos y
enemigos, y que esta oposición sigue estando en vigor, y está dada como
posibilidad real, para todo pueblo que exista políticamente” (Schmitt, 1991,
58).
De esta manera se evidencia el carácter polémico de lo político, ya
que todos los conceptos que pueden tener esta connotación política se
formulan con miras a un antagonismo entre amigos y enemigos, lo cual
tiende a manifestarse, aunque sea como posibilidad real, en último término,
en guerra o revolución.
En el ámbito intra-estatal, Schmitt también admite la agrupación de
personas entre amigos y enemigos, lo que de la misma forma que en las
relaciones entre estados, lleva consigo la posibilidad real de la violencia física.
En este punto se hace referencia a los partidos políticos y a los casos en que
se pierde en el Estado la “unidad política” necesaria para relativizar su
posición en el debate interno. Así pues,
cuando dentro de un Estado las diferencias entre partidos políticos
se convierten en las diferencias políticas a secas, es que se ha
alcanzado el lado extremo de la escala de la política interior, esto
es, que lo que decide en materia de confrontación armada ya no
son las agrupaciones de amigos y enemigos propias de la política
exterior sino las internas del Estado (Schmitt, 1991, 62).

La guerra, entendida como lucha armada entre comunidades políticas


organizadas o como lucha armada en el seno de una misma comunidad
(guerra civil), es en cualquier caso la realización extrema de la enemistad, que
no tiene otro fundamento distinto a la “negación óntica del otro”. “Los
conceptos de amigo, enemigo y lucha adquieren su sentido real por el hecho
de que están y se mantienen en conexión con la posibilidad real de matar
físicamente” (Schmitt, 1991, 63).
Así las cosas, como lo hemos advertido líneas atrás, el Estado es una
realidad esencialmente política, es decir que lleva consigo, le es inherente, la
posibilidad de definir a su enemigo y en este sentido surge para él el derecho
(poder) de hacer la guerra. Esta posibilidad implica que el Estado tiene la
facultad, y en esta medida será soberano, de combatir a quien considere (en
términos de enemigo público) amenazante para su propia existencia, ya sea
que se ubique dentro o fuera de su territorio. Así, el Estado podrá disponer,
en virtud de su poder, de la vida de las personas (Schmitt, 1991, 75).
Sin embargo, a pesar del carácter polémico de lo político, la necesidad
del Estado surge al entenderlo como mecanismo adecuado para generar la
normalidad indispensable, en la que las normas jurídicas pueden tener
vigencia. Por lo tanto, el Estado debe tener la capacidad de crear y mantener
al interior de su territorio un ambiente de paz, de seguridad y de orden para
que sea posible el imperio del derecho. Ya habíamos afirmado que cuando tal
estado de cosas no se da, antes que el derecho es la política, como poder y
autoridad capaz de ejercer violencia física, la llamada a producir la
pacificación necesaria para lograr la unidad que permite consolidar el Estado,
siendo ahí sí posible que el derecho impere. “Toda norma presupone una
situación normal y ninguna norma puede tener vigencia en una situación
totalmente anómala” (Schmitt, 1991, 75).
Si para la vigencia del derecho es absolutamente indispensable un
estado de cosas normal al interior del Estado, aparece también como
atribución del ente estatal la posibilidad de definir enemigos internos cuando
se está ante situaciones críticas que desestabilizan la pacificación general y
que, por lo tanto, amenazan la unidad política. “En el Estado constitucional
la constitución es la expresión del orden social, la existencia misma de la
sociedad ciudadana. En cuanto es atacada, la lucha ha de decidirse fuera de
la constitución y del derecho, en consecuencia por la fuerza de las armas”
(Schmitt, 1991, 76).
No obstante, aun cuando la definición y combate del enemigo parece
ubicarse por fuera de lo jurídico, lo cual implica reconocer al derecho como
un ámbito ajeno a la confrontación de “sujetos extraños” y más cercano a la
regulación de las relaciones que se dan entre personas que participan de la
misma idea directriz y de la misma identidad de grupo (de ahí que la unidad
política en torno a la idea de enemigo sea un acto de autoridad y fuerza que
se impone para ordenar el caos y no un acto jurídico, el derecho supone el
orden), lo cierto es que es posible, a pesar de la pretendida independencia
teórica entre el derecho y la guerra, utilizar al ordenamiento normativo para
forzar a esa unidad política, buscando mantener a través suyo la identidad del
grupo y así preservar el estado de cosas que se supone negado por el enemigo,
sin importar los intereses a los que ese estado de cosas atienda. En otras
palabras, no obstante la vigencia del derecho supone una decisión política
previa que dé unidad al grupo que encarna al Estado, mediante el contraste
con la existencia del enemigo que se combate por la fuerza, el ordenamiento
jurídico puede ser utilizado en la definición y confrontación de ese extraño
que desestabiliza la unidad y el orden.
Así lo advierte Schmitt al reconocer el uso político del que puede ser
objeto el derecho, cuando es utilizado como mecanismo de defensa de
posiciones hegemónicas de grupos humanos cuyos intereses son opuestos a
los de otros grupos que terminan siendo definidos a su turno como enemigos.
La peor de las confusiones es la que se produce cuando conceptos
como derecho y paz son esgrimidos políticamente para obstaculizar
un pensamiento político claro, legitimar las propias aspiraciones
políticas y descalificar o desmoralizar al enemigo… Desde el punto
de vista del pensamiento político es natural, y no tiene nada de
ilegal o de inmoral, atender al sentido político de esas utilizaciones
del derecho o de la moral… Pues en tal caso el “imperio del
derecho” no significa otra cosa que la legitimación de un
determinado status quo en cuyo mantenimiento están lógicamente
interesados todos aquellos cuyo poder político o ventaja económica
poseen su estabilidad en el seno de ese derecho (Schmitt, 1991, 94-
95).

Así, se pone de manifiesto el uso o instrumentalización política del


derecho, es decir su utilización para la confrontación de enemigos internos.
Mediante el ejercicio del poder punitivo se intenta crear, por medio de lo
jurídico, el orden de cosas que, según Schmitt, se debe procurar por medio
de la fuerza en cuanto expresión del poder político soberano.
El derecho penal termina así canalizando la fuerza física, la violencia,
que supone la confrontación del enemigo, reprimiendo con la reacción
punitiva la diferencia que caracteriza a ese extraño y con cuya negación se
pretende la unidad estatal.

EL DERECHO PENAL UTILIZADO PARA CONSOLIDAR LA


HEGEMONÍA DEL PODER ESTATAL ADQUIERE LA
CONNOTACIÓN DE DERECHO PENAL DE ENEMIGO
La etiqueta “derecho penal de enemigo” fue propuesta por Jakobs en los
años ochenta y ha generado las más variadas reacciones, tanto a favor como
en contra.61 La teoría del derecho penal de enemigo le ha valido a su autor
elogios hasta insultos y descalificaciones personales en diferentes escenarios.62
Sin embargo, el planteamiento de Jakobs resulta de especial utilidad ya que
la explicación que él hace del derecho penal de enemigo parte de la
observación de diferentes fenómenos normativos, mediante los cuales se
moldea al derecho penal con el fin de sancionar personas que son
catalogadas como peligrosas por desconocer de manera permanente el
carácter vinculante del ordenamiento jurídico. Jakobs identifica en estas
normas una serie de características dogmáticas que intenta explicar mediante
una aproximación al derecho penal como subsistema social que procura su
estabilización y autoreproducción.

PRIMERA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE ENEMIGO


EN EL DERECHO PENAL: CRIMINALIZACIÓN DE
MOMENTOS PREVIOS A LA LESIÓN DE BIENES JURÍDICOS
Con la presentación realizada en el Congreso de Profesores Alemanes llevado
a cabo en Frankfurt en 1985, Jakobs introduce en la discusión jurídico-penal
el concepto “derecho penal de enemigo” y lo define como aquellas normas
punitivas con las que se tiende a criminalizar estados previos a la lesión de
bienes jurídicos. Explica Jakobs que este fenómeno se produce como
consecuencia de “una concepción errada del principio de la protección de
bienes jurídicos” (Aponte, 2005, 10), puesto que al considerar la protección
de bienes como el fin principal del derecho penal y hallar en dicho fin su
fundamento de legitimación, se ha desbordado la función punitiva del Estado
al orientar sus efectos a la esfera jurídica privada, en principio impenetrable,
de la persona a quien se aplica la norma. Así, se anticipa cada vez más la
intervención del derecho penal respecto del momento en el que
efectivamente resultan afectados dichos bienes, reduciendo de esta manera
los ámbitos de libertad.63
En esta ponencia, que siguiendo a Aponte puede calificarse como “la
primera aproximación sistemática al tema en Europa” (Aponte, 2006c, 186),
Jakobs advierte sobre la implementación cada vez más frecuente de una
técnica legislativa consistente en adelantar las barreras de protección del
derecho penal, lo cual limita la esfera privada del sujeto, debido a la
enemistad que éste ha manifestado frente a un bien jurídico y “frente a las
normas que apuntalan la constitución de la sociedad” (Polaino-Orts, 2006,
28).
De esta forma, Jakobs llamó la atención sobre cómo el sujeto era
tratado por el derecho penal como “enemigo del bien jurídico”,
configurándose así el derecho penal de enemigo en contraposición al derecho
penal del ciudadano. En un derecho penal que esté dirigido a ciudadanos y
no a enemigos, la criminalización tendría lugar en momentos cercanos o
coincidentes con la efectiva lesión de bienes jurídicos. Con esto el ámbito
interno personal impenetrable para el derecho penal (esferas de libertad)
resultaría resguardado. Se observa pues (de acuerdo con este planteamiento)
que en cuanto más se ha pretendido la protección de bienes jurídicos, más
lejano a su lesión ha terminado siendo el momento de intervención del
derecho penal, lo cual conlleva a una reducción ostensible de las esferas de
libertad de las personas (Polaino-Orts, 2006, 29).
En consecuencia, la represión del injusto se termina traduciendo en la
represión del peligro.
El sujeto de la conducta, observado específicamente desde el punto
de vista de la protección de bienes jurídicos, ‘viene definido tan
solo por el hecho de que puede constituir un peligro para el bien
jurídico, con el añadido de que cabe anticipar, potencialmente sin
límite alguno, el comienzo de tal peligro’. El sujeto activo pierde
así su esfera privada, su esfera de libertades, derechos y garantías,
y es concebido tan solo como fuente de peligro (Aponte, 2005,
12).

Vemos cómo, según lo expuesto por Jakobs, el principio de protección


de bienes jurídicos tal y como se ha venido entendiendo,

induce a creer en la legitimación de todo aquello que puede ser


puesto en una relación positiva con el concepto de bien jurídico.
Lo que con razón se puede calificar como un ataque peligroso a un
bien jurídico tiene que ser, según parece, socialmente nocivo, si se
intenta definir el estado de integridad de la sociedad por la
intangibilidad de los bienes jurídicos (Jakobs citado por Aponte
2006c, 188).

Por lo tanto, el destinatario de las normas penales deja de concebirse


como una persona libre y capaz de respetar el derecho y se ve sustituido por
un “enemigo” que es juzgado con base en su peligrosidad, de tal manera que
con la sanción penal a él no se le retribuye nada, sino que con ella se
neutraliza el riesgo que éste representa (Aponte 2006c, 189).64

LA TEORÍA DE LOS SISTEMAS COMO PUNTO DE


PARTIDA PARA EXPLICAR LA REACCIÓN DEL DERECHO
PENAL ANTE EL ENEMIGO
Con posterioridad a la crítica sobre la protección a ultranza de bienes
jurídicos, Jakobs ha explicado el derecho penal de enemigo como fenómeno
normativo desde una perspectiva funcionalista, tratando de identificar en
qué situaciones sociales se producen este tipo de normas y cuál es la función
que ellas cumplen dentro del derecho entendido como sub-sistema social. Es
importante mencionar que la propuesta dogmática de Jakobs apunta a
desarrollar las distintas categorías jurídico-penales teniendo en cuenta la
función social del derecho penal, desde una visión normativista que pretende
superar las consideraciones ontologicistas propias de la dogmática clásica y
finalista.65
  Desde el punto de vista teórico, Jakobs toma algunos elementos
desarrollados por Luhmann, quien define a la sociedad como un sistema de
comunicaciones que permite reducir complejidad dentro del infinito mundo de
posibilidades que surgen de las relaciones humanas. Veamos cuáles son dichos
elementos.
De acuerdo con Luhmann, para entender la razón de ser del orden
social debemos partir de dos conceptos fundamentales: complejidad y
contingencia. La complejidad indica “el conjunto de todos los sucesos
posibles”, y la contingencia “aquello que no es ni necesario ni imposible, sino
meramente posible” (García, 1997, 104-105). Cuando se introduce cierto
orden en ese mundo de posibilidades sin fin y se reduce el margen de lo
posible, se comienza a constituir el orden social. En otras palabras, hay
sociedad cuando se reduce la complejidad propia de las relaciones humanas,
regulando dichas relaciones de forma tal que se hacen más o menos
predecibles, y se disminuye lo que puede o no puede suceder cuando dos o
más personas entran en contacto.66
Por complejo queremos designar aquella suma de elementos
conexos en la que, en razón de una limitación inmanente a la
capacidad de acoplamiento, ya no resulta posible que cada
elemento sea vinculado a cada otro… Complejidad, en el sentido
antes mencionado, significa coacción a seleccionar. Coacción a
seleccionar significa contingencia, y contingencia significa riesgo
(Luhmann, 1998, 47-48).

Así, la sociedad supone un orden que se crea a partir de la


comunicación entre personas; la sociedad vendría siendo esta comunicación.
El sistema social aparece, como acabamos de ver, desde el
momento que un evento enlaza los individuos a través de su
sentido compartido, y posee con ello el carácter de comunicación.
Y las comunicaciones, es decir, aquellos eventos que, en cuanto
dotados de un sentido, poseen un valor comunicativo, son los
componentes de ese sistema que llamamos sociedad… Allí donde
existe comunicación hay sociedad; donde no se opera mediante
comunicación no existe sistema social. (García, 1997, 111)

Los sistemas sociales surgen cuando las personas se interrelacionan y se


comunican entre sí. Sin embargo, para que la sociedad pueda crecer y
hacerse cada vez más compleja, es decir para que pueda facilitar relaciones
cada vez más dinámicas y fluidas, debe ser capaz de reducir en el mayor grado
posible la complejidad que en ella se da. De aquí que dentro del sistema
social surjan sub-sistemas, cada uno de ellos orientado a reducir complejidad
en un ámbito determinado. “Cada (sub)sistema permite un tratamiento
sectorial y simplificado de la parte de complejidad con que se ocupa… la
génesis de sistemas no es ni más ni menos que la especialización funcional
para la reducción de complejidad” (García, 1997, 116).
Estos sub-sistemas sociales son autónomos,67 pero en todo caso surgen
en un medio específico: el sistema social general del cual hacen parte. Los
sub-sistemas sociales seleccionan sectores de ese medio para regularlo de
acuerdo con un criterio (sentido)68 que le es propio a cada uno de ellos. Sin
embargo, a pesar de su autonomía, los sub-sistemas sociales no se encuentran
aislados pues son sensibles, aun cuando cada uno responde a su propia lógica
determinada por su sentido, a lo que acontece en el medio en el que se
estructuran.

El sistema es cerrado en cuanto que selecciona del Unwelt los datos


para él relevantes y, además, selecciona los criterios rectores de esa
selección, selecciona su propia selectividad: el sistema jurídico no
sólo selecciona los comportamientos como legales/ilegales, también
establece los criterios de tal atribución de legalidad/ilegalidad. En
lo demás el sistema es abierto: en cuanto que actúa a partir de las
excitaciones provenientes del medio, y en cuanto que para sus
selecciones toma como desencadenante el acontecer de
determinados eventos en ese medio (programación) (García, 1997,
140).

En consecuencia, la estructura de cada sistema social está compuesta,


siguiendo a Luhmann, de parámetros que permiten organizar la
comunicación dentro del campo definido por su sentido, los cuales permiten
hacerla previsible. Dichos parámetros son expectativas. Dado que el
cometido de los sistemas sociales es reducir la complejidad de las relaciones
humanas, los sistemas buscan limitar al máximo la contingencia, al establecer
mecanismos que permiten hacer esperables ciertas formas de comunicación.
“Sólo así pueden estabilizarse los sistemas y cumplir su función: cada
partícipe sabe qué se espera de él y sabe qué puede esperar de los demás”
(García, 1997, 128). Tenemos pues que los sistemas se componen de
expectativas con las cuales es posible “coordinar comportamientos”, por lo
que dichas expectativas tienden a ser comunes, compartidas y
generalizadas.69
De esta manera, el derecho penal como sub-sistema social permite
reducir complejidad en el entorno social, mediante la coordinación de
comportamientos anónimos, a partir de la generalización racional de
expectativas normativas.70  Con esto no se trata únicamente de hacer
previsible la conducta ajena, sino también de poder prever las expectativas que
los demás se forman sobre cada individuo. Se trata del problema de la doble
contingencia, que para el derecho penal implica la posibilidad de crear
también expectativas de expectativas. De manera que “en aras de posibilitar
la interacción social no sólo se pueda esperar una conducta ajena, sino que
también se pueda esperar las expectativas de otra persona”.71
Luhmann explica que, si bien es cierto, los sistemas sociales se
producen en un contexto social con la finalidad de reducir complejidad, de
tal forma que en dicho contexto se encuentra su impulso inicial, una vez
constituido el sistema su permanencia, su estabilización, es producto de sí
mismo. Es lo que Luhmann denomina “autorreferencia” o “autopoiesis”
de los sistemas sociales.
Los sistemas sociales se componen de comunicaciones, pero esas
comunicaciones no se dan de forma aleatoria, sino que suponen un orden
proporcionado por el sistema mismo bajo el código de expectativas. Sin
embargo, ese orden, mediante el cual el sistema reduce complejidad, no se
configura a partir de una misma comunicación repetida de forma idéntica,
sino que supone nuevas y distintas comunicaciones que se producen y
conectan entre sí, al interior del sistema y de acuerdo con las estructuras por
él definidas. Es así como la permanencia del sistema se logra a partir de las
definiciones que el sistema mismo produce. El sistema genera las condiciones
para su propia permanencia redefiniéndose, de tal manera que la unidad del
sistema implica su reproducción, su auto-reproducción.72
  La reproducción autopoiética de los sistemas no es, por tanto,
repetición idéntica de lo mismo, sino recreación constante de
nuevos elementos ligados a lo anterior. A cada comunicación en un
sistema no le sigue una comunicación idéntica, sino una nueva
comunicación, que enlaza con las claves comunicativas del sistema,
con su sentido, claves siempre codeterminadas por las
comunicaciones anteriores acontecidas dentro de él… Así pues,
todas las operaciones son, al mismo tiempo, (auto)reproducción del
sistema. Y según Luhmann, esta “clausura autopoiética” del sistema
constituye su unidad. (García, 1997, 133-134)

Finalmente, en esta breve referencia a la teoría de los sistemas sociales


de Luhmann, es importante resaltar el hecho de que en su planteamiento,
como ya lo habíamos mencionado, la sociedad no se compone de individuos
sino de la comunicación que se da entre ellos.73 En esta teoría los individuos
son en sí mismos sistemas de conciencia74 que son percibidos como
componentes del medio que circunda cada sub-sistema social, luego los
sistemas psíquicos y los sistemas sociales se perciben recíprocamente como
medio. No obstante, no se puede perder de vista que para entender los
sistemas sociales, resulta tan importante el medio como sus elementos
propios, debido a que lo que ocurre en el medio afecta al sistema (los
sistemas no surgen en el vacío sino que se dan con referencia a un medio del
que se selecciona una fracción a ordenar de acuerdo con su sentido). Por lo
tanto, los sujetos aunque captados por los sistemas sociales como sistemas
ajenos, no les son indiferentes, de tal manera que “cada sistema funcional
abarca bajo su perspectiva todos los individuos, pero no en su integridad, sino
sólo en la dimensión de su existencia que importa para cada sistema”
(García, 1997, 156).
Así pues, teniendo en cuenta que lo ocurrido en el medio conlleva
siempre alguna reacción en el sistema y que los sistemas psíquicos y los
sistemas sociales son recíprocamente medio, entre estos dos tipos de sistemas
surge una relación de “interpenetración”. Dicha relación se da entre
aquellos sistemas que recíprocamente se perciben como
complejidad irreductible pero se toman como dato para su
respectiva estructuración interna, y constituyen así su propia
complejidad, manteniéndose constante esa relación de recíproca
dependencia como condición de la propia autonomía (García,
1997, 159).

Con esto Luhmann relaciona a los individuos (en cuanto sistemas


psíquicos) con los sistemas sociales, al considerar a los primeros como
puntos de referencia para la construcción de expectativas.75 Cada persona
será percibida entonces en una dimensión particular por cada uno de los
sistemas sociales con los que entra en relación, siendo éstos necesariamente
plurales entre más compleja sea la sociedad, de manera que un mismo sujeto
asumirá distintas connotaciones dependiendo del sistema frente al cual se
encuentra y del sentido mediante el que se define, así por ejemplo, un mismo
individuo podrá ser considerado consumidor (sistema económico), elector
(sistema político) o sujeto de derechos -persona- (sistema jurídico) de
acuerdo con las estructuras y el sentido de cada uno de estos sub-sistemas
(García, 1997, 160).

  Los sistemas que se interpenetran permanecen como entorno


uno para el otro, lo cual significa que la complejidad que ponen
mutuamente a disposición es complejidad inaprehensible, es
decir, desorden. Por eso es válido formular también que los
sistemas psíquicos proveen a los sistemas sociales suficiente
desorden o viceversa… La construcción de los sistemas sociales
(tanto como la de los sistemas psíquicos) se basa en el principio
del ruido… Los sistemas sociales surgen de los ruidos producidos
por los sistemas psíquicos en su intento por comunicarse.
(Luhmann, 1998, 203).

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO COMO INSTRUMENTO


PARA REPRIMIR SUJETOS PELIGROSOS QUE NO
RECONOCEN LA AUTORIDAD DEL PODER HEGEMÓNICO
Dicho lo anterior, al partir Jakobs de una visión sistémica del derecho, y en
especial del derecho penal, se entiende el porqué de su pretensión de
normativizar la dogmática penal desligándola, en principio, de toda
concepción ontológica o pre-jurídica. Desde su perspectiva, siguiendo los
postulados de Luhmann, solamente es posible entender los conceptos del
derecho partiendo de la función que cumplen al interior del sistema jurídico.
Esto, a su turno, se ve determinado por la función que el ordenamiento
jurídico cumple como sub-sistema social. De tal manera que el
entendimiento de Jakobs sobre el derecho penal y de sus categorías
estructurales, parte del supuesto de la autorreferencialidad del sistema jurídico
y del sistema social, de la construcción de sociedad a partir de la
comunicación ordenada por medio de expectativas y de la idea de “persona”
como punto de referencia o receptor de expectativas guiadas por el sentido
de lo jurídico.76
Así, Jakobs toma de Luhmann la distinción entre expectativas
cognitivas y expectativas normativas. El derecho como sistema pretende
reducir complejidad en las relaciones sociales al ordenarlas, explica Jakobs,
haciendo previsible el comportamiento de los individuos conminándolos a
orientarse de acuerdo con lo jurídico. Por lo tanto, a través del
ordenamiento jurídico se crean una serie de expectativas sobre la forma
como los sujetos deben conducir sus conductas.77    Estas expectativas
normativas difieren de las que se forman a partir de lo que se espera del
entorno físico, en la forma como mantienen su vigencia.Las expectativas
cognitivas son aquellas que los sujetos se forman sobre lo que puede
acontecer en el mundo natural, de tal manera que si un acontecimiento se
presenta contrariando una de dichas expectativas, el razonamiento del
individuo que la ve defraudada se orientará a replantarla actualizando o
corrigiendo su conocimiento sobre la naturaleza.78 En cambio, cuando se
trata de una expectativa normativa, es decir la que se tiene frente a la
conducta de un tercero a partir de lo ordenado por el derecho, y ésta resulta
defraudada, lo procedente no es replantear la expectativa mediante un
aprendizaje adecuado del entorno, sino mantener la expectativa señalando
como errónea la conducta que se ha opuesto a ella.79 La expectativa
normativa que ha sido defraudada se estabiliza a pesar de su incumplimiento,
es decir contrafácticamente, mediante la declaración que realiza el juez de
que esa conducta es un delito y de la pena que se impone al responsable.
Así pues, para Jakobs la pena no está orientada, al menos
principalmente, a producir efectos preventivos desde el punto de vista
psicológico, ni en quien se impone la sanción ni frente a infractores
potenciales, sino que adquiere una connotación simbólica en cuanto acto de
comunicación con el cual se niega lo comunicado por el sujeto a través de su
conducta, restableciendo o estabilizando la vigencia de la norma como
modelo de contacto social (y de la expectativa en ella contenida). Aquí
Jakobs se apoya también en la teoría de la pena de Hegel y retoma el
postulado sobre la negación de la negación.80 
En Hegel -al menos en aquella entre sus fundamentaciones de la
pena que aquí es resaltada-, el dolor es también un elemento
simbólico, significa algo, a saber, que la máxima configurada por el
autor es irrelevante, siendo relevante la del ordenamiento jurídico.
El hecho y la pena se toman en su significado comunicativo, el
hecho como afirmación de que el derecho no es vinculante, y de
que el autor disfruta de la libertad del estado de naturaleza
hobbesiano, la pena como contradicción, con el contenido que
únicamente el derecho puede constituir el punto de partida de la
comunicación. Con esta contradicción la estructura de la sociedad
queda confirmada… la mirada se dirige hacia delante… pero no se
trata de que no ocurran ulteriores delitos… sino de mantener la
vigencia de la norma” (Jakobs, 2007b, 37-38).

En consecuencia, podemos afirmar que el concepto de derecho penal de


enemigo que Jakobs ha desarrollado con posterioridad a la presentación
realizada en 1985, especialmente desde la ponencia que en 1999 expuso en
Berlín en la que introdujo en su teoría el concepto de “guerra”,81 es
consecuencia lógica de la forma como este autor entiende la sociedad
(sistema de comunicaciones), el derecho (sistema de expectativas normativas
cuya vigencia se estabiliza de manera contrafáctica) y del concepto de
“persona” en derecho que se deriva de este planteamiento sistémico.
La pregunta sobre quién es el enemigo será contestada entonces de la
siguiente forma, recurriendo nuevamente a Luhmann. Siendo la función
del derecho la estabilización racional de expectativas sociales, para poder
funcionar necesita de individuos que ofrezcan seguridad en el
cumplimiento de las normas, lo cual supone un consenso cultural mínimo
en la base misma del derecho. Así pues, “se trata de aquel que en forma
presuntamente verdadera ha abandonado el derecho, que no garantiza el
mínimo de seguridad cognitiva de su comportamiento personal, y que lo
manifiesta explícitamente con su conducta” (Aponte, 2006c, 197).
Sin embargo, no obstante el funcionalismo sistémico desarrollado por
Jakobs para el derecho penal, ha pretendido explicar los conceptos jurídicos
con categorías normativas que no dependen de concepciones “pre-
jurídicas”, Jakobs reconoce que la realidad del derecho como sistema social
no puede basarse únicamente en lo normativo y que en todo caso necesita,
en alguna medida, de un soporte cognitivo. La necesidad de corroboración
de lo normativo por lo fáctico, es lo que le permite a Jakobs explicar el
porqué de las normas que él ha catalogado como derecho penal de enemigo
y el porqué de la pérdida de la personalidad de quien es abordado por el
sistema penal como una fuente de peligro.
En el prólogo a la segunda edición del libro Derecho penal de enemigo en
el cual se incorpora el trabajo de Jakobs titulado “Derecho penal del
ciudadano y Derecho penal de enemigo”, editado en español por primera vez
en 2003 y posteriormente en el 2006, Jakobs comienza afirmando que, para
que el derecho sea real debe tener necesariamente en la práctica un mínimo
de cumplimiento, es decir que “cuando un esquema normativo, por muy
justificado que esté, no dirige la conducta de las personas, carece de realidad
social” (Jakobs, 2006, 15).
En este mismo sentido se refiere a las instituciones que crea el derecho
y dentro de ellas al concepto mismo de persona como construcción
normativa. Ninguna de ellas (incluyendo la categoría de persona) es real
desde el punto de vista social, es decir más allá de ser una simple aspiración,
si no se ven corroboradas en la práctica como elementos orientadores de
conducta. Para dar por sentado el concepto de persona, aparece entonces
como elemento definitivo la idea de expectativa “seria” sobre la orientación
de las conductas de acuerdo con los derechos y obligaciones establecidos por
el sistema jurídico. Es decir, si desaparece dicha expectativa, puesto que
deja de ser posible continuar esperando del sujeto un comportamiento
determinado de acuerdo con el ordenamiento, desaparece también para él
la categoría de persona y muta, frente al derecho al cual ha renunciado, en
una fuente de riesgo que debe ser asegurada, es decir, en un enemigo
(Jakobs, 2006, 16).
Para hacer más ilustrativa su explicación, Jakobs afirma en términos
kantianos, como él mismo lo dice, la necesidad de “separarse de quien no
admite ser incluido bajo una constitución civil”. Asegura que simplemente se
encuentra haciendo un diagnóstico de la sociedad y del sistema penal actual,
cuestionando la actitud de sus críticos por tenerle miedo a dicho diagnóstico,
miedo que los ha llevado incluso a considerar “indecorosa su formulación” y a
matar “al mensajero que trae una mala noticia por lo indecoroso de su
mensaje” (Jakobs, 2006, 17).
El derecho penal del ciudadano es entonces una categoría opuesta a la
del derecho penal de enemigo, el primero orientado a “personas” y el
segundo a “sujetos peligrosos”. Sin embargo, Jakobs aclara que el derecho
penal del ciudadano y el derecho penal de enemigo corresponden a dos
formas de derecho penal que sólo en el plano ideal pueden considerarse de
modo puro, en la realidad obedecen a dos caras de una misma moneda, a dos
dimensiones de un mismo objeto. “No puede tratarse de contraponer dos
esferas aisladas del derecho penal, sino de descubrir dos polos, de un solo
mundo o de mostrar dos tendencias opuestas, en un solo contexto jurídico
penal”.82
Adicionalmente realiza una segunda aclaración: la denominación
“Derecho penal de enemigo” no implica necesariamente un sentido
peyorativo, sino que está orientada a describir una realidad en la que se
constata una pacificación incompleta, bien sea atribuible a los
pacificadores o a los rebeldes (Jakobs, 2006, 17).83
Así pues, en el esquema del derecho penal del ciudadano la pena tiene
una función simbólica de prevención general, orientada básicamente a la
estabilización contrafáctica de expectativas normativas. Mientras que en el
marco del derecho penal de enemigo, la pena se traduce en una suerte de
medida de seguridad que busca neutralizar sujetos peligrosos.84
Por lo tanto, en lugar de una persona que de por sí es competente y
a la que se contradice a través de la pena aparece el individuo
peligroso, contra el cual se procede -en este ámbito: a través de una
medida de seguridad, no mediante una pena- de modo físicamente
efectivo: lucha contra un peligro en lugar de comunicación,
Derecho penal de enemigo… en vez de Derecho penal del
ciudadano (Jakobs, 2006, 26).

Por otro lado, es importante tener en cuenta que en la base del


planteamiento de Jakobs se encuentran una serie de consideraciones
“iusfilosóficas” de corte liberal, a partir de las cuales comienza a aproximarse
al concepto de enemigo.85 Jakobs se refiere así a lo dicho por Rousseau y
Fichte mostrando cómo para ellos todo “delincuente” debía ser tratado como
enemigo, es decir por fuera del contrato social, por haber quebrantado sus
condiciones.86
Sin embargo, Jakobs no comparte tal posición, de hecho considera
conveniente, por regla general, que el “delincuente” conserve la condición
de ciudadanía, ya que así mantiene la posibilidad de regresar a la vida civil y
adicionalmente puede ser obligado a reparar el daño causado con el delito.
No obstante esto, haciendo referencia a Hobbes, Jakobs afirma que cuando
se trata de “rebeldes”, personas que no delinquen ocasionalmente sino que
de forma permanente se oponen al derecho, sí deben ser tratados como
enemigos, lo que lleva a que el derecho penal adquiera para ellos la
connotación de mecanismo de confrontación. La reacción punitiva se
convierte entonces en una guerra contra el sujeto (no persona) que no
reconoce la vinculatoriedad del sistema jurídico.
En este sentido Jakobs retoma lo dicho por Kant en su texto sobre la paz
perpetua y plantea lo siguiente:
¿Qué dice Kant a aquellos que no se dejan obligar? En su escrito
sobre la Paz Perpetua dedica una larga nota a pie de página al
problema de cuándo se puede legítimamente proceder de modo
hostil contra un ser humano, exponiendo lo siguiente: ´Sin embargo,
aquel ser humano o pueblo que se halla en un mero estado de
naturaleza me priva… [de la] seguridad [necesaria], y me lesiona ya
por ese estado en el que está a mi lado, si bien no de manera activa
(facto), sí por la ausencia de legalidad de su estado (statu iniusto),
que me amenaza constantemente, y le puedo obligar a que o entre
conmigo en un estado comunitario-legal o abandone mi vecindad`.
En consecuencia, quien no participa en la vida en un estado
comunitario-legal debe irse, lo que significa que es expelido (o
impelido a la custodia de seguridad); en todo caso, no hay que
tratarlo como persona, sino que se le puede tratar, como anota
expresamente Kant, como un enemigo. (Jakobs, 2006, 32). 

Así, el derecho penal del ciudadano sigue siendo derecho “en lo que se
refiere al criminal”, pues éste conserva su condición de persona. En cambio,
el derecho penal de enemigo adquiere frente a su destinatario la forma de
pura coacción física “hasta llegar a la guerra”, aunque se considera derecho
en la medida en que es una expresión del derecho que tienen todos los
ciudadanos a ver garantizada su seguridad por parte del Estado.87
  Siguiendo con Hobbes, Jakobs explica también que el delito es una
cuestión relativa, sólo existe como quebrantamiento de las normas de un
determinado orden practicado. Es decir que ante una situación de caos, en un
estado de naturaleza en donde no existe un orden “definido de manera
vinculante”, no tiene lugar la existencia del delito, puesto que allí solamente
existe el derecho natural de cada quien a hacer todo cuanto sea capaz.88
En este punto Jakobs retoma una tesis fundamental para su
planteamiento, cualquier concepto normativo (incluso el de persona) para
ser real debe determinar en alguna medida el comportamiento o dinámica
social. Un delito puede tener lugar únicamente en el marco de un
ordenamiento real. Mientras el delito pueda ser considerado tan sólo como
una irritación de dicho ordenamiento y no como un “principio del fin de la
comunidad ordenada”, su autor podrá seguir siendo considerado como
ciudadano.89 En cambio, si el autor no ofrece ninguna, o al menos un mínimo
de garantía de que continuará en general orientando su comportamiento
como ciudadano (persona que actúa con fidelidad hacia el derecho), tendrá
que ser considerado como un enemigo.
Por esta razón, Aller afirma que el concepto de persona expuesto por
Jakobs (como construcción jurídica, no ontológica, es decir como sujeto de
derechos y obligaciones -expectativas-) se encuentra entrelazado con la
función que éste le reconoce al derecho penal, concretamente la de garantizar
la identidad de la sociedad. Así, el derecho penal de enemigo no es sino una
reacción del Estado, más violenta que el derecho penal del ciudadano, la cual
se genera ante quien pone en duda por su comportamiento permanente
contrario al derecho la identidad social.90 El enemigo es entonces aquella
persona que se aparta del derecho, siguiendo modelos de contacto social que
son considerados ilegítimos por negar el poder vinculante y hegemónico del
orden establecido (en términos de la teoría de sistemas sus conductas no
comunican nada, simplemente trasmiten ruido que molesta y perturba al
sistema).
Y es que para poder esperar razonablemente que las normas configuren
la realidad social, es decir que sean reales, debe poderse esperar también, en
el plano material, que las pautas de comportamiento previstas en ellas sean
efectivamente cumplidas. De la misma manera, si el derecho en general y el
derecho penal del ciudadano en particular, se configuran a partir de la
comunicación entre personas, los sujetos a quienes se dirigen dichas normas
tienen que comportarse como tal, es decir como sujetos de derechos y
obligaciones. Si el sujeto no responde a esta comunicación como una persona
(sujeto de derechos y obligaciones y en el planteamiento de Jakobs
especialmente como sujeto de obligaciones)91 queda por fuera de ella y con él
se entablará una relación de pura coacción, es decir derecho penal de
enemigo. En este punto surge como elemento fundamental en el análisis de
Jakobs el principio de confianza, es decir que todo ciudadano debe poder
confiar en “que los demás se comportarán conforme a la norma”,92 en otras
palabras como personas.
De tal manera que si el sistema penal va a tratar a un sujeto como
persona se debe poder esperar de él un comportamiento acorde con lo
jurídico, es decir conforme al derecho. Pero esta expectativa debe tener una
base cognitiva mínima, o sea fáctica. Si el sujeto no ofrece ninguna garantía
al respecto, desaparece el supuesto que permite considerarlo como persona
volviéndose peligroso, ya que su comportamiento o bien no es previsible o lo
es en un sentido contrario al derecho, lo cual autorizaría a tratarlo de
acuerdo al riesgo que represente.93
Tenemos pues que ni la vigencia de la norma ni la personalidad pueden
mantenerse sólo contrafácticamente, es decir contrario a lo sucedido, sino
que los dos conceptos requieren para su realidad un mínimo de seguridad
cognitiva. Resulta indispensable entonces la corroboración de lo
normativo por lo fáctico.94 En consecuencia, podemos afirmar de acuerdo
con este razonamiento: lo que constituye en realidad un peligro y da entidad
al enemigo no es el riesgo de afectación de bienes jurídicos como
inicialmente y desde una perspectiva crítica afirmó Jakobs, sino el riesgo de
desaparición de una de las condiciones indispensables para la existencia
misma del ordenamiento jurídico. En otras palabras, el sujeto es asumido
como un enemigo, en la medida en que no permite la corroboración fáctica
del ordenamiento jurídico poniendo en tela de juicio su misma existencia
como poder hegemónico. El sujeto es enemigo, ya no de un bien jurídico,
sino del orden social. El derecho penal de enemigo no es entonces un
instrumento de protección de los derechos de las personas, sino una
herramienta de autoconservación del ordenamiento y de reproducción del
sistema social.
Como fruto del desarrollo que ha tenido el pensamiento de Jakobs desde
sus primeros escritos sobre el tema que aquí estamos abordando y durante la
década de los noventa,95 este autor ha identificado una serie de características de
los sistemas penales de la actualidad en la sociedad occidental, a partir de los
cuales señala los rasgos que diferencian las normas propias de lo que él denomina
derecho penal de enemigo (Polaino-Orts, 2006, 35-36).
De acuerdo con Polaino-Orts, Jakobs observa en la sociedad actual un
aumento considerable de la conciencia del riesgo, lo cual se manifiesta en el
aumento progresivo de la anonimidad de los contactos sociales, en la
creciente uniformidad de los comportamientos en masa y en la tendencia
universal a estandarizar los sistemas penales. Como consecuencia de lo anterior, se
crean cada vez más delitos de peligro abstracto “donde por intervenir un gran
número de personas, también personas no fácilmente reconocibles… es difícil
saber quién es responsable de qué” (Polaino-Orts, 2006, 35-36) y se criminalizan
conductas que, consideradas en sí mismas, no representan un gran riesgo
para la comunidad, aunque teniendo en cuenta la cantidad de veces (lo
cual también es indeterminado) en que se incurre en ellas, se elevan a la
categoría de delitos.
En consecuencia los sistemas penales se comienzan a definir en torno
al concepto de “seguridad” asumiendo formas cercanas a un derecho de
policía y se adoptan medidas que tienden a controlar la peligrosidad. De
acuerdo con Jakobs éstas medidas pueden reducirse, en términos muy
generales, a tres:
 
a.  Adelantamiento de la punibilidad.
Se atiende primordialmente al juicio de peligrosidad en el futuro. Es
el caso de la creación de organizaciones terroristas, producción de
narcóticos por bandas organizadas, que provocan un riesgo no tanto
por lo que han hecho sino que su misma unión supone ya un riesgo
tan socialmente intolerable que en sí misma merece punición penal
(Polaino-Orts, 2006, 35-36).

b.  Ausencia de una reducción proporcional de la penalidad.


A pesar de que se adelanta la barrera de protección a un momento
anterior a la consumación, la pena se mantiene inalterada. Esto es, se
castiga la imperfecta realización típica (actos preparatorios y tentativa)
como si supusieran ya una perfecta afección del bien jurídico protegido
(Polaino-Orts, 2006, 35-36).

c.  Cambio de los fines del ordenamiento penal.


Se produce un tránsito de la legislación penal protectora o de tutela
a la lucha o combate de la delincuencia! (Polaino-Orts, 2006, 35-
36).

En este punto de su reflexión, Jakobs parece dejar a un lado el tono


crítico de sus primeras aproximaciones a esta problemática y al tratar de
realizar un planteamiento puramente descriptivo se torna ambiguo:
Quien desea ser tratado como persona, por su parte, tiene que
dar una garantía cognitiva de que se va a comportar como
persona. Si esta garantía no se presenta o si ella es denegada
expresamente, el derecho penal se convierte… en una reacción
contra un enemigo… en este lenguaje -adelantando la
punibilidad, combatiendo con penas más elevadas, limitando las
garantías procesales- el Estado no habla con sus ciudadanos, sino
que amenaza a sus enemigos (Jakobs citado por Aponte, 2006c,
196-197).
LA CONFRONTACIÓN DE ENEMIGOS A TRAVÉS DEL
DERECHO PENAL COMO FORMA DE REAFIRMAR EL
ESTADO DE DERECHO
Es pertinente observar también la exposición que realiza Jakobs de su teoría
con relación al problema del terrorismo, pues en ella conecta su
planteamiento sobre la necesidad de corroborar lo normativo en lo fáctico
con el concepto de Estado de derecho. Jakobs sostiene en este punto que en
la actualidad el Estado debe ser garante de los derechos de todas las personas.
Por esta razón surge para él la obligación de proveer seguridad a los
ciudadanos, obligación cuyo grado de cumplimiento o incumplimiento
entraría a determinar la realidad social de la idea misma de Estado de
derecho. Así, un Estado que no esté en capacidad de neutralizar los riesgos
que representan los sujetos que no ofrecen el mínimo de seguridad cognitiva,
no será en realidad un Estado de derecho, tan solo será una aspiración.
En la conferencia ¿Terroristas como Personas en Derecho?96 Jakobs plantea
como punto de partida dos preguntas: 1. ¿Puede conducirse una guerra
contra el terror con los instrumentos del derecho penal de un Estado de
Derecho? y 2. ¿Es necesario contaminar al derecho penal del ciudadano con
manifestaciones del Derecho penal de enemigo para hacerle frente al
terrorismo?
Jakobs realiza la siguiente consideración para comenzar su análisis: “El
fin del Estado de Derecho no es la máxima seguridad posible para los bienes,
sino la vigencia real del ordenamiento jurídico, y, en la época moderna, la
vigencia real de un Derecho que hace posible la libertad” (Jakobs, 2006, 63).
Tras una nueva explicación del concepto de persona y de las condiciones de
existencia de las categorías normativas (a lo cual ya nos referimos), Jakobs
llega nuevamente al problema de la sanción penal. Afirma que en el caso de
los terroristas no se trata ya de entablar una relación de comunicación
simbólica a través de la pena y mediante la cual se niega el delito para
confirmar la vigencia de la norma, sino que se pretende “compensar un
déficit ya existente de seguridad cognitiva”. Por lo tanto, el derecho penal
que a ellos se dirige “tiene más bien el cometido de garantizar seguridad que
el de mantener la vigencia del ordenamiento jurídico” (Jakobs, 2006, 72).
Y es que cuando se trata de la confrontación de terroristas (enemigos)
se está ante la necesidad de garantizar la realización desde el punto de vista
social del Estado de derecho (el cual también requiere ser constatado en lo
fáctico), lo que supone entender como elemento integrante de sí el derecho a
la seguridad de los ciudadanos. Por lo tanto, ante la pregunta de si es legítimo
el derecho penal de enemigo, Jakobs contesta:
de lo que se trata es de lo alcanzable, de lo óptimo en la práctica, lo
que significa que el Derecho penal de enemigo debe ser limitado a
lo necesario… Pero ¿qué es necesario? En primer lugar, hay que
privar al terrorista precisamente de aquel derecho del que abusa
para sus planes, es decir, en particular, el derecho a la libertad de
conducta (Jakobs, 2006, 76).

Jakobs insiste en la necesidad de mantener delimitadas e identificadas


dentro del ordenamiento penal, las normas que se orientan a ciudadanos y
las que se dirigen a enemigos. Sostiene, en consecuencia, que las normas
propias del derecho penal de enemigo son contrarias al Estado de derecho,
únicamente cuando se proponen disfrazadas de derecho penal para
ciudadanos o de la culpabilidad.
“Un Estado de Derecho que todo lo abarque no podría conducir esa
guerra; pues habría de tratar a sus enemigos como personas, y,
correspondientemente, no podría tratarlos como fuentes de peligro” (Jakobs,
2006, 83). En tal sentido, ante una amenaza como la del terrorismo, de
acuerdo con Jakobs, el Estado de derecho puede recurrir a un derecho penal
dirigido a la neutralización de enemigos, con el fin de reafirmarse como
autoridad benefactora del bienestar social.
En esta medida, se ha dicho que el concepto de enemigo desarrollado
por Jakobs, permite avanzar en la consolidación del Estado moderno, puesto
que

en primer lugar, estimula la obediencia del ciudadano ante la


autoridad benefactora; en segundo lugar, educa en la obediencia y,
por último, crea lazos de identidad, pues si el enemigo es tal por
poner en riesgo el modelo básico de convivencia y por construir su
identidad al margen del Derecho, sensu contrario, cabría decir que el
ciudadano es el que asume como identidad el contenido de la ‘base
jurídica común’ (Bastida, 2006, 296-297).
Con base en lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que, al suponer la
aplicación del derecho un orden preestablecido (el cual se logra, siguiendo a
Schmitt, por medio de una decisión fáctica que implica el uso de la violencia
con la cual se definen enemigos públicos), cuando ese orden generalizado es
tan sólo una pretensión, puesto que en el plano material la autoridad del
Estado no se encuentra consolidada, el sistema jurídico y por tanto el Estado
de derecho como realidades sociales quedan en tela de juicio. Con esto, en el
afán de reafirmar al sistema jurídico como ordenamiento real en el plano
cognitivo y crear las condiciones necesarias para su permanencia, el derecho
es convertido en objeto e instrumento de la decisión con la cual se busca
consolidar la unidad política. Así, el derecho resulta apropiado por la
política.
El orden al que Schmitt se refiere se debe dar en lo material, es decir de
forma cognitiva. Cuando el ordenamiento jurídico tan sólo se ha logrado
consolidar en el plano normativo debido a una situación de guerra interna, la
necesidad de corroboración de lo normativo por lo fáctico conduce a que la
decisión fáctica orientada a consolidar la unidad política en una sociedad (la
identidad o unión del grupo necesaria para el reconocimiento y afianzamiento
de la autoridad) sea tomada a través del derecho penal. Así, el control social
que se ejerce por medio del ius puniendi se acercará aun más al uso físico de la
fuerza; la violencia que en todo caso le es inherente se incrementará y estará
menos delimitada por lo racional, es decir por el respeto a la libertad.
En otras palabras, el derecho penal en un contexto de guerra, en el cual
el sistema jurídico (y de paso el Estado de derecho) como ordenamiento
normativo no ha logrado una corroboración cognitiva generalizada, corre el
peligro de convertirse en el mecanismo mediante el cual se pretende lograr la
unidad, procurando mediante la creación de delitos e imposición de penas y
medidas restrictivas de derechos, la pacificación del territorio estatal. El
derecho penal se convierte así en un instrumento de definición y
confrontación de enemigos políticos.
El enemigo político, el extraño, que pone en duda el supuesto modo de
existencia del grupo y que, por lo tanto, no reconoce la autoridad del
Estado, no participa de la unidad política necesaria para la existencia misma
del ente estatal. Adquiere así, frente al ordenamiento jurídico la calidad de
sujeto peligroso, por no ofrecer el mínimo de seguridad cognitiva (fidelidad
al derecho) en el cumplimiento de las normas. Por esta razón es abordado
por el derecho cognitivamente, es decir, mediante violencia física: a él se le
hace la guerra desde lo militar, pero también desde lo jurídico a través de un
derecho penal que adquiere la connotación de derecho penal de enemigo.
No obstante Jakobs afirma que el concepto de enemigo desarrollado por
él “no es el que se formula en Der Begriff des Politischen de Carl Schmitt, el
del enemigo en cuanto adversario existencial” y que “el concepto de Schmitt
no se refiere a un delincuente, sino al Hostis, al otro” (Jakobs, 2007a, 112),
como se verá más adelante, precisamente en una situación de guerra interna
en la que el derecho se trasforma teniendo como fuente una confrontación
armada, el derecho penal, al ser utilizado para combatir al hostis, adquiriere
las características que Jakobs atribuye al derecho penal de enemigo. La idea
de enemigo político (existencial) se traslada al derecho penal para identificar
como sujeto peligroso y, por lo tanto, como “delincuente”, a quien no
participa de la unidad política.
De tal forma, aun cuando Jakobs se esfuerza por diferenciar el concepto
de enemigo que deriva de su planteamiento funcionalista del concepto de
enemigo político esbozado por Schmitt, al sostener que
dentro del Estado, sólo cuando se llega a una guerra civil existe una
confrontación política en el sentido de Schmitt. En cambio, el
enemigo del Derecho penal de enemigo es un delincuente de
aquellos que cabe suponer que son permanentemente peligrosos,
un inimicus. No es otro, sino que debería comportarse como un
igual, y por ello se le atribuye culpabilidad jurídico-penal, a
diferencia del hostis de Schmitt (Jakobs, 2007a, 112).

Es posible observar que cuando el ordenamiento jurídico no es corroborado


en el plano cognitivo debido a la enemistad que ante el derecho han
manifestado grupos de individuos con los cuales se entra en confrontación
armada, estos dos conceptos de enemigo se confunden, coinciden, de manera
que el enemigo interno, a quien se hace la guerra militarmente hablando, al
tiempo es abordado por el derecho penal como no-persona, sus derechos
ante el poder de castigar estatal son reducidos con relación a los que se le
reconocen al ciudadano, confundiéndose así la guerra con el derecho.
Se da pues un uso indebido y perverso del derecho, en especial del
derecho penal, en el cual la legalidad pierde toda aspiración de racionalidad.
Se trata de contextos en los que grupos enteros de sujetos son definidos como
enemigos políticos y militares, mientras que dejan de ser reconocidos como
personas por el ordenamiento jurídico, pues para combatirlos se erige un
sistema penal represivo, anclado en una falsa juridicidad.
Resulta especialmente relevante llamar la atención sobre cómo en la
lógica del pensamiento de Schmitt, la enemistad que se construye en las
relaciones entre estados tiende a ser relativa, dado el plano de igualdad en el
que se supone ellos se encuentran. Así, a pesar de la posibilidad latente de la
guerra, existe la posibilidad de diálogo, mientras que la enemistad construida
frente al enemigo interno, al estar de por medio la soberanía estatal y con ella
la existencia misma del Estado, tiende a ser absoluta. Esto conlleva a que la
única alternativa aparente sea siempre el ejercicio de la autoridad, es decir la
violencia, la confrontación.97
La idea de soberanía absoluta necesaria para la paz al interior del
Estado, le permite a Schmitt sustentar el trato desigual del enemigo político
(interno). Esto se expresa especialmente y con particular fuerza, a través de
los estados de excepción cuya declaratoria lleva implícita la decisión política
sobre la enemistad y, por lo tanto, es demostración del verdadero poder
soberano. Orozco lo explica de la siguiente manera:
Schmitt sustancializa la diferencia entre el adentro del Estado,
edificado sobre el presupuesto de la paz interior y con ello sobre la
idea de una soberanía interior absoluta, y el afuera extraestatal,
edificado sobre el presupuesto de la guerra potencial -estado de
naturaleza- y, con ello, sobre la idea de la simple independencia e
igualdad de los Estados en sus relaciones recíprocas. Para Schmitt,
dentro del marco de una soberanía interior absoluta, -sobre todo en
condiciones de estado de excepción- la defensa interna del Estado
implica un tratamiento discriminativo del delincuente político
como enemigo absoluto, de manera que la posibilidad de la
relativización de las enemistades queda reservada a los conflictos
interestatales. (Orozco, 2006, 41).

Siendo entonces absoluta la enemistad con el enemigo interno, la


excepción aparece como el mecanismo mediante el cual se suspende el
derecho y se abre el paso para el uso de la fuerza. Los derechos quedan a
disposición del soberano y la autoridad se ejerce en lógica de guerra, cercana
a una suerte de ius ad bellum interno que se dirige en contra del enemigo
absoluto.
El primado de la autoritas sobre la veritas, el primado de la decisión
sobre la norma en condiciones de “caos”, es decir, de “verdadero”
estado de excepción -de guerra civil- implican, para él [Schmitt], la
ruptura de todas las amarras legales concebidas por el
normativismo liberal para regular las relaciones entre el Estado y la
sociedad civil. El estado de excepción es el imperio de las medidas
de seguridad como recursos de la razón instrumental. En estado de
excepción, el Estado suspende el derecho. Los derechos
individuales y ciudadanos, en general, y los derechos y garantías
procesales, en particular, quedan, durante el mismo, a disposición
del soberano, es decir, de quien toma la decisión “sobre” el estado
de sitio. El derecho penal en general -no solo en cuanto derecho
penal político- llega a ser por ello, para Carl Schmitt, un ius ad
bellum contra el delincuente como enemigo absoluto. (Orozco,
2006, 41)

El derecho penal de enemigo explicado por Jakobs, al surgir en


contextos de guerra interna, tiene el gran riesgo de obedecer a una lógica de
enemistad absoluta. Esto lleva al ordenamiento punitivo a estadios bastante
antidemocráticos en los que el carácter jurídico de tales normas no deja de
ser simplemente formal, pues con ellas se termina maquillando el uso
indiscriminado y desmedido de la violencia estatal. El derecho penal de
enemigo orientado a combatir enemigos políticos, presenta y exacerba las
características dogmáticas identificadas por Jakobs. Es decir, se adelantan en
extremo las barreras de contención del derecho penal, aparecen tipos
penales que violentan fuertemente el fuero interno del individuo con penas
ajenas a cualquier criterio de proporcionalidad, reconociendo la menor
cantidad de garantías procesales posibles con el objetivo de lograr un sistema
penal “eficiente” en la lucha contra la delincuencia, o mejor, contra la
disidencia política. El Estado de derecho resulta inmerso en una paradoja
(para nosotros aparente) pues, de acuerdo con lo aquí expuesto, para poder
consolidarse como realidad social tiene que negarse a sí mismo.
En ocasiones, como de hecho ha ocurrido en Colombia, tal
deformación del derecho penal tiene lugar mediante la decisión que se toma
a través de la excepción sobre la enemistad. El derecho penal se convierte en
objeto de la reglamentación de excepción con la cual se busca la
homogenización social y política que, siguiendo a Schmitt, hace viable al
Estado en cuanto poder soberano y único detentador del monopolio legítimo
de la violencia en un territorio pacificado. Por tal motivo, en un caso como el
colombiano, en donde a lo largo de su historia el derecho penal ha sido
manipulado mediante el abuso de los estados de excepción como un arma
más en la confrontación de enemigos políticos internos (lo que lleva a que
tome las características del derecho penal de enemigo), se entiende con
mayor precisión la afirmación de Jakobs al decir que el derecho penal de
enemigo adquiere frente a su destinatario la forma de pura coacción física
“hasta llegar a la guerra”.
CAPÍTULO III
Consideraciones sobre el derecho
penal de enemigo en Colombia
como instrumento de reproducción
de la violencia

L os elementos teóricos para entender la forma como el derecho penal


de enemigo se ha generalizado en Colombia, y que se toman como
punto de partida para estas reflexiones, son elaborados por Aponte. Él
advierte en su obra que el derecho penal de enemigo en este país surge en
medio de un contexto fáctico real de guerra interna, lo cual imprime en la
discusión elementos diferentes a los contemplados en el debate en torno a
legislaciones europeas.
Esta circunstancia ha conducido a que, en el caso colombiano, el
concepto de enemigo político desarrollado por Schmitt se predique de los
mismos sujetos que, en los términos de Jakobs, son abordados por el derecho
penal como no personas. La guerra interna vivida en Colombia y que en este
contexto ha dado forma al derecho penal de enemigo, permite que estos dos
conceptos, teóricamente distintos, coincidan en una realidad muy compleja
en donde el enemigo político se combate a nivel militar pero al mismo
tiempo se sanciona drásticamente como un delincuente altamente peligroso.
Esto ha determinado una serie de consecuencias prácticas y muy concretas
para el Estado de derecho en Colombia, en donde podemos apreciar que el
derecho penal de enemigo es en realidad incapaz de consolidar el poder
político y la paz pues, por el contrario, reproduce la violencia que con él se
supone se quiere erradicar.
En este orden de ideas, a continuación haremos una breve explicación
sobre: 1. Los aspectos a tener en cuenta para el análisis del derecho penal de
enemigo en el caso colombiano y sus formas de manifestación y 2. Algunas
reflexiones sobre por qué el derecho penal de enemigo que se gesta en el seno
de la guerra interna genera aun más violencia.

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO EN COLOMBIA COMO


CONTINUACIÓN DE LA GUERRA INTERNA
De acuerdo con Aponte, el derecho penal de enemigo se hace proclive a la
desinstitucionalización de la reacción penal, al tiempo que se torna en un
sistema fundado en la exclusión. De esta forma, apropósito de lo dicho por
Jakobs en 1985, Aponte sostiene que el derecho penal se convierte así en
una reacción en contra de un sujeto que se aborda como si fuera un
extraño, que amenaza con su diferencia la propia existencia (es el otro-
enemigo) y deja de ser la reacción ante un acto de uno de los miembros de
la comunidad. Esto implica seguir parámetros normativos y de
funcionamiento diversos a los del Estado de derecho, lo cual deja en tela de
juicio las garantías propias del Estado liberal:
En el caso colombiano, esto es claro: existen múltiples normas que
desde el derecho penal, material y procesal, acarrean el peligro de
convertir la sanción penal en sanción desinstitucionalizada. La
amenaza del desborde penal es en ellas evidente; en la lucha
contra la amenaza, el derecho penal se convierte, él mismo, en
gran amenaza (Aponte, 2005b, 25).

Este punto nuevo en la discusión resulta particularmente importante


para el estudio del caso colombiano, ya que “en este país, día tras día se
agravan las consecuencias derivadas del funcionamiento cotidiano del
derecho penal de enemigo… en nuestro país la guerra, como hecho fáctico
incuestionable, le da contenido al derecho penal de enemigo” (Aponte,
2005b, 22).
Y es que la historia colombiana ha estado marcada por una secuencia
de guerras civiles y conflictos armados, a pesar de ser la paz una condición
fáctica necesaria para la consolidación y funcionamiento del Estado de
derecho. Al estar la guerra situada en principio por fuera de lo jurídico, el
Estado colombiano ha buscado diversos caminos para salirle al paso a estas
situaciones. Cabría aquí pensar que a una situación de guerra, por lo tanto
no jurídica, se ha respondido igualmente de forma violenta pero con
mecanismos que bien pueden darse o no en lo jurídico, en este último caso
desfigurando el ordenamiento penal. Así, surgen normas que siguen el
modelo del derecho penal de enemigo llevado a extremos de des-
judicialización y des-institucionalización del poder punitivo.
Aponte realiza su análisis partiendo de esta consideración y a lo largo de
su exposición se propone mostrar que en Colombia el derecho penal de
enemigo, profundamente condicionado por el conflicto interno y por una
mutación (cambia constantemente el criterio de definición de la enemistad),
generalización (dicho criterio se hace cada vez más difuso y ambiguo) y
radicalización (endurecimiento progresivo de la reacción punitiva) continua
de la enemistad, ha tomando tintes eficientistas a través de las legislaciones
de emergencia.
En Colombia, el “enemigo” de ese derecho penal especial de la
emergencia, surge de un contexto político, social y jurídico, en el
cual la guerra, vivida como conflicto armado interno y generalizado
en grandes porciones del territorio nacional, constituye una
realidad… se trata de un enemigo en un contexto social y político
marcado por la confrontación armada y que se desenvuelve en los
más diversos escenarios de violencia difusa y degradada. (Aponte,
2006c, 222).

Con esto, en la obra de Aponte se desarrollan una serie de aspectos


que deben tenerse en cuenta para entender el caso colombiano, y de los
cuales se extraen finalmente algunas manifestaciones del derecho penal de
enemigo. Veamos:
 
a.  Dificultad para construir desde el derecho el concepto de persona.
Un punto trascendental para el análisis del caso colombiano lo
encontramos en la dificultad de construir desde el derecho el concepto
de persona. Pues, a diferencia de lo sostenido por Jakobs al explicar su
teoría sobre el derecho penal de enemigo, en donde parte de una visión
consensual de la sociedad en la cual el enemigo de alguna manera
encierra una connotación de anormalidad, en Colombia, debido a la
situación de guerra interna, el punto de partida es la conflictividad social
y política generalizada.98
Teniendo en cuenta lo anterior y volviendo al concepto de persona que
Jakobs toma de la teoría de sistemas de Luhmann, podemos decir que:
Entendiendo la esencia del derecho como la capacidad de estabilizar
de manera razonable expectativas sociales, el sistema jurídico se
erige como una estructura de relaciones entre personas, es decir
entre sujetos de derechos y obligaciones. Esto implica que en una
sociedad los ciudadanos deben cumplir con su rol como sujetos
fieles al derecho. Si las normas delimitan el cumplimiento de los
roles sociales y éstos a su turno definen el orden social, los
individuos adquieren la calidad de personas en la medida en que
cumplan con su rol, es decir, sean fieles al derecho y se inserten en
ese orden (Aponte, 2006c, 200).

La categoría de persona se asume entonces como un elemento que


posibilita la existencia del orden social ya que por fuera de ese orden no
existe la persona.
En consecuencia, dada la situación conflictiva crónica que vive
Colombia, en palabras de Jakobs “se trata de una sociedad fragmentada y
con una anomia estructural, en la cual no se puede hablar de la
existencia de personas en el sentido comentado” (Aponte, 2006c, 201).
Ante esta observación de la realidad colombiana y a partir del
comentario de Jakobs, Aponte plantea la siguiente reflexión: es
necesario preguntarse en qué medida el Estado propicia el respeto al
derecho o si son las instituciones estatales las primeras en irrespetarlo.
De tal forma “un Estado que no propicia la socialización en el derecho,
no está muy legitimado para exigir el respeto al orden jurídico y castigar
tan duramente a quien no lo hace” (Aponte, 2006c, 201).
Así, para analizar el caso colombiano, se debe indagar si en él existen
las condiciones necesarias para que un ser humano se convierta en
persona, en el sentido explicado por Jakobs. De no ser así, tendríamos
que concluir que los sujetos se terminan integrando en el derecho por
medio de la sanción penal, después de haber sido excluidos de
antemano, lo cual no deja de ser menos que una perversión del
sistema. “La cárcel como mecanismo de integración social, de
reconocimiento de una persona en el tráfico del derecho: un exabrupto
que contradice toda relación razonable del ciudadano con el Estado”
(Aponte, 2006c, 202).
b.  Carácter artificial del enemigo. Otro punto de reflexión propuesto
por Aponte y que resulta de suma importancia, se encuentra en el
carácter artificial del enemigo, es decir, “el enemigo siempre es una
construcción” determinada por una decisión política. En esta medida, el
derecho penal de enemigo como “derecho penal político-instrumental
por naturaleza”, carece de características determinadas por cualquier
tipo de dogmática sustancial o procesal, y responde más bien a
cuestiones eminentemente políticas y coyunturales.99 Por lo tanto, “lo
importante, frente a esta conclusión, es indagar por quién es el que
define al enemigo, en qué momento, en qué coyuntura y bajo qué supuestos
lo hace” (Aponte, 2006c, 202).
De tal manera, el fenómeno de la “despersonalización” que va atado al
derecho penal de enemigo, el cual, según Polaino-Orts es la
autoexclusión por la que opta un individuo al alejarse voluntariamente
de la juridicidad,100 en realidad resulta ser, al menos en situaciones
generalizadas de conflictividad social y política, consecuencia de
políticas excluyentes. Tendríamos que hablar más bien, en este tipo de
situaciones, de una exclusión o despersonalización impuesta por parte
del Estado a quienes percibe como una amenaza para aquellos que
detentan el poder político.101
c.  Definición de enemistades absolutas y relativas. Aponte también
llama la atención sobre la importancia para el caso colombiano de la
distinción entre la “enemistad relativa” y la “enemistad absoluta”, distinción
que Jakobs no hace explícita en su planteamiento pero que sugiere.102 Esta
diferencia resulta útil para explicar ciertos fenómenos normativos que se
han dado en Colombia, puesto que “ha servido para introducir una
diferencia entre los diversos actores que se mueven en el escenario
confuso de la violencia política y social. Ha servido como sustento de
procesos de paz, de otorgamiento de amnistías e indultos; ha servido,
incluso, como sustrato para la búsqueda de medidas que han neutralizado
delincuentes comunes ligados en todo caso a lógicas cuasipolíticas”
(Aponte, 2006c, 204).
 
Jakobs ha afirmado que la despersonalización que se da en el derecho
penal de enemigo no es absoluta sino parcial, pues no comprende todos los
derechos que reconoce el ordenamiento jurídico (para Jakobs el caso de los
prisioneros de Guantánamo es un ejemplo claro de la despersonalización
absoluta o extrema). Además, en todo caso el individuo mantiene siempre la
posibilidad de reincorporarse en el orden social siempre y cuando preste la
garantía cognitiva mínima de fidelidad al derecho. Así, podríamos decir que
dependiendo de qué tantos derechos se mantengan para el enemigo y de las
posibilidades reales que se dejen abiertas para su reincorporación, estaremos en
presencia de un enemigo relativo o de un enemigo absoluto. Con esto, Jakobs
reitera la despersonalización como acto unilateral del sujeto, como
autoexclusión, pero suponiendo un cierto orden social.
En la mayoría de las ocasiones, el sujeto en cuestión probablemente
se encuentre sólo parcialmente en la posición de un enemigo, dicho
con mayor exactitud, él se colocará en tal posición; pues la
exclusión en una sociedad de libertades siempre es autoexclusión:
cambiando su conducta, el enemigo podría volver a convertirse en
ciudadano (Jakobs, 2007a, 110).

Esto constituye un punto de partida fundamental para estudiar las


normas jurídicas que en la historia de Colombia se han producido para
confrontar enemigos internos. Pues tal como se lee en la explicación de
Jakobs, hablar de autoexclusión del sujeto (su renuncia a la categoría de
persona) supone una sociedad de libertades. Luego, si nos encontramos ante
un sistema social excluyente, la ausencia de seguridad cognitiva (el déficit de
fidelidad al derecho) no será producto necesariamente de un acto unilateral
atribuible al sujeto.
Si bien para que la proposición según la cual todos tienen derecho a ser
tratados como persona, sea real, no puede aplicarse de modo unilateral pues
“una personalidad real, que dirija la orientación, no puede alcanzarse
mediante meros postulados, sino que, al contrario, quien deba ser persona
debe ‘participar’, y eso significa que debe hacer su parte, esto es, garantizar
suficiente fidelidad al ordenamiento jurídico” (Jakobs, 2007a, 110). También
es cierto que, por no poder ser unilateral, su corroboración fáctica también le
compete al Estado, es decir que los deberes a los que hace referencia Jakobs
no pueden dirigirse de forma exclusiva al individuo sino que también recaen
sobre el sistema social en general y en los sub-sistemas en particular, bien sea
lo político, lo económico o lo jurídico. Para el caso colombiano serían
entonces pertinentes las siguientes preguntas: ¿qué pasa cuando el Estado
tampoco cumple con esos deberes? Teniendo en cuenta que si el concepto de
persona en Jakobs se entiende desde una perspectiva sistémica, ¿qué sucede
cuando el sistema que este concepto de persona supone tiene su realidad en
entredicho?
Este tipo de situaciones ponen en evidencia la naturaleza política de la
idea de persona y por lo tanto la de enemigo, tal como lo advierte Aponte,
pues su contenido entra en el juego de la lucha por el poder, quizá no tanto
para la preservación de un sistema establecido, sino para consolidar un
sistema cuya construcción se encuentra inconclusa.
 
d.  Confusión entre el adentro y el afuera estatal. Para el estudio del
derecho penal de enemigo en Colombia, Aponte también acude a Carl
Schmitt y a su concepto de lo político para mostrar cómo en este país la
categoría de “enemigo” introducida en el derecho penal, responde a la
necesidad del Estado de consolidarse como poder hegemónico a pesar
de la conflictividad social y política. Dado que en Colombia la política
ha tenido una connotación especial pues se ha desarrollado a la sombra
de conflictos armados, recurrir a Schmitt resulta útil, con miras a
realizar el análisis propuesto. Para él, como ya se explicó, la política es
por esencia polémica e implica siempre la confrontación entre
enemigos.103
Dentro de esta lógica, el enemigo al que se ha referido el derecho penal
en Colombia, a propósito de la confrontación armada, es
necesariamente de naturaleza pública y ha estado definido por aspectos
que han tenido la posibilidad de agrupar sectores sociales entre amigos y
enemigos. La enemistad tiene siempre un carácter político y radica en
“la negación de la propia existencia” que representa el contrario.
Con esto, Aponte plantea una de las características más importantes del
derecho penal de enemigo en Colombia, según la cual en el proceso de
definición del enemigo se actúa de forma indiferenciada, construyendo
enemigos con carácter absoluto. “El Derecho penal de enemigo, como
derecho penal político, también oscila entre un sustancialismo y un
ocasionalismo a partir del cual se construye un enemigo completamente
indiferenciado, situación que en algunas circunstancias puede ser aún
más grave en sus consecuencias” (Aponte, 2006c, 224).
Así, siguiendo a Aponte, vemos cómo lo dicho por Schmitt (y lo que
a él se critica), es aplicable al estudio del caso colombiano, con mayor
razón cuando Schmitt hace referencia a la guerra civil y al enemigo
interno. Según Schmitt, por definición el Estado se opone a la guerra
civil; así, habrá Estado mientras exista paz en su territorio. La paz es
entonces presupuesto necesario para la existencia del Estado y, por lo
tanto, para la validez de las normas jurídicas. En consecuencia, la
necesidad de pacificación conduce al Estado a la confrontación
(definición) de enemigos internos (Aponte, 2006c, 262).
Schmitt continúa así la tradición liberal europea referida al proceso de
formación de los Estados, en donde la diferencia entre el afuera (ámbito
de la guerra) y el adentro (ámbito de la paz) se encuentra
medianamente definida. Esto le permite distinguir entre “el enemigo”,
sujeto propio del espacio ajeno al Estado, y “el delincuente”, sujeto
inmerso en el territorio pacificado por el Estado.104 Lo problemático de
esta concepción surge cuando en la realidad social parecen confundirse
el adentro y el afuera al no haber un estado de paz consolidado en el
interior, como ocurre en una situación crónica de guerra civil. Esto hace
muy tenue la línea entre enemigos político-militares y delincuentes, tal
como ha ocurrido a lo largo de la historia colombiana (Aponte, 2006c,
263-264).
En un país como Colombia, en el que en un mismo territorio (dentro del
cual se supone que debe poder observarse la expresión de un único
poder consolidado en lo político y en lo administrativo) realmente se
tienen varios adentros y afueras como consecuencia de amplios procesos
de feudalización.105 El enemigo se define de forma indiferenciada y se
amplía además el espectro de sujetos que pueden ser definidos como tal.
Con esto se hace más problemática aun la distinción entre enemigos y
delincuentes (Aponte, 2006c, 263-264).
En el territorio colombiano funciona formalmente una misma
normatividad, no obstante, en la práctica, en muchas partes de él,
ella sólo obra de manera simbólica: aquel que es en realidad un
delincuente puede ser tratado como enemigo militar, y éste, en
cambio, puede ser tratado como un simple delincuente; incluso, un
mismo actor o individuo hoy es tratado de una manera y mañana
de otra (Aponte, 2006c, 263-264).

En esta medida, en Colombia la creación de enemigos y su definición


como enemigos absolutos o relativos ha dependido siempre de la
coyuntura y de las decisiones, más políticas que jurídicas, que en ella se
toman. Esto ha llevado a que el derecho penal de enemigo en este caso
no ostente siempre una forma criminalizante ni que tienda en todos
los casos a la expansión.
Así, surge una característica esencial del derecho penal político, en
función del enemigo interno, base del derecho penal de enemigo en el
caso colombiano: éste también puede aplicarse de manera “blanda”,
puede usársele como entramado de beneficios, en la lógica de
incorporación social de actores ligados a la dinámica de la
confrontación (Aponte, 2006c, 265).

e. Confusión entre la guerra y el derecho. Producto de estas tensiones,


Aponte afirma que, como consecuencia de la dificultad de distinguir
entre delincuentes y enemigos, el derecho penal no logra diferenciarse a
sí mismo de otras respuestas del Estado frente a los actores que se
oponen a él. Así, el derecho penal se confunde también con lo militar.
Con esto se extiende el paradigma del enemigo, lo cual conlleva a que
gran cantidad de problemas sean “tratados desde una lógica meramente
criminalizante, o en su defecto, puramente militarista” (Aponte, 2006c,
266). De alguna manera se termina exigiendo al derecho penal la
solución de problemas propios de la guerra.
f.  Necesidad de redimensionar el derecho penal. Finalmente, Aponte
se refiere a algunos aspectos del contractualismo de Hobbes para
plantear la siguiente reflexión: así como la paz es condición necesaria
para la existencia del Estado, la igualdad entre todas las personas
también lo es; el fin último de la organización política es la protección
de la vida de todos los que han participado del contrato social como
forma para lograr no solamente la paz en sentido formal, sino también,
en sentido material. Por esta razón se debe entender al derecho penal
dentro de sus propias limitaciones, sin exceder su propia racionalidad,
dentro de un pacto social que sea en esencia incluyente.
O se pretende una pacificación eficientista, de todo el territorio
nacional, con base en el uso indiscriminado y extremo del derecho
penal como instrumento para su logro, o se defiende la sustracción
del derecho penal de una empresa indiscriminada de “pacificación”
y se le reconoce como instrumento estrictamente limitado, y
legítimo tan sólo en la medida en que sea respetuoso de los
derechos y las garantías… La paz, concebida no exclusivamente
como condición empírica de validez de las normas, sino como
eficiencia general del pacto social, exige respuestas políticas y
sociales por fuera de la órbita del derecho penal. (Aponte, 2006c,
276)

En consecuencia, al ser la guerra interna el motor o fuente que ha


llevado al derecho penal en Colombia a adquirir las características de un
derecho penal de enemigo (en el cual el concepto de persona deja de ser una
construcción normativa a disposición de todos los sujetos, pues para muchos
termina siendo una aspiración que el sistema social niega, lo que conduce a
tratar amplios sectores de la sociedad bajo la lógica de la enemistad,
determinada según intereses políticos coyunturales), podemos mencionar,
siguiendo el estudio hecho por Aponte, las siguientes cuatro manifestaciones
o consecuencias:
 
a.  Dramatización de la violencia. Es la primera manifestación del
derecho penal de enemigo. “Se entiende aquí el proceso mediante el
cual, al amparo del derecho penal eficientista, en tanto derecho penal de
enemigo, se dramatiza un hecho particularmente violento, con el
objetivo de dictar normas penales que restringen los derechos y las
garantías” (Aponte, 2006c, 370).
Aponte explica que con la dramatización de la violencia se expiden
normas penales que terminan por causar, conscientemente o no, el
efecto contrario que con ellas se pretende; es decir, se profundiza la
violencia en vez de controlarla. Aclara que en Colombia, a pesar de
los niveles de violencia indudablemente dramáticos, ésta debe ser
analizada y contemplada a partir de su real complejidad, sin reducirla
siempre a un problema de crimen y pena, es decir que debe dejar de
ser pensada siempre en función del derecho penal.
En este sentido, Aponte hace referencia a Hassemer y al planteamiento
que el autor alemán realiza sobre la percepción social de la violencia, la
cual depende en gran medida del desconocimiento sobre la misma y del
proceso comunicacional que se da a partir de sí, por ejemplo, a través de los
medios de comunicación. Debido a ese desconocimiento de la magnitud y
complejidades de la violencia, sumado al mensaje y manipulación de
distintas instancias, entre ellas los medios de comunicación, se percibe
equivocadamente al derecho penal como el escenario propicio para
combatirla.
“La sociedad mantiene un ‘desconocimiento fundamental’ respecto de
la existencia de la violencia; simultáneamente observa, empero, una
inusitada extensión de la misma en los medios de comunicación… El
miedo social que se encuentra situado en la base de los cambios que
sufre hoy la percepción social de la violencia encuentra en el derecho
penal una supuesta válvula de escape” (Aponte, 2006c, 373).
En esta situación, el derecho penal de enemigo tiende entonces a
inflarse, puesto que producto de ese miedo, fruto de la dramatización y la
consecuente mala comprensión y simplificación de la violencia, se
expiden normas penales que finalmente no la controlan y que producen
un efecto meramente simbólico.
b.  Criminalización de problemas sociales, económicos y políticos.
“Una de las características principales del derecho penal de enemigo en
el caso de Colombia es la tendencia que tiene éste a la criminalización de
fenómenos sociales, políticos y económicos, cuya resolución o
tematización no le debe corresponder al derecho penal” (Aponte, 2006c,
425).
Como ejemplo de esta situación se encuentra lo sucedido en la
“masacre de las bananeras” en el año de 1928 en Colombia: un claro
problema social y laboral, fue afrontado por el Estado colombiano
militar y punitivamente, llegando a realizar Consejos de Guerra Verbales
a civiles. El derecho penal fue utilizado, en este contexto, como un arma
de confrontación de enemigos que reducía complejos problemas sociales
a simples relaciones entre crimen y pena.
Para el análisis de este fenómeno, Aponte parte nuevamente de la
teoría de los sistemas de Luhmann y de su concepto sobre el
funcionamiento del derecho, en cuanto subsistema social. “Luhmann
considera que la gran complejidad de la sociedad debe ser asumida…
por distintos sistemas sociales, y ninguno de ellos, ni el sistema de la
economía, ni el de la política, ni el del derecho, por ejemplo, constituye
un sistema privilegiado en el marco general de la sociedad” (Aponte,
2006c, 425).
Luhmann insiste en que la sociedad actual no tiene un centro claro,
sino que se estructura a partir de la interrelación de subsistemas, cada
uno de ellos especializado en un conjunto de problemas específico,
razón por la cual advierte sobre el peligro de disfuncionalidad en caso
de ser confundidos. Este es el planteamiento que Aponte pretende
resaltar para los propósitos de su análisis, llamando la atención sobre lo
errado que resulta destinar el sistema jurídico a resolver problemas
propios de lo económico o de lo político.
Otro ejemplo mencionado por Aponte para ilustrar este punto, es lo
ocurrido en Colombia en el año de 1996 con las protestas y
movilizaciones masivas de campesinos y colonos que se dedicaban al
cultivo de la hoja de coca. Un problema eminentemente social se
intentó abordar mediante lo militar y lo punitivo, generando así graves
fracturas sociales y sacrificando derechos y garantías para los
ciudadanos, al tiempo que éstos eran identificados como enemigos y
tratados desde la lógica de la guerra.
Del análisis de estos casos, Aponte extrae dos consecuencias que
debemos resaltar: 1. “El derecho penal eficientista de enemigo es, frente
a ciertos ‘delincuentes-enemigos’, un derecho penal fruto de presiones
extranjeras. El enemigo y la decisión sobre la enemistad corresponden a
una decisión tomada en tierras foráneas” (Aponte, 2006c, 469); 2.
“Existe una perversidad inherente a modelos tradicionales de
implementación de políticas públicas en las que las personas que son
sujeto de la acción del Estado no lo son porque sean sujetos de derechos,
sino porque representan una amenaza para otras personas”. Con esto,
ante la imposibilidad de hacer verdadera política social, el Estado
pretende solucionar problemas que trascienden de lo delictivo a través
de la política criminal.
c.  Militarización de la función de policía. Para explicar esta
manifestación del derecho penal de enemigo, Aponte se remite al
llamado “estatuto de seguridad” expedido durante el gobierno del
presidente Julio César Turbay y que rigió en nuestro país durante tres
años a finales de la década de los setenta. De acuerdo con dicho
estatuto los militares tenían la facultad para investigar e incluso juzgar,
mediante Consejos de Guerra Verbales, a civiles. “Al mismo tiempo,
dicho estatuto permitió un campo de actuación grande en la esfera
concreta del derecho penal para las fuerzas militares. Estas podían
efectuar allanamientos e interceptar comunicaciones: podían afectar
de manera general la libertad de las personas, acusadas en su
momento de atentar contra la ´seguridad del Estado`” (Aponte,
2006c, 486).
Esto tuvo lugar con ocasión de tipos penales difusos y abiertos en los
que conductas como las protestas urbanas podían terminar siendo
criminalizadas. “Se trató de una época en la que, especialmente desde
1977 a 1980, se generalizó lo que puede denominarse el paradigma del
enemigo dentro del derecho penal y del derecho constitucional en
general” (Aponte, 2006c, 489).
Otro ejemplo de este fenómeno se presenta en una norma incluida
dentro del “estatuto para la defensa de la justicia” creado en 1990, en
la cual se atribuyen nuevamente a los miembros de las fuerzas armadas
funciones de investigación en materia penal. “Lo más impactante de
dicha norma era que ella les abría espacio para la actuación formal,
dentro del proceso penal, como organismos de policía judicial, a los
miembros de las fuerzas armadas: al ejército, a la armada nacional y a
la fuerza aérea” (Aponte, 2006c, 491).
Militarizada de esta manera la función de policía judicial, uno de los
actores involucrados directamente en el conflicto armado adquiere la
posibilidad de influir en las decisiones judiciales. Con esto se corre el
riesgo de instrumentalizar la recolección de pruebas en función de la
confrontación armada y así se convierte la justicia en instrumento
militar, lo que desplaza el escenario de la confrontación bélica a la
justicia penal.
d.  Descalificación moral de la disidencia. La reacción del Estado
colombiano ante quienes han sido definidos como enemigos y con
quienes se ha entrado en confrontación armada, se ha pretendido
sustentar con argumentos de tipo moral orientados a deslegitimar no
tanto las acciones bélicas o “criminales” de los opositores, como las
razones y motivos de la disidencia política. La descalificación moral del
enemigo se ha fundado, en no pocas ocasiones, en el prejuicio que se
construye al formular juicios negativos de valor sobre aquellas
convicciones políticas que profesan o siguen sujetos que, por lo mismo,
son catalogados como peligrosos y que, por lo tanto, son abordados por
el derecho penal como no personas.
El derecho penal de enemigo en Colombia ha sido de una u otra
manera justificado en la superioridad moral del Estado frente a sus
opositores. Esto demuestra que junto con la defensa del ordenamiento
jurídico y estatal, dichas normas han llevado consigo también la
intención de defender y hacer reales determinadas confesiones de tipo
político que se reputan irreductibles. Lo anterior pone en evidencia lo
poco democrático que resultan ser tales normas, pues con ellas se
pretende consolidar un sistema social y político que no deja espacios
para la disidencia y es en extremo excluyente. Para explicar esta
característica del derecho penal de enemigo en Colombia y sus
repercusiones para la intensidad de la respuesta punitiva, resultan
particularmente pertinentes las reflexiones de Radbruch sobre el
relativismo valorativo y el derecho.
Radbruch parte de la indemostrabilidad de valores absolutos como
presupuesto para la validez del derecho, y explica el carácter vinculante
de las normas jurídicas a partir de la autoridad con que están revestidas,
sin que sea importante para estos efectos su contenido.106 Esta posición,
que en apariencia puede parecer cercana a un planteamiento
autoritario, lleva a Radbruch a conectar la idea de Estado de derecho y
democracia, con el reconocimiento del relativismo moral como su
presupuesto. De esta manera, desarrolla un planteamiento liberal en
donde se resalta la importancia de la tolerancia y de la libertad de
pensamiento y expresión.
Es el relativismo la única base posible para la fuerza vinculante del
derecho positivo… La fuerza obligatoria del derecho positivo solo
puede fundarse precisamente en el hecho de que el derecho justo
no es ni reconocible ni demostrable. Porque un juicio sobre la
verdad o falsedad de las diferentes convicciones jurídicas es
imposible… Puesto que es imposible verificar lo que es justo, se
debe establecer lo que es jurídico. En vez de un acto de verdad, que
es imposible, es necesario un acto de autoridad. El relativismo
desemboca en el positivismo. (Radbruch, 1999, 4)

Así pues, siguiendo a Radbruch, dado que la ley representa un acto de


autoridad y no de verdad,107 al Estado no le corresponde tomar partido
en las diferentes luchas o contraposición de opiniones, sino
simplemente procurar las condiciones necesarias para que dentro del
juego democrático, cualquiera de ellas tenga la posibilidad de ganar
posiciones de poder, dependiendo de lo convincente o persuasiva que
sea. De tal manera, el relativismo reclama la democracia y dado que,
para que tal sistema político sea posible, se requiere de unas condiciones
mínimas que no deben estar a disposición del poder estatal,
especialmente garantías para las libertades, el relativismo también
conlleva al Estado de derecho.108 
En consecuencia, en un sistema democrático el Estado se encuentra
atado al imperio de la ley (como autoridad no como verdad), sin que
sea entonces relevante la valoración que se puede hacer sobre la
convicción que ha logrado la atención de la mayoría,109 pues al tener
como base el relativismo todas las opiniones o creencias sociales y
políticas deben ser asumidas en un plano de igualdad valorativa.110 De
hecho afirma Radbruch, que al ser el relativismo presupuesto de la
democracia y, en este sentido, llevar implícita la idea de Estado de
derecho, lo único que no resulta admisible de acuerdo con este
planteamiento son aquellas ideas que se reclaman como absolutas y
que, por lo tanto, su materialización implica negar la democracia
misma.
“Esta democracia final, esta soberanía popular es, pues, como hemos visto,
una consecuencia inconmovible del relativismo. La democracia puede
hacer todo, menos renunciar definitivamente a sí misma. El relativismo
puede tolerar todas las opiniones, menos la opinión que se considera a sí
misma absoluta… El relativismo es la tolerancia general; solamente no es
tolerancia frente a la intolerancia” (Radbruch, 1999, 8).
En el contexto de violencia social y política en el que se ha movido el
derecho penal en Colombia, el ente estatal ha estado lejos de una
posición moralmente neutra. Pues al tener que participar
activamente en la confrontación buscando consolidar su autoridad, el
Estado ha recurrido a distintos tipos de juicios de valor sobre los que
ha pretendido construir su legitimidad, con importantes
consecuencias para el derecho penal. En efecto, se ha reclamado no
solamente la superioridad jurídica del Estado (por ser la “autoridad”)
sino también la superioridad moral (por representar y defender los
valores sociales -moral cristiana y libre mercado fundamentalmente-).
Esto conlleva a consolidar la enemistad en términos absolutos, frente
a aquellos que no respetan el ordenamiento jurídico al contrariar la
“moral pública”, exacerbando la violencia que se expresa a través de
las normas punitivas.
Orozco ha desarrollado esta observación sobre el caso colombiano,
mostrando cómo al ubicarse el Estado en un plano de asimetría moral
frente a sus detractores, fácilmente se llega a una concepción
autoritaria del poder en el que su consolidación se busca más por la vía
de la violencia y la autoridad, que por la vía democrática. Esto conduce
a edificar un sistema penal para combatir enemigos absolutos, lo cual se
traduce en eficientismo y etización del sistema punitivo, mientras que si
se reconociera la simetría moral de los disidentes (sin dejar
necesariamente de lado la asimetría jurídica), se abriría con mayor
facilidad la puerta al diálogo, sin llevar al derecho penal a extremos se
facilitaría la construcción del Estado desde la base, es decir mediante un
pacto incluyente.111
Y es que como lo ha puesto de presente Aponte, el derecho penal
mediado por el prejuicio moral es utilizado como mecanismo de
integración social. Con el sistema penal se busca así consolidar la
identidad y unidad política, erradicando la disidencia que se considera
perturbadora del orden. En otras palabras, el poder punitivo del Estado
se orienta a la homogenización social siguiendo un concepto de
democracia bastante cercano al expuesto por Schmitt, en el que si no
hay consenso necesariamente debe haber imposición.
Así, de manera peligrosa, se puede llegar a la tendencia radical de
construir un fundamentalismo penal que busque a toda costa la
integración cultural y social, basado en el desconocimiento de la
pluralidad cultural, y considerando dicha pluralidad como
mecanismo de desintegración o, en todo caso, como expresión de
un entorno perturbador… La ley, contraria a la apuesta y al
escepticismo valorativos de Radbruch, asentado en la más estricta
tradición liberal, sirve de esta manera a la homogenización cultural
por la vía de la sanción penal; se trata del viejo problema de la
función pedagógica del Derecho penal, afincada en peligrosas
combinaciones entre moral y Derecho. (Aponte, 2006b, 573)

El derecho penal de enemigo tiende así a discriminar desde el punto de


vista ético al sujeto que es considerado como no persona. Esto produce,
más que tensiones entre el derecho y la moral, la confusión radical
entre estas dos esferas, lo que conduce al endurecimiento de la
respuesta punitiva. Así, si el Estado se supone encuentra la legitimidad
moral, de la que precisamente carecen los grupos de personas que no lo
reconocen y a los que se enfrenta, y si, por lo tanto, quienes administran
y definen la política criminal estatal, ostentan a su turno la calidad de
defensores de dicha moral, será mucho más fácil justificar
ideológicamente las normas penales guiadas con la intención de
confrontar enemigos. La moralización del enemigo conduce entonces a
consolidar enemistades absolutas convirtiendo a ciudadanos ya no
solamente en enemigos políticos, sino también en enemigos morales.112
Se ha establecido que en el marco de este modelo especial de
reacción punitiva, el sindicado de un delito pasa a ser tratado en la
práctica más como un objetivo de carácter militar. Es esa misma
idea la que encontramos en la reflexión crítica adelantada por
Günther. En su trabajo se afirma que “cuando el contrincante es
convertido en la reencarnación del mal, entonces será justificado
per se el uso de actos militares contra él, ya que de hecho él se
encuentra descalificado moralmente”. Vuelve a encontrar sentido
la afirmación, varias veces citada en este trabajo, de cómo el
derecho penal en estas circunstancias se convierte en la
continuación de la guerra por medios civiles. (Aponte, 2006c, 620-
621)

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO COMO INSTRUMENTO


DE REPRODUCCIÓN DE LA VIOLENCIA
Como consecuencia de un derecho penal que mediante el adelantamiento
de la punibilidad, el incremento de penas y la negación de garantías
procesales, se estructura como un instrumento de confrontación de
enemigos internos y que tiene además como base contextos de alta
conmoción social y política, la violencia y el desorden que se supone se
pretenden neutralizar con dichas normas resultan reproducidos. El derecho
penal de enemigo, al partir de un desconocimiento fundamental sobre la
violencia y al escapar de sus posibilidades de aprehensión las distintas
complejidades y tensiones de los conflictos sociales, no genera ningún tipo de
efecto preventivo frente a las conductas y situaciones a las que
ideológicamente se afirma que dará remedio. De hecho, como se mencionó,
simple y dramáticamente se termina manifestando en la criminalización de
problemas sociales y en la confusión entre diferentes instancias de reacción
estatal (lo militar con lo punitivo).
Vale anotar que el derecho penal de enemigo se ha asociado por algunos
autores a lo que actualmente se conoce como derecho penal simbólico. Por esto
último se entiende aquellas normas que se promulgan de manera proselitista y
rentable en términos electorales, con apoyo en promesas vacías de protección y
seguridad para los ciudadanos (o ciertos grupos de ciudadanos), cuando en
realidad dichas normas no producen ningún efecto.113 Pues bien, el derecho
penal de enemigo podrá considerarse simbólico con relación a la falsa promesa
de la “seguridad” y el “orden”, pero de ninguna manera podemos afirmar que un
derecho penal con las características y manifestaciones antes referidas, no
produzca ningún efecto, ya que como se explicará a continuación el costo social
en términos de exclusión, desigualdad, producción de víctimas anónimas y, en
últimas, reproducción de la violencia, tiende a ser alto.
Haciendo esta salvedad, podemos afirmar con German Aller que “el
Derecho penal del enemigo sería un instrumento idóneo para tales fines de
infundadas y absurdas cruzadas morales, manifestación de un rechazable
Derecho penal meramente simbólico” (Aller, 2006, 87).
Podemos realizar entonces algunas consideraciones sobre la forma como
el derecho penal de enemigo contribuye a la reproducción de la violencia.
Éstas han sido desarrolladas desde algunos planteamientos formulados desde
la criminología los cuales, al ser confrontados con el derecho penal de
enemigo, resultan bastante ilustrativos.
Pero antes debemos advertir, que en ningún momento se está queriendo
reducir la génesis de la conflictividad social y política en la que se enmarca el
derecho penal de enemigo, en situaciones de guerra interna, a explicaciones
unidimensionales.114 Tampoco pretendemos tomar partido entre los varios
debates que se han generado a lo largo del desarrollo del pensamiento
criminológico.115 Simplemente se expondrán algunos planteamientos que,
aunque han sido formulados desde distintos paradigmas, nos permiten poner en
evidencia las limitaciones del derecho penal en general y en particular del
derecho penal de enemigo, con el fin de plantear algunas reflexiones sobre si en
realidad un derecho penal con estas proporciones resulta acorde para su
finalidad formalmente declarada, es decir, la neutralización de la violencia.
Haremos referencia entonces a la teoría de la anomia de Merton, al
enfoque del etiquetamiento o Labelling Approach y al cuestionamiento que
desde la criminología crítica se ha formulado al sistema penal por su carácter
selectivo, para terminar este aparte retomando la contradicción (paradoja)
interna del derecho y del Estado modernos con relación a la violencia y la
guerra.

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO INCENTIVA


SITUACIONES DE ANOMIA
Esta afirmación se basa en la teoría de la anomia explicada por Merton -
tomada de Durkheim- y en los distintos tipos de adaptación social
(comportamientos divergentes) que este sociólogo norteamericano
identifica.116
El planteamiento de Merton busca mostrar que el comportamiento
divergente (no necesariamente delictivo) no es un problema de oposición
entre un individuo mal sano y una sociedad pacificada, que se ve vulnerada
en su natural tranquilidad,117 sino más bien que la estructura social estimula
de la misma manera comportamientos “normales” y comportamientos
divergentes. De hecho, Merton afirma que esta diferencia entre
comportamientos “normales” y “divergentes” no puede asimilarse a la
distinción entre comportamientos funcionales y disfuncionales, pues un
comportamiento normal puede ser tan disfuncional como un
comportamiento divergente.
Para desarrollar el concepto de anomia, Merton distingue entre
objetivos culturales y prácticas institucionalizadas. Los primeros hacen
referencia a los propósitos aceptados socialmente como legítimos y cuya
consecución define el grado de reconocimiento y ubicación de los sujetos en
la estructura social, mientras que las segundas se refieren a los modos o
procedimientos permitidos para alcanzar dichos objetivos. Al respecto se
debe mencionar que la validez de los métodos socialmente admitidos no
depende de su efectividad para lograr las metas definidas culturalmente, sino
que depende de una serie de valoraciones, determinadas bien sea por la
mayoría o por los grupos sociales que manejan instancias de poder y
propaganda.118
Hay que destacar que no siempre la importancia que se le otorga a las
metas culturales es la misma que se les da a los medios institucionales, e,
incluso, así dichos medios reconocidos y aceptados sean valorados de la
misma manera que las metas, pueden ser más o menos amplios y estar en
consecuencia a disposición de más o menos personas. De tal manera, en la
estructura social “puede desarrollarse una presión muy fuerte, a veces una
presión de hecho exclusiva, sobre el valor de objetivos determinados que
implica un interés hasta cierto punto pequeño por los medios
institucionalmente prescritos” (Merton, 2002, 211).
En consecuencia, si la estructura social no valora de la misma manera o
no permite que todos sus miembros puedan satisfacer por los medios
reconocidos como legítimos, al menos formalmente, las metas definidas por
la cultura, la organización social tenderá a ser inestable y desequilibrada, en
la medida en que los sectores a los que se les niega el acceso a los medios
socialmente aceptados, pero que igual se ven empujados a perseguir los
mismos fines que el resto de sujetos, buscarán vías alternas sin importar lo
conforme o institucionales que ellas resulten. Esto conduce a un estado
generalizado de anomia o ausencia de normas.119 Se trata de estructuras
sociales edificadas sobre la justificación de cualquier medio en función del
fin, lo que de alguna manera presiona a los individuos hacia una
transmutación de valores en aras de responder a las exigencias que el mismo
sistema social presenta, pero cuya consecución también dificulta.
En una sociedad que padece de anomia pueden darse cinco tipos de
adaptación individual (Merton aclara que esta tipología obedece a
diferentes reacciones, que pueden ser más o menos duraderas, pero que no
caracterizan la personalidad del individuo): Conformidad (cuando el
individuo acepta tanto las metas culturales como los medios
institucionalizados), innovación (cuando el individuo reconoce las metas
culturales pero acude a medios alternos), ritualismo (ocurre con la
aceptación y tal vez con la resignación por los medios institucionalizados
pasando a un segundo plano las metas culturales), retraimiento (se da en
aquellos casos en los que el individuo rechaza tanto las metas culturales
como los medios institucionalizados y se margina de la dinámica social) y,
finalmente, la rebelión (lo que supone un tipo de adaptación colectiva en
donde las metas culturales y los medios institucionalizados son rechazados y
sustituidos por valores nuevos) (Merton, 2002, 218-219).
Es interesante observar cómo la explicación que Merton ofrece
sobre la conformidad, coincide con el concepto funcionalista de
ciudadano que Jakobs desarrolla. En efecto, Merton afirma que la
conformidad tiende a ser el tipo de adaptación más común, dado que de
su generalización depende la estabilidad y continuidad de la sociedad,
pues
el engranaje de expectativas que constituye todo orden social se
sostiene por la conducta modal de sus individuos que representa
conformidad con las normas de cultura consagradas… A menos
que haya un depósito de valores compartidos por individuos que
se influyen mutuamente, existen relaciones sociales, sí pueden
llamarse así las interacciones desordenadas, pero no existe
sociedad (Merton, 2002, 219).

En Jakobs el ciudadano es precisamente el sujeto que mediante el


cumplimiento de su rol social ofrece la seguridad cognitiva necesaria para
poder esperar de él un comportamiento conforme a las expectativas sociales,
es decir cuyo comportamiento es acorde con la estructura social.
De los distintos tipos de adaptación pueden surgir comportamientos
tanto funcionales como disfuncionales. No siempre los comportamientos
disfuncionales coinciden con las conductas definidas legalmente como
delictivas. Sin embargo, la innovación, el retraimiento y la rebelión, son los
tipos de adaptación que presentan una mayor tendencia a ser criminalizados,
ya que en todos ellos el sujeto actúa contrario a las expectativas sociales
generalizadas institucionalmente.120
  Siguiendo la lógica del derecho penal de enemigo explicada por
Jakobs, en cualquiera de los tres casos (aunque siendo más común en los dos
últimos) si el sujeto (o sujetos como ocurre en la rebelión) por medio de su
conducta demuestra su total rechazo frente a los medios institucionalizados
(expectativas normativas como modelo de contacto social), el derecho penal
tomará para él la forma de “pura coacción hasta llegar a la guerra”,
tratándolo como un enemigo.121
Sin embargo, no puede perderse de vista lo siguiente y es sobre lo que
pretendemos llamar aquí la atención. Aunque Merton no pretende asociar
indefectiblemente la pobreza con la delincuencia,122 sí es muy consciente de
la tendencia que puede darse en algunas sociedades a realizar las mismas
exigencias a todos los miembros del conglomerado, al tiempo que esas
exigencias difícilmente pueden ser cumplidas por todos los sujetos ya que
resultan incompatibles para los “situados en los niveles más bajos de la
estructura social”. Esto pone de presente el alto grado de complejidad que
encierran los fenómenos delictivos, en especial cuando la sociedad presenta
profundos desequilibrios que llevan a que buena parte de sus miembros se
distancien de los parámetros normativos de conducta.
Al derecho penal en general, pero especialmente al derecho penal de
enemigo que surge en contextos de guerra interna, mediado por prejuicios
morales, fundado en el desconocimiento de la complejidad social y motivado
por la lucha de poder, se le escapa, como habíamos advertido, de sus
posibilidades de asimilación el hecho de que “la estructura social actúa como
una barrera o como una puerta abierta para la acción dictada por los
mandatos culturales”. Además ignora que “cuando la estructura cultural y la
social están mal unificadas, exigiendo la primera una conducta y unas actitudes
que la segunda impide, hay una tendencia al quebrantamiento de las normas, hacia
la falta de ellas” (Merton, 2002, 241-242).
En una sociedad como la colombiana que, en palabras de Jakobs,
padece de anomia estructural, en la que de entrada como se ha afirmado se
dificulta profundamente hablar de persona en el sentido explicado por el
funcionalismo, el derecho penal de enemigo, incapaz de dar cuenta de la
complejidad de los problemas sociales, contribuye a la desarticulación entre
la estructura cultural y la estructura social. Con esto se estimulan (o
presionan, en los términos de Merton) tipos de adaptación que conllevan a
que se reproduzcan comportamientos divergentes, entre ellos la rebelión.123
Merton advierte lo ilusorio que es reducir complejos problemas sociales
a la simple y limitada relación entre crimen y pena, pues “esto conlleva
frecuentemente la suposición de que una amplia diversidad de conductas, o
que los individuos que practican una forma u otra de conducta, son en teoría
de la misma clase… Además, la decisión de incluir una amplia diversidad de
conductas bajo la rúbrica única de ‘crimen’ o ‘delincuencia’ tiende a llevar al
supuesto de que una sola teoría explicará todo el campo de la conducta
colocado en esta categoría” (Merton, 2002, 256-257). De la misma manera
podemos decir que al reducir complejos fenómenos sociales a un problema de
simple oposición entre el individuo “malvado” (enemigo) y la sociedad que se
defiende, se tiende a hacer creer que cualquier conducta que encaje en los
supuestos descriptivos de criminalización (bastante amplios y difusos
cuando se trata de legislaciones de enemigo) se puede explicar a partir del
mismo prejuicio (no necesariamente teoría), dando la impresión,
ingenuamente, de que la conflictividad política y social obedece a la
caricaturesca oposición del individuo insuficientemente controlado o
reprimido. Con esto se niega toda explicación que ponga en evidencia y
cuestione la responsabilidad que en esta situación recae sobre una estructura
social excluyente.
Así, en este tipo de contextos de desequilibrio social, que tienden a
manifestarse en comportamientos delictivos, el derecho penal, teniendo en
cuenta sus propias limitaciones, parece tener poco que aportar. Sin embargo,
la alternativa a través del poder punitivo suele ser su endurecimiento al
hacerlo cada vez más represivo frente al individuo, sin que se produzca
ningún cambio en la estructura social por medio de otro tipo de políticas
diferentes a la punitiva. En otras palabras, ante la generalización de
comportamientos divergentes, la respuesta de un Estado ignorante de la
complejidad y desequilibrio social (o que simplemente no quiere reconocerla)
de la que dichos comportamientos no son sino una expresión, es radicalizar el
derecho penal. No obstante, “de acuerdo con la teoría que revisamos, es
evidente que se seguirán produciendo diferentes presiones hacia la conducta
divergente sobre ciertos grupos y estratos sólo mientras no sufran ningún
cambio esencial la estructura de oportunidades y las metas culturales”
(Merton, 2002, 272).
Este endurecimiento de la respuesta punitiva, que será proporcional a la
medida en que se perciba al comportamiento divergente como amenaza para la
estructura o identidad normativa de la sociedad (siendo entonces la rebelión el
tipo de adaptación que más cuestiona y pone en entre dicho la regulación
institucional sobre el comportamiento social y por lo tanto la que tiende a
generar una reacción institucional más drástica),124 en la medida en que
criminaliza movimientos sociales y opciones políticas, reduce
considerablemente ámbitos de libertad, estigmatiza sectores sociales y
contribuye a que el Estado evada su responsabilidad en la distribución
equitativa de recursos y oportunidades. En consecuencia, se infla la política
criminal en perjuicio o suplantando verdaderas políticas sociales de inclusión,
lo cual no hace nada distinto que mantener cerradas y aun con más fuerza,
las barreras que impiden a todas las personas el cumplimiento de las metas
culturalmente propuestas. Esto resulta dramático en sociedades como la
colombiana, en donde dentro de las metas cuyo alcance la misma estructura
social dificulta, se encuentra la satisfacción de necesidades básicas de
alimentación, educación, salud, vivienda, etc.125
Cuando la guerra se convierte en la principal fuente del derecho
penal, el ejercicio del poder punitivo se orienta a disciplinar a las personas.
Se pretende acostumbrarlas a aceptar una estructura social excluyente en
donde el comportamiento resignado se termina valorando como el
comportamiento modelo de un ciudadano. Esto puede llegar a generar
comportamientos divergentes tales como el retraimiento y el ritualismo; es
decir, que ante la imposibilidad o indiferencia frente al desequilibrio social, el
Estado termina optando por estimular, mediante el poder punitivo, cierto
tipo de conductas en todo caso divergentes con tal de disuadir de otras. Las
primeras de ellas tienen como efecto bastante posible la prolongación de ese
desequilibrio (dejar las cosas como están y en beneficio de quien están), lo
cual se prefiere sobre la conducta divergente que sí propone nuevas
alternativas o que por lo menos muestra inconformismo, pero que por lo
mismo representa una amenaza para los grupos sociales que controlan
instancias de poder y que se benefician con dicha estructura social. “Parece
que esta desorientación [el retraimiento] es una de las circunstancias
fundamentales de donde salen algunos tipos de totalitarismo político. El
individuo renuncia a la autonomía moral y es sometido a una disciplina
externa” (Merton, 2002, 270).
El derecho penal de enemigo en sí mismo radicaliza la desigualdad en
la distribución de oportunidades que permiten cumplir con exigencias
culturales (incluso la satisfacción de necesidades básicas), al mismo tiempo
que estimula comportamientos con los que igualmente se prolonga dicha
estructura social desequilibrada. Esto constituye una fuente de presión
hacia comportamientos divergentes, dentro de los que se encuentra el
rechazo e intento de sustitución de la configuración social (infidelidad al
derecho en los términos del derecho penal de enemigo) o, en otras palabras,
la rebelión. En últimas, el derecho penal de enemigo mantiene y radicaliza los
problemas estructurales de exclusión que en la sociedad han dado lugar a
comportamientos colectivos de confrontación con las instituciones estatales.

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO CONDUCE A QUE


PERCEPCIONES DE LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL
INICIALMENTE INCORRECTAS SE HAGAN REALIDAD
El derecho penal de enemigo es un buen ejemplo para ilustrar el llamado
teorema de Thomas, el cual indica que “si los individuos definen las
situaciones sociales como reales, son reales en sus consecuencias”.126 De
acuerdo con el teorema de Thomas, los individuos reaccionan más que a las
situaciones mismas, al sentido que les atribuyen. De tal manera que las
conductas subsiguientes y las consecuencias que ellas tienen son
determinadas por el sentido atribuido (Merton, 2002, 505).
Merton propone como ejemplo una “parábola sociológica” en la que un
banco norteamericano gozaba de una relativa estabilidad económica. Como
producto de una falsa percepción sobre la solvencia del mismo, se generaron
una serie de comportamientos del público que tuvieron como
consecuencia la efectiva insolvencia del establecimiento financiero.127 Con
esto se ilustra la “profecía que se cumple a sí misma”. “La parábola nos
dice que las definiciones de una situación (profecías o predicciones) llegan
a ser parte integrante de la situación y, en consecuencia, afectan a los
acontecimientos posteriores” (Merton, 2002, 507).
Esta profecía no es nada distinto a una falsa definición que se da sobre
una situación en particular, que suscita una conducta nueva, la cual
convierte en verdadera la percepción que inicialmente era incorrecta.
Merton también propone como ejemplo la guerra entre dos naciones, en
donde “se cree que es inevitable la guerra… Movidos por este
convencimiento, los representantes de las dos naciones se extrañan cada
vez más entre sí, contrarrestando cada movimiento ‘ofensivo’ del otro con
un movimiento ‘defensivo’ propio. Los montones de armamentos, de
materias primas y de hombres armados son cada vez mayores, y al fin, el
haber previsto la guerra contribuye a hacerla real” (Merton, 2002, 507).
De la misma manera, mediante el derecho penal de enemigo se
transmite y generaliza en la sociedad y en el derecho una falsa percepción
sobre la conflictividad social y política. Esto reduce ambiguamente su
complejidad a un problema individual y moral de criminalidad,128 que es
abordado por el sistema punitivo en lógica de guerra. Esto conlleva a que las
conductas subsiguientes tanto del Estado como de aquellos sujetos que
resultan estigmatizados por dichas normas, sea igualmente en clave de
confrontación armada, produciéndose entonces un mayor número y más
graves expresiones delictivas. Tal es el caso, como se expondrá más adelante,
de la criminalización del comunismo internacional que tuvo lugar en
Colombia en la década de los años cincuenta.
Para entender esta consideración debemos tener en cuenta el enfoque
que en la criminología se ha denominado como interaccionista
(etiquetamiento o Labelling Approach), ya que la falsa percepción de la que
parte el derecho penal de enemigo es producto de la estigmatización
generada a partir de sus propias definiciones.
Después del estructural-funcionalismo de Merton y de las teorías de las
subculturas criminales, que tenían como base un paradigma consensual de la
sociedad, se comienza a percibir que en realidad el “orden” social (con la
observación de la sociedad norteamericana) se encuentra lejos de
corresponder a un supuesto consenso, pues la estructura social parece estar
compuesta por un sinnúmero de sistemas normativos, cada uno con su propia
escala de valores y en potencial conflicto con las demás (Pavarini, 1983,
120). Con esto se produce un importante cambio en la manera de
aproximarse al estudio de la criminalidad desde la criminología o sociología
criminal, pues el delito deja de ser percibido como manifestación de una
patología individual o social, y se reconoce más bien como una construcción
social que por esencia es relativa.129
El paradigma interaccionista rechaza así la noción positivista
según la cual la población criminal constituiría una especie
sujeta causalmente a determinados factores criminógenos; la
única calidad que caracteriza a los criminales es la manera con la
que son definidos y, por lo tanto, tratados. En esta perspectiva el
paradigma interaccionista no puede más que destacar la
relatividad del comportamiento criminal; y con esto evidencia su
orientación hacia una perspectiva pluralista de la sociedad…
postula la ausencia de un consenso general sobre lo que está bien y
está mal, entre lo que es justo y no lo es. Lo único que existe es
el proceso de interacción a través del cual las definiciones son
atribuidas a ciertos comportamientos humanos. (Pavarini, 1983,
127)

Este enfoque de la criminología se fundamenta en el interaccionismo


simbólico y en la etnometodología. Por tal motivo parte del supuesto de que
la realidad social es construida a partir de una infinidad de interacciones,
entre las cuales se conforman definiciones y tipificaciones que se abstraen y
generalizan a partir de la comunicación.130 Así pues, la criminalidad no
constituye ninguna realidad preconstituida, ni es natural, ni objetiva. Muy
por el contrario, criminal es únicamente quien así es definido por las distintas
instancias de control social.131 Por esta razón, afirman los teóricos del
etiquetamiento que las preguntas que en verdad interesan se deben dirigir a
los procesos de interacción para indagar por quién o quiénes detentan tal
poder de definición y sobre quiénes se ejerce.
El centro de atención ya no es el crimen como realidad ontológica,
ahora es la reacción social que se produce frente a ciertos comportamientos.
Esta reacción etiqueta o rotula a los sujetos como delincuentes y a sus
conductas como delictivas. Como consecuencia del efecto que esto produce
en la formación del yo, se generan nuevos comportamientos que, a su turno,
son igualmente etiquetados. Como lo explican Taylor, Walton y Young, “lo
que se dice es que el intento por impedir, castigar y prevenir la desviación
puede, en realidad, crear la desviación misma” (Taylor, Walton y Young,
2001, 157).
Desde esta perspectiva se afirma entonces que el yo es un constructo
social, la concepción que cada quien tiene de sí mismo y la forma como, en
consecuencia, las personas se comportan, son resultado de la percepción que el
conglomerado tiene del individuo y del trato que se le otorga; de tal manera que
al ser etiquetada una persona como criminal y al ser objeto de la respectiva
reacción social -formal o informal-, el yo de dicho sujeto se verá alterado
adquiriendo una predisposición hacia las conductas que también son
definidas como criminales.132
Por esta misma línea, Lemert diferenció la criminalidad primaría de la
criminalidad secundaria. La primera de ellas encuentra explicación en una
serie de factores sociales, culturales y psicológicos a los que ha estado
expuesto el sujeto; mientras que la segunda se explica por los efectos que
produce en el individuo la reacción social que se genera ante un determinado
comportamiento inicial, desde el punto de vista psicológico y social.
Comportamiento inicial que no era necesariamente manifestación de una
constante en la conducta de la persona, pero que ahora, tras el efecto de las
distintas instancias de control, tenderá a serlo abriendo el camino para una
verdadera carrera criminal. Por esta razón, “Lemert menciona la posibilidad
de que los roles y las relaciones de que dispone el individuo luego de haber
sido estigmatizado y rotulado sirvan de apoyo a una identidad desviada”
(Taylor, Walton y Young, 2001, 158).
 La acción de los distintos organismos de control social que rotulan
comportamientos y sujetos como criminales, se determina a partir de
estereotipos formados y generalizados en la misma interacción social. Estos
transmiten una falsa imagen del crimen, supuestamente concentrado en
ciertos sectores sociales y asociados a cierto tipo de personas o grupos
sociales. Tal situación conduce a que el control social adquiera un carácter
selectivo, de tal forma que “si partimos de un punto de vista más general, y
observamos la selección de la población criminal dentro de la perspectiva
macrosociológica de la interacción y de las relaciones de poder entre los
grupos sociales, volvemos a encontrar tras el fenómeno, los mismos
mecanismos de interacción, de antagonismo y de poder que nos dan razón,
en una estructura social dada, de la desigual distribución de los bienes y
oportunidades entre los individuos” (Baratta, 2004, 107).
Y es que como lo explica Baratta, los jueces con sus sentencias crean
una nueva realidad para el condenado, con todas las consecuencias jurídicas
y sociales que esto conlleva, no solamente en términos de responsabilidad
penal, sino también en términos de estigmatización, cambio de estatus y de
identidad social. De esta manera, “la estructura social de una sociedad, que
distingue entre ciudadanos fieles a las leyes y ciudadanos violadores de las
leyes... continuamente se reproduce” (Baratta, 2004, 108). La criminalidad y
el estatus de criminal resultan, mediante esta creación de realidad a través
del control social, administrados como bienes negativos de la misma forma
diferencial que lo son los bienes positivos. Los bienes positivos
(patrimoniales, educación, salud, etc.) así como los negativos (criminalidad),
no son adjudicados a todas las personas por igual. Por el contrario, son
selectivamente atribuidos de acuerdo con las relaciones de poder y
antagonismos de los grupos sociales, lo cual mantiene y reproduce el “orden
social” jerárquico y estratificado (Baratta, 2004, 108).
De acuerdo con lo anterior y retomando el teorema de Thomas,133
podemos afirmar que la construcción social de la realidad, en lo que tiene
que ver al menos con el derecho penal de enemigo, se convierte en un
círculo vicioso en el que desde una falsa percepción (la reducción de la
complejidad social a un simple problema de crimen y pena pero que
paradójicamente se supone amerita la reacción más agresiva posible) se
instrumentaliza al derecho penal estigmatizando sujetos y grupos sociales.
Estos, a su turno, son tratados y definidos de acuerdo con esa falsa
percepción, como si en realidad se tratara simplemente de sujetos peligrosos
e inferiores desde el punto de vista moral, que atentan deliberadamente
contra la estructura social que “por naturaleza” debe ser respetada. Así, se
reducen las alternativas a la simple pero violenta represión punitiva, con
lo cual no se genera nada distinto que la reproducción de estos
estereotipos con consecuencias bastante reales. En consecuencia, el
comportamiento de estos sectores de la población, así como la acción
subsiguiente de los organismos de control, será entonces acorde con los
estereotipos generalizados desde lo normativo y lo judicial.
Así pues, al ser utilizado el derecho penal para consolidar la unidad y
control políticos en una sociedad que padece de anomia estructural
(queriéndose afianzar mediante el poder punitivo las relaciones de poder al
neutralizar con el uso de la fuerza a quienes las ponen en tela de juicio), se
definen como enemigos desde el mismo derecho penal a través de
prejuicios morales y mediante la criminalización de problemas sociales,
económicos y políticos, a sectores de la población que son calificados como
peligrosos (claramente sin especificar para qué intereses lo son). Como
consecuencia existe un trato coherente con dicha etiqueta, institucionalizado
o no, y una reacción en los mismos términos.
Por esta razón se ha dicho que el derecho penal de enemigo en vez de
prevenir la violencia, lo que hace es demonizar y etiquetar individuos que
posteriormente son penalizados, más que por lo que hacen, por lo que
representan de acuerdo con la definición de la que han sido objeto (Bastida,
2006, 295). En ese sentido, Bastida ha dicho con referencia a Jakobs que “el
penalista aduce que existen actividades especialmente peligrosas que explican
una reacción radical por parte del ordenamiento jurídico por medio de penas
que aterroricen. Hay que invertirlo: la pena que aterroriza… crea una actitud
a posteriori considerada como peligrosa, propia de enemigos. O, dicho de otro
modo… hay un enemigo luego hay que mostrar autoridad con él. En realidad
sucede a la inversa: hay que mostrar autoridad, luego habrá que crear a un
enemigo” (Bastida, 2006, 296).
En consecuencia, teniendo en cuenta la necesidad de corroboración
fáctica de lo normativo como presupuesto para la existencia o realidad
social tanto del sistema jurídico como del Estado de derecho, y si en gracia
de discusión aceptamos, de acuerdo con el funcionalismo desarrollado por
Jakobs, que es precisamente esto lo que conduce al derecho penal de
enemigo cuando dicha corroboración no es posible, no debemos en todo caso
perder de vista que “podemos tratar a la gente de forma distinta por
ignorancia o prejuicio (como ciudadanos a unos, a otros como enemigos)”,
sin embargo, el resultado será el mismo “que se obtendría si las supuestas
diferencias fuesen reales” (Taylor, Walton y Young, 2001, 159). En otras
palabras, si el punto de partida del derecho penal de enemigo como aquí se
ha explicado, es el riesgo de inexistencia o desaparición del sistema jurídico y
del Estado de derecho como realidades sociales (la insolvencia del banco en
la parábola sociológica de Merton), la conducta subsiguiente que hace real
dicha percepción es el derecho penal de enemigo. Por consiguiente, así como
la profecía de la insolvencia o de la guerra en los ejemplos citados más arriba
se cumplieron, la desaparición del sistema jurídico como garante de la
libertad y mecanismo de protección de las personas, así como del Estado de
derecho, también lo hará.
El derecho penal de enemigo parte entonces de una mala o deficiente
interpretación de la realidad social que, a través de las definiciones y
estigmatización proveniente de la represión punitiva, encuentra un medio
para hacerse realidad. La profecía que se cumple a sí misma es entonces la
guerra anunciada y declarada desde el discurso ideológico con el que se
intenta justificar la legislación penal de enemigo. Los actos subsiguientes que
la hacen realidad, entre otros, son las normas de ese derecho penal que se
configuran como un medio de confrontación de “no personas”.

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO TIENE UN CARÁCTER


ALTAMENTE SELECTIVO
A partir de los años setenta un sector de la criminología, teniendo como
antecedente los postulados del interaccionismo,134 dio un nuevo giro al
orientar sus estudios a la crítica del sistema penal y dentro de él a la
criminología tradicional, como instrumentos que soportan el orden social
capitalista y burgués al complementar los demás mecanismos de exclusión y
legitimar ideológicamente la estructura social de explotación y marginación.
Se trataba de poner en evidencia los intereses políticos y económicos
que se encuentran detrás de los distintos ordenamientos penales, de las
instituciones encargadas de darles operatividad y de las distintas instancias
de control social (velados por la pretendida neutralidad del positivismo).
Adicionalmente se reclamaba para la criminología la necesidad de postular
sus propias definiciones sin tomarlas del discurso penal oficial como había
hecho la criminología positivista. Con esto se pretendía darle independencia
a la criminología frente a la ideología penal tradicional,135 pero con un
carácter interdisciplinario que le permitiera cuestionar el orden social,
económico y político, de lo cual el sistema penal no es sino un reflejo.
Es por esto que en la base de la criminología crítica se encuentra un
enfoque claramente marxista, con una importante influencia de los teóricos
de la escuela de Frankfurt. Así, las distintas propuestas críticas de la
criminología tienen en común (no obstante sus matices y diversos puntos de
interés), que no reconocen ningún tipo de autonomía del derecho ni de su
estudio, pues sostienen que el sistema jurídico y la ciencia jurídica se
encuentran siempre estrechamente ligados a las relaciones sociales y de
producción existentes en un momento histórico determinado. De manera que
“no hay conceptos en general ni conceptos jurídicos de la realidad social, sino
simplemente la realidad social misma, rebelde a toda clase de
abstracciones”.136 Por eso, para la criminología crítica no es posible predicar
sentido o valor propio alguno de ningún enunciado o institución jurídica,
por fuera de las condiciones materiales que le han dado origen y desde las
cuales se debe explicar.137
Por esta línea, Baratta puso de presente el carácter selectivo y clasista
de los sistemas penales, particularmente en América latina. En dichos
sistemas se producen una serie de mecanismos de selección de los
individuos sobre los que recae el ius puniendi estatal (y en ocasiones
paraestatal). Con esto, más allá de la protección de los derechos o bienes de
las personas, se busca conservar las relaciones sociales tal y como están, es
decir, de reproducir la realidad social. “Esta realidad se manifiesta con una
distribución desigual de los recursos y de los beneficios, en correspondencia
con una estratificación en cuyo fondo la sociedad capitalista desarrolla zonas
consistentes de subdesarrollo y marginación” (Baratta, 2004, 179).
Baratta muestra la forma como el sistema penal complementa los demás
mecanismos de control social, dentro de ellos, por ejemplo, la escuela.138 Allí
se ponen en marcha procesos de socialización con los que se busca
acostumbrar y preparar a los individuos para que acepten y se acomoden a
una estructura social estratificada que permite muy poca movilidad. Se
pretende hacerlo mediante estrategias que discriminan entre los “elementos
buenos” y los “elementos malos”, según los individuos se acoplen o no al
modelo de organización social vertical que estas instituciones reproducen y
conducen a interiorizar. Sin embargo, resalta que:
Es en la zona más baja de la escala social donde la función
seleccionadora del sistema se transforma en función marginadora,
donde la línea de demarcación entre los estratos más bajos del
proletariado y las zonas de subdesarrollo y de marginación señala,
de hecho, un punto permanentemente crítico, en el cual a la
acción reguladora del mecanismo general del mercado de trabajo se
agrega, en ciertos casos, la de los mecanismos reguladores y
sancionadores del derecho. Esto se verifica propiamente en la
creación y en la gestación de aquella particular zona de
marginación que es la población criminal. (Baratta, 2004, 180)

Tenemos entonces que el sistema penal en general, en cuanto


mecanismo de control y defensa social, reproduce las relaciones y estructura
sociales, criminalizando grupos sociales vulnerables, mediante la
generalización de estereotipos que permiten ejercer un drástico control sobre
ciertos sectores de la población víctimas de la violencia estructural a la que el
mismo sistema penal contribuye a mantener. En este sentido, tanto en el
derecho penal abstracto o criminalización primaria, como en sus mecanismos
de aplicación o criminalización secundaria, se evidencian formas de
selección, discriminación y marginación.
Desde el punto de vista de la criminalización primaria podemos decir
que “concierne no solo a contenidos, sino también a ‘no contenidos’ de la ley
penal. El sistema de valores que en ellos se expresa refleja sobre todo el
universo moral propio de una cultura burguesa-individualista, que destaca al
máximo la protección del patrimonio privado y que se dirige prioritariamente
a tocar las formas de desviación típicas de los grupos socialmente más débiles
y marginados” (Baratta, 2004, 184-185).
Mientras que frente a la criminalización secundaria podemos afirmar,
nuevamente con Baratta, que “acentúan el carácter selectivo del sistema
penal abstracto. Han sido estudiados los prejuicios y los estereotipos, que
guían la acción tanto de las instancias de averiguación como de los
juzgadores, y se ha demostrado que llevan, así como acontece en el caso del
maestro y de los errores en las tareas escolares, a buscar la verdadera
criminalidad sobre todo en aquellos estratos sociales de los cuales es normal
esperarla” (Baratta, 2004, 184-185).
Y es que la definición de la criminalidad resulta selectivamente
administrada desde las distintas instancias que componen el sistema penal,
insistimos de nuevo, siguiendo estereotipos que se forman en función de la
estratificación social. La poca capacidad que tienen los jueces para
comprender la realidad social y adentrarse “en el mundo del imputado”,
conduce al desconocimiento y a la formación de prejuicios que operan de
manera adversa para los sujetos pertenecientes a los grupos sociales
estigmatizados. En este sentido, la criminología crítica también a puesto de
presente las diferencias de trato que se aprecian en el funcionamiento del
aparato punitivo, motivadas por actitudes emotivas y valorativas que incluso
inconscientemente asumen los funcionarios, dependiendo de la ubicación
social de la persona. Esto se refleja en las valoraciones propias de la
responsabilidad penal en términos dogmáticos, como por ejemplo, en los
juicios sobre el aspecto subjetivo del delito (dolo, culpabilidad, etc.).139
Estas críticas formuladas a los sistemas penales en general, pero que
encuentran particular pertinencia en sociedades marcadas por profundas
contradicciones sociales, se potencializan cuando se trata de legislaciones de
enemigo en contextos de conflicto o de guerra interna. La criminalización de
problemas sociales a la que ya hemos hecho referencia, resulta ser el
mecanismo de selección y estigmatización más fuerte de esta forma de
derecho penal, pues con esto, sumado a la moralización de los conflictos, se
radicaliza el ya excluyente y también selectivo trato punitivo que se dirige a
sectores sociales cercanos a determinadas actividades y pensamientos
políticos.
En contextos de guerra o conflicto interno, mediante el derecho penal
de enemigo se crean prejuicios sobre sectores sociales como movimientos
estudiantiles, sindicatos, organizaciones campesinas e incluso partidos
políticos. Estos terminan siendo etiquetados como “terroristas” o
“subversivos”, en últimas, como sujetos peligrosos para el establecimiento,
grupos sociales que en muchas ocasiones son integrados por personas
pertenecientes a las clases o estratos menos favorecidos por la estructura
social vertical y violenta.
Este efecto del derecho penal de enemigo se pone en evidencia
también, al considerar lo selectiva que en sí misma tiende a ser la función de
los organismos de policía. Esto, a su vez, se incrementa con el aumento de
dichas facultades y la asignación de las mismas a instancias militares, lo cual
tiene lugar cuando el derecho penal de enemigo surge como
instrumentalización del derecho en función de la guerra. En efecto, desde su
nacimiento la policía ha tenido una naturaleza fundamentalmente política y ha
cumplido un rol de defensa del orden establecido, esto ha sido así desde el
surgimiento del Estado absolutista hasta la actualidad. Pero básicamente y en
esencia, esa función de defensa del orden se ha traducido, en momentos
en los que las contradicciones sociales parecen salirse de control, en una
función represiva de la disidencia de carácter socio-económico “y no en
primer lugar contra la criminalidad”.140
Si bien es cierto, a la policía tradicionalmente (y en algunos países al
menos en teoría) se le ha encomendado el mantenimiento del orden interno,
mientras que al ejército le corresponde la defensa del orden externo del
Estado. En aquellos momentos de conflictividad social en los que la función
policial se orienta a reprimir la disidencia, los límites entre estas dos
funciones se vuelven borrosos, pues ya no se trata de un ejército que a nivel
externo combate a enemigos y una policía que a nivel interno trata con los
propios ciudadanos del Estado. Ahora se combaten enemigos internos, lo que
le abre la puerta a la actuación del ejército al interior del Estado asumiendo
funciones de policía, al tiempo que, a su turno, los organismos de policía  se
militarizan. Esto conduce a la generalización de la lógica de la guerra en
todas las instancias de control social formal e informal.
Bustos Ramírez pone de presente esta situación en los siguientes
términos:
En los últimos tiempos esta distinción se ha hecho borrosa como
consecuencia lógica de la doctrina de seguridad nacional, conforme
a la cual el enemigo del Estado puede ser tanto externo como
interno. El concepto de orden del sistema resulta único e indivisible,
luego todo el que esté contra él o en desacuerdo con él es un
enemigo… Luego también los medios en uno u otro caso han de
tender al exterminio; el concepto de guerra con todas sus
consecuencias sobre la organización de las instituciones, sobre la
formación, etc., se extiende entonces a todos los niveles del
control. (Bustos, 1983a, 65)

Este endurecimiento de la función de policía al que conlleva su


militarización, radicaliza su rol antagónico frente al ciudadano, pues los
organismos que cumplen este tipo de funciones comienzan así a ser
percibidos como guardianes de un orden político escasamente legitimado.
Esto se agudiza por la identificación y vinculación de la policía con el
ejecutivo y sus políticas contingentes y coyunturales.141 Esta situación se
torna extremadamente gravosa en términos de libertades y garantías, cuando
dicha militarización va acompañada de funciones judiciales, en las que se
pierde toda independencia en la administración de justicia, lo que lleva los
niveles de selectividad y estigmatización a su punto más alto. En otras
palabras, estamos ante la radicalización del poder de castigar,
instrumentalizado por intereses políticos coyunturales, lo que en sí mismo
implica y genera como reacción aun más violencia.
Adicionalmente, la selectividad del sistema penal, a instancias de los
organismos que cumplen funciones de policía, se incentiva cuando la
legitimidad del sistema punitivo se busca en la eficiencia, entendida como
efectividad en la lucha contra el crimen. Dadas las limitaciones inevitables
de recursos humanos y técnicos, únicamente es posible buscar la “eficacia
represiva” mediante la especialización y sectorización de la función policial
en ciertos sectores de la población, lo que en todo caso envuelve
procedimientos discriminatorios que dejan en vilo los supuestos principios
del Estado de derecho.142 Es más, siendo la policía el primer y más directo
contacto que tiene el sistema punitivo con los conflictos sociales, encierra un
amplio margen de decisión sobre lo que en realidad llega o no al sistema. Los
funcionarios con funciones de policía, bien sean policías de profesión o
militares en ejercicio de este tipo de funciones, tienen la posibilidad, y de
hecho así sucede, de definir quién es sospechoso y quién no. Aquí operan
nuevamente los estereotipos y las estigmatizaciones que en contextos de
guerra interna tienden a generalizarse.
La policía tiene un amplio campo de decisión, cumple realmente a
nivel particular y primario funciones de juez. La policía decide
quiénes son sospechosos… para ello se ha construido un marco
general personal (‘gente decente’ y ‘sospechosos’ -asociales, lumpen,
gamberros, etcétera-) y de lugares o barrios, además de un catálogo
de apariencias y conductas sospechosas… En resumen, cada policía
y la policía en general señalan (y tienen el espacio de juego
necesario para ello) quién y qué va contra el orden (Bustos, 1983a,
70-71).
Pero la selectividad del derecho penal de enemigo va mucho más allá.
Aponte también ha resaltado el carácter selectivo del derecho penal de
enemigo, concretamente en el caso colombiano, calificándolo como “una
gran máquina de producción de selectividad”.143 Como consecuencia del uso
ambiguo y coyuntural del derecho penal, paralelamente a la criminalización y
al trato represivo, se conceden grandes beneficios para ciertos agentes,
mientras que permanece endurecido frente a otros que mediante una
decisión política se siguen tratando como enemigos absolutos (Aponte,
2006c, 601).
En este sentido, Aponte sostiene que la mayor expresión de los efectos
de la selectividad del derecho penal de enemigo en Colombia, que como ya
dijimos se encuentra profundamente marcado por la guerra interna, radica
en la creación de chivos expiatorios y víctimas inocentes. Esto es así puesto
que la radicalidad de la respuesta penal es inversamente proporcional a la
fiereza y poder bélico de los diferentes actores, ya que con los más agresivos
se tiende a negociar, mientras que los menos violentos terminan atrapados en
el discurso y en la práctica de la seguridad y la eficiencia del sistema penal.
“Para los más agresivos, tal como se ha dicho, existen amnistías e indultos -
explícitos o disfrazados- o tratamientos privilegiados: allí la producción de
selectividad se hace más evidente y desde el Estado y sus instituciones
penales se crea una especie de situación social de todos contra todos, donde
la violencia que se genere será la medida para evitar el castigo” (Aponte,
2006c, 602). Aquí Aponte retoma lo dicho por Hassemer sobre el peligro de
relativizar las garantías de un derecho penal dirigido a ciudadanos con el fin
de confrontar enemigos, pues de esta forma se abre la puerta para que
simplemente impere “el derecho arbitrario del más fuerte” (Aponte, 2006c,
602).
Así pues, para algunos actores aparece selectivamente administrada la
enemistad relativa con beneficios y tratos especiales, mientras que para
quienes son mantenidos dentro de la lógica de la enemistad absoluta, como
consecuencia de la moralización del conflicto, la reacción punitiva opera
como institucionalización de la venganza. Esto, además, conlleva a que se
niegue toda capacidad discursiva a estos sujetos y se reconozca para ellos
únicamente como posibilidad el uso de la fuerza. Aparecen entonces normas
que consagran tipos penales bastante abiertos y difusos en donde tienden a
desaparecer importantes distinciones dogmáticas (tentativa y consumación,
autoría y partición). Pero además se aumentan las penas y se reducen las
garantías procesales, con lo cual se calla tanto adentro como afuera del
proceso penal al enemigo, con esto se evita su defensa activa en lo judicial y
se recorta gravemente su libertad mediante normas sustanciales de expresión
en el debate público.
De esta manera se hace más difícil que el derecho abandone, al
menos de forma aceptable, la idea de la simple venganza… Desde
el punto de vista estrictamente de la ineficacia de la ley penal,
aplicada a conflictos leídos en clave moralizante, se produce no
sólo la criminalización de los conflictos, es decir, su lectura según el
código crimen/pena… sino también que la aplicación de dicho
código se manifiesta paralelamente en una ‘etización y
absolutización de los conflictos. (Aponte, 2006c, 611)

Además, debido al desconocimiento de la violencia del que parte el


derecho penal de enemigo, los efectos de tal sistema represivo se terminan
produciendo en donde se manifiestan los conflictos y no en donde se
producen. De tal forma, se tiende a castigar actores que hacen parte del
entorno visible de la conflictividad. Sin embargo, los agentes que en verdad
tienen la posibilidad de decidir en este tipo de contextos se mantienen al
margen de la respuesta penal, produciéndose en últimas víctimas anónimas
que por su poco poder de incidencia real y, por lo tanto, la inexistente
posibilidad de ser tomadas en serio, nunca son advertidas; son, al fin de
cuentas, víctimas anónimas y silenciosas del sistema.144
Se produce en realidad el mayor efecto de la justicia penal de
emergencia; la víctima individual, aquella que permanece en
silencio, revela con mayor drama la capacidad de desplazamiento
de lugar que ejerce la función penal. Son víctimas en el sentido más
radical del término. Silenciosas y anónimas, reproducen en todo su
dramatismo la violencia que el sistema penal desea contrarrestar…
cuando son ellas tratadas con especial dureza y cuando se les niega
su carácter de ciudadanos, se corre con ello el peligro de perderlas
socialmente para el Estado y el derecho; un sindicado o un
condenado envilecido, es una pérdida. Incluso, en relación con la
fuente que origina el derecho penal de enemigo, la guerra o los
graves conflictos sociales y políticos, puede decirse que el costo de
la pérdida se paga en el mismo escenario de la guerra y los
conflictos. Es decir, no sólo no se contribuye a la posibilidad de la
paz… sino que éstos se exacerban siempre más. (Aponte, 2006c,
630)

En contextos de guerra interna, el derecho penal de enemigo reproduce


la violencia que se supone con él se contrarrestará, al constituir un
mecanismo altamente agresivo y selectivo de conservación y reproducción de
la violencia estructural.145 Dicho mecanismo, además de esconder las
víctimas que el mismo sistema social genera, produce sus propias víctimas
incentivando así la conflictividad social y política.
La afirmación de Martínez, a propósito de la obra del profesor
Baratta, según la cual la violencia penal interviene sobre los efectos y no
sobre las causas, sobre comportamientos y no sobre los conflictos mismos,
sobre personas y no sobre situaciones, de manera reactiva y no de manera
preventiva, aparece confirmada de manera absolutamente clara cuando se
trata del derecho penal de enemigo. En él, con mayor fuerza y razón, la
pena “es violencia institucional represora de necesidades reales y cumple
la función de reproducir la violencia estructural, pero a la vez de
esconderla tras la exaltación de la violencia delictiva” (Martínez, 2006,
121).

EL DERECHO PENAL DE ENEMIGO NIEGA EL ESTADO DE


DERECHO
Las normas de derecho penal de enemigo, por sus características dogmáticas,
tanto procesales como sustanciales, sumadas al trato discriminatorio entre
“ciudadanos” y “enemigos” al que conduce este modelo, niega las bases y
principios del Estado de derecho, abre la puerta al terror de Estado, y
propicia incluso la reacción desinstitucionalizada.
Las legislaciones que responden al modelo del derecho penal de
enemigo usualmente son justificadas por los discursos oficiales en la
necesidad que tiene el Estado de brindar seguridad. Sin embargo, pese a esta
necesidad (no real en todos los casos, al menos en la dimensión o forma en
que es presentada), el derecho penal al ser instrumentalizado por la guerra se
constituye, en sí mismo, en una amenaza para el ciudadano que se supone
debe proteger. Este tipo de normas imponen a las personas una serie de
condiciones que restringen en gran medida la libertad general de acción y
conceden al derecho penal una connotación que dista mucho de la
concepción clásica que concibe al derecho penal como una garantía para la
persona.
En los discursos que hablan de seguridad y eficiencia del derecho penal
para explicar la existencia de un sistema punitivo cada vez más represivo, se
parte de una visión conservadora del Estado, en la que se pierde de vista su
naturaleza como aparato de poder y, por lo tanto, potencial agresor. Desde
esta perspectiva, el rol de las normas que componen el derecho penal no es
otro que el de perseguir y reprimir, antes que el de proteger libertades frente
al ejercicio de un poder de castigar que en todo caso, con o sin derecho penal
-como aquí se entiende- se ejercerá, en últimas, como mecanismo de
preservación del sistema social, económico y político, antes que de los
derechos de los ciudadanos. En este sentido es que se afirma que en el Estado
moderno se encuentra una inquietante paradoja (para nosotros más bien
tensión) pues para brindar seguridad y proteger a las personas, el ente estatal
debe actuar con fuerza y ejercer violencia sobre ellas mismas. De igual forma
ocurre en consecuencia con el derecho penal, pues en aras de la protección
de los bienes y derechos de las personas, limita y afecta gravemente esos
mismos derechos. Así, para que el Estado pueda cumplir con su función de
protección, de acuerdo con lo que estamos diciendo, debe afirmarse a sí
mismo como instrumento de control, mediante el ejercicio de la fuerza, ante
los mismos ciudadanos que debe proteger.
Surgen entonces como conceptos en tensión, por un lado, la seguridad
del Estado, mientras que por otro tenemos la seguridad del individuo. Para
que ésta última sea posible, desde una perspectiva conservadora, se requiere
en primer lugar garantizar la primera, así en dicho esfuerzo aparezca la
segunda amenazada. Y es justamente esto lo que sucede con el derecho penal
de enemigo y, en general, con las normas que responden a este modelo. Pues
al pretender asegurar al Estado, con la excusa de la seguridad de los
individuos, el poder punitivo termina negando la condición de persona y de
ciudadano, al radicalizar el uso de la violencia en términos de enemistad
absoluta.
En palabras de Bustos, “los derechos y libertades del individuo aparecen
negados en aras de la conservación y seguridad del Estado”, lo que demuestra
que “en sus orígenes, el Estado actual es el Estado de la inseguridad del
individuo, y en cambio, el estadio de la seguridad del Estado: su autonomía y
subsistencia se logra mediante la dependencia total del individuo” (Bustos,
1983b, 12). Esta situación se torna aun más problemática cuando la autoridad
del Estado entra en crisis, pues la tendencia en estos casos es volver a la
posición “fetal”, es decir, al Estado absoluto. En este tipo de situaciones se
pierde de vista que “la mayor seguridad del Estado trae la menor del
individuo, pero a su vez la anulación de la seguridad del individuo trae
inevitablemente la inseguridad del Estado, pues surgen las luchas por la
racionalidad y las libertades” (Bustos, 1983b, 12).
Esta tensión ha tendido entonces a ser resuelta en algunos países, entre
ellos Colombia, a favor de la seguridad del Estado en perjuicio de la libertad
individual, mediante la implantación de postulados ideológicos como
“peligrosidad”, “salvación de la civilización cristiano-occidental” u “orden y
progreso”. Esto ha conducido a dividir la población entre amigos y enemigos
trasladando, como se ha dicho reiteradamente, la concepción de guerra al
interior del Estado. “De modo que ya no se trata simplemente del hombre
peligroso, del desviado o marginal al que hay que readaptar, sino del enemigo
al que sólo cabe, como en la guerra, aniquilar por cualquier medio” (Bustos,
1983b, 21-22).
De alguna manera se terminan reconociendo “metaderechos
fundamentales del Estado”, como diría Bustos, superiores a los derechos de
las personas. También se deja a un lado el pensamiento garantista de anclaje
liberal del derecho penal clásico y se olvida que al entregar al Estado un
mayor poder de control y de castigo sobre sus habitantes, “la seguridad y la
libertad del individuo quedan en entredicho, pues la historia ha demostrado
reiteradamente que la seguridad y libertad resultan más fácilmente lesionadas
por el Estado que por otro particular y que al mismo tiempo resulta más
difícil defenderse del Estado que de otro individuo” (Bustos, 1983b, 25).
Esta situación demuestra que el concepto de derecho penal de enemigo
resulta contradictorio con la idea misma de Estado de derecho, pues si se
debe recurrir a semejante uso de la violencia y negación de la libertad, en
aras de proporcionar seguridad, es porque tal forma de Estado no ha logrado
cumplir con el objetivo que desde la concepción más pura del Estado
moderno justifica su existencia.146 Así, como lo afirma Bastida, “muestra a
las claras que el Estado de Derecho ya no es eficaz. Podrá ser eficaz como
Estado, pero ya no será de Derecho” (Bastida, 2006, 302).
Cancio Meliá presenta un argumento importante desde el punto de
vista sistémico, para explicar por qué el derecho penal de enemigo no se
puede entender como parte del derecho penal y, por lo tanto, constituye un
concepto que se aleja de lo que el sistema jurídico se supone busca en un
Estado de derecho. De acuerdo con Cancio, además de los argumentos sobre
la falta de legitimidad desde el punto de vista político y de inconveniencia en
términos de prevención y seguridad que pueden formularse con mucha razón
al derecho penal de enemigo,147  también se debe tener en cuenta que si se
trata de procurar la estabilización del sistema jurídico en orden a mantener la
paz social, es necesario reconocer que este tipo de reacción estatal resulta
disfuncional.
El derecho penal de enemigo, como ya lo hemos sostenido en este
trabajo, parte de un desconocimiento fundamental de los problemas sociales
y de la violencia. La percepción sobre la conflictividad política y social que
reflejan este tipo de normas es equivocada,148 debido a la reducción y
moralización de complejos procesos sociales que se escapan de sus
posibilidades de aprehensión. Por esta razón, y considerando que el efecto
preventivo realmente es escaso por no decir nulo, es que el papel que el
derecho penal de enemigo cumple debe buscarse en un plano simbólico,
siguiendo los lineamientos que el mismo Jakobs ha trazado para la
fundamentación del derecho penal del ciudadano como sub-sistema social.
Y es que el derecho penal de enemigo, pese a los discursos sobre
seguridad, eficiencia y protección de las personas con que es usualmente
justificado, en realidad se orienta a mantener o proteger la estructura
normativa de la sociedad o, en otras palabras, la identidad social, que es
puesta en tela de juicio desde el punto de vista comunicacional por medio de
comportamientos que en el plano simbólico cuestionan ciertos “elementos
esenciales y especialmente vulnerables de la identidad social”.149
En consecuencia, teniendo en cuenta que el derecho penal del
ciudadano se orienta a reafirmar contrafácticamente la vigencia de la norma
cuestionada con la conducta del autor, el Estado no puede responder de
forma distinta ante aquellas situaciones en que más necesita reafirmar la
vigencia del ordenamiento jurídico, es decir que, cuando más necesita dar
vigencia a la “normalidad”, no puede responder de manera “excepcional”. Si
de lo que se trata cuando se han puesto en tela de juicio éstos elementos
esenciales y vulnerables es de defender la identidad normativa de la sociedad,
en un Estado de derecho la respuesta no puede darse desfigurándolo
mediante normas que discriminan entre sujetos “buenos” (ciudadanos) y
sujetos “malos” (no personas o enemigos). Muy por el contrario. La reacción
del Estado de derecho que ve cuestionada la identidad normativa de la
sociedad que regula, debe darse dentro de la “normalidad” asegurando y
reafirmándose a sí mismo como un Estado de libertades. Volvemos a lo
mismo que habíamos dicho desde el primer capítulo: resulta un
contrasentido para la racionalidad del derecho, entendido como escenario de
protección de la libertad, que en aras de mantener su poder normativo ejerza
la violencia que le es inherente, negándose él mismo dicha condición y
mutando en un mecanismo de opresión y discriminación.
Si esto es así, es decir, si es cierto que la característica especial de
las conductas frente a las que existe o se reclama ‘Derecho penal
del enemigo’ está en que afectan a elementos de especial
vulnerabilidad en la identidad social, la respuesta jurídico-
penalmente funcional no puede estar en el cambio de paradigma
que supone el Derecho penal del enemigo, sino que precisamente,
la respuesta idónea en el plano simbólico al cuestionamiento de
una norma esencial debe estar en la manifestación de normalidad, en
la negación de la excepcionalidad, es decir, en la reacción conforme
a los criterios de proporcionalidad y de imputación que están en la
base del sistema jurídico-penal ‘normal’. (Cancio Meliá, 2006, 133)

De acuerdo con Cancio, sólo mediante la reacción dentro de los


parámetros “normales”, que no deben ser otros que los de un derecho penal
entendido como garantía y en este sentido respetuoso de la libertad, se niega
la capacidad de cuestionar esos elementos esenciales. Pues la mayor
desautorización que puede tener el comportamiento del sujeto que no ofrece
el mínimo de garantía cognitiva, es la reafirmación de su pertenencia a la
“ciudadanía general”. De lo contrario, con el derecho penal de enemigo se
reconoce la capacidad del infractor de cuestionar la norma, dando incluso
mayor resonancia a sus actos. Por esto, no obstante la labor de proporcionar
seguridad que se atribuye a este tipo de normas o la necesidad de
corroboración de lo normativo por lo fáctico, el derecho penal de enemigo
conlleva al final a crear de manera artificial “criterios de identidad entre los
excluyentes mediante la exclusión” (Cancio Meliá, 2006, 136).
Podríamos decir entonces, que finalmente el derecho penal de enemigo
desde el punto de vista de la comunicación es disfuncional, pues reconoce y
estimula la capacidad que tienen ciertos sujetos de cuestionar gravemente la
identidad social, además de romper con el concepto mismo de Estado de
derecho y conducir al autoritarismo. Así, ante este tipo de situaciones el
derecho penal no puede aspirar a más que producir un efecto de prevención
general positiva, en términos de comunicación simbólica. Esto lleva a afirmar
la necesidad de mantenerlo en las proporciones necesarias de respeto de la
libertad de las personas y de los ciudadanos, pues de todas maneras, no
importa la intensidad de la reacción punitiva. En palabras de Jakobs: “la pena
no lucha contra un enemigo; tampoco sirve al establecimiento de un orden
deseable, sino sólo al mantenimiento de la realidad social” (Jakobs citado por
Cancio Meliá, 2006, 137), la que si de ante mano está configurada de
manera violenta, la intervención de un sistema penal endurecido no hará
más que radicalizar dicha situación.
Esta disfuncionalidad que se traduce en el círculo vicioso de la guerra
interna, en donde el Estado cada vez está más cercano al absolutismo y hay al
mismo tiempo mayor oposición al derecho, se manifiesta en el abuso, como
ha ocurrido en Colombia, de los estados de excepción, los cuales, cuando se
trata de situaciones de guerra interna en donde el derecho penal se
instrumentaliza, tienden a ser permanentes. Con esto se evidencia cómo el
derecho penal de enemigo se generaliza mientras el Estado de derecho cede.
El derecho penal de enemigo que se supone surge como reacción estatal
ante la imposibilidad de comunicación con ciertos sujetos en términos de
juridicidad, ha sido implementado de diferentes maneras. Bien sea mediante
normas que entran al ordenamiento jurídico como parte de la legislación
ordinaria,150 o a través de jurisprudencia que al interpretar las normas del
Código Penal “normal” les dan alcances que evidencian la confrontación con
un sujeto antes que la sanción por un acto.151 Pero en ocasiones, como ha
ocurrido en el caso Colombiano cuando surge en contextos de guerra
interna, el derecho penal de enemigo tiende a ser implementado y a
generalizarse mediante el abuso de los estados de excepción. “Es como si en
ciertos casos -“extremos”, de “excepción”- la sociedad se viera obligada a
reconocer su propia inidoneidad estructural para instituir un circuito
comunicativo de este tipo: una admisión, en el fondo, de debilidad, que se
manifiesta como una tendencia anómica” (Cornacchia, 2006, 418).
En este sentido el derecho penal de enemigo es la muestra de la
carencia de identidad normativa de la sociedad, pues pone en evidencia el
conflicto y la falta de integración social. Así, cuando se dejan penetrar al
ordenamiento penal normas de confrontación de enemigos, lo que termina
sucediendo es que se formaliza de alguna manera un estado de emergencia
permanente. Esto ha sucedido de manera explícita en Colombia, pues es
precisamente en desarrollo de estados de sitio donde la guerra se ha
manifestado como fuente del derecho, dándole la forma de un derecho
penal de enemigo radical y selectivo.
Y es que bien sea porque mediante el derecho penal de enemigo que se
inserta en la legislación ordinaria se formaliza implícitamente un estado de
emergencia permanente, o porque de manera explícita mediante el abuso de
los estados de excepción se radicaliza el poder punitivo como mecanismo de
continuación de la guerra, lo cierto es que cualquiera de estas situaciones
trae consigo la ruptura de la “normalidad” constitucional. Esto se tiende a
justificar en la necesidad de medidas extraordinarias que, dentro de la lógica
del Estado de derecho, se supone que deben ser realmente excepcionales, lo
que quiere decir temporales y transitorias (de ahí la existencia de las normas
constitucionales sobre estados de excepción).152 Sin embargo, el círculo
vicioso de la relación entre la guerra interna y el derecho, en el cual el
derecho penal se desfigura y se convierte en derecho penal de enemigo, lleva
a la prolongación desordenada y caótica de la excepción y de las medidas que
en ellas se toman.
De esta manera, el derecho penal de enemigo conduce a suspender
indefinidamente los límites que desde el derecho se han intentado construir,
para que el ejercicio del poder estatal de castigar no sea ejercido de forma
excesiva. En consecuencia, flexibiliza e incluso niega garantías,
acostumbrando “a los ciudadanos al sentido de la relatividad de los mismos
principios y a su fácil olvido” (Cornacchia, 2006, 427). Así, lo que debe ser
excepcional (lo cual también es discutible según lo dicho a lo largo de este
trabajo) se convierte en una constante de la política criminal. “Se pasa de
una tradicional aversión liberal contra la introducción formalizada de los
estados de emergencia, a una progresiva superación de la distinción entre
derecho normal y derecho excepcional: la emergencia se convierte en regla,
en norma” (Cornacchia, 2006, 430).
El Estado de derecho resulta entonces negado si lo excepcional se
convierte en lo normal (Cornacchia, 2006, 440), y es justamente esto lo que
sucede con el derecho penal de enemigo, sea cual sea la forma mediante la
cual se implemente este modelo. La relación paradójica del derecho con la
violencia se hace aquí evidente, pues el ordenamiento jurídico en medio de
las promesas incumplidas de paz y orden de la modernidad, no puede
desprenderse de aquélla y en su defensa mediante la fuerza fácilmente se
termina negando.
Es por esto que, por ejemplo, Zaffaroni, aunque comparte el
“diagnóstico” que Jakobs formula al explicar el derecho penal de
enemigo,153 cuestiona su propuesta al considerarla peligrosa. Compartimos
esta observación, ya que como él mismo lo explica, únicamente si se parte
de una visión estática del poder es posible contemplar la posibilidad de que
el derecho penal de enemigo pueda mantenerse dentro de un mismo
ordenamiento, delimitado y separado del derecho penal del ciudadano. Sin
embargo, esto se aleja de lo que muestran la realidad y la historia, pues lo
cierto es que el poder es dinámico en la medida en que siempre tiende a
expandirse, de tal forma que al introducir normas que rompen con las
garantías y derechos de los ciudadanos, es decir que dan rienda suelta al
poder estatal, dado lo imperfecto que resulta el sistema penal, siempre la
lógica de la enemistad se expandirá, así inicialmente se oriente a ciertas
personas o a cierto tipo de actos que, en teoría, ameritan un tratamiento
violento de tales proporciones.154
Y es que siguiendo a Zaffaroni, existe una relación dinámica entre el
Estado de derecho liberal y el estado absoluto o de policía, que a manera
de tensión de polos opuestos, tiene en el centro al Estado real, el cual se
debate entre estas dos posibilidades.155 El Estado siempre tiende a
acercarse al extremo absoluto del poder; sin embargo, el Estado de
derecho obra como una especie de coraza que detiene su abuso, por esto es
que es indispensable mantener al derecho separado de la guerra y
renunciar a la idea del derecho como mecanismo de confrontación o
escenario en el que se continúan las acciones bélicas, eliminando del
derecho la idea de enemigo. En este sentido es clara entonces la función
política del derecho penal, ya que debe servir siempre de contención al
poder del Estado. Bajo cualquier circunstancia el ordenamiento jurídico
debe estar del lado del Estado de derecho, es decir procurando la vigencia
de las garantías que imponen límites a la acción estatal.156
De aquí tenemos que el derecho penal garantista es entonces inherente
a la idea misma de Estado de derecho, “porque las garantías procesales
penales y penales no son más que el resultado de la experiencia de
contención acumulada secularmente y que hacen a la esencia de la cápsula
que encierra al estado de policía, o sea, que son el estado de derecho mismo”
(Zaffaroni, 2006, 169). Por esto no podemos olvidar como nos lo recuerda
Cancio, que el derecho penal de enemigo contamina fácilmente al derecho
penal del ciudadano, siendo aquél una regresión degenerativa del significado
de la pena y del sistema penal.157

RESUMEN PRIMERA PARTE


- Entre el derecho y la violencia existe un vínculo necesario que lleva al
sistema jurídico a situaciones bastante paradójicas que se exacerban en
situaciones extremas, como en caso de conflicto o guerra interna. Ante este
tipo de coyunturas, el derecho se vale de la fuerza para contrarrestar
fenómenos que también constituyen acciones violentas. En esta dinámica,
cuando la violencia inherente al derecho excede una racionalidad mínima, el
derecho se termina negando a sí mismo y se convierte en un instrumento de
lucha que pone seriamente en tela de juicio la vigencia y el respeto por los
derechos de las personas, adquiriendo la connotación de derecho penal de
enemigo.
Cuando la guerra se convierte en la fuente principal del derecho, el
derecho se crea y se determina en función suya. Como consecuencia, la
dimensión violenta del derecho crece al tiempo que se da la disminución
correlativa de lo racional (lo cual se traduce en la expansión del derecho
penal y la exacerbación de su poder represivo) con el peligro latente de que
aquélla termine superponiéndose totalmente y superando los límite de ésta.
- El derecho, el Estado y las constituciones modernas, han sido
mostrados como intentos para superar la guerra y la violencia indiscriminada,
al regular los conflictos sociales y políticos, “canalizándolos en formas
institucionales”. Sin embargo, en ocasiones lo que han hecho realmente es
ocultarla, haciendo prácticamente invisible la desigualdad y la violencia
estructural que sostienen al excluir a los más débiles de la dinámica social. El
derecho como expresión de poder y monopolio de la violencia, en una
sociedad desigual y por ello estructuralmente violenta, se constituye en un
sistema igualmente violento (desigual) de conservación de dicha sociedad.
- Entendiendo la guerra como la expresión de violencia entre grupos
humanos organizados, se impone entonces la tarea de evitar que transite de
la dimensión conservadora a la dimensión creadora, es decir de evitar que la
guerra se convierta en fuente del derecho (teniendo en cuenta que en todo
caso el derecho no puede prescindir de la violencia). Pero dada la relación
íntima y ambigua de éstas dos dimensiones de la violencia y por tanto de la
guerra, la opción redunda en tener que hacer lo posible por separar el
derecho de la guerra. No podemos entonces pretender hacer la guerra con el
derecho, así se busque con ella defenderlo o consolidarlo, sin incurrir en el
grave riesgo de transformarlo en función suya e incluso de destruirlo.
Y es que el monopolio legítimo de la fuerza no se logra solamente
mediante el uso de la violencia. Si bien es cierto que el derecho siempre
traerá consigo el uso de la fuerza con la connotación de violencia
conservadora, especialmente el derecho penal, también lo es que ella no es
suficiente para lograr el pretendido monopolio de la fuerza que permite la paz
al interior del Estado. El derecho y el Estado deben ser pensados siempre
como producto racional del hombre y, en este sentido, se deben configurar
como escenarios de protección y realización de su libertad. En consecuencia,
el Estado y el derecho se deben legitimar afirmándose a sí mismos como
escenarios de paz, ratificando su carácter racional. Así, el derecho penal,
aunque no podrá prescindir nunca de la violencia, sí podrá evitar ser
apropiado por ella.
- Cuando la guerra interna se convierte en fuente del derecho, la
violencia conservadora propia del ordenamiento jurídico tiende a
incrementarse en perjuicio de la dimensión racional que le permite ser un
mecanismo de realización de la libertad. Así, el derecho se vuelve cada vez
más violento, y pierde su racionalidad. Esto se traduce en mayor represión a
través del ordenamiento jurídico-penal y menor respeto por la libertad de las
personas. Tal exacerbación de la violencia del derecho en función de la
guerra, lleva a que el derecho penal adquiera las características de lo que
actualmente se ha denominado derecho penal de enemigo.
Del análisis de la teoría del derecho penal de enemigo se desprende que
lo que da entidad al enemigo, no es el riesgo de afectación de bienes jurídicos
como inicialmente y desde una perspectiva crítica afirmó Jakobs, sino el
riesgo de desaparición de una de las condiciones indispensables para la
existencia misma del ordenamiento jurídico. En otras palabras, el sujeto es
percibido por el derecho penal como un enemigo, en la medida en que no
permite la corroboración fáctica del ordenamiento jurídico poniendo en tela
de juicio su misma existencia como poder hegemónico. El sujeto es enemigo,
ya no de un bien jurídico, sino del orden normativo. El derecho penal de
enemigo no es un instrumento de protección de los derechos de las personas,
sino una herramienta de autoconservación del ordenamiento y de
reproducción del sistema social (mediante el adelantamiento de la
punibilidad, el aumento de penas y la reducción de garantías procesales).
- El derecho penal en contexto de guerra interna, en el cual el sistema
jurídico (y de paso el Estado de derecho) como ordenamiento normativo no
ha logrado una corroboración cognitiva generalizada, corre el peligro de
convertirse en el mecanismo mediante el cual se pretende lograr la unidad.
De esta manera, con el ejercicio del poder punitivo, mediante la creación de
delitos e imposición de penas y medidas restrictivas de derechos, se procura
consolidar el adentro de paz estatal. El ordenamiento jurídico se convierte así
en un instrumento de definición y confrontación de enemigos políticos.
Cuando el ordenamiento jurídico no es corroborado en el plano
cognitivo debido a la enemistad que ante el derecho han manifestado grupos
de individuos con los cuales se entra en confrontación armada, el concepto
de enemigo de Schmitt y el concepto de enemigo de Jakobs se confunden y
coinciden en la realidad de los conflictos sociales. De manera que el enemigo
interno, a quien se hace la guerra militarmente hablando, al tiempo es
abordado por el derecho penal como no-persona, sus derechos ante el poder
de castigar estatal son reducidos con relación a los que se le reconocen al
ciudadano. Así se confunde la guerra con el derecho.
- El derecho penal de enemigo en Colombia surge en medio de un
contexto fáctico real de guerra interna. Esta circunstancia ha conducido a
que en el caso colombiano el concepto de enemigo político desarrollado por
Schmitt se predique de los mismos sujetos que, en términos de Jakobs, son
abordados por el derecho penal como no personas. La guerra interna vivida
en Colombia y que en este contexto ha dado forma al derecho penal de
enemigo, permite que estos dos conceptos, teóricamente distintos, coincidan
en una realidad muy compleja en donde el enemigo político se combate a
nivel militar, y al mismo tiempo se sanciona drásticamente como un
delincuente altamente peligroso. Esto ha determinado una serie de
consecuencias prácticas y muy concretas para el Estado de derecho en
Colombia, en donde podemos apreciar que el derecho penal de enemigo es
en realidad incapaz de consolidar el poder político y la paz pues, por el
contrario, reproduce la violencia que con él se supone se quiere erradicar.
- Para el estudio del derecho penal de enemigo en Colombia se deben
tener en cuenta los siguientes aspectos: a. La dificultad para construir desde
el derecho el concepto de persona; b. El carácter artificial del enemigo; c. La
definición de enemistades absolutas y relativas; d. La confusión entre el
adentro y el afuera estatal; e. La confusión entre la guerra y el derecho, y f.
La necesidad de redimensionar el derecho penal.
- El derecho penal de enemigo en Colombia, presenta las características
dogmáticas que Jakobs identifica en general en este tipo de normas: el
adelantamiento de la punibilidad, el aumento de penas y la reducción de
garantías procesales. Además, al darse en una situación real de guerra, se ha
manifestado en: a. La dramatización de la violencia; b. La criminalización de
problemas sociales, económicos y políticos; c. La militarización de la función
de policía, y d. La descalificación moral de la disidencia política.
- Como consecuencia de un derecho penal que, mediante el
adelantamiento de la punibilidad, el incremento de penas y la negación de
garantías procesales, se estructura como un instrumento de confrontación de
enemigos internos, teniendo como base contextos de alta conmoción social y
política, la violencia y el desorden que se pretenden neutralizar con dichas
normas resultan reproducidos por las siguientes razones: a. El derecho penal
de enemigo mantiene y radicaliza los problemas estructurales de exclusión
que en la sociedad han dado lugar a comportamientos colectivos de
confrontación con las instituciones estatales; b. El derecho penal de enemigo
parte de una mala o deficiente interpretación de la realidad social que a
través de las definiciones y estigmatización de la represión punitiva
encuentra un medio para hacerse realidad; c. El derecho penal de enemigo
tiene un carácter altamente selectivo que genera víctimas anónimas y
reproduce la violencia estructural de la cual la conflictividad social y política
no es más que una expresión, y d. El derecho penal de enemigo niega el
Estado de derecho y, por lo tanto, constituye una vía hacia el autoritarismo.
 SEGUNDA PARTE
El derecho penal de la Violencia como
derecho penal de enemigo –
Perversión del sistema penal
colombiano

I
ba clamando por una libertad de paz sin sombra,
por la paz verdadera,
no por la paz de los fusiles en receso,
que primero le rompe los huesos a los débiles
y después le reparte mendrugos a los huérfanos.
 
Iba clamando
por una libertad de paz sin podredumbres,
sin limosnas de ley y sin oprobio;
por una paz del hombre por el hombre.
 
Iba clamando
por un techo y un pan, y escuela para todos.
Rafael, Capitán!
 
Ríos de pañolones tristes
y de camisas rotas a media asta
cruzaron los caminos,
los caseríos humildes y estaciones,
las callejuelas y las plazas
poniendo su dolor al sol y al agua,
para verlo de cerca
–ya de mármol y bronce más allá
de la muerte–,
Yrescatardeungolpesupresencia.

Ahora es de metal y de silencio,


el capitán.
…decia la patria desolada,
la patria de bahareque y de
Remiendo
la de amapolas en la sangre
la que sueña alboradas a la orilla
del hambre.

Sobreelsilencioenlasoledadelala
De una bandera roja

Y en el mástil del corazón del


pueblo su clamor comunero,
comountamborcreciendo.Nada
Mas!
Rafael, Capitán
(Fragmento)

Gustavo Cote Uribe


Junio de 1960. (Cote, 1970, 68)

CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Desde 1948 hasta 1966 se vivió en Colombia un proceso de conmoción
social y política, en el que poco a poco se fue transitando de una forma de
violencia protagonizada por los partidos políticos tradicionales (liberal y
conservador), enfrentados por intereses burocráticos, a una confrontación
con tintes social-revolucionarios. En dicha confrontación los parámetros de
aglutinamiento de los distintos “bandos” pasaron de ser configurados a partir
de identidades locales y regionales construidas por la pertenencia a uno u
otro partido, a ser definidos por discursos que se insertaron en la dinámica
transnacional de la Guerra Fría. Este proceso se desarrolló en el periodo que
en la historia de Colombia ha sido denominado como “la Violencia”. Durante
ese periodo, el derecho penal tuvo un rol bastante paradójico, pues se
recurrió permanentemente a él como instrumento de represión con el cual se
pretendía pacificar el territorio nacional haciendo frente a enemigos internos.
Al mismo tiempo, se intentó en algunas ocasiones, de forma paralela,
utilizarlo como herramienta de definición de la identidad política nacional,
mediante la consolidación de acuerdos supuestamente orientados a superar
la confrontación.
El derecho penal que a propósito de la Violencia se produjo en
Colombia entre 1948 y 1966, es un claro ejemplo de la forma como el sistema
punitivo es apropiado por una política pensada desde y para la guerra, y de la
forma como el Estado recurre a lo punitivo para continuar la lucha librada en
lo militar. En este sentido, el derecho penal de la Violencia también muestra
claramente cómo se radicaliza la tensión entre la violencia conservadora y la
violencia originaria inherentes al derecho, justamente en situaciones en
donde la guerra interna se convierte en el parámetro de reforma y
producción jurídica (es decir en su fuente), mientras se intenta legitimar al
ordenamiento apelando a la necesidad de orden, eficiencia y seguridad, a
pesar de que en la práctica simplemente se continúan profundizando las
razones del conflicto.
Para desarrollar estas consideraciones, a continuación dividiremos esta
sección del trabajo en tres partes. En cada una de ellas haremos una
aproximación al contexto social y político para pasar posteriormente a
mostrar las normas jurídicas que en él se produjeron, resaltando en cada caso
los aspectos que desde el punto de vista histórico y normativo resultan de
mayor relevancia. Esto se hará con el fin de mostrar que el derecho penal de
la Violencia responde al modelo de lo que hoy conocemos como derecho
penal de enemigo, el cual condujo a reproducir la violencia que se suponía
debía contener: 1. La primera parte abarca el periodo 1948-1953,
demarcado por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán y el
comienzo de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla; 2. La segunda
parte cobija el periodo 1953-1958, durante el cual tuvo lugar el gobierno
militar; 3. La tercera parte va de 1958 a 1966, inicia en la instauración del
gobierno civil (Frente Nacional) y concluye en la fecha de fundación del
grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).158
Pero antes de comenzar este análisis es importante realizar tres
precisiones. En primer lugar, debemos llamar la atención sobre la complejidad
de este fenómeno de la historia de Colombia catalogado como la Violencia y,
por lo tanto, sobre la variedad de aproximaciones académicas que se han
dado sobre el tema. Desde los años sesenta hasta hoy se han propuesto varias
alternativas de interpretación sobre lo sucedido en aquellos años, con
diversos tipos de estudios y metodologías.159 Sin embargo, vale la pena aclarar
que no pretendemos asumir ninguna posición histórica en términos
absolutos, pues somos conscientes de los debates que suscitan las distintas
interpretaciones sobre la Violencia, propios de la disciplina histórica y cuya
profundización excede las pretensiones de este trabajo.160 Aquí simplemente
se reseñarán varios planteamientos que nos serán útiles para ilustrar algunos
factores sociales y políticos que demuestran lo complejo de los fenómenos
cuyo entendimiento, al ser abordados indistintamente por el derecho penal
como principal reacción estatal, resultó reducido como si se tratara de
simples expresiones delictivas. En consecuencia, los autores y las fuentes
utilizadas en la reconstrucción del contexto histórico de las normas a las que
se harán alusión, podrán parecer dispares al no obedecer todos ellos a una sola
corriente ni forma de interpretación de los procesos aquí referidos.
No obstante, y en segundo lugar, es importante dejar en claro que
como punto de partida asumimos que el Estado colombiano,
particularmente en estos años, no deja de ser una realidad social
inconclusa, éste, en el periodo de estudio, evidencia sus limitaciones al ser
incapaz de erigirse como parámetro de unidad política y de referente para la
construcción de una identidad nacional, mientras constantemente se ve
cuestionado en su capacidad de configuración de la realidad y del
comportamiento social. Esta afirmación la realizamos al constatar la
imposibilidad del Estado colombiano de cumplir satisfactoriamente con las
funciones de articulación económica161 y de representación,162 las cuales
resultan fundamentales para que la idea de Estado, propia de una perspectiva
moderna (liberal-capitalista), se realice en la práctica.
En efecto, el tránsito de una sociedad agraria y cuasi feudal a una
industrializada y guiada por los principios del mercado, no parece un proceso
exitoso en todo el territorio nacional. De hecho, se observan fronteras en
donde el modo de producción capitalista choca fuertemente con prácticas y
formas de organización locales, dando como resultado movilizaciones y
confrontación entre amplios sectores sociales.163 El Estado colombiano en
muy poco pudo obrar como elemento articulador de la economía, en tanto el
sistema de producción capitalista a lo largo del proceso de industrialización
encontró variedad de obstáculos y resistencias que dificultaron su expansión,
al tiempo que no logró canalizar los intereses ni las necesidades de las
distintas capas sociales. Y es que durante este proceso, los intereses de los
gremios económicos se terminaron superponiendo como “intereses
generales”, haciendo que el Estado perdiera en buena parte la posibilidad de
regulación social ganada en los años treinta y que se constituía en una
importante fuente de legitimación política.164
Adicionalmente, en relación con la función de representación, el
régimen político de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, presenta aspectos
que evidentemente lo configuran como un sistema excluyente desde el punto
de vista de clase y de raza. Esto se debe a que las posibilidades de relación y
comunicación entre los diferentes sectores sociales eran nulas, lo que impidió
que el Estado colombiano hiciera acopio de los distintos intereses para, al
menos, intentar lograr en el debate político su conciliación. En consecuencia,
el grado de representatividad social alcanzado por el Estado fue mínimo165 y se
imposibilitó así la construcción de un verdadero imaginario democrático
(Pécaut, 2003, 17). De hecho, lo que se constata al revisar parte de la
literatura sobre la Violencia, como lo explica Pécaut, es la dificultad de
conciliar, por un lado, la idea de soberanía popular con infinidad de
adhesiones personalistas alimentadas por un clientelismo desmedido y, por
otro, la idea de un universo común de lo político con una sociedad que se
encontraba dividida en dos subculturas políticas que se transmitían por el
nacimiento y de acuerdo a los lugares de origen (Pécaut, 2003, 18).
Por lo anterior, el Estado colombiano durante la Violencia “jugó un
papel limitado en la regulación de las relaciones sociales”; la escena política
estaba “constantemente fragmentada” y la ley, “lejos de tener una
significación instituyente”, era “percibida pura y simplemente como el
producto de transacciones fluidas y precarias, que en la práctica han hecho
posible todo tipo de acomodos y transgresiones” (Pécaut, 2003, 18).
Podríamos afirmar entonces que durante estos años el Estado colombiano fue
más una aspiración que una realidad social, al no encontrar con claridad la
posibilidad de corroborarse cognitivamente.
En tercer lugar debemos precisar que el derecho penal construido a
propósito de la Violencia entre 1948 y 1966, fue producto del abuso
permanente de los estados de excepción. Estas normas demuestran la
tendencia, generalizada en Colombia por muchos años, de normalizar lo
excepcional instaurando de manera permanente parámetros normativos
contrarios a los del derecho penal liberal, justamente en función de la guerra
interna. Usando los términos empleados por Ferrajoli para el caso italiano,
podríamos decir que esta normatividad no es más que una involución
(perversión diríamos nosotros) del ordenamiento jurídico colombiano, que
conduce al derecho penal a estadios pre-modernos en donde la razón de
Estado se impone y anula cualquier consideración para la salvaguarda de la
libertad individual.166
 Y es que el escenario político durante éste periodo se articuló a partir
de la enemistad, en los términos de Schmitt. En este sentido la Violencia fue
el producto de la decisión de actores con capacidad de imponer una
representación de la política a partir de la división “amigo-enemigo” (Pécaut,
2003, 20). Precisamente durante los años cuarenta hasta comenzar la
dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla en 1953, la división polémica se
fundamentó en las identidades partidistas que sustituyeron por varios años
cualquier idea de identidad nacional. “Durante la Violencia de los años
1946-1960, no era realmente muy difícil que una representación de esta
naturaleza ocupara un primer plano. La convicción de que la sociedad
estaba condenada a estar dividida eternamente en dos subculturas,
portadoras de dos concepciones opuestas del orden social, convertiría la
división amigo-enemigo en fundamento de lo político” (Pécaut, 2003, 20).
Una vez instaurado el régimen militar y puesto en marcha el Frente
Nacional, la enemistad pasó a ser definida por el discurso anticomunista
recibido a través de la doctrina de seguridad nacional exportada desde los
Estados Unidos de América. Se observa entonces un proceso de mutación de
la enemistad, en el cual el derecho penal fungió como instrumento de guerra
y, al mismo tiempo, como vía para la promoción de valores y convicciones
políticas irreductibles con las que se pretendía consolidar la identidad
colombiana dentro de los parámetros de las naciones occidentales y
“civilizadas”.167
El Estado colombiano en el afán de reafirmarse como único sujeto
soberano, a pesar de la continua disputa por el monopolio de la violencia
proveniente de la subversión (bien con tintes partidistas, bien con matices
revolucionarios) por medio de la decisiones que a través de los estados de
excepción tomó sobre la enemistad (seis declaraciones de estado de sitio,
desde el Decreto 1239 de 1948 hasta el Decreto 1288 de 1965), produjo
alrededor de sesenta y seis normas relacionadas con el derecho penal (sin
contar los decretos que restringían distintos tipos de libertades, los cuales
hacienden a veintiseis), tanto sustancial como procedimental. Con dichas
normas se configuró un sistema punitivo paralelo al “normal”, orientado a la
neutralización de sujetos peligrosos,168 en el cual es posible, como ya hemos
insistido, identificar las características del concepto de derecho penal de
enemigo desarrollado por Jakobs.
Así pues, digámoslo una vez más, las normas que se explicarán, al ser
producto de la primacía de la razón de Estado y estar mediadas por la lógica
conflictual del amigo/enemigo, resultaban incompatibles con la idea más
clásica de Estado de derecho, de la que se encontraba bastante lejos el
Estado colombiano. Estas normas terminaron con cualquier posibilidad de
imparcialidad en la formulación y aplicación del ordenamiento normativo y
se configuraron como respuestas de guerra antes que como preceptos
realmente jurídicos. El caso colombiano, particularmente entre 1948 y 1966,
demuestra claramente cómo, en los términos de Ferrajoli, “la ruptura de las
reglas del juego se invoca en estos casos para tutela de las mismas reglas del
juego”, lo que conduce a que el Estado de derecho se defienda mediante su
negación (Ferrajoli, 2004a, 814). Aunque, dado lo permanente de éste
fenómeno en la historia colombiana, podríamos decir, así parezca paradójico,
que en nuestro caso la regla de juego ha sido justamente la excepción, con
mayor razón si tenemos en cuenta la existencia de un aparato institucional y
normativo proclive en su diseño a dicha dinámica.169 Esto confirma la
enorme distancia que en nuestra realidad ha habido, desde tiempo atrás,
entre la definición formal que el Estado hace de sí mismo y las formas en
que dicho Estado se materializa.
De acuerdo con esto podemos afirmar entonces, con palabras de Mary
Roldán, que “la violencia en Colombia versó (y sigue versando) sobre la
formación del Estado” (Roldán, 2003, 49).

 
 
CAPÍTULO IV
La Violencia como fenómeno
social complejo que trasciende de
la simple dualidad entre crimen y
pena (1948-1953)

E n este capítulo queremos resaltar la complejidad que encierra el periodo


denominado como la Violencia. Dicha complejidad se observa en una
serie de antecedentes que reflejan una variedad de problemas sociales y
políticos muy profundos y que se mantienen a lo largo de los años. Estos
problemas radican principalmente en la estructura económica y política del
país, en donde importantes sectores de la población se ven continuamente
excluidos de los distintos procesos de formación y consolidación del Estado
colombiano dentro de la dinámica industrial-capitalista occidental del siglo
XX, al tiempo que son maltratados en medio de las disputas por la
repartición del poder público.
Es esta complejidad la que es ignorada y negada desde el punto de vista
normativo, al ser constantemente abordada por el derecho penal como si sólo
se tratara de un problema delictivo de orden público. La creencia de que la
violencia que se gesta en medio de este contexto de exclusión y desigualdad
obedece simplemente a la inferioridad moral de individuos que se niegan a
aceptar o son incapaces de vivir “civilizadamente”, se generaliza a través de
las medidas normativas que describen situaciones e imponen sanciones de
manera indiscriminada. En este sentido, el derecho penal que ignora las
dimensiones de la conmoción social, se inserta en la lógica de la guerra y
únicamente responde ante las manifestaciones superfluas de la violencia
estructural que va envuelta en un “orden social” de estas características, sin
que se actúe realmente sobre los factores de exclusión que estimulan el
conflicto.
De tal forma, el derecho penal únicamente reproduce el sistema social
con todos sus defectos y poco incide en la construcción de paz. Para ilustrar
lo anterior, abordaremos a continuación los siguientes temas: 1. La violencia
estructural que en Colombia se manifiesta en lo económico desde los años
treinta; 2. El gaitanismo como respuesta a la exclusión política que se vive en
el país; 3. La forma como en este contexto se manifiesta la violencia
conservadora del derecho radicalizando la reacción punitiva, y 4. La manera
como estas normas obedecen más al afán de defender posiciones de poder,
antes que a la verdadera necesidad de proteger derechos y bienes de los
ciudadanos, estimulando así la prolongación del conflicto.

VIOLENCIA ESTRUCTURAL EN COLOMBIA


En este aparte queremos mostrar dos dimensiones de la Violencia que se han
ilustrado a través de distintos estudios y que permiten hacernos una idea
sobre la complejidad de los fenómenos delictivos ocurridos durante esta
época. Se trata de la situación económica y de la situación política que se
presentó en Colombia desde los años treinta, como elementos que de una u
otra manera nos dan pistas para entender la profunda conflictividad social
que comienza a vivirse intensamente a partir de 1948.
Sin embargo, es importante advertir que la Violencia como periodo de
la historia colombiana no es un fenómeno homogéneo. Por el contrario. Es
un fenómeno diversificado con manifestaciones, explicaciones, protagonistas
y temporalidades distintas tanto a nivel local como regional. En este sentido,
es importante tener en cuenta que actualmente parece aceptarse por
unanimidad que existió una gran cantidad de expresiones y formas de la
Violencia, de acuerdo con las particularidades de cada región. “El libro
pionero de G. Guzmán, O. Fals Borda y E. Umaña Luna, supo mostrarlo, pero
recientes estudios lo han establecido aún mejor. Estos últimos han mostrado
que de un departamento al otro, de un municipio a otro, de una vereda a la
otra, las luchas partidistas, los conflictos sociales y el bandidismo se
combinan y se organizan de maneras diferentes alrededor de una
multiplicidad de protagonistas; además se desarrollan según temporalidades
diferentes, se explican de forma diferente, y tienen consecuencias distintas
sobre la distribución de la propiedad o del excedente económico” (Pécaut,
1991, 262). Pero, en todo caso, ni la diversidad de los fenómenos de la
Violencia, ni la ruptura de las grandes explicaciones generales, han impedido
que la Violencia siga siendo percibida como una. “Sin duda hay un elemento
que se encuentra por doquier, sobre puesto a todas las manifestaciones de la
violencia: la división partidista” (Pécaut, 1991, 262).
Hecha esta aclaración, veamos entonces los dos aspectos que hemos
identificado, en líneas generales, como antecedentes de la Violencia:
Desde el punto de vista económico se han identificado los siguientes
dos problemas como elementos clave para entender la Violencia: a. El
papel cumplido por el Estado colombiano como agente de regulación e
intervención en el proceso de industrialización del país; y b. Los conflictos
por la tierra surgidos en distintas regiones de Colombia entre
terratenientes, colonos y arrendatarios.
 
a.  Intervención estatal en la economía: Sobre el papel del Estado y la
intervención económica, Zambrano ha mostrado que existió un
desbalance importante entre la intervención estatal en función del
desarrollo económico y la acumulación de capital, frente a la
intervención estatal orientada a la satisfación de necesidades populares
(salud, vivienda, educación, etc.). Efectivamente, en el periodo que
tuvo lugar entre las dos guerras mundiales el país enfrentó una serie de
problemas de fondo que dificultaron el desarrollo capitalista. Tales
problemas hacían referencia principalmente a la carencia de
infraestructura, a la precariedad del sistema monetario, del sistema
financiero del régimen fiscal y a la insatisfacción de necesidades básicas
de la población (Tovar, 1991, 207). La intervención estatal en todos
estos aspectos fue significativamente desigual.170 “Si las mayores
magnitudes del gasto público se dirigían hacia los gastos de
administración y funcionamiento y de inversión y fomento, los gastos
sociales, en cambio, recibían valores notablemente inferiores” (Tovar,
1991, 209-211).
Tovar sostiene que la falta de intervención social contribuyó para que
los conflictos desbordaran con frecuencia el estrecho margen legal e
institucional y que, como consecuencia, el Estado recurriera a otro tipo
de intervención: “a la intervención primaria de la represión violenta”.
La debilidad social del Estado fue entonces cubierta por la violencia
represiva.171 El informe Bases de un programa de fomento para Colombia,
presentado por Lauchlin Currie hacia finales de los años cuarenta,
ilustra bastante bien dicha debilidad. En él, por ejemplo, se describe la
forma como las instituciones que debían contribuir a la construcción
de vivienda popular de bajo costo, tanto a nivel rural como urbano, se
vincularon a la construcción de viviendas costosas para familias de
altos ingresos. Esto trajo como consecuencia que los préstamos de
entidades como el Instituto de Crédito Territorial terminaran
beneficiando a personas con ingresos medios y altos. Además,
según el informe citado, en las áreas de los servicios públicos,
higiene, previsión social y educación, la situación general era
penosa… el programa educativo tenía efectos muy limitados… A lo
descrito anteriormente deben agregarse otros factores que
agudizaban la situación de las clases populares. Desde fines de los
años 30 y durante el decenio de los 40 se presentó un proceso
inflacionario, ante el cual el Estado no aplicó una política correctiva
eficaz (Tovar, 1991, 218-219).

De esta manera, el desarrollo desigual (concentrado en la acumulación


de capital con una ausencia importante en lo social) contribuyó a
generar hondos desequilibrios que coadyuvaron a la conformación de
las condiciones que facilitaron la Violencia. “En este sentido,
probablemente no se trataría como dice Oquist, del derrumbe parcial
del Estado, sino de la debilidad previa del Estado… Esta debilidad del
Estado lo predisponía, dada la confluencia de otras condiciones, para
que fuese desbordado por los conflictos, los cuales, en su resolución,
tomaban el camino elemental de la violencia” (Tovar, 1991, 220).
Sobre este mismo punto Pécaut explica, también replanteando lo dicho
por Oquist, que uno de los procesos que facilitaron la generalización de
la Violencia en Colombia a finales de los años cuarenta, fue el
desmonte de la ideología de la regulación estatal,172 como consecuencia
de la institucionalización del poder de los gremios económicos. Esto le
quitó al Estado su connotación de elemento unificador y de
representación de intereses generales. En este sentido, se sustituyó la
mediación estatal entre intereses aparentemente contrapuestos por la
protección de intereses sectorizados. De acuerdo con Pécaut, la
regulación social que tomó preponderancia durante el primer gobierno
de Alfonso López Pumarejo tuvo que esperar hasta 1944 para tener
algún impacto significativo, aunque éste se dio en un nivel más político
que verdaderamente económico o material.
Esta regulación no implica, por lo demás, un mejoramiento de
las condiciones materiales de los trabajadores urbanos. Por el
contrario, los salarios reales de los obreros parecen sufrir un
prolongado debilitamiento a partir de 1934. Por otra parte… la
regulación pasa de hecho por la vía política: entre el Estado
liberal y una parte de la clase obrera, sobre todo aquella clase
obrera liberal, ligada al sector público y de transportes, se
concerta una especie de pacto social en el que el Estado liberal
sirve de soporte a la identidad política de estos núcleos obreros,
y por el cual éstos sirven de base de apoyo para que el Estado se
pueda definir como el representante de los intereses de toda la
Nación. (Pécaut, 1991, 265-266).

Es precisamente este “pacto” el que las élites económicas intentan


eliminar, repetimos, al elevar sus propios intereses como si se trataran
de intereses generales. Las élites económicas o gremios finalmente no
presentaban en su interior divergencias profundas de tipo partidista
que les impidieran actuar coordinadamente en pro de un interés
común, precisamente, el desmonte de la regulación estatal. Así, dichos
grupos estuvieron en capacidad de adaptarse a la crisis institucional
tolerando el desarrollo de una lucha partidista que no los afectó
directamente (Pécaut, 1991, 265-266). Como consecuencia de este
fenómeno, ya lo habíamos dicho, se sustituyó “la mediación estatal, por
la relación de fuerzas tal como se expresa en la sociedad… despojando
al mismo Estado de aquello que lo legitimaba, la regulación social”
(Pécaut, 1991, 266).
En este punto, Pécaut hace una reflexión que nos parece relevante.
Una vez los gremios y las élites económicas diluyen la función simbólica
de unidad que se había intentado construir desde la regulación estatal,
se encuentran con un ambiente social en donde predomina la barbarie y
el desorden. Esto genera desconfianza y miedo frente a los sectores
populares que son identificados como la “chusma”, y es precisamente
“sobre el fondo de esta descalificación de las clases populares que la
Violencia toma impulso”.173
b.  Colonización y lucha por la tierra: Otro aspecto importante que nos
permite contextualizar y comprender la complejidad que como fenómeno
social revistió la Violencia, es la problemática de la lucha por la tierra.
En esta lucha se comenzaron a gestar una serie de odios y
resentimientos mientras el Estado se veía cada vez más impotente (si es
que no actuaba como cómplice) ante la avanzada de terratenientes y
grandes propietarios que poco a poco idearon estrategias cada vez más
arbitrarias para despojar de sus propiedades (formales o no) a
importantes sectores de la población rural. Esto condujo a desarrollar
dinámicas de agresión y retaliación a nivel local que conllevaron al
surgimiento de grupos organizados que poco a poco se fueron
insertando en la lógica de la guerra.
Legrand ha explicado este problema, remontándose a mediados del siglo
XIX, cuando la economía de exportación colombiana dejó de estar
basada en productos minerales, y adquirieron en ella mayor relevancia
los productos agrícolas. A partir de esta transformación del rol del
Estado colombiano en el mercado internacional, las fronteras de
colonización se fueron ampliando y aparecieron distintos procesos de
adquisición de nueva mano de obra. En efecto, los hacendados que
buscaron beneficiarse de cultivos de exportación tuvieron que
incrementar su fuerza laboral, lo cual se dificultó debido a que gran
parte de los productos demandados sólo podían cultivarse en zonas de
clima cálido o caliente, mientras que la mayoría de la población rural
se encontraba ubicada en tierras altas y frías. Por esto, la forma de
adquisición de mano de obra típica de la segunda mitad del siglo XIX y
primera mitad del siglo XX fue “la transformación de los colonos
independientes de la frontera en arrendatarios y jornaleros” (Legrand,
1991, 128-129).
Este proceso llevó, a partir de distintas migraciones, al surgimiento de
un nuevo sector en la estructura social compuesto por pequeños
propietarios. Legrand lo explica así:
Gran parte de las haciendas ganaderas y cafeteras, así como las
plantaciones de banano, se formaron en regiones apartadas y
escasamente pobladas, que rebasaban los estrechos límites hasta
donde había penetrado la economía colonial… fue la formación de
un nuevo sector de pequeños propietarios campesinos a través de
su migración a las tierras de clima medio y cálido… fueron los
campesinos de tierra fría los primeros en iniciar ese movimiento
migratorio, que llevaría a incorporar las tierras baldías en la
economía nacional. (Legrand, 1991, 131-132)

Esta situación estimuló el surgimiento de campesinos independientes


que no estaban dispuestos a aceptar trabajos en calidad de
arrendatarios o jornaleros. Los terratenientes comenzaron a atar la
mano de obra a las haciendas por medio del control de la tierra, esto
es, rodeando las tierras de los campesinos.
A pesar de que según una ley colombiana los colonos, después de
1874, adquirían derechos a la adjudicación gratuita de las tierras
que cultivaran, los costos de medición y de deslinde eran
prohibitivos, razón por la cual muy pocos colonos tenían títulos de
propiedad. En cambio, para las personas de la clase media y alta la
obtención de títulos sobre la tierra era relativamente fácil.
(Legrand, 1991, 135)

En muchos casos, los hacendados buscaron la propiedad de tierras que


ya estaban ocupadas por colonos queriendo monopolizar extensiones
inmensas, mucho más allá de lo que podían explotar. Se impidió así el
acceso a la tierra de un gran número de campesinos que se vieron en la
obligación de vender su fuerza de trabajo. Las estrategias empleadas para
la adquisición de la tierra iban desde lograr fraudulentamente la
adjudicación de baldíos, hasta la fijación abusiva de linderos, pasando
por la celebración ficticia de compra-ventas y la adjudicación de minas
inexistentes. Un buen número de procesos judiciales de pertenencia
sirvieron para soportar y formalizar estas usurpaciones.
Una vez que los grandes terratenientes establecían los títulos de
propiedad, ya fuera por medios legales o ilegales… informaban a los
colonos instalados en esas tierras que, equivocadamente, habían
ocupado una propiedad privada. Acto seguido les ofrecían la
alternativa de desocupar la propiedad en forma inmediata, o de
firmar un contrato como arrendatarios (Legrand, 1991, 137).

Desde 1874 y especialmente a partir 1930, los campesinos tomaron


conciencia de su situación organizándose en ligas campesinas. La
lucha por la tierra trascendió de los procesos judiciales y de las
políticas locales y regionales, alcanzando formas diversas de violencia.
“En algunos casos los hacendados formaron cuadrillas de vigilantes
para que atacaran a los colonos más recalcitrantes y para intimidar a
los demás” (Legrand, 1991, 141). La resistencia campesina tuvo
mucha más fuerza en regiones donde los colonos eran numerosos y,
poco a poco, pasaron de la defensiva a la ofensiva, dando comienzo a
las protestas de arrendatarios de comienzos de los años treinta.174

Fue en esta época cuando los campesinos de las regiones de


frontera desarrollaron las estrategias de lucha que seguirían
utilizando en los años posteriores… Se conformaron las primeras
ligas campesinas y los campesinos en regiones de frontera
comenzaron a identificarse con los partidos políticos de izquierda.
Estos partidos eran la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria
(UNIR) fundada por Jorge Eliecer Gaitán; el Partido Comunista de
Colombia (PCC) que tuvo su origen en el Partido Socialista
Revolucionario de los años veinte y el Partido Agrarista Nacional
(PAN) de Sumapaz. (Legrand, 1991, 146)
La inequidad en el desarrollo económico y los continuos conflictos que
surgen por la tenencia y propiedad de la tierra, permiten ver que la violencia
de los años cincuenta y sesenta en Colombia, estaba estrechamente ligada a
condiciones de violencia estructural que fueron negadas por un sistema
jurídico ciego ante esta complejidad y que, al mismo tiempo, reaccionó
instintivamente en el afán de consolidarse como poder hegemónico a través
de un derecho penal cada vez más represivo.

EL GAITANISMO COMO RESPUESTA A LA EXCLUSIÓN


POLÍTICA EN COLOMBIA
Desde el punto de vista político es necesario resaltar la estrechez del sistema.
En este, la exclusión de posturas alternativas, que reivindicaran los derechos
y la participación de las bases populares, fue una constante. Así pues y para
ilustrar mejor el punto, debemos hacer referencia a los hechos acaecidos el 9
de abril de 1948, con ocasión del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. El
significado del gaitanismo y las consecuencias que para el escenario político
colombiano tuvo la muerte del caudillo liberal, nos revelan el desespero y la
resignación de la población que conformaba la base de la estructura social
colombiana, ante la inoperancia del Estado y la ausencia de instituciones que
pusieran en marcha estrategias de desarrollo e inclusión social y de verdadera
participación política. El impacto de Jorge Eliecer Gaitán en la construcción
de conciencia política en los sectores sociales populares, y el de su muerte
como combustible del gran incendio que se desató en los años cincuenta y
que se ha denominado como la Violencia, en buena parte encuentran
explicación en la configuración excluyente que hasta el momento había
tenido el sistema político colombiano y que se radicalizó en los años
subsiguientes, dada la impotencia del Estado para controlar la conflictividad
social y política.175
Y es que “hablando en nombre del pueblo, Gaitán había desafiado las
tradicionales jerarquías del poder político”, de ahí que, por ejemplo, para su
entierro, se haya organizado un acto público en el que, simbólicamente, el
pueblo tuvo que ocupar el lugar pasivo que tradicionalmente le había
correspondido.
El silencio que Gaitán había podido crear en la Plaza de Bolívar el
atardecer del 7 de febrero simbolizó su anhelo por que hubiera vida
y no violencia en Colombia. Ese silencio no era, como el del 20 de
abril, un reconocimiento a la muerte. La Manifestación del Silencio
protestó contra la violencia que infligía el gobierno con todo su
poder. El ritual de las honras fúnebres fue organizado desde el poder,
sobre los seguidores de Gaitán, y en contra de la violencia que
habían producido desde abajo… Con las manifestaciones de abril
los liberales quisieron restaurar esas jerarquías mediante un
espectáculo público en el cual la multitud representaría el papel
tradicional de espectador pasivo. (Braun, 1991, 232)

Estas ceremonias demuestran el esfuerzo de las élites colombianas,


especialmente liberales, por redimensionar la figura de Gaitán y con ella la
posición política de las clases populares, una vez producida su muerte.176
Dichas élites fueron muy conscientes de lo que Gaitán había significado para
la cultura política nacional pues, como bien lo manifestó Lleras Restrepo en
el discurso pronunciado el 20 de Abril de 1948, “Gaitán tuvo la sensibilidad
despierta para recoger el vago clamor de las multitudes agitadas”; de ahí que
después de Gaitán “al pueblo no se le podía excluir más de la vida pública”
(Braun, 1991, 234).
En su oración fúnebre, Lleras Restrepo resalta el papel de Gaitán como
una figura esperanzadora para un pueblo tradicionalmente mudo o, en el
mejor de los casos, ignorado.177 El pueblo venía hace varios años pidiendo
participación política, pero con la muerte de Gaitán se vio nuevamente
excluido después de haber encontrado en él una figura de representación
popular en el debate público nacional, el cual siempre había sido
eminentemente oligárquico. El mundo de lo político quedó nuevamente
separado y como escenario lejano e inaccesible para el pueblo. “Con Gaitán
muerto, el país político y el país nacional se volvieron a separar. Con esa
separación la Violencia se intensificó y el país retrocedió hacia la culata”
(Braun, 1991, 234). De ahí que durante “el Bogotazo” (como se ha
denominado la revuelta del 9 de abril de 1948, día del asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán) los ataques de la turba se hayan dirigido contra los símbolos
del poder político colombiano más que contra personalidades específicas.
Braun ha sintetizado así el significado de los hechos ocurridos el 9 de abril de
1948:
Las multitudes enfurecidas que se apoderaron de Bogotá eran el
producto del sistema político, de la severa exclusión de la que
habían sido objeto tanto de liberales como de conservadores, y por
la lenta y simbólica inclusión a la vida pública que habían
experimentado durante el liderazgo de Gaitán. Constantemente
insultado por ser sucio e ignorante por aquellos que se
consideraban cultos e inteligentes, el pueblo había obtenido una
imagen propia más positiva gracias a Gaitán. A la vez, Gaitán
mostró a aquellos que se decían ser los líderes naturales de la
sociedad, ser meros mortales, hombres mediocres detrás de
máscaras, que gobernaban para su propio interés. (Braun, 1991,
241)

En este contexto es que debe entenderse la locura que pareció dominar


durante aquel fatídico día y que marcó el inicio de la Violencia. El saqueo, el
robo y la destrucción adquirieron una connotación mística de redención
momentánea de un pueblo que se sintió huérfano. “Se hartaron de comer, se
vistieron elegantemente y amoblaron sus casas… sus acciones significaron
una redistribución social, una igualdad... Fue el momento para obtener lo que
los ricos siempre habían tenido”.178 Algunas personas sacaron a flote incluso,
viejos rencores y disputas particulares, la multitud se enfrentó a sí misma,179
al mismo tiempo que hubo cooperación y solidaridad, muchas veces basada
en el alcohol.180
  En últimas, con el 9 de abril terminaron las manifestaciones del
silencio y las oraciones por la paz en la Plaza de Bolívar. En vez de
una respuesta masiva y cívica, la democracia se fue a la guerrilla,
donde fue hábilmente dominada por políticos y militares… No
porque el pueblo fuera bárbaro e ingobernable, sino porque los
tradicionales jefes políticos así lo pensaron. Vieron alrededor de
ellos un país nacional, que se les había salido de las manos (Braun,
1991, 260).

La muerte de Gaitán y con él del gaitanismo, conllevó entonces a que el


centro de gravedad de la vida política se desplazara de la ciudad al campo,
proceso que de alguna manera ya había comenzado con el fracaso del
sindicalismo de los años treinta. Así, la Violencia se expande también como
consecuencia de la desarticulación de las organizaciones populares
urbanas.181 Desde los años treinta, las bases obreras liberales se habían
organizado dentro del sindicalismo, el cual comienza a debilitarse con el
desmonte del Estado liberal del cual se alimentaba (sin perder de vista que
además el movimiento sindical no logró penetrar de forma importante en el
sector privado). Con esto, el gaitanismo quedó como catalizador de la
movilización social. “Después del 9 de abril, con la dislocación del
gaitanismo, ya no hay nada que frene la evolución hacia la Violencia. La
desorganización de los sectores populares urbanos deja el campo libre y a la
deriva la escena política que en adelante tendrá como centro las zonas
rurales” (Pécaut, 1991, 269).
De acuerdo con esto, además de la estrecha relación entre la Violencia
y la estructura económica excluyente, también y con puntos de intersección
bastante grises, éste conflicto muestra tintes eminentemente políticos que
nos conducen a afirmar la insuficiencia o, mejor, la inconveniencia de la
reacción punitiva. Recordemos en este punto las reflexiones de Merton sobre
la anomia y el comportamiento divergente y la advertencia expuesta líneas
arriba, sobre lo contraproducente que resulta reducir complejos procesos
sociales a simples definiciones delictivas.

LA VIOLENCIA CONSERVADORA DEL DERECHO SE


MANIFIESTA RADICALIZANDO LA REACCIÓN PUNITIVA
Ante la Violencia la principal respuesta jurídica estatal fue la radicalización
del derecho penal, mediante la continua expedición de decretos por parte
del ejecutivo. Esto reflejó una política criminal mediada por el discurso
eficientista, eminentemente militarizada y, por lo tanto, desjudicializada. El
diseño de este sistema penal paralelo y generalizado gradualmente, trajo
consigo la ausencia de políticas sociales de inclusión que apuntaran
verdaderamente a las raíces del problema. Por el contrario, los prejuicios y la
descalificación de las bases populares, por parte de las élites políticas y
económicas, creó una sensación de necesidad de mano dura para “la
chusma” y los “malechores” que delinquían y atentaban deliberadamente
contra “las personas de bien”. Se negó de esta manera la responsabilidad
colectiva y estructural frente a la Violencia.
Como consecuencia de los hechos desatados a propósito del asesinato de
Jorge Eliecer Gaitán, mediante el Decreto 1239 del 10 de abril de 1948182  se
declaró turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio
nacional, lo cual se prolongó mediante el Decreto 3518 del 9 de noviembre de
1949.183 A partir de este momento, Colombia entró en un círculo vicioso en el
que el sistema jurídico comienza a desfigurarse en el intento desesperado por
defenderse.
Veamos entonces, en primer lugar, algunas normas restrictivas de
derechos en términos generales, para luego centrarnos en las disposiciones de
carácter penal. Con esto pretendemos mostrar que lo dicho aquí sobre el ius
puniendi no se trata simplemente de reformas aisladas, sino que se enmarca
en un contexto en el cual el ordenamiento jurídico como conjunto se ve
envuelto en dinámicas antidemocráticas.
Hemos identificado, entre 1948 y 1953, tres tipos de normas destinadas
a restringir derechos y que tuvieron importantes consecuencias para la
democracia colombiana ya que sólo hacían cada vez más excluyente el
sistema político: a. Normas sobre censura de prensa,184 b. Normas que
eliminan el derecho de reunión,185 y c. Normas que mantienen suspendidas
las sesiones del Congreso Nacional y demás órganos colegiados de
representación popular.
 
a.  Censura de prensa: El Decreto 1271 del 18 de abril de 1948,
dispuso en su artículo primero que “mientras dure la actual emergencia
el Gobierno podrá censurar la prensa y las telecomunicaciones”. Esto
se llevó a cabo mediante un estricto control militar. En efecto, con
decretos posteriores se entregó a las Fuerzas Militares la facultad de
adelantar controles sobre publicaciones e información, lo que
demuestra la mentalidad militarista y, por lo tanto, la forma como el
conflicto fue pensado desde un comienzo en lógica de guerra interna. El
Decreto 3521 del 9 de noviembre de 1949 estableció en todo el
territorio nacional la censura de prensa y radiodifusión, según su
artículo primero le correspondía a los gobernadores, intendentes y
comisarios el cumplimiento de esta medida. Además, establecía que el
Gobierno Nacional podía designar, cuando lo estimara conveniente, un
oficial de las Fuerzas Militares que colaborara “con las autoridades
seccionales en el desempeño de esas funciones”. En el mismo sentido,
con el Decreto 3526 expedido en la misma fecha se nombró un alto
oficial del Ejército Nacional como censor de prensa para cada uno de
los periódicos de la ciudad de Bogotá,186 y con el Decreto 3580 del 11
de noviembre de 1949 se creó la Sección de Censura de Prensa escrita
en la misma ciudad, la cual dependía de los Ministerios de Gobierno y
de Guerra y estaba a cargo de dos jefes, uno civil y otro militar.187
b.  Derecho de reunión: También el derecho de reunión se vio
fuertemente limitado o, más bien, suspendido. El Decreto 3522 del 9 de
noviembre de 1949 así lo estableció en un artículo único: “Desde la
fecha de este Decreto y hasta nueva orden, quedan prohibidas las
reuniones públicas o manifestaciones públicas en todo el territorio
nacional”.
c.  Suspensión de las sesiones del Congreso Nacional y demás órganos
colegiados: Con el Decreto 3520 del 9 de noviembre de 1949, el
presidente de la República Mariano Ospina Pérez suspendió las sesiones
ordinarias del Congreso Nacional, de las Asambleas Departamentales y
de los Consejos Municipales, hasta la fecha que el Gobierno fijara
“cuando la situación del país lo permita”.188  Esta medida se prolongó
con el Decreto 2207 del 7 de julio de 1950, en los siguientes términos:
“Artículo primero. Continuará aplazada la reunión del Congreso
Nacional hasta la fecha que el Gobierno fije cuando la situación del país
lo permita, a juicio del mismo gobierno”.189
Es importante llamar la atención sobre los “considerandos” de estos
dos decretos, pues con ellos salta a la vista, así como con otros tantos
que serán reseñados más adelante, que al asumir el Estado, desde una
perspectiva bélica, el conflicto social y político que vivía el país, la
democracia y la libertad individual se percibían como obstáculos para
superar la conmoción, como si ésta no estuviera ya alimentada
precisamente por políticas y estructuras que se orientaban en este
mismo sentido. En vez de reafirmar al Estado como Estado de derecho
materialmente hablando, más que la paz, el orden se intentó imponer
mediante la edificación de un ordenamiento con una clara estructura
autoritaria.
En este sentido, el Decreto 3520 afirmaba lo siguiente:
Considerando: …Que en las presentes circunstancias el Gobierno
considera incompatible con el estado de sitio la continuación de las
actuales sesiones ordinarias del Congreso. Que tal suspensión es
indispensable para lograr el pronto restablecimiento del orden
público. Que igualmente no se compadece con el estado de sitio en
las presentes circunstancias el funcionamiento de las Asambleas
Departamentales actualmente reunidas. Que así mismo la reunión
de los Consejos Municipales constituye en la generalidad de los
municipios motivos de perturbación.

A su turno, el Decreto 2207 reiteró: “Considerando: …Que no han


desaparecido las causas que impusieron la suspensión de las sesiones
del Congreso Nacional…”.

Con relación a las normas penales, en este mismo espacio de tiempo se


promulgaron una buena cantidad de decretos sobre varios aspectos del
sistema punitivo que comenzaron a evidenciar los rasgos que caracterizan al
modelo del derecho penal de enemigo y que explicamos en la primera parte
de este trabajo (adelantamiento de la punibilidad, aumento de penas,
reducción de garantías procesales), con las manifestaciones ya explicadas
también apropósito del caso colombiano (dramatización de la violencia,
criminalización de problemas sociales, económicos y políticos, militarización
de la policía y del proceso penal, descalificación moral de la disidencia). En
los decretos rastreados entre 1948 y 1953 se observan cuatro aspectos que
merecen ser destacados: a. La militarización de la función policiva y judicial,
a través de la instauración de Consejos de Guerra Verbales para el
juzgamiento de civiles (este aspecto es el que más sobresale); b. El
endurecimiento de la respuesta penal mediante el aumento de penas y la
flexibilización de condiciones para imponer medidas de aseguramiento; c. La
criminalización del cultivo de la marihuana como forma de criminalizar
sectores y problemas sociales; y d. No obstante lo anterior, los beneficios que
en términos penales se concedieron, lo que demuestra la tensión entre la
enemistad absoluta y la enemistad relativa en la que se vio envuelto el
sistema normativo colombiano.
 
a.  Militarización de la justicia penal: Una vez declarado el estado de
sitio por el Decreto 1239 el 10 de abril de 1948 como reacción al
“Bogotazo”, se expidió el Decreto 1268 del 18 de abril del mismo año,
con el cual el Gobierno se autorizó a sí mismo “mientras dure el estado
de sitio” a “confiar a las Fuerzas Militares funciones de Policía” cuando
las circunstancias lo requirieran y por el tiempo indispensable.190
Posteriormente, con el Decreto 1285 del 21 de abril, se autorizó al Jefe
del Estado Mayor General del Ejército para convocar Consejos de
Guerra Verbales en los siguientes términos:
Artículo primero: El jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Militares
procederá a convocar inmediatamente los Consejos Verbales de
Guerra que estime necesarios para que por el procedimiento
establecido en el Libro Segundo, Título 9º, del Código de Justicia
Penal Militar, sean juzgadas todas las personas sindicadas de los
delitos de fuga y evasión de presos, devastación, saqueo, hurto,
robo y demás delitos o infracciones a que se refiere el Código de
Justicia Penal Militar, cometidos antes o después de la turbación del
orden púbico, siempre que en el primer caso se trate de hechos que
tengan relación con los que dieron origen a esta situación.

De los delitos de homicidio y lesiones personales cometidos por


particulares, así como también de aquellos contra la libertad y el
honor sexuales, que por no estar contemplados en el Código de
Justicia Penal Militar no pueden ser juzgados por la justicia militar,
conocerá la justicia ordinaria…

Parágrafo segundo: Quedan comprendidas en lo dispuesto en este


artículo todas las personas que hubieren invitado a cometer delitos
cuyo juzgamiento se atribuye a los Consejos de Guerra Verbales por
medio del presente Decreto.

Parágrafo tercero: Del delito de homicidio cometido en la persona


del doctor Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de los corrientes, conocerá la
justicia ordinaria, y la instrucción estará a cargo del doctor Ricardo
Jordán Jiménez, Magistrado de la Corte Suprema de Justicia…
Parágrafo cuarto: De los simples delitos contra el régimen
constitucional y la seguridad interior del Estado, cometidos por
personas no militares y que no estén al servicio de las Fuerzas
Militares, conocerá la justicia ordinaria.191

El Código de Justicia Penal Militar, Ley 3ª del 19 de febrero de 1945, en


los artículos 122 a 139 regulaba el procedimiento a seguir en los
Consejos de Guerra Verbales. Estos consejos eran convocados por la
autoridad militar que el Gobierno estableciera, la que procedía a
detener al sindicado y a designar tres vocales militares de igual o
superior grado al que tuviera el acusado (cuando fuera militar) para
integrar el Consejo. También se designaban para los cargos de Fiscal y
Secretario a oficiales de cualquier grado, mientras que el juez
permanente de cada Brigada o unidad operativa hacía las veces de
asesor jurídico y dirigía la investigación.192 Instalado el Consejo, en
sesión privada, bajo la presidencia del Vocal con mayor rango, se
notificaba al acusado el auto de convocatoria y se le informaba que
podía defenderse por sí mismo o que podía contar con la defensa de un
militar, pudiéndose nombrar un defensor de oficio.193 La autoridad que
había convocado al Consejo presentaba a consideración de los vocales
los testigos de cargo y posteriormente se daba la oportunidad para que
la defenza interviniera.
Practicada la indagatoria y las pruebas, el asesor jurídico formulaba por
escrito y entregaba a cada uno de los vocales el siguiente cuestionario:
“¿El acusado N. N. es responsable de los hechos (aquí se determina el
hecho materia de la investigación, especificando los elementos que lo
constituyen sin darles denominación jurídica)?”.194 Si el acusado se
hallaba en estado de enajenación mental o en cualquiera de las
circunstancias previstas en el artículo 29 del Código Penal ordinario, se
agregaba la siguiente pregunta: “¿A tiempo de cometer el hecho a que
se refiere el cuestionario anterior, N. N. se hallaba en estado de
enajenación mental?; de intoxicación crónica?; o padecía grave
anomalía psíquica?”.195 Cada uno de los vocales debía contestar el
cuestionario con un “Sí” o un “No”, pero antes se suspendía la sesión
por un término de cuatro horas para que el Fiscal, el defensor o el
acusado estudiaran el expediente. Vencido este traslado, se les concedía
la palabra en orden, por una sola vez, al Fiscal, al acusado y, si lo
deseaba, al defensor.
Terminadas las exposiciones, en presencia únicamente del Juez, del
Fiscal y del defensor, los vocales daban contestación al cuestionario y,
uno por uno, sin deliberar entre sí, entregaban al Juez la respuesta. Éste,
en desarrollo del veredicto, redactaba el proyecto de sentencia y la
sometía a consideración del Consejo. La sentencia era revisada en
apelación o consulta por la misma autoridad militar que había
convocado al Consejo, ésta podía reformarla o declararla
contraevidente, en este último caso se procedía a convocar un nuevo
Consejo de Guerra cuyo veredicto sí era definitivo.196
Con los Decretos 1406 del 30 de abril y 1895 del 4 de junio de 1948, se
aclaró la competencia de los Consejos de Guerra Verbales. En el
artículo 1º del Decreto 1895 se estableció que los Consejos a los que
hacía referencia el Decreto 1285, conocerían de todos los delitos
cometidos en el país en los días 9 de abril y siguientes, a excepción de
los simples delitos contra el régimen constitucional y la seguridad
interior del Estado y del homicidio al que se refería el parágrafo 3º del
artículo 1º del mismo Decreto 1285. En el artículo 1º del Decreto 1406
se definió lo que se entendía por “simples delitos contra el régimen
constitucional y la seguridad interior del Estado”: delitos contemplados
en el Título III de la Ley 3ª de 1945, que no hubieran sido cometidos
en conexidad con ningún otro delito tipificado en el Código Penal
ordinario o militar.197
Así, la Justicia Penal Militar era competente para conocer de todos
aquellos delitos, cometidos por militares o por civiles, que estuvieran
consagrados en el Código de Justicia Penal Militar, con excepción de los
delitos de homicidio y de rebelión, sedición o asonada, siempre que en
estos tres últimos casos no existieran delitos conexos. Si, por ejemplo,
un civil cometía un delito de hurto, saqueo, fuga de presos o cualquier
delito contra el régimen constitucional en conexidad con alguno de
éstos delitos comunes, sería procesado conforme al procedimiento de
los Consejos de Guerra Verbales ya descrito. En este punto es
importante advertir lo confuso que resulta hacer una interpretación
sistemática de todas estas normas, que responden más a impulsos
coyunturales e inmediatistas antes que a una política razonada. Es
importante resaltar que varios de los delitos comunes eran definidos
paralelamente, tanto en el Código Penal Militar como en el Código
Penal ordinario. Tanto así, que el artículo 2º del Decreto 1895 preveía
que, con relación a la definición de los delitos y de las penas aplicables,
en los Consejos de Guerra se debería estar sujeto a lo dispuesto tanto en
el Código Penal ordinario como en el de Justicia Penal Militar.
La competencia de estos Consejos de Guerra Verbales poco a poco se
fue ampliando. Así, la jurisdicción penal militar cubrió incluso delitos
que generalmente son catalogados de delincuencia común. Con esto se
generó un alto grado de selectividad en el sistema penal, ya que la
criminalidad relacionada con las clases populares fue asumida, en
términos generales, como desafíos a la institucionalidad y, en este
sentido, fue percibida como perturbación de un orden en todo caso
inexistente. De ahí que a medida que este derecho penal paralelo se fue
consolidando, se generalizó frente a sectores sociales específicos, que se
percibían como peligrosos y de los que se esperaba la falta de fidelidad al
derecho; en otras palabras, de los que se esperaba un comportamiento
propio de enemigos.
Es así como, mediante el Decreto 3562 del 10 de Noviembre de 1949
(proferido en vigencia del estado de sitio declarado mediante el Decreto
3518 del mismo año), el Presidente de la República, Mariano Ospina
Pérez, dispuso que:
Artículo 1º. Radicase en los Comandos de Brigada de las Fuerzas
Militares de la República el conocimiento y juzgamiento de los
delitos en que incurran las personas militares o civiles sindicadas de
los enumerados en los Títulos 2º, 3º, 4º, 5º, 6º, 7º, 8º, 9º, 10º y 11º
del Código de Justicia Penal Militar, y además de delitos “contra el
régimen constitucional y la seguridad interior del Estado”; “de
asociación e instigación para delinquir y apología al delito”; “contra
la salud y la integridad colectivas”; “contra la economía nacional,
la industria y el comercio”; “hurto y robo”; y también “contra la
vida y la integridad personal”, pero estos últimos cuando se
cometan en conexidad con cualquiera de los anteriormente
nombrados, y de que trata el código penal común…
Artículo 2º. Los mismos Consejos de Guerra Verbales juzgarán y
castigarán, de acuerdo con el artículo 128 de la Ley 3ª de 1945, a
las personas no militares que difundan falsa alarma, y a quienes
seduzcan o pretendan seducir a las Fuerzas Armadas para que
deserten, conspiren, se insubordinen o cometan cualquiera de los
hechos previstos en la referida ley.198

Nótese cómo desde un hurto, pasando por la injuria contra un miembro


de las Fuerzas Militares, hasta llegar a la asociación para delinquir,
incluso al ser cometidos por un civil, eran de competencia de la Justicia
Penal Militar. De hecho, los comúnmente denominados delitos políticos
que de acuerdo con el Decreto 1285 si no existían delitos conexos eran
conocidos por la justicia penal ordinaria, con la expedición del Decreto
3562 comenzaron a ser juzgados en todos los casos por la justicia
castrense.
Como lo veremos, esta tendencia se mantiene por varios años.
Bástenos mencionar por ahora el Decreto 1534 del 9 de mayo de 1950
(también sobre los delitos que daban lugar a los Consejos de Guerra
Verbales),199 el Decreto 2782 del 28 de agosto de 1950 (el cual le dio
la posibilidad a los Comandantes de Brigada para convocar estos
consejos, pues recordemos que en un principio lo hacía el Jefe del
Estado Mayor General de las Fuerzas Militares),200 el Decreto 1531 del
14 de julio de 1951 (que facultó también a los Comandantes de la
Armada y de la Fuerza Aérea para convocar Consejos de Guerra)201 y
el Decreto 1591 de julio 28 de 1951 (que precisa a quien le
corresponde el juzgamiento de los delitos de competencia de la
Justicia Penal Militar, cometidos en la intendencia del Meta, en la
comisaría del Casanare y en otros municipios). Este último decreto
una vez más contempla de manera expresa la posibilidad de que civiles
sean juzgados por militares al referirse a los delitos de asociación e
instigación para delinquir.202
La implementación de los Consejos de Guerra Verbales contra civiles,
nos permite reiterar que en la década de los años cincuenta y durante la
Violencia, el derecho penal fue instrumentalizado en función de la
guerra. Esto resulta absolutamente claro si tenemos en cuenta el texto
del artículo 122 de la Ley 3ª de 1945, en donde se preveía la posibilidad
de que el Gobierno convocara Consejos de esta clase, como en efecto se
hizo, precisamente en situaciones de “guerra exterior o interior, conflicto
armado, turbación total o parcial del orden público”.203 Así, constatamos
una vez más que, al estar en juego la hegemonía del poder estatal, ante
la imposibilidad del Estado de erigirse como único sujeto soberano y
consolidar de esta forma el monopolio legítimo de la violencia, amplios
sectores de la población resultaron siendo objeto de normas de carácter
penal pensadas desde la guerra, siendo así  percibidos como enemigos
en términos bélicos.
b.  Aumento de penas y generalización de las medidas de
aseguramiento: El Decreto 3697 del 22 de noviembre de 1949, además
de haber prácticamente reproducido el texto del artículo 379 de la Ley
94 del 13 de junio de 1938 (Código de Procedimiento Penal ordinario)
sobre la procedencia de la detención preventiva, el cual ya era
bastante drástico,204 redujo ostensiblemente la posibilidad de la
excarcelación por medio de caución. Según el artículo 379 del Código
de Procedimiento Penal, cuando el delito por el cual se estuviera
adelantando el proceso contemplara pena de presidio o de prisión (en
estos casos procedía la detención preventiva), el funcionario de
instrucción o el juez podría suspender “la detención provisional que esté
sufriendo el procesado, cuando éste lo solicitare y siempre que asegure
con caución suficiente su comparecencia al juicio y a la ejecución de la
sentencia”.205 El mismo artículo 379 establecía a la libertad bajo caución
una serie de excepciones, bastante extensa además, que fueron
extendidas por el artículo 2º del Decreto 3697. Por ejemplo, el hurto: el
numeral 16 del artículo 406 del Código de Procedimiento Penal preveía
que si la cuantía del ilícito ascendía por encima de los doscientos pesos,
el procesado no tendría derecho al beneficio de la excarcelación. Sin
embargo, dicho Decreto dispuso en su Artículo 2º que “en relación con
los delitos a que se refiere el artículo anterior, no habrá lugar al
beneficio de excarcelación mediante caución, sino únicamente cuando
resultare absuelto el procesado por el Consejo de Guerra Verbal”.206 De
esta manera, antes de la entrada en vigencia del Decreto 3697, por
ejemplo, quien fuera investigado por un hurto cuya cuantía no superara
los doscientos pesos tendría derecho a la excarcelación; con la
expedición de esta norma el procesado tendría ahora que seguir privado
de la libertad. Lo mismo ocurrió con la estafa y los delitos de injuria y
calumnia, entre otros.207
También mediante la normatividad de excepción se incrementó la
intensidad de algunas penas. Así, por ejemplo, el Decreto 0241 del 3
de febrero de 1951, en el artículo 1º aumentó en el doble los
mínimos de las penas contempladas para el delito de fuga de presos
en el Capítulo V, Título IV, Libro 2º del Código Penal. Así mismo, el
artículo 1º del Decreto 2184 del 19 de octubre de 1951 elevó al
doble las penas mínimas señaladas en el Libro Segundo del Código
penal. Este Decreto también se refirió a la detención preventiva en
sus artículos 2º y 3º, extendiéndola a los casos de arresto, ya que
hasta ese momento solamente procedía para los delitos que tenían
como sanción el presidio y la prisión.208
Con estas normas podemos observar que la militarización del
ejercicio del ius puniendi estatal durante la Violencia, estuvo
acompañada de medidas que le daban al poder de castigar la
dimensión de instrumento de represión o neutralización de peligros,
antes que de reacción ante un injusto en el plano de la
comunicación. Al ampliarse el campo de aplicación de las medidas
de aseguramiento, el sujeto procesado es abordado por la autoridad
del Estado como una fuente de peligro que es necesario asegurar lo
antes posible y por el mayor tiempo posible. Esto se concreta en la
privación de la libertad durante el proceso y su prolongación una
vez proferida la sentencia condenatoria. En este sentido, la pena
aparece como continuación de la medida de aseguramiento, esta
última es percibida como la principal herramienta del ordenamiento
jurídico penal en aras de la eficiencia del sistema. La pena pasa
entonces a un segundo plano, dado que frente a sujetos peligrosos,
no-personas, pierde su connotación de acto de comunicación
simbólica y se revela simplemente como coacción.
c. Criminalización de problemas sociales y adelantamiento de la
punibilidad: Para esta época ya existían claramente descripciones
típicas en donde el momento de intervención del derecho penal se
ubicaba en puntos lejanos a la efectiva lesión de algún bien jurídico.
Tal es el caso, por ejemplo, del delito de asociación e instigación
para delinquir, en el cual se criminalizaban, de manera similar a
como ocurre hoy en día con el delito de concierto para delinquir,209
actos preparatorios: “El que haga parte de una asociación o banda de
tres o más personas, organizada con el propósito permanente de
cometer delitos, mediante el común acuerdo y recíproca ayuda de
los asociados, incurrirá en prisión de uno a tres años”.210 Sin
embargo, durante la Violencia también se promulgaron normas que
contemplaban delitos que evidencian prejuicios morales y políticos,
consolidados a partir de la forma como era percibido el conflicto
social. Estas normas difícilmente eran sustentables en función de la
protección de algún interés o derecho ajeno y se configuraban a
partir de un número plural de verbos rectores en donde cualquier
tipo de intervención resultaba penada de la misma manera. Así, eran
pues irrelevantes las diferencias entre autoría y participación,211 por
un lado, y entre tentativa y consumación,212  por otro. Estas
categorías, definidas desde las normas que sobre “El Delito” se
contemplaban en el Código Penal ordinario, perdían todo sentido
frente a las conductas punibles tipificadas con ocasión de la
Violencia y en función de la guerra. Esto se debió a que lo
sancionable en estos casos era, antes que nada, el “estado” en que se
encontraba el sujeto o la forma de “ser” del mismo, circunstancias
que permitían estigmatizarlo como un peligro para la estructura
social.
Así, por ejemplo, en el periodo comprendido entre 1948 y 1953,
sobresale el artículo 1º del Decreto 1858 del 4 de septiembre de
1951, en donde se incluyó dentro de la categorías de “maleantes”, en
los términos de la Ley 48 de 1936,213 a todas aquellas personas que
cultivaran, elaboraran, comerciaran o de cualquier manera hicieran
uso o indujeran a otro a hacer uso de la marihuana.214 Nótese cómo
se criminaliza cualquier tipo de contacto con esta sustancia,
mediante una disposición de estructura absolutamente
indeterminada y difusa. Lo anterior, se potencializa con la expresión:
“los que… de cualquier manera hagan uso o induzcan a otro a hacer
uso”, estando ausente cualquier criterio de legalidad que permitiera
un mínimo de certidumbre sobre el límite entre el comportamiento
legal e ilegal. Simplemente se demonizan y convierten en tabú, con
el argumento de la necesidad de restablecer el orden público,
elevándose a la categoría de delito, conductas que únicamente
repercuten sobre el individuo que decide libremente realizarlas.215
Antes que un comportamiento lesivo para terceros, se reprimen,
mediante el artículo 1º del Decreto 1858, actos a partir de los cuales
se predica la peligrosidad del sujeto que los realiza, al no
corresponder con el estilo de vida convencional.216
d. Definición ambivalente de enemistades absolutas y enemistades
relativas: A pesar de todo lo anterior, la reacción punitiva, con
sustento en la necesidad de paz, se flexibilizó para los delitos contra
el régimen constitucional o contra la seguridad interior del Estado y
los delitos conexos.217 Con los decretos 1647 y 1936 de julio 12 y
agosto 14 de 1952, respectivamente, se otorgó una serie de
beneficios procesales, e incluso se eximió de pena a aquellas
personas que fueran responsables de estos delitos. Es bastante
curioso que desde un principio se diera un tratamiento más benigno
a los tradicionales delitos políticos, mientras que, paradójicamente,
frente a los delitos comunes la reacción punitiva tomara las
dimensiones aquí descritas. Recordemos que con los decretos 1285 y
1895 de 1948, se asignó a la Justicia Penal Militar el juzgamiento de
un buen número de delitos comunes, mientras que únicamente se
sometían a ella los delitos políticos cuando se hubieran cometido
también delitos conexos.
Estas normas demuestran la tensión entre la enemistad absoluta y la
enemistad relativa, en la que se movió el derecho penal de la
Violencia al tomar la forma de derecho penal de enemigo, en medio
de la cual se produjeron importantes niveles de selectividad a
medida que el paradigma de la enemistad se generalizó. En este
sentido, sujetos aparentemente cercanos a la violencia organizada o
subversión fueron beneficiados con alternativas que aminoraron la
respuesta penal, después de haberse adoptado varias medidas de
endurecimiento del sistema punitivo que se extendieron y fueron
mantenidas frente a la delincuencia común, la cual siguió entonces
siendo percibida como un atentado a la institucionalidad. En medio
de la confusión y tensión entre la enemistad relativa y absoluta,
quien, por ejemplo, cometiera un hurto, parecía ser percibido por el
sistema penal como un sujeto que no ofrecía el mínimo de seguridad
cognitiva sobre su fidelidad al derecho; por lo tanto, a él se
respondía con un proceso penal que buscaba combatir sujetos
peligros mediante un sistema penal en donde las penas se
aumentaron y las medidas de aseguramiento fueron generalizadas, al
tiempo que, ante un delito de rebelión, se respondía con
invitaciones de reintegro a la vida civil que aligeraban la reacción
punitiva. Esto no deja de ser más que una paradoja producto de un
sistema penal irracional.218
Pues bien, como vemos, con los decretos 1647 y 1936, el beneficio es
para los delitos políticos y conexos, al tiempo que las personas
responsables de delitos comunes continuaban sometidas a la justicia
militar. No se trata de reclamar un tratamiento drástico contra
quienes cometieran delitos políticos, ni de cuestionar la pertinencia
de normas orientadas a permitir el reintegro a la vida civil,
sencillamente queremos llamar la atención sobre la falta de
coherencia de una normatividad que, en procura del
restablecimiento del orden público, adquirió dimensiones poco
democráticas al someter a buena parte de la población a un
tratamiento propio de enemigos militares.
 
Para entender el derecho penal de la Violencia en cuanto derecho penal
de enemigo, que resultó así configurado al tener por fuente a la guerra
interna, es importante resaltar un aspecto fundamental. Se trata del discurso
eficientista mediante el cual se justifica la toma de medidas punitivas de
corte antidemocrático, en la necesidad de más y mayores sanciones.
Al observar las motivaciones de los decretos que acabamos de reseñar,
se puede constatar que la eficiencia del sistema penal en función del orden
público y de la seguridad, no es un argumento que en Colombia haya
penetrado desde los años noventa como se tiende a creer. Entre nosotros, la
necesidad de castigo y de “mano dura” para tener controlada a una población
“salvaje”, ha hecho carrera al menos desde los años cuarenta. Esto ha
conducido a que las garantías judiciales y procesales sean pensadas más como
obstáculos para el buen funcionamiento del sistema penal, antes que como
mínimos que el Estado debe cumplir para reafirmarse como construcción
racional. En consecuencia, la legitimidad del sistema penal comienza a
medirse en función de fines pacificadores, pasando la valoración de los
medios a un segundo plano. El carácter instrumental del sistema penal, al
cual se le asignan objetivos propios de la guerra, hace irrelevante la pregunta
por la legitimidad de su configuración normativa. En consecuencia, se abre la
puerta para que, como lo explicamos en la primera parte de este trabajo, la
dimensión violenta del derecho se expanda y rompa las barreras de
contención que desde la racionalidad de la libertad se han construido más o
menos débiles o más o menos arraigadas, dependiendo del momento
histórico.
En este sentido, con la lectura de los “considerandos” de los decretos
mencionados, podemos observar en las normas que integran el derecho penal
de la Violencia, dos tipos de justificaciones que reflejan una concepción
autoritaria del poder mediada por el discurso eficientista. En un primer
momento se hace referencia expresa a la necesidad de una respuesta drástica
con el fin de restablecer la normalidad, para pasar posteriormente a
introducir la eficacia del sistema punitivo como presupuesto de la paz,
eficacia que se traduce en radicalización y endurecimiento del sistema. Así,
por ejemplo, los decretos 3562 de 1949 y 1534 de 1950 dan cuenta de la
necesidad de una justicia “severa y oportuna para contener las infracciones
penales que perturban la normalidad pública”.219  Con este argumento se
tomaron medidas para la implementación de Consejos de Guerra Verbales a
civiles, tal como ya se explicó. En el caso del Decreto 3562 se observa
también una referencia importante, y a nuestro juicio bastante ilustrativa, de
la forma como al derecho penal se le escapa de sus posibilidades de
aprehensión la complejidad de los fenómenos sociales, la cual es sustituida
por reducciones que permiten incluso entrever prejuicios morales. De esta
manera, en sus motivaciones también se lee:
Que por Decreto número 3518 de esta misma fecha se declaró
turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio de la
República; Que entre los fundamentos que el Gobierno tuvo para
dictar dicho Decreto está la repetida comisión de delitos en varias
regiones del país por cuadrillas de malhechores, tales como
incendios, asesinatos, robos, saqueos y otros contra la seguridad y
los bienes de las personas.
Complejos procesos sociales estrechamente relacionados con la
situación agraria del país y con un sistema democrático bastante estrecho,
son catalogados como “delitos cometidos por cuadrillas de malhechores”,
contra los que, dentro de esta lógica, simplemente cabe reaccionar severa y
oportunamente.
Por otro lado, en los decretos 0241, 0242, 1231, 1858 y 2184 de 1951,
se menciona expresamente la importancia de la eficacia y rapidez con que
deben actuar las autoridades públicas, en aras de restablecer el orden. Las
siguientes son algunas de estas expresiones: “Que las penas fijadas en el
Código Penal para el delito de fuga de presos son de una benignidad
inadecuada… Que para contribuir al restablecimiento del orden no debe
ahorrarse esfuerzo en el sentido de que todo delito tenga justa y cumplida
sanción”;220 “Que es necesario adoptar sistemas procesales más adecuados
que los actualmente existentes para obtener mayor eficacia y rapidez en el
juzgamiento y sanción de las infracciones penales… Que toda medida que en
este sentido se tome contribuye a la conservación del orden y al
restablecimiento de la normalidad”;221 “Que la adopción de medidas más
eficaces contra el delito contribuye al restablecimiento del orden público”;222
“Que el país reclama la adopción de medidas más eficaces contra los delitos y
contravenciones”.223 Para mayor eficacia contra el delito y rapidez en la
reacción punitiva, se aumentaron considerablemente varias penas y se
tipificó como delito el cultivo, la elaboración y demás conductas relacionadas
con la marihuana; además, se aumentó el campo de aplicación de la
detención preventiva.
Como podemos observar, la forma mediante la que se pretendía
restablecer la “normalidad”, es decir el endurecimiento del poder punitivo, se
encontraba bastante lejos de poder responder a la naturaleza y profundidad
de los factores que alimentaban la conflictividad social y política. En esta
medida, la pregunta que surge entonces es: ¿de cuál “normalidad” se estaba
hablando?, pues de alguna manera queda la sensación de que se estaba
buscando simplemente el orden necesario en el que los factores económicos y
políticos que estimulaban la violencia se vieran reproducidos. En otras
palabras, el descontento manifestado por el Estado (Gobierno) reflejado a
través de estos decretos, obedecía al “desorden” que desestabilizaba la
estructura social, más que a la forma de esta estructura que en el fondo era lo
que alentaba la Violencia. Así, se pierde de vista que, como lo explica
Ramírez, la violencia en Colombia se ha sustentado en las bases mismas de su
sistema político.
“Lo de violencia y democracia en Colombia es, en fin, la relación de dos
fenómenos que se explican entre sí. La violencia colombiana no es ajena a la
democracia colombiana, puesto que ésta ha estado inhabilitada
históricamente para asimilar la novedad y la diferencia de otras fuerzas
sociales y políticas” (Ramírez, 1990, 77).

EL DERECHO PENAL DE LA VIOLENCIA COMO


INSTRUMENTO PARA CONSOLIDAR EL PODER POLÍTICO
Las normas que acabamos de mostrar fueron expedidas, al menos
formalmente, en función del restablecimiento del orden, ignorando el
contexto económico, social y político en el que la conflictividad vivida en el
país se desarrolló. En todo caso, la violencia se continuó generalizando y
profundizando cada vez más.224 La Violencia encerró en su complejidad una
multitud de manifestaciones que, de una u otra manera, encontraron la
puerta abierta por la fragilidad de las instituciones estatales. De ahí que en
ocasiones la Violencia fuera “una palanca de movilidad ascendente para
quienes ocupaban posiciones de liderazgo en pueblos y regiones”, al tiempo
que las clases políticas regionales se recomponían y los valores capitalistas
penetraban en una sociedad agraria y rural, desarreglando así viejos órdenes y
diferencias y creando con ello al mismo tiempo delincuencia y oportunidades
(Palacios, 2003, 194).
En esta complejidad, las distintas manifestaciones de la Violencia
surgen en medio de un círculo vicioso en el que tanto las élites sociales como
las bases populares se expresan violentamente. Se percibe pues, en este
contexto, violencia que proviene “desde arriba” y violencia que proviene
“desde abajo”, entablándose así una serie de relaciones en donde cada uno de
los distintos fenómenos resulta estimulado por otros tantos en una suerte de
espiral. Las normas penales que se produjeron en esta época por medio de los
estados de sitio, se enmarcan en este círculo y se constituyen en una de las
distintas formas de violencia que se producen “desde arriba”.
Habiendo perdido su dimensión racional por ser apropiado por la
guerra, el derecho penal de la Violencia adquirió la connotación de pura
coacción. Su funcionalidad, detrás del discurso sobre la protección de los
ciudadanos, radicó en mantener el poder político en manos de quienes veían
amenazada su posición privilegiada en medio de la conmoción. Tres aspectos
soportan esta afirmación:
a. La relación entre partidos políticos y autoridades con la formación
de grupos insurgentes.
Asida a la vida de veredas, aldeas, pueblos y comarcas la Violencia
desarrolló formas entreveradas de resistencia campesina, bandolerismo
nómada, negocio lucrativo, clientelismo y agrarismo. Arraigó y ganó
más autonomía en las fronteras agrarias removidas por la economía de
mercado, que en las comarcas campesinas de viejo asentamiento.
Finalmente, y con efectos de muy largo plazo, degradó el incipiente
aparato judicial y la policía, así como los fundamentos morales de la
acción política. (Palacios, 2003, 194)
Esta violencia, surgida de la más profunda complejidad social, fue al
mismo tiempo alentada y manipulada por intereses partidistas, al
vaivén de las necesidades de las élites colombianas. Ramírez identifica
tres formas de movimientos insurgentes que se gestaron durante la
época de la Violencia y, en las explicaciones que da sobre ellas,
menciona la influencia de los diferentes partidos: Liberal, Conservador
y Comunista: Encontramos las guerrillas llaneras que
constituyeron un movimiento con características propias no sólo
por la índole de las relaciones de producción imperantes en la
región y las peculiaridades geográficas, sino también por la
influencia que en ellas tuvieron los hacendados liberales los cuales
le imprimieron al movimiento un nítido perfil antigobiernista
orientado hacia el desmonte de la hegemonía conservadora
(Ramírez, 1990, 62).

También se dio una segunda modalidad de movimiento insurgente. “Es


la que algunos estudiosos del fenómeno definen como la ‘politización de
los conflictos tradicionales de sociedades campesinas’, o sea la envoltura
dentro del sectarismo político, de pleitos vinculados al derecho de
propiedad y posesión territorial. Este tipo de violencia, debido a la
inmediatez de sus móviles presentaba por lo general rasgos de excesiva
localización geográfica, estrechez de miras políticas y, en consecuencia,
una gran propensión hacia el bandolerismo” (Ramírez, 1990, 63).
Un tercer tipo de insurgencia es la que se organizó en regiones en
donde ya existía cierta experiencia de lucha campesina contra
terratenientes por la posesión de la tierra, con influencia ideológica del
Partido Liberal y del Partido Comunista, tal como ocurrió en el Tolima.
Dicha insurgencia es la originada:
como respuesta a la llamada por varios autores ‘revancha
terrateniente’, que desató un cruento y acelerado proceso de
descomposición en aquellas zonas donde el campesinado parcelario
había logrado acumular algunas experiencias de lucha contra la
presión hacendataria… Aun cuando a este campesinado le daba
una cierta distinción, frente a los dos otros tipos de insurgencia, el
hecho de que ya hubiera probado fuerzas contra el enemigo
terrateniente en una serie de escaramuzas por el derecho a la tierra,
es necesario establecer una cosa importante. Ella es que este tipo
de movilización rural recibió dos influencias ideológicas muy
diferentes: la del Partido Liberal y la del Partido Comunista
(Ramírez, 1990, 64).

b. El prejuicio y la estigmatización de las bases populares, las cuales eran


descalificadas pero a la vez incitadas a la confrontación. Desde el mismo
Gobierno y en diferentes escenarios dispuestos para el debate
democrático, las élites colombianas en procura de mantener sus
posiciones de poder, irresponsablemente llamaron a la población a un
enfrentamiento que se terminó librando entre las bases populares,
urbanas y rurales que, a su turno, resultaron por esto mismo
estigmatizadas, desde un sistema normativo definido por aquellos que
las habían agitado en son de guerra. Palacios explica de la siguiente
manera el impacto de este fenómeno sobre la institucionalidad:

En el trance de la modernización social, los dirigentes liberales,


asustados quizás por las demandas de un pueblo que habían
movilizado, optaron por el viejo modelo de caciques, notables y
arribistas. En cuanto los conservadores se lanzaron a recuperar sus
bases municipales, recrudeció la Violencia sectaria… En muchos
municipios los partidos encubrían la criminalidad común y
fomentaban la impunidad. Los jurados de conciencia en los
procesos penales y los jueces en todos los negocios favorecían a sus
copartidarios, mientras que el Congreso pasó a ser foro del
conflicto liberal-conservador y de la refriega de las facciones
liberales. (Palacios, 2003, 198)

Adicionalmente, la reacción estatal a través del derecho penal,


orientada desde las esferas del Gobierno en contra de una población
que en últimas tenía pocas posibilidades de tomar decisiones en medio
de tanta conmoción, se vio antecedida por los prejuicios que en los
círculos políticos existían respecto de las bases populares. Por ejemplo,
con ocasión de los hechos ocurridos el 9 de abril de 1948, tanto
liberales como comunistas culparon a los “delincuentes”, a la vez que
desde el partido conservador se señalaba al liberalismo y al comunismo
como responsables. “con ello dieron alas a las más extravagantes
versiones, algunas racistas, sobre la imposibilidad de proseguir el
civilismo con esa clase de pueblo; expresiones como ‘país de cafres’ y del
‘inepto vulgo’ se volvieron moneda corriente” (Palacios, 2003, 199).
Como consecuencia de los prejuicios, y vale también decirlo, del temor
que despertaba en las élites políticas la movilización popular, de cara a
la Violencia, las élites conservadoras y liberales intentaron llegar a
acuerdos que les permitieran mantener sus posiciones de poder. Pero
estos acuerdos no fueron los suficientemente sólidos y su
incumplimiento terminó desencadenando aun más violencia. Así, por
ejemplo, el 10 de abril de 1948, los dirigentes de los partidos
Conservador y Liberal lograron llegar a un cierto acuerdo con el cual
buscaron parar la revuelta. En horas de la noche del 9 de abril, varios
líderes liberales ingresaron al palacio presidencial y, tras una larga
negociación, aceptaron conformar un gabinete bipartidista. Con esto “el
gobierno salió fortalecido institucionalmente y Ospina ganó en las bases
de su partido una autoridad que nunca había gozado” (Palacios, 2003,
200).
Este pacto facilitó el debate político en lo que restaba de 1948, de
donde se produjo la amnistía conferida a las personas procesadas o
condenadas por los hechos acaecidos durante “el Bogotazo”, mediante
la Ley 82 del 10 de diciembre de 1948.225 Sin embargo, para las
elecciones de 1949 el tono civilista de la clase política colombiana
desapareció y la lógica de la guerra se apoderó nuevamente de la
política nacional y regional. Las autoridades locales comenzaron a
negarse a nombrar funcionarios del partido contrario, hasta que en
mayo de 1949 el partido liberal se retiró del gobierno y poco a poco las
afrentas verbales entre los distintos líderes de los partidos políticos
tradicionales, empujaron a sus seguidores a una guerra fratricida.
A principios de septiembre, una balacera en la Cámara de
Representantes dejó apenas un congresista muerto y uno herido
que moriría después, aunque se dispararon más de cien tiros… El
lenguaje de los grandes diarios nacionales, replicado en cada
municipio importante por los periódicos locales, recalentaba el
ambiente. El léxico buscaba producir efectos calculados entre los
líderes nacionales, liberales y conservadores… Pero esta lógica no
operaba con la misma limpidez entre los lugartenientes
departamentales o en las clientelas y las bases de los partidos. Los
primeros ganaban méritos con la invectiva pugnaz, y las últimas las
tomaban al pie de la letra… El incendiarismo parlamentario
aceleraba esa espiral de agravios, amenazas, riñas y asesinatos que
tenían por teatro fondas, tiendas y cafés, plazas de mercado,
galleras y campos de tejo. (Palacios, 2003, 201-202)

c. La reacción por medio de la legislación penal de excepción ante el


temor de la inestabilidad política. En medio de este contexto de
violencia, tanto organizada como espontánea pero en todo caso
estimulada desde sectores sociales influyentes, fue como reacción a la
intención de los congresistas liberales de acusar al presidente de la
República de violar la Constitución, que se estableció el estado de sitio
mediante el Decreto 3518 del 9 de noviembre de 1949:

En la mañana del 9, los presidentes liberales del Senado y de la


Cámara de Representantes informaron al presidente de la
República que el Congreso tramitaría una acusación en contra suya
por violar la Constitución. Al instante Ospina impuso el estado de
sitio en todo el país, acordonó con tropa el capitolio nacional,
disolvió el Congreso y las asambleas departamentales, cambió el
sistema de votación interna de la Corte Suprema de Justicia,
decretó la censura de prensa hablada y escrita. El estado de sitio se
prolongó sin interrupción hasta 1958. (Palacios, 2003, 203)

Sin embargo, formalmente se argumentó “1º. Que según informaciones


oficiales recibidas por el Gobierno, procedentes de varias regiones del
país, se están consumando graves atentados contra el orden público,
que han llegado en algunas de ellas al ataque a las autoridades
legítimamente constituidas” y “2º. Que los hechos aludidos constituyen
seria amenaza para las personas y los bienes de los asociados, que las
autoridades están obligadas a proteger”.226
Fue precisamente en este momento cuando se dictaron varios de los
decretos antes mencionados, mediante los cuales se dio un recorte
importante de las libertades individuales y se endureció la respuesta
punitiva.227 Podemos ver entonces que estas normas responden a
enfrentamientos entre élites que se disputan el poder público y al temor
frente al cambio reclamado desde distintos sectores sociales. En dichas
normas se observa el afán por conservar posiciones de poder, mientras
en el medio queda un pueblo agitado que debe soportar la respuesta
violenta proveniente de las mismas instituciones estatales (sistema
jurídico autoritario) y de diversos grupos que se organizan o
simplemente reaccionan ante esta situación anómica.
El derecho penal de la Violencia, como derecho penal de enemigo,
surge entonces de una dinámica perversa en la que gobiernos débiles,
“donde el estrecho campo de representación social del Estado les resta apoyo”,
caen fácilmente en la tentación de sustituir la legitimidad política por la
violencia, al mismo tiempo que los sectores excluidos recurren
permanentemente a medios igualmente violentos como vías “para su integración
al desarrollo social” (Ramírez, 1990, 91).
CAPÍTULO V
Dictadura militar y criminalización de
la disidencia política (1953-1958)

D esde 1948 la sociedad colombiana se vio envuelta en una espiral de


violencia, en medio de la cual las élites políticas realizaron distintos
tipos de acuerdos al sentir amenazada su posición de poder. Esto
determinó el contenido de las definiciones normativas que permiten
caracterizar al derecho penal de la época como derecho penal de enemigo.
En medio de este proceso se definió la enemistad desde el derecho en
términos bélico-militares. Esto se dio en función de los intereses burocráticos
de los partidos políticos tradicionales, como producto de los acuerdos y
alianzas que se dan entre sectores sociales influyentes. Y es que a pesar de la
confrontación bipartidista, la definición de la enemistad poco a poco
comienza a obedecer al afán de contener las amenazas de cambio social
percibidas por las élites en medio del conflicto social y político vivido en el
país.
Aquí ocupa un lugar trascendental el militarismo y el contexto
internacional de la Guerra Fría, cuyo papel en la definición del Estado
colombiano entre 1953 y 1957 llevó a radicalizar el poder punitivo al hacer
mucho más evidente su carácter selectivo. En tal sentido, el derecho penal,
al tener como fuente la guerra interna y configurarse en consecuencia como
derecho penal de enemigo, durante estos años continuó mostrando las
tendencias ya identificadas para las normas producidas entre 1948 y 1953.
Dividiremos entonces este capítulo en tres secciones con el fin de
explicar lo anterior: 1. En primer lugar reseñaremos algunos aspectos de la
situación política y social de los años cincuenta para evidenciar la división
imperante en la población colombiana, los acuerdos que en este contexto se
producen entre las élites políticas y algunas manifestaciones de violencia que
surgen en medio de esta dinámica; 2. Luego haremos algunas
consideraciones sobre la forma como el anticomunismo aparece y se
generaliza en el discurso político colombiano, siendo entonces éste el criterio
para la definición de la enemistad que resulta funcional a los dos partidos
tradicionales; 3. En tercer lugar señalaremos las normas de derecho penal
que surgen en medio de esta situación, en función justamente de intereses
políticos coyunturales.

EN MEDIO DE LA CONMOCIÓN SOCIAL LAS ÉLITES


POLÍTICAS SUPERPONEN SUS PROPIOS INTERESES E
IGNORAN LA COMPLEJIDAD DEL CONFLICTO
La forma como se distribuyó el poder político en Colombia durante los años
1953 y 1957, militarizando el Estado y llevando el derecho penal creado en
función de la guerra en los años anteriores a puntos extremos, obedeció a un
intento de las élites políticas colombianas, o al menos parte de ellas, por
“restablecer” el orden en una situación de caos, en la cual la característica
fundamental de la sociedad colombiana era su división.
En este sentido, la Violencia y el derecho que en ella se produce se
encuentran en una relación íntima con la imposibilidad de predicar la
existencia de un orden social unificado, en donde además la división de lo
social y de lo político entre amigos y enemigos parece caracterizar el debate
público y definir las acciones estatales.228
Y es que la ausencia de un referente institucional de unidad disoció, en
el caso colombiano, el escenario social del escenario político, de manera que
los conflictos que surgieron en desarrollo del proceso de industrialización del
país entre distintos sectores sociales, así como las luchas y reivindicaciones de
diversos grupos, no encontraron forma de ser canalizados ni resueltos por las
vías institucionales.229 No podemos perder de vista que el debate político en
los años de la Violencia, se encuentra cooptado por intereses burocráticos de
partido, lo cual impidió que el sistema democrático legitimara al Estado como
un factor de unidad. Esta situación se ve agravada si tenemos en cuenta que
las instituciones estatales, antes de responder a una identidad nacional,
respondían a la identidad construida a partir de la pertenencia a uno u otro
partido. De ahí que, por ejemplo, Pécaut sostenga que “parece como si antes
de cualquier proceso de institucionalización política, ya el cuerpo social
estuviera repartido entre los dos grupos políticos” (Pécaut, 2003, 35), y que,
en consecuencia, lo político se encontrara fundamentado en una separación
anterior y trascendente. Por esta razón, el mismo autor afirma la
imposibilidad de referirse en el caso colombiano a “un pueblo”, pues resulta
mucho más palpable, en términos políticos, la existencia de dos “culturas
políticas opuestas” (Pécaut, 2003, 35).
El Estado colombiano no alcanza entonces una regulación adecuada de
las relaciones sociales y la democracia se institucionaliza con base en una
división que se supone es insuperable.230 De ahí que el Estado esté muy lejos
de un “Estado-nación o de una sociedad simbólicamente unificada” (Pécaut,
2003, 36).
En este contexto, la política se desarrolla a partir de divisiones entre
partidos que llevan a que la población en general piense lo público como una
confrontación permanente entre sujetos extraños. Esto se refleja en la
construcción de diversas identidades e imaginarios locales y regionales. En
consecuencia, dependiendo de la identidad partidista, dicha confrontación
parte de la estigmatización, con fundamento en posiciones irreductibles, de
quien se define de manera diferente. En este sentido, no es posible la
existencia de un espacio común. Las instituciones son entonces escenarios de
confrontación de los que es necesario apropiarse o defenderse, dependiendo
del acceso a dichas instituciones y de lo funcionales que resulten para cada
una de las posiciones encontradas.
De esta manera, la Violencia se alimenta de la enemistad construida
con base en la diferencia política, en donde la existencia del otro, del
extraño y del diferente es percibida como negación de la propia existencia.
Así, se radicalizan las posiciones desarrollando estrategias de exclusión que,
al mismo tiempo, dan cuenta de prejuicios morales, proyectados en
diferencias raciales, económicas y regionales. Sobre este punto son bastante
ilustrativas las explicaciones de Pécaut:
Con respecto a la oposición “liberal-conservador” podemos anotar
que no es difícil comprobar la manera como va perdiendo todo
contenido conceptual para limitarse a representar la lucha a
muerte entre las dos comunidades políticas. Los conservadores
pueden seguramente afirmar que los liberales son comunistas,
ateos, bandoleros, etc., pero ello no es suficiente para definirlos
desde su punto de vista. Nosotros creemos que es necesario tomar
en serio la manera como Laureano Gómez o Monseñor Miguel
Ángel Builes hacen la asimilación del partido liberal con un
monstruo -el famoso basilisco- o la presentación que el primero de
ellos hace del 9 de abril como un “matricidio”. Esto indica la forma
como los actores se colocan por fuera de lo político constituido,
para alcanzar un trasfondo arcaico en el cual ya no se trata de una
relación humana… Algo similar podría afirmarse con respecto a la
denominación del adversario social: “chusma”, “bandoleros”, etc.
Estas designaciones apuntan igualmente a un nivel en el cual el
adversario es ubicado por fuera del espacio del mundo civilizado
humano.231

Esta división de la política y de la sociedad colombiana resulta bastante


curiosa, pues por encima y no obstante las divisiones entre los partidos y al
interior de los mismos, la prevención y el temor frente a las movilizaciones
populares resulta una constante. Tanto desde el liberalismo como desde el
conservatismo, al ser partidos de gobierno, todas aquellas muestras de
organización popular fueron tratadas como situaciones riesgosas que
ameritaban la reafirmación violenta y represiva de la autoridad estatal. Al
margen de los intentos de representación popular adelantados por el Partido
Liberal al apoyar el sindicalismo en los años treinta y por la llamada
“revolución en marcha” de López Pumarejo (1934-1938), el Partido Liberal
enarbola las banderas del “pueblo” cuando ostenta la posición de partido de
oposición, llegando incluso a apoyar distintos grupos guerrilleros durante los
años cincuenta, como ocurrió en el Tolima y en los Llanos orientales. Sin
embargo, al salirse de su control la movilización popular y al hacerse cada vez
más evidente en los movimientos sociales las reivindicaciones de clase por
encima de los intereses partidistas, el Partido Liberal se acerca al
conservatismo para adoptar posiciones en donde lo fundamental resulta ser
el mantenimiento del orden.
Y es que en medio del antagonismo partidista, se observa en los estudios
realizados sobre la Violencia, una oposición generalizada en las élites
políticas, tanto liberales como conservadoras, contra los distintos intentos
por reivindicar espacios de participación política y económica por parte de
sectores tradicionalmente excluidos. En este sentido, es bastante diciente la
propuesta de reforma constitucional hecha por Laureano Gómez a finales de
1952. En dicha propuesta tenía preeminencia una ética de Estado y se
buscaba que el poder público recayera principalmente en el ejecutivo,
entregando nuevamente importantes beneficios a la iglesia Católica y
restituyéndole los privilegios de los concordatos de 1887 y 1892. Con ello se
calificaban como traición a la patria las críticas al Gobierno que colombianos
hicieran en el extranjero, se establecía la censura de prensa y se impedía que
el Congreso presentara proyectos de ley sobre el ejército y la policía (Palacios,
2003, 206-209).
Esta forma de entender el Estado, sustentada en una visión de la
sociedad colombiana como un conglomerado “salvaje” necesitado de “mano
dura”, se inspiraba en el franquismo español y presentaba un corte
eminentemente falangista. Así, entendía que era necesaria la desmovilización
del pueblo y que “el país debía regresar al principio regeneracionista de Cristo
y Bolívar” (Palacios, 2003, 206).
En este sentido, Palacios, refiriéndose al gobierno de Laureano Gómez,
afirma que “el orden sería restaurado una vez se desmovilizara el pueblo. Si
bien desde 1948 se empezaron a desmantelar las organizaciones populares e
instituciones que mejor simbolizaban la república liberal, el efecto perverso
de esta política había desatado en las zonas rurales la movilización anárquica
que ya se conocía como la Violencia” (Palacios, 2003, 206).
En todo caso, este entendimiento autoritario del Estado, que apuntaba
a fortalecer la autoridad de las instituciones y a desconfiar de la movilización
y reivindicación popular, se daba en momentos en donde la democracia
colombiana no dejaba de ser una mentira. El liberalismo, por ejemplo, se
había retirado de las elecciones al Congreso en septiembre de 1951 y en 1953
los dos líderes liberales, Alfonso López y Carlos Lleras, se habían exiliado, al
tiempo que el mismo partido de gobierno, el Conservador, se encontraba
profundamente dividido.232
Sin embargo, esta situación no es única de los años cincuenta y
siguientes. De hecho, se encuentra antecedida al menos por dos momentos
que, no obstante haber tenido lugar durante gobiernos de partidos distintos,
reflejan la forma como desde el Estado se estigmatiza y reprimen
reivindicaciones de base, cuando los intereses de quienes se benefician de la
estructura social vertical se ven cuestionados. Es así como durante la
presidencia de Mariano Ospina Pérez, también conservador, en palabras de
Gonzalo Sánchez, “todo intento de organización autónoma del movimiento
popular, y sobre todo de la clase obrera, sería proscrito de la escena política
con el uso de numerosas medidas represivas tales como la anulación de la
protesta urbana, los despidos masivos y la destrucción de las más activas
agremiaciones sindicales” (Sánchez, Meertens, 2002, 32). De la misma
manera, anteriormente el Partido Liberal, durante el gobierno de Enrique
Olaya Herrera, había reprimido el movimiento campesino en zonas de
conflicto agrario en donde los terratenientes eran precisamente liberales.233
 En medio de esta división política articulada en función de los partidos
Liberal y Conservador, en la cual es posible entrever al mismo tiempo luchas
sociales que alertan a los sectores sociales de influencia, se gestan distintos
intentos de acuerdo en donde las élites políticas dejan de lado sus diferencias
y toman medidas orientadas a contrarrestar la movilización popular. Estos
acuerdos van a llevar, finalmente, en el periodo estudiado, en primer lugar, a
la implementación del gobierno militar y, posteriormente, a la
institucionalización de una dictadura de oligarquías en donde los partidos
políticos tradicionales se alternan el poder criminalizando y cerrando el
sistema democrático a propuestas alternativas.234
En efecto, el 13 de junio de 1953 se produce el golpe de Estado del
general Gustavo Rojas Pinilla contra el Gobierno de Laureano Gómez. Este
suceso, pese al agitado contexto político vivido en el país, fue recibido con un
buen margen de aceptación por parte de importantes sectores, tanto por los
partidos políticos tradicionales como por la iglesia y las fuerzas militares;
solamente el Partido Comunista y algunos seguidores de Gómez manifestaron
algún tipo de rechazo. Palacios lo afirma de la siguiente manera: “La Iglesia,
los gremios empresariales y todos los grupos políticos, con excepción de un
puñado de laureanistas y del Partido Comunista, lo avalaron.
El cuartelazo resultó ser uno de los cambios de gobiernos más pacíficos y
festejados de la historia colombiana”.235
En este contexto no se puede perder de vista, como ya lo hemos
mencionado, que el apoyo recibido por el golpe de Estado militar se vio
motivado en buena medida por el temor que despertaba en los sectores
sociales influyentes el grado de insurrección y de desorden en el que se
encontraba la sociedad colombiana. Sánchez y Meertens han explicado que
este temor (alimentado por lo menos desde la década de los años treinta con
las movilizaciones campesinas en zonas de colonización y por lo ocurrido
durante “el Bogotazo”) se incrementó a partir de tres factores de alarma:
Primero, la ruptura entre guerrillas y hacendados liberales y el
pacto de estos últimos y el ejército contra los campesinos en
armas… Segundo, la materialización de un proyecto de
coordinación nacional de los principales frentes de resistencia
armada… Tercero, el cambio en la correlación de fuerzas que se
produce a comienzos de 1953 cuando el movimiento guerrillero,
por lo menos en los Llanos, pasa a la ofensiva en el plano militar
(Sánchez y Meertens, 2002, 40).

Este apoyo más o menos generalizado a la dictadura militar, se prolongó


únicamente hasta 1955. A medida que se hacía más evidente que las
promesas de paz no habían sido cumplidas, que desde el punto de vista
institucional el establecimiento continuaba reaccionando violentamente
contra la disidencia política y que subsistieron formas de violencia
organizada, poco a poco la presidencia de Rojas Pinilla fue perdiendo
aceptación. En todo caso, las fuerzas militares hicieron las veces de árbitros
en medio de las acusaciones y agresiones mutuas entre los dirigentes del
Partido Liberal y Conservador, “quienes no estaban dispuestos a correr más
riesgos frente al potencial revolucionario o de anarquía incontrolada que se
incubaba detrás de la Violencia” (Sánchez y Meertens, 2002, 41). Sin
embargo, la represión militar236 y los esfuerzos de Rojas por ejercer un
mandato más autónomo, llevaron nuevamente a la unificación de las clases
dominantes, esta vez en contra del régimen militar que un par de años antes
habían apoyado.
Se gesta de esta manera el segundo acuerdo que habíamos enunciado,
con lo cual se reitera que al parecer la estabilidad política y social en
Colombia, en los términos que usan Sánchez y Meertens, debía contar con
el monopolio bipartidista. “El pacto directo estaba ahora plenamente
legitimado. Alberto Lleras y Laureano Gómez, en Sitges y Benidorm
(España) en 1956, acordaron sus bases fundamentales: la alternación de los
partidos en el poder cada cuatro años y durante un periodo mínimo de 16, lo
mismo que la repartición paritaria de todo el andamiaje burocrático del
Estado” (Sánchez y Meertens, 2002, 42).
Nuevamente, al constatar las élites tradicionales que el gobierno de
turno, esta vez de carácter militar y apoyado inicialmente por ellas mismas,
deja de ser estratégicamente conveniente para sus intereses burocráticos,
superan sus diferencias y enfilan esfuerzos por asegurar sus posiciones de
poder. En esta dinámica, las iniciativas de cambio social y las luchas por
obtener espacios de participación, al poner en tela de juicio la estructura
social que soporta la posición privilegiada de las élites, son excluidas,
criminalizadas o, en el mejor de los casos, ignoradas.
Rojas calló finalmente por las mismas razones de fondo que dieron
al traste con el mandato de su antecesor, Laureano Gómez:
desatender los intereses de los grupos básicos que respaldaban el
régimen. Al comenzar mayo de 1957, los gerentes ordenaron cerrar
bancos y fábricas… Los estudiantes de las universidades católicas
organizaron ruidosas confrontaciones con la policía… pero la
mayoría de la población estuvo apática. En la madrugada del 10 de
mayo los colombianos se enteraron de que Rojas renunciaría.
(Palacios, 2003, 215-216)

En medio de esta dinámica ambivalente de disputas y acuerdos entre las


élites políticas, en donde el punto de interés es la prolongación de los
privilegios de los poderosos, la conmoción social, alimentada por las
condiciones de violencia estructural y exclusión política, se continúa
agravando. Siguen entonces evidenciándose manifestaciones de violencia
institucional o violencia “desde arriba” y manifestaciones de violencia
proveniente “desde abajo”. Ya desde el 9 de abril la violencia institucional se
había radicalizado y los organismos de seguridad del Estado se convirtieron
durante toda esta época en instancias de persecución selectiva de diferentes
sectores sociales; también se organizaron al tiempo movimientos de
resistencia armada campesina y grupos paraestatales.
A propósito del 9 de abril, Sánchez y Meertens explican que:
La respuesta popular inmediata fue una insurrección de vastas
proporciones… Militarmente aplastada con la colaboración de la
vieja capa dirigente anti-gaitanista, algunos de los fugitivos de la
contraofensiva gubernamental empezaron a conformar los primeros
núcleos de resistencia armada rural: en Santander el ´Alcalde
revolucionario` del 9 de abril en Barrancabermeja, Rafael Rangel;
en los Llanos Eliseo Velasquez, promotor de la revuelta en Puerto
López; y, en el sur del Tolima, Hermógenes Vargas, conocido como
el ´General Vencedor`… Lo que probablemente no imaginaban
estos hombres era que poco más de un año después estarían
dirigiendo verdaderos ejércitos de campesinos bajo la modalidad
característica de lucha del periodo: la guerrilla campesina.
(Sánchez y Meertens, 2002, 33)

Desde el punto de vista institucional, tanto la policía como el ejército


jugaron un papel fundamental, pues no solamente la primera se militarizó237
(el Decreto 1814 del 10 de julio de 1953 estableció el Comando General de
las Fuerzas Armadas dentro del Ministerio de Guerra, integrado por el
Ejército, la Armada, la Fuerzas Aéreas y las fuerzas de policía), sino que a
través de la institución castrense se abordó el conflicto con una
interpretación claramente bélica que no hacía nada distinto a dividir aun
más la población colombiana y radicalizar la resistencia armada.238
Los principales núcleos guerrilleros fueron entonces el Tolima y los
Llanos orientales. En el Tolima, se transformaron las antiguas asociaciones
campesinas en un amplio movimiento guerrillero239 que contó con influencia
tanto del Partido Liberal como del Partido Comunista. Esto generó aún más
violencia tras el enfrentamiento entre los “limpios” y los “comunes”.240 Para
1953, en estos movimientos ya el tinte bipartidista había desaparecido y la
resistencia armada, así como la respuesta por parte de grupos paraestatales,
comenzaba a hacer mucho más explícito el conflicto social que se encontraba
detrás.
En los Llanos orientales se concentran también grandes grupos
guerrilleros,241 que igualmente reciben el apoyo del Partido Liberal,
inicialmente de manera explícita y, una vez instaurada la dictadura, de
manera camuflada.
Si los directores nacionales del liberalismo descartaron la
alternativa de guerra civil, no condenaron la empresa guerrillera de
sus copartidarios, e intermitentemente la apoyaron por debajo de
cuerda. Esto fue transparente en los Llanos Orientales. La
persecución policial contra las cabeceras y vecindarios liberales del
piedemonte boyacense, desde Sogamoso hasta Miraflores y
Garagoa, alebrestó a la población y estimuló la guerrilla llanera
que, rápidamente, habría de ser emblema de la resistencia en todo
el país. (Palacios, 2003, 225)

Adicionalmente, se organizaron grupos para-estatales con claro


patrocinio conservador,242 que en un principio hacían las veces de “policía
privada”,243 pero que con el advenimiento del gobierno militar pasaron
también a convertirse en una suerte de mafias que, mediante el asesinato y la
intimidación, manejaban mercados locales. Así ocurrió, por ejemplo, en la
zona cafetera del norte del Valle y en el Quindío: “En la época de Rojas, y
ante la ausencia de elecciones, de asesinar para cambiar el mapa electoral, la
pajaramenta asesinaba para imponer las reglas del negocio de compra-venta
de fincas cafeteras y de comercialización del café” (Palacios, 2003, 230).

LA PREEMINENCIA DE LOS INTERESES COMUNES DE LOS


PARTIDOS LLEVAN A REDEFINIR LA ENEMISTAD EN
CONTRA DEL COMUNISMO
En Colombia, particularmente durante la Violencia, la definición del
enemigo se da en un contexto real de guerra y viene asociada a la
estigmatización de opciones políticas en la cual la descalificación, incluso
moral, termina reflejándose claramente en las definiciones normativas. Para
comprender cómo se da este fenómeno entre 1948 y 1966, es fundamental
echar una mirada a la posición asumida por las Fuerzas Militares con ocasión
de la Violencia, pues al interior del Ejército, desde los años veinte, circula un
discurso anticomunista que asocia los distintos movimientos sociales y
sindicales con la subversión, mostrando simpatía por gobiernos militaristas y
autoritarios de otras latitudes.
Lo anterior ayuda a entender cómo, una vez el Ejército termina
mediando con aparente neutralidad entre los dos partidos políticos
tradicionales (Liberal y Conservador), el rótulo o etiqueta desde el cual se
define la enemistad cambia, pues a medida que la confrontación bipartidista
va cediendo y se concretan acuerdos entre sus dirigentes, el carácter social
del conflicto se hace más evidente. De esta manera, se generaliza el rechazo y
la estigmatización de los movimientos sociales y del comunismo, con
consecuencias claras en el plano normativo. Así, el derecho penal termina
reflejando dichos prejuicios y continúa radicalizándose en función de
reprimir sujetos considerados peligrosos por el establecimiento, mediante
disposiciones que criminalizan el pensamiento, aumentan penas y reducen
garantías, es decir, derecho penal de enemigo.
Justamente durante los años cincuenta del siglo pasado, al mismo
tiempo que se da el Gobierno militar, el Ejército colombiano sufre una serie
de transformaciones que le van a permitir no solamente avanzar en su
profesionalización, sino también comenzar a tomar el carácter de fuerza
antisubversiva. Estudios sobre la historia de las Fuerzas Militares en
Colombia han decantado el proceso de profesionalización de las instituciones
castrenses, resaltando que éste se ha dado a lo largo del siglo XX en medio de
una fuerte tensión por su utilización partidista. En este sentido, Vargas
explica que en la primera década del siglo XX comenzó la profesionalización
del Ejército, manteniendo, al mismo tiempo, un carácter adscrito o
politizado, “en el cual el partido en el Gobierno quiso utilizarlo como un
aparato a su servicio, momento que con altibajos se prolongó hasta la
Violencia liberal-conservadora… Después se dio prioridad a la separación de
los partidos y de las Fuerzas Armadas lo cual condujo a que el Ejército fuera
tomando forma como ejército contrainsurgente” (Vargas, 2008, 299-300).
Así, durante estos años, “existe una tensión permanente entre la búsqueda
de la profesionalización, la utilización partidista del aparato militar y las
tendencias hacia su conversión en una institución garante de la
imparcialidad en el trámite de las diferencias sociales” (Vargas, 2008, 300).
Y es que al analizar la posición asumida por las Fuerzas Militares
colombianas frente a la Violencia, no podemos perder de vista que el Ejército
colombiano surge y se consolida con un mayor acento en el mantenimiento
de la seguridad interna, antes que como una institución cuya misión principal
fuera la defensa exterior. Ya hemos explicado cómo en Colombia el adentro y
el afuera estatal son confundidos ante la imposibilidad del Estado colombiano
de consolidarse en su territorio como único sujeto soberano. Esto lleva a que
lo militar se entremezcle con lo policivo y a que, en esta medida, el enemigo
militar, en este caso político, sea al mismo tiempo considerado delincuente y
viceversa. De aquí que la preocupación del Ejército durante su historia como
institución se haya centrado en los riesgos y amenazas internas, “(trátese de
la protesta social estigmatizada y de las disputas partidistas, inicialmente, las
guerrillas liberales después o la insurgencia que se autodenomina como
revolucionaria, más recientemente) antes que en lo externo” (Vargas, 2008,
300).
Por esta línea Gilhodés explica que el 9 de abril cambia sustancialmente
la situación del Ejército. Aunque Colombia no había sido hasta ese momento
un país tradicionalmente militarista, a propósito de lo ocurrido tras el
asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y debido a los brotes de violencia que
comenzaban a multiplicarse a finales de la década de los cuarenta, el
presupuesto militar sube al 19% del presupuesto general de la Nación
mientras que pocos años atrás, en 1946, únicamente alcanzaba el 10.2%.
Adicionalmente, “la participación del Batallón Colombia en la guerra de
Corea pone a los oficiales que viajan a estas lejanas tierras en contacto con
los modernos requerimientos de un Ejército y crea en ellos la necesidad de
una reorganización… que sólo parcialmente hará efectiva el gobierno del
general Rojas Pinilla” (Gilhodés, 1991, 344-345).
Este proceso de transformación de las Fuerzas Militares, que comienza a
verificarse desde los años cincuenta, cumple un importante papel en la
prolongación del conflicto. Además, se ve influido por la política exterior
norteamericana, especialmente difundida a través de la “Doctrina de
Seguridad Nacional”, que se mezcla con el viejo militarismo propio de
América Latina y se arraiga, produciendo sus principales efectos, en los años
sesenta. “Con la Doctrina de Seguridad Nacional se inauguró el nuevo
militarismo en América Latina. En los años sesenta, los militares adoptaron
una serie de principios que llevaron a considerar a la mayor parte de los
problemas sociales como manifestaciones subversivas” (Leal, 1994, 12).
A partir de 1948 y con la aparición de las primeras guerrillas, se
combinan entonces las características del viejo militarismo con la
generalización del discurso anticomunista y la transformación de las Fuerzas
Militares en fuerzas de combate de enemigos internos. Este viejo militarismo,
como fenómeno latinoamericano, Leal lo explica a partir del rol que
cumplieron los ejércitos en los procesos de independencia.244 En dichos
procesos, de clara influencia europea, en los primeros años de existencia de
los Estados “las instituciones militares ostentaron una posición más fuerte
que las demás instancias estatales, lo que facilitó que se autoerigieran como
dinamizadoras de la economía e integradoras de la sociedad” (Leal, 1994,
17). De acuerdo con Leal, los ejércitos latinoamericanos, y dentro de ellos el
colombiano, asumieron entonces la responsabilidad de mantener la identidad
nacional y la reafirmación de los valores que la sustentan (Leal, 1994, 17). Lo
anterior se terminaría reflejando en las normas jurídicas que con este mismo
objetivo se producen durante la Violencia con participación precisamente de
los militares.
Así pues, como lo mencionamos líneas arriba, en medio de la disputa
liberal-conservadora, desde los años veinte en los círculos militares hacía
carrera un discurso anticomunista, que veía con especial desconfianza a los
movimientos sociales y especialmente al sindicalismo. Esto se debía a que
consideraba tales manifestaciones políticas como intentos de
desestabilización del orden social impulsados por “malechores” y
“anarquistas”. Gilhodés nos da pistas sobre este punto, citando apartes de
textos que aparecen en documentos del Ejército Nacional durante la segunda
década del siglo XX:
Semejantes artículos se multiplican en los años siguientes. En la
Memoria de Guerra de 1927, Ignacio Rengifo [Ministro de guerra
durante el gobierno de Miguel Abadía Méndez, 1926-1930], pone
en guardia: “Ha surgido un peligro nuevo y temible, quizás el más
grande que haya tenido durante su existencia la patria y del cual,
en mi concepto no nos hemos preocupado suficientemente o sea
en el grado y medidas necesarios para afrontarlo y vencerlo. ¡Tal es
el peligro bolchevique!”, y agrega… “La ola impetuosa y
demoledora de las ideas revolucionarias de la Rusia del Soviet…
ha venido a golpear a las playas colombianas amenazando de
destrucción y ruina y regando la semilla fatídica del comunismo
que, por desgracia, empieza ya a germinar en nuestro suelo y a
producir frutos de descomposición y de revuelta”. (Gilhodés,
1991, 346)

El ministro Rengifo hará publicar en la Revista Militar del Ejército (I


semestre de 1928) un artículo del vate argentino Leopoldo
Lugones, “La paz bolchevique”. Lugones es, en su país, el principal
apologista de la toma del poder por el Ejército y se considera como
el mentor del golpe de Estado del general Uriburu en 1930.
(Gilhodés, 1991, 346)

En la Revista Militar el agregado militar de Colombia en Madrid,


teniente coronel Enrique Santamaría preconiza, para luchar contra
el terror rojo, un gobierno a semejanza de el del general Miguel
Primo de Rivera o de el de Mussolini, y propone la formación de
una organización calcada del Somatén español, unión cívica “que
tarde o temprano tendrá que adotarse en Colombia”. (Gilhodés,
1991, 346 citando la Revista Militar del Ejército de Colombia,
Bogotá No. 202-203, abril-mayo, 1929).

Esta postura de importantes sectores del Ejército colombiano,245


encuentra un factor de impulso y estímulo en las estrategias de apoyo
político-militar de los Estados Unidos de América en la región suramericana,
que desde los años cuarenta, con el desenlace de la Segunda Guerra
Mundial, buscan la unificación estratégica de la región.246 “El desarrollo
institucional de la política estadounidense hacia América Latina, a partir de
la Guerra Fría, facilitó la difusión de la concepción norteamericana de
seguridad nacional. Esta concepción fue la base para la formulación posterior
de la Doctrina de Seguridad Nacional en Suramérica” (Leal, 1994, 21).
La concepción norteamericana del Estado de seguridad nacional,
según la cual el Estado debe protegerse incluso de los ciudadanos de quienes
se supone es representante, sirvió de base para la formulación de la Doctrina
de Seguridad Nacional en Latinoamérica. Además, se difundió a partir de
una serie de acuerdos de cooperación entre Estados Unidos y países latinos,
desde el Acta de Chapultepec de 1945,247 pasando por el “Plan Truman” de
1946,248 hasta llegar al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca
(TIAR) de 1947.249 Pero fue con los programas bilaterales de Ayuda Militar
(MAP) celebrados entre 1952 y 1958 y el entrenamiento militar en los
Estados Unidos y posteriormente en Panamá, que definitivamente los
ejércitos de los países latinoamericanos se incorporaron en la “órbita
tecnológica y operativa de los Estados Unidos” (Leal, 1994, 21-22).
En este contexto el Ejército participa en la Violencia sin una
adscripción partidista clara o unívoca, y la aborda desde una perspectiva
eminentemente moral250 que, una vez instaurado el Gobierno militar en
1953, es objeto de un proceso de retroalimentación en donde se revitaliza el
discurso anticomunista latente desde los años veinte, pero esta vez con la
fuerza y alcance que encuentra en el discurso transnacional que traza las
características del Estado de seguridad diseñado desde los Estados Unidos.
La “imparcialidad” partidista de las Fuerzas Militares ante la disputa
entre liberales y conservadores, se reflejó en su carácter instrumental, es
decir que dependiendo del gobierno de turno su intervención en el
conflicto se orientaba en uno u otro sentido. Por esta razón, la forma como
se piensa la Violencia desde el ejército “echa mano de argumentos sobre
todo de tipo moral-religioso como la lucha del bien y del mal para justificar
la actuación militar” (Gilhodés, 1991, 350). Esto lleva a las Fuerzas
Militares a una relación tensa con la población, la cual las percibe como un
agresor más en la contienda. Dicha percepción negativa genera graves
consecuencias para la institucionalidad colombiana, pues así se profundiza la
ausencia de legitimidad del Estado.
Desde los primeros gobiernos conservadores del siglo XX (Pedro Nel
Ospina 1922-1926, Miguel Abadía Méndez 1926-1930), que utilizaron al
Ejército para el control interno de la protesta social251 y con intereses
electorales, pasando por los gobiernos liberales de Alfonso López Pumarejo
(1934-1938 / 1942-1945) y Eduardo Santos (1938-1942), en los que “se pasó
a una respuesta ambivalente del Estado institucional, entre ser mediador y
canalizador de los conflictos sociales o actuar de manera parcial a favor de
los grupos de poder; aunque finalmente primó la última actitud, hecho que
condujo a un reforzamiento de la visión, en sectores subordinados de la
sociedad, de un Estado parcializado a favor de una de las partes del
conflicto: la de los sectores dominantes” (Vargas, 2008, 314-315); hasta
llegar a los gobiernos conservadores de “unidad nacional” de Mariano
Ospina Pérez (1946-1950), Laureano Gómez Castro (1950-1953) y Roberto
Urdaneta Arbeláez (encargado 1951-1953), en donde los militares fueron
comprometidos con la administración municipal y en la defensa partidista
del gobierno252 (el Decreto 2169 de 1951 crea la jefatura civil y militar de los
llanos orientales, el Decreto 0755 de 1954 crea la jefatura civil y militar del
Amazonas y el Decreto 0250 de 1957 crea la jefatura civil y militar del
Quindío),253  se refuerza la creencia de que la principal amenaza a la
seguridad está en el ámbito interno, estimulando los prejuicios y la
estigmatización sobre ciertos sectores de la población (Vargas, 2008, 316).
Lo anterior lleva a la retaliación desde el poder público contra la
población civil, “violando su propia legalidad” y produciendo “la percepción
sobre las Fuerzas Armadas como una fuerza agresiva y parcializada”. Esto
muestra al Estado “como un actor más de la violencia”, que la estimula como
forma para “resolver los conflictos y las tensiones sociales” (Vargas, 2008,
317).
Esta moralización del conflicto, que indudablemente contribuye a
que se prolongue y que lo reduce a un problema delictivo, la podemos
apreciar también en la Memoria de Guerra de 1950-1951, en donde José
María Bernal, ministro de guerra (civil) denuncia la existencia de “Focos
de bandolerismo que paralizan la vida económica de algunas de las más
ricas regiones del país” (Gilhodés, 1991, 349). Sin embargo, es aún más
ilustrativo el siguiente fragmento de la respuesta que Rojas Pinilla da en 1952
al homenaje que le hace el Mayor Efraín Villamizar (tanto la respuesta de
Rojas como el discurso del Mayor Villamizar son publicados en ese año en la
revista de la Policía Nacional):
Tenemos los bandoleros y la gente de bien. La gente de bien, en
todo lo largo y ancho de Colombia, que anhela sinceramente
porque se establezca de manera firme la paz, y los bandoleros que al
amparo de una bandera política quieren acabar con la vida de los
hombres honrados y detener el progreso y porvenir de la República.
Tengo la seguridad, no solamente es un optimismo, de que en poco
tiempo, lograremos que la gente de bien se entregue a su trabajo y
que los criminales purguen sus delitos con su sangre o con su
libertad. (Gilhodés, 1991, 349)

Otro ejemplo: en 1953 el coronel Francisco Rojas Scarpetta, con un tono


evidentemente moral, denunciaba la existencia de “teorías foráneas” y llamaba la
atención sobre la necesidad de defender la “civilización cristiana y el mundo
occidental contra la propaganda clandestina y subversiva” (Gilhodés, 1991, 350).
La descalificación moral de opciones políticas que se salen de los
parámetros aceptados por el liberalismo y el conservatismo, paulatinamente
va ganando terreno. Por eso, a medida que los partidos Liberal y Conservador
concilian sus intereses burocráticos, dicha descalificación encuentra el
espacio propicio para generalizarse y ser plasmada, incluso normativamente,
en el conjunto de normas que componen el sistema penal paralelo que hemos
venido describiendo y que calificamos como derecho penal de enemigo.
Dichas normas se ponen entonces en función de combatir al enemigo
político y se insertan en las estrategias articuladas desde el Estado, con el fin
de consolidar la identidad nacional que resulta adecuada para los intereses de
las élites económicas y políticas, así como para pacificar en torno a los valores
que sustentan dicha identidad el territorio nacional.

LA VIOLENCIA CONSERVADORA TRANSFORMA EL


ORDENAMIENTO JURÍDICO Y SE CONVIERTE EN
VIOLENCIA ORIGINARIA – EL ENEMIGO POLÍTICO COMO
NO PERSONA
Las tendencias identificadas en las normas sobre derecho penal que se
produjeron a través de los estados de sitio entre 1948 y 1953, se mantienen y,
de hecho, en varios sentidos se exacerban durante 1953 y 1958. Esto indica
que la enemistad no solamente continúa siendo el parámetro de producción
normativa en materia punitiva, sino también que el conflicto social sigue
siendo objeto de juicios simplistas de acuerdo con los cuales el plano en el
que debe ser abordado es el de la guerra. De esta manera, el derecho penal de
la Violencia se transforma hasta llegar a un punto en el que se hace evidente
su carácter instrumental, en función de la represión del pensamiento y de la
reproducción de un sistema político estrecho y excluyente.
De la misma forma que en el periodo anterior, los decretos legislativos
que permiten caracterizar a este derecho penal como derecho penal de
enemigo, se encuentran enmarcados entre una serie de medidas que apuntan
a restringir varios tipos de derechos. Haremos referencia, en primer lugar, a
estos últimos para luego mirar las medidas tomadas puntualmente en materia
penal. Los decretos que serán citados a continuación fueron dictados todos
en vigencia del estado de sitio establecido mediante el Decreto 3518 del 9 de
noviembre de 1949 por Mariano Ospina Pérez, el cual es levantado
únicamente hasta el 27 de agosto de 1958 mediante el Decreto 0321.
Las normas que aparecen en el periodo 1953-1958, y que tuvieron
fuertes implicaciones para los derechos individuales, pueden ser divididas en
tres: a. Normas que restringen la libertad de prensa y de expresión; b.
Normas sobre el derecho de reunión sindical; y c. Normas que prolongan la
suspensión de las sesiones de Congreso Nacional.
 
a. Censura de prensa: La libertad de prensa, gravemente censurada
desde 1948, sigue siendo percibida como un obstáculo para el
restablecimiento del orden y, en este sentido, continúa administrada por
las fuerzas militares. El Decreto 1723 del 2 de julio de 1953 firmado por
el teniente general Gustavo Rojas Pinilla, en un tono casi religioso
considera que “es necesario velar porque continúe el estado de
tranquilidad nacional, y lograr el desarme de los espíritus y el
restablecimiento pleno de la paz ciudadana; 2º Que uno de los medios
más eficaces para lograr tales fines es el de controlar la prensa y, en
general, todos los medios públicos de expresión”.254 Con base en esto se
adscribe el control de la prensa hablada y escrita en todo el territorio
nacional al Comando General de las Fuerzas Armadas (Ministerio de
Guerra), y se le faculta para imponer sanciones pecuniarias y de
suspensión de publicaciones y radioperiódicos.255
En este mismo sentido, con el Decreto 1896 del 21 de julio de 1953256
(sin que pasara siquiera un mes desde el Decreto 1723), las funciones
de censura de prensa y radiodifusión se adscribieron a la Oficina de
Información y Propaganda de la Presidencia. Ante esto es importante
no perder de vista que se mantiene el control militar sobre la libertad de
expresión, pues el gobierno de turno se encontraba en manos de un
general de la República. Adicionalmente, en 1955 la libertad de
prensa sufre una importante restricción al prohibirse expresamente la
publicación de opiniones que “impliquen falta de respeto para el
Presidente de la República o para el jefe de Estado de una Nación
amiga” y la difusión de toda información que registre hechos que
afecten el orden público, so pena de sanciones pecuniarias y sin
perjuicio de la eventual responsabilidad penal.257
Nótese cómo se asocia el orden a la ausencia de derechos,
particularmente a la ausencia de libertad de opinión en temas políticos.
La paz es percibida entonces como un estado de obediencia en el que la
autoridad estatal, y con ella la estructura social, no pueden ser objeto
de reflexión ni debate. En este contexto es interesante observar que el
rol de las Fuerzas Militares, como garantes del orden público interno,
se intenta materializar por medio de la represión generalizada y
selectiva de la población.
b. Sobre el derecho de reunión: Desde el Decreto 3522 del 9 de
noviembre de 1949 se encontraban prohibidas todas las reuniones o
manifestaciones públicas “hasta nueva orden”. Pues bien, el Decreto
2238 del 13 de agosto de 1955 autorizó las reuniones de carácter
sindical. Sin embargo, este Decreto las condicionó al establecer que
toda reunión sindical debía contar con la autorización del
Departamento Nacional de Supervigilancia Sindical, institución a la
que se tenía que informar sobre el temario de la reunión para que lo
pusiera en conocimiento del Comando de la Brigada o del Batallón
respectivo. La autoridad militar podía entonces suspender o interrumpir
la reunión por razones de orden público.258
c. Suspensión de las sesiones del Congreso Nacional: Las sesiones
ordinarias del Congreso Nacional, que habían sido suspendidas desde
el Decreto 3520 del 9 de noviembre de 1949, continuaron así, lo cual
fue reiterado por la expedición del Decreto 1893 del 17 de julio de
1953: “Artículo 1º El Congreso se reunirá en la fecha que señale el
Gobierno Nacional, al convocarlo a sesiones extraordinarias”. Es
importante resaltar en este punto las consideraciones hechas en el
encabezado de este Decreto, pues nuevamente aparece el prejuicio que
asocia la democracia y con ella la libertad, con el desorden y la
violencia. En esta ocasión se apela a la tradición del país y a la supuesta
naturaleza del estado de sitio, y se pierde de vista que justamente la
incapacidad de las instituciones para lograr un mínimo de
representatividad es parte de lo que profundiza y reproduce el conflicto
político y social: “Considerando: Que en virtud del Decreto número
3518 de 1949 se declaró turbado el orden público y en estado de sitio
todo el territorio de la República; Que de acuerdo con la naturaleza del
estado de sitio y con la tradición del país a este respecto, la reunión
ordinaria del Congreso es incompatible con aquella situación”.259
Un año después, una vez más se reitera lo anterior con el Decreto 2192
del 19 de julio de 1954, en virtud del cual las sesiones ordinarias del
Congreso Nacional continúan suspendidas, considerando que “la
situación del país aún no permite la reunión ordinaria de las Cámaras
Legislativas”.260
En materia penal, las medidas tomadas en este periodo se encaminan a
darle trascendencia punitiva al ejercicio de derechos y libertades previamente
coartados. Nos interesa resaltar aquí que estas normas tienen como principal
objetivo disuadir a la población en general de cierto tipo de opciones en
términos políticos, que son percibidas como peligrosas pues supuestamente
ponen en cuestión la identidad normativa de la sociedad. El sujeto que se
expresa, manifiesta y propone alternativas que se salen de lo comúnmente
aceptado por las élites políticas tradicionales, es un sujeto peligroso del cual
no es dable esperar un comportamiento permanente conforme a derecho (se
asume partidario de la rebelión, del desorden y de la Violencia). Es percibido,
en este sentido, por el sistema penal como un factor de riesgo que impide la
corroboración cognitiva de lo normativo y, dentro de ello, también impide la
materialización de la idea de Estado promovida por los partidos hegemónicos.
En consecuencia, para el derecho penal de excepción que se produce durante
la Violencia, el disidente político pierde la categoría de persona y es abordado
como un enemigo (una fuente de peligro) que se debe neutralizar mediante
la coacción, al mismo tiempo que, desde el punto de vista material, es
definido como enemigo militar.
Las normas que hemos rastreado y a partir de las cuales sostenemos lo
anterior, las dividiremos a continuación en tres grupos: a. Normas que
reiteran la militarización de la justicia penal, b. Normas sustanciales y
procesales que expresan prejuicios y reproducen la violencia estructural
(enemistad absoluta), c. Normas que conceden beneficios condicionados a
la aceptación del discurso político hegemónico (enemistad relativa).
a. Normas que reiteran la militarización de la justicia penal: Las
normas expedidas entre 1948 y 1953 que regulaban el juzgamiento de
civiles por militares mediante los Consejos de Guerra Verbales, se
mantienen vigentes durante estos años.261 Adicionalmente, se profieren
seis decretos que refuerzan esta tendencia e incorporan nuevas figuras
con las que se hace aún más explícito el carácter combativo de este
derecho penal. En primer lugar, debemos mencionar la creación de la
Corte Militar de Casación y Revisión, mediante el Decreto 2311 de
1953 con el cual se sustrae de la competencia de la Corte Suprema de
Justicia, el conocimiento de los procesos surtidos ante la Justicia Penal
Militar aun en contra de civiles. Con este Decreto, argumentando el
recargo de trabajo de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia y el
interés del gobierno por pacificar completamente el país,262 se crea
“como dependencia del Ministerio de Guerra la Corte Militar de
Casación y Revisión”,263 la cual “conocerá, con arreglo al procedimiento
vigente, de los recursos de casación y revisión que se interpongan
contra las sentencias de segunda instancia, dictadas en los procesos de
competencia de la Justicia Penal Militar”.264 Esta Corte estaría integrada
por tres magistrados de libre nombramiento por el Gobierno
Nacional.265 Es importante resaltar que con estas disposiciones se
terminan militarizando completamente procesos que, aunque sea en el
control de legalidad de las sentencias adelantado a través del recurso
extraordinario de casación, contaban con intervención de la rama
judicial; ahora dicho control se adelanta por el ejecutivo y a través de un
órgano militar.
Se dicta también el Decreto 2872 del 31 de octubre de 1953 mediante
el cual se crea el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC).266 La
regulación que se adopta en este Decreto sobre el SIC conduce a la
administrativización, dentro de la estructura del gobierno militar, de la
justicia penal.267 El Servicio de Inteligencia tuvo dentro de sus
funciones principales: “1ª Velar por la tranquilidad pública previendo o
evitando la perpetración de hechos delictuosos y actos atentatorios
contra la existencia y seguridad interior y exterior del Estado y contra el
régimen constitucional del mismo”,268 y “3ª Investigar directamente,
cuando así lo disponga el gobierno, o colaborar con las autoridades
respectivas en el esclarecimiento de los hechos que se denuncien
respecto a malos manejos, abusos de autoridad, incumplimiento del
deber y demás actos y omisiones censurables de los funcionarios
públicos”.269 Es importante llamar la atención sobre la forma como se
orienta la labor del Servicio de Inteligencia a la persecución de
enemigos políticos. Pues dentro de los hechos delictuosos que debía
prever o evitar, se encontraban los delitos que más adelante se
enunciarán y que criminalizaban básicamente la expresión y difusión de
posturas políticas contrarias a los intereses del gobierno, las cuales eran
asociadas con pensamientos de izquierda y comunistas.
Uno de los aspectos más sobresalientes del Decreto 2872 es la
creación, dentro del SIC, de jueces de instrucción que se encontraban
facultados para “practicar diligencias urgentes de instrucción en
hechos delictuosos sobre los cuales ninguna autoridad haya iniciado
investigación”,270 gracias a lo cual podían “adelantar investigaciones
hasta su perfeccionamiento total”271 y, en este sentido, “autorizar
órdenes de registro y allanamiento, captura y detención”.272 Así mismo,
se crean los Agentes del Servicio de Inteligencia quienes “están en la
obligación de iniciar, de oficio, las diligencias preliminares de
averiguación de los delitos cuya perpetración llegue a su
conocimiento”,273 incluso interrogando “sumariamente al sindicado y a
los testigos”274 y ejecutando “in fragranti delito, pesquisas personales y
domiciliarias aun durante la noche y en cualquier lugar donde exista
motivo de que se halla el sindicado o evadido, o de que se encuentran
cosas que deban decomisarse… llenando en cuanto fuere posible las
formalidades exigidas por el Código de Procedimiento Penal”.275 Vemos
entonces que actuaciones que limitan ostensiblemente los derechos
individuales son adelantadas sin ningún tipo de control por agentes y
“jueces” pertenecientes a un organismo administrativo cuyo objetivo es
evitar que se cometan delitos. Dicho organismo, además, tiene una
labor netamente preventiva y no se encuentra realmente vinculado por
las normas que regulan las actuaciones judiciales en materia penal.
Adicionalmente, la creación del Servicio de Inteligencia Colombiano
tuvo repercusiones también sobre la delincuencia menor, pues por
medio del Decreto 3468 del 1º de diciembre de 1954 se otorgó
competencia a los “Jueces de Instrucción que desempeñen sus
funciones en el (S.I.C.)”276 para iniciar y fallar en primera instancia
procesos adelantados por los estados anti-sociales definidos en la Ley
48 de 1936 que, como ya mencionamos, establece las circunstancias en
que una persona puede ser catalogada de “vago”, “maleante” o
“ratero”.
Por otro lado, sobre Consejos de Guerra Verbales se expidieron entre
1953 y 1958 tres decretos que expanden su aplicación. El Decreto
2900 del 3 de noviembre de 1953 que complementó la regulación de
estos Consejos, disponiendo por ejemplo en su artículo 67 que “los
apoderados y defensores que actúen en los Consejos de Guerra
Verbales deben ser Oficiales de las Fuerzas Armadas en servicio activo
o en retiro, pero cuando existe investigación previa pueden actuar
dentro de ella abogados civiles”.277 También se encuentra el Decreto
0943 del 29 de marzo de 1955, el cual dispuso que a partir de su
entrada en vigencia el juzgamiento de todos los delitos “cuyo
conocimiento esté atribuido a la Justicia Penal Militar, se hará por los
trámites de los Consejos de Guerra Verbales”.278 A su turno, el
Decreto 1111 del 20 de abril de 1955 estableció en su artículo primero
que los Comandantes de las Bases Aéreas y Navales tendrían también
la facultad de convocar Consejos de Guerra, cuando el delito hubiera
sido cometido en su territorio.279
El Decreto 0209 del 23 de junio de 1958 reitera que la Justicia Penal
Militar conoce no solamente de “los delitos cometidos por los miembros
de las Fuerzas Armadas en servicio activo, o por los civiles al servicio de
las mismas”,280  sino que también tiene competencia sobre “los delitos
cometidos por particulares contra la existencia y seguridad del Estado,
contra el régimen constitucional y la seguridad interior del Estado, y los
comprendidos por los Decretos números 3416 de 1955”.281 El decreto
3416, como se verá, sanciona penalmente el porte ilegal de armas.
b. Adelantamiento de la punibilidad y aumento de penas: En este
periodo (1953-1958) se presentó una tendencia a endurecer la
normatividad penal sustancial y procesal, mucho más marcada que en
el periodo anterior (1948-1953), como expresión de concepciones
políticas y morales absolutas. Estas normas, en vez de describir
comportamientos verdaderamente lesivos para terceros, contemplan
una serie de situaciones “riesgosas” para el establecimiento público
desde el punto de vista político, que permiten catalogar como
“peligrosos” a cierto tipo de individuos. Así pues, los delitos y las
normas procesales que a continuación se reseñan demuestran cómo la
idea de ciudadano, envuelta en el ordenamiento normativo en el
contexto de la Violencia, implica una obediencia ciega a la autoridad
estatal. El sujeto que se supone ofrece el mínimo de seguridad cognitiva
necesaria para no caer en la categoría de enemigo (jurídico y militar) es
aquel que acepta la noción de sociedad que se pretende hacer
hegemónica. Esta noción de sociedad está edificada sobre la
homogeneidad intelectual y moral de la población como condiciones
para la existencia del Estado. De ahí que la característica más
recurrente en las normas de carácter sustancial que conllevan a un
endurecimiento del poder punitivo, sea la criminalización de la libertad
de expresión, cuando dicha libertad se ejerce de manera contraria a lo
que se entiende adecuado para mantener el “orden”, es decir
cuestionando la autoridad estatal o su legitimidad e incluso
proponiendo visiones alternativas del orden social.
En primer lugar tenemos el Decreto 0684 del 5 de marzo de 1954, cuyo
artículo primero disponía que:
El que por cualquier medio dirija, redacte, edite, auxilie o difunda
escritos o publicaciones clandestinas que: a) Calumnien o injurien
a las autoridades legítimamente constituidas; b) Signifiquen directa
o indirectamente irrespeto o burla de las mismas autoridades; c)
Sugieran o preconicen la desobediencia a ellas o el
desconocimiento de la ley; incurrirá en relegación a colonias
penales por el término de seis (6) meses a dos (2) años… Se
considerará que ha existido la calumnia o injuria aunque se hayan
empleado expresiones vagas o indirectas, como “se dice”, “se
rumora”, “nos han informado” o cualquier otra similar. Si la
calumnia o injuria se refiere al Jefe del Estado, la pena se
aumentará hasta en una tercera parte.282

De acuerdo con este mismo Decreto, las autoridades competentes para


adelantar y fallar el proceso serían los alcaldes municipales, los
inspectores de policía, los jueces nacionales de instrucción criminal, los
jueces de policía e incluso, aunque para las capitales de los
Departamentos, el Jefe del Servicio de Inteligencia Colombiano y sus
jefes seccionales.283 Todas estas conductas implicaban detención
preventiva sin posibilidad de acceder al beneficio de la libertad
provisional.284
Por esta misma línea, es bastante ilustrativo también lo dispuesto en el
artículo cuarto del Decreto 3000 del 13 de octubre de 1954, según el
cual las sanciones establecidas para los delitos de injuria y calumnia se
aumentarían de una tercera parte a la mitad, si “a) La ofensa se dirige a
un Cuerpo Político, Administrativo, Judicial, Militar o Eclesiástico, o a
un representante suyo; b) O, en general, a funcionarios o empleados
públicos que ejerzan mando o jurisdicción; c) O a un miembro de las
Fuerzas Armadas, d) O a una persona investida de especial dignidad
eclesiástica”.285 
De la misma forma que en el caso anterior (Decreto 0684), hacer la
divulgación mediante el empleo de expresiones como “se dice”, “corre
el rumor”, “se asegura”, “se nos ha informado” o en cualquiera otra
similar, equivale a cometer injuria o calumnia de manera directa y
manifiesta.286 Estas normas sobre los delitos de injuria y calumnia, son
justificadas en la necesidad de adoptar medidas de tutela efectiva
contra la impunidad en todos aquellos casos de atentados contra el
honor, en este caso de las instituciones públicas, lo que es calificado en
el Decreto como “uno de los defectos más graves de nuestra fisonomía
social”.287
Además, el Decreto 0078 del 26 de abril de 1957 modificó el artículo
primero del Decreto 0684, al cambiar la pena de relegación a colonias
penales por el término de seis meses a dos años por la de arresto de un
mes a dos años.288  Adicionalmente, incorporó un nuevo inciso en el
que estableció como delito el hecho de mantener o poseer escritos o
publicaciones clandestinas sin dar aviso oportuno a cualquier
autoridad.289 También dispuso que la segunda instancia de los procesos
adelantados por estas conductas se surtiría ante el Tribunal Superior
Militar cualquiera que hubiera sido la autoridad de conocimiento en
primera instancia.290 Por otro lado, el Decreto 0079 del 26 de abril de
1957 estableció en el artículo 1º que cuando las infracciones previstas
en el Decreto 3000 (injuria y calumnia) se realizaran en contra del Jefe
de Estado, se aplicarían las penas establecidas en el Decreto 0684 ya
mencionado.
De igual manera, el Decreto 1139 del 22 de abril de 1955, incluyó
dentro del delito de sabotaje, consagrado en el artículo 197 del Código
de Justicia Penal Militar, la divulgación de “informes o noticias que
imputen directa o indirectamente a las Fuerzas Armadas, o a uno o
varios miembros de ellas, la realización de hechos cometidos en
campaña o en misiones de orden público, que la ley haya erigido en
delito, o que por su carácter deshonroso o inmoral sean susceptibles de
exponerlos a la animadversión, el desprecio o el desprestigio públicos”.
A estas conductas se asignó una pena de prisión de dos a cinco años.291
Además de las normas anteriores, aparece el Decreto 0434 del 1 de
marzo de 1956, como máxima expresión de enemistad absoluta en la
cual, con expresa descalificación moral, se define como enemigo desde
el punto de vista normativo a todo aquel que incurra en alguna de las
múltiples conductas allí descritas. En este Decreto la militancia en
cualquier tipo de organización comunista o la difusión de ideas
sospechosas de comunismo, incluso en el ámbito familiar, era
considerado delito. El sujeto se convierte en delincuente en razón de
una convicción política que, de acuerdo con los términos en que están
redactadas estas normas, antes de ser una infracción normativa es un
atentado contra la moral sobre la cual se intenta construir la identidad
y unidad nacional (un pecado).
Este Decreto se da en desarrollo del Acto Legislativo número 6 de
1954292  que prohibió en Colombia la actividad política del comunismo
internacional. Adicionalmente, se justificó en que “dicha actividad
atenta contra la tradición y las instituciones cristianas y democráticas
de la República”293 y que “perturba la tranquilidad y el sosiego
públicos”.294 En la exposición de motivos del Acto Legislativo número 6
se observa cómo, con la excusa de la defensa de la libertad y la
democracia, son precisamente sus fundamentos los que se terminan
negando con este tipo de normas,295 pensadas explícitamente con ánimo
combativo.296  Este caso nos muestra que el derecho penal de la
Violencia, creado a partir de la guerra interna, se configuró como una
herramienta con la cual se buscaba inculcar en la sociedad cierto tipo
de valores,297 era un intento por definir una identidad política y social
en el esfuerzo desesperado por construir nación desde el derecho,
homogenizando la población y satanizando la diferencia.
Con esto podemos observar que el Estado colombiano, cuestionado en
su realidad social al no encontrar completa corroboración cognitiva,
intenta erigirse como único sujeto soberano. En este sentido se
demoniza al comunismo en sí mismo considerado, pero además toda
actividad y planteamiento susceptible de ser asociado con él (protestas y
movimientos sociales, campesinos, estudiantiles, sindicales, etc.),
librando una “lucha campal” que compromete “a la cultura cristiana y a
la civilización de occidente”, lucha que también se lleva a lo
normativo.298  De esta manera, el artículo primero del Decreto 0434
establecía:
Quien tome parte en actividades políticas de índole comunista,
incurrirá en presidio de uno a cinco años o en relegación a Colonia
Agrícola Penal por igual término; en interdicción del ejercicio de
derechos y funciones públicas por diez años; en incapacidad para
actuar como dirigente sindical por el mismo tiempo, y quedará
impedido absolutamente para pertenecer en el futuro a las Fuerzas
Armadas. Si se tratare de un miembro de ellas, la sanción se
aumentará al doble y se impondrá, además, la degradación pública.

Parágrafo: La persona a quien se aplique una de estas sanciones no


tendrá derecho a ninguna de las rebajas de pena concedidas en
disposiciones anteriores, y si fuere extranjero, será expulsado del
territorio nacional, una vez cumplida la condena.

Se entendía que tomaban parte en actividades políticas de índole


comunista, quienes “por cualesquiera medio preconicen o traten de
implantar en la organización de la familia, de la sociedad o del Estado
las doctrinas y métodos del comunismo internacional”,299 también “f)
Quien redacte documentos, panfletos, hojas volantes, libros o
cualquier otro tipo de publicaciones en apoyo de los fines y objetivos
del comunismo, o los distribuya, embarque o remita como
propaganda”.300 Esta criminalización de la disidencia política que toca
profundamente con el fuero interno del individuo, es tratada con
perspectiva militar. En consecuencia, no solamente se niega todo tipo
de concesión o beneficio, sino que también se establece
expresamente que de estas infracciones “conocerá la Justicia Penal
Militar, por el procedimiento de Consejos de Guerra Verbales”.301
Este es un claro ejemplo de la forma como el concepto de enemigo
político se traslada a lo normativo. La enemistad que surge de la
descalificación moral de una forma particular de entender la sociedad y
con ella lo público, tiene entonces claras consecuencias para el derecho
penal, mediante la definición de conductas punibles que atienden al
“ser” del sujeto y los estigmatizan como una fuente de peligro para la
identidad normativa que se pretende forjar, en cuanto dicho “ser” se
supone que representa su negación existencial, ante lo cual, desde esta
lógica, no queda otra alternativa que la guerra.
Siguiendo la misma tendencia, con ocasión de la Violencia se dictaron
también normas que criminalizan situaciones de las que se predica
peligro para bienes jurídicos indeterminados. Se trata pues de
infracciones en las que la responsabilidad penal se fundamenta en el
incumplimiento de requisitos administrativos, concretamente
relacionados con la tenencia, fabricación y comercio de armas. De esta
forma, el Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955, desde el artículo
veintiuno hasta el artículo treinta, contempla distintas disposiciones
que vendrían siendo los antecedentes del actual delito de “fabricación,
tráfico y porte de armas de fuego o municiones”, y del delito de
“fabricación, tráfico y porte de armas y municiones de uso privativo de
las fuerzas armadas”, previstos en los artículos 365 y 366 del Código
Penal vigente (Ley 599 de 2000).
Así por ejemplo, el artículo veintiuno del Decreto 3416 dispuso
que:“Quien ilícitamente introduzca al país alguno o algunos de los
elementos señalados en el artículo 1º de este Decreto, estará sometido a
prisión de cinco a diez años, y al decomiso de los elementos
introducidos, siempre que el hecho no constituya otro delito de mayor
gravedad”.302 Por su parte, el artículo veintitrés decía que “el dueño,
poseedor o tenedor de fábrica de armas de fuego, de municiones o de
explosivos, que funcione sin autorización del Gobierno, incurrirá en
prisión de cinco a diez años”.303 Igualmente, se contemplaba sanción
penal de prisión de seis meses a tres años para el dueño, tenedor o
poseedor de taller de reparación de armas de fuego que funcionara sin
autorización.304
Otro tanto ocurría con aquellas personas que recibieran para reparar un
arma que no estuviera amparada por salvoconducto,305 que
mantuvieran en su poder armas de fuego o municiones sin tener
facultad legal para ello,306 o que ilícitamente negociaran o traspasaran a
cualquier título armas de fuego o municiones.307 Todas estas sanciones
fueron incrementadas en el doble por el artículo cuarto del Decreto
0130 del 30 de abril de 1958.308
La regulación sobre el porte ilegal de armas, que como hemos visto
criminaliza distintos tipos de situaciones, nuevamente nos muestra lo
selectivo del derecho penal que se produce durante la Violencia. En
este caso, la misma norma permite prescindir de la aplicación de la pena
“cuando aparezca comprobado que el infractor es persona de
reconocida honorabilidad y sus antecedentes, forma de vivir y hábitos
de trabajo den al Juez la convicción de que no ha tenido propósito de
violar las normas del presente Decreto”.309 Tenemos entonces que la
sanción penal está lejos de responder a la vulneración efectiva de un
derecho o interés ajeno y más bien se encuentra sustentada, en estos
casos, en la peligrosidad que se predica de la forma de vida del sujeto.
Ya no se trata aquí de un ciudadano, se trata de un sujeto que por su
falta de “honorabilidad” se hace acreedor a una respuesta coercitiva que
busca neutralizar un peligro, es decir de un enemigo. Con esto vemos
nuevamente que el reproche penal se encuentra antecedido por el
reproche o descalificación moral, lo cual conduce a que si el segundo no
se formula, el primero carezca de fundamento (el reproche jurídico va
de la mano y depende del reproche moral). Este sujeto que es percibido
por el sistema penal como un enemigo por carecer su forma de vida de
“honorabilidad”, es combatido desde el derecho con una perspectiva
militarista, de la misma forma como ocurre en los delitos que hasta el
momento hemos mencionado, mediante el juzgamiento y fallo por la
“Justicia Penal Militar, por el procedimiento de los Consejos de Guerra
Verbales”.310
c. Flexibilización de la reacción punitiva como manifestación de
enemistades relativas: A medida que el derecho penal se endureció con
las normas que acabamos de ver, se expidieron al mismo tiempo una
serie de decretos que reflejan la permanente tensión entre la enemistad
absoluta y la enemistad relativa, en la cual se vio envuelto el sistema
penal colombiano ante la necesidad constante de paz. Sin embargo,
estos intentos por buscar alternativas distintas a la represión penal para
facilitar la culminación de la Violencia, tuvieron un carácter selectivo
determinado por los mismos prejuicios que también sustentaron la
reacción normativa violenta y radicalizada. No podemos perder de
vista que, de la misma manera como las normas que endurecieron la
respuesta punitiva a la Violencia respondían al interés de las élites
políticas y sociales por reproducir el orden social que les era funcional,
las normas que a continuación señalaremos y que aparentemente
flexibilizan el poder de castigar, también fueron fruto del pacto entre
dichas élites, lo cual promovió justamente su carácter selectivo.
A comienzos de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla se dan dos
tipos de normas: unas que conceden rebajas generalizadas de pena y
otorgan el beneficio de libertad provisional, y otras que conceden
indultos y amnistías para delitos con una connotación política. Dentro
del primer grupo encontramos los Decretos 1546 del 22 de junio, 2311
del 4 de septiembre y 2449 del 18 de septiembre, todos de 1953.
El Decreto 1546 de 1953 concedió una rebaja de pena de la quinta
parte de la pena privativa de la libertad, para todas las personas que
hubieran sido condenadas por delitos comunes mediante sentencia
proferida hasta el 12 de enero de ese año.311 Así mismo, se concedió una
rebaja de la cuarta parte de la pena privativa de la libertad a las
personas que hubieran sido condenadas por delitos contra el orden
público hasta el 13 de junio de 1953.312 De acuerdo con lo expresado en
este Decreto, el beneficio se dio con base en la necesidad de
implementar en el país una “cristiana justicia para todos y fomentar un
clima que facilite la rehabilitación moral de todos los colombianos”.313
Nuevamente encontramos normas penales que pretenden la redención
moral de los ciudadanos y que, en términos explícitamente religiosos,
abordan el conflicto social y político a través de reducciones
moralizantes. Adicionalmente, así como el endurecimiento de la
reacción punitiva, la flexibilización del ius puniendi también terminó
siendo selectivamente administrada por los militares. De ahí que el
parágrafo segundo del artículo segundo estableciera para el caso de los
delitos contra el orden público que: “La rebaja a que se refiere el
artículo segundo del presente Decreto requiere previo concepto
favorable del Comando General de las Fuerzas Armadas”.314
El Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953 en el artículo 7º consagró
el derecho a la libertad provisional en favor de todos los procesados por
los delitos de rebelión, sedición, asonada y asociación para delinquir
que voluntariamente se presentaran a las autoridades militares antes del
15 de octubre de 1953 y que no hubieran sido juzgado en primera
instancia. Se exceptuaban los casos en los que la detención preventiva
“se haya ordenado no sólo por esos delitos, sino también por otros
excluidos del beneficio”.315 El Decreto 2449 del 18 de septiembre de
1953, extendió este beneficio a los sujetos que se encontraban
detenidos por los delitos enumerados en el artículo 7º del Decreto
2311, y se incluyó además como beneficiarios de esta medida a “los
procesados detenidos por delitos cometidos como reacción contra los de
rebelión, sedición, asonada y asociación para delinquir”.316
El segundo grupo de normas que hemos identificado y que se refieren al
indulto y la amnistía, incluye el Decreto 1853 del 14 de julio de 1953, el
Decreto 2184 del 21 de agosto de 1953, el Decreto 1823 del 13 de junio
de 1954 y el Decreto 2062 del 8 de julio de 1954.
El Decreto 1853 de 1953 dispuso que el Presidente de la República
podría ejercer la facultad que le concedía el ordinal cuarto del artículo
119 de la Constitución Nacional sobre indulto,317 previo concepto de
los Ministerios de Justicia y Guerra. En este sentido, el artículo 2º del
mismo Decreto estableció que se considerarían delitos políticos “los
contemplados en el Título segundo del Libro 2º del Código Penal y los
que fueron atribuidos a la Jurisdicción Penal Militar por el artículo 4º
del Decreto 1591 de 1951… y el artículo 2º del Decreto 957 de
1950”.318 El Decreto 2184 del 21 de agosto de 1953 concedió una
amnistía general a todos los miembros de las Fuerzas Armadas
procesados o condenados por Consejos de Guerra Verbales, con
anterioridad al 9 de abril de 1948, como responsables de delitos contra
el régimen constitucional y contra la seguridad interior del Estado y los
conexos que se hubieran cometido con ocasión o motivo de los
primeros.319
Así mismo, el Decreto 1823 de 1954 concedió amnistía para los delitos
políticos cometidos con anterioridad al 1º de enero de aquel año320 e
indulto a los sindicados condenados en sentencias ya ejecutoriadas por
los mismos delitos.321  Para estos efectos, se entendió que eran delitos
políticos “todos aquellos cometidos por nacionales colombianos cuyo
móvil haya sido el ataque al Gobierno, o que puedan explicarse por
extralimitación en el apoyo o adhesión a éste, o por aversión o
sectarismo políticos”.322 Adicionalmente, el artículo sexto de este
mismo Decreto estableció una rebaja de un año de pena efectiva
privativa de la libertad, para los condenados por delitos comunes
“mediante sentencia definitiva dictada hasta la fecha del presente
Decreto”.323 Los beneficios contenidos en el Decreto 1823 fueron
objeto de una regulación adicional mediante el Decreto 2062 del 8 de
julio de 1954, el cual atribuyó al Tribunal Superior Militar la
competencia para resolver las solicitudes de amnistía.324 Además,
estableció que a la Corte Militar de Casación y Revisión le correspondía
determinar en cada petición de indulto, “si se trata de delito o delitos
políticos conforme a las prescripciones del artículo primero del citado
Decreto, y también si se trata de crimen atroz, para los efectos de
conceder o negar el indulto”.325
El Decreto 2062, mediante el artículo 12, extendió además la rebaja de
pena, prevista en el artículo sexto del Decreto 1823, a los casos en los
que el procesado, por un delito común cometido con anterioridad al 1º
de enero de 1954, no hubiera sido sentenciado, y a los militares que
hubieran cometido delitos militares con anterioridad al 1º de enero de
1954 así a la fecha de expedición de este Decreto no hubieran sido
juzgados.326 Es importante mencionar que tanto en el Decreto 1823
como en el Decreto 2062, se prohibió otorgar el beneficio de amnistía o
indulto a los militares desertores o que en servicio activo o en retiro
hubieran combatido contra las Fuerzas Armadas.327
Esta flexibilización del sistema punitivo es producto de los pactos
políticos que surgen de las mismas tenciones que facilitaron el gobierno
militar. De acuerdo con Molano, desde el punto de vista del Partido
Liberal, una vez dado el golpe de Estado las guerrillas “pasaron de ser
un instrumento de organización de poder partidista, a ser una carta de
negociación en la estructura política que se vislumbraba y que devolvía
los derechos al liberalismo” (Molano, 1978, 15). Adicionalmente, para
Rojas Pinilla la entrega de las guerrillas liberales implicaba dotar de
legitimidad a su gobierno; de hecho, entrar a combatirlas desvirtuaría su
carácter neutral y lo ubicaría en la escena política en una posición muy
cercana a la del Partido Conservador. Además, como sostiene Molano,
“tanto para Rojas, como para las clases dominantes, las tendencias
ideológicas del movimiento guerrillero, constituían una amenaza
potencial inconveniente a todas luces”, de manera que la amnistía y la
desmovilización parecían ser una alternativa provechosa en varios
sentidos y para distintos sectores. Por esta razón “la identidad ideológica
entre las guerrillas y el partido liberal, y la urgencia del Gobierno por
afianzar su posición política, facilitaron la entrega” (Molano, 1978, 17).
El intento de Rojas por mostrar su gobierno como una alternativa real
para evitar la disolución de la nación, lo llevó incluso a conceder la
amnistía otorgada mediante el Decreto 2184 de 1953 a las Fuerzas
Armadas. Con esto se buscó, por un lado, “preparar el terreno para la
amnistía de 1954” y, por otro, tener un acercamiento con el Partido
Conservador y así tampoco parecer parcializado hacia el Partido
Liberal.328 Y es que las normas sobre amnistía e indulto, así como las que
las antecedieron concediendo distintos tipos de beneficios punitivos,
respondieron más a la necesidad de los partidos por estabilizar en alguna
medida la situación social y política, antes que al abandono del
paradigma de la enemistad como parámetro de producción normativa.
La amnistía representaba entonces un “perdón” mutuo entre los
partidos políticos tradicionales, sancionado por un gobierno que se
pretendía ajeno a esta confrontación.329
En este sentido es importante resaltar lo que se encontraba implícito en
la amnistía, pues con ella se continúa dando forma a un proceso de
redefinición de la enemistad, mediante la cual los partidos políticos
tradicionales aseguran el control del Estado.330 Este proceso va a
hacerse explícito con el Acto Legislativo número 6 de 1954 y con el
Decreto 0434 de 1956 ya citados, mediante los cuales se criminaliza el
comunismo. La amnistía se produce entonces en medio de una
dinámica excluyente de recomposición o redistribución del poder
político entre los grupos sociales que tradicionalmente lo habían
ostentado. De ahí que las alternativas políticas como el comunismo o
los movimientos sociales que escapaban del control del Partido Liberal
o Conservador no encontraran allí espacio alguno.331
El carácter selectivo de la amnistía y del indulto se aprecia en que las
condiciones implícitas para acceder a estos beneficios eran la
adscripción a la clientela de alguno de los dos partidos tradicionales o el
abandono de cualquier participación en el debate público colombiano.
“El ingenioso ardid se orientaba a drenar las simpatías populares hacia
el comunismo e impedir que se fortalecieran las tentaciones socialistas
de los movimientos armados” (Molano, 1978, 20). Es por esto que la
connotación política de las conductas objeto de la amnistía o del
indulto, estaba determinada por la “aversión o sectarismo” en
términos del antagonismo entre liberales y conservadores. De ahí que
al ser definido el delito político en el Decreto 1823 de 1954, se haya
hecho alusión a los ataques contra el gobierno y no a los ataques
contra el Estado.332
Dicho de otra manera, el criterio de lo político está dictado por la
fuerza con que cuenta un partido en la estructura de poder… El
liberalismo y el conservatismo dictaron los términos de la gracia
para disculparse así mismos ya que carecían de fuerza suficiente
para inculpar a su contrario y someterlo a su ley. El Partido
Comunista en cambio no contaba con la fuerza para imponer los
términos: el beneficio de la gracia que les correspondió era
proporcional a su poder político y militar (Molano, 1978, 25).

 
Como hemos visto, el derecho penal de la Violencia, producido a través
de decretos legislativos en desarrollo de estados de sitio, se pone en función
de la confrontación de sujetos que son percibidos como enemigos desde el
punto de vista político y militar, lo cual se refleja en disposiciones normativas
que adquieren una connotación combativa y preventiva. Con este tipo de
normas se pretenden neutralizar los riesgos que se supone obstaculizan la
realización de la idea de sociedad que los grupos sociales de influencia se
proponen hacer hegemónica.
Dichos riesgos son predicados de la existencia de individuos, situaciones
y propuestas, más que de acciones y conductas concretas. Podemos afirmar
entonces que con las normas penales que surgen a la vida jurídica teniendo
por fuente la guerra interna se busca, mediante el ejercicio de la fuerza, la
unidad simbólica de la sociedad, y se cae en un círculo vicioso de
autoreproducción del caos normativo y cognitivo.
CAPÍTULO VI
El Frente Nacional como
alternativa en la que se
autoreproduce el derecho penal
de enemigo y se prolonga el
conflicto político y social (1958-
1966)

E l derecho penal de enemigo, que surge a propósito de la guerra


interna, se encuentra lejos de poder ser un mecanismo real de
pacificación y menos aun puede constituirse en un verdadero
mecanismo de solución de conflictos. Como hemos visto en la primera
parte de este trabajo y ejemplificado con las normas que por vía de decretos
legislativos se expidieron en Colombia entre 1948 y 1958, el derecho penal
de enemigo en contextos de guerra interna profundiza la violencia
estructural, prolonga el conflicto político y social que se encuentra detrás y,
así, termina por reproducir el caos.
En efecto, en contextos como el de la Violencia, se presenta un estado
crónico de anomia en el cual difícilmente hay comunicación en el sentido
simbólico de la teoría de los sistemas sociales. La comunicación que permite
la existencia de sociedad, en el mejor de los casos se encuentra interferida y
en esta medida las expectativas normativas que se suponen permiten hablar
de conglomerado social no logran generalizarse adecuadamente. El derecho
penal de enemigo alimenta dicha situación anómica y, por lo tanto,
reproduce la violencia y con ella el “desorden”.
Volvemos entonces a los círculos viciosos: la violencia estructural
genera conmoción, la conmoción deriva en represión, la represión conlleva
a que se prolongue la violencia estructural y así tenemos más conmoción y
mayor represión. En este sentido, Pécaut, explicando las condiciones que en
Colombia han permitido que se arraigue la violencia como método para
abordar problemas sociales, afirma que en estos procesos la violencia termina
definiendo sus propias normas, sus propias dinámicas y sus propios contextos.
Tenemos entonces que una de las dinámicas propias de la Violencia es la
reproducción permanente de un sistema normativo altamente represivo, es
decir, derecho penal de enemigo:
No hay duda de que las desigualdades y las injusticias estarán
siempre presentes como un ambiente que favorece su expansión;
no obstante los procesos de violencia tienen ahora su propio
dinamismo, producen sus propias normas, engendran su propio
contexto; lo que podía en un principio ser la causa se convierte
ahora en consecuencia: la parálisis de la justicia, la crisis de
credibilidad de la política, la intolerancia y la desconfianza.
(Pécaut, 2003, 96)

Y es que en situaciones de alta conmoción social, el proceso de


generalización de expectativas se escapa de las manos del derecho y el
problema de la doble contingencia queda sin solución. Esto se debe a que el
comportamiento esperable y esperado de los demás individuos deja de ser el
definido por el ordenamiento jurídico. De hecho, ni siquiera la actuación de
las instancias estatales es previsible debido a la proliferación continua de
normas. En esta medida, el comportamiento que es objeto de expectativas
sociales (y por lo tanto también de las expectativas de expectativas) en
muchos casos es precisamente el contrario al ordenado jurídicamente. En
consecuencia, en este tipo de situaciones no es posible coordinar
comportamientos y el derecho penal de enemigo, en cuanto expresión de
violencia, lo obstaculiza aun más.
En el periodo de la historia de Colombia estudiado en este trabajo,
encontramos un sistema social en proceso de consolidación, en el cual
sobresale la precariedad institucional del Estado.333 Dicho proceso
definitivamente es obstruido por la violencia estructural que caracteriza las
relaciones económicas y políticas de estos años. Sin embargo, a lo largo de los
distintos gobiernos se observa también cómo se intenta forzar la construcción
de sociedad, radicalizando el derecho penal a partir de estereotipos que han
permitido la definición de enemigos. Al respecto debemos advertir,
retomando las consideraciones de Jakobs, que el derecho penal como sub-
sistema social supone tanto el orden como roles definidos y comúnmente
aceptados para que sea posible la estabilización contrafáctica de
expectativas generalizadas. De no darse esta condición previa para la
existencia del derecho penal como sub-sistema social, la reacción punitiva
del Estado se muestra como pura coacción y adquiere la connotación de
derecho penal de enemigo.
Así, este modelo de derecho penal, tal como se puede constatar en lo
ocurrido en el caso colombiano entre 1948 y 1958, no “ordena” nada; a
través de él no es posible construir sociedad, por el contrario contribuye a la
reproducción del caos. Con la mediación del derecho penal de enemigo, no
es posible que del “desorden” surja el “orden”, simplemente el “desorden” se
transforma. El derecho penal que se configura como un mecanismo de
confrontación contribuye a crear las condiciones para que el “sistema” de
violencia estructural permanezca en el tiempo, reflejándose en conflictos
sociales y políticos. En esta medida, al observar el caso colombiano, en vez de
afirmar la reproducción autopoiética de la sociedad a la que contribuye el
derecho penal, tenemos que afirmar la reproducción autopoiética del caos a
la que contribuye el derecho penal en cuanto derecho penal de enemigo, en
medio de un proceso inconcluso de definición de la identidad normativa y,
por lo tanto, de construcción de sociedad.
Vemos entonces que las normas de derecho penal de enemigo que
caracterizan el derecho penal de la Violencia, son producto del proceso de
“interpenetración”, retomando a Luhmann, entre el sistema legal y un
entorno anómico que encierra una complejidad irreductible para el derecho
penal, pero que al mismo tiempo se toma como dato para la estructuración
interna del ordenamiento jurídico. Este entorno anómico en Colombia y
particularmente durante la Violencia, es la guerra interna. La complejidad
irreductible se manifiesta entonces en la incapacidad del derecho penal para
dar cuenta de la complejidad de los problemas sociales y políticos que a ella
subyacen y, por lo tanto, en la moralización de estos problemas y en la
confusión entre distintas instancias de reacción estatal (lo militar con lo
punitivo). Al ser tomada la guerra interna como dato para dar forma al
derecho penal, aquélla se convierte en la fuente de éste y así el ordenamiento
jurídico-penal pierde su racionalidad.
Y es que no podemos perder de vista que el consenso, que de acuerdo
con Jakobs debe estar en la base del derecho y que permite hablar de
ciudadano exigiendo un mínimo de fidelidad a las normas jurídicas,334 no
existió en Colombia durante la Violencia (creemos, además, que difícilmente
puede afirmarse que existe incluso ahora). El Estado colombiano se
encontraba lejos de poderse materializar en la práctica como un verdadero
garante de la libertad individual y de la satisfacción real de los derechos
sociales e individuales. De ahí que haya intentado construir dicho consenso a
través de la fuerza, manteniendo así estructuras excluyentes en las que se
criminalizó la diferencia.335 En medio de esta dinámica es que el enemigo, en
el contexto colombiano, ha sido y es una construcción selectiva que muta de
acuerdo con las necesidades coyunturales de las élites políticas y se generaliza
desde las instancias de poder.
Esta transformación del “desorden” y prolongación del caos, a lo que
contribuye el derecho penal de enemigo en contextos de conmoción en los
que difícilmente es posible hablar de sociedad, se puede observar en la
historia de Colombia con la transición que a finales de los años cincuenta
del siglo XX se da del gobierno militar a un sistema político civil en el cual
los partidos políticos tradicionales se reparten el poder y la burocracia
estatal.336 El Frente Nacional es producto del acuerdo entre los dirigentes
liberales y conservadores; acuerdo que se gesta en medio de la
confrontación con grupos subversivos y manifestaciones de violencia
bandolera, en donde poco a poco se comienzan a perfilar grupos guerrilleros
que aún hoy subsisten.337 A pesar de la repartición del poder entre las élites
políticas y el cese del enfrentamiento armado entre sus seguidores, el estado
anómico de la sociedad colombiana se mantiene, la identidad normativa
sigue en entre dicho y, en este sentido, se continúa recurriendo a la violencia
y a la coacción a través de la excepción y, con ella, del derecho penal de
enemigo, para intentar edificar desde arriba a la sociedad.
En una sociedad fragmentada, desprovista de una simbólica
nacional, con inmensas desigualdades, marcada por la desconfianza
respecto al Estado, la violencia constituye el único recurso que
unos actores, social y políticamente desiguales, pueden utilizar de
manera similar… La mayor parte de los conflictos sociales y
políticos operan sobre la base del recurso, real o potencial, de la
violencia para el logro de una transacción y, repitámoslo, el
régimen del Frente Nacional recurrió ampliamente a la amenaza de
un regreso de la Violencia para legitimar la transacción política que
él mismo representaba. (Pécaut, 2003, 102-103)

Con la instauración del Frente Nacional encontramos de nuevo la


misma tendencia que en los años anteriores, sólo que con definiciones en
apariencia distintas. Ante la ausencia de una corroboración cognitiva plena
de lo normativo, surgen nuevamente dinámicas de poder y tensiones desde
las cuales se definen enemistades y da forma al derecho a través de los
estados de sitio. Así pues, se identifican sujetos peligrosos, no en el contexto
de un sistema normativo estable, sino como fruto de decisiones que se dan en
medio del caos, tomadas como reacciones violentas de un sistema en
formación y en permanente tensión.
Para ilustrar estas consideraciones, a continuación dividiremos este
capítulo en tres puntos: 1. Primero haremos algunas anotaciones sobre el
régimen político del Frente Nacional y las circunstancias que propiciaron su
instauración; 2. Luego haremos alusión a algunas manifestaciones de
violencia política que se aprecian en estos años; y 3. Terminaremos
reseñando las normas de derecho penal que en este contexto se producen,
para confirmar así que la Violencia en Colombia entre 1948 y 1966
simplemente se transformó en medio de la prolongación de numerosos
conflictos sociales y de la reproducción de un sistema normativo guiado por
la lógica de la guerra y la enemistad.
TRANSICIÓN AL GOBIERNO CIVIL Y REPRODUCCIÓN
DEL SISTEMA POLÍTICO EXCLUYENTE
Como ya lo habíamos mencionado, el gobierno militar de Gustavo Rojas
Pinilla se instaura y cae con el concurso de los dirigentes de los partidos
políticos Liberal y Conservador. Tanto la dictadura militar como el régimen
del Frente Nacional ajustan momentáneamente las diferencias entre las élites
políticas, pero al mismo tiempo mantienen intacto el carácter excluyente de
la dinámica política y social colombiana. El gobierno de Rojas Pinilla poco a
poco se fue mostrando cada vez más lejano a los intereses de los grupos de
influencia que habían contribuido a su llegada a la jefatura de Estado338 y,
adicionalmente, la violencia que se suponía el gobierno militar estaba en
capacidad de erradicar, dado su supuesto carácter neutral ante la lucha
bipartidista, parecía mantenerse latente.339 Con este panorama se comenzó a
gestar un nuevo acuerdo entre los partidos políticos tradicionales con el fin
de desmontar el régimen militar para regresar al gobierno civil, mediante una
fórmula que garantizara a las dos colectividades un control aceptable de la
burocracia estatal.
El fin del mandato de Gustavo Rojas Pinilla fue prácticamente
negociado340 y dio lugar a la creación de una Junta Militar de Gobierno que
facilitaría el retorno a la “democracia”. Este proceso de transición debió
afrontar el problema de los hechos violentos ocurridos durante el régimen
anterior y de la responsabilidad de sus dirigentes, así como el de edificar la
legitimidad necesaria para la estabilidad del nuevo régimen.341 Se llevó a
cabo entonces un plebiscito con el cual se buscó formalizar e institucionalizar
el pacto que Lleras y Gómez habían suscrito en julio de 1957. Con este
plebiscito se legalizó el mandato de la Junta Militar hasta el 7 de agosto de
1958.342 “En privado los jefes hallaron fórmulas de recíproca garantía: la
alternación presidencial automática entre los dos partidos y la limitación de
los poderes presidenciales cuando el país estuviera en estado de sitio”
(Palacios, 2003, 217).
El primer presidente del Frente Nacional, Alberto Lleras Camargo
(1958-1962), se comprometió a extender el perdón a todos los militares, y el
temor a un nuevo golpe de Estado llevó a que la reforma al Ejército y a los
distintos organismos de seguridad fuera aplazada.343 Adicionalmente, la
percepción de que el país no se encontraba aun pacificado, implicó la
continuidad del estado de sitio mientras que “la Violencia ya era un término
de uso común y adquiría dotes de fetichismo lingüístico: la Violencia ‘hizo’
esto o aquello” (Palacios, 2003, 218).
Cuatro fueron los presidentes que gobernaron a Colombia durante el
régimen del Frente Nacional: Alberto Lleras Camargo (1958-1962), liberal;
Guillermo León Valencia (1962-1966), conservador; Carlos Lleras Restrepo
(1966-1070), liberal; Misael Pastrana Borrero (1970-1974), conservador. El
Frente Nacional se instauró con el apoyo de los líderes de los partidos
políticos tradicionales, los empresarios y la jerarquía católica, con la
pretendida intensión de reconstruir la institucionalidad y superar el
autoritarismo y la violencia política que caracterizaron los años anteriores
(Palacios, 2003, 239). Sin embargo, estas promesas exigían tomar una serie
de medidas de difícil aceptación, como la reconstrucción del sistema judicial
y del aparto policivo, el restablecimiento de la libertad sindical, el desarrollo
de una verdadera reforma agraria y la ampliación de la cobertura en
educación, vivienda, etc. (Palacios, 2003, 239). De manera que dichas
promesas no fueron cumplidas, de hecho,
quizá por su mismo reglamento de condominio y por el contexto
polarizado de la Guerra Fría, el FN acentuó los principios de
represión de las disidencias políticas, de control y cooptación de los
sectores populares y de las clases medias emergentes, mediante la
ampliación de las redes de patronazgo y clientelismo. Creó así una
alternativa a la prometida reconstrucción del mundo de la
ciudadanía (Palacios, 2003, 239).

En este contexto, con la excusa del anticomunismo y la lucha


contraguerrillera, los militares conservaron importantes márgenes de
autonomía, al mismo tiempo que la ausencia de debate y de alternativas de
oposición viable alimentaron la apatía de la población y la abstención
electoral. De esta forma, “se refinaron los mecanismos politiqueros y
clientelares” (Palacios, 2003, 240). Por otro lado, desde el punto de vista
económico, el Frente Nacional optó por el impulso de la industrialización y
se llevaron a cabo importantes acuerdos entre gremios económicos
influyentes y el gobierno nacional.344 Además, ante la tensión de la Guerra
Fría y la amenaza que representaba para el continente la Revolución Cubana,
se incrementó la participación del país en las estrategias regionales de
fortalecimiento del capitalismo.345
Paralelamente a estos avances en el proceso de expansión del
capitalismo en Colombia, se propuso y discutió a comienzos de los años
sesenta la reforma agraria, la cual se suponía que llevaría a una redistribución
de la riqueza y de los ingresos en las zonas rurales del país. “Latifundios y
minufundios aparecían como el principal obstáculo para acumular capital,
aumentar la productividad y elevar el nivel de vida de las mayorías. A este
patrón de tenencia de la tierra se atribuían la miseria campesina, y el caótico
y masivo éxodo a las ciudades, que ya producía alarma en sectores de la clase
dirigente y de la Iglesia” (Palacios, 2003, 253). En 1961 se aprueba la Ley 135
del 13 de diciembre sobre “Reforma Agraria y Social”, mediante la cual se
buscaba:
Reformar la estructura social agraria por medio de procedimientos
enderezados a eliminar y prevenir la inequitativa concentración
de la propiedad rústica o su fraccionamiento antieconómico;
reconstruir adecuadas unidades de explotación en las zonas de
minifundio y dotar de tierras a los que no las posean… Fomentar
la adecuada explotación económica de tierras incultas o
deficientemente utilizadas… Acrecer el volumen global de la
producción agrícola y ganadera en armonía con el desarrollo de los
otros sectores económicos; aumentar la productividad de las
explotaciones por la aplicación de técnicas apropiadas, y procurar
que las tierras se utilicen de la manera que mejor convenga a su
ubicación y características… Crear condiciones bajo las cuales los
pequeños arrendatarios y aparceros gocen de mejores garantías, y
tanto ellos como los asalariados agrícolas tengan más fácil acceso a
la propiedad de la tierra… Elevar el nivel de vida de la población
campesina… Asegurar la conservación, defensa, mejoramiento y
adecuada utilización de los recursos naturales.346

Sin embargo, la redistribución de la tierra se vio gravemente afectada


desde la entrada en vigencia de esta Ley, debido a las distintas
interpretaciones de las que fue objeto y a la burocracia que medió en su
aplicación. Por ejemplo, al respecto Palacios sostiene que “los criterios de
clasificación de la explotación de los predios eran ambiguos, y el Ministerio
de Agricultura tuvo gran margen para declarar qué tierras no serían
expropiables. FEDECAFÉ y algunas corporaciones regionales lograron que
los criterios de exclusión se aplicaran en las zonas bajo su tutela” (Palacios,
2003, 254).
Así pues, el régimen político del Frente Nacional impulsó la
modernización económica del Estado colombiano, privilegiando la
concentración de capital y la industrialización de los procesos de producción.
No obstante, se mantuvieron las diferencias sociales y la marginalización de
una buena parte de la población, en medio de una dinámica electoral que
apolitizó en cierta medida al pueblo colombiano. El ente estatal fue
apropiado por la consolidación de un sistema predecible de enfrentamientos,
alianzas y treguas entre linajes dirigentes de cada uno de los partidos políticos
que monopolizaban el poder público (Los Lleras y los López del lado del
Partido Liberal y los Ospina y los Gómez del lado del Partido
Conservador).347

TRANSFORMACIÓN DE LA VIOLENCIA BIPARTIDISTA Y


SU REPRODUCCIÓN EN LA VIOLENCIA SOCIAL
En medio del tránsito de la dictadura militar al Frente Nacional se produce
un proceso de transformación de la violencia, en el cual el contexto político
nacional e internacional, así como los problemas de violencia estructural que
padece la sociedad colombiana, posibilitan la prolongación del conflicto y la
guerra interna. En este sentido, queremos destacar aquí tres aspectos:
primero, la influencia de la Doctrina de Seguridad Nacional en Colombia
durante los años sesenta; segundo, la aparición de la violencia bandolera
como un rezago del enfrentamiento bipartidista; y tercero, la formación de
grupos subversivos con influencia comunista (cubana, china y soviética).
La Doctrina de Seguridad Nacional comienza a perfilar sus principales
rasgos en los años sesenta, pero sus bases se habían sentado desde la
concepción del Estado de seguridad desarrollado en los Estados Unidos de
América desde el final de la Segunda Guerra Mundial.348 La influencia de la
guerra fría y de los discursos y estrategias que en ella se incuban, resultan
trascendentales para analizar en el caso colombiano la transformación de la
violencia y el cambio que paulatinamente se dio en la definición de la
enemistad desde el derecho penal. Ya hemos mirado la forma como el
discurso anticomunista que se percibe desde los años veinte, en la década de
los cincuenta alcanza consagración legal. Pues bien, una vez instaurado el
Frente Nacional y cooptado el sistema electoral por los partidos políticos
tradicionales, a pesar de que el comunismo sale de la ilegalidad, la
estigmatización y el temor ante posturas políticas de izquierda continúan
orientando políticas estatales, tanto en lo militar como en lo punitivo.
Justamente aquí es que encontramos la influencia de la Doctrina, pues con
ella la presencia del enemigo político como enemigo militar y al mismo
tiempo como delincuente, sigue estando presente en la forma como se piensa
lo público en el país.
Leal ha identificado una serie de características de esta Doctrina que
nos interesa rescatar. Como primera medida, Leal resalta que las relaciones
político-militares que se construyen de acuerdo con la Doctrina de Seguridad
Nacional, implican la intervención militar en sectores de la vida nacional
ajenos a su “actividad profesional específica”. Dicha intervención es posible
gracias a la inestabilidad política que crea vacíos institucionales, ideológicos y
éticos, en medio de la cual “la corporación militar cree que es la única fuerza
política organizada, por lo que actúa como la agencia integradora de la
nación” (Leal, 1994, 33). Por lo tanto, desde el punto de vista militar se
justifican las acciones de las Fuerzas Armadas (incluyendo la toma del
poder), “con razones ideológicas y demagógicas de salvación nacional”. Así,
se impulsa una ideología de reaccionarismo totalitario, caracterizada por
“autoatribución de representación popular y del carácter de salvadores de la
nación, moralismo, simplismo en los diagnósticos, mecanicismo en las
soluciones para los problemas de la sociedad, negación del diálogo político,
visión catastrófica del cambio social y revalorización del pasado” (Leal, 1994,
34).
Desde esta postura, la confrontación con el bloque soviético resultaba
un imperativo y una prioridad. La guerra contra el comunismo obligaba
entonces a tomar posición y a alinear todos los esfuerzos para repeler el
ataque y la expansión de la Unión Soviética, en defensa de la “civilización
occidental”. En consecuencia “todos los individuos y grupos que no acepten
esa interpretación de las tensiones internacionales, deben ser considerados
enemigos. Y contra los ‘enemigos internos’ debe desencadenarse la llamada
contrainsurgencia, que transforma la guerra fría en ‘guerra caliente’
nacional” (Leal, 1994, 34-35). Así pues, con la Doctrina de Seguridad
Nacional la administración del Estado se edifica sobre la represión política y
militar.349
Tenemos entonces que en los años sesenta, con la influencia de la
Doctrina de Seguridad Nacional, culmina el proceso de consolidación del
Ejército colombiano como una fuerza de lucha contrainsurgente. Dicho
proceso sucede lentamente de manera paralela a su profesionalización350 y al
surgimiento de guerrillas, en primer lugar en el contexto de la Violencia
bipartidista, y posteriormente en el contexto del Frente Nacional y de la
Guerra Fría.351 En este sentido, de acuerdo con Leal, 1960 puede catalogarse
como el año de quiebre en el proceso de transformación militar, con la
llegada al Comando del Ejército del General Alberto Ruiz Novoa, quien
había sido uno de los comandantes del Batallón Colombia en la guerra de
Corea y se proponía actualizar las instituciones militares a los principios de la
“guerra moderna” (Leal, 1994, 47). El siguiente fragmento de un texto escrito
por el General Novoa en 1960, da cuenta de la ideología anticomunista que
orientaba las políticas institucionales de la época siguiendo los postulados de
la Doctrina de Seguridad Nacional: “Las FFMM (...) son la institución
encargada de garantizar la normalidad contra los enemigos externos e
internos y la única que está en condiciones de hacerlo en momentos de
crisis”.352
A partir de este momento se adelantan una serie de estrategias y
operaciones militares con la finalidad de erradicar la insurgencia en el país y
así eliminar los focos internos de expansión del comunismo. Se desarrolla por
ejemplo en 1960 el “Plan LAZO”, que articulaba la lucha contra insurgente
en Colombia con las directrices norteamericanas, dando especial importancia
a la “acción cívico-militar”, mediante la cual se buscaba quitarle base popular
a los grupos subversivos y crear redes de apoyo al ejército en la población.353
Adicionalmente, se adelantaron importantes operaciones ofensivas de gran
magnitud sobre regiones en donde se ubicaban organizaciones de
autodefensa campesina que eran catalogadas de “repúblicas
independientes”.354 A partir de 1965, con varios grupos guerrilleros
revolucionarios ya en formación, se dio prioridad a las operaciones
estrictamente militares. Es importante resaltar aquí el apoyo estadounidense
recibido por Colombia durante esta época, ya que “el monto de 60 millones
de dólares de esta asistencia en 1961 y 1967 ocupó el tercer lugar en la
región luego de Brasil y Chile” (Leal, 1994, 50).
Como puede observarse, con el Frente Nacional la Violencia no
terminó; sencillamente se transformó adoptando dinámicas distintas a las
presenciadas entre 1948 y 1958. En este periodo aparecen, además de la
violencia institucional, dos formas de violencia que nos interesa rescatar: la
del bandolerismo político y la de grupos guerrilleros que se reclamaban
revolucionarios. “Se calcula que en 1964, ya iniciada su crisis había más de
100 bandas activas, constituidas por grupos de campesinos armados, que más
o menos organizadamente, y desconociendo los acuerdos de paz entre las
directivas oficiales de los dos partidos tradicionales, prolongaron la lucha
partidista” (Sánchez y Meertens, 2002, 42).
La figura del bandolero político aparece como un rezago de la Violencia
bipartidista, durante la cual campesinos alzados en armas que contaban de
una u otra manera con apoyo o simpatía de alguno de los dos partidos
políticos tradicionales en Colombia, perdieron legitimidad política al no
acceder a la desmovilización. Esta pérdida de reconocimiento se debió a la
negativa a hacerse partícipes de las amnistías e indultos decretados tanto en
1953 y 1954, como en 1958, como consecuencia de la desconfianza que
despertaban entre los integrantes de estos grupos las estrategias de
desmovilización promovidas por el Estado en medio de una permanente
política represiva.355
  Lo que se observa es un continuo estrechamiento del espacio
político del campesino alzado en armas, incluso dentro de las filas
de su propio partido: durante los primeros años de la década del
cincuenta fue calificado como “bandolero” sólo por el partido
opuesto (Conservador) y el régimen gubernamental impulsado por
éste; a partir del Gobierno Militar de Rojas Pinilla será también
considerado como tal, explícitamente, por parte del Ejército; y una
vez constituido el Frente Nacional perderá además el apoyo de sus
directivas políticas nacionales, aunque conserve el respaldo de
muchos jefes locales. (Sánchez y Meertens, 2002, 49)

El bandolero surge entonces en zonas rurales y es utilizado por


gamonales que le dan protección a cambio de la intimidación y contención
de sus adversarios políticos.356 Pero ante todo, el bandolero es producto de la
desorganización de los movimientos rurales. Esta situación adquiere una
connotación anárquica y desesperada, en la cual “el terror se convierte
entonces no sólo en parte integrante sino también, en la mayoría de los
casos, en elemento dominante de sus actuaciones” (Sánchez y Meertens,
2002, 52).
Esta generación de “hijos de la Violencia”, articula un juego de crueldad
y venganza en el que se inspira tanto temor como respeto. Así que, “allí
donde el campesinado, víctima de la violencia oficial de la primera fase, no
pudo organizar colectivamente la resistencia, la crueldad desmedida y la
masacre aparecen como manifestaciones extremas de poder, individuales y
primitivas” (Sánchez y Meertens, 2002, 52).
Por otro lado, con la influencia de la revolución cubana, la guerrilla
colombiana adquiere una nueva perspectiva y se inserta definitivamente en
la dinámica transnacional de la Guerra Fría, al mismo tiempo que el
pensamiento militar se concentraba en la lucha contra insurgente para
repeler el comunismo.
Con el FN el pensamiento militar fue haciéndose más complejo, en
la línea que se conoce como contrainsurgencia, como lo ilustra el
programa de Acción Cívico-Militar que combinaba muchos
métodos de tratar la población civil y en que fue haciéndose más
frecuente el empleo de fuerzas paramilitares irregulares,
particularmente después de 1961… En 1965 las fuerzas
paramilitares fueron legalizadas mediante un decreto presidencial,
convertido en ley en 1968 (Palacios, 2003, 262).

En la década de los sesenta se conforman tres grupos guerrilleros que


por su permanencia hasta la actualidad revisten especial importancia: el
Ejército Popular de Liberación (EPL), el Ejército de Liberación Nacional
(ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
El EPL surge como fruto de la división soviético-china al interior del
partido Comunista357 y se ubica inicialmente en los valles de los ríos Sinú y
San Jorge en el Departamento de Córdoba, en donde existían antecedentes
de guerrillas liberales, para pasar posteriormente a ocupar parte de la región
del Urabá. Estas “son regiones caracterizadas por fuertes tensiones agrarias
originadas en la represión de los colonos a medida que los grandes dominios
se apropian legal o ilegalmente de las grandes extensiones” (Pécaut, 2003,
56-57). Varios de los fundadores del EPL habían participado en
organizaciones comunistas e incluso habían estado vinculados en
autodefensas campesinas, como es el caso de Pedro Vásquez Rendón “quien
había sido comisario político en el Tolima”; otros habían militado en la
Juventud Comunista como Francisco Garnica “o como el abogado Libardo
Mora Toro. Este último, además, había estado en Cuba como parte de la
brigada José Antonio Galán” (Pécaut, 2003, 56-57).
El ELN comienza a formarse en 1962 con la más clara influencia
cubana.
Muchos de sus primeros cuadros, por lo demás, pasan por un
periodo de formación en Cuba donde se organiza la Brigada por la
Liberación Nacional José Antonio Galán. El propio Fidel Castro
designa al que va ser el jefe de la organización hasta 1975, Fabio
Vásquez Castaño. Hijo de un pequeño propietario del Quindío
asesinado por los ‘pájaros’ conservadores… A su lado figuran otros
dirigentes de la misma extracción, sobre todo José Ayala y José
Solano Sepúlveda que fueron combatientes en una guerrilla
liberal. A partir de 1965 el ELN atrae, además de Camilo Torres, a
numerosos antiguos militantes estudiantiles, algunos provenientes
de la Universidad Nacional de Bogotá… y a otros provenientes de
la Universidad Industrial de Santander, con sede en Bucaramanga”
(Pécaut, 2003, 52-53).

Integrada por intelectuales, religiosos y sindicalistas, esta guerrilla da


su primer golpe militar el 7 de enero de 1965 al tomarse durante algunas
horas la población de Simacota en el Departamento de Santander.358
Inicialmente se ubica en una región de antecedentes guerrilleros como lo es
San Vicente de Chucurí, región selvática cercana a la ciudad de
Bucaramanga y al centro petrolero de Barrancabermeja. “San Vicente estaba
asociado al bando liberal en la Guerra de los Mil Días, a la insurrección
nueveabrileña, y a las guerrillas de Rafael Rangel” (Palacios, 2003, 263).
A su turno, las FARC se forman explícitamente como prolongación de
las “autodefensas campesinas” en el sur del Tolima. A diferencia del EPL y
del ELN “las FARC venían de la Violencia y de los movimientos agraristas e
indigenistas de los años veinte y treinta” y “emergieron sin la mediación
intelectual y universitaria” (Palacios, 2003, 264) con la que contaron los
otros grupos. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia surgen bajo
la tutela del partido comunista ortodoxo. En las regiones de influencia de las
FARC la presencia del Partido Comunista se remontaba incluso a los años
treinta, antes del episodio de la Violencia, cuando tuvo una intervención
importante en los conflictos agrarios en Cundinamarca y en el sur del Tolima
“durante los cuales colonos y aparceros se levantaron contra las condiciones
de trabajo en las grandes hacienda de café”.359 Con la Violencia se da inicio a
una segunda fase de organización campesina en forma de autodefensa. En la
región de Chaparral y municipios cercanos, campesinos y colonos se
organizan formando “columnas en marcha” que buscan refugio en zonas
montañosas, transformándose en guerrillas en los años cincuenta.360 En estos
lugares los grupos guerrilleros instauran sus propios códigos de conducta y sus
propias formas de organizar la propiedad, lo cual genera dinámicas locales
muy particulares de relación entre campesinos y grandes propietarios (éstos
últimos deben pactar con la guerrilla el pago de contribuciones o, de lo
contrario, deben abandonar la zona). Ante esta situación la reacción de los
distintos gobiernos, incluyendo el de Rojas Pinilla, tal como ya lo hemos
mencionado, hasta llegar al de Guillermo León Valencia, fue la de ejercer
soberanía por medio de acciones militares que condujeron a la permanente
reorganización de estos grupos, a su radicalización, a incentivar la
desconfianza en el Estado y a promover procesos de colonización armada en
regiones apartadas.361
Hay que hacer mención a este respecto a la operación impulsada
entre 1954 y 1955 por el general Rojas Pinilla contra los núcleos
armados de Sumapaz, que alcanza sobre todo los alrededores de
Villarica y Cunday… La población, para escapar a los bombardeos,
debe desplazarse hacia otras regiones. El advenimiento del Frente
Nacional no pone fin a esta política. Bajo el gobierno de Guillermo
León Valencia, el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado (hijo
de Laureano Gómez) promueve una cruzada contra lo que califica
de “repúblicas independientes” y en 1964 el Ejército lanza vastas
operaciones contra los territorios sobre los cuales la guerrilla había
establecido su control: Marquetalia (en el Sur del Tolima),
Riochiquito (zona indígena en el norte del Cauca), El Pato y
Guayabero (sobre la porción de la cordillera Oriental que separa al
Huila del Caquetá y del Meta). La evacuación de Marquetalia…
se convirtió, además de la marcha hacia El Davis y el éxodo de
Villarica, en una tercera fase de la epopeya. Las FARC surgen así
sobre el trasfondo de una leyenda ya constituida y pueden afirmar
con pleno derecho que el Estado les impuso la guerra (Pécaut,
2003, 62)

Con todo esto podemos afirmar que, como la “profecía que se cumple a
sí misma” explicada por Merton, la “amenaza” interna en Colombia
proveniente del comunismo, anunciada desde las primeras décadas del siglo
XX por el ministro de guerra Ignacio Rengifo, por el agregado militar en
Madrid Enrique Santa María o por el Coronel Francisco Scarpetta en 1953,
se hizo realidad en la década de 1960 con la aparición de estos grupos
guerrilleros. La represión militar de los movimientos sociales, los ataques
indiscriminados a la población rural, la restricción permanente de derechos,
el endurecimiento del poder punitivo y la definición de enemistad llevada a
lo normativo, en vez de pacificar el territorio nacional y consolidar el orden
necesario para que fuera posible el imperio del derecho, contribuyeron a
generar las condiciones para que la violencia fuera en Colombia el
mecanismo constante de expresión de los antagonismos sociales. Esto,
además, hizo realidad los temores de la clase dirigente, que no obstante los
pactos y acuerdos que maquinaron para asegurar su posición hegemónica y
mantener bajo su control las bases populares, nada logró para impedir que la
Violencia, inicialmente estimulada por ellos mismos, se transformara y diera
paso a una nueva etapa que se prolonga aun hasta nuestros días.362

REPRODUCCIÓN PERMANENTE DE UN SISTEMA


NORMATIVO CAÓTICO Y REPRESIVO
Como hemos visto, con el Frente Nacional se da inicio a una nueva etapa de
violencia, en ésta, la permanente tensión entre la enemistad absoluta y la
enemistad relativa es evidente.363 Al igual que en los periodos anteriores, la
reacción estatal ante la Violencia fue bastante ambigua, aunque la represión
y la fuerza terminaron primando. Se culpó en su momento a la dictadura
militar de Rojas Pinilla por la prolongación del conflicto,364 también
afirmaron sectores del conservatismo que la debilidad y la falta de firmeza en
el gobierno frente a sujetos que no respondían sino a la fuerza, era lo que
impulsaba a la violencia,365  e incluso se achacó al liberalismo haber
incumplido los pactos del Frente Nacional.366
En medio de estas discusiones, el estado de sitio se prolongó y una serie
de medidas orientadas a la rehabilitación fueron alternadas, sin mucho éxito,
con decisiones que endurecieron nuevamente el sistema punitivo y limitaron
el ejercicio de diferentes derechos. Esta última alternativa resultó
privilegiada, especialmente a partir del Gobierno de Guillermo León Valencia
(1962-1966). “Este mismo tipo de debates continuó durante todo el segundo
semestre de 1959 en desarrollo de una sostenida ofensiva conservadora que
utilizaba los casos extremos, o por lo menos los que se presentaban como
tales, para cuestionar cualquier apoyo económico a las víctimas de la primera
fase de la Violencia” (Sánchez y Meertens, 2002, 201), pues en todo caso,
“ésta seguía siendo vista esencialmente como un simple problema de orden
público y no como síntoma de una profunda crisis social” (Sánchez y
Meertens, 2002, 201).
En consecuencia, encontramos un uso bastante confuso de la excepción
durante los primeros años del Frente Nacional, pues en menos de cuatro años
(1958-1961) se dan seis decretos que de forma alternativa levantan y
restablecen el estado de sitio, parcial o totalmente. Sólo hasta 1961 se declara
restablecido el orden público en todo el territorio nacional por un periodo
relativamente estable, pues se declara turbado nuevamente en 1965.
Tenemos entonces el Decreto 0321 del 27 de agosto de 1958, que declara
“restablecido el orden público y suspendido el estado de sitio en los
Departamentos de Antioquia, Atlántico, Bolívar, Boyacá, Córdoba,
Cundinamarca, Chocó, Magdalena, Nariño, Norte de Santander, Santander
y en las Intendencias y Comisarias”,367 y mantiene el estado de sitio en los
departamentos de Caldas, Cauca, Huila, Tolima y Valle del Cauca.368 No
obstante, en menos de cuatro meses se declaró nuevamente turbado y en
estado de sitio todo el territorio nacional mediante el Decreto 0329 del 3 de
diciembre de 1958.369 Las consideraciones de estos dos decretos dan cuenta
de la dinámica de reproducción del caos y de la violencia que comentamos
en los apartados anteriores. Así pues, mientras que en el primero se afirma
que “la mayor parte del territorio se encuentra en absoluta normalidad” y que
“los hechos delictuosos y aislados que se presentan en algunos de los
Departamentos en donde impera el orden, no tienen la gravedad suficiente
para justificar en ellos la prolongación del estado de sitio”, en el segundo se
sostiene que “existe un plan subversivo para derrocar las autoridades
legítimas, que pone en grave peligro la estabilidad de las instituciones, y la
vida, honra y bienes de los asociados” mediante “procedimientos de barbarie
fundamentalmente contrarios a los principios de la civilización cristiana”.
Posteriormente, antes de que se cumplieran dos meses de haberse
expedido el Decreto 0329, se emite el Decreto 0001 del 12 de enero de 1959,
a través del cual se declara nuevamente restablecido el orden público y
suspendido el estado de sitio en varias regiones del país,370 manteniéndose
únicamente, otra vez, en los departamentos de Caldas, Cauca, Huila, Tolima
y Valle del Cauca, en donde “persisten hechos de perturbación del orden”.371
Adicionalmente, el 8 de octubre de 1960, con el Decreto 0003, se extiende
este estado de sitio al Departamento de Santander, ya que “en algunos
Municipios el orden público se ha visto alterado por hechos recientes que
ponen en peligro la vida, honra y bienes de sus habitantes”.372
Nuevamente en el año 1961 encontramos un uso ambivalente del
estado de sitio, y en las consideraciones de los decretos mediante los que se
establece vemos de nuevo la percepción estatal de dicha situación. Así, el
Decreto 10 del 11 de octubre declara turbado el orden público en todo el
territorio nacional afirmando que existen “manifestaciones de franca rebelión
contra la Constitución y las leyes” que han sido controlados
momentáneamente, “pero cuyas consecuencias pueden constituir un riesgo
para la seguridad del país y dificultar el normal desarrollo del proceso
electoral”.373 Sin embargo, el 31 de diciembre del mismo año, el Decreto 20
en su artículo único estableció que “a partir del primero de enero de 1962” se
declara “restablecido el orden público en todo el territorio nacional”. Esta
situación perdura hasta 1965, cuando mediante el Decreto 1288 del 21 de
mayo, se declara una vez más el estado de sitio en todo el país. El estado de
sitio declarado mediante el Decreto 1288 de 1965 fue justificado de la
siguiente manera:
En diversos lugares del país han venido ocurriendo perturbaciones del orden público y
atentados contra la vida y bienes de las personas; Que con ocasión del conflicto
estudiantil originado en la ciudad de Medellín, se han producido desórdenes, tumultos y
choques que han alterado la paz pública y la normalidad de la vida ciudadana; Que todos
estos hechos, unidos a la inseguridad social y a varios problemas económicos que afectan
la Nación, han determinado una creciente conmoción interna agravada con la aparición
de alarmantes formas de delincuencia, como el secuestro, lo cual constituye una seria
amenaza para los derechos que la autoridad está obligada a proteger.374

Esta situación nos permite llamar la atención nuevamente sobre la


reducción de la que es objeto el conflicto social y político que persiste en
Colombia y que se observa en estos decretos. Tal y como hemos visto en los
apartes transcritos de sus “considerandos”, la violencia sigue siendo percibida
como un problema únicamente de orden público, de manera que con el
discurso de la protección de las personas y de sus derechos, se continúan
tomando decisiones que suspenden la normatividad ordinaria. La
complejidad de la violencia sigue siendo desconocida y simplificada con
prejuicios morales (el Decreto 0329 del 58 vuelve y hace referencia expresa a
la “civilización cristiana”), que la reducen a un problema de crimen y pena.
De ahí que las medidas que le dan a la enemistad política trascendencia
normativa y que fueron promulgadas desde 1949, sean retomadas y tiendan a
ser normalizadas en un proceso de autoreproducción del caos normativo. En
efecto, normas como la Ley 2 del 16 de agosto de 1958, la Ley 105 del 14
de diciembre de 1959 y la Ley 79 del 20 de diciembre de 1960, convierten
lo “excepcional” en normal y evidencian la dificultad por la que atraviesa el
ordenamiento jurídico para abandonar el círculo vicioso de la violencia
represiva una vez se ha embarcado en la dinámica de la enemistad.375
En este sentido resultan bastante ilustrativos los siguientes fragmentos
de la exposición de motivos de la Ley 105 de 1959, en donde se aprecia la
dimensión, fuera de toda proporción, de la legislación de emergencia que se
dió durante la Violencia (aunque debemos advertir que no solamente en lo
penal):
A nadie se escapa la trascendencia de la medida que proponemos,
ya que la legislación de emergencia está formada por 7.375
decretos extraordinarios conocidos, y varios otros que no han sido
publicados… creándose una situación caótica en el país si no se
toma una medida inmediata sobre el particular… Al decir que se
adopta esta legislación como ‘de emergencia’ queremos significar
que la acogemos únicamente por efecto de los hechos cumplidos,
forzados por la necesidad de no producir trastornos legislativos
perjudiciales para el país, y no porque esté en nuestra intención
justificar el desaforado abuso de la dictadura en el ejercicio de las
facultades derivadas del artículo 121 de la Constitución.

En este contexto, en medio de declaraciones ambiguas de excepción y


normalidad, nuevamente se restringen derechos (especialmente el ejercicio
de aquellas libertades que dinamizan el debate democrático y político), al
tiempo que se radicaliza el poder punitivo y se adoptan decisiones que
relativizan en ciertos casos la enemistad. Veamos a continuación cuáles
fueron las normas expedidas entre 1958 y 1966 que nos permiten afirmar que
con la instauración del Frente Nacional y la transformación de la Violencia
bipartidista en violencia social revolucionaria, el sistema penal de excepción
se reprodujo manteniendo la connotación de derecho penal de enemigo de
los años anteriores, sin que las promesas de seguridad, eficiencia y protección
de las personas, sobre las que se sustentaron estas medidas, se hicieran
realidad.
Con relación a la restricción de derechos, encontramos normas que
restringen la libertad de expresión y la libertad de prensa, por un lado, y el
derecho de reunión, por otro:
 
a. Restricciones a la libertad de expresión: En vigencia del Decreto
0329 de 1958 se expiden los decretos 0330 del 3 de diciembre de 1958 y
0008 del 23 de abril de 1959. El Decreto 0330 confirió a los
gobernadores, intendentes, comisarios y al alcalde de la ciudad de
Bogotá, la facultad para restringir diversos tipos de libertades, con el fin
de restablecer o mantener “la tranquilidad pública”. Así, estas
autoridades podrían exigir su autorización previa para que fuera posible
realizar manifestaciones o reuniones públicas, podrían también
establecer el toque de queda y restringir la libertad de circulación de las
personas, así como limitar la transmisión de noticias, informaciones y
propaganda, cuando a su juicio, estas pudieran “crear alarma, afectar la
tranquilidad pública o dificultar el pleno restablecimiento del orden”.376
Así mismo, el Decreto 0008 ordenó que en el Departamento de Caldas,
las transmisiones de radio y televisión deberían ser sometidas a la
aprobación previa de la primera autoridad política del lugar, “con el
objeto exclusivo de evitar difusión de cualquier género que pueda
afectar el orden público”.377 En este Decreto podemos observar
nuevamente cómo los brotes de violencia son percibidos desde el Estado
como simples “actividades perturbadoras de la paz” que exigen el recorte
de libertades con el fin de “reprimir actos contra la vida o bienes de los
ciudadanos”.378
De la misma manera, en desarrollo del estado de sitio declarado en todo
el territorio nacional mediante el Decreto 10 de 1961, se expiden
cuatro decretos que limitan la libertad de prensa y de expresión: los
decretos 12, 13, 16 y 17 de 1961. El Decreto 12 del 13 de octubre de
1961 prohibió “las transmisiones por radio de discursos y conferencias
de carácter político, y sobre noticias sobre orden público o sobre
operaciones militares que no provengan de fuentes oficiales autorizadas,
lo mismo que la difusión de noticias o comentarios sobre desórdenes
políticos y sociales”.379 El Decreto 13 del 13 de octubre de 1961
estableció que los noticieros cinematográficos quedarían bajo el control
del Ministerio de Gobierno, el cual podría prohibir su proyección en
forma parcial o total, cuando su contenido fuera considerado
perturbador de la tranquilidad pública.380 El Decreto 16 del 3 de
noviembre de 1961 creó el Servicio de Control y Vigilancia de
Radiocomunicaciones.381 El Decreto 17 del 9 de noviembre de 1961,
“con el fin de facilitar el desarrollo del debate electoral”,382 autorizó la
radiodifusión de conferencias, exposiciones y declaraciones de carácter
político, “que no se refieran a situaciones de perturbación del orden
público, a operaciones militares o a desórdenes políticos y sociales”.383
b. Sobre el derecho de reunión: En vigencia del Decreto 10 de 1961 se
expide el Decreto 11 del 13 de octubre del mismo año. El artículo
primero de este Decreto prohibió las reuniones y manifestaciones
públicas de carácter político en todo el territorio nacional, advirtiendo
que las que se efectuaran en contra de esta prohibición serían disueltas
por las autoridades, es decir, mediante el uso de la fuerza pública.384
En 1965, durante el estado de sitio declarado por medio del Decreto
1288, se expide el decreto 1289 del 21 de mayo, el cual prohibió
nuevamente las reuniones y manifestaciones públicas y confirió a las
autoridades departamentales y locales las facultades que habían sido
previamente otorgadas por el Decreto 0330 en 1958, sobre restricción a
la libertad de locomoción y a la libertad de prensa.385 En 1966, para
“facilitar, en forma compatible con la preservación del orden público, el
desarrollo de las actividades políticas encaminadas a la elección de
corporaciones públicas y de Presidente de la República”,386 se
autorizaron mediante el Decreto 31 de enero 14 las reuniones políticas,
públicas o privadas, siempre que se informara previamente “al
Gobernador del Departamento respectivo, al Alcalde Mayor de Bogotá,
o a los Intendentes o Comisarios, según el caso” el objeto de la reunión,
la lista de oradores y el partido político a cuyo nombre se actuaba,387
entre otros datos. También se advertía que “por razones de orden
público, a juicio de los funcionarios señalados en el artículo 1º”, las
solicitudes podrían ser negadas o cancelados los permisos, mediante
providencia motivada, contra la que no procedería recurso alguno.388
 
En materia penal, encontramos tres tipos de normas que vuelven a
evidenciar la tendencia a moldear el sistema normativo en función de la
guerra interna, identificada en los dos periodos anteriores (1948-1953,
1953-1958). En el primer grupo podemos ubicar las normas mediante las
cuales se toman medidas estrictamente procesales en perjuicio de la libertad
y del derecho de defensa. En el segundo grupo encontramos las normas que
con la intención de facilitar la rehabilitación, flexibilizan momentáneamente
mediante beneficios penales la respuesta punitiva a la violencia; y, en el
tercero, las normas que militarizan nuevamente el poder de castigar, al
tiempo que realizan definiciones delictivas que endurecen otra vez la
reacción punitiva:
a. Neutralización de peligros mediante la restricción de la libertad en el
proceso penal: El Decreto 0284 del 19 de julio de 1958, debido a la
peligrosidad que implicaba para la tranquilidad y el orden público el
porte ilegal de armas,389  dispuso que las personas procesadas por este
delito “en ningún caso tendrán derecho a la excarcelación” ni “podrán
recibir el beneficio de rebaja de pena”.390  Además, previó un
procedimiento especial para el porte ilegal de armas de uso privativo de
la fuerza pública, y estableció términos irrisorios que prácticamente
hacían inoperante el derecho de defensa: El juez de primera instancia
debía perfeccionar la investigación a los tres días de haber recibido la
denuncia, al cabo de los cuales se correría un traslado de 24 horas al
Fiscal y a la defensa para presentar alegatos, teniendo después el mismo
juez tres días para proferir el fallo.391
Adicionalmente, el Decreto 0326 del 7 de octubre de 1958, estableció
la figura de la “medida preventiva de seguridad” para los departamentos
de Caldas, Cauca, Huila, Tolima y Valle del Cauca, la cual consistía en
la prohibición que imponía un juez para vivir o visitar ciertos lugares a
quienes hubieran incurrido en alguna de las conductas allí descritas. En
este sentido, el artículo primero disponía que:
Los que con el propósito de intimidar o amenazar a alguna persona,
corporación o autoridad, exigieren de ellas la ejecución u omisión
de algún acto reservado a su voluntaria determinación, las
injuriaren o ultrajaren, o en general, pretendieren coartar el
ejercicio de un derecho legítimo, o perturbaren el pacífico
desarrollo de las actividades sociales, alarmando o aterrorizando a
los ciudadanos, podrán ser sometidas a la medida preventiva de
seguridad que consiste en la prohibición de residir en los lugares en
que tales hechos se consumaren, y de visitarlos por la duración del
estado de sitio, sin perjuicio de la acción penal que necesariamente
habrá de proseguirse por el delito o delitos que se hayan
cometido.392

Se trataba de una suerte de “exilio local o regional” al que se sometía a


sujetos “peligrosos” o desestabilizadores del orden, por realizar alguno
de los comportamientos que vaga y difusamente se describían en la
norma que acabamos de citar.393 Nótese cómo, por ejemplo, expresarse
en contra de una entidad pública era considerado síntoma de
peligrosidad y razón suficiente para que el sujeto fuera excluido de la
comunidad. En estos casos se estaba reaccionando en contra de un
sujeto que se suponía no prestaba el mínimo de seguridad cognitiva, un
sujeto del que no se podía esperar un mínimo de fidelidad al derecho y
que, por lo tanto, había que neutralizar no mediante una pena, sino a
través de una medida de seguridad. Se trataba pues de un enemigo.394
La selectividad de esta medida puede apreciarse en el siguiente
comentario que al respecto realiza Molano, en el que se advierte que el
contenido del Decreto 0326 se orientaba a desarticular la relación entre
cuadrillas de bandoleros y gamonales:
Es claro que la medida no iba dirigida a delincuentes llanos, sino a
individuos que ejercieran una influencia perniciosa en el
restablecimiento del orden público, o que de alguna manera
impidiera el rescate político que el Frente Nacional se proponía… a
quien iba dirigida no era al delincuente sino al gamonal, al
personaje que podía protagonizar los delitos que se tipifican en los
artículos 1º y 2º sin ser sancionado. Para ello, es evidente, habría
que poseer algún capital político, pues de lo contrario no habría
necesidad de extrañamiento, con el código bastaba. (Molano,
1978, 82)

Por otro lado, encontramos también como medida procesal importante


el contenido del Decreto 0012 del 4 de junio de 1959. En éste se
describía un proceso penal completamente inquisitivo, aplicable
únicamente a algunos delitos (homicidio, lesiones personales,
asociación para delinquir, fuga de presos, entre otros) en los territorios
en donde se mantenía el estado de sitio.395 El sumario debía ser
instruido en el término máximo de treinta días, “vencido el cual, o
antes si se hubiere perfeccionado”, el juez debía ordenar mediante auto
de sustanciación el cierre de la investigación, para poner las diligencias
por el términos de tres días a disposición de las partes con el fin de que
presentaran alegatos y dictar sentencia dentro de los cinco días
subsiguientes.396 El Decreto 0004 del 8 de octubre de 1960 amplió la
vigencia de los Decretos 326 de 1958 y 12 de 1959 al Departamento de
Santander.
b. Flexibilización del poder punitivo como manifestación de
enemistades relativas: La flexibilización del poder punitivo al finalizar el
mandato de la Junta Militar de Gobierno e instaurarse el Frente
Nacional, se enmarcó en medio de una serie de medidas con las que se
buscó ponerle un freno a la reproducción de la Violencia que ya para
ese momento se percibía como un hecho innegable. Estas medidas
fueron el fruto de un intento de conciliación entre las distintas posturas
sobre la forma como el Estado debía afrontar este importante reto,
manteniendo la “armonía” que suponía el acuerdo bipartidista. Sin
embargo, los intereses electorales y económicos llevaron a la
manipulación de las estrategias que desde el Gobierno se trazaron y
derivaron en una nueva ola represiva.
Molano da cuenta de los distintos criterios que tanto la Junta Militar
como el Gobierno de Alberto Lleras, debieron armonizar:
Definido con el pacto bipartidista el marco institucional, era necesario instrumentar en
políticas concretas la acción contra la Violencia. La estrategia supuso armonizar criterios
disímiles y en ocasiones antagónicos: La tolerancia paternalista con las clientelas armadas
no podía albergar la ineficacia militar; la represión violenta debía ser lo suficientemente
dúctil para no provocar nuevos deslizamientos hacia el bandidaje o hacia el comunismo;
la recuperación de tierras y de brazos debía impedir que se alimentaran nuevas y más
radicales acciones. (Molano, 1978, 64)

Para esto se nombraron dos comisiones compuestas por personas de


varios sectores sociales y políticos,397 con el fin de que estudiaran las
causas de la Violencia; además, se tomaron medidas de índole
económica para rehabilitar las zonas afectadas gravemente por la
confrontación.398 Sin embargo, estas medidas, tanto las económicas
como las punitivas, no fueron aceptadas por todos los sectores
pacíficamente. Así por ejemplo,

el Representante conservador a la Cámara por la entonces


Intendencia del Meta, Justo Vega Lizarazo… presentó, a fines de
septiembre, un proyecto de ley que pretendía poner fin, y para
siempre, al tema de la amnistía. El artículo primero de dicho
proyecto establecía que ´a partir de la vigencia de esta ley queda
prohibido en Colombia el sistema que se ha venido adoptando
sobre rehabilitación personal a base de dineros de la Nación para
los criminales civiles denominados guerrilleros o bandoleros, así
como también queda prohibida la amnistía para la misma clase de
criminales a fin de que desaparezca la impunidad en Colombia`
(Sánchez y Meertens, 2002, 202).

De manera similar, algunos medios de comunicación con filiación


partidista sostenían que las ayudas económicas estaban siendo
administradas para beneficio de los bandoleros que habían expulsado de
sus zonas de influencia al conservatismo, en detrimento de los
campesinos conservadores víctimas de la persecución política.399
Precisamente en desarrollo de estos debates, sobre si la alternativa debía
ser abrir vías de recomposición social o si, por el contrario, debía
optarse por el endurecimiento y la reafirmación de la autoridad estatal,
es expedido el Decreto 0328 del 28 de noviembre de 1958,
considerando “que se hace indispensable, para la total recuperación del
orden público en esos Departamentos, adoptar medidas de carácter
especial”.400 El artículo 1º preveía que:
[Con el objetivo] de facilitar el afianzamiento de la paz en los
Departamentos en donde subsiste el estado de sitio y de activar la
lucha contra el delito… las personas que hubieran cometido… los
delitos a los que se refiere el artículo 2º de este Decreto, con
anterioridad al 15 de octubre de 1958, podrán solicitar al Gobierno
que se suspenda el ejercicio de la acción penal contra ellas, si se
obligan a reincorporarse a la vida civil ordinaria, a someterse a la
Constitución y a las leyes de la República observando buena
conducta bajo la vigilancia de las autoridades, y absteniéndose de
todo acto que pueda perturbar el orden público o la tranquilidad
social.401

El artículo 2º permitía que este beneficio fuera solicitado por


particulares, por cualquier funcionario o empleado público, por
militares o por grupos organizados bajo la dependencia de jefes, “si el
delito o delitos que se les imputan tienen por causa: a) El ataque o
defensa del Gobierno o de las autoridades; b) La animadversión
política; c) La violencia partidista ejercida en razón de la pugna de los
partidos.402
En todo caso, en medio de críticas a la rehabilitación y a la “amnistía” y
de propuestas sobre la implementación de la pena de muerte y entrega
de armas a los civiles, el ordenamiento jurídico se inclinó finalmente
por su endurecimiento.403
c. Militarización y radicalización del poder punitivo: A partir de 1965
volvemos a encontrar la militarización expresa del poder de castigar.
Como si la historia no contara, se continúa en lo normativo la
confrontación librada en lo militar. Así, el enemigo interno que se
combate a nivel bélico es abordado como delincuente por un sistema
penal militarizado. Los decretos 1290 del 21 de mayo de 1965 y 248 del
8 de febrero de 1966 nos dan cuenta de la forma como el derecho penal
de la Violencia (con las características que hemos señalado a lo largo de
este trabajo y que condujeron a que el conflicto se prolongara) se
reprodujo en este periodo ajustándose nuevamente al modelo del
derecho penal de enemigo.
El Decreto 1290 de 1965 estableció que, a partir de su entrada en
vigencia y mientras subsistiera el estado de sitio,
la Justicia Penal Militar, además de los delitos establecidos en el
Código de la materia, conocerá de los siguientes definidos y
sancionados en la ley penal común: Delitos contra la existencia y
seguridad del Estado; Delitos contra el régimen constitucional y
contra la seguridad interior del Estado; De la asociación para
delinquir; Del incendio y otros delitos que envuelven un peligro
común; Del secuestro; De la extorsión.404

Además, el Decreto 1290 de 1965 aclara en su artículo tercero que


“mientras subsiste el Estado de sitio, todos los delitos y las conductas
antisociales de competencia de la Justicia Penal Militar, se investigarán
y fallarán por el procedimiento de los Consejos de Guerra Verbales”.405
A su turno, el Decreto 248 de 1966 definió nuevas conductas punibles,
cuyo conocimiento también se asignaba a la Justicia Penal Militar
mediante el procedimiento de los Consejos de Guerra Verbales, y
excluyó para estos casos el beneficio de la libertad provisional.406 Así,
por ejemplo, en el artículo 1º de este Decreto se contempló que:

El que sustraiga o se apodere, rompa, deteriore, destruya o cause


cualquier daño en las obras, instalaciones o elementos destinados
a comunicaciones telegráficas, telefónicas, radiotelegráficas,
radiotelefónicas de servicio público, de energía eléctrica o fuerza
motriz, estará sujeto a la pena de presidio de dos (2) a ocho (8)
años. En la misma sanción incurrirá el que realice cualquiera de
los hechos anteriores en obras, instalaciones o elementos de
carreteras, ferrocarriles, puertos marítimos y fluviales, aeropuertos,
acueductos o en los que se utilizan para la producción,
explotación, refinación, conducción y transporte de petróleo, sus
derivados o similares.407

Adicionalmente, en este mismo Decreto se asignaba a la Justicia Penal


Militar la competencia para sancionar el delito de robo “cometido
contra instituciones bancarias o Cajas de Ahorro”.408
De la misma manera como ocurrió entre 1948 y 1953 y luego durante el
Gobierno militar, este tipo de medidas se adoptaron apelando a la
necesidad de mano dura y severidad para restablecer el orden, así como
a la urgencia de contar con procedimientos rápidos y oportunos.
Adicionalmente, se observa con claridad que el conflicto político y
social que se comenzaba a perfilar en los años sesenta, con matices
distintos a los de la confrontación bipartidista, es simplificado también
desde las normas penales desconociendo su complejidad. Los
“considerandos” de estos decretos nuevamente nos lo demuestran. Por
ejemplo, a propósito del Decreto 1290 se sostuvo “ la aparición de
alarmantes formas de delincuencia” ante las cuales, “para lograr el
pronto restablecimiento del orden es necesario imponer una justicia
severa y oportuna que reprima determinadas infracciones penales que
causan justa alarma social” y “que el procedimiento de los Consejos de
Guerra Verbales previsto en el Código de Justicia Penal Militar,
garantiza la rapidez en el juzgamiento de ciertos delitos comunes”.409 Así
mismo, con ocasión del Decreto 240 se afirmó “que estas infracciones
por la intranquilidad social que causan deben sancionarse a través de
un trámite rápido que permita la inmediata aplicación de la pena” y
“que el procedimiento de los Consejos de Guerra Verbales previstos en
el Código de Justicia Penal Militar garantiza la celeridad en el
juzgamiento”.410
 
Con el recuento normativo que hemos hecho, y teniendo en cuenta los
aspectos históricos con los cuales hemos pretendido ilustrar el contexto en
el que se expidieron en Colombia entre 1948 y 1966 todas estas
disposiciones, podemos concluir que el derecho penal durante esta época se
configuró sin la base social previa necesaria para tener un mínimo de
legitimidad. Estas normas no lograron mantener la identidad normativa de
la sociedad por la sencilla razón de que dicha identidad, en medio de una
situación anómica de las proporciones aquí descritas, no existía. Fue pues un
derecho penal vacío puramente represivo.
Y es que durante la Violencia, al no haber una conciencia
verdaderamente democrática de lo público, se recurrió al poder punitivo del
Estado con el fin de construir un mínimo de unidad simbólica en la
“sociedad”. Así, se intentó generar el respeto por el derecho mediante el uso
de la fuerza, militar y punitiva, pero se ignoró que, ante todo, el Estado de
derecho se debe realizar desde el punto de vista material, como un ente
respetuoso de la libertad y que posibilite a todos los habitantes de su
territorio las mismas oportunidades de desarrollo en condiciones de dignidad.
En consecuencia, el derecho penal que se produjo en Colombia a
propósito de la Violencia (1948-1966), perdió poco a poco su dimensión
racional y permitió con esto que la fuerza inherente al sistema jurídico
adquiriera proporciones autoritarias que lo terminaron negando como
construcción racional. La guerra se convirtió entonces en la principal fuente
del ordenamiento jurídico; de hecho, éste se transformó en función suya, lo
que condujo a que el poder punitivo se expandiera y exacerbara como
instrumento de represión. La dimensión violenta del derecho penal
colombiano terminó así superponiéndose totalmente a cualquier criterio de
protección y respeto por la libertad individual.
Hemos constatado que estas normas fueron pensadas desde una falsa
idea de democracia, en la cual la unidad del pueblo en torno a una única
decisión, así como la homogeneidad entre sus integrantes, se suponía
indispensable. Por lo tanto, al no haber sido posible la uniformidad, se
intentó imponer por la fuerza formas particulares de concebir la estructura
social, sin importar la violencia que por su carácter excluyente ya implicaba
dicha estructura. Ante la imposibilidad del consenso se procedió mediante el
ejercicio de la autoridad, negando la posibilidad de la diferencia y, por tanto,
al pluralismo como condición indispensable de una verdadera democracia.
Se creyó que ante la conmoción social y la guerra interna era necesario
un ejercicio de poder soberano, manipulando el sistema penal y definiendo
enemigos, como única alternativa para la construcción de Nación. Por ello el
ordenamiento jurídico fue utilizado en la definición y confrontación de
“extraños” que se suponía desestabilizan la unidad y el orden. Sin embargo,
como hemos visto, esta percepción únicamente condujo a la perversión del
sistema penal y a la reproducción de la violencia.

RESUMEN SEGUNDA PARTE


- Desde 1948 hasta 1966 se vivió en Colombia un proceso de
conmoción social y política, en el cual poco a poco se fue transitando de una
forma de violencia protagonizada por los partidos políticos tradicionales
(Liberal y Conservador) enfrentados por intereses burocráticos, a una
confrontación con tintes social-revolucionarios en donde los parámetros de
aglutinamiento de los distintos “bandos” pasaron de ser configurados a partir
de identidades locales y regionales construidas por la pertenencia a uno u
otro partido, a ser definidos por discursos que se insertaron en la dinámica
transnacional de la Guerra Fría. Este proceso se desarrolló en el periodo que
en la historia de Colombia ha sido denominado como “la Violencia”. Durante
dicho periodo el derecho penal tuvo un rol bastante paradójico, pues se
recurrió permanentemente a él como instrumento de represión con el cual se
pretendía pacificar el territorio nacional, haciendo frente a enemigos
internos, al tiempo que se intentó en algunas ocasiones y de forma paralela,
utilizarlo como herramienta de definición de la identidad política nacional,
mediante la consolidación de acuerdos supuestamente orientados a superar
la confrontación.
- El derecho penal que a propósito de la Violencia se produjo en
Colombia entre 1948 y 1966, es un claro ejemplo de la forma como el sistema
punitivo es apropiado por una política pensada desde y para la guerra, y de la
forma como el Estado recurre a lo punitivo para continuar la lucha librada en
lo militar. En este sentido, el derecho penal de la Violencia también muestra
claramente cómo se radicaliza la tensión entre la violencia conservadora y la
violencia originaria inherentes al derecho, justamente en situaciones en
donde la guerra interna se convierte en el parámetro de reforma y
producción jurídica (es decir, en su fuente), mientras se intenta legitimar al
ordenamiento apelando a la necesidad de orden, eficiencia y seguridad, a
pesar de que en la práctica simplemente se continúan profundizando las
razones del conflicto.
Se observa entonces, en este periodo, un proceso de mutación de la
enemistad, en el cual el derecho penal fungió como instrumento de guerra y,
al mismo tiempo, como vía para la promoción de valores y convicciones
políticas irreductibles con las que se pretendía consolidar la identidad
colombiana, dentro de los parámetros de las naciones occidentales y
“civilizadas”.
El Estado Colombiano en el afán de reafirmarse como único sujeto
soberano, a pesar de la continua disputa por el monopolio de la violencia
proveniente de la subversión (bien con tintes partidistas, bien con matices
revolucionarios), por medio de la decisiones que a través de los estados de
excepción tomó sobre la enemistad (seis declaraciones de estado de sitio,
desde el Decreto 1239 de 1948 hasta el Decreto 1288 de 1965), produjo
alrededor de sesenta y seis normas relacionadas con el derecho penal (sin
contar los decretos que restringían distintos tipos de libertades, los cuales
hacienden a veintiséis), tanto sustancial como procedimental, con las que se
configuró un sistema punitivo paralelo al “normal” orientado a la
neutralización de sujetos peligrosos, en el cual es posible identificar las
características del derecho penal de enemigo.
- Las normas que hemos descrito en el texto, al ser producto de la
primacía de la razón de Estado y estar mediadas por la lógica conflictual del
amigo/enemigo, resultaban incompatibles con la idea más clásica de Estado de
derecho, de la que se encontraba bastante lejos el Estado colombiano, en tanto
terminaron con cualquier posibilidad de imparcialidad en la formulación y
aplicación del ordenamiento normativo, configurándose como respuestas de
guerra antes que como preceptos realmente jurídicos.
- La Violencia, como proceso histórico, encierra una complejidad tal
que se escapa de cualquier posibilidad de comprensión por el sistema penal.
Dicha complejidad se observa en una serie de antecedentes que reflejan una
variedad de problemas sociales y políticos muy profundos y que se mantienen
a lo largo de los años. Estos problemas radican principalmente en la
estructura económica y política del país, en donde importantes sectores de la
población se ven continuamente excluidos de los distintos procesos de
formación y consolidación del Estado colombiano dentro de la dinámica
industrial-capitalista occidental del silgo XX, al tiempo que son maltratados
en medio de las disputas por la repartición del poder público.
Es precisamente esta complejidad la que es ignorada y negada desde el
punto de vista normativo, al ser constantemente abordada por el derecho
penal como si solamente se tratara de un problema delictivo de orden
público. La creencia de que la violencia que se gesta en medio de este
contexto de exclusión y desigualdad obedece simplemente a la inferioridad
moral de individuos que se niegan a aceptar o son incapaces de vivir
“civilizadamente”, se generaliza a través de las medidas normativas que
describen situaciones e imponen sanciones de manera indiscriminada. En
este sentido, el derecho penal que ignora las dimensiones de la conmoción
social se inserta en la lógica de la guerra, y únicamente responde ante las
manifestaciones superfluas de la violencia estructural que va envuelta en un
“orden social” de estas características, sin que se actúe realmente sobre los
factores de exclusión que estimulan el conflicto. Esta transformación del ius
puniendi no se trata simplemente de reformas aisladas, sino que se enmarca
en un contexto en el que el ordenamiento jurídico como conjunto se ve
envuelto en dinámicas antidemocráticas.
El Estado colombiano asumió el conflicto social y político vivido en el
país durante la Violencia desde una perspectiva bélica. Por ello la democracia
y la libertad individual fueron percibidas como obstáculos que dificultaban
superar la conmoción, como si ésta no estuviera ya alimentada precisamente
por políticas y estructuras que se orientaban en este mismo sentido. En vez
de reafirmar al Estado como Estado de derecho materialmente hablando, más
que la paz, el orden se intentó imponer mediante la edificación de un
ordenamiento con una clara estructura autoritaria.
- En este periodo se promulgaron una buena cantidad de decretos sobre
varios aspectos del sistema punitivo, que comenzaron a evidenciar los rasgos
que caracterizan al modelo del derecho penal de enemigo (adelantamiento
de la punibilidad, aumento de penas, reducción de garantías procesales). En
el caso colombiano, dicho modelo se ha manifestado mediante la
dramatización de la violencia, la criminalización de problemas sociales,
económicos y políticos, la militarización de la policía y del proceso penal, y la
descalificación moral de la disidencia.
Con estas normas podemos observar que la militarización del ejercicio
del ius puniendi estatal durante la Violencia, estuvo acompañada de medidas
que le daban al poder de castigar la dimensión de instrumento de represión o
neutralización de peligros, antes que de reacción ante un injusto en el plano
de la comunicación. Al ampliarse el campo de aplicación de las medidas de
aseguramiento, el sujeto procesado es abordado por la autoridad del Estado
como una fuente de peligro que es necesario asegurar lo antes posible y por el
mayor tiempo, lo cual se concreta en la privación de la libertad durante el
proceso y su prolongación una vez proferida la sentencia condenatoria. En
este sentido, la pena aparece como continuación de la detención preventiva,
al ser percibida esta última como la principal herramienta del ordenamiento
jurídico penal en aras de la eficiencia del sistema. Así, la pena pasa a un
segundo plano, dado que frente a sujetos peligrosos, no-personas, pierde su
connotación de acto de comunicación simbólica y se revela simplemente
como coacción.
- Durante la Violencia también se promulgaron normas que
contemplaban delitos que evidencian prejuicios morales y políticos,
consolidados a partir de la forma como era percibido el conflicto social. Estas
normas difícilmente eran sustentables en función de la protección de algún
interés o derecho ajeno, y se configuraban a partir de un número plural de
verbos rectores en donde cualquier tipo de intervención resultaba penada de
la misma manera. Eran pues irrelevantes las diferencias entre autoría y
participación, por un lado, y entre tentativa y consumación, por otro. Estas
categorías, definidas desde las normas que sobre “El Delito” se contemplaban
en el Código Penal ordinario, perdían todo sentido frente a las conductas
punibles tipificadas con ocasión de la Violencia y en función de la guerra,
debido a que lo sancionable en estos casos era, antes que nada, el “estado” en
que se encontraba el sujeto o la forma de “ser” del mismo, circunstancias que
permitían estigmatizarlo como un peligro para la estructura social.
- A pesar de todo lo anterior, la reacción punitiva, con sustento en la
necesidad de paz, se flexibilizó para los delitos contra el régimen
constitucional o contra la seguridad interior del Estado y los delitos conexos.
Desde un principio, de forma ambivalente, se dio un tratamiento más
benigno a los tradicionales delitos políticos mientras que, paradójicamente,
frente a los delitos comunes la reacción punitiva tomó las dimensiones aquí
descritas.
Estas normas demuestran la tensión entre la enemistad absoluta y la
enemistad relativa en la que se movió el derecho penal de la Violencia, al
tomar la forma de derecho penal de enemigo, en medio de la cual se
produjeron importantes niveles de selectividad a medida que el paradigma de
la enemistad se generalizó. En este sentido, sujetos aparentemente cercanos a
la violencia organizada o subversión, fueron beneficiados con alternativas
que aminoraron la respuesta penal, después de haberse adoptado varias
medidas de endurecimiento del sistema punitivo que se extendieron y fueron
mantenidas frente a la delincuencia común, la cual siguió entonces siendo
percibida como un atentado a la institucionalidad.
- Al observar las motivaciones de los decretos que reseñamos, se puede
constatar que la eficiencia del sistema penal en función del orden público y
de la seguridad, no es un argumento que en Colombia haya penetrado desde
los años noventa como se tiende a creer. Entre nosotros, la necesidad de
castigo y de “mano dura” para tener controlada a una población “salvaje”, ha
hecho carrera al menos desde los años cuarenta. Esto ha conducido a que las
garantías judiciales y procesales sean pensadas más como obstáculos para el
buen funcionamiento del sistema penal, antes que como mínimos que el
Estado debe cumplir para reafirmarse como construcción racional. Con esto,
la legitimidad del sistema penal comienza a medirse en función de fines
pacificadores, pasando la valoración de los medios a un segundo plano. El
carácter instrumental del sistema penal, al cual se le asignan objetivos
propios de la guerra, hace irrelevante la pregunta por la legitimidad de su
configuración normativa. Con esto se abre la puerta para que la dimensión
violenta del derecho se expanda y rompa las barreras de contención que
desde la racionalidad de la libertad se han construido, más o menos débiles o
más o menos arraigadas dependiendo del momento histórico.
- Desde 1948 la sociedad colombiana se vio envuelta en una espiral de
violencia, en medio de la cual las élites políticas realizaron distintos tipos de
acuerdos al sentir amenazada su posición de poder. Esto determinó el
contenido de las definiciones normativas que permiten caracterizar al
derecho penal de la época como derecho penal de enemigo. En medio de este
proceso se definió la enemistad desde el derecho en términos bélico-
militares. Esto se dio en función de los intereses burocráticos de los partidos
políticos tradicionales, como producto de los acuerdos y alianzas que se dan
entre sectores sociales influyentes. Y es que a pesar de la confrontación
bipartidista, la definición de la enemistad poco a poco comienza a obedecer
al afán de contener las amenazas de cambio social percibidas por las élites en
medio del conflicto social y político vivido en el país.
De esta manera, la Violencia se alimenta de la enemistad construida
con base en la diferencia política, en donde la existencia del otro, del extraño
y del diferente, es percibida como negación de la propia existencia. Esto
conlleva a que se radicalicen las posiciones, y a que se desarrollen estrategias
de exclusión que, al mismo tiempo, dan cuenta de prejuicios morales
proyectados en diferencias raciales, económicas y regionales.
- En Colombia, particularmente durante la Violencia, la definición del
enemigo se da en un contexto real de guerra y viene asociada a la
estigmatización de opciones políticas en donde la descalificación, incluso
moral, termina reflejándose claramente en las definiciones normativas. Para
comprender cómo se da este fenómeno entre 1948 y 1966, es fundamental
echar una mirada a la posición asumida por las Fuerzas Militares con ocasión
de la Violencia. Pues al interior del Ejército, desde los años veinte, circula un
discurso anticomunista que asocia los distintos movimientos sociales y
sindicales con la subversión, mostrando simpatía por gobiernos militaristas y
autoritarios de otras latitudes.
Esto ayuda a entender cómo una vez el Ejército termina mediando con
aparente neutralidad entre los dos partidos políticos tradicionales (Liberal y
Conservador), el rótulo o etiqueta desde el cual se define la enemistad
cambia, pues a medida que la confrontación bipartidista va cediendo y se
concretan acuerdos entre sus dirigentes, el carácter social del conflicto se
hace más evidente, generalizándose de esta manera el rechazo y la
estigmatización de los movimientos sociales y del comunismo, con
consecuencias claras en el plano normativo. Así, el derecho penal termina
reflejando dichos prejuicios y se hace aun más excluyente, con la finalidad de
reprimir sujetos considerados peligrosos por el establecimiento, mediante
disposiciones que criminalizan el pensamiento, aumentan penas y reducen
garantías. Es decir: derecho penal de enemigo.
Y es que la descalificación moral de opciones políticas que se salen de
los parámetros aceptados por el liberalismo y el conservatismo,
paulatinamente va ganando terreno, y a medida que los partidos Liberal y
Conservador concilian sus intereses burocráticos, encuentra el espacio
propicio para generalizarse y ser plasmada, incluso normativamente, en el
conjunto de normas que componen el sistema penal paralelo que hemos
descrito y que calificamos como derecho penal de enemigo. Dichas normas se
ponen en función de combatir el enemigo político y se insertan en las
estrategias articuladas desde el Estado, con el fin de consolidar la identidad
nacional que resulta adecuada para los intereses de las élites económicas y
políticas, así como para pacificar en torno a los valores que sustentan dicha
identidad el territorio nacional.
- Las tendencias identificadas en las normas sobre derecho penal que se
produjeron a través de los estados de sitio entre 1948 y 1953, se mantienen y,
de hecho, en varios sentidos se exacerban durante 1953 y 1958. Esto indica
que la enemistad no solamente continúa siendo el parámetro de producción
normativa en materia punitiva, sino también que el conflicto social sigue
siendo objeto de juicios simplistas de acuerdo con los cuales el plano en el
que debe ser abordado es el de la guerra. De esta manera, el derecho penal de
la Violencia se transforma llegando a un punto en el cual se hace evidente su
carácter instrumental, en función de la represión del pensamiento y de la
reproducción de un sistema político estrecho y excluyente.
- En materia penal, las medidas tomadas entre 1953 y 1958, se
encaminan a darle trascendencia punitiva al ejercicio de derechos y
libertades previamente coartados. Estas normas tuvieron como principal
objetivo disuadir a la población en general de cierto tipo de opciones en
términos políticos, que son percibidas como peligrosas en la medida en que
supuestamente ponen en cuestión la identidad normativa de la sociedad.
Dentro de esta lógica, el sujeto que se expresa, manifiesta y propone
alternativas que se salen de lo comúnmente aceptado por las élites políticas
tradicionales, es un sujeto peligroso del cual no es dable esperar un
comportamiento permanente conforme a derecho (se asume partidario de la
rebelión, del desorden y de la Violencia). En  consecuencia, el sujeto es
percibido por el sistema penal como un factor de riesgo que impide la
corroboración cognitiva de lo normativo y de la idea de Estado promovida
por los partidos hegemónicos. En consecuencia, para el derecho penal de
excepción que se produce durante la violencia, el disidente político pierde la
categoría de persona y es abordado como un enemigo (una fuente de peligro)
que se debe neutralizar mediante la coacción, al mismo tiempo que desde el
punto de vista material es definido como enemigo militar.
- Entre 1953 y 1958 se presentó una tendencia a endurecer la
normatividad penal, sustancial y procesal, mucho más marcada que en el
periodo anterior (48-53), como expresión de concepciones políticas y
morales absolutas. Estas normas en vez de describir comportamientos
verdaderamente lesivos para terceros, contemplaban una serie de situaciones
“riesgosas” para el establecimiento público desde el punto de vista político.
Podemos afirmar con esto que la idea de ciudadano envuelta en el
ordenamiento normativo en el contexto de la Violencia, implicaba una
obediencia ciega a la autoridad estatal. El sujeto que se supone ofrece el
mínimo de seguridad cognitiva necesaria para no caer en la categoría de
enemigo (jurídico y militar), es aquel que acepta la noción de sociedad que se
pretende hacer hegemónica. Esta noción de sociedad está edificada sobre la
homogeneidad intelectual y moral de la población como condiciones para la
existencia del Estado. De ahí que la característica más recurrente en las
normas de carácter sustancial que conllevaron al endurecimiento del poder
punitivo, haya sido la criminalización de la libertad de expresión, cuando
dicha libertad fuera ejercida de manera contraria a lo que se entendía
adecuado para mantener el “orden”, es decir, cuestionando la autoridad
estatal o su legitimidad e incluso proponiendo visiones alternativas del orden
social. Todas estas conductas implicaban detención preventiva sin posibilidad
de acceder al beneficio de la libertad provisional.
Esto nos muestra que el derecho penal de la Violencia, creado a partir
de la guerra interna, se configuró como una herramienta con la cual se
buscaba inculcar en la sociedad cierto tipo de valores. Era un intento por
definir una identidad política y social en el esfuerzo desesperado por construir
nación desde el derecho, homogenizando la población y satanizando la
diferencia.
- A medida que el derecho penal se endureció, se expidieron al mismo
tiempo una serie de decretos que reflejaron la permanente tensión entre la
enemistad absoluta y la enemistad relativa, en la cual se vio envuelto el
sistema penal colombiano ante la necesidad constante de paz. Sin embargo,
estos intentos por buscar alternativas distintas a la represión penal para
facilitar la culminación de la Violencia, tuvieron un carácter igualmente
selectivo, determinado por los mismos prejuicios que también sustentaron la
reacción normativa violenta y radicalizada. No podemos perder de vista que,
de la misma manera como las normas que endurecieron la respuesta punitiva
a la Violencia respondían al interés de las élites políticas y sociales por
reproducir el orden social que les era funcional, las normas que
aparentemente flexibilizaban el poder de castigar también fueron fruto del
pacto entre dichas élites, lo cual promovió justamente su carácter selectivo.
Las normas sobre amnistía e indulto, así como las que concedían
distintos tipos de beneficios punitivos, respondieron más a la necesidad de los
partidos por estabilizar en alguna medida la situación social y política, antes
que al abandono del paradigma de la enemistad como parámetro de
producción normativa. La amnistía representaba entonces un “perdón”
mutuo entre los partidos políticos tradicionales, sancionado por un gobierno
que se pretendía ajeno a esta confrontación. El carácter selectivo de la
amnistía y del indulto se aprecia entonces en que las condiciones implícitas
para acceder a estos beneficios, era la adscripción a la clientela de alguno de
los dos partidos tradicionales o el abandono de cualquier participación en el
debate público colombiano.
- El derecho penal de enemigo que surge a propósito de la guerra
interna, se encuentra lejos de poder ser un mecanismo real de pacificación y
menos aun puede constituirse en un verdadero mecanismo de solución de
conflictos. Como vimos en la primera parte de este trabajo y ejemplificamos
con las normas que por vía de decretos legislativos se expidieron en
Colombia entre 1948 y 1966, el derecho penal de enemigo en contextos de
guerra interna profundiza la violencia estructural, prolonga el conflicto
político y social que se encuentra detrás, y así termina por reproducir el caos.
En efecto, en contextos como el de la Violencia, se presenta un estado
crónico de anomia en donde difícilmente hay comunicación en el sentido
simbólico de la teoría de los sistemas sociales. La comunicación que permite
la existencia de sociedad, en el mejor de los casos, se encuentra interferida y
en esta medida las expectativas normativas que se suponen permiten hablar
de conglomerado social, no logran generalizarse adecuadamente. El derecho
penal de enemigo alimenta dicha situación anómica, y por lo tanto reproduce
la violencia y con ella el “desorden”.
Y es que en situaciones de alta conmoción social el proceso de
generalización de expectativas se escapa de las manos del derecho y el
problema de la doble contingencia queda sin solución, pues el
comportamiento esperable y esperado de los demás individuos deja de ser el
definido por el ordenamiento jurídico. De hecho, ni siquiera la actuación de
las instancias estatales es previsible debido a la proliferación continua de
normas. En esta medida el comportamiento que es objeto de expectativas
sociales (y, por lo tanto, también de las expectativas de expectativas) en
muchos casos es precisamente el contrario al ordenado jurídicamente. En
consecuencia, en este tipo de situaciones no es posible coordinar
comportamientos, y el derecho penal de enemigo, en cuanto expresión de
violencia, lo obstaculiza aun más.
- En el periodo de la historia de Colombia estudiado en este trabajo
encontramos un sistema social en proceso de consolidación, en el cual
sobresale la precariedad institucional del Estado. Este proceso
definitivamente es obstruido por la violencia estructural que caracteriza las
relaciones económicas y políticas de estos años. Sin embargo, a lo largo de los
distintos gobiernos se observa también cómo se intenta forzar la construcción
de sociedad, radicalizando el derecho penal a partir de estereotipos que
permitieron la definición de enemigos.
Vemos entonces que las normas de derecho penal de enemigo que
caracterizan al derecho penal de la Violencia, son producto del proceso de
“interpenetración” entre el sistema legal y un entorno anómico que encierra
una complejidad irreductible para el derecho penal, pero que al mismo
tiempo se toma como dato para la estructuración interna del ordenamiento
jurídico. Este entorno anómico en Colombia, y particularmente durante la
Violencia, es la guerra interna. La complejidad irreductible se manifiesta
entonces en la incapacidad del derecho penal para dar cuenta de la
complejidad de los problemas sociales y políticos que a ella subyacen y, por
lo tanto, en la moralización de estos problemas y en la confusión entre
distintas instancias de reacción estatal (lo militar con lo punitivo). Al
tomarse la guerra interna como dato para dar forma al derecho penal,
aquélla se convierte en la fuente de éste y así el ordenamiento jurídico-penal
pierde su racionalidad.
- Esta transformación del “desorden” y prolongación del caos, se puede
observar en la historia de Colombia con la transición que, a finales de los
años cincuenta del siglo XX, se da del gobierno militar a un sistema político
civil en el que los partidos políticos tradicionales se reparten el poder y la
burocracia estatal. El Frente Nacional es producto del acuerdo entre los
dirigentes liberales y conservadores, y se gesta en medio de la confrontación
con grupos subversivos y manifestaciones de violencia bandolera, de donde
poco a poco comienzan a emerger grupos guerrilleros que aún hoy subsisten.
A pesar de la repartición del poder entre las élites políticas y el cese del
enfrentamiento armado entre sus seguidores, el estado anómico de la
sociedad colombiana se mantuvo, la identidad normativa siguió en entre
dicho y, en este sentido, se continuó recurriendo a la violencia y a la
coacción a través de la excepción y, con ella, del derecho penal de enemigo,
para intentar edificar desde arriba a la sociedad.
Podemos concluir entonces que el derecho penal durante esta época se
configuró sin la base social previa necesaria para tener un mínimo de
legitimidad. Estas normas no lograron mantener la identidad normativa de la
sociedad, por la sencilla razón de que dicha identidad, en medio de una
situación anómica de las proporciones aquí descritas, no existía. Fue pues un
derecho penal vacío y puramente represivo.
Y es que durante la Violencia, al no haber una conciencia
verdaderamente democrática de lo público, se recurrió al poder punitivo del
Estado con el fin de construir un mínimo de unidad simbólica en la
“sociedad”. Se intentó entonces generar el respeto por el derecho mediante
el uso de la fuerza, militar y punitiva, ignorando que, ante todo, el Estado de
derecho se debe realizar desde el punto de vista material, como un ente
respetuoso de la libertad y que posibilite a todos los habitantes de su
territorio las mismas oportunidades de desarrollo en condiciones de dignidad.
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Zaffaroni, Eugenio. El Enemigo en el Derecho Penal, Editorial Ediar, Buenos
Aires, 2006.
Normas consultadas

NORMAS SOBRE DERECHO PENAL (SUSTANCIAL Y


PROCESAL):
Ley 48 de 1936: Sobre vagos, maleantes y rateros.
Ley 95 de 1936: Código Penal.
Ley 94 de 1938: Código de Procedimiento Penal.
Ley 3 de 1945: Sobre código de Justicia Penal Militar.
Ley 82 de 1948: Por la cual se conceden unos recursos en materia penal y se
dictan otras disposiciones (amnistía por los hechos del 9 de abril).
Decreto 2115 de 1948: Por el cual se dispone la entrega de unos objetos
recuperados por las Fuerzas Militares.
Decreto 1268 de 1948: Sobre el cual se confiere una autorización al gobierno
sobre Policía (funciones de policía al Ejército).
Decreto 1285 de 1948: Por el cual se faculta al jefe del Estado Mayor General
del Ejército para la convocatoria de Consejos de Guerra Verbales.
Decreto 1895 de 1948: Por el cual se adicionan los Decretos números 1285 y
1406 de 1948.
Decreto 1406 de 1948: Por el cual se aclara el Decreto número 1285 de
1948.
Decreto 3519 de 1949: Por el cual se suspende parcialmente el artículo 50
del Código Judicial y se dicta una norma.
Decreto 3562 de 1949: Por el cual se hace una radicación y se ordena la
convocatoria de Consejos de Guerra Verbales.
Decreto 3697 de 1949: Por el cual se fijan las normas de procedimiento sobre
detención preventiva y excarcelación en los delitos de que conocen los
Consejos de Guerra Verbales.
Decreto 2782 de 1950: Por el cual se subrogan los artículos 3 y 4 de los
Decretos extraordinarios 3562 de 1949 y 1534 de 1950, respectivamente,
y los artículos 139 de la ley 3 de 1945 y 435 del Decreto número 1125 de
1950 (código de Justicia Penal Militar).
Decreto 1534 de 1950: Por el cual se deroga el Decreto número 3981 de
1949 y se sustituyen los Decretos números 3562 y 3697 de 1949, sobre
convocatoria de Consejos de Guerra Verbales y se dictan normas sobre
los mismos.
Decreto 1125 de 1950: Nuevo código de Justicia Penal Militar.
Decreto 0241 de 1951: Por el cual se dictan unas medidas en materia penal y
se confieren unas atribuciones.
Decreto 1231 de 1951: Por el cual se dictan algunas normas encaminadas a
hacer más rápida y eficaz la administración de justicia en lo penal y se
dictan otras disposiciones.
Decreto 1531 de 1951: Por el cual se faculta a los Comandantes de la
Armada Nacional y de la Fuerza Aérea para convocar Consejos de
Guerra Verbales.
Decreto 1591 de 1951: Sobre jurisdicción del Departamento de los Llanos
Orientales para el ejercicio de la Justicia Penal Militar.
Decreto 1858 de 1951: Por el cual se dictan unas disposiciones penales y de
Policía.
Decreto 2184 de 1951: Por el cual se dictan normas en materias penales y de
policía.
Decreto 1005 de 1952: Por el cual se modifica el Decreto número 1125 de
1950 (Código Penal Militar).
Decreto 1005 de 1952: Por el cual se dictan unas disposiciones sobre Justicia
Penal Militar.
Decreto 1647 de 1952: Por el cual se dictan normas sobre justicia penal.
Decreto 1936 de 1952: Por el cual se reglamenta el Decreto número 1647 del
12 julio de 1952.
Decreto 2007 de 1952: Por el cual se reforma el procedimiento de los
Consejos de Guerra Verbales y se dictan otras disposiciones sobre Justicia
Penal Militar.
Decreto 2832 de 1952: Por el cual se aclaran unas normas sobre Justicia
Penal Militar.
Decreto 1355 de 1953: Por el cual se dictan normas procedimentales sobre
Justicia Penal Militar, se establecen unas sanciones y se modifica el
territorio jurisdiccional de la Primera Brigada.
Decreto 1546 de 1953: Por el cual se concede una rebaja de pena.
Decreto 1726 de 1953: Por el cual se reglamenta el Decreto 1953 de 1953
sobre rebaja de penas.
Decreto 1853 de 1953: Por el cual se regula el numeral cuarto del artículo
119 de la Constitución Nacional (sobre amnistías, indultos y delito
político).
Decreto 2184 de 1953: Por el cual se concede una amnistía a miembros de
las Fuerzas Armadas.
Decreto 2311 de 1953: Por el cual se crea la Corte Militar de Casación y
Revisión, y se dictan otras disposiciones.
Decreto 2449 de 1953: Por el cual se extiende el beneficio de libertad
provisional concedido por el Decreto extraordinario 2311 de septiembre
4 del presente año.
Decreto 2872 de 1953: Por el cual se crea un Departamento Administrativo
denominado “Servicio de Inteligencia Colombiano” (S .I. C.).
Decreto 2900 de 1953: Por el cual se dictan varias disposiciones sobre
Justicia Penal Militar.
Acto Legislativo No. 6 de 1954: Por el cual se decreta la prohibición del
comunismo internacional.
Decreto 1574 de 1954: Por el cual se suspende el artículo 4º del Decreto
0684 del 5 de Marzo de 1954.
Decreto 0684 de 1954: Por el cual se dictan normas de carácter penal.
Decreto 2062 de 1954: Por el cual se hacen algunas adiciones y
modificaciones a los Decretos números 2184 de 1953 y 1823 de 1954.
Decreto 2835 de 1954: Por el cual se dictan normas sobre el delito de injuria.
Decreto 3000 de 1954: Por el cual se dictan normas sobre los delitos de
calumnia e injuria.
Decreto 3468 de 1954: Por el cual se otorgan atribuciones especiales a
algunos Jueces de Instrucción.
Decreto 0943 de 1955: Por el cual se hacen algunas modificaciones a los
Decretos 2007 de 1952 y 2900 de 1953.
Decreto 1111 de 1955: Por el cual se adicionan los Decretos 2007 de 1952 y
0943 de 1955.
Decreto 1139 de 1955: Por el cual se adiciona el artículo 197 del Código de
Justicia Penal Militar.
Decreto 3416 de 1955: Por el cual se dictan disposiciones sobre armas,
municiones, explosivos, pólvora y artículos pirotécnicos.
Decreto 0434 de 1956: Por el cual se reglamenta el Acto Legislativo número
6 de 1954 (Delito, el comunismo).
Decreto 0078 de 1957: Por el cual se modifican los Decretos número 684,
1574 y 3000 de 1954.
Decreto 0079 de 1957: Por el cual se modifican los Decretos 684 y 3000 de
1954.
Decreto 0141 de 1957: Por el cual se adiciona el artículo 27 del Decreto
legislativo número 3416 de 1955 (sobre porte de armas).
Decreto 0236 de 1957: Por el cual se reforma el artículo 203 del Código
Penal.
Decreto 0250 de 1957: Por el cual se toman medidas para la pacificación de
la región del Quindío.
Decreto 0130 de 1958: Por el cual se suspenden los salvoconductos para
portar armas y se dictan otras disposiciones.
Decreto 0190 de 1958: Por el cual se crea la Jefatura Seccional de
Instrucción Criminal y Vigilancia Judicial en el Departamento del
Tolima.
Decreto 0209 de 1958: Por el cual se dictan unas disposiciones en materia
Penal Militar.
Decreto 0211 de 1958: Por el cual se crean veinte Juzgados de Instrucción
Criminal y se dictan otras disposiciones.
Decreto 0284 de 1958: Por el cual se modifica el artículo 257 del Decreto
Legislativo número 0250 de 1958 y se dictan otras disposiciones.
Decreto 0326 de 1958: Por el cual se dictan normas encaminadas al
restablecimiento del orden público.
Decreto 0328 de 1958: Por el cual se dictan unas disposiciones tendientes a
facilitar el afianzamiento de la paz en los Departamentos en donde
subsiste el estado de sitio.
Decreto 0006 de 1959: Por el cual se modifica el Decreto extraordinario
número 0328 de 1958.
Decreto 0011 de 1959: Por el cual se adiciona el Decreto 0328 de 1958.
Decreto 0012 de 1959: Por el cual se dictan normas tendientes a procurar la
rápida y eficaz administración de justicia en lo penal, en los
Departamentos en donde subsiste el estado de sitio.
Decreto 0305 de 1959: Por el cual se confiere una facultad al Ministerio de
Guerra en relación con el contrabando de armas, municiones o
explosivos, y el desarme general de los ciudadanos.
Decretos 0001 de 1960: Por el cual se suprimen los Tribunales de Gracia
creados por el Decreto 0328 de 1958.
Decreto 0002 de 1960: Por el cual se crean Tribunales de Conciliación y
Equidad, y se dictan otras disposiciones.
Decreto 0004 de 1960: Por el cual se hace extensiva la vigencia de los
Decretos 326 de 1958 y el 12 de 1959 al territorio de algunos Municipios
del Departamento de Santander.
Decreto 7 de 1961: Por el cual se dictan normas tendientes a procurar la
eficaz administración de justicia en lo penal, en los Departamentos en
donde subsiste el estado de sitio.
Decreto 1290 de 1965: Por el cual se autoriza la convocatoria de Consejos de
Guerra Verbales.
Decreto 248 de 1966: Por el cual se dictan algunas normas de carácter penal
y se adscribe su conocimiento a la Justicia Penal Militar.

NORMAS SOBRE RESTRICCIÓN Y LIMITACIÓN DE


DERECHOS:
Decreto 1271 de 1948: Por el cual se confiere una autorización al Gobierno
en el ramo de Prensa y Telecomunicaciones.
Decreto 1257 de 1948: Por el cual se dicta una disposición en relación al
orden público (se prohíbe el expendio de bebidas alcohólicas).
Decreto 3520 de 1949: Por el cual se suspenden las actuales sesiones del
Congreso Nacional, de las Asambleas Departamentales y de los Consejos
Municipales.
Decreto 3521 de 1949: Por el cual se establece la censura de prensa y de la
radiodifusión.
Decreto 3522 de 1949: Por el cual se prohíben las manifestaciones públicas.
Decreto 3526 de 1949: Por el cual se designan censores para la prensa escrita
de la capital de la República.
Decreto 3580 de 1949: Por el cual se crea la sección de Censura de Prensa.
Decreto 3981 de 1949: Por el cual se adiciona el Decreto 3562 de 1949.
Decreto 2207 de 1050: Por el cual se dicta una medida de orden público (el
congreso continúa cerrado).
Decreto 2046 de 1950: Por el cual se señala nueva fecha para las elecciones
de Senadores, Representantes, Diputados y Consejales, y se dictan
disposiciones para garantizar la pureza del sufragio.
Decreto 2182 de 951: Por el cual se señala fecha de la reunión del Congreso
Nacional en sus sesiones ordinarias de este año.
Decreto 1723 de 1953: Por el cual se adscribe al Ministerio de Guerra,
Comando General de las Fuerzas Armadas, el control de la censura de
prensa y de la radiodifusión.
Decreto 1893 de 1953: Por el cual se toman unas determinaciones en
relación con el Congreso Nacional (suspensión del Congreso).
Decreto 1896 de 1953: Por el cual se adscriben unas funciones (sobre
censura de prensa).
Decreto 2192 de 1954: Por el cual se aplazan las sesiones ordinarias del
Congreso Nacional.
Decreto 2238 de 1955: Sobre reuniones sindicales.
Decreto 2535 de 1955: Por el cual se dictan disposiciones sobre prensa.
Decreto 0330 de 1958: Por el cual se confieren unas autorizaciones a los
Gobernadores de los Departamentos.
Decreto 0008 de 1959: Por el cual se dictan unas disposiciones tendientes a
la preservación del orden público en algunos municipios de Caldas.
Decreto 11 de 1961: Por el cual se dictan disposiciones sobre el derecho de
reunión.
Decreto 12 de 1961: Por el cual se establecen normas sobre radiodifusión.
Decreto 13 de 1961: Por el cual se dictan disposiciones sobre exhibición de
noticieros cinematográficos.
Decreto 16 de 1961: Por el cual se organiza el Servicio de Control y
Vigilancia de las Radiocomunicaciones.
Decreto 17 de 1961: Por el cual se modifican las disposiciones del Decreto
número 12 de 13 de octubre de 1961 sobre transmisión por radio de
conferencias y declaraciones de carácter político.
Decreto 1289 de 1965: Por el cual se dictan unas disposiciones tendientes a
la preservación del orden público en todo el territorio nacional.
Decreto 31 de 1966: Por el cual se dictan algunas disposiciones sobre
reuniones políticas.

NORMAS SOBRE ESTADO DE SITIO:


Constitución Política de Colombia de 1886 – Acto Legislativo No. 1 de
1960.
Decreto 1239 de 1948: Por el cual se declara turbado el orden público y en
estado de sitio todo el territorio de la República.
Decreto 3518 de 1949: Por el cual se declara turbado el orden público y en
estado de sitio todo el territorio nacional.
Decreto 0321 de 1958: Por el cual se declara restablecido el orden público en
parte del territorio nacional.
Decreto 0329 de 1958: Por el cual se declara turbado el orden público y en
estado de sitio todo el territorio nacional.
Ley 2 de 1958: Por la cual se da provisionalmente fuerza de ley a ciertas
disposiciones y se crea una Comisión Interparlamentaria.
Decreto 001 de 1959: Por el cual se declara restablecido el orden público en
parte del territorio nacional.
Ley 105 de 1959: Por el cual se prorroga la vigencia de la ley 2ª de 1958.
Decreto 0003 de 1960: Por el cual se declara turbado el orden público y en
estado de sitio el territorio de algunos Municipios del Departamento de
Santander.
Ley 79 de 1960: Por el cual se prorroga la vigencia de las leyes 2 y 91 de 1958
y 105 de 1959, y se reorganiza la Comisión Interparlamentaria.
Decreto 10 de 1961: Por el cual se declara turbado el orden público y se
extiende a todo el territorio nacional el estado de sitio que actualmente
rige para algunos Departamentos y Municipios.
Ley 170 de 1961: Por el cual se derogan los Decretos legislativos 3698, 3602,
3871, 3925, 3879, 3519, 3747, 3803, 3804, 3847, 3870, 4050, 4070, 4149
y 4150 de 1949, y se dictan otras disposiciones.
Decreto 20 de 1961: Por el cual se restablece el orden público en todo el
territorio nacional y se levanta el estado de sitio.
Ley 37 de 1963: Por el cual se derogan algunos Decretos de la legislación de
emergencia.
Decreto 1288 de 1965: Por el cual se declara turbado el orden público y en
estado de sitio todo el territorio nacional.

OTROS:
Decreto 3047 de 1950: Por el cual se dicta una medida para la mejor
administración de los Municipios y Corregimientos de la Intendencia
Nacional del Meta y las Comisarías de Arauca y Casanare (militares
nombrados alcaldes o corregidores).
Decreto 2169 de 1951: Por el cual se crea el cargo de Jefe Civil y Militar de
los Llanos Orientales.
Decreto 2595 de 1951: Por el cual se dan unas facultades al Jefe Civil Militar
de los Llanos Orientales y se amplía el territorio de su jurisdicción.
Decreto 0171 de 1952: Por el cual se adiciona la Policía Nacional con un
cuerpo de policía militar.
Decreto 1703 de 1952: Por el cual se modifica el parágrafo del artículo 1 del
Decreto número 816 de 1952, y se dispone la vigencia del marcado con el
número 1389-bis de 1952.
Decreto 2835 de 1952: Por el cual se crea la Policía Municipal para el oriente
y norte de Boyacá.
Decreto 1814 de 1953: Por el cual se incorpora a las Fuerzas Armadas del
Cuerpo de Policía Nacional.
Decreto 1897 de 1953: Por el cual se militariza el personal de las aduanas y
puertos marítimos y terrestres de carácter internacional que funcionen
dentro del país, y se adiciona el Decreto número 1814 de 10 de Julio de
1953.
Decreto 2043 de 1953: Por el cual se destina una partida para atender a
necesidades urgentes del Departamento de Boyacá, con motivo de
sucesos de orden público.
Decreto 2044 de 1953: Por el cual se decreta un auxilio (reparación de
víctimas).
Decreto 1552 de 1954: Por el cual se aclara el Decreto número 0755 del
presenta año (jefatura civil y militar del Amazonas).
Decreto 0755 de 1954: Por el cual se crea la Jefatura Civil y Militar del
Amazonas.
Decreto 0123 de 1957: Por el cual se modifica el Decreto 0981 de 1957 y se
dictan otras disposiciones (comisión de investigación).
Decreto 006 de 1958: Por el cual se crean Comisiones Especiales para el
estudio de los problemas económicos y sociales producidos por la
violencia en los Departamentos del Tolima, Valle del Cauca, Huila y
Cundinamarca.
Decreto 0165 de 1958: Por el cual se crea una Comisión Nacional
investigadora de las causas y situaciones presentes de violencia en el
territorio nacional.
Decreto 0004 de 1959: Por el cual se dictan medidas tendientes a la
rehabilitación económica de los damnificados por la violencia en los
Departamentos de Caldas, Cauca, Huila, Tolima y Valle del Cauca.
Ley 70 de 1959: Por la cual se rinde homenaje a los estudiantes caídos en
defensa de la libertad.
Ley 5 de 1960: Por la cual se aprueba el Acta Final y los Convenios suscritos
por la Conferencia Diplomática de Ginebra del 12 de agosto de 1949.
Ley 56 de 1962: Por el cual se dictan medidas sobre salvoconductos para
portar armas de defensa personal.
Decreto 3398 de 1965: Por el cual se organiza la defensa nacional.
1. Una disputa privada entre criollos santafereños y un comerciante español que dio lugar al grito
de independencia en Santafé de Bogotá, y que ocurrió a tres cuadras de donde, más de un siglo
después, asesinarían a Gaitán.

2. En su libro seminal sobre el constitucionalismo contemporáneo en Colombia, Cartas de
batalla. Una historia del constitucionalismo colombiano, el profesor Hernando Valencia Villa
registraba el invariable tránsito de los grupos políticos en Colombia desde la acción política
armada hacia la institucionalización de su poder político en el Estado.

3. Así, por ejemplo, en la edición de 1987, Reyes Echandía pasaba de explicar los “Principios
Fundamentales” y la “Estructura Formal” del Código Penal de 1936, a hablar del anteproyecto
de código elaborado en 1974 (ver: Reyes, Alfonso. Derecho Penal Parte General. TEMIS:
Bogotá, 1987. Pág. 26). De la misma manera, ver lo dicho por Gaitán Mahecha en: Gaitán,
Bernardo. Derecho Penal General. Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá, 1999. Pág. 64-65.

4. Ver: Velásquez, Fernando. Manual de Derecho Penal Parte General. TEMIS, Bogotá: 2004.
Pág. 201.

5. Decreto 1923 de 1978.

6. Decreto 2790 de 1990.

7. La línea divisoria entre la violencia legítima y la ilegítima resulta no solamente bastante tenue
sino relativa. En algunas ocasiones el uso de la violencia ha sido juzgado posteriormente desde
perspectivas jurídicas y políticas como actos reprochables, mientras que en otros momentos
los han valorado como acciones legítimas. En este sentido Iván Gonzales hace referencia por
ejemplo, a la bomba atómica lanzada en Nagasaki y a las guerras americanas de
independencia, como eventos en los que la violencia se ha tenido como algo positivo dado el
triunfo de quien la ha ejercido. Como consecuencia, conceptos con relevancia para el derecho
penal e íntimamente ligados a la violencia organizada y utilizados de distintas maneras
(algunas veces indistintamente, otras manteniendo una cuidadosa distinción entre ellos), como
“rebelde”, “delincuente común” e incluso “terrorista”, aunque teóricamente pueden
diferenciarse unos a otros por las motivaciones que impulsan sus actos, se convierten también
en conceptos relativos, no fácilmente aplicables en la práctica, lo cual se aprecia en las
definiciones bastante ambiguas que se dan en diferentes instrumentos normativos nacionales e
internacionales. De la Convención interamericana contra el terrorismo, la Convención para
prevenir y sancionar los actos de terrorismo, el Convenio internacional para la represión de la
financiación del terrorismo y los pronunciamientos del Comité contra el terrorismo establecido
por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, etc., se puede afirmar que: “el concepto
no se define a partir de sus elementos estructurales y con ello resulta difícil aprehender el
alcance de las conductas prohibidas a título de terrorismo, pues es poco menos que imposible
aceptar que cualquier asesinato u homicidio, cualquier secuestro o delito cometido con un
arma de fuego automática, pueda constituir -y de hecho no lo constituye- un acto de
terrorismo… De esta forma, no es posible establecer un límite definido entre la rebelión y el
terrorismo, pues la delgada línea que los separa puede convertir al terrorista en un héroe con el
triunfo de la revolución” (Gonzáles, 2006, 94-101).

8. “La situación es distinta en el caso de una norma a la de una regla cognitiva: si en esta
última no sucede lo que es conforme a la regla, ésta es errónea o ha sido aplicada
erróneamente, y debe mejorarse la situación cognitiva; como suele decirse hay que aprender de
nuevo. Distinto es el funcionamiento de una norma: si es quebrantada, no es ella, la que es
errónea, sino la conducta del delincuente es errónea, y como ya se ha dicho, su tratamiento
como delincuente es la confirmación, o, dicho con mayor exactitud, el mantenimiento de la
norma” (Jakobs, 2007a, 105).

9. Sobre las teorías preventivas de la pena Jakobs ha afirmado que: “No se trata de
reflexiones sobre el tema normativo de qué se merece una persona que ha delinquido, sino
sobre el tema cognitivo de cómo se puede conseguir un temor suficiente mediante la pena…
sólo el uso de la pena inteligente, que reporta utilidad, resulta el uso jurídicamente correcto…
incluso la indudable gran aportación de las teorías esbozadas, que consiste en desvincular la
pena de las emociones, la sed de venganza y la ira, se encuentra en todo caso escasamente
fundamentada desde una perspectiva jurídica…En resumen y formulándolo de forma un poco
informal: la filosofía penal de la ilustración es una teoría a la que le falta un hervor normativo:
sus teorías de la pena son derivados de reglas de prudencia; se ocupan de la naturaleza como
hecho, pero no del derecho como idea” (Jakobs, 2007b, 20).

10. A pesar que el funcionalismo no reconoce la protección de bienes jurídicos como la primera y
principal finalidad del derecho penal, la doctrina mayoritaria, al menos en nuestro medio, si
encuentra la justificación de la sanción penal en dicho objetivo, el cual además es reconocido
como un punto de anclaje del derecho penal en la constitución política. Al respecto ver:
Hefendehl, 2007.

11. Así por ejemplo Roxin afirma: “En realidad, en la prevención general positiva se pueden
distinguir a su vez tres fines y efectos distintos, si bien imbricados entre sí: el efecto de
aprendizaje, motivado social pedagógicamente; el “ejercicio en la confianza del derecho que
se origina en la población por la actividad de la justicia penal; el efecto de confianza que surge
cuando el ciudadano ve que el derecho se aplica; y, finalmente, el efecto de pacificación, que
se produce cuando la conciencia jurídica general se tranquiliza, en virtud de la sanción, sobre
el quebrantamiento de la ley y considera solucionado el conflicto con el autor” (Roxin, 2002,
91-92).

12. Sobre esto y a propósito de la teoría de las subculturas criminales como negación del
principio de culpabilidad, Baratta explica que “la teoría de las subculturas criminales niega que
el delito pueda ser considerado como expresión de una actitud contraria a los valores y a las
normas sociales generales, y afirma que existen valores y normas específicos de diversos
grupos sociales (subculturas). Éstos, a través de mecanismos de interacción y de aprendizaje
en el seno de los grupos, son interiorizados por los individuos pertenecientes a ellos y
determinan, pues, su comportamiento, en concurrencia con los valores y las normas
institucionalizados del derecho o de la moral ‘oficial’ ” (Baratta, 2004, 71).

13. “Se impone así la necesaria distinción programática entre política penal y política criminal,
entendiéndose con la primera una respuesta a la cuestión criminal circunscrita en el ámbito del
ejercicio de la función punitiva del Estado (ley penal y su aplicación, ejecución de la pena y de
las medidas de seguridad), y entendiendo en sentido amplio la segunda como política de
transformación social e institucional. Una política criminal alternativa es la que escoge
decididamente esta segunda estrategia, extrayendo todas las consecuencias de la conciencia
cada vez más clara en cuanto a los límites del instrumento penal. Entre todos los instrumentos
de política criminal, el derecho penal es, en último análisis, el más inadecuado” (Baratta, 2004,
213-214).

14. “El Estado interviene, a través de la prevención social, no tanto para realizar su propio
deber de prestación hacia los sujetos lesionados, sino para cumplir (a través de acciones
preventivas no penales que se añaden a aquellas represivas) el propio deber de protección (más
específicamente, de prestación de protección) respecto a sujetos débiles considerados ya como
ofensores potenciales. Estamos en presencia, como vemos, de una superposición de la política
criminal a la política social, de una criminalización de la política social…” (Baratta, 1998, 26-
28).

15. “El hombre ha nacido libre, pero por todas partes está encadenado… ¿cómo ocurrió este
cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que lo hace legítimo? Creo poder responder a esta pregunta…el
orden social es un derecho sagrado que sirve de base para todos los otros. Sin embargo, este
derecho no proviene de la naturaleza, sino que está fundado sobre las convenciones”
(Rousseau, 1998, 4).

16. La primera ley del estado de naturaleza en ROUSSEAU es la de procurar la propia
conservación.

17. “En el caso de que hombres dispersos, cualquiera que sea su número, sean sucesivamente
dominados por uno solo, sólo observo un amo y sus esclavos, pero nunca un pueblo con su
jefe; más bien se trata de una agrupación y no de una asociación, pues no hay bien público ni
cuerpo político” (Rousseau, 1998, 18).

18. Derrida refiriéndose a dos expresiones inglesas que para él resultan valiosas en tratándose del
derecho y de la justicia, por cuanto no tienen un equivalente estricto en Francés, afirma: “A.
La primera es «to enforce the law, o incluso «enforceability of the law or of contract».
Cuando, por ejemplo, se traduce en francés «to enforce the law» como «aplicar la ley», se
pierde esta alusión directa, literal, a la fuerza que, desde el interior, viene a recordarnos que el
derecho es siempre una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica o que está justificada al
aplicarse, incluso si esta justificación puede ser juzgada, desde otro lugar, como injusta o
injustificable. No hay derecho sin fuerza, Kant lo recuerda con el más grande rigor. La
aplicabilidad, la enforceability no es una posibilidad exterior o secundaria que vendría a
añadirse, o no, suplementariamente, al derecho. Es la fuerza esencialmente implicada en el
concepto mismo de la justicia como derecho, de la justicia en tanto que se convierte en
derecho, de la ley en tanto que derecho” (Derrida, 2002, 15).

19. “La legislación que de una acción hace un deber, y al mismo tiempo da este deber por motivos,
es la legislación moral. Pero la que no hace entrar el motivo en la ley, que por consiguiente
permite otro motivo que la idea del deber mismo, es la legislación jurídica… La conformidad
o la no conformidad pura y simple de una acción con la ley, sin tener en cuenta sus motivos, se
llama legalidad o ilegalidad. Pero esta conformidad, en la cual la Idea del deber deducida de la
ley es al mismo tiempo un móvil de acción, es la moralidad de la acción” (Kant, 1962, 35).

20. “Esta noción positiva de la libertad (respecto de la práctica), es la base de las leyes prácticas
absolutas que se llaman morales” (Kant, 1962, 38).

21. “Esta cuestión, sino se ha de caer en una tautología, ni se ha de referir a la legislación de
determinado país o tiempo, en lugar de dar una solución general… la cuestión de saber si lo
que prescriben estas leyes es justo, la de dar por sí el criterio general por cuyo medio pueda
reconocerse lo justo y lo injusto… nunca podrá resolverla a menos de dejar aparte estos
principios empíricos y de buscar el origen de estos juicios en la sola razón…” (Kant, 1962,
52).

22. “En esta hipótesis (si la coacción no fuera un elemento esencial del derecho) las normas
jurídicas no se distinguirían de las normas de una moral positiva” (Kelsen, 1977, 81).

23. “En sentido sociológico, el poder es la capacidad de un individuo o grupo de llevar a la práctica su
voluntad, incluso a pesar de la resistencia de otros individuos o grupos” (Bodenheimer, 2007, 17).

24. “Una era «to enforce the law», que nos recuerda siempre que si la justicia no es
necesariamente el derecho o la ley, aquélla no puede convertirse en justicia de derecho o en
derecho si no tiene, o, mejor dicho, si no apela a la fuerza desde su primer instante, desde su
primera palabra… «Justicia, fuerza. -Es justo que lo que es justo sea seguido, es necesario que
lo que es más fuerte sea seguido» Y Pascal prosigue: «La justicia sin la fuerza es impotente
[dicho de otra manera: la justicia no es la justicia, no se realiza, si no tiene la fuerza de ser
enforced; una justicia impotente no es justicia en el sentido del derecho]; la fuerza sin la
justicia es tiránica. La justicia sin fuerza es contradicha porque siempre hay malvados; la
fuerza, sin la justicia, es acusada. Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza; y ello
para hacer que lo que es justo sea fuerte o lo que es fuerte sea justo» Es difícil decidir o
concluir si el «hay que» de esta conclusión («Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la
fuerza») es un «hay que» prescrito por lo que es justo en la justicia o por lo que es necesario en
la fuerza. Titubeo que podemos considerar secundario. Y que flota sobre la superficie de un
«hay que» más profundo, si se puede decir, ya que la justicia exige, en tanto que justicia, el
recurso a la fuerza. La necesidad de la fuerza está por ello implicada en lo justo de la justicia.
Conocemos lo que sigue y cómo concluye esta proposición: «Así, no pudiendo hacer que lo
que es justo sea fuerte, hacemos que lo que es fuerte sea justo»” (Derrida, 2002, 25-26).

25. Discurso Inaugural presentado en la Academia de Ciencias de Turín el 9 de Marzo de 1965,
en: Bobbio, 2000.

26. “La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio
sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir
formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una
vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal
como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres
…”(Hobbes, 2006, 137).

27. Aquí es pertinente traer la apreciación de Jakobs cuando afirma que la vigencia y realidad
social de las normas no puede mantenerse siempre contrafácticamente; para que las normas
puedan existir como realidad social, requieren también que efectivamente orienten, en algún
grado, la conducta de las personas. Podríamos decir entonces que para que el derecho sea una
realidad social, debe poder cumplir en un mínimo con sus objetivos, de acuerdo con lo que
venimos diciendo este objetivo sería el mantenimiento de la paz, luego si la regla general en
una sociedad es la guerra, el derecho en dicho grupo social estaría más cercano a ser una idea
que una realidad. “Un ordenamiento jurídico también debe estar establecido a grandes rasgos
para que pueda ofrecer a potenciales víctimas algo más que una orientación abstracta, a saber,
una orientación que puede usarse… Las normas necesitan de una cimentación cognitiva si se
pretende que ofrezca orientación; no basta que puedan ser expuestas como correctas o
plausibles, sino que también es necesario que se establezcan” (Jakobs, 2007a, 104-106).

28. Lo que Bobbio parece sugerir entonces es la guerra como medio para la imposición que hace
un Estado a otro de un derecho determinado, de ahí la pregunta por la justicia de lo que se
busca con la guerra.

29. Es importante aclarar que, aunque la perspectiva que se asume en el escrito de Bobbio frente a
la guerra se ubica en el contexto de los conflictos entre Estados, consideramos que sus
reflexiones son perfectamente aplicables a las guerras internas, de hecho, creemos que estas
reflexiones pueden ilustrase con mayor precisión en situaciones de conflictos armados
internos. En el caso de la guerra-medio Bobbio afirma que: “En la perspectiva de la guerra
medio el problema de fondo es establecer si existen justas pretensiones de un estado frente a
otro, o sea pretensiones cuya satisfacción constituya un acto que tiene como resultado la
restauración o la instauración de un derecho, y cuáles son” (Bobbio, 2000, 98). Pues bien, en
una guerra interna la pretensión justa del Estado está enmarcada en la intención de proteger un
ordenamiento jurídico establecido, que se supone legítimo por provenir del propio Estado y
que en ocasiones estará también legitimado por provenir de un sistema estatal al menos
formalmente democrático.

30. No obstante, actualmente se ha intentado desde el garantismo penal definir nuevamente al
derecho como algo opuesto a la guerra, reconociendo que para que tal pretensión pueda ser
posible, en todo caso el derecho debe regular su uso, en últimas monopolizarla, es decir que la
guerra como antítesis depende de la guerra como objeto. En términos de Ferrajoli “La guerra
puede ser justificada por razones extra- jurídicas, de tipo político, económico y hasta moral;
puede también ser considerada lícita o no ilegal, cuando no existan normas de derecho positivo
que la prohíban. Pero no podrá ser calificada nunca de legal, porque la contradicción entre
guerra y derecho no lo permite. El derecho, en efecto, es por su naturaleza un instrumento de
paz, es decir una técnica para la solución pacífica de las controversias y para la regulación y
limitación del uso de la fuerza. En la cultura jurídica moderna, a partir de Hobbes, se justifica
como remedio al bellum ómnium. La paz es su esencia íntima, y la guerra su negación, o
cuando menos, el signo y efecto de su ausencia en las relaciones humanas así como del
carácter prejurídico, falto de reglas y salvaje de las mismas” (Ferrajoli, 2004b, 28-29).

31. “Históricamente, esta teoría ha sido sostenida en un primer momento, desde San Agustín en
adelante, en polémica con el pacifismo cristiano de los orígenes, para el que bellare era
siempre illicitum; en un segundo tiempo, o sea en su reaparición después de la Primera Guerra
Mundial, ha cambiado de adversario, oponiéndose a las teorías belicistas, que derivaban de la
glorificación del Estado-potencia y habían hallado su natural aliado en el positivismo jurídico
que se había extendido últimamente incluso al derecho internacional: en esta doble tarea
polémica la teoría de la guerra justa muestra su naturaleza de teoría intermedia entre los dos
extremos” (Bobbio, 2000, 99).

32. “El objetivo de la teoría de la guerra justa era establecer los criterios de legitimidad de la
guerra. Pero se pensó que no bastaba que una guerra fuera legítima para ser justa: debía
llevarse a cabo según determinadas reglas que tendían por lo general a limitar sus efectos
nocivos” (Bobbio, 2000, 99).

33. Sin embargo, es importante anotar que con las invasiones a Afganistán e Irak por Estados
Unidos de Norteamèrica el debate sobre la guerra justa o al menos sobre la justicia y
legitimación de la guerra se reabre: “la doctrina Bush de la guerra preventiva es un sobre-
esfuerzo por darle apariencia de juridicidad a una conducta que, la luz del sistema actual, es
abiertamente ilegal… Finalmente, queremos recordar que la doctrina tomista de la guerra justa
fue formulada con el fin de racionalizar el uso de la violencia de las relaciones internacionales.
Siglos después de su formulación contamos con un sistema organizado, donde se prohíbe
cualquier utilización unilateral de la fuerza. ¿Serà conveniente que en pleno siglo XXI, se
formule una teoría, como la de la guerra preventiva, que desconoce la legalidad internacional y
cualquier idea de proporcionalidad entre la agresión recibida y las medidas tomadas?” (Caro,
2006, 427-428).

34. En ésta última observación, Bobbio contrasta la guerra con el procedimiento judicial que se
surte al interior de un ordenamiento jurídico, puesto que este permite vencer a quien tiene
razón, mientras que aquella permite tener razón a quien vence (Bobbio, 2000, 102).

35. Lo que es propio del ámbito interno, la revolución, se traslada al ámbito internacional, para lo
cual se utiliza en el texto la idea de “revolución internacional”, al tiempo que lo que es propio
del ámbito exterior, la guerra, se traslada al ámbito interno, para lo cual se utiliza el término
“guerra civil”; con esto se pretende mostrar que en últimas la confrontación entre grupos
humanos organizados, bien sea dentro o entre estados, tiene la potencialidad de definir al
derecho.

36. Alejandro Aponte afirma sobre el texto de Benjamin: “En él se encuentran expuestas las
directrices necesarias para reflexionar sobre la violencia considerada en sí misma, y
simultáneamente sobre las relaciones particulares de la violencia con el derecho” (Aponte,
2006c, 336).

37. Es importante anotar que el nombre original de este escrito en alemán es Zur Kritik der
Gewalt, ya que este último término, “Gewalt”, hace referencia no solamente a la violencia
como tal sino también a la violencia ejercida por el poder legítimo, lo cual pone de presente el
carácter ambiguo del derecho respecto de la violencia: “El carácter ambivalente del derecho en
relación con la violencia, que es general, se observa desde el significado mismo que,
especialmente en la lengua alemana, tiene la palabra violencia. En esta lengua, violencia
significa simultáneamente violencia desnuda, y poder o autoridad estatal legítimos. En el texto
de Benjamin, sin embargo, se usa de manera indistinta la palabra violencia para referirse a uno
u otro significado…” (Aponte, 2006c, 339). En este mismo sentido Derrida: “El texto de
Benjamin del que hablaremos a continuación, y que se titula Zur Kritik der Gewalt, se traduce
en francés como Pour une critique de la violence y en inglés como Critique of Violence. Pero
estas dos traducciones, sin ser completamente injustas, esto es, completamente violentas, son
interpretaciones muy activas que no hacen justicia al hecho de que Gewalt también significa
para los alemanes poder legítimo, autoridad, fuerza pública” (Derrida, 2002, 17).

38. Benjamin, Walter, Para una Crítica de la Violencia, en: página web de la Escuela de Filosofía
de la Universidad ARCIS, Chile, Pág. 4, www.philosophia.cl

39. Ibíd., Pág. 7.

40. “Pero su significado no es el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo
derecho. Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en
cualquier otro acto jurídico… En una connotación mucho más innatural que en la pena de
muerte, en una mescolanza casi espectral, estas dos especies de violencia se hallan presentes
en otra institución del estado moderno: en la policía” Ibíd., Pág. 8.

41. Ibíd., Pág. 9.

42. “A manera de conclusión, son tres los casos que utiliza el autor para deducir la categoría de
una “violencia fundadora del derecho”: el gran delincuente, la guerra -como el ejemplo más
clásico de una violencia creadora de derecho- y la huelga general revolucionaria” (Aponte,
2006c, 347).

43. Benjamin, Walter, Para una Crítica de la Violencia, en: la página web de la Escuela de
Filosofía de la Universidad ARCIS, Chile, Pág. 4, www.philosophia.cl, Pág. 6.

44. “Este trabajo ha suscitado especial interés en Norteamérica, especialmente a lo relativo al
derecho constitucional norteamericano y los denominados critical legal studies. En esta
dirección y con base en diversas conferencias llevadas a cabo a finales de la década de los
ochenta, en la Cardozo Law School, con el título de Deconstruction and the possibility of
justice, libro editado por Hans Haverkamp, el cual contiene aportes sustanciales de diversos
autores sobre el texto de Benjamin y de su lectura hecha por Derrida, en la perspectiva general
de la llamada ‘deconstrucción’ ” (Aponte, 2006c, 336).

45. “No sólo las normas del derecho penal se forman y aplican selectivamente, reflejando las
relaciones de desigualdad existentes, sino que el derecho penal ejerce también una función
activa, de reproducción y de producción, respecto a las reglas de desigualdad… la aplicación
selectiva de las sanciones penales estigmatizantes, y especialmente de la cárcel, es un
momento supraestrcutural esencial para el mantenimiento de la escala vertical de la sociedad”
(Baratta, 2004, 173).

46. En este punto es importante traer a colación la afirmación que realiza Hegel en su obra
Fundamentos de la Filosofía del Derecho: “cada pueblo tiene la constitución que le es
adecuada y le corresponde”, en la medida en que el sistema jurídico y político tiende a ser
reflejo de la forma como en la estructura social se definen las relaciones de poder; de tal suerte
que en una sociedad que discrimina y excluye el derecho tenderá a hacer lo propio; sin
embargo reconocemos que el derecho tiene también la fuerza necesaria para inducir cambios
sociales bien sea conservadores o innovadores, aunque el sentido en que se produzcan estos
cambios dependerá igualmente de cómo se resuelvan las reivindicaciones de protección e
inclusión que formulen sectores vulnerables frente a las estrategias o apatía de los grupos
sociales tradicionalmente influyentes.

47. “El derecho y el Estado no son, sin embargo, expresión de un consenso general de voluntades,
sino reflejo de un modo de producción y una forma de protección de intereses de clase, la
dominante, en el grupo social al que ese derecho y ese Estado pertenecen” (Muñoz, 2004, 34).
De esta forma, se resalta como la nueva criminología ha mostrado que el derecho penal no es
igualitario, sino que responde de manera diferente a distintos delitos y “delincuentes” con
criterio clasista, con lo cual la función de prevención integración de la norma y de la sanción
penal pierde fundamento, ya que el mito del pacto o consenso como base de la sociedad y del
Estado, desaparece.

48. Es importante mencionar que en este texto de Pawlik se presenta una interpretación de la
filosofía del derecho de Hegel, que pretende superar las objeciones a ella formulada y que la
tildan de justificación a ultranza de la realidad y del poder del Estado, para resaltar la
importancia que en su planteamiento tiene la idea de la libertad y la advertencia que se hace
respecto del peligro que el individualismo extremo representa para ella. “Pero tampoco el
convencimiento de Hegel de la primacía ontológica de las instituciones basada en este
diagnóstico representa en absoluto aquel escándalo teórico-liberal que suele ser visto en él…
Hegel coincide con Rousseau en el convencimiento de que el individuo no se puede constituir
en sujeto de libertad política, como ciudadano, desmembrado de la comunidad política a la que
él pertenece… Hegel muestra en un fulminante análisis de la Revolución Francesa que una
libertad semejante se puede transformar rápidamente en la “tiranía más horrenda” cuyo
instrumento es el terror.., El Estado de Hegel no se contenta con ser un Estado liberal, no
obstante, él no es en absoluto un Estado antiliberal”, por lo tanto Pawlik sostiene que en Hegel
la “racionalidad rudimentaria de lo existente no significa su legitimación frente a sus
ciudadanos, en contra de lo que dice la imputación de Tugendhat” (Pawlik, 2005, 12-13-34).

49. “Por su parte, el concepto encuentra su culminación en la idea. Ella es la razón interna que
hace a la realidad externa lo que ella es… Por lo tanto en la idea se une lo racional con lo real”
(Pawlik, 2005, 23-24).

50. “El espíritu se manifiesta primeramente en la forma de la libertad individual. Sus esfuerzos
van dirigidos a “afirmar la propia determinación” que resulta precisamente para Hegel, no de
forma diferente que para kant, como la libertad… el subjetivo avanza hacia el espíritu
objetivo. El espíritu objetivo constituye la esfera del derecho…” (Pawlik, 2005, 26-27).

51. “Minimizar el mal socialmente necesario es un corolario del máximo principio moral, que por
cierto conjuga el bien con la justicia, con prelación de esta última; pero minimizar el mal
social de la pena necesaria es, a partir de ello, el supremo derrotero de la política criminal, a
cuyo servicio han de estar supeditados todos los demás principios penales… es irracional el
derecho penal mismo y por esto lo único racional frente a él es minimizarlo” (Fernández,
2007, 160-162).

52. “El condicionamiento recíproco y la ósmosis se expresan, en este caso, en el hecho de que las
fuerzas del orden y el sistema de la justicia criminal asumen formas bélicas, mientras el
momento punitivo se dilata en la actitud y en la praxis de las formaciones militares y
paramilitares, de los grupos armados, de las organizaciones terroristas y de las grandes
organizaciones criminales” (Baratta, 1998, 61).

53. Aquí hacemos referencia al concepto de enemigo político o enemigo militar, sin pretender
relacionarlo por el momento con el concepto de enemigo propio del sistema funcionalista de
Jakobs.

54. El planteamiento de Schmitt es relevante para nuestro análisis, debido a que en él se
encuentran elementos que nos permiten entender la lógica detrás de las normas que en esta
investigación se analizarán, de hecho la cercanía de esta autor con el partido Nazi en Alemania
y la pertinencia de sus ideas para entender las normas que se referirán más adelante nos
demuestra lo poco democrático del contenido de estas últimas. “Hasta 1932, Schmitt
(discípulo de Max Weber) era un manifiesto opositor del nazismo, pero en Mayo de 1933
cambió y se afilió al partido nacionalsocialista hasta que fue proscrito por el partido a fines de
1936. En 1934 llegó al extremo de escribir, bajo el título El Führer protege el Derecho … que
se justificaba el asesinato en masa como judicialidad del Führer que crea directamente el
Derecho” (Aller, 2006, 89).

55. “Para Schmitt el principio de la deliberación y de la decisión por mayoría tiene su sentido y
justificación por referencia a una determinada etapa histórica, la del Estado liberal-burgués del
XIX. Una decisión puede justificarse a través del principio mayoritario sólo cuando se
presupone la homogeneidad de la sociedad. Desde tal supuesto es posible entender que el
Parlamento opera a través de una deliberación general, y que de esa deliberación nacen normas
de carácter general. La mayoría opera aquí como reflejo o expresión de esa razón elaborada a
través de las condiciones ideales de una discusión general” (Agapito, 1991, 15).

56. “Pone de manifiesto que la homogeneidad social que presupone la concepción liberal no es
sino ficción, lo que priva de sentido a todas las construcciones que dependen de ella. Este es el
punto en el que entronca la crítica de Schmitt al parlamentarismo del Estado liberal-burqués.
El carácter ficticio de la homogeneidad de la sociedad, presupuesta en la concepción liberal,
vacía de todo sentido a la tesis de que están dadas las condiciones para un debate basado sólo
en la razón, capaz de descubrir por su solo ejercicio las soluciones generales a las necesidades
de la sociedad… En este contexto el principio de la mayoría se presenta como imposición, por
la fuerza y con carácter coyuntural, de un sector de la sociedad sobre otro” (Agapito, 1991, 15-
16).

57. “Por eso, y en relación con su crítica a la concepción liberal, el concepto de democracia tiene
que entenderse exclusivamente desde la idea de igualdad. Para Schmitt la libertad no se
corresponde con la democracia; es un principio propia de la concepción liberal-burquesa, que
se basa en una orientación moral según ideas humanitarias, e individualistas, y que obviamente
carece de fundamento democrático… La crítica de Kelsen a este planteamiento pretende
rescatar precisamente esa libertad, ese derecho a la diferencia, de individuos o de grupos,
frente a cualquier planteamiento que pretenda establecer una determinada idea como vía de
homogeneización de la diversidad social… Para ello Kelsen entiende la democracia en un
sentido metodológico, procedimental. Este carácter procedimental es la garantía de que no
surgirán, ni podrán encontrar justificación alguna, pretensiones totales de configurar, de un
modo unilateral y ahistórico, los contenidos de la libertad, que sólo pueden proceder del
ejercicio no inhibido de esta misma libertad” (Agapito, 1991, 16).

58. “La República de Weimar se constituye en un momento en que se hace ya inevitable el
reconocimiento de los partidos políticos. Y éstos aparecen en este momento histórico acuñados
por una fuerte carga constituyente. La crisis del Estado liberal por un lado, y el traspaso de la
autonomía del representante político, tradicional en Europa desde la revolución francesa a
través de la figura del mandato representativo, a los partidos, refuerzan la tendencia a la
autonomización de éstos respecto de los electores, lo cual se traduce en la práctica inexistencia
de límites constitucionales a su política” (Agapito, 1991, 20).

59. “Para él no cabe aplicar derecho alguno al caos. Es necesario que la realidad a la que se aplica
la norma esté previamente configurada de algún modo” (Agapito, 1991, 2).

60. “A semejanza de lo que ocurre también en muchas otras lenguas, la alemana no distingue entre
[enemigos] privados y políticos, y ello da pie a multitud de malentendidos y falseamientos. La
famosa frase evangélica ‘amad a vuestros enemigos’ es en original ‘diligite inimicus
vestros’… y no ‘diligite hostes vestros’; aquí no se habla de enemigo político. En la pugna
milenaria entre Cristianismo y el Islam jamás se le ocurrió a cristiano alguno entregar Europa
a los sarracenos o a los turcos. A un enemigo en sentido político no hace alta odiarlo
personalmente…” (Schmitt, 1991, 59).

61. Zaffaroni, aunque está de acuerdo con el “diagnóstico” que realiza Jakobs sobre la innegable
existencia de normas que pueden catalogarse como derecho penal de enemigo, cuestiona la
propuesta que éste realiza el respecto, “Conforme a este autor, el derecho penal deberá
habilitar poder punitivo de una manera para los ciudadanos y de otra para los enemigos,
reservando el carácter de persona para los primeros y considerando no personas a los
segundos, pero confinando esta habilitación en un compartimiento estanco del derecho penal,
de modo que todo lo demás siga funcionando conforme a los principios del derecho penal
liberal. Se trataría de una especie de cuarentena penal de enemigos” (Zaffaroni, 2006, 152). El
profesor Jakobs ha abierto un fuerte debate poniendo de presente la presencia del enemigo en
el derecho penal, asumiendo una actitud al parecer resignada ante esa realidad, proponiendo
que es mejor reconocerla para evitar su expansión, que negarla inútilmente. Según Zaffaroni,
el mérito de esta propuesta radica en utilizar un lenguaje que saca a flote la idea de enemigo
inmersa en el derecho penal, afrontando el problema con sinceridad. Sin embargo, “a la hora
de proponer su táctica de contención, parece dejar las cosas como estaban, pues pretende
darle un espacio al enemigo en el derecho del estado de derecho, lo cual es lo que ha hecho
casi todo el penalismo y buena parte de la teoría política, que desde la modernidad ha
considerado -y sigue considerando- compatible un incomprensible concepto no bélico de
enemigo con el estado constitucional de derecho, sin advertir que ese pretendido concepto
fuera de una real hipótesis de guerra, corresponde al estado absoluto, que por su esencia no
tolera límite ni parcialización alguna, o sea, que inevitablemente importa el abandono del
principio del estado de derecho” (Zaffaroni, 2006, 152-155). Una de las críticas formuladas a
propósito de la teoría del derecho penal de enemigo, que parece dirigirse más al autor que al
sistema descrito se puede apreciar en: Ambos, 2007, 49.

62. “No obstante, Jakobs es un penalista supremamente rico, y en la complejidad de su postura
también pueden hallarse signos de defensa clara de un derecho penal garantista; en todo caso,
en su gran escepticismo cada vez más notorio acerca del supuesto papel positivo del Derecho
penal en fenómenos que necesitan revisión hoy con especial atención, como es el caso de las
posibilidades de superación del pasado mediante la norma penal o de los alcances de la justicia
penal internacional, puede servir de ayuda para defender un Derecho penal no funcionalista y
no autoritario, basado en los preceptos constitucionales” (Aponte, 2005, 2).

63. “En 1985, en una polémica y sugerente intervención en las jornadas de penalistas alemanes,
celebradas en Frankfurt am Main, introdujo Jakobs el concepto de -Derecho penal de enemigo-
(Feindstrafrecht) al debate científico en el ámbito penal, y desde entonces ha quedado
incorporado al acervo dialéctico y a la discusión internacional en la Dogmática jurídico Penal”
(Polaino-Orts, 2006, 27).

64. Para Jakobs la finalidad principal del derecho penal no es evitar la lesión de bienes jurídicos,
de hecho existen lesiones y puestas en peligro que se admiten, lo principal es garantizar la
vigencia de un ordenamiento jurídico que permita el tráfico social, de ahí su teoría sobre la
acción culpable y la imputación. “La cuestión acerca del fin de la pena también puede
plantearse en otro sentido distinto del que hasta ahora se ha discutido aquí: ¿para que sirve
todo “el aparato penal”? La respuesta probablemente más extendida en Alemania es: para la
protección de bienes jurídicos… la pena no asegura bienes jurídicos, y mucho menos aun los
repara, sino que asegura la vigencia de la norma. La protección de bienes jurídicos en todo
caso se obtendrá como resultado mediato… En todo caso, “protección de bienes jurídicos” no
puede ser el supraconcepto de lo que el derecho penal persigue; este concepto, por lo tanto, es
al menos insuficiente en el plano teórico, sin afirmar con esta crítica que el concepto de bien
jurídico no pueda plasmar en determinados ámbitos -pero eso sí, sectorialmente- la estructura
de la sociedad” (Jakobs, 2004, 50-52).

65. “En lugar de la dogmática ontologicista de Welzel, Jakobs propugna una renormativización de
los conceptos jurídico-penales con el propósito de orientarlos a la función que corresponde al
derecho penal” (Peñaranda, Suarez, Cancio, 1999, 18).

66. “Una vez que se haya introducido alguna forma de orden en esa inabarcabilidad, se habrá
sentado la base para la aludida prelación, que permitirá la autoafirmación como real de uno de
los mundos; se habrá reducido complejidad, habrá comenzado a existir sociedad” (García,
1997, 104-105).

67. “No obstante, en cada uno la pauta de ordenación es propia y exclusiva de ese sistema, de ese
territorio, por lo que no sirve la misma pauta para percibir los criterios ordenadores operantes
fuera de él, en los demás sistemas, fuera de cada territorio habrá otros territorios, pero desde
cada uno de ellos los demás se perciben únicamente como parte del laberinto exterior. Por eso
‘el medio es siempre más complejo que el sistema’ ” (García, 1997, 120).

68. “El requisito fundamental en la constitución de cada sistema será aquel criterio que permita la
delimitación de ese sistema… El correspondiente criterio selectivo es, en todos los sistemas
sociales, aquello que Luhmann llama sentido (Sinn)… Los sistemas sociales no existen antes
de que existan sus límites frente al medio, constituidos por el sentido… nos estamos refiriendo
a un cierto esquema formal, a un modo de delimitación, no a contenidos delimitadores
predeterminados. Por ejemplo: el sentido delimitador y constitutivo del sistema jurídico no
consiste en la averiaguación de ningún contendido ontológico o apriorístico de la juridicidad;
nada es jurídico o antijurídico con anterioridad al sentido constitutivo del sistema… La
función del sentido es la estructuración de un campo abarcable de posibilidades bajo ese
esquema bipolar” (García, 1997, 120-123).

69. “Las expectativas han de ser comunes y compartidas, en forma que los individuos sean ante el
sistema intercambiables: ha de haber también expectativas de expectativas
(Erwartungserwartungen), y no sólo expectativas de conductas, ya que sólo así se solucionará
el problema de la doble contingencia: no sólo se espera una conducta de uno mismo o del otro,
también se espera por cada parte que sea el mismo el criterio rector de las expectativas de la
dos (o n) partes” (García, 1997, 128-129).

70. La generalización de expectativas normativas tiene lugar en una dimensión temporal, una
dimensión social y una dimensión material (Montealegre, Perdomo, 2006, 16-21).

71. “En este punto, vale la pena aclarar el significado que tiene para el Derecho penal el problema
de la doble contingencia y, en el sentido de interpretación de Luhmann, la existencia de
expectativas de expectativas… Se trata de una construcción reflexiva de expectativas de
expectativas… sólo así se obtiene el grado de cohesión necesario… y, en este orden de ideas,
cualquier actividad que comporte una interrelación personal se desenvuelva en forma
coordinada… Las expectativas normativas presuponen que se incorporen en el esperar tanto la
conducta ajena como las expectativas”. (Montealegre, Perdomo, 2006, 15-16).

72. “Los sistemas autorreferenciales son sistemas cerrados en el sentido de que producen sus
propios elementos y, por lo tanto, también sus propios cambios estructurales. No existe una
intervención causal del entorno en el sistema sin participación del sistema” (Luhmann, 1998,
318).

73. “En un trabajo reciente muestra Luhmann con un ejemplo claro cómo no todo lo perteneciente
al individuo como entidad biológica o psicológica pertenece por ello al sistema social: “la
presencia de arsénico en la sangre o un estado de excitación psicológica no son eventos
sociales; sólo devienen tales cuando se transforman en comunicaciones, siempre y en la
medida en que el sistema societario lo consienta. Si éste no predispone los medios para que
tales hechos vengan comunicados y recibidos, éstos no pasan de ser puros eventos biológicos
sin ninguna resonancia sobre la sociedad” (García, 1997, 156-157).

74. “Cada individuo es sujeto para sí mismo, para el sistema autorreferencial particular y propio
en que consiste su conciencia… Pero no hay ningún sistema de sujetos. Tampoco hay un
sujeto (en cuanto conciencia individual o colectiva) de los sistemas sociales” (García, 1997,
155).

75. “Por eso dice Luhmann que ‘personas’ para el sistema significa collages de expectativas
(Erwartungskollagen) en el sistema funcional como punto de referencia para ulteriores
selecciones”. (García, 1997, 160).

76. “Escogeré un punto de partida formalmente equivalente (pero sólo formalmente) al
camino de Kant, distinguiendo en término de teoría de los sistemas entre los distintos
individuos con su “propia” conciencia y la sociedad como sistema de comunicación.
Partiendo de tal comprensión, el derecho aparece como estructura de la sociedad, y tanto
los deberes como los derechos, hablando en los términos de la teoría de los sistemas: las
expectativas normativas, no están dirigidas a individuos, sino a destinos construidos
comunicacionalmente que se denominan personas… el mundo normativo configura un
sistema propio, que, especialmente, no es idéntico con el mundo ordenado en función de
satisfacción e insatisfacción del individuo, y decide autónomamente cuáles son los
procesos en el mundo de los sentidos que son relevantes para el mundo normativo y cuál
es el significado del que se trata. Este desarrollo de los conceptos del derecho desde su
carácter normativo es la idea de la normativización…” (Jakobs, 2004, 16-17).

77. “Todo sistema parcial de la sociedad participa de la autopoiesis del sistema global y se
compone de comunicaciones, pero necesita además un elemento especificador: su orientación
exclusiva a una función. En el caso del sistema jurídico esa función se relaciona con ‘un uso
específico de la normatividad’. Consiste en ‘la utilización de perspectivas conflictuales para la
formación y reproducción de expectativas de comportamiento congruentemente generalizadas
en lo temporal, lo material y lo social’ ” (García, 1997, 168). “En la concepción de Jakobs el
Derecho penal obtiene su legitimación material de su necesidad para garantizar la vigencia de
las expectativas normativas esenciales (aquellas de las que depende la propia configuración o
identidad de la sociedad), frente a aquellas conductas que expresan una máxima de
comportamiento incompatible con la norma correspondiente y ponen a ésta, por tanto, en
cuestión como modelo general de orientación en el contacto social” (Peñaranda, Suárez,
Cancio, 1999, 19).

78. “Si el mundo natural no discurre como un ser humano se ha imaginado, lo que sucede
sencillamente es que su propósito estaba equivocado; no conocía de modo suficiente las leyes
de la naturaleza; quizá también ha evaluado la complejidad de la situación erróneamente… sea
como fuere, deberá mejorar en el futuro, deberá iniciar un nuevo aprendizaje, en caso de
necesidad, habrá de intentar evitar las situaciones que no domina” (Jakobs, 2004, 42). “Desde
el momento en que se sostiene que las estructuras de los sistemas sociales consisten en
expectativas, se introduce un elemento de inseguridad, pues siempre cabe que las expectativas
se vean defraudadas… Una solución consiste en que se presenten como expectativas
cognitivas, con lo cual su frustración sirve como nueva fuente de conocimientos y germen de
una nueva expectativa” (García, 1997, 170).

79. “Las cosas son distintas en el mundo social: en la medida en que las personas se hallan
vinculadas a través de las normas… se dirige a ellas la expectativa de que su conducta será
conforme a la norma; pero esa expectativa que se denomina expectativa normativa, en caso de
defraudación no es abandonada, es decir no se lleva a cabo el aprendizaje, sino que se
mantiene la expectativa, planteando la conducta errónea del infractor de la norma como causa
decisiva de la defraudación” (Jakobs, 2004, 43). “Si en toda sociedad no existiera un amplio
entramado de tales expectativas que no cambian ante cualquier frustración, la posibilidad de
orientación intersubjetiva de las conductas desaparecería, y las estructuras sociales se harían
evanescentes, quedando sin solución el problema de la doble contingencia” (García, 1997,
171).

80. Incluso la fundamentación hegeliana que Jakobs considera compatible con la teoría de los
sistemas de Luhmann, es traída a propósito también frente al concepto de persona: “La
formulación clásica de Hegel ‘El mandato del Derecho es por tanto: sé una persona y respeta a
los demás como personas’ es perfectamente compatible con una perspectiva funcional, aunque
siga siendo posible adoptar otros puntos de vista distintos” (Jakobs, 1996, 27).

81. “En el caso de Jakobs, es justamente este problema de la guerra, uno de los aspectos
novedosos de la postura del autor sostenida en el congreso de Berlín. Para él, en el concepto
mismo de derecho penal de enemigo, está incluida la ´guerra`, ´mientras que el carácter
limitado o total de ésta, depende de cuánto se le ha de temer al enemigo`” (Jakobs citado por
Aponte, 2006c, 193).

82. Para ejemplificar esta afirmación, Jakobs se refiere al trato que recibe incluso el gran terrorista
dentro del proceso penal, ya que si bien se encuentra totalmente alejado del concepto de
persona, en todo caso se le respetan un mínimo de garantías propias del ámbito de los
ciudadanos (Jakobs, 2006, 17).

83. Al concepto “Derecho penal de enemigo” desarrollado por Jakobs, se le han atribuido varias
características; Polaino-Orts las explica pasando poco a poco de una perspectiva analítica del
término a tomar partido sobre la conveniencia o no de este tipo de normas. Al realizar un
estudio pormenorizado de las categorías funcionalistas que sirven de base para las tesis de
Jakobs sobre el “Derecho penal de enemigo”, Miguel Polaino-Orts explica una serie de
características que atribuye a éste concepto, con lo cual pretende mostrar que lo dicho por
Jakobs, no obedece a un discurso programático sino a la constatación de una situación
normativa actual. De acuerdo con Polaino, “que existan dichas normas de “enemistad jurídica”
no es un hecho aislado, sino ubicuitario: las sociedades posindustriales se caracterizan porque
la maximización de la protección del riesgo (“la seguridad” como bien jurídico) ha propiciado
varias tendencias en la dogmática jurídico-penal, entre las que cabe destacar la anticipación de
las barreras de protección y de punición, una ausencia de reducción proporcional de la sanción
penal correspondiente a dicha anticipación, una identificación material entre el injusto tentado
e injusto consumado, el paso de una legislación de “protección” a una de “combate” contra la
criminalidad, etc.” En este sentido, las normas que pueden identificarse como “derecho penal
de enemigo” no son en sí mismas ilegítimas, pues esto dependerá de qué tan consolidada esté
la democracia en cada uno de los países en donde se produzcan. De tal forma, para Polaino-
Orts el término “derecho penal de enemigo” es un término eminentemente científico, que no
corresponde al sentido naturalístico del mismo, por el contrario, en este contexto adquiere
significado siempre que se entienda dentro del marco de la teoría de los sistemas, de la cual ha
sido extraído, junto con lo que en ella se entiende también por “individuo” y “persona”. Como
consecuencia, el término “derecho penal de enemigo” es también un concepto descriptivo;
“con el únicamente se describe una situación legislativa concreta ya existente; que refleja la
situación en que se hallan unos sujetos peligrosos, situación que ya ha sido desvalorada y
calificada penalmente por el legislador”, por esta razón presenta una importante utilidad como
herramienta descriptiva. De la misma manera sostiene que es un concepto neutral desde el
punto de vista valorativo, ya que solamente se pretende con él denominar de la manera más
certera posible, una realidad previamente constatada (Jakobs, 2006, 17). Por esta misma línea
insiste en que se trata de un concepto que es relativo, ya que para ser utilizado debe estar
referido a una situación concreta y en todo caso, no abarca toda la personalidad del sujeto, esto
quiere decir que “el individuo no resulta excluido de manera absoluta del sistema, sino
únicamente en el ámbito que abarque su autoexlcuión… se puede ser “persona” y “enemigo”
al tiempo, siempre que se trate de ámbitos diferentes”. Aquí Polaino-Orts se detiene a explicar
que la “despersonalización” ocurre por decisión voluntaria del sujeto, quien en todo caso es
libre de decidir si ofrece o no el mínimo de seguridad cognitiva en el cumplimiento de las
normas, por esta razón habla de la “autoexclusión potestativa”; por lo tanto, el concepto
también es relativo en el tiempo, pues será permanente o no, en tanto lo desee el propio
individuo. Finalmente, este autor hace referencia a la proporcionalidad, como una
característica adicional al concepto, ya que considera como válida la reacción necesaria para
restablecer la “deficitaria seguridad cognitiva”. Así, Polaino-Orts intenta “desmitificar” la
categoría del “Derecho penal de enemigo” concluyendo que a lo largo de la historia del
derecho penal han existido normas de éste tipo, de tal forma que lo dicho por Jakobs al
respecto no constituye propuesta alguna, siendo observaciones meramente deductivas de la
realidad. Igualmente concluye que no existe un ordenamiento que como tal pueda ser
calificado como “Derecho penal de enemigo”, sino que es posible observar normas concretas
que se enmarcan en esta categoría, por lo tanto, siempre que se esté en un Estado democrático,
tales normas no podrán considerarse ilegítimas y en este mismo sentido, se afirma entonces,
que el Derecho penal de enemigo, en la forma explicada por Jakobs, no legitima ninguna clase
de sistema político autoritario. Finalmente, Polaino-Orts afirma que el derecho penal del
ciudadano es perfectamente compatible con el Derecho penal de enemigo, siempre que éste
último no supere la existencia de ciertas normas necesarias para hacerle frente a situaciones de
peligro; en esta medida la coexistencia de normas orientadas a ciudadanos y normas orientadas
a enemigos “es posible, es real y es democrática”. Miguel Polaino-Orts simplemente advierte
sobre el peligro de sustituir el derecho en general por una política criminal de enemigo, a lo
cual es posible llegar mediante la optimización de bienes jurídicos a costa de la reducción de
esferas de libertad, retomando así la propuesta de Jakobs formulada en 1985. Ver: Polaino-
Orts, 2006.

84. “El Derecho penal del ciudadano que estaría dirigido a aquellos sujetos -a la postre personas-
que, si bien han cometido un error o una desviación, muestran en lo fundamental una
vinculación con el Derecho; respetan a grandes rasgos las reglas del juego, no atacan a la
comunidad ordenada, dice Jakobs, sino que cometen un ‘desliz reparable’… Por el contrario,
el Derecho penal de enemigo está pensado para sujetos que, por su actitud recalcitrante o
mediante su incorporación a una organización delictiva, se han apartado probablemente de
manera duradera del Derecho; es decir, no prestan la garantía cognitiva mínima de un
comportamiento ajustado a las reglas del juego y atacan su legitimidad misma… El Derecho es
una estructura de expectativas que nos permite no sólo esperar conductas, sino esperar
expectativas ajenas, y eso es lo que posibilita construir sistemas sociales… En este sentido
dice Jakobs que tanto el hecho delictivo como la coacción penal son medios de interacción
simbólica. Ahora bien, con el enemigo no cabe comunicación … En suma, produce ruido, no
enunciados susceptibles ni tan siquiera de corrección” (Bastida, 2006, 279-280).

85. “El debatido Derecho penal de enemigo representa una extensión del modelo contractualista
de la sociedad (de discutible pertinencia en la actualidad), cuya base es el pacto social por el
cual toda negación del acuerdo implica un rechazo a las obligaciones contraídas por el
ciudadano. La vinculación entre la tesis contractualista y el Derecho penal de enemigo lleva a
Jakobs a reiterar ideas de Hobbes, Grocio, Pufendorf, Fichte, Locke, Rousseau y Kant… Estos
autores efectuaron planteos con algunas similitudes al de Jakobs, pero el alcance y el contexto
merecen ser puestos en tela de juicio, porque se limita a las personas en términos de
obediencia y desobediencia de la norma sin considerar tal vez que haya una interacción
conflictiva entre las personas, o entre éstas y el contenido de la norma penal. Pudiera ocurrir
que dicho conflicto fuera político, económico, social o ideológico y dar pie a replantear la
pertinencia de la norma antes que la descalificación del opositor al punto de ser tratado como
enemigo” (Aller, 2006, 98-101).

86. “En correspondencia con ello, afirma Rousseau que cualquier [malhechor] que ataque al
[derecho social] deja de ser [miembro] del Estado, puesto que se halla en guerra con este… De
modo similar argumenta Fichte: [quien abandona el contrato ciudadano en un punto en el que
en el contrato se contaba con su prudencia, sea de modo voluntario o por imprevisión, en
sentido estricto pierde todos sus derechos como ciudadano y como ser humano, y pasa a un
estado de ausencia completa de derechos]” (Jakobs, 2006, 28).

87. En este punto, Jakobs advierte que el enemigo no pierde necesariamente todos sus derechos
pudiendo conservar por ejemplo la propiedad, adicionalmente advierte que el Estado puede
contenerse frente al enemigo para no cerrar la posibilidad de acuerdos de paz. Nótese como el
discurso ha ido transitando de una explicación sobre aspectos del derecho penal general a un
planteamiento con claros tintes políticos, manejando una terminología que dentro de su
elaboración se mezcla con lo bélico (Jakobs, 2006, 34).

88. La alusión que Jakobs hace de estos autores ha sido criticada, especialmente en lo tocante a
Hobbes y a Kant, afirmándose que Jakobs recurre a ellos y no a otros, debido a su percepción
conservadora sobre el poder estatal, puesto que en ellos se niega todo derecho a la rebelión y
por el contrario se defiende fuertemente el deber de obediencia al Estado. “El liberalismo -ya
hemos mencionado el caso de Locke, paradigmático a este respecto-, concibe la relación entre
ciudadano y enemigo, entre obediencia y reacción ante el poder, como algo esencialmente
dinámico. La obediencia a la autoridad no es sin más un acto debido, sino que se realiza sub
conditione… Por el contrario, el autoritarismo ve la relación ciudadano-enemigo como algo
estático, dada de una vez para siempre. Una vez que se establece el pacto de sujeción toda
forma de control sobre el uso del poder queda excluida… En esta línea de pensamiento se
inscriben tanto Hobbes como Kant -los dos autores que Jakobs cita como mentores clásicos de
su teoría- … Por eso, creemos, Jakobs se adhierea las conceptualizaciones del enemigo que, al
tiempo que lo identifican con el insatisfecho que adopta una postura rebelde, apelan a la
glorificación de la autoridad como garante de la seguridad del ciudadano… Realmente esto es
justo corolario de la teoría sistémica que Jakobs mantiene y que cuestiona los dos pilares
básicos del Derecho penal liberal: la teoría del bien jurídico y el principio de culpabilidad”
(Bastida, 2006, 289-293).

89. “Por ellos, el Estado moderno ve en el autor de un hecho… normal, a diferencia de lo que sucede
en los teóricos del contractualismo Rousseau y Fichte, no ha un enemigo al que ha de destruirse,
sino a un ciudadano, una persona que mediante su conducta a dañado la vigencia de la norma y
que por ello es llamado… a equilibrar el daño en la vigencia de la norma…” (Jakobs, 2006, 36).

90. “La tesitura de Jakobs respecto a la noción de persona, a su vez, se entraba con su concepción
sobre la misión del Derecho penal, al entender que esta es garantizar la identidad de la
sociedad y no la tutela de los bienes jurídicos, como sostienen otras corrientes. A lo expresado
cabe agregar que Jakobs dimensiona el deterioro de la sociedad en cuanto a la pérdida de
respaldo en los aspectos vinculados a la religión, la familia y la nacionalidad… Tal deterioro
social concede al individuo un gran número de posibilidades de construir su identidad al
margen del Derecho o, al menos, más de las que podría ofrecer una sociedad de vínculos más
fuertes, y para la cual el derecho penal tradicional o nuclear sólo tendría una solución jurídico-
penal marginal” (Aller, 2006, 81-82).

91. Por esta razón, Jakobs define la culpabilidad como un déficit de fidelidad al derecho, aunque
reconoce que dicho déficit no convierte a la persona en enemigo, siempre que no sea
permanente y no comporta un distanciamiento de las normas que configuran la identidad
social: “desde el punto de vista específico del Derecho penal, tan sólo existe la expectativa de
que no haya culpabilidad. Esto formulado de modo positivo, significa que existe la expectativa
de una fidelidad suficiente al derecho o, respectivamente, que sólo existe un deber de prestar
una fidelidad suficiente al derecho… De lo dicho se deduce que el rol cuya observancia
garantiza el Derecho penal es el de ciudadano fiel al Derecho; es decir, el de la persona en
Derecho… El Derecho se establece para aquellos que puedan ser caracterizados como
personas en Derecho… Es el correspondiente complejo de normas el que constituye los
criterios para definir lo que se considera una persona” (Jakobs, 1996, 47-60).

92. “Sin una suficiente seguridad cognitiva, la vigencia de la norma se erosiona y se convierte en
una promesa vacía, vacía porque ya no ofrece una configuración social realmente susceptible
de ser vivida” (Jakobs, 2006, 38).

93. “Lo mismo sucede con la personalidad del autor del autor de un hecho delictivo: tampoco ésta
puede mantenerse de modo puramente contrafáctico, sin ninguna corroboración cognitiva”
(Jakobs, 2006, 38).

94. Aquí, Jakobs hace referencia a la criminalidad económica, a la criminalidad organizada, a los
delitos sexuales, al narcotráfico y en especial al terrorismo, como ámbitos en donde el
legislador abiertamente recurre a una normatividad de lucha y dice sobre los sujetos que
pueden verse envueltos en este tipo de fenómenos: “se ha apartado probablemente de manera
duradera, al menos de modo decidido, del Derecho, es decir, que no prestan la garantía
cognitiva mínima que es necesaria para el tratamiento como persona. La reacción del
ordenamiento jurídico frente a esta criminalidad se caracteriza, de modo paralelo a la
diferenciación de Kant entre estado de ciudadanía y estado de naturaleza acabada de citar, por
la circunstancia de que no se trata en primera línea de la compensación de un daño a la
vigencia de la norma, sino de la eliminación de un peligro: la punibilidad se adelanta un gran
trecho hacia el ámbito de la preparación, y la pena se dirige hacia el aseguramiento frente a
hechos futuros, no a la sanción de hechos cometidos” (Jakobs, 2006, 40-41).

95. “A aquel primer estudio realizado en los 80 siguieron otros, en los que igualmente hizo el
autor a la problemática del Derecho penal de enemigo: en 1997 en un sugerente libro-inédito
en español- titulado, Norm, Person, Gesellschaft, en 1998 en un trabajo sobre la teoría actual
sobre la teoría de la pena, en 1999 en una conferencia en España sobre la Ciencia jurídico
penal ante los retos de la actualidad… en 2001 en una conferencia inédita escrita tras los
atentados del 11-septiembre contra el Pentágono y las Torres Gemelas de Nueva Cork, en el
mismo año en un artículo fundamental sobre el tema -personalidad y exclusión en derecho
penal-, en 2003 en otra obra sobre la pena estatal” (Polaino-Orts, 2006, 35-36).

96. Ponencia defendida por el autor en la mesa redonda sobre el tema “Guerra contra el terror –
consecuencias para el Derecho penal de un Estado de Derecho” realizada en el marco de la
convención anual de profesores de Derecho penal, llevada a cabo en Frankfurt, 2005 (Jakobs,
2006).

97. “Carl Schmitt, fascinado por la idea de que el concepto de lo político solo es inteligible en el
horizonte de la guerra -potencial- y, con ello, en el horizonte de las relaciones amigo-enemigo,
desarrolló de manera progresiva, pero sobre todo en los años posteriores a la segunda guerra
mundial, la distinción entre enemigos absolutos y relativos” (Orozco, 2006, 40).

98. Jakobs, hablando del caso colombiano ha afirmado lo siguiente: “En un país desgarrado, en el
que viven grupos con comprensiones normativas diferentes, no puede haber un derecho penal
homogéneo debido a que los conceptos correspondientes de las personas no son homogéneos.
Por eso, obligatoriamente, se tiene que llegar a la situación del derecho penal de enemigo. Con
esto mi teoría, según mi concepción, produce algo importante: denomina exactamente la
situación en la que un país desgarrado se encuentra, o sea en parte acuñado normativamente y
en parte acuñado tan solo cognitivamente” (Jakobs citado por Aponte, 2006c, 198).

99. “En el caso colombiano, por ejemplo, es claro que la configuración del carácter del
narcotraficante como enemigo -relativo o absoluto-, el tratamiento que en un momento
específico se de al guerrillero o al miembro de un grupo paramilitar, depende sobre todo de la
decisión que respecto de ellos se toma, independientemente de los actos que tales actores
cometan” (Aponte, 2006c, 203).

100. Sobre la supuesta “autoexclusión” por la que opta el individuo que cae en la categoría de
enemigo, Manuel Cancio Meliá ha dicho al explicar lo disfuncional del derecho penal de
enemigo: “la pretendida autoexclusión de la personalidad por parte de éste… no debe estar a
su alcance, puesto que la cualidad de persona es una atribución. Es el Estado quien decide
mediante su ordenamiento jurídico quién es ciudadano y cuál es el status que tal condición
comporta: no cabe admitir apostasías del status de ciudadano” (Cancio Meliá, 2006, 133).

101. Al preguntarle al profesor Jakobs sobre la “despersonalización impuesta” atribuible al Estado,
ha afirmado que evidentemente en situaciones de conflicto armado o de guerra-civil en donde
se dan enfrentamientos entre grupos sociales, la categoría de “enemigo” resulta ser relativa y
altamente variable, puesto que el contrario siempre será catalogado como enemigo
independientemente de las razones ajenas o propias; el que se trate de una auto-exclusión o de
una exclusión impuesta es relativo, pues esto dependerá de la percepción que se tenga del
conflicto o desde qué extremo del mismo se esté hablando (explicación ofrecida por el
profesor Jakobs en conversación personal sostenida con el autor de este trabajo y con Jorge
Perdomo Torres, en el marco del “VI Seminario Internacional: Filosofía y Derecho
Contemporáneo - El Sistema Penal Normativista en el Mundo Actual”, realizado en la
Universidad Externado de Colombia los días 16, 17 y 18 de Abril de 2008).

102. “Pero Jakobs si intuye de alguna manera una diferencia similar. Por eso advierte que la
presencia de un derecho penal de enemigo, ‘no debe significar de aquí en adelante que todo es
permitido’… Se trata de que el enemigo tenga, en todo caso, una especie de ‘personalidad
potencial’ ” (Aponte, 2006c, 204).

103. “Schmitt absolutiza el valor de lo político, hasta tal punto que éste arrastra, en su carácter
polémico, todos los demás ámbitos de la vida social, al mismo tiempo que radicaliza las
tensiones inherentes a ellos… Según Schmitt, ‘todos los conceptos, supuestos y palabras de la
política, tienen un sentido polémico… cuya última consecuencia (que se muestra en la guerra
la revolución) es una agrupación entre amigos y enemigos’ ” (Aponte, 2006c, 224).

104. “El allanamiento político-militar del adentro territorial estatal y la consecuente articulación de
buena parte de los Estados europeos como monopolios legítimos y eficaces de la violencia, a
través de un largo proceso que comenzó entre los siglos XVI y XVII, hizo posible la
territorialización definitiva del derecho. Desde entonces se cristalizó como una suerte de
dogma para el pensamiento jurídico-político occidental el afirmar que el adentro del Estado es
el ámbito de la paz y su afuera es el ámbito de la guerra -potencial-; el adentro es el espacio
para el ejercicio de la función policiva y el afuera es el espacio para el ejercicio de la función
militar; en el adentro rigen el derecho público interno, en general, y el derecho penal -
inclusive como derecho penal político- , en particular, en tanto que en el afuera tienen vigencia
el derecho internacional, en general, y el derecho de los conflictos armados, en particular; en el
adentro, quien confronta al Estado es un delincuente , y quien lo confronta en el afuera es un
beligerante” (Orozco, 2006, 34).

105. “En Colombia, en cambio, donde el Estado no ha existido como monopolio de la violencia ,
donde el Estado no ha podido completar la tarea histórica de allanar sus espacios interiores, así
que el adentro y el afuera no están claramente delimitados , la separación tajante entre el
derecho penal interno como instrumento de naturaleza policivo-punitiva y el derecho de los
conflictos armados como instrumento de naturaleza político-militar solo puede explicarse por el
olvido de nuestra propia historia y por la importación acrítica del discurso jurídico europeo”
(Orozco, 2006, 34).

106. “El relativismo jusfilosófico parte, pues, de la tesis de que cada concepto de un contenido de
derecho justo sería solo válido con base en el presupuesto de una determinada situación de la
sociedad y un sistema concreto de valores. Las circunstancias sociales cambian
constantemente, mientras es limitado el número de sistemas de valores. Por ello es dable erigir
un completo sistema de valores posibles en una determinada situación social. Pero es
imposible decidir, sobre una de estas posibilidades de manera científica, comprobable e
irrefutable, ya que la elección entre ellas, es posible solo por medio de una decisión que emerja
de lo profundo de la conciencia individual” (Radbruch, 1999, 2).

107. “Ya lo dijimos: la decisión del legislador no es un acto de verdad, sino un acto de voluntad, de
autoridad. Este puede conferirle a una determinada opinión, fuerza obligatoria, pero nunca
fuerza convincente; puede poner punto final a la lucha por el poder entre partes en conflicto,
pero no a la lucha de opiniones” (Radbruch, 1999, 4).

108. “El relativismo, mientras da al Estado el derecho a legislar, al mismo tiempo lo limita a
obligarlo a respetar determinadas libertades del sujeto de derecho: libertad de creencias,
libertad de prensa. El relativismo desemboca en el liberalismo” (Radbruch, 1999, 4).

109. Es importante mencionar que, no obstante el positivismo predicado por Radbruch, con ocasión
de lo vivido y presenciado durante la segunda guerra mundial, éste autor alemán buscó
alternativas para fundamentar la necesidad de unos mínimos de justicia en el derecho más allá
de la autoridad en cabeza del legislador, afirmando incluso que cuando las normas jurídicas
son en extremo injustas, dejan de ser vinculantes pues dejan e ser derecho (ver al respecto
“Arbitrariedad legal y Derecho Supralegal”, Radbruch, 1999).

110. “La democracia quiere confiar el poder ha cualquier convicción que ha ganado la mayoría, sin
tener que preguntarse por el contenido y el valor de esa convicción. Esta posición solo es
consecuente cuando se reconocen todas las convicciones políticas y sociales como de igual
valor, es decir, con fundamento en el relativismo” (Radbruch, 1999, 7).

111. “La idea de un derecho penal político como un derecho a la guerra, sobre la base de una
soberanía interior absoluta del Estado y de una asimetría -moral y jurídica- igualmente
absoluta a favor del Estado frente a los disidentes, conduce a un tratamiento discriminativo del
delincuente político como enemigo absoluto. La idea de un derecho penal político como
derecho de la guerra, sobre la base de una soberanía interior relativizada y sobre el supuesto
de una simetría moral -no jurídica- en las relaciones entre el Estado y sus disidentes, conduce a
un tratamiento privilegiado del delincuente político como enemigo relativo…Una democracia
pluralista orientada hacia la construcción del Estado desde la sociedad requiere de una política
criminal -y de un modelo penal- que asuma como postulado ético fundamental el que todos los
miembros de la sociedad, incluido el delincuente, sean reconocidos como miembros del pacto
social… Se trata, en fin, de un modelo que establezca una clara simetría moral -que no en
todos los casos jurídica- entre la obediencia y disidencia… ni siquiera el terrorista debe poder
ser tratado como enemigo absoluto, sino solo como enemigo relativo” (Orozco, 2006, 37-50).

112. En este punto, Aponte llama la atención sobre la necesidad de concebir el mal como una
condición inherente al ser humano, no con la finalidad de erradicarlo a toda costa
endureciendo hipócritamente el castigo, como una suerte de venganza contra sujetos
demonizados, sino para comprender y trabajar con sinceridad y seriedad desde el derecho al
ser humano en sus distintas dimensiones. “La recuperación del ser humano como totalidad, en
su ser, con su sombra y su lado oscuro, tiende a producirse más hoy, como se ha dicho antes, al
revés: para aumentar la severidad del castigo. El reconocimiento del mal no se hace para
denunciar falencias ni hipocresías en el tratamiento del sujeto que delinque, sino para
pronunciar la exclusión, la demonización y desintegración del ‘otro’ ” (Aponte, 2006c, 616).

113. “También Roxin critica al derecho penal simbólico por no desarrollar efectos concretos de
protección, sino estar destinado a beneficiar a ciertos grupos políticos o ideológicos, así como
solo a apaciguar al ciudadano (elector) haciéndole creer que se está haciendo algo positivo por
su seguridad cuando, en realidad, se trata de una nefasta huida selectiva hacia al Derecho
penal, porque significa evadir el cumplimiento de las tareas político-sociales” (Aller, 2006,
86).

114. “Cualquier estudio del castigo que se base en más de una fuente teórica debe, entonces,
cuidarse de combinar análisis y propuestas que son teóricamente incompatibles. Pero mientras
que el eclecticismo presenta estos riesgos, el pluralismo teórico goza de una clara fortaleza
explicativa, que consiste en su disposición a considerar más de una perspectiva interpretativa y
a construir explicaciones multidimensionales del fenómeno bajo estudio… En lugar de buscar
un solo principio explicativo necesitamos considerar los fenómenos que se derivan de una
causalidad múltiple, de diversos efectos y significados” (Garland, 2007, 182-185).

115. Sobre las críticas formuladas a cada uno de éstos planteamientos ver: Pavarini, 1983; Bergalli,
1983.

116. El texto de Merton que aquí se reseña sobre Estructura Social y Anomia, fue escrito en 1938
teniendo como referente empírico fundamentalmente la sociedad norteamericana, en especial
el culto al éxito económico y las oposiciones entre grupos con distintos orígenes étnicos que la
caracterizan; no obstante, sus reflexiones sobre la relación entre las oportunidades que la
sociedad reserva para unos pocos mientras exige a todos por igual y el comportamiento
divergente, resultan pertinentes para nuestro objeto de análisis. “A Merton se le clasifica
generalmente como estructuralista-funcionalista… Pero el funcionalismo de Merton, a
diferencia del de Durkheim, Malinowski y Parsons, no es holista (globalista) ni excluye el
conflicto ni el cambio; por lo tanto no sirve de apoyo al conservadurismo político… el
estructuralismo-funcionalismo de Merton, a diferencia del precedente, es dinamicista y por lo
tanto invita a la unión de la sociología con la historia. Por consiguiente, no se le aplica la
crítica de que concibe la sociedad como un organismo que goza de perfecta salud y que
explica el presente por el presente y no por el pasado” (“Introducción” de Mario Bunge a
Merton, 2002, 4).

117. “Hasta tiempos muy recientes, o cuando más muy poco antes, podía hablarse de una marcada
tendencia en la teoría psicológica y en la sociología a atribuir el funcionamiento defectuoso de
las estructuras sociales a fallas del control social sobre los imperiosos impulsos biológicos del
hombre… La imagen del hombre como un manojo indomable de impulsos empieza a parecer
más una caricatura que un retrato” (Merton, 2002, 209).

118. “Los objetivos predominantes implican diversos grados de sentimiento y de importancia y
comprenden una estructura de referencia aspiracional. Son las cosas ‘por las que vale la pena
esforzarse’… Un segundo elemento de la estructura cultural define, regula y controla los
modos admisibles de alcanzar esos objetivos. Todo grupo social acopla sus objetivos culturales a
reglas, arraigadas en las costumbres o en las instituciones, relativas a los procedimientos permisibles
para avanzar hacia dichos objetivos” (Merton, 2002, 210-211).

119. “Mi hipótesis central es que la conducta anómala puede considerarse desde el punto de vista
sociológico como un síntoma de disociación entre las aspiraciones culturalmente prescritas y
los caminos socialmente estructurales para llegar a ellas… si este proceso de atenuación
continúa, la sociedad se hace inestable y se produce lo que Durkheim llamó “anomia” (o falta
de normas)” (Merton, 2002, 212-213).

120. “Tiene lugar esta reacción (la innovación) cuando el individuo asimiló la importancia cultural
de la meta sin interiorizar igualmente las normas institucionales que gobiernan los modos y los
medios para alcanzarla…la presión dominante empuja hacia la atenuación gradual de los
esfuerzos legítimos, pero en general ineficaces, y el uso creciente de expedientes ilegítimos
pero más o menos eficaces… Los individuos que se adaptan de esta manera (retraimiento),
estrictamente hablando, están en la sociedad pero no son de ella… En contraste con el
conformista, que mantiene en funcionamiento las ruedas sociales, este desviado es un riesgo
improductivo; en contraste con el innovador, que por lo menos es ‘listo’ y se esfuerza
activamente, no ve valor en la meta éxito que la cultura tanto estima… Y la sociedad no acepta
a la ligera este rechazo de sus valores, ya que hacerlo sería ponerlos en duda… Esta
adaptación (rebelión) lleva a los individuos que están fuera de la estructura social ambiente a
pensar y tratar de poner en existencia una estructura social nueva, es decir, muy modificada.
Supone el extrañamiento de las metas y las normas existentes, que son consideradas como
puramente arbitrarias. Y lo arbitrario es precisamente lo que no puede exigir fidelidad ni posee
legitimidad” (Merton, 2002, 220-235).

121. En el caso de la innovación podemos observar las legislaciones que buscan reprimir el
comercio de sustancias estupefacientes, en el caso del retraimiento el trato peligrosista y
denigrante que se da en el sistema penal a personas socialmente marginadas (indigencia) y en
el caso de la rebelión, la criminalización de movimientos sociales, opciones políticas
disidentes, sustitución del concepto de delito político por el de terrorismo, etc.

122. “Este análisis teórico puede ayudar a explicar las correlaciones variables entre delincuencia y
pobreza. La “pobreza” no es una variable aislada que opere exactamente de la misma manera
en todas partes; no es más que una variable de un complejo de variables sociales y culturales
reconocidamente interdependientes” (Merton, 2002, 226).

123. “No habría necesidad de repetir todo esto si no fuera por la suposición ocasional y, a lo que
parece, cada vez más frecuente, de que conducta desviada necesariamente equivale a
disfunción social, a su vez, a violación de un código ético… También debe decirse una vez
más, ya que tan fácilmente de olvida, que el centrar esta teoría sobre las fuentes culturales y
estructurales de la conducta divergente no implica que esa conducta sea la respuesta
característica, por no decir exclusiva, a las presiones que hemos venido examinando. Éste es
un estudio de proporciones y tipos diferentes de conducta divergente, no una generalización
empírica al efecto de que todos los individuos sometidos a esas presiones reaccionan con la
desviación” (Merton, 2002, 263).

124. “Es el conflicto entre los valores culturalmente aceptados y las dificultades socialmente
estructuradas para vivir de acuerdo con dichos valores el que ejerce presión hacia la conducta
divergente y la destrucción del sistema normativo. Pero este resultado de la anomia puede ser
sólo un preludio para la formulación de normas nuevas, y esta reacción es la que describimos
como “rebelión” en la tipología de la adaptación… Cuando la rebelión se hace endémica en
una parte importante de la sociedad, suministra un potencial para la revolución, que refunde la
estructura normativa y la estructura social” (Merton, 2002, 271).

125. “La cultura, en un determinado momento de desarrollo de una sociedad, propone al individuo
determinadas metas que constituyen motivaciones fundamentales de su comportamiento (por
ejemplo, un cierto grado de bienestar y de éxito económico). También proporciona modelos de
comportamiento institucionalizados, que conciernen a las modalidades y a los medios
legítimos para alcanzar aquellas metas. Por otro lado, sin embargo, la estructura económico-
social ofrece en diverso grado a los individuos, especialmente con base en su pertenencia a los
distintos estratos sociales, la posibilidad de acceder a las modalidades y a los medios
legítimos” (Baratta, 2004, 60).

126. “Aunque carece de la generalidad y la precisión de un teorema newtoniano, posee el mismo
don de pertinencia, y es aplicable instructivamente a muchos, si es que no a la mayor parte, de
los problemas sociales” (Merton, 2002, 505).

127. “Cartwright no había oído hablar nunca del teorema de Thomas, pero no encontraba dificultad
en reconocer su acción. Sabía que, a pesar de la liquidez relativa de las partidas del banco, un
rumor de insolvencia, una vez creído por un número suficiente de depositantes, daría por
resultado la insolvencia del banco… las consecuencias de esta definición irreal fueron bastante
reales” (Merton, 2002, 506).

128. “En el ámbito de las teorías más propiamente sociológicas, el principio del bien y del mal ha
sido puesto en duda por la teoría estructural-funcionalista de la anomia y de la criminalidad…
Constituye la primera alternativa clásica a la concepción de los caracteres diferenciales
biosicológicos del delincuente y, en consecuencia, a la variante positivista del principio del
bien y del mal” (Baratta, 2004, 56). Desde el punto de vista de las teorías de las subculturas
criminales “la estratificación y el pluralismo de los grupos sociales, así como las reacciones
típicas de grupos socialmente excluidos del acceso pleno a los medios legítimos para la
consecución de fines institucionales, dan lugar a un pluralismo de subgrupos culturales,
algunos de ellos rígidamente cerrados ante el sistema institucional de los valores y de las
normas, y caracterizados por valores, normas y modelos de comportamiento alternativos a
aquel” (Baratta, 2004, 71).

129. En este cambio de paradigma también cumple un importante papel la teoría de la asociación
diferencial, ya que “realiza así un salto cualitativo… el pensamiento positivista había
propuesto un modelo explicativo que terminaba por definir al violador de la ley penal en
términos patológicos; la teoría de la anomia y las subculturas había invertido la definición de
patología volcándola del criminal a la sociedad… La teoría de la asociación diferencial, por el
contrario, rechazando la noción según la cual la sociedad se funda sobre el consenso y
afirmando que ésta se estructura sobre un pluralismo normativo, se contrapone a las teorías de
la desviación fundadas sobre la patología individual o social. La criminalidad es simplemente
un comportamiento aprendido a través de la transmisión social de una cultura criminal…”
(Pavarini, 1983, 121).

130. “El horizonte de investigación dentro del cual se sitúa el labelling approach está en amplia
medida dominado por dos corrientes de la sociología estadunidense estrechamente vinculadas
entre sí. En primer lugar, tal enfoque se remonta de hecho a aquella dirección de la psicología
social y de la sociolingüística que se inspira en Georg H. Mead y que se indica comúnmente
como ‘interaccionismo simbólico’. En segundo lugar, es la ‘etnometodología’ inspirada en la
sociología fenomenológica de Alfred Schutz la que concurre a modelar el paradigma
epistemológico que las teorías del labelling han hecho propio” (Baratta, 2004, 85).

131. De la misma manera se afirma que el comportamiento humano adquiere el carácter de acción
únicamente en un determinado contexto social, a través de la interacción, en el que se le asigna
un significado específico de acuerdo con una serie de normas sociales generales (éticas o
jurídicas) y de unas prácticas interpretativas (o metanormas) que determinan la aplicación de
aquellas normas generales en situaciones particulares (Baratta, 2004, 86).

132. “Así, sostienen que los mismos procesos de control social pueden a menudo producir una
‘imagen negativa de uno mismo’ (Erikson) o una ‘reorganización simbólica del yo’ (Lemert),
en la que la persona se ve como desviada y, progresivamente, actúa de acuerdo con ello”
(Taylor, Walton y Young, 2001, 158). Becker desarrolló también esta hipótesis a partir de la
observación de los jóvenes consumidores de marihuana en los Estados Unidos, en donde
identificó “un cambio decisivo en la identidad social del individuo… en el momento en que se
le introduce en el estatus de desviado” (Baratta, 2004, 88).

133. “El paradigma de estas teorías interaccionistas de la realidad social puede relacionarse de
manera más general al llamado teorema de Thomas… que destaca el efecto constitutivo que
tienen las definiciones ante las consecuencias sociales” (Baratta, 2004, 109-110).

134. “La criminología interaccionista… cumplió el importante papel de poner en cuestión las tareas
que ejerce el sistema de control de la criminalidad, al suministrar los elementos de juicio para
determinar los intereses que están en la base de los procesos de creación y aplicación de la ley
penal… puede entonces decirse que la irrupción de las propuestas críticas en criminología fue
provocada (también en otros ámbitos disciplinarios) por acontecimientos que revelaban
profundas contradicciones en el seno mismo de la sociedad. Todo esto, además, ocurrió porque
el pensamiento crítico vino ‘a caballo’ de una situación teórica allanada y de un campo
metodológico fértil donde actuar en virtud de la labor realizada por los enfoques
interaccionistas” (Bergalli, 1983, 181).

135. “La criminología de siempre ha pretendido captar la cuestión criminal como un fenómeno
proveniente de la ciencia del derecho… Con semejantes premisas, el derecho construye la
definición del delito y, a partir de ella, la criminología orienta sus investigaciones” (Bergalli,
1983, 187).

136. “Esta es la metodología que el marxismo propone para demostrar que la ciencia del derecho se
basa en una ideología, o sea en una falsa representación de la realidad” (Bergalli, 1983, 188).

137. “La construcción de conceptos jurídicos abstractos ha dado nacimiento a una ciencia
normativa conforme a los intereses de una clase dominante y explotadora que, elaborada en la
época del capitalismo de acumulación, descansa sobre tales bases… En consecuencia, si el
derecho y la ciencia que lo estudia no sólo no son disciplinas autónomas, sino que, además, los
conceptos que crean son falsos y extraños a la realidad que deben aprehender, el delito -como
categoría creada por ese derecho- y la disciplina que lo investiga, como también su autor y el
sistema de control penal -la criminología-, están asentados sobre bases equívocas…” (Bergalli,
1983, 189).

138. En el caso de la escuela Baratta hace referencia, por ejemplo, a la función ideológica del
principio meritocrático, afirmando que “En el caso del niño proveniente de grupos marginales,
la escuela es, entonces, y no infrecuentemente, la primera vuelta de la espiral que lo constriñe
cada vez más dentro de su papel de marginado” (Baratta, 2004, 183).

139. “En general, puede afirmarse que hay una tendencia por parte de los jueces a esperar un
comportamiento conforme a la ley de los individuos pertenecientes a los estratos medios y
superiores; lo inverso acontece respecto de los individuos provenientes de los estratos
inferiores” (Baratta, 2004, 187).

140. Es por esto que “el planteamiento del Estado social de derecho trae como consecuencia la
necesidad de vinculación social entre policía y comunidad y, por ello, el requerimiento de
asunción por parte de la policía de labores de asistencia social a todos los niveles” (Bustos,
1983a, 64).

141. “Hemos dicho que la policía es un hecho político ligado a la concepción misma de Estado, con
lo cual ya de partida aparece identificada con un determinado sistema y penetrada de la
ideología de ese sistema en forma muy radical, ya que tiene que defender el orden de ese
sistema. Pero es que además la vinculación directa, dentro de la organización política, con el
ejecutivo, se presta a que la policía quede penetrada por la política contingente… a que tienda
a identificarse con ella y a que los ciudadanos también lo hagan al juzgarla” (Bustos, 1983a,
67).

142. “Esta eficacia represiva no es como aparece en las novelas policiales, a través de una
deducción lógica genial o mediante una aplicación maravillosa de medios tecnológicos… sino
más bien… la ligazón clara a un determinado sector por parte del delincuente… su eficacia,
aún parcial, sólo resulta respecto de determinados estratos de la población… también se puede
utilizar como vía, y se hace, el sistema de la ‘redada’ o de ‘peinar’ o ‘rastrillar’ un sector
especial o poblacional; pero esto si bien puede utilizarse en ciertos casos muy específicos para
descubrir a los autores de un hecho o para prevenir un hecho, resulta en su forma claramente
atentatorio a los fundamentos de un Estado de derecho y sólo puede utilizarse en casos muy
excepcionales y en conformidad con una normativa expresa” (Bustos, 1983a, 68-69).

143. Las conclusiones de Alejandro Aponte sobre este punto están basadas en una serie de estudios
realizados en Colombia por la Universidad Nacional, en donde se evaluó la aplicación de la
justicia sin rostro y se demostró cómo una mínima parte de las personas procesadas tenían en
realidad una vinculación clara con el crimen organizado (2.8%) o actividades guerrilleras
(3.3%), al tiempo que la mitad de las personas únicamente tenían educación primaria y un
27% educación secundaria (Aponte, 2006c, 625-626).

144. “El resultado: la criminalización de las “mulas” del narcotráfico, el juzgamiento de peces
pequeños en el circuito del crimen organizado, el procesamiento en general de los últimos de
la fila… Esto no sólo ocurre con el crimen organizado, sino también con la corrupción y,
particularmente, con aquella corrupción que se alimenta del conflicto armado y de la lucha por
apropiaciones territoriales y de los recursos generosos de un país rico. En una lógica imparable
de creación de chivos expiatorios, la norma penal se desplaza hacia aquellas “víctimas de
recambio”… La reacción penal se desplaza hacia aquellas víctimas que no serán vengadas…”
(Aponte, 2006c, 629).

145. “La violencia estructural: aquella que no es violencia para el sistema penal… es la violencia
manifestada en las condiciones estructurales de la vida y por ello identificada con la
inequitativa distribución de los recursos, de los ingresos, de las posibilidades de llevar una
vida digna; en fin, son las injusticias sociales, por las que nadie responde socialmente… Por la
vida solo deben responder los seleccionados como “asesinos”; por la salud, los seleccionados
como “traficantes de droga”; por el engaño electoral y la compra de votos, los seleccionados
como “corruptos”, y así sucesivamente… Por las condiciones de vida de la mayor parte de los
latinoamericanos, en consecuencia, nadie responde” (Martínez, 2006, 120).

146. En este sentido, afirma Hobbes en el Leviatán: “La obligación de los súbditos con respecto al
soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante
el cual tiene capacidad para protegerlos… el fin de la obediencia es la protección…” (Hobbes,
2006, 180-181).

147. En este sentido, Cancio Meliá sostiene que en efecto, la realidad ha demostrado que este tipo
de normas han llevado a que las organizaciones que se supone se pretenden combatir consigan
más militantes, en vez de prevenir delitos graves (Cancio Meliá, 2006, 124).

148. Apoyado en Silva Sánchez y en Mendoza Buergo, Manuel Cancio afirma que “se ignora, en
primer lugar, que la percepción de los riesgos -como es sabido en sociología- es una
construcción social que no está relacionada con las dimensiones reales de determinadas
amenazas… Los fenómenos frente a los que reacciona el ‘Derecho penal del enemigo’ no
tienen esa especial ‘peligrosidad terminal’ (para la sociedad) que se predica de ellos, y, como
antes se ha expuesto, en realidad el Derecho penal del enemigo fácticamente existente no es un
mecanismo defensista” (Cancio Meliá, 2006, 129).

149. “Se trata de comportamientos delictivos que afectan, ciertamente, a elementos esenciales y
especialmente vulnerables de la identidad de las sociedades en cuestión. Pero no en el sentido
en el que lo entiéndela concepción antes examinada -en el sentido de un riesgo fáctico
extraordinario para esos elementos esenciales-, sino ante todo, como antes se ha adelantado, en
un determinado plano simbólico” (Cancio Meliá, 2006, 131).

150. Tal es el caso por ejemplo de los artículo 375, 376, 377 y siguientes sobre tráfico de
estupefacientes o del artículo 323 sobre lavado de activos, todos de la ley 599 de 2000 (Código
Penal colombiano); ocurre lo mismo con los artículo 199 y 200 de la ley 1098 de 2006 (ley de
infancia y adolescencia), que consagran normas especiales para cuando los niños, las niñas y
los adolescentes son víctimas de delitos.

151. En Colombia podemos citar tres importantes ejemplos de pronunciamientos judiciales de altas
Cortes que van en este sentido. La sentencia C-456 de 1997 que declaró inconstitucional el
artículo 127 del decreto-ley 100 de 1980 (código penal colombiano derogado por la ley 599 de
2000) en donde se consagraba una exención de pena por delitos comunes cometidos en
combate por conexidad con la rebelión, las sentencias del 8 de Agosto de 2007 y de Enero 23
de 2008 de la sala de casación penal de la Corte Suprema de Justicia, en las que se pasa por
alto cualquier diferencia entre actos de preparación y actos de ejecución, con el fin de
sancionar por tentativa de homicidio a miembros del grupo guerrillero FARC-EP.

152. “El estado de excepción como ruptura de la ‘normalidad constitucional’, bajo el presupuesto
de una valoración de inevitabilidad, comúnmente comporta la suspensión, precisamente
excepcional, de algunos principios constitucionales… la derogación de la normalidad debe ser
provisional, al ser la naturaleza temporal un carácter esencial del régimen de emergencia”
(Cornacchia, 2006, 423).

153. Zaffaroni coincide con Jakobs en cuatro puntos: 1. Se debe contener el derecho penal de
enemigo, 2. debe hablarse abiertamente del enemigo en el derecho penal, 3. la idea de enemigo
en el derecho penal priva del carácter de persona a ciertos sujetos y 4. en la práctica, la
legislación penal impone un poder punitivo que acepta la discriminación (Zaffaroni, 2006,
162).

154. “Desde una visión estática del poder -o sea, desde la fotografía- es posible pensar que si se
concede al derecho penal del enemigo un espacio limitado, o sea, si se entrega un grupo de
personas al poder conforme al modelo del estado de policía y en forma limitada, las pulsiones
de este modelo cesarán. Pero esto no es lo que sucede en la realidad dinámica del poder,
donde todo espacio que se concede al estado de policía es usado por este para extenderse hasta
llegar al estado absoluto” (Zaffaroni, 2006, 163).

155. “Debido a esto, existe una continua dialéctica en el estado de derecho real, concreto e
histórico, entre éste y el estado de policía. El estado de policía que lleva en su interior, nunca
cesa de pulsionar por perforar y estallar las vallas que le coloca el estado de derecho. Cuanto
mayor sea la contención del estado de derecho, más cerca se hallará del modelo ideal, y
viceversa, pero nunca llegará al modelo ideal porque para eso debería ahogar definitivamente
el estado de policía y ello importaría una reducción radical -o una abolición- del propio poder
punitivo” (Zaffaroni, 2006, 166).

156. “La función del derecho penal de todo estado de derecho… debe ser la reducción y contención
del poder punitivo dentro de los límites menos irracionales posibles. Si el derecho penal no
logra que el poder jurídico asuma esta función, lamentablemente habrá fracasado y con él
habrá caído el estado de derecho” (Zaffaroni, 2006, 168).

157. “Esto resulta evidente en el plano empírico si se piensa en las múltiples instituciones que,
proviniendo del Derecho penal antiterrorista, han sido incorporadas al Derecho penal ordinario
con carácter general…”. Manuel Cancio ofrece en este sentido varios ejemplos recientes que
han tenido lugar en España, como el régimen excepcional de menores del año 2000 (Cancio
Meliá, 2006, 146).

158. “Podemos considerar cuatro fases, que pueden ser cuatro facetas de la Violencia: 1) la del
sectarismo tradicional, 1945-49. 2) La que abre la abstención liberal a fines de 1949 y cierra el
gobierno militar en el segundo semestre de 1953. 3) La de los pájaros, de 1954 a 1958 y
finalmente, 4) la residual que, de la caída de Rojas a 1964, presenta un cuadro de
descomposición, gamonalismo armado e intentos de reinserción de las bandas a la vida civil”
(Palacios, 2003, 191).

159. Mary Roldán nos presenta en la introducción de su obra A Sangre y Fuego varias formas de
interpretar la Violencia, afirma que en los años 60 se intentaron formular numerosas teorías:
“se atribuía la Violencia en Colombia a los conflictos provocados por la transición de una
sociedad ‘premoderna’ a una ‘moderna’, a la exagerada agresión atizada por rivalidades en
torno al status social, o a rivalidades entre sistemas clientelistas en los cuales los campesinos
seguían ciegamente los dictados de los directorios partidistas o el ‘gamonalismo’; mientras que
en los setenta las investigaciones se orientaron a “estudios regionales específicos”, haciéndose
más claro que ‘si bien el conflicto partidista parecía el elemento catalizador inicial de la
Violencia y, quizás, incluso un marco aparentemente lógico… apoyarse en la noción de los
odios partidistas heredados era insuficiente para dar cuenta de la divergencia y especificidad
de la Violencia’, así, llama la atención sobre la importancia de los estudios realizados por
Daniel Pécaut, Paul Orquist, Herbert Braun, Gonzalo Sánchez y Carlos Ortiz; también afirma
que ‘para los 80, la noción de una interpretación única y amplia de la Violencia, dio paso al
reconocimiento de que la Violencia tenía muchas manifestaciones y significados. Las
condiciones locales parecían ser el factor más significativos para determinar la naturaleza de la
Violencia’ ” (Roldán, 2003).

160. Gonzalo Sánchez en Los Estudios Sobre la Violencia también nos permite observar la
diversidad de enfoques y de análisis de este trágico periodo de la historia colombiana.
Principalmente nos habla de dos grandes momentos de la literatura sobre el tema: 1. Textos
que se producen hasta mediados de los años setenta y que padecen de uno de dos vicios: “o
bien adoptan un enfoque puramente narrativo descriptivo, o bien se ubican en un nivel
puramente especulativo”, aquí se encuentran aproximaciones apologéticas, testimoniales y lo
que Sánchez denomina el comienzo de la nueva literatura, haciendo referencia a la obra de
Guzmán, Borda y Umaña; 2. Estudios que, por un lado, comienzan a tener en el análisis de la
Violencia perspectivas de larga duración “ en las cuales el fenómeno se proyecta como un
elemento estructural de la evolución política y social del país” y, por otro, estudios que
desplazan el centro de atención pasando de enfoques globalizantes a “estudios regionales,
unidades temáticas o a coyunturas específicas” (Sánchez, 1991).

161. “Las funciones de articulación económica del Estado se orientan, pues, a conciliar en líneas
generales las tendencias de valorización y acumulación del capital con las necesidades de
racionalidad del sistema. El Estado propicia, en consecuencia, una serie de prácticas
destinadas a asegurar la reproducción de las condiciones que permiten la generalización y
realización de la plusvalía… El problema es que toda esa actividad estatal inscrita en la línea
de conservación del orden capitalista se contradice a sí misma: al ayudar a reproducir al
capitalista y al no obrero no puede menos que reproducir sus antagonismos y, por tanto, los
factores que posibilitan su disolución” (Ramírez, 1990, 34).

162. “Están dirigidas a darle al Estado una figuración policlasista gracias al establecimiento de un
campo de relaciones en el cual hallen representación legítima las diferentes clases, fuerzas y
categorías sociales. Constituyen el respaldo a la autodefinición que le permite al Estado
proclamarse como el delegado de la sociedad civil” (Ramírez, 1990, 35).

163. Tal es el caso de zonas de colonización que durante la Violencia padecieron profundos
conflictos por la propiedad de la tierra. Es interesante observar en este punto el contraste que
se presenta por algunos autores entre lo sucedido por ejemplo en el Quindío y lo ocurrido en
los llanos orientales o en el sur del Tolima; dado que el sistema económico en el Quindío se
encontraba más cercano a la dinámica capitalista mundial (producción y comercialización del
café) la Violencia que allí se vivió no adquirió los tintes revolucionarios que si tuvo la
Violencia en zonas que se encontraban más apartadas y excluidas de dicha dinámica, como por
ejemplo en el sur del Tolima. “Naturalmente la historia regional… posibilita y condiciona las
modalidades específicas que asumen en el Quindío las conexiones entre la Violencia y las
actividades económicas. De seguro en otras regiones los antecedentes históricos hicieron
factibles que la Violencia expresara, bajo etiquetas de partido, enfrentamientos más o menos
clasistas: desalojo de colonos por parte de terratenientes o rescate de tierras por parte de
campesinos expulsados en los años 20… Recuérdese que en cambio en el Quindío la sociedad
no había tendido a articularse de modo clasista predominantemente… La proliferación de
medianas y pequeñas parcelas en la actividad vertebral de la caficultura… el hecho de que la
gran acumulación se extrajese mucho más en el comercio que en la agricultura… son
elementos propicios para una organización social de matices no ciertamente clasistas” (Ortiz,
1991, 276-277).

164. Como consecuencia del miedo y la desconfianza que despertó en las élites colombianas la
política de regulación estatal en materia económica llevada a cabo de 1930 a 1942, las élites
económicas lograron imponer su visión, en la que el intervencionismo estatal era casi
ilegítimo, institucionalizando sus intereses particulares como intereses generales, lo que
incrementó considerablemente el poder de los gremios económicos; en consecuencia, se
despojó al Estado “de aquello que lo legitimaba, la regulación social” (Pécaut, 1991, 265).

165. “Las funciones de Representación son, de tal suerte, prácticas políticas que no dejan de
evidenciar la potencialidad democrática del capitalismo. Democracia relativa al Modo de
producción ya las condiciones históricas de cada formación social, obviamente. Pero real y
visible en las diferentes gradaciones que pueden recorrerse entre un Estado de máxima
representatividad social (al que correspondería un Régimen político Inclusivo) y un Estado de
mínima representatividad social (al que le correspondería un Régimen político Exclusivo”
(Ramírez, 1990, 36).

166. En palabras de Ferrajoli, analizando el ordenamiento jurídico italiano, “la cultura de la
emergencia y la práctica de la excepción… son responsables de una involución de nuestro
ordenamiento punitivo que se ha expresado en la reedición, con ropas modernizadas, de viejos
esquemas sustancialistas propios de la tradición penal premoderna, además de en la recepción
en la actividad judicial de técnicas inquisitivas y de métodos de intervención que son típicos
de la actividad de policía” (Ferrajoli, 2004a, 807).

167. “Las identidades colectivas de tipo cultural no han estado, por lo demás, muy extendidas en el
caso colombiano. El mestizaje (muy antiguo), los incesantes desplazamientos de la población
y, sobre todo, la omnipresencia de las redes ligadas a los dos partidos políticos tradicionales
que no responden a ninguna… geografía cultural u oposición social, son algunos de los
factores que pueden explicar este hecho. La pertenencia a los partidos tradicionales y a la
Iglesia Católica, garante hasta los años setenta del orden social han sido, de hecho, para la
mayoría de la población, instrumentos de definición cultural durante largo tiempo” (Pécaut,
2003, 22).

168. Estos datos son producto del rastreo realizado en las distintas ediciones del diario oficial de la
República de Colombia, publicado desde el 9 de Abril de 1948 hasta el 3 de Marzo de 1966,
que reposan en los archivos de la biblioteca general de la Pontificia Universidad Javeriana de
Bogotá.

169. El artículo 121 de la Constitución Nacional de Colombia autorizaba al presidente, sin
necesidad de intervención de ninguna de las otras ramas del poder público, ni de ningún
órgano de control, para declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República
o parte de ella, en caso de guerra exterior o conmoción interior. Únicamente requería el
Presidente la firma de todos sus ministros. También se disponía que “Restablecido el orden
público, el Gobierno convocará al Congreso y le pasará una exposición motivada de sus
providencias”. Mediante el Acto Legislativo número 1 del 10 de diciembre de 1960, se
modificó el artículo 121 de la Constitución Nacional y se previó que durante el estado de sitio
el Congreso Nacional debía reunirse por derecho propio, además se le otorgó la facultad de
remitir los Decretos expedidos por el Gobierno a la Corte Suprema de Justicia para que se
examinara se constitucionalidad.

170. Tovar explica las distintas acciones del Estado tomadas en función de facilitar el proceso de
industrialización del país, dentro de las cuales se observa la creación del Banco de la
República, de la Federación Nacional de Cafeteros, del Banco Central Hipotecario, del Fondo
de Fomento Municipal, de la Flota Mercante Grancolombiana, entre otras instituciones,
igualmente resalta la importancia de la reforma constitucional de 1936, mediante la cual se
abrió la posibilidad del intervencionismo estatal, especialmente con relación a la política
monetaria, cambiaria, arancelaria y crediticia; adicionalmente, llama la atención sobre el gasto
en obras públicas de infraestructura, especialmente en la construcción de ferrocarriles y
carreteras (Tovar, 1991, 209-211).

171. En este sentido, Tovar enuncia como ejemplos la intervención militar en los repetidos
conflictos de los trabajadores de la Tropical Fuit Company, en Barrancabermeja y en la
masacre de las bananeras (Tovar, 1991, 214).

172. “En el terreno económico, si se toma por indicador del intervencionismo efectivo la parte de
las inversiones públicas en el total de las inversiones, no hay en efecto incremento del
intervencionismo estatal entre 1930 y 1939. Al contrario, por razones evidentes se debilita
frente al periodo comprendido entre los años 1925 a 1929… Sin embargo lo esencial no está
ahí sino que de 1930 a 1942 se desarrolla un referente simbólico de la regulación estatal, que
hace del Estado el garante de los intereses generales frente a los intereses particulares”
(Pécaut, 1991, 264).

173. “El 9 de Abril no hace más que dar substancia a algo que en 1945 no era más que un
fantasma” (Pécaut, 1991, 267).

174. “Los campesinos mantuvieron latente la conciencia de las usurpaciones que habían padecido,
hasta que los cambios estructurales de los años veinte los impulsaron a renovar la lucha contra
el predominio de las grandes haciendas… Súbitamente los arrendatarios en las regiones de
nueva frontera empezaron a sostener que no eran arrendatarios sino colonos, y que la tierra era
del Estado y no de propiedad privada” (Legrand, 1991, 144-145).

175. “El 9 de Abril de 1948 evidenció un vacío al que se vio enfrentada parte de la población,
confundida al no lograr comprender ni sus propios actos ni la muerte de su líder” (Braun,
1991, 227-229).

176. “La solución superaba la esperanza de los políticos. No tendrían que mover a Gaitán. Su
cuerpo no sería expuesto una vez más al púbico. Lo enterrarían en las afueras de la ciudad, en
un edificio particular, en vez de un sitio histórico en el centro. El pueblo seguramente sentiría
orgullo y satisfacción al ver la casa del caudillo convertida en monumento nacional. Además,
en frente de esa casa el pueblo no encontraría un espacio grande donde congregarse. Gaitán, el
hombre que nunca fue aceptado en la vida pública de los tradicionales partidos políticos del
país, descansaría fuera de los límites físicos de ese alto mundo. Una vez tomada la decisión,
los liberales decidieron convertir el funeral, en una gran manifestación de apoyo popular al
partido, y así restablecer el control sobre la muchedumbre” (Braun, 1991, 232).

177. “Atrás queda el gesto vanidoso de quienes creen poder sacar de sus propias cabezas todos los
programas políticos, como si estos no tuvieran que ser forzosamente la sistemática y ordenada
interpretación de los anhelos populares. Atrás queda el aristocrático aislamiento de los grupos
rectores, porque no hay gestión política que no languidezca y pierda vida cuando se cortan los
canales por los que la alimenta la fecunda savia popular” (Braun, 1991, 234). Aparte del
discurso pronunciado por Alberto Lleras Camargo, expresidente de Colombia, el 20 de Abril
de 1948, en la ceremonia llevada a cabo en la residencia de Jorge Eliecer Gaitán.

178. “Un hombre parado en frente de una conocida sombrerería, se probó cuidadosamente un
sombrero tras otro, hasta que al final le gustó uno, asintió, y se fue” (Braun, 1991, 248).

179. “Un individuo caminaba repartiendo cigarros, porque tenía más de los que podía fumar.
Forzaba a algunos a que aceptaran esos cigarros, como si el objeto fuera el de establecer algún
contacto humano. La muchedumbre cooperó con el saqueo. Algunos cogieron más de lo que
podían cargar y lo dejaban en la calle, sabiendo que iba a ser recogido por otras personas con
el mismo derecho” (Braun, 1991, 249).

180. “Las multitudes respondieron principalmente al impacto que la política ejercía sobre sus vidas.
El orden social contra el cual se levantaron fue aquel en el que se tomaban decisiones políticas
sobre sus vidas” (Braun, 1991, 251).

181. “Creyente y cultor del principio del poder de la voluntad, en el individuo y en las
colectividades, Gaitán se convirtió en sin igual vendedor de ilusiones. Con su eslogan de que
‘el pueblo es superior a sus dirigentes’, abrió las puertas del sistema político a miles de
colombianos” (Palacios, 2003, 196).

182. En la motivación del Decreto 1239 de 1948 se lee: “Que se ha presentado grave caso de
conmoción interior y de perturbación del orden en la capital de la República y en el resto del
país, con motivo del aleve atentado de que fue víctima el eminente hombre público doctor
Jorge Eliecer Gaitán; Que esta situación constituye un peligro para las personas y bienes de los
asociados, que la autoridad está obligada a proteger; Que el gobierno ha tomado las medidas
aconsejables, dentro de la normalidad legal, y que la magnitud y gravedad de los desórdenes
que se han presentado en la capital de la República conducen a la convicción de que se hace
necesario declarar el estado de sitio”.

183. En la motivación del Decreto 3518 de 1949 se lee: “1º Que según informaciones oficiales
recibidas por el Gobierno, procedentes de varias regiones del país, se están consumando
graves atentados contra el orden público, que han llegado en algunas de ellas al ataque a la
autoridades legítimamente constituidas. 2º Que los hechos aludidos constituyen seria amenaza
para las personas y los bienes de los asociados, que la autoridad está obligada a proteger. 3º
Que los hechos enumerados en los considerandos anteriores han creado grave conmoción
interna. 4º Que el gobierno ha tomado las medidas a su alcance para el mantenimiento del
orden, pero, dada la magnitud y gravedad de los hechos, se hace necesario declarar turbado el
orden público y en estado de sitio todo el territorio nacional, a fin de cumplir debidamente los
deberes que en las presentes circunstancias le señala la Constitución”.

184. El artículo 42 de la Constitución Nacional de 1886, vigente para ese entonces, establecía: “La
prensa es libre en tiempo de paz; pero responsable, con arreglo a las leyes, cuando atente a la
honra de las personas, al orden social o a la tranquilidad pública”.

185. El artículo 18 de la Constitución Nacional de 1886 establecía (Acto Legislativo No. 1 de
1936): “Se garantiza el derecho de huelga, salvo en los servicios púbicos…”, y el artículo 46:
“Toda parte del pueblo puede reunirse o congregarse pacíficamente. La autoridad podrá
disolver toda reunión que degenere en asonada o tumulto, o que obstruya las vías públicas”.

186. Así por ejemplo, para El Tiempo se designó al Coronel Álvaro González Quintana, para El
Siglo se designó al Teniente Coronel Luis E. Zuluaga, para Vanguardia del Pueblo se nombró
al Capitán de Corbeta Alejandro Herrera, y así sucesivamente con El Liberal, El Espectador,
Eco Nacional, Jornada, La Nación, Semana, Crítica, Clarín, Estampa, etc.

187. Decreto 3580 del 11 de noviembre de 1949, artículo primero.

188. Decreto 3520 del 9 de noviembre de 1949, artículo primero.

189. Decreto 2207 del 7 de Julio de 1950, artículo primero.

190. Decreto 1268 del 18 de abril de 1948, artículo primero.

191. “Considerando: 3º Que el artículo 122 de la Ley 3ª de 1945 faculta al gobierno para convocar
Consejos de Guerra Verbales encargados de juzgar a todas las personas sindicadas de delitos
previstos en el Código de Justicia Penal Militar, cometidos antes o después de la turbación del
orden público, siempre que en el primer caso se trate de hechos que tengan relación con los
que dieron origen a esa turbación” (Decreto 1285 del 21 de abril de 1948).

192. “En cada Brigada o unidad operativa del Ejército terrestre, en las Fuerzas Aéreas y en la
Armada Nacional, debe haber un juez permanente con residencia en el respectivo Comando
Superior, que conoce, en primera instancia, de las infracciones militares, en armonía con lo
prescrito en este Código” (Artículo 13, Ley 3ª del 19 de Febrero de 1945 – Código de Justicia
Penal Militar).

193. “El cargo de defensor es de forzosa aceptación y puede recaer en un Oficial, en servicio activo
de igual o inferior grado al que tiene el procesado” Artículo 126, inciso segundo, Ley 3ª del 19
de Febrero de 1945 – Código de Justicia Penal Militar).

194. Artículo 130, Ley 3ª del 19 de Febrero de 1945 – Código de Justicia Penal Militar).

195. Artículo 130, Ley 3ª del 19 de Febrero de 1945 – (Código de Justicia Penal Militar).

196. Artículos 134 a 139, Ley 3ª del 19 de Febrero de 1945 – Código de Justicia Penal Militar. En
los años posteriores, se hicieron algunas aclaraciones y modificaciones a este procedimiento,
sin alterarlo en lo fundamental, como por ejemplo con el Decreto extraordinario 1123 del 31
de marzo de 1950 (Código de Justicia Penal Militar que derogó la Ley 3ª de 1945), los
decretos 2007 y 2832, del 18 de agosto y 8 de noviembre, respectivamente, de 1952 y el
Decreto 1355 del 22 de mayo de 1953.

197. “En consecuencia, si se trata de delitos complejos, es decir, de delitos contra el régimen
constitucional y seguridad interior del Estado, cometidos en conexidad con delitos comunes,
como los enumerados en el inciso anterior, el conocimiento corresponde a la justicia militar”
(Artículo 1º, inciso segundo, Decreto 1406 del 30 de abril de 1948).

198. Decreto 3562 del 10 de noviembre de 1949. El Decreto 3981 del 16 de diciembre de 1949,
modificó el artículo 1º del Decreto 3562 estableciendo una cuantía mínima de $1.000 y de
$500 para que el hurto y el robo, respectivamente, fueran conocidos por la Justicia Penal
Militar. Adicionalmente, el artículo 2º del Decreto 3981, permitió que el Jefe del Estado
Mayor General de las Fuerzas Militares, quedara facultado para designar un funcionario que
sustituyera al Juez Militar que cumplía la función de asesor jurídico del Consejo, cuando lo
considerara necesario.

199. “Artículo 1º parágrafo. Los mismos Consejos de Guerra Verbales juzgarán a los particulares
sindicados de los delitos de que tratan los títulos II, III, IV, VI, VII y IX, Libro Segundo del
Código Penal Militar…Artículo 2º Los Consejos de Guerra Verbales también juzgarán a los
particulares sindicados de delitos de “asociación e instigación para delinquir y apología del
delito”… y delitos de “hurto y robo de cabezas de ganado mayor” (Decreto 1534 del 9 de
mayo de 1950).

200. “Artículo 1º Radícase en los Comandantes de Brigada la facultad de convocar los Consejos de
Guerra Verbales que estimen necesarios para que, por el procedimiento establecido en el Libro
2º, Título 9º, de la Ley tercera de 1945 (antiguo Código de Justicia Penal Militar) juzguen los
delitos de que trata el Decreto extraordinario número 3562 de 1949…” (Decreto 2782 del 28
de Agosto de 1950).

201. “Artículo 1º Los Comandantes de la Armada y de la Fuerza Aérea colombiana tendrán la
facultad de convocar los Consejos de Guerra Verbales necesarios para el juzgamiento de los
delitos cometidos dentro de sus respectivas jurisdicciones y que deban ser juzgados por este
procedimiento”. (Decreto 1531 del 14 de julio de 1951).

202. “Artículo 4º La Justicia Penal Militar seguirá conociendo de los delitos de asociación e
instigación para delinquir de que tratan los artículos 208 y 209 del Código Penal (Ley 95 de
1936), cometidos por personas militares o civiles” (Decreto 1591 del 28 de Julio de 1951).

203. Ley 3ª del 19 de Febrero de 1945 – Código de Justicia Penal Militar.

204. “Artículo 379: Cuando la infracción por que se procede tuviere señalada pena de presidio o de
prisión, el procesado será detenido, si resultare contra él por lo menos una declaración de
testigo que ofrezca serios motivos de credibilidad, aunque no se haya todavía escrito, o un
indicio grave de que es responsable penalmente, como autor o partícipe de la Infracción que se
investiga, o si el funcionario que decretare la detención lo hubiere visto en el acto que
constituye su participación en la infracción” (Ley 94 del 13 de junio de 1938 – Código de
Procedimiento Penal). “Artículo 1º Cuando la infracción por que se procede fuera alguna o
algunas de las contempladas en los artículos 1º y 2º del Decreto 3562 de 10 de noviembre del
año en curso, y tuviere señalada pena privativa de la libertad o restrictiva de la libertad, el
procesado será detenido, si resultare contra él por lo menos una declaración de testigo que
ofrezca serios motivos de credibilidad, aunque no se haya todavía escrito, o un indicio
grave de que es responsable penalmente. Como autor o partícipe de la infracción que se
investiga, o si el funcionario que decreta la detención lo hubiere visto en el acto que
constituye su participación en la infracción” (Decreto 3697 del 22 de noviembre de
1949).

205. Artículo 397, Ley 94 del 13 de junio de 1938 – Código de Procedimiento Penal.

206. Decreto 3697 del 22 de noviembre de 1949.

207. “Artículo 406. No se podrá conceder excarcelación a los procesados por las infracciones
siguientes, en los casos en que tengan señalada pena de presidio o prisión: 1o. Delitos contra la
existencia y seguridad del Estado; 2o. Delitos contra el régimen constitucional y seguridad
interior del Estado; 3o. Delitos contra la administración pública; 4o. Delitos contra la
administración de justicia; 5o. Asociación para delinquir; 6o. Delitos contra la fe pública; 7o.
Delitos contra la salud y la integridad colectivas; 8o. Delitos contra la economía nacional,
la industria y comercio; 9o. Delitos contra el sufragio; 10. Delitos contra la libertad
individual; 11. Delitos contra la libertad y el honor sexuales; 12. Delitos contra la familia
en los casos de los artículos 349, 351, 352, 357 y 358 del Código Penal; 13. Homicidio en
los casos de los artículos 362, 363, 365 y 366 del Código Penal, y en el del artículo 370 del
mismo Código cuando se trate de culpa en el manejo de vehículos los automóviles,
siempre que el conductor procesado careciere de licencia o pase al tiempo de ocurrir el
accidente.

En todos los casos de homicidio por culpa en el manejo de vehículos automóviles, cuando
haya lugar a excarcelación, se le impondrá al procesado excarcelado, en la respectiva
diligencia, la prohibición de conducir vehículos mientras no se haya dictado a su favor
sentencia absolutoria o auto de sobreseimiento. Por tanto, se le retirará en el acto de la
diligencia el pase o licencia correspondiente; 14. Lesiones personales en los casos de los
artículos 373, 374, 375, 376 y 379 del Código Penal.

Cuando por culpa en el manejo de vehículos automóviles, se causare alguna de las lesiones
previstas en los artículos 373, 374, 375 y 376 del Código Penal, en la diligencia de
excarcelación al procesado se le impondrá la prohibición de conducir vehículos mientras no se
haya dictado a su favor sentencia absolutoria o auto de sobreseimiento. Por tanto, se le retirará
en el acto de la diligencia el pase o licencia correspondiente; 15. Robo, extorsión y chantaje;
16. Hurto y estafa de cantidad o cosa que valga más de doscientos pesos, y 17. Abuso de
confianza en los casos de los artículos 413 y 414 del Código Penal” (Ley 94 del 13 de junio de
1938 – Código de Procedimiento Penal).

208. “Artículo 2º La detención preventiva que hoy rige para las infracciones que implican penas de
presidio o de prisión queda extendida a las que la tienen de arresto en el Código Penal y leyes
que lo adicionan y reforman”, “Artículo 3º No tendrán derecho a excarcelación quienes por
culpa en el manejo de vehículos o unidades montadas sobre ruedas cometieren una infracción
penal que tenga señalada pena de presidio o de prisión” (Decreto 2184 del 19 de octubre de
1951).

209. “Cuando varias personas se concierten con el fin de cometer delitos, cada una de ellas será
penada, por esa sola conducta, con prisión de cuarenta y ocho (48) a ciento ocho (108) meses”
(Ley 599 de 2000, artículo 340).

210. Ley 95 del 24 de abril de 1936, artículo 208.

211. El Código Penal ordinario vigente para la época (Ley 95 de 1936) diferenciaba en sus artículos
19 y 20 las categorías de “cómplice necesario”, “cómplice” y “determinador”. “Artículo 19. El
que tome parte en la ejecución del hecho, o preste al autor o autores un auxilio o cooperación
sin los cuales no habría podido cometerse, quedará sometido a la sanción establecida para el
delito. En la misma sanción incurrirá el que determine a otro a cometerlo”, “Artículo 20. El
que de cualquier otro modo coopere en la ejecución del hecho o preste una ayuda posterior,
cumpliendo promesas anteriores al mismo, incurrirá en la sanción correspondiente al delito,
disminuida de una sexta parte a la mitad”.

212. En los artículos 15, 16, 17 y 18, el Código Penal de 1936 definía la tentativa desistida, la
tentativa inacabada, la tentativa acabada y la tentativa imposible: “Artículo 15. Al que
voluntariamente desista de la consumación de un delito iniciado, se le aplica solamente la
sanción establecida para los actos ejecutados, si éstos constituyen por sí mismos delito o
contravención”, “Artículo 16. El que con el fin de cometer un delito, diere principio a su
ejecución pero no lo consumare por circunstancias ajenas de su voluntad, incurrirá en una
sanción no menor de la mitad del mínimo ni mayor de las dos terceras partes del máximo de la
señalada para el delito consumado”, “Artículo 17. Cuando habiéndose ejecutado todos los
actos necesarios para la consumación del delito, éste no se realizare por circunstancias
independientes de la voluntad del agente, podrá disminuirse hasta en una tercera parte la
sanción señalada para el delito consumado”, “Artículo 18. Si el delito fuere imposible, podrá
disminuirse discrecionalmente la sanción establecida para el delito consumado, y hasta
prescindirse de ella”.

213. El artículo 6º de la Ley 48 del 13 de marzo de 1936, sobre “vagos, maleantes y rateros”
establecía que eran maleantes “a) Los que sin causa justificativa no ejercen profesión, ni oficio
lícito, y adoptan habitualmente para su vida y subsistencia medios considerados como
delictuosos; o los que aun ejerciendo profesión o teniendo oficio lícito, hayan sido conducidos
con frecuencia ante las autoridades como presuntos responsables de delitos contra las personas
o contra la propiedad, y respecto de los cuales, además, se haya pronunciado, si quiera por tres
veces, sobreseimiento de carácter temporal, por delitos contra la propiedad. b) Los
reincidentes en delitos de alcahuetería y corrupción. c) Los que con el propósito de cometer
cualquier delito contra la propiedad, ejecuten violencia sobre las personas, o las amenacen con
peligro inminente… d) Las personas que hayan sido condenadas por delitos contra la
propiedad, o sindicadas tres o más veces por la misma causa”.

214. “Artículo 1º Para los efectos de la ley 48 de 1936 y las disposiciones que la adicionan y
reforman son también maleantes los que cultiven, elaboren, comercien o de cualquier manera
hagan uso o induzcan a otro a hacer uso de la marihuana (Cannabis Sativa o Cannabis Indica)”
(Decreto 1858 del 4 de Septiembre de 1951).

215. “Considerando: Que la adopción de medidas más eficaces contra el delito contribuye al
restablecimiento del orden público” (Decreto 1858 del 4 de Septiembre de 1951).

216. De acuerdo con el artículo 7º de la Ley 48 de 1936 las personas responsables de los hechos
descritos en el artículo 6º (maleantes) serían condenadas a Colonia Agrícola Penal de dos a
cinco años.

217. “Artículo 1º No quedarán sujetos a sanción alguna los individuos comprometidos en delitos
contra el régimen constitucional o contra la seguridad interior del Estado o en conexión con
éstos, siempre que antes del 1º de octubre próximo se presenten espontáneamente ante las
autoridades políticas o militares y entreguen las armas, y siempre también que no se haya
iniciado proceso criminal alguno por esta causa en el momento en que se presenten. Artículo
2º Establécese el recurso especial de revisión contra las sentencias condenatorias de segunda
instancia, recurso que podrán interponer los individuos juzgados en ausencia por delitos contra
el régimen constitucional o contra la seguridad interior del Estado, o en conexión con éstos,
siempre que se presenten espontáneamente ante las autoridades políticas o militares y
entreguen las armas. Artículo 6º Los beneficios de este Decreto se extienden a las personas
que se encuentren privadas de libertad por los delitos contra el régimen constitucional o contra
la seguridad interior del Estado, o en conexión con éstos, siempre que se hubieren presentado
espontáneamente” (Decreto 1647 del 12 de julio de 1952. El Decreto 1936 de 1952,
reglamentó lo dispuesto en el Decreto1647).

218. En los Considerandos del Decreto 1647 se afirmaba: “1º Que es propósito del Gobierno en
bien de la paz facilitar el retorno a la vida normal y de trabajo a los ciudadanos que deseen
hacerlo, y que se encuentren en armas fuera de la ley, pero contra quienes no cursa
actualmente proceso penal alguno. 2º Que es conveniente con el mismo fin asegurar a todos
los que deseen presentarse a las autoridades y deponer sus armas, la mayor amplitud y la más
alta imparcialidad en la administración de justicia”, menos de un año antes mediante el
Decreto 2184 de 1951, se aumentaron las penas y se amplió la detención preventiva
considerando que el país reclamaba “la adopción de medidas más eficaces contra los delitos y
contravenciones”.

219. “Que es firme propósito del Gobierno tranquilizar a la Nación, imponiendo una justicia severa
y oportuna para contener las infracciones penales que perturban la normalidad pública”
(Decreto 3562 del 10 de noviembre de 1949). “Que debido a la expedición del nuevo Código
Penal Militar, Decreto 1125 de 1950, se hace necesario convocar Consejos Verbales
encargados de juzgar a todas las personas sindicadas de determinados delitos previstos en el
Código Penal Militar y en el Código Penal, a fin de imponer una justicia severa y oportuna
para contener las infracciones penales que perturban la normalidad pública” (Decreto 1534 del
9 de mayo de 1950).

220. Decreto 0241 del 3 de febrero de 1951.

221. Decreto 0242 del 3 de febrero de 1951.

222. Decreto 1858 del 4 de septiembre de 1951.

223. Decreto 2184 del 19 de octubre de 1951.

224. “Quizá nunca sepamos la verdadera cifra de asesinados, lisiados, desposeídos y exiliados. La
de 300.000 muertos goza de un gran favor en Colombia. Pero, en muchas comarcas y
períodos, las líneas que separan la criminalidad común y la Violencia fueron demasiado
tenues. Un estudio reciente informa de 194.000 muertos, distribuidos en una ‘Violencia
temprana’ (c. 1945-1953) en 230 municipios con 159.000 muertos y otra ‘tardía’, (1954-1966),
con unos 35.000 en un centenar de poblaciones” (Paul Oquist citado por Palacios, 2003, 192).

225. “Artículo 1º Concédese amnistía a los procesados o condenados por delitos contra el régimen
constitucional y contra la seguridad interior del Estado, cometidos con ocasión del 9 de abril
próximo pasado, de que tratan los artículos 139, 142, incisos 1º, 2º y 3º del artículo 144, 145,
146, 147, 148 y 149 del Código Penal, y 180 a 187, inclusive, del Código de Justicia Penal
Militar” (Ley 82 del 10 de diciembre de 1948).

226. Considerando, Decreto 3518 del 9 de noviembre de 1949.

227. Recordemos los decretos 3521 y 3526 de 1949 sobre censura de prensa y radiodifusión con
intervención militar, el Decreto 3522 del mismo año que prohibió las manifestaciones públicas
y suspendió el derecho de reunión, el Decreto 3520 también de 1949 que cerró el Congreso,
las asambleas y los consejos, así como el Decreto 3562 que amplió la competencia de la
Justicia Penal Militar.

228. “En las consideraciones siguientes queremos plantear tres puntos: 1. La Violencia está en
relación con la imposibilidad de consolidar la concepción de un orden social unificado. 2. La
Violencia está en relación con la irrupción de una nueva representación, de la división social y
política, que surge a través del laureanismo y del gaitanismo. 3. La Violencia está en relación
con el hecho de que tanto lo social como lo político tienden a descifrarse bajo el signo de la
dialéctica ‘amigo-enemigo’ ” (Pécaut, 2003, 32).

229. Sobre este punto ya habíamos precisado, que un intento de configurar al estado colombiano en
un elemento aglutinador y por lo tanto como una instancia de representación de diversos
intereses, por encima de los intereses privados, fue la regulación económica que comienza a
adoptarse desde los años treinta. Sin embargo, dicho intento no logra tener efectos
significativos en aras de “asumir la representación de la nación por encima de los intereses
privados” (Pécaut, 2003, 34).

230. “Existen por un lado luchas campesinas o situaciones sindicales sin expresión política; existen
por otro lado sectores como la CTC, que reivindican una representatividad social, pero que de
hecho sólo son actores políticos, comprometidos sobre todo en la política electoral” (Pécaut,
2003, 36).

231. Es importante en este punto tener en cuenta el prejuicio social tanto de liberales como de
conservadores, frente a la población campesina e indígena, al momento de explicar hechos
violentos. Así por ejemplo, el Partido Liberal en el texto Sangre y Fuego – Testimonio de la
tragedia boyacense, publicado en 1949 por la editorial Kelly, se refería a la Violencia
conservadora proveniente “indígenas bárbaros y crueles” (texto citado por Pécaut, 2003, 42).

232. “El proceso de reforma constitucional dividió más al conservatismo y alejó definitivamente a
los liberales. Esto se comprobó en la campaña electoral para formar la nueva Asamblea
Constituyente, ANAC, en las que medirían fuerzas las parcialidades conservadoras con miras a
la Presidencia de la República en el período, 1954-58. En las elecciones de la ANAC, gremios
como la SAC incluyeron destacados ospinistas y aún algunos liberales. Gómez empezó a
desplazarse cautelosamente por el occidente del país, su fuerte electoral. En abril de 1953, a
continuación de las elecciones de Cámara de Representantes, Ospina lanzó su candidatura
presidencial. Gómez la vetó con su acostumbrada intemperancia verbal. La escisión fue
profunda e irreparable. Todos los puentes se quemaron. Seis meses después, los dos jefes
liberales… optaron por el exilio” (Palacios, 2003, 209).

233. “Pero tampoco como partido de gobierno, al iniciarse el régimen de “Concentración Nacional”
(1930-34), iba el liberalismo a homogeneizarse. Con la misma flexibilidad de antes se
desdobla en dos corrientes, una de gobierno, propiamente dicha, y otra de oposición. La
primera, siempre dispuesta a entenderse con los más recalcitrantes conservadores en la
dirección general del Estado y de la economía, actúa institucionalizando o reprimiendo, tal
como lo hizo con el movimiento campesino, el cual padeció bajo los primeros años de la
república liberal una persecución no menor de la que hubiera cabido imaginar bajo la
hegemonía conservadora, entre otras razones porque muchos de los terratenientes que
constituían el blanco en las zonas de conflicto agrario eran liberales. La otra corriente, la de
oposición, se expresa a través de una o varias fracciones disidentes, que utilizando un lenguaje
de clase combaten, por encima de la identidad partidista, la política gubernamental e incluso el
orden establecido representado por la otra corriente liberal, dinamizando así las luchas de las
masas obreras y campesinas” (Sánchez, Meertens, 2002, 32).

234. Ya con ocasión del 9 de Abril de 1948 se había podido apreciar un intento de acuerdo
desesperado entre dirigentes liberales y conservadores. “En la noche del 9 de abril, líderes
liberales representativos consiguieron ingresar al palacio presidencial… empezaron con
Ospina una negociación que tomaría doce horas. En ese lapso el gobierno aseguró la lealtad
absoluta del Ejército y el control militar de la capital” (Palacios, 2003, 199).

235. Sobre este mismo punto, Palacios sostiene que el partido Liberal apoyaba también el gobierno
de Gustavo Rojas Pinilla, debido a sus propuestas de amnistía e indulto para presos políticos y
guerrilleros, así como por la restauración de la libertad de prensa. (Palacios, 2003, 210).

236. “Pasada la euforia inicial, la presión militar se haría sentir de manera selectiva y con particular
agudeza en las zonas en donde las guerrillas habían tenido la lucidez de esperar antes de
entregarse” (Sánchez y Meertens, 2002, 41).

237. “Hasta el golpe de Rojas, la policía, bajo la jurisdicción del ministro de Gobierno, intentó
hacer de la persecución política una rutina burocrática. Desaparecieron las policías
municipales y departamentales, algunas de las cuales, como la de Bogotá, se habían pasado el
9 de abril del lado de la chusma. En el papel, la centralización y profesionalización parecían
razonables… Sin embargo, muchos municipios tolimenses, vallecaucanos y caldenses de
mayorías liberales soportaron la invasión de comisiones de policía, reclutadas en poblaciones
conservadoras… No llevaron el orden sino que fueron autores y cómplices de una secuela de
abusos… Tampoco se hicieron esperar las represalias de los cuadrilleros liberales contra
veredas conservadoras inermes o contra los agentes uniformados” (Palacios, 2003, 222).

238. “Del segundo semestre de 1952 al primero de 1953, la región llanera fue escenario de una
ofensiva convencional en gran escala que involucró la Fuerza Aérea. Sin resultado, el gobierno
solicitó a los Estados Unidos un millar de bombas napalm, con las que esperaba derrotar a los
llaneros. En las ofensivas y contraofensivas, la población dejaba sus bienes y ganados. Se
enseñoreó la inseguridad. Y los guerrilleros fueron más y más populares. Sus acciones
empezaron a tomar un inconfundible sesgo social” (Palacios, 2003, 227).

239. “En la zona del Sumapaz, fortín gaitanista de los años 30 y con una sólida tradición de lucha
organizada por la tierra, fue posible transformar las antiguas asociaciones reivindicativas en un
amplio y disciplinado movimiento guerrillero” (Sánchez y Meertens, 2002, 39).

240. “En 1952-54 el sur tolimense fue escenario de una guerra encarnizada entre los limpios
(liberales) y los comunes (comunistas) y estos últimos establecieron nexos con el alto
Sumapaz donde actuaban las fuerzas agraristas de Juan de la Cruz Varela” (Palacios, 2003,
223).

241. “Los primeros grandes núcleos guerrilleros se formaron en zonas que, como los Llanos,
combinaban determinadas circunstancias: homogeneidad política; fronteras de colonización
abierta capaces de absorber productivamente un número ilimitado de fugitivos del interior del
país; distancias considerables del poder central que dificultaban la represión, y vecindad de un
país (Venezuela) cuyo gobierno se suponía amigo de la resistencia” (Sánchez y Meertens,
2002, 39).

242. “Los actores principales fueron el ejército, la policía y fuerzas paramilitares conservadoras: las
guerrillas de la paz en los Llanos, la contrachusma en Antioquía, los patriotas en el Tolima y la
policía rural en el noroccidente de Cundinamarca, supuestamente enfrentadas a comandos
guerrilleros auxiliados por la población liberal” (Palacios, 2003, 223).

243. “La pacificación del gobierno militar no sólo fracasaba en el Sumapaz. La Violencia prendía
en algunas comarcas del occidente bajo el signo de complicidades entre el gobierno militar y
los conservadores locales quienes, desde 1947-48, venían empleando pájaros. Sus orígenes
pueden encontrarse en la manipulación partidista de la policía bajo la república liberal que,
después de 1946, tuvo una respuesta aún más virulenta entre los conservadores, en particular
entre sus dirigentes socialmente móviles que encontraron en la Violencia electoral un medio de
promoción” (Palacios, 2003, 229).

244. “A la inversa de lo ocurrido en algunas sociedades europeas, los Estados suramericanos fueron
la base de las formaciones nacionales. Este proceso tuvo como común denominador en los
distintos países la inestabilidad económica y la dificultad de integración social” (Leal, 1994,
17).

245. Gilhodés advierte que este discurso anticomunista parece diluirse durante la república liberal
mientras la atención del ejército se encontraba centrada en la guerra con el Perú, sin embargo
sostiene también qué “la influencia pro alemana introducida en particular (que no solamente)
por los chilenos, sigue siendo muy fuerte como lo muestran tanto el No. 254-255 (agosto-
septiembre, 1933) con un artículo de F.W. Von Oertzen ‘Milicia cívica o Ejército a contratas’
como en el No. 256 (octubre, 1933) con una conferencia, que levantaría muchas polémicas, del
general Kreiss Von Kressenstein ante el círculo militar argentino: ‘Política y conducción de la
guerra’ ” (Gilhodés, 1991, 347).

246. “La Guerra Fría surgió de la bipolaridad política e ideológica en que quedó dividido el mundo
al finalizar la segunda guerra y de la competencia de los dos grandes bloques por el control
estratégico de las grandes áreas geográficas… Sobre esta base, nació el denominado ‘Estado
de seguridad nacional’ estadounidense” (Leal, 1994, 19).

247. “La Resolución Octava del Acta contemplaba la defensa colectiva del continente frente a la
aún inconclusa guerra mundial, con la utilización de las fuerzas armadas latinoamericanas en
unión de las norteamericanas” (Leal, 1994, 21).

248. “Propuso la unificación militar continental” (Leal, 1994, 21).

249. “Este acuerdo fue el más importante para la unificación americana de la política militar, ya que
representó la integración de las instituciones militares de América Latina a un bloque bélico
cuya dirección estratégica estaba a cargo de los Estados Unidos” (Leal, 1994, 21).

250. Por ejemplo Gilhodés sostiene que una vez el general Rafael Sánchez Amaya reemplazó en el
ministerio de guerra al General Germán Ocampo, comenzó una cierta parcialización política
del ejército, en la que varios oficiales sospechosos de liberalismo fueron excluidos. (Gilhodés,
1991, 348). Al respecto, Leal afirma qué “con la ayuda de la apoliticidad militar formal, hubo
resistencia institucional para tomar partido en la contienda, lo cual facilitó la continuidad de la
subordinación castrense a los gobiernos civiles. Incluso, las presidencias militares… fueron el
resultado de coaliciones bipartidistas que las indujeron directamente” (Leal, 1994, 45).

251. “El ala más radical del conservatismo comenzó a percibir todas las expresiones de la protesta
social como la proyección de la amenaza bolchevique y las Fuerzas Armadas van a ser
utilizadas en la represión de movimientos huelguísticos, como la de la uso en Barrancabermeja
de 1924 y 1927 o la famosa huelga de las bananeras de 1928, entre otras expresiones de lucha
social” (Vargas, 2008, 311).

252. “A finales 1946 había doscientos alcaldes militares” (Vargas, 2008, 315).

253. Los jefes civiles y militares eran funcionarios designados por el gobierno nacional encargados
de la pacificación de ciertas regiones, que concentraban funciones administrativas, militares,
policivas y judiciales.

254. Decreto 1723 del 2 de julio de 1953.

255. Artículo 1º (Decreto 1723 del 2 de julio de 1953).

256. Artículo 1º (Decreto 1896 del 21 de julio de 1953).

257. “Artículo 1º Queda prohibido publicar informaciones, noticias, comentarios, caricaturas,
dibujos o fotografías que, directa o indirectamente, impliquen falta de respeto para el
Presidente de la República o para el Jefe de Estado de una Nación amiga, o comprometan
seriamente el normal desarrollo de las relaciones internacionales de Colombia”, “Artículo 2º
Queda también prohibida toda publicación en la cual se dé cuenta de hechos que afecten el
orden público, o que directa o indirectamente configuren o traten de configurar sucesos de
violencia como producto del sectarismo o de la pasión política, o de provocar o estimular la
perturbación del orden público o la Violencia política” (Decreto 2535 del 21 de septiembre de
1955).

258. Decreto 2238 del 13 de agosto de 1955, artículos 1º y 3º.

259. Decreto 1893 del 17 de julio de 1953, considerando.

260. Decreto 2192 del 19 de julio de 1954, considerando.

261. Decreto 1285 de 1948, Decreto 1406 de 1948, Decreto 1895 de 1948, Decreto 3562 d 1949,
Decreto 1534 de 1950, Decreto 2782 de 1950, Decreto 1531 de 1951 y Decreto 1591 de 1951.

262. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, considerando.

263. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 1º.

264. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 2º.

265. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 4º.

266. El SIC fue sustituido en 1960 por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS)
mediante el Decreto 1717 del 18 de julio, durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo.

267. “Que por Decreto número 3518 de 1949 se declaró turbado el orden público y en estado de
sitio todo el territorio nacional; Que hay necesidad de establecer un organismo técnico que
vele constantemente por el mantenimiento de la seguridad interior y exterior del Estado y que
así mismo preste su colaboración a los Jueces y Tribunales del país para la buena marcha de la
administración de justicia… Decreta: Artículo 1º Créase como Departamento Administrativo
autónomo un organismo técnico de investigación e información que se denominará ‘Servicio
de Inteligencia Colombiano’ (S. I. C.) y que tendrá jurisdicción en todo el territorio nacional”
(Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953).

268. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 2º.

269. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 2º.

270. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 4º.

271. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 5º.

272. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 7º (literal d).

273. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 11.

274. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 11 (numeral 5º).

275. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 11 (numeral 7º).

276. Decreto 3468 del 1º de diciembre de 1954, artículo primero.

277. El Decreto 2900 del 3 de noviembre de 1953 implementó varias medidas en materia penal
militar, entre ellas, creó el Tribunal Superior Militar y un Cuerpo de Funcionarios Instructores,
así mismo modificó el delito de deserción, reglamentó asuntos relacionados con la casación e
intentó unificar los procedimientos ante la Justicia Penal Castrense.

278. Decreto 0943 del 29 de marzo de 1953, artículo 1º.

279. Decreto 1111 del 20 de abril de 1955.

280. Decreto 0209 del 23 de junio de 1958, artículo primero (literal a).

281. Decreto 0209 del 23 de junio de 1958, artículo primero (literal b).

282. Decreto 0684 del 5 de marzo de 1954, artículo primero.

283. Decreto 0684 del 5 de marzo de 1954, artículo tercero.

284. Nuevamente tenemos aquí una muestra más de la militarización y desjudicialización de la
justicia penal. El Decreto 1574 del 14 de mayo de 1954, estableció que la segunda instancia,
cuando se tratara de los delitos contemplados en el Decreto 0694, sería el Comandante General
de las Fuerzas Armadas si el fallo de primera instancia había sido dictado por el Jefe del SIC.

285. Decreto 3000 del 13 de octubre de 1954, artículo cuarto.

286. Decreto 3000 del 13 de octubre de 1954, artículo quinto.

287. Decreto 3000 del 13 de octubre de 1954, considerando.

288. Decreto 0078 del 26 de abril de 1957, artículo primero.

289. “En la misma sanción incurrirán los que mantengan en su poder escritos o publicaciones
clandestinas de esta clase sin que den aviso oportuno a cualquier autoridad” (Decreto 0078 del
26 de abril de 1957, artículo primero).

290. Decreto 0078 del 26 de abril de 1957, artículo tercero.

291. Decreto 1139 del 22 de abril de 1955, artículo primero.

292. “Artículo 1º Queda prohibida la actividad política del comunismo internacional La Ley
reglamentará la manera de hacer efectiva esta prohibición” (Acto Legislativo Número 6 del 14
de septiembre de 1954 reformatorio de la Constitución Nacional).

293. Decreto 0434 del 1 de marzo de 1956, considerando.

294. Decreto 0434 del 1 de marzo de 1956, considerando.

295. “Nadie ignora que el comunismo es un partido internacional, que por su afán ecuménico de
proselitismo rebasó las propias fronteras de su experimento esclavista, y pretende, con sus
programas de expansión, sojuzgar la conciencia de los pueblos libres” (Exposición de motivos,
Acto Legislativo Número 6 del 14 de septiembre de 1954 reformatorio de la Constitución
Nacional).

296. “Ningún país de América Latina puede permanecer ajeno a estas organizaciones… de
explosivo peligro interno, ya que la soberanía de las naciones, el orden público interno y la
intangibilidad de las instituciones nacionales y tradicionales debemos defenderlos
valerosamente porque son… nuestra razón de ser como pueblos y como sociedades que
surgieron a la vida independiente con el advenimiento de la democracia y tutelados por
principios eternos e inmutables” (Exposición de motivos, Acto Legislativo Número 6 del 14 de
septiembre de 1954 reformatorio de la Constitución Nacional).

297. “La libertad humana, nacida de los auténticos manantiales del cristianismo, está amenazada
universalmente por la avalancha materialista que pretende esclavizar al hombre, con un
despotismo bestial de dominación absoluta no visto ni registrado en la historia de la especie”
(Exposición de motivos, Acto Legislativo Número 6 del 14 de septiembre de 1954
reformatorio de la Constitución Nacional).

298. La iniciativa para que se discutiera en la Asamblea Nacional Constituyente la prohibición
constitucional del comunismo la tuvo el presidente de la República Teniente General Gustavo
Rojas Pinilla, según se lee en la misma exposición de motivos: “El Excelentísimo señor
Presidente de la República ha recomendado al Cuerpo soberano y deliberante de esta
Asamblea una declaración explícita sobre este trascendental asunto”. Adicionalmente, para
reforzar los argumentos que soportaron esta medida, en la exposición de motivos se hace
alusión a los hechos ocurridos el 9 de abril de 1948, como un ejemplo de la fuerza destructiva
y subversiva del comunismo: “El 9 de abril, cuyo recuerdo está presente en la memoria de
estas generaciones que lo vivieron, es un ejemplo monumental, que no puede olvidarse con la
infidelidad de la experiencia, porque las heridas sangrantes de aquellos días continúan abiertas
en el propio corazón de la Patria”.

299. “Artículo segundo. Ejercen actividades políticas de índole comunista quienes obedezcan
órdenes, instrucciones o consignas de partidos o entidades comunistas extranjeros, o por
cualesquiera medios preconicen o traten de implantar en la organización de la familia, de la
sociedad o del Estado las doctrinas y métodos del comunismo internacional, o asistan con
conocimiento de causa a juntas o reuniones de ese carácter, bien sea éste manifiesto o
encubierto” (Decreto 0434 del 1 de marzo de 1956).

300. “Artículo tercero: Se presume legalmente que es responsable de participar en actividades
políticas de índole comunista: a) Quien figure, con su conocimiento y son protestar por ello,
como miembro inscrito de una organización comunista, en cualquier libro, registro, lista,
correspondencia u otro documento; b) Quien contribuya económicamente mediante cuotas,
donaciones, préstamos, aportes u otra forma similar al desarrollo de planes u objetivos
comunistas; c) Quien se someta accidental, temporal o permanentemente a la disciplina de una
organización comunista; d) Quien ejecute proyectos o cumpla instrucciones u órdenes de
personas u organizaciones comunistas, o las divulgue o comunique por cualesquiera medios;
e) Quien actúe como dirigente, organizador, corresponsal, mensajero, agente, propagandista o
en calidad similar de una organización comunista; f) Quien redacte documentos, panfletos,
hojas volantes, libros o cualquier otro tipo de publicaciones en apoyo de los fines u objetivos
del comunismo, o los distribuya, embarque o remita como propaganda; g) Quien exprese la
decisión de cumplir los proyectos, planes, instrucciones u órdenes de personas u
organizaciones comunistas tendientes a la realización de los fines u objetivos del comunismo”
(Decreto 0434 del 1 de marzo de 1956).

301. “Artículo cuarto. De las infracciones de que trata el presente Decreto conocerá la Justicia
Penal Militar, por el procedimiento de Consejos de Guerra Verbales y, por lo tanto, contra los
fallos que éstos dicten podrán interponerse los recursos de apelación, casación y revisión
consagrados por el Código de Justicia Penal Militar. Parágrafo. Es entendido que si en la
investigación de las actividades comunistas surgiere cualquiera otra infracción conexa definida
en el Código Penal o en el Código Penal Militar, de todas ellas conocerá la Justicia Penal
Militar” (Decreto 0434 del 1 de marzo de 1956).

302. “Artículo primero. Con las excepciones contempladas en este Decreto, solamente el Gobierno
podrá importar armas de fuego; artefactos propios para lanzar gases tóxicos; municiones para
tales armas; cualquier clase de municiones que estallen o se fragmenten, lo mismo que
vainillas, fulminantes, cargas de proyección o proyectiles para confeccionar municiones;
armas de ánima lisa para cacería, o de defensa personal; sus municiones; materias primas
necesarias para procesos de fabricación de dichos elementos; dinamitas; gelignite,
blastingelatine, fósforo blanco, mechas de combustión y demás implementos propios para
provocar explosiones” (Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955).

303. Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955.

304. “Artículo veinticuatro. El dueño, poseedor o tenedor de taller de reparación de armas de fuego,
o de sección de otro taller dedicado al mismo objeto, que funciones sin la autorización previa
del Ministerio de Guerra… incurrirá en prisión de seis meses a tres años” (Decreto 3416 del 23
de diciembre de 1955).

305. “Artículo veinticinco. Quien reciba para reparación un arma de fuego que no esté amparada
por salvoconducto, incurrirá en multa… por la primera vez… y en caso de reincidencia, en
prisión de seis meses a tres años” (Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955).

306. “Artículo veintiséis. Quien mantenga en su poder armas de fuego o municiones para las
mismas, sin tener facultad legal para ello, incurrirá en prisión de dos a cuatro años” (Decreto
3416 del 23 de diciembre de 1955).

307. “Artículo veintisiete. Quien ilícitamente negocie o traspase a cualquier título armas de fuego o
municiones para las mismas, incurrirá en prisión de tres a seis años… Si se tratare de armas de
uso privativo de las Fuerzas Armadas, la prisión será de diez a quince años” (Decreto 3416 del
23 de diciembre de 1955).

308. “Auméntanse el doble las penas señaladas por el Decreto legislativo número 3416 de 1955
para los infractores de las disposiciones sobre fabricación, porte, etc., de armas y municiones”
(Decreto 0130 del 30 de abril de 1958, artículo cuarto).

309. Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955, artículo veintiocho.

310. Decreto 3416 del 23 de diciembre de 1955, artículo treinta y uno.

311. Decreto 1546 del 22 de junio de 1953, artículo primero.

312. Decreto 1546 del 22 de junio de 1953, artículo segundo.

313. Decreto 1546 del 22 de junio de 1953, considerando.

314. Decreto 1546 del 22 de junio de 1953, artículo segundo (parágrafo segundo).

315. Decreto 2311 del 4 de septiembre de 1953, artículo 7º.

316. Decreto 2449 del 18 de septiembre de 1953, artículo 1º.

317. “Corresponde al Presidente de la República, en relación con la administración de justicia: 4º
Conceder indultos por delitos políticos, con arreglo a la ley que regule el ejercicio de esta
facultad” (Constitución Nacional de Colombia, agosto 5 de 1886, Acto Legislativo número 1
de 1945, artículo 28).

318. El Título II del Libro segundo del Código Penal vigente para la época describía las conductas
de rebelión, sedición y asonada. El artículo 4º del Decreto 1591 de 1951 hacía alusión a los
delitos de asociación e instigación para delinquir.

319. Decreto 2184 del 21 de agosto, artículo 1º.

320. “Artículo primero. Concédese amnistía para los delitos políticos cometidos con anterioridad al
1º de enero del presenta año” (Decreto 1823 del 13 de junio de 1954).

321. “Artículo tercero. Concédese indulto a los sindicados condenados en sentencias ya
ejecutoriadas por los delitos señalados en el artículo 1º” (Decreto 1823 del 13 de junio de
1954).

322. Decreto 1823 del 13 de junio de 1954, artículo primero inciso segundo.

323. Decreto 1823 del 13 de junio de 1954, artículo sexto.

324. Decreto 2062 del 8 de julio de 1954, artículo 1º.

325. Decreto 1823 del 13 de junio de 1954, artículo 2º.

326. Decreto 1823 del 13 de junio de 1954, artículo 14.

327. Decreto 1823 de junio 13 de 1954, artículo séptimo. Decreto 2062 de julio 8 de 1954, artículo
13.

328. “El Decreto en mención concedía la amnistía a los militares implicados en el golpe frustrado
contra López Pumarejo en 1944” (Molano, 1978, 18).

329. Alfredo Molano cita un fragmento de una declaración hecha por el Ministro de Gobierno de
Gustavo Rojas Pinilla, Lucio Pabón Núñez, aparecida en el diario El Espectador el 31 de mayo
de 1954, en la que se alude a la amnistía como un gesto de reconciliación nacional: “Para que
se efectúe la verdadera reconciliación nacional, los partidos políticos que ayer se encontraban
en verdadera situación de guerra, tienen que decretarse mutuamente una amplia, una patriótica
amnistía”. De acuerdo con Molano, “era una invitación a que los partidos acordaran los
términos de la amnistía con independencia del gobierno para poder presentarse éste a
sancionar la alianza, salvaguardando su autonomía y personalidad política. Cabe anotar que
Pabón exceptuaba del arreglo al Partido Comunista ‘Por considerar que ellos constituyen un
peligro de exterminio para la patria misma’ ” (Molano, 1978, 19).

330. “El liberalismo y el conservatismo cabían dentro del espacio abierto por la amnistía porque
ellos constituían piezas fundamentales del poder, mientras que el Partido Comunista no había
logrado erigirse como un rival que pudiera hacerse alojar allí” (Molano, 1978, 20).

331. “Haciendo un resumen de los elementos y hechos que precedieron el decreto 1823 podemos
afirmar que la amnistía y el indulto fueron las consecuencias necesarias del arbitraje militar
que había sido logrado como acuerdo entre los liberales y el Ospino-Alzatismo para impedir la
perpetuación del Laureanismo en el poder bajo la forma de una Nueva Constitución.

El liberalismo entregó las guerrillas del Llano a cambio del reconocimiento de su personalidad
política y de una adecuada representación liberal en la ANAC. El conservatismo aceptó
conceder la amnistía a los liberales a cambio del cese de la resistencia civil, y del
extrañamiento legal del Partido Comunista. Las Fuerzas Armadas quisieron preservar su
independencia del acuerdo, aunque se mostraron dispuestas a facilitarlo y garantizarlo”
(Molano, 1978, 22-23).

332. “Un partido que atacara el Estado era susceptible de ser considerado como una banda de
delincuentes que constituían un ‘peligro de exterminio para la patria misma’ ” (Molano, 1978,
25).

333. “La precariedad institucional no se mide por la presencia del Estado en un sitio u otro y, menos
aún, por el hecho de saber si el Estado construye redes eléctricas o puentes; se expresa, sobre
todo y de manera más simple, en el hecho de que la autoridad del Estado, la aceptación de las
reglas institucionales, la adhesión compartida a una misma simbólica de la unidad nacional se
encuentran sometidas a numerosas eventualidades o brillan por su ausencia… Durante mucho
tiempo no es el Estado el que garantiza un mínimo de cohesión nacional, sino las redes
vinculadas con los dos partidos políticos. En los campos o en las zonas de colonización, la
comunicación con el poder se efectuaba a través de la mediación de las clientelas partidistas”
(Pécaut, 2003, 97).

334. De acuerdo con Pécaut, en Colombia el concepto de ciudadanía también fue muy precario
durante La Violencia, pues desde el punto de vista político “la noción de ciudadanía supone
que los individuos disponen de derechos y pueden reclamar su aplicación, se sienten miembros
de solidaridades intermedias pero también de una comunidad política nacional, es decir,
consideran que la vida pública les concierne y creen que pueden ejercer una influencia sobre
ella. Estos elementos no están presentes a lo largo de la historia del siglo XX y los derechos
oficialmente reconocidos han sido burlados muy a menudo”, mientras que desde el punto de
vista social “las reformas de los años 1930 estaban orientadas sobre todo a estrechar los
vínculos entre una parte de las clases populares y el partido liberal. Una legislación social
nueva sólo aparece verdaderamente en 1944-45 y no produce efectos porque fue arrastrada en
la tormenta de la Violencia” (Pécaut, 2003, 97-99).

335. “La ausencia de los derechos y la fragilidad de la simbólica nacional no son ajenos al hecho de
que muchos colombianos manifiesten la más grande desconfianza con respecto al Estado. Este
sentimiento se encuentra casi en todas partes en América Latina durante el siglo XX, porque el
Estado parece tener una mera existencia abstracta con relación a los pueblos y a las provincias
y porque los fundamentos de su legitimidad son inciertos. Sin embargo, en el caso
colombiano, esta desconfianza se ha prolongado” (Pécaut, 2003, 100).

336. “El Frente Nacional, en sus comienzos en todo caso, tomó medidas que beneficiaron a ciertos
sectores sociales; pero fueron numerosos los sectores que quedaron excluidos de ellas; es
suficiente constatar a este respecto que la seguridad social sólo cubre un porcentaje de la
población muy inferior al de la mayor parte de los demás países de América Latina. Los
procedimientos de resolución de conflictos colectivos, por lo demás, no alcanzaron nunca un
nivel suficiente de institucionalización como para prevenir el recurso a la fuerza bruta”
(Pécaut, 2003, 99).

337. “El Frente Nacional, ese pacto de repartición del poder entre los dos partidos que se habían
hecho la guerra, ofrece un ejemplo de transacción consagrada legalmente, una transacción que
se hace en detrimento de cualquier otra fuerza política” (Pécaut, 2003, 100).

338. “Pero el ejercicio del poder tiene su propia dinámica, y el gobierno de Rojas fue
distanciándose de las esperanzas que acariciaban sus promotores. El asesinato de estudiantes el
8 y 9 de junio sacó a flote las dudas que comenzaban a irritar a los dirigentes; el progresivo
recorte de libertades públicas generalizó el descontento; y la matanza de la plaza de toros,
cristalizó una posición sin matices, que aplazó las retaliaciones entre los directorios políticos.
La promesa de Rojas de sustraerse a la lucha de los partidos tradicionales se transformó en la
aspiración de crear su propia fuerza, el célebre binomio Pueblo-Fuerzas Armadas. La
posibilidad de que la dialéctica populista… canalizara el fervor de una violencia ambigua en
sus modalidades pero de composición popular inequívoca y afianzara las tentaciones políticas
de una pequeña burguesía súbitamente redimida, excitaba los temores de los conductores
tradicionales” (Molano, 1978, 49-50).

339. “La irrupción de Rojas logró en un primer período atenuar el ritmo de la Violencia. La
negociación con los liberales condujo a la entrega de los guerrilleros de los Llanos,
precisamente cuando Guadalupe Salcedo había sancionado La Segunda Ley del Llano; y la
amnistía y el indulto decretado en 1954 debilitó momentáneamente la intensidad de la lucha en
la región andina… A partir del año 55 la Violencia se reanima con un vigor inusitado: Villarica
es arrasada y los periódicos clausurados… Entonces vino el recrudecimiento de la represión
contra el badolerismo y el comunismo. La matanzas de Cunday, 140 muertos; Cabrera, 95
muertos; Villa-Hermosa, 65 muertos, etc., son testimonios del brutal afán de Rojas por
controlar la situación”. (Molano, 1978, 51-54).

340. “La suavidad de la caída y del cambio inmediato retratan una dictadura blanda para los
patrones latinoamericanos y caribeños de la época” (Palacios, 2003, 216).

341. “Los primeros meses de gobierno de la Junta Militar ilustran un aspecto común a las
transiciones a la democracia: cómo ajustar cuentas con el antiguo régimen y cómo recrear
legitimidad. Sólo hasta el 20 de mayo Alberto Lleras la respaldó explícitamente. Había que
aplacar el sentimiento antimilitarista generalizado y neutralizar a quienes pedían investigar y
abrir proceso criminal a la jerarquía castrense” (Palacios, 2003, 216).

342. “Un pacto de gobierno de coalición bipartidista, firmado por Lleras y Gómez en julio de 1957,
ahora en el balneario de Sitges, debía llevarse al pueblo por medio de un plebiscito muy
sencillo y concreto sin antecedentes en la historia colombiana… La Junta acogió el documento
y se comprometió con el plebiscito. El frente civil empezó a llamarse Frente Nacional: los
militares hacían parte del nuevo orden. Quedaba cancelada la oposición civil-militar”
(Palacios, 2003, 217).

343. El 2 de mayo de 1958 se llevó a cabo un nuevo intento de golpe militar (Palacios, 2003, 218).

344. “El FN fue la edad dorada de los llamados pactos de caballeros entre el alto gobierno y
organizaciones como ANDI, FENALCO, la ASOBANCARIA o la SAC… Pactos e
influencias que dieron al régimen un aire oligárquico. En diciembre de 1960, Carlos Lleras…
declaró a El Espectador: ‘nadie podrá desmentirme si afirmo que las más importantes
empresas del país han sido mis clientes en más de treinta años de vida profesional’. Se refería
a la profesión de abogado tributarista” (Palacios, 2003, 240-241).

345. “Ya desde 1950 Colombia empezaba a figurar entre los primeros beneficiarios de las políticas
del Exim- Bank y del Banco Mundial. Unos diez años más tarde, ante el reto de la Revolución
cubana, Estados Unidos revisó su política hemisférica… En 1962 comenzó operaciones el
Banco Interamericano de Desarrollo, cuya creación había sido presentada en la Conferencia
Interamericana de Bogotá (1948). Por los mismos motivos de la guerra fría el gobierno
norteamericano apoyó la creación de la Organización Internacional del Café (OIC). Con un
sello más personal y en respaldo al paquete de reformas económicas y sociales consagradas en
la Carta de Punta del Este (1961) el presidente Kennedy propuso la Alianza para el Progreso,
de la cual Colombia fue considerada la vitrina y en función de la cual se creó el Departamento
de Planeación que preparó el ‘Plan Decenal de Desarrollo’ y el ‘Plan Cuatrienal de
Inversiones’, con la asistencia técnica de la Misión de CEPAL (1960-1962)” (Palacios, 2003,
241).

346. Ley 135 del 13 de diciembre de 1961, artículo 1º.

347. Durante el Frente Nacional las únicas dos alternativas de oposición que parecieron tener
alguna viabilidad fueron el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal) y la ANAPO, los
cuales terminaron excluidos del juego político, el primero de ellos al volver su líder López
Michelsen al oficialismo liberal en 1967 y el segundo después de que en las elecciones
presidenciales de 1970 fuera víctima de un inesperado cambio en el escrutinio (fraude) que
llevó a la presidencia al candidato conservador Misael Pastrana (Palacios, 2003, 259-261).

348. “La creación de la doctrina fue obra de unos pocos países suramericanos, especialmente
Argentina y Brasil, y en menor grado y con posterioridad Chile”. El término “Doctrina de
Seguridad Nacional” se generaliza en los años setenta (Leal, 1994, 30-32).

349. “La guerra antisubversiva da prioridad al componente psicológico. Para su aplicación fueron
copiadas las instituciones estadounidenses del Estado de seguridad nacional, particularmente
lo que se entiende en términos militares por “inteligencia”. Todos los servicios de inteligencia
se militarizaron y fueron ubicados, al igual que en el sistema nazi, por encima de la jerarquía
que le corresponde en la organización institucional tradicional. Se identificó al enemigo sobre
la base de un manejo maniqueo de la información. Para combatirlo, dado el carácter ‘irregular’
de la guerra, se aplicaron métodos de la guerra psicológica, donde la definición de propaganda
se amplía al máximo: persecución, hostigamiento, detención arbitraria, tortura, desaparición”
(Leal, 1994, 41).

350. “El proceso colombiano de profesionalización castrense se ubica en 1907, año de fundación de
la actual Escuela Militar de Cadetes del Ejército, y en 1943, año en el cual los oficiales
egresados de esa escuela ocuparon los más altos cargos de la jerarquía militar” (Leal, 1994,
44).

351. “Durante el Frente Nacional apareció otro tipo de violencia política que se cruzó con la
provocada por los partidos tradicionales. A mediados de los años sesenta, mientras se
extinguían los restos del conflicto armado bipartidista, aparecía la Violencia de las guerrillas
subversivas… de esta manera, el clima militar antisubversivo creó condiciones propicias para
definir el componente colombiano de la Doctrina de Seguridad Nacional” (Leal, 1994, 46).

352. Ver: Comando del Ejército, La misión del Ejército, Bogotá, Sección Imprenta y Publicaciones
de las Fuerzas Militares, 1960, 38, citado por Leal, 1994, 47.

353. “Uno de sus pilares, la ‘acción cívico-militar’, proponía ganarse a la población civil con
jornadas de alfabetización, salud y obras públicas, con el fin de quitarle apoyo popular a las
organizaciones armadas rebeldes. Las innovaciones del general Ruiz sirvieron de base para
que el presidente Guillermo León Valencia lo nombrara como su primer ministro de Guerra en
1962. De ahí en adelante la estrategia del Plan Lazo se generalizó a las demás instituciones
militares” (Leal, 1994, 48).

354. “En 1964 el Ejército adelantó acciones militares contra las ‘repúblicas independientes’, en
zonas centrales del país con influencia comunista y organización de autodefensa campesina.
Se trataba de “ejercer soberanía” y de paso mostrar a las instituciones castrenses la realidad del
comunismo. Todo ello se logró, pero también se desplazaron geográficamente las
autodefensas, las cuales se convirtieron en el grupo guerrillero de las FARC” (Leal, 1994, 48-
49).

355. “Algunos se negaron a acogerse porque consideraban insuficientes, sospechosas o engañosas
las garantías ofrecidas; y otros, porque habiéndose acogido transitoriamente a ellas,
encontraron que los continuos hostigamientos a que eran sometidos y el peso de tantos años de
vida irregular les impedían readaptarse a la vida rutinaria del campo. Además, sobre todos
ellos influía no sólo la lección del asesinato de Guadalupe Salcedo, el más prestigioso
comandante de la resistencia al gobierno dictatorial de Laureano Gómez, sino también la
memoria de muchos otros ex guerrilleros reintegrados a la vida civil y después de algún
tiempo abatidos por los organismos de seguridad del Estado” (Sánchez y Meertens, 2002, 47).

356. “Este combinado y contradictorio apoyo de campesinos y gamonales es el que imprime esa
tensión interna tan característica al bandolerismo colombiano: el cual aparece por un lado
como la expresión vaga de una insubordinación al proyecto político nacional de las clases
dominantes, y punto de apoyo de las mismas clases dominantes para evitar que esa
inconformidad adopte la vía revolucionaria” (Sánchez y Meertens, 2002, 50).

357. “El EPL se inspiraba en la metáfora del ‘ejército rojo’ chino” (Palacios, 2003, 264).

358. “Ciertamente, para los campesinos el movimiento guerrillero pasa muy a menudo por la cosa
más natural del mundo. Gabino, entonces un recién llegado cuyo padre había colaborado con
la guerrilla liberal de Rangel, cuenta cómo las gentes ‘no olvidaban que el Ejército y la Policía
eran sus enemigos’ y presenta el ejemplo de su familia que había participado en el
aprovisionamiento del ELN. Pero la población estaba de hecho más habituada a las guerrillas
vinculadas con los partidos tradicionales que a las que ahora se reclamaban de la revolución.
Durante la toma de Simacota, declara igualmente Gabino, los guerrilleros arengan a los
habitantes pero éstos ‘no comprenden de qué se trata’ y les preguntan ‘si son liberales o
conservadores’ ” (Pécaut, 2003, 55).

359. “Estos conflictos tuvieron como resultado la desaparición o la partición de muchas haciendas y
la formación de zonas controladas por los comunistas y sus aliados. Tal es el caso de la zona
de Viotá, próxima a Bogotá, que gracias a este alineamiento logra sustraerse a las peores
manifestaciones de la Violencia partidista. Tal es el caso igualmente de la zona limítrofe del
Sumapaz, que atrae numerosos colonos a partir de los años veinte, y que va a ser la cuna de un
amplio proceso de organización campesina marcado por figuras como Erasmo Valencia y Juan
de la Cruz Varela… El Sumapaz se transforma durante la Violencia en uno de los polos de
resistencia armada contra los conservadores y el Ejército” (Pécaut, 2003, 60-61).

360. “Atribuirles desde el comienzo una filiación comunista sería un error de perspectiva, pero es
verdad que rápidamente se diferencian de las guerrillas liberales vecinas debido a la distancia
que toman respecto de los liberales, la influencia de ciertos campesinos marcados por las
luchas agrarias anteriores, a su modo de organización y de disciplina y, finalmente, a sus
contactos con emisarios del Partido Comunista. Los líderes campesinos que surgen allí, Isauro
Yosa (conocido con el sobrenombre de Mayor Líster), Manuel Marulanda Vélez (conocido con
el sobrenombre de Tirofijo) se transforman rápidamente en jefes de fila de las autodefensas y
de las guerrillas. El éxodo inicial hacia la montaña y, sobre todo, hacia El Davis, será
celebrado como el comienzo de la epopeya guerrillera. Su difusión se extiende a muchas otras
zonas del Tolima y del Huila” (Pécaut, 2003, 61).

361. “Cada acción militar da lugar en efecto a la migración de los campesinos hacia zonas
prácticamente deshabitadas… Encontramos aquí una originalidad de Colombia: la ocupación
del espacio opera en ciertos lugares bajo la dirección de la guerrilla; donde los campesinos se
instalan, se encuentran de entrada alineados por ella” (Pécaut, 2003, 61).

362. “Las guerrillas revolucionarias de los años sesenta fueron simultáneamente: a) la continuación
de las formas más politizadas y radicales del liberalismo en armas de la Violencia; b) una
respuesta izquierdista al bloqueo político del pacto bipartidista, y c) una oportunidad de
encontrar el nicho campesino para la revolución socialista” (Palacios, 2003, 262).

363. “De hecho, lo que se había iniciado con el Frente Nacional era una nueva etapa de la Violencia
durante la cual, para consuelo de los demócratas, al menos se podía debatir públicamente sobre
las causas de su prolongación y sobre el número de víctimas que iban quedando tendidas en el
camino. Los debates parlamentarios del periodo girarían precisamente entorno de estas dos
cuestiones fundamentales: ¿cómo explicar ese carácter endémico de la Violencia y qué
mecanismos adoptar para combatirla?” (Sánchez y Meertens, 2002, 195).

364. “Pues bien, la primera explicación externa a los partidos de la persistencia del fenómeno
estaba a la mano: la Violencia como herencia de la Dictadura (1953-57) fue la tesis
fervorosamente defendida particularmente por la fracción laureanista del conservatismo”
(Sánchez y Meertens, 2002, 196).

365. “Los parlamentarios conservadores promotores de estos debates acusaban al Ministro de
Gobierno Guillermo Amaya Rodríguez de excesiva tolerancia y clemencia con personajes a
juicio de ellos irreformables” (Sánchez y Meertens, 2002, 197).

366. “La argumentación conservadora, tanto de los que se reclamaban independientes como de los
frentenacionalistas, se reducía, pues, en esencia, al siguiente planteamiento: el partido liberal
está incumpliendo los pactos bipartidistas y la política conciliadora del Frente Nacional, en
abstracto positiva está patrocinando en la práctica un recrudecimiento de la Violencia”
(Sánchez y Meertens, 2002, 199).

367. Decreto 0321 del 27 de agosto de 1958, artículo primero.

368. Decreto 0321 del 27 de agosto de 1958, artículo segundo.

369. Decreto 0329 del 3 de diciembre de 1958, artículo único.

370. Departamentos de Antioquia, Atlántico, Bolívar, Boyacá, Córdoba, Cundinamarca, Chocó,
Magdalena, Nariño, Norte de Santander, Santander y en las Intendencias y Comisarias
(Decreto 0001 del 12 de enero de 1959, artículo 1º).

371. Decreto 0001 del 12 de enero de 1959, considerando.

372. Decreto 0003 del 8 de octubre de 1960, considerando.

373. Decreto 10 del 11 de octubre de 1961, considerando.

374. Decreto 1288 del 21 de mayo de 1965, considerando.

375. El artículo 1º de la Ley 2º de 1958 establece que “con el fin de que el Gobierno pueda declarar
restablecido el orden público, sin que esa medida ocasiones trastornos de carácter jurídico,
tendrán fuerza legal hasta el 31 de diciembre de 1959 los decretos dictados a partir del 9 de
noviembre de 1949, para cuya expedición se haya invocado el artículo 121 de la
Constitución”. El artículo 1º de la Ley 105 de 1959 otorgó “fuerza de ley, como legislación de
emergencia” al contenido de los “decretos extraordinarios expedidos por la Rama Ejecutiva
del Poder Público desde el 9 de noviembre de 1949”. La Ley 79 de 1960 prorrogó en el
artículo 1º las leyes 2ª de 1958 y 105 de 1959 hasta el 31 de diciembre de 1961.

376. Decreto 0330 del 3 de diciembre de 1958, artículo 1º.

377. Decreto 0008 del 23 de abril de 1959, artículo 1º.

378. Decreto 0008 del 23 de abril de 1959, considerando.

379. Decreto 12 del 13 de octubre de 1961, artículo 2º. En las consideraciones de este Decreto se
aprecia también cómo el ejercicio de la libertad de expresión se asocia con el desorden, cuando
esta se ejerce cuestionando la autoridad pública: “Que es indispensable establecer un sistema
eficaz de control y vigilancia del uso de los canales de radio y televisión, para que no puedan
utilizarse con perjuicio del orden público”.

380. Decreto 13 del 13 de octubre de 1961, artículo primero.

381. Decreto 16 del 3 de noviembre de 1961, artículo 1º.

382. Decreto 17 del 9 de noviembre de 1961, considerando.

383. Decreto 17 del 9 de noviembre de 1961, artículo primero.

384. Decreto 11 del 13 de octubre de 1961, artículo primero. El artículo tercero disponía que “las
convenciones y asambleas de carácter político, o reuniones de naturaleza semejante, deberán
efectuarse en locales cerrados y cubiertos, previo aviso dado a los respectivos Gobernadores,
Intendentes, Comisarios o Alcalde de Bogotá, con cinco días de anticipación por lo menos, y
no podrán difundirse por la radio o por medio de altavoces fuera de los lugares de reunión”.

385. “Mientras permanezca turbado el orden público en todo el territorio nacional, los
Gobernadores, Intendentes, Comisarios y el Alcalde Mayor de Bogotá, D. E., podrán tomar las
medidas que estimen de absoluta necesidad para mantener o restablecer la tranquilidad pública
en relación con: 1º Circulación de las personas por las vías y lugares públicos la cual podrá ser
vigilada y restringida y, llegado el caso, sujeta al toque de queda, en cuanto ello tienda a
prevenir desórdenes o a procurar el restablecimiento de la normalidad. 2º Difusión de noticias,
informaciones y propaganda radiales o escritas, que podrán someterse a previa revisión y
prohibirse cuando sean susceptibles de crear alarma, afectar la tranquilidad pública o dificultar
el pleno restablecimiento del orden, y 3º Expendio de bebidas alcohólicas en establecimientos
y lugares públicos, el cual podrá limitarse o suspenderse en cuanto sea indispensable para
impedir alteraciones del orden” (Decreto 1289 del 21 de mayo de 1965, artículo segundo).
Como habíamos indicado, el artículo 1º del Decreto 0330 de 1958 confirió estas mismas
facultades a dichas autoridades, en vigencia del estado de sitio declarado por el Decreto 0329
del mismo año.

386. Decreto 31 del 14 de enero de 1966, considerando.

387. Decreto 31 del 14 de enero de 1966, artículo 1º.

388. Decreto 31 del 14 de enero de 1966, artículo 4º.

389. Decreto 0284 del 19 de julio de 1958, considerando.

390. Decreto 0284 del 19 de julio de 1958, artículo 1º.

391. Decreto 0284 del 19 de julio de 1958, artículo 2º.

392. Decreto 0326 del 7 de octubre de 1958, artículo primero.

393. Adicionalmente a lo previsto en el artículo primero, el artículo segundo autorizaba a imponer
la misma medida a quienes, sin autorización legal ejercieran funciones públicas de cualquier
clase, ofrecieran dinero o cualquier otra utilidad a testigos, hicieran parte de una asociación o
banda de tres o más personas organizada con el propósito de cometer delitos o incitaran a otro
a cometer delitos.

394. De acuerdo con el artículo tercero del Decreto 0326 de 1958 era “suficiente el informe
debidamente ratificado bajo juramento de los agentes del Servicio de Inteligencia Colombiano,
de las autoridades militares o de los funcionarios judiciales, sobre la imputación del hecho”,
para imponer la medida preventiva de seguridad.

395. “Artículo 1º Los Jueces de Instrucción Criminal que actúen por comisión del Ministerio de
Justicia en el territorio de los Departamentos en donde subsiste el estado de sitio, son
competentes para instruir y fallar en primera instancia los procesos que se adelanten por los
siguientes delitos” (Decreto 0012 del 4 de junio de 1959).

396. Decreto 0012 del 4 de junio de 1959, artículo 2º.

397. Decretos 0006 del 22 de enero de 1958 “por el cual se crean Comisiones Especiales para el
estudio de los problemas económicos y sociales producidos por la Violencia en los
Departamentos del Tolima, Caldas, Valle del Cauca, Huila Y Cundinamarca”, y 0165 del 21 de
mayo de 1958 “por el cual se crea una Comisión Nacional Investigadora de las causas y
situaciones presentes de violencia en el territorio nacional”.

398. Decreto 0004 del 31 de enero de 1959 “por el cual se dictan medidas tendientes a la
rehabilitación económica de los damnificados por la Violencia en los Departamentos de
Caldas, Cauca, Huila, Tolima y Valle del Cauca”. “Para ello el gobierno organizó formalmente
la Campaña de Rehabilitación. Facultó a la Caja Agraria para abrir un plan de créditos
excepcionalmente favorable; creó fondos especiales con recursos ordinarios y extraordinarios
para financiar los programas de rehabilitación; autorizó la expropiación con indemnización, de
propiedades rurales para iniciar la reincorporación de los desplazados; dictó disposiciones
legales para resolver los problemas de tierras creados por la Violencia y estructuró un plan de
obras públicas para ocupar brazos y garantizar fuentes suficientes de ingreso” (Molano, 1978,
72).

399. “El sector conservador excluido del gobierno escribía por intermedio de su vocero, el diario La
República: ‘La mayoría de los dineros de la famosa rehabilitación han sido destinados a
mejorar aquellas regiones conquistadas por el bandolerismo y donde el conservatismo fue
totalmente liquidado, por no decir exterminado’ ” (Molano, 1978, 75).

400. Decreto 0328 del 28 de noviembre de 1958, considerando.

401. Decreto 0328 del 28 de noviembre de 1958, artículo 1º.

402. Decreto 0328 del 28 de noviembre de 1958, artículo 2º. Se establecía en el artículo 4º que se
revocaría el beneficio de la suspensión del ejercicio de la acción penal a quienes incumplieran
los compromisos asumidos de acuerdo con el artículo 1º.

403. “El Representante liberal del Valle, Carlos Holmes Trujillo… proponía… que se estableciera
un sistema de vigilancia permanente, particularmente en las zonas políticamente minoritarias,
que eran las más amenazadas y, por otro lado, la creación ‘de una guardia de labriegos
especialmente entrenada y bajo responsabilidad oficial, integrada por hombres de bien que se
encargasen, en caso necesario, de la defensa de su propia vida, de su propia tierra y de su
propia familia’… Paralelo a este tema de la autodefensa empezaron a debatirse dos cuestiones
íntimamente ligadas: la de la recompensa por la captura o muerte de bandoleros y la de la pena
de muerte. Ambos procedimientos venían siendo aplicados de hecho, pero era sintomático que
ahora se intentara su legalización en debates públicos… todos los anteriores puntos fueron el
centro de los debates que se llevaron a cabo durante marzo y abril de 1961, y constituyen el
contexto en que se propondría la implantación de la pena de muerte. El proyecto respectivo se
sometió a consideración de la Cámara el 30 de mayo de 1961” (Sánchez y Meertens, 2002,
207).

404. Decreto 1290 del 21 de mayo de 1965, artículo primero.

405. Decreto 1290 del 21 de mayo de 1965, artículo tercero.

406. Decreto 248 del 8 de febrero de 1966, artículos 6º y 8º.

407. Decreto 248 del 8 de febrero de 1966, artículo 1º. Los artículos 2º y 3º definieron los
siguientes delitos: “Estará sujeto a la pena establecida en el artículo anterior, quien negocie
instalaciones o elementos que hayan sido materia de las infracciones anteriores o quien sin
causa justificada tenga en su poder los mismos”; “El que sin licencia o autorización legal
coloque explosivo o elementos inflamable en cualquier lugar, por ese sólo hecho incurrirá en
presidio de dos (2) a ocho (8) años. Estará sujeto a la pena señalada en el inciso anterior,
aumentada hasta en otro tanto, el que emplee contra las personas o edificios, o lance en lugares
públicos dinamita u otra materia explosiva e inflamable”.

408. Decreto 248 del 8 de febrero de 1966, artículo 7º.

409. Decreto 1290 del 21 de mayo de 1965, considerando.

410. Decreto 248 del 8 de febrero de 1966, considerando.

Tabla de Contenido

1. Portada
2. Portadilla
3. Créditos
4. Agradecimientos
5. Prefacio
6. Prólogo
7. Presentación
8. Introducción
9. PRIMERA PARTE
1. Consideraciones preliminares
10. CAPÍTULO I
1. Posición ambivalente del derecho frente al uso de la fuerza
2. La guerra, de medio para la realización del derecho a fuente
del ordenamiento jurídico
3. La guerra interna como fuente del derecho define los
contornos del ordenamiento jurídico
4. La violencia del derecho ejercida en lógica de guerra se
convierte en amenaza para el derecho mismo
5. El derecho como escenario de protección de la libertad a
pesar de la violencia que le es inherente
11. CAPÍTULO II
1. La política entendida como definición y confrontación de
enemigos
2. El derecho penal utilizado para consolidar la hegemonía del
poder estatal adquiere la connotación de derecho penal de
enemigo
3. Primera aproximación al concepto de enemigo en el
derecho penal: criminalización de momentos previos a la
lesión de bienes jurídicos
4. La teoría de los sistemas como punto de partida para
explicar la reacción del derecho penal ante el enemigo
5. El derecho penal de enemigo como instrumento para
reprimir sujetos peligrosos que no reconocen la autoridad
del poder hegemónico
6. La confrontación de enemigos a través del derecho penal
como forma de reafirmar el Estado de derecho
12. CAPÍTULO III
1. El derecho penal de enemigo en Colombia como
continuación de la guerra interna
2. El derecho penal de enemigo como instrumento de
reproducción de la violencia
3. El derecho penal de enemigo incentiva situaciones de
anomia
4. El derecho penal de enemigo conduce a que percepciones
de la conflictividad social inicialmente incorrectas se hagan
realidad
5. El derecho penal de enemigo tiene un carácter altamente
selectivo
6. El derecho penal de enemigo niega el Estado de derecho
13. Resumen primera parte
14. SEGUNDA PARTE
1. Consideraciones preliminares
15. CAPÍTULO IV
1. Violencia estructural en Colombia
2. El gaitanismo como respuesta a la exclusión política en
Colombia
3. La violencia conservadora del derecho se manifiesta
radicalizando la reacción punitiva
4. El derecho penal de la Violencia como instrumento para
consolidar el poder político
16. CAPÍTULO V
1. En medio de la conmoción social las élites políticas
superponen sus propios intereses e ignoran la complejidad
del conflicto
2. La preeminencia de los intereses comunes de los partidos
llevan a redefinir la enemistad en contra del comunismo
3. La violencia conservadora transforma el ordenamiento
jurídico y se convierte en violencia originaria – El enemigo
político como no persona
17. CAPÍTULO VI
1. Transición al gobierno civil y reproducción del sistema
político excluyente
2. Transformación de la violencia bipartidista y su
reproducción en la violencia social
3. Reproducción permanente de un sistema normativo caótico
y represivo
18. Resumen segunda parte
19. Bibliografía
1. Normas consultadas
2. Normas sobre derecho penal (sustancial y procesal):
3. Normas sobre restricción y limitación de derechos:
4. Normas sobre estado de sitio:
5. Otros:

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