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El iusmoralismo de Carlos Santiago Nino. Una crítica.

[http://garciamado.blogspot.com/2013/02/el-iusmoralismo-de-carlos-
santiago-nino.html] Recuperado 10/12/2014

(Sí, no sé qué me pasa. He vuelto a hacerlo. Ya me curaré algún día.


Absténganse rigurosamente todos los no enfermos de iusfilosofía. Y si alguno se
aventura, que no me venga luego con que qué raro y qué largo. Yo he avisado,
esto es para maniacos).

Tres son los autores hoy más a menudo citados como sumamente relevantes
por los iusmoralistas que se dicen no iusnaturalistas: Dworkin, Alexy y Nino.
Voy a referirme aquí a algunas tesis autipositivistas del tercero, de Nino,
especialmente en la forma en que aparecen en su libro póstumo Derecho,
moral y política1[1]. La “tesis central” de Nino en tal obra es “que el derecho es
un fenómeno esencialmente político, es decir, que tiene relaciones intrínsecas
con la práctica política. Algunas de esas relaciones son directas, y otras se dan
a través de la moral”2[2]. Lo que Nino primero examina es si entre derecho y
moral hay conexión conceptual y conexión justificatoria.
Sabido es, y Nino lo recuerda, que una tesis esencial y definitoria es la
de la separación conceptual entre el derecho y la moral. Mas tratemos
nosotros de aclarar qué significa separación conceptual, así como su contrario,
unión o conexión conceptual. Luego volveremos a la doctrina de Nino.
Entre dos conceptos hay conexión conceptual cuando el uno
necesariamente presupone el otro, cuando no puede pensarse el uno sin el
otro, sin asumir el otro. Creo que un ejemplo de conexión o unión conceptual
es el que se da entre ética individual y libertad del individuo: no podemos
pensar ni tiene ningún sentido que pensemos en la existencia de deberes
morales sin presuponer la libertad del individuo, individuo que así, en cuanto
libre, tiene la facultad de hacer o no hacer lo que las normas éticas le señalan
como moralmente debido. Si pensamos la ética sin presuponer la libertad
podemos llegar a entender que también hay una ética de los gatos o de las
piedras, lo cual tendremos por profundamente absurdo.
Entre dos conceptos hay separación conceptual si es perfectamente
posible entender y pensar uno sin presuponer de ninguna forma el otro, de
modo que entre ellos pueden darse todo tipo de relaciones, no solo un tipo de
relaciones necesarias. Así, pongamos, hay separación conceptual entre viajar y

1[1] Carlos Santiago Nino, Derecho, moral y política. Una revisión de la teoría general del Derecho,
Barcelona, Ariel, 1994. En adelante citaré esta obra así: DMP.

2[2] DMP, p. 11.


rezar, pues estos dos conceptos de ninguna manera se implican o se
presuponen. Alguien puede rezar sin moverse a ningún lado o puede viajar sin
rezar, pero también cabe que viaje rezando o rece viajando. Entre dos
conceptos separados o no implicados no hay relaciones necesarias y caben
distintas relaciones contingentes.
Mencionaré un ejemplo que ya he usado otras veces al hablar de este
tema. Tomemos el concepto de amor y el concepto de cópula sexual entre
humanos. Entre esos dos conceptos ¿hay conexión o separación conceptual?
En mi infancia, ciertos educadores de negro nos explicaban que puede haber
amor sin sexo (es más, se trataba del amor más puro y perfecto), pero no sexo
sin amor. ¿Quería esto decir que entre humanos es materialmente imposible
el ayuntamiento carnal sin sentimiento amoroso, de manera que si dos hacen
el amor ha de ser necesariamente porque se aman, aun cuando también
puedan amarse sin hacer el amor?
Es un problema definitorio o de estipular definiciones. Que
materialmente cabe cópula sin amarse no lo ha podido negar jamás ni cura ni
Papa siquiera, pues bien lo demuestra la experiencia, sea ajena o propia.
¿Entonces? Pues entonces aplicamos la definición: si todo sexo propiamente
dicho implica necesariamente amor, ¿qué es la cópula sin amor? Pues no es
sexo, tiene otro nombre. Los curas de mi colegio la llamaban genitalidad. Así
que para que se pueda mantener la conexión conceptual necesaria entre sexo
y amor hace falta negarle la condición de prácticas sexuales a una buena parte
de las prácticas sexuales: las llamamos genitalidad y queda así la regla sentada
y aplicada: nada más que hay sexo con amor y el sexo sin amor no es sexo, es
genitalidad.
Volvamos a aquel ejemplo anterior del viajar y el rezar. Decíamos que
son conceptos claramente separados y separables, que en modo alguno se
conectan o se implican de modo necesario. Ahora supongamos que aparece
un nuevo grupo religioso cristiano que tiene como uno de sus dogmas el del
rezo en movimiento; es decir, los fieles están obligados a rezar al menos una
vez a la semana, pero sólo se admite el rezo en viaje. Así que para cumplir con
el precepto de rezar una vez por semana se impone viajar una vez a la semana.
Porque el rezo sin viaje no es rezo, es incluso pecado grave, pongamos.
¿Qué dirán los cultivadores de ese credo de la costumbre que otros
grupos tienen de rezar en su casa o sin moverse del pueblo o sentados
tranquilamente en la iglesia? Pues que eso no es rezar, ya que aunque cabe
viajar sin rezo, no es pensable rezo que propiamente lo sea sin viaje.
El ejemplo es útil para ayudarnos a reparar en lo siguiente: en este tipo
de supuestos la conexión conceptual no resulta de ningún tipo de lógica o de
regla ineludible de nuestro pensamiento, sino de una regla de otro tipo, de
una norma estipulada por los mismos que sientan la conexión conceptual
necesaria: sin la norma de que hay que rezar viajando no habría inconveniente
para pensar que también es oración la que se hace sin desplazamiento.
Estamos, pues, ante conexiones conceptuales que son necesarias por
estipuladas. Y la pregunta está en si es de este tipo la conexión conceptual
necesaria que entre derecho y moral afirman los iusmoralistas, como
Dworkin, Alexy, Nino y toda la tradición iusnaturalista anterior, con las
diferencias que se quiera entre unos y otros.
Volvamos a Nino. Según este acreditado autor, “Si observamos
atentamente cuál es el mínimo común denominador de los principales
exponentes del positivismo, desde Bentham y Austin hasta Carrió, Bulygin y
Raz, pasando por Kelsen, Ross y Hart, creo que sólo vamos a encontrar una
tesis de índole conceptual. Esa tesis es que el derecho puede definirse,
identificarse y describirse sólo en términos fácticos, tomando en cuenta
ciertas propiedades que son valorativamente neutras” (DMP, p. 23). Y sigue:
“De modo que los positivistas conceptuales enfatizan la posibilidad de definir
el derecho, de individualizar cierto sistema jurídico y de describir su
contenido, teniendo sólo en cuenta propiedades de hecho, sin necesidad de
incurrir en consideraciones valorativas sobre la justicia, adecuación axiológica
o moralidad de los fenómenos que son objeto de tal definición, identificación
o prescripción” (DMP, p. 24)3[3]. Una constante de ese positivismo conceptual
sería la insistencia “en la necesidad de separar el derecho que <> del derecho
que <>” (DMP, p. 25).
Detengámonos aquí un momento. Los positivistas, nos dice Nino,
opinan que es posible establecer dónde hay un sistema jurídico o qué mandan
sus normas, describir ese derecho y esas normas jurídicas, sin necesidad de
apelar a la justicia o moralidad de ese sistema jurídico o de esas normas
jurídicas que se han identificado o cuyo contenido se describe. Así, el
iuspositivismo vendría a contarnos que son plenamente coherentes y posibles
enunciados como los siguientes:
- “En la Roma de la época de Augusto había un sistema jurídico que
permitía la esclavitud y sometía a la mujer a la autoridad del paterfamilias”.
- “Durante la década de 1940 en España el derecho vigente no permitía a
la mujer casada enajenar sus bienes inmuebles sin la autorización del marido”.
- “Según el vigente Código Penal español, art. 525.1, incurren en delito
los que para ofender los sentimientos de los mientras de una confesión

3[3] A continuación: “Las propiedades fácticas que son tenidas en cuenta en las definiciones de
derecho que estos pensadores proponen son, generalmente, la existencia de prácticas sociales, en
las que participan relevantemente quienes tienen acceso a un cuasimonopolio de la coacción en
un territorio dado, y que rigen las condiciones para emitir prescripciones sobre el uso de la
coacción” (DMP, p. 24-25).
religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier
tipo de documento, escarnio de su dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o
vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”.
- “En España, a día de hoy, febrero de 2012, es derecho y como tal está
vigente la Constitución de 1978”.
En cambio, para los no positivistas, como Nino, esos enunciados solo
tienen sentido si al hacerlos o bien presuponemos un carácter moral positivo
de esas normas o del correspondiente sistema jurídico, o bien presuponemos
que hay razones morales poderosas para atribuir carácter jurídico a ese
sistema o a esas normas. Dicho de otro modo, para el no positivista no tiene
sentido propiamente un enunciado como el siguiente: “La norma jurídica N,
perteneciente al sistema jurídico SJ, es horriblemente injusta”; pues si es
horriblemente injusta no será jurídica4[4]. O este otro: “El sistema jurídico SJ
era espantosamente injusto”; ya que si era tan injusto no podría ser jurídico.
Si esto es así, un no positivista sólo puede llamar jurídico a un sistema
normativo cuyo contenido no le resulta moralmente rechazable, o muy
rechazable. Por ejemplo, sólo alguien que no rechace moralmente la
esclavitud o que no esté en grave desacuerdo con el machista predominio del
marido sobre la esposa podrá explicar el Derecho romano como derecho o el
derecho español del siglo XVI como derecho.
Si sólo puede ser en puridad derecho el derecho que moralmente debe
ser, ninguna norma moralmente indebida será con propiedad jurídica, sólo lo
aparentará o nada más que lo pretenderán, sin éxito, sus autores o
aplicadores. Así que quien explique la historia del Derecho civil español al
llegar al Derecho civil de los tiempos de Franco deberá puntualizar que no
eran verdaderas normas de Derecho civil las que subordinaban
completamente a la esposa a la autoridad del marido.
En este punto es donde muchos autores, y Nino entre ellos, apelan a la
hartiana distinción entre punto de vista interno y punto de vista externo. El
punto de vista externo es el de quien distanciadamente explica o describe un
sistema jurídico bajo cuyas normas no se siente implicado, o concernido por
ellas. Es decir, cuando yo explico el Derecho romano de la época de la
República, doy cuenta de algo ajeno, en un doble sentido: ni yo dependo para
nada de esas normas ni esas normas dependen para nada de cómo las
considere yo, si como derecho o de otra manera.
El punto de vista interno es el de quien está vivencialmente afectado
por las mismas normas a las que se refiere. Cuando yo cuento que es derecho
aquel art. 525.1 del vigente Código Penal español, no sólo describo lo que

4[4] Igual que para los de aquella religión del ejemplo de antes el que reza sin viajar no está
rezando, pues por definición no hay oración sin viaje mientras se ora.
jurídicamente obliga para otros, sino también lo que me está obligando a mí; y
al describir esa norma como derecho no me limito a tal descripción, sino que
cuando la identifico como jurídica co-constituyo su juridicidad. Pues si mis
coetáneos y compatriotas y yo mismo no viéramos esa norma como jurídica,
aquí y ahora, no sería aquí y ahora jurídica.
De acuerdo, al describir no sólo describo lo que jurídicamente hay, sino
que me implico con lo que jurídicamente es. Pero, entonces, ¿incurro yo en
algún tipo de contradicción si digo que en el vigente derecho español la
norma N es derecho y, además, es injusta o una completa inmoralidad? Por
ejemplo, si tal pienso del contenido del art. 525.1 del Código Penal, ¿no puedo
decirlo sin ser un incoherente o sin padecer una especie de esquizofrenia
conceptual? Y, si yo viviera bajo el franquismo en los años cincuenta del siglo
XX, ¿no podría decir que me parece aborrecible e inmoral ese derecho de mi
tiempo? ¿Los únicos que en la época de Franco, en España, veían el derecho
en verdad eran los que no veían derecho ni en aquel Código Civil ni en aquel
Código Penal? ¿Era, entonces y aquí, derecho un conjunto de normas no
legisladas o no jurídicamente positivadas, de normas morales que decían y
mandaban lo contrario de lo que como derecho era socialmente considerado y
como derecho aplicado por los tribunales y la Administración y cumplido por
los particulares en sus contratos y actos jurídicos?
Parece ser que el error del iuspositivismo está en separar
conceptualmente el derecho que es del derecho que debe ser, olvidando que el
que no debe ser no puede ser. Pero ¿qué significa que no debe ser? Cuando
decimos “el derecho que es” describimos unas normas que “son” derecho, al
menos que lo son con arreglo a ciertos parámetros formales o sociales. Pero
cuando decimos “el derecho que debe ser” estaremos empleando un
parámetro normativo externo al del “derecho que es”, al de ese conjunto de
normas que llamamos “el derecho que es”. Ese parámetro que, en ese sentido,
es externo, es un parámetro moral. O sea, que al referirnos al “derecho que
debe ser” queremos decir “el derecho que, según la moral, debe o debería ser”.
Y lo que el no positivista hace es sostener que si “el derecho que es” no es “el
derecho que debe ser”, el derecho que es no es derecho o no lo es del todo o
no lo es perfectamente. Pero ahora vamos a otra cosa y no a esta paradoja.
Quedamos en que para que podamos cotejar “el derecho que es” con el
“derecho que debe ser”, a fin de ver si el que es es, debemos tener un patrón
moral con el que medir. Es ese patrón moral el que nos señala cuál es el
derecho debido, por contraste con el que por moralmente indebido es
derecho que no es derecho. ¿De qué moral hablamos? Ha de tratarse de una
moral objetiva u objetivable. Veamos por qué.
Supóngase un país P que tiene un sistema jurídico cuyas normas son
consideradas perfectamente justas por el noventa y nueve por ciento de sus
pobladores, pero que nuestro iusmoralista ilustrado estima como
radicalmente inmorales. Si el iusmoralista sostiene que el sistema jurídico de
P será derecho para los habitantes de P y como tal puede ser descrito por
nosotros (desde nuestro punto de vista externo) o por ellos (desde su punto
de vista interno), pero no será derecho para nosotros, este iusmoralista se va a
encontrar con dos problemas. El primero, que su postura vendrá a ser muy
similar a la del positivista. Ambos describen como distinto el derecho que es y
el derecho que debe ser. La única diferencia estará en que el iusmoralista
incorpora a la descripción del derecho que es el juicio moral favorable de los
que bajo él viven y piensan que ese derecho que es es el que debe ser.
El segundo problema está en que esa postura llevaría a entender que
hay tantos derechos que son como derechos que alguien puede pensar que
deben ser. En otras palabras, que existirían tantos sistemas jurídicos posibles
como sistemas morales posibles, esto es, como sistemas morales con posibles
contenidos diversos de sus normas. Así, por ejemplo, lo mismo podría ser un
derecho esclavista que uno no esclavista, bastando con que haya personas o
grupos que admitan como moralmente justificado uno y otro.
Vemos que por esa vía el iusmoralismo conduce al caos teórico y
práctico: no hay manera en ninguna parte de ponerse de acuerdo sobre cuál es
el derecho que es, ni cabrá tampoco acuerdo sobre cómo debe ser el derecho
para ser plena o perfectamente derecho: existirán tantas concepciones de lo
jurídico como concepciones morales en pugna. En la práctica, esto significaría
que con la misma autoridad y fundamento con que un ciudadano le dice a un
juez que no aplique la norma N de ese sistema SJ, pues no es verdaderamente
jurídica de tan injusta, otro ciudadano le diría lo contrario, que aplique N
porque es totalmente jurídica por plenamente justa. El machista y el
antimachista, el esclavista y el antiesclavista que convivan en el mismo Estado
tendrían los dos la misma razón y tendría cada uno su sistema jurídico
personal. ¿Constitución incluida? Sí, claro, porque si la Constitución es
derecho positivo y nada más que derecho positivo, ¿por qué va a ser jurídica
una norma constitucional profundamente inmoral, como sería inmoral para el
antiabortista una que permita el aborto voluntario o como sería para el
igualitarista una que prescribiera la sumisión de la mujer al hombre? Por
cierto, ¿son verdaderas constituciones, y, como tales, normas jurídicas
plenamente, las constituciones actuales que establecen la superioridad de
derechos del varón sobre la mujer?
Nada más que de una manera se libra el iusmoralista de semejantes
callejones sin salida para su doctrina: presuponiendo, dando por sentada una
moral objetivamente correcta y, como tal, cognoscible. Es decir, tiene que ser
objetivista y cognitivista. La moral por referencia a la cual se mide si el
derecho que es es el derecho que debe ser tiene que ser una moral objetiva, en
el sentido de no puramente relativa a personas, tiempos o lugares. Porque si
es relativa esa moral de referencia, volvemos a las andadas: hay tantos
derechos debidos como morales posibles, y para que un derecho sea derecho
bastará, todo lo más, que allí donde rige se considere justo. Así que entre
ciudadanos de moral machista podrá ser derecho perfectamente tal un
derecho machista. Por cierto, que para regir en la práctica y poder ser eficaz
un sistema jurídico requiere una mínima consonancia con la moral dominante
en la respectiva sociedad es algo que siempre han resaltado también los
positivistas de todo cuño al hablar no de la justicia, sino de la eficacia de los
sistemas jurídicos. Pero recordemos que no están los iusmoralistas
ocupándose de los requisitos de la eficacia de las normas jurídicas cuando
subrayan la conexión conceptual entre derecho y moral.
El objetivismo moral reviste dos formas principales, la tradicional y la
del constructivismo ético. La tradicional señala que la moral verdadera ha
tenido siempre y en todas partes los mismos contenidos, al margen de que en
tal o cual cultura se conocieran mejor o peor. El iusnaturalismo es objetivista
en ese sentido y siempre ha mantenido5[5] que el adulterio es contrario a
derecho natural (con lo que no cabe que el derecho “legalice” relaciones
adúlteras) o que lo es la homosexualidad (por lo que el derecho natural no
permite por ejemplo el matrimonio homosexual) o que es conforme a derecho
natural que la mujer se someta a la autoridad del varón .
El objetivismo constructivista no afirma que estén preconstituidas,
preestablecidas, las verdades morales, salvo en lo que tiene que ver con el
igual derecho de todo ser humano adulto a participar en los discursos y
debates morales que lo conciernen, sino que las normas morales
objetivamente verdaderas serán en cada tiempo y lugar las que se acuerden en
el marco de una deliberación social libre e igualitaria. Como esa deliberación
tiene lugar sobre el trasfondo del “mundo de la vida”, de los datos y
conocimientos de la sociedad concreta de que se trate, las verdades morales
pueden cambiar, en la medida en que también cambien los consensos a partir
de modificaciones en ese mundo de la vida o infraestructura cultural de la
deliberación libre y de los acuerdos.
Asumamos este tipo de objetivismo constructivista, que es al que Nino
se acoge también. ¿Cuándo podré yo considerar que es racional y verdadera la
norma NM de mi moral? Cuando pueda razonablemente presumir o dar por
sentado que esa norma la considerarían igualmente verdadera todos mis
conciudadanos, si entre todos nosotros sobre ella pudiéramos debatir en

5[5] Y se supone que mantiene, pues qué iusnaturalismo sería uno de contenido históricamente
mutante y que explicara hoy como de derecho natural lo que como contrario a derecho natural
desautoriza mañana.
condiciones de perfecta imparcialidad y con total ausencia de prejuicio. Es
decir, sólo podré considerar racional y verdadera NM si estoy sincera y
seriamente convencido de que podría pasar ese test del consentimiento del
auditorio universal o de la comunidad ideal de diálogo, aunque aquí y ahora,
sobre la base de nuestro Lebenswelt o mundo de la vida.
Bien, pongamos que NM es la norma de mi moral que dice que no es
inmoral el aborto voluntario de la mujer dentro de las primeras semanas de su
embarazo. ¿Es racional y verdadera NM, por cuanto que puedo estar
convencido de que todos los antiabortistas que me rodean no serían
antiabortistas si no estuvieran llenos de prejuicios y fueran capaces de razonar
imparcialmente? ¿No pensarán exactamente ellos lo mismo de mí, que si yo
no anduviera obnubilado por falsos ídolos estaría plenamente de acuerdo en
que el aborto voluntario y libre dentro de un plazo es una radical
inmoralidad? ¿Realmente pueden ellos decir de mí o yo decir de ellos que
nuestras respectivas moralidades son irracionales y fruto solo del prejuicio y
de la incapacidad para razonar como es debido? No olvidemos que el debate
que aquí nos traemos no es meramente moral, sino jurídico: de que estén en
la verdad ellos o yo dependerá el que la norma de derecho positivo que
permite el aborto voluntario en plazo no sea jurídica, aunque esté legislada y
hasta avalada por el Tribunal Constitucional, o sí lo sea. Y una pregunta más,
malévola pero de hondo realismo: ¿alguien ha visto alguna vez a un
constructivista decir que él mismo se hallaba en el error moral, pero que una
vez aplicado el test del consenso imparcial hipotético se ha dado cuenta de su
yerro y ha cambiado sus convicciones morales para asumir las verdaderas?
¿No sucede siempre al revés, que las convicciones de partida se ven ratificadas
mediante la afirmación de que cómo no van a superar el test, si salta a la vista
que son las únicas racionales o las de mayor racionalidad?
Será inevitable, creo, topar de nuevo con la paradoja. Si el consenso
racional que hipotéticamente avala la moral objetivamente verdadera o
correcta está condicionado por las coordenadas culturales respectivas 6[6], por
el correspondiente mundo de la vida, podemos racionalmente tener por
norma moral verdadera hoy la que en otro tiempo o lugar es racionalmente
tenible por falsa; y a la inversa. Entonces, puesto que la moral objetivamente
correcta condiciona el derecho que pueda ser derecho y, por eso, un derecho
contrario a la moral correcta no es derecho o no lo es perfectamente, tenemos
que la moral condicionadora de la juridicidad es una moral relativa a cada
tiempo y lugar: aquella que en cada tiempo y lugar hipotéticamente alcanzaría
el consenso del auditorio universal. Pues o hay tantos auditorios universales
como culturas, con lo que los auditorios universales sólo son relativamente

6[6] Si no fuera así, nos hallaríamos ante el objetivismo tradicional.


universales, o la moral avalada por el auditorio universal es una moral objetiva
al modo del objetivismo tradicional, no del constructivismo.
No hay inconveniente, pues, en considerar como jurídico uno que sea
esclavista, si en esa sociedad todavía no se han podido dar las condiciones
para que los sujetos capten lo contradictorio y absurdo que es consentir el
esclavismo; o sea, si en esa sociedad todavía no están en condiciones de
imaginarse todos en la rawlsiana situación originaria y bajo el velo de
ignorancia o en la habermasiana comunidad ideal de diálogo. Así que el
Derecho romano puede seguir siendo derecho y el derecho de un país
islamista muy machista puede seguir como derecho también, supongo. No nos
contradecimos si llamamos derecho al “derecho” del Afganistán de los
talibanes, pero sí nos contradecimos si llamamos derecho a un sistema
jurídico de nuestro país que sea inmoral a tenor de lo que debe ser para
nosotros la moral racional, esa que podemos conocer imaginando lo que al
deliberar bajo condiciones de imparcialidad todos consentiríamos. Pero
entonces vuelvo a preguntar: ¿el aborto voluntario es moral o inmoral y, en
razón eso, es jurídica o no la norma que lo permite aquí y ahora?
Las sociedades modernas occidentales de hoy están presididas por
constituciones jurídicas que amparan el pluralismo moral y la libertad
ideológica y de creencias. O sea, que no hay una moral más constitucional o
más jurídica que otra, salvo en lo referido a esa metamoral que obliga a
consentir morales distintas. En una sociedad así y con una Constitución tal,
¿cómo podemos suponer que es parte del sistema jurídico, del único derecho
que puede ser derecho, una única moral correcta, que sería la que todos, aun
tan distintos moralmente, consentiríamos si deliberáramos y razonáramos en
situación de perfecta imparcialidad? ¿Podemos acaso decir, sin contradecir los
más básicos postulados de nuestro mundo, que los jueces deben decidir los
conflictos jurídicos que también suponen conflictos morales aplicando la
moral objetivamente correcta y mostrando así que algunos de los que estaban
en ese conflicto jurídico-moral (por ejemplo el antiabortista o el defensor del
aborto libre) se hallaba en el error pese a tener derecho a errar moralmente, y
que aunque tenga pleno derecho constitucional a sus ideas morales debe
pasar por el aro de la verdad, aunque sea la verdad de una minoría, de la
minoría de la que el juez o el profesor de turno forman parte? Y entonces,
¿para qué están los derechos políticos? ¿Para qué permiten las constituciones
las libertades morales, si al final el derecho tiene que pasar por la moral
objetivamente correcta y si los resultados legales de la deliberación
democrática no sirven porque por encima está la deliberación imaginaria en la
comunidad ideal de diálogo o en la situación originaria?
De nuevo con Nino. Subraya que es posible usar un concepto
descriptivo de derecho, como hacen los positivistas, y, además, que ese
concepto puede ser convencional. Es decir, que por derecho entendemos lo
que en la práctica social se toma por tal o se ve como tal. Sin embargo, junto a
ese concepto descriptivo surge uno normativo, y entonces hablamos del
derecho en cuanto normas debidas. Lo peculiar de ese concepto normativo de
derecho es que no puede autofundarse7[7]. Se reproduce así algo
estructuralmente muy semejante al viejo problema teológico del motor
inmóvil. Recordemos ese viejo argumento religioso: podemos retrotraernos en
la cadena de los seres y la vida, pero la vida misma no puede explicar el origen
de la vida y por eso una cosa es que describamos los seres vivos, cosa que
podemos hacer sin Dios, y otra que fundemos la vida y demos cuenta de su
origen, en cuyo caso no podremos admitir que el primer ser vivo se creó a sí
mismo o se dio a sí mismo la vida, sino que tendremos que asumir la
existencia de Dios, cuya vida es eterna y de esa manera no hay que explicar de
dónde viene o desde cuándo.
Pues bien, parece que con lo normativo pasa lo mismo. En cuanto que
no sea un puro fenómeno fáctico, sino que tenga también esa dimensión
normativa o de “debido”, el derecho, en tanto que norma o debido, debe
fundarse en otra norma. Así vamos por la cadena de validez hasta explicar la
norma primera, que ya no podrá ser jurídica, pues entonces diríamos que la
primera o más alta norma jurídica tiene una juridicidad fundada en sí misma,
autorreferente; sería un hecho originariamente normativo, una especie de
contradicción en los términos. Así que suponemos que la validez o dimensión
7[7] “Si de los conceptos descriptivos de derecho pasamos a algunos de los normativos, el primero
que conviene distinguir es un concepto de lege ferenda. Según este concepto, el derecho está
formado por todos aquellos estándares que deben ser reconocidos en el empleo del monopolio de
la cuasi coacción estatal. Este concepto exhibe una nota que es común a todos los conceptos
normativos: predica que es debido reconocer ciertos estándares que a su vez pueden declarar que
cierta conducta es debida, obligatoria o permitida. Está claro que el primer deber no pueden
establecerlo los mismos estándares que se dicen debidos, ya que, de lo contrario, tales estándares
serían totalmente autorreferentes. Si bien el deber de reconocer un cierto estándar jurídico podría
establecerlo otro estándar jurídico, habrá por lo menos algún estándar cuyo reconocimiento
obedezca a principios no denotados por este concepto de derecho, ya que si hubiera un círculo de
estándares que predicaran de otros que su reconocimiento es debido, tales estándares serían
indirectamente autorreferentes” (DMP, pp. 37-38). “Por lo tanto, estos conceptos normativos de
derecho presuponen el empleo de normas o principios diferentes a los denotados por él mismo. Es
por eso, y no porque denote normas –como también lo hacen los conceptos descriptivos-, que
estos conceptos son calificados de <>. Esta propiedad de ser debidos, que este concepto asigna a
los estándares denotados como jurídicos, también es aludido con la propiedad de <>, entendida
como fuerza obligatoria o vinculante” (DMP, 38).
normativa del primer “hecho” jurídico o de la primera norma no proviene de
ella misma, sino de una norma primera que da la juridicidad y que es una
norma moral que también es jurídica. Es decir, presuponemos la primera
norma moral-jurídica como origen de cualquier derecho posible, de la misma
forma que aquellos teólogos presumen la existencia de un Dios vivo, pero
eterno, como origen de toda vida primera. Y problema resuelto. O problema
aparentemente resuelto, ya que lo solucionamos al renunciar a resolverlo: ya
no preguntamos quién creó a Dios, pues lo asumimos existente pero increado,
en cuyo caso no se sabe por qué no ha de ser existente pero increada la vida
misma que a través de Dios pretende fundarse; y ya no preguntamos de dónde
proviene la validez o normatividad de esa primera moralidad que funda lo
jurídico en tanto que debido o normativo: hay una norma moral que es válida
en sí misma y no necesita un fundamento normativo para su validez, norma
fundante infundada, ser existente por sí subsistente. La Santísima Trinidad
como base también de la teoría jurídica.
De otra manera dicho, si rechazamos un concepto puramente
convencional del derecho porque del puro hecho de que opere una
convención no se puede extraer la explicación de por qué esa convención
produce algo debido, obligatoriedad, tenemos que dar por sentada o
presupuesta una normatividad no convencional y esa normatividad no
convencional ya no es un puro hecho, sino norma originaria que tiñe de
normatividad los hechos convencionales. Con esto va de suyo que hay una
moral no puramente convencional, una moral objetivamente verdadera. Pero,
entonces, ¿cómo podemos basar la moral objetiva en el constructivismo ético,
al modo de Nino y muchos otros iusmoralistas de hoy? ¿No es el
consensualismo de ese constructivismo ético una remisión a acuerdos
sociales, a convenciones, y no necesita fundarse en elementos normativos
originarios y, como tales, no puramente convencionales? En el fondo sí. Por
eso los constructivistas éticos suelen ser, en el fondo, objetivistas de los de
siempre, sólo que con un añadido: piensan que cualquier ser racional estaría
de acuerdo en ese momento con lo que ellos consideran moralmente debido y
que si en algo yerran ellos no es porque su pensar no sea en sí apto para el
acuerdo racional de todos, sino porque a todos despista de vez en cuando la
cultura vigente, el “mundo de la vida”. El constructivista es el único que sabe
lo que pensaría cualquiera si estuvieran todos en la situación originaria o en la
comunidad ideal de diálogo, y por eso puede enunciar lo que todos los seres
racionales darían por bueno si fueran capaces de ver tan lejos como solo ve él.

Vayamos al núcleo de las razones que ofrece Nino para poner de relieve
que entre derecho y moral hay una conexión esencial que él llama “conexión
justificatoria”.
Según nuestro autor, “El uso de los conceptos descriptivos de derecho
(…) parece ser apropiado para un observador externo al derecho, mientras que
el empleo de los conceptos normativos es aparentemente adecuado para los
participantes en la práctica jurídica, como legisladores, jueces y abogados”
(DMP, p. 43). El que “desde dentro” ve el derecho y, por tanto, lo ve y lo vive
como derecho válido, no puede contemplarlo con una perspectiva puramente
descriptiva o positivista. Lo que en Nino define ese llamado punto de vista
interno es que los que lo adoptan toman en cuenta ellos mismos “razones a
favor o en contra del reconocimiento de tales estándares”. Este concepto
normativo del derecho supone “el conjunto de estándares que deben ser
reconocidos” (DMP, p. 4). ¿Qué querrá decir eso de reconocer los estándares
que deben ser reconocidos?
Yo en este momento vivo en España y constato que en este Estado en el
que vivo los ciudadanos de modo prácticamente unánime, así como los
funcionarios del Estado mismo, consideran o creen que las normas que en la
Constitución de 1978 se contienen son derecho, al igual que lo son las del
Código Civil, el Código Penal y multitud más de leyes y reglamentos de todo
tipo. Cuando voy por la autopista en España sé o siento o creo firmemente que
hay y está en vigor una norma jurídica que me prohíbe circular a más de 120
kilómetros por hora, bajo amenaza de una sanción si rebaso dicho límite. Si
nadie o casi ninguno creyera que en esas sedes está el derecho y que esas
normas son jurídicas, seguramente a mí tampoco se me ocurriría pensar tal
cosa o contemplar bajo ese estatuto especial tales mandatos, de la misma
forma que si hubiera un generalísimo acuerdo en que lo que obliga de la
manera especial del derecho es lo que cada día determinen la Conferencia
Episcopal o las asociaciones de jugadores de mus, así lo vería yo también.
¿Qué es lo que reconozco? No sé qué reconozco, digamos que participo de
una convicción colectivamente asentada y de las consiguientes prácticas.
¿Qué debo reconocer? Depende de lo que entendamos por deber. Al
reconocer derecho en la Constitución y en aquellas leyes y reglamentos no
cumplo con ningún deber ni atiendo ninguna normatividad ulterior: lo
reconozco porque es lo que hay, no porque estime que es lo que debe haber.
Ese reconocer es independiente por completo de que a mí me parezca
bien o mal que haya derecho, pues a lo mejor soy anarquista, o que considere
justa o injusta aquella norma. Si yo soy anarquista y llamo a derribar el
derecho y a terminar con las normas jurídicas, ¿cómo sé qué es el derecho con
el que quiero acabar y cuáles las normas jurídicas que deseo expulsar de la
sociedad? Pues porque las reconozco en su presencia en el imaginario
colectivo y las prácticas sociales, aunque me parezcan pura ideología falsa o
carentes de todo fundamento moral aceptable. ¿Por qué se yo, juez o
ciudadano común, que tal o cual norma jurídica es injustísima? Porque la
reconozco como jurídica con independencia de ese calificativo de justa o
injusta. Si no fuera así y así no pasara, sería absolutamente imposible formular
con sentido un enunciado como el siguiente: “La norma jurídica N es (muy)
injusta”.
Lo que Nino defiende es que la perspectiva interna del derecho “está
indisolublemente ligada a la perspectiva interna de la moral y, en especial, a la
perspectiva interna de la práctica discursiva que la modernidad ha acoplado a
la moral positiva” (DMP, p. 50). Así que, al parecer, sea yo anarquista o sea de
las convicciones morales o políticas que sea, no puedo ver el derecho como
derecho si no me afilio a la moral discursiva de la modernidad y si no pienso
que lo que hace a fin de cuentas que el derecho sea derecho son razones
morales de ese tipo de moral. Así que habrá que concluir que anarquistas,
tradicionalistas, conservadores premodernos o posmodernos escépticos o no
saben ver el derecho tal cual es o lo ven en lo que no es, muy
equivocadamente. Y si todos aquí y ahora coincidimos en que las normas del
vigente Código Civil son derecho y, en cambio, no lo son las normas que trata
de dictarnos la Conferencia Episcopal, es porque todos somos modernos y
discursivos.
Tal como Nino explica, si identificamos nosotros o identifican los jueces
qué normas son derecho es por referencia a ciertos individuos autorizados
para dictar esas normas, llámense legisladores o como se llamen, individuos
que, por tanto, “cuentan con legitimidad para emitir tales prescripciones, o
que son fuentes de normas válidas” (DMP, p. 56). En la cadena de
competencia siempre tendremos que llegar a un legislador que no esté
habilitado por las normas de otro anterior y, entonces, cómo vamos a basar la
juridicidad de los mandatos de ese primero si no es a partir de una
normatividad primera que no es jurídica, sino moral. Dice Nino: “Como ha
observado Kelsen, la cadena de normas de competencia no puede ser infinita.
Vale decir que este concepto de derecho necesariamente alude a normas que
no son jurídicas en su identificación de las normas jurídicas. El derecho es
identificado, según este concepto, acudiendo a normas no jurídicas” (DMP, p.
57).
¿Esas normas últimas son morales? Según Nino, aunque podemos
buscar palabras más neutras, en realidad “la identificación descriptiva de
ciertas proposiciones normativas como jurídicas implica mostrar que derivan
de ciertas normas morales que legitiman a determinadas autoridades y de
proposiciones descriptivas de las prescripciones de tales autoridades” (DMP,
p. 59). Así que, si no entiendo mal, todo el que piense que la Constitución
española, por ejemplo, es derecho aquí y ahora, lo pensará por razones
morales, porque a fin de cuentas es capaz de dar una justificación moral de tal
Constitución. Con lo que, supongo, si ahora mismo hubiera en España un
golpe de Estado como aquel franquista, con su guerra civil, se derogara esa
Constitución moralmente justificada y se instaurara una nueva incompatible
con esa moral, dicha Constitución nunca sería no podría ser derecho, aunque
todos los ciudadanos la vieran como tal (con independencia de que muchos
moralmente la aborrecieran) y como tal fuera absolutamente eficaz y el
Estado por ella jurídicamente presidido estuviera plenamente reconocido en
el Derecho Internacional, como lo están todavía hoy unas cuantas dictaduras,
como la de Cuba o China, entre otras. En realidad, sigo suponiendo, Cuba o
China no tienen ni Constitución ni derecho, salvo que supongamos que
moralmente no están en la modernidad y entonces se les permite por el
momento que allá sea jurídico lo que aquí no podría serlo porque no debería
ser reconocido como siéndolo.
¿Qué pasa si un chino (o unos cientos de millones de ellos) reconoce el
derecho chino actual como derecho? ¿Se equivoca al reconocer como jurídico
lo que jurídico no puede ser, por incompatible con la moral de la modernidad,
o es derecho porque los chinos así lo ven, aunque moralmente nosotros lo
juzguemos como moralmente descarriado y aun cuando ellos acabaran
considerándolo injusto? Si es lo primero, cuando un chino nos señale algún
código vigente en su país y nos diga que eso es derecho chino y pretenda
explicárnoslo como tal, habremos de corregirlo y de decirle que imposible,
pues aunque él lo reconozca así, es imposible que así lo reconozca, ya que ese
reconocimiento presupone un visto bueno moral que él no puede estar
dándole si está en sus cabales o es mínimamente racional o un poco moderno.
No olvidemos cuál es la moral que sirve de referente para el
reconocimiento moral de la juridicidad, reconocimiento moral constitutivo de
la juridicidad y sin el que no habría derecho pues nadie se explicaría cómo
ciertas normas pueden serlo: la moral de la modernidad. En palabras de Nino,
“La adopción de tales normas que legitimen las fuentes de normas jurídicas se
verá sometida a la práctica discursiva mencionada antes, para imbricarla con
la moral positiva de la modernidad” (DMP, pp. 58-59). Sólo puede ser
derecho, modernamente, el que discursivamente todos podamos aprobar si
razonamos en condiciones aseguradoras de nuestra imparcialidad. Los otros
sistemas jurídicos, como los de las dictaduras de hoy, son derecho a todos los
efectos pero nadie podrá explicárselo, pues el auditorio universal no los
consentiría si pudiera expresarse; por eso, esos sistemas jurídicos no son
jurídicos y aunque funcionen plenamente como derecho son derecho que no
es porque racionalmente no puede ser, porque a nadie se le puede ocurrir una
buena razón admisible para ver juridicidad en sus normas jurídicas últimas.
Tal como explica Nino, en “el marco discursivo de la modernidad”
(DMP, p. 60) esas normas que legitiman a las autoridades últimas que dictan
prescripciones jurídicas están sujetas a crítica. O sea, un cubano o yo podemos
criticar moralmente el sistema jurídico cubano y sostener que lo que la moral
moderna exige es que no veamos derecho en el derecho de una dictadura.
Ahora bien, porque quepa la crítica moral, o en particular la crítica con los
presupuestos discursivos de la moderna idea de moral, ¿dejará un sistema
jurídico de serlo si no supera esa crítica, si es desautorizado por ella? Si la
crítica moral deslegitima moralmente a las autoridades jurídicas, ¿quedan
estas jurídicamente deslegitimadas?

Es el momento de ocuparse de una ambigüedad que oscurece


enormemente el razonamiento iusmoralista de Nino y de muchos autores de
similar orientación. Ya vimos en una cita anterior que la clave última yace en
la legitimidad y autoridad del legislador último, aquel cuya competencia
normativa no viene de un legislador anterior o superior. Pero aquí se están
confundiendo dos nociones de legitimidad (y de autoridad): la moral y la
jurídica. La legitimidad jurídica última no es moral, sino que deriva del hecho
de un reconocimiento que es meramente fáctico. Lo que hacía del derecho
franquista derecho no era una legitimidad moral propia o que la sociedad le
atribuyera, sino el hecho de que, con legitimidad moral o sin ella, en el Código
penal o en el Código Civil en tiempos de Franco la sociedad veía derecho y
practicaba como derecho, aunque a muchos les pareciera aborrecible, una
porquería de sistema jurídico.
Hagamos una comparación. Las razones por las que yo veo a mi padre
como mi padre son razones fácticas, no morales. No me contradigo si afirmo
que mi padre es un padre sin legitimidad moral, puesto que no se comporta
conmigo como un padre debe hacerlo. ¿Deja de ser mi padre por el hecho de
ser moralmente un padre malo? No, y por eso puedo decir lo que si no
carecería totalmente de sentido: que es un padre malo. ¿Qué significa la
afirmación de que yo lo reconozco como mi padre? Tiene dos sentidos. Uno,
que sé que es mi padre, que me doy cuenta de que materialmente lo es; otro,
que moralmente lo acepto así y que, en consecuencia, decido tratarlo como
tal, según las normas que rigen la relación con un padre moralmente
reconocido como tal.
Podríamos adornar todo esto diciendo que en las condiciones morales
de la modernidad el comportamiento debido de un padre está sometido a
condiciones deliberativas. Estupendo. Eso nos permitirá distinguir sobre bases
morales nuevas entre un padre bueno y uno malo, pero no permitirá negarle
la paternidad biológica al que biológicamente sea padre, al que
empíricamente lo sea, ni atribuirle la paternidad biológica al que
biológicamente no lo sea. Pues con el derecho igual, es la moral de la
modernidad la que nos permite decir, con todo sentido, que el derecho del
franquismo fue un derecho moralmente reprobable y que lo es también el de
la Cuba de los hermanos Castro. ¿O es que acaso bajo Franco o bajo Fidel
Castro se vivía en la anarquía y sin normas jurídicas y no nos habíamos
enterado?
Recapitulemos las consideraciones principales al hilo de la tesis de
Nino. Normativamente el derecho no puede autofundarse, pues siempre
habría que dar por sentada una norma jurídica anterior que fundase la
siguiente, pero si queremos evitar el absurdo de la progresión al infinito en la
cadena de fundamentaciones de la juridicidad, acabamos necesariamente en
una norma jurídica primera que no basa su juridicidad en otra, o, si así se
quiere decir, en un legislador que no lo es por razón de la competencia
atribuida por ninguna norma anterior. Según Nino, ahí está la principal razón
para que tengamos que echar mano de la moral como fundamento, pues la
pregunta sobre la condición jurídica de la primera norma jurídica o sobre la
competencia legislativa del legislador primero debe responderse así: es
jurídica esa norma o esa competencia por razones morales, pues si no
tuviéramos razones morales para considerar tal obligatoriedad jurídica de esa
norma o ese legislador, no los entenderíamos como jurídicamente
obligatorios, no veríamos normatividad en sus mandatos. Y lo que uno se
pregunta, entre otras cosas, pero ante todo, es esto: ¿cómo consigue la moral,
sistema normativo también, evitar esos problemas de los sistemas normativos,
el de la imposibilidad para autofundar sus normas últimas? ¿Por qué a los
sistemas normativos morales no les afecta ese problema que es esencial en los
sistemas normativos jurídicos? ¿Cuál es, en suma, el fundamento de la norma
moral última? ¿Dios? ¿La Naturaleza? ¿La Razón? Y si somos constructivistas
y ponemos en el consenso racional el fundamento básico de la normatividad
moral verdadera o correcta, ¿cuál es el fundamento moral de la norma moral
que constituye el consenso racional como pauta de corrección moral?

Mas dejemos esos enigmas y prosigamos con la exposición de la


doctrina de Nino. Seguidamente explica que adopta “la perspectiva interna de
los participantes en el discurso jurídico” y que va a “mostrar, desde el punto
de vista interno, tres ejemplos de problemas y controversias que enfrentan a
jueces, juristas y abogados. Estos problemas –continúa Nino- demuestran que
los jueces, abogados y juristas al remitirse a normas no captables por un
concepto descriptivo judicial institucionalizado de derecho, para legitimar
prescripciones de las autoridades cuyo contenido significativo emplean en sus
decisiones y propuestas, no se agotan en tales normas sino que en realidad
implican una remisión a todo un sistema de justificaciones más amplio que el
que está basado en las prescripciones de las autoridades” (DMP, pp. 60-61).
Esos tres ejemplos son: “el de relación entre el derecho nacional y el
internacional; el de validez de las llamadas <de facto
>>, o sea las emitidas por un régimen que usurpó inconstitucionalmente el
poder; y la justificación del control judicial de constitucionalidad” (DMP, p.
61).
En primer lugar está el debate sobre si en la Argentina y conforme al
art. 27 de la Constitución los tratados internacionales prevalecen o no sobre la
Constitución. Hay una polémica doctrinal al respecto y, según Nino, lo
curioso está en que “quienes defienden la prioridad de la Constitución se
apoyan en la misma Constitución, y quienes defienden la prelación de las
convenciones internacionales se apoyan en una convención internacional”
(DMP, p. 62). Pues no sé, a lo mejor más raro sería que quien propugna la
prioridad de la Constitución se apoyara en un tratado internacional. Sea como
sea, según este autor, “Esto muestra que la validez de cierto sistema jurídico
no puede fundarse en reglas de ese mismo sistema jurídico, sino que debe
derivar de principios externos al propio sistema. Los jueces y juristas que
debaten estas posiciones monistas o dualistas no pueden evadirse de recurrir a
principios extrajurídicos, de índole moral en un sentido amplio, para apoyar
sus posiciones. Por ejemplo, principios acerca del valor de la soberanía estatal,
de no injerencia de otros Estados en los asuntos internos del Estado en
cuestión, del valor supremo de los derechos humanos básicos más allá de la
soberanía de cada Estado, de la validez de las decisiones democráticas, etc.
Ello confirma que dado un sistema jurídico, éste no provee, por sí mismo, un
sistema cerrado de justificación de soluciones” (DMP, p. 62).
¿Pero alguien está discutiendo acerca de la validez de la Constitución
argentina o de la validez de tal o cual convenio internacional? No, no se trata
de eso. El debate es idéntico al que se da, por ejemplo, sobre si en una
determinada materia, en derecho español, rige una norma legal o una
reglamentaria, o una norma del Estado o una de una Comunidad Autónoma.
¿Por qué hay debate? No porque se cuestione la validez de una u otra de esas
normas, sino porque debido a algún tipo de indeterminación expresiva no se
sabe muy bien si una cierta cuestión queda cubierta por una u otra de ellas.
Que en esa discusión técnica e interpretativa se den razones morales no tiene
nada que ver con que la base de la validez jurídica de la norma en cuestión sea
moral. Es como si yo dudo sobre si esta billetera es de mi padre o de mi madre
o ellos discuten sobre quién es el propietario de ella: habrá razones morales o
económicas o de cualquier tipo, pero eso no hace de la paternidad o la
maternidad una cuestión moral ni, tampoco, convierte el asunto de la
propiedad de la billetera en un asunto moral.
En cuanto a las llamadas “normas de facto”, se refiere a las que se dictan
bajo las dictaduras que interrumpen el legítimo orden constitucional, y
teniendo en cuenta que no todas las normas legisladas en ese tiempo tienen
connotación política o contenido en sí injusto. Glosa Nino el caso de
Argentina, donde tras los sucesivos golpes de Estado la legislación resultante
del nuevo régimen dictatorial era avalada por la Corte Suprema con el
argumento de que ejercía ese régimen de cada ocasión un auténtico poder
legislativo y que sus leyes sólo podrían ser derogadas por otras posteriores. El
problema estalla con la autoamnistía para las violaciones de los derechos
humanos que, en los años ochenta del siglo XX, se da el gobierno militar.
“Mantener esta ley implicaba dejar impunes tales aberraciones y consagrar la
tendencia a la antijuridicidad perceptible en la vida institucional y social
argentina, al endosarse el principio de que los poderosos nunca caen bajo la
ley. Sin embargo, no era suficiente con simplemente derogar esa ley de
autoamnistía, ya que sería de aplicación el artículo 2º del Código Penal que
establece la aplicación ultraactiva de la ley penal más benigna –que sería esa
ley- para los hechos cometidos hasta el momento de su derogación. A su vez,
este artículo del Código Penal no podía, él mismo, ser derogado con efecto
retroactivo sin infringir el artículo 18 de la Constitución Nacional que prohíbe
la legislación retroactiva en materia penal” (DMP, p. 66).
Lo que se hizo, según Nino, fue revisar la doctrina de las normas de
facto, haciendo ver que la validez de las normas jurídicas “no puede derivar de
meras circunstancias de hecho, como ser el centro de la fuerza en una
sociedad, tal como lo había supuesto la Corte Suprema de Justicia en su
jurisprudencia tradicional. Tiene necesariamente que derivar de valoraciones
extrajurídicas como es la legitimidad de las autoridades supremas del orden
jurídico para prescribir normas jurídicas. Si se admite que la única fuente de
legitimidad política posible la garantiza el proceso democrático, sólo las
normas que tienen este origen tienen una validez o fuerza obligatoria
relativamente independiente de su contenido. Las normas dictadas por un
régimen de fuerza no tienen por qué tener una validez de origen, y sólo si su
contenido es axiológicamente aceptable son obligatorias para los jueces y la
población en general. Ese no era, obviamente, el caso de la ley de
autoamnistía (…) Ello llevó a proponer al Congreso no la derogación sino la
anulación de la ley de amnistía, lo que se hizo por unanimidad y luego fue
convalidado por la Corte Suprema de Justicia en el caso <>” (DMP, pp. 66-67).
La tesis de Nino es, pues, que no pueden considerarse válidas las
normas de las dictaduras o gobiernos ilegítimos o de facto, pues ello
supondría tener que considerarlas con las mismas propiedades que otras a la
hora de aplicarles ciertas garantías, como las referidas a la derogación de las
normas penales. Una vez más, el loable celo moral no debería embotarnos la
capacidad analítica.
Una cuestión es si cierta normativa emanada de un Estado bajo un
régimen político dado y eficaz en él es derecho y otra distinta es qué podamos
hacer con esas normas después y dado que nos provocan hondísimo reparo
moral. Insisto en que si vamos a pensar que no hay más derecho, aunque sea
hoy en día, que el creado en Estados democráticos y por legisladores
respetuosos con los derechos humanos, tendremos que ir buscando nombre
para la normatividad de legisladores como el cubano de ahora mismo, o
explicar que no fue derecho el derecho de cuando Franco en España o de los
tiempos todos de la Unión Soviética o de las dictaduras feroces y
ultraconservadoras en Latinoamérica. Si un sistema “jurídico” para ser jurídico
no ha de poder contradecir gravemente la moral de la democracia y de los
derechos humanos, concluiremos que en el mundo son y han sido bastante
pocos los ordenamientos jurídicos existentes.
Pero ¿por qué entremezclar y confundir la validez, es decir, la
juridicidad, la elemental y simple condición de derecho de un conjunto de
normas ligadas a un Estado, con la legitimidad de ese Estado y de esas
normas? ¿No tiene sentido pleno y útil que podamos hablar también de
derecho ilegítimo? ¿Acaso es imprescindible que, en nombre de la moralidad,
le tengamos que negar la validez o juridicidad al sistema jurídico inicuo, a fin
de que con sus normas o sus legisladores o funcionarios podamos hacer lo que
la moral decente nos demanda? ¿No es precisamente la tan pregonada
superioridad de la moral sobre el derecho, en cuanto fuente de obligaciones
primeras o de mayor relieve personal, la que nos sirve para poder dar al mal
derecho el tratamiento moralmente debido, aunque sea contra las normas del
derecho mismo? ¿Por qué mi comportamiento moral contra el tirano ha de ser
jurídico además, para poder ser plenamente moral?
Pongámoslo en el caso argentino con que nos ilustraba Nino. Estamos
de acuerdo en el repudio radical de aquella ley de autoamnistía y en lo
aborrecible de tantas normas jurídicas de la dictadura. Pues bien, hagamos lo
que se hizo, anúlese esa amnistía, castíguese a aquellos funcionarios evitando
su impunidad y hágase todo ello desde un derecho posterior, democrático,
que se usa para imponer su merecido a los criminales, su merecido moral. ¿Es
imprescindible para dar al inmoral radical ese trato moral debido que
afirmemos que no fueron derecho sus leyes por ser tan injustas? En modo
alguno, afirmamos, precisamente, la superioridad de la moral democrática
hasta sobre la ley, haciendo ver que no deja de ser ley la ley injusta, pero que a
su legislador desde la nueva legalidad democrática podemos castigarlo aunque
fuera formalmente jurídico su comportamiento. Una vez más, por qué
contaminar lo conceptual con lo material, si no hace falta ni siquiera para los
fines morales. Además, hasta suena absurdo proclamar que la ley de amnistía
se anula porque no era válida de tan injusta. No, se anula porque era ley y no
se quiere que pueda surtir ninguno de los efectos de las leyes.
En otras palabras, se hace una excepción a las garantías del Estado de
derecho para aquellos sujetos que son sus enemigos y que no merecen esas
garantías. Los castigamos aunque su conducta fuera jurídica, y para ello
adecuamos la ley nuestra a fin de que no sea antijurídica la conducta nuestra.
Y santas pascuas. Desde los Juicios de Nuremberg sabemos bien cómo se hace.
Aquellos nazis odiosos tenían que ser condenado, pero no porque lo mandara
el derecho de cuando ellos, sino porque lo pedía la moral de la gente de bien.
Por mucho que se anulasen o no se considerasen jurídicas las leyes del
nazismo, no existía entonces un Derecho penal internacional que no se les
fuera a aplicar retroactivamente a sus criminales. Pero bien estuvo que al
derecho vigente se le hiciera una excepción moral. Mas, insisto, para eso no
hace falta acabar con la separación conceptual entre derecho y moral, más
bien al contrario: contra el tirano sanguinario no ha de importarnos tanto
actuar antijurídicamente, por un lado, y por otro, tampoco adelantamos nada
diciendo que sus leyes no eran derecho. Sí lo fueron, si funcionaron como
tales, pero por encima de ellas está la moral nuestra. Por encima en la
práctica, no en el concepto. En el concepto cada cosa es lo que es, pero en la
vida y en la lucha cada uno tiene que saber dónde está y que las batallas no
hay que ganarlas fundiendo conceptos, sino derribando tiranos.
Ni un ápice de legitimidad se le suma a la legislación de una dictadura
reconociéndole juridicidad si en la práctica la tiene y como derecho opera, y ni
una pizca de valor moral se añade la rebelión moral contra esas leyes al
negarles esa condición de derecho.
El del control de constitucionalidad es el tercer ejemplo que Nino cita
para mostrar que la moral forma parte del derecho, pues es esencial para el
tipo de justificación que permite identificar lo jurídico. Nos explica que la
“cuestión valorativa” de si en un sistema constitucional es mejor o no que
exista un mecanismo judicial de control de constitucionalidad “no pueden
resolverla concluyentemente las normas del orden jurídico” (DMP, p. 70). Y
sobre esto concluye nuestro autor así: “Por lo tanto, la discusión interna en un
orden jurídico sobre los límites del control judicial de constitucionalidad no
puede agotarse en determinaciones del mismo orden jurídico. Se necesita
acudir a consideraciones valorativas sobre los fundamentos de la democracia y
el reconocimiento de derechos fundamentales que no pueden estar
determinados por las normas jurídicas que integran el sistema” (DMP, p. 71).
También por este camino quedaría acreditado que “el discurso jurídico no es
un discurso insular sino que está inmerso en un discurso justificatorio más
amplio” (DMP, p. 71).
¿Qué quiere decir “discurso insular”? No hay discursos insulares, pues
de cada cosa, de cualquiera, puede hablarse desde mil y un puntos de vista.
Tracemos de nuevo una comparación, espero que no inoportuna. ¿Es el de la
anatomía un “discurso insular”? Depende de cómo se mire y para qué. De lo
que no cabe duda es de que esa ciencia tiene perfectamente identificado lo
que es el cuerpo humano y cuáles sus partes o componentes. Si a un experto
en anatomía va usted y le reprocha que en sus explicaciones nunca tiene en
cuenta la importancia del alma humana, parangonable a la del cuerpo mismo
o mayor, le va a despachar con viento fresco diciéndole que anda usted
confundido y que seguramente buscaba el despacho de su párroco, o le
recomendará que se pase a la teología y se deje de confusiones. Entonces
usted le replica: “¿Acaso cuando un médico tiene que amputar una pierna que
puede estar gangrenada no se plantea todo tipo de dilemas morales en los que
tiene muy en cuenta cosas tales como lo importantes que las extremidades
son para la vida del ser humano o el daño que la enfermedad implica y si no
habrá maneras de atajarlo con menos pérdida o menor dolor?” E insiste usted,
tenaz: “Ahí está la prueba de la relación conceptual entre anatomía humana y
moral, pues toda justificación de lo que con nuestro cuerpo hacemos será una
justificación con un esencial componente moral. En otras palabras, que a la
pregunta de qué debo hacer yo con mi pierna o con la pierna enferma de mi
paciente sólo puedo responder con base en razones morales”.
¿Qué pensaría el anatomista de ese argumento suyo de usted? Pues yo
creo que le diría esto: “Bien, usted dígame solamente una cosa. Usted a esto
que está aquí cómo lo llama –y le enseña una pierna suya, de él-. ¿Está de
acuerdo conmigo en que esto es una pierna? Sí, ¿verdad? Pues ya está. Si yo
uso esta pierna para darle a usted una patada en las posaderas, incluso
inmerecida e injustísima, ¿sigue siendo una pierna esta parte del cuerpo que
usted y yo quedamos en que es una pierna? Sin duda sí, ¿no es cierto? Pues
entonces dejémonos de zarandajas. Una pierna es una pierna y, como tal, es
un elemento o parte del cuerpo diferente de la nariz o de la epiglotis. Si usted
quiere pensar que también existe el alma, yo no se lo discuto, simplemente
eso no es de mi ciencia y yo de tales cuestiones no me ocupo cuando con mi
ciencia auxilio a la medicina o a cualquier otra disciplina. Si usted opinara que
las piernas tienen alma o que una parte del alma está en las piernas, que es un
alma sucia o pecadora la de la persona que use las piernas para fines inmorales
o cualquier otra cosa por el estilo, a mí me da igual, siempre que no me venga
con ideas raras como la de que una pierna desalmada no es una pierna o que
las extremidades inferiores de una mala persona que no usa rectamente sus
piernas no son piernas, sino patas, acabadas incluso en pezuñas y no en
dedos”.
Fin de la comparación y tómese en lo que valga. ¿Qué quiere decir que
el discurso jurídico es insular? Solamente que el derecho puede ser
identificado en su ser, en su existencia como este o aquel sistema jurídico, con
independencia de los juicios que sus normas merezcan a la moral, a la
economía, a la estética, a la teoría literaria, a la religión, etc. Más aún, si no
fuera así, ni la moral ni la religión ni la economía ni ninguna de esas otras
especialidades o disciplinas podrían emitir juicios negativos sobre normas
jurídicas, pues la correspondiente cualidad negativa haría que no pudiera ser
jurídica la norma en cuestión. Para que el sujeto de nuestro ejemplo pueda
decir “la pierna derecha de Fulano es una pierna pecadora” debe poder
identificar las piernas y, entre ellas, la derecha, y para que un iusmoralista
pueda decir que cierta norma jurídica no es jurídica por inmoral o injusta
tiene que poder identificarla previamente como de derecho y no, por ejemplo,
como un simple consejo de un presentador televisivo.
Argüir, como Nino, que si no es el propio sistema jurídico respectivo el
que valore en sede de conveniencia moral o política si es mejor tal o cual
sistema de control de constitucionalidad o que no exista ninguno, tenemos
ahí la prueba de que hay conexión conceptual entre derecho y moral suena
tan absurdo que seguramente habré de concluir que soy yo quien no ha
comprendido el argumento. Es como si mantenemos que el derecho está
conceptualmente unido a la moral porque ningún sistema jurídico puede
darnos la pauta moral sobre si es justa o injusta, mejor o peor, la pena de
cadena perpetua o un sistema de penas privativas de libertad limitadas en el
tiempo. Esto es una petición de principio como un castillo de grande. Es
talmente como si afirmamos que la moral es dependiente del derecho porque
ningún sistema moral es por sí sólo capaz de aplicarle sanciones jurídicas al
que haga lo inmoral. Si lo que le pedimos al derecho no es el dictamen sobre si
una conducta es jurídica o antijurídica o sobre si una institución se configura
en ese sistema jurídico de tal manera o tal otra, sino que del derecho
demandamos un dictamen moral o político o estético, por ejemplo, no
podemos concluir sobre la falta de autonomía conceptual de lo jurídico. No,
somos nosotros los que hacemos la pregunta donde no debemos. Es como si a
un médico le preguntamos sobre el bosón de Higgs y, al ver que no sabe del
tema, pues no es Físico, concluimos que no tiene ni idea de Medicina.
Qué tiene que ver, en suma, lo que el derecho sea y cómo lo
reconozcamos, con que el derecho por sí mismo no pueda resolver los
problemas morales o políticos que impropiamente le planteamos al sistema
jurídico.
Centremos de nuevo la tesis de Nino, que es así: “el discurso
justificatorio jurídico no es insular sino que la adopción de normas que
legitiman la prescripción de normas jurídicas está sometido a crítica en el
marco del discurso moral, sobre la base de normas que, como las primeras
mencionadas, no son jurídicas” (DMP, p. 71). Repárese en que estamos ante el
sempiterno problema de cómo fundamos o de dónde derivamos la juridicidad
de la norma jurídica primera o más alta. Sabemos que Kelsen dijo que de
ningún lado, pues simplemente ante esa norma positiva primera o más alta
presuponemos otra norma jurídica fundante, pero que esto es una mera
hipótesis o ficción para dar cuenta de que en últimas no hay más fundamento
de lo jurídico que la creencia compartida en la juridicidad de la Constitución;
que Hart ve un puro hecho social como origen de la juridicidad, el
reconocimiento por parte de la sociedad y de los funcionarios de que las
normas jurídicas son jurídicas y no de otra manera, reconocimiento, hecho
social, que se vuelve así constitutivo; y que los iusnaturalistas colocaban en
esa función de fundamento y límite la ley natural. Nino y los iusmoralistas de
las últimas década nos cuentan que lo que hace que la suprema norma
positiva sea derecho es la moral, la moral que emana de o se construye en el
discurso moral racional, y que esa comunión de base entre derecho y moral es
la que determina no sólo que las razones de por qué un sistema de normas es
derecho y no otra cosa son razones morales, sino también que no puedan ser
jurídicos los sistemas normativos inmorales, esto es, contrarios a la moral
objetivamente correcta.
En el párrafo hace un momento citado Nino hace saber que las normas
últimas del sistema jurídico están sometidas a crítica “en el marco del discurso
moral” y sobre la base de normas “que no son jurídicas”. ¿Y? ¿Por el hecho de
que en su núcleo o fundamento último un objeto esté sometido a crítica moral
cobra ese objeto naturaleza moral? ¿Es moral por eso la naturaleza de la
música, el folclore, la gastronomía, la entomología, la biología molecular, el
juego de petanca o las reglas de educación en la mesa? Puesto que todo lo que
en algo se relaciones con la actividad humana puede ser objeto de juicio y
discusión moral, hay conexión conceptual y no separación conceptual entre
moral y música, folclore, juego de petanca, etc. y no puedo yo afirmar con
sentido que puedo identificar lo que sea música o no o lo que sea folclore o
no, al margen por completo de que quien toque la flauta o baile lo haga para
buenos fines o movido por la maldad?
El concepto que, en opinión de Nino, hace de puente entre el discurso
jurídico justificatorio y el discurso moral más amplio es el concepto de validez
jurídica8[8]. Para el autor argentino, ciertas paradojas de la teoría jurídica solo
se pueden solucionar si entendemos “que la Constitución no es, generalmente,
la práctica más básica de una sociedad sino que hay todavía una más
fundamental que determina la observación continua de la Constitución aun
cuando ésta sea modificada en forma regular” (DMP,p. 75) y “esta práctica
básica que permite explicar, desde el punto de vista externo, la continuidad
del orden jurídico a través del tiempo y a pesar de las reformas de su
Constitución, no tiene como contenido proposicional una norma que sea
aceptada por estar prescrita por una autoridad considerada como legítima. Tal
norma, que da validez a las sucesivas constituciones, no es, ella misma, una

8[8] Cfr. DMP, p. 72.


norma jurídica según el concepto descriptivo judicial institucionalizado de
derecho que se había propuesto. Se trata de un principio extrajurídico, cuya
adopción tiene las propiedades pragmáticas distintivas de la moral” (DMP, p.
75).
Podemos convenir en que todo entendimiento social de que una
Constitución es norma jurídica tiene una base moral, en el sentido de que
entender jurídicamente obligatoria la Constitución (y por extensión las
normas infraconstitucionales que de ella derivan su validez) no cabe sino
entendiendo moralmente obligatoria la Constitución. De esa forma y puesto
que la validez jurídica no puede autofundarse, se funda en la validez moral.
Podemos, digo, hacer como que así resolvemos el problema y como que no lo
trasladamos al de si será que la moral sí es capaz de autofundarse o en qué se
fundará ella, a diferencia de otros sistemas normativos que nada más que por
referencia a ella pueden ser lo que son. Mas, aun cuando aceptemos esa
convención o ese modo de explicar la validez jurídica, o bien esa base moral es
formal o bien no son constituciones verdaderamente la mayor parte de las que
socialmente se tienen por tales. Expliquemos esto.
Si fundimos obligatoriedad jurídica y moral y validez jurídica y moral,
decimos que la Constitución es válida, por encima de sus cambios y al margen
de sus reformas, porque los ciudadanos se sienten moralmente obligados por
la obligatoriedad constitucional y, así, ya tenemos el origen del sentirse
jurídicamente obligado: el sentirse obligado moralmente. Es decir, la
Constitución no es Constitución por razones jurídicas, sino morales, y sólo
obliga jurídicamente si es percibida como obligando moralmente. Pero,
entonces, habremos de admitir que siempre que en una sociedad hay una
percepción o convicción o conciencia de la obligatoriedad jurídica de una
Constitución, de que una Constitución es norma jurídica, es porque hay una
percepción, fundante, de la moralidad de dicha obligación. Con eso, cualquier
Constitución será jurídica si es vista socialmente como obligatoria, y ello
completamente al margen del contenido de sus normas. Porque si solamente
pueden estimarse obligatorias, como Constituciones, las Constituciones justas
o acordes con la moral objetivamente correcta, volvemos a la perplejidad de
siempre: en el mundo no ha habido ni hay en puridad más que un puñado de
auténticas Constituciones, estén las otras “reconocidas” o no; y, por lo mismo,
algunos de los sistemas jurídicos que llamamos sistemas jurídicos, como el
cubano, el chino o el de tal o cual dictadura reaccionaria, no son en realidad
sistemas jurídicos. La teoría del derecho no tiene nada que hacer con el
derecho cubano, chino, soviético, nazi o franquista, ya que no eran sistemas
jurídicos, y para qué se va a hacer teoría del derecho de lo que no es derecho.
Y, por otro lado, para qué vamos a hacer teoría del derecho de los sistemas en
verdad jurídicos, si, puesto que estos son jurídicos por razones morales, mejor
será reemplazar la teoría del derecho por la teoría moral y así, a lo mejor,
ganamos en seguridad jurídica y en precisión lingüística.
Después se enfrenta Nino con el problema de cómo explicar que dentro
de un sistema jurídico puedan estar y ser aplicables normas que contradicen
lo prescrito en una norma superior del sistema 9[9]. Es el problema que Kelsen
trató muy malamente de solucionar con su teoría de la cláusula tácita
alternativa, que con acierto critica Nino 10[10]. Dice Nino, contradiciendo
también a Bulygin, que no cabe pensar que sean normas del sistema las que
transmitan la obligatoriedad jurídica a esas normas del sistema que no
cumplen las condiciones del mismo, y ello, sobre todo, porque la
obligatoriedad de las normas del sistema jurídico no puede provenir del
sistema jurídico mismo. ¿Por qué? Porque “ello no permitiría predicar tal
fuerza obligatoria de las normas jurídicas de mayor jerarquía del sistema”
(DMP, p. 78). Volvemos, así, a lo de hace un momento: la fuerza obligatoria de
la Constitución no puede originarse en la propia Constitución. Según Nino,
nada más que una norma extrajurídica puede aportar esa obligatoriedad de las
normas jurídicas. Estamos así, ante “un concepto de validez que hace
referencia a principios morales” (DMP, pp. 78-79) y es ineludible reconocer,
incluso desde un punto de vista externo, “un concepto de validez como fuerza
moral, que destaca, de nuevo la inserción del discurso jurídico en un marco de
un discurso justificatorio más amplio, facilitado, precisamente, por el
concepto puente de validez jurídica” (DMP; p. 79).
¿Por qué tanto insistir Nino en que sólo la obligatoriedad moral puede
fundamentar la obligatoriedad jurídica? Porque emplea un concepto de
obligatoriedad como obligatoriedad moral exclusivamente. En realidad, es casi
una tautología: si partimos de que obligatoriedad propiamente dicha no hay
más que la obligatoriedad moral, no cabe obligatoriedad jurídica si no es
como obligatoriedad moral o con base en o por delegación de la moral. No es
que la vinculación conceptual necesaria entre derecho y moral quede así
demostrada, sino que ha quedado de mano excluida la tesis opuesta, la de la

9[9] “Una norma que objetivamente contradice las condiciones de órgano, procedimiento o
contenido establecidas por una norma superior, como en el caso de la Constitución respecto de
sus leyes o decretos, puede, sin embargo y en algunos casos, ser considerada válida por jueces,
abogados y juristas. Esto puede suceder si no existe (...) un procedimiento de control judicial de
constitucionalidad, o no es ejercido, o sólo permite anular una norma en el caso concreto y no en
el general, o si el tribunal se equivoca sobre la inconstitucionalidad o ilegalidad de una norma. De
ser así, ello querrá decir que el concepto de validez no podrá definirse de tal modo que se
satisfagan tales condiciones. Lo que se establece por definición no puede tener excepciones según
las circunstancias fácticas” (DMP, p. 76).

10[10] Cfr. DMP, pp. 76-78.


separación. Si no hay con propiedad normatividad que en últimas no sea
normatividad moral, cómo van a existir sistemas normativos, sean jurídicos o
de otros, que no sean sistemas morales. Y el misterio de cómo puede el
sistema moral ser el supersistema o sistema único a pesar de que se habla
también de derecho (y de otros tipos de sistemas normativos) y de que
socialmente las normas jurídicas (y de otros tipos de normas) se diferencian
de las morales, queda sin resolver, igual que no se resuelve el de por qué al
sistema moral no le afectan esos problemas de autofundamentación que a los
otros sistemas lo hacen depender del sistema moral para estar
fundamentados. Cuando el fundamento de la moral verdadera se ponía en
Dios, la explicación cerraba maravillosamente. Cuando se pone en un
consenso racional construible bajo condiciones ideales de imparcialidad, el
misterio del fundamento de lo jurídico se torna aún más profundo que aquel
de la Santísima Trinidad. Ahora ya no es un ser Uno y Trino, se trata nada
menos que de la humanidad entera, el auditorio universal al completo y yo
imaginándome sus dictámenes para saber si esta norma del código será
derecho de verdad o de mentira o si este juez no deberá tal vez inaplicarme a
mi la norma que funda mi demanda, ya que no la aprobarían los que se
hallaren en la posición originaria y bajo el velo de ignorancia.

¿Qué significa “Yo debo hacer X”? Posturas teóricas como la de Nino se
explican por la ambigüedad de “deber” o de “estar obligado”, o quizá más bien
de la incapacidad para captar la pluralidad de sentidos de tales expresiones.
“Yo debo hacer X” puede significar tres cosas diferentes:
a) Que yo me siento obligado o en el deber de hacer X.
b) Que conforme a algún tipo de norma yo esté obligado a hacer X.
c) Que objetivamente, según la naturaleza, la razón o algún tipo de
orden inapelable del ser yo esté obligado a hacer X.
Cuando decimos que un sujeto tiene la obligación jurídica de hacer X
estamos empleando el sentido b). No tiene absolutamente nada de particular
la expresión “A tenor del derecho español actual, yo debo hacer cada año la
declaración del impuesto sobre la renta”. Ese “debo” no me compromete
personalmente a nada, simplemente tiene un valor informativo, por así decir:
pone de relieve que según las normas del ordenamiento jurídico español de
ahora mismo, yo estoy obligado a hacer la declaración de la renta. Pero ese
sentido nada tiene que ver ni con el sentido a) ni con el sentido c). Se me
informa lo que a tenor de un determinado sistema jurídico es mi obligación,
no de lo que sea o deje de ser mi obligación de conformidad con otros
sistemas normativos, como el moral, o con otras regularidades ontológicas,
como la naturaleza o la razón.
Supóngase el siguiente juego. Nos juntamos tres personas y escribimos
mil normas de comportamiento que puedan tener algún sentido más o menos
chusco, cada una en un papel. Metemos esos mil papeles en una bolsa y
sacamos tres al azar, con el compromiso previo de que durante ese día nos
atendremos estrictamente a lo que esas tres normas determinen. Llamemos
SL a ese sistema de tres normas. Tiene sentido pleno que yo diga que estoy
obligado por SL a rascarme un pie cada cinco minutos o a no beber vino en
todo el día o a no dirigirle la palabra a mi familia en toda la jornada, si esas
fueron normas de las que salieron. Pero al decirme así obligado no expreso
más que eso: que a tal me obligan esas normas de dicho sistema, nada más.
Ello no quita para que tales normas usted o yo mismo las juzguemos
inmorales, idiotas o perfectamente fútiles.
Que la equivocidad está en la noción de deber se comprueba en
párrafos como este de Nino, que sigue a la insistencia en que no tiene sentido
un discurso jurídico insular, sino uno controlado por algún principio moral:
“Las cosas podrían ser diferentes de lo que son, y podríamos vivir bajo una
cultura en que hubiera discursos jurídicos insulares, como en otras culturas
hubo discursos religiosos insulares. Podría ser que decir que el rey ha
prescrito x fuera una razón última e incontrovertible para que x deba hacerse,
como hay culturas en las que decir que Allah ha prescrito x es una razón
última e incontrovertible para que x se realice” (DMP, p. 82). Veamos: si que
el rey haya dicho x es una razón incontrovertible y última para que se haga x,
será porque la voluntad del rey la hemos cargado de algo más que la voluntad
del rey, la hemos cargado de valor moral absoluto, de imperio moral
inatacable. Si no es así, decir que el rey ha prescrito x sólo significa que desde
el punto de vista del rey los destinatarios de su prescripción deben hacer x.
Nada más. No significa que desde ningún otro punto de vista (ni personal ni
moral ni político ni ninguno) esos destinatarios deban hacer x.
El estar obligado por las normas de un rey o de un sistema jurídico no
es para nada diferente del estar obligado por las normas de una mafia o de los
mandatos de un asaltante. Las diferencias que haya lo serán de legitimidad, y
esa legitimidad nos permitirá decir que algunas de esas obligaciones son
legítimas y moralmente o políticamente merecen nuestra obediencia y otras
no. Mas si pensamos que no hay más obligación que la legítima, nos
quedamos sin la posibilidad de decir “obligación ilegítima”, incurrimos en
redundancia al decir “obligación legítima” y, además, damos por sentado que
toda obligación que lo sea es legítima y compromete nuestra moral y nuestra
conciencia. El iusmoralismo acaba siendo muchísimo más heterónomo que el
iuspositivismo.
Ha dicho Nino que “el discurso moral de la modernidad tiene un
carácter imperialista que impide la subsistencia de discursos justificatorios
insulares” (DMP, p. 79) y que “El único espacio que queda para que discursos
prácticos diferentes al moral generen razones que justifiquen acciones y
decisiones es el espacio que ese discurso moral deje libre” (DMP, pp. 79-80).
No es fácil entender esto. Si se refiere a que en esta época si cabe la crítica
moral abierta, frente a cualquier sistema de normas y frente a las morales
establecidas o dominantes, suena trivial por conocido. Si quiere decir que
precisamente en esta época moderna es cuando los sistemas jurídicos pierden
su autonomía conceptual y operativa y quedan sometidos a la moral, parece
que habla Nino del mundo al revés y que se olvida de que imperialismo moral
era el de la Edad Media, sin ir más lejos, no este de ahora en el que lo jurídico
se ha decantado frente a otros órdenes normativos y en el que al fin no hace
falta que los ciudadanos compartan las mismas normas morales para que
tengan el mismo derecho y con iguales derechos.
Pero la clave está, una vez más, en las ambigüedades o en la falta de
finura analítica. Dice: “Este imperialismo del discurso moral implica que no
existen razones jurídicas que puedan justificar acciones y decisiones con
independencia de su derivación de razones morales” (DMP, p. 82). El
problema se halla en lo que signifique “justificar”. Cómo no va a haber razones
jurídicas que justifiquen jurídicamente una acción o decisión con
independencia de razones morales. Si así fuera, no habría más que moral y no
existiría el derecho, salvo como normativa moralmente redundante o
moralmente indiferente. Si una persona blasfema donde la blasfemia no tiene
sanción jurídica, esa acción está jurídicamente justificada aunque uno o un
millón la consideren moralmente injustificable; si una mujer aborta
libremente y dentro de cierto plazo donde el aborto está jurídicamente
permitido en ese plazo, esa acción está jurídicamente justificada, aun cuando
media sociedad la estime inmoral; si dos personas del mismo sexo se casan
donde el matrimonio de este tipo está legalmente permitido, esa acción está
jurídicamente justificada, aunque clamen al cielo el Papa y los obispos; si el
matrimonio entre personas del mismo sexo no está permitido en un Estado,
ahí esa acción no está jurídicamente justificada, aunque a mí y a muchos nos
parezca una tontería o una injusticia grande. ¿Tan difícil es apreciar lo obvio y
diferenciar lo distinto? Si lo que caracteriza esta época moderna de moral
imperialista es esa promiscuidad de lo jurídico y lo moral, ¿podemos con
verdad decir que en Irán la práctica homosexual entre adultos es legal o que
en Irlanda está permitido el aborto según una ley de plazo o que en España no
es delito la negación del holocausto, aunque las respectivas legislaciones digan
lo contrario y los jueces apliquen sus normas y hasta los tribunales
constitucionales digan que no hay problema?
Equívocos conceptuales graves, aunque se haga algún amago de
distinguir sentidos: “Por cierto, las palabras <> y <> pueden ser definidas
estipulativamente en un sentido puramente descriptivo, que sí hagan posible
la existencia de razones jurídicas que justifiquen, por sí solas, acciones y
decisiones. Pero es obvio que tales conceptos no captan el sentido pragmático
de razón y justificación que se pone de manifiesto cuando se advierte una
inconsistencia práctica entre decir que hay una razón que justifica hacer x y
hacer no x” (DMP, p. 82).
Es al revés. La muy peculiar definición estipulativa la hacemos cuando
decimos que toda justificación es lo mismo y que afirmar que la acción X está
jurídicamente justificada es lo mismo que decir que la acción X está
moralmente justificada; o a la inversa. No hay una “inconsistencia práctica” al
decir, por ejemplo, que hay una razón jurídica para hacer X y una razón moral
para no hacer X, o que hay una razón jurídica para no hacer X y una razón
moral para hacer X. Y también pueden concurrir a favor o en contra razones
religiosas, económicas, estéticas, de cortesía, etc. Lo que hay ahí es un
problema práctico para el individuo llamado a decidir. Si para quitarle al
individuo el peso de sus decisiones hemos de fingir que no hay dilemas
normativos y decisorios, pues a la postre todas las posibles contradicciones
entre cualesquiera normas se sanan en el supremo altar de la moral
“imperialista”, o es que nos estamos engañando muy ingenuamente o es que
tratamos de volver a un modelo premoderno de normatividad única y sagrada,
aunque la religión de fondo sea ahora una sutil pero no menos “imperialista”
forma de religión civil.

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