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François Raguenet

El abad, sacerdote, físico e historiador François Raguenet escuchó las tragedias de Lully en París ejecutadas
por Marie Le Rochois. Al visitar al Cardenal de Bouillon en Roma en 1697, Raguenet estuvo expuesto a las
obras de Corelli y Bononcini. Luego publicó opiniones entusiastas en su Paralelo entre los franceses e
italianos en lo que tiene que ver con la música y la ópera. En esta comparación alaba la poesía, la lírica, el
vestuario, la danza, y las voces bajas del escenario Lulliano, pero los encuentra pálidos al compararlos con el
sonido de la orquesta en Roma y la habilidad de los castrati. Dicho de otro modo, Raguenet prefería sacrificar
el refinamiento de la poesía, la trama, la actuación y el elegante sonido instrumental francés a cambio de la
comunicación vívida de las pasiones propia de los italianos. Sus opiniones tuvieron eco en Francia, aunque
también encontraron oposición, entre otros de Jean Laurent Le Cerf de la Viéville, quien le contestó con una
defensa del estilo francés en una contra-comparación. La polémica continuo vigente por más de 50 años,
pues en 1759 todavía se publicaban argumentos a favor y en contra de la expresividad de los estilos
nacionales. La reacción inicial de Raguenet a la música italiana es característica de principios del siglo XVIII
en toda Europa.

Paralelo entre los franceses e italianos en lo que tiene que ver con la música y la ópera

(1702)

Hay tantas cosas en las que la música francesa aventaja a la italiana, y tantas otras en las que la italiana
supera a la francesa, que sería imposible hacer un paralelo entre ellas sin examinar particularmente cada una
hasta tener los elementos necesarios para hacer un buen juicio.

Las óperas son composiciones que permiten mucha variedad gracias a su extensión; y ambas son comunes a
los italianos y franceses. En ella, los maestros de ambos lados se esfuerzan en mostrar su genio: y es en
ellos en los que, por tanto, quiero hacer mi paralelo. Pero hay muchos elementos que requieren ser
distinguidos, como el lenguaje, el cual puede ser más o menos favorable que el otro para la música: la
composición, la calidad del actor, de los mismos músicos, los diferentes tipos de voces; el recitativo, las arias,
las sinfonías, los coros, las danzas, las máquinas, la decoración, y cualquier otra cosa concerniente a la
ópera y que la hace un entretenimiento completo y perfecto. Debemos hacer un examen de estos elementos
antes de que podamos decidirnos por una o la otra.

Nuestras óperas están escritas de mejor manera que las italianas; son regulares, con estructuras coherentes;
y, si se ejecutan sin la música, son igual de entretenidas que otras piezas puramente dramáticas. Nada
puede ser más natural y vivo que sus diálogos; los dioses hablan con dignidad, los reyes con la majestad que
su rango requiere, y las ninfas y pastores con una suavidad e inocencia propia de los humildes. El amor, los
celos, la rabia y el resto de las pasiones demuestran arte; existen pocas tragedias o comedias mas bellas que
las óperas de Quinault.
De otro lado, la ópera italiana es pobre, incoherente, sin conexión ni diseño; todas sus piezas son como
remendadas; sus escenas consisten en unos diálogos vacíos o soliloquios, y al final lo único que pueden
hacer es terminar en una aria. Estas arias raramente coinciden con el resto de la ópera, y las escriben otros
poetas, ó se toman de otras obras.

Además, nuestra ópera aventaja a la italiana en otro respecto: la voz del bajo, tan frecuente entre nosotros, y
tan raramente vista en Italia. Cualquier hombre que sepa escuchar podrá decir que no hay nada mas
encantador que un buen bajo: su sonido simple parece llevarnos a un abismo profundo. El air recibe enorme
poder gracias a estas voces, mucho más que con una voz de registro agudo, haciendo la armonía mucho
más agradable. Cuando los dioses, Júpiter, Neptuno o Agamenón están en el escenario, nuestros actores,
con sus voces profundas, les dan un aire majestuoso, muy diferente de lo que pueden hacer los falsetos
italianos, quienes no tienen ni la fuerza ni la profundidad necesaria. La mezcla de los bajos con las partes
agudas crea un contraste muy agradable, y nos deja percibir la belleza de la oposición entre ellos; un placer
al que los italianos son unos perfectos desconocidos ya que sus cantantes, la mayoría castrati, cantan como
con voz de mujer.

También los aventajamos con nuestros coros, las danzas, y otros divertissements en los que somos
superiores. Los italianos tienen poco más que escenas burlescas o un bufón; alguna mujer vieja que está
enamorada de un joven; o un hechicero que quiere convertir un gato en un pájaro, y otras cosas que solo
entretienen a las masas. En cuanto a las danzas, los italianos son las criaturas mas desafortunadas del
mundo: parece que tuvieran solo una extremidad, sin brazos ni piernas.

En cuanto a los instrumentos, nuestros maestros son mucho más finos que los italianos. Sus golpes de arco
son bruscos y desconectados. Nosotros tenemos además el oboe, la flauta y tantos otros instrumentos que
tantos de nuestros grandes artistas han aprendido.

Finalmente, tenemos la ventaja del vestuario. Nuestros hábitos son inmensamente más elegantes que los de
afuera. El mismo italiano reconoce que ningún bailarín es igual al francés. Ningún hombre con sus cinco
sentidos negará que la ópera francesa es una representación más vívida que la italiana. En resumen, estas
son las ventajas que nuestras óperas tiene; pero ahora miremos las ventajas de los italianos en los
siguientes dos puntos.

El idioma italiano es mucho mas apto naturalmente para la música que el nuestro; sus vocales son sonoras,
mientras que las nuestras son mudas de manera que ninguna cadencia o pasaje bello se puede formar con
palabras que apenas se escuchan a medio decir, y por eso es necesario imaginar el resto de la palabra; en
cambio, en el italiano se entiende todo […].

Los italianos son mas arriesgados en sus aires que los franceses; las llevan hasta las últimas consecuencias,
tanto en las de afecto tierno como en las impetuosas, lo mismo que en otras composiciones. A menudo
combinan estilos que los franceses encuentran incompatibles. Su invención es inextinguible, mientas que la
nuestra es estrecha y limitada.

No es una sorpresa que los italianos encuentren nuestra música aburrida, y comparada con la de ellos,
insípida y de poca energía. Los franceses buscan darle a sus aires un toque suave, natural, orgánico y
coherente; la composición esta escrita en el mismo tono, y si se atreve a variarlo, lo hace preparándolo de
manera que parece la cosa más natural del mundo; no tienen nada de intrépido: es una pieza en su totalidad.
Pero los italianos pasan rápidamente de varios sostenidos a varios bemoles, usando las disonancias más
irregulares. Nada en el mundo se parece a sus composiciones.

[…] Los italianos se aventuran a cualquier cosa que es brusca, pero lo hacen como alguien que tiene el
derecho a aventurarse, y seguro de su éxito. Tienen la idea de que son los maestros absolutos de la música
en todo el mundo, y como soberanos déspotas, ignoran las reglas. Desafían las leyes, y esa fuerza hace del
compositor un venturero irresistible.

La música se ha vuelto tan común en Italia, que los niños cantan desde que están en la cuna. Una canción
uniforme y natural es demasiado vulgar para sus oídos, y los consideran de gusto pobre y decadentes. Para
entretenerlos, uno tiene que darles variedad y pasar continuamente de una tonalidad a otra, aunque sea con
los pasajes mas antinaturales. Sin esto, serás incapaz de mantenerlos despiertos, o atrapar su atención.

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