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Texto de Gamio
Texto de Gamio
Me propongo discutir ambas cuestiones, ofreciendo para ello una historia sucinta acerca
de cómo se ha planteado en el pasado el problema de la conexión entre los vínculos
*Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del
Perú y es candidato al título de Doctor por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid,
España).
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humanos y la comprensión de lo ético. Por ello seguiré los siguientes pasos: 1) Examinaré
los supuestos básicos de la ética griega –concentrándome en Aristóteles y los trágicos–
para destacar la relevancia de la interdependencia y la finitud en la interpretación y la
búsqueda de los fines propios de la vida buena. 2) Luego describiré esquemáticamente el
retrato moderno de la ética del individuo desvinculado, usuario del modelo del contrato
como eje explicativo de las relaciones humanas. 3) Por último, me detendré en un
análisis de la interpretación neoaristotélica de la vida ética en términos narrativos, como
un intento plausible de recuperación de la matriz dialógica de la constitución de la
identidad y la reflexión sobre los bienes.
“Ética” viene del término griego ethos, como sabemos. Ethos tiene diversas acepciones
todas relevantes para la filosofía práctica; por un lado significa “costumbre” y con ello
evoca las prácticas, las actividades que los hombres realizan en comunidad con el fin de
construir un significado común para la vida. Al mismo tiempo ethos significa “carácter”, y
con ello alude a las disposiciones de vida, a los hábitos emocionales, cuya observancia y
cuyo desarrollo contribuyen con la cimentación de ese significado común. Pero también
ethos significa “morada”. Esto nos remite al espacio específico del tipo de vida colectiva
que caracteriza la vida humana. Esta tercera acepción vincula directamente el tema ético
con el problema político. Preguntarnos sobre qué reglas de vida o qué fines caracterizan
o constituyen una vida que podríamos considerar “buena” o llena de significado –o libre–
, implica considerar los contextos sociales y los sistemas normativos, esto es, las leyes y
las instituciones con las que esa vida podría florecer, o a la inversa, aquellas reglas y
aquellas instituciones al interior de las cuales esa vida podría verse truncada u
obstaculizada.
Aristóteles decía que los bienes que debemos buscar y cultivar tienen que ser aquellos
que son propios del hombre, y no de algún ser no humano. No sería legítimo, por tanto,
aspirar ni a los fines que persiguen los animales ni a los bienes que buscan los dioses. ¿Y
que nos distingue de los animales?
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por todos los medios, romper con ese ciclo vital. Busca asignarle a la vida un sentido que
vaya más allá de este ciclo vital repetitivo, –un télos que no se agote en el curso ‘natural’
de la vida– o como algunos dicen, “trascender” esta existencia meramente animal, dejar
algo para el recuerdo.
Esta es una de las razones por las cuales el primer gran personaje de la historia de la ética
es el guerrero, aquel que busca con sus hazañas trascender a la fugacidad de la vida, a la
voracidad del tiempo que aniquila a sus hijos. El héroe busca ser recordado por las
siguientes generaciones, gracias a la fuerza de su brazo y al ímpetu de su ánimo:
“Mientras que en los años venideros, los guerreros canten mis hazañas alrededor de una
fogata, seguiré de alguna manera vivo”. Tanto Aquiles en los poemas homéricos, como
Cu Chulainn en la tradición épica celta, son personajes más dispuestos a vivir una vida
corta –pero gloriosa– que a llevar una existencia larga y próspera, pero anónima.
Aristóteles define al hombre de dos maneras. Por un lado dice que el hombre es animal
político (zoon politikón). El hombre por naturaleza tiende a vivir en comunidad, necesita
de los otros para desarrollar sus facultades y capacidades a plenitud; aquel que vive solo,
dice Aristóteles, o es una bestia o un Dios, pero no es un hombre. Considera, además,
que la polis, la comunidad política, es la forma más elevada de comunidad, dado que ésta
debe su estructura y su sentido al trabajo mancomunado de los hombres, a la búsqueda
de un destino común de vida a través del discurso –lexis– y a la acción –praxis. Pero
Aristóteles también define al hombre como un zoon logon echon, un animal capaz de
logos. Utilizo aquí la palabra logos en su doble sentido. Logos es lenguaje, capacidad de
comunicación, y también razón.
El carácter lingüístico y comunitario del hombre constituye los dos lados de una misma
moneda; sólo porque vivimos en comunidad es que necesitamos comunicarnos.
Necesitamos comunicarnos para lograr formas de entendimiento común y de acción
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colectiva. Pero Aristóteles dice que no debemos perder de vista aquello que nos
diferencia de los dioses, y que está estrechamente relacionado con aquello que
señalábamos al hablar de nuestra finitud; los dioses son seres autosuficientes,
invulnerables, aquello que hagan consigo mismos y con los demás no generará
modificaciones sustanciales en ellos. Los dioses no necesitan, por tanto, ética. En cambio
nosotros somos seres frágiles, estamos expuestos a las acciones de los demás, estamos
expuestos a las consecuencias de nuestras propias acciones. Lo que hacemos o lo que
hacen con nosotros nos modifica, a veces de manera irreversible. Somos también
particularmente sensibles a las circunstancias externas de la vida, lo que los griegos
llamaban tyche (fortuna) 3.
La fortuna alude a todo aquello que nos sucede y que parcialmente escapa a nuestras
capacidades de control reflexivo. Por ejemplo, puedo ser una persona que busca llevar
una vida saludable. Puedo alimentarme de manera balanceada o hacer ejercicios
diariamente, evitar consumir sustancias nocivas, etcétera. ¿Esto ayuda a lograr la salud?
Sí. ¿Esto me garantiza una vida saludable? En ningún caso. Como agente humano finito,
estoy expuesto a accidentes, enfermedades, algunas de ellas incluso terminales. Nada de
lo que pueda hacer me convierte en un ser invulnerable frente a este tipo de desastres.
Los griegos estaban convencidos de que cierto tipo de bienes humanos, susceptibles a la
presencia o ausencia de la fortuna, siendo importantes para el logro de la vida buena,
escapaban de las posibilidades reflexivas del hombre. Por eso el propio Aristóteles
llamaba a estos bienes “exteriores”. Lejos de considerar esta condición como una
limitación, los griegos sostenían que esta situación de vulnerabilidad frente al entorno,
frente a las acciones de los demás nos permitía, además de sufrir de un modo que le es
completamente extraño a los dioses, también gozar de determinados bienes y
situaciones que los dioses no pueden disfrutar.
La vulnerabilidad constituye también un elemento que hace que la vida humana sea
particularmente significativa y bella. Sólo así puede explicarse que los dioses griegos
sintieran esa gran fascinación frente a la vida humana, de modo que tomaran partido en
nuestras disputas y estuviesen dispuestos a involucrarse afectivamente con nosotros, a
colaborar con nuestros propósitos, o a sembrar caprichosamente nuestra ruina. Esta
certeza justifica la terrible ironía de Hécuba, impotente frente a la ruina de su reino, la
desaparición de su estirpe y el asesinato de su nieto:
Desde el punto de vista de la cultura clásica, desde la literatura griega y la filosofía, estos
tres rasgos de la vida humana: capacidad de logos, pertenencia comunitaria y
vulnerabilidad constituyen elementos que son ineludibles para una reflexión concreta
sobre la vida humana y su sentido ético. Para los griegos resultaba claro que estos rasgos
centrales de la vida humana y de la ética se hacían explícitos a través de la educación
desarrollada en el seno de la comunidad política. Llamaban paideia al proceso de
formación del carácter y del discernimiento humanos encaminados al reconocimiento de
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estos tres elementos. A través de la educación comunitaria, adquirían los agentes
humanos una segunda naturaleza que les permitía comprender, someter a crítica y
desarrollar los bienes que constituían una vida buena.
La época moderna constituye la etapa del ascenso del individuo como el protagonista de
la ética. El avance de las ciencias empírico-inductivas, así como las guerras de religión,
generaron una situación de desconfianza respecto de los relatos comunitarios de aquello
que configura una vida buena. En efecto, ya no se consideraba que las relaciones
humanas o la pertenencia comunitaria sean aquello que determina una vida como
racional, sino la construcción de un esquema legal que garantice la coexistencia pacífica
entre individuos separados y mutuamente indiferentes. La vida buena deja de ser el eje
del pensamiento ético, de lo que se trata es de establecer principios que regulen la vida
social y que determinen en concreto la coexistencia pacífica de las pretensiones
individuales de libertad y bienestar.
Los contratos regulan las relaciones humanas desde la óptica de los bienes individuales:
aquí no tiene lugar idea alguna de bienes comunes. Las transacciones comerciales son
casos paradigmáticos de contratos. Yo busco mi satisfacción personal a través del goce
de un bien. La otra parte espera exactamente lo mismo con respecto al bien que se ha
propuesto lograr. Por ejemplo, tengo sed. Anhelo satisfacer esta necesidad. En la cantina
de la esquina venden bebidas. Acuerdo con el vendedor de la cantina el precio de la
bebida, le entrego el dinero, recibo la bebida y la tomo. Analicemos un poco la situación.
Yo busco la satisfacción de una necesidad y él busca la satisfacción de la suya. El bien que
yo persigo es la satisfacción de mi sed. El bien que el vendedor persigue es la obtención
de dinero para poder llevar una vida decorosa y próspera. Yo tengo lo que él busca,
dinero. Él tiene lo que yo busco, la bebida. Nos ponemos de acuerdo respecto de las
cláusulas del contrato, pero en ningún caso hemos logrado llegar a una comprensión del
bien o al logro del bien común. El supuesto implícito en la ética de los contratos es que
los individuos sólo generan acuerdos y asociaciones cuando los bienes individuales a los
que aspiran no pueden lograrse solitariamente; cuando necesito de ti para lograr lo que
me interesa conseguir, busco tu colaboración (el hecho de que pueda mostrarte que
esto, a la vez, pudiese reportarte alguna satisfacción a ti, sin duda motivará tu
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cooperación en esta empresa). Las relaciones humanas concebidas contractualmente son
siempre instrumentales.
Incluso las relaciones cercanas pasan a ser leídas desde la ética del contrato. Mis
relaciones más íntimas tienen sentido en tanto que éstas me provocan un bienestar
privado. Si este bienestar desaparece o se debilita, la legitimidad de la relación
desaparece gradualmente. Este individualismo, entonces, erosiona todo vínculo de
solidaridad entre los hombres. Eso conectado con la idea de libertad que se configura en
la modernidad. Desde Hobbes, la libertad es definida en términos negativos, negativo en
un sentido lógico, la libertad se define a través de una negación.
La ética individualista de los contratos erosiona la philía y los vínculos comunitarios, pero
no erradica, evidentemente, toda forma de organización social; de hecho, el enfoque
atomista ha generado sus propias formas de asociación. En Hábitos del corazón, el
equipo de investigadores sociales dirigido por Robert N. Bellah sostiene que en la época
moderna no se forman comunidades sino “enclaves de estilo de vida”. Se trata de
asociaciones que se relacionan con “el ocio y el consumo y por lo general, no tienen
conexión alguna con el mundo del trabajo, unen a personas que se asemejan social,
cultural y económicamente, y uno de sus objetivos principales es disfrutar de la
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compañía de aquellos que comparten un mismo estilo de vida”6; lo que buscan estos
grupos es establecer relaciones entre individuos que tienen en común el mismo status y
los mismos pasatiempos: el tema de la vida buena y la acción cívica está ausente de estas
asociaciones. Los clubes sociales son el más obvio ejemplo para estas organizaciones. La
progresiva retirada de lo político en la vida de las personas, el privilegio de los proyectos
personales por sobre los vínculos con los otros encuentra su lugar en esta historia de
progresiva atomización de las relaciones sociales.
El concepto moderno de libertad plantea un agudo dilema. Por un lado su logro supone
la ruptura con los viejos órdenes tradicionales, las concepciones comunitarias de la vida
buena, y muchas veces las relaciones sustanciales que otrora definían nuestra identidad;
no cabe duda de que este proceso tenía un talante emancipador respecto de viejas
estructuras opresivas, y represoras de la esfera personal de los agentes. Por otro lado,
pareciera que esta libertad desvinculada no permite encarnarse en ningún modo de vida
coherente sin de algún modo traicionarla. Siendo negativo, el concepto moderno de
libertad requiere siempre de romper con algún esquema ‘exterior’. No obstante,
nuestras identidades requieren, para hacerse concretas, encarnarse en formas de vida
situadas. En las últimas décadas, filósofos herederos de Hegel y Aristóteles –Charles
Taylor, Paul Ricoeur, Alasdair MacIntyre y Hans-Georg Gadamer entre ellos– han
intentado (quizá con la excepción de MacIntyre) conciliar el concepto moderno de
libertad como autodeterminación con el carácter situado y relacional de la vida humana
a través del concepto de una ética narrativa, que es lo que pasaré a desarrollar a
continuación.
La tesis que defiende la ética narrativa es que una concepción puramente individualista
de la identidad y de la libertad no permite expresar con claridad aquello que está
involucrado en la pregunta ¿Quién soy? Básicamente, esta pregunta alude a mi lugar en
el espacio y en el tiempo de las relaciones humanas, y también a la dirección que yo le
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imprimo a mi vida en el espacio y en el tiempo de estas relaciones concretas. Si alguien
me pregunta quién soy yo, lo primero que tendría que responder, es probablemente mi
nombre. Si digo ‘Gonzalo Gamio’, ya estoy evocando alguna forma de relación humana,
puesto que mi nombre Gonzalo, no lo elegí yo, sino mis padres por una serie de razones;
por otra parte, cuando aludo a un apellido, en este caso Gamio, éste me remite a una
genealogía, a una historia compartida. Aun en este nivel tan elemental, el tema de la
identidad me remite a vínculos que trascienden mi propia vida.
Pero si alguien me dijera: “Ya sé como te llamas, pero quiero saber quién eres tú”,
tendría que descender a una capa fenomenológica más profunda del diseño de mi
identidad. Tendría que dar razón (logon didónai) de aquellas actividades, aquellos
valores, aquellos compromisos que en buena medida considero yo mismo que definen mi
vida como única o distinta de las demás. Aquellas creencias, aquellas valoraciones,
aquellas actividades, por ejemplo relacionadas con mi vocación filosófica o con mi
estimación de la democracia –por poner un ejemplo– no son elementos que yo he
construido por mí mismo, son formas de estimación y prácticas que he adquirido en el
tiempo a través del contacto con otros. Si tuviera que dar cuenta de aquello que
considero me define como un ser humano único e irrepetible, tendría que contar una
historia, pero una historia que está constituida por relaciones, una historia en el sentido
de una narración, no en el de un tratado de ciencia histórica. Se trata más bien de una
narración que expresa el encuentro entre seres humanos. Aquí el ser humano se
evidencia básicamente como un animal que compone mythoi. El tejido narrativo vital es
–decíamos– básicamente social: revela para nosotros la importancia medular de los
bienes de la interdependencia, incluso como horizonte del ejercicio de la libertad. La
historia de mi vida tiene en este sentido personajes principales y secundarios.
Por supuesto, uno mismo es el protagonista y también es aquel que parcialmente escribe
la historia de su propia identidad. Digo parcialmente, porque el encuentro, el contacto
con otros, aquellos que Charles Taylor siguiendo a Mead llama “otros significativos”,
constituye, en buena parte, el proceso de descubrimiento, de hallazgo de aquello que es
importante para mí, y con el tiempo puedo lograr definirme7. Si yo tuviera que contar la
historia de mi vida, omitiendo la presencia de aquellas personas que han sido decisivas
para el descubrimiento de aquello que me define, estas actividades, valoraciones,
creencias, etcétera, con toda seguridad, la narración de mi vida estaría condenada a
presentar lagunas lamentables o aun profundas incoherencias. De este modo podríamos
darnos cuenta de que nuestra vida es un entramado narrativo de relaciones en el que
nosotros mismos somos personajes, principales o secundarios, de otros tejidos
narrativos. Por supuesto, la narrativa de mi vida quedaría incompleta, si no escribiera
también sobre las instituciones y contextos que la configuran, como la universidad, la
familia, etc. Uno podría pensar que el estilo literario que corresponde a la escritura de la
identidad narrativa del hombre es la autobiografía, pero como señala agudamente
MacIntyre en Tras la virtud8, el género literario que hace justicia a la complejidad de la
identidad narrativa es la tragedia. ¿Por qué la tragedia? Aquí tenemos que tomar
distancia de los malos profesores de literatura. Generalmente, los críticos literarios
suelen identificar la comedia como aquella obra dramática que tiene un final feliz, y la
tragedia como aquella obra dramática que tiene un final fatídico. Pero no es así. La
tragedia es una obra dramática que muestra el carácter contingente, finito, y
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permanentemente expuesto de la vida humana. Conocemos ejemplos importantes de
tragedias que terminan bien, por ejemplo La Orestíada de Esquilo, El Filóctetes de
Sófocles, etcétera. De hecho, el fin del espectáculo trágico era el de la transformación de
la conducta y el ejercicio del discernimiento ciudadano.
Habíamos señalado hace un momento que las crisis, los períodos de incertidumbre y
adversidad nos llevaban casi siempre a replantear la tarea de darle a la narración de
nuestra vida un sentido coherente. Habíamos anunciado también que la determinación
del hilo conductor de la narrativa vital debía abarcar a la vida como un todo. Esto nos
recuerda la afirmación de Aristóteles, que solamente al final de la vida podría decirse de
un hombre si fue bueno y virtuoso. Cuando nos volvemos retrospectivamente a las
acciones, las situaciones, las intenciones, y los valores que se han entretejido a lo largo
de los episodios de nuestra existencia y podemos reconocer allí un hilo común, un hilo
unitario, un hilo que hemos construido a pesar de, y quizás también gracias a, estos
períodos de crisis y de conmoción, siempre de la mano de otros 9.
Con todo, este hilo conductor es, por lo general, prospectivo y no concluyente; estamos,
y sigo nuevamente a MacIntyre, siempre buscando la vida buena. Nuestra narrativa
siempre está expuesta a la reconstrucción crítica, siempre elaborada desde el presente.
El autor escocés señala que una vida buena es aquella que busca la vida buena. Nunca
podemos decir que hemos logrado lo que buscamos, que hemos construido formas de
sentido que reconocemos como superiores o trascendentes. Estamos siempre de camino
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a la realización de este sentido trascendente y el esfuerzo por lograr esos téle: ensayar y
transitar esos caminos posibles es lo que le da significación a nuestra vida.
La tarea de asignarle sentido al curso de la vida es una empresa común en la que yo y mis
otros significativos intervenimos. Construimos dialógicamente los téle de nuestras
narrativas vitales, y esto supone una actividad reflexiva compartida. No se trata de que
otros me asignen una identidad completamente ajena, se trata de un trabajo conjunto de
reflexión y crítica a través de la cual cada uno dialoga con sus interlocutores identitarios.
En diálogo con estos personajes centrales de la narración de mi vida, examino
críticamente lo que recibo de ellos y, a través de esta interacción, selecciono aquello que
reconozco como potencialmente constitutivo de mi identidad. Pero lo que está claro es
que yo no me basto para configurar aquello que me define. La construcción de mi
identidad no es una empresa solitaria, mi narrativa, incluso, está inserta en una narrativa
mayor, que es la narrativa de la comunidad. Una narrativa de la que yo participo, que
heredo y, en parte, soy responsable de que ella se fortalezca con el ejercicio de la crítica
y de la reflexión. Urdir juntos esa narrativa mayor es una actividad genuinamente
política. Familias, instituciones políticas, iglesias, universidades, instituciones de la
sociedad civil son instancias que permiten este ejercicio compartido de crítica y
reinterpretación de la narrativa más general de la comunidad. Vigilar que la urdimbre de
estas historias esté abierta a todos los miembros de la comunidad es una forma de
cuidado filial de los otros.
Referencias
2 Cfr. sobre este punto Taylor, Charles “What is Human Agency?” en: Human Agency and Language.
Philosophical Papers 1, Cambridge University Press, Cambridge 1985, pp. 15-44.
5 Cfr. Charles Taylor “La irreductibilidad de los bienes sociales” en: Argumentos filosóficos. Barcelona,
Paidós, 1997; pp.275-297.
8 Véase MacIntyre, Alasdair Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987, cap. 15.
9 MacIntyre, Alasdair “Epistemological Crises, Dramatic Narrative and the Philosophy of Science” en: The
Monist, 60(4), 1977, pp. 453-472.
Fuente: Ricardo Antoncich, S.J., y otros (2005) APRENDIENDO A VIVIR. CUIDAR DE LO HUMANO, Lima:
Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
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