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JAS REUTER
El único punto de coincidencia entre ellas es que la cultura es algo creado por
el hombre, frente a la naturaleza. Por “objetivo” y “científico” que cualquiera
pretenda ser al hablar de cultura, siempre su pensamiento y la consiguiente
definición, o aun mera explicación, derivará de una compleja gama de
condicionamientos sociales, psicológicos, científicos, filosóficos, religiosos,
éticos, estéticos; en una palabra, culturales. No hay ser humano –excepción
hecha de algún Robinson, y aun esta excepción es relativa- que no esté
inmerso en la cultura, o sea en sus propias creaciones como género, y no es
posible definir aquello cuyo fin, o sea cuyo límite, no logramos ver ni desde
dentro ni desde fuera. Cualquier definición no pasa de ser una muletilla, un
intento de explicarnos lo que queremos conocer. Véase, para el caso,
conceptos extremos como los de “universo” o “dios”.
Otro prejuicio consiste en afirmar que de entre las creaciones humanas sólo
algunas son suficientemente “valiosas” como para ser incluidas en lo que es
cultura: en las sociedades occidentales está muy arraigado el prejuicio de que
lo “mejor”, lo “más valioso”, lo que verdaderamente es “cultura”, son las
creaciones que llamamos “arte” –bien entendido, el arte creado de acuerdo con
determinados cánones establecidos por el propio sector dominante de esas
sociedades, a saber, la élite político-económico-intelectual. En tal sentido,
cultura es el conjunto de obras arquitectónicas, escultóricas, pictóricas,
literarias y musicales creadas por ese sector dominante de las sociedades de
Occidente; en Oriente, por cierto, sucede lo mismo.
En las sociedades con división del trabajo bien marcada –o sea, hoy en día,
prácticamente casi todas las sociedades- se establece una jerarquización del
trabajo y de los grupos dedicados a los diferentes quehaceres; cada gremio va
desarrollando su propia cultura, su propio juego de modos de comunicarse e
interrelacionarse, con sus propios valores.
De aquí a las “culturas de clase” no hay más que un paso en las sociedades
modernas con capital, mano de obra y –lo que muchos suelen olvidar- aparato
burocrático-administrativo. Dentro de esas sociedades complejas, los grupos
étnicos por un lado, y las organizaciones religiosas por el otro (a menudo
combinándose) desarrollan a su vez sus propias culturas con creaciones tanto
espirituales (mitos, dogma, verdades, cantos, gestos de urbanidad) como
materiales (atuendos, implementos de trabajo, objetos rituales). Y siempre que
lo hacen, van formando un mundo de símbolos que los identifican como
miembros de la “cultura mazahua”, “cultura rural”, “cultura mexicana”, “cultura
católica”, “cultura occidental” y, omnicomprensivamente, “cultura” a secas.
¿El mexicano urbano que además del español masculla el inglés, se viste –
según la ocasión- de traje claro y oscuro, hace chistes sobre sus gobernantes y
va los domingos a misa o al fútbol? ¡Ah, pero no sabe cuándo se debe sembrar
o cosechar el maíz, ni sabe distinguir una chacona de una gaviota! ¿Es culto el
católico que conoce los Evangelios y que se casa "por la iglesia”?, ¿Es culto el
investigador académico –el historiador, el químico, el filósofo-¿O si ser “culto”
es saber de las artes, ¿es culto el pintor, el compositor o el poeta?
Aun sin haber empleado hasta aquí el calificativo de “popular”, los párrafos
anteriores ya anticipan lo que pudiéramos decir acerca del concepto de “cultura
popular”. En primer lugar, no concebimos una cultura popular separada de otra
cultura que no lo sea, pese a que para fines de análisis se pueda usar el
término como antitético o complementario de otras culturas “calificadas”, por
ejemplo creando binomios como “cultura elitista-cultura popular”, “cultura
dominante-cultura popular (o dominada)”, “cultura capitalista-cultura popular (o
proletaria)”, “alta cultura (o académica, intelectual, refinada)-cultura popular (o
analfabeta, vulgar). Los antropólogos, sociólogos y filósofos que hablan de
cultura en cualquiera de estos sentidos pertenecen a la cultura elitista,
dominante, elevada y, consciente o inconscientemente, jerarquizan los
elementos culturales y el complejo cultural formado por ellos al crear esas
antítesis. Y al jerarquizar, al otorgar mayor valor a un complejo cultural frente a
otro, pierden su pretendida objetividad científica.
En el mejor de los casos procuran mantener una actitud humanista al hablar de
la élite no cualitativamente, sino cuantitativamente, como el grupo que tiene en
sus manos la mayor concentración de poder dentro de una sociedad. Con esto,
los grupos de la misma que no tienen el poder político y económico formarían
el “pueblo”, y suya sería entonces la “cultura popular”.
Aun los elementos simbólicos son los mismos: el color blanco para la novia, el
velo, el intercambio de anillos, el beso, el arroz, las flores.
Así tenemos a los grandes antropólogos y etnólogos –los Boas y Benedict, los
Malinowski y Frobenius-, y la pléyade de jóvenes y no tan jóvenes alumnos y
profesionales que estudian vocabularios de parentesco o prácticas amorosas
en “comunidades” que en el fondo nunca llegan a comprender porque se
acercan a ellas como intrusos, no para convivir con la gente.
Con esto, la cultura de masas se define por ser una producción mecánica de
bienes de consumo que tiene por objeto uniformar la mentalidad de un pueblo
sometiéndola a la ideología de la clase dominante, sea capitalista o comunista,
dictatorial o democrática representativa.
La diferencia entre cultura popular y cultura de masas es, pues, mucho mayor
que la que pueda haber entre los términos de los binomios mencionados. La
cultura dominante tradicional se entrelaza con las culturas dominadas
tradicionales; pero la cultura dominante de las sociedades modernas crea para
las culturas dominadas una cultura de consumo masivo para neutralizar la
fuerza que tiene un grupo gracias a su cohesión cultural, a su identidad de
grupo.
(Y nos hace reír tristemente ver que los propios grupos dominantes caen
víctimas de la trampa consumista e ideológica impuesta a los dominados: el
industrial millonario norteamericano está convencido del valor cultural de un
concurso de Miss Universo; el alto funcionario soviético llega a creer a pies
juntillas los slogan elaborados por el Partido para canalizar las inquietudes de
los inconformes).