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universo literario de la escritora brasileña Clarice Lispector son multitud. Bien sea
como protagonistas de algunos de sus más inolvidables relatos, tales como “Una
gallina”, “El crimen del profesor de matemáticas” (Lazos de familia, 1960),
“Tentación” (La legión extranjera, 1964), “Historia de tan grande amor” (Felicidad
clandestina, 1971); hilo conductor de sus cuentos infantiles (La mujer que mató
los peces, 1968; La vida íntima de Laura, 1974); elementos omnipresentes en -e
incluso estructurantes de- algunas de sus más destacadas novelas (La ciudad
sitiada, 1949; La pasión según G.H, 1964); u objeto de reflexión en sus crónicas
periodísticas (Revelación de un mundo); (2) los animales tienen una presencia
constante en la obra de Lispector, y su análisis es relevante para una comprensión
de buena parte de su producción literaria. Y ello porque, como trataré de mostrar
en esta comunicación, devienen motor de una poética a la vez que sirven de
contrapunto para la emergencia de una concepción de lo humano ligada a la
palabra pero también al cuerpo: a una palabra que se corporeiza y a un cuerpo que,
al mismo tiempo, no puede desligarse de la palabra, puesto que, como dice Meri
Torras, es una “encrucijada intertextual”. (3) Los animales son también, con todo,
el objeto de una nostalgia, la nostalgia de un origen, de una naturaleza, que se sabe
a un tiempo artificial, construida y accesible sólo por el verbo, aunque asociada a
su reverso, el silencio.
Expresiones del tipo ser más de lo que una es, saber más de lo que una sabe, serán
recurrentes en Lispector para aludir a un inconsciente que es fuente primordial de
la escritura pero que la escritura (el lenguaje, como el nombre propio) no agota o no
logra fijar de una vez por todas: de ahí que Lispector insista en que la buscaremos en
balde, a ella, en su escritura; (13) de ahí que rechace la veracidad de la autobiografía,
que no logra representar aquello de sí que excede al lenguaje: “no voy a ser
autobiográfica. Quiero se «bio»”, (14) nos dice en Agua viva.
Por otro lado, estos ámbitos son representados a menudo en términos de instinto,
intuición u origen, relacionándolos con una naturaleza enmascarada por un trabajo
pertinaz que empieza en la cuna, pero que es secular en relación a la especie: “siglos
me adiestraron, y hoy soy una fina entre las finas”, (15) nos dice en la crónica “A favor
del miedo”,justificando así su negativa ante la invitación a un “paseíto” que un
hombre le dirige. Este trabajo de civilización, de humanización –entendida como
exclusión de una animalidad identificada con lo instintivo- se presenta muchas veces
como un trabajo de estilización corporal. Así lo vemos, por ejemplo, en el cuento “La
mujer más pequeña del mundo”, en el que se describe el trabajo de estilización que
una madre lleva a cabo en el cuerpo del hijo y en el suyo propio:
Este trabajo, que evidentemente está relacionado con la estilización corporal que da
lugar a la genderización del cuerpo según Judith Butler, (18) requiere constancia y
repetición, puesto que tiene como objetivo la adscripción –jamás completada- del
sujeto en unas categorías –lo humano, el género- que funcionan a fuerza de
exclusiones y que, por tanto, están permanentemente amenazadas por el retorno de
lo excluído/abyecto. (19) De este modo, el cuerpo será producido por las órdenes de
la cultura, pero también será el recordatorio de lo que ésta excluye, un recordatorio
que, en numerosos textos de Clarice Lispector, tendrá lugar precisamente en
aquellas partes del cuerpo asociadas con lo animal, como los dientes y las uñas: así,
el hombre que la invita al “paseíto” en la crónica antes citada, es un “caballero de
traje oscuro (20) y uñas prolijas”, (21) en el que conviven, por tanto, los signos de
la civilización y la huella de lo animal-instintivo. El cuerpo será, además, el
instrumento del retorno de estos ámbitos excluidos: de ahí que la
protagonista (22) de “La mujer más pequeña del mundo”, sospeche que, bajo el
trabajo de perfeccionamiento del cuerpo, hay otra teleología, otro trabajo
subterráneo que es independiente y se muestra insumiso a la estilización: “¡La
evolución, la evolución haciéndose, un diente cayendo para que nazca otro que
muerda mejor!”. (23) El crecimiento del hijo, que debiera acercarlo a una edad
adulta más próxima al ideal de civilización, se lee también, pues, como la
consecución de una historia otra que atraviesa los siglos para manifestarse en un
cuerpo que la cultura no logra moldear completamente.
De estas consideraciones podemos deducir una visión esencialista de las categorías
identitarias según la cual éstas vendrían a enmascarar una verdad previa, anterior,
que acaba emergiendo a pesar de todo esfuerzo por invisibilizarla. No obstante, y
atendiendo a otros textos en los que ésta misma visión se problematiza, (24) puede
interpretarse también como un cuestionamiento de la pureza de las categorías de
identidad; un recordatorio de que la identificación del sujeto con estas categorías
conlleva un trabajo de exclusión que determina su carácter precario e inestable; y,
finalmente, una deconstrucción del binomio humano/animal, puesto que la
estabilidad de la categoría “ser humano” depende de erigir al animal como el “otro
absoluto”. (25) La animalización del cuerpo humano que se lleva a cabo en tantos
textos de Lispector –mediante la alusión a partes del cuerpo en términos que
habitualmente se usan para nombrar las del animal; (26) o directamente mediante
la comparación o identificación del sujeto con un animal-; (27) la inscripción en el
cuerpo de huellas de esa naturaleza originaria; (28) o la atribución de actitudes
habitualmente asociadas a lo animal a sujetos humanos, tales como la
“ferocidad” (29) o la “crueldad”; (30) son manifestaciones de esta desestabilización
de las fronteras, de la barra que media entre los dos términos del binomio. (31) La
naturaleza lingüística del sujeto, el hecho de que inevitablemente cualquier
identificación de lo animal, lo instintivo o lo natural con un origen se dé siempre en
el lenguaje, será, como veremos, otra evidencia que pondrá en duda la noción de
esencia. Al fin y al cabo, la propia Lispector admite que, aún en la edad de las
cavernas, nuestra relación con lo natural sólo podía ser la de hacer “una
neurosis” (32) de lo natural.
No obstante, es cierto que una nostalgia domina sus textos, una nostalgia de acceso
a este universo natural y animal, cuya principal característica es, como hemos ido
viendo, su condición preverbal. Como decíamos, la paradoja que pondrá en evidencia
será precisamente que este acceso sólo nos es posible, como humanos, a través del
lenguaje, a través de la fabulación. Pero, antes de entrar en ello, veamos en qué
términos se construye este universo y qué consecuencias tiene esta nostalgia en la
temática y en la poética de buena parte de los textos lispectorianos. El animal será el
ser “íntegro” (33) por excelencia; representará la unidad perdida para el hombre en
su entrada al universo lingüístico: “un animal jamás sustituye una cosa por otra,
jamás sublima como nosotros nos vemos obligados a hacer”; (34) es “materia que no
se inventó a sí misma”; (35) y su libertad reside en ser “el misterio vivo que no se
indaga”. (36) Así, el animal estará a salvo de la dualidad entre máscara y rostro y
cuerpo y espíritu (materialidad y trascendencia), y evidentemente, de la escisión
entre palabra y cosa, de la separación, la ausencia –la falta- que el lenguaje introduce.
De este modo, podrá ser lo que hace o ser lo que ve, sin proyección, trascendencia o
fabulación que adultere el acto o separe el sujeto que mira del objeto de la mirada.
Frente al nombre propio, frente a la necesidad de identificarse o, dicho de otro modo,
de responder a la interpelación social –de, en cierto modo, confundirse con otro-
, (37) el animal es anónimo, se mueve “por la fuerza misma de eso sin nombre que
es la Vida” (38) y de este modo, en cierta manera, inmortal, subsumido en un
continuo en el que el individuo se diluye en la especie. (39) Su universo, además, será
un universo sin adjetivos morales, en el que se hace un trabajo de vida que no ha sido
sometido a la “la simple división a que los siglos me obligaron entre el bien y el
mal”. (40) Cuando la protagonista de “Amor” se enfrenta a la vida trabajando en el
Jardín Botánico, advierte que “la moral del jardín era otra”: “La crudeza del mundo
era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que
pensábamos”. (41)
¿Para qué te sirven esas uñas largas? Para arañarte mortalmente y para
arrancar tus espinas mortales, respondió el lobo del hombre. ¿Para qué te
sirve esa cruel boca de hambre? Para morderte y para soplar a fin de que yo
no te lastime demasiado, mi amor, ya que tengo que lastimarte, yo soy el lobo
inevitable, pues me fue dada la vida. ¿Para qué te sirven esas manos que arden
y aprisionan? Para quedarnos de manos juntas, pues necesito tanto, tanto,
tanto, aullaron los lobos, y miraron intimidados sus propias garras antes de
acurrucarse el uno con el otro para amar y dormir. (48)
Podemos reconocer, en todo ello, esa otra moral del Jardín Botánico minando la
clasificación burda entre el Bien y el Mal a que antes nos referíamos: la impureza, la
mescolanza, alcanza aquí cualquier categoría, cualquier ideal, desde el amor al
mismo ser humano, cuya humanidad –identificada con la racionalidad, la bondad y,
por decirlo de algún modo, la sofisticación afectiva, y construida en oposición a la
animalidad- queda puesta en entredicho. De nuevo, pues, todo trabajo de exclusión,
limpieza, separación o clasificación se revela en último término falible: lo humano,
en cuerpo y espíritu, linda con lo animal.
Por otro lado, como señalábamos al inicio, obligará a una revisión de los conceptos
de cuerpo y espíritu y de su valoración tradicional. El animal, libre de idealidad, se
identifica con el cuerpo, la materia, la tierra. El cuerpo humano es, como veíamos,
lugar en el que emergen esas reminiscencias del origen, de la naturaleza, que su
constante sometimiento a procesos de estilización, perfeccionamiento, civilización o
adiestramiento no logran eliminar del todo. Por eso, el cuerpo será conceptualizado
también como la única vía de aproximación humana a ese universo natural. De ahí
que se reivindique como término positivo del binomio cuerpo/espíritu, a un tiempo
que el mismo se denuncia como artificial, en tanto consecuencia de esa escisión en
que se funda el sujeto humano-lingüístico. Esta denuncia se llevará a cabo mediante
la desestabilización del binomio, a través de numerosas alusiones a la corporeidad
del espíritu, un espíritu “hecho de tierra”(49) que en situaciones de goce se describe
“satisfech[o] hasta el tuétano”. (50) La revalorización de sus términos, por otro lado,
tendrá lugar en la celebración de todo aquello que nos recuerda la vida corporal, que
nos permite, por unos instantes, ser cuerpo de un modo semejante a como lo es el
animal, esto es, ser aquello que hacemos con el cuerpo y, en última instancia, percibir
que “el alma es también el cuerpo”. (51) En la crónica “Temas que mueren”, se
atribuye a las experiencias del placer sexual, la comida y el dolor físico una común
“sensualidad” que nos permite “«entrar en contacto» íntimo con lo que existe”, pues
compromete “de algún modo al ser entero” (52) y conlleva por tanto, su reunificación
o el reconocimiento de la artificialidad de su escisión. Son, todas ellas, experiencias
de encarnación, que permiten sentir “la carne del alma”. (53) Mediante el acto de
comer, por ejemplo, logramos salir del dominio del nombre –del nombre propio y
del lenguaje- gracias a este absoluto compromiso del cuerpo con su
actividad: durante la comida,
[fuimos] poco a poco anonimizados […] Comíamos, como una horda de seres
vivos, cubríamos gradualmente la tierra. Ocupados como quien labra la
existencia, y planta y recoge, y mata, y vive, y muere, y come. Comí con la
honestidad de quién no engaña lo que come: comí aquella comida, no su
nombre. (54)
Del mismo modo, se pone en evidencia el carácter ideal del concepto “ser humano”,
un ideal que ningún sujeto puede encarnar completamente, tal como nos recuerda
Judith Butler, (55) y cuya aspiración, aunque inevitable, puede repensarse en
términos de pérdida: los humanos somos:
Antes que nada pinto pintura. Y antes que nada te escribo dura escritura. (64)
Notas
(2) Estas crónicas, publicadas entre 1967 y 1973 en Jornal do Brasil, se reunieron
por primera vez en volumen en 1984, bajo el título de A descoberta do mundo, pero
no fue hasta 2004 que una selección de las mismas se publicó en español, con el
título que aquí menciono.
(6) Judith Butler (1990), El género en disputa, México D.F., Paidós, 2001, p. 45.
(8) Cf. Judith Butler (1997), Lenguaje, poder e identidad, Madrid, Síntesis, 2004.
(12) Cf. Judith Butler (1993), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y
discursivos del “sexo”, Buenos Aires, Paidós, 2002.
(13) Encontramos muchas afirmaciones en este sentido en las crónicas, en las que
Lispector juega con el género autobiográfico a un tiempo que niega la posibilidad de
que el texto autobiográfico llegue a representarla.
(14) Clarice Lispector (1973), Agua viva, Madrid, Siruela, 2003, p. 38.
(16) Pequeña Flor es “la mujer más pequeña del mundo”, que vive en el corazón de
África y que ocupa una posición entre lo humano y lo animal.
(17) Clarice Lispector (1960-1979), Cuentos reunidos, Madrid, Alfaguara, 2005, pp.
92-93.
(23) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 92. Esta concepción del cuerpo
humano como palimpsesto en el que puede entreleerse un cuerpo animal lo
encontramos también en L’amour du loup, de Hélène Cixous: “estamos llenos de
dientes y hambres afiladas” (Hélène Cixous, L’amour du loup (et autres remords),
París, Galilée, 2003, p. 25), nos dice, en una expresión semejante a la utilizada por
Lispector para describir a la protagonista de “Los desastres de Sofía”, “tan llena de
garras y sueños” (Clarice Lispector, íbid., p. 169). De hecho, como mostrara Marta
Segarra, el tratamiento del animal en ambas autoras tiene muchos puntos en
común. Cf. Marta Segarra, “El Otro-animal de Hélène Cixous: el perro
semihundido”, en Marta Segarra (ed.), Ver con Hélène Cixous, Barcelona, Icaria,
2006, p. 173. Sería especialmente interesante la comparación entre los dos textos
aquí citados (para algunos brevísimos apuntes en este sentido, cf. p. 8 de este texto).
(24) Me refiero, por ejemplo, a la crónica “Amor, coatí, perro, masculino, femenino”
(Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., pp. 295-298), en la que se
evidencia la imposibilidad de identificar un origen-esencia, porque éste queda
desplazado por el juego de identificaciones mediante las que se configura la
identidad.
(27) Los ejemplos, aquí, serían legión, pero baste recordar la repetida identificación
de Lucrecia Neves con los caballos en La ciudad sitiada.
(30) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 169. Esta crueldad debe
entenderse como una consecuencia de la amoralidad (y no inmoralidad) que, como
veremos, se asocia a la naturaleza.
(31) Como trataré de mostrar más adelante, la operación inversa, esto es, la
humanización del animal, trata de evitarse porque, como decíamos anteriormente,
con esta deconstrucción del binomio convive la inversión en la valoración de sus
términos: todo lo asociado al animal se va a positivizar.
(33) En la crónica titulada “La fiesta del termómetro roto”, leemos: “El espíritu, a
través del cuerpo como medio, no se deja contaminar por la vida, y ese pequeño y
resplandeciente núcleo es el último reducto del ser humano. Las fieras también
poseen ese núcleo irradiante, tanto que ellas se conservan íntegras, indomesticables,
vitales” (íbid., p. 314). Hasta ahora, yo misma había interpretado este fragmento
como un ejemplo de reproducción no problematizadora de los binomios
cuerpo/espíritu (Aina Pérez, “¿Sujeto femenino autobiográfico? Identidad,
diferencia sexual y escritura en A descoberta do mundo, de Clarice Lispector”, en
Beatriz Ferrús y Núria Calafell (eds.), Escribir con el cuerpo, Barcelona, EDIUOC,
2008, p. 201). Sin embargo, creo que una lectura más atenta revela una complejidad
mayor. Por un lado, se afirma la división cartesiana cuerpo/espíritu e incluso se
extiende sobre el animal, lo que podríamos considerar un ejemplo de “domesticación
antropomórfica” o humanización (cf. nota 72). No obstante, a la vez se niega tal
extensión al recalcar la integridad del animal, la ausencia en él de la escisión
cuerpo/espíritu. Al mismo tiempo, la segunda afirmación –“ese pequeño y
resplandeciente núcleo es el último reducto del ser humano”- puede leerse como un
enunciado irónico, pues bajo una apariencia positiva se denuncia la imposibilidad
humana de entrar en “contacto íntimo”, como dirá en otra crónica, con esa
“fuerza sin nombre que es la Vida” (Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op.
cit., p. 251. La cursiva es mía) y de la que el animal inevitablemente participa (las
fieras son “vitales” mientras que el hombre “no se deja contaminar por la vida”). Con
todo, puede considerarse un ejemplo de la revaloración de los términos
humano/animal a la que me referiré más adelante: ser humano (término
habitualmente considerado superior en la jerarquización que implica el binomio) se
identifica aquí como una renuncia a la vida, estrechamente relacionada con esta
división del ser entre cuerpo y espíritu que, como ya he señalado, tiene que ver con
la aparición del lenguaje. Esta revaloración aparecerá con más claridad a la luz de lo
que expondré a continuación.
(42) Clarice Lispector (1969), Aprendizaje o el libro de los placeres, Madrid, Siruela,
2005, p. 45.
(48) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 169. Cf. nota 22.
(55) Como nos dice Butler, “los ideales de identidad [son] sitios fantasmáticos, sitios
imposibles [de encarnar]” (Judith Butler, Cuerpos que importan, op. cit.,p. 269).
(61) Ibid.
(67) Clarice Lispector (1978), Un soplo de vida, Madrid, Siruela, 1999, p. 101.
(68) Hélène Cixous, “El último cuadro o el retrato de Dios” en Marta Segarra
(ed.), Deseo de escritura, Barcelona, Reverso, 2004, p. 48.
(70) A la luz de lo que hemos visto hasta ahora, la asociación entre carencia,
querencia y lenguaje puede observarse en la siguiente afirmación: “el niño quiere: en
él el ser humano desde la cuna ya comenzó” (Íbid. p. 89).