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Gallinas, caballos, perros, coatíes, cucarachas… los animales que pueblan el

universo literario de la escritora brasileña Clarice Lispector son multitud. Bien sea
como protagonistas de algunos de sus más inolvidables relatos, tales como “Una
gallina”, “El crimen del profesor de matemáticas” (Lazos de familia, 1960),
“Tentación” (La legión extranjera, 1964), “Historia de tan grande amor” (Felicidad
clandestina, 1971); hilo conductor de sus cuentos infantiles (La mujer que mató
los peces, 1968; La vida íntima de Laura, 1974); elementos omnipresentes en -e
incluso estructurantes de- algunas de sus más destacadas novelas (La ciudad
sitiada, 1949; La pasión según G.H, 1964); u objeto de reflexión en sus crónicas
periodísticas (Revelación de un mundo); (2) los animales tienen una presencia
constante en la obra de Lispector, y su análisis es relevante para una comprensión
de buena parte de su producción literaria. Y ello porque, como trataré de mostrar
en esta comunicación, devienen motor de una poética a la vez que sirven de
contrapunto para la emergencia de una concepción de lo humano ligada a la
palabra pero también al cuerpo: a una palabra que se corporeiza y a un cuerpo que,
al mismo tiempo, no puede desligarse de la palabra, puesto que, como dice Meri
Torras, es una “encrucijada intertextual”. (3) Los animales son también, con todo,
el objeto de una nostalgia, la nostalgia de un origen, de una naturaleza, que se sabe
a un tiempo artificial, construida y accesible sólo por el verbo, aunque asociada a
su reverso, el silencio.

Advierto, no obstante, que en este texto no persigo en modo alguno la exhaustividad,


ni en el corpus ni en su análisis. Pretendo hacer algunas reflexiones provisionales
sobre el tratamiento del animal en la obra lispectoriana, abrir algunas vías de
interpretación, plantear algunas sugerencias, y ello sin atender a todos los textos en
que este tratamiento aparece (se trataría de la práctica totalidad de su producción
literaria), sino, muy al contrario, partiendo de un corpus muy determinado, el que
conforman las crónicas antes citadas (4) –aceptando, eso sí, las invitaciones a acudir
a este o aquél texto que las pueblan. Y ello por varias razones: porque, en su
heterogeneidad, constituyen un amalgama representativo de la escritura de
Lispector, en tanto aparecen en ellas, a menudo reescritos, cuentos y fragmentos de
novelas, y conviven estilos de lo más dispares; y, por otro lado, porque, en el
predominio del tono reflexivo, exponen el punto de vista de la autora sobre los temas
que aquí interesan, convirtiéndose en una suerte de síntesis de las reflexiones que,
aquí y allí, aparecen diseminadas en el conjunto de su obra. Con ello, sin embargo,
no pretendo alcanzar consideraciones generales, sino ensayar algunas
interpretaciones de estas temáticas en este marco textual específico que constituyen
las crónicas –en sí mismo heterogéneo, con una unidad hasta cierto punto impuesta
por su publicación posterior en un único volumen-; interpretaciones que tal vez
sirvan a otros textos pero que, si se generalizan, es a costa de esa pérdida, o esa
ganancia -en cualquier caso, de esa diferencia-, que conlleva cualquier sustracción
de un elemento del tejido textual en el que está inserto.

Sirviéndome, pues, de este corpus, trataré de mostrar que la reflexión sobre el


animal establece una continuidad entre los binomios humano/animal,
espíritu/cuerpo e incluso significado/significante, problematizándolos en dos
niveles. En primer lugar, subviertiendo la jerarquía que hay implícita en ellos, esto
es, positivizando y dando preeminencia a los términos tradicionalmente denostados
(animal, cuerpo y significante); en segundo lugar, deconstruyendo el binomio
mismo, es decir, evidenciando la inestabilidad del binarismo, la porosidad de la
barra que separa los términos y por tanto, su impureza, su inevitable mescolanza.
Aunque no va a ser aquí objeto de análisis, no puedo dejar de recordar la relación de
estas oposiciones jerarquizadas con “«la» pareja, hombre/mujer”, (5) puesto que es
a la luz de aquella como podemos ponderar la importancia de esta problematización.
Como explica Judith Butler,

en la tradición filosófica que comienza con Platón y continua con Descartes,


Husserl y Sartre, la distinción ontológica entre alma (conciencia, mente) y
cuerpo inevitablemente apoya relaciones de subordinación y jerarquía política
y psíquica. La mente no sólo subyuga al cuerpo, sino que ocasionalmente juega
con la fantasía de huir por completo de su corporeidad. Las asociaciones
culturales que se hacen de la mente con la masculinidad y el cuerpo con la
feminidad están bien documentadas [...]. Por consiguiente, toda reproducción
sin reservas de la distinción mente/cuerpo debe reconsiderarse en función de
la jerarquía implícita de los géneros que esa distinción ha producido,
mantenido y racionalizado convencionalmente. (6)

En consonancia con premisas psicoanalíticas que todos conocemos, Lispector se


refiere a la identidad como el producto de un corte, una separación, efectuada por el
lenguaje: “¿Qué es la angustia? –se pregunta. En verdad mi tendencia a indagar y
significar ya es en sí una angustia. Ésta empieza con la vida. Cortan el cordón
umbilical: dolor y separación. Y al final llanto del vivir”. (7) El nombre propio, el
“nombre que los otros nos dan” actúa, al modo de la interpelación
althusseriana, (8) como “una convocatoria de reclutamiento”, (9)como una llamada
a las filas del ser (uno mismo). La asunción de identidad implica la asunción de una
máscara, cuya elección es, para Lispector, “el primer gesto humano voluntario. Y
solitario”. (10) Implica la instauración de una diferencia entre una máscara y un
rostro, aunque, como nos recuerda Alejandra Pizarnik cuando advierte que “detrás
o debajo [hay] una ausencia de cara”, (11) esta diferencia es un efecto de esa misma
asunción de identidad, un proceso que introduce retrospectivamente la fabulación
de una esencia verdadera anterior a las supresiones, a las forclusiones, en términos
de Butler, que supone la identificación. (12) En cualquier caso, hay ámbitos del yo
que el lenguaje, el nombre propio o la máscara no totalizan, ámbitos muy caros a
Lispector y que en sus textos tomarán, o bien la forma de un exceso, o bien la de un
origen olvidado, enmascarado, por este proceso de devenir sujeto.

Expresiones del tipo ser más de lo que una es, saber más de lo que una sabe, serán
recurrentes en Lispector para aludir a un inconsciente que es fuente primordial de
la escritura pero que la escritura (el lenguaje, como el nombre propio) no agota o no
logra fijar de una vez por todas: de ahí que Lispector insista en que la buscaremos en
balde, a ella, en su escritura; (13) de ahí que rechace la veracidad de la autobiografía,
que no logra representar aquello de sí que excede al lenguaje: “no voy a ser
autobiográfica. Quiero se «bio»”, (14) nos dice en Agua viva.

Por otro lado, estos ámbitos son representados a menudo en términos de instinto,
intuición u origen, relacionándolos con una naturaleza enmascarada por un trabajo
pertinaz que empieza en la cuna, pero que es secular en relación a la especie: “siglos
me adiestraron, y hoy soy una fina entre las finas”, (15) nos dice en la crónica “A favor
del miedo”,justificando así su negativa ante la invitación a un “paseíto” que un
hombre le dirige. Este trabajo de civilización, de humanización –entendida como
exclusión de una animalidad identificada con lo instintivo- se presenta muchas veces
como un trabajo de estilización corporal. Así lo vemos, por ejemplo, en el cuento “La
mujer más pequeña del mundo”, en el que se describe el trabajo de estilización que
una madre lleva a cabo en el cuerpo del hijo y en el suyo propio:

Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas,


obstinadamente lo quería limpio, como si la limpieza diera énfasis a una
superficialidad tranquilizadora, perfeccionando obstinadamente el lado
amable de la belleza. Obstinadamente alejándose, alejándole, de algo que
debía ser “oscuro como un mono”. Entonces, mirando al espejo del baño, la
madre sonrió intencionadamente fina y delicada, colocando entre su rostro de
líneas abstractas y la cara desnuda de Pequeña Flor (16) la distancia
insuperable de milenios. (17)

Este trabajo, que evidentemente está relacionado con la estilización corporal que da
lugar a la genderización del cuerpo según Judith Butler, (18) requiere constancia y
repetición, puesto que tiene como objetivo la adscripción –jamás completada- del
sujeto en unas categorías –lo humano, el género- que funcionan a fuerza de
exclusiones y que, por tanto, están permanentemente amenazadas por el retorno de
lo excluído/abyecto. (19) De este modo, el cuerpo será producido por las órdenes de
la cultura, pero también será el recordatorio de lo que ésta excluye, un recordatorio
que, en numerosos textos de Clarice Lispector, tendrá lugar precisamente en
aquellas partes del cuerpo asociadas con lo animal, como los dientes y las uñas: así,
el hombre que la invita al “paseíto” en la crónica antes citada, es un “caballero de
traje oscuro (20) y uñas prolijas”, (21) en el que conviven, por tanto, los signos de
la civilización y la huella de lo animal-instintivo. El cuerpo será, además, el
instrumento del retorno de estos ámbitos excluidos: de ahí que la
protagonista (22) de “La mujer más pequeña del mundo”, sospeche que, bajo el
trabajo de perfeccionamiento del cuerpo, hay otra teleología, otro trabajo
subterráneo que es independiente y se muestra insumiso a la estilización: “¡La
evolución, la evolución haciéndose, un diente cayendo para que nazca otro que
muerda mejor!”. (23) El crecimiento del hijo, que debiera acercarlo a una edad
adulta más próxima al ideal de civilización, se lee también, pues, como la
consecución de una historia otra que atraviesa los siglos para manifestarse en un
cuerpo que la cultura no logra moldear completamente.
De estas consideraciones podemos deducir una visión esencialista de las categorías
identitarias según la cual éstas vendrían a enmascarar una verdad previa, anterior,
que acaba emergiendo a pesar de todo esfuerzo por invisibilizarla. No obstante, y
atendiendo a otros textos en los que ésta misma visión se problematiza, (24) puede
interpretarse también como un cuestionamiento de la pureza de las categorías de
identidad; un recordatorio de que la identificación del sujeto con estas categorías
conlleva un trabajo de exclusión que determina su carácter precario e inestable; y,
finalmente, una deconstrucción del binomio humano/animal, puesto que la
estabilidad de la categoría “ser humano” depende de erigir al animal como el “otro
absoluto”. (25) La animalización del cuerpo humano que se lleva a cabo en tantos
textos de Lispector –mediante la alusión a partes del cuerpo en términos que
habitualmente se usan para nombrar las del animal; (26) o directamente mediante
la comparación o identificación del sujeto con un animal-; (27) la inscripción en el
cuerpo de huellas de esa naturaleza originaria; (28) o la atribución de actitudes
habitualmente asociadas a lo animal a sujetos humanos, tales como la
“ferocidad” (29) o la “crueldad”; (30) son manifestaciones de esta desestabilización
de las fronteras, de la barra que media entre los dos términos del binomio. (31) La
naturaleza lingüística del sujeto, el hecho de que inevitablemente cualquier
identificación de lo animal, lo instintivo o lo natural con un origen se dé siempre en
el lenguaje, será, como veremos, otra evidencia que pondrá en duda la noción de
esencia. Al fin y al cabo, la propia Lispector admite que, aún en la edad de las
cavernas, nuestra relación con lo natural sólo podía ser la de hacer “una
neurosis” (32) de lo natural.

No obstante, es cierto que una nostalgia domina sus textos, una nostalgia de acceso
a este universo natural y animal, cuya principal característica es, como hemos ido
viendo, su condición preverbal. Como decíamos, la paradoja que pondrá en evidencia
será precisamente que este acceso sólo nos es posible, como humanos, a través del
lenguaje, a través de la fabulación. Pero, antes de entrar en ello, veamos en qué
términos se construye este universo y qué consecuencias tiene esta nostalgia en la
temática y en la poética de buena parte de los textos lispectorianos. El animal será el
ser “íntegro” (33) por excelencia; representará la unidad perdida para el hombre en
su entrada al universo lingüístico: “un animal jamás sustituye una cosa por otra,
jamás sublima como nosotros nos vemos obligados a hacer”; (34) es “materia que no
se inventó a sí misma”; (35) y su libertad reside en ser “el misterio vivo que no se
indaga”. (36) Así, el animal estará a salvo de la dualidad entre máscara y rostro y
cuerpo y espíritu (materialidad y trascendencia), y evidentemente, de la escisión
entre palabra y cosa, de la separación, la ausencia –la falta- que el lenguaje introduce.
De este modo, podrá ser lo que hace o ser lo que ve, sin proyección, trascendencia o
fabulación que adultere el acto o separe el sujeto que mira del objeto de la mirada.
Frente al nombre propio, frente a la necesidad de identificarse o, dicho de otro modo,
de responder a la interpelación social –de, en cierto modo, confundirse con otro-
, (37) el animal es anónimo, se mueve “por la fuerza misma de eso sin nombre que
es la Vida” (38) y de este modo, en cierta manera, inmortal, subsumido en un
continuo en el que el individuo se diluye en la especie. (39) Su universo, además, será
un universo sin adjetivos morales, en el que se hace un trabajo de vida que no ha sido
sometido a la “la simple división a que los siglos me obligaron entre el bien y el
mal”. (40) Cuando la protagonista de “Amor” se enfrenta a la vida trabajando en el
Jardín Botánico, advierte que “la moral del jardín era otra”: “La crudeza del mundo
era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que
pensábamos”. (41)

La admiración por este mundo así representado se traducirá en la reivindicación


constante de una serie de aspectos. En primer lugar, supondrá un cuestionamiento
de ese maniqueísmo simplista con que se describen, juzgan y clasifican las actitudes
humanas, revelando el carácter complejo, impuro, híbrido de los sentimientos
humanos y sus motivaciones. Lispector insistirá en la “contextura de odio, de amor,
de celos, y de tantos otros opuestos” (42) que hay en la palabra amor; en las
“oscuridades de amor [a que] puede llegar el cariño”; (43) nos recordará, con
Pequeña Flor, (44) que “[es] bueno poseer, [es] bueno poseer”; (45) que amor es
también “truculencia”; (46) y que, como dice Cixous, “comer y ser comido
pertenecen al terrible secreto del amor”. (47) La necesidad –entendida como lo
inevitable pero también como lo indispensable- de la maldad y la crueldad
(causantes de un dolor que es aprendizaje) está magníficamente expresada en el
fragmento final de “Los desastres de Sofía”, dónde Lispector nos ofrece una genial
reescritura de la Caperucita Roja.

¿Para qué te sirven esas uñas largas? Para arañarte mortalmente y para
arrancar tus espinas mortales, respondió el lobo del hombre. ¿Para qué te
sirve esa cruel boca de hambre? Para morderte y para soplar a fin de que yo
no te lastime demasiado, mi amor, ya que tengo que lastimarte, yo soy el lobo
inevitable, pues me fue dada la vida. ¿Para qué te sirven esas manos que arden
y aprisionan? Para quedarnos de manos juntas, pues necesito tanto, tanto,
tanto, aullaron los lobos, y miraron intimidados sus propias garras antes de
acurrucarse el uno con el otro para amar y dormir. (48)

Podemos reconocer, en todo ello, esa otra moral del Jardín Botánico minando la
clasificación burda entre el Bien y el Mal a que antes nos referíamos: la impureza, la
mescolanza, alcanza aquí cualquier categoría, cualquier ideal, desde el amor al
mismo ser humano, cuya humanidad –identificada con la racionalidad, la bondad y,
por decirlo de algún modo, la sofisticación afectiva, y construida en oposición a la
animalidad- queda puesta en entredicho. De nuevo, pues, todo trabajo de exclusión,
limpieza, separación o clasificación se revela en último término falible: lo humano,
en cuerpo y espíritu, linda con lo animal.

Por otro lado, como señalábamos al inicio, obligará a una revisión de los conceptos
de cuerpo y espíritu y de su valoración tradicional. El animal, libre de idealidad, se
identifica con el cuerpo, la materia, la tierra. El cuerpo humano es, como veíamos,
lugar en el que emergen esas reminiscencias del origen, de la naturaleza, que su
constante sometimiento a procesos de estilización, perfeccionamiento, civilización o
adiestramiento no logran eliminar del todo. Por eso, el cuerpo será conceptualizado
también como la única vía de aproximación humana a ese universo natural. De ahí
que se reivindique como término positivo del binomio cuerpo/espíritu, a un tiempo
que el mismo se denuncia como artificial, en tanto consecuencia de esa escisión en
que se funda el sujeto humano-lingüístico. Esta denuncia se llevará a cabo mediante
la desestabilización del binomio, a través de numerosas alusiones a la corporeidad
del espíritu, un espíritu “hecho de tierra”(49) que en situaciones de goce se describe
“satisfech[o] hasta el tuétano”. (50) La revalorización de sus términos, por otro lado,
tendrá lugar en la celebración de todo aquello que nos recuerda la vida corporal, que
nos permite, por unos instantes, ser cuerpo de un modo semejante a como lo es el
animal, esto es, ser aquello que hacemos con el cuerpo y, en última instancia, percibir
que “el alma es también el cuerpo”. (51) En la crónica “Temas que mueren”, se
atribuye a las experiencias del placer sexual, la comida y el dolor físico una común
“sensualidad” que nos permite “«entrar en contacto» íntimo con lo que existe”, pues
compromete “de algún modo al ser entero” (52) y conlleva por tanto, su reunificación
o el reconocimiento de la artificialidad de su escisión. Son, todas ellas, experiencias
de encarnación, que permiten sentir “la carne del alma”. (53) Mediante el acto de
comer, por ejemplo, logramos salir del dominio del nombre –del nombre propio y
del lenguaje- gracias a este absoluto compromiso del cuerpo con su
actividad: durante la comida,

[fuimos] poco a poco anonimizados […] Comíamos, como una horda de seres
vivos, cubríamos gradualmente la tierra. Ocupados como quien labra la
existencia, y planta y recoge, y mata, y vive, y muere, y come. Comí con la
honestidad de quién no engaña lo que come: comí aquella comida, no su
nombre. (54)

Del mismo modo, se pone en evidencia el carácter ideal del concepto “ser humano”,
un ideal que ningún sujeto puede encarnar completamente, tal como nos recuerda
Judith Butler, (55) y cuya aspiración, aunque inevitable, puede repensarse en
términos de pérdida: los humanos somos:

monos de nosotros mismos, nosotros, los monos que proyectaron convertirse


en hombres […] Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la búsqueda
y el esfuerzo serán permanentes. Y quién alcance el casi imposible estadio de
Ser Humano es justo que sea santificado. Porque desistir de nuestra
animalidad es un sacrificio. (56)

Toda asunción de identidad, bien sea individual, bien consista en nuestra


adscripción a categorías de identidad colectiva, tales como humano u hombre y
mujer, supone una exclusión, una instauración de un afuera que se produce
mediante una homogeneización que conlleva una renuncia, en este caso la renuncia
a nuestra animalidad. Es mediante este proceso que se erige lo propio y lo otro, un
proceso no obstante que no alcanza jamás su completud: de ahí su carácter de ideal
que debe invocarse repetidamente. La admiración por ese estar-ahí del animal y la
ponderación de las carencias, de las pérdidas que, respecto al primero, comporta el
carácter lingüístico del humano, conllevarán, pues, una reivindicación de los estados
en que el cuerpo deja de percibirse como medio o instrumento, posesión, para
convertirse en el sujeto mismo, ahora eminentemente carnal: tener un cuerpo es
substituido por ser un cuerpo. Como consecuencia, encontraremos también cierta
denostación de la palabra: “no sólo no olvido la sangre dentro –nos dice Lispector-
sino que la admito y la quiero, soy demasiado sangre para olvidar la sangre, y para
mí la palabra espiritual no tiene sentido, y ni la palabra terrena tiene
sentido”. (57) La búsqueda y preservación de espacios en los que la racionalidad se
suspende y en que se invoca el silencio, la abolición del verbo, será una constante en
la obra de Clarice que se manifestará, por ejemplo, mediante la alusión a una
sabiduría que se disolvería en su verbalización: “hay cosas que jamás diré. […] No
quiero contarme ni a mí misma ciertas cosas. Siento que sé sobre algunas verdades.
Pero no sé si las entendería mentalmente. […] Pero las verdades no tienen
palabras”. (58) Algunas de esas verdades tienen que ver, como no podría ser de otro
modo, con el animal, ante el cual, como ante Dios, “el punto de partida debe ser: «No
sé»”, (59) es decir, la suspensión del lenguaje. Tal vez para evitar “la trampa de la
fábula”, (60) esa “domesticación antropomórfica” (61) que, para Derrida, acecha el
discurso sobre el animal. Lispector está atenta a esta trampa: “No humanizo a los
animales porque es una ofensa –hay que respetar su naturaleza-, soy yo la que se
animaliza”. (62)

¿Cómo se lleva a cabo esta animalización? O, más concretamente, ¿cómo puede


inscribirse en la palabra este ámbito que el animal representa para que se pueda
hablar respetuosamente de él? Diría que desde esta red conceptual que hemos
establecido entre animal, cuerpo y silencio, puede explicarse también cierta poética
lispectoriana, aquella que se materializa en una escritura en la que también la
palabra se corporeiza, una escritura que, ante el binomio significado/significante,
que tantos ecos tiene del binomio espíritu/cuerpo, privilegia el segundo término:
como dice en un famoso pasaje de Agua viva,

quiero para mí el sustrato vibrante de la palabra repetida en canto gregoriano.


Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir, sólo puedo pintando o
pronunciando sílabas ciegas de sentido. Y si tengo que usar aquí palabras,
tienen que tener un sentido casi únicamente corpóreo. (63)

Antes que nada pinto pintura. Y antes que nada te escribo dura escritura. (64)

La estructura binaria que sustenta la diferencia entre significado y significante tiene


sus fallas, pues tampoco aquí, como ocurría en la inevitable mescolanza de cuerpo y
espíritu, hay un contenido previo a la forma sino que uno y otra constituyen,
indesligables, el cuerpo del texto: no sé “«vestir una idea con palabras». Lo que
escribo no se refiere al pasado de un pensamiento, sino que es el pensamiento
presente: lo que viene a cuento ya viene con sus palabras adecuadas e insubstituibles,
o no existe”. (65) La indisociablidad de significado y significante remite, a mi
parecer, a la deconstrucción del binomio cuerpo/espíritu que la reflexión sobre el
animal facilita. Esta escritura “corpórea” será una escritura fascinada por la
materialidad del mundo, y por ello empeñada en abolirse a sí misma para convertirse
ya no en espacio de representación sino de presentificación de los objetos,
celebrados, como el animal, en su asombrosa exterioridad, en su fisicidad. Concebida
como un misterio mayor que el alma, como un enigma mayor que el pensamiento –
y ahí nos encontramos de nuevo con la inversión de los binomios-, la materialidad
será aquello del objeto (de hecho, será el objeto) que el texto busca convocar. Para
lograrlo, el sujeto de escritura debe tratar de abolirse en cuanto tal, en un esfuerzo
de desnudamiento que consiste en deshacer precisamente ese trabajo de civilización
que ha permitido su emergencia como sujeto humano. Será un intento de confusión
de las posiciones sujeto/objeto a través de la mirada; un intento de lograr la
equivalencia entre ver la cosa y ser la cosa, que puede ejemplificarse en la siguiente
gradación: “soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo
mirando por la ventana”. (66)Para ello, el trabajo de escritura consistirá en un
esfuerzo de renuncia a cualquier fabulación o proyección, en un intento, pues, de
anclarse en el inmanente aquí-y-ahora del que es maestro el animal. Como dirá
Ángela, la escritora inventada por el Autor de Un soplo de vida, se trata de
comprender el “significado íntimo [de la cosa] como forma” y de mantenerse en una
“una superficialidad delicada y deliberada, porque si no fuese superficial me
hundiría en el pasado y el futuro de la cosa”, (67) esto es, en su narrativización. Se
trata, pues, de evitar la doración o, como dirá Hélène Cixous, de “la necesidad de
escribir para mentir menos, para rascar las escamas, las palabras demasiado ricas,
para des-decorar, des-velar”. (68) En palabras de Lispector: “quién ve más que la
superficie del huevo, está queriendo otra cosa: está con hambre”. (69) Debe evitarse,
pues, que la carencia y la querencia, (70) que emergen con la aparición del sujeto
lingüístico, participen en el proceso de escritura. No obstante, la imposibilidad de
alcanzar este ideal de escritura, de evitar por completo la fabulación, la proyección,
la aparición del tropo, es evidente también para la propia Lispector: si se alcanzara,
entraríamos en el ámbito del silencio; de ahí precisamente que, como veíamos,
ciertas cosas quieran preservarse en él. El Autor de Un soplo de vida introduce esta
evidencia a través de sus comentarios a esa poética del objeto y la superficialidad que
Ángela describe: a pesar de sus esfuerzos, Ángela “humaniza [las cosas]” (71) –
proceso que es precisamente el que Lispector afirmaba querer evitar en su
descripción del animal; cuando Ángela escribe sobre las cosas “en realidad escribe
sobre su propia áurea”, (72) esto es, convierte el discurso sobre el objeto en un
discurso del sujeto. (73) El hecho de que estos intentos de aproximación a un
universo conceptualizado como impermeable al logos –el del mundo objetual y el del
mundo animal- se lleven a cabo a través del lenguaje, será, pues, la paradoja que
atraviese todos estos textos, porque, parafraseando a Judith Butler, postularlo como
anterior al mensaje a través del lenguaje es aún postularlo o significarlo. (74) A mi
parecer, es su constatación la que explica la desestabilización de toda noción de
origen o esencia que convive constantemente con su misma reivindicación: (75) la
creencia en una esencia original relacionada con este universo preverbal, es una
creencia fundada en el lenguaje y tiene un funcionamiento retrospectivo. De ahí que,
en último término, la palabra clave de esta reivindicación sea nostalgia: se llevará a
cabo desde la conciencia de que el acceso a este universo le está vetado al sujeto,
precisamente por ser sujeto. Es desde el lenguaje, desde la narrativa teleológica que
hace viable al sujeto al conferirle historia, que se fabula, en su origen o en el de la
especie, un espacio preverbal del que el animal será la encarnación presente. Es por
eso, finalmente, que Lispector expresará la dolorosa imposibilidad de responder al
llamado de lo instintivo o lo original: “no haber nacido animal –nos dice- parece
ser una de mis más secretas nostalgias. Ellos a veces claman desde la lejanía de
muchas generaciones y yo no puedo responder sino sintiendo
desasosiego”. (76) Como dirá en otra ocasión, para acercarse al animal sin
humanizarlo solamente hay que “entregarse”; no obstante, “no existe nada más
difícil que entregarse totalmente. Esta dificultad es uno de los dolores
humanos”. (77) Este llamado, sin embargo, no provendrá tan sólo de esa naturaleza
animal, sino también de su Ucrania natal: “Recuerdo una noche, en Polonia –nos
cuenta-, en casa de uno de los secretarios de la Embajada, en la que fui sola al balcón:
una gran floresta me señalaba emocionalmente el camino a Ucrania. Sentí el llamado
[…] Pero yo pertenezco a Brasil”. (78) Al origen biográfico se antepone
inevitablemente su identificación –fruto de una contingencia- como brasileña; al
origen animal, la insuperable incapacidad humana de sustraerse a su naturaleza
lingüística, a su ser social. Con todo, Lispector nos recuerda nuestra pertenencia a
un continuum natural del que estamos ya siempre irremediablemente separados, a
un tiempo que evidencia que incluso ese continuum es producto del juego de
proyecciones, idealizaciones y fabulaciones que inevitable y constantemente
producimos. No obstante, qué duda cabe de que aquél recordatorio, que es una
llamada a la vitalidad, al goce, pero también un recordatorio de humildad, es una
ficción valiosa y éticamente preciosa en un tiempo en que lo Real, en forma de una
naturaleza desbordada precisamente a causa de otras ficciones más soberbias sobre
nuestra relación con ella, puede llevarse por delante todos y cada uno de nuestros
discursos.

Notas

(1) Este estudio ha sido realizado gracias al Programa de Formación de


Investigadores de la Generalitat de Catalunya (AGAUR).

(2) Estas crónicas, publicadas entre 1967 y 1973 en Jornal do Brasil, se reunieron
por primera vez en volumen en 1984, bajo el título de A descoberta do mundo, pero
no fue hasta 2004 que una selección de las mismas se publicó en español, con el
título que aquí menciono.

(3) Meri Torras, “Cuerpos, géneros, tecnologías”, Lectora. Revista de mujeres y


textualidad nº 10, 2004, p. 10.

(4) La mayoría de citas que aparecen en esta comunicación están extraídas de la


edición española. Solamente cuando la crónica en cuestión no está incluida en dicha
edición, utilizo el volumen portugués de 1984. En tal caso, las traducciones son mías.
(5) Hélène Cixous (1975), “La joven nacida”, en La risa de la medusa. Ensayos sobre
la escritura, Barcelona, Anthropos, 1995, p. 14.

(6) Judith Butler (1990), El género en disputa, México D.F., Paidós, 2001, p. 45.

(7) Clarice Lispector (1967-1973), Revelación de un mundo, Buenos Aires, Adriana


Hidalgo Editora, p. 302.

(8) Cf. Judith Butler (1997), Lenguaje, poder e identidad, Madrid, Síntesis, 2004.

(9) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 98.

(10) Ibid., p. 59.

(11) Alejandra Pizarnik (1954-1971), Diarios, Barcelona, Lumen, 2003, p. 297.

(12) Cf. Judith Butler (1993), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y
discursivos del “sexo”, Buenos Aires, Paidós, 2002.

(13) Encontramos muchas afirmaciones en este sentido en las crónicas, en las que
Lispector juega con el género autobiográfico a un tiempo que niega la posibilidad de
que el texto autobiográfico llegue a representarla.

(14) Clarice Lispector (1973), Agua viva, Madrid, Siruela, 2003, p. 38.

(15) Clarice Lispector, Agua viva, op. cit., p. 30.

(16) Pequeña Flor es “la mujer más pequeña del mundo”, que vive en el corazón de
África y que ocupa una posición entre lo humano y lo animal.

(17) Clarice Lispector (1960-1979), Cuentos reunidos, Madrid, Alfaguara, 2005, pp.
92-93.

(18) Cf. Judith Butler, El género en disputa, op. cit., p. 16.

(19) La estilización corporal como ritual de repetición mediante el cual se instituye


la feminidad aparece en crónicas como “El ritual” (Clarice Lispector, Revelación de
un mundo, op. cit., p. 133). También puede rastrearse con facilidad, por ejemplo, en
la novela Cerca del corazón salvaje. Cf. Alejandra Pérez, “Cuerpos literarios, perfiles
de género. Representaciones del cuerpo femenino en Cerca del corazón
salvaje y Lazos de familia, de Clarice Lispector”, en Josep Martí et al. (eds.), El
cuerpo: objeto y sujeto de las ciencias humanas y sociales, Barcelona, CSIC, 2009
(en prensa).

(20) Cabe señalar que el cromatismo es aquí importante: indica la presencia de lo


excluido en el mismo signo de lo civilizado, puesto que la oscuridad se relaciona en
numerosas ocasiones con un cuerpo no sometido al trabajo de estilización –o, más
precisamente, con un cuerpo en el que este trabajo falla o todavía no se ha
completado. El cuerpo producido por este trabajo, tanto más si se trata de un cuerpo
femenino, se asociará con el color blanco, las líneas definidas y los rasgos finos, como
puede verse en el fragmento de “La mujer más pequeña del mundo” arriba citado.
También cabe destacar, a este respecto, las oposiciones que se establecen entre el
cuerpo de Joana y el de los otros personajes femeninos que pueblan Cerca del
corazón salvaje (cf. Alejandra Pérez, op. cit.).

(21) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 28.

(22) Considero protagonista al personaje de la madre porque nos permite establecer


una continuidad con el resto de personajes femeninos que dominan los otros cuentos
de Lazos de familia. Su encuentro con la imagen de Pequeña Flor es equiparable al
encuentro con lo otro que experimenta Ana ante el ciego que masca chicle o ante el
Jardin Botánico (en el cuento titulado “Amor”) o la protagonista de “Imitación de la
rosa”, ante la flor. Este encuentro tiene como consecuencia una problematización de
la propia posición semejante a la que llevarán a cabo, más o menos conscientemente,
estos otros personajes.

(23) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 92. Esta concepción del cuerpo
humano como palimpsesto en el que puede entreleerse un cuerpo animal lo
encontramos también en L’amour du loup, de Hélène Cixous: “estamos llenos de
dientes y hambres afiladas” (Hélène Cixous, L’amour du loup (et autres remords),
París, Galilée, 2003, p. 25), nos dice, en una expresión semejante a la utilizada por
Lispector para describir a la protagonista de “Los desastres de Sofía”, “tan llena de
garras y sueños” (Clarice Lispector, íbid., p. 169). De hecho, como mostrara Marta
Segarra, el tratamiento del animal en ambas autoras tiene muchos puntos en
común. Cf. Marta Segarra, “El Otro-animal de Hélène Cixous: el perro
semihundido”, en Marta Segarra (ed.), Ver con Hélène Cixous, Barcelona, Icaria,
2006, p. 173. Sería especialmente interesante la comparación entre los dos textos
aquí citados (para algunos brevísimos apuntes en este sentido, cf. p. 8 de este texto).

(24) Me refiero, por ejemplo, a la crónica “Amor, coatí, perro, masculino, femenino”
(Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., pp. 295-298), en la que se
evidencia la imposibilidad de identificar un origen-esencia, porque éste queda
desplazado por el juego de identificaciones mediante las que se configura la
identidad.

(25) Cf. Derrida apud. Marta Segarra, op. cit, p. 173.

(26) Cf. nota 22.

(27) Los ejemplos, aquí, serían legión, pero baste recordar la repetida identificación
de Lucrecia Neves con los caballos en La ciudad sitiada.

(28) Cf. los ejemplos citados en las páginas anteriores.


(29) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 109.

(30) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 169. Esta crueldad debe
entenderse como una consecuencia de la amoralidad (y no inmoralidad) que, como
veremos, se asocia a la naturaleza.

(31) Como trataré de mostrar más adelante, la operación inversa, esto es, la
humanización del animal, trata de evitarse porque, como decíamos anteriormente,
con esta deconstrucción del binomio convive la inversión en la valoración de sus
términos: todo lo asociado al animal se va a positivizar.

(32) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 31.

(33) En la crónica titulada “La fiesta del termómetro roto”, leemos: “El espíritu, a
través del cuerpo como medio, no se deja contaminar por la vida, y ese pequeño y
resplandeciente núcleo es el último reducto del ser humano. Las fieras también
poseen ese núcleo irradiante, tanto que ellas se conservan íntegras, indomesticables,
vitales” (íbid., p. 314). Hasta ahora, yo misma había interpretado este fragmento
como un ejemplo de reproducción no problematizadora de los binomios
cuerpo/espíritu (Aina Pérez, “¿Sujeto femenino autobiográfico? Identidad,
diferencia sexual y escritura en A descoberta do mundo, de Clarice Lispector”, en
Beatriz Ferrús y Núria Calafell (eds.), Escribir con el cuerpo, Barcelona, EDIUOC,
2008, p. 201). Sin embargo, creo que una lectura más atenta revela una complejidad
mayor. Por un lado, se afirma la división cartesiana cuerpo/espíritu e incluso se
extiende sobre el animal, lo que podríamos considerar un ejemplo de “domesticación
antropomórfica” o humanización (cf. nota 72). No obstante, a la vez se niega tal
extensión al recalcar la integridad del animal, la ausencia en él de la escisión
cuerpo/espíritu. Al mismo tiempo, la segunda afirmación –“ese pequeño y
resplandeciente núcleo es el último reducto del ser humano”- puede leerse como un
enunciado irónico, pues bajo una apariencia positiva se denuncia la imposibilidad
humana de entrar en “contacto íntimo”, como dirá en otra crónica, con esa
“fuerza sin nombre que es la Vida” (Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op.
cit., p. 251. La cursiva es mía) y de la que el animal inevitablemente participa (las
fieras son “vitales” mientras que el hombre “no se deja contaminar por la vida”). Con
todo, puede considerarse un ejemplo de la revaloración de los términos
humano/animal a la que me referiré más adelante: ser humano (término
habitualmente considerado superior en la jerarquización que implica el binomio) se
identifica aquí como una renuncia a la vida, estrechamente relacionada con esta
división del ser entre cuerpo y espíritu que, como ya he señalado, tiene que ver con
la aparición del lenguaje. Esta revaloración aparecerá con más claridad a la luz de lo
que expondré a continuación.

(34) Ibid., p. 251.

(35) Ibid., p. 184.

(36) Ibid., p. 99.


(37) Como explica Judith Butler, Althusser concibe la subjetivización –producto de
la interpelación social- como un “reconocimiento errado o desconocimiento”
(Judith Butler (1997), Mecanismos psíquicos del poder: teorías sobre la sujeción,
Madrid, Cátedra, 2001, p. 126). La autora traduce la escena de la interpelación a los
siguientes términos: “Imaginemos una escena […] en la que uno es llamado por un
nombre y se gira para protestar contra ese nombre: «¡Yo no soy ése, te has debido
equivocar!». E imaginemos entonces que ese nombre continúe ejerciendo una
presión sobre uno, que siga delimitando el espacio que uno ocupa, construyendo una
posición social. Indiferente a tu protesta, la fuerza interpelativa sigue trabajando”
(Judith Butler, Lenguaje, poder e identidad, p. 63). Ser llamado es, pues, en cierto
modo, confundirse con otro, más aún si tenemos en cuenta que la interpelación
consistirá siempre en una llamada del otro.

(38) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 251.

(39) Así se describe la cucaracha de La pasión según G.H o la gallina que


protagoniza el cuento precisamente titulado “Una gallina”, cuya “única ventaja era
que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante
otra tan igual como si fuese ella misma” (Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op.
cit., p. 56).

(40) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 29.

(41) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., pp. 49-50.

(42) Clarice Lispector (1969), Aprendizaje o el libro de los placeres, Madrid, Siruela,
2005, p. 45.

(43) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 91.

(44) Cf. nota 15.

(45) Ibid. p. 95.

(46) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 197.

(47) Hélène Cixous, L'amour du loup, op. cit., p. 34.

(48) Clarice Lispector, Cuentos reunidos, op. cit., p. 169. Cf. nota 22.

(49) Clarice Lispector (1967-1973), A descoberta do mundo, Río de Janeiro, Nova


Fronteira, 1984, p. 252.

(50) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 215.

(51) Ibid., p. 161.


(52) Ibid., p. 141.

(53) Ibid., p. 142.

(54) Clarice Lispector, A descoberta do mundo, op. cit., p. 307.

(55) Como nos dice Butler, “los ideales de identidad [son] sitios fantasmáticos, sitios
imposibles [de encarnar]” (Judith Butler, Cuerpos que importan, op. cit.,p. 269).

(56) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 109.

(57) Clarice Lispector, A descoberta do mundo, op. cit.,p. 485.

(58) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 261.

(59) Ibid., p. 265.

(60) Marta Segarra, op. cit, p. 182.

(61) Ibid.

(62) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., pp. 253-254.

(63) Clarice Lispector, Agua viva, op. cit., p. 13.

(64) Ibid., p. 14.

(65) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 226.

(66) Clarice Lispector, A descoberta do mundo, op. cit., p. 132.

(67) Clarice Lispector (1978), Un soplo de vida, Madrid, Siruela, 1999, p. 101.

(68) Hélène Cixous, “El último cuadro o el retrato de Dios” en Marta Segarra
(ed.), Deseo de escritura, Barcelona, Reverso, 2004, p. 48.

(69) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 166.

(70) A la luz de lo que hemos visto hasta ahora, la asociación entre carencia,
querencia y lenguaje puede observarse en la siguiente afirmación: “el niño quiere: en
él el ser humano desde la cuna ya comenzó” (Íbid. p. 89).

(71) Clarice Lispector, Un soplo de vida, op. cit., p. 100.

(72) Ibid. p. 101.


(73) Con ello me hago eco de la siguiente afirmación de Jacques Derrida: mediante
la “afabulación”, esa “domesticación antropomórfica” a la que he aludido
anteriormente, la escritura sobre animales se convierte “siempre en un
discurso del hombre; sobre el hombre; incluso sobre la animalidad del hombre, pero
para el hombre y en el hombre” (Cf. Marta Segarra, op. cit, p. 182).

(74) Judith Butler, Cuerpos que importan, op. cit., p. 57.

(75) Un pasaje crucial en la problematización de esta noción lo encontramos en la


crónica titulada “Pertenecer”: “Si mi familia hubiera optado por los Estados Unidos,
¿yo hubiera sido escritora? En inglés, naturalmente, si lo hubiera sido. Me habría
casado probablemente con un americano, tendría hijos americanos. Y mi vida sería
por completo otra. ¿Sobre qué escribiría? ¿Qué amaría? ¿De qué Partido sería? ¿Qué
tipo de amigos tendría? Misterio” (Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op.
cit., p. 248). Aquí la identidad se concibe como resultado de una identificación
contingente, que debemos relacionar con la que, para Hélène Cixous, es la pregunta
ética de Clarice, esto es, ¿por qué no hubiera podido ser otro/a?: “Nací Clarice, pero
es una casualidad. Casualidades: nació en Ucrania y escribe en brasileño. Pero
también hubiera podido ser pigmea, ¿por qué no? Nosotros [...] siempre nos
identificamos con nuestras probabilidades, nuestros accidentes. Pero esta
identificación es narcisista y empobrecedora. Somos mucho más de lo que nuestro
nombre nos autoriza y nos obliga a creer que somos” (Hélène Cixous (1989), “La hora
de Clarice Lispector”, en La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura, op.
cit., p. 197).

(76) Clarice Lispector, Revelación de un mundo, op. cit., p. 257.

(77) Ibid., p. 254.

(78) Ibid., p. 271.

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