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¿QUÉ ES EL PODER?

Fernando Mires

Fuente: https://polisfmires.blogspot.com/2011/04/fernando-mires-que-es-el-
poder.html. Miércoles, 20 de octubre de 2010.

El llamado poder popular no es más que el corporativismo estatal, y donde


ha intentado aplicarse las organizaciones sociales son puestas al servicio de
una dictadura.

El concepto de poder es relacional y no autoreferente, es decir, siempre


existe en relació n con alguien o algo. Podemos así hablar del poder frente a la
naturaleza, frente al destino, frente a los demá s; nunca del poder en sí. Con mucha
mayor razó n cuando hablamos del poder en la política, lugar este ú ltimo donde
dirimimos nuestros ideales e intereses juntos y en contra de los demá s. Por el
mismo motivo, el sentido político del poder adquiere relevancia cuando ese poder
no lo poseemos (o cuando lo hemos perdido).
De este modo, el poder se revela en toda su intensidad frente a la ausencia
de poder, ausencia que nos impulsa a apoderarnos del poder que no tenemos para
ejercer nuestro poderío, hecho que si se transforma en ejercicio constante puede
hacer imposible la gobernabilidad de las naciones. Fue precisamente el peligro de
la ingobernabilidad el que llevó en el pasado a la formulació n de las llamadas
teorías contractuales, particularmente a las de Hobbes (Leviathan) y Rousseau
(contrato social), destinadas a sustentar la tesis de la delegació n del poder -de
origen popular o no- en una monarquía absoluta.
Ahora bien, habiendo sido abolidas las monarquías europeas, el poder
delegado a una instancia estatal no fue disuelto, sino fragmentado. Como
consecuencia de esa fragmentació n surgió la necesidad de su repartició n entre –
valga la paradoja- diversas instancias de poder, razó n que a su vez hizo posible que
la política moderna fuera concebida como una prá ctica orientada en el marco de la
lucha por el poder. La lucha por el poder trajo a su vez consigo la necesidad de su
reglamentació n y fue así como surgieron las instituciones y constituciones
republicanas que todos conocemos. De acuerdo a tal reglamentació n, la repú blica
no es una institució n de poder sino el campo en donde tiene lugar la lucha por el
poder que es, a su vez el motivo que da sentido a la política.
“El objetivo de la  política es el poder” –dice el conocido dictamen de Max
Weber (1864-1920). “Y el poder reside en el Estado”, agregaría el gran soció logo.
Por lo tanto, segú n Weber, la lucha por el poder político es la lucha por acceder al
Estado, lo que obliga a quienes buscan obtenerlo a asociarse con “partidarios”,
formando partidos. Debido a esas razones, el poder político es un poder “re-
partido” entre partidos que se forman para acceder al poder. En la “partició n y re-
partició n” del poder entre y en los partidos reside el secreto de la democracia
moderna.
Desaparecida o disminuida en sus dimensiones la lucha por el poder, la
actividad política es convertida en simple prá ctica administrativa y burocrá tica,
constatació n de Weber radicalizada por Carl Schmitt (1888-1985), quien confirió a
la política un sentido existencial que surge del antagonismo entre fuerzas
diferentes alineadas en una relació n de amigo-enemigo.
Schmitt coincide con Weber en que el objetivo del poder reside en el Estado, pero
agrega que para que el poder sea realizado plenamente, un enemigo debe intentar
derrotar al otro imponiendo así su soberanía, y si es necesario, sobre la
constitució n y las leyes. De este modo “el soberano es quien está en condiciones de
dictar el estado de excepció n” es decir, quien está en condiciones de terminar el
juego político, aunque no siempre lo haga.
Sin embargo, Carl Schmitt no llevó a cabo la diferencia entre una relació n de
simple dominació n y la soberanía política, tarea que apelando a otra terminología
emprendió Antonio Gramsci (1891-1937) al introducir en el espacio de la lucha
por el poder el concepto de hegemonía, desplazando así el lugar de la lucha política
desde el Estado hacia la “sociedad civil” (concepto hegeliano). La hegemonía, segú n
Gramsci, debe ser conquistada, antes que nada, en el plano de las ideas. De ahí la
importancia que Gramsci confiere a los por él llamados “intelectuales orgá nicos”.
En ese contexto, Gramsci realiza la distinció n entre una “clase dirigente” y una
“clase dominante”. Cuando la clase dominante ya no está en condiciones de dirigir
el Estado al haber perdido o no alcanzado su hegemonía sobre la sociedad, el lugar
de la dominació n debe ser ocupado por la clase hegemó nica, o dirigente, es decir,
para Gramsci la hegemonía es un pre-requisito de la dominació n estatal.
Siguiendo una línea que só lo por momentos pareciera tener cierta afinidad
con la gramsciana, Hannah Arendt (1906-1975) constató que la teoría política
moderna no había especificado con claridad la diferencia entre el poder político y
el poder que deviene de medios no políticos, como, por ejemplo, de la violencia.
Esa no-diferencia se encuentra incluso en una palabra alemana, Gewalt, que quiere
decir poder y violencia al mismo tiempo, a diferencia de otra palabra alemana,
Macht, que al venir del verbo machen (hacer) significa só lo poder (poder hacer) y
luego es la má s apta para el uso político.
Pero Hannah Arendt no se limitó a establecer la diferencia entre violencia y
poder sino, ademá s, otorgó a ella un cará cter antagó nico. En efecto, segú n Arendt,
quien tiene poder no requiere de la violencia. A la inversa, el uso de la violencia
revela ausencia de poder. La razó n es que el poder se expresa en la política de un
modo numérico (y no só lo hegemó nico como en Gramsci). El poder, de acuerdo a
Arendt, reside en las mayorías y- podríamos agregar- las mayorías son siempre
hegemó nicas. Hannah Arendt entiende así el concepto de poder no só lo en un
sentido político-republicano sino, antes que nada, en un sentido político-
democrá tico.
En un espacio democrá tico el poder no es disuelto, pero tampoco reside
exclusivamente en el Estado como “instrumento de dominació n de clase”, premisa
gramsciana- marxista que fue rebatida de modo implícito por Hannah Arendt.
Michael Foucault fue también má s allá de Gramsci postulando la tesis de que el
poder se encuentra atomizado en instituciones como las cá rceles, las escuelas, la
familia, e incluso al interior de nosotros mismos. Pero Foucault no siempre
especificó si él se refería al poder político o al poder en su sentido má s amplio. No
obstante, el hecho de que el poder político no só lo es estatal ni só lo clasista, ha
llevado a determinados autores, entre quienes se cuentan Chantal Mouffe y
Ernesto Laclau, a referirse a las llamadas articulaciones hegemó nicas que ocurren
como un desplazamiento permanente de actores en el campo indeterminado de “lo
social” y que por su heterogeneidad só lo pueden expresarse en el poder a través de
significantes imprecisos y de un modo má s bien simbó lico.
Siguiendo una línea “arendtiana” y no “gramsciana” autores como Jacques
Ranciere- de modo implícito- y Claude Lefort (1924-2010) –de modo explícito- han
buscado otorgar a la lucha política por el poder un sentido deliberativo,
subrayando el primero que la lucha por el poder requiere que un contendiente al
menos entienda las reglas del juego como “un mal entendido” (o desacuerdo), el
que para que se transforme en un “bien-entendido” (o acuerdo) precisa de una
lucha que tiene lugar mediante la presentació n sintá xica de los argumentos. La
lucha política deviene así en lucha sintá xica. Claude Lefort, a su vez, siguiendo la
crítica de Hannah Arendt a las concepciones políticas totalitarias, postula que el
poder político, para que siga siéndolo, requiere de su no ocupació n definitiva.
Segú n Claude Lefort, la caída de la monarquía, sobre todo en Francia, dejó
un lugar vacío pues, al haber sido la monarquía la representació n virtual del poder
divino, el espacio heredado por la modernidad republicana es un poder vacío
(aunque no es un vacío de poder) esto es, un símbolo de “un poder sobre el poder”
que para que exista no debe ser ocupado por nada ni por nadie. Si el poder político
es “vaciado de su vacío”, comienza la lucha por la libertad. De este modo Lefort
refuerza el postulado de Arendt: “el sentido (ú ltimo) de la política es la libertad”.
De acuerdo al postulado de Hannah Arendt, podemos hablar entonces de un
poder político que oprime y de otro que nos libera. La elecció n entre el uno y el
otro es personal y en las condiciones actuales esa elecció n se expresa a través del
sufragio universal.
2. Hay, sin embargo, una teoría, o mejor dicho una doctrina, que intenta
contraponer una concepció n del poder muy diferente a la que han sostenido los
má s importantes representantes de la filosofía política moderna. Dicha doctrina es
la de “la democracia participativa”, doctrina representada en supuestos “concejos”,
que pueden ser, segú n las circunstancias, concejos obreros, barriales o comunales.
Los fundadores de esa doctrina fueron Lenin y Trotsky –la palabra rusa “soviets”
significa concejos- pero también fue aplicada por Mussolini y Hitler, sobre todo en
los barrios y fá bricas.
La implantació n de los llamados “concejos”, en sus má s variadas formas, ha
sido y es utilizada por todas las dictaduras que han emergido en nombre de una
revolució n (real o supuesta). De acuerdo a esa doctrina, el poder es devuelto
(traspasado) al pueblo por una dictadura, poder que es ejercido teoricamente
desde las bases de acuerdo a las líneas directrices dictadas por el poder central.
Esa es la razó n por la cual el llamado poder popular no es má s que otro nombre
otorgado al corporativismo estatal, y en todos los casos donde ha intentado
aplicarse, no ha significado otra cosa que la estatizació n de las organizaciones
sociales las que, mediante ese procedimiento, son puestas al servicio de una
dictadura.
El poder político, por su propia naturaleza, es un poder representativo y por
lo mismo delegativo. La democracia participativa, por el contrario, es una fantasía
ideoló gica que jamá s ha podido convertirse en realidad. En la mayoría de los casos
no ha sido má s que parte de una estrategia destinada a preservar y consolidar el
poder de la clase dictatorial. Dicho en otras palabras: só lo sobre la base de una
democracia representativa puede existir participació n ciudadana. Sustentar la tesis
de la participació n en contra de la democracia representativa significa, en cambio,
no só lo anular la representació n; sino, ademá s, convertir la participació n (política)
de los ciudadanos en una simple ficció n. Y eso significa, a su vez, el fin de la política.
Pero, antes que nada –y sobre ese tema hay que insistir- el poder de base,
representado en supuestos concejos, no es un poder político.
El poder de los concejos populares no es político en el sentido de Weber
puesto que para Weber la política es el medio para acceder al poder del Estado y
los llamados concejos populares son parte del Estado. Tampoco es político en el
sentido de Schmitt ya que bloquea el enfrentamiento entre bandos contrarios los
cuales son disueltos al interior de las llamadas asociaciones participativas de base.
En ningú n caso es político en el sentido de Gramsci puesto que, reducida la
actividad ciudadana a la participació n en concejos separados entre sí, termina la
lucha por el poder central y sin esa lucha no puede haber hegemonía de nadie.
Mucho menos es político en el sentido de Arendt, porque anula y oculta el
poder de las mayorías. Má s aú n, la llamada democracia participativa expresada en
concejos populares es el medio del que se sirven las dictaduras cuando éstas son
minoritarias. Y ni siquiera en el sentido de Foucault el poder concejal puede ser
político ya que no só lo fracciona el poder popular, sino, ademá s, centraliza el poder
dictatorial. Desde ese punto de vista, el poder político es atomizado en una
multiplicidad de micro-unidades que toman la forma de un archipiélago alrededor
de un continente dictatorial. Tampoco es político en el sentido de Mouffe/Laclau
dado que la llamada sociedad, al estar dividada en mú ltiples compartimentos
estancos -que eso y no má s son los llamados concejos populares- no puede
articularse entre sí ni formar movimientos sociales má s allá de las “organizaciones
de base”. Por ú ltimo, no es político en el sentido de Ranciere y Lefort, puesto que el
Estado al estar ocupado, ya no contiene má s ese espacio vacío que hace posible la
acció n política y la comunicació n discursiva.
En síntesis, el llamado poder popular, o de base, expresió n de la así llamada
“democracia participativa”, no ha pasado de ser una instancia derivada de un
poder central. En esa instancia para-estatal, sus participantes obtienen la ilusió n
de un poder que no tienen, o que en el mejor de los casos só lo usan en discusiones
absolutamente irrelevantes para la vida política de una nació n.
Pero, si el llamado poder popular no es político ¿qué es? La respuesta es
simple: es un poder post-político; vale decir, emerge justo en el momento en que
muere la política. No hay ninguna experiencia histó rica que muestre lo contrario.
La democracia participativa no ha sido así má s que un simulacro de participació n
organizada por un poder ejecutivo que monopoliza para sí las decisiones
legislativas, las judiciales, las culturales y las militares. O dicho de este modo:
la llamada democracia participativa representa la supresió n de “lo político” en
nombre de “lo social”. La democracia participativa, en fin, no es má s que una
metá fora utilizada por las dictaduras para llevar a cabo la expropiació n política del
pueblo por el Estado.
De tal modo, siempre que alguien use el término poder popular como
sustituto del poder representativo, o el de democracia participativa como sustituto
de la democracia delegativa, ya lo sabemos: ese alguien está postulando la
necesidad de una dictadura. Cuidado.

Referencias:
Arendt, Hannah “Sobre la violencia”, Alianza, Madrid 2005
Foucault, Michel “Vigilar y Castigar”, Siglo XXl, Madrid 1978
Gramsci, Antonio “Antología”, Siglo XXl, México 1970
Laclau, Ernesto; Mouffe, Chantal “Hegemonía y estrategia socialista”, Siglo XXl,
Madrid 1987
Lefort, Claude “La incertidumbre democrá tica”, Antrophos, Madrid 2004
Ranciere, Jacques “El desacuerdo”, Nueva Visió n, Buenos Aires 1996
Schmitt, Carl “El concepto de lo político”, Alianza, Madrid 1999
Weber, Max “El político y la ciencia”, Prometeo, Buenos Aires 2006

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