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UNIDAD 13

TEXTOS:

- AUTORITARISMO EN BREVE
VOCABULARIO DE CULTURA POLÍTICA.
APORTES PARA UNA CULTURA
DEMOCRÁTICA.

- EL TOTALITARISMO. USOS Y ABUSOS DE


UN CONCEPTO.

- AUTORITARISMO, TOTALITARISMO Y
DOCTRINA DE SEGURIDAD NACIONAL
1.-AUTORITARISMO.

Para abordar el término autoritarismo, otra de las tantas palabras polisémicas del vocabulario político, es necesario remitirse al de
autoridad, del cual deriva. Dada su relevancia para las ciencias políticas, se debe volver a los orígenes y realizar una ardua tarea de
develamiento para desbrozar la opacidad con que los avatares históricos lo han recubierto y metamorfoseado.

Etimológicamente el término autoridad deriva del latin auctoritas, proveniente de auctor. Para Benveniste, auctor significa “aquel
que hace nacer, el autor”. Pero dentro de esta familia semántica también se encuentra en la raíz de autoridad, augere, “aquel que
hace aumentar, acrecentar”, palabra de origen religioso relacionada a augur, “favor de los dioses para determinada empresa”,
manifiesto como presagio.

En tal sentido, “auctoritas estaría ligada a fundación a originar (crear) en virtud de una fuerza superior, no humana”. Augustus, título
dado a los emperadores romanos, deriva de la misma raíz y significa dotado de la virtud divina de acrecentar. Como señala
Geminello Preterossi, de quien hemos tomado este itinerario semántico, esa familia de palabras es muy significativa “porque indican
claramente una doble pertenencia, a la esfera política y a la religiosa, y una fuerte relación entre las dos, por lo que la segunda
—como ámbito de sentido pleno y absoluto— desarrolla un rol fundamental de la primera”. De modo que el término auctoritas está
cargado con su sentido originario y pleno de implicancia de augere en la medida en que las palabras expresadas con autoridad
determinan un cambio en el mundo, expresan una suerte de cualidad superior y misteriosa válida tanto para los procesos naturales
—la fuerza que genera y garantiza los cambios en la naturaleza— como la que valoriza la organización humana, por ejemplo, la
creación de una ley. A través de “ese aura indefinible, impalpable y sin embargo poderoso”, como señala el autor citado, la autoridad
tendría una eficacia social, comunicativa, capaz de dar sostén y confianza.

Con la filosofía política moderna adviene un salto importante porque se transita de un poder sustancial a uno formal, a aquella
especie de sentido trascendente de lo político; se antepone un poder cuya legitimidad está basada en la eficacia. Por eso en el
mundo moderno, ese poder es legítimo en tanto que es capaz —o posee la fuerza— para asegurar el orden. Para que este caracter
coactivo se convierta en normal y aceptado por todos se debe fundar en el Derecho como conjunto de normas pre-establecidas.

De modo que la noción moderna de poder legítimo debe interpretarse como “poder fundado en el derecho”, mas como esta facultad
desde el punto de visto positivo presupone la efectividad para aplicar el orden, o sea el uso de la fuerza, su aplicación legítima se
revela, en última instancia, como un poder fundado en el poder, según la teoría weberiana. Esto no implica arbitrariedad sino la
atribución jurídica necesaria para gobernar ordenadamente. Esta conexión entre legitimidad y legalidad asegura la autoridad del
poder. De modo que poder, derecho y efectividad son tres elementos inseparables.

Se puede decir que en esa transición del Mundo antiguo al Moderno pasando por el Medieval, la auctoritas ha sufrido una
laicizacion. La construcción de ese poder legítimo-racional (político) ha surgido de una ardua búsqueda de marchas y contramarchas
en la historia y en la evolución de las ideas para dejar atrás ese mundo trascendente en apariencia más seguro, para entrar al de los
avatares de la condición humana, secularizada.

Más para ubicar su nacimiento con la connotación contemporánea, el término autoritarismo se debe ubicar en el S.XX, en el periodo
entre las dos Guerras Mundiales (1919-1939) en plena crisis de la democracia liberal y el surgimiento de los fascismos, en un clima
enrarecido y favorecido por los efectos de la Primera Guerra no solo a nivel material sino esencialmente espiritual y político. Al decir
crisis de la democracia liberal se alude a la crítica erosiva con que sus detractores atacan a lo que consideran sus componentes: el
mundo burgués y el capitalismo, sintetizados en el materialismo positivista y decadente en un mundo sin orden ni jerarquía y en una
democracia débil e inepta, sin autoridad ni poder. Así surge el concepto de autoritarismo que, como el de dictadura y totalitarismo,
aparece y se utiliza en oposición al de democracia.

No obstante, si nos remitimos más atrás en el tiempo vemos, a comienzos del S.XIX y como lo especifica René Rémond, el
surgimiento de una corriente conservadora y contrarrevolucionaria que, aunque con diferentes matices, oponia ya al racionalismo
ilustrado un irracionalismo radical, a la idea de progreso el de tradición y a la tesis de soberanía popular el de origen divino del
poder. Representada por Maistre y Bonald, en su vertiente naturalista reniega, como en general el autoritarismo, de una estructura
humana y racional del poder y de las instituciones.

De modo simple se puede decir que conceptualmente se entiende por autoritarismo una autoridad opresiva que aplasta la libertad e
impide la crítica. Si se encara el tema con mayor complejidad, una referencia ineludible para enriquecer el concepto es la obra de
Juan Linz, quien propone la siguiente definición que aquí es analizada en sus diferentes partes:

1. “Los regímenes autoritarios son sistemas políticas con un pluralismo político limitado y no responsable”. El pluralismo
limitado puede existir de hecho o de derecho y hasta puede ser suprimido, pero siempre subsisten los grupos de presión
más importantes quienes conservan su autonomía, el gobierno llega a ejercer la función de árbitro y, por esta vía, a limitar
su propio poder; y en cuanto a lo de no responsable significa que no surge de las bases mismas de la sociedad sino que es
cooptado desde arriba.
2. “Sin una ideología elaborada y propulsiva (sino con las mentalidades características)”. Respecto de este punto, el autor
se refiere a que el autoritarismo carece de una teoría política elaborada conceptualmente que justifique el poder de tales
regímenes. Ligado con esto, la ideología deja de ser propulsiva, o sea, movilizadora y dinámica. Esto no implica la
inexistencia de las mentalidades correspondientes que sostienen el régimen.

3. “Sin una movilización política intensa o vasta (excepto en algunos momentos de su desarrollo)”. La cuestión de la
movilización política de la sociedad es un asunto tan relevante para comprender la diferencia con el totalitarismo, que
requiere una explicación especial: en el caso del autoritarismo la penetración y movilización social son limitadas de modo
que no se traspasa la frágil línea entre Estado y sociedad civil.

4. “Un jefe (o un pequeño grupo) ejerce el poder dentro de límites que formalmente están mal definidos pero que de hecho
son fácilmente previsibles”. El hecho de hablar de límites al poder aunque no sean explícitos y claros pero si existan de
hecho está marcando una característica importante. Como señala Stoppino este rasgo engloba todas las características
citadas del autoritarismo.

Otro autor especialista en la temática es Alain Rouquié, quien advierte que los conceptos de autoritarismo y de régimen autoritario
deben ser usados con suma prudencia puesto que su connotación abiertamente descalificante —al igual que la de populismo—
entorpece la teoría del analista. Siempre serán autoritarios los régimen que uno reprueba. La teoría del investigador se ve
obstaculizada así para recuperar el valor descriptivo o heurístico del término como instrumentos científico necesario. No obstante, el
autoritarismo designó una realidad y resulta imposible soslayar su estudio. Ahora bien, se pregunta el autor ¿qué territorio ocupa
esta categoría política? Por negación, pareciera ser autoritario todo régimen que no es ni democratico-representativo ni totalitario.
Nacido para designar a las dictaduras conservadoras de entre las dos guerras, sin ideología obligatoria ni voluntad de agrupar a las
masas, el término fue aplicado a regímenes juzgados recuperables para la democracia, a diferencia de los totalitarismos. En especial
cobra este carácter más suavizado durante el periodo de la Guerra Fría para designar dictaduras ajenas tanto al nazismo pasado
como el stalinismo vigente.

Este marco polémico no ayudó al esclarecimiento del concepto ante lo cual Rouquié se inclina por la idea de Juan Linz. Para este
eminente sociólogo y politólogo español, los autoritarismos son de naturaleza transitoria, lo que torna inutil la denominación de
Estado autoritario. A corto o largo plazo se inclinaran ya sea por la democracia o por el totalitarismo.

En un primer abordaje Rouquié designa como “autoritarios a los sistemas políticos que suceden por la fuerza a los regímenes
democráticos, lo cual es frecuente y singularmente valorizado en el pensamiento occidental. A tal punto que el autoritarismo es
generalmente concebido como un estado de excepción post democratico, por lo que solo puede hablarse de régimen autoritario a
partir y en nombre de la democracia representativa”. Según este autor, “[los regímenes autoritarios] señalan el establecimiento de
un bloqueo de las instituciones a fin de limitar o suprimir la competencia política y la participación juzgadas peligrosas para los
intereses nacionales definidos por aquellos mismos que instauran el nuevo régimen. A largo plazo en este sistema el pueblo se ve
privado de los medios legales para aceptar o rechazar a los hombres destinados a gobernarlo, y el poder —lejos de designar un
lugar vacío, una función— es ocupado por un partido o por un hombre.

Posteriormente se adentra en esta definición y la clarifica mediante una comparación con el totalitarismo. “Dado que en el
totalitarismo el pueblo se encontraba en situación similar y, por lo tanto, no se distinguiría del autoritarismo, podremos agregar un
segundo distingo [...]: es totalitario el régimen que tiene como principio aquel que no está conmigo está contra mí; el autoritarismo
se contenta con pretender de manera mas hipocrita: aquellos que no están en contra de mi estan conmigo. Esto significa que en los
regímenes autoritarios o totalitarios, a diferencia de la lógica democrática, el poder deja de designar un lugar vacío y se encuentra
materializado, ocupado por un hombre o un órgano. Pero a diferencia de la tensión totalitaria, el autoritarismo aparece como una
especie de menor esfuerzo político, la vía de la mayor pendiente, en síntesis, un grado cero de lo político y no solo, como en su
acepción clásica o histórica, un accidente post democratico.

Por otro lado, Rouquié advierte sobre la frecuencia de lo que denomina el accidente autoritario y la fragilidad y excepcionalidad de la
democracia como sistema estable a pesar de su aparente extensión en el mundo. Analizando las causas de las rupturas de los
procesos democráticos y del surgimiento de los autoritarismos, distingue la implantación de la democracia en espacios políticos sin
tradición histórico-política democrática. En este caso se produce una falta de correspondencia entre unas instituciones o una
autoridad extraña y ajena y la sociedad de hábitos atávicos y autoritarios, o sea entre la constitución escrita y la vivida. Esta situación
termina por lo general encaminado hacia un sistema de dominación incompatible con una democracia representativa e igualitaria.

Se puede recordar el ejemplo de la experiencia ocurrida luego de la Primera Guerra Mundial en Europa central, aunque los ejemplos
son múltiples. Rouquié también señala la importancia de la dimensión cultural en los comportamientos autoritarios pero
simultáneamente advierte sobre una errónea interpretación o abuso de este enfoque. Por ejemplo, toma el caso de África donde los
valores de jerarquía y obediencia y la imposición del modelo familiar o sucesorio harían que “las relaciones políticas se organicen
generalmente según el modelo de las relaciones parentales”. Otro ejemplo citado por otros autores es el de América latina, donde el
autoritarismo surgiría de la tradición iberolatina.
Rouquié insiste en la importancia de la dimensión cultural pero con la aclaración que debe ser analizada dentro de un contexto
global de los itinerarios políticos. Otro elemento a tener en cuenta es el desarrollo económico siempre que no se le tome en forma
determinista o causal: “en los países capitalistas desarrollados la democracia es el estado normal y la dictadura una excepción”.
Así por ejemplo, autores como Schmitter y Mouzelis —cita Rouquié en su crítica— señalan que “la industrialización tardía y la
dependencia externa explican la inestabilidad crónica de las democracias de América latina” así como “una organización vertical de
integración política diferente a la horizontal de los países occidentales desarrollados”.

Rouquié se inclina por analizar los casos especificos, y dentro de una concepcion nueva de la Historia, por pensar en lo
indeterminado, en el acontecimiento politico, en diferentes amenazas para la democracia que en el mundo actual pueden provenir ya
sea del terrorismo, de un nacionalismo extremos conducente a la secesion o de un peligroso externo como una invasion. Inclusive en
casos de esta naturaleza, la Historia ha demostrado que en condiciones semejantes los resultados pueden ser totalmente diferentes.

Por otro lado, el autoritarismo no necesariamente es post democratico como en el caso chileno de Pinochet, “no solo constituye la
prueba de un fracaso y de una regresión sino que puede ser —prosigue y advierte el autor—- predemocrático o el camino a la
modernización”. En este sentido alude a la caída del Muro y al desmoronamiento de la URSS para dar paso a un proceso de
democratización.

Para Mario Stoppino, quien le dedica un meduloso y extenso tratamiento al término, éste se emplea —así como el de autoritario—
en tres contextos:

1. la estructura de los sistemas políticos,


2. las disposiciones psicológicas relacionadas con el poder, y
3. las ideologías políticas.

Los tres contextos tienen una característica fundamental: están regidos por el principio de autoridad pero no la que emana del
consenso y la igualdad sino un concepto deformado, particular de autoridad, en el que la legitimidad está puesta en juego, en el que
la relación entre el que manda y el que obedece es jerárquica, asimétrica, basada en la idea de la desigualdad entre los hombres, por
lo tanto, dicha relación es desigual, que implica una obediencia incondicional y frecuentemente una “marcada utilización de los
medios coercitivos”. Obviamente esto presenta sus matices y depende de cada contexto particular.

“Respecto de la estructura de los sistemas políticos, se suele llamar autoritarios por lo general a todos los sistemas
antidemocráticos pero de modo específico, se denomina así a los regímenes que privilegian una posición de mando y menosprecian
de un modo más o menos radical el consenso, concentrando el poder político en un hombre u órgano y restando poder a las
instituciones representativas”. De este modo se reduce el papel de la oposición y por esta vía del sistema pluralista, esencial en una
democracia.

Desde el punto de vista psicológico, el autoritarismo consiste en la relación entre personalidad y política, investigada por Adorno.
Segun Stoppino, en la Alemania nazi hacia 1938, el pleno auge del antisemitismo y del racismo, el psicologo nazi E.R. Jaensch ya
había presentado un estudio de la personalidad autoritaria enfocada como una virtud. Pero la fuente insoslayable es la obra clásica
de Theodor Adorno, Frenkel-Brunnswic, Levinson y Sandford —publicada en 1951—, quien en el clima sensible posterior a la
Segunda Guerra Mundial ante la reciente experiencia traumática del nazismo, se abocaron a dicha investigación acuñando la
expresión personalidad autoritaria para describir un síndrome psicológico de los individuos potencialmente fascistas. Luego se
aplicaría también a regímenes de estas características pero de izquierda. Hoy “se habla de personalidad autoritaria para indicar un
tipo de personalidad de rasgos característicos y centrada en la unión de dos actitudes íntimamente relacionadas entre sí: por un
lado, obediencia casi servil y aduladora por parte del que obedece y desprecio de partes del que manda hacia los considerados
inferiores jerárquicamente o porque carecen de poder”.

En cuanto a las ideologías autoritarias son aquellas que niegan de una manera más o menos decidida la igualdad de los hombres,
acentúan el carácter jerárquico, propugnan formas de regímenes autoritarios y con frecuencia exaltan la personalidad autoritaria.
Se puede deducir que en las ideologías autoritarias se concentran todos los rasgos existentes tanto institucionales como
psicológicos. Si se pasa de las ideologías a la doctrinas, se puede advertir que son antirracionalistas y anti igualitarias en el sentido
de que esta sociedad jerárquica cuyo núcleo fundamental es el orden no ha sido establecida por obra de la construcción del hombre
y de la historia, sino creada por la naturaleza y la voluntad de Dios, consolidada por el tiempo y la tradición, por lo tanto, inamovible
y no pasible, de transformación y de cambio. Pero como insiste Stoppino, la existencia de estos tres niveles de análisis no implica
determinismo ni coherencia absoluta entre los elementos políticos, psicológicos e ideológicos.

Así, por ejemplo, desde la perspectiva sociológica el enfoque psicológico —específicamente psicoanalítico— de Adorno y su grupo
ha sido fuertemente criticado en base al argumento de que una interpretación más completa del tipo de personalidad autoritaria
requiere una consideración exhaustiva del ambiente social, de las distintas situaciones y de los diversos grupos que pueden influir
en la personalidad, ya que muchos factores de la personalidad pueden ser efecto, en realidad, de condiciones sociales específicas.
En otras palabras, los rasgos de la personalidad autoritaria se relacionan también con determinadas concepciones del mundo
predominantes en ciertas culturas o subculturas, interiorizadas por el individuo a través del proceso de socialización y que
corresponden a las condiciones de vida de dicho ambiente.

En la línea sociológica se encuentran los interesantes estudios de Seymour M. Lipset, centrados en el peligroso autoritarismo de las
masas. Hasta ese momento se había asociado el autoritarismo a las clases altas y medias. Conviene recordar en este sentido el
análisis de Erich Fromm en su obra de 1941, El miedo a la libertad, para explicar el nazismo a través del cual se observa la relación
sadomasoquista que se produce entre el líder y las masas. Éstas reconocen en el líder esa parte de sí —el componente autoritario—
(producto de la frustración, el resentimiento, la marginación, las estructuras familiares, etc.) que aspiran a ser, por lo que son
cooptadas fácilmente por el nazismo o por los fascismos en general. Para completar y concluir con nuestro análisis, nos
detendremos en la tipología del autoritarismo establecida por Juan Linz, quien distingue cinco formas principales y dos secundarias.

1. En primer lugar están los regímenes autoritarios burocrático-militares, caracterizados por el gobierno de una coalición de
oficiales y burócratas y por un débil nivel de participación política. Suele apoyarse en un partido único aunque puede haber
un cierto pluralismo partidista controlado. Según este autor, es uno de los autoritarismos más difundidos en el S.XX sobre
todo en América latina.

2. En segundo lugar, los regímenes autoritarios que representan diversos intereses y categorías económicas de carácter
corporativo. Un ejemplo típico es el régimen de Salazar en Portugal y su Estado Novo.

3. El tercer tipo es el de movilización en países pos-democráticos que se distingue por un grado alto de movilización política
basado en un partido único y un grado bajo de pluralismo político consentido. Dentro de este tipo están la mayoría de los
regímenes fascistas.

4. En cuarto lugar, los de movilización pos-independencia resultado de la lucha anticolonial, especialmente difundidos en
África.

5. La quinta forma de regímenes autoritarios corresponde a los postotalitarios, tal el caso de la URSS luego del proceso de
desestalinización.

Luego Linz añade los secundarios: el caso del totalitarismo imperfecto, que sería una fase transitoria de un sistema político detenido
y que tiende a transformarse en algún tipo de régimen autoritario, y el régimen de la llamada democracia racial en la que un grupo
racial que se gobierna con un sistema democratico ejerce, sin embargo, un dominio autoritario sobre otro grupo racial que —dentro
del propio país— representa la mayoría de la población.

COMPARACIÓN CON EL TÉRMINO DICTADURA.

Al igual que autoritarismo, la palabra dictadura nos remite al mundo romano, más precisamente a su historia institucional, a la
República romana que había previsto constitucionalmente la necesidad de este régimen en casos excepcionales, graves, de crisis y
por lo tanto de carácter temporal. El fin para el que los propios mecanismos constitucionales nombraban el dictador otorgándole la
summa potestas (el dictador no tomaba o usurpaba el poder) estaba claramente delimitado y debía atenerse a él. Su uso en la
contemporaneidad ha cambiado profundamente de significado. Solo conserva con el pasado la idea de la concentración y el carácter
absoluto del poder. (Cabe aclarar que hay autores que encuentran a la tiranía griega los rasgos de la dictadura contemporánea, de
violencia y usurpación así como el carácter absoluto del poder). En general designa hoy —a semejanza del autoritarismo— a todos
los regímenes antidemocráticos y no democráticos, pero Stoppino especifica que la connotación de autoritarismo es más amplia que
el sentido de dictadura.

El término autoritarismo, servía para calificar tanto a las monarquías como los despotismos hereditarios tradicionales; luego
—como vimos— se restringe un poco al referirse solo a los regímenes políticos modernos de entreguerras mientras que el de
dictadura se amplía. Autoritarismo se reserva para regímenes no democráticos relativamente “más moderados” que los totalitarios.
Por su parte, la dictadura moderna presenta como rasgos novedosos que: no se enmarca dentro de las reglas constitucionales, se
instaura de facto y trastorna el orden político preexistente, su poder no ofrece límites jurídicos ni temporales (aunque algunas
dictaduras se presentan como temporales). En la dictadura moderna, por lo general, el poder se concentra en un órgano que puede
ser el Poder Ejecutivo cuya esfera se extiende hasta la suspensión de las libertades. El establecimiento del estado de sitio y de la ley
marcial son expresiones de dicha extralimitación. Es tal el cambio de naturaleza producido entre el Mundo antiguo (romano) y el
Moderno que Stoppino se interroga en qué momento se produjo esa inflexión sustancial. Encuentra la respuesta en la Revolución
Francesa, durante el periodo del Terror, hacia 1793, momento denominado de dictadura revolucionaria en la que descubre los rasgos
citados de inconstitucionalidad y ausencia de límites temporales excepto el advenimiento de la paz. Giovanni Sartori, por el
contrario, asevera que no existe ninguna continuidad en el S.XX con el precedente de la Revolución Francesa. Igualmente la
historiadora francesa Florence Gauthier, especialista en la temática revolucionaria, rechaza el término dictadura para el periodo
citado, dado que si bien hubo una suspensión de la Constitución de 1793, si fue aplicada en la práctica.
A partir de ese proceso histórico más su experiencia cercada de la Revolución de 1848 en Francia, Marx (quien según Sartori no
menciona casi la palabra dictadura en sus escritos) llega a través de su concepción de la lucha de clases al concepto de dictadura de
una clase y dictadura del proletariado. Pero es razonable pensar, por lo menos en un analisis teorico, que tanto la idea de dictadura
romana como la revolucionaria francesa y la de Marx poseen límites:

1. la primera en defensa de la Constitución hasta que la crisis se supere;


2. la segunda, hasta que se instaure una República social y más justa;
3. la tercera, hasta la concreción de la utopía de la igualdad y de una sociedad sin clases.

Es decir, Stoppino señala que todas tienen un valor positivo o apreciativo en palabras de Sartori, cambio la dictadura moderna es
totalmente negativa porque se lleva a cabo sólo en aras del poder y en contra de la democracia representativa. El autor de
Elementos de teoría política discrepa también con Stoppino en este sentido, pues en su análisis histórico del término precisa que
recién en el S.XX la palabra dictadura adquiere un sentido peyorativo. Durante el S.XIX casi no se empleaba, y para referirse al poder
personal se prefiere el término de bonapartismo.

Más bien para Sartori, el término dictadura sufrió un largo eclipse hasta la Primera posguerra, en que surge con su sentido actual.
En el mundo específicamente moderno, se prefiere el de tiranía para aludir a los males de los regímenes monárquicos. Cuando éstos
declinan y empieza a configurarse el proceso de liberalismo y democratización, recién, ante la necesidad de nombrar a los casos de
desviación de las Repúblicas occidentales, surgió el de dictaduras. Hasta ahora, dice Stoppino, no se encontró un término más
adecuado para designar en su conjunto a los regímenes no democráticos modernos. Sartori, más preocupado por la reflexión teórica
que por el uso social del lenguaje, hace notar las dificultades del investigador para encarar un estudio sobre el tema, ya que no
existe una teoría de la dictadura: los romanos no dejaron una reflexión al respecto; luego vino su larga ausencia dentro de la escena
política; por fin, su carácter derogatorio y despectivo que llevó a que ni las propias dictaduras del S.XX quisieran denominarse de ese
modo. De aquí su confusión frecuente con los términos de totalitarismo, tiranía, despotismo o la designación abusiva con el nombre
de dictador a personajes absolutamente diferentes y de épocas distintas. Peor aún en el momento actual en que “las dictaduras han
proliferado hasta convertirse no solo en endémicas sino en epidémicas.” Hay pues, para este autor, una urgencia en esclarecer su
concepto e identificarlo y un camino es el de la comparación con términos cercanos. Stoppino, más abocado al uso social y práctico
del término, entiende que todos aquellos que conozcan las características de las dictaduras sabrán que se trata de una serie de
proposiciones que se refieren a regímenes no democráticos modernos. Estas características son tres:

1. la concentración y la ilimitabilidad del poder;


2. las condiciones políticas del contexto caracterizadas por la aparición de las masas y la soberanía popular (grandes estratos
de la población);
3. la precariedad de las reglas de sucesión al poder.

COMPARACIÓN CON LOS TÉRMINOS DESPOTISMOS Y TIRANÍA.

Resulta singular que ni el diccionario de Bobbio ni el de Torcuato Di Tella aborden la entrada tiranía, sino que remiten ambos a
dictadura y despotismo respectivamente. Respecto de despotismo, la palabra proviene del griego despotes (amo, patrón) y significa
en sentido específico aquella forma de gobierno en la cual quien detenta el poder tiene respecto de sus súbditos el mismo tipo de
relación que el patrón con sus esclavos. Nace así entre los griegos y en la reflexión filosófica griega con un sentido de despreciable
frente a un concepto de polis (ciudad-estado), en la que la relación era de gobernantes con ciudadanos en un nivel de horizontalidad
política. Surge también en comparación con los regímenes orientales (el imperio persa) donde el poder se ejercía en forma absoluta,
sin existencia de leyes consuetudinarias que frenaran el poder a través de la costumbre como supuestamente se daba en las
monarquías occidentales; es decir que el poder despótico es ilimitado frente a los bienes y vidas de sus súbditos. A esto apuntaba
Montesquieu en El espíritu de las leyes cuando le da autonomía al término para designar un tipo de régimen y no solo como un
calificativo de determinados regímenes monárquicos. Según el meduloso análisis del pensador francés, la naturaleza del despotismo
consiste en que “uno solo, sin leyes ni frenos arrastra a todo y a todos detrás de su voluntad y sus caprichos”. El gobierno despótico
se rige por el miedo y existe una relación servil entre gobernantes y gobernados.

Los pueblos que se someten a un régimen despótico viven en un estado de esclavitud politica, peor aun, de completa esclavitud civil.
En sentido genérico, en el lenguaje político moderno el término es usado políticamente para indicar cualquier forma de gobierno
absoluto, y a menudo es sinónimo de tiranía, dictadura, autocracia, absolutismo. Se puede observar que es un término mucho más
fuerte que el de autoritarismo; despotismo implica un poder más radical y en este sentido se acerca más al de dictadura, sobre todo
por el uso arbitrario del poder, sin límites ni leyes naturales, consuetudinarias y mucho menos positivas. En un poder absoluto que
depende solo de la voluntad del déspota. Si se compara con el término tiranía, Stoppino encuentra una diferencia sustancial:
mientras que en el caso de la tiranía el gobernante, por su naturaleza personal, desprecia las leyes establecidas y gobierno según su
capricho, en el despotismo es el pueblo el que, incapaz de gobernarse a sí mismo, acepta ser esclavizado.
Este asentamiento o servilismos depende además de otras circunstancias como las de lugar (geográficas y climáticas, según
Montesquieu). El dictador, por su parte, se impone en circunstancias especiales de tiempo, por ejemplo, una guerra que le permite
suspender (aunque sea temporalmente) las garantías constitucionales, imponer un poder por encima o fuera de las leyes, de
carácter excepcional. Si se realiza una mirada retrospectiva a la evolución histórica, mientras que la tiranía y la dictadura han tenido
sus límites temporales, una establecida, la otra por su propia descomposición, el despotismo —por los menos en la experiencia
oriental— ha tendido a perdurar en el tiempo. Pero no ha obedecido, como indicaba Montesquieu, a la naturaleza de los pueblos ni al
clima sino a una cuestión de necesidades burocrático-técnicas, dado su implantación en grandes territorios o, según nuestra propia
interpretación, a una problemática de cultura política que no necesariamente debía seguir las pautas y principios europeos.
Por otra parte, la filosofía política occidental desde el S.XVIII apeló al uso de la palabra despotismo con un sentido polémico para
atacar la monarquía absoluta del Antiguo Régimen. Es decir que a partir de la Ilustración el término fue empleado con ese sentido,
incluido el S.XIX, como poder arbitrario, donde el déspota se erige en amo de los bienes y con derecho a privar a los ciudadanos de
sus libertades.

Por último, se insiste en este artículo sobre la peligrosidad de la pendiente en la que se encuentran siempre los autoritarismos,
pendiente y transición que pueden conducir tanto hacia la democracia como hacia el totalitarismo u otros sistemas semejantes como
los que acabamos de ver. Parafraseando a Rouquié, la tentación autoritaria amenaza siempre a los regímenes democráticos
poniendo al descubierto su fragilidad. Ni el desarrollo económico, ni la existencia formal de este sistema nos aseguran un futuro
democratico autentico. Solo una cultura política democrática puede fortalecernos y precavernos de esas sombras oscuras que nos
acechan.

2.- TOTALITARISMO.

EL TOTALITARISMO, USOS Y ABUSOS DE UN CONCEPTO.

La idea de totalitarismo ha conocido, a lo largo del siglo XX, un curso sinuoso en el cual se han alternado épocas distintas. En
algunas, este concepto dominó el debate político y cultural, en otras conoció un eclipse prolongado. A pesar de estas oscilaciones
continuas, su ingreso en nuestro vocabulario político es ahora irreversible. Hemos asistido, durante los últimos años, a un
renacimiento espectacular de este concepto, sobre todo después de 1989, el año de la caída del Muro de Berlín, seguida a poca
distancia del fracaso de la Unión Soviética.

Dos elementos esenciales se encuentran en el origen de este resurgimiento, ambos vinculados a la conciencia histórica de Occidente.

1. El primer elemento es la memoria del genocidio de los judíos que, después de haber sido por décadas ocultada y
reprimida, es ahora puesta en el centro de nuestras representaciones de la historia del siglo XX, convertiéndose en objeto
de una verdadera «política de la memoria», hecha de conmemoraciones públicas, museos, literatura, filmografía. El
recuerdo de la Shoah fue sacralizado hasta transformarse, según las palabras del historiador Peter Novick, en una especie
de «religión civil» del mundo occidental, con sus lugares de memoria (los campos), sus iconos (los sobrevivientes erigidos
en «santos secularizados») y sus dogmas (el «deber de memoria»). Tocando a su fin, el siglo XX se transformó así en el
siglo de Auschwitz, con el efecto de focalizar la mirada sobre las violencias del pasado y sus víctimas (olvidando los
héroes celebrados en las épocas anteriores, cuando no se hablaba de genocidio).

2. El segundo elemento es el fin del comunismo como fenómeno histórico —como régimen político— cuya parábola atraviesa
el conjunto del siglo XX. Como ha indicado Eric J. Hobsbawm, el fin de la URSS cierra este «siglo corto» y coloca la
experiencia de «socialismo real» en el pasado. Cierto, una época muy cercana a la nuestra, pero que ya se puede historizar,
es decir, mirar como una época históricamente acabada, pensar desde una perspectiva histórica.

Típica de este contexto es la tendencia a focalizar la atención en la historia del comunismo bajo su dimensión criminal (las
deportaciones, el gulag, las ejecuciones de masa), ocultando por completo su dimensión emancipadora. El comunismo ya no es visto
como un prisma con muchas caras —un comunismo-revolución y un comunismo-«Termidoro», un comunismo libertador y un
comunismo opresor, un comunismo-movimiento y un comunismo-régimen, un comunismo de la resistencia y de los movimientos de
liberación nacional y un comunismo de los aparatos represivos, de los campos de concentración (caras muchas veces
entremezcladas, pero distintas)— sino solamente como el producto criminal de una ideología mortífera.

En resumen, el comunismo es reducido al stalinismo que aparece como su «verdadero» rostro. En este contexto, el concepto de
totalitarismo parece particularmente adecuado para recoger el sentido profundo de un siglo dominado por la violencia, por el
exterminio de masas y el genocidio, del cual Auschwitz y el gulag han devenido el símbolo. Esa es, en última instancia, su
justificación. Ahí se encuentra la raíz de su éxito y de su difusión, pero también eso explica el uso demasiado ideológico y
conformista que se hace de esta noción: el totalitarismo está estigmatizado como antítesis del liberalismo, la ideología y el sistema
político actualmente dominante.
Su condena equivale a una apología de la visión liberal del mundo. Al final de una era de tiranía, encarnada por las figuras siniestras
de Hitler y Stalin, el mundo ha logrado su equilibrio y la historia retoma su camino por las vías seguras del liberalismo.
El totalitarismo ha sido vencido por el mejor de los mundos, el Occidente liberal. Esta es la tesis subyacente de muchas
interpretaciones florecidas en esta última década, desde The End of History del filósofo del Departamento de Estado
norteamericano Francis FUKUYAMA (1989) hasta Le passé d’une illusion de François FURET (1995) y Le livre noir du communisme,
dirigido por Stéphane COURTOIS (1997). Más recientemente, después del atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York, el totalitarismo reaparece como una nueva amenaza para Occidente, encarnada esta vez por el islamismo político.
La guerra entre el «mundo libre» y el totalitarismo toma la forma del «clash de civilizaciones» analizado por Samuel Huntington.

Este uso conformista y desenvuelto del concepto de totalitarismo ha sido también una consecuencia de su historia. Pocos vocablos
de la cultura política moderna son tan maleables, polimorfos, elásticos y en el fondo ambiguos. «Totalitarismo» es una palabra que
pertenece a todas las corrientes del pensamiento político contemporáneo, del fascismo al antifascismo, del marxismo al liberalismo,
del anarquismo al pensamiento conservador. Nacido en la década de los veinte como adjetivo —«totalitario»—, forjado por los
antifascistas italianos (Giovanni Amendola, Lelio Basso, Luigi Sturzo) en el intento de aprehender la novedad de la dictadura de
Mussolini, el término fue más tarde sustantivado por el fascismo.

En 1932, en un ensayo muy célebre de la Enciclopedia italiana, Mussolini y Gentile reivindicaban abiertamente la naturaleza
«totalitaria» del régimen fascista. La caracterización del fascismo como «totalitarismo» devendrá posteriormente un lugar común de
la propaganda del régimen. Al nazismo, por su lado, no le gustaba este concepto (a diferencia de los intelectuales vinculados a la
«revolución conservadora» como Ernst Jünger y Carl Schmitt que, durante la República de Weimar, prefiguraban el advenimiento de
un «Estado total» bajo el modelo italiano). A la definición del nazismo como Estado «totalitario», Hitler y Goebbels preferían la de
Estado «racial» (völkische Staat), pero las divergencias ideológicas entre los dos regímenes disminuyeron notablemente a partir de
1938, gracias a la promulgación de las leyes raciales y antisemitas en Italia. Durante los años treinta, el concepto de totalitarismo se
difunde ampliamente en el seno de la cultura política del exilio antifascista, italiano o alemán, y comienza a ser usado para denunciar
los rasgos comunes (autoritarios, antiliberales y antidemocráticos) del fascismo europeo y del comunismo ruso. Esta es la
orientación de los intelectuales católicos como Luigi Sturzo y Jacques Maritain, protestantes como Paul Tillich, liberales como
Raymond Aron y Elie Halévy, pero también marxistas como Daniel Guérin, Víctor Serge y Leon Trotsky. En 1939, el pacto
germano-soviético parece legitimar plenamente el uso de este neologismo, que hacía en ese momento su ingreso en la ciencia
política del mundo anglosajón.

De manera general, la historia de la idea de totalitarismo puede ser dividida en dos grandes fases: la primera va de los años veinte a
fines de la Segunda Guerra Mundial; la segunda corresponde a la guerra fría, de 1947 a la caída de la URSS. Durante la primera
fase, si prescindimos de su interpretación fascista, este término desempeña esencialmente un papel crítico frente a los sistemas
políticos dominantes en Italia, Alemania y la Unión soviética. En la segunda fase, que se inicia con la guerra fría, esta noción cumple,
sobre todo, una función apologética del orden occidental. En otros términos, «totalitarismo» se convierte en sinónimo de comunismo
y es usado como slogan en defensa del «mundo libre». En nombre de la lucha contra el totalitarismo, en la cual Alemania Federal
ocupa ahora una posición de vanguardia, se pone un velo de olvido y se guarda silencio sobre los crímenes nazis. Comienza un largo
proceso de represión de la memoria de Auschwitz.

La visión monolítica del totalitarismo como sistema de opresión transforma de repente toda la población alemana en una masa de
víctimas, evacuando el problema de su actitud frente al régimen nazi y a sus crímenes (una actitud variable entre la complicidad y la
participación de varias de sus capas, hasta la oposición de una pequeña minoría, pasando por la aceptación pasiva de la gran
mayoría). El concepto de totalitarismo cierra demasiado rápido el debate sobre la «culpabilidad alemana» (deutsche Schuldfrage)
abierto por Karl Jaspers en 1945. Estas consideraciones valen también para fuera de Alemania. En nombre de la lucha contra el
totalitarismo, en aquella época, la política exterior de los Estados Unidos es legitimada en Asia (la guerra de Corea, el apoyo a la
represión anticomunista en Indonesia, y luego la guerra de Vietnam) y en América Latina (con la preparación de golpes o el apoyo
abierto a las dictaduras militares, autoritarias pero «antitotalitarias», es decir anticomunistas). Durante aquellos años, sólo unos
pocos «heréticos», en el seno de la cultura política de izquierda, se obstinaron en utilizar una noción crítica de totalitarismo (Herbert
Marcuse en los Estados Unidos, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis en Francia).

«Totalitarismo» es, sobre todo, un término anglosajón poco usado en Europa, a excepción de Alemania, un país que ocupa una
posición geopolítica crucial durante la guerra fría. En otros países como Italia y Francia, en los cuales los partidos comunistas han
desempeñado un papel importante en la Resistencia, este concepto es de hecho censurado. Durante la revuelta juvenil y estudiantil
de los años sesenta, el mismo fenómeno se produce también en Alemania y en los Estados Unidos, donde el término, que aparece
demasiado contaminado por la propaganda de la guerra fría, será abandonado por las ciencias sociales que toman nuevas
orientaciones. (Escuchando a Marcuse utilizar ese término durante una conferencia en la Universidad Libre de Berlín, Rudi Dutschke
le reprochará escandalizado que estaba adoptando el lenguaje del «enemigo»).
Estas son las grandes etapas del debate. Pero ¿cuáles han sido sus contenidos? En el centro de la controversia queda una pregunta
de fondo respecto a la pertinencia del concepto mismo de totalitarismo. En el ámbito de la teoría y de la ciencia políticas,
preocupadas de definir las formas del poder y de elaborar una tipología de los regímenes políticos, pocos analistas osarían contestar
la emergencia, en el curso del siglo XX, de nuevos sistemas de dominación que no entran en las categorías tradicionales —dictadura,
tiranía, despotismo— elaboradas a partir del pensamiento clásico de Aristóteles a Weber. A estos regímenes no se adapta la
definición de «despotismo» —un poder absoluto y arbitrario, sin ley, fundado sobre el miedo— que propuso Montesquieu (L’esprit
des lois, II, IXX). El siglo XX ha visto el nacimiento de regímenes políticos basados, según la definición de Hannah Arendt, sobre una
fusión inédita de ideología y terror, los cuales aspiran a remodelar globalmente la sociedad a través de la violencia.

Inversamente, en el ámbito de la historiografía y de la sociología política, la idea del totalitarismo está lejos de tener una aprobación
unánime. Parece limitada, angosta, ambigua, por no decir inútil para quien busca aprehender, más allá de las afinidades superficiales
entre los sistemas políticos totalitarios, su naturaleza social, su origen, su génesis, su dinámica global y sus resultados últimos.
Las principales teorías del totalitarismo —en particular aquella sistematizada durante la década de los cincuenta por Carl Friedrich y
Zbigniew Brzezinski— subrayan una serie de analogías incontestables entre nazismo, fascismo y comunismo entendidos como
sistemas de poder:

A. la supresión de la democracia representativa y del Estado de derecho, a través de la eliminación de las libertades
individuales y la superación de la división de poderes, el establecimiento de la censura y la introducción de un monopolio
estatal de los medios de comunicación (con el objetivo de difundir una ideología de Estado);

B. un partido único dirigido por un jefe carismático;

C. un fuerte intervencionismo estatal, que tiende a traducirse en una planificación autoritaria y centralizada de la economía;

D. el monopolio estatal y la difusión endémica de la violencia como forma de gobierno, hasta la creación de un sistema
concentracionario. Los totalitarismos se dirigen no solamente a excluir, sino a eliminar los adversarios políticos y los
grupos o individuos considerados como cuerpos extraños a la comunidad (política, nacional, racial, etc.).

A pesar de que todas estas características sean fáciles de encontrar tanto en el fascismo como en el comunismo soviético, el régimen
que nace de la suma de todos esos elementos resulta un tanto estático, formal y superficial. En su forma ideal-típica se reduce a un
modelo abstracto. Sus ambiciones de control total sobre la sociedad y sobre los individuos corresponden más a la fantasía literaria
de George Orwell que al funcionamiento real de los sistemas fascistas o comunistas, como lo han evidenciado muchas
investigaciones de historia social.

Una mirada sobre el origen, la evolución y el contenido social de estos regímenes revela diferencias muy profundas. En primer lugar,
su duración: por un lado, un régimen, el nazi, que ha tenido una existencia de sólo doce años, de 1933 a 1945, conociendo una
radicalización acumulativa hasta su caída casi apocalíptica durante una guerra que él había buscado y provocado, y por el otro, la
Unión Soviética, un régimen que ha durado más de setenta años, que nació de una revolución y que se perpetuó, después de la
muerte de Stalin, durante una larga etapa postotalitaria. Un régimen, pudiéramos agregar, que se acabó no por causa de un fracaso
durante una guerra contra un enemigo exterior, sino por causa de una crisis interna, provocada por sus propias contradicciones.

Luego su ideología: de una parte, una visión del mundo racista, fundada sobre una síntesis híbrida de contra-ilustración
(Gegenaufklärung) y de culto a la técnica moderna, de mitología alemana y de nacionalismo biologizado; de otra, una versión
escolástica, dogmática y «clerical» del marxismo, proclamado y reivindicado como heredero de la «Ilustración». Y, además, su
formación: por una parte, un régimen que se construye, a partir de 1933, después de una alternancia política ciertamente no fácil,
pero legal y, por otra, un régimen que nace en 1917 de una revolución política. Finalmente, su contenido social: de un lado, un
régimen que incorpora las viejas élites dominantes, ya sean económicas (la gran industria, la finanza, la gran propiedad latifundistas,
militares o administrativas), y, de otro, un régimen surgido de una revolución que ha expropiado completamente las viejas clases
dominantes y que ha transformado radicalmente las bases socioeconómicas del país, estatizando y planificando la economía y
creando una nueva clase dirigente.

Nazismo y stalinismo difieren también por el tipo de violencia que producen. La violencia del comunismo soviético es esencialmente
interna a la sociedad que ella intenta someter, normalizar, disciplinar, pero también modernizar y transformar a través de medios
autoritarios, coercitivos y criminales. Las víctimas del stalinismo son casi todos ciudadanos soviéticos, y en su gran mayoría rusos.
Esta constatación es válida tanto para las víctimas de los procesos políticos del bienio 1936-1938 (militantes y funcionarios del
partido y del Estado, oficiales y jefes militares) como para las víctimas sociales (los kulaks deportados durante la colectivización
forzada del campo, los elementos juzgados como asociales, etc.). Los grupos nacionales golpeados por la represión (aquellos que
han sido llamados «pueblos castigados», acusados de colaborar con el enemigo durante la guerra) suelen ser minoría si se considera
la represión en su conjunto. La violencia del nazismo, por el contrario, es esencialmente dirigida hacia el exterior. Después de una
primera fase de «normalización» represiva de la sociedad alemana (Gleichschaltung), rápida pero intensa, la violencia nazi se
desencadena en el curso de la guerra, a partir de 1939, como una ola de terror ni ciega ni indiscriminada, sino rigurosamente
codificada y racionalizada.
Prácticamente inexistente dentro de una comunidad nacional racialmente delimitada y sumisa, esta violencia se vuelve extrema para
las categorías humanas y sociales excluidas del Volk alemán (judíos, gitanos, discapacitados, homosexuales), para extenderse en
seguida a los pueblos eslavos, a los prisioneros de guerra y a los deportados antifascistas (cuyo tratamiento responde a una
jerarquía precisa).

Raymond Aron ha analizado de una manera muy clara la diferencia existente entre comunismo y nazismo, subrayando los objetivos
últimos de cada uno de estos sistemas: en cuanto al primero, el campo de trabajo, o sea la violencia ligada a un proyecto de
transformación coercitiva y autoritaria de la sociedad; en cuanto al segundo, la cámara de gas, es decir el exterminio como finalidad
en sí misma, inscrita en una búsqueda de purificación racial. A estos objetivos distintos corresponden dos tipos diferentes de
racionalidad. El proyecto social del comunismo no estaba privado de su propia racionalidad, ya que su objetivo central era la
modernización de la economía y de la sociedad soviética, perseguida a través de una intensa industrialización y colectivización de la
agricultura. Sin embargo, los medios usados para lograr este proyecto no sólo eran autoritarios e inhumanos sino también
profundamente irracionales: el trabajo forzado, prácticamente esclavista; «la explotación militarfeudal» de los campesinos (según la
definición de Boukharin); la eliminación de una parte importante de las élites administrativa y militar, y, finalmente, la deportación en
masa de grupos y pueblos.

Los resultados fueron, en gran medida, catastróficos (derrumbamiento de la producción agrícola, hambruna, declinación
demográfica), llegando a veces a comprometer el objetivo mismo de la modernización. En el nazismo, por el contrario, la
contradicción era flagrante entre la racionalidad de los medios utilizados y la profunda irracionalidad del objetivo buscado: la
dominación de la «raza aria», el remodelaje de Europa sobre la base de una jerarquía de tipo racial. Los campos de exterminio nazis
son una ilustración de esta contradicción. Los medios de la producción industrial, las reglas de la administración burocrática, los
principios de la división del trabajo, los resultados de la ciencia (Zyklon B) eran utilizados con el objetivo de eliminar un pueblo
considerado como incompatible con el orden «ario» e indigno de vivir sobre este planeta. Durante la guerra, la política nazi de
exterminio de los judíos (y en menor medida de los gitanos) se reveló irracional incluso en el plano económico y militar, ya que fue
realizada movilizando recursos humanos y medios materiales sustraidos de hecho a la guerra y destruyendo una parte de la fuerza
de trabajo presente en los campos.

En la URSS, los deportados (zek) eran «usados», «consumidos» por millones para cortar bosques, extraer minerales, construir
ferrocarriles y líneas eléctricas, en ciertas ocasiones para crear verdaderos centros urbanos. Las víctimas del estalinismo eran la
consecuencia de procedimientos «bárbaros» y coercitivos —muchas veces formas de «exterminio a través del trabajo»— que habían
sido adoptados para modernizar (construyendo un socialismo de cuartel) e introducir la civilización industrial en un país retrasado.
En la Alemania nazi, por el contrario, los métodos más avanzados de la ciencia, de la técnica y de la industria eran usados para
destruir vidas humanas. La dialéctica del proceso es clara: por un lado, se mata para desarrollar la civilización (en un sentido
puramente material); por el otro, se utiliza la civilización para matar.

Esta diferencia entre el stalinismo y el nazismo es encarnada, tal como lo ha puesto en evidencia Sonia Combe, por dos figuras
emblemáticas: Serguiej Evstignev, el jefe de Ozerlag, un gulag siberiano en las orillas del lago Baikal, y Rudolf Hess, el más
conocido comandante de Auschwitz, del cual se pueden leer sus memorias (escritas antes de su ejecución). Entrevistado por Sonia
Combe al principio de los noventa, Evstignev se declaraba orgulloso de su obra. Su misión consistía en la «reeducación» de los
detenidos y, ante todo, en la construcción de una vía férrea, la «huella». Para lograr este objetivo, él disponía libremente de la fuerza
de trabajo de los detenidos, economizándolos o «consumiéndolos» de acuerdo a sus exigencias. Varios miles de zek murieron en
Ozerlag, trabajando en condiciones terribles en la realización de esta empresa.

La muerte era la consecuencia del clima y del trabajo forzado. En otros términos, la muerte era considerada como un rasgo «normal»
del funcionamiento de este campo de concentración, cuyo objetivo era la modernización de Siberia y cuyo «rendimiento» se medía en
kilómetros de rieles. Hess, por el contrario, era el comandante de Auschwitz-Birkenau, es decir un campo de exterminio industrial.
Ahí fueron eliminados en las cámaras de gas y luego incinerados en los hornos crematorios más de un millón de judíos deportados
de diferentes países de Europa. El criterio fundamental para calcular el «rendimiento» de ese campo era el número de muertos. En
Auschwitz el exterminio no era un subproducto sino una finalidad inmediata del dispositivo totalitario. En conclusión, los dos
sistemas —los campos de exterminio nazi y los gulag stalinistas— eran incontestablemente inhumanos, criminales y totalitarios, y
ambos deben ser igualmente condenados. Sería absurdo e indecente, desde un punto de vista ético, establecer una distinción entre
sus víctimas. Dicho eso, es necesario subrayar que la lógica de esos sistemas era profundamente diferente. Desde un punto de vista
epistemológico, esta diferencia no es marginal. Y es precisamente esta diferencia la que el concepto de totalitarismo ignora y oculta,
limitándose a tomar en consideración las analogías superficiales entre los dos sistemas.

Esto explica la gran desconfianza de la historia social frente a este concepto (tanto de los historiadores del nazismo como Martin
Broszat, Hans Mommsen, Detlev Peukert, Ulrich Herbert, como de los historiadores del comunismo como Moshe Lewin, Arch Getty,
Sheila Fitzpatrick, Nicolas Werth y muchos otros). Todos los analistas que han tratado de comprender el funcionamiento de una
sociedad más allá de la fachada de su régimen, de su apariencia exterior, han tenido que abandonar la categoría analítica del
totalitarismo.
Sin duda, la teoría del totalitarismo ha estimulado, en el seno de la historiografía del siglo XX, la comparación entre regímenes y
formas de violencia. La comparación puede ser fecunda a condición de que no sea usada coma llave de lectura exclusiva de un
acontecimiento o de una época. Es verdad que la tendencia dominante entre los teóricos del totalitarismo a interpretar nazismo y
comunismo como dos fenómenos paralelos e indisociables, permite comprender un aspecto importante del proceso histórico —la
pertenencia de esos regímenes a un mismo contexto europeo, su interacción y la relación «simbiótica» que une revolución y
contrarrevolución— pero, al mismo tiempo, olvida los otros aspectos del cuadro global. Para Ernst Nolte, el nazismo se explica sobre
todo como fenómeno «reactivo» frente al bolchevismo (y sus crímenes no serían más que una «copia» de aquellos perpetrados por
los bolcheviques en el curso de los años veinte). Para François Furet, esos dos regímenes fueron esencialmente reacciones paralelas
contra el Occidente liberal, opuestos aunque profundamente interdependientes.

El concepto de totalitarismo favorece una interpretación del nazismo y del estalinismo que los aplana sincrónicamente, impidiendo
comprender tanto sus raíces profundas en la historia rusa, alemana y europea, como su génesis y desarrollo desde la perspectiva de
la larga duración. Este acercamiento sincrónico ha tenido como consecuencia una reducción en el horizonte epistemológico de la
investigación. La violencia comunista ha sido de esta manera reconducida a su matriz ideológica, el leninismo, evacuando
completamente el problema de sus raíces en el seno de la sociedad rusa. En realidad, tal como lo han evidenciado diferentes
investigadores, la violencia del stalinismo era, ante todo, la consecuencia de un proyecto de modernización autoritaria y brutal que se
inscribía en la continuidad de la historia rusa. El cineasta Serguej Eisenstein había intuido eso cuando, al comienzo de la Segunda
Guerra Mundial, hizo una película sobre Iván el Terrible en la cual dejaba entrever, detrás del retrato del déspota zarista, el perfil del
dictador comunista. En la década de los cincuenta, el historiador Isaac Deutscher presentaba a su vez a Stalin como una síntesis de
comunismo militar y de absolutismo zarista. Más recientemente, Peter Holquist ha subrayado que la deportación de los kulaks,
durante la colectivización forzada del campo en 1930, tenía un antecedente histórico en la transferencia forzada de cerca de 700.000
campesinos en la segunda mitad del siglo XIX, puesta en marcha por el régimen zarista para facilitar la rusificación del Cáucaso en
la época de la reforma de Alejandro II.

Las mismas consideraciones valen también para la Alemania hitleriana. Reducir el nazismo a una reacción —a una forma de violencia
preventiva y defensiva— frente al bolchevismo ruso, significa olvidar sus premisas históricas, ya sean materiales o culturales, en el
imperialismo y el racismo europeos del siglo XIX. El antisemitismo alemán nació mucho antes que la revolución rusa de 1917; el
concepto de Lebensraum (espacio vital) había sido teorizado por el pangermanismo desde fines del siglo XIX y era simplemente la
variante alemana de una idea imperialista difundida en toda Europa. En otros términos, el concepto de Lebensraum era hijo de la
visión occidental del mundo extraeuropeo como un inmenso espacio colonizable. La idea de la «extinción» y de la exterminación de
«razas inferiores» atraviesa toda la cultura europea del siglo XIX , particularmente la francesa y la británica. Nacida del fracaso de
1918, del derrumbamiento del imperio de Guillermo II y del «castigo» del Tratado de Versalles, el nazismo había dirigido sus
aspiraciones coloniales hacia el Este europeo, en el mundo eslavo. Sin embargo la India colonial británica seguía siendo un modelo a
los ojos de Hitler y la guerra contra la URSS fue concebida y puesta en acto como una guerra colonial de conquista y de exterminio.
En lugar de buscar en el gulag, como lo hace Nolte, el «antecedente lógico y factual» del genocidio de los judíos, sería suficiente leer
la historia colonial alemana, actualmente olvidada, para darse cuenta de que el genocidio de los hebreos, puesto en acto en 1904
por las tropas alemanas en África del Sudoeste (la Namibia actual), fue una operación de exterminio planificada que prefiguraba
bajo muchos aspectos la «Solución final» de 1941-1945.

Además, es importante agregar que la focalización «totalitarista» sobre la relación entre nazismo y comunismo ha puesto entre
paréntesis otro nudo historiográfico fundamental: el de la relación entre el fascismo italiano y el nazismo alemán. En las versiones
más radicales, por ejemplo aquélla defendida por el historiador alemán Karl-Dietrich Bracher, la interpretación del totalitarismo no
admite la pertenencia de la Alemania hitleriana a una familia política, la del fascismo, de origen italiano y de dimensiones europeas.
Una tesis análoga, que pretende distinguir entre un totalitarismo «de derecha» (alemán) y uno «de izquierda» (italiano), negando su
parentesco y su raíz común fascista, ha sido propuesta en Italia por Renzo de Felice. Desde mi punto de vista, eso también es un
abuso del concepto de totalitarismo.

Me gustaría terminar acercando una última cuestión más filosófica y sociológica que historiográfica: la relación del totalitarismo con
la civilización occidental. Auschwitz aparece, por múltiples razones, como un laboratorio privilegiado para estudiar la violencia de la
modernidad. Su organización industrial de la muerte fusionó el antisemitismo y el racismo con la prisión, la industria y la
administración burocrático-racional. En ese sentido, el genocidio de los judíos constituye un paradígma de la modernidad, más que
la negación de ésta. Numerosos rasgos del proceso de civilización, de acuerdo a la definición que han dado de ello Emil Durkheim,
Max Weber, Siegmund Freud y Norbert Elias, constituyen las premisas históricas de los genocidios nazis. En efecto, la «Solución
final» implicaba el monopolio central de la violencia (un crimen de Estado), la racionalidad productiva y administrativa (el sistema de
campos), el autocontrol de las pulsiones (una violencia «fría», planificada) y la desresponsabilización ética de los agentes sociales
(«la banalidad del mal»). La Shoah revela de este modo una dialéctica negativa: la transformación del progreso técnico y material en
regresión humana y social. Siendo ésa una característica del totalitarismo moderno, éste último no debe ser visto como la negación
de la civilización occidental, sino como una de sus manifestaciones patológicas, como el desvelamiento de su lado obscuro e
inhumano.
Estas reflexiones críticas no tienen por objetivo rechazar el concepto de totalitarismo. Tratan más bien de poner en guardia contra
los malentendidos que esta noción ha suscitado frecuentemente y los abusos que han marcado su historia. No se trata para nada de
un concepto inútil, pero su pertinencia es limitada y su uso requiere ciertas precauciones. Ya he subrayado el carácter imprescindible
de esta noción para la teoría y la ciencia políticas. Creo que no podemos olvidarla, incluso desde el punto de vista del uso público de
la historia. El concepto de totalitarismo es necesario para conservar la memoria de un siglo que ha conocido Auschwitz y la Kolyma,
los campos de exterminio nazis y los gulags de Stalin.

El siglo XX ha contemplado la experiencia de un naufragio de lo político, si se entiende por político un espacio abierto al conflicto, al
pluralismo de ideas y a la acción ciudadana, a la alteridad y a la división del cuerpo social, en otros términos a eso que Hannah
Arendt definía como el «infra», la vida en común de los seres humanos. El totalitarismo ha buscado eliminar este espacio reduciendo
la humanidad a una comunidad orgánica, monolítica, cerrada; el totalitarismo ha absorbido a la sociedad civil en el Estado,
suprimiéndola y sofocándola (se trata en este sentido de la antítesis del comunismo concebido por Marx como la «extinción del
Estado» en el seno de una comunidad humana emancipada). El concepto de totalitarismo inscribe esta experiencia del siglo XX en
nuestra conciencia histórica y en nuestra memoria colectiva. Y por esta razón no podemos rechazarlo.

3.- DICTADURAS LATINOAMERICANAS.

INTRODUCCIÓN.

Durante los primeros años del decenio de los sesenta las fuerzas armadas intervinieron en Brasil, Perú, Argentina, Ecuador,
República Dominicana y Honduras para frenar la voluntad reformista o izquierdista de algunos dirigentes y partidos. Al comenzar los
setenta, cuando la tónica citada proseguía y aún faltaban por darse varios golpes de Estado en el continente –algunos de los cuales
permitieron la implantación de la Doctrina de Seguridad Nacional, como el de Chile de 1973– Lipset y Solari, citando a Horowitz,
afirmaban (1971: 203) que “el militar había sido el baluarte tradicional de las cruzadas anticomunistas sin el cual casi todas las
repúblicas latinoamericanas habrían estado políticamente más a la izquierda de lo que estaban por aquel entonces.
El papel contrarrevolucionario desempeñado por las fuerzas armadas intentaba impedir que en las naciones iberoamericanas
participara activamente la izquierda y, especialmente, el comunismo”.

Cabe recordar que las intervenciones de los militares en Iberoamérica no eran sólo una forma perversa de dominio de la sociedad, ni
meros brazos ejecutores de las elites sociales, como suele decirse, sino la respuesta a los deseos de los sectores medios
ascendentes que querían introducir reformas limitadas en la sociedad, siempre que estuvieran controladas y fueran de signo
conservador (Zirker, 1998: 67-86). Es cierto que las fuerzas armadas parecían un cuerpo separado de la sociedad que tenía sus
propias reglas, pero esta visión tan sesgada acabó imponiéndose como si fuera la única verdadera. La realidad es que los militares
en Iberoamérica sólo tenían autonomía relativa (Varas, 1988) con lo que tenía razón Imaz (1964) cuando decía años atrás que, a
veces, los grupos sociales intentaban aprovecharse del ejército para sus propios fines, precisamente porque éstos no solían
perseguir un fin gubernamental directo y permanente.

No obstante, los militares que defendían la Doctrina de Seguridad Nacional monopolizaban el poder hasta la extenuación porque
estaban marcados por una especie de “destino manifiesto” cuya participación en la vida pública parecía, según ellos mismos, más
necesaria para la patria que la de los demás grupos sociales, sobre todo en los momentos en los que la subversión interna era una
amenaza mayor para el país que el riesgo de agresiones exteriores. Al fin y al cabo los pueblos sin una historia –aparentemente
desarrollada aplicaban una idea de la democracia en la que el Estado de Derecho era residual o inexistente, pues quedaba
subordinado a la seguridad del país (González, 2007:153). En unos años en que América Latina carecía de organizaciones de presión
que pudieran encauzar correctamente los desvíos de la autoridad civil y que, al mismo tiempo, pudieran contrarrestar la voluntad
intervencionista de ciertos sectores de las fuerzas armadas, se impuso la tendencia golpista. Si en los Estados Unidos y en Europa
los técnicos militares participaban en la política como asesores y como grupo de presión, en Iberoamérica las fuerzas armadas
intervenían como grupo de mando porque tenían ciertas condiciones que las diferenciaban de otros grupos sociales, a saber: su
facultad de defender al Estado, de monopolizar la posesión y el empleo de las armas, además de cierto sentimiento de suficiencia
institucional. Los ejércitos, que tenían la facultad de hecho de poder derrocar al poder, participaban en política no sólo con facultad
de presionar, sino también con la de sustituir, si había desacuerdo con lo brindado por el gobernante de turno.

Esto necesitaba una forma distintiva de ejercer el poder. Y esto es lo que analiza este artículo: el tipo de Estado que surgió con los
regímenes de Seguridad Nacional y su fuerte carácter autocrático. Hace falta saber, en virtud de sus singulares características, si los
Estados de esta índole eran más afines al totalitarismo o al autoritarismo. Y es imprescindible averiguar, resuelto lo anterior, si
tenían características específicas que permitieran definirlos de una forma nueva. Eso es, humildemente, lo que intenta este estudio.
No se intenta aquí plantear qué aportaron los regímenes de Seguridad Nacional a la teoría de la ciencia política, ni bosquejar un
ejercicio al uso de política comparada, sino tan sólo examinar, pasados unos cuantos años desde el momento en que la Doctrina de
Seguridad Nacional desapareció del mapa de las Américas, si las sospechas de quienes creyeron que aquélla había creado un nuevo
tipo de Estado eran ciertas; y, de serlo, qué características tenía ese Estado hondamente despótico. En este artículo, intentando
definir la Doctrina de Seguridad Nacional, averiguando sus elementos esenciales y acercándose, casi por intuición, a las
especificidades de los regímenes de Seguridad Nacional, se sientan los prolegómenos para ahondar en las diferencias de
totalitarismo y autoritarismo e investigar los componentes del Estado burocrático autoritario.
DEFINICIÓN DE LA DOCTRINA DE SEGURIDAD NACIONAL.

Aproximación a la doctrina y notas esenciales. No es fácil definir la Doctrina de Seguridad Nacional dada su naturaleza. Si acaso,
como ocurre con otros conceptos confusos de la política, cabe acercarse a ella por descarte y por aproximación. En realidad su
estudio primero se debe a Joseph Comblin, un teólogo belga de la Universidad Católica de Lovaina que en una obra publicada en
1977 –y traducida al español en 1979 como La Doctrina de la Seguridad Nacional– sistematizó los elementos esenciales que la
caracterizaban y que son de sobra conocidos: obsesión por perseguir al enemigo comunista, que supuestamente se agazapaba en
todos lados; modificación de los atributos de las fuerzas armadas, dedicadas prioritariamente a garantizar el orden interno más que
la defensa nacional; aplicación de procedimientos que violaban de forma recurrente los derechos humanos; transformación del
pueblo en objeto histórico y no en sujeto; verticalismo organizativo y elitismo del sistema político; asunción de principios económicos
emanados de la conocida Escuela de Chicago de los EEUU y sumisión a los postulados que el gobierno de ese país entendía
esenciales para la seguridad nacional en los tiempos de la Guerra Fría; y, en fin, eliminación de cualquier clase de disidencia. Grosso
modo, estas características eran las propias de la Doctrina de Seguridad Nacional, cuya identificación continuó haciendo, tras los
esfuerzos primeros de Comblin, la Iglesia católica en el llamado Documento de Puebla de 1979. Gracias a esto se pudo afirmar que
la DSN era más una doctrina que una ideología bien definida.

Su paradigma teórico se construyó sobre la marcha, utilizando ideas entresacadas de discursos de los altos mandos militares que la
ponían en práctica en algunos países de América, salpicados de consignas morales y de enrevesados -a veces, malinterpretados-
conceptos del arte de la guerra, como la guerra absoluta de Von Clausewitz, la guerra total de Ludendorff, o la guerra generalizada
del Consejo de Jefes de Estado Mayor de los Estados Unidos (Rivas, 2009b: 52-62). Bebía de la doctrina contrainsurgente
emprendida por los mandos franceses en la guerra de Argelia tras lo aprendido en Indochina después de estudiar la teoría y la
práctica de la guerra revolucionaria; se nutría de la doctrina de la seguridad hemisférica estadounidense y de lo aplicado y aprendido
en la guerra de Vietnam; y, en suma, de cualquier aspecto pragmático que conviniera a sus intenciones.

Fuera lo que fuera, en realidad lo más importante de la Doctrina de la Seguridad Nacional no era su definición, sino su ejercicio, pues
para tal estaba ideada, como suele ocurrir con las doctrinas de naturaleza militar (López, 1985: 35 y ss). Por eso quizá convenga
simplemente tener en cuenta los aspectos más cercanos al tema que ocupa a este artículo, que es ver sus relaciones con el
autoritarismo y el totalitarismo y las especificidades autocráticas de esa doctrina.

Lo propio de la Doctrina de la Seguridad Nacional, despótica y autocrática, era la ausencia de límites. No tenía límites porque ni sus
doctrinarios ni los ciudadanos sabían cuándo se había encontrado un grado suficiente de seguridad. Este principio, que marca a esta
doctrina, no es algo exclusivo de ella, pues el deseo de seguridad, por sí mismo, tiende a ser ilimitado. La seguridad absoluta es
ambigua y su precio es —recuérdense las palabras de Kissinger— la inseguridad absoluta de los otros. En esta situación se hace
siempre necesario que la seguridad encuentre en otro principio -la política- sus límites y su justa medida. Pero la Seguridad Nacional
no disponía ni de voluntad ni de mecanismo alguno para controlar la tendencia a la seguridad absoluta.

En esta forma de pensar es notoria la influencia de Hobbes y, sobre todo, de una visión degradada de su pensamiento, pues ya en
1967 el general brasileño Golbery de Couto e Silva recordaba que en ese tiempo los peligros que corría el hombre eran incluso
mayores que los de tiempos de Hobbes. También creía que la incertidumbre del ciudadano dentro de cada nación y la inseguridad de
unos Estados frente a otros, junto a la visión omnipresente de la guerra, dominaban aquellos días y explicaban el ansia neurótica de
la humanidad.

El temor de que desapareciera la civilización cristiana y la democracia inspiraba a de Couto e Silva y, en principio, a buena parte de
los defensores de la Doctrina de Seguridad Nacional. Esto significaba que para garantizar la libertad y la seguridad de las gentes en
un mundo que parecía amenazado de muerte por la onda expansiva de la revolución y del comunismo, las sociedades y las
democracias debían organizarse como las fuerzas armadas, en donde los oficiales velan por el bienestar de la tropa.

Lo que se deduce de esto es que las fuerzas armadas debían actuar —y así lo hicieron— como un partido político, cuya misión era
organizar la sociedad. Este principio —quizá bien intencionado, pero peligroso— contradice la acción cotidiana de los regímenes de
Seguridad Nacional, porque para ellos el pueblo no era el sujeto de la historia de la nación, sino el objeto de la acción del Estado
cuyo fin era garantizar la grandeza del país y su supervivencia. No es de extrañar esta contradicción, pues en los partidarios de la
Doctrina de Seguridad Nacional era habitual. Se condenaba a veces a Hobbes pero se aceptaba su pensamiento; se atacaba al
liberalismo pero se aceptaba —formalmente, al menos, aunque en contadas ocasiones–- la democracia representativa; se defendía a
Occidente pero se criticaba al lucro. En realidad, las fuerzas que querían representar a la nación y al Estado y dirigirlo en supuesto
beneficio de todos no se identificaban con ningún sector de la sociedad civil. De ahí que la Doctrina de Seguridad Nacional fuera más
bien una doctrina de la seguridad del Estado. La seguridad afectaba a todos los aspectos de la vida social, pues en todas partes
había amenazas; y la Seguridad Nacional era una responsabilidad de todos los ciudadanos, que debían estar implicados en ella:
todos podían crear problemas de seguridad y todos podían contribuir a resolverlos, tal y como decían algunas leyes de algunos
países iberoamericanos o algunos altos mandos de sus ejércitos.
¿UN NUEVO LEVIATÁN?

El Estado de Seguridad Nacional consideraba una debilidad las discusiones propias de los regímenes democráticos acusados de
liberales. No concebía el papel de árbitro del Estado en las democracias y menos aún la división o el equilibrio de poderes. El temor
y la convicción de que había que frenar al comunismo por todos los medios llevaban a los seguidores de la Seguridad Nacional a
renegar de la democracia liberal, de cuya debilidad desconfiaban. Quizá incluso confiaron en la idea de Schmitt que advertía contra
el uso táctico de la legalidad y la legitimidad, que cada cual usaba tal y como le convenía, en las democracias parlamentarias.
“Ni la legalidad parlamentaria, ni la legitimidad plebiscitaria, ni ningún sistema concebible de justificación, pueden sobrevivir a
semejante degradación”, decía el alemán. Advertidos contra estos quebrantos, pese a que no pocos de los partidarios de la Doctrina
de Seguridad Nacional habían sido educados en cierto liberalismo democrático, pensaban que la democracia no tenía forma de
frenar al comunismo. Si Schmitt afirmaba que “la legalidad, la legitimidad y la Constitución, en vez de impedir la guerra civil, sólo
contribuyen a exacerbarla” , con claro convencimiento de que una constitución no podía impedir que las facciones enfrentadas o en
pugna se apoderaran de sus artículos, de sus palabras o de lo que les pareciera más útil de ella para derribar al partido contrario,
parece sensato creer que ideas de este tipo animaron a los partidarios de la Doctrina de Seguridad Nacional a soslayar el orden
constitucional.

No extraña entonces que la Doctrina de la Seguridad Nacional asignara al Estado una función muy clara: él era el agente de la
estrategia nacional, encargado de poner en ejecución el poder para lograr los objetivos nacionales. Éstos eran muy parecidos en casi
todos los países que tenían regímenes de Seguridad Nacional, lo que resultaba lógico habida cuenta de su misma base doctrinal.
Como afirmaba Osiris Guillermo eran siempre los mismos valores en todos lados y ellos proporcionaban los mismos objetivos.

Los objetivos nacionales eran generales, universales y cubrían todos los valores posibles de las sociedades humanas, tales como la
paz social o la justicia. Sin embargo, podían agruparse en tres grandes bloques. En primer lugar estaba el legado de valores morales
y espirituales de la civilización occidental, a saber: el humanismo, el cristianismo y la democracia. En segundo lugar, la idiosincrasia
nacional, definida en cada país —pese a su dificultad— por los defensores de la Doctrina de la Seguridad Nacional. En último lugar
estaban el territorio, la integridad nacional y la autodeterminación. O lo que es lo mismo, los contenidos de los objetivos nacionales
los formaban los valores morales que daban forma a Occidente, las peculiaridades de cada país y los elementos propios de la
soberanía del Estado. No extrañan estos principios, que casi cualquier régimen podría suscribir. Lo discutible era su contenido.

Si, además, el Estado era el único intérprete de la voluntad de la nación, su misión era mantenerse por encima de la contienda y
hacer callar los puntos de vista distintos cada vez que el bien común lo exigiera. Así que no podía tolerarse una oposición bien
organizada que no estuviera controlada por él; es más, si se estaba en guerra permanentemente, toda oposición estaba dirigida por
el enemigo o bien le hacía el juego. Si se permitía la crítica se le abría la puerta al comunismo así que el nuevo Estado debía integrar
en su estructura todos los mecanismos de defensa contra la subversión.

Esto, a priori, se asemejaba al autoritarismo marxista, cuya lógica y métodos no parecían muy distintos de los empleados por los
regímenes de Seguridad Nacional. El mismo Lenin había sustituido el concepto de pueblo por el de proletariado, más útil para sus
fines revolucionarios de dictadura del proletariado. La Doctrina de Seguridad Nacional también anuló el concepto de pueblo y
prescindió de él, pues no aparece en ninguno de los textos referidos a ella. Esta aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional
suponía, en realidad, una erosión clarísima y atroz de la democracia representativa y del pluralismo político en América. No era más
que una nueva versión de la vieja doctrina de la razón de Estado, opuesta al principio de la soberanía popular. Si para la democracia
el hombre es libre y el pueblo es soberano, en la Doctrina de Seguridad Nacional se trabucaban ambas ideas al elegir el principio
minoritario de legitimidad, de carácter autocrático, en vez del principio mayoritario de legitimidad, de carácter democrático.

Estas ideas representaban el proyecto político de los regímenes militares contemporáneos que habían tomado el poder en sus
países respectivos de Iberoamérica. No es de extrañar que si el Estado se definía por su misión fuera una voluntad y, por tanto, sus
órganos debían actuar en función de esa exigencia. A fin de cuentas, si el Estado tiene auctoritas y potestas, tiene derecho a ser
obedecido en todo. Los regímenes de Seguridad Nacional estaban obsesionados con combatir al marxismo y lo que se acaba de
decir líneas atrás aclara esta obsesión -que no carecía de lógica, por otro lado-. Al fin y al cabo, el marxismo elaboraba una teoría
del Estado que negaba su eternidad y preveía su extinción al final de los tiempos. Y si el Estado era tan importante para la Doctrina
de Seguridad Nacional, el marxismo era tan peligroso en la praxis como en su construcción teórica.

Quizá convenga detenerse un momento en estas cuestiones, e incluso plantear otras, tras estudiar estos aspectos de la Doctrina de
Seguridad Nacional. Porque, a priori, se diría, que hay ciertos vínculos entre ella y el pensamiento autocrático de la primera mitad del
siglo XX en Europa. El Estado que surgía de la Doctrina de Seguridad Nacional ¿era totalitario o era autoritario? ¿O era acaso una
forma nueva de gobernar a los hombres y a las naciones? Fuere lo que fuere, es conveniente intentar distinguir autoritarismo de
totalitarismo para aclarar las ideas, pues mientras todo sistema totalitario es también autocrático, lo contrario no es cierto.
TOTALITARISMO Y AUTORITARISMO: EL PODER Y LA FUERZA. Dos caras del control absoluto.

El único rasgo necesario del ejercicio autocrático del poder es el atropello de la libertad individual. El principio jurídico que subyacía
en la organización y en el funcionamiento de los regímenes autocráticos era el interés de la colectividad, interpretado por el más
capaz de forma autoritaria, y que prevalecía siempre sobre el interés de los particulares. De esta manera se eliminaban las trabas al
gobierno de los dirigentes y se intentaba que su acción fuera lo más eficaz posible, y para eso se necesitaba concentrar todo el poder
en ellos eliminando el control de la constitucionalidad de las leyes y, por supuesto, limitando las libertades públicas y las de
oposición (Biscaretti di Ruffia, 1963: 3). La existencia de un único partido que intenta monopolizar por completo la vida de los
hombres es fundamental para considerar totalitario a un régimen. El partido es el cauce único para que los ciudadanos participen en
lo político y no se permite siquiera una leve oposición velada —que sí se tolera en los regímenes autoritarios-paternalistas—-.

Edgar Morin afirmaba con sencillez y claridad que “la diferencia primera y fundamental entre un estado totalitario y una monarquía
absoluta, una tiranía personal, una dictadura militar, incluso un Estado hiperpolicial, es que en el corazón del Estado totalitario hay
un Partido y sólo uno. Este partido es detentador absoluto y monopolista no sólo del Estado, del ejercicio del gobierno y de la
actividad política, sino de la Verdad del Pueblo, de la Nación, de la Historia incluso. Lo cual le otorga el derecho legítimo de disolver
una asamblea elegida, suprimir a cualquier otro partido, controlar toda información”.

Junto a esto debe haber una ideología oficial, el monopolio gubernamental de las armas y de los medios de comunicación, un
sistema policíaco de terror y una economía dirigida de manera centralizada. Sus ejemplos históricos clásicos son el
nacionalsocialismo alemán y el estalinismo soviético y no el fascismo italiano, aunque suela atribuírsele la autoría de la invención del
vocablo “totalitarismo” en 1925 —sin ser cierto, todo sea dicho—. Pero este último en realidad no era totalitario salvo en su retórica,
vana y llena de proclamas y loas al Estado total. El totalitarismo piensa que las masas son incapaces, especialmente si se las
comparaba con el jefe, portador de excepcionales cualidades que le hacen apto para regir el destino de todos. La separación de
gobernados y gobernantes es manifiesta y es así por la esencia del sistema. El individuo es un medio y sus derechos no son un
problema ni un fin del Estado, sino que el individuo sirve para cumplir los fines del Estado sin discusión posible. El individuo no tiene
derechos anteriores al Estado y en el nacionalsocialismo, por ejemplo, el individuo se subordina a la comunidad biológica de seres
afines por raza y sangre. El individuo es sólo un miembro de la comunidad racial o nacional y las libertades individuales son
concesiones políticas.

Hannah Arendt, quizá la mejor estudiosa del totalitarismo del siglo XX, ya insistió hace cincuenta años en que los gobiernos
tiránicos buscan lograr el aislamiento del hombre -del animal laborans- para dominarlo por completo. El totalitarismo, cuando ha
alcanzado el poder, impone la uniformidad total entre los hombres y reduce la singularidad a la mínima expresión, al hecho de
pertenecer a la especie humana.

El totalitarismo reduce la diversidad del hombre a un modelo único. Desprecia la ambivalencia del mundo y suprime la diferencia,
aquello que distingue a los individuos entre sí. Esta abominación limita la vida, que se desarrolla mediante la acción política, pues la
vida verdadera es la del ciudadano, y ¿en dónde hay ciudadano en un sistema totalitario? “Una vida sin acción ni discurso —decía
Arendt–- está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana porque ya no la viven los hombres”.
El totalitarismo refuerza el cambio perpetuo, el movimiento y, por tanto, la inseguridad. Es mucho más que una tiranía, porque no
sólo destruye el espacio público, sino que acaba con lo privado aniquilándolo por completo. Es la creencia de que alguna institución
o grupo organizado dispone de un acceso especial a la verdad. Se estructura en círculos concéntricos y el líder esparce su poder
mediante la propaganda hasta lograr la desaparición del individuo. Los nazis decían, y así lo recoge Arendt, que “el único hombre
que en Alemania es todavía una persona particular es alguien que está dormido”.

Para el totalitarismo, en su obsesión por transformar el alma humana, todo es posible. Su atroz voluntarismo -cuyo origen histórico y
teórico fue el racionalismo, el cual hizo de la teoría política una especie de teología secularizada en donde la ley representaba el
mismo papel que las leyes naturales- aspira al dominio absoluto del hombre y a la eliminación de las diferencias reduciendo a los
seres humanos a una única identidad. Por eso el voluntarismo, que degrada la ley a la condición de la irracionalidad, se convierte en
la versión moderna del derecho del más fuerte, en donde los seres humanos son superfluos si disienten. Es decir, se convierte en la
ideología de la política del poder, reduce el racionalismo a cuestiones sólo técnicas, propicia la sujeción de los fines a los medios y
desemboca en la disolución política y en el nihilismo jurídico. No es sino una forma de irracionalismo que aparece a consecuencia del
desencanto de la razón.

El ejemplo máximo de la barbarie es el terror de los campos de concentración, que es la esencia del dominio totalitario, e impone el
más completo de los olvidos porque los que consiguen sobrevivir en ellos están aislados del mundo de los vivos. Por todo esto
existe en el totalitarismo un mal radical “incomprensible y anteriormente desconocido por la humanidad, cuyo objetivo es [...]
cambiar la naturaleza humana, negando para ello toda espontaneidad y toda libertad”. Su modernidad es además la de la
tecnología, que permite una extensión y una penetración totalitaria del poder. Esto se hace porque se llega al fin de la Historia y a
una nueva Historia. Y si el momento final se caracteriza por la desaparición de las guerras y de los enfrentamientos entre los
hombres, sólo se puede conseguir mediante la aceleración del enfrentamiento y de una guerra absoluta. “Para salir de la fase de los
antagonismos y de las oposiciones —dice Benoist— al comienzo se las tiene que exacerbar.
Tal es el tema de la “lucha final” [...], efectuada por una minoría decidida y agrupada en un partido único que, haciendo desaparecer
la contradicción principal, pretende conducir la historia hasta su final. Los regímenes totalitarios son regímenes que quieren poner
término a la existencia histórica mediante una aceleración radical de la historia”.

Dios(es) en la Tierra (o la violencia contra el espíritu).

Posiblemente es cierto que la historia es el lugar de los cambios colectivos pero en la Historia los totalitarismos intentaron crear al
nuevo hombre, como si se tratase de una dimensión sobrenatural, en la naturaleza, usurpando la competencia de las religiones.
Dice Scantimburgo que los totalitarismos fueron un supremo desafío a Dios hecho sobre la faz de la Tierra. El totalitarismo entiende
la política como ciencia y como sustituto de la fe, y ésta siempre posee la verdad última de todos los asuntos humanos. No aspira a
poseer los cuerpos, como las tiranías, sino también las almas. Por eso intenta unificar toda la realidad social sin tolerar siquiera la
disidencia interior. En verdad todo totalitarismo tiene un alma maquiavélica y nihilista, porque no está anclado siquiera sobre
principios morales y jurídicos, por perversos que sean, sino sobre un tejido de pasiones y de fuerzas militares que encierran una fe
inconmensurable en la moralidad de la fuerza y un desprecio absoluto de la moral para regir con ella los pueblos. El maquiavelismo
absoluto hizo de la política el arte de buscar la infelicidad de los hombres, es cierto, pero no deseó la transformación radical de su
naturaleza. No parece que la Doctrina de la Seguridad Nacional fuera tan lejos. Es más, si la Doctrina de Seguridad Nacional tenía
tintes hobbessianos, intentaba limitar los desmanes de esa naturaleza, no cambiarla.

En realidad los regímenes totalitarios aplastaban a todas las instituciones autónomas porque tendían a adueñarse del alma humana,
mientras que los autoritarios, pese a su despotismo, toleraban instituciones que otorgaban cierta protección al individuo frente al
Estado. El totalitarismo supone que toda la sociedad está encarcelada dentro del Estado y penetra en la vida extrapolítica del
hombre en una forma de invasión absoluta y definitiva de la intimidad humana. Esto distingue al totalitarismo del autoritarismo.
Es una línea cualitativa. En palabras de Sartori (1988: 247), el Leviatán de Hobbes es un monstruo infantil si lo comparamos con el
de Orwell. El totalitarismo es la última fase del despotismo, el despotismo ilimitado, basado en el miedo total, y afronta con
sanciones bárbaras lo que no consigue mediante el adoctrinamiento ideológico. Es sobre todo una tendencia, más que una forma
definida de Estado. Se caracteriza por la mentira total y por las propiedades superadas y fortalecidas de los regímenes opresores.
En los tiempos de los regímenes de Seguridad Nacional, se pensaba –en los sectores de los Estados Unidos más o menos proclives a
justificarlos– que las dictaduras marxistas eran totalitarias, mientras que las dictaduras antimarxistas eran autoritarias y, por tanto,
menos perniciosas. De hecho fueron los partidarios de Reagan quienes volvieron a aplicar la distinción de las ciencias políticas entre
autoritarismo y totalitarismo y aseguraban que, si bien los totalitarismos jamás habían evolucionado hacia la democracia, los
autoritarismos sí podían hacerlo. Esto significaba que las distinciones entre totalitarismo y autoritarismo, útiles en la teoría, en la
práctica se disipaban, porque el totalitarismo puro sólo existió en la Alemania nazi y en la Unión Soviética de Stalin.

El mesianismo totalitario inicial se resquebraja con el tiempo y son los simples tiranos, menos preocupados de cambiar la naturaleza
del hombre que de lograr sus propios intereses, los que gobiernan. Unas palabras de Schlesinger ayudan a entender esta idea y a
confundirla, al mismo tiempo: “Si el pluralismo -la existencia de instituciones autónomases prueba de autoritarismo, entonces los
Estados marxistas de Europa [...], Polonia y Hungría, por ejemplo, son claramente autoritarios, y no totalitarios. Por la misma razón lo
era la Nicaragua sandinista en sus primeros años. Si la tortura y el asesinato estatales son prueba de totalitarismo, entonces el Chile
de Pinochet, la Argentina anterior a Alfonsín y el Irán del Sha eran más totalitarios que Polonia o Nicaragua. El cerca de medio siglo
de la tiranía de Somoza indicaba, además, que el paso del autoritarismo a la democracia no era rápido ni seguro. Y está la anomalía
de China, un régimen totalitario, pero que ha evitado su condena por imperiosas razones geopolíticas”.

Hay que decir, entonces, que es equivocado afirmar que la diferencia entre totalitarismo y autoritarismo está en que en el primero
los crímenes son siempre mayores. Es habitual que haya sido así, pero no es condición sine qua non. Un simple dictador puede ser
más brutal o más cruel en el uso del asesinato, la tortura o la desaparición forzada que el gobernante de un régimen totalitario.
La diferencia crucial entre totalitarismo y autoritarismo está no en lo que hacen, sino en sus potencialidades respectivas.
Totalitarismo no implica necesariamente mayor coacción, sino mayor alcance en la capacidad de hacerlo. De hecho, cuanto más
consiga el totalitarismo penetrar en el control de una sociedad, menos necesitará recurrir a la coacción desnuda. Lo que lo define es
que penetra y se extiende de modo total en la sociedad.

AUTORITARISMO IBEROAMERICANO Y REGÍMENES DE SEGURIDAD NACIONAL.

Visto lo anterior parecería acertado decir, a priori, que el autoritarismo en Iberoamérica se ejercía de modo diferente a las autocracias
clásicas. Rouquié (1989: 125) decía que América Latina no inventó el Estado, pero hizo de él un actor central cuyo papel constituyó
alguna de las especificidades de la organización sociopolítica de las naciones iberoamericanas, con excepciones. A partir de los años
cincuenta aparecieron teorías explicativas del autoritarismo en la región, en la que éste se entendía como un proceso de transición a
la modernidad, o como una anomalía del patrón democrático (Lipset, 1960); o se interpretaba como un producto del proceso de
modernización (Huntington, 1968); o como un defecto de las tradiciones políticas propias de la región, quizá derivadas de la herencia
hispánica, que parecía ser autoritaria, burocrática y centralizada (Tannenbaum, 1960); o como un reflejo de la singularidad de
América Latina, que mezclaba las tradiciones pragmáticas libres de ideología y un estilo autoritario de ordenación social tanto
deliberado como accidental (Véliz, 1980); e incluso el corporativismo se veía como una fórmula puramente iberoamericana (Wiarda,
1974: 3-33).
También había otra visión del fenómeno autocrático que se correspondía más con la Doctrina de Seguridad Nacional que ocupa a
este artículo, que era la del Estado burocrático autoritario, cuyas características variaban —poco— en el tiempo y de país a país, y
del que se sabía que había nacido a partir de una alianza entre los sectores más internacionalizados de la burguesía y de las fuerzas
armadas. Decía Alcántara (1992: 177) que en él “las posiciones de gobierno las ocupan personas procedentes de organizaciones
complejas y burocratizadas. En cuanto a los sectores populares, son sistemas de exclusión y de desactivización política por medio de
la represión y el control vertical por parte del Estado. La exclusión es igualmente económica en el sentido que reducen y postergan
las aspiraciones del sector popular. Se trata también de sistemas despolitizantes, en el sentido que intentan reducir las cuestiones
económicas y sociales a problemas técnicos.

Por último, se insiste que corresponden a una etapa de transformación de sus sociedades, las cuales a su vez, son parte de un
proceso de profundización de un capitalismo periférico y dependiente que ya está dotado de una extensa industrialización”. Fuere
como fuere, tal Estado, que era el de los regímenes de Seguridad Nacional, era autoritario, si se tienen en cuenta los principios y las
distinciones claras entre autoritarismo y totalitarismo estudiadas en el apartado anterior. Un severo y contundente autoritarismo,
pero autoritarismo y no totalitarismo, aunque quizá en el fondo la distinción no sea tan importante. Veámoslo.

EL ESTADO SIN FIN.

La tendencia a la concentración absoluta del poder y a la represión de las instituciones democráticas reconstruía la sociedad según
un modelo autoritario, lo quisieran o no los agentes de este proceso. Téngase en cuenta que la Doctrina de Seguridad Nacional,
según rezaba el concepto oficial de la Escuela Superior de Guerra del Brasil, era el grado relativo de garantía que, mediante acciones
políticas, económicas, militares y psicológicas, un Estado podía proporcionar en una época concreta a la nación sobre la cual tenía
jurisdicción, para conseguir la salvaguarda de los objetivos nacionales a pesar de los antagonismos internos o externos existentes o
previsibles. Esta última frase explica el mecanismo represivo organizado.

Es decir, si se trataba de evitar los antagonismos externos e internos, era necesario un riguroso sistema de control para que el
Estado pudiera satisfacer los objetivos nacionales al precio que fuera. Se quería salvar al país y al pueblo sin tenerlos en cuenta, en
una suerte de despotismo ilustrado que soslayaba los principios emanados de la Ilustración y que potenciaba el carácter despótico
del régimen. Y, sin embargo, en la Doctrina de Seguridad Nacional no había una concepción personalista del poder al modo clásico,
aunque sí parecía llevar aparejados algunos de sus atributos. Tradicionalmente el poder personal surgía en épocas de crisis para la
sociedad, coincidentes con momentos fundacionales o de cambio, y el mundo de la Doctrina de Seguridad Nacional tenía esta
característica de quebranto social.

El autoritarismo no era, por supuesto, un fenómeno nuevo, pero las calificaciones que le daban a este Estado de Seguridad Nacional,
tales como corporativo, burocrático, bonapartista, militarista o policial, no aclaran mucho qué tipo de Estado era. Lo único claro es
que era un Estado militar y autoritario. Lo más llamativo es que en los años que ocupan a este estudio no era un solo oficial quien
instauraba, como los caudillos del siglo XIX, su mandato, sino que era la institución militar como tal la que asumía el poder para
reorganizar la sociedad y el Estado.

Por tanto, el régimen burocrático era diferente del viejo caudillismo civil o militar. Era un fenómeno nuevo en el que las fuerzas
armadas no tomaban el poder para mantener en él a un dictador, como habían hecho otras veces en el pasado, sino para reorganizar
la nación de acuerdo con una nueva doctrina militar extraída de las enseñanzas de Argelia y de Vietnam llamada Doctrina de
Seguridad Nacional. Este fenómeno no hubiera sido posible en el pasado porque las fuerzas armadas estaban menos desarrolladas
profesionalmente y porque las oligarquías civiles eran más poderosas, y para ejercer su dominio sólo necesitaban intervenciones
militares ocasionales.

Al fin y al cabo, la Doctrina de la Seguridad Nacional intentaba sintetizar la vida política de las naciones contemporáneas.
El poder ejecutivo, el judicial, el legislativo y el poder de los partidos —que suponía cierta novedad al unirlo a los otros como si fuera
de su misma naturaleza— se articulaban para formar un solo poder. Este esquema representaba los esfuerzos hechos por los
gobiernos militares para integrar las instituciones políticas tradicionales o, por lo menos, todo lo que resistiera a los efectos
devastadores de la guerra total, al interior de un plan de movilización general. La Revolución francesa y la estadounidense
configuraron una práctica de la división de poderes cuyos fundamentos eran la primacía del legislativo, la independencia del poder
judicial y el estricto cumplimiento del principio de legalidad en los actos del ejecutivo. Las notas definitorias del Estado de Derecho
eran, por tanto, la división de poderes, el gobierno constitucional y la plena garantía de los derechos públicos subjetivos, es decir, el
gobierno de la ley en vez del gobierno de los hombres. La expansión del poder legislativo quedaba limitada por la constitución, que
expresaba un poder constituyente situado por encima de la constitución y defendida por diversos instrumentos jurídicos así como
por otros instrumentos políticos, como la prensa, la oposición, la opinión pública, las elecciones y los partidos. Pues bien, el esquema
democrático básico quedaba conculcado por definición en los regímenes de Seguridad Nacional. Sin embargo, como en los tiempos
contemporáneos la legitimidad democrática es la que más peso ha tenido —y tiene— en cualquier lugar del mundo, se aferraban a
fórmulas democráticas —formalmente, al menos— para lograrlo.
EL AUTORITARISMO BUROCRÁTICO.

En realidad, el autoritarismo de los regímenes de Seguridad Nacional aspiraba a producir apatía en las masas, al contrario que el
europeo. No era totalitario porque, si era de corte hobbesiano, no aspiraba a cambiar la naturaleza humana, sino a aceptarla tal cual
era, con toda su mezquindad. No era totalitario porque prescindía de los partidos políticos, que por definición son organismos
híbridos entre el Estado y la sociedad civil. Y el ejército, que se convertía en garante del orden autoritario, era partidario de una
relación de apoyo entre el Estado y los grupos sociales de carácter técnico, y no de alianza con grupos sociales amplios.

Por eso era diferente de la democracia, del nacionalsocialismo alemán, del fascismo italiano y del comunismo soviético, pues la
movilización del partido y de sus miembros como fuerza represiva no era esencial en los regímenes de Seguridad Nacional. Además
su ideología, dada la dependencia económica de los regímenes, no podía invocar un nacionalismo basado en la exaltación de las
virtudes de la raza y en la vocación de expansión territorial, así que la grandeza nacional se limitaba a reforzar el aparato del Estado
y a declaraciones grandilocuentes que en nada tenían que ver con las propias del fascismo clásico europeo. La falta de movilización y
apatía populares, la mentalidad jerárquica y estatista, el Estado sin partido y la jerarquía eran, por tanto, elementos del
autoritarismo de Seguridad Nacional iberoamericano, de manera que las palabras que Fernando Enrique Cardoso escribió en 1979 y
que aseguraban que “la caracterización de las formas emergentes de dominación política en América Latina como
burocrático-autoritarias tiene algo nuevo que ofrecer a la tipología de los regímenes políticos en general” son ciertas.

Este tipo de régimen tenía algo novedoso. Es más, la noción de autoritarismo burocrático debería, quizá, limitarse a situaciones en
las que se produjo una reacción militar contra movimientos izquierdistas y a los casos en los que la política que aspiraba a
reorganizar el Estado y la economía para servir al desarrollo industrial capitalista fue llevada a cabo por regímenes militares.
No en vano esta militarización del Estado era necesaria para poder designar de esta manera a los regímenes de Seguridad Nacional.

Eran Estados burocráticos autoritarios con tecnócratas de alto nivel, tanto civiles como militares, de dentro y de fuera del Estado,
que colaboraban con el capital extranjero de manera estrecha; en ellos se promocionaba la industrialización avanzada; y se
controlaba duramente la participación política del sector popular. Una burguesía oligopólica y transnacionalizada era su principal
base social; en las organizaciones que daban forma a este Estado predominaban las especializadas en la coacción y las que
intentaban racionalizar la economía –para implantar el “orden”, por un lado, y la “normalización” de la economía, por otro–; se excluía
por definición al sector popular, al que se sometía a un severo control que eliminaba su presencia de la escena pública; se suprimían
elementos fundamentales mediadores entre el Estado y la sociedad, como lo popular y la ciudadanía; el sector popular se excluía
también de la economía; se despolitizaba desde las instituciones el tratamiento de las cuestiones sociales al someterlas a supuestos
criterios neutros de racionalidad técnica; se cerraba el acceso al Gobierno a quienes no estuvieran en la cúpula de grandes
organizaciones, como las fuerzas armadas o las grandes empresas; y, en definitiva, pese al engrandecimiento que se quería hacer de
la nación, ésta se achicaba porque “a pesar del discurso marcial y patriótico […] al emerger éste de condiciones que aparecen
implicando un profundo desgarramiento del arco homogeneizante de la nación, los portavoces [del Estado burocrático-autoritario]
no pueden sino negarse como representantes de “esa” nación, a la que primero tienen que purgar de los elementos que la han
enfermado tan seriamente”.

La falta de un sistema de partidos dejaba claros los límites a la participación, pese a que las sociedades civiles del Cono Sur estaban
más organizadas que las del resto del continente, con la excepción de América del Norte. La tradición de Estados fuertes con control
político elitista y de jerarquías burocráticas facilitaba el éxito de ese tipo de Estados, pese a que su autoritarismo fuera
“subdesarrollado”: podía matar y torturar pero no controlar por completo la vida cotidiana. Aunque no hubo un modelo único de
Estado autoritario en estos años, sí se podían establecer ciertas similitudes en los Estados de carácter militar, pues en ellos se dieron
tanto los de tipo excluyente –muy represivos, en donde se restringía la participación política y se reducía a la mínima expresión el
tipo de movilización social y de politización, como ocurrió en los países del Cono Sur- como los de tipo incluyente, caracterizados por
la prohibición de ciertas formas de participación que se mezclaban con el intento de desarrollar otras nuevas –los regímenes de
militarismo desarrollista–, como los del Perú de Velasco Alvarado, el Ecuador de Gutiérrez Lara, la Bolivia de Torres o el Panamá de
Torrijos (Alcántara, 1992: 188).

Además en los regímenes excluyentes, –incluidos en el burocratismo autoritario–, no sólo se restringieron derechos cívicos o
políticos, sino que se violaron los derechos humanos de manera constante. Su violencia física se debía a que era uno de los más
importantes medios disponibles para mantenerse en el poder. La pura coacción era reflejo de su falta de control total de la sociedad.

CONCLUSIÓN

En este artículo se ha estudiado la naturaleza del Estado surgido de la Doctrina de Seguridad Nacional. Se ha intentado averiguar si
era totalitario o autoritario y, una vez satisfecha esta duda, se ha pretendido descifrar qué particularidades tenía y si podía dársele un
nuevo nombre a su forma. El resultado es que el Estado de la Seguridad Nacional era un Estado al que podría llamarse
burocrático-autoritario que tenía elementos novedosos con respecto a otros modelos autoritarios, los cuales variaban levemente de
país a país.
Se militarizaba este Estado y esto era condición indispensable para poderlo llamar de Seguridad Nacional. Nacía gracias a una
alianza de las fuerzas armadas y de la alta burguesía internacionalizada. No deseaba cambiar la naturaleza humana, sino aceptarla
tal cual era; intentaba que las masas fueran apáticas; se controlaba duramente la participación política popular; prescindía de los
partidos políticos; las fuerzas armadas eran partidarias de alianzas con sectores técnicos de alto nivel, tanto nacionales como
extranjeros, y de orientar la acción de gobierno de forma tecnocrática; colaboraba con el capital extranjero de manera estrecha; se
promocionaba la industrialización avanzada; reforzaba el aparato del Estado; había una profunda mentalidad jerárquica; y restringía
tanto los derechos políticos como los derechos humanos violándolos con frecuencia, pues la violencia física era un medio de
mantenerse en el poder.

Por si fuera poco en este Estado autoritario las únicas elites posibles para dirigirlo estaban entre los militares, porque la guerra
permanente requería una dirección de la que los civiles no eran capaces. La regeneración de la patria sólo podían emprenderla
aquéllos y mediante un golpe de Estado intentaban salvar al país y llevarlo a la modernidad. De esta manera se podía conseguir
-creían- eficacia gubernativa y técnica y, gracias a éstas, respaldo popular. No en vano la legitimidad necesita que la población crea
en el valor social de las instituciones que existen y en la capacidad del régimen para perpetuar esta creencia. Y los regímenes de
Seguridad Nacional intentaron convencer de sus virtudes a la población. Normalmente los regímenes surgidos de un golpe de
Estado intentan adecuarse a los principios legítimos de su época, al menos en apariencia. Por eso, cuando los militares se adueñaban
por la fuerza del poder político, recurrían normalmente al referéndum –un procedimiento de democracia directa– para legitimarse,
habida cuenta de que en la segunda mitad del siglo XX el principio de legitimidad vigente era el democrático.

Si bien en Iberoamérica no siempre se emplearon referendum para legitimarse, sí se intentó que el poder ejercido tuviera legitimidad
y, por ende, respaldo popular. Y no era descabellado que se intentase porque la gran tragedia de un poder legítimo por su origen
desplazado por otro poder basado en la fuerza “es constatar cómo el paso del tiempo va vaciando su legitimidad a favor del poder
intruso”. No es algo reciente ni exclusivo de Iberoamérica, pues este asunto ya lo planteó con claridad, con gran escándalo de los
monárquicos de su tiempo, Hobbes.

Por último, en ese nuevo Estado el poder tenía una concepción aséptica y ascética a la vez. Su ejercicio daba forma a la
fundamentación del poder nacional y debía hacerse con responsabilidad. El razonamiento de los doctrinarios de la Seguridad
Nacional lo inspiraba la idea de que la responsabilidad sólo podía ser asumida con probidad por el gobernante, el cual, por el
ascetismo de su conducta, por la visión más precisa y acertada de los problemas nacionales y por la ausencia de compromiso
electoral con el pueblo, era capaz de imprimir al Estado las directrices capaces de afirmarlo como representante de una nación en
busca de su destino. Era una especie de maquiavelismo “virtuoso” que rechazaba el compromiso electoral porque limitaba la
capacidad creadora e impedía la responsabilidad para con el futuro que tiene el gobernante. Era, en definitiva, una extraña manera
de conjugar control y aquiescencia que hace ciertas las palabras de Jouvenel cuando decía que el “misterio de la obediencia” se
produce de forma distinta en los diferentes regímenes políticos.

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