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¿Para qué sirve la filosofía?

Dario Sztajnsrajber
Extrañamiento/ Deconstrucción
Buscar un fundamento implica encontrar una respuesta que explique porque las cosas son
de este modo y no de otro. Es así como conocer es encontrar razones, hurgando en lo
oculto. A veces parecería que todo el conocimiento está basado en la noción de
enigma. Como si no alcanzase con lo que se nos presenta y siempre busquemos lo oculto
que lo explica.
De esta manera, podríamos decir que la filosofía nace a partir de la extrañeza. El
encuentro con el otro es también el extrañamiento de uno mismo, el gran impacto que
genera el otro en nosotros, y sobre todo en nuestra imposibilidad de acceder al otro en su
otredad, es que nos salimos de nosotros mismos. (Me refiero a la otredad en términos de
aquello que es «otro» frente a la idea de ser considerado algo. El otro, considerado
siempre como algo diferente, alude a otro individuo más que a uno mismo).
El impacto que nos provoca el extrañamiento tal vez a veces no sea tanto quedar en un
estado de asombro, sino que darnos cuenta de las limitaciones de lo que hasta ese
momento nosotros concebíamos como única verdad. Por eso es que la filosofía le debe a
la presencia del otro que nos provoca analógicamente un temblor y que al ir temblando
también nos vamos deshaciendo y haciendo, articulando y desarticulando, construyendo y
deconstruyendo uno de sí mismo.
Y no me refiero a deconstruir como la acción de destruir sino como desmontar o desarmar
algo que se nos presentó/a en nuestro cotidiano como algo obvio (obv; prefijo que
significa en frente y via es camino, es decir, que algo obvio seria aquel camino que esta
tan en frente de uno que uno cree que es el único), echo así por siempre y para siempre
(llámese instinto maternal, ideales femeninos, ideales sobre la masculinidad). Es así, como
al deconstruir desarmamos lo que parece en su momento no haberse armado, y entonces
desenmascaramos que detrás de muchos conceptos que llegan a nosotros hay una
historia, hay un interés, hay una intención.
Sobre todo, lo que se deconstruye es el sentido común, y Martin Heidegger (un
reconocido filósofo alemán, que entablo toda su filosofía sobre la pregunta del sentido del
ser toma esta concepción de sentido común y la explica a través del termino impersonal
se, la cual se resume en que, por ejemplo, pensamos lo que se piensa, sentimos lo que se
siente, deseamos lo que se desea. ¿y quién es ese se? Podría decirse que nadie y a la vez
todos, Heidegger utiliza la palabra uno para entrever esta cuestión, por ejemplo, cuando
decimos uno piensa por ejemplo uno piensa, ¿entonces a quien nos referimos? A esa
totalidad de la que somos partes. Es por esto que muchas veces caemos en esa
encrucijada de creer que estamos pensando, pero en realidad nos están pensando
mientras que nosotros reproducimos ideas que creemos propias, pero no son más que la
repetición de formatos previos que tenemos insertos. Por eso la deconstrucción pone el
acento en ese desmontaje del sentido común, porque si comenzáramos a realizar de igual
manera, tanto la utilización de los términos que tenemos a la mano y que utilizamos muy
seguros y certeros de su significado, como el cuestionamiento de los mismos vamos a ir
deconstruyendo porque se nos presentan de este modo y no de otro.

La filosofía como saber inútil


La frase ¨la filosofía como saber inútil¨ desenmascara muchas cuestiones que llevan
consigo intrínsecas, y que tal vez si lo leemos a simple vista nos podría ocasionar algún
conflicto. Al tratar de desmenuzar la frase para encontrarle algún sentido, me encontré a
su vez, en mi primera encrucijada: el tratar de entender porque la filosofía es inútil y no
útil, esto desencajaba en mis esquemas establecidos puesto que desde mis concepciones
si tenía una utilidad concibiendo a la filosofía como la búsqueda constante de
fundamentos que tiene como método la duda y que nos brinda una lectura más amplia del
mundo que nos rodea, al darle sentido.
Luego me pregunté ¿Por qué quiero buscarle su utilidad? ¿En dónde se origina este
pensamiento? Y así entendí, que dicho conflicto podría concebir un origen en nuestra
cultura, puesto que la misma busca constantemente encontrar la utilidad de las cosas, y al
dejar por sentado que su antónimo es la inutilidad la aparejamos como una connotación
negativa, allí encontré una respuesta a una de mis preguntas. Y es que, al entender que
nuestra cultura ha naturalizado tanto el valor de la utilidad entendemos a su vez que ya
no lo percibimos como valor, sino que lo hacemos parte esencial de las cosas. Es así como,
si observamos o presenciamos algún fenómeno el primer instinto que tenemos es tratar
de definirlo a partir de un rasgo: su utilidad. Por ejemplo ¿Esta lapicera me es útil?
¿Cualquier cosa debe servirme a mi? ¿Tiene que servirme para algo o no? Y es que, si
pensamos a la utilidad como el medio que me lleva a garantizar la ganancia (No la
ganancia económica, sino todo tipo de ganancia pensada desde la expansión de nuestro
yo) la utilidad de las cosas es siempre utilidad para mí, con lo cual todo se vuelve en algún
punto funcional al individuo, o un grupo de individuos que se consideran semejantes.
Es así, como esta manía de reducir todo lo que nos rodea a lo útil y conveniente para mí,
en principio nos hace perder todo el resto de facetas posibles que pueden manifestar las
cosas, así como nos priva de conectarnos con la diferencia del otro, ya que reducimos a
toda persona al mero ejercicio estratégico de expansión de mi propio yo. Las cosas me son
útiles. Las personas me son útiles. Las personas me son cosas.
Por ello, comprendí que, para poder entender dicha frase, y hasta tal vez un poco más la
realidad que me rodea, debería suspender el valor de la utilidad, lo cual implica ponerme
de frente con la cosa y buscarle otros sentidos, otras perspectivas. Y Como método
principal para poder desarmar lo obvio podemos operar desde el desmontaje o
actualmente conocido como deconstrucción. Al dejar de lado la insistencia de buscarle
una utilidad a la filosofía y recordando que la acción filosófica se reduce a la búsqueda de
fundamentos y teniendo en cuenta que ellos se muestran infundados, abismales y
cambiantes, ¿no se vuelve la filosofía una tarea inútil? Y allí comprendí porque se sostiene
que es un saber inútil.
Buscar la utilidad de la filosofía es destruir la vocación de la filosofía, querer demostrar la
productividad de la filosofía es traicionar su propio propósito. La filosofía nos trae otra
perspectiva de las cosas, en este caso la improductiva. Es un saber inútil porque cuestiona
que todo tenga que ser útil, cuestiona el principio de utilidad como valor dominante,
naturalizado y normalizador de todos nuestros actos. Es un saber inútil porque a
diferencia del resto de los saberes no responde por el cómo sino
que pregunta por el qué. No responde, pregunta. Y en la pregunta, interrumpe.
Interrumpe en nuestro cotidiano, a lo obvio, en nuestra cultura de la utilidad, y por ende
no encajaría jamás en esa caverna.

La caverna
Siempre es bueno volver a la caverna. Volver al relato de la caverna que no es volver a la
caverna, aunque el relato de la caverna culmine con un retorno. Alguien se escapa de un
encierro, pero una vez iniciado el camino de su libertad, decide volver. ¿Por qué volver?
¿Por qué volver a la caverna y al relato de la caverna? ¿O será que todo escape es siempre
un retorno? ¿Y para quién es bueno volver?
Recordemos el relato. Cuenta Platón en La República que en el interior de una montaña se
despliega una caverna muy profunda, donde un grupo de prisioneros se hallan
encarcelados. Su encierro es muy particular: se encuentran obligados a estar sentados,
encadenados a sus sillas, observando día y noche el fondo de la caverna. Detrás de ellos,
arde un gran fuego, pero entre ambos hay guardias que pasean objetos por encima de sus
cabezas, de tal modo que el fuego ilumina los objetos y proyecta sus sombras en el fondo.
Las sombras reflejan objetos que parecen moverse autónomamente, y que constituyen lo
único que los prisioneros pueden ver, ya que al estar encadenados de pies a cabeza no
pueden darse vuelta para observar el dispositivo creado. O peor; las cadenas no les
permiten ni pararse, ni mover sus cuerpos más que la distancia que el amarre posibilita. Y
aún más; con el paso del tiempo que es mucho, casi como toda la vida, las cadenas se van
internalizando, se van incorporando (etimológicamente “se hacen cuerpo”), se van
habituando, y por ello mismo, se van invisibilizando. Llega un momento en que los
prisioneros pierden dimensión de su estado: comienzan a sentirse más tranquilos,
seguros, estables. Miran para arriba y ven el cielo. Ven para adelante y las sombras se
convierten en el mundo real. Los prisioneros ya no se sienten encerrados sino libres. Se
sienten viviendo una vida cotidiana común y corriente. Una vida normal.
Primera pregunta: ¿cuáles son nuestras cadenas? Segunda pregunta: ¿puede algún
prisionero por sí mismo darse cuenta de su situación? Probablemente no. La caverna
ejerce su poder cuando el prisionero levanta la cabeza y ve el cielo, cuando mueve
mínimamente el cuello y cree que está mirando para atrás, cuando se mueve un poco
sobre su silla y cree que está caminando, cuando atado a sus cadenas, cree que es libre.
Una vida normalizada.
Pero un día, un prisionero se despierta y ve a sus pies sus cadenas en el piso. No entiende
nada. Siente su cuerpo más aliviado, pero también más angustiado. Da vuelta la cabeza y
el giro excede lo acostumbrado. Se mueve y su cuerpo se levanta. Ve la silla, ve el fuego
detrás, ve las sombras ya como sombras, vuelve a ver en el cielo el interior de la caverna.
Se horroriza. Su primera reacción es querer volver a encadenarse y retornar a la
comodidad, a lo seguro, pero no puede. Ya supo y no hay vuelta atrás. Decide entonces ir
a ver qué hay afuera, en el verdadero mundo exterior. Y así asciende hasta que sale de la
caverna y en una sensación sublime, observa a lo lejos el mundo desplegarse
infinitamente. Su impulso lo lleva a querer irse, pero algo lo llama desde el interior de la
caverna: sus compañeros. Se siente responsable. Siente que debe volver y liberarlos.
Siente que no puede abandonarlos, que debe volver.        
Claro que el encuentro no es fácil. Su alerta no encuentra eco. Nadie le cree. Lo toman por
loco, molesto, desquiciado. Creen que le han lavado el cerebro, le cuestionan sus
amistades, sus hábitos distintos, sus nuevos compañeros. Nadie que no ve sus cadenas
puede escuchar a alguien que viene a decirnos que estamos encadenados. Nadie. Ni
siquiera él mismo. O peor; tal vez el liberado entiende en ese acto que él también sigue
encadenado, pero de otro modo. Que el exterior de la caverna tal vez no sea más que el
interior de una caverna más grande. Dice Platón que es la gran tragedia de la filosofía:
buscar un saber que se sabe que nunca vamos a encontrar. Pero no importa, porque lo
que vale es la búsqueda. No se lucha para ganar: se lucha para luchar. Ya que, si todo es
caverna, la única libertad posible está en el movimiento. Junto a otros.
Siempre es bueno volver a la caverna. A la caverna y al relato. Volver para seguir saliendo.

Yo solo sé que no se nada

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