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La posmodernidad ha terminado;

y ahora, ¿qué?
Hay un hecho prodigioso en la historia del pensamiento humano: la ausencia
del propio hombre. El protagonista permanece intocado detrás de la
exposición sistemática de sus cualidades y de sus hazañas. Tan ausente estuvo
del pensamiento griego como del pensamiento hegeliano dos mil años
después. Ausencia tanto más desconcertante cuanto se consideraba al
hombre como el príncipe de los seres y gerente principal de su propia historia.
La filosofía -leyenda dorada del hombre- habló siempre de lo que el hombre
hace, de lo que tiene que hacer, de lo que puede esperar o conocer, pero este
mismo discurso, normalmente adulador, ocultó el ser de quien se hablaba. La
palabra hombre, mil veces repetida en todos los idiomas, archivada en textos
innumerables, se limitó a apuntar hacia una realidad siempre oculta. Y nada
parece indicar que se tratase de una nocturnidad voluntaria; al contrario, se
siente que existió siempre un esfuerzo casi doloroso por alcanzar la claridad,
por penetrar más allá de la palabra empleada, y que, en consecuencia, la
exaltación ditirámbica puede considerarse sólo un encubrimiento del fracaso
del conocimiento.Cada época del pensamiento tuvo su aventura particular y
su ulterior agotamiento. La modernidad no podía ser una excepción. Y quizá la
mejor definición que puede darse de ella es su intento de unir el hombre con
su propio discurso; la palabra, con el hombre de la palabra; la producción, con
el hombre productor; la magia, con el mago. De la estrepitosa caída de la
modernidad se hablará luego.

Lo que hemos llamado aventura de la modernidad consiste en el asedio al


residuo de ignorancia que padecemos acerca del hombre. Pero la modernidad,
a diferencia de la Ilustración, empleó nuevos medios, entre los que ocupan un
lugar privilegiado la biología, la economía política y la lingüística, ciencias que
constituyen puntos de penetración teórica. Hubo momentos en que se creyó
tocar fondo, un fondo, desde luego, pobre y empirista, pero que permitía
lanzar el eureka... para volver a empezar. Junto a las ciencias empíricas se puso
también en marcha la maquinaria mucho más compleja de las ciencias
humanas, menos ingenuas, más móviles y en apariencia más capaces de
terminar victoriosamente el asedio. El psicoanálisis, por ejemplo, pensé estar
cerca del fin, pero el mismo Freud confesó antes de morir que estaba detenido
por una barrera insalvable entre su sistema y la última realidad del hombre. Lo
supo y lo dijo. Después el psicoanálisis se convierte en una máquina de guerra,
dedicando sus energías a autoorganizarse, con olvido de su objetivo, más
preocupado por mantener la línea de la ortodoxia que por conseguir nuevos
resultados en el esclarecimiento del hombre. Y lo mismo que con el
psicoanálisis ha ocurrido con otras ciencias humanas como la psicología, y
sobre todo la sociología.

Para el asalto final, la modernidad tomó una decisiva precaución: eliminó


un personaje que hacia demasiada sombra con sus poderes taumatúrgicos; se
trataba de la muerte de Dios. Muerte dulce en Hegel, asesinato en Feuerbach,
sacrificio ritual en Nietzsche. Era el precio que pagar por el último combate.
Así se consiguió llegar a los muros más fuertes, que, si creemos a Foucault -
¿por qué no?-, serían el tema del cuerpo, el tema del deseo, el tema de
la palabra. Y nunca el pensamiento se creyó tan cerca de la iluminación total,
de la utopía final.

Si un metabolismo fatal había de conducir la modernidad a su destrucción,


como ya había sucedido con intentos anteriores, esta vez la crisis fue más
precoz. Comenzó a manifestarse desde muy pronto, compartiendo el campo
con los trabajos de la propia modernidad. Se puede denominar esta crisis con
el término posmodernidad (personalmente no rompería una lanza por ello),
pero con la condición de que no se entienda de una manera exclusivamente
temporal, como algo sucesivo, sino como un reflejo crítico, que sigue
lógicamente a la modernidad mientras ésta sigue produciendo. La
posmodernidad es sólo una inversión, un molde negativo, una disidencia. Y
tiene ya un siglo de existencia, aunque su penetración en las masas es
relativamente reciente. Desde la publicación de Más allá del bien y del mal hay
un discurso que trabaja contra todo tipo de ilusiones y contra el mismo
discurso: las palabras ya no van con las cosas, sino contra ellas; el orden no es
un dato, sino una invención manipulada.

Por eso la muerte de Dios, propuesta por la modernidad como un previo


metodológico, se convierte gracias a la posmodernidad en una catástrofe
generalizada que abarca la totalidad de los saberes. Como Nietzsche dijo, era
de temer que Dios no muriese si no moría antes la gramática.

La posmodernidad, como risa filosófica y nihilista, tiene su nacimiento y fecha


en Sils-María, y pronto celebraremos el centenario de una tarde de
exterminio, que tuvo a Nietzsche por oficiante. Y desde entonces el intelectual
trágico, el arquero por amor y el obseso por la denuncia llevan el contracanto
de la modernidad. No sólo lo demoniaco se despierta, sino que se inician
también los delirios fríos, como el de Kafka, los delirios solitarios, como el de
Artaud, gritos salvajes, como el de Michaux, y la literatura pasa a ser un
ceremonial destructivo o, dicho al modo de Roussel, una repetición de la
muerte. Y es que mientras que la modernidad moldeaba empíricamente el
rostro del hombre, la posmodernidad lo sustituía por máscaras trágicas.
Cuando la posmodernidad llegó a la calle, las máscaras se hicieron triviales,
pues la trivialidad es la, calderilla de lo trágico.

Si es cierto que la búsqueda del hombre a lo largo de la historia se constituye


por aventuras discontinuas y entre ellas no cabe sino el asalto de una a otra,
se puede preguntar qué va a pasar ahora, cuando la posmodernidad ha
terminado por estrangular a la modernidad. No pretendo proponer un rótulo
al nuevo informe; bastará. que pensemos en un y-ahora-qué -¿habría
un yahoraqueísmo?-.

Es claro que el nuevo intelectual no será ya un heredero, sino


un superviviente, que es algo muy distinto. Mientras que el heredero se
legitima en sus raíces, el superviviente tendrá por toda fortuna los restos
salvados de un naufragio y no podrá contar con estructuras culturales de
fundamentación. Sólo tendrá a su disposición detritus, verdaderos basureros
históricos, kjiokkenmoedding, desperdicios de consumos anteriores.

Ya no podrá hablarse de diagnósticos totales, y por supuesto no habrá


una solución Habermas para consuelo de ilustrados, ni un vademécum
foucaltiano para la loca desesperanza del deseo frente al poder. Demasiada
globalización. Volverán jirones del pasado: el individualismo, que Lipovetsky
anuncia como la era del vacío, volverá lo sagrado, lo esotérico, lo demoniaco,
lo maldito, lo subreal, incluso lo cursi, y todo sometido a un eterno retorno
inevitable. Pero ya no poseerán la fuerza, el estímulo, el susto que tuvieron, y
serán sólo pellizcos superficiales sin reacción colectiva constatable, como
sucedió en lo cotidiano posmoderno.

Nadie puede esperar que vuelva a confiarse en las ciencias empíricas, tan
lejanas del hombre como pueden estar la vieja alquimia o la astrología. Se
avanzará por la vía de una sola ciencia -entendida como una agresión
metódica-, que será la ciencia, hoy sin nombre, del deseo. El método será
puntual, estético, divagante, sin maitres a penser, sin ángeles exterminadores
ni intelectuales trágicos. Una rapsodia deseante, pulsiones sin finalidad ni
conexión a nivel planetario, sin Oriente ni Occidente, sin viaje a la Meca, a París
o Berkeley, que es todo lo mismo después de la posmodernidad.

Lo que también es seguro es que el viaje nocturno de Osiris será cada vez más
breve para el hombre y las ráfagas luminosas sobre el campo incierto del deseo
aumentarán su cadencia. Pronto estaremos más cerca de la milenaria meta
propuesta, pero nunca lo bastante cerca para considerarla ya alcanzada. La
utopía del hombre intocable, del hombre del que hablamos todos los hombres
sin llegar a conocerlo, tiene definitivamente la máscara de la Esfinge. Lo que
ocurra en la calle es inimaginable.
LUIS MARTÍN SANTOS

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