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y ahora, ¿qué?
Hay un hecho prodigioso en la historia del pensamiento humano: la ausencia
del propio hombre. El protagonista permanece intocado detrás de la
exposición sistemática de sus cualidades y de sus hazañas. Tan ausente estuvo
del pensamiento griego como del pensamiento hegeliano dos mil años
después. Ausencia tanto más desconcertante cuanto se consideraba al
hombre como el príncipe de los seres y gerente principal de su propia historia.
La filosofía -leyenda dorada del hombre- habló siempre de lo que el hombre
hace, de lo que tiene que hacer, de lo que puede esperar o conocer, pero este
mismo discurso, normalmente adulador, ocultó el ser de quien se hablaba. La
palabra hombre, mil veces repetida en todos los idiomas, archivada en textos
innumerables, se limitó a apuntar hacia una realidad siempre oculta. Y nada
parece indicar que se tratase de una nocturnidad voluntaria; al contrario, se
siente que existió siempre un esfuerzo casi doloroso por alcanzar la claridad,
por penetrar más allá de la palabra empleada, y que, en consecuencia, la
exaltación ditirámbica puede considerarse sólo un encubrimiento del fracaso
del conocimiento.Cada época del pensamiento tuvo su aventura particular y
su ulterior agotamiento. La modernidad no podía ser una excepción. Y quizá la
mejor definición que puede darse de ella es su intento de unir el hombre con
su propio discurso; la palabra, con el hombre de la palabra; la producción, con
el hombre productor; la magia, con el mago. De la estrepitosa caída de la
modernidad se hablará luego.
Nadie puede esperar que vuelva a confiarse en las ciencias empíricas, tan
lejanas del hombre como pueden estar la vieja alquimia o la astrología. Se
avanzará por la vía de una sola ciencia -entendida como una agresión
metódica-, que será la ciencia, hoy sin nombre, del deseo. El método será
puntual, estético, divagante, sin maitres a penser, sin ángeles exterminadores
ni intelectuales trágicos. Una rapsodia deseante, pulsiones sin finalidad ni
conexión a nivel planetario, sin Oriente ni Occidente, sin viaje a la Meca, a París
o Berkeley, que es todo lo mismo después de la posmodernidad.
Lo que también es seguro es que el viaje nocturno de Osiris será cada vez más
breve para el hombre y las ráfagas luminosas sobre el campo incierto del deseo
aumentarán su cadencia. Pronto estaremos más cerca de la milenaria meta
propuesta, pero nunca lo bastante cerca para considerarla ya alcanzada. La
utopía del hombre intocable, del hombre del que hablamos todos los hombres
sin llegar a conocerlo, tiene definitivamente la máscara de la Esfinge. Lo que
ocurra en la calle es inimaginable.
LUIS MARTÍN SANTOS