Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Foucault
El único gesto en el que Foucault podía reconocer su camino losó co no estaba en beber la
cicuta, sino en la expresión de radicalidad máxima de los cínicos; sólo podía hablar desde la
libertad de los cuerpos, desde la sensualidad de la muerte.
Por FRANCO ALFONSO - mayo, 2020
Hay lósofos como Michel Foucault que hacen más obvia esa tesis. En algún sentido,
sus libros fueron fragmentos de una autobiografía. Textos que también fueron bitácoras
en el mar de sus problemas personales con la locura, la prisión, la sexualidad. Entre su
vida y su copiosa obra hay vasos comunicantes capaces de per lar metodologías,
asuntos, intuiciones. Remover en su existencia ayudaría a entender la prosa amarga,
laberíntica, sin atisbo de utopías edi cantes, propia de Foucault.
En Francia no se desconfía del pensador revoltoso; eso diferencia a los franceses de los
alemanes o los ingleses. El lósofo francés necesita hacer ruido, situarse con descaro
entre el bien y el mal. Es de ese azogue que obliga a la sociedad a mirarse a través de ellos.
Y si lo hace sin dejo de ironía, mejor, como si el sahumerio católico se metamorfoseara
en una nueva religión. Pero resulta llamativo que tal sociedad aceptara como maître à
penser a un hombre que, además de rebelde, se tomaba poco en serio a sí mismo, que
cuestionaba las nociones de autor, las identidades, la honestidad a ultranza, los
fanatismos ideológicos, e incluso la ciencia. Ni siquiera se de nía como gay –para evitar
el estigma y no ver limitada su prédica en algunos círculos.
Por lo demás, no hay un solo estamento de su extensa obra que no haya sido, más
adelante, corregido, acotado o abiertamente negado, dejando a cualquier entusiasta de la
etiqueta facilona a expensas de la incoherencia. No me pregunten quién soy, ni me
pidan que siempre sea el mismo, solía decir un Foucault que no se contradijo, porque
condensó una personalidad más rica que la suma de caricaturas en que pretenden
encorsetarlo. Si asimilamos con mesura su obra, es capaz de corregir los prejuicios que le
preceden. Irrita, pero no intenta engañarte, exaspera y se oculta, pero no lo hace con
máscaras de utilería. Fue un hombre capaz de inventarse a sí mismo hasta su muerte.
Nació en guerra con la generación precedente, los augustos que con Sartre a la cabeza
buscaban un horizonte moral para el siglo XX. Pero Foucault no compartía la nostalgia
por esa anciana cándida, la Ilustración. El existencialismo sartreano seguía siendo un
apéndice romántico, espejo para la sombra de un progreso que el fascismo y el
estalinismo habían puesto en entredicho. Pero el mal no estaba ni en las botas
bolcheviques, ni en las cabezas rubias del nazismo. Las nociones hegelianas de razón y
libertad, la embriaguez causada por la rígida retórica marxista, eran para Foucault la
armazón de los nuevos calabozos.
Concuerdo con Marshall Berman cuando dice que Foucault es uno de los pocos
pensadores que ha dicho algo sustancioso sobre la modernidad: “Las totalidades de
Foucault absorben todas las facetas de la vida moderna”. Certero y contundente, si hay
un pensador capaz de cambiar el prisma, es Foucault. A través de sus obras el
humanismo burgués queda desmiti cado y se aleja para todos la posibilidad de libertad
entre sus márgenes.
Uno de los conceptos más oscuros del libro es el de “microfísica del poder”, el cual
de ne como una estrategia que aspira a que sus efectos sean atribuidos a unas
maniobras, tácticas y técnicas que se ejercen más que se poseen. Las relaciones derivadas
de esta microfísica descienden en el espesor social y de nen gestos y comportamientos.
“El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los
derechos suspendidos”. La nueva era es la del castigo como potestad de un poder por
encima de la sociedad y que castiga en función de salvarla.
El castigo debe operar, además, como expiación moral o como una especie de
reconstrucción de conciencia: entras malvado a la prisión, sales bondadoso y útil. El
orden contemporáneo anuncia el ejercicio disciplinario como su esencia; la escuela, la
fábrica, el manicomio, la cárcel y el hospital son su mejor expresión.
El poder posee donde quiera que se constituya una intención normalizadora, y para ello
funda nuevas tácticas que tienen como blanco al cuerpo, pero que son el germen de una
nueva moral. El mejor camino para alcanzar la docilidad es la presión moral de la
continua comparación entre los buenos y los malos ciudadanos. Esa idea, asentada en el
sentido común de ciudadanos correctos e incorrectos, buenos y malos, normales y
anormales, es esencial para entender la dinámica.
Esta “anatomía política” no se da como proceso repentino, sino que resulta de una lenta
evolución de acondicionamientos sutiles, de sospechosos dispositivos. Para describirlos
hace falta tener en cuenta el detalle, la minucia en las relaciones de poder percibir su
microfísica. El poder de castigar se inserta en el cuerpo social como cuerpo autónomo y
brota en la psiquis de cada individuo haciéndolo más dócil.
En ocasiones, la disciplina simplemente nace de sabernos vigilados. La mejor metáfora
de esa vigilia constante del poder en nuestras sociedades es el panóptico. Estructura
carcelaria nacida de la mente de Jeremy Bentham, desde la que el vigilante puede ver a
los reclusos sin ser visto. De ahí el efecto mayor del panóptico: inducir en el detenido un
estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento
automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si
es discontinua en su acción. Bentham ha asentado el principio de que el poder debía ser
visible e inveri cable. Visible: el detenido tendrá sin cesar ante los ojos la elevada silueta
de la torre central desde donde es espiado. Inveri cable: el detenido no debe saber jamás
si en un momento especí co se le mira, pero debe estar seguro de que siempre puede ser
mirado.
Hacia los últimos años de su vida Foucault se sintió comprometido con acceder a algún
tipo de verdad. Decidió que no sería redonda su tragedia sin inmolarse en la pira de una
sinceridad que lo trascendiera y terminara por de nirlo. Para ello pudo preferir el acto
nal de Sócrates y abrazar un supuesto ejercicio de virtud desde la interpretación del
“Conócete a ti mismo”. Pero Foucault quería la verdad como desafío radical,
experiencia límite, mostrarse, sí, pero con la dosis de escándalo y renuncia que haría
coherente su existencia.
Morir de una enfermedad contraída por las relaciones sexuales, mientras escribía su, a la
postre inconclusa, Historia de la sexualidad, no sería la única ironía de sus últimos días.
Murió en el Hospital de la Salpêtrière, la misma institución que había estudiado en
Locura y civilización, como ejemplo de los mecanismos del poder para lidiar con los
marginados, los locos, los leprosos.
FRANCO ALFONSO
Franco Alfonso (La Habana, 1980). Máster en Historia por la Universidad de Oviedo.