Está en la página 1de 8

Apunte N° 10: Simbolismo*

“Sólo pienso en lo que veo; nunca he visto ángeles”, afirmaba Gustave Courbet; “Sólo creo en lo que veo, y
únicamente en lo que siento”, afirmaba Gustave Moreau. He aquí, en resumen, la diferencia entre Realismo
y Simbolismo, entre la decisión de escoger en función de la propia indagación el mundo objetivo, y la de ir
más allá de las apariencias reales. Tras haber sido, desde mediados del siglo XIX, ideología difundida en la
cultura literaria y artística europea, bandera de una conciencia social ligada a problemas concretos, la
poética realista -a la que se suma en 1860 el naturalismo radical de los impresionistas basado también en
una concepción positivista de la vida- ve cómo una actitud distinta, antitética, le quita progresivamente
terreno. Se afianzan una ideología y un gusto artístico según los cuales la verdadera realidad no se identifica
con la existencia objetiva de las cosas, sino que reside en la "idea". Por un lado, un universo definido,
mensurable; por el otro, el mundo en relación dialéctica con el elemento trascendente -poético, visionario,
religioso- que actúa como fermento y que promete una transformación creativa de lo real. Las relaciones
con los objetos se tornan imprevisibles; el “símbolo”, adoptado para “revestir la idea de los suntuosos
gabanes de las analogías exteriores”, según una definición del poeta Jean Moréas, es el elemento revelador,
testimonio visible de una esencia secreta, respecto a la cual hay que proceder por alusiones y analogías.
Basándose en el principio de la transposición, la imagen no significa ya solamente lo que representa, sino
que sugiere significados distintos y a menudo misteriosos. “Nombrar un objeto es suprimir tres cuartas par-
tes del placer de la poesía, que está formada por la felicidad que supone adivinar poco a poco: sugiere, ése
es el sueño. Es el uso perfecto de este misterio lo que constituye el símbolo”, afirma Stéphane Mallarmé,
encarnación típica del poeta simbolista. Los artistas recurren a la imaginación, al mito, al sueño, a la
metáfora.
Es posible distinguir entre símbolo y alegoría. Ésta es la representación explícita, mediante imágenes, de
una realidad moral abstracta, reproducida mediante elementos concretos predeterminados (por ejemplo,
una figura femenina con la balanza en una mano representa la justicia), mientras que el símbolo supone una
búsqueda intuitiva de los contenidos ideales innatos en las formas, propone soluciones no inmediatamente
descodificables, es imprevisible, críptico, misterioso. La alegoría superpone el contenido doctrinal a la
imagen; el símbolo lo encarna en ella. En 1892, Maurice Denis distingue claramente entre “las tendencias
místicas y alegóricas, es decir; la búsqueda de la expresión a través del tema, y las tendencias simbolistas, o
sea, la búsqueda de la expresión a través de la obra de arte”. Y, según el poeta belga Émile Verhaeren, “el
símbolo es una sublimación de percepciones y sensaciones; no es demostrativo sino sugerente, destruye
toda contingencia [...] El hecho y el mundo se convierten únicamente en pretexto para la idea”.
En el París de los ochenta, la ideología simbolista se define mediante formulaciones teóricas. Tras una larga
gestación, obra de poetas como Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Laforgue, Villiers de l’Isle-Adam, entre 1884 y
1886 una generación de jóvenes hace estallar la polémica simbolista, apoyándose en algunas revistas: Le
Décadent, Vogue, La Décadence, Le Scapin y La Revue Wagnérienne. Verlaine, entre 1883 y 1884, había
publicado en Lutéce una serie de artículos dedicados a Les poetes maudits, y el prefacio de A rebours de
Joris-Karl Huysmans, de 1884, suena como manifiesto de la nueva novela antinaturalista, y pone en primer
plano un mundo decadente, enfermo de esteticismo. Dos años después, en el suplemento de Le Figaro del
18 de septiembre, Jean Moréas publica Un manifiesto literario. El Simbolismo, en el que propone una poesía
capaz de revestir la idea de una forma sensible. Idea que él piensa no cerrada en términos rígidos, sino
capaz de traducir las imágenes de la naturaleza, los acontecimientos humanos mediante signos dotados de
secretas afinidades con ella.
Baudelaire es designado por Moréas como auténtico precursor del movimiento, por su fe en las

1
potencialidades del símbolo, por haber descubierto en su poema Correspondances (1857) las relaciones
entre sonidos, colores y olores, aludiendo a los misteriosos vínculos entre lo visible y lo invisible, por haber
postulado una armonía universal basada en las conexiones entre lo tangible y lo intangible, que hace
explícitos los vínculos entre sentido y espíritu. Heinrich Heine, en su Salón de 1831, ya había afirmado que
“sonidos, palabras, colores y formas, sobre todo lo visible, no son más que símbolos de la idea”. Y, en el
Salón de 1859, el propio Baudelaire tejió el elogio de la imaginación “que ha enseñado al hombre el sentido
moral del color, de los contornos, del sonido, del perfume, ha creado, en el principio del mundo, la analogía
y la metáfora”. A él se debe, sobre todo, el mérito de haber identificado principios que están en el aire y que
se convertirán en fuente de inspiración privilegiada para los simbolistas. Basándose en él, teóricos como
Gustave Kahn, Maurice Denis, Albert Aurier y Teodor de Wyzewa atacan el Realismo y el Impresionismo, el
arte académico, y todas las transcripciones de lo real, tanto si muestran la evidencia del dato, la inmediatez
del instante, como si representan servilmente escenas históricas o mitológicas.
El ventarrón simbolista recorre toda Europa, tocando también zonas marginales, como los Países Bálticos,
Escandinavos o el Este europeo, imponiendo temas, sugiriendo imágenes, revelando aspectos de una
sensibilidad que, vinculándose al Romanticismo, hace emerger elementos como individualismo,
misantropía, pesimismo y sensualidad mística, y sustituye el ideal de una ciencia inquieta por el de una
ciencia optimista. A ésta se suman métodos paracientíficos o seudocientíficos, experimentos espiritistas,
investigaciones en el ámbito del espiritismo y del ocultismo. Los contornos de la realidad se funden en lo
indistinto, “la luz se convierte en aureola y la línea ondula el ritmo de nuestra alma”, afirma Hautecoeur. El
linealismo que domina tantos aspectos de la etapa simbolista, anticipando el Art Nouveau, puede
considerarse, corno afirma Renato Barilli, sinónimo de la voluntad de penetrar en el dato de la naturaleza a
través de un refinamiento morboso de la sensación, de la recepción de éste. Un intento de aferrar
vibraciones invisibles, respondiendo a estímulos que llegan hasta las más sutiles implicaciones psicológicas y
alcanzan a los artistas más diversos, de Redon a los nabis, de Delville a Spilliaert o a Munch, por citar sólo
algunos. .
En Inglaterra, el Simbolismo prologa maneras del idealismo prerrafaelita; conWhistler vincula
Impresionismo y Simbolismo a través del japonesismo; en Londres con Beardsley y en Escocia anuncia el Art
Nouveau. En Italia sirve, por un lado, de la fascinación ejercida por los mitos, mezclada con el clasicismo
italiano -pensemos en los jardines pintados de Sartorio-, y, por otro, de un lenguaje divisionista como
instrumento para expresar la idea. En los países germánicos, artistas, oponiéndose al arte académico, se
reagrupan en los diversos movimientos de la Secesión: en Munich, en Viena y en Berlín. En Noruega, Edvard
Munch es ejemplar por la fusión entre los componentes antropológicos y culturales de su mundo e
instancias de las nuevas poéticas europeas. En Francia, después de los precursores -Moreau, Redon, Puvis
de Chavannes-, adeptos a la Rose+Croix como Point u Osbert, pintores del alma como Aman-Jean, Séon y Le
Sidaner difunden sentimientos morbosos de melancolía, soledad y angustia. Nace también una segunda
oleada simbolista, que, aunque rebatiendo el rechazo a la impresión naturalista, se pone frente a la
naturaleza reivindicando el derecho a recrearla. Son los reformadores de la escuela de Pont-Aven, como
Gauguin, Bernard, Sérusier y el grupo de los nabis, a los que se oponen artistas aislados, desde Carriére,
“visionario de la realidad”, hasta el místico Filiger. En Holanda, Jan Toorop y Johan Thorn Prikker unen Sim-
bolismo y Art Nouveau. Al igual que Francia, Bélgica es la zona crucial para la cultura simbolista: el
aislamiento narcisista de Khnopff, el esoterismo de Delville, el intimismo de Mellery, la teatralidad
atormentada de Minne, la línea angustiosa de Spilliaert, el satanismo de Rops y el misticismo de la
naturaleza en Degouve de Nucques son modelos de una sensibilidad que se refugia “en la cámara oscura y
fantástica de los sueños, de las pesadillas y de las visiones”, corno afirma Verhaeren.
Existe un vínculo entre el Simbolismo y las corrientes filosóficas de la segunda mitad del siglo XIX. El mundo
como voluntad y representación, de Schopenhauer, traducido al francés en 1886 y publicado nuevamente en
1889 con un prefacio de Jules Laforgue, es acogido con gran interés por hacer una distinción radical entre

2
apariencia y esencia, entre la verdad incuestionable de la idea y la debilidad de los fenómenos. “Todo lo que
es externo al hombre, sujeto pensante, no existe más que en función de la idea que él se hace», afirma el
filósofo. Albert Aurier, en su artículo El simbolismo en pintura, de 1891, retorna el pensamiento de
Schopenhauer; afirmando que, a los ojos del artista, los objetos no pueden aparecer más que como “signos”
significantes. La percepción de la esencia requiere una “emotividad trascendental”, una actitud iluminada.
Se trata de ideas que parecen hacerse eco de las formulaciones de Henri Bergson, cuya influencia es
determinante en el cambio de siglo. También él rechaza la realidad objetiva, la perceptibilidad racional,
convencido de que la verdad sólo puede alcanzarse mediante la intuición. “El objeto del arte”, afirma en el
Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889), “es llevarnos a un estado de docilidad perfecta,
en el que realizamos la idea”. La búsqueda de interiorización, de espiritualización de la percepción, se alía
con la voluntad de otorgar al sentimiento, a la intuición y al sueño el mismo valor cognoscitivo que a los
órgano sensoriales.
También la ciencia, desde los años setenta, empieza a interesarse por el mundo del imaginario. En 1877 se
traduce al francés Filosofía del inconsciente, de Eduard von Hartmann, obra elogiada por Laforgue. Por esos
años, los fenómenos psíquicos y la histeria son estudiados por Jean-Martin Charcot, director de la
Salpetriere, y por la escuela de Nancy. Un eco de tales investigaciones se difunde entre literatos y artistas:
de Munch a Spilliaert, pasando por Klimt, por los que gravitan entorno al “sar” (mago) Péladan, a Barbey
d’Aurevilly ya Huysmans. Este último define la Salomé de Moreau como “la deidad simbólica de la
indestructible lujuria, la diosa de la inmortal histeria, la Belleza maldita elegida entre todas por la catalepsia
que le agarrota las carnes y le hincha los músculos”.
Las razones por las que vuelve a emerger en toda Europa una difundida aspiración a indagar en el sentido
secreto de las cosas, siguiendo fundamentos universales, con un lenguaje críptico a la vez que prolijo,
pueden adivinarse fácilmente. El cansancio respecto al cientificismo y al positivismo se mezcla con la
nostalgia por la pérdida de los valores de una cultura que, nacida con el Romanticismo, ha difundido una
concepción idealista de la vida. El espíritu positivista admite solamente la realidad de la naturaleza; el
espíritu simbolista, insatisfecho y crítico, postula otro universo que puede ser el de la religión, pero también
el que atañe a la creación artística y a la contemplación estética. El regreso a Dios tiene sus adeptos: de
Huysmans a Wilde son numerosos los apóstoles de la decadencia que emprenden el camino del
compromiso religioso oponiéndose a la aceptación mecanicista del progreso y a la laicización de la sociedad.
“Existe una equivalencia entre la armonía de las formas y la lógica del dogma”, afirma Maurice Denis. Y
Gauguin, en Bretaña, pinta obras importantes de espíritu religioso. Una temática que atrae a muchos
artistas: de Filiger a Ranson, Henry de Groux, Schwabe, Thorn Prikker, Malczewski… Parafraseando a Milton,
Baudelaire había cantado en sus Journaux intimes la belleza infeliz del ángel caído. Estimulado por el
renacimiento del sentimiento religioso, cuyo aspecto negativo es el satanismo, vista la predisposición del
Simbolismo hacia lo fantástico, este espíritu pulula en la obra de artistas como Ensor, Vrubel, Redon, Rops y
otros muchos. Más que confesional, la religiosidad puede ser sincrética, esotérica e incluso blasfema.
Como afirma Jean Clair, el Simbolismo existe desde que el hombre quiso representar -a través de un sonido,
una imagen, un olor- cualquier realidad en ausencia de ésta, inventando un lenguaje que vincule un
universo de signos y otro de ideas. Es un intento por unir vínculos inmemoriales, hacer visible lo invisible,
expresar lo inefable. Un proceso que reserva un papel fundamental a la intuición, virtud indescifrable por
definición. La música, descrita por Redon como “fermento de una sensibilidad especial, muy aguzada, como
la pasión o quizá más que ella”, asume un papel fundamental. Debussy y Wagner son los músicos
preferidos, Wagner sobre todo. Ya Baudelaire, en una carta al músico del 17 de febrero de 1861, comparaba
su obra con “esos estímulos que aceleran los poderes de la imaginación”. En él se inspiran artistas como
Redon, Fantin-Latour, Crane, Henry de Groux, Delville, Klimt y Klinger. Para Gauguin, análogamente al color
vibrante, la música es capaz de expresar la fuerza intrínseca que anima la naturaleza. La fórmula de Verlaine
“la música antes que nada” adquiere para los simbolistas valor de credo, así como la afirmación de Walter

3
Pater: “todas las artes aspiran a la condición de la música”. El drama wagneriano -cuyo autor, además de
músico, pretende ser también poeta y filósofo- es considerado obra de arte total.
Abrazando todas las artes, el Simbolismo puede también ser considerado como el intento de reconquistar la
unidad perdida, de proponer una clave de lectura del destino humano en lucha contra un saber que se
parcela, contra una cultura científica que está emergiendo prepotentemente. En la misma línea de Wagner
y de Nietzsche, puede situarse, como una especie de reanudación y de síntesis de todo el patrimonio mítico,
fabuloso y legendario de la humanidad, la búsqueda de la armonía entre nuestros sentidos y el mundo. El
arte asume una importancia inédita, y sus practicantes son magos, iniciados, grandes sacerdotes; y el ejerci-
cio ritualizado de éste se convierte en sustituto de la religión tradicional.
Como afirma Des Esseintes, original protagonista de la novela A rebours de Huysmans (1884), personaje que
posee y asume algunos rasgos fundamentales del Simbolismo, no se trata de observar la naturaleza o de
leer un mensaje divino, sino de tocar un punto que se aleja del mundo habitual, da voz a la neurosis y forma
a la angustia, presta un rostro, a veces incluso amenazador, al sueño más profundo. Uno de los grandes
temas de la época simbolista es el de la decadencia, y es el término que Des Esseintes escoge para definir el
final del siglo. Rechazo del progreso, del dominio del saber científico, gusto por la investigación esotérica. El
dandy, “príncipe de una realidad imaginaria” según una definición de Disraeli, es la figura simbolista por
excelencia. Emblema del esteticismo finisecular, su actividad se explica en la búsqueda de lo bello, exalta a
artistas como Redon y Moreau, maestros ideales de una generación que intenta desvincularse del culto de
la naturaleza, que contrapone una línea visionaria, onírica y fantástica a las certezas de la época naturalista.
Esta actitud cultural, muy difundida, aunque en una notable variedad de declinaciones, se desvanece
definitivamente en la primera década del siglo XX, cuando la sustituye una modernidad guiada por las
palabras de orden de la vanguardia. El universo simbolista se vuelve extraño y permanecerá inexplorado
hasta décadas recientes, aunque no resulta difícil adivinar en él premoniciones de modernidad: de la
abstracción que asume y desarrolla la idea de autonomía del arte típico de la cultura estética, al Surrealismo
que indaga en los fantasmas del inconsciente, pasando por la pintura metafísica que expresa, mediante
apariencias simbólicas, enigmas y misterios.

Francia
Una línea presimbolista, que en la cultura francesa es antitética a la espectacularidad narrativa de la pintura
académica, se encarna en la visión mística de Gustave Moreau (1826-1898), en el idealismo utópico de
Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898), en la exploración de los secretos vínculos entre visible e invisible
llevada a cabo por Odilon Redon (1840-1916). El mito vuelve a ser un lenguaje capaz de indagar en los
valores clave de la existencia, de volver a proponer la validez suprahistórica de un patrimonio que se halla
en la raíz de nuestra civilización.
Desde mediados de los años sesenta, Moreau expone en el Salon obras atestadas de símbolos y de
misteriosas alusiones, que esconden, tras una forma pulida e impasible, encerrada en la hermosura del
gesto y de la referencia erudita, una ambigua polarización entre ideal y pecado. Edipo y la Esfinge (1864),
Jasón y Medéa (1865) Y Orfeo (1866), cuya cabeza cortada, colocada en la lira, es símbolo de la perennidad
de la poesía, son, por un lado, expresión de una poética basada en la sublimación de las pasiones y
esconden, por otro, como dirá Georges Bataille, atracciones hacia estancadores sortilegios, el eros no
separado del sentimiento de la muerte. Orfeo es el “Gran Iniciado”, muy del gusto de Édouard Schuré,
investido de una función sagrada de mártir y víctima. La lira, símbolo de la inspiración del poeta, significa la
eternidad de la poesía, que se transmite a través de generaciones. Asimilada al alma del poeta, la “téte
coupée” se convertirá después en la cabeza del Bautista, de mirada petrificada, atracción y pesadilla de
Salomé, bailarina símbolo de una feminidad seductora y perversa. A través de la androginia de sus

4
personajes masculinos, el artista da así mismo expresión al drama psicológico de los papeles y de las
identidades sexuales de su época. Protagonistas del sueño que han perdido el ímpetu confiado del
Romanticismo, sus héroes se convierten en fantasmas enigmáticos, incluso amenazadores. Al mezclar temas
mitológicos e historia sagrada, Moreau anticipa el sincretismo que dominará la cultura de finales de siglo.
Prometeo (1868), el héroe que roba el fuego a los dioses y lo da a los hombres, revela en su sacrificio por la
humanidad analogías con la figura de Cristo. Y Orfeo, que canta con su lira, rodeado de fieras, es asimilado a
la imagen paleocristiana del Buen Pastor rodeado de su rebaño.
Si Moreau expresó el mito a través de hipérboles formales y caminos iniciáticos, Pierre Puvis de Chavannes
es el artista de la simplificación, inventor de temas que parecen venir del fondo eterno de la tradición. La
poesía parnasiana, con la evocación de una Hélade entendida como imagen de un pasado inocente, es para
él un sugestivo ejemplo. La llamada a una perdida Edad de Oro se viste del sentimiento de vaga melancolía
que invade las Églogas virgilianas. Lecomte de Lisle identifica la lejanía, y Baudelaire canta “allí todo no es
más que orden y belleza / lujo, calma, voluptuosidad”. El repertorio arcádico, parnasiano y clasicisante es
convencional, pero, para Puvis, el tema es soporte de inquietudes y melancolías que muestran una
sensibilidad nueva. La simplificación armónica del ritmo, de las superficies de los volúmenes y de las
relaciones cromáticas expresa también la búsqueda de una condición humana que tiende al absoluto.
Emerge la originalidad de telas fuera del tiempo, ajenas a cualquier moda, y es precisamente su extrañeza la
que puede ser considerada rasgo simbolista, junto al aspecto liberador de su clasicismo. Un sueño de la
Edad de Oro se realiza en casta abstracción, en simbiótica armonía entre figuras y paisaje. Aparece de nuevo
su influencia en las formas sintéticas de Gauguin, en su modo de achatar las imágenes, en los caminos
experimentales recorridos por los pintores de la escuela de Pont-Aven y de los nabis.
Llamado por Maurice Denis “el Mallarmé de la pintura”, Odilon Redon es identificado con el poeta por el
uso indeterminado de la imagen para obtener estados de ánimo múltiples. En la comprensión de los
procesos de la naturaleza se guía por el botánico Armand Clavaud: no se distancia de su interpretación
fantástica, conecta el recorrido de la psique con la creatividad y concilia sensibilidad romántica y ciencia
contemporánea. Para él, el misterio nace de las cosas, de los aspectos múltiples de lo real. Ayudado por el
grabador Rodolphe Bresdin, desarrolla un lenguaje que, aun defendiendo la observación, en análisis
paciente del dato, introduce la realidad en el mundo de la imaginación. Da vida a seres improbables según
la ley de lo probable. Al contrario que Moreau y Puvis de Chavannes, que se han situado antes que la ciencia
y han rechazado la postura positivista, Redon atraviesa dicha cultura para espiritualizarla, para penetrar a
través de ella en las regiones de lo incognoscible.
A Odilon Redon le gusta indagar en la naturaleza minimal, eliminar las diferencias entre vegetal y animal,
entre natural y sobrenatural, cultiva las asociaciones de imágenes, persigue las posibles relaciones entre los
nuevos contenidos científicos y el acto creativo, identifica el lado oscuro de la naturaleza con el
inconsciente, le gusta la metáfora.
“Mi pintura tiene por objeto la representación de lo invisible con la lógica y la verdad de lo visible”, afirma.
Su lucha es entre forma y caos, oscuridad y luz. En el paso de lo real a lo visionario, del ojo externo al
interno, en un vuelo hacia lo espiritual, Redon transforma la imagen del progreso contemporáneo -el globo
aerostático usado en París durante la guerra franco-prusiana de 1870- en vehículo de fuga fantástica. El ojo,
sentido revelador por excelencia, se convierte en globo, tendido hacia el infinito, vinculado a la noción de
magia, de clarividencia, símbolo de una identificación con el modo de ver que se exige al arte. Las criaturas
nacidas de su fantasía están relacionadas con los ejemplares examinados en el Museo de Ciencias
Naturales; El origen de las especies de Darwin es para él una lectura familiar, pero la teoría evolucionista no
es más que el instrumento para investigar en el paso de lo biológico a lo psicológico, en un intento por
captar el punto en que el elemento físico se une, en sus residuos, a la zona del espíritu.
En la portada del álbum litográfico En el sueño, una figurita con una lira alude a Orfeo; indica la identidad

5
del artista, músico de la vida moderna, que une la observación de la naturaleza y la actividad de la
imaginación. Posteriormente, Redon deriva hacia un simbolismo más transparente; experimenta un nuevo
sentimiento de individuación de sí mismo. Del infierno de los negros pasa a la luminosidad del color, pero
también en el viaje de las tinieblas a la luz están presentes los temas míticos, el significado metafórico y
simbólico de hacer arte.

Gauguin y la escuela de Pont-aven


“El arte es una abstracción: tomadla de la naturaleza, soñando frente a ella. Es la única manera para llegar
hasta Dios, haciendo como nuestro Divino Maestro, crear”, afirma Paul Gauguin (1848-1903). Es el otro
rostro del Simbolismo: mientras que Moreau, Puvis de Chavannes y Redon intentan encontrar un
correlativo a la idea a través de elementos míticos, oníricos y fantásticos, Gauguin, y con él los artistas del
grupo de Pont-Aven -llamado así por la ciudad de Bretaña en que trabajaban-, se sitúan frente a la
naturaleza, no para registrar la apariencia, sino para recrear la esencia más secreta. Desde 1881, mientras
expone con los impresionistas y es discípulo de Pissarro, Gauguin pinta un retrato de su hija Aline dormida,
titulado La pequeña sueña, que anuncia su interés por la vida interior. Después dirá que los impresionistas
no se ocupan de lo que ven, que olvidan el centro misterioso del pensamiento. En una carta de 1885 a Emile
Schuffenecker propone una forma de arte que traduzca “fenómenos que nos parecen sobrenaturales, pero
de los que tenemos sensación”. Desde 1888 utiliza un nuevo arsenal de formas visuales, cuyo objetivo es la
representación de un dominio extraperceptivo. Visión después del sermón, realizado en Pont-Aven entre
agosto y -septiembre de ese año, es la primera imagen de un nuevo estilo, el “sintetismo”, instrumento de
una visión antinaturalista y simbolista. En una imagen única, Gauguin representa la realidad de las mujeres
bretonas rezando y el contenido de su visión interior. El poder de sugestión del cuadro deriva de la fusión
entre natural y sobrenatural. El árbol, además de instrumento asimétrico para reproducir una sensación de
achatamiento (siguiendo una técnica tomada de las estampas japonesas), instituye una frontera entre
realidad y aparición. Aplicado de modo unitario, el color está rodeado de negro, como en los esmaltes y en
las vidrieras medievales, con efecto de intensificación tonal y de achatamiento de la superficie. El “aplat”,
de un rojo irreal, representa el plano trascendental y penetra en las conciencias de las mujeres que rezan.
Cuadro de inspiración religiosa, Visión después del sermón traduce la esencia del simbolismo auroral de
Gauguin, es un ejemplo de desmaterialización. Lejos de las leyes naturales de la óptica, su paleta inventa
una gama cromática modulada por los contornos de la visión interior. El encuentro con el joven Emile
Bernard, que, con Louis Anquetin, ha elaborado una teoría que prevé la utilización autónoma del color puro
para aplicarlo de modo unitario en la superficie, lleva a la definición del “cloisonnisme”, estilo bidimensional
y antinaturalista cuya paternidad es polémicamente reivindicada por ambos artistas. Los años bretones son
para Gauguin años fundamentales para descubrir la esencia de sus medios expresivos. En Bretaña
encuentra las primeras respuestas a su necesidad de exotismo, a la exigencia de relación entre su arte y el
lugar en que ha elegido instalarse. “Me gusta Bretaña, en ella encuentro lo salvaje, lo primitivo. Cuando mis
zuecos resuenan en este suelo de granito, siento el tono sordo, opaco y poderoso que busco en la pintura.”
En Bretaña adquiere la autoridad del fundador de una escuela y realiza, aunque sólo en parte, su sueño de
una Tebaida artística. Los numerosos viajes no añaden mucho a su arte en el plano técnico, aunque sí
nutren su poética de nuevos valores. Una tendencia mítica y monumental anima las grandes telas-
testamento de los años tahitianos, concebidas para resumir en sus momentos fundamentales una suma
filosófica de la vida. El objetivo último de su arte es el deseo de reconciliar la existencia con las ideas y las
aspiraciones de los hombres, traduciendo el pensamiento en formas y colores capaces de expresar el
rechazo de nuestra civilización, el sueño del Edén, el presentimiento dramático de la caída.
En el verano de 1888 llega a Pont-Aven el joven Paul Sérusier, de veinticuatro años; procede de la Académie
Julian, donde entre sus amigos hay jóvenes artistas como Maurice Denis, Paul Ranson y Pierre Bonnard.

6
Guiado por Paul Gauguin, Sérusier pinta El talismán, obra-manifiesto de la poética de Pont-Aven. Maurice
Denis transcribe las sugerencias que hacía Gauguin: “¿Cómo ves estos árboles? ¿Amarillos? Pues bien, pon
amarillo, el amarillo más bonito de tu paleta. ¿Y esta sombra más bien azul? No tengas miedo de pintarla
con el ultramar puro. ¿Y esas hojas, rojas? Pon bermellón”. Un rincón del Bois d’Amour se vuelve
paradigmático de una nueva manera, antinaturalista, de concebir la pintura.
En 1889, el grupo formado en Bretaña expone en París, en el café Volpini. Dos años más tarde, el crítico
Albert Aurier elabora en el Simbolismo en pintura una carta doctrinal del sintetismo. La obra de arte debe
ser “ideísta”, “simbolista”, “sintética”, “sugestiva” y “decorativa”. “Ideísta”, que no “idealista”: para Aurier,
los idealistas “no son más que realistas que han querido presentar los objetos bellos, pero bellos en tanto
que objetos”. Se trata de hacer significante la naturaleza transformándola en “signos”, en “letras de un
inmenso alfabeto que solamente el hombre de genio sabe descifrar”. No se trata de contemplarla en su
autonomía, sino verle un elemento “abreviado”, “simplificado”, que remita a un más allá, exprese otra
dimensión, que puede ser solamente evocada y no claramente definida.

Los Nabis
Si Puvis de Chavannes había sido el primero en tratar el color en zonas planas, el joven Bernard había
asimilado dicho concepto y Gauguin lo había llevado a la intensidad más alta, Sérusier lo transmitió, en
1889, a los compañeros con quienes fundó el grupo de los nabis (del hebreo nebiim, “profeta”). “Un nombre
que nos convertía en iniciados, en una especie de sociedad secreta de entonación mística”, afirma Denis. En
1890 se suman al grupo Edouard Vuillard y Xer-Xavier Roussel; en 1891, el holandés Jan Verkade; en 1892,
Georges Lacombe y Félix Vallotton. Finalmente, en 1895, el húngaro Jozef Rippl-Ronai y Arístides Maillol. La
visión de El talismán se convierte en ceremonia iniciática, cada uno de los adeptos toma un nombre teñido
de sacralidad; se reúnen en el “Templo” (la casa que tiene Ranson en París, en el boulevard Montparnasse),
emplean un lenguaje barroco y visten ropas ceremoniales. Pero no dudan en pasar de los ambientes altos y
sublimantes de los dramas de Maeterlinck a las grotescas bajezas del Ubu roi de Jarry. El grupo carece de
unidad estilística; hay, además, una frontera fluida entre los nabis y otros movimientos, como la escuela de
Pont-Aven, pero a todos les une su admiración por Gauguin. Sérusier, Verkade y Lacombe se mantienen
próximos a él y a Bernard en el vocabulario formal y en los temas bretones; otros, de Bonnard a Vuillard,
pasando por Vallotton y Roussel, prefieren pintar ambientes urbanos. Todos se consideran profetas de una
nueva pintura; todos quieren renovar el arte contra la enseñanza académica que privilegia la imitación de la
naturaleza con procedimientos ilusionistas. Pero, tras la marcha de Gauguin a Tahití en 1891, les falta un
fuerte vínculo de cohesión. La formulación de Denis, de 1890, “pensar que un cuadro, antes de ser un
caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmente una superficie plana
cubierta de colores ensamblados en cierto orden” no es tanto un manifiesto de la pintura abstracta como
una fórmula reveladora de la importancia de los instrumentos lingüísticos, susceptibles de traducir la
esencia de las cosas y las emociones suscitadas por ellas. Líneas, formas y colores ya no deben describir
solamente lo visible, sino ser el soporte expresivo de lo invisible. El antiguo conflicto entre arte imitativo y
arte simbólico conoce, con los nabis y sus contemporáneos, una vitalidad hasta entonces desconocida. El
carácter radical de la primacía concedida por los nabis al “aplat” decorativo no significa que la
bidimensionalidad sea siempre el carácter dominante. Se liberan de las tradicionales reglas de la
perspectiva, del modelo ilusionista de los cuerpos y de las leyes clásicas de las proporciones y del
movimiento. Crean una perspectiva “móvil”, combinando en un mismo cuadro diversos puntos de vista,
llamados a reemplazar la fijeza de la perspectiva axial. Para sugerir el volumen de los cuerpos, utilizan como
nuevo equivalente plástico, en primer lugar, el arabesco lineal, capaz de traducir el movimiento, pero
también el estado de ánimo de cada una de las figuras. Para actuar contra los cánones académicos, recurren
a la deformación, a los movimientos exagerados, pasando de las formas divertidas y casi caricaturescas de

7
un Bonnard a escenas marcadas por el humor mordaz y por el primitivismo irónico de un Vallotton. El
interés de Denis por obras consideradas entonces primitivas y, al mismo tiempo, por las vidrieras
medievales, la pintura egipcia y los mosaicos bizantinos, revela un ansia de arcaísmo y de simplicidad
originaria. Teóricos del movimiento son el propio Denis y Sérusier. El primero publica en 1890, en la revista
Art et Critique, una serie de datos que teorizan el rechazo del sensualismo impresionista, de la poética plana
de la verosimilitud, y ratifican la necesidad de la intervención ordenadora del artista. El pequeño manual de
Sérusier ABC de la peinture insiste en la necesidad de introducir en el cuadro proporciones basadas “en los
números primos más sencillos, sus productos, sus cuadrados y sus raíces”. A ellos asocia un complejo
simbolismo vinculado a doctrinas filosóficas y teosóficas, uniendo un rigor casi matemático a las exigencias
de compensaciones místicas. Un encuentro difícil, pero que tiende a una síntesis no abstracta, una
geometría llena de fervor vital, insertada en el misterio del cosmos.
Junto a la simplificación de las formas, para los nabis tiene un papel importante la decoración, según una
concepción pictórica en la que el elemento ornamental que se ha integrado en el principio compositivo
supone la existencia de un conjunto concebido como “obra de arte total”. Su contribución a las artes apli-
cadas nace del mismo espíritu. Colaboran con el teatro de vanguardia y participan de manera determinante
en la elaboración de un nuevo estilo escénico. Mantienen contactos con los poetas a través de La Revue
Blanche. Con sus litografías en color contribuyen a la renovación del grabado. La cohesión del grupo se basa
en la búsqueda de un arte que englobe todos los aspectos de la vida, en el espíritu de William Morris y del
movimiento inglés Arts and Crafts. Bidimensionalidad de la composición, volumen y profundidad sugeridos
en la superficie y uso de la deformación forman parte de un lenguaje común. También los pensamientos
místicos y religiosos de la filosofía esotérica ejercen influencia sobre algunos nabis. “Formábamos una
original combinación de Plotino, Edgar Poe, Baudelaire y Schopenhauer. Florecían las pequeñas revistas
teosóficas, estaba madame Blavatsky, Péladan y las exposiciones de la Rose+Crois”, recordará más tarde
Maurice Denis. Descubren el budismo, y aunque no todos se sienten atraídos por él, todos son receptivos
frente a tendencias antinaturalistas e intentan expresar en su pintura realidades sobrenaturales o
espirituales. De todos modos, se diferencian de movimientos como la Rose+Crois escogiendo un lenguaje
nuevo y sintético, rechazando temas literarios o alegóricos. Si a Denis lo anima un catolicismo profundo y
Sérusier y Verkade son espíritus religiosos, Bonnard, Vuillard y Roussel se muestran menos inclinados a
teorizar, y traducen los aspectos esenciales de la experiencia vivida. Desde la segunda mitad de los años
noventa, los caminos de los nabis empiezan a separarse. Sérusier, cada vez más aislado en Bretaña, intenta
convertir a sus amigos al canon estético del padre Desiderius Lenz, del convento benedictino alemán de
Beuron, al que se adhiere también Verkade, que ingresó en este monasterio en 1894. Cuando, en 1900,
Denis, reúne a todos los componentes del grupo en el Homenaje a Cézanne, una experiencia decisiva en la
evolución que va de la imitación a la invención de la realidad puede considerarse concluida.

*Texto extraído del libro:


Benedetti, María Teresa. Simbolismo. Colección “El Impresionismo y los inicios de la pintura moderna”.
Barcelona: Editorial Planeta DeAgostini, S.A., 1999.

También podría gustarte