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LO QUE SE SIENTE PENSAR

O LA CULTURA COMO PSICOLOGÍA

pablo fernández christlieb

Departamento de Psicología Social


Facultad de Psicología
Universidad Nacional Autónoma de México
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A Juan Luz
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ÍNDICE

PRÓLOGO: DE LA SOCIEDAD

PENSAMIENTO
EL RETINTÍN DE MEDIODÍA
La Claridad
La Racionalidad
EL COLOR DE LA TARDE
La Profundidad
La Interioridad
FUÉRAMOS CULTOS

SENTIMIENTO
MATERIALES ETERNOS
Para Ser Frescos
MATERIALES INTEMPORALES
Afectos Cálidos
MATERIALES FECHADOS
Sentimientos Pensamentales
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CONCIENCIA
LA VIDA ES UN MOVIMIENTO
Atmósfera
LA PERCEPCIÓN ES UN DETENIMIENTO
Renacimiento
La Incultura Científica
EL ALMA DEL ESPEJO

PERCEPCIÓN
LO CERCA TÁCTIL SENTIMENTAL
Hostilidades
LO LEJOS VISUAL PENSAMENTAL
El Espejo del Alma

SENSIBILIDAD
SENSIBILIDAD Y SENSATEZ
La Estética
ESTILO Y ACTITUD
SEAMOS CURSIS

INTELIGENCIA
LA TONTERÍA
Vapor de Acero
Y LA CULTURA DÓNDE ESTÁ
El Yo de la Cultura
El Bulto del Individuo
POSE
Lo Natural y Lo Artificial
LA ÉTICA DE LAS COSAS

EPÍLOGO: DE UNO MISMO


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PRÓLOGO: DE LA SOCIEDAD

La cultura es lo que se siente pensar. Se puede hacer aquí


mismo la prueba: si uno trata de imaginar qué es lo que se
siente pensar, le crecerá una molestia en el entendimiento,
ésa de que lo que está diciendo el primer renglón no se
puede hacer porque para empezar es contradictorio porque
los pensamientos se piensan y no se sienten y los
sentimientos se sienten y no se piensan, y le aparecerá una
incomodidad a la mitad del párrafo (es decir, dentro de
tres renglones), como cuando uno no está en el lugar
adecuado o cuando hay algo en el ambiente que estorba, que
no deja en paz, y efectivamente, es como si existiera el
impedimento de parte de alguien –de quién, se puede
preguntar- o de algo –de qué- de juntar estas dos palabras
sin tropiezos, y eso que nada más son dos palabras,
inofensivas, chiquitas, inocentes, o también puede uno
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preguntarse cómo dos palabras pueden estorbar como si


fueran muebles fuera de su sitio. Y bueno, lo que acaba de
suceder es que uno sintió pensar; si a uno no le pasó nada
de lo anterior y sólo se aburrió leyendo el párrafo,
también le sucedió esto de que sintió pensar. Y esto es la
cultura: una computadora o un perro no lo hubieran logrado.
Esto es el gran cultivo de la civilización, que le ha
ido tomando lo largo de su historia lograrlo: hacer que lo
que se sienta se pueda pensar, y que lo que se piense se
pueda sentir, es refinamiento puro, y por eso no a todos
les sale muy bien esto de ser cultos; a los expertos y a
los especialistas les sale francamente mal; a la gente que
anda por la calle le sale verdaderamente bien, tanto que ni
se dan cuenta. La cultura es todo aquello que no separa una
cosa de la otra, ni siquiera cuando lo intenta y parece que
lo logra. De hecho, cuando uno no está a prueba en una
librería leyendo prólogos de libros que ni siquiera va a
comprar, porque a pesar del título tan comercial, resulta
que el libro que tiene en la mano no es de autoayuda ni de
superación personal, sino cuando está uno dedicado a sus
quehaceres y ociosidades, esto es, cuando uno no se
esfuerza en darse cuenta, que es aproximadamente siempre,
uno siempre piensa lo que siente y siente lo que piensa,
sin el menor trabajo, de manera que, en rigor, lo extraño
es que en algún momento de la historia de la sociedad, a
alguien se le haya ocurrido que estas dos cosas puedan ir
separadas, porque uno solamente cree que están separadas
cuando alguien se lo pregunta, pero mientras no, no. Para
decirlo de otro modo, más fácil o más difícil, la cultura
es todo aquello que se localiza entre sentir y pensar.
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Pareciera que el tema es de psicología y no de


cultura, pero lo que pasa es que la psicología, una ciencia
que aparece en el siglo XIX con el fin de inventar al
individuo (y luego, aplaudir el individualismo en que se
convirtió), lo que hizo para tal efecto fue transpasar los
acontecimientos de la cultura al interior de una mente
individual con consecuencias contraproducentes para la
cultura y la sociedad y el futuro. La psicología apartó al
ser humano del mundo y lo aisló dentro de los cuerpos de
las gentes. Y así, imitando los cánones de una ciencia que
no era la suya, específicamente la física clásica, fue
descomponiendo a la conciencia en una serie de categorías,
en un casillero puso al pensamiento y en otro al
sentimiento, en otro distinto a la inteligencia y así
sucesivamente. O sea, a la conciencia la desculturalizó, la
descuartizó dejándola irreconocible, sin que pueda ser
reconstituida aunque se sumen todos los retazos. De este
modo, puede aseverarse que todo aquello que se supone que
es la psicología, es lo que sería la cultura: la cultura es
la psique que está en la sociedad. Pero la cultura no se
comporta como la psicología, toda vez que al no dividir
pensamiento y sentimiento ni ninguna otra cosa, y al no
subdividir al pensamiento en otras tantas partes y piezas,
entonces tampoco su movimiento es el de un mecanismo
construido de partes añadidas. La cultura no se mueve como
un robot que tiene muchos componentes, sino como una música
que es de una sola pieza interminable, a la cual no se
puede formalizar ni formulizar, sino solamente narrar o
contar, e intentar, penosa e insuficientemente, hacerlo de
una manera que se parezca más a una música que a un robot,
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más como un cuento que sube y baja sin detenerse mucho, que
como un reporte con inciso uno y subinciso uno punto uno,
para respetar la naturaleza de su objeto.
Para hacer esto, el presente texto toma los vocablos
que se aceptan como propios o cuando menos como afines a la
psicología, tales como los ya mencionados pensamiento y
sentimiento, y asimismo conciencia, así como percepción e
inteligencia, y con ellos se propone averiguar en qué
consisten cuando no son considerados como fenómenos
individuales, sino como acontecimientos exteriores a los
individuos, esto es, describir, por ejemplo, cómo se
comporta el pensamiento cuando el pensamiento está en la
sociedad. Y, según se sabe, la sociedad, por caso una
ciudad, con sus plazas y su campanario y sus calles y sus
transeúntes, o por caso la historia, con sus generaciones,
anécdotas, obras, escándalos y siglos, no tienen cosas
tales como cerebro ni neuronas ni hacen sinapsis, de manera
que dicho pensamiento debe existir de otro modo, por
ejemplo pensándose con distancias, escaleras, colores,
recorridos, peatones, aire y otras cosas, y no obstante ser
estricta y exactamente un pensamiento, y de hecho, éste es
el pensamiento originario de donde se deriva eso que ya
luego se le denomina pensamiento dentro de los individuos.
Y así también, de manera muy curiosa, da la impresión de
que la psicología, sobre todo la más difundida, siempre les
da la vuelta y se escabulle de sus propios objetos: promete
que los va a estudiar y acto seguido se pone a estudiar
otras cosas más fáciles con la expectativa de que nadie se
va a dar cuenta, o con la expectativa de que al final todos
crean que eso era la psicología, que es aquello que en
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posadas y paraderos del siglo XVI se denominaba dar gato


por liebre (a la hora de la cena), y, efectivamente, para
hablar, por ejemplo, de sentimientos, se habla del sistema
límbico y de endorfinas y de conductas adaptativas de la
evolución, de intereses objetivos, de funciones, de
nombres, de prójimos, es decir, se habla de química o de
economía, o se habla de sustratos, materiales, condiciones,
causas, nomenclaturas, por un lado, y por el otro, de sus
productos, de sus consecuencias, sus efectos, pero de lo
que no puede parecer hablar es de los sentimientos en sí;
no lo que lo compone, no lo que le resulta, sino el
sentimiento sintiendo, al cual le suele importar muy poco,
cuando está muy enojado, si eso lo hace con adrenalina o
con tripas, si con ello va a salir ganando o perdiendo:
siempre se habla de lo que hay antes y después del
sentimiento, pero no del sentimiento por sí y desde dentro.
De hecho, los antecedentes y consecuentes, los
condicionantes y resultantes, en rigor desaparecen a la
hora del hecho en sí, como si se vaciaran y se disolvieran
en el sentimiento o pensamiento, y este acto en sí, sentir
o pensar, se vuelven algo mayor, anterior, superior, que
sus componentes: son una realidad más primigenia, que es la
de la cultura. Puede decirse, para terminar ya con el
ejemplo, que cuando el pensamiento está en la sociedad, se
comporta como una mirada; cuando el sentimiento está en la
sociedad, se comporta como el tacto. La mirada es lo que
queda entre el pensar y lo pensado; el tacto es lo que
queda entre el que toca y lo que toca, y eso no está dentro
de nadie, sino fuera de todos, en el aire y en el clima de
la sociedad, en el aliento de la ciudad y en el espíritu de
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la historia, y entonces, más bien, somos todos los que


estamos dentro de eso.
Y ciertamente, ya se habrá visto, en el índice
aparecen los capítulos intitulados Pensamiento,
Sentimiento, Conciencia, Percepción, Sensibilidad e
Inteligencia, mismos que están redactados para que cada uno
pueda ser leído independientemente y así uno quede
dispensado de la obligación escolar de leer todo, cosa que
no es para tanto y que ya nadie hace. El único problema es
que uno tiene que comprar todo para leer uno o dos, pero,
si sirve de algo, leyendo todos aparece una versión general
de la sociedad y de la historia desde el punto de vista de
la psique colectiva. Mientras tanto, los capítulos se
ordenan de la manera en que se acomodan mejor a la
argumentación total, y muy señaladamente presentan un
acomodo en orden histórico, como si se tratara en conjunto
de una narración de la larga duración de la historia, como
diría Braudel, terminando el día de hoy. Pero casi de lo
que se trata es de argumentar más bien que estos temas
diferentes no existen porque en rigor son el mismo tema, y
entonces, de lo que se trata es de irlos anulando entre sí,
y el resultado de esta múltiple anulación recíproca es
precisamente la cultura, aquélla que no separa unos temas
de otros y por ende los anula entre sí. Así, pues, en el
capítulo que se refiere a los pensamientos aparecen los
sentimientos o la percepción como siendo pensamiento, como
si siempre se estuviera hablando de todos a la vez o como
si no se estuviera hablando de aquello a lo que se
referían, como si los títulos de los capítulos no embonaran
nunca del todo y como si a uno se le hubiera podido poner
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el título de otro: el que se llama Conciencia se pudo haber


llamado percepción, y el que se llama Percepción a lo mejor
su pudo haber llamado lenguaje, de modo que al final, más o
menos todos se confunden, y uno no sabe dónde está qué
(razón por la cual se añade un suficiente índice temático):
esa confusión es la cultura: la cultura no es la suma de
todos los capítulos sino más exactamente la imposibilidad
de que aparezcan separados. Esta confusión o disolución de
unos fenómenos en otros remite en última instancia a la
disolución y confusión de separaciones más básicas y
fundamentales del conocimiento occidental, concretamente
las de mente y materia, conocimiento y realidad, espíritu y
cuerpo, sujeto y objeto, y otras separaciones menos básicas
pero más políticas como sociedad e individuo, femenino y
masculino, toda vez que, estas dicotomías, no se trata de
resolverlas, sino de deshacerlas, porque, desde el presente
punto de vista, un conocimiento que separa mente y materia,
aunque después quiera juntarlos, cometerá el error perpetuo
de unirlos mediante otra separación, y si de verdad se
pretende transformar esta sociedad, eso sólo es posible con
otro modo del conocimiento, con un conocimiento que no
dicotomice la realidad, aunque con la consabida
complicación de que el único material que hay para hacer
otro conocimiento es este mismo conocimiento que queremos
cambiar, que es como si lo único que tuviéramos para hacer
pintura blanca fuera pintura de colores. Por ello mismo, a
lo largo de todo el libro, no se hacen clasificaciones, al
menos dentro de lo que cabe, y por eso se mezclan ejemplos
de distintas épocas y de distintos niveles y de distintas
seriedades; y se mezclan peras con manzanas: el agua se
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mezcla con el pensamiento (cosa que le gustaría a


Bachelard), el miedo se mezcla con la sopa (cosa que le
gustaría a Mafalda), la arquitectura con la conversación,
el lenguaje con el espacio, el tabaco con el infinito, el
ruido con el poder, la ternura con las piedras, el pan con
el ladrillo, los kilómetros con la soledad, porque la
cultura no consiste en las cosas que se relacionan, lo cual
es muy robótico, sino, estrictamente hablando, en la
relación sin cosa, lo cual es muy musical, en el éter que
hay en medio del miedo y de la sopa.
De hecho, aquello que hay en medio, a saber, la
relacionalidad, es lo que constituye al resto de las cosas.
Existe una ciencia que desde su fundación tomó a la
relacionalidad como su campo u objeto de estudio, al cual
denominó interacción: la psicología social. Lo lamentable
de la psicología social es que descubrió la puerta, pero
cuando quiere pasar por ella casi nunca le atina, y se topa
ora con un lado ora con el otro, y al parecer haciendo eso
se siente muy satisfecha, pero, comoquiera, entre alguien
que interactúa con alguien más, algo que se relaciona con
algo más, lo que constituye la realidad no es ni el alguien
ni el algo, sino lo que queda en medio, la relación o la
interacción en sí mismas, no sus antes ni sus después, no
sus sustratos ni sus efectos, y que no es ciertamente, algo
que pueda ser tocado o visto de modo obvio, mucho menos
medido y comprobado, sino que se parece más bien al aire
del mundo, al ambiente de la vida y que, de hecho,
constituye la realidad originaria de la cual van a surgir
los objetos, las ideas, las personas, las situaciones, los
acontecimientos y todo lo demás. A la psicología social no
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hay que enseñarle dónde está la puerta, sino que le guste


atravesarla, pero da toda la impresión de que prefiere las
paredes que están a cada lado porque son más sólidas,
mientras que el vano de la puerta es pura atmósfera. Un
psicólogo social, Claude Faucheux, expone así esta realidad
originaria de la interacción:

Los objetos son funciones extrañas


a la función que los pone en relación;
los predicados no son propiedades
de los objetos sino de su relación
(Bachelard, citado por Faucheux,
1972, p. 5)

Faucheux utiliza un texto de Bachelard sobre la relatividad


de Einstein para describir al objeto de la psicología
social; aquí se utiliza un poema de Enrique Lihn sobre
Kandinsky para decir exactamente lo mismo:

La relación de unas cosas con otras


iba borrando, poco a poco, las cosas.
Versos sin palabras.
Formas sin figuras.
No bien partía un barco de oro de la orilla
cuando ya no era orilla ni barco ni partía
(Lihn, Ed. 2004, p. 22)

A la relacionalidad no habría que verla como algo que está


de paso, como una especie de tránsito entre dos límites,
sino como una cosa rítmica que nunca se va y que siempre
está presente. Y además de que ahí es donde se van a
precipitar todas las demás cosas, en primera instancia de
ahí es de donde salen, surgen, brotan, manan. La
relacionalidad, como algo que tiene una consistencia
substantiva, para diferenciarla de la relación, no es pues
una actividad ni un movimiento, sino, por decirlo de alguna
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manera, una especie de movimiento de tal densidad que a


veces parece sólido. Por lo demás, ésta es más o menos la
noción que aquí se da de conciencia en su capítulo
correspondiente, para que se note cómo los términos se
confunden. Pues bien, esto que queda entre las cosas, entre
la arquitectura y la conversación, entre el calor y la luz,
entre el lugar y el espacio, entre lo interior y lo
exterior, entre lo distante y lo cercano, entre la ternura
y las piedras, no es algo que sea producido por los objetos
que se relacionan, por las dos personas que interactúan,
sino al revés, es esta cultura lo que es previo a ellos,
anterior y más originario, y lo que produce a las dos
personas, o como diría George Herbert Mead, uno de los más
clásicos psicólogos sociales, no son dos personas las que
hacen la conversación, sino la conversación la que hace a
las dos personas. Por lo tanto, para comprender la realidad
de la sociedad, parece más conducente averiguar en qué
consiste esta realidad primigenia que averiguar cuáles son
sus productos.
Salvo que se le puso el nombre de cultura, que por lo
demás cada día es más ambiguo si no equívoco1, esta

1 Las definiciones de cultura son ambiguas, equívocas, y miles, lo cual


empieza a querer decir que cultura ya no quiere decir nada; desde el
momento en que alguien se atreve a hablar de “una cultura del pago de
los impuestos”, ya el asunto está perdido. Desde Johann Gottfried
Herder en el siglo XVIII hasta Clifford Geertz en el XX, no han parado
de brotar definiciones como hongos, y más en la actualidad, en que se
habla mucho porque no se tiene nada que decir. La definición
antropológica de cultura siempre ha sobresalido por su fealdad, algo
así como “conjunto organizado de saberes, códigos, valores o
representaciones asociadas a un dominio regular de prácticas”
(S.Mesure y Savidan, 2006, p. 232). Geertz, antropólogo él mismo, la
ha mejorado diciendo que es “los mecanismos de control –planos,
recetas, reglas, construcciones-, lo que los técnicos en ordenador
llaman programas para regir el comportamiento” (citado por Giner et
al., 1998, p. 191). En fin, Carlos Giménez sintetiza las múltiples
definiciones de cultura en los siguientes rubros: “1.- La cultura es
aprendida. 2.- Las culturas son modos de interpretación y
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realidad sui generis que queda en mitad de todo lo que hay,


no tiene nombre ni terminología ni vocabulario, y no porque
haya que esperar a que se lo pongan, sino porque por su
misma sustancia es inefable (por ello, una psicóloga social
catalana, Adriana Gil, la llamó “el eso psicosocial”),
razón por la cual en el presente libro no aparecen términos
técnicos, y las definiciones no serán tales, sino que se
tendrán que ir nombrando las cosas sobre la marcha, esto
es, como una narración con el único lenguaje posible, a
saber, con el lenguaje cotidiano que todos nos sabemos y
que tan bien nos sale y que tan bonito es. Y es que, en
efecto, el eso psicosocial, aquello que aparece en la
relación pero que no existe en las cosas relacionadas, es
una realidad suya propia, que tiene sus propias reglas
suyas. Donde no le atinan los psicólogos sociales es que

significación de la realidad. 3.- La cultura es simbólica. 4.- La


cultura es un modo estructurado y está pautada. 5.- La cultura es
compartida diferencialmente. 6.- La cultura es un dispositivo de
adaptación” (Giner et al., 1998, pp. 191-192). Raymond Williams dice
que los sentidos antropológico y sociológico de cultura se refieren a
“todo un modo de vida”, que suele convergir con un sentido más
especial pero más difundido como “actividades intelectuales o
artísticas” (1981, p. 13). Como se ve, no existe un sentido
psicológico de cultura, porque la psicología cree que su ciencia nada
tiene que ver con la sociedad (si acaso, con el medioambiente). En
fin, nada de lo aquí citado contraviene la idea que de cultura en este
texto se asume, mucho menos esta definición que Geertz (1973, p. 25)
cita de Ward Goodenough: “la cultura está situada en el entendimiento
y el corazón de los hombres”.
A partir de aquí, uno puede decir infinidad de cosas, por
ejemplo, que “la cultura es aquello que queda cuando uno ha olvidado
todo” (Émile Henriot), o que “la cultura es lo que queda después de
haber olvidado lo que se aprendió” (André Maurois), o que “la cultura
es el saber del que no tiene uno que acordarse” (Diógenes Laercio). O
que “la cultura es una cosa y el barniz es otra” (Ralph W. Emerson). O
que la cultura consiste en hacer interesante lo que no es. O que la
cultura es la fabricación de un sentido de la vida que la vida no
tiene. O que la cultura es la sociedad considerada como una entidad
psíquica. “Esta vida más grande y más intemporal dentro de la cual
vivimos las nuestras, más pequeñas y preocupadas, se llama cultura”
(Verónica Ursúa). O que la cultura es un molde vacío que le da forma a
todo lo que contiene. O que la cultura es aquello que hacemos para
entretenernos mientras nos morimos (y aquello que hacemos mientras nos
morimos es encontrarle sentido a la vida para poder morirnos en paz).
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para averiguar de qué está hecha, recurren a reglas de


otras materias, especialmente la física, la biología, la
economía, y secundariamente, la sociología, la historia, la
antropología y la psicología individual que por su parte ya
había copiado los dictámenes de la física. Pero la realidad
de la cultura es una realidad inicial y por sí misma, que
no se deriva ni proviene, ni está subordinada ni es
subsidiaria de ninguna otra ciencia ni disciplina ni
método, y que por lo tanto debe sacar sus bases y métodos y
teorías de sí misma, lo cual debiera ser más alentador que
frustrante, porque permite realizar atrevimientos que en
otras partes son muy mal vistos porque se antojan excesivos
o extraviados, pero es que ésta no es cualquier otra parte,
sino la suya propia; de hecho, plantear que hay una
sociedad que tiene conciencia, que piensa y siente, y
percibe y es sensible y es sensata, es ya un planteamiento
que para otras ciencias resulta exagerado: la misma
psicología social se asustó de su descubrimiento, y para no
tener que pasar por esa puerta, ha preferido seguir
topándose con las paredes. En fin, esta realidad originaria
y permanente es, no obstante, genuinamente lo que podría
llamarse una realidad psíquica colectiva2, y que en el
presente texto se denomina La Cultura como Psicología.
Si la psicología se trata de entender qué es la
conciencia, entonces, el presente texto es una exposición

2 Este pie de página es de agradecimiento al Seminario de Psicología


Colectiva Contemporánea, que es un centro de conversación donde se
intercambian referencias, chistes, ideas, chismes, citas, teorías,
aporías, libros, conceptos y sarcasmos sin salirse nunca del tema, y
que no pertenece a ninguna institución, o mejor dicho, a Luzma
Javiedes (varios temas que aparecen aquí han sido conversaciones
suyas), a Salvador Arciga, Jahir Navalles, Rodolfo Suárez Molnar,
Gustavo Martínez (ellos son los que saben), a Claudette Dudet, y a
Angélica Bautista, directora de El Alma Pública.
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de teoría y método, o sea, que intenta, en principio, poder


mostrar en qué consiste esta realidad de la cultura, y al
mismo tiempo, mostrar cuál es la manera de describirla; y
en ambos casos lo único posible es la oblicuidad, debido a
que no hay manera directa de hacerlo, porque directamente,
como hecho positivo, como cosa mesurable, como respuesta a
cuestionario, la cultura se esfuma (y queda el barniz): es
por eso que, para que aparezca, se la tiene que describir
hablando de otra cosa y de otro modo, usando la historia,
los ejemplos, las críticas, más como un ensayo narrativo
que como una conceptualización, sin esquemas ni
clasificaciones, en la espera de que, mientras tanto, se
aparezca por sí sola la realidad de la cultura cotidiana en
el momento en que el lector sienta que piensa, y por no
dejar, se aprenda uno que otro dato de los que hay
distribuidos por ahí.
Y si a la psicología se le pide algunas veces que cure
las penas o las crisis o el mal de amor, la cultura puede
responder que no es la psicología la que cura, sino el
ritmo, porque como ya saben todos los que bailan, cantan,
corren o platican, que cuando uno entra en algo que se va
moviendo y que lo lleva, por ejemplo cuando uno entra en
una conversación para contar sus penas, se empieza a sentir
aliviado, no porque las resuelva, sino porque se mete en el
ritmo de la conversación y las penas se olvidan mientras se
habla de ellas, porque es la cadencia de la conversación la
que se hace cargo de uno con todo y cuerpo e ideas y
preocupaciones y es como si lo cargara, quitándole su
propio peso, y lo meciera en sus propias palabras y las de
los demás, y en los gestos e imágenes y tonos que van
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saltando unos tras otros mientras se habla. Los curas se


llamaban curas porque curaban las tribulaciones de sus
feligreses con sólo escuchar sus cuitas, las cuales iban
perdiendo peso a medida que se hablaba. Dicho de otro modo,
este libro, aunque se intitule psicología o cultura, no da
recetas de cómo hacerle en ningún caso, porque entonces sí
se convertiría en texto de superación personal y autoayuda,
y eso nunca jamás de lo perdonaría, pero, a cambio, intenta
estar escrito, por razones de método y por razones de la
naturaleza de su objeto, si no bien, por lo menos lo mejor
que se pueda, de una manera ligera que permita leerlo, no
ya porque se le crea lo que dice o incluso se le entienda
por completo, sino porque los renglones tratan de fluir sin
sobresaltos de suerte que hasta a veces lleguen a adquirir
un cierto ritmo en el cual uno se suba y se deje llevar.
Como dice Richard Sennett después de haber escrito muchos
libros, “la narrativa sólo hace el trabajo de curar por la
estructura, no por medio de consejos; la moraleja de la
narrativa reside en la forma, no en el consejo” (1998, p.
141). La intención es que si el lector, si es que existe
para empezar, puede, por virtud de la escritura,
entretenerse, es decir, sostenerse suspendido en el hilo
del discurso, es que entonces habrá entrado al ritmo de la
cultura, y habrá comprendido de qué se trata, y sabrá qué
es lo que se siente pensar aunque no lo pueda decir, y de
paso, si tenía alguna pena, ya se le aligeró por andar
entretenido en cosas menos graves, que en buen castellano
es lo que significa aliviarse: hacerse liviano. Pero esto
no es una cuestión de caridad ni de terapia, sino de teoría
y método, en el entendido de que si no sucede algo
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parecido, entonces el presente libro no logró mostrar lo


que pretendía, tampoco le atinó a la puerta, se estrelló
contra la pared (y si se le permite escoger, la del lado
izquierdo, que siempre es más suave) y costó más caro de lo
que valía.
20

PENSAMIENTO

La diferencia entre el animal y el ser humano es que cuando


un animal se cansa, se duerme, y santo remedio, y cuando un
ser humano se cansa, se sienta, y ahí empiezan sus
problemas, o su conciencia, que es lo mismo. La diferencia
entre dormirse y sentarse es que quien se duerme, cierra lo
ojos, y asunto arreglado, pero quien se sienta, se pone a
mirar, y automáticamente, a pensar cosas, de suerte que
mirar y pensar constituyen el mismo acto, y las cosas que
se miran son las que forman los pensamientos. En efecto, la
cultura no se hace de la nada, sino que se hace con lo que
tiene a la mano, sillas, ojos, cosas.
Si el animal, según su nombre, es aquél que se
mueve; el ser humano es aquél que mira, como El que Mira la
Luna, Moonwatcher, que es el nombre que Arthur C. Clarke,
en su Odisea en el Espacio, le pone al primer ser humano.
21

Mientras que el nómada clásico va, busca, encuentra, y


después se duerme, el sedentario, es decir, el que se
sienta o se asienta, hace todo eso sin mover un dedo,
porque mirar es el acto de tocar, andar, alcanzar, probar,
recorrer, ir y venir, subir y bajar, estando quieto. Pensar
es moverse sin la necesidad de cansarse. Ciertamente, la
mirada es el movimiento con el que uno se mete dentro del
paisaje del espacio y alcanza las distancias y toca las
cosas que están adonde el cuerpo ya no llega, tanto porque
están lejos como porque está cansado. No es casual que en
el lenguaje cotidiano se diga que las miradas se lanzan,
que uno le echa miraditas a otro, que alguien le clava la
mirada a uno, pero nunca se diga que lanza audiciones o que
lanza el olfato: éstos se reciben. Mientras que los otros
sentidos parece que esperan a que lleguen las cosas, la
comida a la lengua y el ruido a las orejas, la mirada, en
cambio, parece que se avienta: uno pone lo ojos, pone la
vista, pero uno recibe lo que escucha, y a veces lo padece,
ya que uno puede escoger lo que mira, pero no lo que oye.
La mirada es lo único que sale de paseo, que se desprende
del cuerpo y se dedica, por así decir, a tocar, a probar, a
oler, a su manera3. En efecto, el lenguaje de la cultura

3 Pero sobre todo, “mirar” es una forma de decir, porque en rigor la


mirada no es la percepción visual, sino que es el nombre que se le
puso a una sensación que es más estrictamente sinestésica, esto es,
que capta los objetos del mundo con todos los sentidos juntos y
revueltos de la percepción. Cuando uno está en un lugar público, un
café, por ejemplo, éste no está dividido en cinco realidades distintas
que se registren cada una por su parte y luego pasan el reporte, que
es lo que nos quieren hacer creer –y lo logran- las teorías
científicas de la percepción. Y bueno, uno entra al café, y en la
misma impresión al mismo tiempo viene junto con lo que ve también lo
que huele, el olor a tabaco, la calidez y pesantez del aire, el agua-
la-boca del sabor de las galletas, la vocinglería de los parroquianos,
porque, en efecto, la mirada no es la visión, sino la síntesis de
todas las cualidades aprehensibles que se presentan, y esto no es
ningún nuevo descubrimiento ni ninguna idea novedosa, sino la realidad
22

occidental utiliza terminología óptica, donde todo se dice


como si se estuviera viendo, donde mirar es alcanzar, mirar
es tocar, mirar es entender, mirar es gustar, “mira a qué
sabe”, mirar es oler, “mira cómo huele”, mirar es oír,
mirar es ver, “mira qué bien se ve”, y a veces, es no ver,
“mira qué oscuro está”, como si nos moviéramos con los ojos
y con los ojos hiciéramos las cosas. Frases extrañas como
que algo “tenga que ver” con algo más (verbo y gracia:
“¿esto tiene que ver con lo que estás diciendo?”) son
bellezas propias de una cultura de la mirada. Pero eso no
significa que las percepciones hayan sido reducidas
culturalmente a la de la vista, o sea, que la gente ya no
utilice tanto el olfato o el oído porque prefiere usar la
vista, sino que la vista se ha ampliado a todas las
percepciones: se ha vuelto sinestésica, y por los ojos se
percibe con todos los sentidos, y por eso se puede decir
todo con la terminología de la mirada4; difícilmente se

más originaria: la percepción es genuinamente sinestésica, o como dice


Merleau-Ponty, “la percepción sinestésica es la regla, y si no nos
percatamos de ello, es porque el saber científico desplaza a la
experiencia, y hemos dejado de ver, oír y en general de sentir, para
deducir de nuestra organización corpórea y del mundo tal como el
físico lo concibe lo que debemos ver, oír y sentir” (1945, p. 244). En
efecto, es por razones de sinestesia que cualidades de un sentido de
la percepción aparecen en otros, como cuando se habla de colores
chillones (i.e. que se oyen), de sabores picantes (i.e. que se tocan),
de sonidos graves, o sea, atraídos por la gravedad como si fueran
volúmenes.
4 Cabe aclarar, por si acaso, que la sinestesia es una forma de la

cultura, la cual es capaz de trabajar con las sutilezas de la


realidad, y no es necesariamente una forma del cerebro. En cuestiones
como ésta, el razonamiento de la neurociencia puede ser de una
tosquedad ofensiva, sin delicadeza alguna, que no permite captar las
sinestesias como una cualidad del pensamiento, sino que hay que
esperar a que aparezcan como datos de la actividad cerebral. La
neurociencia busca en el cerebro la cultura, y no la encuentra, y
entonces decide que no existe. En un libro horrible que lleva por
título El Extraño Fenómeno de la Sinestesia, su autor la define como
“la condición en que la estimulación de una modalidad sensorial
produce una sensación involuntaria en otra”, o sea, que le pongan
sonidos en un laboratorio y empiece a alucinar colores; también la
define como “el percepto vivenciado por los sujetos con sinestesia”
23

hubiera podido hacer un lenguaje basado en las papilas


gustativas, aunque palabras como saber y sabiduría
provienen de sabor, o en la nariz, aunque a veces la gente
husmea. Pero los conceptos, las ideas abstractas, se pueden
decir mejor con la mirada.
Quién sabe si valga como definición, pero puede
decirse que la cultura es el pensamiento que se hace fuera
de los individuos. La cultura es un pensamiento exterior.
El espacio, los lugares y las cosas son así. Y las
ciudades, altas o extensas, las obras de arte de cualquier
género, las gentes que pasan y las instituciones, los
libros de las bibliotecas, las leyes de la percepción, las
reglas de la sintaxis, son objetos por fuera con los que
incluso están hechos las imaginaciones, las alucinaciones y
hasta los individuos mismos con todo y sus interioridades e
intimidades, porque no hay nadie que se haya inventado las
palabras y las imágenes con que está hecho. El pensamiento
es siempre aquello que ha sido recorrido por la mirada, y
la mirada siempre anda vagando por el exterior.
Ciertamente, la mirada es la manera de meterse al
fondo del mundo, porque llega todavía más allá de donde se
alcanza a tocar, y de hecho llega allí hasta donde termina
el espacio, o más bien, el espacio termina ahí hasta donde
alcanza la vista, porque lo que ya no se ve, no se piensa,

(Harrison, 2001, p. 219). Según esto, la sinestesia es una especie de


don o enfermedad, en todo caso anormal o excepcional, que algunos
individuos padecen, y lo que hace este científico es averiguar si
cuando el sujeto ve algo se activan otras áreas del cerebro que no
sean visuales. Por lo común el resultado es negativo, pero no hay que
esperar la confirmación científica, porque la sinestesia no está
dentro del cerebro, sino dentro de la cultura, del arte, del lenguaje,
de la cotidianeidad y de la sensibilidad para mirar el mundo. Es por
tosquedades de esta índole que los científicos se muestran
discapacitados para comprender la realidad de las ciencias humanas o
la teoría social, y es esta torpeza la que les proporciona su
sensación de superioridad.
24

y lo que se piensa sin verse, como los recuerdos, es porque


fue visto alguna vez de algún modo. Paradójicamente,
mientras que moviéndose y esforzándose, con gasto corporal,
el espacio que se alcanza es siempre uno muy próximo a uno
mismo, y para eso se tiene que levantar, cuando uno se pone
a mirar, desde ahí sentado, el espacio que se alcanza es
distante, y además se puede estar viendo por más largo
tiempo, sin cansarse, aunque, en rigor, alguien culto, esto
es, no alguien erudito, sino alguien que está dentro del
pensamiento del mundo, puede también mirar con los dedos,
tocar y saber cómo se ve, mirar con la punta de la lengua,
probar una legumbre y saber qué color tiene, de donde se
desprende, por lo demás, que las observaciones de las
neurociencias, que separan y dividen los canales de la
percepción, podrán ser muy objetivas, muy verificables,
pero muy incultas, cinco veces más para ser precisos, que
quien de sólo oír el ruido sordo del aire sabe ya qué
aspecto tiene el cielo y cuánto frío va a hacer.
Ahora bien, cuando uno se sienta a mirar, todavía
tiene dos opciones, hacerlo en la mañana, o hacerlo en la
tarde, hacerlo en verano, o hacerlo en invierno, hacerlo en
el sur, o hacerlo en el norte, y el dilema es fundamental,
porque el mundo cambia, y su pensamiento también5. La
diferencia que hay entre la mañana y la tarde es la
diferencia entre el pensamiento que arroja luz sobre las
cosas y el pensamiento que se ahonda en ellas. Es una

5 La sencilla y grandiosa idea de Franz Brentano (Gallararte, 1976, p.


190) de la intencionalidad es lo que está operando aquí: si la
intencionalidad se refiere aquí a que la conciencia siempre es
conciencia de algo, que todo pensamiento es pensamiento de algo,
entonces quieres decir un poco que la intencionalidad es lo que está
entre ambos términos, y eso es, en este contexto, la cultura, o más
generalmente, la forma. Lo que está entre el pensamiento y lo pensado
es la mirada.
25

cuestión de clima, pero el clima no es algo que se padece,


porque tanto en Londres como en Quito, en Santiago como en
Nairobi, hace sol y hace nublado, sino que el clima es algo
que se elige, esto es, cada modo de pensamiento escoge el
clima al que se quiere parecer y de donde va a sacar sus
ideas. Hay culturas con ideas lluviosas y culturas con
ideas soleadas.

EL RETINTÍN DE MEDIODÍA

En las mañanas, la gente está activa, o por lo menos se


supone que está despierta y tiene cosas que hacer para
vivir, y se pone manos a la obra, pero entre tanto y tanto,
no tanto por cansancio sino como pausa, se sienta y se pone
a mirar lo que está haciendo y le surge el pensamiento; al
menos es así como dice la Biblia que Dios procedió mientras
hacía la Creación, que cuando acababa una cosa, se sentaba
y miraba lo que había hecho, y veía que le había quedado
bien, y entonces se levantaba y seguía, y lo primero que
hizo fue la luz de las mañanas, para poder ir viendo lo que
hacía después. Esto de ir haciendo las cosas así tiene algo
de celebración, en sus dos acepciones, por un lado, como
cuando se celebra una ceremonia, que significa realizarla,
y por el otro, la de revisar lo que se ha hecho y estar
contento de que va saliendo bien. En una celebración se
contempla lo que se ha hecho pero sin dejar de hacerlo. Y
un pensamiento matutino no es meditativo, sino celebrativo.

La Claridad
26

Oswald Spengler, en La Decadencia de Occidente (l918), dice


que “toda cultura tiene su hora significativa”, y las
mañanas bonitas, iluminadas, que duran todo el día, es la
que escogieron las patrias mediterráneas, del sur,
tropicales, latinoamericanas, del tercer mundo, para mirar
la realidad y construir su pensamiento, que es más concreto
y pictórico, al revés del más evanescente y musical típico
del norte. Picasso versus Beethoven, la zamba versus el
vals, los dioses de carne y hueso de Jerusalem contra las
hadas inglesas. En los climas soleados la realidad está
bañada de luz, que cuando está suspendida en el aire y el
silencio, le da a todo un resplandor amarillo como en
Comala, y las sombras, por su parte, quedan tan
perfectamente delineadas que no son como fantasmas borrosos
sino que parecen bloques recortados con tijeras que se
pudieran despegar del lugar, mientras los demás objetos
relucen y resaltan.
Cuando la luz pega sobre las cosas, éstas
aparecen nítidas, y sus bordes y orillas como que se afilan
y se demarcan tajantemente del resto, y se ven más cerca,
como si no hubiera espacio de por medio entre quien mira y
las cosas vistas, ni hubiera tampoco atmósfera ni ambiente,
sino solamente la concreción de la materia, y su tamaño no
se pierde ni se achica en la perspectiva, sino que
conservan sus magnitudes racionales, esto es, que se ven
del tamaño que se supone que son. Todo se encuentra a una
distancia que pudiera llamarse auditiva, que es aquélla a
la que también llega el oído y desde donde se puede oír el
ruido que hacen las cosas, el vaso que se cae, los pasos de
la gente, la puerta que se abre, y el horizonte está tan
27

próximo que parece que se puede escuchar el ruido que hace,


como si el espacio hubiera desaparecido, y todo aparece con
una materialidad pasmosa, tangible. Da la impresión de que
los objetos se deslizan hacia uno como si caminaran y
salieran al paso, llenándolo todo. Así describe Alfonso
Reyes la meseta donde se asienta la Ciudad de México:
“viajero, has llegado a la región más transparente del
aire, el éter luminoso con que se adelantan las cosas con
un resalte individual, una luz resplandeciente que hace
brillar la cara de los cielos. El aire se purifica. La
mente descifra cada línea” (l907, pp. 13, 16, 17); y para
que se note que cada quien elige el clima de sus
pensamientos, baste decir que en la tal Ciudad de México
llueve y llueve medio año. El padre de una paciente que
curó Mesmer de la ceguera, a la que se le hizo la luz de
repente, anotó en un diario lo que veía su hija: “cuando
camina por el jardín, tiene la impresión de que los rosales
caminan junto a ella; los árboles, a mil pies de distancia,
del otro lado del Danubio, le parecen al alcance de su
mano; la casa iluminada, de noche, le da la sensación de
marchar a su encuentro” (M. Beynon Ray, s.f., p. 99). En
efecto, en un mundo así de notorio y así de a la mano, no
hay donde reposar la vista6, porque todo es punto de

6 Un ejemplo apabullante de que lo amarillo se acerca es el que cuenta


Nicholas Humphrey en su Historia de la Mente, de Van Gogh, que al
final de su vida utilizó profusamente el pigmento amarillo, y sentía
como si el mundo se le echara encima y lo aplastara por todos lados y
no le dejara más salida que la que encontró. Otro ejemplo: “El
instituto de artes contemporáneas de Londres descubrió a su propio
costo que el efecto estimulante del amarillo es tan intenso que puede
incitar a los niños al vandalismo. Durante una exposición de juguetes,
exhibidos en varias habitaciones pintadas en colores, todos los de la
habitación amarilla fueron dañados o rotos” (Humphrey, 1992, p. 65).
Si las cosas son demasiado amarillas se acercan al grado del
hostigamiento y hay que defenderse de ellas. Quien sabe si sea
correlación, coincidencia o chiste, pero el periódico El País notificó
28

atracción, todo puede reclamar la misma atención con el


mismo derecho, sea el café que se tiene en la mesa como la
cúpula de la iglesia allá enfrente, como si todas las cosas
trajeran su propia campanita aguda para que les hagan caso,
y así todo es en sí mismo interesante. Por eso, la mirada
no sabe a cuál irle ni dónde fijarse y sostenerse, y ve ora
una cosa aquí, ora otra cosa acá, sin entretenerse
mayormente con ninguna, además de que, recuérdese, se
encuentra en horas hábiles en mitad de la tarea y sin estar
cansada, de donde resulta que sus pensamientos son más bien
cortos, tanto porque no hay mucho que escudriñar toda vez
que todo está claro, como porque va cambiando de tema.

La Racionalidad
El pensamiento se hace de las cosas miradas. El lenguaje,
por ejemplo, es al mismo tiempo pensamiento y al mismo
tiempo cosa, y a esta distancia de las visiones audibles,
las palabras son más bien de tonos altos que apagados,
secos que mullidos, retintineantes que sordos; Kandinsky
diría que amarillas7 y si no alegres, cuando menos
animadas, y perfectamente claras, distinguiéndose unas de
otras y sonando cada una con todas sus sílabas, como con
exacta dicción. Un lenguaje así de claro que se oye cuando
la distancia es la correcta y no hay nada que lo confunda

que según la revista Lancet, los colorantes amarillos que se usan para
los alimentos causan hiperactividad en los niños: “se detectó
hiperactividad, falta de atención e impulsividad con mayor frecuencia
en el grupo de niños al que se administró ciertas mezclas de aditivos
que contenían amarillo anaranjado (E110), rojo cochinilla (E124),
amarillo quinoleina (E104) y rojo allura (E129)”.
7 “La cualidad acústica de los colores es tan concreta, que a nadie se

le ocurriría reproducir la impresión que produce el amarillo claro con


las teclas bajas del piano” (Kandinsky, 1910, p. 45); pero si se
intensifica, suena de otra manera: “un amarillo potenciado de tal
modo, suena como una trompeta tocada con toda fuerza, o como un tono
de clarín” (l910, p. 70).
29

es más o menos lo opuesto a la música, que ésa sí se mezcla


y no tiene contornos y se funde en el aire. Aquí el
lenguaje es lo que se supone que debe ser, a saber, un
sistema de diferenciación de objetos que sirve para
comunicar, y por estas características, es racional.
Efectivamente, cuando el pensamiento está constituido por
ideas del mediodía, se trata de pensamiento claro y
distinto, y realista, ya que indica lo que ve y lo que ve
es materialidad directa; no es un pensamiento ensimismado
en su propias elucubraciones, sino atento a lo que está
fuera, así que es extravertido, y práctico, porque sólo se
detiene a pensar como pausa de las actividades que se están
llevando a cabo, a modo de registro satisfecho, chequeo
confiado, revisión responsable, pero que inmediatamente
regresa a su tarea. Como puede advertirse, este pensamiento
de tono soleado tiene algo de optimista, porque en sus
circunstancias no hay condiciones para que aparezcan
pensamientos lúgubres ni otras fijaciones que nada más
obscurecen el espíritu; la noción del optimismo es la de
que pensar sirve para luego dejar de pensar y ponerse a
hacer. Por ello, por lo común, a los pensamientos que
produce este tipo de circunstancias no se les llama
pensamientos, sino decisiones, ideas, soluciones,
evaluaciones.
Éste es el tipo de pensamiento que predominó en
los griegos, quienes circundaron sus ciudades de murallas
para no tener que ver más lejos, que confiaban en la
claridad de la palabra y que pintaron de amarillo el
Partenón. Según Spengler (1918, p. 124), su idioma no tenía
una palabra para mencionar el espacio, porque eso no les
30

interesaba, sino más bien la concreción tangible de los


cuerpos de las cosas, sin pretensiones de mirar más atrás
ni más adentro ni más allá, y por lo que igualmente
carecían de cualquier sentimiento hacia el horizonte, hacia
el paisaje, el panorama, la perspectiva o cualquier otra
lejanía, y razón también por la cual sus estatuas, como la
Venus de Milo, como el busto de Pericles, actualmente
parecen estar ciegas, ya que sus autores se negaron a
marcar la pupila de los ojos mediante una perforación, cosa
que significaría que hacia adentro de los ojos y de las
personas hay algo más. Arthur Zajonc, un físico encantado
por la luz, dice que los griegos también carecen de un
término para denominar el azul y el verde, colores que
connotan profundidad; el mar era férreo, broncíneo, negro,
gris, vinoso, pero nunca azul; los bosques eran húmedos,
frescos, vivos, pero nunca verdes (Zajonc, 1993, p. l6). Y
por raro que parezca, el positivismo, esa filosofía del
siglo XIX (Comte, l844, p. 27) que afirma que sólo existe
lo que se puede medir, describir y utilizar, y que todo lo
que no sea así, como por ejemplo, los significados, lo
simbólico, el origen de la conciencia, el sentido de la
vida, las artes, pertenecen a la metafísica o a la
religión; aquí como que el mundo y el pensamiento tienen
algo de herramienta, para usar y hacer cosas. Por otra
parte, ciertas frases hechas de uso en las ciencias, y en
especial en las ciencias naturales, tales como iluminar,
arrojar luz, hacer las cosas claras, o sea, equipar la
realidad como si fuera un laboratorio, conllevan la
metáfora de que el conocimiento, lo que hace es sacar a las
cosas de la oscuridad y de la lejanía en que se encuentran,
31

echarles luz encima y con ello hacer que se acerquen y que


puedan ser distinguidas unas de otras, y detalladas cada
una en todas sus nimiedades. También las ocurrencias,
serendipias, eurekas e insights tienen esta cualidad de
algo que estaba en lo desconocido y de repente “salta a la
vista”, sale a la luz. Y sí, tanto el pensamiento griego,
el positivismo, como las ciencias naturales y
experimentales, son optimistas. Nadie está diciendo que eso
sea malo, sólo que el optimismo es una forma de la
imprudencia. Y el último optimismo, casi congénito, porque
brota del clima mismo y de la vida misma, y que tiene,
curiosamente, el mismo tipo de pensamiento, aunque no el
mismo contenido, es ése de las sociedades digamos
tropicales, donde la luz cae a chorros, donde los colores
brincan por todos lados, magentas, solferinos, naranjas, el
amarillo del limón, el rojo de los geranios, el azul del
cielo del zenit, y como decía López Velarde, “el relámpago
verde de los loros”, y donde, se sabe, no se estila o no se
divulga el pensamiento introspectivo, sino más bien el
práctico, día a día, necesidad a necesidad, y donde, ya sea
por la transparencia del aire, por la delgadez de la
atmósfera, los ruidos, las voces, los decibeles, la música,
son de tan claros casi materiales, como cosas que llenan el
lugar. Para andar por un pueblo de estas latitudes, no hace
falta ir a buscar experiencias, éstas le salen solitas y se
le echan encima. Como dice Spengler, “el amarillo y el rojo
son colores populares, los colores de las multitudes, de
los niños, de las mujeres y de los salvajes. Son los
colores del primer plano social, de las ruidosas
aglomeraciones, de los mercados, de las fiestas populares”
32

(1918, p. 219). Y los políticamente correctos de ahora no


deben hacerle caso a esa letanía de “los niños, las mujeres
y los salvajes”, que era una frase típica de los amargados
de entonces.
Por razones de mirada y de suspensión de la
actividad, esto que ocurre aquí es un pensamiento, pero es
un pensamiento que siempre está a punto de levantarse y
continuar la mirada con las manos, como si convirtiera las
ideas en utensilios y siguiera trajinando con ellos, por lo
cual es difícil distinguir este pensamiento de lo que sería
un sentimiento.
Y en una época de luces prendidas, como la
nuestra, en donde hasta el negro ya es un color brillante,
en donde la música que no es bailable es un fracaso, y en
donde lo que no se note o no se aplique o no se use, no
existe, pareciera que el pensamiento que mejor se le
acomoda es justamente éste de las ideas claras, distintas,
tangibles, como si fueran paquetes que se pueden cargar y
colocar donde convenga, como mobiliario, o al revés, que
este tipo de pensamiento diurno que no es del significado
sino de la practicidad de las ideas, es decir, de su
instrumentalidad, no tuvo otra opción o no se le ocurrió
otra cosa que ponerle, mediante watts y focos y
termoeléctricas, iluminación a la realidad por todas
partes, para hacerla, tal vez más segura y tal vez más
cómoda, pero también más trabajable, porque, antes de la
luz eléctrica, la gente solamente trabajaba para lo que
daba el tiempo, de sol a sol, y el resto del tiempo, antes
de dormir, se sentaba a mirar, y el que se mira a estas
horas, es otro mundo.
33

EL COLOR DE LA TARDE

Cada vez que se mira se toca, se huele, se gusta, se oye, y


también se ve, pero no es lo mismo sacar las cosas a la luz
que meterse dentro de ellas: esto último requiere otro
pensamiento. Pues bien, al menos en la cultura occidental,
la gente se cansa por las tardes; cada vez que uno se cansa
y mejor se sienta a mirar, a ver pasar la vida, la película
o el perfil de la ciudad, resulta que ya es en la tarde,
cuando ya hizo lo que tenía que hacer, cuando ya ganó
dinero, ya fue al súper, ya produjo la supervivencia que
hacía falta, cuando ya terminó la tarea, y cuando los gatos
son pardos. Y si la cultura escoge su clima y su hora
significativa, la cultura del norte, o el norte de la
cultura, toma la del ocaso, y mientras que “a mediodía, las
cosas próximas aniquilan el espacio lejano”, en la penumbra
“el espacio vence a la materia”, dice Spengler (1918, p.
411) en ese lenguaje suyo que les resultó tan sugestivo a
sus contemporáneos, y tan criticable a sus enjuiciadores8.
En efecto, cuando todo se atardece empieza el norte. Hay en
el sur, en México, una zona de costa, tropical, llamada
Veracruz, donde desembarcó Hernán Cortés, y donde les gusta
mucho el carnaval, a la cual, no obstante, en temporada, la

8 Oswald Spengler, según se ha advertido, escribió un libro titulado La


Decadencia de Occidente, en dos tomos, en 1918 y 1922, que se
convirtió, muy probablemente debido a su título sombrío justo después
de la primera guerra mundial, en un éxito de ventas. Más tarde el
libro pasó al olvido, debido en parte a que en realidad sus
compradores no lo habían leído y en parte a razones ideológicas ante
el ascenso del nazismo, y actualmente se le considera ya un libro
obsoleto. Sin embargo, pasa una cosa curiosa con él: todos lo citan
(Vgr. Lewis Mumford, Jean Duvignaud) para decir que no tiene razón,
pero todos lo citan. El único que dice que le gusta es Borges.
34

azotan huracanes respetables, y entonces todo se


entenebrece, se nubla, y entonces la gente afirma que “hay
norte en Veracruz”, o sea, que cuando todo se vuelve
grisáseo, se dice que “hay norte en el sur”. Efectivamente,
la mirada del norte es aquélla que escogió para configurar
su mundo la luz del atardecer, ésa de entre azul y buenas
noches, en donde los bordes de las cosas se difuminan y se
tornan inciertos, donde los planos se confunden y lo
cercano como que se aleja y por ende se da la paradoja de
que al obscurecer se ve más la distancia que la proximidad
por el hecho de que hasta lo que está cerca se ve lejos.
Y al atardecer en la distancia, los colores se
adormecen, y uno no va a encontrar un amarillo limón ni un
rosa mexicano a esas horas, sino que más bien es la hora de
los azules, no importa de qué color hayan sido en la
mañana, de los azules plomizos, marinos, nebulosos, ésos
que se ven en el horizonte del mar, en la línea de las
montañas, en los límites de la ciudad, en el último rincón
del poniente, y de los que dice Spengler que “son los
colores que esencialmente pertenecen a la atmósfera, no a
las cosas mismas, colores fríos que anulan los cuerpos y
producen impresiones de lejanía, de amplio horizonte, de
infinito” (1918, p. 318). Por estas razones de mirada, de
atardecer y de cansancio, y de tiempo ocioso, los azules
profundos son los colores pensativos, contemplativos, y por
una interesante asociación, son los colores de la tristeza
y la soledad, según lo confirman todos los diccionarios de
símbolos y todas las revistas de decoración y todos los
horóscopos de los periódicos, por la simple razón antigua
de que quien se queda mirando la distancia, allá a lo
35

lejos, pone la cara larga y no le hace caso a los demás, no


porque esté triste, sino porque está muy entretenido
mirando, pero entonces los que llegan a saludarlo mejor se
van y lo dejan efectivamente solo, y luego van y opinan que
se encuentra solitario y por lo tanto está triste, pero la
verdad es que más bien puede concluirse que entonces la
tristeza y la soledad no son una catástrofe sentimental,
sino simplemente la cara que tiene alguien que está viendo
el color azul, o meramente la actitud de una mirada
pensativa. Cualquiera que esté leyendo en la biblioteca,
por ejemplo, pondrá esa cara, porque ni modo que esté
riéndose, y a la mejor está francamente feliz, en primer
lugar, porque está leyendo, y en segundo, porque nadie
llega a interrumpirlo.
En los años cincuenta hubo un programa de radio,
tristón y taciturno, muy gustado, lleno de boleros, que se
llamaba “la hora azul”. Wassily Kandinsky decía que el
azul, “al sumergirse en el negro adopta un matiz de
tristeza infinita” (1910, p. 71); en inglés, cuando algo
sale de la nada o de lo improviso, se dice que “viene del
azul”; Goethe decía que “el azul es una nada encantadora”
(citado por Verdú, 2003, p. 285). Yves Klein, un pintor que
pintaba todo de azul9, decía que “el azul es lo invisible
hecho visible” (citado por Ball, 2001, p. 295). Así visto,
el color azul, con su aire de horizonte perdido, con su
penumbra de catedral gótica, con su cansancio deslavado de
blue jean, con su libro de Rubén Darío, con su mar y con su
cielo, no es un mero color del espectro, sino un
conocimiento hecho por la sociedad, un pensamiento de la

9 Incluso patentó su propio color, el “Azul Klein Internacional (marca


registrada)”.
36

cultura.

La Profundidad
Una pintura, una foto, una visión, son planas, solamente
son altas y largas, pero no gruesas, y sin embargo, cuando
uno las mira contemplativamente, esto es, con mucho tiempo
por delante, como cuando uno se sienta porque ya está
cansado y se queda viendo un cuadro en un museo, en el
Museo Nacional de Arte de México, por ejemplo, a un
Baltazar Echave, por ejemplo, para más señas al llamado “el
Echave de los Azules”10, porque usaba profusamente ese
color en los trasfondos, sucede algo, a saber, que la
mirada, que antes se topaba con la superficie de la
pintura, en una de ésas se sume en el cuadro mismo, como si
se metiera por entre los pincelazos y los recorriera, no de
izquierda a derecha ni de arriba a abajo, sino hacia
adelante, como si el tiempo que uno tenía por delante para
ver el cuadro se volviera también el espacio por delante
para introducirse en él y caminarlo con los ojos, casi
sintiendo que la vista se va haciendo chiquita a medida que
se aleja por dentro del paisaje de la pintura, de la foto o
de la visión que tiene enfrente. En una palabra, agarra
profundidad, y de hecho, una pintura solamente está
realmente mirada cuando pierde plano y adquiere
profundidad, espesura. Y una idea también, y un gesto, y
una vida. Puede advertirse que la profundidad de la mirada
no es algo que esté dado en la visión, ni siquiera en la
visión estereoscópica, sino en el espíritu de la cultura,
porque la profundidad es algo que el espacio ejerce sobre

10 Los Echave son cuatro pintores, padre, dos hijos, un nieto, que
entre 1548 y 1682, abarcan los estilos renacentista y barroco.
37

la mirada, como si la llamara, la jalara, la succionara, la


aspirara y la hiciera estirarse más allá de lo que
animalmente le estaba dado, y al mismo tiempo, por la
contraparte, es algo que la mirada ejecuta sobre el
espacio, es como si todos los movimientos de antes de
sentarse, aquéllos de andar y desandar, caminar al frente y
regresar, pudieran recordárseles a los ojos, como si los
ojos hubieran caminado antes de ponerse a ver y por lo
tanto estuvieran al tanto de las posibilidades del espesor
del espacio, de la posibilidad de adentrarse en él. Cuando
aparece la profundidad, el aire o el espacio dejan de estar
vacíos y ahora tienen densidad, grosor, que es justo lo que
se va poniendo azul a medida que se aumenta. Y la
profundidad es una de las creaciones de la cultura más
ricas que hay. De hecho, profundidad y pensamiento,
profundidad y conocimiento, profundidad y experiencia,
profundidad y creencia, profundidad y sentimiento, la
profundidad y el significado de la vida ocupan casi siempre
algo así como el mismo lugar: creer, conocer, sentir el
mundo es haber experimentado su profundidad, y lo exterior
de la realidad puede de verdad ser un pensamiento debido a
que tiene profundidad. En la realidad, como en un salón,
uno sólo cabe si tienen profundidad.
Cuando se mira nada más en plano, y curiosamente,
cuando los colores del entorno no son azulados sino
amarillos y rojos, lo que resulta de la imagen es que ahí
el espacio termina donde se topa la vista, como si esos
colores vivos y alegres no dejaran pasar el pensamiento más
allá, porque lo interrumpen con sus tonalidades
escandalosas, pero, en cambio, cuando se mira en
38

profundidad, la imagen se vuelve idea, porque en la


profundidad sin castañuelas de los azules, como en el
paisaje que está detrás de la Mona Lisa en el cuadro de
Leonardo, con un caminito, un mar, unos peñascos, que se
van tiñendo de ocaso, como si se hiciera más tarde a medida
que se hace más lejos, como si en la cara de la Gioconda
fueran las cinco y en el horizonte fueran las seis, y es
que nunca queda claro en qué punto exactamente termina la
tierra, empieza el agua, comienza el cielo, ni siquiera en
qué momento se va la tarde y llega la noche11, y entonces
queda la idea más allá de la imagen, especie de imagen
posterior de la mirada, de que ni el cuadro ni el paisaje
ni la ciudad ni la realidad se acaban ahí donde terminan,
sino que siguen ahí donde ya no se alcanza a ver, un paso
pasando el horizonte. Se queda la idea de que la realidad
continúa más allá aunque ya no se pueda ver. Eso mismo
sucede, según Vilém Fluser, un filósofo checo, con el hecho
de traer barba o de rasurarse, y dice que quien se rasura
la cara lo que hace es marcar una línea tajante entre él y
el resto del mundo para distinguirse y apartarse de él,
mientras que quien se deja la barba vuelve difusa la
barrera entre la piel y el aire, entre uno mismo lo demás,
y por estas razones, concluye que “el gesto de afeitar es
el gesto del racionalismo formalista, un gesto clásico, no
romántico y antirrevolucionario” (Flusser, 1991, p. 147)12.

11 En las pinturas de Leonardo los objetos no se recortan tajantemente


unos de otros, sino que se confunden, ya que no pinta una línea
divisoria entre unos y otros, sino una transición difusa, de manera
que el mundo no se presenta como una serie de objetos aparte, sino
como una continuidad en donde los diferentes detalles se van
transformando unos en otros sin perder su unidad. Ésta es precisamente
la estrategia ocular de la profundidad, y es lo que en pintura se
denomina sfumato, “difuso”, técnica introducida por da Vinci.
12 Y termina diciendo: “naturalmente no se puede decir que quien se
39

La conclusión de esta profundidad que ha inventado la


cultura es que existe también lo que no se puede ver, y
existe también lo que no se conoce, es decir, que la
cultura ha inventado lo invisible y ha inventado lo
desconocido, y puede ahora ya ir a buscarlos.
Ciertamente, lo que más importa de esta creación
cultural es que las características del espacio se
convierten en las cualidades del conocimiento. El
conocimiento tiene, por lo común, la forma de un espacio
que está hecho de miradas: nos lo imaginamos como una
mirada que se adentra en el paisaje de la realidad y que lo
palpa sin tocarlo, y que puede avanzar más allá de sus
límites y así lograr mirar lo que había estado invisible y
desconocido, y después venir a contar lo que vio o también
traerlo de allá, sacarlo a la luz para que todos lo vean.
El conocimiento es como la mirada que puede ponerse del
otro lado del horizonte, un paso después del fin de nuestro
mundo, pero que, por características propias de todos los
horizontes, cada vez que lo alcanza y lo trasciende, el
horizonte vuelve a colocarse un poco más allá, siempre se
aleja a medida que la mirada avanza, por lo que la mirada
nunca acabará de llegar y por lo tanto tampoco de conocer,
toda vez que a medida que se va conociendo, la línea de lo
desconocido se va desplazando y así es el cuento de nunca
acabar. El conocimiento es la mirada que puede profundizar.

afeita sea un fascista; pero cabe decir que quien es fascista es


imposible que lleve una barba cerrada” (Flusser, 1991, p. 147). Se
adivina que Flusser pertenece a la generación de los sesenta del siglo
XX, y es cierto que históricamente la barba y el pelo largo están
asociados a posiciones revolucionarias y románticas, pero más tarde,
cuando la pose y el cinismo se han convertido en la manera de ser de
la gente del siglo XXI, eso permite prescindir de todos los principios
y de todas las congruencias, y ya cualquiera se pone justo lo que no
le corresponde.
40

Por esto, por ejemplo, la palabra teoría, que se usa para


el conocimiento, quiere decir contemplación; los teóricos
han de ser los que alcanzan a ver más allá, tal vez porque
son los que se sientan primero, o los que se cansan
primero, o los que de plano son unos flojos. Vocablos como
vislumbrar, descubrir, revelar, tienen todos que ver con la
mirada, y se utilizan mucho para hablar del conocimiento.
Así como el positivismo era un conocimiento
propio de horario matutino, así el romanticismo, en el
mismo siglo XIX, es un típico conocimiento de las siete de
la tarde. En fin, esta invención de lo desconocido ha
resultado un buen producto en la canasta básica de la
existencia, y en la cultura occidental al menos, resulta
necesario e insustituible, especialmente en la forma de lo
que se puede llamar el enigma, es decir, el gusto de la
gente por el misterio y la fascinación por lo desconocido.
El enigma consiste en la necesidad que la gente tiene de
que exista una verdad que no se pueda explicar, que no se
pueda conocer, y que no se pueda encontrar. Esto le pone un
poco de sal y de emoción a la vida. Esta necesidad de lo
enigmático estuvo presente en la religión en el Medioevo
por razones más bien de miedo, en el arte en el
Renacimiento y en el Barroco por razones de complejidad
conceptual, y en la ciencia en la Ilustración y la
Revolución Industrial por razones de progreso, pero
actualmente, por ninguna razón, o quizá por el exceso de
certidumbres, se busca lo misterioso donde sea, en las
vidas privadas de los demás, en especial si son famosos, en
los deportes de alto riesgo y otras experteces, de manera
bastante decepcionante, pero más notoriamente, en las
41

esoterias de toda clase, desde los extraterrestres hasta


los ángeles pasando por el yoga y el masaje. Como si la
gente necesitara, no comprender algo, sino algo que no
pueda comprender, para darle profundidad o por lo menos
pretexto a su vida, y mientras que a la ciencia le dé por
jurar que ya conoce todo porque lo que no conoce es sólo
cuestión de tiempo y un poco más de presupuesto, y entonces
su destino ya no consista en enfrentarse con lo desconocido
sino en seguir acumulando datos, la gente entonces busca lo
desconocido, aquello que nunca podrá conocer, en otras
partes. Se busca lo desconocido, no el conocimiento. Llama
la atención el número de personas que teniendo un
pensamiento lógico y también racional e incluso científico,
y que además se dedican por ejemplo al campo de la
tecnología, de la economía o de la ciencia, se interesan un
poco a escondidas por temas un poco vergonzantes como la
inmortalidad, la energía cósmica que baja en días de
solsticio, la armonía con la naturaleza y otras cosas que,
como todo ya, están hechas en China y demás dragón
asiático. Para la gente en general, lo último enigmático
que queda en la ciencia es la astronomía porque es lo único
que queda, literalmente, más allá del horizonte. Parece
pues, que a la fecha, se necesita una fuerte dosis de
romanticismo. En el enigma de este párrafo se puede notar
que, aunque se estaba hablando del pensamiento, ese
pensamiento es claramente algo que se siente; en efecto, el
hecho de adentrarse en la realidad con la mirada es el
hecho de sentir que uno se va metiendo al mundo, que lo va
habitando, recorriendo, casi con el cuerpo, como cuando uno
se hunde en un corredor o queda envuelto por el paisaje que
42

lo circunda, rebasando objetos, topándose con obstáculos y


demás metáforas al caso. Ciertamente, el pensamiento es, en
el fondo, algo que se siente, al grado de que pensamiento
que no se siente al pensarlo ni siquiera es pensamiento.

La Interioridad
El conocimiento es una mirada que se va profundizando en el
espacio, pero si hay izquierda y derecha, si hay arriba y
hay abajo, entonces, si hay profundidad hacia adelante, no
tiene por qué no haber profundidad hacia atrás, es decir,
con los ojos en reversa. Pero mirar hacia atrás no quiere
decir voltear la cabeza para ver qué es lo que hay a las
espaldas, porque eso quedaría automáticamente adelante otra
vez, sino que mirar hacia atrás significa cerrar los ojos
para que los ojos solamente puedan ver lo que hay dentro,
ahí donde, según informes, lo único que hay es el cerebro.
Visto con los ojos de la visión no se ve nada, y uno nada
más se duerme, pero visto con la mirada de la cultura se
aparece una nueva realidad. A la mejor es lo que se piensa
en las noches, cuando afuera ya no hay nada. En efecto, el
espacio profundo que se venía mirando afuera, como que
rebota en los párpados, de manera que si el espacio visto
ciertamente tenía profundidad, la mirada que lo ve también,
toda vez que la mirada es una visión cargada de cultura,
una vista impregnada de historia, unos ojos con memoria,
creándose entonces una suerte de espacio en retroceso y de
mirada en retrospectiva, o sea, una mirada que no se asoma
al exterior, sino al interior, al cual inventa e inaugura.
Puesto en otras palabras, si hay un conocimiento de la
realidad de allá afuera, puede haber un conocimiento de la
43

realidad de aquí adentro, o un conocimiento de la propia


mirada, esto es, un conocimiento del conocimiento mismo,
que tiene que tener la misma forma del espacio. Si la
cultura era un pensamiento exterior, que se hace afuera de
los individuos, a través de la mirada se regresa por donde
vino y construye, metafóricamente, un pensamiento interior,
que se hace adentro de los individuos. Lo que se llama más
corrientemente los pensamientos, ésos que se supone
científicamente que están en el cerebro, o la denominada
realidad interior, vida interior, interioridad, o la
subjetividad, o las representaciones mentales, parecen ser
culturalmente un producto posterior y a imagen y semejanza
del pensamiento exterior de la cultura, que es el espacio
mirado. Poniéndose duros, es obvio que dentro del cuerpo
humano no hay ya lugar para que quepan ni los pensamientos
ni los recuerdos ni los sueños, ni las ilusiones ni los
sentimientos ni la psicología, porque ya todo está ocupado
por órganos y vísceras todas apretadas como en lata de
sardinas, o como dice Nelson Goodman, “una imagen mental no
puede ser vista; sean lo que sean las imágenes mentales,
¿dónde están?, si no hay lugar dentro de la cabeza ni nadie
que las vea” (Goodman y C. Z. Elguin, l988, p. 86). Y sin
embargo (p. 87), es perfectamente verosímil hablar de tales
pensamientos y a nadie le suena estrambótico, por la simple
razón de que la realidad de eso que se dice ya está muy
instalada acá afuera, en el exterior. El mundo interior es
una continuación muy comprensible del mundo exterior. El
pensamiento exterior de la cultura, gracias a la invención
de la profundidad, puede ir a construirse un habitáculo
dentro de los ojos dentro de la lata de sardinas del cuerpo
44

de la gente, que es a lo que se llama interioridad, y que


está llena de pensamientos.
Es curioso que todo aquél que se pasa un rato
largo mirando una pintura en un museo, comienza pensando en
el cuadro y termina pensando en sí mismo, en su pasado, en
su futuro y en otros temas profundos. La imagen de afuera
se hace imaginación adentro. La única diferencia entre la
imagen y la imaginación es, digamos, la orientación:
mientras que la profundidad exterior del espacio es
horizontal, como un paisaje, profundidad de campo, le
llaman, misma que sonaría un poco desencajada dentro del
cuerpo ya que los seres humanos van de pie y por lo tanto
son más verticales que horizontales, entonces la
profundidad interior tiene que ser también hacia abajo,
como un pozo, vertical, porque suena más congruente. Si
fuera horizontal, le saldría por la nuca, pero siendo
vertical, uno puede bien decir que el alma se le fue a los
pies, cosa que suena bastante emocionante. Ello significa
no solamente que hay realidad en el espacio, sino que la
realidad, e incluso el espacio, se continúa por dentro de
los cuerpos que dentro no tenían lugar porque o son sólidos
o ya están llenos.
En esta profundidad vertical, hay en efecto
pensamientos que son de superficie, de primera vista,
diáfanos y evidentes, que casi se pueden tocar, como los de
tener que poner el despertador o decir que qué bonito día
hace, pero, presuntamente, debajo de ellos se encontrarán
pensamientos más hondos, más profundos, como los
pensamientos sentimentales, las nostalgias, los
pensamientos filosóficos del tipo de adónde vamos a parar,
45

y las preguntas metafísicas estilo quién soy yo y qué hago


aquí o qué es la conciencia, que puede decirse que son
todos pensamientos ya más difusos, pensamientos azules,
pero aquí ya no con las tonalidades de la raya del
horizonte, sino con las tonalidades del fondo del mar,
porque en efecto, la profundidad es vertical, y a medida
que se alejan de la superficie se van haciendo más azul
oscuro, más sin luz, más nocturnos, más fantasmales, más
desconocidos, hasta que se pierden en la negrura insondable
de las profundidades de uno mismo, pero, como siempre, dado
que el conocimiento puede vislumbrar que hay algo más allá,
más al fondo del fondo, no se hace nada raro, por ejemplo,
que se invente el inconsciente, y que se vuelva tan
famoso13, que está compuesto por aquellos pensamientos que
son tan abismales que ya no pueden ser vistos ni con la
imaginación, pero que, seguramente, más allá de la línea
del fondo, por debajo de los barcos hundidos y de los
tesoros esperando, existen y siguen pensando. Aquí vuelven
a entenderse los símbolos mencionados como los del azul y
la profundidad que siempre tienen que ver con el
pensamiento y la reflexión, y por ende con las caras largas
y los ojos hundidos, como barcos hundidos en sus
pensamientos.
Y finalmente, una vez que ya tiene profundidad el
espacio externo y que ya se encuentra dentro de los
pensamientos internos, se vuelve obligado que las cosas,
los muebles, los materiales, los gatos y los pericos, la
ropa, los discursos, las obras de arte, las piezas de
teatro y de música, los hechos, las joyas y demás objetos

13 De hecho, el inconsciente, que pertenece a la categoría de los


enigmas, es un concepto de fuerte carga romántica.
46

contantes y sonantes, también se hagan susceptibles de


tener profundidad, toda vez que si la hay dentro de un
cuerpo humano por qué no la iba a haber dentro de un
cuerpo cualquiera que ocupa lugar en el espacio, y como los
objetos y las cosas son también cuerpos encerrados como el
del ser humano, entonces la profundidad con la que se les
dota es también la misma, esto es, una profundidad
vertical, interior, humana, fisionómica, hecha de
pensamientos e ideas, de sentimientos y deseos, lo cual
quiere decir que entonces tratamos a las cosas como gentes,
llenas de intenciones e ilusiones, y así como se hacía en
los cuadros y las pinturas, también se puede hablar de la
profundidad de algo que al tacto y a la vista nomás no
tiene por dónde, cómo, por ejemplo, las esculturas, los
monumentos y demás cosas que físicamente son impenetrables,
y asimismo, las modas, las conductas, las palabras, las
situaciones, a los que se les encuentra una actitud, un
pensamiento, y que dejan de ser lo que presentan o lo que
parecen para empezar a significar lo que tienen detrás o
debajo de sus apariencias, en lo profundo, y así,
ciertamente, puede decirse que agarran una especie de azul
adentro, incierto, en el que a las cosas se les adivinan
cualidades difusas, y puede ya opinarse con toda
naturalidad que, por ejemplo, las canciones tienen mensaje,
que un edificio es muy sobrio, lo cual tendría que ser
normal porque los edificios no beben, pero que da a
entender que hay unos que sí lo hacen, o se puede opinar
que cierto tipo de ropa es casual, aunque de casualidad no
tenga nada y de precio tenga mucho, que andar con la nariz
arremangada es de lo más elegante, que existen automóviles
47

que tienen mucha personalidad, aunque nunca se aclara si


personalidad neurótica, que hay mesas con carácter, que
alguien tiene educación sólida, o que hay palabras
sencillas. Decir que los gatos son traidores o que son
cariñosos está bien, pero con eso se esta diciendo que
hasta tienen inconsciente, y tan se está seguro de esto que
ya hasta hay psicólogos gatunos, terapeutas caninos,
psicoanalistas veterinarios, lo cual es un gran logro de la
cultura, no el hecho de curarlos, sino de inventarles una
profundidad de la cual los gatos han de estar muy
orgullosos, porque también hay gatos orgullosos. Mas
específicamente, hechos sociales tales como las ceremonias,
las costumbres, las tradiciones, los rituales, ya pueden
aparecer no como meras actividades prácticas que no son,
sino precisamente como situaciones que llevan dentro una
realidad subterránea más honda y más antigua que lo que se
deja ver por encima; de hecho, el gran invento de la
psicología social consiste en asumir que las situaciones,
las clases, las ciudades, las épocas, los acontecimientos,
el espacio, las sociedades, son entidades que tienen dentro
un pensamiento. Todo esto quiere decir que los objetos y
las actividades tienen las mismas cualidades y
características que los seres humanos, que es a lo que se
le puede llamar las propiedades fisionómicas de las cosas.
Y siempre que uno piensa con profundidad, se está metiendo
dentro del objeto de su pensamiento.
A esto, a la profundidad virtual y vertical de
los objetos es a lo que se refiere la idea de forma: una
forma, como las formas del arte o las de ser o las de vida,
es un objeto considerado como con un pensamiento interno, y
48

de lo que se trata es de averiguar qué está pensando. Claro


que un objeto que piensa no está pensando como piensan las
personas inteligentes, ni como lo hacen los artículos de
las revistas, porque le faltan, o cuando menos le fallan,
las palabras. Piensa mejor como piensan los espacios, o
sea, con movimientos y miradas. Así es como piensa la
cultura. Cuando alguien hace un discurso sobre un objeto,
sobre, por ejemplo, las llaves y las cerraduras, como lo
hace Michel Tournier, y sobre los puentes y las puertas,
como lo hace Georg Simmel, se describen ahí asuntos de
embates y resistencias, de separación y unión, de
complementación de los opuestos, de mecanismos y artimañas,
de entrar y salir, que tienen la misma forma que las
relaciones sociales, que las prácticas políticas o que los
dimes y diretes entre el hombre y la mujer, y con ello se
está exponiendo cuál es el pensamiento de esos objetos, un
pensamiento que es, de paso, igualmente el sentimiento que
se produce al internarse en sus vericuetos. Toda discusión,
toda negociación, toda concordia, es un sentimiento de
puertas y puentes, de cerraduras y llaves, toda puerta que
se abre, toda llave que gira, lleva dentro el pensamiento
de una negociación.

FUÉRAMOS CULTOS

El pensamiento de la cultura es este mundo total que es


habitado, recorrido, mirado y tocado por la gente, y que, a
la hora de hablar, no aparece en lo que se dice, sino en lo
que se siente decirlo. Si cuando uno habla tiene la
49

impresión de que se está internando en sus palabras,


metiéndose dentro de ellas, sintiendo su peso, su carga, su
agudeza, su gravedad, su antigüedad, su música, su textura,
lo que ahí está sucediendo es la cultura. La cultura es lo
que se siente pensar. El que no siente lo que piensa, el
que no siente mientras piensa, podrá ser muy inteligente,
pero no es culto. Ser culto no es ser una enciclopedia;
para eso están las enciclopedias: ser culto es estar dentro
del mundo; para eso estamos nosotros. Quien no siente lo
que dice se coloca por fuera de sus palabras y no puede
internarse en la profundidad de las cosas. Tal vez la
tragedia de la época contemporánea, esa tragedia que se
llama desánimo, desgano, descorazonamiento, desaliento,
hastío, aburrimiento, es el hecho de que los pensamientos
que se producen son muchos y pueden ser verificados y
correctos, pero no creídos, no habitados, y por lo tanto
uno está ausente de ellos, porque se le ha enseñado a
pensar con pensamientos que son objetivos, que son, ni duda
cabe, cada vez más inteligentes, pero que, por lo mismo, no
pueden ser sentidos, y eso se siente feo, y este
sentimiento tan antiestético es parte de nuestra cultura
contemporánea, que consiste más o menos en que cuando se
piensa se siente que pensar no se siente nada, y eso duele,
y hasta mata. Por el contrario, quien habla, por ejemplo,
con racionalidad científica, y puede, mientras lo hace,
sentir que lo rodea el orden del mundo que expresa al
hablar así, está ciertamente siendo culto, y puede que
hasta feliz. Efectivamente, un pensamiento intelectual o
académico más culto será el que tenga y conserve las marcas
de la cultura, no sólo las muestras de la inteligencia, y
50

se trata de un pensamiento con sensibilidad a la belleza o


la fealdad del mundo, y a la belleza o la fealdad de los
propios pensamientos. Lo que se siente decir la palabra
democracia, la palabra igualdad, la palabra decencia, lo
que se siente resolver una ecuación matemática, lo que se
siente decidir comprar esa camisa, leer a William James,
esto es la cultura. Lo que se siente pensar
hipertecnológicamente, neoliberalmente, consumistamente,
drogadictamente, estrellísticamente, gimnasiamente,
aeróbicamente, esto es la cultura contemporánea.
51

SENTIMIENTO

Los sentimientos no están dentro. Eso de que están dentro


del cuerpo es demasiado cierto y ya por eso un poco dudoso.
Todos, científicos y legos dicen que sí, que ahí están,
interiores, el amor, la ira, la envidia y la compasión. Los
científicos lo dicen porque saben que los legos les creen
cualquier cosa, y los legos lo dicen porque ya leen
revistas científicas, y entrambos se van dando cuerda para
sentirse los dos muy satisfechos, y es que si los
sentimientos estuvieran dentro del cuerpo sería un asunto
individual, y también un asunto biológico, con lo cual los
legos quedarían encantados por ser personas tan especiales,
y los científicos por ser tan inteligentes. Por supuesto
que se pueden aseverar ambas cosas, que son individuales y
biológicos, pero, por un lado, son aseveraciones muy
fáciles, y por el otro, no le va a servir a nadie de mucho
52

saber que se trata de un incremento de adrenalina ni que la


adrenalina es suya solita y de nadie más en el momento en
que necesite comprender qué es lo que siente –como que esas
cosas únicamente sirven para decírselas a los demás y salir
del apuro- como tampoco le va a servir declarar que el
stress o el coqueteo son una conducta adaptativa de la
especie para sobrevivir y evolucionar, como dicen los que
les gustan las teorías de la evolución, porque uno se
podría preguntar quién es esa evolución que hace tan buenos
planes, y si de veras alguna neurona, alguna célula, algún
gen tuvo tales razonamientos, y también se podría preguntar
si la especie, llegado a los seis mil millones de
especimenes, no estaría un poco atrasada de información y
no se ha enterado de que ya no se necesita ni uno más; y
también se podría preguntar para qué le interesa a la
especie sobrevivir siendo que estaría más a gusto extinta.
Tiene lógica, pero no sentido. Decir que los
sentimientos son cosas innatas, individuales, biológicas,
evolutivas, significa afirmar que esta realidad de
desigualdades e injusticias, de infamias y vergüenzas, es
correcta y además no tiene remedio, que el poder y la
violencia los traemos en nuestra naturaleza, o salir con
tonterías de tipo navideño de que todo lo que necesitamos
es amor, o de que hay que esperar que la ciencia encuentre
el neurotransmisor del cariño universal. Cuando menos ya
por eso, es preferible decir algo distinto, por ejemplo,
que los sentimientos son configuraciones culturales, obra
nuestra. Efectivamente: los sentimientos son exteriores,
están fuera de uno mismo, y son colectivos, le pertenecen a
la historia de la sociedad.
53

Los sentimientos están hechos de los materiales que


utiliza una sociedad para constituirse, con los mismos
materiales que hace sus casas, sus máquinas, sus comidas y
su arte; de ésos mismos, porque no hay de otros, hace sus
sentimientos. Un sentimiento es una actividad de
compenetración entre un gesto, sea andar, cargar, raspar, y
un material, sea el del piso, de la bolsa, de la corteza;
un sentimiento es algo que alguien usa, toca, emplea,
mueve, lleva, etcétera. El sentimiento de la ternura, que
aparece ante un bebé, ante un llanto, ante un pajarito con
el ala rota, en el cual uno, que tiene cierta fuerza y
dureza, se hace cargo de la debilidad y fragilidad de un
objeto y se propone colocar ahí su fuerza para sustituirle
la debilidad, es un acontecimiento que parece haber salido
originalmente de las cocinas, en donde al hervir los pollos
desplumados quedan tan blandos que el tenedor, duro y frío,
les entra limpiamente, sin oponer ninguna resistencia, y ya
sea por lo acolchonadito de la carne, por lo rosado, por lo
tibio, esas cualidades del pollo son encontradas
automáticamente en los bebés y luego en todo aquello que
manifieste su indefensión y su inofensividad. Las terneras,
esas vaquitas recién nacidas que se tambalean en sus cuatro
patas y no le hacen daño a nadie y que se cuecen al primer
hervor en la lumbre y que quedan suavecitas, sin pellejos,
a la hora de partirlas, le deben su nombre a que son
tiernas, a que son ternezas. Ciertamente, el sentimiento es
una especie de intercambio de características entre uno
mismo y el objeto, entre la piel curtida de uno y la piel
nuevecita del bebé, entre el esfuerzo de cargar y el peso
de la carga, entre la temperatura seca de uno y la
54

temperatura mojada de la lluvia. La ternura no se encuentra


ni en el bebé ni en uno, sino en la intercompenetración, en
la implicación recíproca de ambos; en medio.
Como se ve, es un asunto de estética. Paul Valéry
habla en algún momento (1935, p. 56), del acto de acariciar
los objetos, de la suavidad, en donde uno pasa casualmente
la mano sobre un gato, por ejemplo, e instantáneamente le
surgen las ganas de volverlo a hacer, es decir, de repetir
el gesto con el que se tocó algo y resultó agradable, y lo
hace una y otra y otra vez, como si las ganas y el gusto
fueran interminables, porque, como dice, “la satisfacción
recrea la necesidad, la presencia recrea la ausencia”
(1934, p. 1343), como si la satisfacción de la necesidad en
vez de producir satisfacción produjera necesidad, y por
eso, por definición, no se termina de acariciar un gato
jamás, siempre falta volver a hacerlo, existe la necesidad
de “experimentar indefinidamente” (1935, P. 56): esto es un
sentimiento, y es el concepto que tiene Valéry de lo
estético: el de una sensación que se hace necesaria, que se
realiza pero que nunca se completa y por ello requiere de
recrearse indefinidamente: “el conjunto de afectos de
tendencia infinita constituyen el orden de las cosas
estéticas” (1934, p. 1343). Ésta es la forma de la
suavidad. Se dijo acariciar, pero gritar o golpear o herir
a alguien, dados nuestros índices de violencia en el hogar,
el narcotráfico y el imperialismo, pueden ser unas ganas y
un gusto de alcances estéticos en la sociedad actual. En
efecto, en la estética, el sentimiento es el gesto metido
dentro del objeto. George Santayana dice que “la belleza es
el placer considerado como cualidad de una cosa” (1896, p.
55

59); “la belleza que yo no sé lo que es, aunque aparece


adherida a muchas cosas”, dijo Durero (citado por Huizinga,
1929, p. 177). Es como si el sentimiento fuera la fusión de
algo y alguien, de mundo y habitante, como si las
cualidades de uno y las cualidades de las cosas se
fundieran y pasaran a formar parte de algo más. Así es la
forma de los sentimientos.
Es por estas razones que los sentimientos y los
materiales tienen los mismos atributos, como la suavidad o
la ternura, como la dureza y la crueldad (que
etimológicamente quiere decir crudo, que sangra), y puede
notarse entonces que, entonces, los adjetivos de las cosas
pasan a ser los adjetivos de los sentimientos. Por ejemplo,
una frase, que actualmente tendría que se descabellada, y
que sin embargo, es vigente, es aquélla que dice “tus besos
son dulces” o “que tengas dulces sueños”; besos y sueños
podrán ser lo que se quiera, pero dulces, no, y no
obstante, debe haber un momento en la historia en que sí
podrían haberlo sido, que se localiza si se pregunta
“¿dulces como qué?”, a lo que responderán “dulces como la
miel”, porque responder “dulces como el azúcar” no suena
bien para nada, porque el azúcar es barata y abundante, y
besos de ésos serían muy corrientes y sueños de ésos nadie
quiere tener, de manera que provienen de antes del siglo
XVII, cuando todavía no había azúcar (Derry y Williams,
1960, pp. 62, 100) y la miel era un bien escasísimo, sólo
para ricos, y necesarísimo, por razones calóricas, y
entonces sí a cualquiera los besos y los sueños podrían
saberle dulces.
56

MATERIALES ETERNOS

Una cúpula y una pirámide son construcciones casi


idénticas14; las dos, poniéndose abstractos, tienen la
misma forma, una base amplia que se angosta paulatinamente
hasta el punto último arriba; las dos son gigantescas,
sobrecogedoras, las edificaciones mayores posibles en su
época; las dos, desde el punto de vista simbólico,
representan ya sea el universo completo o el mundo terreno,
y ambas están hechas como construcción de un contacto con
la divinidad o el mundo superior, cuya conexión se hacía a
través de ese punto alto, denominado linterna en la cúpula,
ápice en la pirámide15. La única diferencia, que es la que
aquí importa, es su material, que está invertido: la cúpula
está rellena de aire y la pirámide está rellena de piedra,
la cúpula está rodeada de piedra y la pirámide está rodeada
de aire. Y entonces, los habitantes de la sociedad que
construyó las cúpulas están dentro de ellas, donde no les
llueve, y los habitantes de la sociedad que construyó las
pirámides andan fuera, alrededor, sin miedo a que les
llueva. El interior de la cúpula siempre es más pequeño que
el alrededor de la pirámide; el Panteón, por ejemplo, tiene
un diámetro –enorme- de 43.5 metros (Sloterdijk, 1999,

14 Puede pensarse, por ejemplo, en el Panteón de Roma (s. II) o la


cúpula de la Catedral de Florencia (s. XV), y en la Pirámide del Sol
de Teotihuacan (s. IV) o en el Zigurat de Ur (2000 a.c.)
15 Si se observa, los estadios del siglo XX, Wembley o Maracaná, tienen

también la misma forma, solamente que cavada, construida hacia abajo,


como si fueran una cúpula o una pirámide encajada en la tierra, lo
cual, simbólicamente, daría a pensar que su punto culminante, el
centro de la cancha, no conecta con la divinidad ni con el mundo
superior, sino con la malignidad y el mundo inferior. Lo interesante
sería preguntarse por qué aparece esta construcción justo cuando ya
éramos tan civilizados.
57

p.375; Espasa, 2004, p. 260), pero la ciudad que rodea a la


Pirámide de Teotihuacan tiene 20 kilómetros cuadrados
(Escalante Gonzalbo, 2004, p. 44); en el Panteón caben,
apretujadamente, seis mil romanos, y en Teotihuacan cabían
doscientos mil ciudadanos cada uno con cien metros
cuadrados para moverse a sus anchas. Y la última diferencia
es que las sociedades que construyeron las cúpulas estaban
llenas de miedo, concretamente de miedo al exterior; por
eso se armaron de recintos cerrados, rodeados de pared por
todas partes, y también murallas, que tienen la misma
lógica de resguardo contra lo que queda fuera.
Y las que tenían pirámides, no16, y podían vivir
contentamente extramuros17, lo cual representa un
considerable ahorro de energía que podían despilfarrar en
lo que quisieran, incluso en levantar pirámides
sobrehumanas transportando piedras desde lejos, pero sobre
todo, en no hacer nada, es decir, empleando el mínimo de
tiempo para la sobrevivencia física, y lo demás usándolo en
la socialidad, en sacarle corazones a las víctimas, o en la
educación. Las sociedades sin miedo tienden más al ocio,
menos a la adrenalina, en donde puede entenderse el ocio
como un tren de vida que va a la misma velocidad que sigue
el resto de la naturaleza, que se mueve no de día en día,
sino de estación en estación, nunca con ninguna prisa. No
se desprenden de la naturaleza porque no tienen miedo de

16 Por eso, por ejemplo, Moctezuma, el emperador azteca, intentó frenar


a los conquistadores con regalos, muy ingenuo, o muy poco occidental,
lo cual, no hizo otra cosa que “estimular la codicia de los españoles”
(Escalante Gonzalbo, 2004, p. 346).
17 En la mayor parte de las sociedades mesoamericanas, las casas no

tenían puertas, sólo telas o colgajos, confiando, más que en los


vecinos, en la ley que castigaba el robo. Por lo demás, tampoco tenían
ventanas, lo cual significa que solamente utilizaban las casa para
almacenar, no muchas cosas, y dormir, pero que la vida estaba afuera
(Escalante Gonzalbo, 2004, pp. 58-59).
58

ella, pero, comoquiera, este ocio de la cultura no es, como


se supone, un regalo de la naturaleza abundante, sino,
sobre todo, la elección de una sociedad.

Para Ser Frescos


Y cuando una sociedad decide dedicarse a no hacer mucho,
los materiales que utiliza son aquéllos que pueden
denominarse eternos, esto es, que son encontrados y no
fabricados, y son con éstos con los que se compenetran para
configurar sus sentimientos. Materiales eternos son sin
dudas las plantas y los animales, cosas perennes que se
pueden recolectar y cazar cuando haga menester, y a veces
dejar pasar por pura desidia18, pero que, por estar ahí, a
la vuelta de la esquina y a tiro de cerbatana, eternamente,
no necesitan almacenaje ni tecnología mayor para
conseguirlo. Una última diferencia entre los constructores
de cúpulas y los de pirámides es que los primeros no se
bañan y los segundos sí: los que tienen miedo no se bañan;
ha de ser el temor a perder la protección de la ropa, o al
frío, o al jabón. Los españoles que conquistaron
Mesoamérica se bañaron en promedio dos veces al año (y las
dos en verano –Roche, 1997, p. 180); los indígenas
conquistados se bañaron en promedio dos veces al día, sin
contar los chapuzones esporádicos en la laguna (Escalante
Gonzalbo, 2004, p. 238)19. En efecto, el material eterno

18 Como si la pereza fuera, paradójicamente, un impulso muy fuerte: se


pueden documentar sociedades que, teniendo un habitat con suficiente
reserva alimenticia, presentaban grados altos de desnutrición
(Escalante Gonzalbo, 2004, p. 64).
19 Y más limpiezas derivadas: mientras que Daniel Roche dice de París

que “el Río Sena es una cloaca donde cualquiera puede beber”, o,
citando a Beaumarchais, que “los parisinos beben en la tarde lo que
vacían al río en la mañana” (1997, p. 160), Pablo Escalante dice que
México-Tenochtitlan “contaba con un interesante sistema de letrinas,
59

por antonomasia es el agua.


El agua es el material que mejor se extiende, y si no
se le molesta, se vuelve absolutamente horizontal y
estático, como alguien verdaderamente dormido; las
sociedades que han visto esto, necesariamente viven en
lugares que son amplios, y sus gentes pueden estirarse todo
lo que quieran sin empezar a resentir restricciones
ambientales demográficas, sino que caben con soltura y no
tienen que andar encogiéndose para no estorbar al de junto
o topar con pared. Y por el contrario, también el agua es
lo mejor que cae, porque lo hace vertiginosamente y sin
cesar y sin cansarse en las cascadas, completamente
vertical, como alguien verdaderamente despierto. El agua
horizontal es callada, el agua vertical es ruidosa. Pero lo
habitual es su promedio, ni totalmente quieta ni
completamente activa, esto es, más bien un agua que se mece
en los lagos o que baja con mesura en los ríos, como
acompasándose con la velocidad de la brisa y de los
animales y de los seres humanos. Es esta forma promedio la
que le permite a Pablo Escalante, un historiador, describir
el sonido de la Ciudad de México cuando todavía era la gran
Tenochtitlan:

las fuentes históricas que se refieren a la isla de México


nos permiten atisbar la sonoridad que debió ser propia de
esa gran ciudad. El agua era el sonido de fondo: debió
serlo siempre, día y noche. El viento debió haber producido
un golpeteo constante del agua contra los bordes de la
isleta y diques, y el ruido debe haberse incrementado por
la resonancia resultante de su choque con los muros de
miles de construcciones y puentes de tablas. desde el

colocadas en puentes sobre los canales de manera que el excremento se


iba acumulando en canoas que posteriormente lo trasladaban a zonas
específicas para procesarlo” (Escalante Gonzalbo, 2004, p. 208); añade
que no era perfecto.
60

amanecer hasta la puesta de sol, la circulación de decenas


de miles de canoas por los canales de la isla y alrededor
de ella, las paletadas de los remos y la agitación
producida por las garrochas empleadas para maniobrar,
tienen que haber incrementado considerablemente el
movimiento del agua y el rumor que constituía el fondo
sonoro de la ciudad. Sobre esa red de ruido acuático se
esparcían los demás sonidos (Escalante Gonzalbo, 2004, pp.
205-206).

Esto es como el marcapasos de la sociedad. Hay algo de


clepsidra colosal en ello, de gotera infinita. El metrónomo
de la vida. Este rumor que no interrumpe pero que no para,
que sólo acompaña, dota al agua de la sensación de
temporalidad, del sentimiento de fondo del tiempo con que
siempre vive la conciencia, es decir, de que la vida o la
realidad es un perpetuo transcurrir, un flujo sobre o
dentro del cual se hace todo lo demás, y que a veces no se
escucha pero a veces sí, y de que uno es el que se gasta
pero el tiempo no. No se trata, como se ve, del tiempo que
se mide y se acumula, sino de un flujo que siempre va pero
que nunca llega, que es, como diría Bachelard (1942, p.
10), un material de la conciencia. En las sociedades que
viven con estas aguas, sus gentes parecen adquirir, como
parte integral de sus entrañas, esta sensación de que el
tiempo, o la vida, paradójicamente, sigue su curso, su
ritmo interminable independientemente de los esfuerzos de
uno, como si uno fuera una barquita, que por un ratito
flotará y se bamboleará pero que no importa gran cosa
porque más pronto que tarde lo único que queda es el tiempo
que se va. Es como la fama, en la cual de repente unos se
suben y son famosísimos y después se bajan y la fama sigue
y ellos como si jamás hubieran existido. Tal vez por esto,
las sociedades acuáticas no se afanan ni se desvelan
61

erigiendo cosas que están construidas sobre el tiempo, y


mejor aprovechan ociosamente la vida acompasando sus
movimientos al ritmo del chapaleo del resto de la
naturaleza.
Pero uno no se queda ido en el agua: también vuelve en
sí, concretamente mediante el método del cubetazo o balde
de agua fría, porque, por principio, toda agua es fría,
específicamente más fría que la temperatura ambiente, y
entonces, cuando uno se moja la cara o se mete de cuerpo
entero, esa flojera o pereza que la gente tiene de vivir
junto al agua se le quita de inmediato por introducirse en
ella, causando justo el efecto contrario, porque el agua
despierta, despabila, refresca y reanima, y dan ganas de
estar activo. Esto parece una contradicción con el otro
sentimiento más acomodaticio, bastante pasivo que produce
el agua, y ciertamente lo es, pero es que, al parecer, los
sentimientos, como la ternura o la dulzura, se gestan por
oposición a una sensación contraria, la amargura o la
dureza que, por lo mismo, son sólo la otra manera de ser
del mismo sentimiento: todo sentimiento incluye dentro de
sí a su propio contrario; todo sentimiento, para existir,
tiene que producir su opuesto. En fin, la actividad dentro
del ocio ha de llamarse recreo, tiempo libre, juego,
ceremonia, celebración, festividad, diversión, risa y cosas
por el estilo; en suma, es un sentimiento ágil de
espontaneidad y frescura; Bachelard lo llama primaveral
(1942, p. 55): el significado etimológico de lo fresco es
nuevo, joven, vivo, ágil, atrevido, y ciertamente, las
sociedades de humor acuoso, con sentimientos acuáticos, son
dadas a la socialidad y la alegría, y poco proclives a la
62

gravedad, la solemnidad y la seriedad, cosas que siempre se


quitan con un baño de agua fría. Por eso los conquistadores
se cuidaron de no bañarse.
Y es que también, finalmente, el agua, al revés del
fuego, por ejemplo, que hay que guardarlo en cuartos
cerrados y privados para que sirva y se conserve, es
originalmente pública, común, colectiva, comunitaria, ya
que se encuentra en ríos y lagunas y mares, y donde la
gente, para ir por agua, para usarla, tiene que salir y
encontrarse y platicar y usarla en común20. El lugar del
agua es el lugar de la socialidad, de los encuentros, de
las conocencias y los chismes, y así, entre el ocio, la
frescura y la interacción pública, diríase que la
compenetración de la gente con el agua produce sentimientos
amplios como su paisaje, no limitados, extrovertidos,
activos y sociables. Daniel Roche, un historiador francés,
menciona que Rousseau, al hablar sobre el origen del
lenguaje, se refiere a los manantiales y pozos donde la
gente se reunía como el lugar donde también brotó el
lenguaje y la civilización (Roche, 1997, p. 162).
La configuración de sentimientos por la
intercompenetración de un gesto y un material es en
realidad un proceso lento que se va marcando en la piel, en
los movimientos, en los hábitos, en las necesidades, en la
comida, en el lenguaje, en el aprendizaje, etcétera, es
decir, los sentimientos son una tradición: una tradición es

20 Todavía en los siglos XIV, XV y XVI, el agua sigue siendo una


actividad común y pública cuando se obtiene, en las ciudades, mediante
pozos, fuentes y acueductos. Hay que esperar hasta el siglo XVII, con
los avances de la hidráulica, si se es rico y aristócrata, para
tenerla en el interior de las casas mediante tuberías y llaves y
grifos, pero incluso hasta el siglo XX si no se es, e incluso en
Europa. El agua, como objeto privado, es bastante tardío.
63

un acontecimiento que sucede todos los días y que no se


sabe cuándo empezó a suceder y que por lo tanto aparece
como un acontecimiento o que está recién hecho, o que es
espontáneo, o que es desde siempre; las tradiciones son esa
interrelación que se establece entre la gente y su mundo.
Es una tradición el hecho de que el agua sea fresca, porque
originalmente la frescura es un adjetivo propio de los
comportamientos de la gente, que poco a poco se le va
transmitiendo a un objeto que en principio sólo era mojado,
pero no ágil ni primaveral ni alegre. Ello significa que
los sentimientos se hunden en lo más viejo y perdido de la
historia, y sin embargo, hoy en día, cada vez que salta
agua, ya sea de la manguera, de la ducha o de la fuente, a
la gente le brota esa historia suya que desconoce. Pero las
tradiciones están vivas con vida propia, no prestada ni
heredada, y si no, no son tradiciones, sino datos o
documentos. Así pues, por tradición, la gente escoge para
sus vacaciones, que es cuando quiere parecer millonaria, el
agua en la forma de playa y de alberca o piscina
básicamente, que se emplea de las siguientes dos maneras,
una, para salpicar o chapotear, y al hacer eso, no importa
cuán adusto, agrio o simplemente aburrido se sea en días
normales, sentirse por un rato joviales, alegres,
extrovertidos, risueños; y la otra, para echarse junto a no
hacer nada acompañándose en tan envidiable tarea del sonido
monótono del estribillo inmortal de las olas del agua, es
decir, volviendo a sentir aquello eterno que hay en la
materia pura. Lo que arruina a la mejor la vacación es lo
otro: que estando descansando oyendo el sonido del agua, le
entra a uno la sapiencia de la temporalidad de la nimiedad
64

de su propia vida.

MATERIALES INTEMPORALES

Cuando uno está muy quitado de la pena perdiendo el tiempo


en la playa, no se da cuenta ni de que está vivo, pero
cuando alguien le habla de improviso y pega un brinco de
susto, la pena se le pone y se da cuenta de que existe. El
susto ha de ser la sorpresa ante la presencia de lo otro,
de algo exterior a la propia conciencia y extraño, que le
hace enterarse a uno mismo de que está apartado del resto.
O sea que el primer producto de la conciencia es el miedo,
ya sea por la presencia de alguien que se presenta de
repente, como los fantasmas, o, de manera más cierta y
cruda, a la muerte, o la aparición de la naturaleza como
algo de lo que el ser humano ha sido arrancado, y ahora sí
quién sabe cómo le vaya a hacer para seguir viviendo. La
cultura occidental debe haber tenido un susto mayúsculo,
tan grande que da la impresión de que el resto de su
historia ha consistido en tratar de quitárselo.
La sociedad occidental, esa forma de vida que se
empieza a notar a partir del año mil y que ya se ha
extendido por las buenas y por las malas por todo el
planeta, aparece cuando el suelo se le hunde bajo los pies,
como cuando uno se va a sentar y le hacen el mal chiste de
quitarle la silla, es decir, cuando se desmorona la cultura
grecorromana y los escritos se pierden, los caminos se
borran, las técnicas se olvidan, el idioma se descompone, y
en cambio, lo que hay es el miedo al hambre y al frío. Se
65

inaugura una sociedad desprotegida, desamparada, muy


asustada, hiperconciente (y a la mejor por eso luego
resulta tan avispada a la hora de adueñarse del mundo), que
probablemente tiene el recuerdo difuso de tiempos mejores,
pero no tiene la habilidad para recuperarlos, y por ello
tiene que empezar por el principio, por casa, comida,
cobijo y sustento, amparo y protección, pero sin mucho
oficio21.
Por ejemplo, hacia el siglo VI, “la rueda de alfarero
cayó en desuso, faltaban herramientas con qué cortar
piedras, la fabricación de ladrillos fue virtualmente un
arte perdido” (Derry y Williams, 1960, pp. 136, 251) “y no
se revivió sino hasta el siglo XIV. El concreto de
pozzolana desapareció por completo, y no será sino hasta el
siglo XIX que los cementos artificiales lo pudieron
igualar. El uso de domos y bóvedas de piedra también se
perdió. Las técnicas de construcción cayeron a niveles de
la edad de hierro” (Britannica, 1991, Vol. 15, p. 317). En
resumen, sus gentes no tienen de dónde agarrarse, y eso
asusta: en efecto, el miedo es la ausencia de material, y
lo contrario es lo contrario, o sea, que la presencia de
materiales y cosas familiares es un sentimiento de abrigo y
protección. Al parecer, los sentimientos siempre brotan en
tensión con otra cosa que se les opone, y así, para que
aparezca el sentimiento de protección tiene que andar el
miedo acechando por ahí fuera en alguna parte, y el miedo,
a su vez, está hecho de una seguridad que se rompe.
La razón por la cual siempre parecen más modernos los

21Richard Sennett lo dice así: “la cultura judeocristiana trata en el


fondo con experiencias de dislocación y desarraigo espiritual. El
temor a la intemperie está en el corazón de la imaginación religiosa”
(1990, p. 6)
66

filósofos griegos que las brujas medievales es que el


comienzo de la Edad Media es una especie de borrón y cuenta
nueva, como si se regresaran al neolítico y desde ahí
volvieran a empezar, y así, los materiales de donde saca la
cultura sus sentimientos no son aquellos que provienen de
hallazgos ni de adelanto alguno, sino los que se encuentran
por ahí alrededor y son de uso diario de la gente de diario
a la manera de siempre, y que todavía se usan: es casi una
sorpresa ver que las casas rurales y de pueblo parezcan no
tener fecha de construcción, como si hubieran sido
levantadas en cualquier año entre el cuatro mil antes de
Cristo y el mil novecientos después de él (Cfr. Vgr. Ariès
y Duby, 1985, Vol. 3, p. 79), y es que están construidas
con materiales que se les puede llamar intemporales, al uso
desde siempre hasta la fecha.

Afectos Cálidos
Materiales intemporales son aquéllos que son de color ocre,
que va desde el rojizo hasta el café, como el beige, el
castaño, el tabaco, el siena, el sepia, el crema, el ámbar,
el marrón o el óxido de hierro, y que es una especie de no-
color, porque es el color neutro de fondo con que está
pintada toda la tierra22. Son de color ocre los siguientes

22El sí-color sería justamente el que se despegara del fondo, como el


negro y el blanco, que son los primeros colores reconocidos en toda
cultura, y después, en ese orden, el rojo, el verde, el azul y el
amarillo. “Ocre” viene del griego okhrós, “amarillo”, y ciertamente,
los ocres son medio amarillentos (el diccionario define al beige como
un gris amarillento), pero, precisamente, el amarillo, por ejemplo,
amarillo canario o amarillo cadmio, no son colores ocres, porque les
falta su toque de tierra y de sequedad, y en cambio tienen su toque
biológico o químico natural o artificial, que es como le gustaba a la
cultura griega que, por el contrario, aborrecía los colores de la
tierra incivilizada, y que había construido por antonomasia el espacio
artificial, donde los únicos colores válidos eran el negro, el blanco,
el rojo y el amarillo (Ball, 2001, p. 32).
67

materiales: la piel humana, el fuego que calienta –no el


que alumbra-, el lodo, el ladrillo, las piedras tiradas, el
pan, la paja, la lana cruda, el cuero, el sol tímido, la
carne cocida, y muy primigeniamente, la madera. Todavía nos
gustan esas cosas, los lugares de madera y piedra y
ladrillo, porque son los lugares de nuestros sentimientos,
y no porque sean materiales “ecológicos” o “naturales”,
sino al contrario, porque son los materiales con los que la
cultura logra precisamente sobreponerse a la naturaleza,
ésa verde que se pudre y que nos pudrimos con ella; más
bien son los materiales que tienen la misma sustancia que
nuestro espíritu, que tienen “el color del otoño”, como
dice Philip Ball (2001, p. 178), porque van quedando fuera
del ciclo vital de los organismos: son cosas ya secas,
tostadas, y por lo mismo, más estables y seguras. Es
curioso que la gastronomía, o la cocina de la civilización,
la que fríe, guisa, asa, tuesta, cuece, hornea, consista en
hacer pasar lo que tiene colores orgánicos y vivos al
estado ocre, como si, ciertamente, éste fuera el color más
profundamente humano de la cultura, y donde las ensaladas
verdes y demás crudités son una excepción, tal vez el toque
de agua y de agilidad que a veces nos asalta. En fin, con
los colores ocres ya se puede construir una existencia, no
del todo desagradable, sino hasta acogedora y a salvo del
miedo. Los sentimientos protectivos como el cariño, la
ternura, la confianza, el cuidado, la seguridad, son todos
de color ocre.
La expresión “tocar madera” que se usa para curarse de
espantos, para que lo malo no suceda, significa,
literalmente, tocar el mundo, aferrarse a él, porque la
68

palabra “madera” quería decir “materia”, toda, cualquiera:


tocar materia. Tocar madera es usar los dedos de ancla para
agarrarse al mundo. Y en efecto, la gran materia de la
cultura es la madera, algo que en principio está en todas
partes, que brota de la tierra y se pone en pie sobre ella,
y que, en su calidad de árbol, se nos parece, porque es lo
otro vertical que hay en este mundo; en su calidad de
tabla, la madera tiene todos los colores de todas las
pieles humanas, desde la de color ébano hasta la de color
cedro. En promedio somos color pino. El material con que se
construyó el mundo durante una buena cantidad de historia
fue la madera: las casas con todo y paredes y tejados, los
utensilios tales como cubetas y cucharones, las
herramientas incluso las de los mismos carpinteros, y lo
que había de maquinaria pesada como molinos y norias y
grúas y carros y engranes a veces de enorme tamaño, desde
el siglo V hasta todavía el XIX (Mumford, 1934, pp. 137-
139), eran, todos, de madera. La madera es un material que
nunca es frío, que no es pesado, que es suave aunque firme,
firme aunque flexible, que a veces se usó de almohada, y
que tiene un sonido que no es hueco pero sí mullido,
acolchonado, como si absorbiera. Y también se quema, dando
con ello comida caliente y calor de hogar alrededor de los
cuales la gente se junta. La utilización rutinaria de la
madera, que implica cortarla, rasparla, rozarla, prenderla,
olerla, oírla, sentirla pues, hace que sus características
intrínsecas se le vayan adhiriendo a las gentes que
conviven con ella, como si los ademanes de la supervivencia
de diario fueran aprendiéndose en la interacción con ella,
como si las costumbres y monotonías y aburrimientos y paces
69

de la gente estuvieran sintetizadas en las características


de la materia de la madera.
El otro material igual a mano son las piedras sueltas
que se puedan ir recogiendo de por ahí, pequeñas, polvosas
y asoleadas, como de poema de León Felipe, que se colocan
sobrepuestas para completar el maderamen y afianzar las
paredes, generalmente pegadas y aplanadas con lodo o adobe,
alisando un poco las paredes (Leroi-Gourhan, 1945/1973, pp.
273, 265). Y todo sigue siendo color de tierra. es con
estas piedras que luego se puede construir un horno (Leroi-
Gourhan, 1945/1973, p. 255) para encerrar la lumbre y que
no se desperdigue, tanto para calentar la habitación y que
todos los ocupantes se aglutinen en su derredor y se
aproximen entre ellos, como para cocer algo que para
abreviar se puede llamar sopa o caldo, esto es, algo cuyo
nombre estipula que sus principales características es que
es caliente y es líquido, y, efectivamente, en una época en
la que todavía no se debe pedir demasiado, la sopa parece
ser el objeto comestible más elemental, ya que consiste en
echar dentro de la olla, o marmita23, todo lo que haya
alrededor, trozos de carne, cachos de pan duro y hierbas
varias que en el hervor se mezclan dando el tono ocre
consabido del resto del mundo y hacer que rinda para todos
y asimismo caliente el cuerpo y el corazón, dando lugar,
por un lado, a esa especie de querencia humana por todo lo
que es tibio y por todo lo que se hace acompañado que hace
que donde se esté así se está bien y que así sea para de

23 La etimología de la palabra “marmita” resume todo lo que significa


el calor de hogar: Marmite es el nombre genérico que se le daba en
francés al gato (algo así como minino o micifuz en castellano) que
siempre estaba dormido junto al fuego: la cacerola hacía exactamente
lo mismo (Coromina, 1973).
70

entonces en adelante la condición humana, y dando lugar,


por el otro, al humo y la hollín de la leña quemándose, al
igual que la grasa y el cochambre saliendo con el vapor de
la sopa y pegándose por todas partes para formar una tenue
película que suaviza todas las superficies y amortigua
todos los ruidos y brillos, haciendo que las voces sean más
tersas y más amables, y que la mugre sea, desde siempre,
una tradición, una cosa entrañable que hace más
hospitalarios los sitios: en un mundo sin mugre nos
sentiríamos robots sin sentimientos. Por eso, siempre hay
que traer un poco guardada debajo de la uñas. No obstante,
el objeto que mejor sale del horno, que sintetiza a todos
los demás, porque es casi madera, casi piedra, casi sopa,
es el pan24, crujiente y blando a la vez, suave y rugoso, y
encargado de hacer compañeros, toda vez que la etimología
de compañía es los que comen pan juntos. Como dice Pierre
Mayol, un historiador francés, donde hay pan “no hay nada
que temer: el pan suscita el respeto más arcaico, próximo a
lo sagrado. Es un memorial” (De Certeau, Giard y Mayol,
1994, pp. 88, 89)25. Si hay algo verdaderamente tierno en
este mundo, es el pan. Cuando se dice que alguien es bueno,
es bueno como el pan. El pan original tampoco era blanco,
sino color trigo tostado. Y no deja de ser llamativa la
similitud de los panes con los ladrillos, que más tarde,
hacia el siglo XIII, reaparecieron en la cultura (Derry y
Williams, 1960, p. 139): ambos salen del horno, tienen la
misma forma, la misma textura, el mismo color, y los dos

24 De hecho, la palabra “sopa” –del germánico suppa, siglo VI-


significa “pan empapado” (Corominas, 1973).
25 Por eso, según la usanza tradicional, al pan no se le debe cortar

con el cuchillo, porque encajarle un metal frío producto de la


industria humana es una suerte de profanación, de falta de respeto a
aquello que nos mantiene vivos y reunidos.
71

guardan en su forma el calor del hogar donde fueron


hechos26. Ambos son también de fabricación casera; se
amasan igual, se cuecen igual. Por ello, hasta la fecha,
como dice un autor de apellido Baker (que quiere decir
panadero), “el ladrillo implanta en las construcciones la
escala humana, el ladrillo es portador de un sello de
amistad” (1998, p. 33).
Puede completarse este cuadro intemporal con la
presencia de, por una parte, las telas, en especial el
lino, y luego, la lana, cuyo proceso es más laborioso, y
más tarde el algodón (Derry y Williams, 1960, p. 142), las
tres con sus colores y texturas crudos y burdas, y por la
otra, las pieles (Leroi-Gourhan, 1945/1973, pp. 90 ss.),
vivas o muertas, con o sin animal dentro, ya sea de perros
que siempre se le pegaron a la gente en su calidad de
consumidores de basura, parientes buenos del chacal y de la
hiena, y además borregos, bueyes, cabras, conejos,
gallinas, y prójimos, que también son de piel y que como
sea aportan mucho a la cualidad general de la calidez y la
suavidad de los sentimientos de cobijo con que se consuela
la cultura.
En suma, todos los materiales mencionados comparten
las cualidades de lo tibio y de lo tierno, y ciertamente,
los sentimientos varios que son de cariño y protección, son
todos tibios y tiernos, lo cual significa que están hechos
del mismo material, que es un material a la vez físico y

26En Mesopotamia o en Perú se pueden encontrar ladrillos moldeados en


caja, como si fueran panes (Derry y Williams, 1960, p. 231). Por otro
lado, el retablo de la Catedral de Mallorca, hecho en 2004 por Miquel
Barceló, reproduce en cerámica panes perfectos, que revientan igual en
la corteza y tienen el mismo color tostado e incluso cierta pátina
enharinada. Ambos, panes y ladrillos, sirven para lo mismo: para hacer
hogar.
72

psíquico. Si se pueden imaginar las actividades que se


realizan en el medio de estos materiales, podrá advertirse
que la vida consiste en una reiteración de acarrear,
quemar, cortar, sorber, golpetear, cocer, andar, dormitar,
sin fin, que va constituyendo un ritmo general, el cual
consiste en la compenetración recíproca de gestos y
materiales, de gestos que absorben los adjetivos de los
materiales, de materiales que adoptan el molde de los
gestos, una concordancia entre la gente que vive y las
cosas que utiliza para hacerlo, de suerte que los
materiales y los ademanes se van acomodando entre sí, y las
características de las actividades de les traspasan a las
cosas y las características de las cosas se les incorporan
a las actividades, estableciendo entre ellas una sustancia
que ya no es cosa ni actividad, ni material ni gesto, sino
sentimiento, que es una manera de ser al igual que el
pensamiento, y por eso, al final, lo tibio y lo tierno, lo
cálido y lo suave, son adjetivos que valen tanto para las
cosas como el pan, para las gentes como los niños, y para
los actos como las canciones.
Los sentimientos son de naturaleza estética, de lo
bonito y lo feo, lo que atrae y lo que rechaza, de lo que
se entraña y de lo que se extraña. Los sentimientos son
como el aparato estético que está dentro de la gente, y
así, una cosa es estéticamente cálida cuando tiene el color
del ocre, la suavidad de la madera, la textura del pan, la
tersura de la tela y la temperatura de la sopa, no importa
si esa cosa es una fotografía, una cara, una idea o una
huelga; una persona es cálida cuando se comporta como si
estuviera hecha de pan, como si su voz fuera de lana, como
73

si su mirada hiciera que se acercaran los gatos, y como si


dieran ganas de construir una casa con ese material. Pero
quizá lo más destacable es que, de entonces a la fecha, del
principio de la Edad Media hasta nuestros días, a pesar de
tanta historia y tanto cambio y tanta novedad, todavía hoy
utilizamos estos sentimientos, todavía, no obstante el
plástico y el colorido sintético, nuestros sentimientos
siguen siendo cosas manufacturadas con materiales
intemporales. Los sentimientos son una forma de ser
típicamente medieval: el cariño o la dulzura son ideas que
tienen mil años. Los sentimientos son creaciones
primigenias, pensamientos primerizos.
Los sentimentales son materiales que se usan, se
recorren, se ponen encima, se trabajan, y por ende, se
están en constante contacto literal con ellos, como si su
textura enseñara a la gente qué hacer y por el acto se
supiera de qué está hecho el mundo, y de qué está hecho uno
mismo. Esto es, claramente, un pensamiento. En efecto, los
sentimientos, en tanto actividad de intercompenetración
entre alguien y algo, son un pensamiento. Sin embargo, en
un momento cultural, en una época como lo puede ser la Edad
Media, en donde la gente no se sienta a planear lo que
tiene que hacer, porque el miedo apremia y el hambre
estruja, los problemas se resuelven por el acto y los
planes se conciben sobre la marcha, no con la cabeza sino
con las manos y los pies, puede plantearse que el
pensamiento se piensa con las manos y los pies y todo el
cuerpo. Ciertamente, el pensamiento que ahí está
realizándose, no está, por decirlo así, pensándose, sino
actuándose a través de las actividades que se procesan, o
74

sea que lo que se piensa es tal cual lo que se hace


mientras se rebana la cebolla o se va por agua, como si el
pensar se hiciera con el hacer, ya que es la actividad
misma la que determina qué y cómo debe hacerse y qué es lo
que sigue después, o sea que las ideas no se van pensando
sino que se van ejecutando, y a lo largo de este proceso,
se van sintiendo, que es justo lo que actualmente se hace
en la vida cotidiana, donde la gente no anda pensando qué
hacer sino que anda haciéndolo, anda bregando, trajinando,
batallando, yendo, y haciéndolo así, le sale bien, y
resuelve sus problemas y cumple sus planes. Al parecer,
sentir es un pensamiento que va dentro de la misma
actividad que se desarrolla, mientras que pensar,
propiamente dicho, como que se despega de la actividad del
cuerpo. Siempre se supone que para pensar no hay que
moverse, y que el que se mueve no está pensando. En
resumen, para pensar su vida, la gente no usa pensamientos
que estén fuera de la actividad, y por lo tanto, lo que
sucede es que la cultura piensa con sus sentimientos. Ello
sólo significa que no hay estricta diferencia entre los
sentimientos y los pensamientos: los sentimientos son una
forma de pensamiento, y pensar es algo que también se
siente.
Los sentimientos son estrictamente pensamiento igual a
los demás: la diferencia reside en lo siguiente, en que los
sentimientos son el pensamiento más lento posible, tanto en
el sentido de que casi no se mueve, como si ya hubiera
acabado de pensar y se quedara como está todo el tiempo,
como en el sentido de que perdura, de que es muy durable,
toda vez que esa forma de la conciencia apareció hace mil
75

años y todavía sigue presente y todavía la utilizamos para


sentir. En cambio, los pensamientos van cambiando; podría
decirse que cuando van dejando de cambiar, como en el caso
de los dogmas aprendidos, de las doctrinas heredadas o de
las frases hechas, se van convirtiendo en sentimientos. Los
sentimientos son pensamientos que tardan demasiado en
transformarse, y por eso parece que han estado ahí desde
siempre, y que los traemos junto con la biología. También
son los pensamientos más extendidos, más “populares” de la
cultura, y también por eso parecen universales. Los
sentimientos parece que vienen desde dentro nuestro porque
vienen desde siempre: es curioso, pero da la impresión de
que la interioridad y la antigüedad son la misma cosa: una
idea que está instalada en la sociedad desde tiempos
inmemoriales, la gente cree, o siente, y asegura, que viene
desde el fondo de su ser; el caso del amor, que es uno de
los relatos más antiguos de la cultura occidental, siempre
da la impresión de que es un acontecimiento estrictamente
individual, íntimo. Lo interior íntimo es lo antiguo
intemporal colectivo. En cambio, los pensamientos que se
reconocen como tales ocurren más en la superficie, y puede
uno cambiarlos por otros o desecharlos con mayor facilidad,
o como dice Carlos do Camo, un cantante de fado, “las cosas
cambian muy de prisa, pero los sentimientos y las
mentalidades van más despacio que el dinero”. Cuando se
habla de que un pensamiento es “profundo”, es que ya casi
es un sentimiento.
En fin, tan bonito que es el plástico y otros
materiales sintéticos. Sirven para todo, son impermeables,
irrompibles, baratos, reciclables, livianos, resistentes,
76

versátiles y vienen en colores variados, y se podrían hacer


casas enteras con ellos que fueran prácticas y lavables de
un manguerazo, ahora que ya nadie tiene tiempo para
dedicarse a las labores del hogar, pero, a la hora de la
hora, resultan corrientes, y así, puestos a escoger, todos
prefieren lo impráctico: todavía quieren mesas de madera,
cobertores de lana, muros de piedra, macetas de barro,
vajillas de cerámica y hasta, si alcanza, chimeneas de
ladrillo con troncos y lumbre y cenizas de verdad, porque
con todo eso parece que la casa es más hogar, de modo que
puede decirse que aquello a lo que se le denomina corriente
o artificial es a ese material que no tiene polvo, que
suena muerto, que ya viene hecho, que le faltan defectos, y
que por lo tanto no se acomoda a ciertas maneras de ser de
la conciencia colectiva, como si chocara con los gestos
tradicionales de la gente y no se pudiera entrar en
contacto entrañable, como si fuera impermeable a la
compenetración con la gente. Es como si la madera y la lana
y la piedra y el ladrillo tuvieran dentro ciertas
cualidades humanas, necesarias aunque la gente no supiera
cuáles, y no pudiera prescindir de ellas, porque se le
perdería algo de su humanidad. Podrá decirse que es nada
más publicidad. O podrá decirse que es sólo nostalgia, pero
no del material en sí, sino como si la gente tuviera
nostalgia de sí misma, de aquello que ella ha sido
intemporalmente y esto estuviera hecho de estos materiales.
Parece que los sentimientos con los que vive la gente y
necesita para vivir, tienen algo de estos materiales, y no
del plástico, por práctico que sea. Tenemos sentimientos de
madera.
77

MATERIALES FECHADOS

Si se fija uno, hay un pequeño sesgo al hablar de los


sentimientos que se nota en la palabra “sentimental”: quien
es sentimental, siempre es bueno, como si los sentimientos
fueran buenos; por supuesto que hay malos sentimientos,
como el odio, pero éstos aparecen como parte del miedo,
como si, en efecto, lo malvado fuera algo que viniera de
fuera, y fuera hijo de la naturaleza y no de la cultura; o
sea, es salvaje. Por eso, de los sentimientos que no son
buenos, se tiene que avisar que son “malos” sentimientos, y
del salvaje que no es malo se tiene que avisar que se trata
de un “buen” salvaje. Según la cultura, lo malo es lo que
se construye por default, por omisión. Mientras que los
sentimientos cálidos son, como sus materiales, siempre
ergonómicos, aptos para el manejo humano, los otros, los
contrarios, son efectivamente fríos y repelentes, como
cortantes, como viento helado, que es como un filo, casi
metálico. Paradójicamente a los sentimientos malos se les
llama “insensibles”.
Y durante el tiempo que se utilizó predominantemente
la madera, casi no se empleó el hierro, excepto en pequeñas
piezas adosadas a los filos de las herramientas (Mumford,
1934, p. 138). Para empezar, la obtención de los metales y
su forja o fundición es algo mucho más costoso que una vida
de madera, y de hecho, la destrucción de los bosques que se
registró desde la Edad Media se debió al empleo de madera
para la extracción y trabajo de los metales, y no por su
78

utilización cotidiana, de manera que este material ya está


fechado y tiene más bien que ver con la riqueza y el poder,
ambas cosas que la gente en general no tenía, así que los
metales fueron empleados por grupos restringidos para sus
necesidades de armas, tesoros y guerras. El fierro, sobre
todo forjado, a fuerza de martillazos, que es el primero,
tiene aristas y líneas rectas, como las espadas y los
cuchillos, y es frío y duro como el invierno del norte, así
que pertenece sobre todo a lo hostil y lo temible, lo cual
no quita que sea útil, sobre todo con precaución, no se
vaya uno a cortar. Por ser un material violento y porque no
se encuentra a ras de tierra ni tirado por ahí, sino que
hay que ir a sacarlo de debajo de la tierra, a las minas, y
por ende, meterse con lo extraño, tradicionalmente pesó
sobre él una especie de maldición, y por derivación, sobre
los herreros, a los cuales se les respetaba con temor como
si fueran oficiantes del trabajo maligno de una secta
secreta27. Lo metálico, como sentimiento, es frío y
tajante, solamente entra dentro de la calidez cuando tiene
forma redondeada, como la de la marmita. El herrero es en
realidad un armero. Los metales constituyen una especie de
segundo miedo, esta vez ya no “natural”, sino
manufacturado.
Comoquiera, es con la fuerza y el filo del fierro con
lo que se pueden hacer mazos y cinceles, y con ellos, con
dinero y con albañiles es que las piedras, las que son
blandas, se pueden empezar a cortar para edificar cosas

27 Como dice Jean Poirier (1990, Vol. I, p. 923): “el herrero es el


autor de un sacrilegio sin expiación, aquél que consiste en sacarle
las entrañas a la Madre Tierra (el mineral), y hacerlas cocer para
extraerles su producto (el metal)”. Así visto, cualquier fierro es
sospechoso.
79

mayores (Derry y Williams, 1960, p. 255), casi siempre con


fines colectivos (Leroi-Gourhan, 1945/1973, p. 234), tales
como iglesias, monasterios, abadías, murallas y sepulcros,
a partir del siglo XI y con bastante dedicación durante
cuatro siglos, período al que alguien llamó “la cruzada de
las catedrales”, porque fue como si “la tierra se empezara
a vestir con una túnica de iglesias” (Britannica, 1991,
Vol. 15, p. 317), y sí, se levantaron gigantes góticos de
hasta 50 metros de altura28, verdaderamente graciosos, con
torres, contrafuertes, gárgolas, arcos, ojivas, nichos,
estatuas, todo de piedra. La presencia de estos edificios
portentosos que surgen de la tierra pero al mismo tiempo se
hunden en ella, dados su apariencia, peso y cimentación, y
que al mismo tiempo están construidos para recibir y acoger
a la gente, hacen que su mismo material le añada al amparo
como sentimiento el sentimiento de la solidez, como si le
diera firmeza al consuelo, permanencia a la protección, una
garantía que antes no tenían. Por una parte, como dice
Richard Sennett, estos edificios religiosos y populares
eran lugares donde sentir la misericordia, caridad, cuidado
e inmunidad, toda vez que tanto en su interior como en su
perímetro, en el atrio, todo aquél necesitado por hambre,
enfermedad, frío o persecución, queda ipsofacto protegido
al poner el pie dentro, y allí se le curaba, cubría,
alimentaba o asilaba (Sennett, 1990, pp. 16-19), que es
justamente lo que hace que un lugar sea santuario29. Por

28 Bueno, 48, que es lo que tiene la Catedral de Beauvais, misma que se


desplomó durante su construcción en el siglo XIII debido a la
imposibilidad de sostener sus bóvedas, y tuvo que reconstruirse pero
ya nunca quedó completada.
29 Los últimos santuarios que se han visto, en el siglo XXI, se
encuentran en los Estados Unidos de Norteamérica, en donde hay
iglesias que protegen a los inmigrantes indocumentados, generalmente
80

otra parte, al revés de las pobres casa donde se vive, el


material del que están hechas las iglesias las dota de una
carácter de permanencia frente a las fragilidades de la
vida, asunto comprobado ya que seis o siete siglos después
perduran, como monumentos. Como las tumbas, por ejemplo,
que se hicieron de piedra porque se pretendía que
permanecieran a través de los sobresaltos del tiempo, toda
vez que un monumento es aquello que sirve para recordar:
monumento, en latín monumentum, significa edificación
conmemorativa, y en rigor, toda piedra es monumental,
incluso las que fueron dejando atrás Hansel y Gretel para
recordar el camino de regreso a casa. Los monumentos de
todo tipo son aquello que permite que lo que sucedió hace
quinientos años, una conquista, por ejemplo, nos siga
afectando actualmente. La monumentalidad no es algo que
tenga que ver con el tamaño, aunque sí con la grandeza,
porque algo parece monumental cuando impone el respeto que
proviene de que uno se da cuenta de su propia pequeñez. La
piedra de la tumba es la que tiene la grandeza, el cadáver
que está ahí dentro es lo que tiene la pequeñez. Esa
grandeza es la memoria. Toda tumba, por chiquita que sea,
resulta monumental, y paradójicamente, no se vale hacer
cosas no monumentales, por ejemplo, ceniceros u hoteles,
con piedra: para eso está el plástico, y en cambio, todavía
nadie ha podido hacer monumentos de plástico, casi ni
siquiera de cemento, porque resultan muy discutibles, como
si no pudieran contener memoria, ya que están hechos de un
material agregado a la tierra, no brotante de ella:
plástico, aluminio, vidrio, cemento, ésos son materiales

sudamericanos, de las leyes de este país.


81

que no vienen del tiempo, sino que se le ponen encima; que


no son contemporáneos del recuerdo.

Sentimientos Pensamentales
Las catedrales, así como las casas que paulatinamente se
empezaron a hacer con piedra tallada, traen un rasgo que no
estaba antes, que es el de las aristas y el de las líneas
rectas, como si los filos de los fierros se les contagiaran
a las piedras a la hora de cortarlas, y se les pegara un
poquito de su frialdad. Ya son cosas derechas, alineadas, y
en esto ya se funda el criterio de racionalidad, no
solamente porque para hacer esquinas rectas que se acoplen
bien hay que pensar más calculada que sentidamente, sino
porque los filos y la rectilinearidad son figuras cuya
separación con el resto es marcada, tajante, cortante,
precisa, definida y, ciertamente, éstas son características
de la racionalidad occidental. Lo racional es aquello, por
ejemplo en el lenguaje, que es directo, que no da vueltas
para llegar de un lado a otro, como las líneas rectas o la
información; que es distinto, esto es, lo que permite
diferenciar entre una cosa y otra y clasificarlas cada una
en su compartimento, que es para lo que se hace una
descripción precisa; y que es impersonal, es decir, que
debe valer para todos por igual y por lo tanto no se debe
confundir con los deseos o ilusiones de cada uno, por lo
que debe ser independiente de todos sus usuarios. Así son
las definiciones en el lenguaje. Cuando las palabras entran
al diccionario, les salen filos por todas partes como para
separarse de las demás y no confundirse con otras. Lo
racional es lo que tiene líneas nítidas de demarcación. En
82

un paisaje, por ejemplo, mientras que se confunden y se


mezclan, y se mimetizan y no se ven, piedras tiradas,
troncos, follajes, conejos, en cambio, destacan con
precisión las cosas que tienen líneas rectas y marcadas,
como torres o caminos, como si quedara claro que eso se
separa y no pertenece al resto. El criterio que la cultura
tiene entre lo natural y lo artificial es el de lo que no
se separa y lo que sí se separa. Puede notarse que es
asimismo el criterio que existe entre el sentimiento y el
pensamiento: el sentimiento es aquello que sigue revuelto
con uno mismo y con los acontecimientos, y el pensamiento
es aquello que se separa del resto del mundo y que ante
todo, sabe distinguir y caminar en línea recta. La
linealidad, el filo, las aristas, lo cortante, de la misma
manera que el brillo, tienen el efecto de que repelen o
reflejan lo que les llega del exterior ambiental, mientras
que lo poroso y lo mullido, lo redondeado y lo opaco, lo
absorben y lo incorporan.
Y lo mismo que le sucede a la piedra le sucede al
fuego, a su manera, esto es, se le suma una función nueva y
pasa, de ser calor, a ser luz, con la que adquiere esa
especie de arista gracias a la cual los objetos iluminados
ya no se confunden. En los siglos XIII o XIV (Cfr. Ariès y
Duby, 1985, Vol. 3, p. 200), el fuego empieza a utilizarse
en calidad de luz, cuando deja de colocarse en el centro de
la habitación en el suelo y empieza a colocarse en las
paredes a lo alto, como lámpara, para que ilumine. Y por la
misma época, póngase siglo XV, las chimeneas se desplazan
de manera generalizada hacia los muros (Derry y Williams,
1960, p. 264; Ariès y Duby, 1985, Vol. 3, p. 198), porque
83

ya se construía con piedras y ladrillos que no se


incendian, y se les hacía un tiro para sacar el humo y su
mugre. Con esto, las casas se vuelven más limpias, más
claras, y con espacio libre en el centro, al que se le
denomina un “claro”. Esto tiene la forma de nuevos
sentimientos. En esta habitación donde la lumbre cambia de
sitio y de función es donde la gente se había reunido
históricamente y donde realiza sus actividades. Cuando el
fuego está en el centro, las actividades cotidianas son las
de cocinar y calentarse, y mientras esto sucede, la gente
platica, cuenta anécdotas y chismes, habla de los que está
haciendo, se da indicaciones, pero toda esta plática esta
desarrollada dentro del ritmo mismo del quehacer, y varía
de tono y de fluidez según lo que se esté haciendo: es de
corridito si se está pelando papas, pero se detiene a la
hora de torcerle el cuello a la gallina. Aún hoy en las
cocinas (talleres, almacenes, etc.) se sigue haciendo esto,
que lo que allí se dice tiene que ver con lo que allí se
hace, cuentos de compras y vecinos, como si el lenguaje
estuviera inserto en los actos y en los objetos propios de
la cocina. Se trata de un lenguaje que revolotea como
chispa, como mosca, como gesto, alrededor del centro que es
el que funciona como realidad principal, por lo que uno
puede quedarse callado y seguir haciendo lo suyo y a nadie
le parece fuera de lugar ni de lo normal. Así como el fuego
de las cocinas, los pozos de los patios y las fuentes de
las plazas actúan exactamente como ese centro en torno al
cual la gente se junta.
Pero cuando se quita el fuego o el agua del centro del
emplazamiento, al parecer se tiene que colocar otro objeto.
84

Al lenguaje se le ha considerado en los últimos años ya sea


como aparato de comunicación o de información, como sistema
de distinciones entre unos términos y otros, entre frío y
caliente por ejemplo, o como instrumento de descripción de
la realidad. Sin embargo, al lenguaje también se le puede
considerar como un objeto entre otros objetos, igual que el
agua, que el fuego, que las personas, que los objetos de
estudio de las ciencias, que la ropa y que las gallinas.
Considerarlo como objeto hace que no se pueda salir de la
realidad, como a veces lo hace el cientificismo o el
positivismo, que creen que describen la realidad con
lenguaje –o lenguaje matemático- sin darse cuenta de que el
lenguaje con que describen la realidad también es real,
también es una realidad, también es la realidad. Asimismo,
considerarlo como objeto permite utilizarlo como materia de
comprensión de la cultura, en el entendido de que aquello
que le sucede a los demás objetos en la historia, como los
perfeccionamientos y desperfeccionamientos en el arte, en
la moda, en la percepción, en la técnica, en lo que sea,
también le sucede al lenguaje. Hoy, por ejemplo, tenemos un
lenguaje que se parece mucho a las mercancías desechables,
a los alimentos chatarra, a los productos de pésima calidad
y bajo precio. Considerarlo como objeto, en fin, hace que
le aparezcan nuevas cualidades y nuevas relaciones con el
resto de los objetos que pueblan la cultura; se le pueden
poner adjetivos propios de las cosas, como azul, por
ejemplo. El lenguaje, como las demás cosas, también tiene
forma. Pues bien, en el centro que queda vacío, lo que se
coloca como objeto principal en lugar de la marmita que ya
no está allí, es al lenguaje, que se vuelve la tarea
85

central, y al hacer esto, al lenguaje también se le hace lo


mismo que a las piedras, es decir, se le talla, se le
recorta en los bordes, se le endereza, se le alinea y se le
racionaliza: se le distingue de los otros objetos y ya no
se confunde con las cosas que están alrededor. Se le pule y
se le saca brillo. La aparición de la imprenta30, y por
ende, de las lecturas, permiten que hablar se pueda
convertir en una actividad que se sostiene por sí misma.
Esto ya no es la Edad Media; es el Renacimiento. A las
demás cosas les pasa lo mismo que al lenguaje: es como si
las líneas rectas de las paredes, por una parte, y la luz,
por la otra, se juntaran y se fundieran en una sola cosa,
que es la de las superficies brillantes y lisas, como agua
quieta en los espejos de agua de los estanques. En efecto,
aquella habitación llena de hollín se empieza a recubrir de
mármol, que a la sazón comienza a explorarse y explotarse
en las canteras, como las de Carrara, que según se dice,
fueron abiertas por Miguel Ángel; el mármol, al revés de
las piedras suaves, es duro y puede pulirse y hacerse
brillar y reflejar no sólo la luz sino también las voces,
que rebotan en las paredes, y asimismo, ya no es muy
tocable porque resulta frío al tacto y como que deja clara
la distinción entre las yemas de los dedos y la superficie
del muro31. Si se recarga uno en invierno se le tuerce la
espalda del enfriamiento. El agua también, debido a la
aparición de ciudades de diez mil habitantes (De Vries,
1984, p. 46) y a las consabidas necesidades urbanas, deja

30 Invención de Johann Gutenberg, o de Johann Fust, o también de Coster


Haarlem, o de varios otros, hacia 1450 (Derry y Williams, 1960, pp.
344-345).
31 El interior de las iglesias (Vgr. San Lorenzo en Florencia, de

Brunelleschi) o de edificios civiles (Biblioteca Laurenciana, de


Miguel Ángel, en Florencia) del Renacimiento italiano es así.
86

de ser un material eterno y, por decirlo así, se domestica,


y se obtiene principalmente en pozos en las plazas
públicas, y de ahí se almacena en pilas, baldes, cubetas,
albercas, estanques, aljibes y se convierte en fiel objeto
de su momento y lugar, esto es, en algo frío, de superficie
extrapulida y superreflejante, es decir, casi un metal,
pero un metal hecho de luz, porque es clara hasta el fondo;
pesa como el mármol: así quietecita es como la ven sobre
todo los monjes, los funcionarios y los acaudalados, que
tienen pozos privados en los patios de sus propiedades
(Roche, 1997, p. 166).
Se le puede agregar a este escenario la ebanistería,
carpintería fina bien cortada y ensamblada, sin
rusticidades, marqueteada, lijada y barnizada con lacas y
colas que hacen que la madera se marmolice y de
desarbolice, como si fuera ya otro material. Añádanse los
esmaltes y vidrios para el siglo XVI, los espejos a base de
estaño y mercurio, como superficies de agua sólida, la
cerámica vidriada de alta temperatura para el siglo XVII
(Derry y Williams, 1960, pp. 160-166, 138-139) y el dorado
con pan de oro, una película delgadísima, para muebles y lo
que se ponga enfrente. En suma, puras cosas lisas y
brillantes. Se trata de materiales que producen sonidos,
líneas y temperaturas afilados, que no se confunden sino
que destacan cada uno, agudos, que rebotan la luz que les
llega y repelen la piel que los toca, y que por ende son
adecuados para esas percepciones que les gusta distinguir
claramente lo que reciben, como el oído y el ojo.
No hay nada, ni en la cultura, ni en el ambiente, ni
en el lenguaje, ni en el conocimiento, que obligue a que
87

los sentimientos tengan que tener nombre de sentimiento, ni


a que los pensamientos deban llamarse pensamientos: es una
convención tan arraigada que parece natural que el amor sea
un sentimiento y la contaduría sea un pensamiento, y forma
parte de esa convención que por lo tanto los pensamientos
piensen y los sentimientos sientan. Pero la cultura es,
entre otras cosas, la historia de la constitución de esas
convenciones: puede notarse que los sentimientos que son
fríos y duros, parecen pensamientos, como la venganza, el
rencor, la crueldad y la competitividad; son sentimientos
muy calculadores, casi saben aritmética.
Durante el período de los materiales intemporales,
aquél del fogón y la madera y el pan –y nótese, los tres
crujen-, que bien puede llamarse el sector medieval de
nuestra conciencia, no hay, para efectos de calidad de
vida, ninguna mayor necesidad de habilidades numéricas ni
lingüísticas, y por lo tanto, su pensamiento, que es lo que
se utiliza para vivir humanamente, está hecho más bien con
las manos y los pies y las espaldas y consiste en una
actividad laboral sostenida de baja intensidad, y se mide,
o se comprueba, por la capacidad que tenga la gente para
estar protegida, cobijada, alimentada, descansada, querida,
admitida en la comunidad, y esto es, sin duda, un
pensamiento. Se trata de un pensamiento sentimental.
La sociedad piensa con sus sentimientos, y esto lo
seguirá haciendo siempre, toda vez que, así visto, bien a
bien, no se puede establecer la diferencia entre
pensamientos y sentimientos, excepto como extremos, como
dos exageraciones opuestas de una misma realidad. Y en el
siguiente período, éste del mármol y los filos y la luz,
88

que se le puede llamar el sector renacentista de nuestra


conciencia, da la impresión de que no aparecen nuevos
sentimientos, sino puros pensamientos, como la
racionalidad, o si se quiere, la anatomía, la botánica, la
astronomía, de modo que los sentimientos toman el nombre de
pensamiento, de la misma manera que antes los sentimientos
tienen nombre de pensamiento, o como ya decía Pascal en
1662, en sus Pensamientos, “la memoria, la alegría, son
sentimientos, y hasta las proposiciones geométricas llegan
a ser sentimientos”32. La razón es lisa: pensar se siente
brillante, claro, templado, lúcido, nítido, directo,
lineal, y son adjetivos que se le adscriben a la
racionalidad. También se siente tranquilo. Y de hecho,
cuando uno en una de ésas ya no sabe qué pensar, y declara
que está “confuso”, que es cuando sus ideas están perdiendo
todas estas características pensamentales y entonces se
desdibujan y se mezclan las unas con la otras, y luego, muy
gráficamente, uno dice que ya no puede “pensar” y en cambio
dice que se “siente” muy confundido.
Estas dos dimensiones, la del sentir y la del pensar,
son fundamentales en la cultura. Ambas son estrictamente no
funcionales, esto es, no están al servicio utilitario de
nada, sino que son culturales, y esto sería una cualidad de

32Mientras verbos como doler o amar son del siglo XII, vienen ya en El
Cid, otros como sumar o restar son del siglo XV, del diccionario
español-latino de Antonio de Nebrija, en 1492, pero la verdad es que
esto no es prueba de nada (lo que sí puede ser prueba de algo es que
ya hay un diccionario en 1492), sino más bien un juego de palabras,
toda vez que el latín estaba disponible para tomar palabras de él, y
podía utilizarse con referentes diferentes de los actuales; por
ejemplo, la palabra amor significaba algo más violento que la de hoy,
mientras que lo que ahora indica se parecería más al sustantivo
caridad de la Edad Media; la palabra razón está presente desde el
siglo XII, pero si con ella no se podía sumar ni restar, difícilmente
tendría la connotación actual. A lo que en la Edad Media se referían
al decir pensar, no era para nada un pensamiento, sino un sentimiento,
por lo demás bastante tierno.
89

lo cultural, de lo afectivo y de lo estético: aquello que


no sirve para nada y por lo tanto sólo sirve para sí mismo,
o sea, para estar bien, para pertenecer a la especie
humana, para dar razón de ser a la sociedad: que el mundo
sea un lugar donde se pueda estar y que con eso baste;
carecen de finalidad, de objetivos y de resultados. Aquello
que se llamó miedo es concretamente el estado de una
sociedad o de una conciencia que sabe que no tienen ninguna
razón para mantenerse –con el trabajo que cuesta-, y es por
ello que tiene la obligación de construirse dicha razón.
La sensación de calor de hogar de la madera y el
fuego, la sensación de alegría despierta del baño de agua,
el sentimiento de firmeza y grandeza de las edificaciones
colectivas, y los sentimientos que ya se llaman
pensamientos que despiden las paredes de mármol, las
ventanas plenas de luz, los utensilios metalizados, son
todos precisamente el proceso cultural de configuración de
sentido de la vida, de esta razón de ser. Y ciertamente,
hoy en día, hay menesteres para los cuales estos últimos
materiales, los bruñidos y duros y fríos son de lo más
adecuado, que son aquellos para los cuales se requiere
construir ambientes en donde la gente debe estar un poco
alejada una de otra para que los asuntos marchen bien, que
es el caso cuando hay que usar palabras y discutir
problemas y alcanzar acuerdos: entonces hacen falta paredes
blancas sin detalles, iluminadas con luz natural o
artificial, donde resalten claramente los vocablos y las
indicaciones o las órdenes. A estos espacios se les
denomina hoy en día oficinas, como bancos, salas de
reuniones, casas de bolsa, embajadas, salones de clase,
90

lugares que aceptan de mejor gana el uso de materiales como


los plásticos o el acero inoxidable o los cristales
mientras más grandes mejor, y el aire acondicionado, porque
cumplen con la luminosidad lisa de los sitos que les dieron
origen. En horas de oficina lo que se debe sentir es el
pensamiento, no el sentimiento, por lo que está prohibido
llorar en ese horario, y el pensamiento éste está como
encarnado en esos materiales, y la gente sabe, siente, que
sólo debe tratar temas de racionalidad en ambientes como
éstos. Podría decirse que en los lugares acogedores la
gente se siente más cariñosa y familiar, y en lugares
bancarios se siente más inteligente, porque uno mismo está
hecho con el material donde se mueve.
Pero desde el principio del siglo XX existe la
tendencia decorativa de hacer que las casa parezcan
oficinas, es decir, a base de líneas rectas, materiales
industriales, iluminaciones espectaculares, limpiezas
clínicas, y si al inicio esto fue una moda de élite
mundana, al final es una mercancía de masas. En el siglo XX
un arquitecto dijo que “la mejor habitación es un
quirófano” porque otro ya había dicho que “la casa es una
máquina de habitar”, ambos en el entendido de que las
ternuras salen sobrando y los lugares deben ser
funcionales, ya que el ser humano era un aparato de
producir actividades con requerimientos estrictamente
prácticos, de modo que había que poner el cuerpo a tono con
el espacio que ocupa, y ciertamente, estas casa se parecían
más a un quirófano que a un hogar: ahí uno siente que en
vez de cubiertos le van a dar instrumental quirúrgico. Como
si la gente, saliendo de la oficina, no necesitara llegar a
91

una casa, sino a otra oficina. Lo mismo ha sucedido con


restaurantes y hasta iglesias, donde el ambiente de moda ya
no es hogareño ni amistoso, sino otra vez, sucursal de una
American Express. Esto es lo que se llamó en arquitectura
corriente funcionalista, y más tarde, minimalista. Lo
chistoso de vivir en un quirófano es que las gentes todavía
quieren pan integral para cenar y otros productos
naturales: lo normal es que se alimentaran con sonda
mientras ven la tele. En realidad, el dato cierto es que
esas casas tan bonitas –que indiscutiblemente lo son- no
han funcionado, al menos no para que la gente viva ahí,
porque siempre les da por desordenarlas y por ponerles
alguna calidez, algún recuerdito, un adorno, un retrato de
familia, o unos calcetines fuera de lugar que estropean el
panorama. En rigor uno de tales adornos cálidos y
desordenados es la gente misma, quien, para que su casa
esté bonita, no debe vivir ahí.
Como dice Siegfried Giedion, una cúpula o una pirámide
es tradicionalmente un lugar por donde baja Dios, por donde
sube el alma, o por donde la imaginación de la sociedad
conecta dos mundos, y por lo tanto, toda pirámide, toda
cúpula es intrínsecamente sagrada, pero he aquí que la
descultura moderna va y coloca cúpulas en los hoteles,
pirámides en los museos, y así, con restaurantes que
parecen iglesias e iglesias que parecen bancos, la sociedad
ya no sabe dónde buscar su propia cultura33, dónde su

33 La cita textual de Giedion es como sigue: “la cúpula por ejemplo,


ahora la encontramos en todas partes, en edificios público o privados,
en bancos o en chalets. Esto va acompañado, en todos los campos, por
una desvalorización de todos los símbolos que estuvieron relacionados
con lo emocional. Si las formas pierden su íntima estructura, lo que
hacen es convertirse en clichés sin significado emocional” (1955, pp.
29-30).
92

conocimiento, su conciencia, y le entra entonces la


sensación terrible de la banalidad de su vida y de la
precariedad del mundo, como una suerte de regreso al miedo
sin siquiera saber por dónde esperarlo, como si el miedo
que se conjuró históricamente y se le puso fuera de la
casa, lejos de la iglesia, apartado de la razón, ahora
llega por todas partes, por dentro de las piedras y por
debajo del pan. Una sociedad que se olvida de su cultura es
una sociedad que ya no tiene con qué pensar, aunque sea muy
inteligente, porque, como se ha dicho, los pensamientos
pertenecen al fondo sentimental de la sociedad. Y por eso,
es una sociedad que pierde su capacidad para tener futuro.
93

CONCIENCIA

Por lo común por conciencia se entiende darse cuenta de


algo, porque si a uno le preguntan si está conciente de lo
que dijo o le que hizo, se da cuenta y responde que sí, y
si no se da cuenta todos le dicen que es un inconciente.
Seguramente uno está conciente si se da cuenta de que subió
de peso, de que ya se le pasó la estación del metro o de
que está despierto. Y como nadie puede desmentir esto,
entonces la conciencia aparece como un percatamiento de
hechos, cosas, ideas. Ésta es más o menos la explicación
cotidiana que todo el mundo se da y que todo el mundo
acepta, y el resto de la explicación, si hace falta se
puede ir haciendo sobre la marcha, como, por ejemplo, la
cuestión de qué es la conciencia en conjunto y en general,
o qué es lo que sigue después de que uno tiene una idea, y
la respuesta es que tiene otra, y luego, pues otra, y
94

entonces la conciencia en general parece como si fuera un


tren de ideas, y así como es un vagón tras otro, es una
idea tras otra, que, como vagones, han de venir
enganchadas.
Es curioso: ya viajamos en avión pero todavía pensamos
en tren. O sea que por ciertas cuestiones más bien
tecnófilas somos muy siglo XXI, pero para otras, digamos,
humanas, sociales, mentales, como la conciencia, somos
francamente XIX, y en efecto, esta noción que se tiene de
la conciencia es más bien ferrocarrilera, compuesta de
vagones, compartimentos, y sobre rieles, y a la cual, en
psicología, se le denominó asociacionismo, y fue muy
socorrida y hasta útil, y planteaba que la conciencia es
una asociación de ideas que seguían unas a otras debido a
su semejanza (como “máquina de escribir” y “computadora”),
a su proximidad (como “mesa” y “silla”), a su frecuencia
(como “ruina” y “turista”) y otras cosas semejantes,
próximas y frecuentes, como inseparabilidad, contraste,
contigüidad, intensidad (Boring, 1950, pp. 243 ss.;
Abbagnano, 1961; Hothersall, 1984, pp. 65 ss.). Esta teoría
del trenecito de las ideas es sencilla y tan bonita como
los trenes del siglo XIX, pero como ellos, no puede llegar
muy lejos, porque con tantito que uno la fuerce, empieza a
tirar aceite, como cuando uno se pregunta qué es lo que hay
entre una idea y otra, entre un vagón y otro, y uno mismo
se responde que hay otra idea, otro vagón, que con un poco
de atención se localiza, pero que obliga a preguntarse qué
hay entre esa otra idea que puso en medio y las otras que
había, y responderá pues que otra idea más, y así
sucesivamente, pregunta y pregunta y respuesta y respuesta
95

de que hay una ideiíta y un vagoncitito de un tren


infinitesimal, hasta que en verdad deja de funcionar el
razonamiento porque uno mismo siente cómo las ideas ya se
van echando unas encima de las otras porque ya no caben y
se aplastan y se mezclan y el tren como que se diluye
dentro de sí mismo, y entonces la conciencia ya no puede
ser esa serie que se suponía de cosas de las que uno se da
cuenta, porque uno ya ni siquiera puede darse cuenta de
todo lo que se da cuenta. La metáfora del tren de los
pensamientos, que es un clásico producto inteligente del
pensamiento mecánico del siglo XIX, deja de servir, porque
un tren derretido que va corriendo ya no se llama tren,
sino río.
La noción de que la conciencia sea un río, una
corriente, un flujo, es una metáfora viejísima, porque los
ríos existían antes que los trenes, y así, por las mismas
fechas que el asociacionismo, William James, que era un ser
culto y sensible, dijo que

la conciencia no aparece ante sí misma desmenuzada en


pedazos. Palabras como “cadena” y “sucesión” no la
describen apropiadamente como se presenta a sí misma desde
el principio. No es nada articulado; fluye. Es un “río” o
un “curso”, son las metáforas mediante las cuales se le
describe del modo más natural (1890, p. 192).

Así que no tenemos cincuenta mil ideas al día, sino una


sola durante toda la vida34, porque “no hay más que una

34Esta noción puede ser leída en otras partes; así es como la resume
John Searle: “La definición pragmática siguiente, parece ser
ampliamente aceptada: la conciencia consiste en esos estados y en esos
procesos de experiencia, de sensación, de lucidez o de sentimiento que
se desatan típicamente en la mañana, cuando emergemos de un dormir sin
sueños, y continúan hasta que nos dormimos, que caemos en coma, que
nos morimos o que nos volvemos ‘inconcientes’ de alguna otra manera.
Según esta definición, los sueños son una forma de conciencia,
evidentemente diferentes en muchos aspectos de las experiencias
96

conciencia prolongada, una corriente ininterrumpida”


(James, 1890, p. 199), que como toda corriente, se mueve,
no descansa, sube, baja, salta, se hunde, se intensifica,
se revuelve, se apura, se calma, sin dejar de ser nunca la
misma corriente que nunca es la misma, al grado de que
puede decirse que la esencia de los ríos no es el agua sino
el movimiento, como en los ríos de gente, y que la
sustancia de la conciencia no es un contenido sino un modo,
y que lo que tiene dentro cualquier flujo es justa y
precisamente un ritmo, como el ritmo de la música, el ritmo
del trabajo, el ritmo de las ciudades o el ritmo de la
vida, que puede ser en todos los casos pausado o acelerado,
violento o calmo, complicado o sencillo. La existencia de
un ritmo no es una realidad física, no está en la
naturaleza que estudian las ciencias naturales, sino que
solamente puede existir si existe la conciencia, alguien
que pueda decir que a pesar de las variaciones, de la
ausencia de material, de la inconstancia de los
componentes, de la irrepetibilidad básica, algo es una
pieza de música o algo es un río de gente, de manera que
donde haya un ritmo hay una conciencia, y la curiosa
implicación de esto es que los ritmos son externos e
internos a la vez, porque para que el ritmo de la ciudad
que está allá fuera exista, alguien lo tiene que estar
experimentado aquí dentro, por lo que el ritmo es tanto

concientes hechas en estado de vigilia. La conciencia, así definida,


es siempre cualitativa en la medida en que un cierto carácter
cualitativo radica en toda experiencia conciente. Cabe subrayar que
esta definición no implica que todo estado de conciencia sea también
un estado de conciencia de sí. En el contexto de la presente
definición, es posible tener un estado de conciencia, o de
experiencia, sin tener por ello correlativamente la conciencia de sí
en el momento de producir la experiencia (S. Mesure et Savidan, 2006,
pp. 127-128).
97

material como mental, ya que está en las cosas y en uno


mismo, como en el ritmo de la música. La atracción que
ejercen, totalmente estética, los ritmos en general, los de
las narraciones, los bailes, los deportes, las olas del
mar, los pasos de la gente, los movimientos de multitudes,
puede decirse que al presenciarlos se está sintiendo en
ellos la forma de la propia conciencia, porque estas cosas
se mueven y transcurren como el tiempo de la vida. Escuchar
una narración no es enterarse de un suceso, sino ver pasar
la manera en que somos y de que estamos hechos. Por lo
mismo también, a la conciencia no necesariamente hay que
buscarla dentro de los individuos, toda vez que se la puede
encontrar en otras partes, como en el ritmo de la ciudad a
través de la historia de la sociedad.

LA VIDA ES UN MOVIMIENTO

Caminar es un acto bueno; uno no puede hacer demasiado daño


mientras tanto, y es también, quizá, el primero de todos. Y
para caminar, uno levanta un pie –no mucho- y lo echa hacia
adelante, recupera cuanto antes la vertical y entonces
levanta el otro, quedando el anterior atrás; también mueve
el brazo opuesto como si fuera un pie, y también el otro,
como si caminara con los brazos por el aire; al principio
como que las rodillas se niegan a cooperar y no quieren
doblarse, y el movimiento de los pies sale medio arrastrado
y un poco errático, como de lunes en la mañana, y la
cintura se mueve tan desacompasada que pareciera que va a
otra parte, pero poco a poco uno le agarra el gusto a
98

tamaño esfuerzo y tanto tronco como cabeza y extremidades


acaban por ponerse de acuerdo, a dirigirse al mismo sitio
moviéndose al unísono, que es entonces cuando los demás ya
pueden opinar que ahí va alguien caminando, y no una serie
de partes zangoloteándose cada una por su lado, y es que el
todo corporal agarró soltura y concierto, y uno agarró el
gusto de caminar, y hasta la profesión de caminar, como en
el caso de los flâneurs, y ya entrado en el gusto, uno se
puede seguir paseando mientras se ocupa de otras cosas, de
tener ocurrencias, de otear alrededor, de recordar asuntos
y demás ocupaciones que, en rigor, pertenecen al mismísimo
acto de caminar, porque, como si fueran rodillas, se
insertan en la actividad general y se mueven al mismo paso,
con la misma cadencia, en su momento adecuado, que el resto
de las partes del cuerpo; uno camina también con sus
pensamientos, o los pensamientos caminan con uno, y si, por
desgracia, le llega de improviso alguna preocupación que
trae pendiente, la andadura completa que llevaba como que
pierde el paso y se desarticula y se rompe y se echa todo a
perder, y hay que volver a empezar, cuidando de que ya no
se atraviesen preocupaciones como si fueran perros
callejeros por el camino que le hagan perder el ritmo. Un
ritmo es eso que se pierde si a uno lo interrumpen (el
mundo actual es uno cuyo ritmo está hecho de
interrupciones). Un ritmo es la manera que comienza el
mundo, y éste, seguro que comenzó caminando; es el modo en
que se configura la sociedad, como en el ritmo de las
ciudades, en los ríos de gente, que como los otros ríos,
hoy día vienen entubados, como el río entubado de gente que
es el metro de las ciudades, y que efectivamente tiene un
99

ritmo: en tres minutos el andén se llena de gente que llega


caminando presurosa pero que se detiene ante la rayita
amarilla previa al abismo frío de los rieles, y ahí,
amontonados y callados, todos voltean como en coreografía
hacía el vació negro del túnel, y llega el convoy y todo el
ambiente da como que chispazos de animación, y se abren las
puertas y les brota una multitud y la contramultitud del
anden se sume en las puertas y el andén se casi vacía para
que vuelva la siguiente oleada a llegar caminando
apresurada hasta detenerse en la rayita amarilla a orillas
del abismo, y así, una y otra vez durante el largo del día,
a veces de manera desbocada y tumultuaria, en las horas
pico, dos o tres veces por día, a veces, la corriente es
menos furiosa, casi tranquila, más lenta, con menos
brusquedad, pero en todo caso, como en el ritmo de las
calles de la superficie, los cuerpos de la gente, los
coloridos de su ropa, sus accesorios y adminículos tales
como paraguas y bolsos y mochilas, y sus prisas y
desasosiegos o sus calmas y ocios, se van integrando dentro
de este ritmo colectivo que es el flujo de la conciencia de
la ciudad. La ciudad tiene la conciencia de sus ritmos que
no es tan independiente del ritmo de la conciencia de los
que van ahí dentro, de los viajeros del metro o los
transeúntes de la calle o los ciudadanos, ya que se mueven
al mismo paso, pero, en todo caso, no es una conciencia de
la que alguien sea conciente en el sentido de darse cuenta,
ni es una conciencia que requiera de neuronas ni ideas,
porque cuando se habla de la conciencia de la sociedad, no
se está refiriendo a una transposición de la mente del
individuo a la mentalidad de la sociedad, ni tampoco a que
100

la suma de las conciencias individuales es la conciencia de


la ciudad, ni tampoco que piensen lo mismo ni que una sea
la causa de la otra, sino a otra cosa diferente que, por
sus características y cualidades (concretamente, por el
hecho de poseer un ritmo), también se le llama conciencia:
hay algo en la realidad y la sociedad que evidentemente
debe llamarse conciencia, pero que no tiene por qué
parecerse ni estar de acuerdo con aquello que hay en los
individuos que se le llama conciencia (tampoco tiene por
qué no parecerse ni por qué no estar de acuerdo). Eso que
hay en la sociedad que debe llamarse conciencia es el
ritmo, aunque puede argumentarse que eso que hay en la
conciencia de los individuos es también rítmico, porque la
conciencia siempre se parece más a una pieza de música que
a un expendedor de ideas.
Ritmos hay hasta para caminar, pero la marcha de la
cultura se empieza a hacer patente como conciencia de la
sociedad en el momento de la historia en que brotan las
ciudades; pongamos por fecha el año 150035, en que las
gentes rurales de la Edad Media comienzan a aglutinarse en
conglomerados llenos de recursos, de actividad, de frenesí,
llenos de aborígenes, oriundos, forasteros, extraños,
similares, diferentes, todos y cada uno con sus prisas,
ilusiones, ansias, necesidades, esto es, con ropas,
estaturas, ademanes, volúmenes, acentos, voces,
velocidades, diferentes, que al mezclarse en las calles y
el comercio, provocan que el ritmo, hasta entonces monótono

35De Vries (1984, p. 46) contabiliza, en Europa, 154 ciudades con más
de 10,000 habitantes cada una. Desde 1400, la Ciudad de México
(Tenochtitlan) era un gigante de 80,000 gentes. En 1500, solamente
París, Milán y Venecia alcanzaron esa población (De Vries, 1984, pp.
357 ss.)
101

e insignificante, se intensifique y se asombre. El


crecimiento casi siempre constante de ciudades y de
poblaciones hasta la fecha hace suponer que lo que hay en
la conciencia occidental es una tendencia a la mayor
cantidad –de lo que sea- y a la velocidad –de lo que sea-.
dos características que no son necesarias, sino elegidas en
el sentido de que podía haber sido de otro modo. Como sea,
así como las partes disímbolas del cuerpo se emparejan en
un movimiento unitario para tomar el ritmo de caminar,
igual las diferentes piezas, personas, transportes,
lugares, ocupaciones, se empatan en las ciudades para tomar
el ritmo de la conciencia de la ciudad.
Antes de que se constituya en ritmo, el evento
consiste en una cantidad de movimientos espontáneos
disparatados sin ninguna relación entre sí, como en una
estampida de brazos y piernas, y sin ninguna gracia, pero
que poco a poco, a fuerza de repetirse, de ensayarse los
unos con respecto a los otros, de hacer que todos quepan,
de no estorbarse, de no zancadillearse un pie al otro, de
no perder el equilibrio porque mandó un brazo para el norte
y la cintura para el oeste, van, por así decirlo,
metiéndose dentro del mismo tiempo, integrándose,
sincronizándose, haciendo que, por ejemplo, en las
ciudades, la gente que vaya circule por la derecha y la que
regrese por la izquierda, otorgándoles prioridades de paso
a unos como a las mujeres, poniendo horarios de trabajo,
hasta que la ráfaga de movimientos al principio
desencajados, se van acomodando recíprocamente, suprimiendo
los aspavientos gratuitos como levantar un pie sin haber
bajado el otro, como no cederse el paso o arreglar las
102

disputas a golpes, y así van configurando una suerte de


coherencia que hace ver aquello no como muchos movimientos,
sino como uno solo, ya sea el de caminar, o el de la
ciudad, o el de la vida. Eso es el ritmo: cuando los demás
pueden opinar que allá va alguien caminando, y no que allá
van unos brazos braceando y una cintura contorsionándose y
unos pies despatarrados pateando a granel. Así es también
el ritmo de las ciudades, y las pinturas de Jackson Pollok,
y los partidos de futbol, y las manifestaciones políticas
de las multitudes, y el día promedio de un ama de casa.
Cuando falla este ritmo, como en el día de un desempleado,
parece que la vida se acaba, y si actualmente las ciudades
parecen hormigueros interrumpidos, es que las sociedades
están caminando con dos pies izquierdos, que son
probablemente los mismos que utilizan para pensar. El ritmo
es la primera forma de la realidad, la primera vez de la
forma. Es la presencia de un ritmo lo que permite decir que
una serie de palabras, actos, gentes, obras y
acontecimientos constituyen una cultura y no una simple
sucesión de objetos aventados todos para quién sabe dónde.
Decir que una sociedad es un conglomerado de individuos es
una idea verdaderamente desmembrada. Tal vez a lo que
llamamos cultura es al ritmo de la sociedad. Por eso puede
decir André Leroi-Gourhan que “los ritmos son creadores del
espacio y del tiempo” (1965, p. 135), y que se hicieron,
nomádicamente, caminando.
Esta congruencia de lo diferente, esta unidad de lo
distinto que hay en el ritmo, para lograr que todas sus
partes formen una misma instancia, se ordena básicamente en
oposiciones, es decir, en rasgos que se pueden poner uno
103

frente a otro, uno contra otro, uno primero y después el


otro, como espacio y tiempo, como izquierdo y derecho, como
adelante y atrás, como multitud que quiere entrar al metro
y multitud que necesita salir, como levantar y luego bajar
el pie porque si no se queda arriba, como ir y venir,
obstáculo y superación, resistencia y vencimiento, puerta y
pared, y de ahí para el real, masculino femenino,
pensamiento sentimiento, ciencia arte, práctica teoría,
individuo sociedad, separar unir y todas las demás, que son
oposiciones no porque sean enemigas, sino porque se
necesitan mutuamente, porque el acto de subir necesita el
de bajar, de manera que el ritmo, en su modo más simple,
aparece como un bamboleo como de silla mecedora, como
oscilación como la de los péndulos que se inventaron para
que los relojes agarraran gusto y ritmo y pudieran caminar,
no sólo por más tiempo, sino con mayor precisión, cantando
tic-tac para acompañarse.
Pero Ignace Meyerson36 dice que el ritmo es “un
trayecto no lineal” (1948, p. 62), esto es, que se mueve
entre los márgenes de las oposiciones, con lo que se puede
decir que de alguna manera estas oposiciones, bueno malo,
bonito feo y las que siguen, no son estrictamente parte del
ritmo, sino sus fronteras ya que nadie llega a ser
extremadamente bueno ni puramente bonito, sino siempre con
un poquitín de lo otro, de lo malo y feo. Por lo tanto,
salvo para dar ejemplos, un ritmo no es en rigor la

36 Meyerson es psicólogo, y puede sorprender el número de psicólogos


(Gabriel Tarde, en 1890, dijo que la imitación es el ritmo
psicológico; Théodule Ribot dijo, en 1904, que los sentimientos son un
ritmo; Paul Fraisse, tiene, de 1974, un libro sobre los ritmos) que en
un momento dado necesitan utilizar la palabra ritmo para dar cuenta de
un fenómeno psicológico, en especial cuando no quieren o no pueden
separar a este fenómeno del resto de la vida.
104

alternancia de las oposiciones, sino lo que queda en medio


de las oposiciones y las alternancias, y que es muy
armonioso, y por ende nunca es plenamente ir ni regresar ni
subir ni bajar, sino ese onduleo que está, no a medio
camino, sino en aquel verbo que no existe que fuera al
mismo tiempo ir y regresar, estar ya de regreso mientras se
va yendo, a veces más a veces menos; que estuviera entre
pensar y sentir, entre espacio y tiempo: a la pregunta de
qué es lo que hay entre el espacio y el tiempo, la
respuesta es que lo que hay es el ritmo; lo mismo entre ser
y estar, recordar y olvidar. Esto es lo que hace que un
ritmo sea todo menos obvio, todo menos medible, y sea más
bien sutil e inefable, toda vez que lo que queda entre dos
oposiciones, seguro que es algo material, pero es algo
inasible, que no se puede coger con las manos ni describir
con las palabras. El ritmo no son los pasos de baile, sino
lo que está entre los pasos del baile. Y a la pregunta de
qué es lo que hay entre lo material y lo inmaterial, entre
el algo y la nada, la respuesta es que lo que hay es la
conciencia. En efecto, la conciencia es un ritmo, pero al
revés es más exacto: el ritmo es la conciencia.
Para decirlo de otra manera, en el ritmo, dos o más
cosas que son opuestas se vuelven una misma cosa sin que
las opuestas desaparezcan, sino más bien manteniéndose es
una tensión permanente de estira y afloja, de empuja y
jala, de inyecta y rechaza, que tanto oscila para un lado
de la oposición como para otro, haciendo que este
movimiento nunca acabe, nunca se canse, y que siempre
mantenga el suspenso interesante, que a veces va hacia lo
profundo y a veces hacia lo superficial, que a veces
105

parezca una línea recta y a veces una línea que no va a


ninguna parte. Esta tensión que no se resuelve es el ritmo,
y así, dicho de una manera más, porque el ritmo nunca se
puede definir de una vez por todas, los extremos opuestos
se disuelven en un mismo movimiento que es al mismo tiempo
la vibración de sus extremos, pero que a pesar de estar
yéndose siempre, los movimientos no se pierden, sino que se
guardan, de suerte que mientras que el espacio se va
moviendo sobre el tiempo, el tiempo se va conservando sobre
el espacio, pero no por la vía de la acumulación, como suma
de cosas en un depósito, sino que se conservan por
intensificación, como si fuera una rapidez en cámara lenta,
donde no obstante la escena no moverse mucho se le advierte
cargada de velocidad, de una velocidad que no se manifiesta
en velocidad, sino en fuerza contenida; es como si cada
movimiento trajera el ánimo de los anteriores, que es lo
que sucede cuando uno ya le tomó gusto a eso de caminar, a
eso de andar día tras día bregando en la cotidianeidad de
la ciudad, como si todos los pasos dados anteriormente
fueran los que le dieran a uno el empuje y la habilidad,
las ganas y el método para caminar los que siguen. El
significado originario de la palabra ritmo es precisamente
éste, el de una forma en movimiento, de modo que el ritmo
es una forma fluida, y su forma no es la forma de una cosa,
sino la manera de irse haciendo. Una forma sobre la marcha.
La forma de los pensamientos, la de los sentimientos, la de
la sociedad o de la cultura es precisamente así, que es la
forma en que las actividades, sobresaltos, contratiempos,
vaivenes, retornos, construcciones, demoliciones, ideas y
errores se van sucediendo unos a otros sin que alguna vez
106

terminen: el ritmo es el paso que no pasa, como los del


vals o los pasos que uno sigue para hacer la misma cosa,
como escribir, jugar, platicar, como la repetición de las
variaciones y la repetición de lo irrepetible.

Atmósfera
El ritmo de la vida no es un caminito, porque en rigor las
oposiciones que jalonan el movimiento no son dos más que de
una manera muy elemental; en realidad son múltiples, como
todo lo que sucede entre nacer y morirse: uno no se mueve
nada más entre despertar y dormirse, sino entretanto entre
ir, no ir, ir más lejos, tener hambre, hacer frío, buscar,
desdeñar, cumplir el deber, cumplirlo mal, intimidarse,
intimar, o sea, entre extremos que pertenecen a distintos
géneros, entre lo que pertenece a la política, a la
meteorología, a la moda, a la edad, al recuerdo, y por lo
tanto, esta colisión de oposiciones que es el ritmo no es
un vaivén bidireccional, sino más bien algo que oscila de
todas las maneras, con todos los materiales, y ocupa la
realidad por todas partes no sabiendo uno de dónde le
llega, de suerte que la sensación que surge no es la de una
relación de algo y algo opuesto, sino la de un ambiente,
como un clima, como el aire que abraza y envuelve, como una
atmósfera en donde lo que se respira y se escucha y se
palpa tiene la cadencia del ritmo del mundo. También se
mete por debajo de la piel e inventa lo que haya ahí dentro
y lo hace moverse a su mismo compás. Por eso se habla de
cadencia al hablar de ritmo, porque es algo en lo que uno
cae, aunque eso en lo que cae es lo que lo levanta a uno.
Los habitantes de las ciudades, desde el Renacimiento
107

hasta la fecha, para desenvolverse adecuadamente en ellas,


sortear con aptitud la multitud y tomar a tiempo el metro,
responder con prontitud a las interpelaciones y saber qué
hacer en cada caso, deben, por así decir, perder la
conciencia de la ciudad en el sentido de que no deben darse
cuenta de ella, de la misma manera que uno no debe darse
cuenta de sus pies cuando va caminando porque si no se
tropieza; a la ciudad y a los pies, y a la conciencia, hay
que navegarlos, abordarlos, llevarse por sus vaivenes,
ayudarlos si se atascan, pero no prestarles toda la
atención porque con eso sólo se cometerán errores, que es
lo mismo que uno debe hacer para hablar, esto es, olvidarse
de cómo habla, porque si se pone a fijar en los tiempos de
los verbos y los números de las personas gramaticales, como
hacen los que aprenden un idioma, lo único que pasará es
que uno no podrá hablar, porque para cuando tenga preparada
la frase ya se habrá pasado la oportunidad de decirla,
razón por la cual existe la recomendación oficial de que
para hablar un nuevo idioma hay que tomarse dos copas, con
las cuales uno se olvida del idioma y entonces puede
hablarlo. Los turistas de las ciudades, que no son sus
habitantes, se mueven con una torpeza encantadora debido a
que se están fijando en todo, tomándole foto a una
alcantarilla, atendiendo todo, registrando lo que compran
los parroquianos, y se les va el día equivocándose por
todos lados, tropezándose con los barandales, precisamente
porque, como obsesivos, están hiperconcientes de lo que
hacen y de donde están. La obsesión es una sumísima
atención a un fragmento minúsculo de la realidad con el
único resultado de que paraliza el resto de la vida de
108

quien presta la atención. En efecto, para vivir la vida hay


que desentenderse un tanto de ella, y este pequeño
desentendimiento que no obstante está pendiente es la
conciencia.
En suma, la conciencia se aparece a sí misma, como
decía William James, como un vago rumor ambiental que uno
sabe que ahí está pero sin enterarse gran cosa y sin
diferenciar a ciencia cierta ninguna. Por cierto, la
conciencia no es tanto un inconsciente pero sí es conciente
a medias: como que está despierta pero sin darse cuenta,
como que sí observa pero no hace caso; tiene algo de
duermevela, como hipnosis de baja intensidad. La conciencia
en general no es conciente de nada en particular: mera
atalaya indiferente, con vigía distraído37. Si uno se fija
en particular cómo le transcurre su vida en general, podrá
confesar que no se da cuenta a qué horas pasan los minutos,
ni cuántos peatones le cruzaron enfrente, ni quién se
cambió de corte de pelo, porque uno no es una caja
registradora de informes varios. Por eso uno mismo tiene
más cualidades de tiempo que de espacio. La forma en que
nos damos cuenta de las cosas cotidianas es más como un
clima que flota envolventemente. Ciertamente, de modo

37 Esto se puede apreciar en la descripción que hace en un periódico


(El País) Manuel Vicent, un muy buen escritor valenciano, de un
automovilista en la carretera: “durante un largo viaje en coche uno
puede conducir muchos kilómetros desde el subconsciente. De pronto,
como si despertara de un sueño y volviera a la realidad, el conductor
cae en la cuenta de que está a punto de llegar a su destino sin haber
reparado en algunas ciudades que ha dejado atrás. Pese a esta falta de
conciencia el conductor ha cumplido con todas las normas de
circulación, ha puesto el intermitente al adelantar, ha respetado la
línea continua, ha guardado la distancia, no ha sobrepasado el límite
de velocidad. Realmente ha conducido ejerciendo él mismo de piloto
automático, mientras su cerebro estaba en otra parte, ajeno al paisaje
que atravesaba. Tal vez había percibido que una abubilla levantaba el
vuelo desde un sembrado o que había un perro aplastado en medio de la
carretera”.
109

natural, un ritmo, o una atmósfera, no son algo de los que


uno se dé cuenta; no se percatan: no se perciben, sino que
se sienten con el pensamiento y el sentimiento. Ahí no
están presentes los cinco sentidos, sino nada más el sexto.
Michel Serrés, un filósofo contemporáneo francés,
platica de una serie de tapices medievales titulada La Dama
y el Unicornio que representa a los cinco sentidos; sin
embargo, los tapices son seis (1985, p. 64): el sexto
sentido que ahí aparece es el sentido común, que está hecho
del conjunto de los otros cinco, y es la existencia
indiferenciada de todos los sentidos en uno solo, y que en
rigor debería ser el primer sentido, o más estrictamente,
el único38. El sentido común de la percepción del ritmo
atmosférico de la vida, incluido el cuerpo por dentro, se
lleva a cabo, no con los oídos ni con los ojos, sino con
todo el cuerpo, y, añadiría Serrés, con el lenguaje
también, porque ciertamente, las palabras son órganos
perceptores sumamente sensibles. Es con el sentido común
con el que la gente se mueve sin pensarlo y sin sentirlo
minuto tras minuto en su mundo de diario, y con el cual
puede desplegarse contenta y satisfactoriamente sin
necesidad de más percepciones. El sentido común, no como
suma de los otros cinco, sino como algo anterior y superior
a esa suma, parece, por un lado, capaz de enterarse de
cosas y acontecimientos y matices que ya no se encuentran
en los otros cinco ni aunque se sumen otra vez, como si en
la división del sentido común en cinco sentidos
fragmentarios, algo, lo que estaba en medio, como ritmo y

38 Tal tapiz se encuentra en el Museo de Cluny, en París. Y por lo


demás, Aristóteles ya había mencionado al sentido común como la
capacidad de “percibir las determinaciones comunes a varios sentidos”
(Abbagnano, 1961, p. 1039).
110

como clima, se perdiera, y aunque uno vea, oiga, toque,


pruebe, huela, y lo sume todo, la realidad que estaba en
medio no se vuelve a presentar. El sentido común es la
percepción de esos matices y datos que no se puede decir
cómo se saben ni mucho menos verificar empíricamente, esto
es, por los sentidos, y que no obstante uno los sabe parte
de la realidad. El sentido común es, como entre los pasos
del baile, lo que está entre los límites marcados por los
cinco sentidos de la percepción. Es por esta razón que al
sexto sentido se le ha hecho fama o de que es muy intuitivo
o de que es una patraña. Al presente texto ambas famas le
dan lo mismo, pero no obstante puede señalar que para un
conocimiento tan acartonado como el de las ciencias
naturales de la sociedad, tales como la psicología
cientificista o la sociología positivista, muy pocas cosas
le caben dentro de la rigidez de sus clasificaciones, y a
las que no caben se las declara inexistentes. Pero es que
el estudio de la cultura no puede ser una ciencia natural,
ni puede utilizar sus métodos. Por otro lado, por estas
razones de percatamiento del ritmo del clima de la vida y
por la posibilidad en ella gracias a él, el sentido común
adquiere las características de la razón que no necesita
grandes discursos, de la sensatez, del buen sentido, de la
sensibilidad, en donde, quien lo posee, es capaz de tomar
decisiones correctas, vivir a gusto o cuando menos a
sabiendas, no caer en excesos ni en azotes, prever con
tino, hablar con tiento, disfrutar con mesura, sufrir con
moderación, ser buena persona y gente decente a pesar de
sus malignidades, todo lo cual, como proyecto de
existencia, no es nada desdeñable. El sentido común parece
111

ser la capacidad de percibir rítmicamente, es decir, de


percibir lo que es y también lo que no es, de ver lo que se
ve y lo que no, de registrar algo y su opuesto al mismo
tiempo y dentro de la misma percepción, o de darse cuenta
de lo que existe entre la mirada y el tacto, entre el
sonido y el silencio. pero si la cultura misma,
históricamente, se va desarticulando, si el flujo se va
obstaculizando, si el aire se corta a pedazos y se cae a
cachos, si los sentidos se dividen en cinco y se los aísla
en cajones diferentes, entonces ya no hay nada que pueda
ser experimentado intuitivamente, porque las cosas o la
realidad dejan de ser algo que sea y no sea de manera
rítmica y simultánea, sino que ahora son o no son y punto,
y de igual manera, la sensatez deja de ser posible. Puede
que a eso que se le llama inteligencia, hoy en día, sea
concretamente la falta de sentido común.

LA PERCEPCIÓN ES UN DETENIMIENTO

Una última manera de lo más sencilla de caracterizar al


ritmo es la de la repetición y la rutina, aspectos muy
caros de la vida que, como se sabe, ahora que hay furor por
lo barato, no están de moda. Esta repetición es la que
aparece en la memoria cuando es significativa, toda vez
que, ciertamente, uno recuerda con nostalgia aquellos
lugares, cosas y personas y actividades a los que asistió y
con los que insistió una y otra vez, es decir, aquéllos que
se repitieron. Uno no puede tener nostalgia de un lugar
maravilloso que vio durante siete minutos en uno de esos
112

tours turísticos de once ciudades en catorce días. La


memoria, por el contrario, es la vida que se queda prendida
del ritmo y que, por ser ritmo, puede tornar. Eso es lo que
va calando. En la repetición uno no vuelve a lo mismo, sino
que profundiza en algo sin moverse de sitio, que es el
método de intensificación del ritmo, y es así, por la
reiteración intensa y profunda de lo mismo que van
refulgiendo las cosas significativas39, de tanto dar la
vuelta a la misma esquina todo los días para ir al mismo
lugar, y de tanto darle vuelta de vuelta para regresar, la
esquina empieza a ser algo (un hito, una marca, un mojón,
como dice Maurice Halbwachs al hablar de la memoria) por
derecho propio, como si brotara del ritmo del vaivén de
diario y se instalara justo ahí por sí misma y ya nadie la
pudiera quitar, y al acordarse del trayecto, o de los
tiempos felices, lo que uno recuerda es la esquina que
sobresale en la memoria. Y así como la memoria, la creación
–que es una memoria al revés- también viene de este ritmo,
de alguien que está insiste e insiste durante toda la vida
sobre el mismo tema, el mismo asunto, el mismo punto, como
Darwin, Brâncusi, Bergson o Miró, porque, como decía
Heidegger (citado por Steiner, 2005, p. 47), “los grandes
pensadores sólo han tenido un pensamiento que exponen y
reiteran en todas su obras”, porque es en el único en que
se reconocen a sí mismos verdaderamente, y por eso dice
Michel Maffessoli en un libro que se llama El Ritmo de la
Vida que “la obsesión, la repetición, traducen la necesidad

39En la sección de correspondencia de un periódico (otra vez El País),


un lector, de nombre Enrique Angulo, de Burgos, en referencia al
hastío de la gente y en contracorriente de lo que se suele opinar en
la actualidad, escribe: “ese hastío proviene de la ligereza de quien
cree que hacer una cosa una vez es hacerla ya para siempre, cuando lo
realmente enriquecedor es la repetición”.
113

del pensador de estar acompañado de sí mismo” (2001, p.


31). Uno se encuentra a sí mismo en los gestos que repite,
y se desconoce en los que le son inusuales.
Como dice el mismo Maffessoli, “hay redundancias en
todos los fenómenos de la vida cotidiana” (2001, p. 41), y
en efecto, lo repetitivo del ritmo es el responsable de la
percepción, ahora sí precisa, de los objetos: en la
prosecución de todo ritmo, aquellos momentos que se
reiteran, esas esquinas donde el ritmo tuerce el rumbo,
donde inflexiona y da vuelta, esas pisadas marcadas en el
piso en donde el que toma lecciones de baile debe detenerse
y regresar, o los puntos de partida y retorno donde hay que
reiniciar la marcha mediante media vuelta, esos puntos o
momentos, ya sea porque se repiten más, porque estorban
mejor, porque reaparecen mucho o porque el movimiento hace
una pausa, como que les sucede que se desprenden del flujo
continuo del movimiento y empiezan, por decirlo así, a
solidificarse y a quedar fijos y estables por fuera de la
sensación meramente atmosférica y comienzan en cambio a
aparecerse como cosas independientes de cualquier
movimiento, y se colocan como si hubieran estado ahí desde
antes y al margen de cualquier ritmo, como los puntos de
inflexión en donde se detiene el péndulo del reloj para
empezar a regresar pero que se queda suspendido por un
instante más largo (en realidad dos instantes, el que
corresponde a la llegada y el que corresponde a la partida)
que es cuando se le detecta (como si hubiera estado dos
veces en el mismo tiempo), como las fotos que dejan
estático algo que pasó, como las crestas de las olas que
solamente es ahí cuando se ve que son olas, como las
114

patinetas en las rampas que las lanzan para arriba y de ahí


regresan después de detenerse en el aire junto con el
aliento que también regresa, como las cosas en que uno se
fija por primera vez en su camino de rutina, o como cuando
uno tiene una idea de repente: lo que no se ve es el ritmo,
es decir, el tránsito del péndulo de un lado al otro, el
flujo de la corriente del océano por donde va la ola para
llegar a su punta, el paso antes de tocar el piso de la
caminata, todo lo que va haciéndose pero no queda hecho40,
como es precisamente el ritmo de la vida cotidiana en la
que parece que no se hace nada porque se va deshaciendo, y
solamente pueden observarse y registrarse ciertos
resultados finiquitados que este flujo constante va
arrojando cada tanto: lo que se percibe son los momentos en
los que se detiene el ritmo, ya sea porque pasa por ahí
varias veces o porque ahí cambia de dirección, y ésos son
los objetos, sean materiales o mentales: uno se da cuenta
de la existencia de una esquina sólo cuando tiene que dar
la vuelta ahí, de la presencia de una mesa nada más cuando
en ella detiene los codos, de la realidad de la iglesia
únicamente cuando la vista y el tacto y el sentido común
con la iglesia han topado, de la materialidad de un estorbo

40 Ésta es una de las razones de la “tristeza” del pensamiento según


George Steiner (2005), la de que el pensamiento corre, corre, fluye,
pasa, se va, y del cual solamente podemos retener puntas de iceberg,
ideas salteadas, porcentajes mínimos: “los procesos mentales son, en
una proporción abrumadora, difusos, sin objeto, dispersos e
inexplicados. Casi en su totalidad, el incesante conjunto y suma del
pensamiento pasa fugazmente, inadvertido, sin forma y sin utilidad. La
masa del iceberg del pensamiento humano se desvanece, sin ser
percibida ni registrada, en el cubo de la basura del olvido” (pp. 44-
45). Lo que quién sabe es si eso sea triste; a la mejor lo contrario
sería desesperante: retener y recordar cada instante del pensamiento;
como que con eso la caldera del cráneo estallaría, como le sucedió a
Funes el Memorioso, personajes de Borges al que le sucedía algo así
con su memoria, que hubiera agradecido la alegría de pensar sin
retener sus pensamientos.
115

cuando cada vez que se pasa por allí hay que sortearlo,
como una coladera abierta, un escaloncito impertinente, una
amistad poco recomendable, y hay que variar el ritmo. Éste
es uno de esos pensamientos único de toda una vida que tuvo
Herbert Spencer en su teoría de la sociedad, a lo largo de
la cual argumenta que la evolución es la integración de la
materia acompañada de la disipación de movimiento; nada más
cámbiese la palabra evolución por la palabra percepción.

Renacimiento
Las cosas que se usan una sola vez en la vida no son
percibidas: si se coge un cenicero para detener unos
papeles que se están volando con la brisa, eso no es un
pisapapeles, pero si se empieza a utilizar de diario y ya
se busca el cenicero para detener los papeles cada que uno
va a abrir la ventana, y uno ya mejor no echa ceniza en él,
eso ya no es un cenicero, sino un pisapapeles, y de hecho,
así es como se inventaron estos utensilios no tan útiles
que de paso siempre fueron imposibles de patentar, y de
paso también, en este proceso de la invención o percepción
del pisapapeles, uno se habrá fijado en la brisa y la
ventana, y comoquiera, cuando uno “se fija” en algo,
papeles, brisa, ventana, significa que lo vuelve fijo, que
ya no se mueve, y sólo es así cuando lo puede percibir.
“Fíjate” es un verbo imperativo muy gráfico. Como dice
David Le Breton, antropólogo de la percepción, “las
percepciones son justamente la consecuencia de la
separación efectuada sobre el flujo sensorial sin fin que
baña al ser humano” (2006, p. 27)41. Por eso Santayana

41 “Al nacer, el niño percibe el mundo como un caos sensorial, un


116

decía que “un objeto es un percepto hipostasiado” (1896, p.


120). Marc Augé, otro antropólogo, se dio cuenta un día que
existían lugares que no eran lugares, que nadie se había
percatado que eso que era un mero tránsito provisional que
por lo mismo tampoco ocupaba tiempo, tal como los
aeropuertos, estaciones, salas de espera, andenes, se
habían convertido en un lugar por sí mismo, o sea, con
objetos, actividades, tiempos, comportamientos,
vestimentas, ilusiones, imaginaciones, que les eran
propios, y su descubrimiento o percepción lo publicó en un
libro titulado Los No Lugares (1992) que se volvió best
seller debido a que hizo real algo que antes no lo era, y
del que la gente que hasta entonces no se daba cuenta de
sus estancias en ellos y por supuesto los omitía de sus
descripciones y anécdotas, ahora ya estaba al tanto de que
ingresaba en un lugar denominado no lugar.
Toda percepción es el hecho de fijar algo, un punto o
un momento del ritmo y considerarlo a partir de ahí como
algo inmutable: todo percepto es una parte del ritmo que se
separa del ambiente fluido, del movimiento continuado, y se
independiza de él, pues, como dice Bergson (1907, p. 24):
“la división de la materia en cuerpos aislados es algo
relativo a nuestra percepción”42. Es curioso que cuando
algo ya está demasiado visto, por ejemplo, un estorbo que

universo donde se mezclan las cualidades, las intensidades y los


datos” (Le Breton, 2006, p. 31).
42 El argumento de Bergson, expuesto en La Evolución Creadora, es que,

en la percepción, nosotros, por nuestros intereses, intenciones o


actos, sacamos del flujo de “la interacción universal que es la
realidad misma” los objetos que nos convienen y los fijamos en algo
estable, algo estable que es el espejo de nuestras necesidades, y si
dejamos de usarlos o necesitarlos, estos objetos se reabsorben, se
vuelven a fundir en “el embrollo de lo real. Los cuerpos brutos son
recortados del tejido de la naturaleza por una percepción cuyas
tijeras siguen, en cierto modo, el punteado de las líneas sobre la que
al parecer, transcurre la acción” (1907, p. 24).
117

siempre esta ahí (persona, animal o cosa), ya nadie se da


cuenta de que está ahí, y entonces vuelve a reinsertarse en
el ritmo de las cosas que dejan de existir como objeto y
como percepto, y nadie repara en él.
Esto es lo que sucede con los museos: en ellos,
objetos que pasan desapercibidos por la vida corriente,
como una brocha seca, un calcetín agujereado, un montoncito
de piedras, son extraídos deliberadamente de su atmósfera
habitual en donde fluyen y se esfuman, y son colocados
dentro de un lugar inhabitual y especializado llamado
museo, como el de Frida Kahlo, el de Ana Frank, los del
Holocausto, los de antropología, los de sitio, dentro de
los cuales tal vez quedan incluidos el museo de Volkswagen,
de Coca-Cola o de Louis Vuiton, en donde, esas cosas
cotidianamente invisibles por ser del montón, como bolsas,
botellas, coches, herramientas, muertos, diarios íntimos o
cartas, de pronto se aparecen, se hacen reales, se realizan
frente a los ojos del espectador y se convierten en objetos
únicos, especiales, casi artísticos, y ahora sí son
registradas y admiradas. No casualmente, los museos en su
forma moderna (en su forma antigua –mouseion-, “lugar
consagrado a las musas”, se usaban para leer y conversar)
aparecen en el Renacimiento, esto es, cuando objetos
diversos pueden ser aislados de su contexto y percatados
individualmente. En efecto, el Renacimiento es un momento
perceptual (versus el Medioevo, que es rítmico), en donde
el pensamiento de la cultura empieza a ser capaz de
entresacar del ritmo de la vida cantidades de objetos
precisos para ir poblando la realidad. Es en el
Renacimiento cuando, por ejemplo, las pinturas y las
118

esculturas, que formaban parte de la escenografía más vasta


de la arquitectura, pueden despegarse de las paredes y
colocarse aparte del resto, como si fueran muebles o
mercancías, sobre lienzos tamaño caballete o sobre
pedestales sin nicho independientes del muro de las
construcciones. De hecho, el término renacimiento, que ya
se usaba desde entonces en múltiples variantes tales como
renacer, resucitar, renovación, vida nueva, restitución,
restauración, reforma (Huizinga, 1929, pp. 105, 139, 142) y
que comúnmente se refiere a un renacimiento de la cultura
clásica de los griegos, puede reinterpretarse como una
percepción emocionada y muy conciente de una cantidad de
ideas y objetos que podían haber estado ahí desde los
clásicos pero que en un período conciso empezaron a ser
reparados o percatados por la sociedad, y a este momento de
percepción donde todo parecía volver a brotar del flujo de
la vida, se le llamó “renacimiento”, palabra ciertamente
intensa. Los renacentistas están atentos a ver qué cosa
vieja ven de nuevo, a ver qué cosa de siempre ven por
primera vez.
El ejemplo de los museos de arte hubiera sido un poco
más difícil en especial porque las pinturas y las
esculturas, por ejemplo las del Renacimiento, las de Rafael
o Donatello, eran ya de por sí objetos resaltados del flujo
cotidiano, pero a partir del siglo XIX el ejemplo se vuelve
más fácil, concretamente a partir del impresionismo, ya que
de entonces a la fecha, los autores o artistas o lo que
sean, meten literalmente lo que sea, aparatos de video
(actualmente ya no se sabe si se entra a un museo de arte
moderno o a una tienda de televisores), tabiques, cajas
119

vacías de cervezas Corona (ni siquiera llenas), charcos de


agua sucia, personas vivas o muertas, urinarios como lo
hizo Marcel Duchamp, batidillos de pintura en una tabla, y
no es que sean tomaduras de pelo, sino lo contrario, a
saber, que una vez extraídos estos objetos de su ambiente
difuso y cotidiano, y colocados en un lugar especial cuya
función es que la gente vea o atienda, pueden ser visto
quizá “por primera vez”, por fin percibidos, y uno darse
cuenta del interés, si no ya de la belleza, intrínseco de
cualquier objeto43. Percibir es darle al mundo la categoría
de museo.
Y tal vez el rasgo más característico que se le
atribuye al Renacimiento es el realismo o naturalismo, en

43 El ejemplo más grande literalmente de la percepción de los museos


quizá sea el que sigue (según dos crónicas del diario español El
País): al Museo de Arte Reina Sofía de Madrid, se le perdió una
escultura, intitulada Equal-Parallel/Guernica-Bangasi, del escultor
norteamericano Richard Serra, que había adquirido en 1987: la
escultura pesa 38 toneladas, consta de cuatro bloques de acero, dos de
los cuales miden 5 metros de largo, 1.50 de altura y .24 de espesor –
los otros dos son más chicos-, y para moverla requirieron cinco grúas
industriales y una maniobra complicada. Y se perdió, nadie sabe en qué
momento a partir de 1992; fue enviada a un depósito; en el depósito se
quedó, según alguien recuerda, a la intemperie, embalada en madera y
lona, y ahí estuvo; los trabajadores del depósito que salían a jugar
futbol a la hora del almuerzo recuerdan que allí estaba, pero ni se
fijaban en ella; el depósito tuvo problemas financieros, y quebró; la
empresa fue embargada, pero en el acta de embargo ya no consta la
escultura; el terreno del depósito quedó baldío por algún tiempo,
después se inició una nueva construcción. La escultura no pudo haber
sido robada, porque se hubieran necesitado las cinco grúas para
llevársela y todo el mundo se hubiera dado cuenta, es decir, hubieran
percibido grúas y escultura, además de que fundirla –único posible
móvil del robo- dado su tamaño y el horno que requeriría, saldría
mucho más caro que la utilidad. Tal vez se encuentre enterrada entre
los cimientos de la nueva construcción; la policía no descarta esta
pista. Si hubiera sido robada, el delito ya prescribió. A Richard
Serra le dio sobre todo risa, y ofreció hacerle otra al Reina Sofía,
sin cobrarle nada, excepto los gastos de transportación. En suma, la
escultura dejó de ser percibida y por ello se reabsorbió al flujo de
la realidad. El camuflaje, eso que hacen los soldados que se
embadurnan todos de lodo, es la imitación de este proceso. En el
verano de 2007, en el Aeropuerto Fiumicino, en Roma, en un fin de
semana, se perdieron 100 mil maletas de turistas; aún no se sabe si
fue impercepción o camuflaje perpetrado por el sindicato de personal
de tierra.
120

donde tanto la representación de la realidad en el arte


como las máquinas de la técnica, es una imitación de la
naturaleza; cosas tales como la cámara oscura (y de paso
con lentes y diafragma) con la que se atrapaba la realidad
y las leyes de la perspectiva (de Leon Batista Alberti) con
la que se le exponía, son instrumentos típicamente
renacentistas. Por eso Leonardo, hábil tanto en arte como
en técnica es su más célebre representante. Lo que hay en
el Renacimiento es, en rigor, un florecimiento cultural de
la percepción, que, efectivamente, llenaba de objetos a la
realidad de la sociedad. Así como en los museos, en la
anatomía se puede ver el tránsito de la Edad Media al
Renacimiento, y del ritmo a la percepción: en la Edad
Media, dentro del pensamiento cotidiano, por fuera de los
monasterios y otros pocos sitios doctos, el cuerpo no era
una suma de órganos internos, sino un flujo de vida, así,
indistinto e integral, de modo que las dolencias no se
localizaban en una parte concreta como el hígado, sino que
eran un malestar de cuerpo entero, el cual podía ir
languideciendo, apagándose, muriéndose, pero siempre en su
totalidad: no le fallaba el hígado, sino la vida; la gente
podía sentirse enferma, pero no la aquejaba tal o cual
parte específica –si acaso regiones borrosas- porque no
tenía conocimiento de parte específica alguna. Solamente
las élites sabias, y entre ellas los médicos, tenían cierto
conocimiento, por lo demás erróneo, de que podía haber un
dolor específico de riñón, tráquea, etc., que podían
percibir gracias a lo que habían aprendido en los escritos
de Galeno, quien en el siglo II lo había obtenido a partir
de disecciones de perros, changos y cochinos, según pudo
121

demostrar en el siglo XVI Andreas Vesalio. Y a partir de


Vesalio, médicos, pacientes e hipocondríacos se hacen
capacísimos de distinguir dolores de vesícula, laringe y
esternocleidomastoideo porque el cuerpo ya es percibido
como una serie de órganos. Y así como con los órganos del
cuerpo, con los días del calendario, que en el siglo XVI es
puesto al día –nunca mejor dicho- toda vez que al
calendario medieval le sobraban unos diez, porque, al
contrario de los no lugares de Augé, aquí había unos sí
días que no existían. Al parecer, hubo protestas civiles
reclamando que les devolvieron los días que les había
quitado, con lo que se les acortaba la vida. El
Renacimiento es la época del descubrimiento -esto es, la
percepción- de América.
En fin, incluida América, todo lo que se llamara
realidad, cosa o percepto, son en rigor detalles de un
flujo rítmico de vida que por alguna causa, porque uno se
tropezó con ellos, por alguna razón, porque se presentaron
muchas veces, por algún motivo, porque se les buscó
vehementemente como en el Renacimiento, se van deteniendo
en el movimiento y pueden así ser percatados como objetos
intrínsecos; ya sean las cosas de diario, como el cucharón
de la sopa, las distribuciones del espacio como las salas
de espera de los aeropuertos, o las ideas del pensamiento
como los períodos históricos o las teorías de la
percepción, son perceptos de esta naturaleza. Los mismos
cinco sentidos de la percepción son objetos de esta índole,
percibidos de la misma manera: a determinados momentos o
puntos del fluido sentido común se le van extrayendo uno a
uno distintos canales, la visión, la audición, el tacto, el
122

gusto y el olfato; los canales de los cinco sentidos de la


percepción son entonces no la forma en que habitamos el
mundo, sino las marcas o hitos en donde el ritmo de la vida
se detiene y sobresale y se fija44, y como dijo Santayana,
se hipostasia, es decir, se consagra, se sacraliza y se le
declara verdad eterna, es decir, científica.
Y, consecuentemente, el perceptor, o sea, el
observador o sujeto o como se llame uno mismo, es también
uno de esos detalles desprendidos del ritmo de la sociedad,
porque el hecho de que haya percepción requiere ipsofacto
que haya perceptor. Por lo tanto, en este sentido, casi
como definición, puede decirse lo siguiente: la percepción
es el punto o momento en que se separa el sujeto del
objeto, uno y el resto, el conocimiento y la realidad. Ese
gesto notable de echar el cuerpo un poquito para atrás para
expresar sorpresa por un descubrimiento, como cuando uno
desenvuelve un regalo y lo ve, dibuja ese momento en que
uno y otro, conciencia y mundo, asumen que son distintos:
aquí estoy yo, allá está eso. Uno puede hacerse varias
preguntas, entre ellas, en qué instante empieza a dolerle
la cabeza, qué día se hizo viejo, a qué horas comienza a
estar enamorado, y parece que la respuesta no tiene que ver

44Otro tanto se puede decir de los períodos de la historia, tales como


Edad Media, Renacimiento –cuyas fechas van de 1500 a 1585-, Barroco,
Ilustración, Romanticismo, siglo XIX y siglo XX, que en realidad son
marcas que se le ponen al flujo de la historia y que una vez puestas
se pueden hasta comprobar. Johann Huizinga, un historiador holandés,
muestra cómo (1924), por ejemplo, el Renacimiento, no es algo que en
rigor exista por sí mismo, porque sus características consabidas
(realismo y surgimiento del individuo, según Jacob Burckhardt, que es
casi el inventor del Renacimiento, debido a un libro suyo muy
influyente, y al que Huizinga refuta), no parecen corresponder a sus
fechas de inicio y terminación, y sus fechas no parecen encerrar nada
preciso dentro, concluyendo así Huizinga que el Renacimiento es una
transición que comienza en el siglo XII y termina en el XVIII, es
decir, que no existe, y lo que existe es sólo el flujo de la historia
de la conciencia.
123

mucho con el estado de la cabeza ni con las modificaciones


del cuerpo ni con los altibajos de la pasión, sino que
sucede cuando uno se da cuenta, que es cuando uno se sale
del trajín de costumbre y pone su cabeza como siendo algo
aparte, o cuando uno se detiene y toma su tiempo en el
espejo y entonces registra los estragos de la edad, y ve su
cara como si fuera la de un recién llegado, o cuando uno se
sienta a sopesar los datos de las circunstancias y decide a
juzgar por la evidencia que no hay de otra, que sin duda
está enamorado.

La Incultura Científica
Durante el siglo XX, la percepción fue sustituida por el
lenguaje a la hora de intentar la comprensión de la
conciencia, debido a la cantidad de lenguaje que actúa en
toda percepción, empezando por el nombre del percepto. Y
con toda razón, porque, en el siglo XIX, la percepción
había sido, digamos, disecada, seccionada y expuesta en una
vitrina por la autodenominada psicología científica, la
cual, para explicarla, tomó las ideas de un físico, Hermann
Helmholtz, que son las ideas inteligentes de cómo un
aparato de registro, en este caso el organismo humano,
puede calibrar estímulos del mundo circundante. En efecto,
la percepción, según los libros y enciclopedias45, resulta

45 Últimamente, las definiciones de la percepción de los libros de


texto se han vuelto más soft en el sentido de que ya no son del tipo
de “proceso por medio del cual el organismo, como resultado de la
excitación de los sentidos y con la intervención de otras variables,
adquiere conciencia del ambiente y puede reaccionar de manera adecuada
frente a los objetos o acontecimientos que lo distinguen” (Merani,
1976, p. 117), sino que ahora dan más pie a intervenciones menos
mecánicas, como la que la define como “la experiencia conciente de los
objetos y relaciones entre los objetos” (Coren, Ward y Enns, 1999, p.
597), que no está mal y no es incompatible con lo que aquí se dice, o
la de que es “la interpretación de las sensaciones, incluyendo
124

ser un proceso idéntico al de la física, y la psicología,


por lo tanto, es la copia de la lógica de la física
endosada a la mente y a la conciencia. Spengler lo dice
así:

La mecánica es una reproducción de la lógica, y


recíprocamente. La imagen del pensamiento, cuya estructura
nos describe la psicología, es una reproducción del mundo
extenso, que estudia la física (1918, p. 172);

por eso la psicología ha terminado creyendo que su objeto


de estudio es una computadora a la cual investigan para
averiguar qué es la conciencia; por eso las nuevas teorías
de la conciencia están surgiendo de la ingeniería.
Sin embargo, el lenguaje como idea de la realidad
completa no alcanza para cubrir completamente la realidad,

significado y organización” (Matlin y Foley, 1996, p. 489). Sin


embargo, a la hora de explayarse, resulta que todo queda reducido a
mecanismos de registro, más o menos correctos o incorrectos, de una
realidad física siempre correcta y verdadera. Como dice la
Enciclopaedia Britannica (1994), cuestiones epistemológicas sobre la
existencia real del mundo son pasadas por alto por la psicología de la
percepción: “afirmaciones tales como la existencia del mundo físico,
son dadas por supuesto entre la mayoría de los estudiosos de la
percepción, simplemente aceptando el mundo físico aparente tal como es
descrito por aquellas ramas de la física relacionadas con la energía
electromagnética, la óptica y la mecánica” (Vol. 25, p. 481). En suma,
el ser humano queda reducido a un aparato de registro de datos, tal
como cualquier otro medidor, que a veces lo hace bien y a veces lo
hace mal. A la percepción se le ha añadido la cognición, que introduce
otras causas más complicadas, y el procesamiento de información, que
sofistica la relación entre el aparato y el objeto, entre el perceptor
y el percepto, pero que siguen exactamente la misma lógica de la
física; lo que hay siempre en el fondo es la idea de que el criterio
de verdad, incluso para la psicología, lo da la física. Por eso puede
afirmarse que la psicología científica, la que es la dueña de la
verdad en este territorio, es en realidad una física trasplantada al
interior del ser humano, y por lo tanto sigue su lógica y su método.
Se entiende que los términos de “experiencia” e “interpretación” que
aparecen en las definiciones de arriba, ya no aparezcan en el glosario
de términos, como si hubieran sido simplemente unas palabras un
poquito publicitarias para que el estudiante de los libros de texto se
crea que el asunto va a estar interesante; y, para ser justo, sí está
interesante, pero, paradójicamente, las razones por las cuales es
interesante no quedan comprendidas por esas mismas teorías de la
percepción: los fenómenos físicos y la información del procesamiento
de datos son curiosos y, es más, bonitos: lo único que se diría es que
no son de psicología, y puede que tampoco eso importe.
125

porque se le escapa todo aquello que escapa a las palabras:


se le escapan las prepalabras y las postpalabras, las
imágenes y los afectos, se le escapa la forma, se le escapa
la música, el color, las atmósferas en las que va inmerso,
se le escapa Merleau-Ponty. De hecho, al lenguaje, como
recurso de comprensión de la realidad, se le escapa su
propia musicalidad y su propio ritmo, su encanto y su
poesía, porque esas son cosas que ya no están en las
palabras, e incluso, cuando algo puede ser dicho
directamente es algo que ha sido extraído ya muy
tajantemente de la corriente de la realidad –como, por
ejemplo, las frases hechas, las definiciones científicas y
los dogmas-, y sólo le queda la lógica, cosa que sucede
especialmente cuando el lenguaje es tomado como objeto de
estudio de las disciplinas académicas que todo lo disecan y
lo envitrinan por la vía del método, del trámite, de las
citas bibliográficas y de su administración y dosificación
en el excipiente de lecciones y congresos.
Algo así, igual o peor, le sucedió a la percepción, y
la percepción es el dato sobre el que se va a sostener el
lenguaje. Como dice Ernst Cassirer, “la percepción” es la
“capa básica de primigenia de todos los fenómenos de
conciencia” (1942, p. 57)46. Por supuesto que por
percepción no puede entenderse lo que entiende la
psicología científica, porque no es la psicología
científica la que da cuenta de la percepción, sino al
revés, que fue una percepción inteligente que ya sólo se da

46 Donald Lowe, por ejemplo, dice que “la percepción como todo
reflexivo e integral es el contexto inmanente y hermenéutico en el
cual localizar todos los contenidos de pensamiento” (1982, p. 12).
David Le Breton dice que “la percepción es el advenimiento de sentido
ahí donde la sensación es un ambiente olvidado pero fundatorio” (2006,
p. 28).
126

cuenta de datos, funciones y resultados y de nada más, la


que hizo a su imagen y semejanza a una psicología
científica solamente apta para imaginar aparatos receptores
y canales de percepción. A partir de la percepción, es
posible elaborar una versión de conciencia, conocimiento y
realidad que permita hacer más significativo el mundo, y
hacer significativo el mundo no es tanto “incluir al
observador” –según haría la psicología científica en sus
momentos más generosos- como no excluirnos a nosotros, que
no nos solemos llamar “observadores”. Como termina diciendo
Cassirer (1942, p. 57), “al llegar aquí nos vemos, pues,
obligados a trasponer, en cierto sentido, los linderos de
la simple lógica, necesitamos confiarnos a la fenomenología
de la percepción”. Quién sabe si de aquí sacó Merleau-Ponty
el título de su libro. Por fenomenología parece poder
entenderse el hecho de meterse dentro de la realidad para
sentir cómo piensan las cosas.

El Alma del Espejo


En fin, la percepción, como ese punto o instante de

separación entre uno y el objeto, resulta ser un momento

epifánico, medio sagrado, como de revelación, porque, dicho

de otro modo, ahí se le aparecen a uno las cosas, y por eso

se sobresalta y dice palabras raras como oh y ah, que ha de

ser el origen de los rezos y oraciones, como cuando abre la

puerta y se topa con alguien parado ahí. Oh. Toda

percepción, si cumple la definición, es un descubrimiento y

un hallazgo, y por lo tanto un asombro y una sorpresa, como

la del bebé que descubre sus pies. Esa separación tan


127

inicial, tan apenas, entre uno mismo y el mundo, y que

puede decirse que es la esencia del conocimiento, Novalis

había dicho y Serrés dice (1985, p. 24) que es el alma. Y

es en verdad una preciosa noción de alma: no algo que está

adentro, sino aquello que queda en medio, entre uno mismo y

el objeto en el instante de su separación, a saber, esa

mínima capa de ambiente que está entre su cuerpo y la ropa

que trae puesta, que es exactamente donde uno se siente a

sí mismo y se da cuenta de que está envuelto por el

mundo47, al igual que esa masa de espacio que hay entre

alguien y la meta a la cual aspira. El alma es una

sorpresa. Y ciertamente, si no hay eso que rodea, tampoco

hay conocimiento ni pensamiento ni sentimiento. Por

conocimiento puede entenderse, al parecer, esa suma de

conciencia como flujo y de percepción como percatamiento;

cuando se usa el término conciencia como sinónimo de darse

cuenta, como en el hecho de estar conciente, en rigor se

trata de conocimiento, y por eso cuando alguien deja de

estar conciente, se dice que “perdió el conocimiento”:

cuando la conciencia se da cuenta del mundo, eso es el

47Sloterdijk también lo dice: “lo anímico es la dimensión en la que se


experimenta la tensión entre lo íntimo y lo no íntimo” (1999, p. 141).
La idea de alma de Descartes igualmente tiene esta connotación; según
lo expuso en sus Principia Philosophiae en 1644, el alma residía en la
glándula pineal, una piecita cónica de medio centímetro situada en la
base del cerebro, que actualmente secreta melatonina y cuya función no
es muy clara, y que es el único órgano del cerebro que no se encuentra
duplicado, en el entendido de que los órganos duplicados, como los
lóbulos parietales o los ojos, deben tener forzosamente un punto donde
se conecten o se fundan. Descartes opinaba que mente y cerebro eran
dos entidades separadas y diferentes, pero que forzosamente debían de
tener un punto de contacto, y ese punto era el alma (Boring, 1950, p.
72; Britannica, 1994, Vol. 9, p. 452; Vol. 15, p. 570).
128

conocimiento. Y, en fin, el alma no le pertenece a uno,

sino a la cultura donde vive, a ese pensamiento que está

fuera de los individuos, o como lo dice Maurice Merleau-

Ponty, filósofo de El Colegio de Francia, quien escribió el

libro clásico sobre la percepción en tanto punto

fundacional de la existencia: “es preciso que yo sea mi

exterior. No hay hombre interior, el hombre está en el

mundo, es en el mundo que se conoce” (1945, pp. 12, 11).

En el momento en que la percepción separa al perceptor

-el que percibe- del percepto –lo que es percibido-, y

ambos, que estaban previamente disueltos en el ritmo, se

vuelven dos instancias distinguidas por la percepción que

las separa, no solamente se constituye un objeto, sino que,

automáticamente, se construye también otro, a saber, el

sujeto que percibe, que es un objeto de carne y hueso que

en tanto tal a su vez puede ser percibido por sí mismo:

darse cuenta de algo es eo ipso darse cuenta de sí mismo.

Todas las cosas son espejos. El acto de conocimiento es

siempre autoconocimiento; por cada cosa conocida que hay,

hay otra: su conocedor. El perceptor siempre es un percepto

de sí mismo: ver es verse; pensar es pensarse; sentir es

sentirse.

Con un poco de imaginación uno podría alucinar cómo

sería un mundo sin espejos, y ése sería un mundo diferente;

pues bien, en la Alta Edad Media no había espejos, y en la


129

Baja no se usaban48. Es hasta el Renacimiento, hacia el

siglo XV que, con vidrio y amalgama de plata, se producen

“excelentes espejos”, no muy grandes todavía, que,

enmarcados y sobre un pie de metal, se colocaban como

muebles en las habitaciones, donde la gente empezó a

adquirir el gusto por la maravilla de mirarse, con todo el

realismo naturalista que antes no era percibido, porque,

como dice Mumford, “posiblemente por primera vez, fue

posible hallar una imagen que correspondía con precisión”

(1934, p. 146), y, en efecto, en el espejo, el objeto que

se percibe es directamente el sujeto que percibe, de manera

que aquí, ese otro que se separa de sí mismo es exactamente

otra vez el mismo uno mismo que se había despegado, y el

alma que les brota en medio, entre las personas y los

espejos, es un espacio fuertemente recíproco, trémulo,

palpitante, como el espacio de una pregunta, que parece

rebotar de un lado al otro terminando por no saber en un

momento dado de parte de quién está, excepto en el caso de

los vampiros, que no tiene alma y, como es sabido, no se

reflejan.

48Al parecer, desde el siglo XIII ya se fabricaron espejos de vidrio


con amalgama de plomo o estaño, de resultados suficientemente buenos
(Cfr. Wikipedia), pero en realidad poco utilizados. Y para que se vea
qué tan diferente puede ser un mundo, la razón de fondo por la cual no
se utilizaban los espejos es porque la vista no funcionaba como
criterio de verdad, sino el oído, y por lo tanto uno no era aquello
que veía en el espejo, sino lo que se enteraba de oídas respecto a su
persona.
130

PERCEPCIÓN

El asunto puede despacharse en un memorandum: no hay


diferencia entre sentimientos y pensamientos, pero, sin
embargo, tiene que haber alguna diferencia, toda vez que a
unas cosas se les ha llamado sentimientos, y a otras cosas
se les ha llamado pensamientos. Concretamente, en la
cultura, se les ha llamado sentimientos a las cosas que
están cerca, y se les ha llamado pensamientos a las cosas
que están lejos. Donde se acaba el memorandum y empieza el
capítulo es en que a un ser querido que se encuentra en
China se le dice que es muy cercano, y a un texto sobre la
percepción del que uno se aburre soberanamente, se antoja
lejano aunque lo tenga en las narices. Entonces lo cercano
y lo lejano no coincide tanto con las cosas de que se trata
como con las palabras que se usan.
Entonces las cosas ésas que se perciben son más bien
131

las palabras mismas, y, en efecto, según ya se ha dicho del


lenguaje en general, a las palabras se las puede considerar
como signos intersubjetivos, pero también pueden ser
consideradas como objetos, como cosas tal cual, unas
bonitas y otras feas, unas largas y otras cortas, unas
puntiagudas y otras chatas. Ciertamente, a las cosas que se
perciben se les ponen nombres, casa zapato sacacorchos, y
se les agregan adjetivos, rosada izquierdo retorcido, en
los casos más convencionales como una etiqueta sobrepuesta,
ítem número cuatro, que se le puede despegar y poner otra,
que es el caso de los nombres más técnicos, meridiano cero,
cromosoma 23, stress tipo A, pero en los casos más
culturales, en donde el objeto ha sido macerado en el
lenguaje, los nombres se le van impregnando a las cosas de
tal manera que la cosa ya no puede ser lo que es si se le
quita el nombre, de suerte que lo cerca ya no tiene que
estar cerca sino basta con que se le haya impregnado el
adverbio: si a la izquierda política se le quita el nombre
y se le pone un término técnico o uno políticamente
correcto como amigos de la igualdad por ejemplo, algo
sustancial se pierde del objeto y éste se convierte en otra
cosa. Y llega a suceder que, por demasiada impregnación,
como en el caso de los fósiles en los que el polvo de
piedra sustituye poco a poco a la materia orgánica y queda
finalmente una roca maravillosa, la cosa misma originaria
puede desvanecerse y entonces queda el nombre puro como
cosa completa, y así, lo que se percibe es la palabra, el
nombre, el adjetivo, no la cosa. Cuando se dice, por
ejemplo, que nos encontramos al borde del precipicio o en
un callejón sin salida, lo que se percibe no es el callejón
132

sino el lenguaje. Las palabras son objetos, y en


conclusión, para decirlo de la mejor manera: pensamiento y
sentimiento son los nombres de dos palabras49. Y las
palabras sentimiento y pensamiento, como buenas cosas que
son, perceptibles y todo, tienen una cantidad insigne de
adjetivos que igualmente se perciben.
Las palabras se vuelven una cualidad e incluso a veces
la sustancia de los objetos, así que lo cercano o lejano de
un objeto no es estrictamente la posición que ocupan en el
espacio con respecto al observador, porque, en realidad,
pueden estar en cualquier parte, aquí o en China, sino que
se refiere a una especie de distancia tradicional de
separación, y también a algo así como el tamaño del espacio
que se necesitó para que estos objetos se le aparecieran a
la percepción. Las cosas cercanas, estén donde estén, son

49 Al hablar del lenguaje uno siempre queda entelarañado en él porque


habla del lenguaje con lenguaje y termina no sabiendo cuál es cual,
pero aquí como que la palabra y su nombre son dos instancias
distintas. Por ejemplo y bien visto, El Quijote es el nombre de un
libro cuyo título es otro; La Biblia es el nombre de un libro que no
se llama de ninguna manera (Biblia significa Libro), al igual que los
Cuadernos de la Cárcel de Gramsci. Éste es un juego que hace Lewis
Carroll en Alicia a Través del Espejo (1871, p. 175) en donde se
desarrolla el siguiente diálogo (entresacado por Rose Mary Espinosa en
un periódico –El Financiero) en un pasaje en donde el Caballero Blanco
se dispone a cantarle una canción a Alicia, y le dice:
“-El nombre de la canción se llama ‘los ojos de las merluzas’,
“-¡Ah!, ése es el nombre de la canción, ¿verdad? –dijo Alicia;
“-No; no entiendes –respondió el Caballero-, así es como se llama el
nombre. El nombre real es ‘el anciano anciano’.
“-Entonces, debería haber dicho: ‘así se llama la canción’ –se
corrigió Alicia.
“-No, no deberías haber dicho así. Eso es otra cosa muy diferente. A
la canción la llaman ‘modos y maneras’. Pero esto es sólo como la
llaman, ¿comprendes?
“-Bueno: ¿qué es la canción, pues? –dijo Alicia.
“-A eso iba –dijo el Caballero-. La canción realmente es ‘sentado en
una reja’, y la música es de mi propia invención”.
El mismo Carroll hace lo propio con su nombre, porque éste es el
pseudónimo de Charles Ludwig Dodgson, quien llegó a decir que “Mr.
Dodgson no reconoce vínculo alguno entre él y los libros publicados
con un nombre distinto al suyo” (González Porto-Bompiani, 1973, Vol.
1, p. 484).
133

aquéllas que fueron tocadas, o que se percibieron


tocándolas, o que se hicieron para tocarlas, y que por ende
guardan como característica suya la tactilidad, como la
seda y las púas, ambos objetos que no se entienden si jamás
se han tocado. Y en cambio, las cosas lejanas son visuales
porque lo que está lejos como el tren que se va y nos deja,
uno sólo lo puede alcanzar con la vista, aun cuando uno ni
siquiera alcance a verlo sino solamente a oírlo que se va,
porque con los oídos no lo va a alcanzar nunca, mucho menos
con otras cosas, como la lengua o la nariz, y es que
ciertamente los otros sentidos de la percepción también se
supeditan a la distancia de la separación y al tamaño del
espacio, porque como dice Merleau-Ponty, “todos los
sentidos son espaciales” (1945, p. 233), de modo que puede
decirse que caen dentro de lo táctil o lo visual; la música
es táctil, porque, al menos en castellano, se puede
“tocar”, tocar música50, mientras que el ruido, si no
estorba demasiado, es visual, toda vez que los lugares
llenos de ruido se ven más llenos, y si sí estorba
demasiado se torna táctil, porque uno lo percibe como
golpes que le abollan el alma y le retumban en los
tímpanos. Lo cerca y lo lejos están ambos hechos de la
misma sustancia del espacio, y puede entenderse que la
diferencia entre tocar y ver es bastante relativa y
suficientemente cuestionable, ya que tocar es,
perceptualmente, ver lo que está demasiado cerca, y que la
vista es un tacto que toca lo inalcanzable. Comoquiera, se

50En inglés y en francés no se toca, sino que se “juega”, lo cual la


hace más social y si se quiere más divertida, pero un poco menos
entrañable, intimable, aunque, en descargo, podrá decirse tal vez que
eso de tocar es una extensión de usar los instrumentos, como tocar el
piano o tacar la flauta dulce. O como explica Corominas, tocar es el
ruido que se hace al tocar: toc toc (1973).
134

decía, el oído, el olfato, el gusto, son, en última


instancia, o táctiles o visuales. Al parecer el oído es el
que mejor puede ser ora proximal ora distal, mientras que
el gusto y el olfato, obviamente, pueden ser adscritos a lo
táctil. En todo caso, los tres, salvo tres o cuatro
palabras estilo dulce, podrido, amargo, sus adjetivos y
descripciones utilizan metáforas o comparaciones del tacto
y de la vista, como los olores florales que obtienen su
cualidad de las flores, los sabores picantes que la
obtienen de los alfileres, o los sonidos altos, bajos,
graves, agudos, que son descritos como si fueran cosas que
se pueden contemplar y cargar. Así, por ejemplo, la
retórica de la cata de vinos es asombrosa a la hora de
inventar discursos para vender su producto, ya que se
refieren a olores y sabores que son tersos, diáfanos,
sólidos, con tonos de avellana, toques de tundra y notas de
Mediterráneo, y vaya uno a saber qué quieran decir porque
si uno no supiera que están hablando de vinos, podría
imaginarse lo que quiera, edificios de Norman Foster,
poemas de Walt Whitman, tácticas de guerra, delirios de
febril.
Y finalmente, así como cerca y lejos son tocar y ver,
también son sentir y pensar. Es curioso cómo la palabra
sentir es sinónimo de oír (Alonso, 1947), y la gente dice
que sintió un ruido, con lo que a veces da a entender que
no lo percibió exactamente con las orejas, o como sinónimo
de probar con la lengua y de oler, como en francés, o de
percatarse de la presencia de algo o alguien sin la
necesidad de haberlo visto, e incluso, según el
diccionario, de presentir o intuir, es decir, que sentir se
135

utiliza para toda percepción de cosas que son cercanas,


pero no de cosas lejanas, a las cuales les corresponde el
verbo pensar. Sentir es el nombre de las cosas que llegan;
pensar es el nombre de las cosas que se van. Pensar es el
nombre de las palabras lejos y ver; sentir es el nombre de
las palabras cerca y tocar, o, dicho de otro modo, sentir
es pensar con el tacto, no importa si eso se hace con los
ojos o la nariz o los oídos; pensar es sentir con la vista,
independientemente de si se hace con los dedos o con el
olfato.

LO CERCA TÁCTIL SENTIMENTAL

Y lo picante, lo agudo, ya sea de sonidos o sabores o cosas


en general, parece referirse a objetos que tocan
intensamente en un solo punto del espacio y por lo tanto
sobresalen del resto, como la comida mexicana o el grito de
un niño o el perfume del pachuli que les gustaba a los
hippies, y que por lo común es aceptable como complemento
de otras cosas pero no como regularidad, ya que resalta
demasiado. Por el contrario, los objetos cercanos que no
sobresaltan a nadie porque tienen las mismas cualidades que
el resto del ambiente y por lo tanto se integran y se
disuelven en él naturalmente, aquéllos que no son agudos,
sino suaves, como los sabores dulces o las comidas no muy
especiosas, los perfumes discretos que se confunden con el
olor del jabón y de la piel, los sonidos leves, de los que
se puede decir que son más bien redondeados, se dejan estar
mejor en cualquier parte.
136

Es decir, los que tienen las características de la


piel, que es el objeto más cercano que podemos tener, y el
más táctil y el más sentimental. Ciertamente, todas las
cosas e ideas que se parecen a la piel tienen los atributos
de lo cercano: para empezar, lo cálido, que es
aproximadamente aquella temperatura que rebasa los 23 pero
que no rebasa los 36.5° centígrados, por decirlo de alguna
manera, y es interesante este estereotipo surgido del frío
de que los lugares tropicales, tibios, cálidos e incluso
tórridos son muy buenos para los sentimientos, las
emociones e incluso las pasiones, ya sea a la hora de las
reconciliaciones o las venganzas, pero no muy aptos para la
intelectualidad: donde hace calor siempre es Macondo. Y el
cuerpo de la piel, sobre todo en sus mejores años, digamos
veinteañeros, es redondeado; no suele utilizar líneas
rectas, ni filos, ni ángulos, y la piel de las mujeres y de
los bebés es más así, como si ambas estuvieran hechas para
las cercanías, y siempre se las considera mejores
depositarias de lo afectivo, como si los sentimientos
solamente se pudieran guardar en cajas hechas de curvas,
como ésas en forma de corazón llenas de chocolates –que
engordan o redondean, según se vea- que se venden cuando se
acerca San Valentín, o como los violines o las frases
sinuosas porque, como se sabe, hacer declaraciones de amor
en lenguaje directo de resumen ejecutivo simplemente no
funciona, y en cambio, el uso de circunloquios y ambages
resulta más emocionante, como si fuera más sincero. Y las
cosas que tienen redondeces dan ganas de tocarlas, razón
por la cual los pasamanos del arte barroco están tan
gastados por los turistas, como si al seguir las
137

ondulaciones uno sintiera el molde de la propia piel y


tocara sus propios sentimientos. Y también, la piel es
acolchonada, se sume si uno la oprime, cosa que es el non
plus ultra de las cercanías, porque al sumirse es como
adentrarse un poco en la vida de lo otro, el mayor tacto y
contacto posible y por ello, supuestamente, todos los
objetos que son así, mullidos, como cojines, alfombras,
perros falderos, ositos de peluche, abrigos gruesos, hacen
la vida más acogedora; será tal vez por eso que las
personas regordetas, como cojincitos, como el Dr. Watson,
siempre parecen más cariñosas, y en cambio, las de
facciones angulosas, como Sherlock Holmes, son algo más
adustas y distantes, y así como estos dos, las casas y
viviendas en general, que por fuera están construidas como
máquinas para atravesar la intemperie, iguales que barcos y
locomotoras, en su reverso, hacia adentro, sus interiores
se arreglan a imagen y semejanza de la piel humana,
imitándola en sus texturas, suavidades, redondeces y
temperaturas, como para sentirse abrazados por ellos. El
hogar es un aparato sentimental.
Y cada uno se la pasa en contacto con su propia piel,
como para sentirse acompañado de sí mismo, y por eso se
puede ver a la gente, en especial en momentos en que no se
halla, en que no las tiene todas consigo, como a la hora de
la timidez o la extrañeza, la incertidumbre o la
inhibición, ya sea porque no encuentra la solución a algo o
porque se encuentra en una circunstancia rara y
desconocida, se la ve que se abraza a sí misma, se da ella
misma la mano, la izquierda a la derecha, y ya no se
suelta, se acomoda el pelo, se pasea la mano por la cabeza
138

y por el cuello, como queriendo acompañarse y no dejarse


sola en ese trance, es decir, busca algo que sea piel para
pegarse a ella y para palpar la cercanía que necesita, y
recurre a la tactilidad para afianzarse al mundo, a la
parte del mundo que no la abandona que es su propio
cuerpo51. Y si alguien enviado por la providencia pasa por
ahí y le da una palmadita en la espalda, no se menciona
pero se agradece en lo que vale, porque, ciertamente, lo
que más se parece a la propia piel no son los muebles ni
los muñecos de peluche, sino la otra piel, la del vecino y
la del prójimo, y por eso se la pasan buscándose
mutuamente, sea descaradamente si hay pacto, sea a través
de amabilidades corteses si no lo hay, sea como sin querer
o por casualidad, aunque lo mismo sucede con las cosas,
porque en momentos como éstos en los que se necesita tocar
y ser tocado, la gente los pasa pasando las manos por los
muebles, acomodando los sillones, recargándose en los
marcos de las puertas y jugueteando con llaveros y
teléfonos celulares mientras platica.
Y lo que más se parece a la piel sin ser la piel, y lo
que más pegado está a uno mismo sin ser uno mismo, es la
ropa, que es justo un invento para palpar cercanía por
todas partes, de los pies a la cabeza; el material de la
ropa es tacto puro, desde que se ve en los escaparates de

51 Michel Serrés, cuando hablaba del alma como punto de contacto,


menciona enfáticamente el hecho de tocarse los labios con el dedo, con
urgencia fundamental, porque luego dice que “los que no saben dónde se
encuentra su alma, se tocan la boca” (1985, p. 24), sentencia que es
sumamente parecida a la de Freud cuando dijo que “fumar es el mejor
uso que se puede hacer de la boca cuando no se tiene a quién besar”.
Freud llegó a fumar hasta veinte habanos en un día o, dicho en sus
propios términos, se murió de cáncer en la garganta por no tener a
quién besar. Por lo demás, dentro de las intuiciones del sentido común
está la verdad establecida de que las mujeres, cuando engañan o cuando
venden, entregan cualquier cosa menos el alma, es decir, no besan a su
cómplice o a su cliente.
139

la tienda, y desde que se escoge, porque es notable cómo


los expertos compradores de ropa, tradicionalmente mujeres,
van recorriendo los estantes y los colgaderos con las yemas
de los dedos, y al descolgarla, desdoblarla, extenderla y
finalmente volverla a doblar para guardarla en los cajones,
se va percibiendo la suavidad, flexibilidad y tibieza de
ese objeto cultural cuya función es producir sentimientos.
Desde el siglo XV a mano, y del XVI a máquina, empezaron a
producirse telas y tejidos cada vez más mullidos y
livianos, como el tejido de punto (Mumford, 1934, p. 161),
que tiene la grandeza de por un lado permitir el
almacenamiento de calor entre las hebras, y por el otro,
debido a su elasticidad, lograr que la tela se ciña a los
contornos del cuerpo ajustándose perfectamente a sus
movimientos52, y puede preguntarse uno por qué a partir de
ahí se dio preferencia por el tejido de punto para las
mujeres, mientras que los hombres continuaron con las otras
telas más acartonadas, que producen pliegues más rectos y
afilados. Eso que se llama despectivamente estereotipos
femeninos, parece que son tradiciones más profundas que
sólo se pueden desmontar desarmando a toda la cultura. Pero
el caso es que la ropa puede ser tomada como un objeto,

52 Antes del tejido de punto, para que la ropa estuviera amoldada al


cuerpo, había que recurrir a botones, lazos y costuras: “el botón
parece remontarse a la prehistoria. En la Alta Edad Media, parece
haber remitido su uso; el ajuste de los trajes se realizaba gracias a
lazadas. Así fue como se unieron unos a otros los jubones y las calzas
desde el siglo XIV hasta el XVII; de igual forma se cerraban los
cuellos de las camisas lenceras. El botón se empleó, sin embargo, en
el siglo XIII y sobre todo para fijar las mangas estrechas al
antebrazo, pero las mujeres que los usaron fueron criticadas ya que
así podían desnudarse a solas y rápidamente. Las buenas costumbres
estipulaban que había que hacerse coser y descoser diariamente dichas
mangas estrechísimas” (Y. Deslandres, 1976, p. 96). La verdad es que
estas anécdotas pertenecen a los cuentos de hadas de la alta
aristocracia, porque la gente de pueblo medieval no podría tener estas
preocupaciones.
140

algo que se carga, se dobla, se guarda, pero también puede


ser tomada como un espacio, como un lugar en donde uno se
mete, se enfunda y lo habita y se siente a gusto. Es como
el lugar del alma, y es, evidentemente, el espacio más
pequeño donde uno puede caber, y también el más acogedor y
el más propio posible.
De hecho, el resto de los espacios que pretenden ser
acogedores fingen que son ropa, intentan asemejarse a ella.
Ciertamente, los lugares que resultan cercanos, son
aquéllos más bien cerrados; términos como sitio o recinto
significan etimológicamente eso; y crean, entonces, un
interior donde uno se guarda y, lógicamente, mientras más
pequeños, con techos bajos, mientras menos espacio les
quepa dentro, más al alcance están sus límites y más
táctiles se vuelven, aunque no se toquen porque, en efecto,
la sensación de recogimiento se hace en gran medida con
iluminación, con una luz que no sea de rayos que caen, sino
una débil que sólo se posa y que no alcanza a penetrar por
los rincones y las esquinas rectas, de manera que sucede
que el ambiente como que se redondea, y quitándoles también
sus resaltes a los colores demasiado notorios, bañándolos a
todos de una cierta uniformidad color calor: la luz
eléctrica amarilla, que es del mismo tono que lo era la de
las velas, y que ha de parecerse a la iluminación que nadie
ve porque sólo se toca que hay entre la ropa y el cuerpo,
así como las cortinas y persianas y visillos, ayuda para
hacer la atmósfera. Igual que los trajes y los vestidos ya
que en rigor la forma es la misma, estos lugares suaves
suelen recurrir a los textiles, en la modalidad de
alfombras, carpetas, cortinas, tapices, cojines,
141

almohadones, cobertores, manteles, toallas, brocados y ropa


que se quedó tirada, los cuales, además de aportar calidez,
apaciguan el ruido de las cosas, y le ponen terciopelo al
eco de las voces para que no suenen golpeadas. Las casas
pequeñas, sobre todo las largamente ocupadas por los mismos
habitantes, son las que mejor le dan al lugar el carácter
de sentimiento. Y la razón por la que estos ocupantes van
llenando a través de los años el lugar con cada vez más
muebles, adornos, utensilios, inutensilios, trastos,
recuerdos, etcétera, no es ninguna razón práctica, sino
porque estos objetos restan espacio, es decir, que al
ocuparlo, queda cada vez más poco, y a medida que se
empequeñece, se le acerca a sus moradores volviéndolo en
general más táctil. Un movimiento de más y tiran un jarrón:
ya todo está a distancia de contacto. Si se quitaran tantos
trebejos, como en las casas nuevas o en día de mudanza, el
lugar se enfriaría.
Es un hecho notorio que la gente, nada más llegar a
casa, pone música, enciende el radio, prende la tele, y la
respuesta rápida es que es para sentirse acompañada, y la
respuesta más desmenuzada es que en todo hogar todavía
queda bastante especio libre, vacío de objetos que hay que
poblar, y aquí la música funge como un objeto que ocupa
lugar en el espacio –por eso tiene “volumen”-; el rock no
sirve para esto porque es muy duro y en nada se parece a un
cojín; el pop, la salsa, la cumbia tampoco porque son muy
puntiagudos; más bien sirve la denominada música clásica, o
en su defecto, de veras defectuoso, esa música que parece
de supermercado, ya que se acomoda mejor en el lugar porque
es suave como la alfombra y la penumbra, y como si fuera el
142

adorno encargado de rellenar los huequitos que habían


quedado vacíos. Otro objeto que navega por el lugar sin
desentonar son sus ocupantes, que para no deshacer la
suavidad del ambiente, han de moverse como si fueran música
de peluche, tejido de punto, con gestos armónicos, pasos
mullidos, voces leves, frases melódicas, no muy densas, sin
grandes razonamientos lógicos que rompan la tersura. se
entiende que mucha gente le gusten los gatos, que son más
manuables que la gente y embonan perfectamente en los
lugares cálidos y cercanos y táctiles y afectivos, ya que
bien vistos, son un cojín que se pasea de puntillas
rellenando todas las partes del espacio donde faltaban
algo.
Los libros, un poco menos portátiles que los gatos, ya
sea que la gente lea o no, son una decoración de lo más
recomendable en estos casos; una pared recubierta de libros
es altamente hospitalaria, y ya incipientemente socorrida
desde el Renacimiento53. Quién sabe si éste sea un ejemplo
más del lenguaje como objeto, pero lo cierto es que una
buena parte de la calidez de las cosas ahora se localiza en
el papel de los libros, periódicos y revistas –a pesar de
que se supone que ya no se usan debido a la proliferación
de pantallas minúsculas y mayúsculas- en las bibliotecas,
salas de estar y estudios, y cafés, que con sus hojas
amarillentas como de foco de 40 watts, contrariamente al

53Durante el siglo XV, el papel se volvió barato (y más tarde, siglo


XVII, 1645 para ser exactos –Pascoe, 1974-, hasta se puso de moda
empapelar las paredes de los cuartos: el llamado papel tapiz, que hoy
es de plástico), así que para el año “1500, había ya registradas casi
40,000 ediciones de libros” (Derry y Williams, 1960, pp. 338, 347),
aunque, al parecer, todavía no eran tantos como para tener que
ordenarlos verticalmente y mostrando el lomo (Chartier, 1985, p. 127).
La verdadera moda de gabinetes para libros, ordenados por tamaños,
arranca propiamente del siglo XVII.
143

blanco bond tamaño carta que tiene el atroz sabor a


oficina, parece guardar celosamente la cualidad de lo
acogedor: el papel es hijo de la piel del pergamino y de la
madera de las hojas. Como sea, el lenguaje, que por lo
común es un órgano de las distancias ya que mucho de su
función es separar las cosas, cuestión especialmente
visual, tiene también la cualidad táctil de la ropa. O sea,
que también es un objeto que se dobla y se pliega, y es un
espacio, que se habita. El lenguaje es una cosa que puede
ser entrañable si se empequeñece al tamaño de una cosa
portátil, porque eso lo hace menos colosal y más
inofensivo: esta domesticación del lenguaje se ejecuta
mediante el uso de diminutivos; por alguna razón,
seguramente tropical, en el castellano de América hay una
vocación imperiosa por convertir todas las palabras en
chiquitas, de manera que parezcan menos obligatorias, menos
realistas, más tratables, y hay que agradecerle a la lógica
del idioma que existan esos sufijos ito, illo, que permiten
darle tamaño de mascota a cualquier palabra, incluidos los
mismos sufijos, logrando palabras chiquititas y
chiquitititas, sean sustantivos, adjetivos, verbos,
adverbios: ratito, grandecito, corriendito, ahorita. Los
diminutivos le quitan al lenguaje el tono duro de la orden,
la instrucción, la realidad, y le otorgan más bien el matiz
amigable del consejo, que siempre puede ser desoído, de la
posibilidad, que luego no se realiza, y de la opinión a la
que no se hace caso, porque decir que uno de veritas va a
hacer los deberes al ratito significa que ya Dios dirá si
se hacen o no. Entre prometer cumplir algo ahora, y
prometer cumplirlo ahorita, da tiempo de olvidar las
144

promesas. Con esos permisos que da, el lenguaje se vuelve


muy querido. Y, de la misma manera, el lenguaje se vuelve
tan cercano como la ropa cuando lo entraña a uno, cuando
uno, al hablar, siente que está siendo mencionado por las
palabras que utiliza, lo cual se logra mediante la
pronominalización, esto es, el uso indiscriminado de los
pronombres me, te, se, que producen portentos filológicos
como las frases “házteme para allá”, “hémete aquí”, “te me
vas” (pues “me te voy”), “se me fue”54, donde lo que hay
que subrayar es que el hablante y el escucha son nombrados
dentro de los actos y por lo tanto el lenguaje los toca muy
de cerca.
Y el lenguaje aparece como espacio cuando uno lo está
hablando ya que al hacerlo va como tripulando el discurso
que dirige, y, en tanto espacio, el lenguaje no es un lugar
común, esto es, algo estático como los mismos lugares
comunes del lenguaje que son enunciados que ya no cambian,
sino que es un sitio moviente, como río (cuya etimología en
idioma náhuatl era “la calle que camina”), como el río de
la conciencia, de modo que se puede afirmar que el
lenguaje, en tanto espacio, es como tiempo: esto se nota en
el uso de los verbos, que mientras se van pronunciando, lo
dicho va avanzando, ya que en lo que se tarda uno en decir
que alguien camina, seguramente que ya dio cuando menos un
paso. Pero los verbos son muy obvios. En cambio, el tiempo,
la temporalidad como ese flujo que se desliza sin irse,
toda vez que uno mismo es ese flujo, aparece, con la
sutileza que requiere, en los adverbios, concretamente en
los de tiempo (Vgr. hoy) y los de lugar (Vgr. aquí); la

54 Y en los plurales nos, os, se, se pueden armar cosas como


“habeisosnos visto”, “vanseos” y otras rarezas.
145

magia de los adverbios en el lenguaje es que, sin decirlo,


juntan el tiempo y el espacio, lo fugaz y lo estable: hacen
que algo pasajero, como hoy, se vuelva duradero, porque si
se puede decir “hoy” en cualquier día, seguirá siendo hoy
todos los días, y al revés, que en algo que está fijo, como
lo son las palabras que ya están escritas, aparezca de
pronto el flujo de la temporalidad y de la vida al leer,
por ejemplo, que alguien “siempre tenía la barba del
martes”, que es de Isabel Allende en La Casa de los
Espíritus. Al decir cosas como que siempre es tarde o que
aquí es lejos, se le da el toque de lo que se va a lo que
se queda, y se puede hacer aparecer, como sensación, sin
pronunciarla, y sin detenerla, la corriente del tiempo y la
movilidad de la vida. Adverbiales pueden ser los adverbios,
pero también cualquier otra cosa que haga las veces de tal,
y entonces, lo adverbial no es nada más una parte de la
gramática, sino un estilo de pensamiento. A este estilo
adverbial apelaba García Márquez para generar el encanto de
Macondo, diciendo, por ejemplo, que en el cuarto de
Melquíades siempre es lunes y siempre es marzo55.
Y el lenguaje también se empequeñece y se torna
cercano y táctil y cargado de sentimentalidad cuando, como
en las casas, un lugar delimitado –un enunciado- se va

55En otra parte, dice que alguien “cruzó el aire donde terminaban las
cuatro de la tarde” (p. 272). En Cien Años de Soledad (1967), el
tiempo se vuelve un lugar y el lugar se vuelve un tiempo, y en esto
radica aquello que los críticos llamaron realismo mágico, bonito
nombre, y en donde, en efecto, la temporalidad adquiere la concreción
y materialidad que solamente se le atribuye a las cosas, y por lo
mismo, las cosas se vuelven entonces más etéreas, y evanescentes, como
Remedios La Bella, que un buen día, específicamente el 6 de marzo de
1867 (p. 611), se va flotando al cielo, entre las sábanas que estaba
tendiendo al sol. Por eso, en la última página de la novela, el último
Aureliano se da cuenta de que Melquíades, el sabio gitano, “concentró
un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un
instante”.
146

llenando de cada vez más palabras al grado de poder decir


que no cabían tantas ahí, que es lo que sucede cuando algo
se dice rapidito, como para que entren más palabras dentro
del espacio reducido de una frase, que es lo que pasa en
los chismes y demás anécdotas faltas de veracidad pero
repletadas de la más cierta afectividad. Cuando lo que se
dice se dice rápido, tanto el hablante como el escucha
tienen la impresión de que las palabras se los llevan a
todos juntos, y al calor de la conversación se ponen a
mayor temperatura, como si se elevara por la fricción de
las palabras unas frotándose con las otras. Y para que
quepan, se hacen ellas mismas, las palabras, más delgadas,
más finas, que en términos auditivos quiere decir de tonos
altos. Estas formas del lenguaje son una muestra de que lo
que se va pensando se está sintiendo; un lenguaje de verdad
culto, pero no erudito. Esto es, otra vez, lo que hace
García Márquez para envolver al lector en un discurso
emocional, en un pensamiento que se va sintiendo: pergeña
párrafos largos que no tienen ni comas ni puntos y con ello
va ganando velocidad; ni tiempo da de respirar, y por eso
se sube de tono. En cambio, los discursos lentos resultan
muy contemplativos, y como que uno se puede distanciar, y
en vez de oírlo, ponerse a verlo.
Y lo mismo que sucede en el espacio, también acontece
en el tiempo. Los acontecimientos que están muy próximos
temporalmente, que le están sucediendo o apenas acaban de
sucederle a uno, tienen la cualidad de los objetos
cercanos, y entonces se sienten, y a uno le pueden dar
gusto o rabia o lo que sea, como algo que acaba de
presenciar y lo deja pasmado de alegría, o algo que acaba
147

de atestiguar y lo deja paralizado de ira, pero que, al


correr las horas y los días, al dejar pasar el tiempo, es
como si los acontecimientos igual se alejaran en el
espacio, y entonces dejan de afectar, y uno ya no los
siente, sino que los puede, digamos, observar a la
distancia, describirlos con ecuanimidad, y así, lo que era
en su inicio un sentimiento, al ponerle tiempo de por
medio, se vuelven un pensamiento. De los tres tiempos
ortodoxos, el tiempo táctil por excelencia es el de lo
presente, el de lo inmediato, el de lo nada en medio, y que
no se puede ver de lejos como el pasado y el futuro, sino
solamente actuarlo, transitarlo, experimentarlo, tocarlo y
sentirlo.

Hostilidades
Parece que todos somos muy amigos, porque hasta aquí se ha
descrito puro Caldo de Pollo para el Alma56, es decir, a
los objetos cercanos como siendo sólo ternezas, y en
efecto, tal es quizá su sentido originario, ya que lo que
uno permite que se le acerque no son lobos sino
borreguitos, esto es, inofensividades gratas; de tonto uno
se va a juntar con un alambre de púas, con un señor que
vocifera: a éstos mejor se los ve a distancia. Pero muchas
veces, demasiadas, las púas de la vida no piden permiso, y
se le aproximan a uno y se le pegan, como el mismo verbo
pegar, que es algo bien cercano, como un golpe, y sin

56 Es el título de uno de los libros de superación personal, escrito


por Jack Canfield y Mark Victor Hansen, que se publicaron en la década
de la autoayuda, la última del siglo XX, de buena venta en librarías,
y es aleccionador, el título, porque en él se aprecia la tibieza de la
afectividad del consuelo, y también da la impresión de que lo líquido,
medio amniótico, también pertenece a lo muy cercano sentimental, como
ya se notó al hablar de la marmita llena de sopa.
148

embargo no es nada gentil. Así como hay amabilidades,


también hay hostilidades que, puesto que se sienten,
también son táctiles y cercanas y sentimentales. Los
sentimientos que se sienten feo, y que no se antojan tan
cercanos, sin embargo lo son, nada más que llegan de manera
distinta: son objetos que pertenecen a la lejanía y que no
obstante se acercan, a veces rápido, como el choque con una
pared, y las paredes son buenas para verse de lejos y para
acercarse despacio; y a veces llegan poco a poco, como en
el caso de la amargura, esa cosa que avanza junto con la
edad, en donde circunstancias que no tienen ningún parecido
con la piel, ni son suaves ni tibias ni redondeadas ni
nada, por alguna causa, un buen día más bien malo, uno se
encuentra sitiado por ellas, y la sensación es poco
recomendable. En general, un lugar con mucho ruido,
traspasado de chillidos agudos como una histeria colectiva
en el jardín de niños, de portazos como en hogar mal
avenido, de golpeteos machacones como de taller, de voces
que dan indicaciones y giran órdenes como las casas de
bolsa, de murmullos incisivos y de cosas tintineantes que
se llevan y se traen y se entrechocan como las cocinas de
los restaurantes, de pasos apurados como El Ala Oeste de la
Casa Blanca, empieza a percibirse como más chico, como si
se hubiera encogido, como si el sonido tuviera materia y
estuviera ocupando tanto lugar con su volumen tan grande
que a uno ya no lo deja moverse, como si las paredes y
demás adminículos se le echaran encima y las distancias
existentes se acortaran, y entonces la vista encuentra ya
tan encima el lugar que siente que no lo ve, sino que lo
toca y por las malas, porque lo auditivo ha perdido sus
149

características visuales y ha adquirido características


táctiles, y uno se siente abrumado, e incluso se encoge
inconscientemente como si ya no cupiera en el lugar. Por
eso se entiende que se diga tocar música, pero no se diga
tocar ruido.
Ahora bien, los objetos hostiles pueden: ser
violentos, o ser desoladores. Toda violencia, desde un
grito pelado hasta una represión, es la llegada repentina
de objetos que por sus características pertenecen al
territorio de lo distante, o sea, cosas que no se llevan
bien con la piel y se prefieren alejadas, como lo duro, lo
filoso, lo frío, lo punzante, que son hirientes. Y así como
filosos pueden ser los cuchillos, así también otras
incomodidades no letales, como los sarcasmos –cuya
etimología es la de sacar el pellejo-, que son ciertamente
punzocortantes, o las reconvenciones con su voz cavernosa
del papá al hijo, palabras masivas, y que son
respectivamente como dardos o como losas que caen demasiado
cerca desde demasiado lejos, o sea, con mucho vuelo y mucha
rapidez. Los curiosos, los importunos, los metiches, son
personas que debiendo estar lejos, de pronto se los
encuentra uno justamente donde no los llaman, en el propio
espacio personal, cosa que es violencia pura, tan violenta
como las miradas entrometidas de alguien en la calle. Las
amenazas, sean de desempleo, de abandono, de asalto o
cualquier otra canallada, parecen poder describirse como el
hecho de que algo muy grande, de alto volumen y tonelaje,
sólo apto para observarse de lejos, en una de ésas se
encuentra demasiado cerca, y por más que voltee uno para
arriba, como con los monumentos, no alcanza a cubrirlo del
150

todo con la mirada y eso apabulla y da tortícolis. Pero uno


mismo no es necesariamente una blanca paloma, y esas
distancias que irrumpen en el espacio cercano, también las
suele uno ejercer a la redonda, como en el odio, la ira, la
rabia, la venganza y otros sentimientos que tienen algo de
encantador, tal vez porque aquí es uno mismo o sus recursos
lo que es aplastante, muriático, trascábico, pesado y frío,
y que por alguna razón se complace en abatirse sobre algún
otro que a la sazón se sienta amenazado y muy merecido se
lo tendrá.
Hoy día, siglo XXI, el sentimiento más extendido
recibe el gráfico nombre de stress, que quiere decir, a la
letra, estrechez, apachurramiento, y que indica justamente
que la vida contemporánea se percibe con la sensación de
que los horizontes, las orillas, los límites, que deberían
estar, como corresponde, en su lugar, que es el último
punto visible de la realidad, ahora resulta que se
encuentran sitiando al espacio vital, haciéndolo cada vez
más apretado, y uno siente que ya no cabe en él, y sin
poderse mover, se siente asfixiado, y sin ningún margen de
maniobra, donde ya no se puede desplegar ningún movimiento
mínimamente gracioso, sino solamente el de sobrevivir a
base de puro forcejeo, como si se habitara dentro de un
clóset de camisas de fuerza, de un tinaco lleno de
mermelada, de un laberinto de escaleras que suben, donde
cada paso es agotador y no sirve para nada, porque el mundo
está hecho de prisas, de plazos perentorios, de
obligaciones. El stress es la presencia masiva de objetos
visuales, no táctiles, a distancias táctiles, no visuales,
pegados a uno, como las multitudes de gente que se
151

amontonan en el metro sin ningún respeto a la


territorialidad y donde uno va con su prójimo cachete con
hombro, brazo con cabeza, muslo con espalda, es decir, que
eso parece más una pollería que un sistema de transporte
público, y que ahí, los acontecimientos ya no pueden ser
pensados sino sólo sentidos y no por las buenas sino por
las malas. Con el stress uno ya no puede pensar. Así como
el hacinamiento urbano, con ciudades de cinco y diez y
quince millones de habitantes empollecidos, cada uno
peleando su metro cuadrado y si se descuida el del vecino
también, con el tráfico, con las filas, con las presiones,
que es la palabra correcta que significa que todo aplasta
por todos los flancos, no sólo las cosas y los
conciudadanos, sino también las ocupaciones que son tantas
que se tienen que hacer desde antes de hacerlas y por eso
se llaman preocupaciones, de manera que no sólo son los
centímetros escasos los que apachurran, sino también los
minutos escasos en donde ya no caben las actividades los
que nos aplastan, y todo esto sin poder ver la salida, sin
futuro a la vista, por más que uno estire el cuello en este
chapoteadero de pulpos, porque el futuro, como el
horizonte, ya también nos tiene sitiados.
La desolación es un poco más elegante, porque no
consiste en la llegada abrupta de cosas de lejos, sino en
la retirada de las cosas de cerca, de manera de que se da
la paradoja de que entonces la víctima, de lo que se
encuentra rodeado, es de la ausencia que queda, como si
ésta adquiriera densidad, como la muerte o la partida de
una persona querida, que puede describirse como si al
retirarse algo que era cálido, se quedara un hueco que se
152

llena del frío de la intemperie, o como decía Camilo Sesto


en una canción, un vacío grande y mudo como el alba. Anda
uno con la intemperie dentro. La etimología de lo desolado,
gráfica como todas, es la de dejar desierto un lugar, al
igual que la del desconsuelo (Corominas, 1973). Así como el
abandono, la decepción, la desilusión, el desengaño, la
soledad puede definirse como el hecho de que uno se
encuentra “cercado” por puras separaciones, rodeado de
puras distancias. Lo único que se tiene cerca es lo lejano,
sin ni siquiera un osito de felpa al cual acogerse.

LO LEJOS VISUAL PENSAMENTAL

El clima, y ese clima personal que es la ropa, es el mejor


modelo de lo táctil y muestra aquello que tienen en común
todas las cosas cercanas, que es el hecho de ser
envolventes. El cuerpo que es todo piel que percibe con el
tacto está en contacto con el medio ambiente en que habita,
y por ende se capta la tactilidad con todos los puntos de
la piel y se da cuenta de que ese objeto lo cerca, lo
rodea. El clima es hostil cuando eso envolvente se comporta
cortante, como un viento helado, y en general choca de
golpe contra la temperatura cálida del cuerpo, como cuando
llueve. Los abrazos parecen ser intentos de imitación de un
clima cálido y envolvente. Los que siempre tienen frío es
que nunca los han tocado. Y lo que es envolvente es
inabarcable. Las puntas de los dedos, capaces de hacer
mapas del mundo a tientas, lo otro que notan es que lo que
tocan nunca acaba, que si empieza uno a recorrer no importa
153

qué con los ojos cerrados y los dedos despiertos, el objeto


siempre sigue, nunca tiene final, en especial si es redondo
o redondeado porque no se interrumpe en ningún momento, y
no se termina ya sea porque, como una pelota, continúa y
continúa sobre sí mismo y el tacto vuelve a empezar una y
otra vez como si no tuviera salida, o ya sea porque donde
acaba el objeto empieza inmediatamente el objeto que sigue
sin que haya separación, del mueble sigue al suelo y del
suelo a la pared y así sucesivamente hasta que recorra todo
el planeta que, efectivamente, es otra pelota. El tacto lo
que palpa es que lo otro siempre es más grande que uno, y
lo que detecta es precisamente la continuidad inconsútil
del mundo. Pensar táctilmente equivale a asumir que nada
está separado ni es independiente de nada, que todo se
junta y se relaciona con todo y que no hay manera de tratar
las cosas aparte, porque la realidad es una unidad sin
cortes. Puede advertirse claramente que el pensamiento
científico, con sus divisiones de ciencias, subdivisiones
de especialidades y su tendencia a desagregar la realidad
en sus elementos componentes, no tiene un pensamiento
táctil en modo alguno, sino uno muy visual, mientras que,
lo femenino, signifique lo que signifique, como forma de la
cultura, consiste en un conocimiento contáctil de la
realidad. Si un conocimiento táctil ha sido descalificado
oficialmente como modo de conocimiento, se debe a que lo
inabarcable es incomprensible, es decir, no puede ser
comprehendido dentro de categorías, clasificaciones,
descripciones o definiciones, ya que es mayor que ellas;
por ejemplo, no cabe dentro del lenguaje, y el lenguaje es
normalmente aquello que determina lo que es comprensible y
154

lo que no.
Wladilslaw Tatarkiewics, citando a Adolf Ritter Von
Hildebrand, dice que “cuando miran de cerca, los ojos están
en constante movimiento, recorriendo los contornos del
objeto”; esto, aunque hay sido hecho con los ojos, es
tocar, porque los ojos estarían haciendo lo mismo que hacen
las yemas de los dedos, no más que no lo dejan a uno,
porque Hildebrand era un teórico del arte y además un
escultor, y se estaba refiriendo a una escultura en un
museo donde suele haber un letrero de no tocar. En cambio,
“una imagen unida y distinta sólo es posible a distancia”
(Tatarkiewics, 1976, p. 271). Merleau-Ponty cita a un ciego
de doce años diciendo: “los que están en relación conmigo
por un sentido desconocido que me abarca por entero a
distancia, me sigue, me atraviesa y desde que me levanto
hasta que me acuesto, me tiene, por decir así, bajo su
dominio” (1945, p. 239). En efecto, lo que es visual es
abarcable.
Ver es alcanzar lo que está lejos sin tocarlo, y a
hacer eso se le denomina pensar. Las cosas que así se
perciben se llaman pensamientos. Pensar es alejarse de un
sentimiento. Las pirámides, los edificios, el panorama,
paradójicamente las amibas y otros objetos del microscopio,
el lenguaje, la luna, las multitudes, las ideas, la
pintura, las teorías, las letras de los libros, los
proyectos, el futuro y el pasado también pero no el
presente porque éste es puro tatco, son cosas que están
hechas de distancia, y si se les quita eso, desaparecen. Si
a una pintura se le resta la distancia, el resultado es una
plasta con olor de aguarrás, aunque lo chistoso del asunto
155

es que cuando se pintó la pintura, se construyó la


pirámide, se ocurrió la idea, estas cosas se hicieron de
cerca, tocándolas y sintiéndolas, porque se hicieron es su
respectivo tiempo presente, y entonces parece que de puro
pasar el tiempo, el espacio les crece en medio, como moho,
como los recuerdos, que por muy emocionantes que hayan sido
en su momento, ya después, ya de lejos, sólo son un
pensamiento.
Para que aparezcan cosas con los ojos hay que
retirarse un tanto. Con ello hay una buena ganancia, y es
que las cosas se muestran completas, o sea, pueden ser
comprehendidas por la percepción, y por ende se hacen
comprensibles. Las cosas visuales son cosas completas: se
muestran de pies a cabeza y de cabo a rabo, y quedan
encerradas dentro de su silueta, como la circunferencia de
la luna, y ya que se muestran completas, entonces las cosas
pueden ser divididas unas de las otras57, distintas, esto
es, que se diferencian de otras y se contrastan con el
fondo; la distinción entre figura y fondo, que tanto le
gustaba a la teoría de la gestalt, es una idea visual, que
con el tacto no sirve. Con estas dos ganancias de los ojos,
completud y distinción, el mundo se vuelve más claro, tanto
porque las cosas aparecen enteras como porque no se
confunden unas con otras. Es como si a todas las cosas
lejanas se les colocara una envoltura hecha de mirada, que
las circunda y puede darles vueltas y recorrerlas en todos
los ángulos. Mientras que las cosas táctiles eran

57Dentro de la sapiencia del lenguaje cotidiano, hay un verbo, ya casi


arcaico, que todavía tal vez se pueda escuchar en ciertas regiones,
que es sinónimo de ver: “divisar”, que etimológicamente significa, en
efecto, dividir, separar, hacer distinto, y por ende distinguir, que
es también sinónimo de percibir.
156

envolventes, las cosas visuales están envueltas. La mirada


las cubre, las acota, las sitia, las delimita y finalmente
las define, es decir, avisa dónde terminan, y todo esto de
manera instantánea, sin tardarse nada o, como se dice, de
un vistazo, lo cual le permite, desde luego, abarcar más.
Aunque, también, las cosas lejanas sufren una buena
pérdida: pierden, de entrada, su suavidad y sus texturas,
ambos atributos que implican que los contornos de las cosas
táctiles son volubles, no muy delineados, ya que a veces,
con sólo apretar un poco, se pueden modificar, mientras que
los objetos visuales tienen los contornos estables, lo cual
es, recursivamente, la ganancia que obtienen de la pérdida,
a saber, la de una manera de sentir que es inherente al
pensamiento, que es la solidez de las cosas o las ideas que
no son intrínsecamente volubles: al pensar se siente la
solidez del pensamiento, lo cual, como circunstancia, es
muy segura. Podría afirmarse que la tranquilidad es un
sentimiento que siempre acompaña al pensamiento, la paz de
no estar involucrado en los objetos y no estar a su merced,
razón por la cual se supone que quienes se cansan del
mundanal tacto acostumbran retirarse al contemplativo
imperio de los ojos.
Si la materia del tacto es la piel, la materia de la
vista es la luz, ya que, aunque haya una cantidad de metros
en medio, si no hay luz, no hay distancia, y sin la luz,
que no es un objeto, los objetos tampoco lo serían, o como
se pregunta Zajonc, que es físico, “¿cuál es la naturaleza
de esa cosa invisible que llamamos luz y cuya presencia
expone todo a la visión, con la excepción de sí misma?”
(1993, p. 6). Ya con luz, para saber cuándo está lejos una
157

cosa y cuándo no, podría utilizarse, como ya se mencionó,


el criterio que sigue: cuando ya no se oye es que está
lejos58. El silencio es lejano y no se escucha: sólo se ve.
Lo callado se aleja y lo lejano se calla. Los lugares muy
amplios, paisajes, desiertos, el mar, se perciben como con
menos ruido, y a la inversa, los lugares sin ruido se
perciben más amplios de lo que métricamente son, y así es
el terreno de los sordos, mientras que, los auditivos,
cuando la casa está callada, la sienten demasiado grande, y
entonces la achican hablando o poniendo música, porque
cuando un lugar es amplio, si se le pone ruido, en especial
uno estridente, se percibe como de dimensiones más
reducidas, y todas las cosas parecen moverse más rápido,
mientras que, cuando el sonido es grave, de tono bajo, como
el órgano de las iglesias, da la impresión de que la
amplitud del espacio se mantiene porque el ruido parece
llegar desde muy lejos. El cine, que es visual, y donde el
sonido es en rigor un efecto visual, juega con estas
posibilidades para crear efectos determinados, y así, si
por medios artificiales, se introduce banda sonora en un
espacio lejano, donde se alcance a escuchar la conversación
de gente que está a quinientos metros de distancia,
inmediatamente el plano se acerca59.

58 A partir de estas dos apreciaciones se puede entender una película,


de 2007, de Carlos Reygadas, “el cineasta más original del México
contemporáneo”, según un crítico, que se intitula Luz Silenciosa, y
que narra una crisis aguda de amor y celos y la otra y la muerte y más
amor, pero cuya escenificación está marcada por la presencia de la luz
y el silencio, y la lentitud que de ellos se desprende, logrando con
ello crear una distancia muy extraña entre el filme y el espectador
que asiste sorprendido a un drama sin sensiblería, a una pasión,
hecha, por decirlo así, con puro pensamiento. Esto la hace no apta
para todo público, ya que en ella no hay gritos ni sombrerazos, que es
lo que le gusta a todo público.
59 En efecto, como dice Nelson Goodman, quien, en el curso de su
carrera como filósofo, se dio cuenta, frente al giro lingüístico (i.e.
158

Los objetos lejanos entran dentro de un silencio que


los hace más mirables: la gente, se sabe –o se dice- que
cuando está callada está pensando, o sea, está viendo
imágenes, está entretenida con cosas que vienen de lejos, y
si, por ejemplo, alguien que no estaba pensando, sino
actuando y sintiendo con cosas de cerca, de repente guarda
silencio y ya no hace nada, puede opinarse que ahí hubo un
súbito alejamiento perceptual, que se acordó de algo o se
le ocurrió algo, o se puso a ver lo que estaba tocando. Y
en ese momento el calor de la situación, sea cual fuere, se
atempera, porque siempre, los objetos silenciosos y lejanos
pierden su temperatura orgánica, pero no se vuelven fríos
porque eso es sentimental y hostil, sino que,
perceptualmente, se templan, es decir, que dentro no tienen
ni frío ni calor, sino una temperatura neutra que ni agrada
ni agrede, ni invita ni rechaza. Lo templado es, en todos
los órdenes, ya sea de clima, carácter, temperamento,
juicio, aquello que es moderado, que es lo que necesita el
pensamiento para poder desarrollarse adecuadamente, porque
si se deja arrastrar por la temperatura de las emociones,
no prospera. Y como en todos los casos, esta templanza
propia de de los objetos del pensamiento, es algo que de
suyo se siente, y entonces, como sentimiento, el
pensamiento es un lugar que de vez en cuando puede dar
envidia, porque podría calificarse como de paz espiritual.
En otros términos, las cosas sólo se independizan en las

que la realidad y el conocimiento solamente existen en el lenguaje),


que el problema del conocimiento no se podía restringir al estudio del
lenguaje: “las formas y los sentimientos de la música no están en
absoluto confinados al mundo sonoro, y hay muchos esquemas y
emociones, muchas formas, contrastes, rimas y ritmos que le son
comunes a lo auditivo y a lo visual, así como con frecuencia a lo
táctil y a lo kinestésico” (1978, pp. 145-146).
159

palabras, porque las que se alejan de una forma, se acercan


de otra.
Las cosas lejanas son lentas. En el castellano
antiguo, lo que iba despacio, como el rocín de Don Quijote,
iba “de espacio”, esto es, así como está escrito, con un
espacio en medio60. Los recuerdos que pasaron hace mucho
tiempo están tan lejos que ya casi no se mueven, y siempre
que regresa uno a ellos los encuentra en el mismo lugar y
posición, o al menos eso cree uno, y de hecho, por eso, en
el cine, cuando se trata de hacer flashbacks de sucesos
viejos, los ponen en cámara lenta para dar a entender que
aunque estén en la película en ese momento, pertenecen a
una realidad lejana. Los aviones han de ser como recuerdos,
porque aunque vayan a mil kilómetros por hora, estando a
veinte mil pies sobre el nivel del mar, se les ve que andan
con parsimonia, y así ocurre, cada quien a su distancia
correspondiente, con las estrellas, con los trenes, con
Lewis Hamilton, con las personas que se ven pasar por la
ventana. Los caracoles son bólidos que pasan demasiado
lejos. Esta lentitud que tienen las cosas visuales permite,
valga la redundancia, verlas bien, mirarlas dos o tres
veces, escudriñarlas, o, para decirlo correctamente,
pensarlas. También ciertas escenas decisivas del cine, se
graban en cámara lenta para que uno las vea bien, como si
sucedieran dos veces. Lo lejano se ralentiza, lo lento se
aleja. Los lugares donde los movimientos son muy lentos
parecen más extensos, y en los lugares muy extensos, como
los llanos, o las plazas semivacías, parece que todo se

60 Otro verbo casi arcaico, sinónimo de ser lento o de tardarse, es


“dilatar”, que significa, literalmente, hacer más amplio a más extenso
el espacio.
160

mueve con lentitud. A alguien que no le gusta el futbol y


ve por primera vez un partido en la cancha, que es grande,
lo que más le sorprende es lo aburrido que es, donde los
jugadores corren con velocidad de hormiguitas, y en
conjunto no pasa nada de lo que pasa allá lejos en la
cancha; y si esto aplica incluso para la Fórmula 1, no se
diga para el golf. Así son también las ideas, no aburridas,
sino lentas: una idea es una imagen que se queda quieta,
como barco en altamar, que está hecha para verse, y
mientras más buena parece la idea, más estática se queda,
como avión paralizado en el aire, y esa lentitud es lo que
permite revisarla y aprendérsela, y cuando alguien está
absorto mirando una idea –que como los ángeles y los
fantasmas, únicamente los ve el destinatario de tal visión-
se dice que está pensando. Este suspenso tiene su belleza,
una belleza distante, templada y silenciosa –como de Greta
Garbo-, que por eso, muchos, como los bisoños de partidos
de futbol, no alcanzan a valorar. Michel Tournier dice que
la belleza es estática. Los pensamientos son ciertamente
objetos lentos que se mueven en la lejanía. Habermas decía
que hacer teoría consistía en suspender la realidad para
pensar en ella, es decir, verla sin sufrirla ni disfrutarla
ni tener que ponerse a corregirla –y por eso los militantes
son tan malos teóricos-, y por ahí, en alguna canción,
había una estrofa que decía “no vengas a distraerme /
porque estoy pensando en ti”.
Y cuando este mundo está constituido por objetos
lejanos, la realidad en su conjunto empalidece, porque las
cosas hechas a distancia sí tienen color, pero no tienen
colorido, y es como si todo adquiriera un cierto matiz de
161

niebla, como de aluminio cansado, sin chispas, lo cual


permite mirarlos con alguna indiferencia, sin mayores
distracciones ni emotividades, con un talante ecuánime, ya
sean noticias tremebundas, estadísticas de población o
cuentos de hadas, toda vez que se presentan perfectamente
legibles, pero desleídos, y la sangre de las noticias
espeluznantes agarra tonos pastel, para que uno no se deje
arrastrar por el escándalo y pueda ponderar mejor la
magnitud del suceso. Junto con los colores, los detalles y
las minucias de la realidad visual también se disimulan,
como la vista del árbol que borra las hojas o la vista del
bosque que borra los árboles, o la vista de multitudes
donde no se ven las personas ni las caras: desaparecen los
relieves y el grano fino, y de hecho, la realidad visual no
tiene exactamente una tercera dimensión, ya que la tercera
dimensión es kinestésica, de sensación táctil de pasos
adentrándose en el espacio, sino preferentemente un plano.
Ello quiere decir que la versión visual de la vida no
concibe que los objetos, las situaciones o las gentes
puedan tener alguna interioridad, es decir, que haya alguna
realidad detrás de la realidad llana y plana que se
presenta. Cuando se puede prescindir de los chispazos del
color y de la minucia de los detalles, es posible hacer una
versión más equilibrada y pareja del mundo, más maciza si
bien más apagada. La realidad visual es un mundo de cosas
en bloque y a grandes rasgos que no repara en nimiedades y
que por lo mismo logra una comprensión coherente,
consistente, que se estropearía si empezara a aparecer un
sinfín de detallitos, como diciendo que había un bosque y
además había un árbol o dos que también tenían unas hojas,
162

que en la multitud había mucha gente y algunas personas


también.
A una teoría, por ejemplo, cosa de lo más visual que
hay, si se le empezaran a añadir sus excepciones,
variantes, contraejemplos y otras nimiedades, se le
acabaría lo teoría y le empezaría lo anécdota. La idea de
que visión es una percepción de planos contraviene la idea
de profundidad que se presenta cuando de verdad hay
pensamiento, pero en sentido estricto la profundidad es
táctil y cercana, porque significa un adentramiento en el
paisaje de la mirada donde el perceptor se zafa de su
posición indiferente y distante y es absorbido por algo que
está más allá que la distancia, más al fondo que la lejanía
perceptual, y entonces deja de ser una cuestión ocular. Hay
quien ve una película como quien ve llover, y hay quien ve
la película como si fuera el protagonista y estuviera
viviendo en medio de la trama. Cuando los colores pálidos
descoloridos empiezan a percibirse como azules es que el
observador se está introduciendo en la distancia,
acercándose a la lejanía. En otras palabras, ver más allá,
ver demasiado, pasarse de vista, es empezar a sentir el
pensamiento, tentarlo con el tacto de la piel. Verlo, por
así decir, con las yemas de los ojos. Y es que es cierto,
la barrera entre sentir y pensar no se sostiene, porque
sólo se puede pensar sin sentir cuando uno es computadora o
cámara de vigilancia o instrumento de medida, hazaña que
probablemente algunos congéneres ya hayan logrado, y sólo
se puede sentir sin pensar si uno es perro o alhelí o
célula homocigótica, hazaña que probablemente algunos otros
congéneres, ahora que estamos en el siglo de las drogas, ya
163

hayan logrado, pero si uno es más clásico, y si uno


pertenece a la cultura, no lo va a lograr muy a menudo. En
efecto, pensamiento y sentimiento son nombres que no se
cumplen.
Y la realidad se limpia, queda lisa. Sin defectos. Los
objetos visuales son asépticos. Neutros. Para eso les sirve
la distancia y el desprendimiento, de los que resulta que
el perceptor está tan apartado de la cosa que ya no se deja
contaminar por ella, todo lo contrario de los pies en el
barro y de las manos en la masa. En la distancia las cosas
carecen de contaminantes ya que no tienen tactilidad y por
lo tanto no pueden transmitir características táctiles, lo
cual es la idea tradicional del contagio: no están hechos
de carne, sino de luz, y la luz es incorpórea, pulcra,
aislante. Por eso los hospitales y las carnicerías y otros
comercios donde la mercancía es orgánica, emplean mucho
alumbrado y material reflejante como espejos y acero
inoxidable para que den la imagen de impolutez, y no se les
espanten los clientes. Asimismo, los objetos perfectos,
esto es, los industriales y los fabricados en serie,
siempre se ven, o son, más distantes, menos susceptibles de
valor sentimental que lo hecho a mano. A esto, a la
inmaculez de la distancia, es a lo que se le llama
objetividad en la ciencia e imparcialidad en la vida civil,
al hecho de que los observadores de los objetos visuales no
son afectados por lo que le sucede al objeto, y así, estas
cosas, lejanas, limpias y objetivas, no aparecen como
buenas ni malas, ni tersas ni ásperas, ni bonitas ni feas,
sino neutras. Lo único que cabría preguntarse es si en
verdad existen, porque algo que fuera verdaderamente neutro
164

dejaría de ser visible: lo exclusivamente visual, lo


exclusivamente lejano, lo exclusivamente pensado, es
exclusivamente falso.

El Espejo del Alma


Natural o artificial, hay luz amarilla, denominada cálida,
y luz blanca, denominada fría, al menos por los vendedores
de focos, y por las mismas razones, se ha visto que hay un
lenguaje cálido, supuestamente defectuoso según los cánones
del cientificismo, y hay un lenguaje blanco, que es el que
es inteligente y se supone que es racional: este lenguaje
es característicamente un objeto distante; el lenguaje es
un órgano de la vista; de hecho, a menudo se le identifica
con el pensamiento. Y el lenguaje, lo que hace, es tomar
objetos, más bien inventarlos, rodearlos de una
descripción, desprenderlos del resto de las cosas y
apartarlos unos de otros para que se distingan entre sí.
Poner las cosas en palabras es ponerles distancia, hacerlas
visuales y poderlas pensar; no poder poner las cosas en
palabras es sentirlas. Una vez que ya se tiene una serie
larga de objetos lingüísticos, concretamente el
vocabulario, que es la lista de las cosas de la vida que
han sido vistas por los ojos, entonces se pueden encadenar,
articular y permutar de múltiples maneras y con eso iniciar
lo que ya es cabalmente el discurso. Eso es lo que hizo la
Ilustración en el siglo XVIII, a saber, confiar en que la
verdad es aquello que se puede poner en palabras, y eso de
ilustración significa, y aquí la obviedad sí viene a
cuento, arrojar luz sobre las cosas, que es, bien visto,
arrojar distancia. Los que conocen bien el vocabulario y
165

saben articularlo y permutarlo, se hacen capaces de


producir más ideas, de ver mejor las cosas, de ser más
objetivos, y de pensar más. El lenguaje es una forma de la
luz. Pero el lenguaje, al revés del tacto o la mirada, es
reflexivo, esto es, que se puede ver a sí mismo, y éste es
tal vez el primer espejo. Es curioso que el verbo
especular, que significa reflejarse en un espejo, se
utilice para el lenguaje y el pensamiento, y no para
peinarse.
También los espejos son distantes: para verlos hay que
echarse para atrás, muy especialmente en los de cuerpo
entero, que para fines del siglo XVIII ya estaban muy
extendidos, porque habían bajado de precio, los de
fabricación veneciana, y bueno, lo que hay en ellos queda
lejos, y además de que da la honda impresión de que la
persona del otro lado del espejo se halla sumida en un
inmenso silencio, porque los espejos no emiten jamás sonido
alguno, esta persona está separada de uno mismo por una
capa sólida de luz, de la dureza concreta del vidrio, pero
que es, como pocas cosas en la vida, paciente, y ahí se
está hasta que uno quiera, para que uno la escudriñe, la
estudie, la investigue, la memorice, a condición de no
tocarla porque, en efecto, si uno lo intenta estirando la
mano, la imagen del espejo inmediatamente lo impide
estirando su mano contra la de uno como con la palma
levantada en señal de alto, de mírame pero no me toques,
“pero mírame”, como agregaba Serrat en una canción. Por
estas razones el conocimiento que se puede tener de uno
mismo a partir de los espejos es seguramente ocular,
solamente pensamental, meramente cognoscitivo, como una
166

serie de informaciones y de datos neutros de esa otra


persona que está del otro lado del espejo y que es bastante
equiparable en todos los aspectos a cualquiera otra persona
que ande por ahí y que no es, ni de guasa, uno mismo, toda
vez que uno mismo, es obvio, está de este lado de acá, aquí
mismo, y que no se puede automirar pero, es obvio, se puede
tocar. Ello significa una cuestión interesante, y es que la
autoconciencia, la autorreflexión, la percepción del sí
mismo, y todas estas nociones que surgen con la percepción
misma debido al hecho de que percibir es percibirse, de que
la percepción es automáticamente la creación de un
perceptor, no es no obstante un asunto que con eso queda
resuelto, toda vez que ese sí mismo que aparece en los
espejos, que es el que se emplea de inicio para probar su
aparición, es en sentido estricto un sí mismo que es otro,
que no es uno: este yo es una tercera persona. El primer yo
que aparece en la cultura es así. El tipo de yo que hay y
el tipo de identidad que existe, hasta entrado el siglo
XIX, es algo que se podía ver, contemplar, saber y decir,
pero no encarnarse ni sentirse, porque uno no sabe lo que
siente el que está al otro lado del espejo.
167

SENSIBILIDAD

Y a continuación, una breve lista de cursilerías: 1) los


colores delicados, como el rosa y el espantosísimo verde
pistache; 2) los pasteles de bodas, que, como se sabe,
vienen en estos colores y traen unos noviecitos de azúcar
en la punta; 3) las fiestas de quince años, con sus
peinados, chambelanes, vals, hielo seco y discurso del
papá; 4) el vestido de la novia de la boda del inciso
número dos, quien parece que está disfrazada de cortina, y
asimismo las cortinas, cordones, lazos, bordados, brocados,
carpetas, mantelitos, cojines, etc., cuya principal función
es acalorar el ambiente; 5) las frases a la vez heroicas y
ampulosas como “a una mujer no se le toca ni con el pétalo
de una rosa” o “hay que prepararse para el mañana” de las
que Flaubert se supo tan bien burlar; 6) todo lo que brille
y no sea oro, como los barnices, el charol, los candiles de
168

cristal cortado, y el oro también, y de paso el resto de la


joyería y pedrería, en especial las joyas que tengan la
forma de candil, que es cuando se dice que alguien se colgó
hasta la lámpara; 7) los muñecos de peluche, incluyendo
aquí los tableros y asientos de los coches de taxistas y
camioneros; 8) cualquier cosa que tenga forma de corazón,
como las cajas de chocolates y las tarjetas de felicitación
de los catorces de febrero, excepto el corazón, porque no
tiene esa forma; 9) el amor, la dulzura, los algodones de
azúcar, y otros acaramelamientos como las caballerosidades
y las galanterías y demás actos y objetos que chorrean miel
empalagosa hasta por las orejas y que sólo se solucionan
con un buen trago de vinagre; y 10) los sillones Luis XV, y
luis catorce y luis dieciseis por si acaso, y por lo mismo
todas las monarquías con todo y sus condes y duques de
apellidos triples, y por extensión el Hola!, esa revista
española que se vende tan bien en las colonias donde
siempre salen señoras obsoletas rodeadas de mobiliario
estorboso.
Lo que tienen en común esos ejemplos es que remiten a
costumbres que son propias del período barroco de la
historia; de hecho a lo barroco se le tacha de cursi, y en
el diccionario tiene la misma connotación, de algo
“excesivamente adornado, ampuloso y recargado” (Grijalbo,
1998)61. La palabra barroco, que empezó a utilizarse en
francés en el sentido despectivo de “extravagante”
(Corominas, 1973, p. 88; Doval, 2002, p. 41), viene de

61 En inglés, como dice Sennett, la palabra remite a ideas de


“dislocación, incompletud, inquietud” (1990, p. 159), y al parecer,
también, a lo que está en español, a juzgar por esta aclaración de
Giedion: “la palabra ‘barroco’ no se refiere exclusivamente a un
edificio sobrecargado de decoración existente en Méjico o en España”
(1965, p. 109).
169

varios términos, de barocchio que en Florencia significaba


“estafa, o fraude” (Abbagnano, 1961, p. 127), de barrôco en
portugués que quería decir “perla irregular” (Corominas,
1973, p. 88), y de baroco, que es una figura del silogismo
“tomada por los renancentistas como prototipo del
raciocinio formalista y absurdo” (Doval, 2002, p. 41); como
se ve, al barroco le llueve por todas partes; cuando se
dice que algo es muy barroco no se dice nada bueno.
Pero tal vez cambie la idea si se piensa que las
siguientes cosas son barrocas: 1) el microscopio compuesto,
el telescopio, el barómetro, el sextante o el cronómetro;
2) la patente de inventos, la geometría analítica de
Pascal, el cálculo integral de Leibiniz o Newton; 3) los
términos como electricidad, polo magnético u ortopedia; 4)
la primera operación exitosa de apendicitis; 5) la
clasificación natural de Linneo, el cálculo de la distancia
al sol o de la velocidad del sonido, y el uso del punto
decimal en aritmética; 6) la Ciencia Mecánica de Galileo,
el Discurso del Método de Descartes, el Tratado de la Luz
de Huyghens, una enciclopedia alemana de 64 tomos, y la
Naturaleza Humana de Hobbes, primer texto de psicología
moderna; 7) la máquina calculadora, la máquina tejedora,
los molinos de viento; 8) las academias francesa, sueca,
danesa, inglesa, alemana, de ciencias, entre otras, y los
observatorios de París y Greenwich; 9) la bomba de agua con
fuerza de vapor, la noria que eleva el agua y hace
funcionar las fuentes del Palacio de Versalles; y 10) la
pluma de acero que sustituye a las de ave, además de la
escala de grados centígrados, el descubrimiento del
movimiento real de las estrellas o el diseño de una nave
170

aérea que nunca se construyó (todos los datos en: Pascoe,


1974) pero que ya no cupieron en la lista de los adelantos
técnico-científicos del Barroco.

SENSIBILIDAD Y SENSATEZ

Hay un momento en que el concepto de percepción se recude y


se deshace, y es el siguiente: si lo que hacía a la
percepción es el espacio de la distancia que se produce
entre uno y lo que toca o lo que ve, que puede ser cercano
o lejano, resulta que eventualmente este espacio, esta
distancia, también pueden ser por sí mismos objetos
perceptuales, y uno los puede tocar o ver, pero entonces,
como todo otro objeto perceptual, esta distancia puede a su
vez ser cercana o lejana, o dicho en galimatías, resulta
que la cercanía puede a su vez ser cercana pero también
puede ser lejana, o que lo que se toca se puede ver. Todo
el mundo lo hace: hay gente que está sinceramente
tristísima, cuajada de sentimiento, y no obstante,
entretanto, se da tiempo para darse cuenta y pensar cosas
como “qué triste hoy” y hasta “qué bien lloro, no cabe
duda”, lo cual significa que se las ha arreglado para poner
un poco de lejanía en mitad de la cercanía que va de ella a
sus pesares y por ende hasta poder opinar de los mismos.
Uno de los rasgos éticamente molestos de los neuróticos y
los deprimidos es justamente éste, que no obstante estar
inmersos en una desgracia, se las ingenian para sacarle
partido, como no pagar la cuenta en el restaurante porque
está ten deprimido que no puede pensar en eso, y que la
171

paguen los demás, y mientras tanto ir haciendo cálculos de


lo que se va ahorrando con su tragedia y para qué le va a
alcanzar ahora que se vaya de compras porque, se sabe, los
deprimidos van de compras porque es de lo más terapéutico.
Los borrachos, más honestos, también muestran cómo se puede
establecer una distancia pensante en medio de su estado
absolutamente emocional; según narra el escritor Eusebio
Rubalcaba en un cuento, por debajo de su estado alterado
que toca todo y todo lo revuelve, movimientos, palabras,
equilibrio, etcétera, hay una suerte de claridad y de
sobriedad que sigue pensando y, para sus adentros, los
borrachos son capaces de pensar frases completas y
articuladas como “creo que estoy borracho”, o la respuesta
correcta a una pregunta que los demás no saben, pero mejor
no la dicen porque les queda claro que la lengua se les va
a tropezar, o incluso ser capaces de armar sus enunciados
evitando palabras con erre que saben que no les van a
salir: por eso siempre los borrachos asumen que están menos
beodos de lo que la gente supone. Neuróticos, llorones y
borrachos se distancian de su propia cercanía, y pueden
pensar en ella. Y por el contrario, la lejanía puede ser
también, además de lejana, un objeto muy cercano, que es lo
que sucede con las utopías, las ilusiones, las
imaginaciones, las ideas y los paisajes, cuya lejanía
radica en ese quién sabe qué que tienen de inalcanzables:
las cosas muy deseadas, muy necesitadas son, por supuesto,
muy pensadas y muy miradas, pero mientras se las ve, lo que
se siente es la distancia que hay entre uno y ellas; en lo
que se parecen la nostalgia y los proyectos, que son un
panorama del pasado y un panorama del futuro, es que ambos
172

aparecen teñidos de lejanía. Tiene algo de pequeña tragedia


eso de que lo que aparece a la vista de algo muy buscado
sea el sentimiento de la distancia que lo separa; la
paradoja es que la lejanía aquí es muy cercana, muy
palpable, a flor de piel.
Por aquí se llega a un punto en que ya no se sabe si
el nombre de algo es el de un sentimiento, o de otra cosa,
si la piedad, la misericordia, la compasión, la
generosidad, el perdón, son sentimientos o actos morales o
decisiones o acontecimientos, o si son pensamientos que son
muy sentidos: perceptos tales como la tranquilidad, la paz,
la resignación, la paciencia, cuya cercanía consiste
precisamente en la presencia de cosas alejadas de modo que
están tan allá que no pueden afectar, lo cual es muy
tranquilizante, y la tranquilidad entonces está muy cerca.
Y esto es barroco. Tal vez sea porque se consolidaron
las ciudades62 y se llenaron de gentes, trajines,
forasteros, edificios, negocios, dinero, poder, ideas,
ambiciones, respuestas y preguntas, lo cual hizo un ritmo
de vida complejo e intenso, o porque el mundo se ensanchó
con el descubrimiento de América, pero lo cierto es que el
período, o siglo, como también se le dice, barroco,
constituye, no un ejemplo, sino una forma de la vida
psíquica de la cultura occidental, ya que, como dice
Giedion, en el Barroco “existe una sorprendente unidad
entre los métodos del pensar y del sentir” (1965, p.
123)63. El Barroco es ese período que, poniéndole fecha de

62 Tomando una fecha intermedia como ejemplo, 1650, Londres y París


tenían ya más de 400 mil habitantes; Madrid, Roma, Venencia, Milán,
Hamburgo y Amsterdam, más de 100 mil (De Vries, 1984, pp. 347 ss.).
63 Es notable la admiración que les produce el Barroco a todos los

autores que se asoman a él. Mumford dice que “fue uno de los períodos
173

manera arbitraria, va de 1585 cuando Sixto V es elegido


Papa, a 1750, cuando Alexander Baumgarten escribe su
Estética y funda esta disciplina filosófica, y que abarca
Europa e Hispanoamérica64 porque, ya se sabe, los que
hablan inglés no son buenos barrocos. En los cinco años de
su brevísimo pontificado, el Papa Sixto V remodela la
ciudad de Roma casi por completo, haciendo de ella no
solamente un lugar práctico sino también de gozo para sus
habitantes, al construir avenidas que remataban en sendos
obeliscos que fungían como puntos de atracción de las
miradas y los pies de los paseantes, de manera que el
transeúnte veía a lo lejos uno y por curiosidad caminaba
hasta allá, y al llegar, desde ahí descubría el siguiente y
así sucesivamente, y en los trayectos, efectivamente, iba
cargándose de ciudad, sintiéndola por dentro, y al mismo
tiempo, quedando la ciudad articulada en un mismo

más brillantes de la historia, pues además de sus grandes


realizaciones mecánicas, construyó ciudades, cultivó paisajes, edificó
obras y creó pinturas, que igualaron en el reino del pensamiento y del
goce humano, los adelantos que se estaban realizando decisivamente en
la vida práctica. Hacia el siglo XVII había transformado los bosques y
los pantanos de la Europa Septentrional en un continuo paisaje de
bosques y sembrados, de pueblos y jardines. Un paisaje humano ordenado
reemplazó los prados desnudos y los montes salvajes, en tanto las
necesidades sociales del hombre habían creado centenares de nuevas
ciudades, sólidamente construidas y dispuestas con holgura, ciudades
cuya espaciosidad, orden y belleza aún retan en su decadencia a la
escuálida anarquía de las nuevas ciudades que les siguieron” (Mumford,
1934, pp. 130, 163).
64 Concretamente en el Virreinato de la Nueva España, que se funda en

1521 (los demás son más tardíos: Perú y Nueva Granada, 1717; Buenos
Aires, 1776); por eso, la Ciudad de México, capital de la Nueva
España, tiene la riqueza y la profundidad propias de este período. El
Barroco que se desarrolla en América no es una imitación del europeo,
sino que sigue su propio paso y gusto que es, paradójicamente, más
sobrio en sus estructuras, tanto en arquitectura como en socialidad, y
no obstante es más recargado en los pequeños adornos que le cuelgan
por todos lados, como una atención detallista a las minucias, según se
puede ver en los edificios, las iglesias, los altares, las pinturas o
el lenguaje, en donde a lo europeo se le incorpora lo autóctono
náhuatl, incluyendo aportaciones árabes que venían de España,
africanas que venían en barcos cargados de esclavos, y orientales que
llegaban en la Nao de China.
174

movimiento de su población; como dice Richard Sennett, “no


había descanso en una ciudad así, porque en el momento en
que uno llegaba a un obelisco, veía ya el siguiente a
través del siguiente túnel de visión” (1990, p. 154). Este
genuino arte de urbanismo puede ser subrayado si se toma en
cuenta el dechado de técnica utilizado para levantar los
obeliscos: Derry y Williams, en su Historia de la
Tecnología (1960, p. 8) muestran un grabado impresionante
del traslado y erección de uno de estos obeliscos, el de la
Plaza de San Pedro, de 327 toneladas, en 1586, a pura
fuerza humana, eso si, masiva y perfectamente organizada,
con rampas, cuerdas, andamios, palancas, ejes, malacates,
capataces, polipastos y mucha, mucha gente haciendo girar
manivelas de 10 metros de diámetro en donde se iban
embobinando las cuerdas y poniendo de pie el monolito65.
“Italia poseía a fines del quinientos la técnica más
desarrollada, y sentía gran interés por las máquinas y la
mecánica” (Giedion, 1965, p. 103). Lo único bueno de la
brevedad del pontificado de Sixto V, quien murió en 1590,
es que ya no le dio tiempo de cumplir su siguiente plan,
que era convertir el Coliseo en una gran lavandería.
Construyendo esta ciudad, y moviéndose dentro de ella,
ya no se sabe si lo que se hace es trabajo o descanso, si
se va a alguna parte o si ya se llegó, si uno es serio o si
uno es frívolo, si uno mira o si uno toca. Esto es lo que
dice Maffesoli del “Barroco: intento logrado de mantener

65 Giedion describe el acontecimiento así: “Domenico Fontana,


arquitecto, ingeniero y planificador urbano para Sixto V, bajó el
obelisco del Vaticano en el ala sur de San Pedro, lo transportó y
volvió a alzarlo en su actual emplazamiento. En contraste con las
chapuceras propuestas de sus rivales, Fontana utilizó cuarenta
dispositivos de torre accionados por caballos para balancear el
monolito alrededor de su centro de gravedad, mientras toda Roma
contemplaba en silencio” (1948, p. 101).
175

juntos los elementos incomponibles” (1996, p. 92)66. Ya no


se sabe si se percibe. Esta forma de ser de lo barroco
puede apreciarse también en los claroscuros de Rembrandt y
otros pintores, donde las cosas de un cuadro, por una parte
se alejan en la negrura pero por otra se acercan como
relámpagos, dándole, por ejemplo, a las caras de los
retratos, como el de Titus Van Rijn en Atuendo de Monje, la
hondura de sus propios pensamientos y al mismo tiempo, el
calor de su cercanía con el espectador, y que, además, como
cosa nueva, retratan escenas que ya no son las
supraterrenas de las anunciaciones y descensos de la cruz,
sino unas muy terrestres, enormemente cotidianas, de
Mujeres Asomándose a la Ventana, de Murillo, o el recién
llegado y raro género de las naturalezas muertas, término
que es en sí mismo un claroscuro, o bodegones, como los de
Zurbarán, en los que el pintor dedica su talento y su
disciplina, no en pintar entes sublimes como
correspondería, sino platos, jarrones, botellas y otras
bagatelas. Y esto mismo, cotidiano y claroscuro, se
encuentra también en las relaciones del amor y la amistad
de la época, en donde no se sabe cuál es cual: en el siglo
barroco, el matrimonio funcionaba más bien como un lazo de
amistad, lo cual, para ser amor, resultaba nada hirviente,
sin ebullición alguna, pero en cambio pleno de relaciones
muy respetuosas (Ranum, 1985, pp. 257-258), mientras que
entre dos amigos, había no sólo camaradería y aventuras y
chismes, sino cuidado, solicitud, preocupación por la

66 Y sigue: “preservando al mismo tiempo sus extremas divergencias.


Cuando se observa una escultura, una pintura, cuando se escucha una
música barroca, nos sorprende el hecho de que su desacuerdo
fundamental se resuelva en un asombroso acuerdo. Las fronteras entre
los diferentes elementos se mantienen, y sin embargo de todo ello
resulta una singular organicidad” (Maffesoli, 1996, p. 92).
176

suerte del otro y vaya uno a saber qué más. Ni de esos


matrimonios ni de esos amigos parece haber muchos ahora.
Pero tal vez el invento barroco que resume a todos sea el
jardín. Y es un invento que, bien visto, no es fácil,
porque no parece haber sitio ni material en la realidad
para concebirlo, pero el Barroco pudo hacerlo. Antes había
habido huertos, por ejemplo en los monasterios, y si bien
habían podido ser espacios bastante agradables para
descansar y ponerse filosófico en mitad de la faena, con el
jardín, que ya no da manzanas ni lechugas, sino que es una
obra cuyo fin es sentirse a gusto, reflexionar, canturrear,
perder el tiempo, ensoñarse, lo que se hace es construir
físicamente, materialmente, un ritmo que oscila entre el
raciocinio de la ciudad y la emotividad de la naturaleza,
entre lo laborado y lo agreste, como si los barrocos
hubieran inventado los primeros árboles civilizados. En
efecto, en el jardín, por un lado se hace entrar la
naturaleza a la ciudad, cosa que los atenienses jamás
hubieran permitido, con todo y sus catarinas y sus hongos y
sus duraznos podridos, pero por el otro se le va dictando
urbanidad a la vegetación, mediante la incorporación de
avenidas, simetrías, arriates, recortes a los laureles,
macetas a los geranios para que no crezcan a lo tonto, y de
repente, para darle gracia al ritmo, alguna pizquita de
salvajismo, como un arbusto medio bárbaro salido aquí y
allá, cuidadosamente hirsuto, de manera que se conjuguen,
es decir, jueguen juntos en el mismo campo, dos órdenes
contradictorios, lo verde de las plantas, con sus curvas,
humedades y caprichos, y los gris de las piedras, rectas,
secas e impertérritas, de modo que quien entrara a un
177

jardín empezara a participar de ese mundo, dedicándose por


igual a la pereza visceral y a la contemplación racional,
porque así, armónica y contrapuesta, es la conciencia que
tiene la forma de los jardines (Silvestri y Aliata, 2001,
pp. 42-44). esa virtud que tienen todavía los jardines y
los parques, que es la de estar en medio de la naturaleza
sin tener que ensuciarse las manos, o de ensuciarse las
manos tantito nada más para ver qué se siente ser medio
campirano, de mirar el verde pero bien afianzado al gris de
las paredes, de hacernos la ilusión de la naturaleza en
mitad de las ciudades, no es un hecho espontáneo, sino un
acto profundamente cultural, y es una ocurrencia barroca.
Un jardín, un parque, es un trozo de naturaleza que
aprendió buenos modales, un pedazo de ciudad que salió a
retozar, y es un acto de razón dentro del cuerpo de un
organismo. Por ello Huizinga, en un ataque de entusiasmo,
escribe: “¡cómo nos alegraríamos de tener una historia del
jardín!” (1929, p. 70).
Todo esto no puede ser percepción, porque, en
realidad, la vida ya no se desarrolla ora sintiendo ora
pensando excluyentemente, sino que todo sentimiento es una
forma del pensamiento, y todo pensamiento es una forma del
sentimiento. Los pensamientos, para llegar a donde van,
tienen que recorrer un trayecto, pero si uno se va con
ellos, como cuando se embebe en lo que mira, como cuando se
dice que a uno se le van los ojos en algo, no deja de
tenerlos a la mano, así que además de ser pensamientos, van
siendo sentimientos. Por lo tanto, no hay que hablar
estrictamente de percepción, sino de algo que la sobrepasa:
de sensibilidad. Y de sensatez.
178

En inglés sensatez se dice sensibilidad; ser sensato


se dice ser sensible (sensibility, sensible), y ser eso es
la capacidad de tener sentido común. Los dos vienen de
sesos, que es prudencia y discreción, de sensus, que es
sentido y significado (Corominas y Pascual, 1980, Vol. 5,
p. 208): el siglo barroco67 no tiene percepción, sino que
tiene sensibilidad, y por ende no tiene en rigor
pensamientos ni sentimientos, porque tiene sensatez. Por
decirlo de alguna manera, la sensibilidad es la capacidad
de percatarse de lo imperceptible, esto es, de percibir
todo aquello que no está fijado en objetos inmutables, sino
aquello que es bamboleante y no es asible, sino flotante,
etéreo, ambiental. La sensibilidad y la sensatez son la
capacidad de aprehender y procesar no las cosas que están
ahí puestas como objetos de estudio con manijas y
agarraderas para que no se escapen, sino el ritmo inasible
e inagarrable de la vida que danza entre las cosas. Y como
la historia es una memoria, efectivamente, hoy en día la
sensibilidad y la sensatez siguen siendo lo mismo: ser
sensato no es para nada ser inteligente, ni pensar con
precisión, sino poder captar la lógica interior de las
cosas, los hechos, las actividades y los acontecimientos, y
actuar en consecuencia; ser sensible no es ser emocional ni
pasional ni sensiblero, sino poder incorporar al
pensamiento los datos invisibles e intangibles de la
realidad y tomarlos en consideración y tratarlos con
cuidado para alentarlos, si eso es lo prudente, o
solucionarlos, si eso es lo que aconseja la discreción. En

67Por cierto que ambos términos son anacronismos, esto es, ninguno es
propio de la época: sensibilidad viene desde el siglo XV, y sensatez a
partir del XIX, aunque en latín existía sensatus.
179

la opinión política se nota la convergencia y la


divergencia de la sensibilidad y la sensatez, y así,
ciertamente, a la derecha política, o a la empresa
económica, que suelen ser duras y cuadradas, se les pide
que sean sensibles, por lo demás sin muchas esperanzas,
mientras que a la izquierda política, o al amor, que suelen
ser desenfrenados y caprichosos, se les pide que sean
sensatos, sin muchas expectativas por lo demás. La
sensibilidad consiste en dotar de cercanía a lo que está
lejos, y la sensatez consiste en alejarse con el alma para
ver mejor. La sensibilidad es como un pensamiento que tiene
tacto y que va con tiento; la sensatez es un sentimiento
que no está ciego, que tiene ojos, que aclara y sabe opinar
adecuadamente. La sensibilidad es la percepción que puede
registrar la ambientación de la realidad, su espíritu, y
que no sabe contar ni medir ni clasificar, sino oler y
gustar el ruido y el silencio y la música de la sociedad.
En todas las pinturas, altares, retablos del Barroco
puede uno encontrar nubecitas, sobre todo del tipo cúmulo,
que son las que parecen algodón de azúcar: ciertamente,
parece que esta época tiene como insignia la forma de la
nube, que de lejos parece cosa pero de cerca se desvanece,
que no se puede tener entre las manos y que tiene la
aspiración de lo flotante, el encanto de lo impreciso, la
levedad de lo vaporoso. Las mismas patas de las mesas,
cuerpos de vírgenes y duquesas, y hasta el mismo
lenguaje68, emperifollado y perifrástico de sus siglos de

68En el Quijote de la Mancha, que culmina el siglo de oro español del


idioma, pueden constarse, no sólo las referencias a las nubes (lo que
no viene al caso es “como las nubes de antaño”), sino que su discurso
está hecho con la misma textura y la misma sustancia; por ejemplo, en
múltiples pasajes da la impresión de que no se dice nada, sino que se
180

oro, parece tener forma de nube. El siglo todo, la sociedad


misma, tienen forma de nube. Como las nubes que se hacen al
fumar: aparte de lo que hace el tabaco, como producir
cáncer y enfisema pulmonar, también hace nubes, que no es
un asunto médico ni higiénico ni esas cosas políticamente
correctas del siglo XXI, sino que es un asunto estético de
la más alta gradación; es interesante corroborar que la
moda, vicio o sensibilidad del tabaco coincida exactamente
con el surgimiento del período barroco: Isabel I de
Inglaterra (Gately, 2001, p. 53), a instancias de Sir
Walter Raleigh, lo fumó por ahí de 1580. Y ciertamente, de
todas las cosas que produce el tabaco, produce una
ambientación barroca, llena de volutas en movimiento, de
columnas en elipses, que ascienden y se difuminan en el
aire, de borrosidades donde las distancias y las cosas se
hacen inciertas, que está presente pero no se puede coger,
y llena los huecos del espacio con sus tonalidades de
extrañeza. Como las otras nubes, las del tabaco parecen
serle necesarias al Barroco, y es tal vez por eso, ya sea
en pipa como en Inglaterra o en cigarro como en España, el
tabaco se convirtió no sólo en una moda de altos vuelos,

dice que se va a decir pero nunca empieza a decirse, y mucho menos se


acaba, como si todo el habla se gastara en preámbulos:
“Sancho dijo: -si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento
que pasó en mi pueblo...
Apenas hubo dicho esto, Don Quijote tembló...
Sancho dijo: -no tema que diga cosa que no venga muy a pelo...
Respondió Don Quijote: -di lo que quisieres...
-Pues lo que quiero decir –dijo Sancho- es tan verdad, que mi señor
Don Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
-Por mí –replicó Don Quijote- miente tú cuanto quisieres, que yo no te
iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.
-Tan mirado y remirado lo tengo...
-este tonto dirá mil patochadas –dijo Don Quijote-.” (1605-1616, pp.
643-644),
y así se siguen, y para esto ya llevan 26 renglones de letra apretada
y todavía no lo dicen. Tal lenguaje, para lectores posmodernos, al
principio desespera, después da risa y al final admira.
181

sino casi en una forma de ser del espíritu de la época:


teatros, salones, talleres, mercados, tabernas, tenían
parte de su atractivo cifrado en el hecho de que la gente
se ponía a fumar, con devoción, con habilidad, con técnica,
con instrumental, y además, el humo del cigarro no
solamente flotaba en el ambiente, sino que entraba, según
opiniones de ese tiempo, no estrictamente a los pulmones,
toda vez que era bueno hasta para curar cánceres, sino en
el cerebro, produciendo estados de ánimo llenos de
“vaporoso perfume, adormecidos, de una embriaguez
agradable” (Gately, 2001, p. 53). El tabaco es el incienso
de los bares. Una buena cantidad de gestos, ademanes y
poses se fueron concretando alrededor del uso del tabaco,
enriqueciendo con ello el estilo de la socialidad; “el
hecho de sacar humo por la boca no les parecía suficiente,
y lo embellecieron con una serie de gestos y de mímicas
hasta convertirlo en un juego de salón” (Gately, 2001, p.
54). Cabe hacer notar que mientras la iglesia católica
prefería condenarlo, toda vez que provenía de los indios de
América que por naturaleza eran pecaminosos, además de que,
siendo humo, seguro era humo del fuego del infierno, el
protestantismo lo acogió con mejor gana, como un buen
placer de la vida, argumento que aun hoy se ha llegado a
usar en Inglaterra para defender el derecho a fumar como el
único placer que les queda a los pobres, según declaró el
ministro de salud John Reid em 2004, y provocó el escándalo
de los sanos (“la gente de los estratos socio-económicos
bajos tiene muy pocos placeres, y uno de ellos es fumar”).
Y de entre los países protestantes, Holanda, la misma de
los pintores de claroscuros y escenas de la vida cotidiana,
182

en cuyos cuadros figura gente fumando pipas largas, de pozo


pequeño, y a todas luces, contentos y sosegados; no debe
ser coincidencia que, aparte de que Holanda se estrena como
país en el año 1581, sea, igualmente, desde entonces, ese
país tolerante que aceptaba católicos y acogía judíos sin
discriminaciones, que elegía a sus gobernantes, que era
sumamente práctico en la vida corriente y sumamente gustoso
para pasarla bien; así pues, como dice Iain Gately en su
historia del tabaco, “un holandés sin su pipa es una
imposibilidad nacional” (2001, p. 87). Fumar, incluidos los
niños, era un acto alto barroquismo. Actualmente, por
contraste, dentro de la decoración minimalista y oficinesca
del siglo XXI, limpia y recta, el humo y su olor y sus
cenizas desencajan: una sociedad que ya no fuma es una
sociedad que deja de ser barroca, y que cree que sus
discursos sobre el aire limpio que bien se encarga de
ensuciar pueden llenar mejor el ambiente que el cigarro,
además de que es pertinente preguntar si no se van a
aburrir mucho todos los que lleguen a viejos gracias a su
vida sana. Lo que se prohíbe del tabaco se prohíbe del
Barroco, incluidas la sensibilidad y la sensatez, aunque en
la sección de correspondencia del periódico El País en
2008, un lector de Valencia, España (Fausto Sánchez-
Cascado) escribía: “estamos diciendo adiós al tabaco, pero,
a pesar de todo, a algunos creo que nos queda una mezcla
extraña, insana e irracional de nostalgia y ternura por
él”.
En la Nueva España, en las casas, “hombres y mujeres
fumaban delgados cigarrillos o se daban a la tarea de
aspirar por las narices polvo de rapé (tabaco molido) con
183

el fin de estornudar”, y estornudaban con el fin de poder


sacar a ondear sus “pañuelos de narices o pañuelos de
polvos” (Curiel, 2005, p. 86). Y bueno, en el siglo XVII,
digamos, en un teatro, entre una nube de cigarro recién
arrojada al aire, de color blanco en volutas, y la peluca
del señor que estaba sentado enfrente, en volutas de color
blanco, de verdad que no hay mayor diferencia: ambos
adornos tienen la misma forma de caireles, ya sea de humo o
de pelo, y sirven para lo mismo69, para contribuir a una
atmósfera que tira hacia lo irreal. Esas pelucas tienen los
mismos bucles que se pueden admirar en las columnas
salomónicas, que son las que parece que alguien las
retorció y las dejó con forma de entre trenza y tornillo,
que se pueden ver en las iglesias, desde el baldaquino de
la Basílica de San Pedro en Roma, Italia, hasta el retablo
de la Catedral de la Virgen de la Asunción en Tlaxcala,
México, que junto con su pan de oro y sus molduras, como
los polvos y los listones de las pelucas, no dejan hueco
sin ocupar. Columnas, pelucas y humos están forzosamente
hechos por una misma mentalidad, con un mismo impulso. Se
puede notar, pues, que en el siglo barroco todo está regido
por una misma voluntad. El retrato de Luis XIV, parece,
efectivamente, el de un señor disfrazado de retablo, un
angelito embarnecido que de tanto inflarse para ser como
una nube, a la mejor revienta, y se lo hubiera merecido70.

69 “Ha sido una idea deficiente considerar como época de las pelucas el
siglo XVIII, porque en el siglo XVII la peluca es mucho más
característica” (Huizinga, 1938, p. 216)
70 Luis XIV es el mejor –i.e. peor- representante del absolutismo
monárquico, y su ansia de poder llevó a la ruina a Francia. Importa,
en efecto, subrayar que el Barroco incluye una portentosa desigualdad
e injusticia, lo cual contribuyó sin duda a su corta duración y a su
propia imposibilidad como forma de la sociedad. Alfred Weber (1935, p.
292) dice que durante el Barroco se da un empobrecimiento
184

Comoquiera, la cultura del Barroco aparece como una


forma de la sociedad en la que pensamientos y sentimientos
se muestran siendo continuidad unos de los otros y por lo
tanto quedan compenetrados. Poco a poco, eso de que la
percepción o la conciencia se dividen en pensamientos y
sentimientos se va volviendo falso. Si uno no sabe lo que
se siente pensar, es que no piensa, sólo funciona, porque
pensar es estar ahí envuelto por el propio pensamiento como
uno está envuelto por el paisaje que mira, el jardín que
recorre, por la conversación que lo lleva. A esto es a lo
que se llama estar concentrado, en una tarea, en una idea,
en una imagen, y que consiste en establecer un contacto
cercano con algo que en principio pertenece al mundo de los
pensamientos, y seguramente no puede decir qué se siente
estar pensando porque en la concentración las dos cosas se
disipan en una sola. La sola imagen de la concentración
mental, como la de los tenistas, expertos obligados en
meterse en este trance, o la de alguien desplegando un
discurso, o embutido dentro de un problema, es como una
imagen interoceptiva, esto es, por dentro de la piel, donde
todos los órganos del cuerpo, todas las neuronas, todos los
recuerdos, todo el vocabulario, toda el hambre, toda la
vista, todo todo, se dirigiera hacia un solo y mismo punto,
y como si todo el cuerpo se estuviera condensando en el
centro de una idea, de un movimiento, y así, dilucidar qué
de eso es vista, qué es tacto, qué está cerca, qué está
lejos, qué es pensamiento, qué es sentimiento, qué es

generalizado, tanto de los campesinos debido a que los recursos se


concentraban en las ciudades, como de los obreros que quedan sujetos a
salarios bajísimos y con prohibición de asociarse, y como de los
artesanos ya que habían sido los campesinos quienes compraban sus
productos.
185

rápido o lento, qué duro o blando, recto o curvo, resulta


improcedente, porque todo ahí es un solo dato, un solo
punto. La concentración mental es como una serenidad
intensificada. Aquí, otra vez, los cineastas la filman en
cámara lenta, y también en close up. Es como si los objetos
presentes no fueran lo que se percibiera ni lo que
estuvieran ahí, sino más bien se percatara algo así como el
ritmo general en su conjunto: sólo así se explica que los
tenistas no fallen –no siempre, pues- en atinarle a la
pelotita y darle con la justa fuerza para ponerla en un
exacto lugar, o que al discurrente de un argumento le
lleguen las palabras precisas de quién sabe dónde y se le
vayan acomodando en la fila de su objetivo y en la
dirección de su intención. Son los momentos inspirados de
la vida. Es como si la realidad en el fondo no estuviera
constituida por cosas y datos, sino como un movimiento
íntegro que todo lo amasa y nada divide. Los objetos de
estudio, los de las ciencias, las piezas de arte, los temas
de conversación, son, en sus momentos sublimes, objetos de
esta clase. Cuando uno logra interesarse en lo que está
haciendo, aquellas cosas lejanas como las palabras y como
la mirada, empiezan a adquirir una consistencia táctil y
querible por la que puede sentir cariño o rabia cuando no
salen bien, y que hace que las percepciones lejanas se
sientan muy cercanas, ahí donde brota el alma, y donde la
separación entre uno y el objeto es francamente mínima, y
se vuelven, aunque sean fórmulas matemáticas o maquinaria
pesada, cosas suaves, cálidas, con textura y densidad. A
cualquier persona interesada en el lenguaje, aquellas
palabras que oficialmente servían para distanciar y
186

distinguir, resulta que se convierten en cosas tocables y


entrañables, en Nombres con Mujer Adentro (que es el título
de un libro de cuentos), como dice Víctor Roura. Lo mismo
les pasa a los pintores y decoradores con los colores. En
el Museo del Louvre, aunque uno no pueda tocar la escultura
de Eros y Psique de Antonio Canova, ni ninguna otra en
ningún otro museo, es posible, si uno se concentra, sentir
la carnosidad del mármol y la pasión de la circunstancia,
porque en los museos hay que tocar con los ojos, de la
misma manera que la música también se toca, pero con los
oídos. Esto mismo les debe pasar a los astrónomos, a los
físicos cuánticos, a los genetistas, que pueden tocar con
el pensamiento quasares, electrones y DNAs. Y a Kepler y a
Galileo, y a Leibniz y a Newton, y a Descartes y a Pascal,
hijos del Barroco.
Es cosa de imaginar a Galileo mirando con su
telescopio los satélites de Júpiter (Boorstin, 1983, p.
315). Y el más grande acercamiento, uno monumental, que ha
perpetrado jamás la conciencia es el del infinito, de que
la realidad, ninguna, termina donde acaba, sino que siempre
sigue y sigue, y se intentó representar tanto en la
matemática como en la arquitectura. La idea del infinito
(Weber, 1935, p. 293; Giedion, 1965, p. 125; Silvestri y
Aliata, 2001, p. 44) es la de la construcción de un
misterio que acompleja a la conciencia, y al mismo tiempo
la instalación de un impulso y una voluntad para
alcanzarlo. Efectivamente, la idea del heliocentrismo
planteó un universo que carecía de límite y por lo tanto de
centro, con lo cual la realidad y el conocimiento tenían
que quedar para siempre abiertos, de manera que los
187

atributos interminables de Dios se colocaron en la realidad


material, como ya lo había puesto Nicolás de Cusa desde la
Edad Media al decir que el universo es “una esfera cuyo
centro está en todas partes y la circunferencia en
ninguna”71. El Barroco es el paso de El Mundo Cerrado al
Universo Infinito, como intitula Alexandre Koyré (1957) su
libro más conocido. El mundo cerrado es un objeto
perceptual, el universo infinito es un objeto sensible. Y
la voluntad de alcanzarlo se nota en la construcción de
cúpulas, empezando por la de San Pedro, erigida en 1585
para inaugurar el Barroco72: las cúpulas de las iglesias,
que antes quitaban el aliento y ahora nada más enchuecan el
cuello, intentaban expresar el ánimo de infinito, el cual
no se podía tocar pero uno quedaba rodeado de él73. La
incorporación de los paisajes a las ciudades en los
jardines abona a este intento de infinito, pero una otra
invención barroca parece sintetizarlo mejor, la del
trampantojo, espantosa traducción de trompe l’oeil,
trampear al ojo, tampoco frase muy afortunada, que son esas
pinturas en techo o “cielo raso”, cielo plano, cielo bajo,

71 Como dicen tanto Koyré (1957, p. 21 n.) como Sloterdijk (1999, p.


117), esta frase se refería originalmente a Dios y aparecía en el
siglo XII en El Libro de los XXIV Filósofos.
72 Fue proyectada por Miguel Ángel, quien murió en 1664, pero
construida hasta la fecha indicada. De hecho, Buonarroti puede
representar la transición del Renacimiento al Barroco.
73 Weber, el historiador de la cultura, argumenta que en el infinito se

muestra la complejidad de la cultura barroca, que reúne lo visual y lo


táctil y el pensamiento y el sentimiento: “la ciencia había hecho
saltar en pedazos la vieja imagen del mundo como algo redondo y
finito. La fantasía se dejó llevar hacia lo infinito en alas de un
ebrio impulso, que iba alineando una serie ilimitada de mundos. Por
primera vez en la historia, ocurrió que el conocimiento científico de
la infinitud de este mundo, proyectándose a través de la fantasía,
pasó al campo emocional; y después, desde el campo de los
sentimientos, regresó, por así decirlo, de nuevo hacia la fantasía y
hacia la acción creadora. Con esto, se hizo estallar todo el sentido
cerrado, finito y concluso, que había caracterizado al Renacimiento”
(1935, p. 293).
188

no abovedado como el de las cúpulas o el de allá fuera, en


donde se pintaban columnas en perspectiva descabellada que
efectivamente se confunden con las realmente construidas,
de modo que la arquitectura se continúa por medio de la
pintura, y el espectador, acá abajo, en posición incómoda,
no sabe dónde terminan las de piedra y dónde empiezan las
del fresco salvo porque se topa con algún santo sentado en
la punta, y después pinta el cielo, repleto de nubes como
debe ser, en donde se posan ángeles y otras volaterías a
las que se les miran las plantas de los pies, como en el
Palacio Barberini, y el Farnese, de Roma, o el Palacio
Pitti de Florencia (Espasa, 2004, pp. 785, 779, 781), y que
hoy todavía provocan suspiros turísticos de maravillación.
Este truco que requiere una técnica pictórica elaborada,
todavía se usa, en pleno uso de cursilería, para imitar
materiales como el mármol y la madera en el papel tapiz. Y
todo el cine es un trampantojo, que reproduce el infinito.

La Estética
El ritmo de la vida en que uno corre, se detiene, se apura,
se espera, compra, cambia, besa, vende, duerme, despierta,
trabaja, regresa, vive y muere mientras atiende otras cosas
como las cuentas por pagar y los sueños por cumplir, es
necesariamente una impercepción típica de la conciencia, lo
que Leibniz denominó pequeñas percepciones74. El ritmo

74Se puede advertir que la noción de conciencia como sinónimo de darse


cuenta es ya una rigidización de la misma, por cuanto que hace que la
conciencia sea algo estable y fijo, como cosa material, que pueda ser
percibida, pero que se hace insostenible debido a que el mero hecho de
estar despierto, es decir, conciente, no implica que uno se dé cuenta
de la mayoría de los acontecimientos, ni de cómo pasa el tiempo ni de
las actividades que hace entretanto. En este trabajo la conciencia ha
sido considerada como un flujo de la realidad en el que la gente va
inmersa. Por estas razones, Leibniz, en sus Nuevos Ensayos sobre el
189

fluye. Y la percepción atora; atora trozos de ese ritmo y


los saca de ahí y los fija. Pero siempre, de tanto en
tanto, ya sea por rutina, desatención, agregación o
cualquier eventualidad que les pueda pasar a los objetos,
éstos se desestabilizan de nuevo, pierden su fijeza y se
vuelven a meter dentro del ritmo y pierden sus
características particulares y se entremezclan con lo demás
y pasan a formar parte del conjunto. Es como una palabra de
la que uno aprende su definición pero después la olvida y
sin embargo ya forma parte de la conciencia, y uno la
utiliza de modo correcto sin acordarse de la definición.
Cuando un libro se aprende y luego se olvida, en realidad
no desaparece, sino que se reinserta dentro del ritmo de la
conciencia y ahí se disuelve y se confunde con el resto de
la vida, y la vida tiene un libro ganado en su haber, que
la ha hecho más rica e interesante. En la sensibilidad, las
cosas miradas pasan a formar parte de la forma de mirar. A
esto es a lo que se llama experiencia, a una serie de datos

Entendimiento Humano, escritos en 1704, habla de percepciones


insensibles o de percepciones pequeñas, esto es, “percepciones no
acompañadas por el conocimiento o la reflexión” (Abbagnano, 1961, p.
658), que existen pero que no pueden ser percibidas o de las que uno
no se da cuenta, “porque las impresiones son o demasiado pequeñas o
demasiado numerosas o están demasiado unidas” (citado por Huisman,
1993, p. 454), como, por ejemplo, “cuando percibimos el ruido de las
olas, esta percepción es la suma de ruidos más pequeños” (Huisman,
1993, p. 454), de sonido audible pero infinitesimal. Tales
percepciones pequeñas, dice Leibniz, “forman ese no sé qué, esos
gustos, esas imágenes de las cualidades sensibles, claras en el
conjunto, pero confusas en las partes; esas impresiones que los
cuerpos que nos circundan imprimen en nosotros y que envuelven el
infinito; ese nexo que cada ser tiene con todo el resto del universo”
(citado por Abbagnano, 1961, p. 658). Se podría decir que lo que
contiene la conciencia es en realidad una inconsciencia, pero esto es
un contrasentido: suena mejor llamarla impercepción. No obstante,
efectivamente, la idea de las pequeñas percepciones ha sido
considerada como la primera formulación del inconsciente; la
diferencie entre este inconsciente de Leibniz y el de Freud es la
misma que entre el Barroco y el positivismo: mientras que en Leibniz
se encuentra flotando por todo el mundo hasta el infinito, en Freud
está anclado a los instintos biológicos del individuo.
190

o aprendizajes olvidados pero no perdidos porque ya forman


parte de uno mismo. Y la sensibilidad es algo que se
detiene y fluye al mismo tiempo, o dicho de otro modo, es
el percatamiento, no de los objetos de la percepción, sino
del ritmo tal cual, o sea que consiste en darse cuenta no
de las cosas, sino de lo que queda entre ellas, lo que las
distancia o las acerca, y el aire de en medio.
En la sensibilidad como percatamiento del ritmo de las
cosas, uno advierte el carácter táctil de las cosas
mirables, la cualidad musical de los objetos visuales, lo
olfativo que hay en los recuerdos, las distancias de las
que está hecho y deshecho el amor, lo gustativo de las
ciudades, lo habitable de los pensamientos, lo moviente de
lo duro, la tibieza de los metales, el pálpito de las
piedras. Pero siempre media una pequeña distancia, si se
quiere, la del alma75. En fin, en suma, la sensibilidad no
es una percepción, sino una estética. La estética es lo más
parecido y lo más opuesto a la percepción. Si la percepción
era el punto o instante en que el sujeto se separa del
objeto, la estética, en cambio, es el punto o instante en
que se reúnen el sujeto y el objeto, uno mismo y las cosas.
Si se toma una fotografía de estos dos momentos, en la foto
aparecen idénticos, porque es como si se tomara la foto de
una puerta entrecerrada y una puerta entreabierta; la
imagen congelada de una mano a un centímetro de la taza del
café no permite saber si se está a punto de cogerla o acaba

75En cambio, las pasiones en su sentido fuerte, que son los arrebatos,
como los de ira, o los de amor, o los de éxtasis, lo que sucede es que
uno mismo cae dentro del ritmo de las cosas, y uno ya no se puede
percatar de nada, y pierde toda sensatez y toda sensibilidad, y
entonces, uno se convierte, literalmente, en esa ira, en ese amor, en
ese éxtasis. Uno se funde, o se fusiona, con el resto, y por ende, uno
desaparece, lo cual es siempre una experiencia. Pero la sensibilidad
no hace eso porque conserva su sensatez.
191

de soltarla. La diferencia radia en de dónde viene. Como en


la mano en la taza del café, la percepción apenas va, y la
estética ya vuelve. La percepción va rumbo a la fijeza de
las cosas, y la estética va rumbo a la movilidad de las
cosas, y sólo es que se cruzan en el camino. De hecho ambas
a veces ocupan el mismo acto, por ejemplo, el bebé que
descubre algo, que lo percibe y en ese momento queda
fascinado, atraído por lo descubierto, y así, por lo tanto,
la percepción que lo separa del objeto es al mismo tiempo
la estética que lo atrae hacia él porque está encantado con
lo que percibió. Es curioso: el término percepción es de
por sí lejano; el término estética es en sí mismo cercano.
Quien mira perceptualmente un cuadro, y quien mira el
mismo cuadro estéticamente, ambos se ven idénticos ahí
parados en el museo; sin embargo, el primero en realidad no
tenía noticia alguna de la pintura, y apenas se está
enterando de ella, y ha de verle muy poca cosa; en cambio,
en la estética hay una ganancia, y es que el percatador
llega a ver las cosas, el cuadro pues, cargado de toda una
cultura y de una historia, viene ya con todos los
pensamientos y sentimientos procesados, y asimismo, viene
con la percepción de sí mismo, y entonces, lo que presencia
es algo más rico que una simple imagen, y puede, por tanto,
pensar y sentir mucho más cosas que están ahí que el
perceptor ingenuo que no sabe qué le ven al cuadro, si
después de todo, las fotos de los anuncios de las revistas
les quedan mejor. Si los niños se aburren, no sólo en los
museos, sino en el súper, en el coche y en la escuela es
porque, en efecto, su visión y su tacto de las cosas no
está lo suficientemente cargado de palabras, de recuerdos,
192

de experiencias, de malos ratos, de ideas, de proyectos,


como le sucede a la gente que ha vivido más tiempo. La
estética es un trabajo largo y denso. La cultura es ese
trabajo paciente de la sociedad de irse llenando de todas
las actividades, acontecimientos, obras, circunstancias,
sinsabores, fracasos, e ir utilizando todos ellos para
volver a ver y tocar la vida, que es en rigor su propia
vida, la de la sociedad. Por eso se ha dicho que ser culto
consiste en pertenecer a la sociedad en que se habita.
Es interesante notar que en “la vida de las formas”,
como le llama Henri Focillon (1947) a la realidad o el
conocimiento, la sociedad no comience por el principio,
sino un poco después, cuando ya está en movimiento: en
efecto, primero se echa a andar y ya luego aparece; por eso
lo primero es un ritmo, que cuando se da cuenta de que
existe, se da cuenta de que ya estaba desde antes,
moviéndose sin percibirse, sin estar conocido. Dicho de
otro modo, en la cultura, primero aparece su actividad, su
movimiento, su cadencia, y sólo hasta después llega sus
sustancia, su esencia pues. Y asimismo, primero aparece su
totalidad, su integridad, su entereza, y solamente hasta
después se ubica su centro, su núcleo, su origen pues.
Ciertamente, una cultura o sociedad, por ejemplo la
actual, un grupo o persona, puede irse moviendo cuanto
quiera, desarrollándose incluso, como si fuera una especie
animal o vegetal, es decir, sin saber que lo está haciendo,
y por lo tanto, no tener barrunto alguno ni de su pasado ni
de su futuro, y lo más seguro es que de su presente
tampoco, ya que hasta el momento no se ha visto ni a tigres
ni a hormigas preocupándose por el reloj, ni a palmeras ni
193

ahuehuetes apurándose a crecer, no vaya a ser que ya luego


no les dé tiempo. Y es que la sensibilidad lo que registra
entre otras cosas es la propia presencia de quien la
ejerce. La sensibilidad es una autoconciencia del siglo,
que se refiere a que la gente se da cuenta de que ellos no
son sólo unos sobrevivientes de la naturaleza, no sólo los
peregrinos del valle de lágrimas, sino que son una
sociedad, son un nosotros-que-estamos-aquí que conocen lo
que son y saben lo que hacen. Difícilmente los habitantes
del siglo XXI están enterados de tantas cosas, de modo que
se mueven más bien al ritmo estímulo-respuesta que les
marcan las circunstancias, y por eso tienen tantos
problemas de identidad y de confianza, y tantas soluciones
de cinismo, y por eso también suscitan interés las
historias de otros tiempos, para averiguar cómo le hicieron
sus pobladores para tener certezas y estar seguros de lo
que hacían: por eso da envidia el siglo barroco, que supo
qué hacer, que sabía lo que era y que se estimaba a sí
mismo, lo cual se le nota en ese alegre desparpajo que
tenía hasta para sufrir o hacer sufrir. La autoconciencia
es como una apreciación de conjunto que tiene una sociedad
del panorama de su vida, desde el principio que acaeció
alguna vez hasta el final que todavía no llega, o, en otras
palabras, que es capaz de dotarse de un origen, de una
tradición, de una historia, no en el sentido cronológico,
sino en el sentido de un impulso inicial, de una razón de
ser de fondo, como conocimiento de los motivos
fundamentales por los cuales ha llegado a ser lo que es, y
eso, efectivamente, le otorga una seguridad bastante plena
de su presente, y da envidia; cualquiera que se siente en
194

un momento lúcido, firme, contento y satisfecho, en ese


momento sabe, de una manera que no tiene que documentar,
que todo eso le viene desde dentro, es decir, desde
siempre, como si desde el momento de su nacimiento todas
esas virtudes y contenteces las trajera inscriptas y
congénitas, y que lo que ha hecho es cumplirlas como si se
tratara del deber de ser así, de explayar lo que venía
encriptado. Es como si el origen, el centro, una vez
localizados, la sustancia, la esencia, una vez constatados,
siguieran una dirección, un sentido determinados, y por su
puro vuelo marcaran una trayectoria, como cualquier pelota
que desde que se lanza el empuje inicial ya trae de suyo el
lugar donde va a caer y la ruta que va a seguir. Cuando uno
sabe y asume por qué es así, ya sabe qué va a hacer y cómo.
Lo curioso es que, en toda historia, en toda biografía,
este origen que guía el rumbo, aparece hasta mucho después;
es como esos cuentos de santos o de genios, que una vez que
se nota que son virtuosos o sabios, se afirma que ya desde
la infancia se les notaba que eran rebondadosos o
reinteligentes, lo cual siempre se corrobora con anécdotas
de lo más ejemplares. Puede uno decir que así son las
mentiras, pero también, así es el conocimiento. En fin,
esta autoconciencia de lo que la impulsa proporciona a una
cultura su seguridad, al mismo tiempo que le otorga una
trayectoria, que no sólo se puede comprobar en el pasado,
sino que, además, se puede proyectar en el futuro, llegue
éste o no, y por lo tanto, la cultura también sabe lo que
busca, a lo que aspira, lo que quiere, conoce su meta u
objetivo, y en este sentido, tiene ya un futuro que sólo le
resta cumplir, pero que, siendo seguro como es, ya sólo es
195

cuestión de coser y cantar, de despacito y buena letra, lo


cual le proporciona su confianza y su optimismo, no uno
tonto, esto es, no de ahorita, sino profundo, porque es
como un futuro que le viene desde siempre. Quien sabe lo
que debe hacer, hace lo que quiere; quien no lo sabe, hace
lo que puede. En el Barroco, hay algo que recorre de pe a
pa y de principio a fin a la sociedad, y es una especie de
voluntad, de ánimo, que integra y tiñe a todas sus partes y
sus detalles, y eso es lo que se puede denominar estilo. El
Barroco es un estilo76 y junto a él todo lo demás es un
champurrado.

ESTILO Y ACTITUD

“Actitud” es una palabra que le pirateó la psicología


social a las artes plásticas y representativas, tales como
la escultura o el teatro, y que, por lo mismo, por ser un
producto pirata, ya se presenta en el mercado con una
calidad ínfima y un precio muy accesible. Pero cuando era
manufactura original, la actitud no era una pose (y aquí
está tal vez la diferencia entre el Barroco y el siglo XXI,
entre la sociedad moderna y la sociedad hipermoderna), sino
un instante congelado que se capturaba del movimiento de
alguien, del modelo de la escultura, pero en el que, por la

76Jean Duvignaud, un sociólogo francés, dice que, de los estilos, “el


más rico de todos porque abarca todas las artes, la literatura y la
psicología es probablemente el barroco, porque comporta, a través de
la exaltante combinación de formas y los dédalos de una configuración
compleja, la imagen no solamente de un hombre y una mujer posibles,
sino de una civilización en donde se concilian la gracia y el deseo en
una encarnación material recíproca, una voluntad común que se
materializa en la piedra, el paisaje, la ciudad, el lenguaje, la
música, la pintura” (1991, pp. 1369, 1329).
196

tensión de los músculos, la resolución de la mirada, la


disposición de las extremidades, la correspondencia de
todos los rasgos y gestos y ademanes, el espectador podía
detectar no solamente ese instante, sino todos los
desplantes previos, y los posteriores, desde su inicio
hasta su conclusión, y podía captar, asimismo, toda la
dedicación, esfuerzo, disciplina, pensamiento, alma e
ilusión acumulados que se concentraban en ese preciso
instante, y que el escultor era un artista de verdad
precisamente porque era capaz de plasmar todo eso en una
obra. Para dar ejemplos, no barrocos pero sí a la mano, por
un lado, el Pensador de Rodin del siglo XX es pensador no
porque esté pensando ni porque lo diga Rodin, sino porque
allí hay una actitud, y si uno tiene sensibilidad, o por lo
menos se leyó la guía para turistas, puede sentir el
pensamiento, no importa cuál sea; por otro lado, lo mismo
puede decirse del Moisés de Miguel Ángel, aunque éste no
esté pensando, sino que está muy enojado y a punto de ir a
hacérsela pagar a alguien, y puede vérsele la ira
refulgiéndole por todos los poros de la piel. O la foto del
Che de Korda, que se vuelve tan reconocible y comercial
porque ahí hay una actitud, muy heroica, la de una cara
joven que sin embargo está traspasada por cierta sombra de
sabiduría de la vejez, o de un viejo sabio con cara de niño
que está mirando algo que todavía no llega (quizá un futuro
derrotado), y por eso, aunque no se angustia, ya no sonríe.
O un ejemplo barroco no muy conocido, el de Pierre Puget,
que es agradable porque este escultor no se quiso plegar a
los poderes absolutistas de los Luises franceses y por eso
queda en segundo plano, pero el caso es que hace una
197

Inmaculada Concepción (que está en el Museo de Bellas Artes


de Marsella) que de veras parece, primero, respecto a sus
orígenes, que es virgen, y segundo, respecto a sus fines,
que se va elevando al cielo (Espasa, 2004, p. 878). Esto
era lo que significaba una actitud en el siglo XVII (Cfr.
Alonso, 1947). Si esto era lo que querían registrar los
psicólogos sociales77, que hacen encuestas y escalas de
actitud, la verdad es que les salió muy mal.
La actitud, el estilo, o la sustancia es lo que da
unidad y entereza a una persona, a una cultura, a una
situación: es lo que le da su forma. La actitud es una
cualidad profunda, o sea, que no se nota de una ojeada
rápida a primera vista, porque no está en su superficie,
sino en el interior, en el fondo, en el centro, y en el
origen, en su historia y en su transcurso. Las actitudes no
se enseñan, ni se presumen, porque no son opiniones ni
adornos ni respuestas a un cuestionario, sino que son una
dirección, un sentido, un aliento, un soplo, que hace
temblar cada detalle del todo bajo el mismo ritmo. Es lo
que Spengler llamó “sino”, propio de las sociedades en sus
mejores momentos, y que consiste justamente en esa
direccionalidad que las atraviesa de cabo a rabo, en la
acepción de que en esos momentos hay autoconciencia del
pasado y del futuro. Sino, como sustantivo, significa

77 Una definición de actitud según la psicología social es ésta:


“reacción evaluativa favorable o desfavorable hacia alguien o algo”
(Myers, 1999, p. 130). Otra: “sentimiento positivo o negativo general
y perdurable hacia una persona, objeto o asunto; opinión, juicio
evaluativo de un objeto” (Worchel et al., 2000, p. 463). Otra: “una
actitud se considera como una asociación entre un objeto dado y una
evaluación dada” (Morales et al., 1994, p. 497). Esto pasa cuando la
psicología, y la psicología social, quieren ser vistas como una
ciencia positiva y no como cultura. Por lo demás, a la neuropsicología
le salió más bonita, más metafórica su definición: “tendencia a
renovar las funciones nerviosas cerebrales” (Alonso, 1947, Vol. 1, p.
96).
198

signo, marca, hado, y es sinónimo de destino. El sino no es


un dato que se constate, sino que “alude, en cambio, a una
inefable certidumbre interna” (Spengler, 1918, p. 163); no
es una idea que pueda ser “descrita, definida, sólo sentida
y vivida interiormente”78 (Spengler, 1918, p. 166), porque
es “un hecho de profunda certidumbre interior” (Spengler,
1918, p. 31). Mientras que nosotros tenemos prospectivas o
pronósticos, los barrocos tenían sino y tenían destino
porque, parafraseando a Spengler, mientras ellos tenían
alma, nosotros tenemos intelecto. Pareciera que tanto el
sino como la actitud son la imagen de una compactación del
pasado y el futuro en el presente, de lo que ya se tiene y
de lo que aún falta en una obra única y unitaria. Quien
tiene sino, tiene cultura (Spengler, 1918, p 90)79.
A lo que parece que se le denomina estilo es a esa
marca de genio y figura hasta la sepultura, a este sino
inscrito, a esta actitud impregnada que se le puede
detectar a mucha gente. Ciertamente, el estilo de alguien
es esa manera peculiar y propia que tiene de hacer todo lo
que hace sea lo que sea, y que se le transparenta a la hora
de hablar, de esperar, de trabajar y de comer buñuelos que
hace ver a toda la persona y a toda su vida como una
unidad, como si todos sus actos y gestos estuvieran

78 “Idea que, o no se concibe jamás, o se arraiga en el alma con plena


certidumbre, como le sucede al hombre primitivo, y, en las
postrimerías, a todos los hombres verdaderamente significativos, a los
creyentes, a los amantes, a los artistas, a los poetas” (Spengler,
1918, pp. 166-167).
79 Las sociedades que no tienen sino, lo único que tienen es
civilización, a la cual Spengler considera como la decadencia de la
cultura. En efecto, este autor opone la cultura a la civilización, y
da la impresión de que es por influencia suya que ocurrió esa frase
anónima y feliz que dice que “los Estados Unidos pasaron de la
barbarie a la civilización sin pasar por la cultura”, la cual es una
paráfrasis de una frase de Oscar Wilde que dice que “Estados Unidos
pasó de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la cultura”.
199

bordados con un mismo hilo interminable, como si ser así


fuera su fatalidad y donde siempre, haga lo que haga, está
la misma actitud. A una tela así se la llama inconsútil. No
todos tienen estilo. Al mismo tiempo, como añadido
interesante, la idea de estilo implica una especie de
refinamiento, de delicadeza, de gracia (que deben provenir
de su unidad: sólo puede moverse concertadamente), que le
da su toque atractivo a los actos y los gestos, como cuando
se dice que no basta con hacer las cosas bien, sino que hay
que hacerlas con estilo, o que se puede perder todo pero no
el estilo80. “Estilo”, al igual que sino, significa marca,
porque la palabra proviene del estilete (Kroeber, 1957, p.
12), punta fina con que se hacían las marcas y las
incisiones, como los graffitis latinos en las piedras de
Roma. Y el estilo, como dice Huizinga, tiene ritmo y
armonía (1928, p. 219), además de otras cosas. Podría
decirse que el estilo de una sociedad es la autoconciencia
del ritmo con que se mueve y por lo mismo el hecho de que
todas sus obras, las construcciones, los escritos, la
diplomacia, las situaciones, la hora de comer, las guerras,
los juguetes, tengan dentro, cada uno por su parte, la
forma del ritmo del cual provienen, y así, entonces, puedan
ser reconocidos como pertenecientes a la misma cultura y la
misma época, porque están hechas con la misma actitud.
Juntando definiciones, un estilo es “una
intencionalidad” (Duvignaud, 1991, p. 1330) “impregnada
profundamente” (Leroi-Gourhan, 1965, p. 92) que es

80 Vicente Verdú, en un libro muy interesante que intitula El Estilo


del Mundo, sobre el que asevera que el título lo tuvo antes que
supiera bien a bien de qué iba el libro, dice que “el estilo, además,
que suele asociarse a una forma más ligera o venial, acaba siendo tan
decisivo y moral como la sangre” (2003, p. 9).
200

coherente (Kroeber, 1957, p. 144), “homogénea” (Focillon,


1947, p. 144), que funge como “un ámbito en el interior del
cual la gente actúa y respira” (Focillon, 1947, p. 21), y
que hace “visible una fuerza invisible” (Maffesoli, 1996,
p. 120).
En el estilo hay algo que conecta a la forma de todas
las cosas, o dicho de otro modo, el ritmo que envuelve a
todas las cosas se transluce en cada una de ellas. Y así
como las pelucas tienen el mismo ánimo que el humo del
cigarro que tiene el mismo ánimo que las columnas
salomónicas que tienen el ánimo de la nube, así, en el
Barroco (Revel, 1985, p. 189; Ranum, 1985, p. 232), los
vestidos, profusos, ampulosos, aterciopelados, cuyos
pliegues dan vueltas y vueltas sobre sí mismos, parecen
repetir la vaporosidad del resto del ambiente, misma que
continúa en la decoración de los interiores, en las colchas
y los muebles, que también aparece en los comportamientos y
las composturas, en los modales un poco recargados llenos
de teatralidad pero que no resultan desencajados porque
guardan el mismo tipo de decoro con respecto a todo lo
demás y porque, por lo demás, esta especie de
sobreactuación de todas las cosas se atemperaba con cierta
dosis de distanciamiento que se ventila en algunos gestos
propios de la época tales como el pudor (Chartier, 1985, p.
22), el aprendizaje del silencio en la lectura (Chartier,
1985, p. 126), la disciplina de tener secretos propios y de
guardar ajenos (Ranum, 1985, p. 212), o la utilización del
corazón como cajita íntima donde llevar ocultos los
recuerdos y demás fragilidades de la vida.
En un estilo, todo tiene la misma forma aunque la
201

tenga distinta, ya sea que se trate de adornos, de


utensilios, de costumbres o de ideas. La arquitectura, que
es el arte ambiental por excelencia y es el que es más que
todos arte y técnica a la vez, tiene notoriamente la forma
de todo lo demás. Giedion, el historiador suizo de la
arquitectura cuyo trabajo, según él mismo declara, se ha
dedicado a rastrear la desafortunada separación entre el
pensamiento y el sentimiento (1948, p. 13), consigna la
aparición de las formas ondulantes: de los muros planos que
se construían en el Renacimiento, se pasa a la construcción
de fachadas de vaivén, como en ondas, que resalen y se
remeten sucesivamente, dando con esto una variación
emocionante en la apreciación de los edificios, como si se
les hubiera inyectado un ritmo a las piedras para que no se
vean tan quietas: “el muro ondulado de invención de
Borromini dio flexibilidad a la piedra, transformando el
muro pétreo en material dúctil” (1965, p. 113). Es como si
las piedras se ablandaran. Este efecto se completaba con la
presencia de hornacinas, columnas, pretiles y salientes. Y
lo mismo sucede al interior de los lugares, tanto por el
efecto de molde de la fachada como por los relieves que
forman los cuadros colgados, las cortinas y los muebles ya
de por sí contoneados. Como dice René Huyghes, “el Barroco,
al introducir el óvalo en los proyectos arquitectónicas,
marca en el decorado su predilección por las curvas libres,
sinuosas, espirales. A través de estas curvas revela su
gusto por lo que cambia y lo que vive” (1971, p. 220). Y lo
que sucede en el medio de estos lugares, también es
barroco, a saber, la conversación. Benedetta Craveri, una
historiadora de la cultura, consigna también al siglo XVII
202

como el momento en el cual surge el arte conversacional,


esto es, la conversación no como mero intercambio de
enunciados o información ni como simple cháchara, sino como
un juego difícil y una disciplina encantadora,
incantatoria, que consiste en decir palabras interesantes,
corteses, eruditas, atentas, bonitas, “sinuosas,
espirales”, agridulces, dulcicrueles, a las que todos los
participantes dedican sus más plenas horas. La conversación
aparece como “un proyecto ético y estético” de la sociedad
(B. Craveri, 2001, p. 13), y además, y no de paso,
femenino. La arquitectura y la conversación tienen la misma
forma porque están hechas con el mismo estilo: las fachadas
ondulantes y el arte conversacional tienen ambas una forma
de entrantes y salientes, unas hechas de piedra y otras de
palabras, y así como las piedras se hacen dúctiles, las
palabras se vuelven torneadas, como si también sus orillas
se redondearan, y se hicieran más tersas, cálidas, amables,
como en las ambigüedades y en los juegos de palabras. La
conversación es un discurso ambulante, de la misma manera
que las fachadas curveadas y adornadas fueran un muro con
narrativa, más platicado, en el cual el que lo ve se puede
ir entreteniendo a medida que lo mira, y no sólo ver su
ritmo, sino seguirlo y caminar con él. Y al igual que en la
arquitectura, en la conversación también se advierte el
amasijo bien revuelto de arte y técnica, ya que se trata de
un objeto pensado, cuidado, protegido, cuyas cualidades
simultáneas de esfuerzo y desenfado, de dureza y suavidad,
de pensamiento y sentimiento, de reto y solidaridad, de
masculino y femenino, de competencia y amistad, de
dificultad y gracia, de política y música, la convierten en
203

uno de los objetos más preciados de la sociedad occidental.


Como dijo algún autor de la época, “la diversión más común
y honesta de la vida es la conversación” (citado por
Chartier, 1985, p. 15). La conversación posee todas las
características del estilo barroco81: en la conversación la
gente habla de más, pero lo dice bien: el lenguaje se
despliega, adquiere propiedades musicales en los tonos,
inflexiones, acentos, titubeos, se echa a andar por el puro
gusto de oírse, y por eso mismo se entretiene (entretien,
como se dice en francés conversación), no va al grano, sino
que da vueltas, se retuerce, se regodea, se refocila, como
si la línea del discurso nunca fuera recta, sino siempre
curva, que para decir algo siempre empiece diciendo otra
cosa, como en los circunloquios, en las salidas de tema, en
las frases inclusivas que son frases metidas dentro de
otras frases, como entre paréntesis a veces más largos que
el resto, para lo cual, ya sea que las diga o las oiga, es
menester un dominio maestro del idioma y las ideas, y donde
la gente siempre queda como envuelta y sostenida por el
interés de la plática, como si fuera nube que transportara
a los platicantes y que, sin embargo, para mantenerse

81Entre el chisme y el silencio está la conversación. B. Craveri da a


entender que se trata de una institución de clase alta, que no sólo
sabe hablar sino que sabe leer, que no sólo le interesa pasar el
tiempo sino también llenarlo de significado. Roger Chartier le baja un
poco a la respingadez de las narices, situándola tal vez más al nivel
de las clases medias –o su equivalente- al decir que es de grupos “no
pertenecientes a la corte y que estaban por encima de las clases
populares; grupos que desarrollan una verdadera cultura de ‘pequeñas
sociedades’ consagradas a la conversación, y también a la
correspondencia y a la lectura en voz alta” (1985, p. 15). En cambio,
Habermas (1962) o Sennett (1974), aun cuando la sitúan en un siglo
posterior –XVIII-, prefieren otorgársela a los ciudadanos interesados
en política. Como fuere, tiene algo de mal gusto dar por sentado
implícitamente que lo que platicaban las gentes iletradas en las
esquinas o mercados no alcanza el grado de conversación, como si lo
que dijesen no les fuere significativo. Entre el habla y la escritura
está la conversación.
204

requiere de cantidades de sagacidad, de agudeza, de


preparación en materias política, diplomática, literaria,
mundana, y de muchas lecturas y bastantes conversaciones
previas82, de un buen número de experiencias, de un interés
que puede no ser genuino pero sí devoto de los intereses de
los demás conversadores, quienes, entre todos, van haciendo
como si estuvieran tejiendo un mantel en el aire cada quien
con su aguja y su destreza, y que entre todos van llevando,
por meandros y recovecos, con ligerezas y levedades, con
contrapesos y palancas, con fineza y geometría, hasta que
quede bien puesto, hasta que termine la conversación porque
ya es tarde y es hora de irse: como si lo que hubieran
tejido fuera más bien un barco en plena navegación. La
conversación es una cosa cultural que para existir tiene a
la vez que ser brillante y tersa, torcida y encaminada, con
apariencia y con contenido, con ingenio y trivialidad, lisa
y trémula, profunda y volátil, en suma, que para existir
tiene que ser barroca83. Y parece que al temperamento

82 Como las de Madame de Staël, de nombre Germaine, educada


expresamente para conversar, quien de niña asistía a todas las
reuniones de sus padres con la condición de escuchar sin hablar, pero
“¡había que ver cómo escuchaba Mademoiselle!”: sabía, comprendía,
entendía, estaba al corriente de todo lo que se decía, y era una
enciclopedia andante (aunque no sabía jugar ni tener amiguitos), pero,
como termina diciendo B. Craveri (2001, pp. 438-439), “cuando le
llegue a Germaine el momento de tomar la palabra, el arte de la
Conversación del Antiguo Régimen encontrará en ella a su última y
suprema intérprete”. En efecto, la Staël ya nace en 1776.
83 Aunque, bueno, no todos se embelezan ante este portento. István

Rath-Vegh incluye a todas estas mujeres, desde la primera, Madame de


Rambouillet, hacia 1618, hasta Madame de Staël, que fueron apodadas
las “preciosas”, en un libro que para mayores señas se llama Historia
de la Estupidez Humana (1950), debido a su artificiosidad bastante
hueca, que pretendía volver todo demasiado exquisito. El siguiente
párrafo sirve de muestra: “sus damitas eran tan aéreas de cuerpo que,
por ejemplo, Julie d’Angennes, se desmayaba literalmente cada vez que
se empleaba en su presencia alguna palabra trivial. Sabido es que
desterraron de su conversación las expresiones cotidianas,
substituyéndolas por otras más refinadas; y esto hasta tal extremo que
un vulgar mortal ni siquiera acertaba a comprender lo que decían.
Finalmente, Saumaise pudo redactar todo un vocabulario especial de su
205

mediterráneo y latinoamericano se le da más naturalmente


que al nórdico o sajón; han de ser cosas del clima.
Daría la tentación de decir que las herramientas
propias de la conversación son el cuchillo y el tenedor,
toda vez que, efectivamente, se conversa mientras se come,
pero hay que aguantarse la tentación porque la conversación
que se hace durante la cena puede ganar en sal y pimienta,
pero no en limpieza y precisión: por eso más tarde se
inventaron los cafés para llevarla a cabo, donde ya se
habla mucho más de lo que se come. No obstante, el universo
gastronómico durante el Barroco sufrió una revolución, ya
que se instauraron novedades insólitas, como el empleo del
cuchillo y tenedor, los modales en la mesa, el uso de la
servilleta, la costumbre de los platos individuales, el
resto de la cubertería, el refinamiento en los cortes de
carne, en las cocciones de los alimentos, en los sabores
sancionados, y la creación de las recetas y menúes de lo
que hoy se denomina cocina tradicional y platos típicos
como la gastronomía francesa o la gastronomía mexicana (S.
Corcuera de Mancera, 2005, p. 547). Y la rítmica
gastronómica es tan compleja, en donde se pone en el mismo
plato lo biológico y lo espiritual, que pudo funcionar como
metáfora de lo demás, ya que lo que sabía bien, es decir,
que tenía buen gusto, pudo ampliarse al resto de la vida y
constituir el criterio de todas las cosas en todos los
aspectos: el buen gusto, y las personas de buen gusto,

jerga, el Dictionnaire des Precieuses. Así, por ejemplo, la palabra


mano les parecía demasiado plebeya, pues la gente vulgar solía emplear
sus manos para trabajos vulgares; por consiguiente la rebautizaron,
llamándola la belle mouvante (‘la hermosa moviente’). La palabra
espejo quedó eliminada a su vez, para ser substituida por la bellísima
locución ‘el consejero de las Gracias’. El sillón olía demasiado a
taller de carpintero, y se le sustituyó por la circunlocución
‘comodidad de la conversación” (p.309).
206

salieron, o más bien se levantaron, de las mesas de las


comidas, y con la misma sensibilidad con que probaban
salsas y empezaron a distinguir lo dulce de lo salado
(Flandrin, 1985, p. 280; S. Corcuera de Mancera, 2005, p.
545), asimismo empezaron a juzgar combinaciones de colores,
temas de conversación, cuestiones literarias, asuntos
políticos, problemas morales, cualidades humanas, y así
sucesivamente. El buen gusto, al parecer tematizado primero
que nadie por Baltasar Gracián, se suele definir como un
noséqué que permite atinarle a lo correcto y lo prudente y
lo oportuno sin saber ni cómo (Flandrin, 1985, p. 306) pero
sin lugar a dudas. En este contexto, la sensación del
gusto, que es casi la expresión del Barroco, puede ser
entendida como la percepción de la forma del ritmo de la
cultura, así como la visión estética del mundo en general,
esto es, como si todo, lo alimenticio, lo ético, o lo
banal, fueran ante todo objetos estéticos.
Que la política fuera, por ejemplo, un modo de la
estética, y se hiciera con buen gusto, nos ahorraría
cantidades de adefesios.

SEAMOS CURSIS

El Barroco termina por instalar la forma de la conciencia


con la que vive la cultura occidental, que ya se ha
expandido y vuelto ultramarina, para de entonces en
adelante. En lo mejor que tenemos de nosotros mismos,
cuando nos sentimos más creativos y más alegres, somos
barrocos; y probablemente, cuando nos sentimos medio mal y
207

sin salida, es que hemos perdido el gusto.


Todos los académicos que se meten a averiguar qué es
el Barroco, suelen quedarse prendados al darse cuenta de
que es uno de los mejores momentos de la historia humana y
suelen quedarse preguntando cómo fue entonces que vinimos a
parar aquí, porque es en el Barroco cuando los objetos de
la percepción y los matices del conocimiento se
diversifican, se intensifican, y al mismo tiempo se
armonizan en una sola gran corriente de pensamiento y
sentimiento, que hace que la época constituya un modelo
psicológico de la sociedad. Lewis Mumford habla de ella
así:

los sentidos se refinaron uno por uno. Los platos fueron


separados en la procesión que va del aperitivo que suscita
las secreciones necesarias hasta el dulce que significa la
última plenitud. El tacto se refinó, las sedas se hicieron
más comunes y corrientes. En todos los jardines las flores
mejoraron la sensibilidad de la vista y el olfato,
afinándolos para que se sintieran ofendidos por el montón
de basura y la inmundicia humana. Los libros no se tocaban
con las manos sucias de grasa; los libros de los siglos XVI
y XVII, bien manoseados, están ahí para probarlo (Mumford,
1934, p. 169).

Es una época en que la gente creía en lo que hacía, en


donde las creencias, el conocimiento y la verdad formaban
los tres una misma noción y la desarrollaban, no
exactamente con rigor, porque el rigor siempre tiene un
poco de miedo a equivocarse, sino con confianza, porque la
confianza siempre tiene un tanto de alegría y de desenfado,
de ganas de experimentar –como se dice en ciencia-. y de
ensayar –como se dice en literatura-, y ello produjo una
mentalidad compleja y completa, y universal, que abarcaba
todos los renglones de la vida, desde las crinolinas hasta
208

el más allá. Por eso, esta mentalidad que se mueve como una
pieza de aire, como una corriente sólida, pudo lograr una
producción riquísima en todos los aspectos, y no sólo en
uno o unos como la tecnología y la economía de hoy en día:
ciertamente, participaban del estilo barroco tanto la
ciencia como el arte, la técnica como la urbanidad, los
jardines como las ciudades, la astronomía como la música,
los hombres como las mujeres, las modas como las
instituciones. Se trataba de una época contenta consigo
misma; la palabra contento no significa nada más alegre,
sino, como se nota mejor en inglés, que no necesita nada,
que tiene lo que le hace falta, y por eso la contentud se
ubica en la gama de la tranquilidad y la confianza (en
castellano se nota cuando alguien se sale con la suya y
entonces lo recriminan: “¿ya quedaste contento?”), y es una
época contenta en el sentido de que no anda desesperada
tras más de lo que tenía, más de algo, más de todo, y es
que, como dice Mumford, su meta, “hasta que alcanzó la
decadencia del siglo XVIII, no fue el poder solamente sino
una mayor intensificación de la vida: color, perfume,
imágenes, música” (1934, p. 163), en suma, sensibilidad y
sensatez, actitud y estilo.
Pero, extrañamente, como ya se mencionó, el siglo
barroco no sólo no produjo justicia o igualdad, ambas cosas
que hubieran sido de buen gusto y ciertamente estéticas, es
decir, acordes a la conciencia en que flotaba, sino que
produjo un sistema absolutista con monarquías petulantes y
virreinatos majaderos, y produjo el hambre del pueblo por
el puro afán del desprecio, “que coman pasteles”, y produjo
humillación. Sólo basta preguntarse cuántos miserables,
209

cuánta pobreza se necesita para levantar el Palacio de


Versalles (y da lo mismo la respuesta) para darse cuenta de
la magnitud de las desigualdades. Y tal vez cuando quiso
corregirlo por la vía del pensamiento ilustrado y la rabia
popular en el siglo XVIII, ya había perdido el estilo.
Y tal vez la explicación no es del tipo económico de
los recursos o del tipo político del poder, sino del hecho
de que ese despojo que se perpetraba no se la hacía a nadie
en rigor, toda vez que no había aún individuos sintientes y
pensantes, en el sentido de que la conciencia o el yo o lo
psíquico aún no encarnaba en las personas, sino que siempre
era ese otro que se veía en el espejo84. En efecto, durante
el período barroco, el yo todavía es una tercera persona;
no es aún un yo encarnado: el yo es otro, quien ejecuta los
actos, pero nunca soy yo, el que los siente como
intrínsecos. Tal vez ya no sea nada más un objeto; tal vez
ya sea un sujeto, pero nunca algo más interior ni más
entrañable: seguro es un cuerpo, con nombre y cara, pero no
es una conciencia y una sensibilidad. Según Ivanna Marková,
durante los siglos XVI y XVII, las gentes eran vistas como
gentes, pero no como yoes únicos, peculiares, singulares e
irremplazables, porque por lo demás la alta mortalidad no
se permitía ese lujo; no es aconsejable encariñarse con
algo que es tan transitorio. En las cartas y otros
escritos, la gente no habla de sí misma ni de sus
intimidades. Los cementerios, por ejemplo, se utilizaban
para días de campo, citas de amor y hora de recreo, y

84Siempre es un poco dificultoso esclarecer esa noción de que “yo” no


es uno mismo; tal vez esta manera de decirlo de Javier Marías en el
primer volumen de Tu Rostro Mañana, ayude: “al llamar, por teléfono o
a la puerta, sólo dicen ‘Soy yo’ y omiten avanzar su nombre quienes
jamás se acuerdan de que ‘yo’ no es nunca nadie”.
210

también para enterrar muertos, sin ninguna mayor distinción


entre estas actividades. No hay ese pensamiento o ese
sentimiento de que alguien, sea muerto, semejante o uno
mismo pueda ser un individuo dueño de una vida interior
invaluable e irrepetible. Es en el siglo XVIII que comienza
a haber ese interés en lo personal y en lo íntimo, tanto
propio como ajeno: diríase que el yo comienza a convertirse
en segunda persona. Y es hasta el siglo XIX, con el
Romanticismo, que aparece ya el yo en todo su esplendor de
primera persona (I. Marková, 1987, pp. 33-38). Por estas
razones, puede resultar verosímil que el Barroco se permita
la existencia desproporcionada de la pobreza, en el sentido
de que las personas ciertamente sienten los rigores de la
miseria, pero no se sienten a sí mismos como los
experimentadores de la desgracia propia, y mucho menos de
la ajena, y por lo tanto, aquello puede calificarse como un
costo, alto, pero nada más, muy caro, pero que, en sentido
estricto, no se le está cobrando a nadie. De todas maneras
no hay que justificarlo ni siquiera comprenderlo porque, ya
se sabe, luego habrá quien encuentre comprensible la
desigualdad de hoy sólo porque también tenemos cosas muy
bonitas.
Pero, por el momento, los peor es que, con tanta
miseria que costó el Barroco, encima se le tacha de cursi y
acaramelado, de feo y de mal gusto. Y visto desde la
actualidad, efectivamente eso parece, y es difícil no
sentirse empalagado ante un espectáculo de angelitos color
pastel sobrevolando una realidad hecha de merengue
pesgosteoso y regordete. Ello quiere decir una de dos
cosas: o en realidad es bastante feíto, o algo pasó que
211

hizo que así se viera: lo que pasó fue el siglo XIX. La


palabra “cursi”, que se aplica a lo que pretende ser
elegante y fino pero sin conseguirlo y que por lo tanto
resulta ridículo, no parece tener traducción en otros
idiomas, y proviene del árabe kúrsi y aparece en castellano
en 1865, concretamente en el Cancionero Popular de Emilio
Lafuente85, y no habría podido aparecer antes porque, si
bien se ve, lo que cae bajo la denominación de cursi es
todo aquello que remite a antes de la Revolución Francesa,
a la mejor porque fabricó el objeto menos cursi de la
historia que es indudablemente la guillotina que cortó de
tajo con pelucas y modales y todo aquello que ya muerto
pasó a ser cursi. No obstante, más puntualmente, se
descalifica por la vía de la ridiculización y se tacha de
cursi al período anterior a la Ilustración que ya empezaba
a sacudirse el estilo Barroco.
Y si lo barroco no es feo, entonces son los ojos
actuales los que están equivocados. Y bueno, los ojos de
hoy son los ojos de gente inteligente, pero no sensata, y
lo que no entiende no le hace gracia, por ejemplo los
siglos anteriores, y entonces, para deshacerse de ellos,
busca una etiqueta que ponerles, y encuentra la que dice:
“Cursi. Deposítese con la basura orgánica”.

85En árabe marroquí significa “personaje importante”, y antes “silla,


cátedra de profesor”, de donde pasa a ser “presuntuoso, presumido,
pedante” (Corominas, 1973). Surgió en Cádiz, en Andalucía. Hay otras
versiones, francamente forzadas, como la de una señoritas relamidas,
de apellido Sicourt –o también Tessi y Court-, blanco de todas las
burlas y cantilenas en las que por repetición sicourt-sicourt-sicourt
terminó oyéndose courtsi-courtsi-courtsi (Doval, 2002, p. 105). Es más
bonita la de Corominas.
212

INTELIGENCIA

La conciencia es un ritmo en el que uno va envuelto y por


eso es inatrapable, porque uno es el atrapado; lo único que
se puede pescar de la vida son ciertos datos, como momentos
fijos, que son de lo único que uno se da cuenta. La
conciencia es el flujo de todas las actividades,
velocidades, tramos, trazos, resistencias, sobresaltos,
durezas, direcciones, materias, fuerzas, todos disueltos en
una corriente que no se detiene jamás. La conciencia no es
lo que uno puede identificar, mencionar y aislar, porque
ésos son apenas objetos concretos materiales y estables que
la conciencia va, por así decir, dejando de lado a su paso
como meras rebabas o vestigios de lo que la conciencia es.
La conciencia no son cosas hechas, sino una forma de ser.
Donde tal vez se pueda mejor apreciar la forma de la
conciencia es en la forma de las ciudades, no las de los
213

mapas o las de las fotos sino las ciudades vivas de las que
uno no se da cuenta porque está envuelto en ellas,
moviéndose y viviendo con su mismo ritmo, que son un fluido
de gentes, actos, calles, transportes, prisa, pausa,
suciedades, y de las que lo único que uno puede entresacar
para darse cuenta son ciertas esquinas, versiones o
imágenes que, ciertamente, tienen la forma general de la
ciudad y la conciencia. Por ejemplo, algo de la conciencia
de la sociedad medieval puede percibirse en la estructura
de sus ciudades, y cuyo ritmo lo puede uno modestamente
reavivar al andar por ellas: las calles son angostas, y la
velocidad posible ya queda estipulada por eso, y asimismo
son torcidas, irregulares, y las casas colocadas
líricamente, rodeando un árbol, siguiendo un arroyo,
evitando roca, dándole al panorama una gracia muy suya
(Mumford, 1961, p. 302); y en efecto, así sería más o menos
la conciencia medieval, esa manera de moverse que también
sería una forma de pensar, de sentir y de actuar, que,
recursivamente, fue capaz de producir calles y casas así:
dan la impresión de un ritmo ciertamente lento pero
suficientemente fluido, sin mucho contratiempo ni
sobresalto, algo monótono también, como canto gregoriano;
así seguro también caminaba la gente, y así hablaba y
trabajaba.
Pero también, hay diferentes ritmos, o sea,
conciencias de distintas formas, según la época. A esos
rasgos sobresalientes a los que se les puede llamar la obra
(cultura material, se le ha dicho) de una sociedad, les
sucede que, por habituación, costumbre, olvido o
distracción, dejan de ser notorios y por ende se
214

reintroducen en la corriente de la conciencia, pero entran


ya marcadas por sus rasgos, y con eso le alteran el ritmo y
le varían la forma de ser, haciéndola, por ejemplo, más
turbulenta, y así, en adelante, lo que produzca esa
conciencia tendrá esas marcas. Lo que la conciencia
produce, se reintroduce en la conciencia, y la transforma.
Para no hacer el cuento largo, las monstruociudades de
hoy con sus líneas de ráfaga lanzadas para arriba y a los
lados en edificios y avenidas, con sus ciento cinco
decibeles de tortura sostenida, con sus automóviles que se
atrancan unos contra otros –los peatones haciéndola de
cuña- si es que no los detuvo ya el semáforo de la esquina
anterior, con sus choques y sus malos modos, y su colorido
extremo que brinca salpicando en la ropa, los anuncios, las
televisiones, en donde uno va atrapado y donde uno, para
sobrellevarlas, se tiene que mover como ciudad, son
ciertamente el producto de una conciencia cuyos tonos,
densidades, vaivenes, saturaciones, en suma, cuya manera de
ser ha de ser una amalgama (Díaz, 2007, p. 35) de líneas
derechas, ángulos rectos, materiales duros, velocidades
rápidas, impactos fuertes, fuerzas extremas, cambios
repentinos, o sea, un ritmo rijoso y forcejeado.
Podría decirse que actualmente el ritmo de la vida,
que es el flujo de la realidad, paulatinamente, en cosa de
tres o cuatro siglos, se ha ido obstruyendo con tanta cosa
producida, como si todos los actos hechos objetos e ideas
se estorbaran mutuamente y se bloquearan entre sí, y si se
pudiera oír el rumor de esa conciencia, no sería el de una
corriente de agua sino el de un río de tuercas, lo cual
también sería la definición de un ferrocarril hace
215

doscientos años, o de un embotellamiento de tráfico hace


dos minutos. Ésa es la sensación que deja la idea de
ciudad, o eso es lo que se siente pensar en la sociedad
contemporánea.
Dicho de otro modo, en los últimos dos siglos, la
conciencia ya no se mueve como un flujo, sino que se mueve
como un mecanismo. A la conciencia que se comporta como un
mecanismo se le llama inteligencia. Así, por ejemplo, al
flujo del lenguaje con el que hablamos de corrido le llega
en algún momento la necesidad de ordenarse mediante el
mecanismo del diccionario, en donde todas sus palabras se
acomodan en un lugar predeterminado, aunque no se vean
bien, en donde cada palabra tiene que ser definida con
términos precisos y no con los que más le gustarían, y que
además, no se lee para pasar la tarde, sino que se consulta
como se consulta a un médico, para efectos concretos. Cada
palabra es sólo una pieza del diccionario, y trae
muchísimas. Un diccionario es un mecanismo benigno (y
hermoso) que hizo falta en el momento en que el vocabulario
amenazaba con desbordarse y confundir a sus hablantes; esto
sucede en el siglo XVIII: el Diccionario de Autoridades de
la Academia Española se publica entre 1726 y 1739; el de la
Lengua Castellana en 178086. Y así como con las palabras,
sucede con los hechos, y por eso, entre 1751 y 1772
aparecen los 28 volúmenes del Diccionario Razonado de
Ciencias, Artes y Oficios, mejor conocido como La
Enciclopedia (L’Encyclopédie), trabajo gigantesco
encabezado por Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert y

86Según ya se mencionó, un caso similar acontece cuando el castellano


tiene que deslindarse del latín, con el Vocabulario del Romance en
Latín, de Antonio de Nebrija, en 1492 (Alonso, 1947, p. LVI).
216

con el que, como ellos mismos dicen, hubieron “merecido


pertenecer al género humano” –muy merecido se lo tienen-,
que consigna 71,818 artículos diferentes (Huisman, 1993, p.
224). Es interesante saber que esta época fue denominada en
su tiempo “el siglo de expansión” (Darnton, 1984, p. 118),
y, efectivamente, ante tamaña cantidad de cosas, ideas y
hechos, le brota a la conciencia de la sociedad la
tendencia a la catalogación, la enumeración, clasificación,
distinción, separación, jerarquización, nomenclaturización,
sistematización, ordenamiento, administración y, en suma,
mecanización de la realidad. Es la conciencia toda la que
se está mecanizando, haciéndose inteligente, y así no es de
extrañar que al mismo tiempo, en 1753 por ejemplo, a Linneo
se le ocurra su sistema de nomenclatura dual muy elegante
por cierto para etiquetar a todos los especímenes de los
reinos mineral, vegetal y animal.
Otro modo de tratar el asunto es diciendo que la
inteligencia es una percepción que carece de adjetivos, en
donde los objetos del mundo ya no son cálidos o suaves,
fríos o duros, ni pesados o bajos ni livianos o altos; los
adjetivos son aquellas cualidades con las que contribuye el
que percibe, o sea, uno mismo, a la hora de relacionarse
con las cosas y gracias a las cuales uno queda enredado en
lo que mira y en lo que toca. Si se le quitan a las cosas
estos adjetivos que son sensibles o afectivos, lo que queda
son sustantivos crudos, objetos separados de quienes tratan
con ellos, volviéndose meramente cantidades de cosas sin
cualidad cuyos únicos adjetivos posibles son ya para
efectos de clasificación o del orden de útil-no útil,
ejecutor-no ejecutor que describen, no la manera en que la
217

cosa lo afecta a uno, sino la manera en que la cosa afecta


a otra cosa, esto es, como piezas que actúan sobre otras
piezas del resto de la maquinaria de la inteligencia.
Uno de los volúmenes ilustrados de La Enciclopedia
está dedicado a “las artes del vestido” en donde aparecen
todos los oficios correspondientes, botonero, bordador,
cortador, abaniquero, con todos los instrumentos necesarios
dibujados, donde se detallan los materiales, instrumentos,
actividades, con estampas e instrucciones, gracias a los
que se puede seguir, como en un manual, los pasos para
confeccionar un traje, elaborar un bordado, fabricar un
herraje y otras cosas que ya no existen. En la sección de
peluquero, es decir, el que fabrica pelucas, se muestran
más de veinte modelos de dicho accesorio masculino cuyo
equivalente femenino eran tal vez las plumas toda vez que
había el oficio de plumista. En efecto, una novedad que
aporta La Enciclopedia es que presta una especial atención
a las “artes y oficios”87, o sea, a las actividades útiles
que producen resultados efectivos88, con lo cual se
advierte el advenimiento de esta nueva forma de la
conciencia que se llama inteligencia.
Lo que aparece en esta época no es el talento ni la
minuciosidad ni la tenacidad que ya abundaban buenamente en
los siglos previos, sino la utilidad o la función, como lo
muestra el desafortunado destino del pato mecánico de
Vaucanson: Jacques de Vaucanson, en 1741, construyó un pato

87 A lo cual se le denominaba en conjunto “las ciencias, las artes


liberales y las artes mecánicas” (Diderot y D’Alembert, s/d): son
sintomáticas las utilizaciones de cada una de estas palabras.
88 En palabras de Huisman: “es preciso resaltar la voluntad explícita

de revaluar la dimensión práctica y técnica de la cultura humana (las


‘artes y oficios’) siendo evidente que la atención concedida a la
utilidad social del artesano tenía innegablemente en esta época un
matiz revolucionario” (1993, p. 224).
218

autómata que dejo sorprendido a todo Paris; era una máquina


que parecía pato por todas partes: aleteaba como pato,
caminaba, así, torpemente, como los patos –cuyo verbo es
anadear-, nadaba, graznaba como pato –cuyo verbo ha de ser
cuaquear-, y cuando picoteaba los granos, los tragaba igual
que los patos. Y todavía más, los digería de principio a
fin (Giedion, 1948, p. 50); en La Enciclopedia, es el
propio D’Alembert, quien era matemático, el que se encarga
de redactar la descripción del pato mecánico apuntando que
Vaucanson construyó en un espacio mínimo un laboratorio de
química completo capaz de descomponer los elementos
constitutivos del alimento (Giedion, 1948, p. 50). No se
puede decir, ni entonces ni ahora, que Vaucanson no tuviera
una habilidad superlativa para los artefactos y los
movimientos, pero toda su investigación e inventiva y
dedicación a la hora de hacer el dichoso pato y otros
autómatas tenía como única razón despertar el asombro de la
gente por el puro gusto de la maravilla y el milagro,
probablemente fama y dinero para él mismo, pero nada más.
Pero, como dice D’Alembert, “¡cuánta delicadeza en todas
las partes de este mecanismo!” (citado por Giedion, 1948,
p. 50), y como dice Giedion (1948, p. 50), refleja “la
extraordinaria sutileza mecánica del siglo XVIII”. En el
pato mecánico aparece todo cuanto a inteligencia se
refiere, menos una cosa: la utilidad: la finalidad: el pato
no sirve para nada; bueno, sí, para ser visto y aplaudido,
lo cual no es muy útil a decir verdad.
Pero el pato de Vaucanson fue el último ejemplar
percibido de esta manera tan sensata y tan sensible. O sea
que los patos mecánicos también se extinguen.
219

Efectivamente: en estas fechas entró a la cultura la


percepción de la finalidad de las cosas –una especie de
infinito restringido-, según la cual sólo son válidas si
sirven para algo, y se le infiltró al espíritu de Vaucanson
la sugerencia de que los armatostes que hiciera ahora
fueran útiles, y así, tras sus logros con los patos
digestivos y otros aparatitos encantadores, Jacques de
Vaucanson recibió la solicitud oficial de que se pusiera a
hacer ingenios más productivos, y entonces fue nombrado
inspector de la manufactura de la seda (Giedion, 1948, p.
50) por lo que en 1756 instaló una planta mecánica de
producción de ese género planeada con el mismo talento y
minuciosidad y tenacidad que antes, que constaba de salas
de trabajo amplias con iluminación continua y regular, con
la temperatura y humedad controladas como es menester para
la producción de seda, y donde la energía estaba
centralizada en una sola rueda hidráulica que la distribuía
a todas las máquinas de hilar, y según Siegfried Giedion,
que es quien relata el asunto, constituyó “la primera
planta industrial en sentido moderno” (1948, p. 151). Con
la introducción de la percepción de la utilidad en la
sociedad, el asombro se cambió por la producción, el
milagro se transformó en ganancia, y el pato se convirtió
en una fábrica.
Si los sentidos de la percepción son un contacto con
el mundo, o son los objetos concretos que produce la
conciencia y bajo los cuales se aparece la materialidad del
mundo, entonces, puede argumentarse que en la segunda mitad
del siglo XVIII y la primera del XIX empieza a constituirse
un nuevo sentido de la percepción, hasta la fecha el
220

último, cuyo canal perceptual no se puede localizar


específicamente en ninguna parte de la anatomía del cuerpo
sino más bien, así son los tiempos de hoy, en las carátulas
y pantallas y manecillas y dígitos de los distintos
aparatos de medición, que podría llamarse algo así como el
sentido funcional de la percepción, cuyo contacto con y
cuya presencia en el mundo son nada más los productos y los
efectos, y según el cual la realidad de algo radica en los
resultados que produce, mismos que no se pueden detectar
con los otros sentidos de la percepción, sino únicamente
con los indicadores de los medidores: si en ellos dice un
millón de pesos, medio tanque de gasolina, 48% de la
población, equis producto interno bruto per cápita, 150
kilómetros por hora, 7:15 a.m., nueve de calificación,
tarjeta rechazada, acceso denegado, título de doctor, no
tiene fondos, etcétera, uno sabe que así es la realidad
porque lo percibió con sus propios sentidos. En efecto, por
ejemplo, una definición conmovedora de inteligencia es la
que da la teoría psicométrica: “un compuesto de habilidades
medidas por un test” (Britannica, 1991, Vol. 21, p. 710). Y
ciertamente, la gente de hoy en día más o menos ya no mira,
no toca, no huele, no prueba, no oye, sino que su cuenta de
la realidad está dada por los indicadores que puede
constatar, y entonces es inteligente si el test de
inteligencia arrojó este resultado, y es exitoso si una
serie combinada de resultados especialmente bancarios así
lo consignan, y es culto si puede enumerar una serie larga
de cosas como si fuera una enciclopedia en un concurso, y
es feliz si a la hora de responder un cuestionario de
felicidad su puntaje sale alto o cuando menos aprobatorio.
221

La gente actual, en sus revisiones anuales, ésas donde


reflexiona el 31 de diciembre qué ha sido últimamente de su
vida, a los expedientes que recurre son todos de este tipo:
repasa mentalmente su agenda a ver si tiene amigos, su
cuenta de banco a ver si ha hecho algo, sus constancias de
diplomados a ver si ha crecido espiritualmente. La
percepción funcional es precisamente inteligente.

LA TONTERÍA

Lo que sigue es una definición de inteligencia, dos puntos,


se abren comillas:

“¿qué puede hacerse para


disminuir los costos y
aumentar la producción?”

(Giedion, 1948, p. 111); se cierran comillas: no parece,


pero es porque está disfrazada de fábrica, pero es la misma
que ésta otra ya sin disfraz:

la “inteligencia es
un comportamiento adaptativo
dirigido a un fin”

(Sternberg, 1982, Vol. I, p. 18)89, porque, como dice


Bergson, “la inteligencia se propone, primero, fabricar”
(1907, p. 142)90. En ambos casos se trata de un asunto

89 La definición de Sternberg va con este preámbulo: “puesto que


creemos que existe una definición de inteligencia, a nivel muy
general, aceptable para la mayoría, intentaremos definirla, al igual
que han hecho otros antes que nosotros como un” etcétera.
90 Y sigue: “la inteligencia, en lo que parece ser su punto de partida,

es la facultad de fabricar objetos artificiales” (p. 131). “El papel


de la inteligencia, es dirigir acciones. Ahora bien, en la acción, lo
que nos interesa es el resultado; los medios poco importan, con tal de
222

completamente práctico, que es el de sacar algún


rendimiento a partir de un procedimiento que debe ser el
idóneo, para lo cual, según se especifica subordinadamente,
se ha de dividir la tarea en partes91, que es justo lo que
se puede hacer en una fábrica o lo que significa eso de
adaptativo92, para luego, esas piezas irse jerarquizando y
ordenando unas tras otras en una secuencia o seriación, a
la manera de como se arman coches o computadoras o en las
estrategias para la resolución de problemas, de suerte que
cada pieza actúe sobre la que sigue hasta que la sumatoria
o acumulación de productos parciales arroje como resultado
un contenido terminal o producto final93, esto es, en
resumen, que un problema procesado se convierte en una
solución, o una pelambre hirsuta que entra a la fábrica se

que el fin se alcance” (p. 261).


91 Las partes de la inteligencia son, en la teoría psicométrica, lo que
Charles Spearman llamó factores. Según Louis Thurstone, la
inteligencia, en 1924, se componía de 7 factores. El problema, como
todo lo que se empieza a descomponer en piezas, es que, para 1967, J.
P. Guilford ya había encontrado 120, y en 1984 subió a 150
(Britannica, 1991, Vol. 21, pp. 710 ss.); quién sabe por qué, pero
recuerda a un reloj que cuesta un millón doscientos mil euros porque
tiene 834 componentes -marca Vacheron-Contantin-; el de ciento
cuarenta mil sólo tiene 310 –éste es de Zenith-; con toda seguridad sí
dan bien la hora. Por su parte, en las teorías cognitivas, no se trata
de piezas, sino de pasos, es decir, una serie de procesos y
representaciones que se desarrollan secuencialmente, que es lo que
actualmente se conoce como procesamiento serial de información
(Britannica, 1991, Vol. 21, pp. 710 ss.). La nota del periódico El
País, en 2006, no especifica los pasos, pero deben ser muchos, porque
en el primer reloj se tardaron diez mil horas en pasar, y en el
segundo, los dieron veinte trabajadores diferentes.
92 “Mecanizar la producción significa diseccionar el trabajo en
operaciones componentes” (Giedion, 1948, p. 45). “La conducta
adaptativa es una conducta que se enfrenta y satisface los desafíos
que se encuentra a su paso” (Sternberg, 1982, Vol. I, p. 47). Es
curioso que hayan usado la palabra “adaptativo”, que proviene de un
filósofo que primero fue ingeniero de ferrocarriles (Giner et al.,
1998, p. 878), Herbert Spencer, quien definió a la evolución como “la
supervivencia de los más adaptados” (Mumford, 1934, p. 209). Más
ideológicamente, ser uno adaptativo, significa ser quizá muy ingenioso
en lo particular, pero subordinado en general a la estructura de la
sociedad, a sus normas y mandatos.
93 “Creemos que la conducta inteligente debe concebirse en términos de

los objetivos a corto y largo plazo a los que contribuye” (Sternberg,


1982, Vol. I, p. 48).
223

convierte en hilo fino, o dicho de otro modo, en 1760 surge


el problema de la escasez de hilo y entonces un señor de
nombre Thomas Highs (Pascoe, 1974, p. 421) empieza a
maquinar la invención de una hiladora mecánica, a la que
denomina con típico humor anglosajón “Jenny”94. Desde
Thomas95 y Jenny, las dos definiciones se han ido juntando
más diáfanamente. Primero con la instrumentación de las
ideas de la división del trabajo, de fabricación continua,
de línea de montaje y de producción en serie, desde el
primer molino mecanizado de Oliver Evans en 1783 hasta la
producción masiva del Modelo T de la Ford Motors Co. en
1920 (Giedion, 1948, pp. 96, 131), en donde el fin útil que
se persigue se obtiene haciendo que la materia en cuestión
se vaya procesando o armando a través de diferentes puntos
de una secuencia ordenada hasta que se convierta en el
producto terminado, sin desperdicios de tiempo ni esfuerzo
ni material (Giedion, 1948, pp. 95-113). La inteligencia es
una fábrica y la fábrica es una inteligencia. Así se hacía
ya en los mataderos de cerdos de Cincinatti por ahí de
1870, en donde los interfectos iban colgando en fila, como
si fuera un tren, de unos rieles dispuestos en el techo, y
pasaban enfrente de los sucesivos carniceros, y uno los
rajaba, el otro les sacaba el hígado, el siguiente el
corazón, y el último les daba un manguerazo general

94 Es el mismo humor que hace que a la bomba atómica le pongan en 1945


el apodo de “little boy”, aunque con la jenny es un poco más
retorcido: según el inventor, le puso ese nombre por su mujer, pero,
no obstante, se antoja que ahí hay un juego un poquitín misógino de
palabras, por la siguiente razón: “jenny” es un prefijo que se usa en
inglés para especificar que algo es femenino (Webster’s, 1934); al
mismo tiempo, a la rueca mecánica también se le llamó “mula” (mule):
en inglés burra se decía jenny ass, y mula se puede decir simplemente
jenny. El caso es que la hilandera mecánica era muy trabajadora, muy
productiva, y no pedía nada a cambio.
95 Habrá quien cambie el nombre de Highs por el de James Heargreaves,

quien en 1764 le hizo sustanciales mejoras a la hiladora mecánica.


224

dejándolos listos en tiempo record para ser distribuidos a


las carnicerías de la nación (Giedion, 1948, p. 105). A la
mejor Bergson se acordó de los cerdos de Cincinatti cuando
dijo que la inteligencia trabaja con cosas muertas (1907,
p. 149). Y en efecto, la descripción de este matadero es la
descripción de una inteligencia. Sus dueños seguramente
estaban muy satisfechos con sus logros en la vida. Y
últimamente, con los robots de la robótica industrial, que
son máquinas automatizadas con ciertas características
antropomórficas, en especial un brazo, en especial de un
obrero, y que en un principio, en los años sesenta del
siglo XX, estaban “programados para realizar una secuencia
de movimientos en el desempeño de tareas útiles, tales como
soldar la carrocería de un automóvil” (Britannica, 1991,
Vol. 14, p. 532). Y donde se ve claramente dónde se juntan
Thomas, el señor que encuentra la solución para un
problema, y Jenny, la que trabaja como una mula, es en Deep
Blue, la computadora que el 11 de mayo de 1997 le ganó una
partida de ajedrez al campeón del mundo Garry Kasparov, ya
que tal computadora era ya casi un señor que era una
máquina, capaz de calcular 200 millones de posiciones en el
tablero en un segundo. Es justo por esto que las teorías de
la inteligencia se han ido derivando hacia la computación,
en especial a partir de los años setenta. Ahora bien, la
diferencia entre Garry Kasparov y Deep Blue, es decir,
entre un ser humano y una máquina, es que el ser humano
dijo que le habían hecho trampa y pidió jugar otro juego,
que le negaron, y mejor se metió a la política para
arreglar las injusticias por ese lado, mientras que a Deep
Blue la desmantelaron los técnicos de la IBM, que es una
225

buena manera de no dar la revancha. La inteligencia no es


un ser humano. La inteligencia es una máquina y la máquina
es una inteligencia96. Kasparov no es una máquina. La
inteligencia, según las computadoras, es una máquina de
pensar; lo que falla es que el pensamiento no es una
máquina.
La idea de que existe algo así como la inteligencia no
sale de la psicología97 sino que se encuentra en el
lenguaje normal de la gente del siglo XIX, misma que
catalogaba a algunos actos o individuos de inteligentes y a
otros no, y que invariablemente se trataba de la capacidad
de llevar a cabo con éxito algún trabajo que se habían
propuesto y que por ende les redituaba algún beneficio que
principalmente era económico y sólo por derivación de algún
otro tipo, y todavía, en efecto, inteligentes son los que
se vuelven ricos o que cumplen bien con sus tareas o que no
hacen nada pero que lo podrían hacer si se aplicaran, si no
desperdiciaran su inteligencia, cosa que se dice como con
lástima. Inteligentes son los ingenieros, que eran en el
siglo XIX esas personas que se ponían a ver cómo hacerle
para que una máquina o fábrica, o un “ingenio”, como los
ingenios azucareros, funcionaran. Los poetas o pintores
sólo están locos, los políticos sólo son ambiciosos, las

96 Esta idea es la misma que apunta Roland Barthes en sus Mitologías al


hablar de “el cerebro de Einstein: paradójicamente, la más grande
inteligencia proporciona la imagen de la más perfeccionada mecánica;
el hombre demasiado capaz se separa de la psicología y se introduce en
el mundo de los robots” (1957, p. 85).
97 La psicología lo hace suyo con bastante retardo; es con el libro de

Alfred Binet titulado El Estudio Experimental de la Inteligencia, de


1903, en donde inició la elaboración de sus pruebas y escalas para
medirla (Hothersall, 1984, p. 405). Antes de él, el término aparecía
salpicado como sin querer en obras referentes a la psicología, como en
un libro sobre la Inteligencia Animal de George John Romans (Boring,
1950, p. 494), o en los escritos de Locke o de Stuart Mill, que dan a
entender que se trataba de una palabra común al uso dentro del
vocabulario ordinario.
226

amas de casa sólo son tiernas, y si acaso son inteligentes,


que lo demuestren poniéndose a hacer otra cosa98.
Efectivamente, desde su aparición y afincamiento en el
siglo XIX, la inteligencia es una realidad que es
indiscernible de la de todas aquellas actividades,
instrumentos o intereses que se ejecutan igual y que
igualmente aportan dividendos, tales como el progreso, la
producción, el trabajo mecanizado, las máquinas, las
fábricas, la invención, la mentalidad mecanicista, la
técnica, el realismo, la racionalidad instrumental o la
ciencia, al grado de que cada uno de ellos suele
describirse con los otros, como cuando se dice que gracias
a la técnica y el trabajo se alcanzará el progreso, o que
la ciencia es la llave del progreso99, que en conjunto
hacen, si se quiere, una red semántica, o si se quiere
también, una grandota tautología; aquí se prefiere decir
que son objetos análogos, es decir, que aunque tengan
diferente contenido, tienen la misma forma, que

98 En una investigación, Sternberg encuentra que las ideas que los no


psicólogos o no científicos tienen sobre la inteligencia es muy
parecida, y a menudo más sensata, que las de los expertos (1982, Vo.
IV, pp. 1510-1511). Ello permite plantear dos puntos, uno, que la
noción de inteligencia, o cualquier otra, como sentimiento o
conciencia, no proviene de la psicología, sino de la cultura, y esto
incluye a la misma psicología que, como se ve, no descubre sus temas
hurgando en alguna realidad psicológica, sino que toma los
conocimientos de la cultura y simplemente les aplica un unte de
cientificidad con algún barniz especial que tiene para ello. Y dos,
que para construir una comprensión –no una erudición- de la realidad
psicológica no hay que meterse a buscarla en la psicología, sino en la
cultura, que es quien crea esa realidad, así como también crea a la
psicología. Para que la psicología se ocupara de la inteligencia, se
necesitó que los psicólogos fueran ya inteligentes, es decir, que
pensaran como fábricas y que tuvieran un pensamiento mecánico.
99 Éstas son dos citas crítico-irónicas al respecto: “la perfección se

encontrará en el futuro y el progreso es el camino que, gracias a las


técnicas, desde el presente lleva a ese futuro más perfecto” (Giner et
al., 1998, p. 648). “La ‘ciencia’ fue el núcleo de esta ideología
secular del progreso” (Hobsbawm, 1975, p. 279). O como dice Werner
Sombart en 1913: “si la absurda idea del progreso tiene algún sentido,
éste reside con toda seguridad en el dominio de la capacidad técnica”
(1913, p. 340).
227

inteligencia y producción tienen la misma forma, y por eso,


Paul de Broca, el neurólogo, cerca de 1860, sostenía que
los hombres eran más inteligentes que las mujeres por la
obvia razón de que ellos habían debido desde siempre
producir y aportar medios de subsistencia a las familias,
mientras que las mujeres, siempre protegidas, no requerían
de tanta inteligencia, argumento que, por lo demás,
utilizaban estos inteligentes para que las mujeres no
votaran ni se inscribieran en la universidad (Hothersall,
1984, pp. 397-399). Asimismo, la definición de técnica que
da Sombart, por las mismas fechas que Binet, es exactamente
igual a la de inteligencia:

“por técnica entendemos todos los


procedimientos de que se sirve el hombre para
la consecución de ciertas metas”

(Sombart, 1913, p. 331); la inteligencia es una técnica; y


la que da Bergson de ciencia, también por las mismas
fechas, es también la misma:

“su objeto no es revelarnos el fondo de las


cosas,
sino proporcionarnos el mejor medio
de actuar sobre ellas.

Por lo tanto, la organización sólo será estudiada de modo


científico si el cuerpo organizado ha sido primero
asimilado a una máquina. Éste es el punto de vista de la
ciencia” (Bergson, 1907, p. 92). La ciencia es una
inteligencia100, y era, en efecto, este racionalismo, esta

100Se trata de la ciencia positivista. Comoquiera, la sensibilidad de


Bergson puede expresarse en el hecho de que, encontrándose él mismo en
el momento en que esto sucedía, en 1888, por ejemplo, cuando escribió
su tesis doctoral sobre Los Datos Inmediatos de la Conciencia, ya se
228

ciencia “la llave maestra del universo, y el siglo XIX era


su dueño” (Hobsbawm, 1975, p. 277).
E incluso, los mismos hechos, aquéllos sobre lo que no
hay que tener ni siquiera una opinión toda vez que son como
son sin remedio y que supuestamente no dependen de nuestro
gusto, eran algo que era racional, científico, técnico,
mecánico y productivo. En historia hay (Vgr. Mumford, 1938;
Hobsbawm, 1962) quien cita una novelita de Charles Dickens,
pero no como si fuera ficción, sino como si fuera la
crónica de un testigo presencial de los momentos en que
surgía la inteligencia en la sociedad y que precisamente se
titula Tiempos Difíciles (1854), en donde se muestra de qué
se habla cuando se habla de hechos (la traducción dice
“realidad”, pero en el original es facts): el personaje es
“un hombre de hechos, un hombre hecho de cálculos, un
hombre reducido a número, un caso de pura aritmética” que
opina que “lo único que necesitamos son hechos” (p. 8) que
consisten en que “todo lo que no se podía expresar en
números ni demostrar que era posible comprarlo en el
mercado más barato y venderlo en el más caro, no existía”
(p. 30) ya que “desde el terreno sólido y desapasionado de
la razón y del cálculo” (p. 109) lo que sí existe es “tanta
materia prima trabajada, tanto combustible consumido, tanta
potencia gastada, tanto dinero ganado” (p. 102): “éstos
eran, desde el principio hasta el fin, hechos puros”
(Dickens, 1854, p. 121).
Y si bien se ve, la idea de la evolución también es
análoga a la de inteligencia, hechos, mecanismo y, por
supuesto, progreso: la evolución, al igual que la

proponía desarrollar una psicología “que trasciende tanto lo mecánico


como lo inteligente” (1907, p. 14 n.).
229

inteligencia, era una noción que ya flotaba en el ambiente


cotidiano de la época101, y la teoría de Darwin de la
evolución de las especies está calcada sobre la economía
liberal y la competencia económica (Hobsbawm, 1962, pp.
263, 267) que la gente ya traía impregnada en la piel, y
por eso resultó tan verosímil y tan tranquilizadora. Y a
todo esto, es insólito que, teniendo que ser, para la
inteligencia, todo tan objetivo e independiente de la
voluntad humana, resulte que esté inscrito en los hechos y
en la realidad que la finalidad de todo, del mundo y de la
vida, sea la ganancia económica; no encaja el dato de que
la lógica de los hechos puros justifique casualmente el
avorazamiento desenfrenado de los de siempre; no cuadra que
querer ganar más dinero del que se puede gastar, lo cual
tendría que ser idiota, resulte que es lo racional, y que
hacer eso es de inteligentes. Parece que la inteligencia es
una tontería.
La inteligencia es un mecanismo de producción, del
mismo modo que lo es la fábrica, y la ciencia, y la
técnica, y la evolución. En todos los casos huele a
Revolución Industrial: da la sensación de que se escucha el
golpeteo de las ideas conectándose unas con otras, de las
causas y los efectos operando las unas sobre los otros, de
los engranes chocándose entre sí, de las máquinas
rechinando muy a la manera siglo XIX. Y en las tiras
cómicas viejas, para expresar que alguien estaba pensando
con inteligencia, se dibujaban una serie de engranes tipo
Tiempos Modernos dentro de su cabeza; de hecho, el verbo

101En rigor, el evolucionismo social de Spencer, al que de repente se


le llama darwinismo social, es anterior a la teoría de Darwin: el de
Spencer es como de 1855, y el de Darwin de 1859.
230

“maquinar” significa imaginar una estrategia para lograr un


fin donde, de paso, ni la estrategia ni el fin son del todo
decentes; si fueran decentes se diría “planear”.
Actualmente las máquinas ya tienen más aceite, pero en
principio es como si la inteligencia del monito de la tira
cómica hiciera clang cada vez que se echa a andar. Es como
si así fuera lo que se siente la inteligencia. Y por eso da
la impresión de que la inteligencia es una especie de
pensamiento malhumorado, que a falta de desenfado y
naturalidad, no pudiera correr con fluidez, mucho menos con
armonía y belleza, sobre todo porque siempre se está
oponiendo a las resistencias, como forcejeando contra la
vida, como si no se encontrara nunca a gusto, y por eso
siempre se mueve con brusquedades, a trompicones, sin que
le importe cómo a condición de que una vez que termine
salga lo que se buscaba. Es como si el proceso de la
inteligencia fuese una sucesión de interrupciones, como aún
sucede en las pantallas de la computadora, en donde iconos,
comandos, advertencias, avisos no deseados y anuncios
tramposos van obstaculizando permanentemente el flujo de
una idea que eventualmente sólo se realiza, no ni siquiera
a saltos, sino a sobresaltos, y a veces se queda uno en
babia sin adivinar adónde se la fue la pantalla en la que
estaba hace un momento; claro que alguien inteligente acaba
resolviéndolo. El fin del calamo currente. Este malhumor
trabajoso es el gesto de los que están derrochando
inteligencia en sus actividades cotidianas que tarde o
temprano los llevarán al éxito, a la evolución, al
progreso, o al fracaso si algo les falla. Giedion dice que
en futuro el siglo XX va a ser recordado como la era de la
231

“barbarie mecanizada” (1948, p. 714)102

Vapor de Acero
La inteligencia es el espejo de la máquina, o de la
Revolución Industrial. La Revolución Industrial103 es el
momento del brinco de la sociedad vieja de la escasez y la
insalubridad de todos al mundo actual de la riqueza y la
salud de pocos: en la imaginación y sobre todo en la
propaganda se debió a la creatividad y el conocimiento que
permitieron la gran cantidad de inventos que se le
atribuyen, desde el globo de los hermanos Montgolfier,
1783, hasta el cinematógrafo de los hermanos Lumiére, 1894,
o el vuelo de los hermanos Wright en 1903, mismo año en que
aparece la inteligencia en la psicología; también la
fotografía de Joseph Niepce, 1827, el telégrafo de Samuel
Morse, 1837, el teléfono de Alexander Graham Bell, 1876, el
fonógrafo de Thomas Alva Edison o el telégrafo inalámbrico
de Guglielmo Marconi en 1896 (Pascoe, 1974), es decir,
todas esas buenas obras que pueblan el siglo XIX y que se
presentan como si el mundo actual fuese un producto de la
inteligencia y la inteligencia fuese un refinamiento de la

102 Un dato curioso de tal barbarie de la inteligencia es que en el


Instituto Tecnológico de Massachusets, el MIT, uno de los máximos
centros en donde se prepara a la inteligencia, que ha producido 71
Premios Nobel (ninguno de Literatura, tampoco de la Paz), el 16% de
sus estudiantes pasa en algún momento por los servicios de
psiquiatría, según un reporte de Milagros Pérez Oliva en El País del
31 de agosto de 2008. O también, esta frase concluyente -recogida por
el periódico El Financiero de México- del vicepresidente mundial de la
compañía Man Power, dedicada a la contratación de personal: “¿por qué
permitir que miles de personas egresen de historia cuando lo que se
necesita son ingenieros?”.
103 Como la fechan los historiadores, la Revolución Industrial, cuyo

nombre es una acuñación de los socialistas ingleses y franceses


(Hobsbawm, 1962, p. 36), y que en 1840 utilizó Arnold Toynbee
(economista, tío de historiador del siglo XX –Britannica, 1991, Vol.
6, p. 304), va de 1780 u 80 –según el criterio- a 1840, primero en
Inglaterra, después en Bélgica y luego en el resto de Europa.
232

cultura.
Pero no es así. En realidad todos estos inventos y
toda la Revolución Industrial y el enriquecimiento general
–no particular- del mundo no proviene ni de la ciencia ni
del talento, sino de la codicia, esto es, de unos deseos
salvajes de riqueza mediante el método de empobrecer a los
demás. Así es como se hizo la riqueza a partir del siglo
XIX, así es como se sigue haciendo, y de ahí viene la idea
de inteligencia. Las fábricas no salieron de la
inteligencia, pero la inteligencia sí salió de las
fábricas, del mismo lugar de donde salían por las noches
obreros desproveídos después de dejar regalada su riqueza
corporal en el trabajo, como dijo Marx por esas fechas. Así
pues, la inteligencia proviene de la codicia de unos grupos
no muy grandes de banqueros, dueños y aventureros que
buscaban cómo hacerle para enriquecerse, no sólo rápida,
sino exorbitantemente. Y a la codicia no se le coloca del
lado de los pensamientos, sino de los sentimientos, para
mayores señas de los que no son muy edificantes, de los que
está hechos del algún fierro muy frío. A pesar de que, como
se sabe, un sentimiento es una especie de pensamiento
práctico, o sea, un pensamiento no contemplado, sino
actuado, hecho con las manos y con las cosas, difícilmente
puede ponerse a la inteligencia en la dimensión de las
actividades más espirituales de la vida; más bien, la
inteligencia es un pensamiento invadido de malos
pensamientos y pocas contemplaciones. El pensamiento
contempla, la inteligencia actúa, o dicho de otro modo, el
pensamiento tiene profundidad, se introduce dentro del
objeto para conocerlo o inventarlo; la inteligencia tiene
233

extensión, no averigua nada dentro del objeto, sino que le


añade, aumenta, multiplica, como en una fábrica. El
pensamiento significa entrar al mundo; la inteligencia,
abarcarlo. Lo contrario de ser inteligente no es ser tonto,
sino pensar.
Y por estas razones, la Revolución Industrial acaeció
en Inglaterra, y no en Francia. En efecto, en cuanto a
educación, universidades, buena conversación, erudición,
Ilustración en suma, Inglaterra era una provincia más bien
inhóspita, o como dice Eric Hobsbawm (1962, p. 73), “la
educación inglesa era una broma de mal gusto”, mientras que
Francia, que, como dice Alan Peyrefitte (1995, p. 167),
“sacrifica la utilidad en el altar de la ciencia
desinteresada”, estaba llena de sabios, científicos,
químicos, escritores, matemáticos y otros ciudadanos
capaces de tener ideas por pura alegría para hacer patos
mecánicos y globos aerostáticos, y así, en estas
circunstancias, contra todo pronóstico, los inventos se dan
en la isla llena de borregos y pasturas, y al parecer
también, llena de codicia, pero no de ideas sofisticadas,
sino unas prácticas que son más útiles cuando lo que hay es
sed de dinero, ansia de exceso104.
La Revolución Industrial no sale de los genios ni de
las universidades, sino de los dueños de los capitales, de
los financieros, de los fabricantes, de los especuladores,
así como de los trabajadores tenaces o suertudos que, como
High o Heargreaves, quienes eran obreros textiles, vieron

104“¿Quiénes son los innovadores? Rara vez los teóricos; suelen ser
los industriales, enfrentados a problemas de abastecimiento de
materias primas, insuficiencias productivas, arcaísmo profesional, y
estimulados por los desafíos de la competencia o la demanda del
mercado” (Peyrefitte, 1995, p. 166).
234

la oportunidad y les salió bien. Aparte de préstamos y


otras inversiones, lo que resultó más seguro para estos
efectos es lo que se parece más a la inteligencia, a saber,
el hecho de lograr producir más invirtiendo lo menos
posible, como en el caso del carbón, primera riqueza a lo
bestia, que se sacaba de las minas a lomos de minero, a
menudo niños porque cabían mejor en los socavones, y que
todo el mundo necesitaba ya que se podía vender tanto en
las fábricas como combustible para las máquinas, como al
menudeo para calentarse en invierno, que en Inglaterra dura
todo el año. Y al principio el abaratamiento de los costos
se hizo bajando los salarios, aumentando las jornadas,
usando mujeres y niños, pero como esto tenía un límite que
era la muerte de los obreros, “como les ocurrió a 500,000
trabajadores manuales” (Hobsbawm, 1962, p. 49), más allá
del cual la producción no aumentaba, se recurrió a la
mecanización y racionalización de las industrias. Hubo un
momento en que Inglaterra controló toda la producción,
procesamiento, manufactura, distribución y venta de tela y
ropa de algodón, plantando y cosechando en la India y
vendiéndolo en Latinoamérica, impidiendo que otros lo
hicieran y prohibiendo la salida de fabricantes y
maquinaria de “la pérfida Albión”, que se ganó bien su
epíteto105, esto es, mediante el coloniaje y el monopolio
(Hobsbawm, 1962, pp. 42-44). Por esto los primeros inventos
son hiladoras y telares que se requerían para producir más
y más y para pagar menos y menos a los obreros, mismos que,
en una de ésas, ya sea en 1778 (Peyrefitte, 1995, p. 169),

105Frase francesa. Origen incierto. Atribuida falsamente a Napoleón.


“Pérfida Inglaterra” ya lo escribe Jacques-Bénigne Bossuet en el siglo
XVII (“ahí la fe del saber repugna”), y en 1793, “un tal Ximénez”
(Vega, 1952, p. 366) ya la dice textualmente.
235

o en 1812 (Pascoe, 1974, p. 462) o alrededor de 1848


(Hobsbawm, 1962, p. 46) realizaron motines106 en los que
destruían a las máquinas que ciertamente los suplantaban en
las fábricas, no porque quisieran trabajar en esas infames
condiciones, sino porque no se querían morir de hambre.
No hay registro en esta historia de intención alguna
de fabricar utensilios buenos y baratos, que sí se hacían
pero porque dejaban más dinero, ni de aumentar la calidad
de vida de los ciudadanos ni de hacer cosas bonitas, sino
que la única verdad al uso era el beneficio económico, que
hace que los medios por los cuales se logre este fin
importen bastante poco; si hay que afear la vida y el mundo
y a las personas, si se da el caso de que el proceso de
producción implique miseria, sufrimiento, tareas aburridas
y mal gusto, es algo que tiene sin cuidado a sus ganadores.
A quien lo hacía así se le tenía por persona inteligente, a
quien tuviera otras aspiraciones, se le tenía por poco
apto, poco adaptado, atrasado, bárbaro, fuese ya un obrero,
un empleado o uno de los granjeros que se sentían “víctimas
de una diabólica minoría de innovadores egoístas”
(Hobsbawm, 1962, p. 46). Y seguramente, lo que mejor
produjo esta época fue la fealdad, no sólo la del paisaje
ennegrecido por un aire de carbón que salía de las
chimeneas de las fábricas sin ventanas y de las casas de un
cuarto de los obreros, sino también la fealdad de las
personas, cansadas y enfermas en un escenario de calles
llenas de basura, sin desagüe ni pavimento y sin un triste

106El legendario de esos motines es el de 1812, el de la banda de los


ludditas, que se llamaban así por un mítico imaginario o real King
Ludd, que, enmascarados y de noche destruían las máquinas que los
desplazaban en el norte de Inglaterra; la gente solía apoyarlos, y el
gobierno los reprimió (Britannica, 1991, Vol. 7, p. 545).
236

arbolito que aligerara el ambiente. Cualquier cosa cuyo fin


fuera tantita dignidad y tantita belleza entraba dentro de
la irracionalidad ya que no servía para la producción ni la
ganancia sino para el desperdicio de recursos. Y al
parecer, el epítome de la fealdad de la inteligencia fue la
ciudad de Manchester, un dechado de pobreza y dolor y
suciedad donde había un baño para cada 212 personas
(Mumford, 1938, p. 165) que a cualquier gente con cualquier
sentido de la justicia o de la belleza le obligaba a
taparse la nariz con asco moral y a mirar hacia otra parte
(Hobsbawm, 1962, p. 301) o, como le sucedió a Engels, que
llegó allí como administrador de una de las fábricas
textiles que su familia poseía, a revelarse y buscar a Marx
y usar su propia fábrica para financiar la escritura de El
Capital107. Y es que como se decía en esa época, “la manera
más rápida de salir de Manchester es un vaso de whisky”; a
la taberna sus usuarios la reconocían como el “gin palace”,
y sus no usuarios como “la iglesia del obrero”.
La lógica que está a la base de la inteligencia es
evidentemente la de la mecánica de los objetos físicos, con
sus causas crudamente materiales como la materia prima, sus

107 Dickens inventa un lugar que se llama Coketown, algo así como
Carbolandia, y lo describe manchesterianamente: “una ciudad de
ladrillo que había sido rojo si el humo y la ceniza se lo hubieran
consentido. Era una ciudad de máquinas y altas chimeneas, por las que
salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de
desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaban por
la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura
maloliente; tenía grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y
en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor
y en el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con
monotonía. Contenía la ciudad varias calles anchas, todas muy
parecidas, además de muchas calles estrechas que se parecían entre sí
todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que también
se parecían entre sí, y que entraban y salían de sus casas a idénticas
horas, levantando en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se
encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que el día era
idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era la repetición del
anterior y del siguiente” (1854, p. 29).
237

fuerzas como el trabajo humano o la energía hidráulica o el


fuego de la caldera, y sus efectos tales como la producción
o la ganancia, lo cual no era para nada todavía ninguna
aplicación técnica de ninguna ciencia en este caso la
física newtoniana sino nada más una especie de
justificación casi ideológica del estilo de si así se
comporta la naturaleza es lógico que así se mueva la
sociedad. Sin embargo, cabe preguntarse por qué se utilizó
a la física como modelo justificatorio del estado de cosas
de la sociedad industrial, y por qué no utilizaron, en
cambio, otras ciencias que para estas fechas estaban más
desarrolladas, concretamente, la química orgánica108 y la
biología, debido al carácter orgánico, organizado, de lo
vivo, que no puede descomponerse so pena de no estar vivo
ni de ser ya biología, y que además ambas eran
verdaderamente más sutiles y complejas: la razón es que la
química y la biología, moviéndose por procesos ocultos y
silenciosos, se prestaban muy poco para el escándalo y la
ostentación, eran muy recatadas para el gusto tecnológico
de la época, y se hubiera requerido esa fineza de
pensamiento y sentimiento que se llama sensibilidad para
apreciarlas, mientras que lo otro, la técnica de lo físico
permitía la construcción de máquinas gigantescas, gastos
fulgurantes de energía, movimientos titánicos, materiales
duros, y bastante destrucción, para que se notara el gran
avance del progreso, que hace ruido y echa chispas cuando
se mueve, y arrasa lo que se le ponga enfrente, incluidas
la igualdad o la mera justicia, lo cual es una razón

108 Por ejemplo, el hecho de que las moléculas de las sustancias


orgánicas tuvieran no sólo unos componentes y una secuencia, sino una
arquitectura espacial, una estructura tridimensional (Trabulse, 1987,
pp. 39-42).
238

sentimental, porque en todas esas cosas enormes y


apabullantes es donde radica el sentimiento de la
inteligencia. Ciertamente, no es nada más producción y
riqueza lo que anima a la conciencia de esta sociedad, sino
también el poder, es decir, lo grandote y lo ruidoso. Puede
sostenerse que el poder es el sentimiento de la
inteligencia, es decir, lo que se siente pensar con
inteligencia es la emoción del control de las
circunstancias, el domino de las adversidades, la
explotación de lo que se resiste, las órdenes sobre los
demás, la magia de ver cómo obedecen.
Una peculiaridad del poder, así como de la energía o
de la fuerza, es que se trata de un objeto que se puede
usar tanto de modo práctico como de manera simbólica, en el
sentido de que una locomotora tiene poder, o sea potencia,
para cargar diez toneladas a lo largo de quince kilómetros,
y además, ya por pura presunción, cinco vehículos y setenta
personas, como lo hizo en 1804 la locomotora de Richard
Trevithick, la primera realmente funcional, así como en el
sentido, por la otra parte, de que iba conducida por una
sola persona que rigurosamente tenía poder, o sea potestad,
para manejar eso y hacer que todos los mirones abrieran la
boca y se quitaran a su paso, cosa que le debe haber hecho
sentirse poderosísimo, a ocho kilómetros por hora (Derry y
Williams, 1960, p. 483). Al usar la inteligencia lo que se
siente es poder, la capacidad de hacer que las cosas de la
realidad se dobleguen ante uno, sea cierto o no, pero,
entonces, no hay poder más capaz que hacer que los demás
obedezcan sus órdenes, que es lo que hace a cualquiera
sentirse poderoso; éste es el secreto de los millones de
239

jafaturas que se crean en la oficinas del planeta. No


obstante, forma parte de la embriaguez del poder su extremo
contrario, a saber, la fascinación de ver al poder que se
echa sobre uno, que uno sea el que obedezca y se doblegue
ante los otros, que son los poderosos, que se ven
superiores, casi casi sobrehumanos, muy idolatrados. El
poder aplasta y es aplastante, uno puede aplastar o ser
aplastado, y en ambos casos el sentimiento de poder está
presente, y en ambos casos uno se encanta con él; de otra
manera no se entendería tanta gente sumisa y sonriente,
empequeñecida y agradecida frente o debajo de los
poderosos: las ganas de servir al poder hacen sentir que
uno participa del poder.
Y el sentimiento de poder no existe si no se nota; no
hay poder si no hay apabullados que lo resientan y no hay
poder si no hay nada que apabullar. Por ello, los signos de
la inteligencia no tienen que ver con maquinitas domésticas
como la licuadora; nadie se siente sobrecogido por la
presencia de un tostador de pan, ni nadie se siente
poderoso de potencia y potestad al usar la aspiradora de la
casa: siempre se trata más bien de objetos que lo
sobrepasan a uno en todo, en peso, en manipulación, en
entendimiento, y ciertamente, la mayor parte del poder se
presenta para la mayor parte de la población en una forma
que lo apabulla y lo aplasta a uno y uno se queda servil y
ensoñado de tanto poder que existe aunque lo esté
apachurrando. las computadoras, los teléfonos celulares,
las Coca-Colas y la publicidad de la televisión aunque sean
chiquitos sí hacen sentir el poder porque se sabe que
detrás de ellos hay un gigantesco aparato tecnológico, en
240

especial tecnopublicitario de miles de millones de dólares


que lo hacen a uno más chiquito que ellos; el nanopoder
sigue siendo gigantesco porque a nosotros nos sigue
haciendo sentir, encandilados, más pequeños que las
nanotecnologías. Comoquiera, por eso, la lógica de la
inteligencia escogió, como signo de sí misma, no sólo la
injusticia, la cual hasta se puede disfrazar para que no se
note, sino el hierro109 y el fuego110 con todo y los estragos
que estas cosas dejan alrededor. En efecto, lo que marca la
era industrial es la presencia de estos dos elementos,
siempre mezclados, en los altos hornos el uno fundiendo al
otro en una iluminación medio infernal, en las calderas de
carbón y agua, en el material pesadísimo y negrísimo sacado
del fondo de la tierra que se pone al rojo vivo y se
derrite y se moldea, que en conjunto hacen un panorama de
humo negro, vapor manchado, chispas, ruido, fricción,
tonelaje, velocidad, poderío, que en conjunto a su vez es
lo que se llama eficiencia, que es el criterio de toda
inteligencia, la cual está presente en todas estas cosas,
dejando tras de sí montones de escoria, de desechos, de
ceniza, de negrura. Por todo ello, el primer símbolo y
principal emblema de la inteligencia humana es el

109 Se trata del fierro fundido. Aquí la industrialización del hierro


se le atribuye a la familia de Abraham Darby, de Coalbrookdale, que,
desde principios del siglo XVIII empezó a producirlo, y para la
tercera generación fundía rieles (Giedion, 1965, p. 171). También la
familia Wilkinson, al parecer antiquísima y siempre dedicada al
fierro, forma parte del desarrollo de este material.
110 El fuego, sobre todo aquél que está presente en las máquinas de

vapor, fundamentales para la industrialización, ya que suplieron, con


sus consecuencias, a fuerzas eventualmente más benignas como la
hidráulica o la eólica que se usaba en los “molinos”, nombre genérico
de los talleres anteriores. La invención de la máquina de vapor se
atribuye sin discusión a James Watt, inglés, a partir de 1774 y hasta
1800 en que expira su patente, lapso en el que construyó, junto con el
industrial Matthew Boulton, 496 máquinas, de las cuales 164 fueron
bombas de agua, 24 en altos hornos y 308 para mover otras maquinarias,
como los telares y las ruecas (Derry y Williams, 1960, p. 467).
241

ferrocarril111, un artefacto que se volvió inmediatamente el


monstruo mítico que consumía todo el acero y fuego que
hubiera y que transportaba carbón a los centros de
producción y mercancías manufacturadas a los puertos de
embarque para su exportación. La locomotora que más se
conoce es la inventada por George Stephenson debido a que
en 1825 fue la primera que transportó pasajeros en la
primera vía larga tendida de Stockton a Darlington, en
Inglaterra; en 1929 construye otra, la Rocket, que ya tiene
la forma acilindrada típica (Derry y Williams, 1960, p.
484). ese monstruo de acero y fuego, ruido y tonelaje,
despertó la expectación pública en todos los continentes, y
significaba efectivamente la encarnación del poder112.
Árboles, colinas, pastizales, paisajes, tranquilidades y
silencios fueron arrollados no con indiferencia, sino con
gusto y emoción, para tender rieles por todas partes. Mucho
acero, mucho fuego, mucho esclavo, mucho ruido, mucha
fuerza, mucho tamaño113, sobre una planicie devastada114.

111 Los carros automóviles movidos por vapor no funcionaron más que
como curiosidades descarriladas, y parece que el secreto de una
posible eficiencia residía en los rieles, en montar a dichos carros
sobre ellos, cosa que hizo Trevithick; por esta razón el nombre del
aparato es el de su vía: ferro-carril en castellano, camino de fierro
en francés (chemin de fer), camino de riel en inglés (rail-road).
112 Después de las líneas en Inglaterra en 1825, para 1827 ya había en

Estados Unidos, en Francia en 1828, en Bélgica en 1835 y en Rusia en


1837. En todo el mundo, en 1830 había algunas decenas de kilómetros de
vías, en 1840, 4,500, y en 1850, 23,5000 (Hobsbawm, 1962, pp. 52-53);
para cuando se elevaron los aviones, ya se podía ver la tierra como
una mapa cicatrizado de vías de ferrocarril.
113 La otra razón que daba Broca para afirmar que los hombres eran más

inteligentes que las mujeres era justamente ésta, que su cerebro era
más grande (Hothersall, 1984, p. 397).
114 De entonces a la fecha, lo que ha suavizado notablemente la
violencia de este poderío es la aerodinamia, esto es, la necesidad de
incorporar, por así decir, a los vehículos al ambiente que los
circunda para que opongan menos resistencia al aire y se desplacen
mejor. Así, actualmente, los trenes ya no son esos armatostes hechos a
martillazos, sino unas lanzaderas esbeltas y silenciosas que
atraviesan las distancias a velocidades altísimas sin ningún
aspaviento, que es lo mismo que se puede decir de los automóviles, y
242

El poder es la frialdad del fuego. El acero es lo que


aplasta, incluso a la vista, porque más allá de sus
eficiencias declaradas y comprobadas, el resto del siglo
XIX115 se dedicó a regodearse en la impudicia de andar
enseñando por donde fuera el gigantismo de sus capacidades,
construyendo todo lo que pudiera y se le ocurriera de
fierro o acero, forjado o fundido, ya fueran barcos,
iglesias, fábricas, galerías, mercados, monumentos,
imitaciones de obras clásicas y –idea de John Wilkinson-
ataúdes (Giedion, 1965, p. 176). El poder, para que cumpla,
tiene que se ostentoso, y a veces cumplía en funcionar como
poder pero fallaba en funcionar como barco, como sucedió
con el gigante que se armó hacia 1855, el Great Eastern, un
trasatlántico de acero de seis mil toneladas de peso y
diecinueve mil de capacidad (6250 y 18,918 para ser exactos
–Derry y Williams, 1960, pp. 541 ss.) diseñado para ir de
Inglaterra a Australia ida y vuelta pero al que no le
alcanzó el carbón que le habían calculado (12,000
toneladas) y se tuvo que conformar con el ridículo de los
viajecitos cortos, para no mencionar el más peliculesco y
glamoroso Titanic en 1912 que puede relatar mejor Leonardo
Di Caprio. El poder a pique. No hay como la tierra firme,
donde, además de cimientos, hay admiradores, y por ello,
gran parte de la gloria de la industrialización tuvo el
tino de manifestarse en edificaciones, en primer lugar, de
puentes, soberbios, capaces de soportar el peso de un
ferrocarril y al mismo tiempo sortear ríos y barrancas

ni qué decir de los aviones. Lo que sí es que uno se puede preguntar


que necesidad tienen las lavadoras de ropa de ser aerodinámicas; eso
ya es pura pose.
115 A las décadas de 1850 a 1880 se les declararon la “era del hierro

colado” (“la época del hierro fundido” -Giedion, 1965, p. 204).


243

antes no imaginables, y cuya estructura mostraba todo el


hierro de que se fuera capaz, en trabes, arcos, innúmeros
remaches, cables y color negro que, como bien se averiguó
durante todo el siglo XIX, desde el humo de las chimeneas116
hasta la vestimenta de los poderosos, pasando por el tizne
generalizado de las ciudades, era el color del poder, y no
era un negro brillante sino opaco. Y así desde el primer
puente de altos vuelos, construido por Darby y Wilkinson en
1775 sobre el río Severn, en Inglaterra, hasta el Golden
Gate, tesado sobre la bahía de San Francisco en 1937, en
Estados Unidos de América, de casi tres kilómetros de
largo, pasando por otros colgantes, como el de Brooklin de
1868, o cargantes como una variedad que hizo Gustave
Eiffel. Y en segundo lugar, de edificios, erigidos todos
con esqueletos de acero y uso profuso de columnas también
de acero que desde 1870 se producían en serie y sobre
medida, con diseños generalmente medio clásicos y dizque
griegos que permitían hacer inmensos espacios interiores
para salones de exposiciones, galerías comerciales o
pasajes cubiertos, desde el edificio, pues, de 7 pisos, que
ya obligaba a alzar la vista, levantado en 1801117, hasta el
primer edificio al que se le pone ya el siempre desmedido

116 otra muestra del exceso de la ostentación de la industrialización


más allá de cualquier sensatez es el hecho de que, tal como lo arguyó
Benjamin Franklin, el hollín de las chimeneas de las fábricas contenía
aún gran cantidad de carbón reutilizable, que se podía volver a
quemar, pero eso no tenía chiste porque se le quitaba lo negro, lo
pesado, lo sucio, lo dispendioso, lo poderoso, no sólo al humo, sino
al aire de todas las ciudades estilo Manchester donde –tal vez otra
muestra de poder- se morían los obreros a edades tempranas por
enfermedades respiratorias aunque, así como sobraba carbón, también
sobraban obreros.
117 Erigido por Watt y Boulton, y aquí es interesante notar cómo son

los mismos inventores y constructores de calderas y ferrocarriles,


como Stephenson con el Britannica Tubular Bridge de 1850 (Giedion,
1965, p. 175) los que hacen puentes y edificios. Bogardus era relojero
e inventor de artículos curiosos.
244

nombre de “rascacielos” en una candidez parecidísima a la


de la Torre de Babel, y que tenía 11 pisos, en 1885, que ya
aplastaba la vista en Chicago (Giedion, 1965, p. 212),
pasando de nuevo por los construidos por James Bogardus en
Estados Unidos a partir de 1848 (Giedion, 1965, pp. 199
ss.).
Y una columna (Giedion, 1965, pp. 186 ss.) es algo que
sostiene, pero, sobre todo, es algo que se levanta, sola y
sin ayuda, por encima de las cosas que se desparraman
horizontales haciéndole caso a la ley de gravedad, y por
ello, como bonito símbolo del poder del siglo XX, alguien
proyectó el edificio del Chicago Herald Tribune como una
babélica columna griega; el proyecto no ganó el concurso.
Todo esto le permitió a la Torre Eiffel seguir con
vida, ya que el plan era desmantelarla al cabo de cinco
años pasada la exposición conmemorativa del centenario de
la Revolución Francesa, porque empezó a perfilares, aparte
de su ahora ya innegable calidad, como precisamente un
monumento a las capacidades de la industria y la
inteligencia de la civilización occidental: esa torre es
una columna, y una columna es todo junto: ferrocarril,
puente, rascacielos, edificio, fierro forjado y datos,
muchos datos, que son lo que más impresionan a los turistas
que ya no ven sino que contabilizan: 305 metros de altura –
la mayor de su tiempo-, 7,300 toneladas de hierro, 12,000
piezas (Derry y Williams, 1960, pp. 602-603), y 8
elevadores que ascendían a 2,350 pasajeros cada hora, en 7
minutos, a las alturas (Geidion, 1965, p. 216); cuánto
daría uno por saber el número de remaches que tiene. Y como
es de esperar, a quienes miraban estas máquinas y
245

rascacielos y demás monumentos les entraba el sentimiento


crudo e impensado de la inteligencia, la sensación del
mecanismo de las partes ajustándose unas a otras para
levantarse y moverse, y con la mirada apachurrada, el
corazoncito les hacía clang de la emoción ante el poder del
progreso: así se siente pensar en el siglo XIX.
Y en el siglo XX: el ferrocarril de bolsillo que los
ciudadanos se podían llevar a su casa recibe el nombre de
automóvil. El automóvil representa, para los ciudadanos, la
posibilidad de ser partícipes del poder grandote de las
locomotoras y la velocidad y el ruido, máxime que ya no usó
motores de vapor que hacían la cosa lenta y torpe, sino
motores más explosivos de combustión interna118, y así, con
ellos, ya cada ciudadano del siglo XX podía cargar con su
lámina, su tonelaje, su control y su sentimiento de poder y
poderío y potencia y potestad para todas partes, aunque no
hubiera en realidad lugar adónde ir, no obstante
supuestamente estuvieran hechos para el transporte, lo cual
es bastante dudoso: aparte de que se puede aseverar que los
coches surgieron únicamente como distintivos y enseñas del
poder debido a su tamaño y al espacio que ocupan,
desmesurado para sólo una persona (1.3 es el promedio de
persona que tripula un automóvil), y al ruido y a su
intempestividad para echárseles encima a los peatones,
pueden argumentarse otras dos cuestiones: primera, el radio
de acción original de los automóviles era limitadísimo
debido a que dependía de las carreteras, cuyas condiciones
no estaban pensadas para ellos, por lo cual se tuvo que

118Los coches de vapor estuvieron inventados desde el XVIII, pero no


eran nada manuables; es con el motor de gasolina con que se hacen
factibles, a partir, especialmente, de 1885, con el vehículo de Karl
Benz (Derry y Williams, 1960, p. 571).
246

poner en acción el despilfarro de la pavimentación o


macadamización del orbe, como se dice en francés en honor
se su inventor –John L. Macadam, en 1810-, con el único fin
de que unos cuantos pudientes salieran a dejarse ver
mientras iban a dar la vuelta a ningún lugar. Y segunda, el
automóvil no representaba para nadie ninguna necesidad
práctica, ni de transporte ni de ninguna otra, y podía
quedarse como juguetito novedoso de señores ricos: no tenía
demanda, sólo oferta. Fue nada más porque se empezaron a
producir automóviles baratos a principios del siglo XX que
la gente se decidió a comprar uno, a ver qué pasaba
(Hobsbawm, 1962, p. 39 n.). Y hoy en día, sí, la primera
aspiración de todo individuo apabullado por el
encantamiento del poder es poder comprarse un coche, no
para ir a trabajar (Morin, 1995, p. 253), sino para ser
alguien por fin y por primera vez: sólo así se explican
ciudades con tres millones de automóviles atrancados unos
contra otros en el tráfico al cinco para las ocho de la
mañana.
Como se advierte, llega un momento de la inteligencia
en el que ya lo que importa es la ostentación, en el que lo
que cuenta es que se note que uno tiene el poder de la
inteligencia, ya sin inteligencia, o, puesto de otro modo,
que basta con las apariencias, y esto estaba en congruencia
con la lógica intrínseca de la inteligencia en la que lo
único que interesaba eran los resultados, obviando la
manera en que se llegó a ellos porque si uno tiene coche es
porque tiene la inteligencia para tenerlo, de modo que
dejan de valer el proceso en sí mismo o los medios con tal
de que se obtenga el fin, de suerte que, en última
247

instancia, se pueden obtener efectos que no tengan detrás


ningún procedimiento, como finalidades sin medios,
inteligencia sin pensamiento, superficie sin fondo, sin
importar qué es lo que sea porque con que parezca es
suficiente.
Esto mismo, puesto en el contexto general de la
cultura, puede enunciarse en un resumen no pedido de todo
el presente trabajo: en la forma general de la cultura, hay
una parte, la más amplia y la más difusa, que se mueve por
una especie de inercia o de naturaleza de las cosas,
siempre presente como trasfondo, que es lo que se puede
llamar la vida en general, donde uno puede ubicar los modos
común y corrientes de la conciencia o el pensamiento o el
sentimiento. Pero también hay otra parte, que es como la
voluntad que guía a la inercia, que es la más interior o
profunda de la cultura y es como si fuera la concentración
del resto, el punto denso donde se compacta todo lo demás y
que se constituye en el lugar donde están los orígenes y
las razones y las promesas de la sociedad, cuando la
sociedad se percata de que tiene un pasado y tiene un
sentido y por ende tiene un futuro, y que es la actitud, o
sensibilidad o sensatez. Y por último, hay una parte de la
cultura en donde todos se desconcentra y se distiende y se
desperdiga que es el modo más exterior y superficial de la
forma de la sociedad, en donde se trata de que parezca que
ahí hay una actitud aunque por eso mismo la actitud
desaparezca, y que es donde las cosas ya sólo tienen
extensión pero no intensidad, cantidad pero no cualidad, y
tienen mucho comportamiento pero carecen de todo estilo. Y
esto es el siglo XX: tiene actitud aquello que se hace
248

naturalmente; tiene apariencia aquello que se hace


artificialmente.
La inteligencia es el cansancio de la cultura: ya nada
más quiere los resultados, pero sin contento por lo que
hace. Y quién sabe si sólo sea un mal chiste o alguna buena
treta del lenguaje, pero cuando se termina de leer en la
enciclopedia la entrada “inteligencia”, el siguiente tema
que viene inmediatamente después es la CIA, es decir, la
Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de
Norteamérica (junto con las MI5 y MI6, porque la
enciclopedia es la Britannica: la Inteligencia Militar
inglesa), cuestión que hace preguntarse por qué a esa
oficina de control, dominio, poder, invasión y asesinato se
le denomina “inteligencia”, y la respuesta es, cabalmente,
porque implica la utilización de todos los recursos,
correctos e incorrectos, materiales y simbólicos, justos e
injustos, fas et nefas, confesables e inconfesables con tal
de lograr los propósitos de dos gobiernos que
sucesivamente, siglo XIX el inglés, siglo XX el otro, han
dominado al planeta desde que se instaurara la inteligencia
como modo de ser de la cultura, y cuyos fines y objetivos y
resultados, sean los que sean, son lo único que importa. Se
podría argüir que en inglés la palabra inteligencia
significa otra cosa, a saber, información, pero es lo
mismo, porque la información son estas piezas que se van
adquiriendo, armando y escondiendo para después utilizarlas
como máquina de dominio y de control.
Ya estamos cansados de tanta inteligencia y tan poca
sensatez.
249

Y LA CULTURA DÓNDE ESTÁ

Quien dice “yo” no sabe lo que dice, porque eso se refiere


a cuatro o cinco cosas. En primer lugar, y más
frecuentemente, el yo es un uso del lenguaje, una manera de
hablar que es bastante necesaria para ilar un discurso
sobre no importa qué, como cuando uno dice por ejemplo
“cuando yo salí ya estaba lloviendo”, y como se sabe,
estaría de todos modos lloviendo saliera o no saliera fuera
él o no, así que el yo en verdad no es más que quien está
hablando, lo cual es equivalente a decir “yo estoy
hablando” que significa que cuando se está hablando hay
alguien que lo está haciendo, y es que, ciertamente, en
gramática, toda oración requiere un sujeto para que haya
verbo y complemento, y el más rápido que se puede encontrar
para llenar tal requisito es el pronombre yo, o como dice
José Luis Díaz (2007, p. 85), “el yo es útil para hablar”.
Y a estas alturas del egoísmo mundial, parece que mientras
más se requiere la palabra yo menos se tendrá algo que
decir.
En segundo lugar, el yo se refiere a aquello que
recibe, resiente o experimenta los hechos que suceden en el
mundo, como cosa más bien pasiva pero muy impresionable, y
a la que, por un extraño motivo, si se le dan puras cosas
que le gustan le aumenta el yo, y si se le quitan le
disminuye, razón por la cual hoy en día, todo el mundo, en
nombre de su yo, pide y pide y adquiere y acumula en el
entendido de que yo nada más hay uno y todos los demás
quién sabe qué serán y por lo mismo importa poco si les
250

toca algo o no.


Por extensión, en tercer lugar, el yo se refiere al
dueño de un cuerpo biológico que cuando se lo tocan dice
yo, o sea que los animales no lo tienen. Es cierto: la
gente identifica cada vez más al yo con su cuerpo, pero que
es como si dentro de cada cuerpo, a veces por la región de
la cabeza y a veces por la del corazón, hubiera algo que se
llama un yo, porque como dice Charles Taylor, “tenemos yo
de la misma manera que tenemos cerebro y brazos” (1998, p.
162); en fin, de lo que se encarga especialmente este yo es
de que a ese cuerpo nadie lo toque, no lo interrumpan, lo
atiendan bien y así sucesivamente. Es de imaginar a seis
mil millones de cuerpos como éstos con tantos tiquismiquis
para entender por qué el mundo está como está.
En cuarto lugar, como dice Descartes, “el yo es una
cosa que piensa” (citado por Abbagnano, 1961, p. 1201), lo
cual ya suena más animado, ya que es un yo porque hace
algo. En efecto, este yo se refiere a un agente, es decir,
a aquello que es capaz de actuar de manera peculiar y
autónoma sin ser solamente un objeto a merced de las
circunstancias, sino un sujeto de las situaciones y que por
lo tanto puede contradecir los determinismos o causalidades
impuestos, de modo que se sustrae a las leyes físicas de la
naturaleza gracias a su propia voluntad y libertad, lo que
lo hace responsable de sus actos para bien o para mal. Ésta
es la versión que más les gusta a todos porque los deja muy
bien parados no obstante a la hora de la hora no le hagan
mucho caso porque siempre da pereza eso de pensar, actuar,
ser libre o tener responsabilidades, pero es, por lo
pronto, la versión que actualmente se ha convertido en
251

pretexto neoliberal para abandonar a las gentes a su suerte


porque así cada uno es el responsable, es decir, tiene la
culpa de no saber aprovechar sus oportunidades o de no usar
bien su inteligencia (V. Walkerdine, 2002): hoy en día, el
yo es la suerte convertida en problema personal.
Todos estos yoes no existían en la Edad Media y
comienzan a aparecer a partir del Renacimiento, que es
cuando se suele decir que surge la individualidad, y se
refinan durante el Barroco, pero se trata todos de un yo
que no es muy yo, esto es, que son iguales a un tú o a un
él porque siempre se refieren al yo como si estuviera
enfrente, como un doble, como en la imagen del espejo, que
aunque se diga “éste soy yo”, ese éste al que se refiere
está del otro lado de uno mismo, como si fuera siempre una
tercera persona, como si el yo fuera algún otro que se
puede describir y nombrar pero que no envuelve ni incorpora
a quien lo describe y nombre, justo como puede uno checar
en una fotografía de sí mismo a alguien más que se llama
yo.

El Yo de la Cultura
Pero la primera persona que entró en el espejo se llamaba
Alicia, y fue hasta 1871, hasta pleno siglo XIX119. En
efecto, en quinto lugar, el yo se refiere a aquello que
aprende a viajar, por decirlo así, por dentro de la palabra
yo y mientras lo hace no sabe nada, ni siquiera la palabra,
porque en este yo, al parecer, nunca se menciona la palabra
porque no da tiempo, pero, en cambio, se sabe a sí mismo,

119Lewis Carroll escribe en esta fecha Alicia a Través del Espejo, y


aunque el relato no pretende ser ninguna metáfora introspectiva, la
figura del espejo como puerta del lugar donde está uno mismo es ya una
idea muy interiorista.
252

en todos los sentidos, en el sentido de que se conoce y en


el sentido de que se degusta y averigua si sabe amargo o
dulce, salado o insípido, natural o como goma de xantano
como conservador. Este yo, que puede llamarse un yo íntimo,
íngrimo, es un yo que se sale del resto del mundo, donde su
individuo queda fuera, como si se metiera dentro del mundo
del otro lado del espejo, como si anduviera por el reverso
del alma, y ahí, con quién sabe qué dedos y con unos ojos
que están cerrados para no distraerse, es capaz de tocar y
de mirar de una manera en que tocar y mirar son el mismo
acto, el de estar atento para contemplar lo que piensan los
sentimientos, y si eso se logra, es que se ha podido sentir
lo que se siente el pensamiento, y este acto, para
abreviar, es lo que desde el principio se ha denominado
cultura.
Es un yo estilo Rimbaud, y sí, la vida de Jean-Arthur
Rimbaud, el más maldito de todos los poetas, diría
Verlaine, se podría relatar como la de alguien que tentó
ese yo que estaba dentro de sus actos y sus pasiones y sus
palabras, porque como él mismo descubrió febrilmente, el yo
al que se habían referido todos antes, las cuatro versiones
previas, era pura carrocería, porque en verdad el “yo es
otro”120 al que sólo se podía arribar mediante el ritmo que
trema dentro de la poesía, razón por la cual los poemas de

120Mario Bonfantini (González Porto-Bompiani, 1973, p. 2353) alega que


con esa frase Rimbaud plantea que “nuestra personalidad más auténtica,
la única verdadera, permanece todavía inexplorada, sepultada y
confundida en el inconsciente, y que debemos recurrir a sus fuerzas
primitivas, para ‘llegar finalmente a una reintegración de la
Inteligencia Universal”. Lo que alega Rimbaud textualmente es lo
siguiente: “Me es evidente algo: asisto a la eclosión de mi
pensamiento: lo miro, lo escucho. Si los viejos imbéciles no hubiesen
encontrado del yo sino la significación falsa, no tendríamos que
barrer esos millones de esqueletos que, desde un tiempo infinito, han
acumulado los productos de su inteligencia cerrada, proclamándose
autores” (carta a Paul Demény, en: Rimbaud, 1873).
253

Rimbaud, a decir de sus conocedores, son más rítmicos que


legibles, porque de lo que se trata no es de decir algo,
sino de producir la sustancia del yo del fondo. Ya lo que
le pasó a Rimbaud después (murió a los 37 años, para que se
imagine más o menos lo que fue) es el resto de la historia,
pero se entiende por qué al grueso de la gente no le
interese mucho meterse dentro de su yo. El yo es Una
Temporada en el Infierno. Asimismo, es el mismo tipo de yo
que hay, aparte de en el psicoanálisis, en el surrealismo,
a partir del manifiesto de André Breton que es, en pocas
palabras, una búsqueda dentro de un yo para sacar de ahí
métodos y contenidos y que fue, con Dalí o con Magritte,
por ejemplo, el más afamado de los movimientos artístico-
culturales del siglo XX, y que era una expresión del
advenimiento de este yo íntimo (Britannica, 1991, Vol. 11,
p. 412). El surrealismo utilizó como lema una frase de
Rimbaud que decía que “la literatura es una idiotez”
(Espasa, 2004, p. 1198).
Pero esto no es una apología, sino una hipótesis, que
reza como sigue: el yo es la cultura. Efectivamente, todas
las características atribuíbles al yo son originalmente
cualidades generales de la cultura, razón por la cual,
antes del siglo XIX, para ser yo no había que meterse en el
espejo ni inventar automatismos inconscientes, sino vivir
dentro de la sociedad y pertenecer al mundo. Es solamente
cuando aparece la Revolución Industrial, el pensamiento
mecánico, el positivismo filosófico, el dinero como
objetivo ultimado de la vida, que la cultura en general, el
pensamiento, los sentimientos y la sensibilidad barroca, al
faltarles aire con que respirar, tiene que hacer uso de esa
254

invención inversa del pensamiento que es el espacio de la


interioridad, mirada adentro, para irse a resguardar ahí.
Ciertamente, cuando se habla por lo común del yo íntimo,
cuando la gente se señala a sí misma como queriendo decir
que allí dentro tiene una cantidad de cosas buenas, tiernas
y valiosas, está refiriéndose a las cualidades que antes de
la Ilustración eran objetos públicos propios de la cultura.
Cuando alguien se refiere a su yo interno121 está siendo
cursi.
Fue un buen intento, que no duró mucho, porque sucede
que en esta interioridad íntima se pueden meter,
efectivamente, los modos, las maneras, ciertos ritmos, pero
al meterse ahí dentro, no pueden entrar con ellos los datos
concretos de las circunstancias públicas, ni los
acontecimientos de la historia, ni, en suma, la concreción
de las situaciones dentro de las cuales la sociedad fue
constituyendo esas formas de ser y de sentir y de pensar,
de manera que todo lo que se introduce en el yo adquiere
carácter abstracto, carente de nombres, horas, materiales,
es decir, algo así como carentes de historia. Probablemente
no haya nada más aburrido que escuchar sueños ajenos –por
eso cobran tanto los psicoanalistas- por más que quien los
cuente sienta que su yo está en ellos, porque son

121Como Taylor hace notar en su libro sobre Las Fuentes del Yo (1989),
para que aparezca este concepto se requieren las nociones previas de
interioridad y exterioridad, que son, evidentemente, creaciones
culturales históricas, trabajosas y elaboradas: “nuestras nociones
modernas de lo interno y lo externo son, de hecho, extrañas y sin
precedentes en otras culturas y otros tiempos” (p. 165), y así,
“nuestra noción moderna del yo es una autointerpretación tan
históricamente ubicada que también dejaría perplejo y estupefacto a un
foráneo” (p. 164). Hasta aquí Taylor, porque su voluminosísimo texto
es una revisión erudita de teólogos, San Agustín, filósofos, Platón,
Locke y cualquier otro, y literatos, Montaigne, que la gente nunca ha
leído, aun cuando ciertas nociones se hayan colado del púlpito o la
cátedra para abajo, pero no resulta creíble que la sensación que la
gente tenga de su yo provenga de tales referencias.
255

narraciones que se esfuman ahí donde acaban toda vez que


sus sucesos no forman parte de la historia ni de la vida de
la sociedad: no pueden anclarse al mundo. Así como los
sueños, la libertad de espíritu o la soledad de plenitud
son acontecimientos aislados. El arrinconamiento del yo de
la cultura al interior de la individualidad se manifiesta
en la reducción de la historia a la biografía, otro cuento
bastante tedioso de atender: en la historia, como memoria
de la sociedad, uno está dentro de ella, y en tanto tal es
también su propia historia, porque uno está hecho de esa
sociedad, sin embargo, cuando la cultura se sustrae de la
sociedad y se arrumba dentro de un solo individuo, la
historia se convierte en una serie de hechos ajenos
externos e indiferentes y lo único que cuenta es lo que le
ha pasado a uno solo, que lo cuenta, y a quien por lo común
en verdad no le ha pasado nada digno de contarse. El
psicoanálisis parece ser la historiografía de las historias
reducidas al tamaño de un cuerpo bastante pasajero lleno de
anécdotas sin existencia pública que se llaman biografías y
que solamente se escuchan por cortesía y solamente se
cuentan por egoísmo. Por tener una visión del mundo del
tamaño de la intimidad de un individuo, los psicólogos, los
clínicos, estadísticamente, tienden a ser incultos y
despolitizados, y cuando tienen que tomar una decisión en
temas ciudadanos y políticos, la tendencia se les carga a
la derecha; no podría extrañar de alguien que cree que toda
la realidad es la que está en el espejo.
En suma, durante el siglo XX, más pronto que tarde, al
yo le sucedieron dos cosas, una, se vació de cultura, y
dos, se lleno de estolidez, y, en síntesis, se hastió de
256

puro tedio. El ritmo de la cultura es, por supuesto,


múltiple, riquísimo, debido a la cantidad de variaciones y
relaciones que pueden presentarse en cualquier sociedad,
pero, cuando esta cultura se mete dentro de un solo
individuo, la variedad de posibilidades y la cantidad de
elementos es mínima y con más oportunidades de disminuirse
y de empobrecerse que cualquier otra cosa: es como vivir en
una pecera; por falta de necesidad y por acomodo a la
facilidad, se van perdiendo palabras, ideas, estímulos,
dudas, ganas, y el ritmo del yo empieza a convertirse en
una monótona reiteración de los mismos, en una vergonzosa
imitación del yo de ayer y de antier, como si se moviera en
un mundo tan desabastecido de materiales y herramientas que
cada vez pudiera hacer menos, como un espíritu con
esclerosis donde el proceso del yo se agota y ya no se
mueve, con lo que el yo queda, consecuentemente, vacío,
como esas tristes tiendas viejas a punto de quebrar en que
cada día en los estantes está la misma lata, la misma
cajetilla de cigarros, el mismo carrete de hilo, cada vez
un poco más descoloridos. Y por el otro lado, en el espacio
que queda libre, ya sea por equivocación, por
malinterpretación del asunto, o por mera lógica capitalista
en fase acumulativa, lo que debía haber en el interior y
que ya no hay se suplanta con algo que parece ser el yo
pero que no lo es, esto es, se suplanta con una cantidad de
contenidos y discursos que supuestamente son descripciones
del yo pero que no pasan de ser utilería de mentiras: todo
mundo, a falta de yo, está repleto de teorías del yo, que
si el hemisferio derecho es el que siente y el otro es el
que piensa, que si en el sistema límbico radican las
257

emociones, que si se tiene muy activo el gen de la


misericordia y el altruismo por razones evolutivas, que si
la inteligencia emocional, que si la astrologia, las
constelaciones familiares, la programación
neurolingüística, que si el reiki, el yoga, que si el niño
que todos llevamos dentro, y los niños índigo, que si el
tratamiento armónico, la terapia holística, y los masajes
ayurveda y la meditación zen. Si se desea averiguar en qué
consisten todos estos conocimientos, éste no es el libro
indicado. Y con tanto rollo, como dice Kenneth Gergen
(1991), “el yo está saturado”.

El Bulto del Individuo


Una cuestión curiosa es que todos estos métodos, prácticas
y diplomados se han ido desplazando paulatinamente, de lo
que supuestamente era la interioridad del yo, como en el
caso de la meditación, a la superficie del cuerpo, como en
el caso del masaje, primero pretextando que el masaje cura
el interior, después diciendo que mejora el exterior y
cuando uno se ve bien por fuera se ve bien por dentro, y
por último, ya olvidándose de la monserga del interior y
enfocándose sin discurso alguno en borrar lisa y llanamente
las arrugas y las estrías. El yo es hoy una inyección de
botox.
Cabe aclarar que la invención del yo fue una
creativísima alternativa de la sociedad al mundo
inteligente de la mecanización, porque sus posibilidades de
enriquecimiento de la cultura eran vastas, como lo muestra,
entre otras cosas, el arte abstracto, la literatura
contemporánea o la aparición de teorías originales en la
258

ciencia natural, en la teoría social o en la política, en


tanto obra de individualidades tercas y tenaces intentando
hacer algo que fuera el producto auténtico de los
esfuerzos, dudas y conflictos que se maceraban en sus
interiores, pero, en general, hubo, durante el siglo XX,
una deslealtad al yo, una especie de traición a sí mismos,
no tanto por maldad sino por flojera, ya que es difícil y a
veces medio frustrante ser fiel a eso que a la mejor ni se
nota y que tal vez no produzca ni un resultado. Y es que el
yo aparece en la época en que lo único que cuenta son los
resultados. No dan muchas ganas de denominar al mecanicismo
mercantil con el nombre de cultura, o quizá se pueda decir
que es un momento muy abaratado de la cultura, pero en
efecto lo es y, bueno, comoquiera, la forma de la
inteligencia marcó el destino del yo, y toda vez que son
los resultados lo único que es real aquí, el proceso, la
experiencia, la vida misma del yo dejó de importar puesto
que bastaba con que pareciera que había ahí un yo para que
dejara de hacer falta que lo hubiera, y por ende, con que
las apariencias exteriores estuvieran bien arregladas, el
resto podía podrirse como le viniera en gana. De la
interioridad profunda del yo se pasó al individuo de bulto,
al bulto del individuo, y si uno parecía feliz, es decir,
si pegaba en su coche una de esas calcomanías de carita
sonriente, ya no hacía falta serlo; con que tuviera cara de
que estaba pensando, ya no era necesario pensar, y si se
ejecutan bien los gestos de la sentimentalidad, uno podía
pasar por sentimental y al mismo tiempo tener los mismos
sentimientos que un costal de papas. Es más inteligente
poner cara de buena persona que echarse a cuestas el
259

trabajo de serlo.

POSE

En una tira cómica de un caricaturista viejo aparecía el


modelo de Rodin ensayando diversas poses para hacer El
Pensador, y el modelo probaba recargándose en una columna,
tirándose en el piso, mirando al cielo, y ensayaba poses y
poses que al maestro no le parecían nadita, hasta que,
fastidiado, el modelo se sentó a pensar a ver qué otra pose
se le ocurría, y al verlo así sentado, Rodin dijo: “¡así!”;
o sea, justo cuando no era una pose, sino, bien a bien, una
actitud. Una actitud no es algo que adopta el cuerpo sino
algo que brota espontáneamente de sí mismo, como si eso
hubiera estado ahí siempre y por eso surge con tanta
naturalidad, y era la única postura en la que el modelo
parecía auténticamente que pensaba porque, efectivamente,
estaba pensando122. Esto ocurrió en 1904. De entonces a la
fecha, sentarse como El Pensador de Rodin no hace que uno
piense algo, porque hacerlo así ya no es una actitud,
porque ya todos los intelectuales, pseudointelectuales y

122“Nunca Falta alguien Así” era el título de la tira cómica (They’ll


do it Every Time), original de Jimmy Hatlo, y se ha publicado en
periódicos desde hace más de cincuenta años. El Pensador es una obra
famosa por evidente, es decir, porque verdaderamente el hombre ahí
retratado se ve que está exactamente pensando, además de que porque se
reprodujeron muchas copias que están repartidas por todo el mundo, y
finalmente, porque con ella, Auguste Rodin empieza a desfigurar la
anatomía, haciéndole saltar músculos y protuberancias raras para que
con ello se transparente la forma profunda de la presencia humana, o
como dice él mismo, su “verdad interior” (Espasa, 2004, p. 1141). En
otra parte, Rodin hace una descripción de su Pensador, y lo que
describe es genuinamente una actitud: “un hombre desnudo, sentado
sobre una roca, sus pies empujando hacia arriba, su puño contra sus
dientes, él sueña. El pensamiento fértil lentamente se produce en sí
mismo en el cerebro, no es más un soñador, es un creador” (ficha
museográfica, Museo Soumaya, México).
260

dizque intelecutales se ponen el puño en la barbilla apenas


ven que les van a sacar una foto, sino una pose, “pose
rodinescopensativa”, dice por ahí Juan Goytisolo (en la
contratapa de G. Zaid, 2009), esto es, algo que se les pone
por encimita a las cosas, o al cuerpo, como añadido, al
igual que la cosmética, para que parezca que son lo que no
son, que están hechas de un material del que no están
hechas, como ese color aluminio que se pinta sobre todos
los enseres plásticos como los teléfonos celulares o los
tableros de los coches y que por lo tanto no sale de dentro
sino que viene de fuera, de modo que con tal pose uno no
piensa pero parece pensadorsísimo, o sea, que piensa con el
maquillaje, o se maquilla de que está pensando. Y así se ha
hecho últimamente; de hecho, la citada escultura se ha
utilizado publicitariamente para ponerle pantalones de
mezclilla, como ya lo ha hecho una marca de ropa, de modo
que la mera compra de la prenda venga con la garantía de
fábrica de una profundidad de intelección que el comprador
puede adquirir sin tener que tomarse el poco glamoroso
trabajo de pensar. El Pensador de Rodin también serviría
para anunciar relojes, ya que el tiempo es sumamente
filosófico, o lentes, ya que es sumamente observador, ambas
cualidades muy propias de quien está pensando.
Digamos que los pantalones eran Levi’s, y puede
decirse que en los años sesenta no hubo nada más
revolucionario que un pensador con jeans, y así, para de
entonces en adelante, para efectos de figura y resultado,
el resto de los usuarios del siglo podrían prescindir
encantadoramente del proceso de la crítica y la protesta y
ponerse en su lugar la etiqueta –una pestañita roja en el
261

bolsillo trasero derecho- de pensador revolucionario, y


hasta libre y esperanzado por añadidura. Y la razón por la
cual alguien podría suponer que una etiqueta sustituye a
una creencia y a una pasión es porque el lugar de las
creencias y las pasiones está saturado, y dentro de uno
mismo o al interior de los objetos o de los actos ya no hay
nada y por ende, lo único real es la figura. Lo más
profundo es la superficie. Los adeptos de la new age del
siglo XXI son los que creyeron que para ser guerrillero
había que traer puesta una camiseta del Che, pasando por
alto la duda de si también el Che traía una camiseta del
Che puesta. Y el reloj es Rolex, que, no se crea, no es
sólo una joya, sino una maquinita que hace imaginarse al
dueño que no por ser ejecutivo neoliberal no se abisma de
vez en cuando en las aporías de la eternidad. Los lentes
son de Gucci123.
Y son caros, pero para ello no hace falta el dinero,
cosa que es un asunto de fondo ya que implica por lo menos
buena suerte o mala entraña, y por lo común haber tenido la
inteligencia y el esfuerzo para llegar a tanto, sino hace
falta tener tarjeta de crédito, con la que comprar ni
trabajo cuesta, y no cabe preguntarse si hay algo que la
sustente, porque si se tiene la apariencia, es decir, los
resultados, del dinero, es decir, la pose, se tiene ya la
realidad, por más que quienes esparcen abanicos de tarjetas
sobre el mostrador no tengan en qué caerse muertos o
tengan, como se hace a menudo, que pagar la deuda de una

123Una guía de las marcas puede ser el total libro de Naomí Klein
(1999) que documenta todas las infamias y todos los cinismos de todas
las grandes marcas así como la triste ingenuidad juvenil y jovial de
sus compradores, y al mismo tiempo presenta un panorama de las
resistencias ciudadanas –también ingenuas, hay que admitir- en contra
del imperio de las marcas.
262

tarjeta con el préstamo de otra (ya después se caerá la


economía en su conjunto), que es a lo que Thorstein Veblen,
desde principios del siglo XX, llamó consumo conspicuo,
según el cual, la gente gasta una barbaridad en una
cantidad insana de tonterías, no tanto por comodidad o por
gusto, sino para que se vea que se puede gastar, habida
cuenta de que la capacidad de gasto contiene implicaciones
imaginarias de ocio, exquisitez, sapiencia, educación,
poder y control; y como los académicos, científicos,
profesores, intelectuales, de las universidades quieren
aparentar todos eso, se la pasan gastando en cosas que den
la impresión de que saben mucho y conocen gente importante
que usa mucho dinero y por eso estos universitarios tienen
que ir gastando a la par124. Más entristecido por el paso
del siglo XX, Zigmunt Bauman muestra dramáticamente el
asunto, esto es, que hoy en día, quienes no son compradores
de marcas, paseantes de malls y desplegadores de ramilletes
de tarjetas de crédito, no existen, lo cual equivale al 20%
de la población global125. El género humano ya no es una

124 (Veblen, 1899, p. 119). El libro de Veblen es una joya de la


socarronería contra el mundillo académico en general, y, según dice
John Kenneth Galbraith en su prólogo (p. 24), contra unos colegas
suyos muy concretos en particular, ya que escribe una crítica mordaz
de la sociedad occidental fingiendo desapego científico mientras habla
de “la cultura bárbara superior” (i.e. los Estados Unidos de
Norteamérica) habitada por “dolicocéfalos rubios” (i.e. los
norteamericanos). El argumento del libro es más o menos éste: “el
único medio posible de hacer notoria la capacidad pecuniaria a los
ojos de esos observadores que no tienen ninguna simpatía por el
observado es una demostración constante de capacidad de pago. En la
comunidad moderna se asiste con mayor frecuencia a sitios donde se
congrega una cantidad de personas que son desconocidas unas de otras
en la vida cotidiana. Para impresionar a estos observadores
transitorios y conservar la propia estima mientras se está sometido a
su observación, debe escribirse la firma de la fortaleza pecuniaria
propia en caracteres que todo transeúnte pueda leer” (1899, p. 100).
Esto está escrito 51 años antes de la primera persona que sacó su
tarjeta de crédito delante del mesero, una Diner’s.
125 Ese 20% vive con el 1.4% del ingreso mundial, según datos de la

investigadora Araceli Damián, de El Colegio de México. Un dato peor,


263

especie de hombres y mujeres, sino de consumidores,


infantiles, adolescentes y adultos, y si los viejos son
ignorados por nuestra sociedad, es porque ya no compran
nada. O como dice Bauman, los pobres no pertenecen a la
sociedad, “son los enemigos declarados de la sociedad”
(1998, p. 119).

Lo Natural y lo Artificial
La frase más sincera y simpática del siglo del siglo XX fue
la de Ava Gardner cuando dijo: “yo, en el fondo, soy muy
superficial”. Fue la última vez que alguien dijo algo en
serio, y con eso ya avisaba lo que se venía: la cosmética
como lo más interior del ser humano, la barnizada por
encima como la única estructura interna de las cosas. Se
venden noventa mil millones de dólares anuales de
cosméticos en el mundo; L’Oreal vende ochenta y cinco
productos por segundo. Ya la vida sólo apunta a sus
dividendos y enfoca solamente en la carrocería, como
aquellas aspiradoras que por dentro tienen el mismo
motorcito de siempre pero por fuera parecen avión126, y como

porque ya ni la burla perdona, es que hay otro 20% que se queda con el
82%.
126 Esto es lo que se conoce como styling, que consiste en darle una

apariencia a los objetos que es independiente de las necesidades


formales de su funcionamiento, para que la gente los compre. Gillo
Dorfles (1968, p. 53) lo caracteriza así: “el vocablo styling se
impuso después de la gran crisis económica del año 1929, cuando
Estados Unidos se vio obligado a recurrir, por necesidad estricta, a
los sistemas más eficaces para llamar la atención de los compradores
sobre los productos de un mercado en quiebra”. Su “cometido principal
consistía en estudiar la mejor manera de ‘hacer deseables’ o
atractivos los productos ya gastados por el uso. De ahí que el
verdadero significado de la palabra pueda considerarse que es,
precisamente, el de una apropiada y cauta cosmética del producto,
hecha de tal manera, que le dé a éste un nuevo atractivo, que confiera
nueva elegancia al objeto, prescindiendo de toda razón de necesidad
técnica y funcional propiamente dicha”. Como se ve, hoy en día no se
puede saber si se está hablando de aspiradoras, de personas o de
títulos universitarios.
264

las personas que en lo íntimo traen el provincianismo de


siempre pero que vienen vestidas y actuadas de la flor y
nata de la cosmopolitería de vanguardia, porque por ejemplo
no queda claro por qué un perezoso irredento entrado en
años se tiene que vestir de deportista (como Fidel Castro
en su momento menos combativo, pero a él la historia lo
absolverá) para ir a desayunar el domingo ya tarde. El look
es el primo del styling. El único fondo que queda es la
superficie, el único corazón la cáscara, la única intimidad
que queda es la que uno se pone para salir en la foto. Lo
que sólo atiende a los resultados termina siendo
superficial. La inteligencia, como modo de vivir en el
mundo, es siempre superficial, porque carece de aquello que
entra en las cosas y las ideas que se llama sensibilidad.
Otra manera de referirse a las inconsecuencias del
fondo y lo superficial, de la actitud y la pose, es lo
natural y lo artificial. Pero como dice Serge Moscovici en
un alegato brillante, lo natural, la naturaleza, es una
creación humana, una obra de la cultura. El ser humano es
el propio constructor de su propia naturaleza (Moscovici,
1977, p. 20). La naturaleza, como algo que está fuera de la
sociedad y anterior a ella, y la idea de que los árboles,
los atardeceres y los riachuelos y andar descalzos y comer
puros productos frescos es natural, es una cosa de lo más
construida, y de hecho, de lo más artificial que hay: son
ideas fabricadas, como las locomotoras, en los últimos
doscientos años, en una especie de “novedoso”
descubrimiento de la naturaleza. No existe naturaleza que
no haya sido hecha por la cultura ni que implique ya alguna
técnica y concepto humano, o como dice Moscovici,
265

“naturaleza es: el ser humano y la materia” (1977, p. 39).


Y en efecto, forma pues parte de la naturaleza, de nuestra
naturaleza que nos hemos creado, no sólo los montes y los
mares, sino sobre todo las ciudades y los adelantos
técnicos y los avances de las ideas, porque por qué va a
ser natural la agricultura y no la telegrafía, el mojarse
en el mar y no el mojarse en una ducha, si ambas son
ocurrencias de ser humano. Si no nos gusta la naturaleza
que últimamente hemos creado, eso ya es otra cosa, pero,
como con toda naturaleza, hay que habérnoslas con ella. La
naturaleza, lo natural, tiene una historia (Moscovici,
1977, p. 17).
Lo natural no es aquello a lo que le salen hongos. Lo
natural, en tanto obra humana, puede entenderse como
aquello que se hace de dentro hacia afuera, como algo que
proviene como de una necesidad que está en sí mismo.
Natural es París y casi cualquier otra ciudad, que empieza
sin querer, como asentamiento, campamento, paso de celtas,
barqueros, romanos y pastores que van entablando un ritmo
de vida hasta que éste, en una de ésas, agarra materialidad
y se compacta y se concreta formando algo así como su
centro, como una isla de la ciudad, una île de la cité que
le hace saber que ya es algo, que es una ciudad hecha y
derecha con vocación y destino de ciudad y la hace a partir
de entonces seguir construyéndose, pero ahora sí ya adrede,
expandiéndose y asimismo ir transmitiendo a todas las
partes de su crecimiento las cualidades de su centro, su
espíritu de ciudad. Artificial es Disneylandia, planificada
con todo y habitantes y taquillas de entrada en 1955.
Artificial es, entonces, lo que está hecho de afuera hacia
266

dentro127.
Hay vidas que se hacen como París, en las cuales una
serie de comportamientos y vicisitudes al azar en un cierto
momento cristalizan en una especie de descubrimiento de uno
mismo y de compromiso de desplegarse en ese sentido; es la
vida de los que saben qué hay que hacer para respetar su
yo. Y habrá vidas que son como Disneylandias, que se ponen
gorrito de Mickey Mouse si las circunstancias se lo
indican, y se comportan, hoy en día con mucho éxito, como
administradores de sus vidas impuestas. Las arrugas son
naturales, como decía Coco Chanel, porque vienen desde el
fondo de la edad y del cansancio, y uno las trabaja
lentamente para que cuando surjan sean buenas o sean malas,
mientras que artificiales serán todos los trámites para
sacar juventud de los laboratorios e ir a adosársela a la
cara de quien ciertamente no se enteró de que los años eran
mundos que había que habitar y no meras descascaradas del
maniquí el cuerpo, y donde lo único natural, gestado en lo
profundo, como dice Vicente Verdú, es que disfrazarse de
joven es un acto trágico. Natural es pertenecer, sea a un
lugar, a una posición, a un proyecto, a una ciudad o a una
historia, o a un deber como decía Saint-Exupéry, porque ahí
uno sabe que lo que hace le es necesario a esa misma
pertenencia; en cambio, artificial es poseer, controlar,

127Inaugurada ese 17 de julio. A París nunca la inauguraron ni fue


abierta al público ningún día; sus inicios y su nombre se pierden en
el cuarto siglo antes de Cristo. Por otra parte, Bergson, en sus
propios términos, también hace la misma caracterización: “la
fabricación va de la periferia al centro. Por el contrario, el trabajo
de organización va del centro a la periferia” (1907, p. 91).
Kandinsky, por los mismos años (1910), teniendo como pretexto el arte,
habla de una “necesidad interior” (pp. 59, 101) en tanto principio
fundamental con el que se han de hacer las pinturas y “la vida misma”;
la necesidad interior es una “honradez” de las cosas y las personas
(p. 132).
267

dominar, porque nada de estos verbos respeta la naturaleza


del objeto; porque en la pertenencia uno cabe dentro del
objeto, y en la posesión uno no cabe y queda fuera. La
manera de pertenecer es participar, formar parte, como en
la participación civil en los problemas y proyectos de una
comunidad, sabiendo qué pasa, preocupándose por ello,
indignándose a menudo y resistiéndose cuando haga falta, y
la naturalidad se notará en que el ciudadano sabrá que no
podría haberse comportado de otra manera, y que él es su
ciudad y que, de paso, si hay una idea de libertad que
valga, es ésa; lo artificial es afirmar que uno paga sus
impuestos y que no ha visto los beneficios, y que apenas
los vea, los aproveche como si estuviera cobrándoselos. El
arte es natural, porque el que lo hace obedece a una
necesidad interior, y la obra, con su forma y su textura y
su color, obedece también a una necesidad interior, no del
artista, sino de la obra misma, es decir, que no podría ser
de otra forma; si sí podría ser de otra forma, es que quedó
un poco artificial. Hacer flores de migajón, una
reproducción de la Torre Eiffel con huesos de aceituna,
tomar cursos de fotografía porque no es tan difícil apretar
el botoncito de la cámara, repetir naturalezas muertas que
ya estaban muertas desde el siglo XVII, es artificial, muy
válido y muy natural como modo de platicar mientras se
hacen estas actividades, como terapia ocupacional, pero no
como arte ni como belleza ni como vocación. Y actualmente
medio mundo quiere ser un poco artístico, pero solamente
porque eso figura en la lista de lo que debe hacerse para
ser bien visto por parientes y amigos. Muchos de los
deportes actuales brotan, surgen, emergen, naturalmente del
268

ocio, la convivencia, la competencia y los enseres que se


tienen a la mano, como esquiar si uno vive entre la nieve o
como el golf para quien vivía en campos extensos y se
aburría un poco, pero que se vuelve artificiales si uno
nunca ha visto la nieve o si juega golf porque cuesta caro
ya que se ha construido un campo en una zona de sequía
donde se les quita el agua a los campesinos para regar el
césped. Si se olvidara el futbol, se reinventaría a la
primera cosa semirredonda y no muy dura que estuviera a
tiro de pie en un rato perdido, pero cosas como la caminata
o el salto triple que son tan rebuscados que no son muy
diferentes de organizar una carrera de cojito pero con el
brazo derecho levantado, y tampoco muy diferentes de las
categorías cada vez más subdivididas del deporte, masculino
femenino, tal peso, tal estatura, es simplemente demasiado
artificial, porque lo natural es a ver quién corre más
rápido y llega primero, pero no a ver quién corre más
rápido siempre y cuando sea mujer menor de edad de
escolaridad mínima y de la zona boscosa del país, sin
contar que para qué ser el más veloz si cualquier gacela o
automóvil lo rebasa a la primera curva. A la mejor la
justicia es natural, pero los deportes, por naturaleza, no
son justos; la prueba de esta artificialidad deportiva sea
tal vez el impactante absurdo de la artificialidad máxima
de los Records Guinness, que empezaron con el corredor más
rápido y ya van con el gato más gordo –es cierto-, o sea
que, clasificando clasificando, cualquier cosa ya es un
deporte y todo es una hazaña. Y se necesita una buena carga
de inteligencia –mucha gestión, buena estrategia- para
romper del record de la rosca de reyes más grande del
269

mundo. La revolución electrónica es ciertamente un


acontecimiento natural de la sociedad, porque como dice
Moscovici, son cosas que no podían no haber ocurrido, toda
vez que ya estaba contenida potencialmente, no sólo en los
avances tecnológicos que se iban sucediendo ni en las
subsecuentes aplicaciones tecnológicas, sino en el espíritu
de la inteligencia con que arrancó el siglo XIX; lo que no
es natural es la manera en que se utiliza, como en el gasto
de tiempo digno de mejores causas para reenviar chistes, a
veces buenos, y recetas de cocina, a veces malas, por
correo electrónico, ni la necesidad de tener que comprar
todos los gadgets para su computadora que van apareciendo
en el mercado. Hacer, construir, pergeñar, es natural
porque uno se inmiscuye en las entretelas del objeto y lo
conoce desde dentro y desde su origen al ir haciéndolo;
comprarlo ya hecho es artificial, porque uno llega de fuera
y recibe un resultado producido que por definición uno
desconoce y que está envuelto para regalo; leer las
etiquetas no ayuda. El conocimiento es natural: se hace; la
información es artificial: se adquiere. Lo natural es lo
que es inevitable porque está dentro del ritmo esencial del
objeto, porque está dentro de su tradición y es como si
existiera en ciernes desde siempre; es inexorable. Lo
artificial se pone a fuerzas aunque no embone ni venga al
caso. La creación es natural; las novedades, artificiales.
En suma, lo natural tiene actitud, estilo, sensibilidad y
sensatez. Lo artificial tiene pose, superficialidad e
inteligencia. No obstante, cabe la posibilidad de que es
natural que seamos tan artificiales, porque la cultura
siempre se dirige sobre sí misma y no puede salirse de sí
270

misma.
Lo natural señala pues una pertenencia entrañable a la
vida de la cultura, como si uno hubiera estado ahí siempre
y tuviera la misma edad de la historia y conociera de
memoria su pensamiento y sus sentimientos y sus avatares.
Lo artificial es, en cambio, advenedizo. Y tal parece que
la sociedad contemporánea está algo incapacitada para la
naturalidad, lo cual quiere decir que en algún momento, por
decir uno, el año 1900, se le cruzaron los caminos, se le
pasó el tren, se le fue el avión, se le enredaron los
cables y hubiera quedado medio extraviada y ya no supiera
cuál es el rumbo ni por dónde queda la salida. Ése es el
precio de la inteligencia, porque ésta se separa de su
objeto para poderlo controlar, y al hacerlo termina por
desconocerlo íntimamente, y por eso, cuando se quiere
relacionar con él, siempre le sale de un modo medio torpe;
paradójicamente, la inteligencia se mueve en un mundo que
no conoce, aunque sí domina: cree que la cultura es un
negocio, que la belleza es un pegote, que la razón es un
resultado. Como que la cultura contemporánea hace las cosas
sin razón de ser, porque la inteligencia no está para saber
eso, y así, todo lo que hace se antoja demasiado elaborado,
lleno de afectación, impostado, alambicado, rebuscado: los
performances, los alimentos macrobióticos, los viajes a
marchas forzadas del verano, la arquitectura espectáculo,
las religiones biodegradables, el negocio mundial de los
conciertos de rock, las mercancías retro. Y las modas: las
roturas de los pantalones que debían surgir de su uso y del
apego a ese pantalón, son artificialmente deszurcidas con
bastante preciosismo, el pelo despeinado que tendría que
271

venir de un desenfado con respecto a la apariencia viene de


todo lo contrario, las caras de cólera del rock del
descontento de los años sesenta ahora les gusta traerlas a
los niños de las clases altas que de grandes serán
empresarios, y la triste historia de la altaculturización
de la mezclilla.
Donde se nota la artificialidad de la realidad es en
la incongruencia propia de las cosas, en la presencia de
partes que no embonan bien, de rasgos que no vienen al
caso, como si los objetos, los actos y los acontecimientos
estuvieran hechos de piezas que no les vienen y no encajan
en el todo y que por lo tanto se botan y tienden a
desarmarse. Todo está hecho a cachos y se cae a cachos. No
hay continuidad ni visual ni auditiva ni de ninguna otra
entre las diferentes partes con que está construido el
mundo.

LA ÉTICA DE LAS COSAS

Esta incongruencia es, en sentido estricto, una falta de


ética. Ética, etimológicamente, viene de ethos, que
significa el carácter, el ser de las cosas y los actos o
las personas, y constituye pues, la esencia o sustancia, o
como se ha dicho aquí, el estilo profundo, la forma de ser,
la actitud que es la que dicta desde dentro y desde el
fondo siempre el tono y la textura del resto del objeto,
impidiendo que se produzcan incongruencias, y por lo tanto
otorgando una especie de fluidez y de armonía al objeto en
su completud. La ética permite que una persona haga muchas
272

cosas distintas, pero que ninguna desdiga de las demás, que


ninguna rompa la unidad de su modo de ser, que si alguien
es leal le tenga lealtad hasta a sus propios errores, hasta
a sus enemigos, porque la ética, como la cultura, siempre
retorna a sí misma para actuar sobre sí misma. La ética es
como un estilo, que se transparenta en todos los detalles a
lo largo y a lo ancho; el Barroco tiene ética porque todo
lo que se hace y no se hace, lo que es bueno y lo que es
malo, es siempre barroco. Nueva York tiene ética en el
sentido de que cada rincón es neoyorkino. El criterio de la
ética es estético. La ética es un suerte de fidelidad del
objeto a sí mismo, y el objeto sabe que no va a traicionar
sus razones de ser, sus motivos de origen. A la Iglesia
Católica se le perdió la ética cuando le brotaron las
incoherencias cuando sus encíclicas dejaron de corresponder
con el amor al prójimo y se puso a repartir órdenes en vez
de caridad. El rock no tiene ética porque su carácter
contestatario devino mercancía para todos. La arquitectura
falta a su ética cuando se vuelve monumentalismo
escenográfico dentro del negocio del espectáculo.
La ética no se aprende, porque ella es la que enseña;
la ética es primero, porque es consustancial al origen de
cualquier cosa. Pero hoy en día, ante lo mal portados y
tramposos que resultan todos, en los colegios y
universidades ya quieren dar clases de ética: eso es un
despropósito y la más ramplona falta de ética. La ética no
puede ser el aprendizaje, la repetición y la imitación de
una serie de poses, frases, sonrisas que se supone que son
muy buenas y que por lo tanto hay que utilizar cuando a uno
lo estén viendo. La sociedad de la inteligencia, la del
273

siglo XXI, no puede tener ética porque su misma


inteligencia le impide tener profundidades y por ende
conocer sus tradiciones y sus orígenes y su cultura128, y en
su lugar, como no podía ser de otro modo, coloca una ética
artificial, puesta desde el exterior y por encima, como se
ponen lo adornos mal puestos, como mera barnizada de la
cáscara a ver si con eso da el charolazo y tiene la
apariencia para poder venderse. La ética, aquí, ya, es una
pose, la pose de decir “ellos y ellas” en vez de acabar con
las discrepancias de género, de llamar a los viejos
“adultos en plenitud” –ha de ser de años- mientras se les
deja morir de pobreza y soledad, la pose de dar cuotas de
género a mujeres que se tienen que comportar como hombres
en ese puesto, de decir que alguien con retardo mental o

128Es lo que Hans Freyer plantea como un “sistema secundario”, que se


configura a partir de la Revolución Industrial: consiste en el hecho
de que la sociedad se despega y se deshace de su propia memoria e
instaura en su lugar una especie de orden artificial que hace borrón y
cuenta nueva de la tradición de la sociedad y para lo cual implanta
sus propias leyes y reglas en las maneras de ser, en los planes, en
las necesidades, etcétera, y que es a lo que se denominó progreso, que
no está hecho de avances, sino de olvidos; por ello, a partir del
advenimiento de la inteligencia, la sociedad se complace en ser cada
vez más inculta, más iletrada, creyendo que con eso es más atrevida y
novedosa; la orgullosa malcriadez norteamericana es el epítome. La
idea de Freyer (1955) se puede mostrar en los siguientes párrafos: “un
‘sistema secundario’ está construido según una forma del todo nueva.
No se construye sobre una base ya formada, esto es, en un ámbito
social ya configurado” (p. 91); el sistema secundario “menoscaba el
carácter personal en identidad personal, el hogar en domicilio y en
dialecto, las inclinaciones en hobby, la vocación en job. Los órdenes
sociales anteriores tomaban al hombre junto con la tierra en que
arraigaba y así lo plantaba en ellos. Éstos, le dan ocupación como
fuerza de trabajo adecuada a las categorías y tarifas del sistema” (p.
94). “Apenas podemos notar que sea una reducción porque anda
disfrazada de enriquecimiento” (p. 95). “El ámbito social se convierte
en milieu, en mundo externo, en una segunda naturaleza frente a cuyas
exigencias la inteligencia y hasta los instintos reaccionan por
adaptación. La psicología social americana ha pensado desde hace
tiempo que la adaptación (adaptation, adjustment, conditioning) es una
de las categorías fundamentales del comportamiento en una estructura
social semejante” (p. 101). “Campos de acción así delimitados educan
en la vivacidad, agilidad, facilidad de manejo, hasta educan en
inteligencia; hasta espíritus muy limitados pueden alcanzar ciertos
grados en esta forma de inteligencia” (p. 103).
274

ciego o paralítico tiene “capacidades diferentes” (vocablo


que por lo menos los ciegos detestan) y organizarles sus
olimpiadas, de hacer discursos sobre diferencia,
tolerancia, pluralidad, democracia129, y esa pose es toda la
ética para la que alcanza hoy. Era obvio que la pose de lo
políticamente correcto tenía que salir del país que ha
destrozado en los últimos tiempos la mayor cantidad de
gente y de planeta, aunque lo peor es que haya sido
adoptada –así son las cosas- por los destrozadores menores
de las demás latitudes; se ha de sentir bonito esto de
dominar a los demás y además ser bueno con ellos. Al igual
que con la naturalidad, se podrá argüir que la falta de
ética es en sí una ética, aunque también puede que eso sea
el cinismo.
Pero la conclusión es que la memoria de la cultura, es
decir, la vigencia viva del pensamiento, el sentimiento, la
conciencia, la percepción y la sensibilidad con que se ha
construido la sociedad occidento-global, es decir, todo
aquello de lo que estamos hechos y con lo que vemos y
tocamos el mundo, sigue siendo real, y por lo tanto,
últimamente, la gente está desconcertada de habitar en una
situación en la que no se reconoce ni se acomoda, como si
los datos y los hechos le indicaran que vive en una
realidad pero su memoria de fondo le avisara que así no era
el mundo y que así no es la vida. En el siglo XXI, en las
actividades de diario puede registrarse una aquiescencia y
una aceptación del estado de cosas -la gente se ocupa de

129 Un poco más de sensibilidad les mostraría que lo que es una


verdadera falta de ética es la destrucción del lenguaje y que, como
sabía Karl Krauss, la degradación del lenguaje a través de las
patrañas grandilocuentes es un signo de la descomposición de la
sociedad. Krauss llamó la atención de esto en los años previos al
ascenso del nazismo.
275

sus asuntos incluso de buena gana- pero en el nivel de los


ritmos de la conciencia, en la cadencia subterránea con la
que se vive, parece que la vida se mueve más
descorazonadamente, como si el río fuera cuesta arriba: la
corriente que tiene que subir lleva el ritmo de la
incredulidad, no porque hacer eso sea increíble, sino
porque no creer requiere más esfuerzo. Vivir en un mundo
que no se cree es muy cansado.
276

EPÍLOGO: DE UNO MISMO

La cultura es una creencia en el mundo: creer que el mundo


es cierto, que los médicos saben lo que hacen, que las
especies evolucionan, que la tecnología facilita la vida,
que Picasso pinta bien, que la democracia es el menos malo
de los sistemas políticos, que nuestros sentimientos son
nuestros, que el deporte es sano, que pensamos con el
cerebro, que es mejor ser inteligentes, que uno tiene
endorfinas o neuronas en el cuerpo, que el dinero no da la
felicidad aunque todo lo demás sí se puede pagar con Master
Card, que todo lo que necesitas es amor, que la fuerza nos
acompaña. El mundo no es real ni ficticio, no es conocido
ni ignorado, no es físico ni mental, y no es verdadero ni
falso, o sí es todo eso, pero sólo porque ante todo es un
mundo creído, lo que quiere decir que cada vez que uno se
ponga a buscar verdades con lo que se va a topar si no se
277

detiene a tiempo es con que en última instancia todo lo que


sabemos se basa en una creencia. Y una creencia es una
sabiduría sin conocimiento.
Parece que si es cierto que los incultos son los que
no tienen creencias, por ejemplo los animales. Los
científicos son personas temerarias que sostienen que sus
conocimientos están separados de las creencias y en cambio
apegados a la realidad, y a eso es a lo que llaman verdad.
Esto les pasa a las psicologías de la cultura, que quieren
ponerse por encima de la cultura, del lado de las verdades
y no del lado de las creencias, en la creencia, perdón, de
que la ciencia es de primera división y la cultura es de
segunda; sin embargo, al pretender ser muy científicas,
solamente logran ser unas psicologías muy incultas, puesto
que al querer sobresalir de la cultura, resultan ser un
producto menor y defectuoso de la misma cultura que creen
que explican. Si jugaran serpientes y escaleras entenderían
mejor su posición. Una verdad es una creencia que puede ser
sostenida por más de quince minutos, durante los cuales lo
que en rigor se expone es la historia de tal creencia o sus
aplicaciones posibles, pero siempre llega un momento en que
la verdad se calla, donde se le nota que no era verdadera
sino creída. Con tres porqués que uno pregunte la verdad no
aguanta. Por lo común, verdades como la de que Dios existe,
de que la naturaleza tiene leyes, de que los datos
provienen de la realidad, de que cada uno es un yo de lo
más único, no alcanzan los quince minutos de argumentación,
porque en general, toda verdad y toda realidad y todo
conocimiento terminan, por ahí del minuto siete, en revelar
que están basados en una creencia, esto es, en algo que
278

resulta suficiente para empezar pero que no sirve como


prueba de nada, por lo que puede aseverarse que las únicas
verdades que tenemos son las que nos creemos, y esto es la
cultura.
Es notorio que en las disciplinas interesadas en la
naturaleza del conocimiento, como la psicología, la
psicología social, la epistemología, la gnoseología, la
historiografía, la filosofía o la crítica cultural, siempre
que se rasca y se busca el fundamento, aparece ese piso
raro de la creencia pura, que es como un pasmo y
simultáneamente una necesidad de hacer que la realidad
exista a fuerzas de algún modo; es la terquedad de que el
mundo existe-porque-existe aunque no quiera. Este punto de
pasmo del conocimiento ha sido encontrado de múltiples
maneras. En el lenguaje aparece en aquello que se puede
llamar el revés de la metáfora, es decir, en lo que no se
dice pero que es precisamente lo que se hace presente y
aunque esté ahí ni así pueda decirse, o sea, en lo que
aparece cuando se dice valle de lágrimas, otoño de la vida,
hilo de la narración, pata de la silla, espejo del alma,
que hace real algo que de ningún modo queda claro. Paul
Ricoeur, un autor que se dedicaba a averiguar qué es lo que
se dice con las palabras, qué es aquello que nombra el
lenguaje, concluye que “lo que puede ser llevado en
símbolos al lenguaje, pero que nunca pasa a ser lenguaje
completamente, es siempre algo poderoso, eficaz, enérgico”
(1976, p. 76), y es siempre algo mudo, pasmado, y tenaz. En
otra parte también dice que “la metáfora nace donde la
forma y la fuerza coinciden”.
Es lo mismo que decía Frederic Bartlett acerca de la
279

memoria, para quien la cual no remite a un acontecimiento


ni a una imagen, sino a algo más fuerte, que el denominó
“actitud” (1932, p. 207), palabra que en latín se dice
schema (en griego skhêma), “esquema” pues, y que refiere a
una forma de organización abstracta y sin material, como
vacía, como molde, que ya luego se puede llenar con
recuerdos indistintamente verídicos o imaginarios.
Igualmente, Moscovici alguna vez habló de un “esquema
figurativo” (1976, p. 86), aunque sus discípulos, que
prefieren las verdades a las ideas, no le hicieron caso;
también lo llamó “núcleo figurativo” (1984, p. 38), o
“modelo figurativo” (1976, p. 87), o “paradigma figurativo”
(1984, p. 39), y dijo que era aquello que, sin ser un
conocimiento, organizaba desde el fondo los conocimientos
cotidianos, o representaciones sociales o colectivas: el
núcleo figurativo es aquello que no es el conocimiento pero
que hace posibles los conocimientos. Más tarde, Moscovici,
que prefiere las ideas a las verdades, opinó que este
esquema figurativo es lo que dota de “cualidad poética”
(1995) a los conocimientos cotidianos ya que les confiere
“espesor” y “profundidad”, que es como decir que les da
misterio y encanto, cualidades que no están en la
racionalidad y que no pueden explicarse ni mencionarse,
pero que hacen que las cosas y las palabras no aparezcan
como mero dato informativo sino como honda experiencia,
asunto éste que le quita a su teoría el tilde cognitivo que
a veces se le ha puesto, y es que, en efecto, como también
lo dijo (1995), el paradigma figurativo se hunde en la
tectónica de lo afectivo y lo originario que es anterior al
conocimiento.
280

Este esquema figurativo que le da consistencia a la


realidad no puede en rigor compararse a un dibujo o a una
imagen, esto es, no es representable, sino que es una danza
de fuerzas en tensión recíproca donde unas aplastan a las
otras y las otras se sobreponen a las unas, y aquí surge el
dato curioso de que todos los autores parecen hablar sin
proponérselo de energías, poderes, en suma, de fuerzas,
como si, en conclusión, una creencia no fuera más que
fuerzas, que en efecto lo es, pero sobre todo, que la
fuerza fuera en sí misma una creencia, que es con lo que se
topa Gerald Holton, un historiador de la ciencia
norteamericano, al buscar las bases de las verdades
científicas y que resultan ser algo que no es verdadero, ni
real, ni tampoco científico, sino exactamente mítico.
Similar a Bartlett, que las llamó schemata o esquemas,
Holton las llamó themata o temas, que quiere decir en
griego “yo pongo”, o sea, que no está en la realidad sino
que uno va y lo pone de su propia cosecha, esto es, los
themata son lo que uno aporta de su parte para que la
realidad pueda existir, y para que la verdad sea cierta,
pero que no están sacados de esa realidad. En otras
palabras, propias de académico de Harvard, los themata “son
aquellos prejuicios fundamentales de una índole estable y
sumamente difundida que no son directamente resolubles ni
derivables a partir de la observación y del raciocinio
analítico” (Holton, 1985, p. 8), o sea, son algo que no se
ve pero sí se necesita y que se va y se pone como si fuera
verdad y formara parte de la realidad para poder constituir
el conocimiento130. Y el thema más popular es el de un

130 Un ejemplo de themata que se da es el de la estructura del


281

“constituyente elemental” (Holton, 1985, p. 24) de toda la


materia y de todo el universo y de todo el mundo, y éste es
el concepto de potencia, o energía, o fuerza (Holton, 1985,
p. 24). Al parecer todos los científicos dan por hecho, y
al parecer no tienen de dónde sacarlo, el tema de que las
fuerzas existen131, y que siempre tiene que haber presente
una fuerza actuando sin que nunca se la haya visto y sin
que tampoco sea una verdad evidente por sí misma: si
explota una bomba, se registra que ahí hay materia, y que
cambia de posición y de composición, y que se descuartiza
todo, pero uno nunca vio la fuerza. Si algo se cae, hay una
fuerza; si algo sube, hay una fuerza; si algo ni se cae ni
sube y se queda como estaba, es que ahí hay una fuerza. A
todos nos pasa, nótese: las fuerzas mueven al mundo, actúan
en el subconsciente, se expanden por la sociedad, salen en
las películas peleándose unas contra las otras, brotan de
la Casa Blanca las fuerzas del bien, explican la física,
aclaran la esoteria de los new age, sin que haya una buena
forma de decir que sí existen, porque de cargar una maleta

universo: en todos los mitos el universo era primero una pasta


informe, una masa indiferenciada que en una de ésas se separa en
muchas partecitas las cuales luego interactúan entre sí: poniéndoles
vocablos nuevos como “radiación”, “neutrones”, “fusión termonuclear” o
“moléculas” (Holton, 1985, p. 26), las teorías contemporáneas de la
formación y evolución de universo son idénticas, igualmente míticas, a
los cuentos primitivos. Esto, la forma del universo, es un thema.
Otro, según Holton, es el de las cualidades estéticas de las teorías
científicas, que son mejores y más correctas mientras más armónicas y
parsimoniosas sean.
131 Claude Allègre (2005), en su amoroso diccionario de la ciencia,

dice que “la energía es una de las nociones más importantes y más
utilizadas en física. Y sin embargo, no se la sabe definir”. Cita como
prueba de esto, por una parte a Henri Poincaré: “ya que no podemos dar
una definición general de energía, el principio de conservación de la
energía quiere decir simplemente que hay algo que se mantiene
constante. Cualesquiera que sean las nociones que las experiencias
futuras nos puedan aportar, sabemos de antemano que siempre habrá algo
que se mantiene constante y que le podemos llamar energía”; y por otra
parte, a Richard Phillips Feynman, Premio Nobel 1965: “es importante
darse cuenta de que, en la física actual, no tenemos ningún
conocimiento de lo que la energía es” (p. 379).
282

a decir que allí hay una fuerza, hay un trecho. Se puede


opinar que existe Dios o que existe la causalidad solamente
porque ya se opinó antes que existen las fuerzas. Las
fuerzas existen a fuerzas. Las fuerzas son una creencia, y
las creencias son una fuerza132.
Pero Spengler ya lo había dicho en 1918, y lo que dijo
es que, en efecto, “todo ‘saber’ acerca de la naturaleza,
incluso el más exacto, tiene por base una creencia
religiosa” (reseñado por Nueda y Espina, 1969, p. 1672), y
la de la física es la fuerza, y así es como lo dice: “el
dogma de la fuerza es el tema único de la física, bien
trate de ‘la’ energía radiante o de ‘la’ electricidad, ‘el’
magnetismo, ‘la’ temperatura, ‘la’ radiactividad, u otra
personificación de aquélla. La ‘fuerza’ es una magnitud
mítica que no procede de la experiencia científica, sino
que, por el contrario, determina de antemano la estructura
de la experiencia” (reseñado por Nueda y Espina, 1969, pp.
1672-1673). La crítica que le hace Spengler a esta física

132 Hay un par más de puntos interesantes en Holton: primero, la


observación de que, si bien la física y la biología, por ser tan
antiguas, están tan llenas de explicaciones intermedias y datos
acumulados que los themata originarios quedan muy remotos y casi no se
advierten, en cambio en conocimientos más recientes como la
sociología, la historia o la psicología, sus themata todavía
sobresalen evidentemente, y no hay, no obstante sean tan obvios, que
despreciarlos, sino dedicarse a comprenderlos (1985, pp. 28-30), como
si estas disciplinas fueran ciencias de themata, razón por la cual son
en sí mismas teorías del conocimiento, caso que se ve claro en la
psicología social, por ejemplo la de Tomás Ibáñez: al hacer una
crítica del conocimiento que produce la psicología “científica”,
Ibáñez le marca dos ingenuidades: “la creencia en una realidad
independiente de nuestro modo de acceso a la misma”, y “creer que
existe un modo de acceso privilegiado capaz de conducirnos, gracias a
la objetividad, hasta la realidad tal y como es” (Ibáñez, 2001, p.
231); lo que cae como ni mandado a hacer son las palabras que emplea
para concluir: “la fuerza con la que estas creencias...”. En fin,
segundo punto de Holton: la observación de que la comprensión de
dichos themata, i. e. de por qué el conocimiento en general está
configurado de esta manera, es un asunto propio de las psicologías,
donde menciona a la percepción, al desarrollo infantil, y a Kurt Lewin
(Holton, 1985, p. 11), sin especificar con este autor a qué se esta
refiriendo.
283

moderna, y de paso a la civilización occidental, es que a


su conocimiento nada más le importa la “acción” del
universo, pero no la “actitud” del universo, como si la
diferencia entre acción y actitud fuera la diferencia entre
una fuerza bruta y una otra fuerza, por decirlo así, como
Moscovici, figurativa, capaz de darle forma a lo que toque.
En efecto, cuando la fuerza se confunde con una
realidad empírica como las de las tempestades o la de la
gravedad o la de la energía atómica o la de la fuerza del
más fuerte, resulta que es una fuerza que rompe, que
irrumpe, que fuerza, dura, incrédula, mecánica, insensible,
inteligente, como la fuerza de Terminator o de cualquier
película (o política) de acción norteamericana, en donde de
lo que se trata la trama o el espectáculo es de que el
héroe vaya destrozando todo lo ajeno que se encuentra a su
paso para que se vea lo poderoso que es, desgajando
puertas, despedazando coches y derribando puestos de
mercado (que por alguna razón les encanta hacerlo, tal vez
porque las frutas y verduras saltan muy llamativamente);
esta fuerza empírica parece que siempre es muy
imperialista, y lo que ellos llaman las fuerzas del bien
luchando contra el mal. Pero, en cambio, cuando la fuerza
es figurativa, es decir, cuando se trata de la fuerza de la
actitud que ebulle en lo que se cree, es más bien una
fuerza que empuja, que lleva, que alienta, que sostiene; y
que se opone, no a algo contrario que se le resiste, sino a
algo así como a otra forma de sí misma, esto es, a una otra
fuerza que, colaborativamente, ayuda, llama, invoca, jala,
atrae, invita, absorbe y se sabe nuestro nombre; y en
conjunto, es esta fuerza figurativa la que hace que el
284

mundo no sea un mundo manipulado y utilizado, sino un mundo


creído, sentido íntimamente como real y verdadero.
O dicho de otro modo, salvo Locke en el siglo XVII y
el empirismo y cientificismo modernos que opinan que la
creencia es falsa y es lo contrario de la verdad, el resto
del pensamiento occidental, desde Platón y Aristóteles,
desde san Agustín que decía que “creer es pensar con
asentimiento”, desde Hume en el siglo XVIII que decía que
la creencia es un asunto de sentimiento, coincide en que
uno no cree en algo porque sepa que es cierto, sino porque
confía en que es cierto, y le da su palabra: no sabe que la
esperanza es correcta, que la ciencia es verdad, pero
confía en que lo son. En efecto, la creencia es
fundamentalmente un compromiso con el mundo, un voto de
confianza en que las cosas son de tal o cual manera, que la
salud es importante, que hay que transformar la sociedad,
que sus parientes lo quieren. En el momento en que uno se
compromete con el mundo, con la realidad y con la verdad,
eso se vuelve real y verdadero. Uno no cree en algo porque
sea cierto, sino que es cierto porque lo cree. Y como decía
Holton, en el caso de la física no se nota a primera vista,
pero en el caso de la psicología, de la filosofía, de la
política, de la literatura, del arte o de la vida
cotidiana, sí se nota inmediatamente que algo es verdadero
porque uno decide tomarlo como realidad, tal cual decía el
escéptico de Hume: es como si el escepticismo le diera su
toque humano al mundo, que no es así porque así es, sino
que lo es porque lo queremos. La nobleza, la bondad y las
buenas intenciones de los demás nada más existen por el
hecho de que uno confía en ellos. La realidad no existe si
285

no hay quien se la crea, quien la asuma y se comprometa con


ella.
Puede notarse que cuando uno no cree en lo que está
haciendo, a uno le fallan las fuerzas, se le quitan las
ganas, como si, en efecto, lo que diera fuerzas fuera la
creencia. También debe notarse que aquí apareció la palabra
fuerza, sin querer, y ni modo, pero que hay otras, muchas,
más evocadoras y menos duras, como élan vital, aliento,
ánimo, pneuma, soplo, espíritu, ilusión, deseo, para
referirse mejor a esa fuerza. Cuando falta esa fuerza lo
que falta es la ilusión que nos mantiene dentro de la vida.
Y lo que sucede con la palabra creencia es que nadie
se la cree. Si se creyeran la creencia en la otra vida, por
ejemplo, no andarían tratando de durar más de la cuenta en
ésta, ni quisieran, como quiere un científico entrevistado,
en vez de más allá un poco de “más aquí”. Por lo tanto, a
la mejor el término idóneo no es creencia, sino
“creérsela”, que tendría que poder decirse “se la creer”
aunque no se puede, donde el reflexivo “se” y el pronominal
“la” muestran que se trata de creer íntimamente, para uno
mismo (y no nada más para declararlo), la vida o la
actividad o la mentira o lo que sea que se está actuando:
creérsela es inventar la realidad donde se va a vivir, como
la casa de muñecas donde las niñas toman el té, si es que
todavía existen niñas así.
Y hoy en día, a como están las cosas, nadie se cree lo
que hace, y nadie se cree lo que dice, ni se cree lo que
tiene, ni lo que gana, ni lo que puede ni lo que sabe ni lo
que busca ni lo que espera ni lo que vive ni lo que cree.
Por eso da lo mismo lo que diga, lo que piense, lo que
286

estudie, lo que quiera y lo que crea.


Y esto recibe, actualmente, el aplastante nombre de
depresión, que, como desgracia, está rompiendo todos los
records y le gana a los tsunamis y a los accidentes de
carretera y a los actos de terrorismo y a las caídas de las
bolsas de Tokio, Londres o Nueva York, y como enfermedad,
está resultando más grave que la obesidad, el sida, el
cáncer y los trastornos de atención de los niños
hiperactivos. La depresión es el hecho de no creerse el
mundo en que se vive y por lo tanto quedar al margen de él,
como desterrado de la realidad, exiliado vivo de la vida,
al haber tratado de incorporarse en una relación o en una
idea o en un deber, y aunque se los haya podido desempeñar,
no haber podido creérselos ninguno y quedar excluido de
ellos. Porque es cosa de creérselo, se da el caso de tantos
que intentan meterse en cuantas religiones se anuncian,
para ver si llegan a creer en algo; y a veces funciona,
aunque sólo de tentempié. El alcohol y otras ingestas, y
otras inyectas, hace creer en algo por un rato, y por eso
es tan solicitado como tentempié de la vida, aunque, como
se sabe, no dura pero si cobra. Ciertamente, creérsela es
la manera de ingresar al mundo, porque lo que constituye a
este mundo, es el hecho se ser creído. La creencia es una
especie de espacio que se va haciendo lugar en el mundo
para que así uno tenga cabida en él, y creerse algo es
ocupar el mismo lugar que el mundo: no hay nada más real
que eso. El sentido de la vida no existe: hay que hacerlo:
de eso se trata la cultura.
La manera más rutilante del fracaso al tratar de hacer
un mundo que valga la pena habitar es la de creer en el
287

individuo, es decir, en que ese cuerpecito tan poca cosa


que tiene la gente sea el asunto más importante del
universo y al que haya que dedicar toda la atención y
prestarle todos los cuidados y que cada vez se ha vuelto,
gracias al discurso científico, una instancia más física,
química, biológica, menos mental o espiritual o psíquica,
más caprichosa y exigente y exclusiva, como ya lo ha
mostrado el siglo XX, porque, por cierto, suponer, como se
anuncia por todas partes, que la gente va a emerger de su
taedium vitae si se consiente y se autoestima por la vía de
las múltiples superaciones personales en donde todos se
esfuerzan por ser más sanos, más bondadosos, más ágiles,
más productivos, más comodinos, más bonitos, más
glamorosos, más triunfadores, que no es otra cosa que por
la vía de superar y derrotar a todos, de ganarles hasta en
humildad y en altruismo, parece ser una especie de
respuesta boomerang que se regresa contra uno, como querer
acabar con las prisas corriendo más, e inventar nuevos
hastíos para salir del tedio. Reducir el mundo al tamaño
del cuerpo propio, de los horizontes individuales, arroja
como resultado el que uno, por una parte, deja despoblado y
abandonado el resto, y por la otra, que se trata de un
mundo demasiado pequeño como para que pueda ser
autosuficiente y tenga con qué sostenerse. Y por lo demás,
casi da risa imaginarse, a no ser porque es lo que sucede,
a millones y millones de personitas todas juntas en un
planeta atiborrado creyéndose que cada una es la única y es
especial y por si las dudas hostilizando a todos los de
alrededor. Creer en el propio cuerpo como centro de la
creación es como adentrarse en un desierto donde no hay
288

material para hacer nada excepto la propia sed, y quedarse


cada vez más desanimado, desalentado, descreído. Ir
envejeciendo a medida que se ponen cremas para rejuvenecer.
El propio individuo que es cada quien es un mundo estrecho
y desprovisto, como suelen ser los callejones sin salida.
En todas las ideas de autoestima, salud, competencia,
superación, éxito, paz interior, status y fama que pululan
públicamente, lo que late debajo es la idea de que el único
objeto interesante existente es ese cuerpo y mente que es
cada quien: casi asusta imaginar la miseria y miserabilidad
de un pensamiento que solamente tenga por dedicación
contemplar ese tedio. Como creencia es chica, como ilusión,
barata, y como dice Gabriel Zaid, “el yo puede ser muy
aburrido” (2009, p. 155).
La ilusión y el aliento comportan una paradoja, que es
la de producir aquello que nos antecede y que es mayor que
nosotros mismos y que por ende podemos caber dentro para
tener ahí un mundo donde vivir133. Creerse algo es crear
algo más antiguo y más vasto que el propio creador, porque
si no no habría manera de ocuparlo para que ahí dentro
ocurran nuestras vidas, de manera que la creación de
aquello que se cree resulta ser la de aquello que nos crea.
Y efectivamente, hay objetos más dignos que el propio bulto
individual, y de hecho, casi cualquier cosa es más
interesante, porque cuando uno de veras se los cree y
empiezan a convertirse en reales, todos los objetos
proporcionan una cantidad de sorpresas, de conocimientos y

133 Esta es la idea de lo a priori en Kant: la necesidad del


conocimiento de contar con un conocimiento anterior a él donde poder
asentarse, tales como el tiempo, y el espacio, que “no es un concepto
empírico que haya sido extraído de la experiencia externa; es una
representación necesaria a priori que sirve de fundamento a todas las
intuiciones exteriores” (1789, p. 60).
289

de incógnitas con las que el pensamiento se profundiza y se


enriquece. Son objetos con los cuales comprometerse y en
los cuales confiar: en tiempos menos frívolos podría
decirse una casa, una huerta, un prójimo, una idea, pero
dada la frivolidad del día, es atrevido dar ejemplos, una
vocación o una carrera como objetos, porque eso se confunde
con tener un diploma o con decir que uno es contador, pero
por ahí no se ve por ningún lado la pasión ni el
compromiso. O una obra como las de arte, o como las de
servicios públicos, o una organización o institución o una
técnica o un saber. En fin, porque creerse algo es meterse
dentro de su conciencia, es decir, pertenecer a su ritmo,
sentir su madera, su materia, como lo hace un deportista
que ensaya a horas y a deshoras la misma jugada, como un
niño, si todavía hay de esos niños, que se empapa en su
juego, con una seriedad que ya después nunca tendrá, como
un músico que ensaya y ensaya, no hasta que le salga bien -
eso es pura técnica- sino hasta que su música se haya
convertido en el aire que pueda respirar, hasta que lo
moral se sienta físicamente, como un actor que deja de
existir para que exista su personaje y él lo encarne, esto
es, se vuelva su propia carne, como un científico, que no
es que se sepa las leyes de su ciencia, sino que pueda casi
oírlas producirse en la realidad, como el rumor de unas
leyes que se gestan, y en todos estos casos, uno mismo se
ha salido de sí mismo y ha entrado en algo mayor que sus
propias pequeñeces acomodaticias y complacientes.
Suena bonito, pero ahí está el problema, porque por lo
común actualmente la gente solamente se cree algo por el
tiempo que tarda en pagarlo, y según su presupuesto, salta
290

de creencia en creencia cada dos por tres, lo cual es el


truco del consumismo, donde unos zapatos, un curso de
gastronomía, una plática, son maravillosos sólo mientras
los cogen, los registran y los sueltan para ir en pos de lo
siguiente, de modo que la cosa sólo queda creída por fuera,
por su superficie, pero sin adentrarse en ella, porque eso
ya es difícil, tareoso, largo, tardado. Para acoplarse al
ritmo de cualquier cosa que sea, una teoría, un tren de
casa, una persona, la elaboración de un objeto, se
necesita, al parecer, paciencia, resignación, malos ratos y
mucho tiempo de soledad y aburrimiento, algo bastante
parecido a aprender a tocar el piano, a saber otro idioma,
a estar casado, duro y dale una y otra vez en una labor que
parece perder su atractivo y que, por si fuera poco, no
permite hacer otras labores. A quien tiene cinco pasiones
en la vida no hay que creerle ninguna. Para creerse de
verdad algo, hay que hacer muy pocas cosas, por regla
general no más de una, una y media si acaso, sobre la cual
se ponen todas las ideas, todos los humores, todos los
minutos, todos los insomnios, todos los egoísmos, y por
ello, se acepta que entonces esa cosa se volverá lenta y
reiterativa porque una vez vista hay que volver a verla, y
una vez sabida hay que saberla más, lo cual implica, no ya
una reacción, sino una lealtad al objeto, que no porque se
vuelva adverso, molesto y demandante, se le va a abandonar
y cambiar por otro que de pronto se antoja más llamativo.
Las cosas de la vida suelen ponerse ingratas para probar la
lealtad de uno. Y quien haga todo esto lo más probable es
que no llegue a ser un éxito social entre sus amistades,
colegas y conocidos, porque cualquiera que siempre está
291

pensando en lo mismo, hablando de lo mismo, interesado en


lo mismo, sólo podrá ser estimado por los que piensan,
hablan y se interesan con lo mismo (tal vez no sea tan mala
idea que se hiciera un disfraz de frívolo para parecer que
no le interesa nada y así resultar simpático). Quien cree
en una cosa no puede creer en otra. A esto, a empaparse del
ritmo de un objeto, es a lo que se le llama tener oficio,
saber el procedimiento, conocer las reacciones, prever los
comportamientos, y saber cómo hacerle a la hora de los
imprevistos que se presenten para resolverlos sobre la
marcha sin que a uno le entre la decepción ni la palidez
ante los desaguisados. Y finalmente ensuciarse las manos, o
los oídos o lo que corresponda, que significa que uno se
mezcla verídicamente con el objeto que está creyéndose y
quedar embarrado de palabras, de gestos, de fierros, de
papeles o de aquello en que consista el material del que
está hecho su objeto, porque nunca, por ejemplo, se podrá
creer verdaderamente la literatura si uno no se ha manchado
de lenguaje, tratando de armarlo, enderezarlo, de averiguar
en carne viva de qué se trata la lectura. Y lo mismo con la
albañilería que hay en la arquitectura, con el dolor que
hay en la medicina. Para hacer política convictamente hay
que ensuciarse de gente, para tratar con gente hay que
impregnarse de drama y de tragedia. Para alcanzar algo hay
que llenarse de espera. Para conseguir una idea hay que
seguir la idea, perseguir la idea, para arriba, para abajo,
para los lados, para donde vaya134.
Y así, de repente, en una de ésas, por lo común en un
día inesperado, incluso un lunes, uno se descubre a sí

134 En cambio, aplicar una idea implica haberla dado ya por terminada.
292

mismo actuando como si fuera el objeto, como si el yo fuera


su circunstancia, como si uno se hubiera convertido en la
situación, “como un ajuste de todo nuestro ser con las
condiciones de la existencia”, diría John Dewey (1934, p.
17), y todo parece por primera vez que es la realidad sin
más, que eso es verdad, y que ya no es difícil sino lo
único posible, lo único querible. En suma, uno le encuentra
la belleza al mundo, o se topa con ella. Creerse algo, un
objeto, una situación, una actividad, un hecho, es sentir
que el pensamiento se mueve con las reglas de ese objeto y
que eso es uno mismo, y en ese momento, habrá alcanzado la
actitud, el núcleo, el origen y el futuro de la cosa. La
tarea, la labor, el oficio, se habrán vuelto el mundo y la
vida. Desde luego que todo esto no tiene que ver con la
superación personal ni con la autoayuda ni con la terapia
ocupacional y demás egocentrismos, porque esto no es una
receta y porque aquí uno mismo se ha salido de sí mismo y
paradójicamente salirse de sí mismo es lo que tendría que
significar ser uno mismo.
Y finalmente, creerse algo es por definición un acto
estético; como se sabe, la estética consiste en convertirse
en un punto menos que el objeto, o sea, entrar en él sin
perderse en él, o sea, sentir su pensamiento y pensar su
sentimiento, y asumir su lógica y sus reglas y su material
y su movimiento. Esto es lo que Dewey denomina experiencia
estética, y supuestamente, se encuentra en el arte, porque
cuando de verdad lo es consiste en esto, incluido lo de
ensuciarse las manos, vivir polvoso como Miguel Ángel,
mojarse de taller, aunque resulta que eso que se llama
arte, cuando es mera mercancía, o mero afán de lucro o de
293

lo que sea, ahí no hay arte, y en cambio, se encuentra las


más de las veces en la vida cotidiana, en las rutinas de
siempre135 de la cocina y del transporte, del trabajo y las
conversaciones, porque, en efecto, la vida de diario se
puede convertir en una obra estética, y de hecho, en
ciudadanos que ni se notan y que no quisieran darse a notar
porque perderían su cotidianeidad, taxistas, vendedores,
oficinistas, estudiantes, militantes, obreros, carpinteros,
activistas, albañiles, amas de casa, que suelen vivir sin
mayores distracciones ni diversiones ni pasatiempos, que
encuentran la belleza de lo que hacen con oficio y
dedicación, y que se lo creen sin tener que pregonarlo,
está la experiencia estética. Y no les parece que sea una
creencia porque les parece que es la realidad.
Y quien cree en lo que hace no lo pervierte ni lo
deprava: no hace trampas, no saca provecho, no lo escatima,
no lo hace mal, porque todo eso le restaría belleza, le
restaría realidad, y uno mismo por ende sería un poco menos
existente.

135Dewey dice que no podrá encontrarse la experiencia estética de la


gente que construyó el Partenón si no se ve lo que ella tiene en común
“con la gente de nuestras propias casas y nuestras propias calles”; y
prosigue: “a fin de entender lo estético en sus formas últimas y
aprobadas, se debe empezar con su materia prima, con los espectáculos
que detienen a la muchedumbre. La bomba contra incendio que pasa
veloz; las máquinas que cavan enormes agujeros en la tierra; la mosca
humana trepando la torre. Las fuentes del arte en la experiencia
humana serán conocidas por aquél que ve cómo la tensión graciosa del
jugador de pelota afecta a la multitud que lo mira; quien nota el
deleite del ama de casa, arreglando sus plantas y el profundo interés
del buen hombre que tiende su manto verde en el frente de su casa; el
gusto del espectador al atizar la leña ardiendo en el hogar y mirando
la saeta de las flamas y el desmoronarse de las brazas. El hombre que
remueve los trozos de leña dirá que lo hace para que el fuego arda
mejor, pero sin embargo, es fascinando por el drama colorido de los
cambios representados ante sus ojos, en los que participa
imaginativamente” (Dewey, 1934, pp. 6-7). Lo único que puede añadirse
es que puede que los ejemplos estén un poco anticuados, pero es que
Dewey los escribió en 1934; y puede que el estilo de la traducción
también -1949-, pero es de Samuel Ramos.
294

Lo estético es lo real hasta el tuétano, porque es la


única manera de la realidad en que el conocedor y lo
conocido ocupan el mismo lugar, en que lo que se hace y el
que lo hace tienen la misma forma, están construidos con
los mismos planos, hechos con el mismo material y por ello,
de un modo que no se logra ni con las pruebas ni con las
verificaciones, uno mira que está hecho de lo mismo que
está hecho el mundo que está tocando, y que es un mundo
para el cual las mediciones, las descripciones, las
clasificaciones, las definiciones, resultan demasiado
superficiales, como informes de burócrata, sabiduría de
aficionados, reportes de académico, espectáculo de
aburridos, presunciones de mediocre. El mundo se convierte
en un objeto estético. Y para creérselo, eso no se puede
hacer con un solo sentido de la percepción; no se puede,
aunque sea música, aprehenderla nada más con los oídos,
sino también con el tacto y la vista y lo que sea, las
vísceras por ejemplo; como decía Kandinsky, oír la pintura,
saber con la lengua a qué sabe el amarillo, toda vez que
uno, como en las casas y en las ciudades y en la sociedad,
está envuelto por el objeto por dentro del cual navega con
los pies y con los ojos y con la nariz y con lo que haga
falta, con el corazón por ejemplo, ya que, como decía
Santayana136, entre el mero gusto medio externo y la
experiencia estética, la diferencia es que ésta última se

136 En efecto, lo que se refiere o afecta un solo sentido de la


percepción, es tal vez una experiencia perceptual, pero no estética:
“las ideas a que se asocian los placeres estéticos, no son las ideas
de sus causas corporales. Los placeres que llamamos físicos y
consideramos como bajos son, por el contrario, los que llaman la
atención a una parte de nuestro cuerpo y que no logran hacer ningún
objeto tan interesante como el órgano en que se producen” (Santayana,
1896, p. 51); por esto que dice Santayana, es difícil que a uno lo
convenzan de que la perfumería o la gastronomía sean un arte.
295

hace no con un solo sentido, sino con cinco, seis, siete,


con todos los que se tengan, o para decirlo pronto, con el
sentido común, con la sensibilidad y la sensatez.
Todo objeto, cosa, situación, actividad, hecho, acto,
minucia, bagatela, gesto, teoría, imaginación, es bello si
uno se lo cree. Pero, definitivamente, como decía
obsesivamente Durkheim, el objeto mayor que se puede tener
es la sociedad, porque su tamaño coincide con el del mundo
en su acepción más literal, con el de la vida en su
connotación más amplia, con el de la realidad en su
denotación más real, y con el de la historia y con el de la
humanidad y con el de la cultura. Con seguridad, el objeto
más digno que puede creerse es la sociedad, que también
coincide con los demás, vivos y muertos, pasados y que
vendrán, y coincide con aquello en que los demás también
pueden creer y que hace que crean incluso en nosotros
mismos. Y ciertamente, nuestra tragedia actual, nuestro
drama, o comedia, es un problema de la sociedad en su
conjunto, de modo que si uno se la cree y se interna dentro
y siente y piensa como ella, entonces la sociedad adquiere
la actitud que ha perdido y asimismo el futuro que también
perdió. La sociedad solamente es necesaria si nos
interesamos en ella. Pero quién sabe qué es la sociedad, e
interesarse (la etimología de interesarse es justamente la
de introducirse y creérsela y coincidir con ella) quién
sabe qué quiere decir. Ni modo que se caiga en el
dogmatismo de que hay que politizarse o ser militante o
activista o mirar los noticieros, porque de ser así
entonces los políticos serían más dignos o por lo menos
serían buenos políticos y la sociedad andaría mejor, pero
296

tienen la pinta de ser más bien unos indignos. Quién sabe


qué quiera decir la sociedad, bien a bien, pero pertenecer
a ella debe significar cualquier cosa que sea creérsela,
esto es, que a la sociedad se ingresa a través de cualquier
objeto, del arte, de la faena, del ocio, a través de un
microbio como los de Pasteur, de un bloque de mármol como
los de Rodin, de unas plantitas en el balcón como las del
ama de casa de Dewey, de un chiste, de una cerveza, de una
tarde cuando uno se ha comprometido con ellos y confía en
ellos y los asume y los conoce con la mano que se ensucia
del material del objeto. A la sociedad se entra por
cualquier parte siempre y cuando ésta sea del tamaño de la
vida, pero una frase es del tamaño de la vida cuando ésta
se convierte en una dedicación, como le pasó a Flaubert.
Creer en la sociedad tendría que significar comportarse con
todo, en todos los aspectos, de la misma manera en que uno
se comporta con el objeto, frase, microbio, en el que uno
confía y con el que se ha comprometido: cuando uno se
comporta con el resto de la vida de la misma manera en que
se comporta con el objeto en el cual ha puesto su confianza
y su compromiso.
No se trata de cambiar el mundo, sino de creérselo, y
ya con eso cambia. Involucrarse en esta sociedad, meterse
en su conciencia y en su ritmo, sentirla como propia y por
ende como obra que debe ser cumplida, debe consistir, a la
mejor, en pensar y actuar como tendría que pensarse y
actuar en la sociedad que uno quisiera, como si uno ya
estuviera ahí. Vivir de la manera en que se necesitaría
vivir para que la sociedad se transformara de la manera en
que uno quiere, o vivir de la manera en que se viviría en
297

la sociedad que uno quisiera: vivir como si uno ya


estuviera en el futuro. Esto no es una solución, sino sólo
un modo de ponerle belleza a los problemas.
298

ÍNDICE TEMÁTICO

A priori; 288n. sociedad; 193


Abarcable (lo); 154 Automóvil; 245
Absolutismo; 183n. Azul; 34, 35
Abstracto; 254 Barba (rasurarse la); 38
Acariciar (acto de); 54 Barceló (Miquel); 71n.
Acolchonado (lo); 137 Barroco (el); 173, 174,
Actividad como pensamiento; 195, 201, 206
74 Barroco (lo); 168, 172
Adaptativo; 222 Boca; 138n.
Adjetivos; 55, 216 Bodegones; 175
Adverbios; 144 Borrachos; 171
Agua; 59, 85 Brillantes (superficies):
Algodón; 234 86
Alicia a Través del Espejo; Buen Gusto; 205
132n. Calendario; 121
Amarillo; 27n., 28 Cálido (lo); 136
Amenaza; 149 Calor; 146
Análogos; 226 Caminar; 97
Anatomía; 120 Carbón; 234
Antigüedad; 75 Catedrales góticas; 79
Arquitectura; 201 Centro; 83
Artes y Oficios; 217 Che (el) de Korda; 196
Asociacionismo; 94 CIA, Agencia Central de
Autoconciencia de la Inteligencia; 248
299

Cien Años de Soledad; 145n. Estadios; 56n.


Científico (pensamiento); Estereotipos femeninos; 139
153 Estético; 54, 72, 180, 206,
Cinco sentidos (los); 121 272, 292
Cine; 156, 157 Evolución (teoría de la);
Ciudades; 100, 212 229
Claroscuros de Rembrandt; Experiencia; 189
175 Fábrica; 221
Codicia; 232 Fealdad; 235
Columnas; 183, 244 Femenino (lo); 153, 202
Completud; 155 Ferrocarril; 241
Concentración mental; 184 Fierro; 78
Conocimiento; 39, 127, 279 Firmeza; 79
Consumidores; 263 Física; 124n., 237, 282
Consumo conspicuo; 262 Flujo, corriente; 95
Contagio; 163 Forma; 47, 102, 105, 197
Contrario, opuesto; 61 Francia; 233
Conversación; 202 Fuego; 82, 240
Corriente, flujo; 95 Fuerza empírica; 283
Creación; 112 Fuerza figurativa; 283
Creencia; 277 Fuerza; 281
Creer; 276 Fumar; 180
Creérsela; 285 Funcional (sentido): 220
Cúpula; 56, 91, 187 Futuro; 194
Cursi; 168, 211 Gastronomía; 67, 205
Darse cuenta, Gatos; 142
percatamiento; 93 Griegos; 29
Deep Blue; 224 Gusto (sentido del); 134
Deportes; 267 Heliocentrismo; 186
Depresión; 286 Hierro, fierro fundido; 240
Desigualdad; 209 Hiladora mecánica; 223
Desolación; 151 Holanda; 181
Diminutivos; 143 Hombres; 227
Dios; 187 Horizontal (posición); 59
Directo (lo); 81 Horno; 69
Disneylandia; 265 Ideas; 160
Distinto (lo); 81 Idioma; 107
Dulces (sentimientos); 55 Iluminación; 140
Ebanistería; 86 Ilustración; 164
Echave (Baltazar); 36 Impersonal (lo); 81
Edad Media; 66 Inconsciente; 45, 108,
Edificios; 243 189n.
Enciclopedia (La); 216 Individuo; 287
Enigma (el); 40 Infinito; 186
Envolvente (lo); 152 Inglaterra; 233
Equal-Parallel (escultura), Inmaculada Concepción (La)
119 de Pierre Puget; 196
Escepticismo; 284 Intencionalidad de
Espacio, tiempo; 144 Brentano; 24n.
Espacio; 133, 170 Interioridad; 75
Esquema figurativo; 279 Inventos; 231
300

Jardín; 176 Observador, sujeto,


Jenny; 223 perceptor; 122
Ladrillos; 70 Obsesión; 107
Lenguaje; 84, 109, 123, Ocio; 57
125, 131, 143, 144, 164, Ocupantes de la casa; 142
185, 215, 274n., 278 Oficinas; 90
Lentitud; 159 Oído (sentido del); 134
Libros; 142 Olfato (sentido del); 134
Líneas rectas; 78, 81 Oposiciones; 102
Locomotora (la) de Optimismo, 29
Stephenson; 241 Origen; 193
Lugares; 140 Palidez; 160
Luz; 30, 82, 156 Pan; 70
Macondo; 145 Panteón (el) de Roma; 56
Madame de Staël; 204n. Papel; 142
Madera; 68 París; 265
Malhumor; 230 Partes, piezas; 222
Manchester; 236 Participación; 267
Máquina de vapor (la) de Pasiones; 190n.
Watt; 240n. Pato mecánico (el) de
Marcas registradas; 261n. Vaucanson; 217
Mármol; 85 Pelucas; 183
Mataderos de Cincinatti; Pensador (el) de Rodin;
223 196, 259
Mecánica; 236 Pequeña percepción; 189n.
Memoria; 111, 279 Percatamiento; darse
Metáfora; 278 cuenta; 93
Metales; 77 Pereza; 58n.
México (Ciudad de); 173n. Períodos históricos; 122n.
Miedo; 64, 92 Piedras talladas; 79
Minimalista; 91 Piedras; 69
Mirada; 21 Piel; 137
Moisés (el) de Miguel Pieles; 71
Ángel; 196 Pinturas; 117
Mona Lisa (la); 38 Pirámide; 56, 91
Monstruociudades; 214 Plano (lo); 161
Monumentos; 80 Plástico (el); 75
Mugre; 70 Pobreza; 210
Muros ondulantes; 201 Poder; 238
Museos; 117 Políticamente correcto; 274
Música; 141, 157n. Positivismo; 30
Neuróticos; 170 “Preciosas” (las); 204n.
Neutro (lo); 162 Presente (tiempo); 147
Noche (la); 42 Progreso; 226
Norte (cultura del); 33 Pronominalización; 144
Nube; 179 Protección (sentimientos
Obeliscos (los) de Roma; de); 65, 67, 71
173 Protestantismo; 181
Objetividad; 163 Psicología Social; 12, 47,
Objetos (los); 46 197n., 282n.
Objeto-sujeto; 128 Puentes; 242
301

Puntos fijos; 113 Teotihuacan (pirámide de);


Química; 237 57
Racionalidad; 81, 88 Ternura; 53
Rapé; 182 Themata; 280
Realidad Psíquica Tiempo, espacio; 144
Colectiva; 16 Tiempo, temporalidad; 60
Realismo, naturalismo; 119 Tiempos Difíciles; 228
Records Guinness; 268 Torre Eiffel; 244
Redondeado (lo); 136 Tradición; 63
Relacionalidad; 12 Tranquilidad; 172
Repetición; 112 Tristeza; 34
Resultado; 221n., 246 Trompe l’oeil; 187
Revolución Industrial; 229 Tropicales (sociedades); 31
Rimbaud (Arthur); 252 Turistas; 107
Ritmo; 17, 61, 72, 98, 102, Utilidad, finalidad; 218
176, 189, 192, 200, 214, Utopías; 171
289 Venganza; 150
Robots; 224 Verbos; 144
Romanticismo; 40 Verdad; 277
Ropa; 138 Vertical (posición); 59
Rutina; 111 Vertical (profundidad); 44
Sancho Panza; 180n. Vesalio (Andrea); 121
Schemata; 279 Violencia; 149
Sedentario; 21 Vista (sentido de la); 135
Sentido Común; 109 Yo (el); 209, 259
Sexto Sentido; 109
Sfumato; 38n.
Sí mismo; 129, 165
Sinestesia; 22n.
Sino, destino; 198
Sistema secundario; 273
Sixto V; 173
Soledad; 152
Solidez; 156
Sopa; 69
Stress; 150
Styling; 263n.
Sujeto-objeto; 128
Surrealismo; 253
Tabaco, 181
Tacto (sentido del); 135,
153
Tarjetas de crédito; 261
Técnica; 174
Tejido de punto; 139
Telas; 71
Templado (lo), templanza;
158
Tenochtitlan; 59, 100n.
Tensión; 104
Teoría; 162
302

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