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¿Cómo saber lo que nos conviene sin saber quiénes somos? Platón
1. Ética y verdad
¿Qué edad tienes? ¿Dónde vives? ¿Cuántos países hay en Asia? ¿Por qué se hundió el
Imperio romano? ¿Hay seres vivos en otros planetas? ¿Cuántos átomos forman el
universo? ¿Qué forma de gobierno es la mejor? ¿Qué hay después de la muerte?
Conviene aclarar que, cuando hablamos de ‘la verdad’, nos referimos a conocimientos
necesariamente parciales e incompletos que conviven con múltiples opiniones, dudas,
errores y lagunas. Newton reconoce que ha sido “como un niño jugando a la orilla del
mar, mientras el gran océano de la verdad permanecía sin descubrir ante mí”.
Entendemos por verdad la adecuación entre el entendimiento y la realidad. Pero la
inteligencia humana no puede abarcar todo lo que existe, ni puede entender a fondo
ningún objeto de estudio. La parcialidad de nuestro conocimiento también viene dada por
el enfoque elegido, que puede adoptar innumerables formas (histórico o matemático,
ético o sociológico, físico o químico, psicológico o estético, económico o político…). En
cualquier caso, la ética, por definición, busca el bien. Y el bien se logra cuando –con las
limitaciones que acabamos de ver– se conoce y se respeta la verdad. ¿Qué hace bueno el
diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de
un juez? Solo esto: la verdad. Decir la verdad es una de las primeras obligaciones éticas,
y es fácil atentar contra ella de diversas formas llenas de matices. Mentir en privado no es
lo mismo que mentir en público. Ante un tribunal, constituye falso testimonio, y quién
miente bajo juramento incurre en perjurio. Ambas prácticas pueden condenar a un
inocente o absolver a un culpable. Una mentira especialmente grave es la calumnia,
contraria al derecho que toda persona tiene a la fama, el honor y el buen nombre. Sin ser
mentiras, también atentan injustamente contra ese derecho la difamación, la murmuración
y el juicio temerario. El derecho a conocer la verdad no es incondicional: está sujeto al
bien común, a la seguridad individual y al derecho a la privacidad. Por esas razones no
siempre conviene revelar la verdad a quien la pide, y nadie está obligado a revelar una
verdad a quien no tiene derecho a conocerla. Piénsese, además, en el deber de guardar el
secreto profesional que tienen los jueces, los policías, los médicos, los abogados, los
profesores, los banqueros…
2. Escepticismo
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humanos, el éter, la generación espontánea, el geocentrismo… Quienes piensan que esa
precariedad es insuperable se acogen al escepticismo, al relativismo y al subjetivismo:
tres variantes de una postura que niega la capacidad humana de conocer la verdad. Si
relativismo y subjetivismo son términos modernos, escepticismo está en uso desde la
Grecia clásica, donde sképtomai significaba examinar, observar detenidamente, indagar.
En sentido filosófico, escepticismo es la actitud de quien observa que la verdad para unos
no es verdad para otros, y concluye que nada se puede afirmar con certeza, que todo es
mera opinión, y que más vale abstenerse de emitir juicios. Los argumentos que, de una u
otra forma, han repetido los escépticos se pueden resumir en dos:
Los hombres defienden las opiniones más diversas sobre cualquier cuestión, y
creen tener razón. Tampoco hay doctrina, por extraña que sea, que no haya
sido defendida por algún pensador.
Todo conocimiento de la realidad tiene la parcialidad de una cultura y de una
época histórica, con el color subjetivo de un punto de vista, de tópicos y
prejuicios más o menos conscientes. Algo que es cierto para mí no lo es para ti.
Unos versos de Campoamor dicen que nada es verdad ni mentira: todo es
según el color del cristal con que se mira.
Cosas innegablemente reales: el hambre. El frío. La poesía, toda la poesía. Mozart. El dolor de
muelas. La dicha. La luz de las estaciones del año. Las voces que no oiremos más. El deseo de
justicia. La falta de amor. La dicha, una vez más, sobre todo.
Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la realidad, no se puede negar que
conocemos muchas verdades. El lenguaje es una buena prueba. Para poder hablar se
requiere, al menos, la existencia verdadera de tres realidades: un yo, un tú, y un objeto de
conversación. Si lo entendido por dos interlocutores fuera sólo subjetivo, no habría
posibilidad de entendimiento. La misma discusión es prueba de algo objetivo sobre lo que
se discute, y prueba irrefutable de que estamos ciertos de la existencia de una verdad que,
al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Por otra parte, la experiencia del
error también demuestra que nuestro conocimiento alcanza la verdad: solo podemos
advertir lo erróneo en comparación con lo verdadero. La experiencia también nos enseña
que no es posible vivir sin apoyarse en verdades. Todo escéptico tiene a su lado alguien
que domina las verdades reales: un mecánico, un informático, un ingeniero, un
electricista, un fontanero... Por tanto, junto a cierta dosis de escepticismo, conviene
apostar por un realismo crítico. Un realismo consciente de la parcialidad del propio punto
de vista, como el perspectivismo de Ortega y Gasset. Desde distintas posiciones, dos
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personas miran a un tercero y, como es lógico, no ven exactamente lo mismo. ¿Tendría
sentido negar que están viendo a la misma persona?
3. Realismo e idealismo
4. Diálogo y consenso
– Sí, atenienses, debo defenderme y tratar de arrancaros del ánimo, en muy poco tiempo, una
calumnia que habéis estado escuchando durante muchos años. Aunque me gustaría
conseguirlo, me parece difícil y no me hago ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, mis
acusadores han hablado de mí con un plan concertado de antemano y de manera persuasiva,
os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y prosiguen
violentamente su campaña de calumnias.
6. La verdad en el positivismo
Desde el siglo XVIII, la ciencia y sus aplicaciones técnicas han mejorado hasta lo
inimaginable las condiciones de vida en medio mundo. Esos resultados deslumbrantes
también han llevado a pensar que todos los retos del conocimiento tendrán una respuesta
científica, y que lograrlo solo es cuestión de tiempo. Tal pretensión de verdad completa –
ingrediente del optimismo ilustrado– fue la que buscaron el darwinismo radical por
medio de la biología, Marx con la historia y la economía, Freud con el psicoanálisis y
Auguste Comte con el positivismo. Comte vivió entre 1798 y 1857. Había nacido en una
familia francesa, católica y monárquica. Estudió en la famosa Escuela Politécnica de
París. Se formó en la lectura de los enciclopedistas franceses y los empiristas ingleses. Al
referirse a su fortísima y precoz vocación reformadora, escribirá: “Después de cumplir
catorce años, experimenté la necesidad imperiosa de una regeneración universal, política
y filosófica al mismo tiempo”. La Revolución francesa había llevado la anarquía a
Francia y a media Europa. En medio de esa decepción, Comte se propondrá recuperar los
genuinos ideales ilustrados: razón, educación, ciencia, progreso, felicidad. A tal fin
redacta su Curso de filosofía positiva, un sistema de normas y conocimientos donde
resumirá la historia de la humanidad en tres etapas sucesivas: la religiosa, la metafísica y
la científica. La ciencia empírica, deslumbrante a partir de Newton, lograría explicar todo
y arrinconaría para siempre a los ídolos religiosos y a los mitos metafísicos. El
reformismo de Comte afecta a la ciencia, la ética y el derecho.
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Este triple reduccionismo ha configurado en profundidad nuestro mundo, donde se
admite sin apenas discusión que la ciencia nos ofrece toda la verdad; que fuera de ella
solo hay ignorancia o superstición, nunca conocimiento. Sin embargo, gran parte de la
humanidad daría cualquier cosa por conocer el sentido de la vida, pero si preguntamos a
la ciencia obtenemos un resultado deprimente, pues la ciencia no sabe, no contesta. El
filósofo Edmund Husserl, padre de la fenomenología, dejó escrito:
La ciencia nada tiene que decir sobre la angustia de nuestra vida, pues excluye por principio
las cuestiones más candentes para los hombres de nuestra desdichada época: las cuestiones
sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana.
7. La verdad en la literatura
Platón nos dice que vivimos en una caverna donde reina la penumbra y que vivir de
forma inteligente significa abrirse camino hacia la luz. Si la misión de todo escritor es
iluminar la caverna, los mejores son los que más luz emiten, los capaces de ayudarnos a
entender cuestiones tan importantes y misteriosas como el amor, el sufrimiento, la
libertad, la muerte…, y lo único más importante que la vida: el sentido de la vida.
Necesitamos historias para reconocernos en ellas y aprender a vivir. Cualquiera de
nosotros puede llegar a ser un héroe o un villano, y esa incertidumbre nos empuja a
fijarnos en los demás para ver cómo han asumido ese riesgo: cómo han llevado las
riendas de sus vidas, cómo han encajado los éxitos y los fracasos, cómo han superado las
adversidades o se han hundido en ellas. Necesitamos la buena literatura y sus historias
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para tomar medidas a la realidad y escarmentar en la cabeza ajena de Calisto, Melibea,
Ana Karenina o Lázaro de Tormes; para soñar como el Principito; para sobreponernos
como Ana Frank; para esperar como Penélope; para aspirar a la bondad esencial de don
Quijote. Ernst Gombrich ha escrito que “la vida es a menudo triste, y es una crueldad
bárbara privar a nuestros jóvenes de la energía y la inspiración que pueden encontrar
durante toda su vida en el contacto vivificante con las obras maestras del arte, de la
literatura, de la filosofía y de la música”. Por suerte, los grandes libros contribuyen a
esclarecer el mundo, a la vez que nos ayudan a rectificar los puntos de vista equivocados.
Los grandes libros nos alejan de la vulgaridad, y a veces aceleran tanto nuestro viaje
interior que, cuando regresamos al mundo, ya no somos los mismos. ¿Puede un autor
cambiar a sus lectores? Tras la publicación de Oliver Twist, ingleses ricos recapacitaron e
hicieron generosas donaciones; el Gobierno mejoró orfanatos y asilos, y los niños pobres
recibían más limosnas en la calle. Así, la compasión y la benevolencia se acrecentaron en
Inglaterra gracias a Dickens, y también el buen humor, con el gusto por una vida
salpicada de alegrías sencillas y tranquilas. Es claro que transformar una época está al
alcance de muy pocos. Cambiar una vida tampoco es fácil. Pero nos bastaría con que un
libro nos ayudara a disolver un prejuicio, a rectificar un punto de vista, a purificar nuestra
mirada. Todo eso es algo bueno y sencillo. En ocho endecasílabos célebres, Francisco de
Quevedo reconoce justamente esa deuda con grandes escritores del pasado:
1. Homero y su Odisea
2. Platón y su Apología de Sócrates
3. Marco Aurelio y sus Meditaciones
4. Shakespeare con Hamlet, Macbeth o El rey Lear
5. Cervantes con Don Quijote
6. Calderón de la Barca con El gran teatro del mundo
7. Dickens con David Cooperfield
8. Charlotte Brontë con Jane Eyre
9. Dostoievski con Crimen y castigo
10. Borges con su mejor poesía
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3. ¿Cómo argumentar el error del idealismo kantiano?
4. ¿Todo se puede consensuar? ¿Todo se puede someter a votación?
5. ¿Qué ejemplos actuales hacen verdadero el diagnóstico de Erich Fromm?
6. ¿Qué se podría decir a Hawking y a Hillary?
7. ¿Cuál sería tu top ten literario?