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III LA VERDAD

Quedé desfallecido de escudriñar la verdad. Sócrates

¿Cómo saber lo que nos conviene sin saber quiénes somos? Platón

Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad. Aristóteles

Daría la mitad de lo que sé por la mitad de lo que ignoro. Descartes

1. Ética y verdad

¿Qué edad tienes? ¿Dónde vives? ¿Cuántos países hay en Asia? ¿Por qué se hundió el
Imperio romano? ¿Hay seres vivos en otros planetas? ¿Cuántos átomos forman el
universo? ¿Qué forma de gobierno es la mejor? ¿Qué hay después de la muerte?
Conviene aclarar que, cuando hablamos de ‘la verdad’, nos referimos a conocimientos
necesariamente parciales e incompletos que conviven con múltiples opiniones, dudas,
errores y lagunas. Newton reconoce que ha sido “como un niño jugando a la orilla del
mar, mientras el gran océano de la verdad permanecía sin descubrir ante mí”.
Entendemos por verdad la adecuación entre el entendimiento y la realidad. Pero la
inteligencia humana no puede abarcar todo lo que existe, ni puede entender a fondo
ningún objeto de estudio. La parcialidad de nuestro conocimiento también viene dada por
el enfoque elegido, que puede adoptar innumerables formas (histórico o matemático,
ético o sociológico, físico o químico, psicológico o estético, económico o político…). En
cualquier caso, la ética, por definición, busca el bien. Y el bien se logra cuando –con las
limitaciones que acabamos de ver– se conoce y se respeta la verdad. ¿Qué hace bueno el
diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de
un juez? Solo esto: la verdad. Decir la verdad es una de las primeras obligaciones éticas,
y es fácil atentar contra ella de diversas formas llenas de matices. Mentir en privado no es
lo mismo que mentir en público. Ante un tribunal, constituye falso testimonio, y quién
miente bajo juramento incurre en perjurio. Ambas prácticas pueden condenar a un
inocente o absolver a un culpable. Una mentira especialmente grave es la calumnia,
contraria al derecho que toda persona tiene a la fama, el honor y el buen nombre. Sin ser
mentiras, también atentan injustamente contra ese derecho la difamación, la murmuración
y el juicio temerario. El derecho a conocer la verdad no es incondicional: está sujeto al
bien común, a la seguridad individual y al derecho a la privacidad. Por esas razones no
siempre conviene revelar la verdad a quien la pide, y nadie está obligado a revelar una
verdad a quien no tiene derecho a conocerla. Piénsese, además, en el deber de guardar el
secreto profesional que tienen los jueces, los policías, los médicos, los abogados, los
profesores, los banqueros…

2. Escepticismo

Aunque la realidad nos envuelve, sabemos por experiencia que su conocimiento es


difícil, parcial, escurridizo, subjetivo y manipulable. Un repaso a la historia pone de
manifiesto que los seres humanos hemos aceptado como verdades lo que no eran sino
errores crasos, y a veces disparates: basta con pensar en la esclavitud, los sacrificios

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humanos, el éter, la generación espontánea, el geocentrismo… Quienes piensan que esa
precariedad es insuperable se acogen al escepticismo, al relativismo y al subjetivismo:
tres variantes de una postura que niega la capacidad humana de conocer la verdad. Si
relativismo y subjetivismo son términos modernos, escepticismo está en uso desde la
Grecia clásica, donde sképtomai significaba examinar, observar detenidamente, indagar.
En sentido filosófico, escepticismo es la actitud de quien observa que la verdad para unos
no es verdad para otros, y concluye que nada se puede afirmar con certeza, que todo es
mera opinión, y que más vale abstenerse de emitir juicios. Los argumentos que, de una u
otra forma, han repetido los escépticos se pueden resumir en dos:

 Los hombres defienden las opiniones más diversas sobre cualquier cuestión, y
creen tener razón. Tampoco hay doctrina, por extraña que sea, que no haya
sido defendida por algún pensador.
 Todo conocimiento de la realidad tiene la parcialidad de una cultura y de una
época histórica, con el color subjetivo de un punto de vista, de tópicos y
prejuicios más o menos conscientes. Algo que es cierto para mí no lo es para ti.
Unos versos de Campoamor dicen que nada es verdad ni mentira: todo es
según el color del cristal con que se mira.

El escepticismo pretende evitarnos la agitación de las opiniones diversas y cambiantes,


otorgarnos serenidad interior. Aunque se trata de un planteamiento muy extendido, el
propio peso de la realidad empuja a superarlo. Si se puede ser escéptico en la teoría, en la
práctica no es posible, pues todo escéptico admite de hecho un sinfín de verdades: su
familia, su casa, su trabajo, sus amigos, su número de teléfono, su cuenta corriente, su
ciudad... Los biógrafos de David Hume, uno de los padres del escepticismo moderno,
cuentan que el filósofo olvidaba sus dudas desde el momento en que salía de su despacho.
Quizá estuviera de acuerdo con la curiosa y breve lista de evidencias que aporta Christian
Bobin:

Cosas innegablemente reales: el hambre. El frío. La poesía, toda la poesía. Mozart. El dolor de
muelas. La dicha. La luz de las estaciones del año. Las voces que no oiremos más. El deseo de
justicia. La falta de amor. La dicha, una vez más, sobre todo.

Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la realidad, no se puede negar que
conocemos muchas verdades. El lenguaje es una buena prueba. Para poder hablar se
requiere, al menos, la existencia verdadera de tres realidades: un yo, un tú, y un objeto de
conversación. Si lo entendido por dos interlocutores fuera sólo subjetivo, no habría
posibilidad de entendimiento. La misma discusión es prueba de algo objetivo sobre lo que
se discute, y prueba irrefutable de que estamos ciertos de la existencia de una verdad que,
al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Por otra parte, la experiencia del
error también demuestra que nuestro conocimiento alcanza la verdad: solo podemos
advertir lo erróneo en comparación con lo verdadero. La experiencia también nos enseña
que no es posible vivir sin apoyarse en verdades. Todo escéptico tiene a su lado alguien
que domina las verdades reales: un mecánico, un informático, un ingeniero, un
electricista, un fontanero... Por tanto, junto a cierta dosis de escepticismo, conviene
apostar por un realismo crítico. Un realismo consciente de la parcialidad del propio punto
de vista, como el perspectivismo de Ortega y Gasset. Desde distintas posiciones, dos
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personas miran a un tercero y, como es lógico, no ven exactamente lo mismo. ¿Tendría
sentido negar que están viendo a la misma persona?

3. Realismo e idealismo

Dos elementos se relacionan en el acto de conocer y en la definición de verdad: el


sujeto que conoce y el objeto conocido. Aristóteles entendió esa relación como ajuste o
correspondencia entre ambos: entre la realidad y lo que captamos de ella. En su estela,
Tomás de Aquino y los filósofos medievales nos dejaron una excelente definición:
“Adecuación entre el entendimiento y la cosa”, adaequatio rei et intellectus. En esa
adecuación, es el entendimiento el que se adapta a la realidad, como el guante a la mano.
La realidad es como es, con independencia de lo que nosotros pensemos. La verdad es,
por tanto, un descubrimiento y un reconocimiento, nunca una invención. Esta postura
filosófica se llama realismo. Frente al realismo, el idealismo filosófico afirma que la
realidad tiene mucho de “idea” o construcción racional; que no sabemos cómo es el
mundo real, pues el espacio y el tiempo que lo configuran son esquemas mentales. Con
esa propuesta, Kant fue consciente de protagonizar otra revolución copernicana: Si la
astronomía había pasado del geocentrismo al heliocentrismo, el conocimiento humano
estaba pasando del “objetocentrismo” realista al “sujetocentrismo” idealista. Sin
embargo, la diferencia entre ambas revoluciones no es pequeña: mientras una descubría
una gran verdad, otra se equivocaba. También frente al realismo, el subjetivismo surge
cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos e intereses
personales. Con frecuencia, la atracción de la comodidad, de la riqueza, del poder, de la
fama, del éxito o del placer tiene más peso que la propia verdad. El subjetivismo deja de
ser inofensivo cuando deforma los asuntos más graves: al antiguo esclavista y al moderno
nacionalista les conviene pensar que los seres humanos no somos esencialmente iguales;
el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que
sólo interrumpe su embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no
exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad…

4. Diálogo y consenso

La mayor parte de las cuestiones que se plantean en la vida no pertenecen al terreno


de la verdad, sino al ámbito de lo opinable, y admiten diversas soluciones correctas: no
hay una sola táctica para ganar una carrera ciclista o un partido de fútbol; hay muchas
formas de preparar un menú sabroso, de aprender un idioma, de practicar deporte, de
ayudar a los demás, de plantear unas vacaciones, de vestir con estilo… En una sociedad
democrática y pluralista, las divergencias en cuestiones opinables se deben resolver
pacíficamente por medio del diálogo y el consenso. Filósofos alemanes como Apel y
Habermas han visto en el diálogo el mejor de los procedimientos para encontrar
soluciones justas. El éxito de esa ética dialógica depende de dos condiciones: no ignorar
información relevante y jugar limpio, sin coacción y sin intereses ocultos. A lo largo de la
historia se han dado consensos falsos e injustos, pero el diálogo es siempre mejor que el
monólogo, pues está claro que “cuatro ojos ven más que dos”; que “hablando se entiende
la gente”; y que la mejor forma de establecer lo justo y deseable es exponer las razones
propias, escuchar las ajenas y dialogar con serenidad. Sin ser una solución perfecta, el
consenso es quizá la mejor de las formas de establecer lo que es justo y conveniente. Pero
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es preciso no olvidar que la justicia no nace necesariamente del común acuerdo.
MacIntyre, en su Historia de la ética, se pregunta qué validez tiene un consenso sobre el
asesinato en masa de los judíos. Y responde que el consenso solo es legítimo cuando
todos aceptan normas básicas de conducta moral. Por desgracia, el reconocimiento de
valores morales básicos se encuentra hoy bajo sospecha. Se objeta que la moralidad es
siempre subjetiva, aunque tal vez se trate de una objeción precipitada. Cuando Aristóteles
reconocía principios incondicionales por encima de cualquier debate y consenso, su
postura no era acrítica y subjetiva, sino consecuencia de una reflexión imparcial sobre
nuestras intuiciones morales elementales. Robert Spaemann ilustra ese tipo de intuiciones
con un interesante ejemplo: la responsabilidad materna no se funda en un sentimiento, ni
en un principio teórico, sino en una percepción elemental: dado que el niño necesita de la
madre, la madre se debe por completo al niño, sin necesidad de consensos. Sabemos que
el consenso no garantiza la ética porque no crea la realidad: el cáncer no es malo por
consenso, el alimento no es saludable por votación, y una postura mayoritaria no es buena
por ser mayoritaria. Shakespeare nos ha dejado un curioso diálogo entre Lady Macduff y
su pequeño hijo. Cuando el niño pregunta quién debe ahorcar a los traidores, la madre
responde que los hombres de bien. Con la ingenuidad de sus pocos años, el niño comenta:
“Entonces los traidores serían estúpidos si se dejaran ahorcar, porque ellos son mayoría”.
Tal conclusión puede ser correcta, pues es posible una mayoría de traidores, pero estar en
mayoría no les convierte en leales.

5. La equivocación de las mayorías

En una viñeta publicada en 2019, se cuece la primera ministra Theresa May en la


salsa del Brexit, dentro de una cazuela por donde asoma su torturada cabeza. No hay que
ser analista para entender que esa testa sufriente representa a Gran Bretaña, nación
castigada por practicar el peligroso deporte de jugar con algo tan tozudo como la realidad.
Pero su desafortunada salida de la Unión Europea no será del todo negativa si nos invita a
pensar sobre los límites de los procedimientos democráticos. En 1992, cuando la policía
peruana capturó al líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, el escritor Vargas Llosa
se apresuró a declarar su oposición a la pena de muerte. Y, cuando el periodista que le
entrevistaba le recordó que la mayoría de los peruanos aprobaban esa condena, el escritor
fue tajante: “La mayoría está equivocada. La minoría lúcida debe dar una batalla
explicándole que la pena de muerte es una aberración”. Aunque la conclusión del premio
Nobel es discutible, la historia nos enseña que los seres humanos hemos estado
mayoritariamente de acuerdo en colosales disparates, vigentes durante muchos siglos.
Basta con pensar en el antiguo consenso sobre la esclavitud, sobre la movilidad del Sol y
la inmovilidad de la Tierra, sobre la carencia de derechos del niño y de la mujer… Por
eso, el simple acuerdo no garantiza la validez de lo acordado. El problema no es nuevo.
Hace siglos que Francisco de Vitoria –uno de los fundadores de la Escuela de
Salamanca– lo planteó al hablar de los sacrificios humanos entre los aztecas: “No es
obstáculo el que todos los indios consientan en esto (…) pues no tienen derecho a
entregarse a sí mismos y a sus hijos a la muerte”. Y es que los consensos puramente
fácticos no bastan para legitimar nada. Por su identificación con la realidad, sabemos que
la verdad no consiste en la opinión de la mayoría, ni en un término medio entre opiniones
diferentes. Además, apoyarse en la mayoría equivale a despreciar la inteligencia, como
sugiere el conocido diagnóstico de Erich Fromm:
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El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios
en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte dichos errores en
verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología
mental no hace de esas personas gente equilibrada.

Si equiparamos verdad y opinión mayoritaria, nos sometemos a quienes crean


artificialmente esa opinión, tomamos por verdad aquello que decide quien tiene poder
para conformar la opinión pública. Sócrates, calumniado por sus conciudadanos,
desenmascara esa estrategia:

– Sí, atenienses, debo defenderme y tratar de arrancaros del ánimo, en muy poco tiempo, una
calumnia que habéis estado escuchando durante muchos años. Aunque me gustaría
conseguirlo, me parece difícil y no me hago ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, mis
acusadores han hablado de mí con un plan concertado de antemano y de manera persuasiva,
os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y prosiguen
violentamente su campaña de calumnias.

6. La verdad en el positivismo

Antes de 1860 predicaré el positivismo en Notre-Dame como la única religión real y


completa. Auguste Comte

Desde el siglo XVIII, la ciencia y sus aplicaciones técnicas han mejorado hasta lo
inimaginable las condiciones de vida en medio mundo. Esos resultados deslumbrantes
también han llevado a pensar que todos los retos del conocimiento tendrán una respuesta
científica, y que lograrlo solo es cuestión de tiempo. Tal pretensión de verdad completa –
ingrediente del optimismo ilustrado– fue la que buscaron el darwinismo radical por
medio de la biología, Marx con la historia y la economía, Freud con el psicoanálisis y
Auguste Comte con el positivismo. Comte vivió entre 1798 y 1857. Había nacido en una
familia francesa, católica y monárquica. Estudió en la famosa Escuela Politécnica de
París. Se formó en la lectura de los enciclopedistas franceses y los empiristas ingleses. Al
referirse a su fortísima y precoz vocación reformadora, escribirá: “Después de cumplir
catorce años, experimenté la necesidad imperiosa de una regeneración universal, política
y filosófica al mismo tiempo”. La Revolución francesa había llevado la anarquía a
Francia y a media Europa. En medio de esa decepción, Comte se propondrá recuperar los
genuinos ideales ilustrados: razón, educación, ciencia, progreso, felicidad. A tal fin
redacta su Curso de filosofía positiva, un sistema de normas y conocimientos donde
resumirá la historia de la humanidad en tres etapas sucesivas: la religiosa, la metafísica y
la científica. La ciencia empírica, deslumbrante a partir de Newton, lograría explicar todo
y arrinconaría para siempre a los ídolos religiosos y a los mitos metafísicos. El
reformismo de Comte afecta a la ciencia, la ética y el derecho.

 Verdad es lo que establece la ciencia (positivismo científico)


 Bien es lo que piensa o hace la mayoría (positivismo ético)
 Justo es lo que determina el legislador (positivismo jurídico)

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Este triple reduccionismo ha configurado en profundidad nuestro mundo, donde se
admite sin apenas discusión que la ciencia nos ofrece toda la verdad; que fuera de ella
solo hay ignorancia o superstición, nunca conocimiento. Sin embargo, gran parte de la
humanidad daría cualquier cosa por conocer el sentido de la vida, pero si preguntamos a
la ciencia obtenemos un resultado deprimente, pues la ciencia no sabe, no contesta. El
filósofo Edmund Husserl, padre de la fenomenología, dejó escrito:

La ciencia nada tiene que decir sobre la angustia de nuestra vida, pues excluye por principio
las cuestiones más candentes para los hombres de nuestra desdichada época: las cuestiones
sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana.

La ciencia no agota el territorio de la verdad, ni mucho menos. Entre otras cosas


porque tiene muy poco que decir sobre nuestra experiencia ética y estética, sentimental y
religiosa, psicológica y cultural. Karl Popper, especialista en filosofía de la ciencia,
advirtió que absolutizar el conocimiento científico desvirtúa la ciencia y la convierte en
cientificismo, en “materialismo promisorio”. Conviene recordarlo al constatar que el
positivismo ha impregnado profundamente el pensamiento occidental, configurándolo
con las tres características esenciales de toda ideología: cosmovisión materialista y
anticristiana, ingeniería social y mesianismo utópico. Tal actitud es compartida hoy por
un significativo número de científicos. Uno de los más mediáticos, Stephen Hawking,
fallecido en 2018, trabajó sin descanso en hipótesis cosmológicas que supo divulgar en
ensayos como El gran diseño. En su campaña promocional, el astrofísico afirmó que el
propósito del libro era “expulsar al Creador”:

El Universo pudo crearse a sí mismo de la nada, y de hecho lo hizo. La creación espontánea es


la razón de que exista algo, de que exista el Universo, de que nosotros existamos. Por eso no
es necesario invocar a Dios.

El prejuicio antimetafísico de Comte le lleva también a reemplazar la ética


(prescriptiva) por la sociología (meramente descriptiva), y a poner la fuente del derecho
en el legislador, negando la ley natural. “Un niño es lo que dice la ley”, repetía Hillary
Clinton en campaña, al ser preguntada por el estatuto y los derechos del embrión. Pero la
historia reciente ha demostrado sobradamente que, si no hay ámbitos prepolíticos, si la
última palabra la tienen las mayorías, es fácil cometer cualquier enormidad.

7. La verdad en la literatura

Platón nos dice que vivimos en una caverna donde reina la penumbra y que vivir de
forma inteligente significa abrirse camino hacia la luz. Si la misión de todo escritor es
iluminar la caverna, los mejores son los que más luz emiten, los capaces de ayudarnos a
entender cuestiones tan importantes y misteriosas como el amor, el sufrimiento, la
libertad, la muerte…, y lo único más importante que la vida: el sentido de la vida.
Necesitamos historias para reconocernos en ellas y aprender a vivir. Cualquiera de
nosotros puede llegar a ser un héroe o un villano, y esa incertidumbre nos empuja a
fijarnos en los demás para ver cómo han asumido ese riesgo: cómo han llevado las
riendas de sus vidas, cómo han encajado los éxitos y los fracasos, cómo han superado las
adversidades o se han hundido en ellas. Necesitamos la buena literatura y sus historias
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para tomar medidas a la realidad y escarmentar en la cabeza ajena de Calisto, Melibea,
Ana Karenina o Lázaro de Tormes; para soñar como el Principito; para sobreponernos
como Ana Frank; para esperar como Penélope; para aspirar a la bondad esencial de don
Quijote. Ernst Gombrich ha escrito que “la vida es a menudo triste, y es una crueldad
bárbara privar a nuestros jóvenes de la energía y la inspiración que pueden encontrar
durante toda su vida en el contacto vivificante con las obras maestras del arte, de la
literatura, de la filosofía y de la música”. Por suerte, los grandes libros contribuyen a
esclarecer el mundo, a la vez que nos ayudan a rectificar los puntos de vista equivocados.
Los grandes libros nos alejan de la vulgaridad, y a veces aceleran tanto nuestro viaje
interior que, cuando regresamos al mundo, ya no somos los mismos. ¿Puede un autor
cambiar a sus lectores? Tras la publicación de Oliver Twist, ingleses ricos recapacitaron e
hicieron generosas donaciones; el Gobierno mejoró orfanatos y asilos, y los niños pobres
recibían más limosnas en la calle. Así, la compasión y la benevolencia se acrecentaron en
Inglaterra gracias a Dickens, y también el buen humor, con el gusto por una vida
salpicada de alegrías sencillas y tranquilas. Es claro que transformar una época está al
alcance de muy pocos. Cambiar una vida tampoco es fácil. Pero nos bastaría con que un
libro nos ayudara a disolver un prejuicio, a rectificar un punto de vista, a purificar nuestra
mirada. Todo eso es algo bueno y sencillo. En ocho endecasílabos célebres, Francisco de
Quevedo reconoce justamente esa deuda con grandes escritores del pasado:

Retirado en la paz de estos desiertos,


con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Si quisiéramos imitar a Quevedo, ¿qué diez escritores y obras, a lo largo de tres


milenios, podrían integrar un top ten literario y ético?

1. Homero y su Odisea
2. Platón y su Apología de Sócrates
3. Marco Aurelio y sus Meditaciones
4. Shakespeare con Hamlet, Macbeth o El rey Lear
5. Cervantes con Don Quijote
6. Calderón de la Barca con El gran teatro del mundo
7. Dickens con David Cooperfield
8. Charlotte Brontë con Jane Eyre
9. Dostoievski con Crimen y castigo
10. Borges con su mejor poesía

Cuestiones abiertas. Juicio sobre el capítulo.

1. ¿Se puede mentir por compasión?


2. ¿Cabe un sano escepticismo?

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3. ¿Cómo argumentar el error del idealismo kantiano?
4. ¿Todo se puede consensuar? ¿Todo se puede someter a votación?
5. ¿Qué ejemplos actuales hacen verdadero el diagnóstico de Erich Fromm?
6. ¿Qué se podría decir a Hawking y a Hillary?
7. ¿Cuál sería tu top ten literario?

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