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TEMA 4.

EL SER HUMANO DESDE LA FILOSOFÍA


1. LAS IMPLICACIONES FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN

La teoría de la evolución abre una serie de interrogantes que van más allá de la ciencia, son cuestiones de orden
filosófico. Y esto es así porque el evolucionismo no es solo una explicación científica al lado de otras como, por
ejemplo, la explicación de la fotosíntesis o la del movimiento uniformemente acelerado. El evolucionismo tiene
una dimensión cultural radical, pues remueve todos los supuestos filosóficos sobre los que se ha asentado la
cultura de Occidente. En efecto, el evolucionismo subvierte la visión tradicional de la realidad. Esta visión tradi-
cional es una concepción metafísica de la realidad, según la cual cada cosa, cada entidad, tiene una esencia
estable y permanente. Está basada en la filosofía griega platónico-aristotélica y en algunas de las ideas funda-
mentales de las religiones del libro, como la creación, la providencia y el sentido que Dios da al orden del Uni-
verso. Es la mentalidad del campesino, que siembra trigo del que nace trigo y los árboles dan el fruto que les
corresponde, el olivo da aceitunas y el manzano, manzanas.

El evolucionismo subvierte esta concepción: no hay esencias permanentes, todo está sometido al cambio. Es
cierto que en la filosofía griega está presente la idea del cambio, por ejemplo, en el viejo Heráclito; pero la idea
dominante en la tradición cultural posterior es precisamente la contraria, lo que queda perfectamente claro, por
ejemplo, en la teoría fijista dominante hasta el siglo XIX.

Por otro lado, con el evolucionismo se ha ampliado el eje del tiempo: ya no contamos solo con unos pocos
años o unos pocos siglos como en la visión tradicional, sino que contamos con miles y millones de años, cuando
no con años luz cuando contemplamos el Universo. En esta amplitud temporal nos situamos nosotros mismos y
a las especies como procesos en transformación. Esto disuelve la supuesta permanencia de las cosas y sitúa a la
humanidad en un momento intranscendente de la historia global del Universo, lo que da vigencia a filosofías,
como las de Nietzsche, que ponen en primer plano el devenir constante de lo real.

En este sentido, el evolucionismo no solo ha variado nuestra concepción del mundo de la naturaleza, sino
que también ha transformado nuestra concepción del origen, estatus y naturaleza del propio ser humano. Aque-
llas expresiones populares -pero de profunda significación cultural- que definen al ser humano como «el rey de
la creación», el «animal racional» o la «culminación de la naturaleza», que se fundamentan en la tradición filo-
sófica griega y cristiana, pierden su significación y devienen perfectamente prescindibles. El ser humano consti-
tuye, según el evolucionismo, una especie más en el conjunto del mundo natural, pero sin ningún estatus privi-
legiado, sino sujeto como todas las especies al ciclo de la vida: nacimiento, desarrollo y desaparición. Frente a la
imagen que la religión había dado del ser humano -creado, hecho a imagen y semejanza de la divinidad, pecador
pero salvado por Dios, etc.-, el evolucionismo señala que la especie humana no tiene una significación especial,
sino que es una especie más y la vida humana está profundamente arraigada en la biología, quedando la cuestión
de la posible dimensión espiritual en un segundo plano, fuera ya del ámbito del conocimiento y restringido al
ámbito de las creencias.

El siglo y medio de debate enconado entre evolucionismo y creacionismo ha tenido dos consecuencias im-
portantes: 1) la ciencia, al haber incorporado de una forma definitiva el evolucionismo en su estatus, ha elimi-
nado el creacionismo del ámbito del conocimiento objetivo y lo ha relegado al ámbito de la fe, y 2) ha llevado a
cabo una crítica radical al antropomorfismo; la supuesta superioridad y la especificidad de la especie humana
han quedado en gran manera mermadas. Somos ciertamente una especie natural con una gran capacidad de
adaptación, para lo cual hemos inventado instrumentos enormemente poderosos; somos unos grandes depre-
dadores, que hemos desarrollado una serie de habilidades tales que llegan a poner en peligro la existencia misma
de la propia especie; pero, con todo, somos una especie más en el mapa de los seres vivos.

Si el antropomorfismo ya sufrió un primer batacazo con Copérnico, pues quitó el planeta Tierra, y en conse-
cuencia al ser humano, del centro del cosmos, Darwin hizo descender a la especie humana de las alturas de la
creación y la colocó al lado de moscas y lagartos, de perros y gatos. Además, la ciencia del último siglo aún ha
diluido más el relieve del ser humano al mostrar que el Universo es abierto, de unas dimensiones colosales, y
que la residencia humana, la Tierra, es un planeta menor de un sistema solar marginal en el conjunto del Uni-
verso. La estocada quizá definitiva al orgullo del antropomorfismo humano se la dio Freud, en el primer tercio
del siglo x, al afirmar que la supuesta racionalidad, la voluntad, la capacidad de decisión y la libertad del ser

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humano no eran otra cosa que ilusiones, pues mostró que en el psiquismo humano existen unas fuerzas incons-
cientes que controlan y determinan el ser y la actuación de los humanos.

Una última consecuencia filosófica del evolucionismo hace referencia a la orientación, dirección o finalidad
de la naturaleza, de la vida y de la especie humana. Frente a la concepción tradicional que se ha mantenido
durante siglos, el evolucionismo ha introducido el concepto de azar como explicación del devenir natural. En
efecto, la concepción tradicional supone una telenomía, esto es, existe un orden natural que solo puede ser
resultado (finalidad) de un plan proyectado por una mente ordenadora que lo ha diseñado. Por el contrario, el
azar implica que no existe proyecto previo, que los cambios son accidentales e imprevisibles y que el éxito de
estos solo se ha debido a unas circunstancias también azarosas que han propiciado aquellos cambios: el surgi-
miento de la vida, de las distintas especies y de los seres humanos.

Por lo tanto, el evolucionismo sustituye la providencia de la mente ordenadora por la selección natural; en
lugar de una creación instantánea de las especies propone una visión de las especies en un proceso de transfor-
mación constante y postula un origen animal del ser humano al tiempo que lo desposee de su título de cima de
la creación.

Con todo, la pregunta sobre qué somos los humanos nos continúa inquietando y la formulamos una y otra
vez. Vamos, pues, a describir los rasgos distintivos que nos proporciona el evolucionismo para caracterizar al ser
humano.

En primer lugar, aunque las formas de vida de los humanos han cambiado muchísimo desde la Edad de Piedra
a la época de las tecnologías, como ya se ha dicho, biológicamente nosotros tenemos las mismas características
que el hombre prehistórico: el proceso de hominización, esto es, el proceso biológico que, desde los australo-
pitecos, ha llevado al Homo sapiens, finalizó hace unos 40.000 años, y desde entonces no ha habido cambios
significativos en la especie. Los cambios espectaculares se han producido a causa del otro gran proceso de la
antropogénesis (la generación del hombre, etimológicamente): la humanización, es decir, el progreso cultural
que ha generado las formas de vida humanas tan distintas de la puramente animal. ¿Qué es lo que ha hecho
posible este salto tan impresionante desde lo biológico a lo cultural? ¿Qué ha hecho posible la humanización?

Hay una serie de rasgos que diferencian al género Homo del resto de las especies, y estos han sido los res-
ponsables del arranque y la marcha del proceso de humanización. Veamos cuáles son estos rasgos:

Los seres humanos se caracterizan por poseer un gran cerebro y por el bipedismo, por tener una infancia
muy prolongada, lo cual supone un largo período de aprendizaje, por la posesión de una capacidad excepcional
para la manipulación y producción de instrumentos, desconocida en ningún otro ser viviente, y, por último, por
utilizar un lenguaje muy elaborado y desarrollar una intensa vida social.

Con la excepción del lenguaje, todas estas características se encuentran presentes, en distinto grado, en
otros primates. Los chimpancés, por ejemplo, adoptan la postura erguida con frecuencia y, fácilmente, deam-
bulan sobre sus dos pies; tienen un período de dependencia infantil mucho más largo que los restantes mamí-
feros y poseen un cerebro notable, aunque es tres o cuatro veces menor que el humano; utilizan objetos como
herramienta y, por último, mantienen una intensa vida social. Estas similitudes evidencian aún más, como se ha
indicado anteriormente, la idea de la evolución y, en especial, la idea de que los simios y los humanos tienen un
origen común.

Como se ha señalado anteriormente, la postura erecta permitió la liberación de las manos, que ya no eran
necesarias para la marcha o la carrera. Este hecho condicionó, seguramente, el desarrollo del órgano de control
de toda actividad, el cerebro, y produjo un proceso de mutua dependencia: cuanto más elaborada es la actividad
de la mano, más complejas van a ser las conexiones cerebrales que la dirigen, y a la inversa, cuanto mayor sea
la capacidad cerebral, mayores serán las posibilidades de diversificar los usos de la mano. Además, el aumento
de la masa encefálica ha modificado la fisiología humana, por ejemplo, en la cavidad craneal y la estructura de
la pelvis. En su conjunto, la evolución de los mamíferos ha tendido hacia el progresivo desarrollo del cerebro, lo
que ha supuesto formas de aprendizaje más complejas y esquemas de conducta menos rígidos y más «inteligen-
tes», es decir, menos automáticos. Estos hechos han tenido, sin lugar a dudas, una gran eficacia en los procesos
de adaptación y en la supervivencia. A medida que los mamíferos devienen más complejos, sus pautas de com-
portamiento tienen una menor dependencia de los factores genéticos o hereditarios. Pero esta limitación en las

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conductas innatas se compensa con mayores facilidades para el aprendizaje y una mayor capacidad para adap-
tarse a las circunstancias variables del medio.

Hay, pues, un segundo nivel en la interconexión de los rasgos humanos: el largo proceso de dependencia
infantil permite el aprendizaje de formas de conducta más plásticas que sustituyan a las respuestas automáticas
del instinto innato. Ahora bien, la eficacia del aprendizaje se halla de nuevo relacionada con la capacidad cere-
bral. La plasticidad y la variedad de conductas de los seres humanos les han permitido instalarse en práctica-
mente todos los nichos ecológicos, desde los más fríos cercanos a los círculos polares hasta la selva ecuatorial.
Por otro lado, la dependencia infantil refuerza los vínculos sociales hasta hacerlos imprescindibles para la super-
vivencia de la especie y aumenta las posibilidades de aprendizaje. Sin duda, el carácter más original de la especie
es el uso de un sistema de transmisión de señales articulado y extraordinariamente complejo: el lenguaje. Hoy
se sabe que determinadas áreas de nuestro cerebro (como la llamada «área de Broca»), que desempeñan un
papel esencial en la producción de los mensajes lingüísticos o en su captación, se encontraban ya en alguno de
nuestros antepasados. Seguramente, el homo habilis poseía los rudimentos de un sistema de comunicación ver-
bal elaborado.

El lenguaje es un instrumento de comunicación y guarda una relación con el cerebro similar a la que tienen
la mano, como instrumento, y el cerebro. El uso del instrumento -la mano, el lenguaje- amplía la función cere-
bral, y la mayor complejidad cerebral hace posible la ampliación del uso del instrumento. La importancia del
lenguaje en la evolución de la especie humana es doble: 1) es un vínculo esencial para la cohesión social y 2)
permite la representación por medio de símbolos, lo cual posibilita la ampliación sin límites de la cultura. Como
vínculo de cohesión social, el lenguaje posibilita la comunicación, mejora la coordinación de las actividades co-
munes y refuerza la conciencia de la identidad individual y colectiva, al permitir a los individuos a un tiempo
reconocerse en los demás y distinguirse de ellos. Con todo, algo similar ocurre en el mundo animal, en las espe-
cies que utilizan la voz u otros sistemas de transmisión de mensajes; también en ellas la voz es un elemento de
reconocimiento y cohesión social. En este sentido, pues, la diferencia entre la comunicación humana y la comu-
nicación animal es solo de grado, más compleja la humana. Respecto del lenguaje entendido como herramienta
para la representación por medio de símbolos y como soporte cultural, su importancia y eficacia evolutiva ha
sido enorme: los saberes que un individuo o comunidad ha sido capaz de desarrollar a lo largo de su existencia
en su lucha por superar las dificultades del medio puede transmitirlos a la descendencia gracias precisamente al
lenguaje. Sin lenguaje no existe una cultura colectiva. Gracias al lenguaje, lo que ha servido a uno en la lucha por
la existencia puede transmitirlo a su descendencia, lo cual implica que los esfuerzos de cada generación son
útiles a las siguientes, y así mejoran las posibilidades del grupo y de la especie. Existen, pues, tres factores -
cerebro, lenguaje y sociedad- que interaccionan constantemente: no hay lenguaje sin comunidad en la que nazca
y se desarrolle, pero el lenguaje, al mismo tiempo, potencia y favorece la vida social; la vida comunitaria es una
necesidad biológica que se ve condicionada por el largo período de aprendizaje, y este depende de una estruc-
tura de conexiones cerebrales no determinada genéticamente.

Los rasgos a los que nos hemos estado refiriendo -cerebro potente, adaptabilidad, enorme capacidad para
crear y manejar herramientas, lenguaje simbólico y dependencia social- han hecho que los seres humanos se
instalaran en un mundo distinto del de la mera naturaleza en el que residen todas las demás especies, los hu-
manos somos seres naturales, sin duda, pero instalados también en el mundo de la cultura. Este hecho ha pro-
ducido el despegue espectacular de la especie humana en relación con el camino evolutivo de las restantes
especies: muy parecidos fisiológicamente a nuestros antepasados prehistóricos (nuestro patrimonio genético es
similar), nuestra vida poco tiene que ver con la suya. Es, pues, la cultura, que permite la acumulación de lo
aprendido por la humanidad a lo largo de las generaciones, lo que nos hace singulares como especie: lo que no
permite la herencia biológica -transmitir los caracteres adquiridos por la modificación del cuerpo o de la con-
ducta a las generaciones siguientes- lo facilita la herencia cultural. Cada generación crece sobre las creaciones
culturales de las generaciones anteriores.

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ACTIVIDADES

1. Lee con atención el siguiente texto y responde las cuestiones que se plantean:

En algún rincón apartado del Universo rutilante, configurado en innúmeros sistemas so-
lares, hubo una vez un astro donde animales inteligentes inventaron el conocimiento.
Fue aquel el minuto más arrogante y mendaz de la «Historia Universal»; pero tan solo
un minuto, en fin. Al cabo de pocas respiraciones más de la Naturaleza se petrificó el
astro en cuestión, y perecieron los animales inteligentes. -Pudiera uno inventar tal fá-
bula, y, sin embargo, no alcanzaría a ilustrar cabalmente lo pobre, precario y efímero, lo
inútil y contingente, del intelecto humano dentro de la Naturaleza. Han transcurrido eter-
nidades sin que él existiera; cuando se haya extinguido, no habrá pasado nada.

Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

a) Pon un título al texto.

b) ¿Qué papel desempeña la inteligencia humana en esta «historia universal» que des-
cribe Nietzsche?

c) La visión de Nietzsche del devenir cósmico y humano, ¿es optimista o pesimista? ¿Por
qué? ¿Suscribirías esta visión? Razona tu posición.

d) Escribe una fábula, a imitación de la de Nietzsche, que explique la historia del Uni-
verso y la evolución de la vida.

2. Anota todo lo que vayas haciendo durante la próxima hora. Indica qué acciones son naturales o bioló-
gicas y cuáles son culturales.

3. Prepara un guion de al menos diez puntos para una hipotética exposición oral sobre el siguiente tema:
«Especificidad de los seres humanos».

2. LA DIALÉCTICA NATURALEZA-CULTURA EN EL PROCESO DE ANTROPOGÉNESIS

El ser humano tiene unas pautas de conducta biológicas, como todas las especies animales; también tiene unas
pautas de conducta social, como muchas especies animales, y unas pautas de conducta cultural que lo diferen-
cian de las demás especies animales. Lo biológico, lo social y lo cultural son tres aspectos íntimamente ligados,
de modo que lo biológico es modificado por lo social, y en lo social está siempre presente lo cultural. Así, «co-
mer», «lavarse», «vestirse», «andar» o «guarecerse» son necesidades biológicas, pero con una dimensión social
y cultural: la necesidad biológica de comer se ha hecho cocina y gastronomía, y no hay fiesta familiar, ni cele-
bración social... sin comida. Y lo mismo podemos decir de las restantes necesidades biológicas: no hay «andar»
sin calzado; hay un andar normal y otro de competición; hay un «andar» y un «correr»; y un «danzar», un «pa-
sear», un «ir de excursión», etc.

En el mundo animal, en especial entre los mamíferos superiores, existen unas pautas de conducta que no se
explican solo por factores biológicos y sociales, es decir, genéticos. Existen también modos de conducta apren-
didos que, por imitación, son transmitidos a otros miembros de la especie. La utilización de un palo como pa-
lanca para abrir una caja es un aprendizaje o un invento que algún chimpancé ha realizado y los demás del grupo
han imitado; en algunas zonas, los chimpancés aprenden y enseñan a sus descendientes a utilizar piedras para
romper las cáscaras de los frutos, en otras zonas utilizan hojas mojadas con saliva para sacar las termitas de los
termiteros. Hay otros ejemplos de «cultura animal», pero los aprendizajes de los animales no humanos son muy
limitados: las crías aprenden imitando a sus mayores o bien algún animal adulto realiza un aprendizaje mediante
experiencia individual. El lenguaje parece ser la frontera entre la cultura humana y los balbuceos culturales de
las otras especies animales.

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Cultura y vida social son dos factores complementarios del vivir humano, lo cultural y lo social son indisolu-
bles: no hay cultura fuera de la sociedad y la sociedad genera pautas de conducta y modos de vida culturales. La
vida social ha sido un instrumento muy eficaz que la especie humana ha utilizado para adaptarse al entorno.
Como ya apuntaba Aristóteles, fuera de la comunidad o del grupo no es posible llevar una vida auténticamente
humana. Las iniciativas y descubrimientos individuales se integran en el conjunto social, se extienden a toda la
comunidad: las diversas culturas son el resultado de la acción colectiva. Por esta razón, nos sirven para identificar
a las comunidades y hablamos de una cultura española o una cultura francesa.

La antropología y la sociología utilizan el término cultura en un sentido muy amplio, no se reduce a la cultura
de los libros y de la enseñanza. En el lenguaje diario se habla del nivel cultural de la población, de la cultura
empresarial de una comarca o de la poca cultura política de un país. A este sentido amplio se refiere la clásica
definición de cultura de E. B. Tylor: la cultura es un entramado de elementos organizados; estos elementos son
modos de pensar (ideas), modos de sentir y valorar (valores, sentimientos y actitudes) y modos de actuar (pau-
tas de conducta). Además, todos estos elementos son adquiridos y compartidos por un grupo social al que dan
un carácter de colectividad diferenciada.

De la misma manera que los grupos sociales se cruzan los


unos con los otros, también las formas culturales se cruzan
en el seno de sociedades globales y culturas también globa-
les. Por ejemplo, la doctora X, médica del hospital de Jaén
es andaluza y española, tiene familia, está inscrita en el Co-
legio de Médicos y es miembro de diversas sociedades cul-
turales. Su cultura es la española, pero también la andaluza;
amplió estudios en Estados Unidos y habla inglés, por lo que
también siente como suyo lo angloamericano; la cultura
médica es su pasión y su profesión, pero la música clásica
le entusiasma, asiste a conciertos y, en sus ratos libres, toca
el violín; vive con su familia en una ciudad andaluza, es de
mediana edad... Todos estos elementos determinan unos
modos de actuación, es decir, configuran unas pautas cul-
turales que lo definen.

Una cultura puede ser compartida por la sociedad global o por un grupo restringido, pero no hay cultura sin
sociedad, sin grupos sociales. La cultura necesita una base biológica -un cerebro- donde se almacena en forma
de información y, en este sentido, la cultura es la información que poseen los individuos, pero estos la adquieren
en el seno de la sociedad y de los grupos sociales. Se habla de la cultura española o gallega, urbana o rural, de
una clase social o de un grupo de edad.

Las culturas cristalizan en unos elementos materiales, unos patrones culturales, un conjunto de instituciones
y unas tradiciones. Los elementos materiales son todos los artefactos que los humanos han ido inventando y
construyendo desde que se constituyeron en especie diferenciada: son ejemplos de elementos materiales desde
las primeras hachas de piedra tallada, pasando por el arco y el arado, hasta los más sofisticados aparatos de
nuestra época tecnológica. Desde el más sencillo al más complejo, todos estos aparatos son fruto de las ideas y
de la actividad de los humanos. Algunos de estos elementos materiales han aglutinado en su entorno muchos
otros elementos y han marcado la evolución de toda una etapa de la evolución cultural humana: son los patrones
culturales. Así, la invención del arado amplió enormemente la extensión de la agricultura, posibilitó la domesti-
cación de animales y el sedentarismo, o la aparición de la máquina de vapor revolucionó la producción capitalista
y el mercado de trabajo. Se ha dicho que no hay cultura sin sociedad, pero esta no es la mera suma de individuos,
sino que estos pertenecen a grupos sociales que tienden a institucionalizarse. Una institución es una organiza-
ción social caracterizada por el hecho de tener un estatuto que la constituye, en el que se establecen los objeti-
vos que persigue, las personas que forman parte de ella y, finalmente, también define la función y las actividades
que debe realizar; además, tiene unas normas que regulan la acción de sus miembros y posee unos elementos
materiales para llevar a cabo sus finalidades. Son ejemplos de instituciones el matrimonio, la escuela, el estado,
el ejército o una iglesia, también lo son la familia y las relaciones de parentesco, la moneda o el mercado de

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valores. Las tradiciones son los canales de transmisión de las culturas, y permiten la supervivencia de las insti-
tuciones y de los patrones culturales. Las tradiciones se pueden organizar en instituciones o mantenerse en
instituciones ya establecidas. Así, la familia puede ser transmisora de ciertos valores religiosos tradicionales, o
una escuela puede ser fruto de una tradición pedagógica. La cultura, en cualquier caso, es adquirida y no here-
dada, no hay nada en la cultura que sea biológico o genéticamente heredado; todos los rasgos culturales son
fruto del aprendizaje. Tengo los ojos castaños por herencia, hablo y escribo en castellano por cultura; soy bípedo
por herencia, llevo zapatos por cultura. Los rasgos físicos son compartidos por muchas personas gracias a la
herencia, y los rasgos culturales son compartidos por muchas personas que se los han apropiado y los han asi-
milado gracias a la larga convivencia en el seno de un grupo social que ya poseía esos rasgos culturales.

Resumiendo, los organismos se comportan y actúan o bien determinados por la herencia, o bien por el apren-
dizaje individual o social. En los seres humanos, el parpadeo, la salivación o el andar son comportamientos bio-
lógicos determinados por la herencia; viajar en avión, calzar zapatos de tacón o participar en una huelga son
comportamientos que necesitan un aprendizaje psicosocial.

La cultura es un factor de cohesión social, estructura el grupo social dándole unos caracteres distintivos; hay
otros factores que desempeñan también esta función de cohesión social, por ejemplo, los lazos de sangre, la
vecindad, la división del trabajo. Pero estos factores, quizá más objetivos, son transformados por la cultura, que
les da una significación plena. Así, los lazos de sangre se convierten en lazos de parentesco con sus normas y
obligaciones, que regulan las relaciones de las personas en el interior del grupo de parentesco. Asimismo, la
vecindad o la división del trabajo generan, a través de la cultura, hechos sociales tales como la noción y el sen-
timiento de patria, de nación, de clase social y de propiedad. Una cultura proporciona a todos los que participan
de ella una visión de la realidad, unos modos de actuar y unos elementos simbólicos que les permiten comuni-
carse entre sí, reconocerse como pertenecientes a un grupo con intereses comunes y compartidos, pero también
con intereses contrapuestos, y les hace tener una cierta conciencia de grupo. Permite también la diferenciación
e incluso el disentimiento: la cultura da al que participa de ella los instrumentos de análisis y crítica para poder
decir «no» a ciertos aspectos de la sociedad y la cultura.

Las pautas de conducta y las tradiciones de la colectividad de la que formamos parte son o elementos que
uno puede sentir positivamente como propios o factores de coacción social que coartan la libertad personal de
los individuos. Sin embargo, la fuerza coactiva de la cultura humana no es nada si la comparamos con la total
determinación que representa el sistema adaptativo de las demás especies. La herencia genética constituye un
patrón básico que fija los comportamientos para la supervivencia, pero al mismo tiempo impide toda posibilidad
de innovación y anula toda forma de iniciativa individual.

¿A qué se debe que algo tan intangible como la opinión expresada por una persona pública -un político, un
científico o un deportista de élite- pueda tener tanta influencia y ser noticia de periódicos y televisiones? ¿Por
qué una pieza musical, una obra de arte o un jarrón antiguo son valiosos? Las opiniones de ciertas personas, una
tabla románica, una pieza de Bach o un cuadro de Velázquez son valiosos simplemente porque hay un acuerdo
más o menos generalizado, más o menos explícito en darle este valor. Son «cosas» que pertenecen al mundo de
la cultura -política, pictórica o musical-. El arte y la política pertenecen al ámbito de la cultura humana.

La característica propia de la cultura humana es la de asignar valores y expresarse mediante símbolos. Ade-
más, la cultura es siempre convencional, y está constituida por unos sistemas complejos de comunicación inter-
dependientes, cuya base es el lenguaje. Los animales, como se ha dicho, utilizan también distintos tipos de signos
como medio de comunicación, pero no parece que puedan decidir nada sobre el significado de estos signos, este
es «natural». En cambio, los seres humanos han construido unos sistemas complejos de signos -los lenguajes
naturales o el lenguaje de las matemáticas, por ejemplo- capaces de expresar significados de realidades, senti-
mientos o ideas que nada tienen que ver con la expresión misma. Así, un «grito» de dolor expresa dolor o es-
panto y tiene una relación natural con el dolor o el espanto; en cambio, las palabras dolor o espanto solo tienen
relación con el dolor o el espanto porque los hablantes de la lengua castellana así lo hemos decidido y hemos
dado aquel valor significativo a aquellas cadenas fónicas.

El lenguaje ha llegado a ser el instrumento más potente en el proceso de humanización, de tal manera que
los humanos serían incapaces de realizar ninguna labor común sin él y la cultura desaparecería. Incluso nuestro
pensamiento se ha vuelto fundamentalmente verbal. El uso de un lenguaje simbólico ha dado paso a un pensa-
miento simbólico. Todo lo que es concebible parece expresable, y si hay algo que no podemos expresar (por

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ejemplo, nuestros sentimientos), tendemos a pensar que esto se debe a que no lo conocemos suficientemente
bien. Gracias al lenguaje, los humanos nos hemos instalado en un mundo de símbolos -el mundo de la cultura-,
que es un mundo de convenciones y que a menudo entra en conflicto con el mundo «natural».

Generalmente se considera que lo opuesto a la naturaleza es lo artificial. Lo artificial es todo aquello que
resulta de la actividad humana. Mientras que una montaña, por ejemplo, se ha formado por un proceso geoló-
gico natural, un móvil o un ordenador son objetos artificiales. También consideramos que lo convencional se
opone a lo natural. Por ejemplo, un partido político o una empresa, que son el resultado del acuerdo, la inteli-
gencia y la actividad del ser humano, no son naturales, quizá tampoco artificiales, pero sí son convencionales,
son producto de las decisiones humanas: pertenecen al mundo de la cultura, política y económica en estos dos
casos. De esta manera, por un lado, tenemos la naturaleza, y por otro, lo artificial y lo convencional, es decir, la
cultura.

Desde la Antigüedad, la oposición entre naturaleza y cultura se ha visto como un enfrentamiento. Lo cultural
se opone a lo natural. Ya en la época de los sofistas (siglo V a. C.), en la antigua Grecia, se discutía cuál de los dos
mundos era superior al otro, y muy pronto se postuló que era necesario optar por uno de ellos.

En la confrontación entre naturaleza y cultura, esta última se ha abordado unas veces de una manera opti-
mista y otras, pesimista. Según el anarquista Mijaíl Bakunin (1814-1876), la cultura puede entenderse como la
emancipación progresiva de la humanidad con respecto a la naturaleza. En efecto, los artefactos y las conquistas
culturales, en general, aumentan las posibilidades que nos ofrece la naturaleza. El automóvil nos permite au-
mentar la velocidad de nuestros pies en la carrera, el avión suple las alas que la naturaleza nos ha negado, el
anteojo agudiza nuestra visión, la calefacción nos libera del frío; el cultivo y la ganadería, del hambre; la medi-
cina, de la enfermedad ...

Gracias a la vida social, todos los bienes que el esfuerzo colectivo ha producido en el pasado quedan a dis-
posición de los seres humanos del presente. El esfuerzo de cada generación por superar las dificultades del
medio se acumula y está a disposición de las futuras generaciones, y además, les permite afrontar nuevos retos.
También desde la Antigüedad se ha visto el alejamiento de la naturaleza hacia la cultura como una especie de
«pecado original», merecedor quizá de castigo. La cultura se ha visto como un proceso que ha «desnaturalizado»
al ser humano. Así lo han vivido los antiguos cínicos o los modernos hippies.

La escuela cínica, fundada por Antístenes (h. 444 - 365 a. C.), veía la cultura como corrupción, como algo
artificioso y antinatural que sometía al ser humano a una nueva forma de servidumbre. Algo de razón debe de
tener el sabio griego, cuando los humanos hacemos cosas tan poco coherentes como subir a la vivienda en
ascensor para seguidamente hacer ejercicios gimnásticos en un aparato mecánico o desplazamos en automóvil
al gimnasio para deslizamos durante 45 minutos por una cinta de correr.

La higiene y la asepsia forman parte de nuestra cultura occidental, pero limitan las posibilidades de despla-
zarse sin peligro a los países del Tercer Mundo, si no es con una carga extra de vacunas.
En la actualidad, la confrontación naturaleza-cultura se plantea a menudo en términos de carácter más cien-
tífico. La tensión entre cultura y naturaleza, el alejamiento excesivo de la especie con respecto a sus orígenes,
podría estar transformándose en el instrumento de su propia destrucción. Los esfuerzos por controlar la natu-
raleza, ¿no acabarán destruyéndola?

A partir del siglo XVII, la contraposición naturaleza-cultura adquiere una nueva dimensión. La naturaleza
expresa lo cuantificable, es el objeto de la ciencia, se puede medir y estudiar, los hechos naturales están deter-
minados y se explican por principios causales. La cultura es la expresión del mundo peculiar del alma humana,
imposible de medir, dotada de un principio de libertad que no reconoce otra norma que la voluntad. Ya en el
siglo XIX, esta distinción presente en el pensamiento moderno adoptó los términos materia y espíritu. Hoy los
avances de, por ejemplo, las neurociencias tienden a superar la barrera que separa estos dos mundos; con todo,
el debate sigue abierto y no podemos prescindir ni de uno ni de otro.

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ACTIVIDADES

1. Una variedad de pinzones de las islas Galápagos emplea pequeñas ramitas para obligar a los insectos
de los que se alimenta a salir de un agujero; el buitre de Egipto usa una piedra para romper la cáscara
de los huevos; los grandes simios pueden servirse de un bastón para desprender la fruta de las ramas
más inaccesibles; la corneja abre las nueces con la ayuda de una piedra. En todos estos ejemplos,
distintos animales utilizan objetos a modo de instrumentos. Añade algún otro caso a la lista y luego
describe las diferencias más significativas que puedas observar entre su conducta y la utilización hu-
mana de las herramientas.

2. El oso y el gato se lavan; las personas también. Los pájaros, los castores y las termitas construyen su
residencia; las personas también. Señala las similitudes y diferencias entre la «higiene» humana y la
animal, entre la «arquitectura» humana y la animal.

3. Ilustra, con ejemplos sacados de tu propia experiencia, el concepto de cultura que aparece en este
apartado, esto es, «modos de pensar, sentir y valorar [...], modos de actuar». Por ejemplo: valoro
positivamente el cumplimiento de la palabra dada.

4. ¿Tiene sentido hablar de un lenguaje privado, de una cultura privada? Razona tu respuesta.

5. ¿Cómo ves tú la oposición entre natural y artificial, natural y cultural, material y espiritual?

6. ¿En qué consiste la distinción entre «uso» y «producción» de herramientas? Explícala con detalle.

3. QUÉ SOMOS: ¿SOLO UN CUERPO?

Los seres humanos, gracias a la cultura, hemos transformado profundamente nuestro «modo de ser» y de com-
portamos. Como hemos visto, las necesidades que tenemos como organismos vivos han cambiado radicalmente
a causa de la cultura. ¿Somos solo organismos vivos culturales? ¿La naturaleza o condición del ser humano es
únicamente corporal? La humanidad se ha preocupado desde antiguo por explicar y definir su propia condición.
A menudo, dicha preocupación se ha centrado en buscar el rasgo o rasgos diferenciales que permitieran identi-
ficar de modo inequívoco al ser humano con relación al resto de las especies vivientes en su conjunto. La pre-
tensión ha sido la de caracterizar una supuesta esencia humana intemporal.

El filósofo griego Platón había presentado, a modo de broma, una definición antigua que identificaba al ser
humano como un «bípedo implume», y su discípulo Aristóteles (384-322 a. C.) hizo fortuna con la fórmula «el
hombre es un animal racional». Desde entonces se han sucedido ininterrumpidamente los más variados intentos
de determinar el ser del hombre: por ejemplo, Friedrich Nietzsche (1844-1900) dice del hombre que es «el único
ser capaz de prometer»; o Edgar Allan Poe (1809-1849) afirma que es «el único animal que tima», o Martin
Heidegger (1889-1976) sentencia que «el hombre es un ser-para-la-muerte».

Todas estas aseveraciones indican que el tema ha ocupado y preocupado a los seres humanos: no ha habido
mitología, religión o filosofía que no aporte una concepción de lo que es «ser humano». El filósofo alemán Im-
manuel Kant (1724-1804) afirmaba que la filosofía trata de responder a las inquietudes fundamentales de las
personas, todas las cuales se resumen en una última cuestión básica: ¿Qué es el hombre?

La reiterada pregunta sobre la naturaleza del ser humano también indica que esta cuestión va más allá de la
mera discusión científica acerca del alcance de una definición. Siempre se ha pretendido explicar cuál es el
puesto del ser humano en el mundo, así como su misión o meta. Posiblemente el interés que sentimos por
nosotros mismos y nuestro destino esté relacionado con esa cierta indeterminación genética, pues como hemos
ido afirmando, somos, en buena medida, aquello que nos vamos haciendo; nos vamos construyendo a medida
que actuamos y esto, a veces, nos angustia porque -como eternos adolescentes- no sabemos qué somos exac-
tamente.

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Finalmente, parece que los seres humanos somos los únicos a quienes se les ocurre formular la pregunta
sobre nuestro propio ser, lo cual nos coloca en una posición difícil para contestarla, pues, al estudiar otras espe-
cies animales o cualquier fenómeno natural, los tratamos corno objetos, es decir, los observamos, los analiza-
mos, los diseccionamos y experimentamos con ellos desde nuestra posición de sujetos, convenientemente dis-
tanciados; en cambio, cuando nos preguntamos acerca de nosotros mismos, nosotros pasamos a ser objeto de
estudio de un sujeto que somos nosotros mismos. Somos a la vez el que estudia y lo estudiado.

Por todas estas razones, ante cualquier afirmación acerca de la naturaleza humana, surge un «pero»: somos
seres pensantes, pero necesitarnos comer; somos grandes depredadores, pero nos emocionarnos ante el vuelo
de una mariposa; somos capaces de dar el más tierno cuidado a nuestro animal de compañía, pero podemos
destruir de la forma más cruel a grupos de animales o de personas, etc.

Muy a menudo, la reflexión sobre la naturaleza del ser humano se ha planteado en términos de si somos
algo más que un organismo vivo, un cuerpo que realiza una serie de funciones. Se suele denominar mente al
conjunto de las facultades de pensamiento cuya función es el gobierno de nuestro organismo. Tradicionalmente,
la mente se ha identificado con el alma que posee un conjunto de facultades, potencias o capacidades.

Cuando consideramos lo que sucede en nuestra conciencia descubrimos una tensión y, a veces, contradicción
entre nuestros deseos y lo que consideramos nuestro deber, entre lo que queremos y lo que en realidad hace-
mos, entre el pensamiento y las posibilidades reales de realización de este. La vivencia de esta contradicción
entre realidad y pensamiento ha sido quizás el origen de que el ser humano se planteara su propia naturaleza
en términos de dualidad: mente y cuerpo, alma y cuerpo, espíritu y materia. Nuestro lenguaje está impregnado
de esta concepción dualista. Así, por ejemplo, decimos «que tenemos o poseemos un cuerpo», pero ¿no sería
más preciso decir que «somos un cuerpo»? Oímos a veces hablar del cerebro como una propiedad que uno
posee, como una herramienta que podemos «manejar» a nuestro antojo de la misma manera que manejamos
la calculadora o el móvil. Con la repetición de este tipo de ejercicios, llegamos a distinguir entre el yo, sujeto, y
todo lo demás como objeto, incluidos los contenidos de conciencia del yo (sus pensamientos, deseos y senti-
mientos) tanto como el propio cuerpo. Esto nos lleva a imaginarnos que cada uno tiene una «vida interior»,
hecha de vivencias irrepetibles.

Interfiriendo con el dualismo mente/cuerpo, nos encontramos con la oposición razón/pasión. La razón re-
presenta aquí, simbólicamente, el conjunto de las facultades intelectuales del ser humano y, tal vez, las virtudes
y los valores que se hallan asociados a ellas: expresiones como prudencia, orden, moderación, sentido de la
responsabilidad... parecen buenos ejemplos de lo que suele entenderse como razón. La pasión, en cambio, es
aquello que, formando parte de nosotros, no controlamos y a menudo ni tan solo comprendemos: se trata de
deseos, emociones, impulsos instintivos, motivaciones, etc. Se suele calificar como lo caótico, desordenado, irra-
cional, violento, excesivo, loco... A veces vivimos estos dos aspectos de nuestra realidad personal como una con-
tradicción que debe ser superada: el ser humano ha de ser racional -y eliminar las pasiones- en todos los ámbitos
de la vida, como postulaban los estoicos; o a veces se plantea si somos el resultado de la razón o de la pasión; o
a veces se plantea en una perspectiva práctica o moral: ¿qué nos conviene más, ser racionales o pasionales?
¿Hay que obedecer a la razón y dejarse guiar por ella o, por el contrario, a las emociones y sentimientos?

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DISTINTAS SOLUCIONES QUE SE HAN DADO A LA CUESTIÓN MENTE-CUERPO

Conductismo. Lo mental es como una caja negra cuyo acceso nos es negado. Solo podemos saber
lo que entra en ella (estímulos) y lo que sale de ella (respuestas). Nunca podremos probar su reali-
dad. Una psicología científica solo puede basarse en lo observable. Las referencias a estados men-
SOLUCIONES MONISTAS
tales son vagas alusiones a un «fantasma que conduce la máquina» (Gilbert Ryle).
(no hay más que una reali-
dad).
Materialismo reduccionista. La expresión mental es una manera de referirnos a los procesos fisio-
lógicos. Hablamos de ellos de una manera especial, porque los tenemos presentes en la conciencia,
pero mente y cerebro no se pueden distinguir.

Dualismo clásico o cartesiano. El alma está dotada de libertad, mientras que el cuerpo es de natura-
leza mecánica. Se trata de dos entidades diferentes.

La mente existe. Es de naturaleza espiritual (a veces se identifica con el alma) y está dotada de
libertad.

Podemos considerar los estados mentales como existentes incluso al margen de la realidad física
(René Descartes).

Nuevo dualismo (Karl R. Popper y John C. Eccles). El cerebro no es una estructura suficientemente
SOLUCIONES DUALISTAS compleja para dar cuenta de fenómenos como la conciencia.
(los seres humanos estamos
compuestos de dos naturale- Hay que distinguir tres realidades diferentes:
zas distintas).
• Las «cosas», las realidades físicas (Mundo-1).

• Los fenómenos mentales o experiencias subjetivas (Mundo-2).

• Los productos de la mente humana: la cultura (Mundo-3).

La base física del sistema nervioso produce un fenómeno especial, que son los estados mentales
o subjetivos. Los tres «mundos» son reales a su manera. Incluso hay que atribuir realidad a los «obje-
tos culturales», como las teorías científicas. Un producto del Mundo-3 puede generar efectos físicos
en el Mundo-1, como la explosión de Hiroshima.

Funcionalismo (Hilary Putnam y Jerry Fodor). Los estados mentales son las funciones ejercidas por un
determinado órgano, el sistema nervioso, aunque cualquier otro podría asimismo hacerse cargo de
ellas (un ordenador). Calcular, por ejemplo, es una «función mental» que también puede realizar una
calculadora.

La diferencia entre la mente y el cerebro es parecida a la que existe entre la calculadora y el


SOLUCIONES INTERMEDIAS
cálculo, la sierra y el serrar. ¿Es real el cálculo? Sí, pero no como la calculadora.
(no existen dos naturalezas
distintas, pero lo mental no
Emergentismo (John Searle). Lo mental es una propiedad emergente de los sistemas de neuronas,
se puede confundir con lo fí-
como la solidez es una propiedad emergente de los componentes microscópicos de una mesa. No es
sico).
posible reducirlo a su base fisiológica.

Los estados mentales son fenómenos reales, tanto como todas las propiedades emergentes,
como la solidez o la liquidez como estados de la materia. Lo que es materialmente real son las pro-
piedades físico-químicas que las producen, pero las cualidades resultantes también son reales de otra
manera.

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ACTIVIDADES

1. Busca en el Diccionario de la RAE los significados de la palabra naturaleza. Anota cada acepción por
separado y busca frases corrientes donde aparezca el término empleado en cada uno de los sentidos.
¿Cuántas de las acepciones encontradas convienen a la expresión «la naturaleza del hombre»?

2. A continuación, tienes una lista de términos relacionados con la vida emocional. Léelos todos con aten-
ción y luego clasifícalos según el criterio que te parezca más adecuado. Observa que los criterios posi-
bles son muy numerosos. Por ejemplo, se podría:

• Distinguir entre lo básico o primario y lo derivado o secundario.


• Agrupar por características comunes (hay que decidir cuáles).
• Agrupar por sus manifestaciones o consecuencias.
• Agrupar por su intensidad o duración.

Admiración, odio, deseo, terror, tristeza, amor, alegría, bienestar, calma, melancolía, desesperación,
remordimiento, alborozo, angustia, serenidad, excitación, tensión, júbilo, temor, enojo, beatitud,
miedo, envidia, vergüenza, odio, ira, resignación, pena, arrepentimiento, impotencia, orgullo, compa-
sión.

Cuando termines, compara y discute tu clasificación con la del resto de tu grupo de trabajo.

3. Explica cómo se interpretarían las propuestas siguientes sobre la relación entre razón y vida emocio-
nal:

a) Hay que buscar la armonía entre razón y emociones.


b) Las emociones deben experimentarse con moderación.
e) Hay que descartar las emociones o deshacerse de ellas.
d) Hay que buscar solo las emociones que producen placer o alegría.

4. La familia es una de las instituciones más universales que existen. ¿Por qué? ¿Qué papel desempeña
en el aprendizaje de la cultura?

5. Infórmate sobre algún caso de «niño salvaje». ¿Qué conclusiones pueden sacarse sobre la influencia
de la sociedad y la cultura en el modo de ser de los humanos?

ACTIVIDADES DE SÍNTESIS Y AMPLIACIÓN

1. Resumiendo.

a) ¿Cómo y cuándo surgió la vida?


b) Las explicaciones sobre la vida. La evolución: conceptos, pruebas y teorías.
c) La aparición del hombre: el proceso de hominización.
d) Implicaciones filosóficas de la evolución. ¿Qué es el ser humano?
e) La humanización: el proceso cultural.
f) Lo natural y lo artificial o convencional: alma y cuerpo, materia y espíritu, mente y cuerpo.

2. Analiza una Institución, por ejemplo, un centro de enseñanza secundaria, distinguiendo sus aspectos
sociales: cursos, grupos, profesores, espacios, horarios, administración, dirección, etc., de sus aspec-
tos culturales: legislación, organización, evaluación, titulaciones, etc.

3. Infórmate sobre las bases biológicas de la cultura y toma algunas notas para una exposición oral en
clase.

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4. La evolución «natural» y el futuro.

Lee con atención el siguiente texto y contesta las preguntas planteadas:

Dado que nosotros, los humanos, somos los organismos más complejos en la historia de
la Tierra, es comprensible que algunos contemplen la totalidad del proceso evolutivo
como algo conducente al Homo sapiens sapiens. Aun reconociendo que esta idea res-
ponde a un necio antropocentrismo [tendencia a interpretar toda la realidad considerán-
dola desde la perspectiva humana], en cierto sentido sí puede decirse que la evolución
biológica termina con nosotros, o por lo menos queda en suspenso. Nuestro efecto sobre
la biosfera es tan profundo y nuestra capacidad para transformar la vida (no solo me-
diante procedimientos antiguos y lentos como los criadores de perros, sino con métodos
modernos como la ingeniería genética) será pronto tan grande, que ciertamente el fu-
turo de la vida sobre la Tierra depende en gran parte de decisiones cruciales tomadas
por nuestra propia especie. Salvo una espectacular renuncia a la tecnología (muy difícil
a la vista de la enorme población humana que depende ya completamente de ella para
su sustento) o la autodestrucción de la mayor parte del género humano -seguida de una
regresión a la barbarie de los supervivientes- da la impresión de que, en un futuro previ-
sible, el papel de la evolución biológica natural será, para bien o para mal, secundario al
de la cultura humana y su evolución.

M. Gell-mann, El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo.

a) Resume en cuatro o cinco líneas el contenido del fragmento que has leído.

b) Describe las consecuencias que tendría para nuestra existencia y para el conjunto de la humanidad
la renuncia a la tecnología. Procura hacer un análisis lo más sistemático posible que incluya todos
los campos (por ejemplo, producción de insecticidas). Compara tus resultados con los del resto de
la clase para asegurarte de que no has olvidado ningún aspecto importante. ¿Tiene razón Gell-Mann
en lo que se refiere a la imposibilidad de una renuncia semejante?

c) Interpreta y comenta la frase final del texto.

5. La persona, una obra inacabada, una tarea para sí misma.

La autodisciplina, la educación, el adiestramiento en el sentido de adquirir forma o man-


tenerse en ella; todo eso pertenece a las condiciones de la existencia de un ser no termi-
nado. Por cuanto que el hombre está dejado a sí mismo y puede desperdiciar su tarea
vitalmente necesaria, es el ser amenazado o «en riesgo», con una posibilidad constitu-
cional de malograrse. Finalmente, el hombre es previsor. Está orientado -como Prome-
teo- a lo lejano, a lo no presente en el espacio y en el tiempo.

A. Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo.

a) Interpreta el contenido del pasaje. Para ello, ten en cuenta las siguientes cuestiones:

• ¿En qué sentido las personas somos «seres no terminados»?


• ¿Qué quiere decir el autor con la expresión «dejado así mismo»?
• ¿Cómo podría el ser humano «malograrse en lo vitalmente necesario»?

b) Estas tres ideas se refieren a la comparación entre personas y animales; ¿qué tiene el animal que
permitiría dejar al ser humano «terminado» y sin posibilidad de «malograrse» vitalmente?

c) ¿Cuáles son las ventajas adaptativas o vitales de estar «sin terminar»?

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d) El último párrafo afirma que las personas podemos «ver» lo que aún no está presente, es decir,
prever, que tenemos la mirada puesta en el futuro. ¿Dirías que esta es una diferencia cuantitativa
o cualitativa con respecto al animal?, es decir, ¿los animales pueden también prever el futuro, pero
en menor medida, o no pueden hacerlo en absoluto? ¿Cuáles son tus razones para afirmarlo?

e) ¿Qué relación guarda nuestro carácter previsor con la capacidad de simbolización?

6. Lee con atención lo que se dice sobre el emergentismo de John Searle. Puede ser conveniente com-
pletar la información consultando Internet o una historia de la filosofía del siglo XX. ¿Te parece una
buena explicación de los fenómenos mentales? ¿Por qué?

4. LA VISIÓN GRIEGA DEL SER HUMANO

El mundo clásico concebía al ser humano como un ser dotado del don de la palabra y de la razón, lo que se
suponía la clave de una esencia o modo de ser intemporal, permanente. En algunos casos, como en Platón, se
consideraba que estos dones residían en un alma de naturaleza distinta de la del cuerpo. El ser humano, como
capaz de conocimiento, se constituía en «medida o patrón de todas las cosas», en un ente superior a todos los
demás. Por otra parte, se le juzgaba como un «animal político», destinado a la vida social «por naturaleza»; solo
en ese medio podía desarrollarse o «realizarse» plenamente como persona. Pese a todo, la grandeza humana
se veía limitada por habitar en una tierra de proporciones reducidas, que era ampliamente superada por la
grandiosidad, armonía y perfección de los cielos.

El héroe homérico.

Aquiles, Agamenón, Ulises, Héctor y Paris son algunos de los héroes homéricos. El héroe homérico representa
en el mundo griego un «progreso» frente al héroe guerrero de etapas anteriores. Este era terrorífico, de una
violencia extrema, sacrílego, no respetaba ni a hombres ni a dioses, simplemente imponía su voluntad y su
fuerza. Los héroes homéricos son señores de la guerra que poseen armas y tierras, con una ética individualista
y agónica (de la lucha, de la guerra), sobresalen precisamente por su valor en la batalla; constituyen una élite de
individuos considerados los nobles, los mejores, los de más mérito y perfección. Los héroes homéricos no están
sujetos a ningún poder político y se sienten totalmente independientes sin ninguna sujeción personal. Constitu-
yen una aristocracia guerrera, un grupo de iguales, que se prestan un juramento de «amistad» ante una expe-
dición conjunta sin implicar, no obstante, sometimiento o dependencia a ningún dirigente supremo.

Sobre los hombres homéricos pesa el temor de los dioses, la fuerza de los más poderosos y el sentimiento
del honor y respeto; en cambio, los héroes homéricos son libres de obedecer a los dioses, no hay poder por
encima de ellos y son los estandartes del honor y merecedores de respeto.

El héroe homérico simboliza la culminación de la grandeza humana; se enfrenta a la muerte en el combate


de un modo tan fascinante que es admirado por los mismos dioses inmortales; gracias a su acción, la vida hu-
mana alcanza su máximo significado. Aunque destacan por su grandeza y belleza, la virtud que los caracteriza es
el coraje o fortaleza. Experimentan también el miedo, el deseo de huir, vacilan y se angustian, pero oponen a
ello la fortaleza del héroe; son capaces de llorar por sus penas o por las desgracias del amigo, en un gesto de
hombre noble.

El carácter excepcional del héroe homérico con su capacidad de hacer frente a la muerte y de asumir el
propio destino se completaba con la pervivencia en la memoria de sus hazañas en las narraciones del poeta
(aedo). Este, convertido en portavoz de lo divino, da al protagonista un relieve que sobrepasa el mundo de lo
cotidiano. Gracias al aedo, la fama y la gloria del héroe perviven en el tiempo y este deviene inmortal, porque
los héroes mueren jóvenes, pero en la memoria son inmortales.

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el método socrático se compone de dos partes
que sepamos solo de Sócrates (que no dejó escrito) a través de su discípulo Platón, dificulta saber su postura
relación alma - cuerpo: es necesario cuidar el
a veces parece creer en la inmortalidad del alma y otras veces parece tener cuestiones acerca de la misma
cuerpo, pero también el alma (búsqueda de
conocimiento, valores morales) ética:
- intelectualismo moral vaciar el alma de falsas ideas
- virtud como conocimiento moral
- método socrática: ironía (1ª parte) y mayéutica (2ª parte)
La idea socrática del ser humano. busca las esencias de los valores morales

La idea de que el ser humano es propiamente el alma y que esta es inmortal, que encontraremos enseguida en
Platón, ¿está ya presente en Sócrates? Parece que no se puede afirmar categóricamente, pues los dos textos en
los que se apoyaría una respuesta afirmativa son más bien problemáticos: uno de los textos está en el Fedón y,
el otro, en la Apología de Sócrates. En el primero, es Platón mismo quien, por boca de Sócrates, argumenta sobre
la inmortalidad del alma a partir de su propia teoría de las Ideas, teoría que es platónica y no socrática; el se-
gundo texto, que puede ser la expresión del pensamiento socrático, manifiesta la duda acerca de si el alma es o
no inmortal: «La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de
nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma
de este lugar de aquí a otro lugar» (Apología de Sócrates). Con todo, tuviera o no la convicción de la inmortalidad
del alma humana, Sócrates ha contribuido de una manera significativa a elaborar aquel concepto de alma que
ha estado vigente durante siglos en la cultura occidental: según esta concepción, el alma es un principio vital,
fuente de la conciencia personal y del pensamiento humano; es un principio de naturaleza distinta del cuerpo y
contrapuesta a este; con Platón, y después con el cristianismo, se la considerará una sustancia que permanece
después de la muerte y que merece un premio o castigo, según haya sido su comportamiento en la vida presente.

Sin duda, la noción de alma no era nueva en el pensamiento griego, pues el orfismo y los filósofos jónicos y
pitagóricos la habían ya manejado, y los órficos y pitagóricos piensan en un alma inmortal que, como un dios
caído, debe aprovechar la vida presente para purificarse y alcanzar su destino divino. Parece, no obstante, que
fue Sócrates quien concibió el alma como portadora de la conciencia personal, sujeto de la inteligencia y la
voluntad. Pero Sócrates no identifica plenamente el ser del hombre con el alma. Esto será obra de las doctrinas
platónicas. Aunque puede parecer lo contrario, Sócrates se preocupaba del cuerpo y de su salud, y pedía a cada
uno de sus discípulos que prestara atención «sobre qué alimento, qué bebida, qué clase de trabajo le convenía,
y qué uso debía hacer de ello para conservarse sano» (Jenofonte). Pero Sócrates asumirá como algo evidente la
superioridad del alma con respecto al cuerpo, por lo cual postulará que es más necesario cuidar el alma que
cuidar el cuerpo: «Yo no hago más que ir de un lado a otro persuadiéndoos a vosotros, jóvenes o viejos, de que
no os ocupéis del cuerpo ni del dinero antes ni con tanto celo como del alma, para hacerla volver lo mejor
posible, diciéndoos que la virtud no viene de las riquezas, sino que las riquezas y todos los otros bienes de los
hombres en el orden particular y en la vida pública vienen de la virtud» (Apología de Sócrates).

El cuidado del alma es la tarea que le absorbió toda su vida y le llevó a la muerte, pues consideró que era un
mandato casi divino el procurar que sus conciudadanos atenienses se ocuparan de ser mejores. Sócrates insistía
en que los humanos se ocupasen de su alma para convertirse en hombres buenos, porque esta es la única ma-
nera de conseguir la felicidad, que es, en definitiva, la finalidad última de nuestras acciones. Sócrates afirma que
el hombre auténticamente feliz es el hombre bueno, el que practica la virtud. Ni las riquezas, ni la fama, ni el
éxito público procuran la felicidad.

¿Cómo entendía, pues, Sócrates la virtud? Está de acuerdo en que la justicia, la moderación, la generosidad
o la valentía son virtudes. Pero lo que sean cada una de estas virtudes o lo que sea la virtud en general no puede
depender simplemente de la opinión de cada uno (relativismo), sino que ha de tener un valor objetivo: lo que
es justo, por ejemplo, ha de serlo independientemente de las opiniones o los intereses de cualquiera. Sócrates
se pregunta por aquello que hace que una acción sea justa, piadosa o valerosa, busca la definición de la justicia,
la piedad, o la valentía. Y, en última instancia, se pregunta por aquello que hace que cada una de las virtudes
sean virtudes -busca una definición de lo que sea la virtud- y aquello que hace que cada una de las acciones
justas, piadosas o valerosas, sean al mismo tiempo virtuosas. Pero él afirmará repetidamente que no sabe lo que
son cada una de las virtudes ni lo que sea la virtud en general; por esta razón, pasea por Atenas preguntando a
uno y a otro, y especialmente a aquellos que dicen o tienen fama de saber de estas cosas. Sus expectativas, con
todo, se verán frustradas, porque los que creen saber en realidad no saben, sino que poseen un falso saber y
son doblemente ignorantes: puesto que no saben e ignoran que no saben. Por esta razón, él los aventaja, pues
sabe que no sabe.

Sócrates piensa que el primer paso para descubrir lo que sea realmente la virtud es reconocer la propia
ignorancia: solo quien reconoce la propia ignorancia es capaz de ponerse en camino para buscarla. El llamado
método socrático consistirá precisamente en esto: partiendo de la sentencia délfica - «conócete a ti mismo» -
iniciarse en el reconocimiento de la propia ignorancia eliminando los falsos saberes que uno pensaba tener y
ponerse en camino de alcanzar un auténtico conocimiento de qué sea la virtud, porque Sócrates está convencido

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de que el saber, la bondad y la felicidad coinciden: el que sabe qué es el bien, actúa de acuerdo con él, es decir,
practica la virtud, y es feliz; y el ignorante no puede practicar el bien (la virtud) y tampoco puede ser feliz. Quien
comete un delito, lo hace por ignorancia: nadie delinque voluntariamente. Y esto parece contradecir nuestra
visión de la realidad humana, pero Sócrates asume todas las consecuencias de esta concepción que se denomina
intelectualismo moral.

El dualismo platónico.

Platón concibe la realidad de una manera dual: existen dos realidades, una física y cambiante, y otra inteligible
y permanente. La realidad o mundo inteligible está constituida por una serie de entidades, las Ideas, caracteri-
zadas por ser estables, siempre idénticas a sí mismas, eternas, universales, inmateriales, y solo pueden ser co-
nocidas por la inteligencia. Son entidades de este tipo los objetos matemáticos como números y figuras, los
valores como la belleza, la justicia o el bien, y todo aquello que, teniendo un «reflejo» en el mundo sensible, sea
concebible por la razón.

La realidad física, o mundo sensible, está constituida por todos los objetos que aparecen ante nuestros sen-
tidos, como una planta, un animal o una montaña, pero también por nuestras actuaciones o nuestras institucio-
nes sociales y políticas. Los dos mundos son reales, pero únicamente el primero, el mundo inteligible, es real
con plenitud, absolutamente; el segundo solamente es real en cuanto que participa del primero, es una copia o
imitación del primero. El mundo de las Ideas puede conocerse gracias a nuestras capacidades intelectuales,
mientras que el mundo sensible lo conocemos gracias a nuestros sentidos; y de la misma manera que la realidad
plena es la del mundo de las Ideas, también el conocimiento en sentido pleno es el de la inteligencia, es conoci-
miento científico; mientras que el conocimiento sensible es solo aproximado, es opinión más o menos ajustada
a lo real. Como este dualismo de la realidad y del conocimiento se hace difícil de comprender, Platón echa mano
de alegorías o mitos para facilitamos la comprensión de sus teorías. Una de las alegorías que ha tenido mayor
fortuna en la historia de las ideas ha sido la alegoría platónica de la caverna. En ella se cuenta que los seres
humanos están encerrados y atados de cara a la pared en el fondo de una caverna; allí pueden conocer solo
gracias a las sombras que se proyectan en la pared. Uno de los prisioneros consigue liberarse de las cadenas,
ascender por la cuesta empinada y abrupta, salir al exterior y contemplar el sol y las cosas que solo en forma de
sombras había podido contemplar anteriormente.

En esta alegoría se representa una gran parte de las tesis platónicas sobre la realidad y el conocimiento: hay
dos mundos, el sensible (el interior de la cueva) y el inteligible (el exterior); en el primero están los objetos
materiales (las sombras), y en el otro, las Ideas, los seres verdaderos. Los seres humanos estamos dentro de la
caverna, pero permanecemos prisioneros en ella, lo que puede indicar que este no es nuestro mundo, por más
que no seamos conscientes de ello. Sin embargo, algunos consiguen salir de la caverna. El camino, una ascensión
difícil y dolorosa, representa el proceso que tiene que seguir el alma para alcanzar el conocimiento del mundo
inteligible. Cuando se familiariza con este nuevo mundo -el inteligible-, se da cuenta de que es justamente el
suyo y de que, en el otro -el sensible-, estaba prisionero.

En conformidad con esta concepción de la realidad y el conocimiento, plantea Platón su antropología. El ser
humano, según él, está formado por dos componentes: el cuerpo, que forma parte del mundo sensible, y el
alma, que forma parte del mundo de las Ideas. Siguiendo la tradición órfico-pitagórica, Platón considera que el
alma es eterna y que, durante un tiempo, permanece prisionera dentro del cuerpo. Se trata, pues, de una unión
accidental, de manera que, en definitiva, el ser humano es el alma.

Platón aporta diversos argumentos para demostrar que el alma existe antes que el cuerpo y que es inmortal,
como el que formula en el Fedón: como es simple, no está compuesta de partes, y, en consecuencia, no se puede
descomponer. En cambio, parece que, en el Fedro, al compararla con un carro tirado por dos caballos y condu-
cido por un auriga -otro mito o alegoría platónica-, presupone que está formada por diversos elementos. Esto
se afirma claramente en La República: en el alma hay que distinguir tres partes o facultades. Y Platón lo deduce
de un análisis psicológico: en ocasiones deseamos alguna cosa -por ejemplo, beber-, pero, si pensamos que en
ese momento no debemos hacerlo, decidimos abstenemos de ello.

Hay que distinguir, pues, tres partes: aquella con la que deseamos, la parte apetitiva (o concupiscible); aque-
lla con la que pensamos y razonamos, la parte racional; y finalmente, aquella con la que decidimos actuar o no,
la voluntad o el ánimo (que se ha traducido también por «irascible»), que unas veces se alía con la parte racional

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y, otras, con la apetitiva. Cada parte tiene, así, una función que le es propia y que puede cumplir bien o mal.
Cuando la ejecuta de una manera excelente, decimos que lo hace «virtuosamente». A cada parte le corresponde,
pues, una virtud, una manera excelente de llevar a cabo su función. La virtud de la parte racional es la prudencia
o la sensatez, que es la capacidad de ver en cada situación qué es lo mejor que se puede hacer; la del ánimo es
la fortaleza o el coraje, la capacidad de llevar a cabo lo que uno cree que debe hacer (cuando esta falta, decimos:
«no me veo con ánimo de hacerlo»); la virtud de la parte apetitiva es la templanza o moderación, el no excederse
en los deseos y las pasiones. Para que el alma funcione bien, es preciso que lo haga ordenadamente. Así, la parte
racional ha de dominar sobre la irascible, y esta, sobre la concupiscible. El alma que actúe así es justa (ajustada):
la justicia es la virtud que consiste en el mantenimiento de este orden y actúa a modo de síntesis de las demás
virtudes.

El animal racional y político aristotélico.

Los seres vivos fueron objeto de estudio especial por parte de Aristóteles, ya que era básicamente un biólogo.
El ser vivo se diferencia de los otros porque se alimenta, crece y declina. Para cumplir estas funciones cuenta
con una serie de órganos, pero precisa, además, de un principio, el alma, que lo «anima» y le hace vivir. Hemos
visto que Platón, siguiendo a órficos y pitagóricos, concibió el alma como una entidad no material y eterna que
pertenece a otro mundo, pero que vive durante un tiempo prisionera en un cuerpo. Frente a esta visión del
alma, Aristóteles dice que el alma no es ni un espíritu ni un cuerpo, sino algo del cuerpo: es su forma o estructura,
es lo que hace que el ser vivo esté efectivamente vivo y cumpla sus funciones. Es, por tanto, un principio de vida.
Un cuerpo sin vida también está organizado (tiene órganos) y, en consecuencia, tiene una forma, pero no tiene
vida. Por eso, el alma no es la forma del cuerpo propiamente, sino del ser vivo, lo que presupone que esté
organizado. Y como el cuerpo sin alma no es un ser vivo, el alma sin cuerpo no es nada, ya que su ser consiste
justamente en dar vida a un cuerpo.

Pero ¿en qué consiste la vida (o el alma)? Aristóteles distingue tres niveles de vida:

• La vida vegetativa, propia de las plantas, realiza las funciones vitales mínimas: la nutrición y la reproduc-
ción.

• La vida sensitiva, propia de los animales, añade otras funciones: la sensación, mediante la cual el animal
recibe información del medio; el apetito, que hace que se sienta atraído o que rechace lo que ha captado
mediante los sentidos para poder satisfacer sus apetencias; y la locomoción, que le permite ir hacia lo
deseado o alejarse de lo rechazado.

• La vida racional, propia del ser humano, se caracteriza por el pensamiento discursivo y la capacidad deli-
berativa dirigida a la acción.

El ser humano tiene, pues, capacidad deliberativa y, por tanto, se plantea qué es lo que debe hacer para
conseguir su bien. Según Aristóteles, todos buscamos aquello que consideramos el propio bien. Como la con-
ducta humana tiene dos vertientes, la individual y la colectiva, Aristóteles considera también una dimensión
ética (referida a la conducta individual) y una dimensión política (referida a la ciudad o Estado).

Aristóteles piensa que todo lo que hacemos lo hacemos para conseguir algo. Son muchos los fines que nos
proponemos: para estar en forma, hacemos gimnasia; para divertimos, vamos a una fiesta, etc. Pero la mayoría
de estos fines no los perseguimos por sí mismos, sino más bien para conseguir otros. Pretendemos aprobar el
examen para aprobar la asignatura, pero con la finalidad de aprobar el curso, y eso, para obtener el título, para
después cursar estudios superiores o para conseguir un trabajo, etc. La mayoría de los fines están, pues, subor-
dinados a otros que consideramos más importantes. Los fines subordinados son medios para alcanzar otros
fines. Ahora bien, algunos parecen que son fines últimos. Vamos a una fiesta para divertimos, y divirtiéndonos
somos felices. La felicidad parece, pues, el fin último. No tiene sentido preguntar para qué queremos ser felices.
Sin embargo, la felicidad que nos proporciona la fiesta es momentánea, no es la felicidad auténtica.

Así pues, la felicidad auténtica (eudaimonía) será el fin último y, por tanto, el bien supremo: quien es feliz ya
no persigue ningún otro fin. En esto todo el mundo está de acuerdo, dice Aristóteles; pero ¿en qué consiste la
felicidad? Aquí surgen las discrepancias. Unos la identifican con el placer; otros, con los honores y la fama; otros,
con la riqueza... Pero ninguna de estas cosas, dice Aristóteles, produce realmente la felicidad. ¿En qué consiste,

16
ética teológica?
temperamento (tendencias naturales) - carácter (se forja), si las personas no pudiésemos kant: debo
forjarnos, las personas ejercitamos nuestra persona a través del razonamiento y el cumplir con
cuidado del alma,; una persona perfecciona su carácter cuando utiliza su inteligencia las reglas
práctica o, lo que llamamos hoy en día, inteligencia emocional morales
la felicidad se alcanza ejercitando y trabajando nuestra inteligencia emocional porque es mi
deber
pues, la felicidad? Si el bien de cada cosa es que lleve a cabo su fin de la mejor manera -el bien de un cuchillo es
que corte-, la felicidad para el ser humano consistirá en cumplir bien su tarea: hacer, podríamos decir, «de ser
humano» de la manera más excelente. ¿Y qué quiere decir «hacer de humano»? El ser humano tiene muchas
la
inteligencia funciones: en primer lugar, las vitales (vivir y reproducirse) y, también, las sensitivas (ver, escuchar, desear, etc.);
práctica se pero ninguna de estas lo define como «humano», ya que también son propias de los animales. Los seres huma-
basa en nos, además de todo esto, piensan y toman decisiones: justamente este aspecto es lo que los diferencia de los
deliberar animales y los define como humanos.
cual sería
nuestra Podemos decir, pues, que la función propiamente humana es la de actuar racionalmente y, cuando el ser
mejor humano lo haga de manera excelente (virtuosamente), será feliz. La excelencia o virtud consiste en encontrar
opción de siempre -dirá Aristóteles- el justo término medio entre dos extremos, que son los vicios; y esto en todo, desde
manera el comer -no hay que comer ni demasiado ni demasiado poco, sino en la justa medida- hasta las empresas más
racional, sin difíciles. Hay, por ejemplo, personas cobardes (vicio por defecto), que no se atreven a hacer muchas cosas por-
dejarnos que ven peligros por todas partes; y hay otras que actúan con temeridad (vicio por exceso), que no saben medir
llevar por los auténticos peligros. La virtud es la valentía, que consiste en saber qué riesgos somos capaces de afrontar, y
sentimientos afrontarlos. Precisamente, saber descubrir el justo término medio en cada situación es la virtud fundamental: la
de primer prudencia.
instinto
Según Aristóteles, la virtud y el vicio son hábitos que se consiguen por repetición de actos. Cuando se ha
adquirido el hábito, por ejemplo, de decir la verdad, ya no cuesta ser sincero; y a la inversa. De hecho, no somos
sinceros porque decimos la verdad, sino que decimos la verdad porque hemos adquirido el hábito de ser since-
ros. Así pues, la persona virtuosa -y, por tanto, feliz- es aquella que todo lo que hace lo hace de manera exce-
lente, es la persona que se realiza. Sin embargo, no todas las actividades producen el mismo grado de felicidad.
Un carpintero puede sentirse feliz por haber fabricado bien un mueble, pero no hace muebles para sentirse feliz,
sino para ganarse la vida; es decir, hacer muebles no es el bien supremo. La única actividad que, según Aristóte-
les, no se realiza como medio para ninguna otra cosa es el cultivo del saber teórico, la búsqueda y la contempla-
ción de la verdad. Pero solo puede dedicarse a esta actividad aquel que tenga las necesidades básicas cubiertas.
Por eso, Aristóteles, piensa que, para ser feliz, se precisan un mínimo de medios económicos, y con la ayuda de
otras circunstancias como, por ejemplo, la salud e incluso un poco de suerte.

El ser humano, con todo, no puede realizarse plenamente y alcanzar la felicidad como individuo aislado fuera
de la sociedad. «El hombre es un animal político», es decir, el que vive en la polis; fuera de ella, el individuo no
puede vivir como un ser humano. Quien vive solo -dice Aristóteles- o es una bestia o es un dios. Por tanto, la
realización del bien individual presupone el bien colectivo, que es el que estudia la política, y, por eso, esta es
superior a la ética: solo en unas condiciones sociales buenas, el individuo puede alcanzar su bien: la felicidad. Y
esto es así porque, por naturaleza, los individuos humanos se necesitan. La unión de hombre y mujer es el modo
primitivo, biológico, de la asociación humana. A partir de ella, se va ampliando para ir satisfaciendo diferentes
tipos de necesidades.

Aunque las funciones primarias de la polis sean las de mejorar la producción y el intercambio de bienes, y
también las de la defensa y la seguridad, su fin fundamental es de tipo moral. Es la que ha de permitir realizar
las exigencias de la razón, como demuestra el hecho de que el ser humano sea el único animal dotado de len-
guaje (logos). A diferencia de los animales, que con sus sonidos solo pueden expresar sensaciones y apetencias,
los humanos, con la palabra, pueden expres.ar. lo que es razonable: pueden distinguir lo que es útil de lo que es
perjudicial y, a partir de aquí, pueden definir lo que es justo y lo que es injusto, unas definiciones que les servirán
para formular las leyes de la convivencia. Precisamente es la justicia la virtud básica que ha de regular las rela-
ciones sociales, pues la justicia en la polis exige que cada ciudadano sea tratado según sus méritos.

La misión de la política es, pues, la de definir los medios para poder desarrollar la vida humana perfecta.
Pero, del mismo modo que el individuo debe armonizar los diferentes deseos por medio de la virtud, en la ciudad
se han de regular los distintos intereses y solucionar los conflictos mediante una buena organización. Cada ciu-
dad tiene su constitución, que determina la forma en que los ciudadanos se distribuyen las magistraturas y cómo
se reparten el ejercicio de la autoridad. De esta manera, aparecen las diferentes formas de gobierno, que estarán
justificadas si el poder se ejerce con vistas al bien común y de acuerdo con la justicia.

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la vida es cambiante, azarosa, no la puedes controlar, lo que sí puedes controlar es tu estado de ánimo y así alcanzar la felicidad
controlar tu estado de ánimo, prepararse para las cosas malas (muerte de un familiar)

Materialismo e individualismo helenístico.

Las filosofías posteriores a Aristóteles abandonaron, en general, la visión colectiva (política) del ser humano y
defendieron el individualismo: o bien se recluyen en su soledad -o, como mucho, en un círculo de amigos redu-
cido, como en el caso de los epicúreos- y buscan «el ideal del sabio» lejos de las preocupaciones políticas, o bien
-como los estoicos- se consideran ciudadanos del mundo y proponen una especie de amistad universal que lu-
chará contra la esclavitud. El estoicismo, al valorar seriamente al individuo humano en tanto que ha de ser él
quien resuelva sus problemas existenciales, fue la filosofía dominante durante los tres siglos anteriores a nuestra
era, hasta que el cristianismo la desplazó. - felicidad = ausencia de perturbaciones
(tranquilidad de ánimo)
- autarquía, no depender de nadie porque
Los epicúreos. eso genera perturbaciones (problemas)
- vida austera

Epicuro, siguiendo a Demócrito, supone que los componentes de todas las cosas, incluido el ser humano, son
unas unidades mínimas llamadas átomos. Estos son indivisibles, increados, inalterables, macizos, sin composi-
ción, duros, eternos. Todos los cuerpos están formados por átomos (y vacío). Pero a ellos nada los forma: son
simples.

Los átomos son infinitos en número y se diferencian por el tamaño, la figura y el peso. Los hay de muchos
tamaños, si bien todos son invisibles, y los hay de muy diversas figuras, pero todos son indivisibles. El peso de
los átomos es la causa de la tendencia que tienen a moverse hacia abajo. La caída hacia abajo, empero, haría
que las trayectorias de los átomos fuesen paralelas unas a otras; por esta razón, Epicuro introdujo el concepto
de clinamen o espontaneidad de los átomos, que provoca que estos se desvíen por azar de la caída vertical, y
así puedan chocar unos con otros y construir los agregados que son las cosas. El devenir natural -que se formen
cosas, que estas se transformen y se muevan- se debe al peso de los átomos, a la desviación de estos y al choque
entre ellos.

Epicuro afirmó que el devenir natural se produce por necesidad y por azar. Hay unos factores necesarios,
uniformes y previsibles en la naturaleza, como, por ejemplo, la caída vertical de los átomos; pero está también
el clinamen, que convierte los acontecimientos en imprevisibles. El ser humano es corpóreo, está hecho de áto-
mos. También el alma humana está hecha de átomos, aunque más sutiles y capaces de poner en movimiento a
todo el individuo. El alma es principio de acción, porque puede anticipar representaciones agradables o desagra-
dables de lo que sucederá, y puede aceptar o rechazar deseos. Pero esto solo tiene sentido y valor moral si
realmente es posible elegir, si el ser humano es libre. Epicuro, defiende la libertad humana y rechaza el deter-
minismo. La moralidad tiene sentido si somos libres: ni la causalidad física del mundo natural, ni los condicio-
nantes sociales suprimen la capacidad del ser humano de poder decidir por sí mismo. Epicuro piensa que el
clinamen introduce un elemento de azar en el devenir natural y permite dejar un margen a la decisión humana.

El ser humano quiere ser feliz y, como los animales, busca situaciones placenteras y evita situaciones dolo-
rosas: hay una tendencia natural a buscar el placer (hedoné) y a evitar el dolor. Cuando los cambios que se
producen continuamente en el ser humano son armoniosos, regulares, equilibrados, la situación es placentera;
cuando los cambios son bruscos, irregulares, desequilibrados, la situación es desagradable y desplaciente.

La aponía es el estado del cuerpo humano cuando está libre de todo dolor y molestia. La ataraxia es el estado
anímico en que nada altera, perturba ni angustia al individuo. Los humanos difícilmente consiguen esta situa-
ción, porque son pocos los momentos en que no les duele nada o no sienten preocupación por nada. El sabio
sabe que no siempre se puede evitar el dolor y la preocupación, pero tiene remedios para afrontarlos: el re-
cuerdo y la anticipación; esquiva los dolores evitables y amortigua los inevitables, recordando buenos momentos
pasados o anticipando mejores momentos que los presentes. El necio, en cambio, vive angustiado por las preo-
cupaciones, por los males presentes o futuros.

Así pues, en principio, el placer es un bien y el dolor es un mal. Pero no por eso -dice Epicuro- hay que buscar
todo placer y eludir todo dolor, porque la experiencia informa al sabio de que ciertos placeres momentáneos, a
la larga, producen dolores más grandes y, en sentido contrario, algunos dolores momentáneos ocasionan place-
res mayores. Es, pues, propio del sabio sopesar y elegir, hacer un cálculo utilitario de qué placeres han de bus-
carse y qué dolores deben rechazarse para conseguir la felicidad: no sufrir en el cuerpo (aponía) y obtener la
tranquilidad de ánimo (ataraxia). El único valor que realmente cuenta es el placer; cualquier otro valor es

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siempre un medio con vistas a la única finalidad humana. Este placer, entendido como ausencia de dolor, debe
tratar de asegurarse en el futuro, y se debe procurar que este sea tranquilo y sin angustia.

Los estoicos.

Todo es corpóreo: animales, seres humanos y plantas; almas, dioses y virtudes. La concepción estoica de la na-
turaleza humana es, pues, materialista. En cada ser humano particular -pero también en cada cosa y en el cos-
mos como totalidad- se pueden distinguir dos componentes o principios: un principio pasivo y un principio
activo. El principio pasivo es la materia, sustrato de todos los cambios. El principio activo es el fuego, que in-
forma, organiza y estructura cada cosa y la totalidad del cosmos. Este fuego lo vivifica todo, es el principio que
mueve y produce todo lo que sucede; es idéntico al logos o razón universal. Por eso, el mundo y el devenir no
son azarosos ni arbitrarios, sino comprensibles, están llenos de sentido. El fuego-logos, que lo penetra todo y
hace del mundo un gran viviente, es dios mismo. El materialismo estoico es, pues, panteísta: el dios estoico es
inmanente a la naturaleza misma, es su principio activo.

El ser humano y todas las cosas particulares tienen su principio unificador, que les da la identidad y sus ca-
racterísticas propias. Se llama pneuma o alma, y está hecho de aire y de fuego. A medida que ascendemos en la
escala biológica, la mezcla, que es el pneuma, está cada vez más cohesionada y es funcionalmente más perfecta,
hasta llegar al alma humana, que participa de la inteligencia divina. De todos modos, el logos cósmico está en
todo y lo penetra todo: contiene en sí la «simiente» y el «sentido» de cada cosa particular (logoi spermaticoi o
razones seminales).

El cosmos sigue un ciclo ordenado y regido por el logos universal, que dirige todas las cosas hacia lo mejor.
El logos (dios) estoico es providencia y finalidad -todo lo que acontece sucede de la mejor manera posible-, pero
al mismo tiempo es determinismo y fatalidad -lo que sucede no puede sino suceder: es del todo necesario-. En
el estoicismo, determinismo y providencia son dos perspectivas del devenir natural: cada hecho es consecuencia
necesaria de los hechos precedentes y causa de los efectos que seguirán; y, al mismo tiempo, lo que sucede es
lo único, lo mejor y más racional que podía suceder. El determinismo estoico es sabio y racional. En una concep-
ción como esta, ¿caben la libertad y la responsabilidad humanas? El estoicismo quiere salvar la capacidad de
decisión humana. Según Crisipo, la decisión humana está ligada a la determinación natural, pero el individuo
puede optar, por medio de su juicio, por aquello que ha de ser y que es racional que sea, y consentir en ello; la
libertad y la decisión libre consisten, pues, en adecuar la propia razón a la razón universal y consentir en ella.
Esta es precisamente la actitud del sabio, y el necio es aquel que pretende resistirse al destino, al devenir natural.

La ética estoica pretende que el ser humano consiga vivir en armonía con el cosmos. «Vivir de acuerdo con
la naturaleza» es una de las máximas fundamentales del estoicismo: el cosmos no se desvía nunca de la ley que
le ha impuesto el logos; el sabio vive con armonía natural siguiendo también los dictados del logos. El logos,
dios, inmanente a la naturaleza y gobernador de esta, es destino y providencia a fin de que suceda siempre lo
mejor, y el sabio asume el logos y se identifica con él. Por eso, una segunda máxima moral estoica, que en
realidad es idéntica a la primera, afirma que el ideal moral del sabio es «vivir de acuerdo con la razón».

La tradición estoica afirma que la felicidad (eudaimonía) es el bien supremo, la finalidad última de la acción
humana. La persona feliz es la autárquica, que se basta a sí misma, vive independiente de las cosas exteriores y
no se altera por nada. La apatía (apátheia), o impasibilidad, expresa el ideal del sabio estoico: aceptar tranqui-
lamente el devenir, lo que el destino le procura, sin inmutarse, sin resistirse a ello; no dejarse arrastrar por las
pasiones. El individuo feliz, independiente e impasible, es el virtuoso: la virtud es el único medio para alcanzar
la felicidad. Las virtudes son las únicas cosas buenas, y las pasiones y vicios son las únicas cosas malas; las res-
tantes cosas son indiferentes, ni buenas ni malas: la vida y la muerte, la riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso,
etc.

La virtud, en realidad, es única; el sabio es quien la posee y el necio carece de ella. La virtud es la disposición
y el anhelo de vivir de acuerdo con la naturaleza, vivir de acuerdo con la razón. Todo está determinado por el
logos, por el destino que lo rige todo; lo que tenga que suceder sucederá necesariamente. El sabio, que es vir-
tuoso, reconoce este devenir cósmico, el orden natural, lo acepta y quiere que sea como es; con el conocimiento
del orden cósmico, la persona sabia se hace libre. El necio, en cambio, se resiste al destino y se opone al devenir
natural; pero, de todos modos, el destino hará que las cosas sean como han de ser; el necio será arrastrado por
la corriente del devenir natural y, con su resistencia, se sentirá infeliz y estará falto de virtud y de libertad.

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Parece que la moral estoica -la autarquía, la impasibilidad y la aceptación tranquila del destino- tendrían que
haber generado una actitud individualista, despreocupada de los demás, pero no fue así. El sabio virtuoso debe
preocuparse también de la felicidad de los otros: dado que el logos lo rige todo, se llega a amar a la comunidad
humana, sin distinción de ninguna clase, ya que todos participan del logos universal. Todos los humanos, hom-
bres o mujeres, libres o esclavos, bárbaros o griegos, son iguales y tienen lagos. Por eso, los estoicos fueron los
primeros que preconizaron la abolición de la esclavitud. La virtud estoica, además de abrazar los diversos aspec-
tos individuales de la virtud (autodominio, prudencia), también recoge los aspectos sociales -justicia, benevo-
lencia, filantropía- que son útiles para los otros. El estoico apunta la posibilidad de participar en la vida política,
en principio, en el Estado universal, porque el sabio no reconoce las leyes convencionales de los estados y ad-
mite solo la ley de la naturaleza: el estoico es un ciudadano del mundo, un cosmopolita.

ACTIVIDADES

1. Busca en la Ilíada un fragmento en el que se describa la personalidad de un héroe griego.

2. Comenta estas dos frases, que expresan opiniones de Sócrates:

a) «Filosofía es la búsqueda de la verdad como medida de lo que el hombre debe hacer y como norma
para su conducta.»

b) «La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia.»

3. Comenta los tres fragmentos siguientes en función de lo que acabas de estudiar sobre Sócrates, Platón
y Aristóteles. Como conclusión de tu comentario, pon un título a cada fragmento y escribe una línea
que resuma el contenido de cada uno de los textos.

a) [...] él, entreteniéndose sin cesar con aquello que está al alcance del hombre, examinaba
lo que es piadoso y lo que es impío, lo que es honrado y lo que es vergonzoso, lo que es
justo y, por el contrario, injusto; en qué consiste la sabiduría y en qué la locura, el valor
y la pusilanimidad; lo que es el Estado y un hombre de Estado; qué es el gobierno y cómo
se manejan sus riendas. En fin, discurría a propósito de todos los conocimientos que
vuelven al hombre virtuoso, y sin los cuales pensaba que realmente se merecía el nom-
bre de esclavo.

Jenofonte, Recuerdos socráticos.

b) - Considera ahora, Cebes -prosiguió-, si de todo lo dicho nos resulta que es a lo divino,
inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que siempre se presenta en identidad con-
sigo mismo y de igual manera, a lo que más se asemeja el alma, y si, por el contrario, es
a lo humano, mortal, multiforme, ininteligible, disoluble y que nunca se presenta en
identidad consigo mismo, a lo que, a su vez, se asemeja el cuerpo. ¿Podemos decir con-
tra esto otra cosa para demostrar que no es así?

- No podemos.

- Y entonces, ¿qué? Estando, así las cosas, ¿no le corresponde al cuerpo el disolverse
prontamente y al alma, por el contrario, el ser completamente indisoluble, o el apro-
ximarse a ese estado?

- ¡Cómo no!»

Platón, Fedón.

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c) Por lo tanto, está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es,
por naturaleza, un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por natura-
leza, y no por casualidad, o bien un ser inferior o más que un hombre. Como aquel al
que recrimina Homero: «sin fratría, sin ley, sin hogar». Al mismo tiempo, semejante in-
dividuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra, como una pieza suelta en un
juego de damas.

La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier
otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano.
Solo el hombre, entre los animales, posee la palabra.

Aristóteles, La política.

4. De los siguientes fragmentos, ¿cuál es un texto estoico y cuál, epicúreo? Justifica tu respuesta.

a) Por eso decimos nosotros que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Sabemos que él es el
bien primero y connatural, y de él toma comienzo todo acto nuestro de elección y de repulsa, y a él
retomamos juzgando todo bien, tomando como norma la afección. Y porque esto es el bien primero
y connatural, por eso también no elegimos todo placer, sino que hay ocasiones en que nos desen-
tendemos de muchos, cuando de ellos se sigue mayor molestia, [...].

b) El alma recta, buena, grande... puede encontrarse tanto en un caballero romano, o en un liberto,
como en un esclavo. ¿Qué son, en efecto, caballero, liberto, siervo? Nombres dados por la ambición
o por la injusticia. Pero desde cualquier ángulo es posible lanzarse hacia el cielo.

5. EL PENSAMIENTO MEDIEVAL

Es, en buena medida, heredero de la concepción clásica, a la que aportó algunos elementos de importancia
procedentes de la tradición hebrea y del propio contenido doctrinal del cristianismo. El ser humano aparece
aquí como resultado de un acto de creación, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; como criatura está
dotada de un alma, a la que espera un destino posterior. Se subraya su carácter de individuo, puesto que cada
persona ha sido creada libre para elegir un modelo de conducta. Todos los seres humanos son iguales y tienen
la obligación de amar a Dios y a los otros humanos. El individuo, a través de sus elecciones, se labra su futuro
eterno, su premio o su castigo. La libertad explica también la condición pecadora de las personas, su «caída»: el
pecado original, que limita la libertad e inclina hacia el mal; con todo, por la redención se hace posible la salva-
ción, que es obra del amor divino. Las personas deben renunciar a una parte de su ser, la parte malvada, peca-
dora, deben vencerse de algún modo a sí mismas. El papel de la razón humana es secundario, porque el único
conocimiento importante es el que concierne a la salvación del alma, y este no depende de la razón, sino de la
fe. El ser humano es el centro y el protagonista de la creación; sin embargo, como ocurría en el pensamiento
grecolatino, su posición es a la vez central (Dios ha hecho el Universo para el hombre) e inferior, subordinada
(por su condición pecadora el hombre debe ganarse su destino).

Veamos algunas de las tesis fundamentales del pensamiento cristiano a través de dos de los grandes pensa-
dores cristianos: Agustín de Hipona, al final del mundo antiguo, y Tomás de Aquino, cima del pensamiento me-
dieval.

Agustín de Hipona.

Agustín de Hipona (o San Agustín) se sirve de la filosofía platónica para explicar algunas de las tesis centrales del
pensamiento cristiano. Así, interpreta las Ideas platónicas como entidades en la mente de Dios; son los modelos
de que se vale para crear el mundo. La creación, esto es, la producción del mundo y de los seres humanos de la
nada, es un acto voluntario y libre, en un ejercicio de su omnipotencia. Este hecho implica que las cosas del
mundo y los propios seres humanos son contingentes, proceden y dependen de Dios, es decir, son y son como
son porque así lo ha decidido Dios. Todo lo creado, sin embargo, por la misma razón es bueno, participa del Bien.

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Dios es ser necesario: el mundo y los seres humanos tienen la razón de ser en Dios y la razón de ser de Dios es
él mismo.

El ser humano es alma (como también decía Platón) que vive temporalmente en un cuerpo y se sirve de él.
Agustín de Hipona considera que cada alma individual es producto de la acción creadora de Dios, que la ha hecho
a imagen y semejanza suya.

De la consideración agustiniana sobre la creación y la naturaleza humana, nació un nuevo ámbito de reflexión
que inauguró Agustín de Hipona: el de la temporalidad y la historicidad. La creación se hace «en el tiempo», lo
que significaba abandonar la visión cíclica del devenir propia de los griegos, donde no había ni principio ni fin.
En la creación y la historia cristiana de salvación, hay unos momentos privilegiados -el inicio de la creación; el
punto central, constituido por la redención, y el fin de los tiempos, con la segunda venida de Cristo- que marcan
los momentos cumbre de un proceso histórico lineal.

Tomás de Aquino.

Tomás de Aquino (o Santo Tomás) utiliza conceptos de la tradición platónico-agustiniana para explicar, por ejem-
plo, la creación: todo lo que ha llegado a la existencia por la acción creadora de Dios es en tanto que participa
de Dios. La participación no supone, sin embargo, que el ser de Dios y el ser de las· criaturas sean de una natu-
raleza idéntica. Cuando hablamos del ser de Dios y del ser de las criaturas, lo decimos de manera analógica: el
ser de Dios es simple y necesario, y el ser de las criaturas, compuesto y contingente. También es agustiniana la
concepción tomista de las Ideas: Dios creó según los modelos, las Ideas, que existen en su mente.

En cambio, la concepción tomista del ser humano y de la ética ya no es platónica. Tomás de Aquino concebía
el ser humano a la manera aristotélica, pero tenía que hacer equilibrios para mantener las tesis cristianas. Con-
sideraba el alma como forma del cuerpo, y afirmaba que ambos -cuerpo y alma- constituían una sustancia única.
Sin embargo, tuvo que admitir la posibilidad de que el alma subsistiera sola para salvar su inmortalidad y la
resurrección al fin de los tiempos. El ser humano tiene capacidad de conocimiento intelectual y, entre las cosas
que puede llegar a comprender el entendimiento humano, se encuentran los preceptos morales. El decálogo o
preceptos de la ley de Dios se conocen mediante la fe y la revelación, y manifiestan la racionalidad con que Dios
ha hecho la naturaleza humana.

El ser humano también es capaz de descubrir estos preceptos empleando la propia razón. Santo Tomás,
como Aristóteles, pensaba que toda entidad tiende naturalmente a su perfección, que es la realización de la
esencia propia. En esto, justamente, consiste la finalidad de cada tipo de entidad. El ser humano, analizando su
naturaleza, puede descubrir con la razón cuál es su finalidad última (felicidad), en qué consiste y qué normas
han de regir su conducta para alcanzarla. Estas normas descubiertas por la razón integran la ley moral natural,
que es la parte de la ley divina con que el creador ha instaurado el funcionamiento del mundo. Toda ley humana,
para ser justa, debe ser conforme a la ley natural. La posibilidad de conocer la ley natural, sin embargo, no
determina a los humanos en el cumplimiento de los preceptos de la ley. La voluntad tiende al bien como fin
último, pero no tiene un conocimiento absoluto de él, por lo que debe escoger entre los diversos bienes parti-
culares.

ACTIVIDADES

1. Explica estos dos fragmentos en función de lo que has estudiado de Agustín de Hipona. Como conclu-
sión de tu comentario, pon un título a cada fragmento y escribe una línea que resuma el contenido de
cada uno de los textos.

a) No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad: y si


encuentras que tu naturaleza es mudable, levántate por encima de ti mismo.

San Agustín, De Vera Religione.

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b) También nosotros reconocemos una imagen de Dios en nosotros. No es igual, más
aún, muy distante; tampoco es coeterna, y, en resumen, no de la misma sustancia de
Dios. A pesar de todo, es tan alta, que nada hay más cercano por naturaleza entre las
cosas creadas por Dios; imagen de Dios, esto es, de aquella suprema Trinidad, pero
que debe ser aún perfeccionada por la reforma para acercársele en lo posible por la
semejanza. Porque en realidad existimos, y conocemos que existimos, y amamos el
ser así y conocemos. En estas tres cosas no nos perturba ninguna falsedad disfrazada
de verdad...

San Agustín, De Civitate Dei.

2. Explica este fragmento en función de lo que has estudiado de Tomás de Aquino. Como conclusión de
tu comentario, pon un título al fragmento y escribe una línea que resuma el contenido del texto.

El alma comunica el ser con que ella subsiste a la materia corpórea, de modo que de esta
y del alma espiritual surge una unidad; y esto de tal suerte que el ser de todo el compo-
situm es a la par el ser mismo del alma, lo que, por lo demás, en las otras formas no-
subsistentes no ocurre.

Tomás de Aquino, Summa Teológica.

6. EL RENACIMIENTO: ANTROPOCENTRISMO Y HUMANISMO

En la Edad Media, el ser humano se definía a sí mismo como el rey de la creación, pero las personas vivían en un
mundo cerrado (la Tierra rodeada por las esferas celestes), relativamente pequeño, en un «valle de lágrimas»:
la vida terrenal es un tránsito hacia la otra vida, la vida eterna. Pero la salvación exige la pertenencia a la Iglesia:
fuera de ella, individualmente, la salvación es imposible. En esta sociedad estamental, jerarquizada, el individuo
solo tiene valor en tanto que pertenece a un colectivo determinado. Pero, ya a finales de la Edad Media, se
produce una revalorización del individuo paralela a las transformaciones que vive la sociedad, en especial el
ascenso y enriquecimiento de los comerciantes, fruto del esfuerzo personal e individual.

El individualismo será uno de los primeros rasgos que caracterizarán a la sociedad renacentista. El individuo
no ha de ser juzgado por su pertenencia a un estamento determinado, sino por su valía, por su esfuerzo, por sus
realizaciones. Lleno de confianza en sí mismo, se siente atraído por la gloria personal, cree en las posibilidades
de realización y desarrolla al máximo sus potencialidades. Por eso, el modelo de individuo renacentista es el
genio, el que cultiva todos los campos y lo hace de una manera excelente (León Battista Alberti, Leonardo da
Vinci. Miguel Ángel...). El artista del Renacimiento es un espíritu fuerte y agresivo, muy diferente del artesano
anónimo que construía las catedrales.

Con la revalorización del individuo, el ser humano ya no es visto como una pobre criatura pecadora sometida
a Dios, sino el ser en quien se encuentra resumido todo el Universo. Es un microcosmos formado de materia y
espíritu a quien Dios, como dice Pico della Mirandola, ha hecho de tal manera que puede convertirse en una
bestia o inmortalizarse como un dios. La vida terrenal no es, pues, solo un tránsito hacia la otra, sino que tiene
un valor por sí misma, y en ella, justamente, se ha de realizar el individuo. Este era precisamente el objetivo de
la educación que preconizaron los humanistas: la lectura de los clásicos, no mediatizada por las autoridades
medievales, hizo posible la mencionada revalorización del ser humano.

El Renacimiento forjó una nueva imagen del Universo y del ser humano. Nicolás Copérnico (1473-1543) y
Galileo Galilei (1564-1642) demostraron que la Tierra no ocupa un lugar central en el Universo y que las dimen-
siones de este eran muy superiores a lo que hasta el momento se había pensado, tanto que se extendió la
creencia en su infinitud. El fin del feudalismo, el cambio en las condiciones sociales y políticas, el descenso de la
autoridad de la Iglesia, comportó que se propugnara un modelo de persona en el que resucitaba la importancia
que la razón tuvo en el modelo griego y romano, y al que se añadía la condición y la exigencia de la libertad,
entendida ahora no tanto como algo moral, sino como capacidad de autodeterminarse, de decidir sobre el

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propio destino. La libertad se afirmaba como una propiedad personal, como una característica humana, y se
reclamaba como una reivindicación política. El ser humano es, pues, sujeto autoconsciente, racional y autó-
nomo.

Con todo, la visión que nos ofrecen el Renacimiento y la modernidad no es uniforme: al lado de las exalta-
ciones propias de algunos humanistas, encontramos visiones más pesimistas, como las de Lutero, Maquiavelo o
Montaigne. Así, Lutero ve al ser humano como un ser caído, incapaz de salvarse ejerciendo su libertad y absolu-
tamente necesitado de la gracia de Dios para que lo redima. También Maquiavelo, al definir el «príncipe nuevo»
como aquel cuya acción política es eficaz al hacer frente a las más variadas situaciones, nos pinta una naturaleza
humana con tintes pesimistas: aunque en principio no es buena ni mala, tiende al mal; los seres humanos buscan
el interés personal («son ingratos, volubles, falsos [...], eluden los peligros, ávidos de ganancias, disimulan lo que
son y simulan lo que no son»). El ser humano tiene capacidad de decisión, pero sus acciones y pasiones respon-
den siempre a los mismos impulsos, sentimientos y reglas. Por otro lado, el ser humano, en la visión de Mon-
taigne, es un ser insignificante que se considera superior a las otras cosas naturales, a pesar de que está ligado
a ellas en una relación de mutua dependencia. Esta insignificancia se hace patente en la contemplación del pro-
pio cuerpo: lo ocultamos con el vestido, está sujeto a necesidades cotidianas que a menudo satisfacemos en
privado, y se ve afectado por las enfermedades, el paso del tiempo y, finalmente, la muerte. Así pues, Montaigne
sigue la orientación moral de los humanistas, pero, en lugar de llevarlo hacia el propio enaltecimiento y deifica-
ción, lo orienta hacia la conciencia de las propias limitaciones. Los humanos nos movemos por el deseo, el temor
y las expectativas; nos interesamos y nos preocupamos no por las cosas mismas, sino por las opiniones que los
otros tienen sobre estas cosas. Con todo, los humanos tenemos capacidad para asumir «la miserable condición
humana», prescindiendo de las opiniones comunes y buscando la auténtica naturaleza de las cosas. Su escepti-
cismo le permite liberarse de la dependencia de las cosas y reducirlas a su justo valor, así puede superar la
presunción -una enfermedad natural del ser humano, que le hace disimular lo que es- y aceptar de una manera
tranquila la condición humana, la de un ser ridículo y miserable, mezquino, que no se controla a sí mismo, que
piensa que domina el Universo y así lo afirma, pero que ni se conoce ni controla la más pequeña parte de él.

Uno de los autores más significativos del pensamiento moderno es René Descartes. Interpreta la naturaleza
del ser humano como un «yo», sujeto de pensamiento. De la existencia de este yo hay una evidencia inmediata
que se impone a la mente; tiene un carácter intuitivo, puesto que el hecho de pensar implica por sí solo la
existencia del yo: en un único acto de autoconciencia, el yo se nos muestra como pensante y existente a la vez.
Para la existencia de este yo pensante no es necesaria ni la existencia del mundo ni la existencia del propio
cuerpo. Descartes cree que ha descubierto que el «yo» era una «sustancia, cuya esencia o naturaleza no es otra
que pensar, y que, para ser, no necesitaba ningún otro lugar, ni depender de ninguna cosa material». Define la
sustancia como «una realidad que existe de tal manera que no le hace falta otra realidad para existir», es decir,
una sustancia es independiente. El atributo o propiedad esencial que define el yo es el pensamiento, y una
realidad pensante es «una cosa que duda, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina tam-
bién, y que siente», es un alma totalmente diferente del cuerpo, es una mente, una razón. Ahora bien, aunque
el ser humano propiamente es el alma, en la vida presente «convive» con el cuerpo. Ni las plantas ni los animales
tienen alma, su actividad de vivientes se explica por procesos meramente mecánicos. El alma humana no es la
causante de la vida, sino que, a un ser vivo (humano) se le une el alma, y, cuando se acaba la vida de aquel ser,
el alma abandona el cuerpo. Como la vida de las plantas y la de los animales, la vida del cuerpo humano, que
pertenece al mundo material, se explica por razones meramente mecánicas: calor y movimiento, y aquel se
reduce a este, son las causas de todo aquello que ocurre en el cuerpo humano.

Aun manteniendo la independencia del alma y del cuerpo, Descartes afirmará que alma y cuerpo se comu-
nican, pues hay hechos que pertenecen a la experiencia común y que solo son inteligibles si se admite que el
cuerpo y el alma se intercomunican: hay ciertos hechos corporales que influyen en nuestro espíritu y las deci-
siones tomadas por nuestra voluntad (espíritu) hacen que nuestro cuerpo actúe.

Precisamente, en el alma hallamos las pasiones-sentimientos, emociones- que tienen un origen corpóreo,
son involuntarias y, por tanto, explicables mecánicamente. Las pasiones más elementales son la admiración, el
amor, el odio, el anhelo, la tristeza y la alegría. En la admiración, que incluye la estima y el menosprecio, ve un
punto de proximidad entre lo que es corporal y lo que es racional.

Ante las pasiones, el ser humano ha de actuar de un modo razonable. Las pasiones «por su naturaleza son
todas buenas», pero pueden subyugar fácilmente al ser humano. Por eso, es preciso que la razón y la experiencia

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se conviertan en guías de la conducta humana; la voluntad, que es libre, tiene que controlar las pasiones y no
debe dejarse arrastrar por estas. Quien es amo y señor de las pasiones o afectos es la persona prudente, que
extiende hasta donde es posible el dominio de las ideas en el ámbito de la acción y la conducta.

Así pues, Descartes reconstruye la idea clásica de un ser humano dual, animado por dos principios -alma y
cuerpo-, dándole una forma nueva: las personas somos a la vez pensamiento (conciencia) y materia, dos sus-
tancias o realidades independientes, gobernadas por distintas leyes. La materia la imagina como una inmensa
máquina, obediente a leyes precisas que la razón humana (la ciencia) puede descubrir y determinar. El pensa-
miento (el alma), en cambio, no obedece a determinación alguna y no se rige por más principio que el de la
libertad. Descartes construye dos reinos ajustados a las dos cualidades esenciales del ser humano.

ACTIVIDADES

1. Explica estos dos fragmentos en función de lo que has estudiado de la visión renacentista. Como con-
clusión de tu comentario, pon un título al fragmento y escribe una línea que resuma el contenido de
cada texto.

a) Porque en general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles,
simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganan-
cia; y mientras les haces favores son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, los hijos
cuando la necesidad de todo ello está lejos...
Maquiavelo, El Príncipe.

b) [...] oh suprema y admirable felicidad del hombre. A él se le ha concedido tener lo que


desee y ser lo que quiera. Los animales irracionales al nacer sacan consigo [...] del vientre
de la madre todo lo que van a poseer. Los espíritus supremos desde el comienzo, o poco
después, ya son lo que van a ser por toda la eternidad. En el momento del nacimiento
del hombre, el Padre le concedió simientes de toda especie y gérmenes de todo tipo de
vida. Los que cada uno haya cultivado, estos crecerán y darán sus frutos en él. Si son
vegetales, se convertirá en planta; si sensuales, se volverá animal irracional; si intelec-
tuales, será ángel e hijo de Dios.

G. Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre.

7. LA MODERNIDAD Y EL SIGLO XIX: RAZÓN, EMOCIONES Y LIBERTAD

A lo largo de los siglos XVIII y XIX, la distinción cartesiana de dos sustancias -una extensa, el cuerpo, y otra pen-
sante, el yo o alma- fue tomando la nueva forma de los conceptos materia y espíritu. A medida que la ciencia
se adentraba más y más en el conocimiento de los fenómenos naturales, comenzaron a alzarse voces que recla-
maban la anulación de esa distinción y la reducción de todo lo humano a la condición de su originaria animalidad.
Los materialistas mantenían que cualquier acontecimiento o cualquier acción podía explicarse a partir de las
realidades materiales y sus interrelaciones.

Así lo encontramos en los materialismos, de raíz más o menos cartesiana, de La Mettrie, Helvetius o Diderot.
Estos materialismos comportan también un monismo antropológico, que explica el alma humana como pro-
ducto del cuerpo. La Mettrie publicó, en el año 1748, El hombre máquina. En esta obra afirma que la materia,
además de estar determinada por la extensión y el movimiento -las dos propiedades con que Descartes definía
la materia-, posee un tercer atributo: la sensibilidad. De acuerdo con esto, las representaciones y los pensamien-
tos en la mente no son más que modificaciones en la materia, a las cuales se pueden aplicar los métodos empí-
ricos de observación, y encontrar los correlatos entre los estados corporales y los mentales. Esto no significa que
el ser humano sea simplemente un autómata, sino que puede ser estudiado como una organización total y que
la comprensión de cada parte depende de la relación con el todo. De esta manera, hay que estudiar el pensa-
miento como una de las funciones del cuerpo y no como una función de algo distinto del cuerpo.

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Claude Adrien Helvetius (1715-1771) intentó sacar todas las consecuencias de la tesis de Condillac según la
cual el pensamiento no se compone más que de sensaciones. La facultad de pensar, que el grueso de la tradición
filosófica había definido como específicamente humana, no es otra cosa que el efecto de las facultades de sentir
y de recordar. Si todo deriva de las sensaciones, las pasiones y los preceptos morales están decididamente de-
terminados por el exterior. Los humanos somos iguales, y lo que nos hace diferentes es la sociedad en la que
vivimos. Es necesario cambiar la sociedad, pues las buenas leyes van a mejorar a los humanos, y con la civilización
más elevada se alcanzará la plena realización del ser humano. También Denis Diderot parte de una concepción
del ser humano sensualista, materialista y monista. Para poderse formar una idea cabal de lo que es el ser hu-
mano, hay que partir de los resultados de la ciencia, y esta nos indica que la materia tiene en sí misma un prin-
cipio de organización que origina las diferentes formas de vida.

Ya en el siglo anterior, el XVII, Thomas Hobbes postuló una concepción radicalmente diferente del dualismo
cartesiano y platónico, pero también distinta de la concepción de raíz aristotélica. Afirma que aquello que mueve
la vida del ser humano es el deseo, el deseo de todos a todo: «Quien no desea está muerto», puntualiza. El deseo
es la manifestación de la tendencia a sobrevivir, que es dictada por la naturaleza. Hobbes corrige la concepción
cartesiana del ser humano como sustancia pensante e introduce el deseo como principio motriz. El deseo se
despierta por el poder, la riqueza, el conocimiento y el honor, los tres últimos reducibles al primero.

Además, piensa, en oposición también a Aristóteles que el ser humano no tiene ninguna tendencia natural a
la sociabilidad. Todos los humanos son iguales por naturaleza, esto es un hecho constatable: opina que las dife-
rencias físicas y mentales son poco importantes y dependen sobre todo de las adquisiciones que cada uno ha
llevado a cabo.

Esta igualdad de poder en los humanos y el deseo ilimitado generan un equilibrio inestable entre ellos: entran
en competencia respecto a lo deseado que es escaso; pugnan por tomar lo que anhelan o por prevenir los ata-
ques de los que pretenden lo que es de uno. Se trata de un equilibrio inestable, que engendra inseguridad.

Sin tendencias sociables o benevolentes, llevados por las pasiones de poder, de riqueza, conocimiento u
honor, los seres humanos en estado de naturaleza se hallan en guerra de todos contra todos. En esta situación,
no hay sociedad ni civilización, solo miedo continuo y peligro de muerte violenta, y la vida para el ser humano
se vuelve «solitaria pobre, desagradable, brutal y corta».

Ante el deseo de poder, por una parte, y el miedo a morir, por otra, la supervivencia moviliza otra facultad,
que el ser humano tiene naturalmente: la razón. La razón también está al servicio de la supervivencia: nos per-
mite calcular, prever, planificar. La razón sopesa las posibilidades para garantizar la supervivencia. Puede uno
limitar sus deseos, pero nadie garantiza que los demás hagan lo mismo; o puede tratar de ser más fuerte que
los demás, pero nunca podrá estar seguro de que los demás no se aliarán contra él. Lo más razonable es pactar
todos la renuncia a ejercer el poder (derechos) y ponerlo en manos de un monarca o asamblea para mantener
la supervivencia y la seguridad. Nace así, con el pacto, el estado social.

La mayoría de los ilustrados muestran una total confianza en la razón como rasgo definitorio de lo humano,
capaz de facilitar el progreso, la civilización, el bienestar y la felicidad. Rousseau, en cambio, desconfía de que la
razón pueda solucionar los problemas sociales de los humanos deseosos de alcanzar la felicidad. Concibe el ser
humano como un individuo vital y sujeto de emociones y sentimientos benevolentes cuya naturaleza ha sido
deformada por las apariencias sociales y por el desarrollo histórico de las ciencias y las artes. Conviene, pues,
enseñarle a vivir (educarlo), para que la naturaleza profunda del ser humano pueda ser recuperada. La nueva
forma de sociedad política, la surgida del pacto o contrato social, permitirá la realización más plena del ser
humano.

Las ideas de los ilustrados fueron un estímulo en los acontecimientos de la Revolución Francesa. Con ella
aparecen tres nuevas concepciones: en primer lugar, la libertad ya no es sólo una propiedad de la voluntad
individual, sino que también es un motor de la acción colectiva transformadora de la sociedad; en segundo lugar,
la historia es vista no como el despliegue de un plan preestablecido (por Dios) o realización de los grandes hom-
bres, sino que es una creación humana; y, en tercer lugar, se afirma la idea de derechos humanos, unos derechos
que nos corresponden no por pertenecer a una ciudadanía determinada, sino por ser miembros de la especie
humana.

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Todo ello significa que el mundo humano no es una obra individual, sino colectiva. El ser humano no es un
simple ser viviente regido por las leyes de la naturaleza, sino que es miembro de un mundo inteligible organizado
de acuerdo con leyes morales. Por eso, la perspectiva de la acción humana es la perspectiva de ciudadano del
mundo, la perspectiva cosmopolita. Al mismo tiempo, aparece el ámbito de la historia, donde los humanos lle-
varán a cabo el destino de cada individuo en colectividad.

Con Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, la sociabilidad natural que había formulado Aristóteles y que había
asumido buena parte de la tradición filosófica posterior es sustituida por la teoría del pacto o contrato social,
que recupera la vieja concepción de la convencionalidad de las instituciones que habían formulado algunos so-
fistas en la Atenas del siglo V a. C.

El activismo de los pensadores materialistas, a los que hemos hecho referencia anteriormente, tropezó con
la radicalización de las posturas de aquellos que reclamaban un lugar, un puesto específico y distinto para el ser
humano como criatura excepcional en el Universo, la única dotada de un espíritu capaz de producir técnica y
belleza. Los espiritualistas o, mejor, idealistas, llegaron a afirmar que la realidad entera solo tenía sentido como
una obra o realización del Espíritu o la Razón (Georg W. Friedrich Hegel, 1770-1831) o como una manifestación
de una entidad de orden superior a la materia, la Vida, con mayúscula (Henri Bergson, 1859-1941). El romanti-
cismo, cuyas bases ideológicas están en el idealismo alemán, representa la explosión de un cúmulo de senti-
mientos y emociones -razones del corazón que el entendimiento no puede comprender- que los excesos de
racionalismo y materialismo habían mantenido en los aledaños de la reflexión filosófica.

ACTIVIDADES

1. Comenta estos tres fragmentos en función de lo que has estudiado de la concepción moderna del ser
humano. Como conclusión de tu comentario, pon un título a cada fragmento y escribe una línea que
resuma el contenido de cada texto.

a) «Ser máquina, sentir, pensar, saber distinguir el bien del mal como el azul del amari-
llo, en una palabra, haber nacido con inteligencia y un seguro instinto moral, y no ser
más que un animal, son cosas que no son más contradictorias que ser un mono o un
loro [...] Considero al pensamiento tan poco incompatible con la materia organizada
que me parece que es una de sus propiedades, como la electricidad, la facultad mo-
triz, la impenetrabilidad, la extensión, etc.»
La Mettrie, El hombre máquina.

b) «La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y
mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más
fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aun así, cuando todo se toma en
cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante conside-
rable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no
pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal,
aun el más débil tiene la fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por ma-
quinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo peligro
que él.»

Th. Hobbes, Leviatán.

c) «Hallar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la
persona y los bienes de cada sociedad y por la cual cada uno, al unirse a todos, no
obedezca sin embargo más que a sí mismo y siga tan libre como antes. Tal es el pro-
blema fundamental al que el contrato social brinda solución.»

J.-J. Rousseau, El contrato social.

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8. EL SER HUMANO EN LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA: REVISIÓN Y CRÍTICA

En los últimos 150 años, diversos movimientos y teorías han ido minando las constantes de la supuesta esencia
humana que se habían conservado, más o menos intactas, en todos los modelos descritos con anterioridad. Karl
Marx (1818-1883) fue uno de los primeros pensadores que contribuyeron a la crisis del modelo de humanidad
que había acompañado a la historia de la cultura occidental. Según la teoría marxista, las ideas de las personas
están determinadas por su posición de clase; eso significa que la política, el derecho, la filosofía, el arte o la
religión no son más que el recubrimiento ideológico bajo el que se oculta la auténtica realidad material humana:
el conjunto de las relaciones establecidas por las personas para proveer a su subsistencia. Los productos del
espíritu humano resultan, a partir de ese momento, sospechosos de tener un origen distinto de aquel que enor-
gullecía a la cultura. El espíritu se reduce a su base «material»: las relaciones socioeconómicas. Lo que uno
piensa, lo que uno es, está determinado por la clase de sociedad en que vive.

Friedrich Nietzsche (1844-1900), por su parte, consideró que lo «mejor» que el ser humano cree haber pro-
ducido a lo largo de la historia de la cultura no, es más que un síntoma de decadencia, una reacción de defensa
de criaturas débiles para justificar su impotencia frente a las fuerzas de la vida, su incapacidad de vivir. La manera
tradicional de entender la vida y el ser humano se encarna en los valores de la cultura, en los que todas las cosas
encuentran su lugar y su sentido. Pero la vida y el mundo son ciegos, carecen de sentido. Los valores, los ideales,
son el refugio que los humanos se construyen para ocultar su pavor al desorden, al caos, a la falta de significación
de las cosas. Así pues, hay que utilizar una «filosofía del martillo» para acabar con todos los falsos ideales y dejar
el terreno preparado para la llegada de un hombre nuevo, un «superhombre», capaz de vivir sin resentimientos
en un mundo de esa naturaleza. El primer paso para él advenimiento de ese nuevo modelo de ser humano es el
reconocimiento de la falta de valor de los valores tradicionales, que Nietzsche condensó en la idea provocadora
de la «muerte de Dios», el Dios cuya imagen representaba todos los ideales elevados a lo absoluto.

Sigmund Freud, al introducir su hipótesis del inconsciente, asestó un nuevo golpe a la vieja imagen de la
humanidad. La conciencia resultaba ahora sospechosa de no ser el punto de partida de las decisiones humanas,
que parecían más bien proceder de algún fondo primario o instintivo, más allá del control de la voluntad. Ya no
podía decirse con la misma tranquilidad de antaño que el ser humano se caracteriza por ser un «sujeto cons-
ciente» ni tampoco podía hablarse ya en los mismos términos de «voluntad» o «libertad».

La idea del ser humano ha quedado desprovista de lo que mejor parecía caracterizarle, sus ideas, denuncia-
das como instrumento de explotación de una clase por otra, sus valores, desenmascarados como falsas ilusiones
que encubren su miseria moral y vital, y su conciencia, reducida a parapeto de las verdaderas fuerzas que lo
dirigen desde el inconsciente.

Más recientemente, la escuela estructuralista, al destacar la importancia de los sistemas por encima de sus
componentes individuales, ha contribuido a la reducción del papel del sujeto o la conciencia en la caracterización
del ser humano. El yo está inmerso en una estructura y los individuos no tienen poder sobre las grandes totali-
dades u organismos, cuyas decisiones escapan al control de cualquier persona, son impersonales. Son estas
fuerzas anónimas las que fijan normas, impulsos, tendencias y modas, las que determinan tanto nuestra vida de
relación como nuestras ideas, del mismo modo que fijan nuestro lenguaje. Por eso, el filósofo contemporáneo
Michel Foucault (1926-1984), cuyas primeras obras sé encuadraron en el estructuralismo, pudo anunciar con
razón la «muerte del hombre», muerte conceptual, simbólica o metafórica, de una determinada imagen de la
humanidad.

Las producciones filosóficas más recientes, que a veces se intentan agrupar en lo que se conoce como pen-
samiento posmoderno, apuntan en esa misma dirección. Tal vez el mejor resumen de su espíritu se encuentre
en el título que uno de sus representantes menores, Michel le Bris, pensó para uno de sus libros: Dios ha muerto,
Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro muy bien. La primera «muerte» supone la aceptación de la crítica
de Nietzsche a lo ideal. La segunda, la crisis del pensamiento colectivista y revolucionario. Y la tercera, además
de la broma provocadora, quiere expresar la «muerte» del sujeto tal como este se entendía desde Descartes.
Ninguna explicación global parece ya creíble en una época en que no hay ciencia, pensamiento o razón «desin-
teresada» (según el pensador francés Jean François Lyotard). Nuestro sistema, basado en la producción en serie,
la publicidad adocenadora y el consumo, fomenta la «simulación», y todas las distinciones, todos los límites, se
difuminan, ya no es posible definir. ¿Qué es bello y qué es feo en moda? ¿Qué es izquierda y qué es derecha en

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política? ¿Qué es verdadero o falso, en periodismo; natural o cultural, en antropología; sujeto u objeto, en el
ámbito del conocimiento? (Jean Baudrillard). Perdida toda fe en el ideal o en una Razón todopoderosa, a la
nueva filosofía del ser humano parece que solo le queda la denuncia de la manipulación.

En resumen, los dos últimos siglos han dado a luz numerosos movimientos antihumanistas, es decir, contra-
rios a la exaltación de los valores del individuo, como encamación de una supuesta esencia del ser humano.
Paralelamente, muchas de las pasadas concepciones de la condición humana perviven en el presente plenas de
vitalidad. Junto a ellas debes colocar algunas de las ideas expuestas en el tema anterior: el ser humano como
cultura, como historia.

Tal vez la única escuela humanista nacida propiamente en el siglo XX sea el existencialismo, en particular en
la obra de Jean-Paul Sartre (1905-1980). Sostiene Sartre que el único rasgo específico del ser humano es su falta
absoluta de todo rasgo, su radical libertad. Las personas, dentro de los límites que marcan las circunstancias de
sus vidas, eligen lo que son. Pero esto no debe verse como un privilegio, sino más bien como una condena,
porque deben elegir sin patrón alguno de referencia, sin nada a lo que asirse. Las ideas, los principios religiosos
y morales, los modelos, todo es el resultado de sucesivas elecciones, que van configurando nuestro ser. Esto nos
hace absolutamente responsables no solo de lo que hacemos, sino de lo que somos. El peso de esa responsabi-
lidad produce una inevitable angustia, porque jamás tendremos garantía del acierto de nuestras elecciones; es
más, probablemente nada tenga sentido y todo sea un tremendo absurdo (Albert Camus, 1913-1960). Sin em-
bargo, esa posibilidad no nos libra de la responsabilidad, porque no deja de ser una interpretación elegida por
nosotros como la correcta. El pensamiento contemporáneo ha heredado del existencialismo el hecho de poner
un nuevo acento en la individualidad, en la persona humana, y una visión renovada de los conceptos de libertad,
de responsabilidad y de compromiso moral. Los materialistas mantenían que cualquier acontecimiento o cual-
quier acción podía explicarse a partir de las realidades materiales y sus interrelaciones.

ACTIVIDAD 8

1. Comenta estos dos fragmentos en función de lo que has estudiado de la concepción moderna del ser
humano. Como conclusión de tu comentario, pon un título a cada fragmento y escribe una línea que
resuma el contenido de cada texto.

a) Las relaciones sociales en que los individuos producen, las relaciones sociales de pro-
ducción, cambian, por tanto, se transforman al cambiar y desarrollarse los medios
materiales de producción, las fuerzas productivas. Las relaciones de producción for-
man en su conjunto lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, concreta-
mente una sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad
de carácter peculiar y distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad
burguesa, son otros tantos conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los
cuales representa, a su vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la huma-
nidad.

K. Marx, Trabajo asalariado y capital.

b) Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis
hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de
ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esa gran marea, y retroceder al
animal más bien que superar al hombre?

¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso
es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza do-
lorosa.

F. Nietzsche, Así habló Zaratustra.

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9. ALGUNAS CLAVES SOBRE EL SENTIDO DE LA EXISTENCIA HUMANA

La cuestión del sentido.

La palabra sentido tiene pluralidad de significados o «sentidos». Significa el conjunto de los sentidos corporales
(el sentido del tacto o la vista), o a veces nos referimos a algo que nos parece evidente («es de sentido común»).
A veces, señalamos con esta palabra un modo de conocer inmediato o intuitivo, cuando decimos, por ejemplo,
de alguien que tiene «sentido moral» -hace valoraciones consideradas como positivas- o tiene «sentido de la
realidad» si comprende la situación de la que se trata, o goza de «buen sentido» cuando sus opiniones nos
parecen atinadas. Al referirse a la conciencia psicológica, alguien puede usar la expresión «sentido íntimo». Estos
significados de la palabra sentido hacen referencia a ciertos caracteres del sujeto humano.

Pero también hablamos de «sentido» para describir algunas propiedades de objetos: una calle puede ser de
doble sentido, un giro puede ser en el sentido de las agujas del reloj, uno puede comprender el sentido de una
expresión o la indicación que hace alguien; a veces no comprendemos la conducta de una persona, pues corres-
ponde a una cultura que desconocemos.

Hay un tercer significado del término sentido, emparentado también con los anteriores, pero que hace refe-
rencia a la real o supuesta finalidad de ciertos procesos. Cuando nos preguntamos por el sentido de la existencia
humana, del devenir natural o de los acontecimientos de la historia, queremos indagar si nuestra existencia
diaria o la vida, y la vida humana en particular, tienen alguna finalidad, si la naturaleza o la historia tienen alguna
finalidad u orientación. Si existe tal finalidad, entonces esta es la razón de ser de la vida, la naturaleza y la histo-
ria, es lo que hace inteligibles estos procesos. Si no existe tal finalidad, la naturaleza, la vida y la historia son solo
encadenamientos de hechos, ligados por la temporalidad y quizás una cierta causalidad, a los que cada uno
puede dar «su» sentido o simplemente asumir la carencia de sentido.

La esencia y la existencia.

El tema de la existencia no ha sido un tema central de la reflexión filosófica clásica y tradicional. Solo tiene relieve
en el pensamiento religioso cuando se argumenta sobre la existencia de Dios o, ya en la modernidad, cuando se
trata, por ejemplo, Descartes, de rescatar la existencia del yo de las brumas de lo onírico. En cambio, la reflexión
sobre las esencias ha sido central en toda la tradición filosófica: indagar qué es lo que hace que cada cosa sea lo
que es, descubrir las propiedades que son propias de cada cosa y sin las cuales dejaría de ser lo que es.

En algunas de las filosofías de nuestro tiempo, la reflexión sobre la existencia (humana) -en Nietzsche, Kier-
kegaard, Heidegger, Sartre, Jaspers y tantos otros ha sido nuclear, mientras que el tema de la esencia ha sido
marginal o simplemente ha desaparecido. Por ejemplo, Heidegger utiliza la palabra Dasein (literalmente, «ser
ahí») para referirse a ese particular ente que es el ser humano, un modo de ser para el que el hecho de ser es
un problema. A este ente, que es el ser humano, le es esencial la existencia. Esto quiere decir que el ser humano
no es una cosa más como las otras; su ser no se deja reducir a la noción de ser (esencia), no es ni tan siquiera
una cosa o un objeto. El ser de los humanos consiste en poder ser, en ser un proyecto. Así como los otros entes
son, cada uno, la cosa que son, su esencia, el ser humano no es una cosa cerrada y definida, sino que es posibi-
lidad respecto de un proyecto, que, para realizarse precisa de la capacidad de elegir y decidirse, esto es, de un
querer, que es voluntad libre.

En consecuencia, el ser humano es una elección, no un hecho; puede fracasar o poseerse y hacerse ser hu-
mano. Pero, en cualquier caso, precisa de la libertad.

El yo.

El yo se concibe a menudo como el sujeto permanente que nos hace diferentes de todos los demás, nos singu-
lariza frente a los otros.

Desde la perspectiva filosófica, hoy a menudo se identifica el yo o identidad personal con la persona y la
consciencia; y en la tradición filosófica anterior, el yo sería el alma. El tema del yo deviene central en la reflexión
filosófica de Descartes cuando hace de la consciencia del propio yo el punto de partida de su filosofía. Interpreta

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el yo en el sentido tradicional como alma o sustancia pensante - «la esencia o naturaleza de la cual no es otra
que pensar» -, la cual realiza una serie de actividades todas ellas pensamiento o modos del pensamiento, como
sentir o recordar. El empirista inglés D. Hume hará una crítica radical al yo como identidad personal permanente
en el tiempo: el yo se reduce al haz de impresiones que se van sucediendo en el tiempo y a las que la memoria
da continuidad en su fluir constante, pero no puede garantizar la permanencia del yo como algo siempre igual.
Sobre todo, en los últimos tiempos se ha subrayado esta singularidad del yo o identidad personal, al consi-
derarlo como sujeto dotado de dignidad con derechos y deberes, autónomo e inviolable.

Desde la perspectiva de la psicología, el yo es aquella entidad a la que se refieren todos los hechos psíquicos;
esta entidad puede interpretarse como el soporte o sujeto de los hechos psíquicos o simplemente como la es-
tructura que organiza los hechos psíquicos. En este segundo caso, sin los hechos no hay estructura; en el primer
caso, el yo es subsistente a los hechos psíquicos.

La libertad.

El tema de la libertad ha sido objeto de reflexión de la filosofía tradicional. Esta ha entendido la libertad como
una propiedad de la voluntad que permite al ser humano tomar decisiones con autonomía y sin determinación.
Si la voluntad es libre, entonces uno puede decidir actuar o no actuar, hacer A o hacer B. La indeterminación de
la voluntad o libertad ha acompañado siempre el análisis de la moralidad: si uno está determinado en su actua-
ción - sea por factores físicos, psicológicos, sociales o religiosos-, ¿cómo puede una acción ser calificada como
moralmente buena o mala? ¿No es un sarcasmo decir de alguien que ha actuado pésimamente, si no podía hacer
otra cosa? Desde Aristóteles al racionalismo del siglo XVII ha sido una constante el referirse al ser humano como
el ser natural con capacidades de pensar y tomar decisiones.

Con todo, con el desarrollo de la ciencia en la modernidad, el concepto tradicional de libertad se hace pro-
blemático. Kant, por ejemplo, plantea el tema en términos de la oposición entre causalidad y libertad: el mundo
de los fenómenos naturales -del que forman parte también el ser humano y todo lo que le acaece- se explica
por la razón teórica o científica como un encadenamiento de causas y efectos, esto es, unos hechos producen
otros hechos y la razón es capaz de descubrir la ley que explica este encadenamiento; pero, además de la natu-
raleza, existe también el mundo moral y para dar razón de este es necesario postular la libertad del querer:
nunca podrá demostrarse la libertad desde el punto de vista de la ciencia, el hecho moral la exige como postu-
lado de la razón práctica.

A partir de la Ilustración, la cuestión de la libertad a menudo se ha tratado como libertad de coacción: libertad
de movimiento o libertad física, o libertad civil o libertad para ejercer efectivamente los derechos civiles, o liber-
tad política para poder tomar parte activa en lo que afecta a la comunidad, o libertad de pensamiento, de ex-
presión, de religión, etc. Y continúa siendo hoy preocupación de nuestra vida cotidiana expresada a menudo en
términos de derechos humanos.

Como reflexión filosófica, ha continuado siendo importante, por ejemplo, en el pensamiento psicoanalítico
y en el existencialismo, entre otros. Freud, al descubrir el inconsciente como una fuerza instintiva subyacente y
condicionante de nuestra vida consciente, hace muy problemática la toma de decisiones libres en la vida de los
seres humanos. El existencialismo, por el contrario, al afirmar que el ser humano propiamente no tiene esencia,
sino solo existencia, que no es un ser o cosa sino un hacerse, la libertad deviene fundamental. Así, Sartre dice
que la libertad es el rasgo fundamental del ser humano, pues este es una posibilidad, un proyecto; continua-
mente se ve impelido a tomar decisiones, es absolutamente libre y lo único que no puede es renunciar a la
libertad: «el hombre está condenado a ser libre». Cada uno ha de construirse en todo momento su propia vida,
realizar su proyecto, con lo cual cada uno es responsable de su propia vida.

La muerte.

La filosofía se ha entendido como un saber teórico o como un modo de vida. En el segundo caso, el tema de la
muerte ha sido importante porque, en el desarrollo del ser humano, pronto se hace presente la conciencia de
la muerte y sobre todo de la propia muerte. La filosofía entendida como saber teórico también ha propuesto su
reflexión sobre la muerte cuando ha atendido a la especificidad del vivir humano. Así, encontramos en Platón la
idea de la filosofía como meditación y preparación para la muerte; una idea semejante hallamos en las disquisi-
ciones filosóficas de Cicerón.

31
A menudo, la reflexión sobre la muerte ha ido acom-
pañada de la discusión acerca de la inmortalidad o no del
ser humano o de su alma. La religión cristiana, por ejem-
plo, cuando formula filosófica-mente sus principales tesis
en la Patrística o en la Escolástica, se inclina decidida-
mente por la interpretación platónica de la inmortalidad
del alma, frente a la interpretación aristotélica de la
muerte, también la humana, como cesación de la vida,
como desorganización de lo organizado u orgánico.

Para ilustrar la reflexión sobre la muerte en la filosofía


contemporánea, tomemos la idea de Heidegger. Concibe
este el ser humano como proyecto lanzado al mundo de
cosas que pueden ser utilizadas y que son otras tantas
posibilidades para su propia realización. Hay, empero,
una de estas posibilidades que es ineludible: la muerte. El
ser humano es un ser para la muerte, y el asumir plena-
mente este hecho significa tomar conciencia de la propia
finitud -o como diría la filosofía tradicional, la propia con-
Figura 1 El filósofo alemán Martin Heidegger, cuyo pensamiento,
tingencia-. Esto le produce angustia, al situar al ser hu-
cercano en sus primeras obras al existencialismo, conforma una
de las síntesis de las ideas de la Modernidad más influyentes del mano frente a la nada y el vacío de sentido de su existen-
siglo XX cia (Figura 1).

El destino.

El destino se relaciona en la religión -por ejemplo, en la cristiana o en la mahometana- con la inmortalidad y con
la trascendencia. Dios habría previsto lo que va a ser el ser humano en el más allá de la vida presente. Con todo,
estas ideas no dejan de tener problemas teológicos importantes, como el de la predestinación en el calvinismo,
pues, si hay destino, ¿dónde queda la libertad? Y si no hay libertad, ¿dónde quedan la culpa y el pecado? En la
filosofía, la idea de destino o hado (fatum) está en relación con las de causalidad, libertad, azar y determinismo.
En el supuesto de una causalidad natural universal, el destino del ser humano estaría presente en el encadena-
miento de causas que irían determinándolo; la dificultad estaría en la ignorancia de la infinidad de causas que
coadyuvan a la determinación de cada ser humano. Así, los estoicos plantean en el devenir cósmico un riguroso
encadenamiento de todos los acontecimientos; en cada hecho, también las acciones humanas, se explicaría
como efecto de los hechos (causas) precedentes. Aquí no cabe la libertad como posibilidad de hacer A o B, solo
queda la libertad de asumir racionalmente lo que deviene, esto es, vivir «en conformidad con la naturaleza».

El azar.

En el mundo antiguo, Demócrito había supuesto que el devenir cósmico es producto de la necesidad, pero tam-
bién del azar: necesidad de que choquen unos átomos con los otros en su movimiento en el vacío para formar
las cosas; azar en la formación de, precisamente, estas cosas que aparecen a nuestra sensibilidad. Esta concep-
ción reaparecerá en el pensamiento contemporáneo, a consecuencia del evolucionismo y, en general, del desa-
rrollo científico: las especies necesariamente se transforman, pero las mutaciones son aleatorias (azar).

En Aristóteles, el azar se interpreta como la ausencia de una causa precisa que determine algunos aconteci-
mientos: son «indefinidas las causas de lo que sucede por azar». El azar parece hacer referencia al acontecer
natural, mientras se habla de suerte o fortuna cuando hacemos referencia a acontecimientos humanos. Pero,
en cualquier caso, sea azar, suerte o fortuna, se trata de hechos excepcionales. Ello eliminaría del devenir natural
un determinismo absoluto, pues, aunque las cosas tienden naturalmente a devenir aquello que les corresponde
por su naturaleza, esta puede frustrarse a consecuencia del azar.

La historia.

En sentido etimológico, la palabra historia significa la disposición de unos datos o hechos obtenidos en una in-
vestigación. Así, podemos hablar de la historia de la Tierra, del Universo o de la vida, o incluso de la historia

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sagrada en la religión. Suele, no obstante, restringirse el significa - do del término para referirse solo a la historia
humana. Entonces preguntarse por la historia es preguntarse si esta tiene alguna dirección, guía o finalidad de
realización del acontecer humano. Esta orientación la encontramos, por ejemplo, en De Civitate Dei, de Agustín
de Hipona, que en un sentido teológico ve el acontecer histórico como el despliegue del plan divino sobre lo
creado. A partir de la Ilustración, se secularizará este planteamiento del despliegue del «plan de la historia»
guiado por las ideas o los grandes líderes; ejemplos de ello son las filosofías de la historia de Voltaire, Vico o
Hegel. A veces no solo se seculariza el sentido de la historia, sino que se «materializa»: la historia, dirá Marx, «es
la historia de la lucha de clases». Desde que el ser humano salió de la animalidad se han sucedido una serie de
etapas -modos de producción- en las que siempre ha habido una clase dominante y otra u otras dominadas, y
este proceso culminará en una sociedad sin clases.

Paralelamente al desarrollo del marxismo, el siglo XIX verá nacer el historicismo, que busca la racionalidad
de la historia: mientras en el estudio y conocimiento de la naturaleza hay que encontrar la «explicación» de los
hechos, en el estudio y conocimiento de la historia cabe no la explicación sino la «comprensión» de los hechos
históricos en una reconstrucción significativa. La influencia del historicismo se ha hecho sentir en diversas filo-
sofías de los últimos tiempos. Así, Ortega y Gasset afirma que el ser humano no tiene propiamente naturaleza,
sino historia, y Heidegger apunta que el Dasein tiene un elemento de historicidad porque el proyecto que es el
ser humano se despliega ligado a la temporalidad.

La necesidad de trascendencia.

Trascendente significa lo que va más allá de, lo que supera ciertos límites; a menudo se opone a inmanente,
lo que está dentro de ciertos límites y no los supera. Generalmente se hace referencia a Dios, lo Absoluto o lo
Uno como origen y causa de lo natural, siendo la realidad natural y su generador dos clases de entidades total-
mente distintas. Así, el Bien platónico, el Motor inmóvil de Aristóteles o el Dios de las filosofías de raíz religiosa
monoteísta son trascendentes a la naturaleza. En cambio, la concepción espinosista de Dios, por ejemplo, es
inmanente, Dios es la misma naturaleza que se manifiesta en pluralidad de formas, y el sentido de lo real no está
fuera, sino dentro de la realidad misma.

Cuando se plantea la trascendencia como una necesidad, parece que se hace referencia a que el ser humano,
en la búsqueda del sentido de su propia existencia, precisa de un principio dador de sentido, pues por sí mismo
carece de la capacidad para ello. En nuestro tiempo, cuando la pregunta por el sentido del quehacer humano se
ha hecho a menudo de manera acuciante, la búsqueda en la trascendencia del sentido de la experiencia humana
ha sido frecuente. K. Jaspers y G. Marcel son dos excelentes ejemplos de ello dentro de la corriente existencia-
lista. Otros existencialistas, por el contrario, plantean la carencia de sentido del vivir humano, puesto que este
desemboca en la nada y el absurdo, por ejemplo, Sartre.

ACTIVIDADES

1. Completa las citas colocando las siguientes palabras en el lugar que les corresponda y justifica tu elec-
ción:

sentido, esencia, existencia, yo, libertad, muerte, destino, azar, historia, trascendencia.

a) «La ...................., Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres die-
ron los cielos, con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran los cielos y el
mar: ........................, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida»

(M. de Cervantes)

b) «........................ del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como
es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y si lo hubiera, no tendría ningún
valor»
(L. Wittgenstein)

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c) «La perfección deja atrás la concepción, desborda el concepto, designa la distancia:
la idealización que la hace posible es un pasar sobre el límite, es decir, ........................,
pasar a lo otro, absolutamente otro. La idea de lo perfecto es una idea de lo infinito»

(E. Lévinas)

d) «La finalidad del arte es dar cuerpo a ................ secreta de las cosas, no el copiar su
apariencia»
(Aristóteles)

e) «........................... es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos»

(W. Shakespeare)

f) «La ............... es la novela de los hechos, y la novela es la .............. de los sentimientos

(C. A. Helvetius)

g) «El pensamiento es la única cosa del Universo de la que no se puede negar su


....................: negar es pensar»

(J. Ortega y Gasset)

h) «......... solo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre la vida»

(A. Malraux)

i) «Aunque los hombres se jacten de sus grandes acciones, muchas veces no son el re-
sultado de un gran designio, sino puro efecto de……………………»

(F. de la Rochefocauld)

j) « .................... solo sé que no sé nada»

(Sócrates)

ACTIVIDADES DE SÍNTESIS Y AMPLIACIÓN

1. Resumiendo.

El héroe griego. La concepción del ser humano en el pensamiento griego: el concepto socrático, el
dualismo platónico, el animal racional y político aristotélico, materialismo e individualismo helenístico.

La concepción medieval del ser humano: imagen divina, nuevo dualismo cuerpo-alma, el sentido de la
muerte y la libertad.

Antropocentrismo y humanismo en el Renacimiento.

La modernidad: razón, emociones y libertad.

El ser humano en la filosofía contemporánea: revisión y crítica. Algunos temas en la búsqueda del
sentido de la existencia humana: la pregunta por el sentido, la esencia y la existencia, el yo, la libertad,
la muerte, el destino, el azar, la historia, la necesidad de trascendencia.

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2. Después de haber estudiado las diversas concepciones históricamente dadas acerca de qué es el ser
humano, es hora de que elabores tu propia concepción sobre el tema. Redacta, pues, una exposición
de ideas donde aparezcan los aspectos más relevantes de tu concepción.

3. «Luego, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía imaginar que no tenía cuerpo y
que no había mundo ni lugar alguno en que estuviese, pero que no por eso podía imaginar que no
existía, sino que, por el contrario, del hecho mismo de tener ocupado el pensamiento en dudar de la
verdad de las demás cosas se seguía muy evidente y ciertamente que yo existía; mientras que, si hu-
biese cesado de pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no hubiera
tenido ninguna razón para creer en mi existencia, conocí por esto que yo era una sustancia cuya com-
pleta esencia o naturaleza consiste solo en pensar, y que para existir no tiene necesidad de ningún
lugar ni depende de ninguna cosa material; de modo que este yo, es decir, el alma, por la que soy lo
que soy, es enteramente distinta del cuerpo, y hasta más fácil de conocer que él, y aunque él no exis-
tiese, ella no dejaría de ser todo lo que es.»

R. Descartes, Discurso del método.

a) Pon un título al texto.


b) Resume, con tus palabras, cuál es el contenido del texto.
c) Comenta el texto en función de lo que has estudiado de Descartes.
d) Compara la concepción cartesiana del ser humano con Platón, Aristóteles y los materialistas del
siglo XVIII.

4. «Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede
triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si
tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir el ex-
perimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los
espectadores (que no están complicados en el juego) una participación de su deseo, rayana en el en-
tusiasmo, cuya manifestación, que lleva aparejada un riesgo, no puede reconocer otra causa que una
disposición moral del género humano.

Esta causa que afluye moralmente ofrece un doble aspecto, primero, el del derecho, que ningún pue-
blo debe ser impedido para que se dé a sí mismo la constitución que bien le parezca; segundo, el del
fin (que es, al mismo tiempo, deber), ya que solo aquella constitución de un pueblo será en sí misma
justa y moralmente buena que, por su índole, tienda a evitar, según principios, la guerra agresiva -
constitución que no puede ser otra, por lo menos en idea, que la republicana-, y a entrar en aquella
condición que acabará con las guerras (fuente de todos los males y de toda corrupción de las costum-
bres) y, de este modo, se podrá asegurar negativamente al género humano, a pesar de su fragilidad,
el progreso hacia mejor, de suerte que, por lo menos, no sea perturbado en él.»

l. Kant, Filosofía de la historia.

a) Pon un título al texto.


b) Resume, con tus palabras, cuál es el contenido del texto.
e) ¿A qué revolución se refiere Kant? ¿Por qué crees que la valora positivamente?
d) Comenta el texto en función de lo que has estudiado de Kant.
e) En el texto, Kant destaca tres palabras -participación, derecho, fin-. Explica su significado.

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5. «Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar por referencia a una natu-
raleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre
es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que
legitimen nuestra conducta. Así no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso
de los valores, justificaciones o excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado
a ser libre. Condenado, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. El
existencialista cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente
devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa;
piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre
puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre
descifra por sí mismo el signo como él prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni so-
corro, está condenado a cada instante a inventar al hombre.»

J.-P. Sartre, El existencialismo es un humanismo.

a) Pon un título al texto.


b) Resume, con tus palabras, cuál es el contenido del texto.
e) Explica por qué, para Sartre, Dios y la libertad humana son incompatibles.
d) Comenta el texto en función de lo que has estudiado de Sartre.
e) ¿Qué objetarías a las ideas expuestas por Sartre en el texto?

6. Sobre cada uno de los nueve epígrafes del «sentido de la existencia humana», escribe, en unas cinco
líneas, tu opinión justificada.

7. ¿Cuál es tu parecer acerca del carácter eminentemente político o social de los seres humanos? ¿Te
parece cierta la afirmación de que la realización personal es imposible fuera del medio social? Piensa
cuidadosamente los argumentos que existen a favor y en contra, y redacta tu opinión.

TEXTO DE LECTURA OBLIGATORIA

El ser humano como animal social.

«La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es
clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la
palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. (Ya que su
naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer e indicarse estas sensaciones unos a otros.)
En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es
lo propio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo
malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar
y la ciudad»

Aristóteles, Política, Madrid, Alianza, 1986; libro I, cap. 2, pp. 43-44.

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