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Clase 4.

La escuela como tecnología y las


tecnologías de la escuela: Notas sobre el estado de
un problema. Inés Dussel

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Sitio: FLACSO Virtual
Curso: Educación, imágenes y medios - Cohorte 11
Clase: Clase 4. La escuela como tecnología y las tecnologías de la escuela: Notas sobre el estado de
un problema. Inés Dussel
Impreso FLORENCIA CORNARA
por:
Día: viernes, 8 de septiembre de 2017, 20:06
Tabla de contenidos
Introducción
I. La escuela como tecnología
II. Algunas categorías para pensar las transformaciones y las continuidades de la escuela
III. Cambios y desafíos a la forma escolar
IV. A modo de cierre: ¿qué lugar para la escuela?
Notas ampliatorias
Bibliografía citada
Introducción
En este posgrado, estamos proponiendo abrir una discusión sobre los medios, las imágenes y la
educación. En este módulo inaugural, se plantearon algunos debates sobre el “estado de la cuestión” en
torno a la escuela, las nuevas generaciones y los medios de comunicación masivos.
En esta clase, voy a proponer una reflexión más focalizada en la escuela como institución. Uno de los
objetivos centrales de esta clase es poner en debate algunas afirmaciones generales que suelen hacerse
sobre la relación de la escuela con las tecnologías. En mucha de la literatura sobre las TICs y la
educación, pareciera que las escuelas son culpables, masiva y unilateralmente, de no vincularse
adecuadamente con las nuevas tecnologías. También se dice que el problema surgió en los últimos 15 ó
20 años, cuando se difundió la TV por cable, y que se agudizó cuando emergió Internet y el celular,
donde convergen textos e imágenes. Y se afirma que los que sufren este problema son “las nuevas
generaciones” (al punto que ya es casi un mito la idea de una “generación digital nativa”), pues los
adultos, aparentemente, hemos sorteado esta contaminación por haber nacido antes…
Muchas de estas afirmaciones se sostienen en visiones sobre la escuela que plantean una relación de
exterioridad casi total entre escuelas y tecnologías, escuelas y sujetos, escuelas y culturas. En esos
argumentos, las “escuelas” se vinculan con “tecnologías” que parecen no tener nada que ver con el
sistema escolar, aunque hayan sido ideadas en instituciones universitarias o por sociedades con alto grado
de escolarización. Del mismo modo, pareciera que los sujetos, nomás traspasado el umbral de la escuela,
dejan de ser agentes o personas moldeados por los medios y por la cultura visual, y se convierten en entes
preservados de sus efectos intelectuales, políticos o estéticos (debo reconocer que este argumento es
formulado sólo para los adultos; en el caso de los niños y adolescentes, parecen estar irremediablemente
perdidos en la lucha contra el espacio audiovisual). La misma oposición taxativa se formula en relación a
la cultura: se nos conmina a pensar que hay una cultura escolar que no ha sido forjada ni influida por los
medios de comunicación masivos, ni por los cambios tecnológicos, y también su reverso: que esa nueva
cultura ha nacido en total oposición a los modos de conocimiento o de interacción de las escuelas y del
saber académico. Valdría la pena recordar que, como dice Alain Bergala, reconocido crítico de cine
francés a quien volveremos a referirnos en el último módulo, “incluso la película más nueva y más libre
es un eslabón […] de una cadena de obras más larga.” (Bergala, 2007: 69) Aunque sea en oposición
radical, las formas culturales se construyen en interacción, no siempre armoniosa ni consistente, con las
existentes.
Plantear que la relación de exterioridad es exagerada (y me animo a decir que algo impostada, de ambas
partes: los medios se esfuerzan por mostrarse como no pedagógicos, y la escuela subraya su distancia de
la cultura de los medios con aires de superioridad moral e intelectual), no quiere decir que estos dos
espacios, el de los medios y la cultura audiovisual y el de las escuelas, sean lo mismo. Volveremos sobre
este punto una y otra vez, en esta clase y en otras. Pocos podrían dudar que en la actualidad hay un
desafío que el mundo de la cultura visual y de los medios plantea al saber y a la institución escolares,
pero, a la par que pensar en ese desafío, me parece importante interrogarnos sobre los préstamos, las
circulaciones y las formas múltiples en que esos espacios se han ido constituyendo a lo largo de este
último siglo y medio. Y así como plantearemos, a lo largo de este posgrado, que hay que producir otro
pensamiento sobre los medios y la cultura visual, también creemos que es necesario renovar la reflexión
sobre la educación y específicamente sobre las escuelas (a las que consideramos las instituciones
educativas más importantes y más eficaces de los últimos dos siglos) para entender cómo se configura
hoy esa relación.
Hay, incluso, una pregunta sobre en qué medida podemos seguir hablando de “la escuela” como categoría
general, cuando varios estudios señalan su declive como forma institucional definida y la “explosión” de
esa forma en múltiples fragmentos (1). A lo largo de este texto, usaré esta categoría general más como
hipótesis que debe ser comprobada, que como afirmación certera. Creo, sin embargo, que vale la pena
mantener la pregunta sobre si es posible predicar algo sobre el conjunto de las instituciones escolares,
para construir alguna inteligibilidad sobre los fenómenos particulares que observamos. Adelantándome
un poco a los argumentos que planteo más abajo, creo que sí es posible afirmar algo sobre el conjunto,
aunque ese “algo” no sea lo mismo que podía decirse hace 100 años.
En esta clase, entonces, les propongo adentrarnos un poco más en la escuela como institución específica
de transmisión de la cultura. Buscaré revisar algunos debates sobre la escuela contemporánea, sobre qué
tipo de institución es y qué relación instituye, para que podamos incluir estas reflexiones en los
argumentos que iremos desplegando en el posgrado sobre los medios y las imágenes.
I. La escuela como tecnología
La escuela es una de esas instituciones que todos creemos reconocer en forma fácil. Hay, incluso, mucho
para pensar sobre el carácter visual de esa experiencia que tenemos de la escuela. Un comentario de un
famoso sociolingüista británico, Basil Bernstein, daba cuenta de esta condición de “paisaje”, de
estructuración de las apariencias, de la institución escolar: “Cuando leo (pero más aún cuando viajo)
pienso que aquello de lo que debemos dar cuenta sobre los sistemas educativos, sobre las prácticas
educativas, no es cuán diferentes son, sino cuán abrumadoramente parecidas nos resultan” (Bernstein,
1990: 169). Nótese que Bernstein dice que “viajar” es más iluminador que “leer”, y en ese sentido parece
estar apuntando a un cierto régimen escópico, a una presentación visual, antes que a una construcción
conceptual.
Pero lo más familiar no es necesariamente lo mejor comprendido, como se ha cansado de decirnos la
sociología desde hace más de un siglo. Señalé al comienzo que me propongo contribuir a pensar a la
escuela dentro, y no por fuera −o exteriormente− de las tecnologías. Sin pretender en estas pocas líneas
agotar un campo de reflexión por demás rico e interesante (2), habría que referirnos a una reflexión sobre
la tecnología que, ya desde los griegos, la identifica como una respuesta a las limitaciones de la
naturaleza (ya sea humana o no humana). En ese sentido, tiene un carácter de artificio, de construcción
anti-natural, que es su rasgo básico, y que fue motivo de una continua sospecha sobre la dependencia que
genera, o sobre la posibilidad de que las máquinas y dispositivos tecnológicos superen, algún día, a los
propios humanos (Weber, 1996). Las tecnologías pueden ser muy simples (un cuenco, un lápiz, una
rueda, un tenedor, incluso una tiza o un pizarrón) o muy complejas, como muchas de las “máquinas
inteligentes” con las que convivimos diariamente.
La escuela está llena de tecnologías, pero también, en otro sentido, puede considerarse ella misma una
tecnología. Para afirmar esto, voy a retomar algo de la perspectiva foucaultiana sobre la técnica y la
tecnología, que sugiere un uso de este término para estudiar las prácticas situándolas “en un campo que se
define por la relación entre medios (tácticas) y fines (estrategia)” (Castro, 2004: 336). Foucault buscaba
identificar “las regularidades y racionalidades que acompañan los modos de hacer” (idem), y para eso
creyó necesario apelar al concepto de tecnología. Un grupo de sociólogos ingleses define a las
tecnologías (del cuerpo, del poder, de la verdad, incluso tecnologías visuales) como “relaciones
complejas y heterogéneas entre elementos dispares, estabilizados en formas particulares” que combinan
lo que habitualmente consideramos “técnico” y “material” con relaciones de fuerza, imaginarios,
estrategias políticas (Barry, Osborne, Rose, 1996:12).
¿Qué aporta pensar a la escuela como tecnología, entendida como conjunto heterogéneo que combina
“materialidades” con aspectos simbólicos? Por un lado, aporta una idea de regularidad, racionalidad, que
otorga inteligibilidad a prácticas diversas. Por otro lado, también suma la noción de una disposición
táctica y estratégica de espacios, objetos, ideas, que nos parece útil para entender a la escuela en su
configuración particular.
Desarrollo un poco más la idea tomando lo que argumenta Ian Hunter, un intelectual australiano
provocador y sugerente para pensar la cultura, la burocracia y la actividad crítica. En un ensayo que
generó mucha polémica, Hunter postuló que la escuela moderna no es el resultado de grandes principios e
ideales (la emancipación del pueblo, la ilustración de los ciudadanos), sino la combinación azarosa de las
tecnologías disponibles con cierta voluntad estratégica de gobierno de las masas (Hunter, 1998: 34). Esas
tecnologías disponibles en los siglos XVIII y XIX (que es cuando, según Hunter, se estructura la escuela
moderna) eran la tecnología pastoral de gobierno de las almas y la administración burocrática de los
estados nacionales. La organización de la escuela moderna es, para él, el efecto del trabajo gris y de perfil
bajo de una multitud de personajes intermedios del sistema escolar: inspectores, directores, autores de
libros de texto, arquitectos, médicos, que fueron pensando las formas concretas en que debía estructurarse
la vida escolar. No son los grandes teóricos como Humboldt, Herbart o Matthew Arnold en Inglaterra los
que determinaron el resultado de esta combinación aleatoria, sino otros personajes menos conocidos y
menos equipados con grandes principios que fueron eficaces, sin embargo, a la hora de traducir una
voluntad política en una organización concreta.
Uno de los ejemplos que apunta siempre me llamó la atención, y está vinculado a la historia del patio de
juegos. El patio fue una innovación de la década de 1820; hasta ese momento, los niños jugaban en la
calle y no había un perímetro escolar claramente delimitado (situación que subsiste en algunas escuelas
de poblaciones pequeñas, donde los chicos juegan en la calle o en el espacio abierto que rodea a la
escuela). En aquel momento, se pensó que había que organizar un espacio para el juego, porque se creía
que era allí donde afloraba la verdadera naturaleza de los niños, y donde debían identificarse conductas
desviadas o inmorales. El patio escolar surge, entonces, a partir de una voluntad de vigilancia y de
sospecha sobre los niños, y de una suerte de obsesión con proveerles, todo el tiempo y en toda ocasión,
situaciones de aprendizaje. El pedagogo inglés Samuel Wilderspin, maestro y director de una escuela,
escribía en 1824 que los patios escolares debían tener árboles frutales y flores no para ornamentarlos y
embellecerlos, sino para acostumbrar a los chicos a resistir la tentación de apropiarse de bienes ajenos y
formarse como personas honestas. La formación moral se pensaba a través de una disposición de los
cuerpos y los objetos en el espacio, de una regulación de los tipos de contacto, de una creación –en todo
su carácter de artificio− de ambientes de aprendizaje.

“Saltando la cuerda”, sin año, Archivo


General de la Nación

“La rayuela”, sin año, Archivo General de la Nación

La escuela moderna tiene que entenderse, entonces, como una combinación de saberes elementales,
organización institucional y organización pedagógica, o, en otras palabras, como tecnología, esto es,
como conjunto heterogéneo de elementos organizados con una voluntad táctica y estratégica. No es
solamente una institución, un edificio, un grupo de personas, un cuerpo de saberes; es esa particular
disposición de todos esos elementos en un conjunto determinado lo que nos permite llamarla una
“tecnología” en el sentido foucaultiano.
Otro ejemplo histórico puede iluminar esta misma idea. En 1880, el Ministro de Instrucción Pública
francés Jules Ferry (3) dijo a los maestros reunidos en la universidad de La Sorbonne: “Se agrega a la
enseñanza fundamental y tradicional de leer, escribir y contar, una serie de accesorios que parecen a
primera vista un poco exagerados, estudios que juzgaríamos demasiado variados: lecciones de cosas,
enseñanza del dibujo, nociones de historia natural, museos escolares, gimnástica, paseos escolares,
trabajo manual en taller ubicado al lado de la escuela, canto, música coral, que penetrarán a su turno.
¿Por qué todos estos accesorios? Porque son, para nosotros, la cosa principal, porque hacen amar a la
escuela, porque en ellos reside la virtud educativa, porque estos accesorios hacen de la escuela primaria
de la aldea más humilde, una escuela de educación liberal” (citado en Buisson, 1882, destacado nuestro).
En una sociedad democrática, decía Ferry, era necesario que existiera la escuela primaria, para que se
introdujera a todos los miembros de la sociedad en una cultura común; y esa escuela primaria debía ser
laica, para que todos los credos tuvieran su lugar, y debía ser gratuita y obligatoria, para que tanto el
Estado como los ciudadanos la sostuvieran.
La pregunta por los “accesorios” que componen a la escuela da muchas pistas sobre estas características
de tecnología de la escuela común tal como se estructuró a fines del siglo XIX. Ella iba mucho más allá
de un listado de saberes, y comprendía una forma de enseñanza, un vínculo con la sociedad y las familias,
una educación de la percepción y la sensibilidad, una escolarización del cuerpo, y hasta la promoción de
ciertos tipos de amor y de virtud. Una socióloga francesa actual, Anne Querrien, realizó al respecto una
observación curiosa. Ella cuenta que, siendo niña, debido a sucesivas enfermedades debió permanecer
durante cuatro meses en cama, y preparar el programa del curso preparatorio en su hogar. Dice que
lograba hacerlo en dos horas diarias, mientras que sus compañeros usaban al menos seis horas de trabajo
en la escuela y dos horas de deberes en casa para realizar la misma tarea. De allí, señala, le quedó la idea
de que la escuela “estira” el tiempo de instrucción para dedicarse en ese período a transmitir otras cosas:
el encierro del cuerpo, la domesticación del carácter, la formación de una sexualidad “malformada”, entre
otros asuntos (Querrien, 1979: 9ss.). Otros autores (entre ellos, Hamilton, 1980) sostienen argumentos
parecidos cuando analizan por qué triunfó la forma de enseñanza que conocemos (la enseñanza
simultánea en un mismo grado de un grupo homogéneo de alumnos) y no prosperaron otros métodos más
rápidos y más económicos, como el sistema mutuo o monitorial, que fue muy popular a principios del
siglo XIX (4). Si en la escuela se tratara solamente de aprender a leer y escribir, alcanzarían unos pocos
meses; pero de lo que se trata, insisten estos historiadores, es de aprender y experimentar un conjunto de
saberes y relaciones con otros seres y con los objetos y aparatos que nos conforman como miembros de
una sociedad. Lo que conocemos como escuela común fue esa combinación de saberes, relaciones y
objetos, esa tecnología, que se “inventó” (5) durante el siglo XIX.
La escuela, entonces, no sólo no es exterior a las tecnologías (está hecha de objetos y aparatos y de
relaciones con esos aparatos), sino que, en otro sentido, puede ser considerada ella misma una tecnología.
Ahora bien, ¿es siempre la misma tecnología? Que esté poblada de distintos sujetos, saberes, aparatos,
¿no modifican esa combinación particular que la configura? Para abordar estas preguntas, propongo
recurrir a otra serie de bibliografía que puede ayudarnos a pensar en las continuidades y las rupturas.
II. Algunas categorías para pensar las transformaciones y las continuidades de
la escuela
Parto de una reflexión sobre el presente, para volver hacia atrás. Es compartida la sensación de un cierto
malestar en las escuelas, de un “mal de escuela” (como llama Daniel Pennac a su último libro). La
hipótesis que propongo es que el malestar en las escuelas está causado, al menos en parte, por el desajuste
o dislocación entre una forma escolar, una particular organización de la escuela, y las transformaciones
culturales, políticas y sociales que están teniendo lugar. Es decir, no se trata solamente de cómo
procesamos los cambios, sino también de los roces y problemas que se generan en el cruce entre esos
cambios y una cierta manera de concebir lo escolar, una configuración particular del espacio de
enseñanza y aprendizaje, que hoy parece ser menos eficaz que en otras épocas para tramitar las demandas
sociales y para “contener” (con la ambigüedad que este verbo sugiere) a adultos y jóvenes en el mismo
espacio.
Hoy, a las escuelas se le demandan muchas cosas, quizás demasiadas. Se les pide que enseñen, de manera
interesante y productiva, cada vez más contenidos; que contengan y que cuiden; que acompañen a las
familias; que organicen a la comunidad; a veces, que hagan de centro distribuidor de alimentos, cuidado
de la salud y de asistencia social; que detecten abusos, que protejan los derechos y que amplíen la
participación social. Si hace 100 años a la escuela común se le demandaba prioritariamente que enseñe
las 3 “Rs” (Reading, wRiting, y aRithmetics), y los “accesorios” de los que hablaba Jules Ferry, en la
actualidad la demanda de transformarse en un centro social y de incluir saberes para la vida (educación
sexual, “valores ciudadanos”, proyectos de microeemprendimientos, entre muchos otros aspectos) ocupa
un espacio mucho más importante en la organización de la actividad escolar. Y hay otro aspecto que no
debe subestimarse, que es la transformación del Estado que le daba legitimidad y sustento a la escuela
común de la que hablamos en el apartado anterior. Es cierto que, a fines del siglo XIX, la escuela se
pensó como la avanzada de la construcción del Estado-Nación y como la representante de la legislación
estatal sobre los cuerpos, las familias y las pequeñas comunidades, y en ese sentido hay que reconocer
que la institución escolar asumió muchas más tareas que la mera “transmisión de contenidos” (6). Pero
hoy, a principios del siglo XXI, la escuela actúa muchas veces como la última (o la única) representación
de un poder estatal-nacional en declive, y se convierte en el espacio de distribución de bienes
asistenciales, de refugio de los inundados, de campañas sanitarias, de documentación oficial, entre
muchas otras cuestiones que antes se repartían entre varias agencias estatales y que ahora realiza en
soledad. Por otro lado, las demandas específicamente educativas han crecido: la sociedad está
crecientemente escolarizada y tiene otros requerimientos para con las escuelas. Ya no se trata solamente
de garantizar una alfabetización básica, sino de proveer herramientas para la inserción laboral (inglés,
computación), de enseñarles a las nuevas generaciones a tener un proyecto de vida, y también de ofrecer
un espacio “cuidado”, “contenido” y “seguro” (demandas que reconocen ecos del auge de los discursos
sobre la inseguridad, y también de ciertas pedagogías psicologistas que en el siglo XX pusieron en el
centro al bienestar de los niños).
Lo llamativo es que, pese a esta redefinición de la tarea de enseñar y de las modificaciones en su posición
en el entramado de instituciones sociales y sobre todo estatales, la organización de la escuela en tanto
institución no ha cambiado demasiado. Parece bastante evidente observar que la institución escolar ha
mantenido ciertas formas de organización más o menos estables, con un grado alto de inercia y con cierta
distancia de los cambios en las tecnologías y en los modos de producción del conocimiento. Sin ir más
lejos, los puestos de trabajo, la forma en que se organiza la tarea de los docentes, la estructura de los
“contratos de trabajo” y la organización en áreas y disciplina, no se transformaron al mismo ritmo que se
transformó la sociedad y la cultura. La organización disciplinaria de la escuela media, por tomar un
ejemplo más concreto, sigue pareciéndose todavía más al ideal enciclopédico de las humanidades de fines
del siglo XIX que a las formas de organización de los campos del saber en las universidades y en
instituciones de formación superior. La “confusión de géneros”, como la llamaba Clifford Geertz hace
unos cuantos años (7), no llega a la escuela más que en la forma de una interdisciplina forzada y costosa,
porque la organización de los puestos de trabajo de los profesores y su formación de base empuja en la
dirección contraria, de sostenimiento de rígidas fronteras disciplinarias.
Pero más todavía que esta estructura organizativa y administrativa, quiero argumentar, basándome en una
serie de estudios sobre historia de la educación, que lo que permanece estable es la forma en que
pensamos que deben organizarse las escuelas, y lo que pensamos que es una buena enseñanza. Esta
manera de entender “qué es una escuela” sigue siendo bastante parecida a lo que se pensaba cuarenta, o
incluso ochenta o cien años atrás. Eso no quiere decir que estuvo al margen de la historia, sino que
“vivió” esa historia de un modo particular, con una especificidad característica, que tiene que ver con
esas formas organizativas sorprendentemente estables. Esa estabilidad no impide que haya tomado
préstamos o circulado saberes y tecnologías diferentes; pero la forma organizativa básica, aquella que
define lo que consideramos que es una escuela, siguió siendo más o menos la misma.
Quisiera formular una aclaración sobre este argumento. Decir que es “más o menos la misma” no quiere
venir a desmentir lo que señalé en la introducción a esta clase. Marcar la continuidad de ciertas formas
tiene que ver, entre otras cosas, con una conceptualización de los tiempos históricos como tiempos
heterogéneos: no todo avanza al mismo ritmo, ni al mismo tiempo. Ya Raymond Williams (1980) hablaba
de la coexistencia de distintas formas culturales en un mismo tiempo (arcaicas, dominantes y
emergentes). Del mismo modo, Walter Benjamin y otros teóricos propusieron repensar la temporalidad
para romper con la idea de tiempo sincrónico y homogéneo; en esa misma línea, Georges Didi-Huberman
llega a esta formulación para la historia del arte: “La historia de las imágenes es la historia de objetos
temporalmente impuros, complejos, sobredeterminados” (2006: 26).
Volvamos, entonces, a aquello que parece ser sorprendentemente estable en la institución escolar. ¿Cómo
pensar esa estabilidad, sin caer en la hipótesis de la “resistencia a los avances tecnológicos” o de
conservadurismo cultural casi innato? ¿Por qué no pensar a las escuelas con esa misma calidad
heterogénea e impura de las imágenes a las que se refiere Didi-Huberman? La “inercia” no sería un
permanecer al margen de “la historia”, sino una forma singular e histórica de articular su relación con/en
el tiempo.
Creo que un hilo interesante para rastrear esta historicidad es el que proponen distintos analistas europeos
y norteamericanos (8) que hablan de la persistencia de una cierta gramática o núcleo duro de reglas y
criterios, gramática que ha resultado más poderosa que los intentos de los reformadores y de los expertos
científicos de modificar la vida de las escuelas. Definen a la gramática escolar como el conjunto de
reglas que define las formas en que las escuelas dividen el tiempo y el espacio, clasifican a los
estudiantes y los asignan a clases, conforman el saber que debe ser enseñado y estructuran las formas de
promoción y acreditación. Estas reglas son, según Tyack y Cuban, un sustrato de alta perdurabilidad en el
tiempo y el espacio, estableciendo qué se entiende por escuela, por buen alumno y buen docente, y que
resiste a buena parte de los intentos de cambio. Tiempo y espacio, clasificación de los saberes,
organización de los estudiantes en grupos, criterios de acreditación y promoción: recordemos estas reglas,
y pensemos cuánto se han modificado en las reformas educativas que hemos conocido en los últimos
años…

Los 400 golpes. Francois Truffaut.


1959.
En esta conocida película de los años 60
se pone en escena la gramática escolar
tradicional en todo su esplendor: el
orden en la disposición temporo-
espacial, los rituales, las sanciones
disciplinarias, el vestuario uniformado
de los estudiantes, los métodos de
enseñanza. Para ver una escena, haga
clic aquí.
A lo largo de la película, Antoine, el
protagonista, entra y sale (mejor dicho,
huye y es capturado) de lo que Michel
Foucault llamó “espacios de encierro
disciplinarios”: la familia, la escuela, el
centro de menores. La escena final es
Los 400 golpes (Francois perturbadora: ¿qué hay más allá de los
Truffaut. 1959). encierros?
Para ver la escena final, haga clic aquí.

En el caso de algunos investigadores franceses, prefieren referirse a este núcleo duro apelando a la noción
de “forma escolar”, que tiene su base en la teoría de la Gestalt*. La forma permite entender la unidad de
una particular configuración de las relaciones sociales. Dicen:
"Hablar de forma escolar es investigar aquello que constituye la unidad de una
configuración histórica particular, surgida en determinadas formaciones sociales, en cierta
época y al mismo tiempo en que (ocurren) otras transformaciones."
(Vincent; Lahire y Thin, 2001: 9)
La forma escolar se define por algunas características que la estructuran como un modo de socialización
específico. En primer lugar, la relación pedagógica entre maestro y alumno introduce formas inéditas de
relación entre las generaciones, en tanto se autonomiza de otras relaciones sociales y plantea claramente
una diferenciación entre aprender y hacer. De esta manera, los enseñantes pasan a monopolizar ciertos
saberes, y las competencias y conocimientos de otros grupos sociales (sobre todo de los niños y los
jóvenes) pasan a estar devaluados, desjerarquizados y negados en el contexto escolar. En segundo lugar,
se establece un tiempo y lugar específicos para esa relación: la escuela. En las ciudades europeas de fines
del siglo XVII, se instaura un espacio diferenciado de la vida cotidiana, un edificio distinguible
fácilmente (antes, por ejemplo, se enseñaba en las iglesias) de las otras agencias educativas y culturales,
que tiene un límite claro con el afuera. Los autores cuentan que aparecen manuales y métodos propios de
la escuela, que ya no reconocen paralelos en otras formas culturales no escolares. En tercer lugar, los
maestros y los alumnos se someten a reglas impersonales, donde ya no importa la relación “persona a
persona”. Tomando a la historia de la infancia de Philippe Ariès, señalan que se pasa "de la comunidad de
maestros y alumnos al gobierno severo de los alumnos por los maestros" (Ariès, citado por Vincent,
Lahire y Thin, 2001: 15). En resumen, los trazos que distinguen a la forma escolar son: "la constitución
de un universo separado para la infancia; la importancia de las reglas en el aprendizaje; la organización
racional del tiempo; la multiplicación y la repetición de los ejercicios, cuya única función consiste en
aprender y aprender conforme a las reglas o, dicho de otro modo, teniendo por fin su propio fin" (op. cit.:
37-8).

En este film de 43 minutos, el estricto


régimen escolar es desafiado desde la
crítica anarquista. Para ver la película
completa, haga clic aquí.

Según los autores que vengo mencionando, esta forma escolar nunca fue totalmente superada por otra
forma educativa igualmente exitosa. Las resistencias y luchas contra ciertos tipos de métodos, o de
escuelas, no alcanzaron a proponer otra forma escolar que compita con la existente. Por eso los autores
creen que es importante distinguir “forma escolar” de “institución escolar”: hoy pueden haber
instituciones que no parecen escuelas, y que sin embargo están “cooptadas” por la forma escolar.
Piénsese, por ejemplo, en el modo en que se estructuran muchos cursos de capacitación profesional en las
empresas: siguen este formato escolar sin cuestionarlo. Llama menos la atención, pero sin embargo
debería sorprendernos de la misma manera, el que los formatos de los cursos de actualización docente
también sigan esta forma escolar a rajatabla. Para los autores, habría que preguntarse si realmente esta
forma escolar se está extinguiendo, o si más bien se trata de la difusión sin precedentes de la forma
escolar a otros ámbitos de la vida cultural. Como ejemplos, pueden mencionarse la proliferación de
“juguetes didácticos” o de la preocupación por organizar las actividades de la infancia –sobre todo de las
infancias de las clases medias y altas− en términos “productivos” y “relevantes para su futuro” (por
supuesto, las comillas son mías, y quieren destacar que son formas particulares de enunciar la
productividad y la relevancia, que apelan a argumentos pedagógico-escolares).

La escuela de la señorita Olga, el


documental realizado por Mario
Piazza en 1991, repasa la experiencia
pedagógica encabezada por Olga y
Leticia Cossettini al frente de la
escuela Carrasco, en la ciudad de
Rosario, entre los años 1935 y 1950.
Enroladas en el movimiento llamado
“escuela nueva”, crearon una escuela
de puertas abiertas, con lugar para el
arte, salidas por el barrio, y un
ejercicio de la participación estudiantil
dignas de ser recordadas. Un intento
valioso de patear el tablero de
la gramática escolar.
Para ver un fragmento del documental,
haga clic aquí.

A mi juicio, la noción de forma y la de gramática aportan distintos niveles de análisis para explicar la
sostenida continuidad de la organización escolar. La noción de forma es más general y apunta a subrayar
la estructuración de las relaciones intergeneracionales dentro de ciertos parámetros institucionales. Tiene,
también, una pretensión teórica más definida. La noción de gramática escolar, en tanto, es una hipótesis
de trabajo más acotada pero quizás más sugerente, en tanto permite pensar en las reglas de producción de
los discursos y las experiencias pedagógicas que tienen lugar en la escuela.
Quisiera sugerir que la noción de gramática escolar podría ser ampliada al menos en dos direcciones. En
primer lugar, creo que sería bueno considerar otros aspectos de la vida escolar que no estaban
contemplados en las reglas básicas de la escolarización. Cabe señalar que los eventos, procesos y
artefactos que parecen ser marginales en las escuelas, como las prácticas deportivas, la vida de los
pasillos, las salidas y los uniformes, también son elementos fundantes de la cultura institucional de las
escuelas (Symes y Meadmore, 1999). Por ejemplo, las prácticas corporales, las apariencias o la higiene
son parte importante de los criterios por los cuales se asigna a los alumnos a ciertas clases y no otras, se
define su promoción y su calificación, y por sobre todo son parte fundamental de la enseñanza de ciertos
saberes sobre el cuerpo, sobre la sociedad y sobre la autoridad que muchas veces es más efectiva que lo
que transmiten las disciplinas escolares. Tomando un caso corriente en las escuelas argentinas, puede
decirse que sancionar o excluir a un alumno porque trae el guardapolvo sucio, roto o desprolijo, enseña
muchas cosas sobre el mundo y la escuela en que viven ese chico y ese docente, señala lugares
respectivos, fronteras, códigos aceptables y no aceptables, y, lo que es más preocupante, plantea
jerarquías sociales, económicas, culturales, morales, familiares o de estilos de vida que convalidan
desigualdades sociales, económicas y culturales. Todo ello contribuye a definir qué es una escuela,
quiénes pueden estar en ella y cómo, esto es, una gramática escolar. También debería incluirse la
construcción de visualidades, de formas de ver, y de visibilidades, de campos de lo visible y lo invisible,
en estas reglas estructurantes de la gramática escolar.
En segundo lugar, la noción de gramática escolar se plantea como una afirmación universal y un poco
ahistórica (pese a surgir de las reflexiones de dos historiadores). Como dice el antropólogo Arjun
Appadurai, “mientras que la genealogía de las formas culturales se preocupa por su circulación entre
regiones, la historia de estas formas se preocupa por su permanente domesticación en prácticas locales”.
(Appadurai, 2001: 17) Analizar la forma cultural “escuela” implica pensar también cómo se convirtió en
una experiencia nacional y local. Un ejemplo que estudiamos en otro trabajo (Véase Dussel, 2005) es el
de la adopción de los guardapolvos blancos como código de vestimenta en las escuelas argentinas. Los
guardapolvos son un tipo particular de uniformes, y fueron una opción elegida entre muchas otras para
definir cómo debían “aparecer” los cuerpos en la escuela. Los uniformes escolares surgieron con las
primeras formas de escolaridad elemental moderna en los siglos XVI y XVII, y se expandieron por el
mundo con la ayuda del imperialismo del siglo XIX y de la occidentalización espectacular que acompañó
a los estados nacionales aún en países no directamente colonizados. Pero sin embargo, adoptaron
características particulares en cada país, con estéticas, políticas y éticas diferentes. En el caso argentino,
los delantales blancos implicaron una manera particular de concebir los cuerpos escolares, en la que se
conjugaron preocupaciones del higienismo, discursos moralistas sobre el decoro y el pudor, discursos
igualitaristas sobre la voluntad de que todos luzcan iguales y no se evidencien las diferencias sociales, y
prácticas disciplinarias autoritarias, que prefirieron el color blanco como el más sencillo para controlar y
vigilar. Puede observarse, en este ejemplo, la importancia de las apariencias, de los regímenes de
visibilidad y de presentación de los cuerpos: los colores, las formas, las texturas, son todos elementos que
producen efectos en la construcción de un orden político-pedagógico determinado.
Otro ejemplo de estas localizaciones de la gramática escolar en distintos países puede verse en uno de los
temas que más nos preocupa en este posgrado. El diálogo y la interacción con las distintas tecnologías
que fueron surgiendo en el siglo XX fue muy distinto en diversos sistemas educativos nacionales. Por
ejemplo, en los Estados Unidos ya en 1922 apareció una revista dedicada a la “pantalla educativa”:
Educational Screen. Desde la época del cine mudo, existieron catálogos para que los docentes usaran las
películas en el aula; y desde la segunda década del siglo XX, en las grandes ciudades estadounidenses los
distritos escolares contaron con un Departamento de Medios Audiovisuales. En encuestas realizadas en la
década de 1940, cerca de un 70% de los docentes reportaron usar películas educativas frecuentemente u
ocasionalmente (cf. Cuban, 1986). También hay que destacar que se desarrolló una verdadera industria de
“filmes educativos”, que planteaban enseñar mediante la imagen en movimiento temas tales como “buen
comportamiento”, “educación para la salud”, “elementos de manejo”, entre muchos otros (cf. Smith,
1999). La idea era que los documentales educativos serían una buena manera de introducir el mundo
social, el mundo real, a las escuelas. Este uso de los materiales audiovisuales, la familiaridad y la
autorización cultural que eso impuso, fue muy distinto al que se planteó en las escuelas argentinas (el
caso que mejor conozco), y, hasta donde sé, en la mayoría de los sistemas educativos latinoamericanos.

Pero más allá de las revisiones y ampliaciones que se propongan para la noción de la gramática o la
forma escolar, quiero reiterar que ella sigue operando en las formas en que pensamos acerca de lo que es
una escuela, o en qué consiste una buena enseñanza. Es esta gramática la que provoca que, en muchos
casos, y pese a la irrupción de nuevos sujetos y demandas, las escuelas mantengan la “apariencia escolar”
anterior (9), o asuman una estrategia defensiva de resistencia, nostálgica y orientada al pasado. La escuela
entonces se convierte en una institución-cascarón, al decir del sociólogo británico Anthony Giddens:
"Donde quiera que miremos, vemos instituciones que parecen iguales que siempre desde
afuera, y llevan los mismos nombres, pero por dentro son bastante diferentes. Seguimos
hablando de la nación, la familia, el trabajo, la tradición, la naturaleza, como si todos
fueran iguales que en el pasado. No lo son. El cascarón exterior permanece, pero por dentro
han cambiado –y esto está ocurriendo no sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia
sino prácticamente en todas partes−. Son lo que llamo instituciones cascarón. Son
instituciones que se han vuelto inadecuadas para las tareas que están llamadas a cumplir.”
(Giddens, 2000: 30)
Para Giddens, la escuela es una de estas instituciones-cascarón que no saben cómo hacer frente a las
transformaciones de las relaciones de autoridad, a la emergencia de nuevas subjetividades y a las nuevas
formas de producción y circulación de los saberes. Si no hay más legitimidades garantizadas para las
instituciones, porque la idea misma de transmisión y del largo plazo aparece en crisis, lo que parece
quedar son instituciones que deben arreglárselas como puedan o quieran, docentes quejándose de que los
chicos ya no vienen como antes, adultos abdicando de su autoridad ante el cuestionamiento, y en algunos
casos, escuelas que se sienten como una última tribu que defiende los valores humanistas que ya nadie
defiende en la sociedad, y que se vinculan con sospecha y enojo con la sociedad que las rodea. (Dubet,
2004: 15-43)
En mi opinión, es más interesante pensar los roces y fricciones entre el mundo escolar y la cultura de los
medios y las imágenes con las claves que proponen estos análisis, centrados en la persistencia de una
forma organizativa, antes que con los juicios morales o las afirmaciones ahistóricas que suelen
formularse sobre la competencia entre escuelas y medios. Reitero que afirmar que hay una alta
continuidad en determinado formato escolar no equivale a sostener que la escuela ha estado al margen de
la historia y de la cultura; al revés, el argumento ayuda a pensar la propia historicidad de las tecnologías y
las formas culturales, sus tiempos dislocados, su particular anacronismo. También podría decirse que los
cambios técnicos no van al mismo ritmo, ni necesariamente en la misma dirección. Algo de esto ilustra
esta persistencia de la forma escolar en sociedades tan distintas a las que existían cuando emergió.

Decía Nicholas Negroponte en el Mundo Digital (1995)


citando a Seymour Papert: “si un cirujano de mediados de
siglo XIX hubiese sido transportado a través del tiempo hasta
un moderno quirófano de nuestros días, no hubiese
reconocido absolutamente nada. No tendría la menor idea de
qué hacer o cómo colaborar. La tecnología moderna ha
transformado las prácticas de la cirugía de forma tal, que al
mejor cirujano de antaño le resultaría imposible reconocerlas.
En cambio si un maestro de escuela de mediados de siglo XIX
hiciera el mismo viaje a través del tiempo hasta recalar en un
aula de una escuela primaria de hoy, podría dictar la clase tal
como lo hace su colega de fines del siglo XX, salvo por
algunos detalles menores. En general hay poca diferencia
entre lo que enseñamos hoy, y cómo lo enseñamos y lo que se
enseñaba hace ciento cincuenta años”.
En la bibliografía que acompaña esta clase, hay una entrevista
a Antonio Viñao Frago donde el pedagogo complejiza esta
comparación. Acceda a sus argumentos desde aquí.
III. Cambios y desafíos a la forma escolar
En este apartado, quisiera profundizar un poco más sobre algunos de los desafíos que se plantean a la
forma escolar que venimos describiendo en el punto anterior. Estos desafíos tienen una relación cercana
con los cambios en los medios y en la cultura visual, aunque implican también a otras dinámicas sociales
de órdenes diferentes. Y quizás impliquen, por primera vez en más de un siglo, un cambio fuerte en la
gramática o en la forma escolar, que permita atender mejor a los cuestionamientos que están surgiendo.
Un primer desafío viene de las transformaciones del saber en las sociedades contemporáneas. No voy a
adentrarme en lecturas que serán abordadas en los módulos que siguen en este Diploma, pero quisiera
insistir sobre un punto que hace a la estabilidad de los conocimientos y a la misma idea de transmisión
cultural. Sabemos que la escuela nació para resguardar y transmitir el saber en tanto éste se volvió más
complejo (10). Pero en el contexto de la modernidad líquida (Bauman, 2002), la idea misma de la
reproducción cultural de las sociedades, de la conservación y transmisión de la cultura, se vuelve más
problemática. ¿Cómo lograr cierta estabilidad en la transmisión intergeneracional que asegure el pasaje
de la cultura de adultos a jóvenes? ¿Cómo establecer ciertos puntos de referencia si tanto los puntos de
partida como los de llegada están en permanente cambio? ¿Cómo evitar que esa transmisión no se
interrumpa con las dis-locaciones (exilios, desempleo, mudanzas, quiebras) y turbulencias a que están
sometidas hoy amplias capas de la población? Un estudioso de las nuevas alfabetizaciones, Gunther
Kress, dice algo similar en relación con lo que se le pide a la escuela que enseñe: “En un mundo de
inestabilidad, la reproducción ya no es un tema que preocupe: lo que se requiere ahora es la habilidad
para valorar lo que se necesita ahora, en esta situación, para estas condiciones, estos propósitos, este
público concreto, todo lo cual será configurado de forma diferente a como se configure la siguiente tarea”
(Kress, 2005: 68-69). ¿Cómo legitimar a una institución que tiene que ver con la conservación de la
sociedad en un contexto que valora más la novedad, la innovación, lo dinámico? La respuesta de la
escuela viene muchas veces por engordar el currículum, ampliarlo y poner una nueva “celda” que haga
lugar a los nuevos saberes que aparecen (por ejemplo, nuevas tecnologías, computación, “construcción de
la ciudadanía” o talleres de prevención), pero esto no alcanza a replantear la forma en que se clasifican
los saberes, cuáles se siguen considerando fundamentales y prioritarios, y cuáles aparecen relegados a los
márgenes, como tareas quizás placenteras, pero sin duda no igualmente legítimas a los ojos de la mayoría
de los actores escolares. Por eso, lejos de aplacar el malestar, esta solución lo multiplica: aparece una
nueva demanda o exigencia que surge sin cuestionar las prioridades y estructuras anteriores, y sin dar
lugar a nuevos formatos y acuerdos sobre lo que constituye a la escuela como tal.

El proyecto ideado por Nicholas


Negroponte apunta a que todos los
niños escolarizados tengan su
computadora portátil para incentivar
así la alfabetización digital. Los
países interesados en la propuesta
accederían a computadoras
especialmente diseñadas para ser
usadas por niños y a U$D 100, un
costo muy inferior al del mercado.
Para leer más sobre el proyecto,
One laptop per child. (OLPC) haga clic aquí.
(Una computadora por chico)

Otro elemento que causa conmoción en las escuelas es la transformación de las relaciones
intergeneracionales, una de las bases fundamentales de la forma escolar tal como la conocimos hasta
ahora, y que, para Vincent, Lahire y Thin, constituía uno de sus aspectos centrales. Como lo señala
Emilio Tenti en su clase, hoy los chicos y jóvenes ya no se posicionan en una relación subordinada y
menospreciada en relación a los saberes adultos. Por ejemplo, en términos de las nuevas tecnologías,
parecen saber mucho más que lo que saben los adultos. Las nuevas tecnologías, dicen algunos, implican
un borramiento de las diferencias entre las generaciones: la TV, por ejemplo, pone junto al aparato
televisivo a adultos y niños, y amenaza con obstaculizar la mediación de los adultos sobre qué deben ver
o saber los niños. Si bien hay una diferenciación de la audiencia (aparecen los canales destinados hacia
públicos específicos), al mismo tiempo la televisión y la Internet borran estas diferencias, al convocar, al
menos en forma abstracta, a todos por igual. (Meyrowitz, 1985).
Estos cambios en la socialización y en las relaciones de autoridad entre las generaciones vienen siendo
señalados desde hace varias décadas por los estudiosos de la cultura. Por ejemplo, la antropóloga
Margaret Mead decía en 1970 en su libro Cultura y compromiso que estamos asistiendo a una cultura
prefigurativa, donde los pares reemplazan a los padres como modelos de conducta, donde hay menos
señales y referencias para moverse, y donde lo que se impone es más la exploración. Esa ruptura
generacional, dicen algunos, no tiene parangón en la historia. Siguiendo esta línea, Jesús Martín-Barbero,
un analista muy lúcido de la cultura latinoamericana contemporánea, señala el lugar particular que
“corporizan” los jóvenes:
“Además de “la esperanza del futuro”, los jóvenes constituyen hoy el punto de emergencia
de una cultura otra, que rompe tanto con la cultura basada en el saber y la memoria de los
ancianos, como en aquella cuyos referentes aunque movedizos ligaban los patrones de
comportamiento de los jóvenes a los de padres que, con algunas variaciones, recogían y
adaptaban los de los abuelos. Al marcar el cambio que culturalmente atraviesan los jóvenes
como ruptura se nos están señalando algunas claves sobre los obstáculos y la urgencia de
comprenderlos, esto es sobre la envergadura antropológica, y no sólo sociológica, de las
transformaciones en marcha.”
(Martín-Barbero, 2002)
Para Martín-Barbero, los jóvenes expresan el des-ordenamiento de la cultura, el trastocamiento de las
jerarquías de saberes y la reorganización profunda de los modelos de socialización, cuyas consecuencias
aún no alcanzamos a vislumbrar. Para él, además, ese carácter de “refracción” y “amplificación” de los
cambios hace que los jóvenes corporicen también los miedos y estremecimientos del mundo adulto frente
al cambio de época. Creo que estas afirmaciones de Martín-Barbero son importantes porque, lejos de
esencializar ciertos rasgos de la juventud actual (“la generación digital”), prefiere pensarlos en términos
de vínculos intergeneracionales, de posiciones sociales en una red de relaciones en las que los jóvenes
son convocados a ocupar lugares que concitan temores, envidias y esperanzas.

Las propagandas sobre servicios


de Internet y celulares suelen
invertir las relaciones
intergeneracionales, ubicando a
los adultos en una posición
subordinada con respecto al
saber tecnológico de los
jóvenes.
Para ver una publicidad de
celular, haga clic aquí.

Hay, también, una crítica a la idea de una “cultura común” y al lugar que la cultura humanista letrada
ocupaba en esa definición de lo común, que está muy asociada a los cambios en la cultura de la imagen.
Carlos Monsiváis plantea, en su último ensayo, una pregunta central sobre cuál es la cultura común hoy:
“¿En qué momento y por qué motivo la lectura y la cultura definidas clásicamente (artes, música, teatro,
cine de calidad) pasan a ser algo que se envía a las regiones del tiempo libre, mientras que los medios y la
industria del entretenimiento son para demasiados “la realidad”? Y un gran interrogante: ¿cuándo se
pierde, en definitiva, la causa de las humanidades como formación central?” (Monsiváis, 2007: 57)
Monsiváis responde que: “Al humanismo se lo expulsa en definitiva del currículum educativo en la
década de 1970, al encargársele a la iconosfera (el imperio de las imágenes) la formación de las nuevas
generaciones. No se le ve sentido a la brillantez verbal, y cada vez son menos los capaces de sentirla y
admirarla. (…) Y el sitio antes central de la literatura lo ocupan las imágenes, al grado de que el “tiempo
libre” de la sociedad viene a ser lo que resta luego de ver partidos de fútbol, telenovelas, reality shows,
series televisivas, películas, lo que, además, ya no es “tiempo libre” sino “obligación urbana”.” (idem, p.
59-60)
Sin duda, lo que está sucediendo con la amplísima difusión de las nuevas tecnologías y sobre todo de la
televisión modifica profundamente el panorama de la cultura común, y de nuestras ideas sobre lo que
debe transmitirse. Habría que recordar, sin embargo, que esta crítica a las humanidades tiene más
antigüedad que los 40 ó 50 años que nos separan de la emergencia de la televisión, y también habría que
decir que la crítica al núcleo humanista escolar parece más la consecuencia de la extensión de los
programas de la democratización de la cultura y de la democratización escolar que su antagonista. Al
final de cuentas, fue en el mandato de hacerse más y más popular, más y más inclusiva, que la escuela fue
adoptando formas y saberes del entorno y de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva
y hospitalaria se puso en el centro de su ideario (Hunter, 1998).
El desafío de incluir a todos, de hacerle lugar a los saberes populares y a las demandas y necesidades
locales, fue conllevando un desplazamiento del ideal más “burocrático” y abstracto de igualdad educativa
hacia un ideal de inclusión localizada, adaptada, organizada según el gusto del público. En algún punto,
éste es el momento en el que se volvió más difícil hablar de “la escuela”, porque empezaron a emerger
instituciones con perfiles más propios, propuestas distintas (“customizadas”, no necesariamente en un
buen sentido, al poder económico o de demanda de las familias). Pero retomo la idea de adaptación al
gusto del público y aclaro que no elijo estas asociaciones por casualidad: me interesa destacar la cadena
de asociaciones entre adaptación local – audiencia – consumo de masas, porque son movimientos que se
fueron dando en paralelo. La formación de una audiencia televisiva fue simultánea a la democratización
de muchas relaciones sociales, a la inclusión en la esfera pública de muchos sectores postergados, y a su
inclusión en el consumo de masas. La identificación entre ciudadano y consumidor es, por lo demás,
objeto de mucho debate en las ciencias sociales (11).
La escuela, aunque mantiene la continuidad de ciertas formas organizativas y un núcleo duro de
producción de enunciados pedagógicos más o menos estable y sostenido a lo largo del siglo, también es
susceptible a la mercantilización de las relaciones sociales, esto es, a la adopción del parámetro del
consumo o de la relación proveedor/cliente que afecta a buena parte de los vínculos (Corea, Lewkowicz,
1999). Esta adopción de pautas mercantilizadas supone un trastocamiento de las relaciones de autoridad y
de los principios clasificatorios de saberes y de relaciones de poder en la escuela. Es sobre todo en los
vínculos entre docentes y alumnos, y entre las autoridades escolares y las familias, donde más puede
observarse esta emergencia de la relación de clientes y proveedores, sobre todo cuando los chicos o sus
familias se comportan como consumidores insatisfechos. La paradoja es que la mayoría de los
educadores no pueden comportarse como proveedores autónomos: no tienen ni la autonomía ni los
recursos materiales o simbólicos para adecuarse a la demanda del cliente. Tampoco, vale decir, sustentan
ideológicamente ese desplazamiento, lo que suma a la sensación de malestar, tensión o contradicción en
relación a las posiciones que se ocupan frente a los alumnos y a las familias.
Por último, hay otro tipo de desafíos que vienen de los cambios en lo que podríamos llamar una “ética de
la subjetividad”. Pekka Himanen, en su libro “La ética del hacker y el espíritu de la era de la
información” −en el que busca actualizar la discusión weberiana sobre la ética protestante a nuestros
días−, hace referencia a los cambios en las moralidades que organizan el trabajo y la vida social, que
suponen también desafíos importantes a la forma o gramática escolar. Para sintetizar un argumento
complejo, diremos que hoy en día ya no vale la ética del esfuerzo para llegar a un fin superior, sino la de
la pasión que se alimenta de la acción de todos los días, del placer que la propia actividad es capaz de
generar. Esta pasión, que en la versión celebratoria de Himanen no es incompatible con algo de
aburrimiento y esfuerzo, suele ser más fluida e inestable que lo que requieren los compromisos
perdurables de la ética protestante. Todos los días se transforman en “domingos”, días festivos en los que
uno debe ser capaz de autorrealizarse creativamente, desplegar al máximo sus potencialidades, producir
obras originales, vencer obstáculos y desafíos. En esta combinación de narcisismo y épica hollywoodense
de la vida feliz, el valor de la rutina, de la obligación o deber y de la reiteración bajan a niveles ínfimos.
Justamente estos tres elementos son centrales para la acción escolar, que se apoya en la organización de
hábitos estables, en la formación de morales heterónomas en la que el yo se disciplina a una autoridad
exterior, y en la que la autoridad funciona mejor cuanto menos tenga que ser explicada.
IV. A modo de cierre: ¿qué lugar para la escuela?
Muchos de los temas que se plantearon en la clase serán retomados, con distinto nivel de profundidad, en
las clases que siguen. Lo que quiero subrayar, volviendo al principio, es que la escuela se organizó con
una estructuración de saberes, relaciones y aparatos/objetos particulares, y que esa configuración en tanto
tecnología tuvo una alta persistencia en el tiempo, y determinó un modo de relación con otras
instituciones y medios de producción y transmisión de la cultura. Ese modo de relación aparece hoy
jaqueado por una serie de dinámicas que obligan a la escuela a reposicionarse en una red de relaciones
profundamente transformada.
¿Cómo puede responder la escuela a estos desafíos? De las múltiples posibilidades que podrían pensarse,
elijo quedarme con una, quizás básica y elemental, pero que creo que es importante (12). Frente a la
posición nostálgica, amarga y desencantada, la escuela debería buscar afirmar un lugar de transmisión
cultural más vital, más dinámico, que mire más hacia los lados, que se quede menos encerrada en sus
aparatos de lectura y en sus regímenes de apariencias. Vuelvo a citar a Carlos Monsiváis, que dice:
“aventuro la hipótesis: en estos años la tradición es aquello que vendrá o sobrevendrá, no el punto de
partida” (Monsiváis, 2007: 36). Y frente a eso, la escuela, esa depositaria del pasado que se encuentra con
el futuro en los jóvenes, debe evitar la nostalgia pero sobre todo la amargura por no ser ya el centro de las
referencias culturales. “No hay dolor más grande que el de ser propietario de aparatos súbitamente
descartados.” (idem). ¿Cuánta de la afirmación de los contenidos escolares y de la vieja gloria de la
escuela hoy no reitera esa amargura, y quiere cobrarles a los jóvenes ese dolor?
Un filósofo español, José Luis Pardo, escribió hace poco un ensayo conmovedor sobre las relaciones
entre padres e hijos y la transmisión intergeneracional. Partiendo de la canción de los Beatles, “She´s
leaving home”, recrea las discusiones de los hijos con los padres en los años ’60, que se iban de la casa a
divertirse, a hacer el amor y no la guerra, a llevar la imaginación al poder, frente a padres que se sentían
traicionados en su sacrificio y en su lucha y trabajo duro por darles un futuro mejor. Y compara esa
escena con la escena actual, en la que a muchos chicos les cuesta salir de su casa por miedo al mundo, en
que parece que los padres –esos hijos que se fueron de su casa escuchando a los Beatles− no pueden
transmitir otra cosa que no sea el desengaño o la amargura, que no tienen palabras para ofrecer frente al
dolor o las guerras porque han renunciado a pensarlas, y que parece que sólo pueden balbucear “¡Que te
diviertas!” o “¡Cuidáte!”. ¿Hay otra cosa para decir? Permítaseme “robar” a Pardo algunas ideas para
pensar en esa otra posición que podría tomar la escuela en relación a la cultura, al presente, a los nuevos.
Escribe una hipotética carta de una madre a su hija, que seguramente se irá pronto de la casa, con la que
me gustaría terminar esta clase. La carta está, no por casualidad, llena de metáforas visuales, y para mí
habla, también, de los cruces entre imágenes, miradas y enseñanzas. Aquí va:
“Yo bien podría decir que mi vida no ha tenido ningún valor, que todo ha sido en vano, que
todas las empresas en las que me he empeñado han fracasado, que mis congéneres han
destruido cada una de mis esperanzas…; bien podría decirlo sino fuera porque, al menos
una vez, he visto unos ojos en los que brillaba una verdad distinta de la masacre y la
mezquindad, y ese solo instante ha valido por toda mi vida y ha convertido en nada todos
mis desengaños y decepciones, y me ha enseñado a reírme con desprecio del sacrificio, la
lucha por la vida, el sagrado valor del trabajo, y de la humillación o la exaltación de la
guerra, y me ha recordado el valor de la felicidad. Esos ojos, querida, son los tuyos, que me
encuentro ahora, cuando estoy de vuelta, y que me recuerdan qué era lo que yo misma
buscaba el día que abandoné la casa de mis padres… Así que, si no te digo nada, al menos,
cuando nos crucemos en el camino, tú en el ida y yo en el de vuelta, si percibes en mis ojos
un temblor insensato de felicidad y de esperanza, un imperdonable deseo de detener la
Historia y de declarar condonadas todas las deudas y clausuradas todas las hazañas, no
olvides que eres tú quien los ha iluminado con esa luz y búscala ahí afuera, porque si la
encuentras podrás fulminar con ella a quienes quieran hacerte desdichada.”
(Pardo, 2007: 15)
Notas ampliatorias
(1) Pueden consultarse los trabajos de Dubet (2004) (sobre el declive de las instituciones) y de
Duschatzky y Corea (2002) sobre la destitución de la escuela como agencia eficaz de producción de
subjetividades. La idea de la explosión del sistema educativo en fragmentos es desarrollada por Tiramonti
(2004).
(2) Uno de los espacios más sugerentes para pensar en la relación entre tecnología y cultura es la revista
Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.
(3) Jules Ferry (1832-1893) condujo a la expansión del sistema de la instrucción pública francesa a fines
del siglo XIX. La escuela tradicional francesa, laica, republicana y cientificista, es conocida como “la
escuela Ferry”.
(4) El sistema mutuo, monitorial o lancasteriano, consistía en un método muy estipulado para enseñar a
leer, escribir y contar, que podía ser dado por un maestro y alumnos-monitores a una población de
alumnos muy grande, de hasta 500 alumnos. Este método permitía alfabetizar a un gran número de
personas en pocas semanas o meses. (Cf. Dussel y Caruso, 1999).
(5) La noción de “invención” es muy discutida en la historia, ya que parece que remitiera a procesos que
surgen “de la nada”, ex nihilo. Sin embargo, Hobsbawm y Ranger sugieren, en “La invención de la
tradición” (1983), una aproximación interesante, ya que enfatizan tanto las condiciones de posibilidad
que vuelven factible a una creación (en este sentido, remarcan la continuidad con lo anterior), como la
novedad u originalidad de lo que se produce (y en ese sentido, hacen lugar a la ruptura). Por otro lado,
hay que remarcar que Foucault, cuando habla de los dispositivos, dice que son “estrategias sin estratega”,
combinaciones más o menos azarosas, producto de la lucha política, de los recursos y tecnologías
disponibles, y de la intervención de los humanos (cf. también Chartier, 2002)
(6) El texto de Beatriz Sarlo, “Cabezas rapadas, cintas argentinas”, expresa bien esta “misión
civilizatoria” del normalismo argentino. Los trabajos de Juan Carlos Tedesco (Educación y sociedad en la
Argentina, 1880-1945, Buenos Aires Hachette, 1986) y de Adriana Puiggrós (Sujetos, disciplina y
currículum, 1880-1916, Buenos Aires, Galerna, 1990) son valiosos aportes historiográficos para entender
ese proceso.
(7) Geertz, C., “Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social”, en: Reynoso, Carlos, El
surgimiento de la antropología posmoderna, México D.F., Gedisa, 1991 (originalmente publicado en
inglés en 1980).
(8) Ellos son: Tyack, D., y L. Cuban (1995), En busca de la utopía, México, Fondo de Cultura
Económica; Vincent, G., (comp.) (1994). L"éducation prisonnière de la forme scolaire. Lyon, Press
Universitaires de Lyon; Viñao, A. (2002). Sistemas educativos, culturas escolares y reformas.
Continuidades y cambios. Madrid, Morata Dubet, F., “¿Mutaciones institucionales y/o neoliberalismo?,
en: Tenti Fanfani, E., Gobernabilidad de los sistemas educativos en América Latina, IIPE, Buenos Aires,
2004, pp. 15-44.
(9) Lo cual, como demuestra Silvia Finocchio, puede ser un elemento auspicioso en contextos de
desestructuración social marcada como los que sucedieron en los últimos años en la Argentina (cf.
Finocchio, 2003).
(10) Por ejemplo, cuando surgió la escritura, y este saber ya no pudo enseñarse en la transmisión oral
esporádica de unos a otros y necesitó una institución más sistemática para su inducción.
(11) Sin ir más lejos, el libro de García Canclini, Consumidores y ciudadanos. México, Grijalbo, 1995.
(12) Retomo argumentos que desarrollé en Dussel (2007).
Bibliografía citada
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