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Platillos1
Un soldado en cuyo pecho resaltaban los botones dorados del uniforme, golpeaba los
discos. Yo no sabía que tenían un nombre tan escaso, “platillos”. Los chocaba a veces
con furia; los hacía estallar y me parecía extraño que no saltaran de esos golpes, por el
filo de los discos, culebrillas de fuego. Los miraba, a ratos, atentamente, esperando. (p.
158)
Careta2
Diciendo esto, se levantó, dejándonos sobre las rodillas una careta cuyas mejillas tenían
todos los colores políticos, y en cuya frente no había ni rastros del menor sonrosado; la
boca era de aquellas de que se dice que tienen la sonrisa en los labios; carecía de orejas,
sin duda para denotar que el que se la pusiera no debía escuchar ninguna voz, ni la de la
conciencia, ni la de los sentimientos, ni la de nada. Aquella era la máscara de un
sicofante. Al tocarla, pareció quemar nuestras manos, como una brasa ardiente.
Asustados, la arrojamos lejos de nosotros, y cuando, para contemplarla de nuevo,
quisimos recogerla, no sé quién, que sin duda había estado escuchando las virtudes de
aquel maldito talismán, nos la arrebató, echando a correr y diciendo:
Choza y utensilios3
La choza es de champas, cuyas paredes por afuera están forradas de pastos y musgo.
Tiene apenas dos piezas. No se atina cuál de las dos es cocina ni cuál es otra cosa.
1
Arguedas, J. M. (2011). Yawar mayu. En Los ríos profundos (pp. 153-185). Lima: Editorial Horizonte.
2
Gamarra, A. (1957). El arte de hacerse presente. En Satíricos y costumbristas (pp. 43-49). Lima: Patronato del Libro
Peruano.
3
Garrido, J. (1958). La guacha. Lima: Editorial Juan Mejía Baca.
1
Hay varias camas y son tarimas de palo traídas de las hoyadas donde hay pequeñas
poblaciones de árboles. En ellas duerme la mitayada, sobre cueros de ovejas rodadas o
sacrificadas por el león o el zorro, o matadas por las tremendas tempestades anuales.
En un pequeño alar del mojinete hay rumas de leña que cotidianamente recogen los
pastores para aplacar sus fríos que son intensos en su época, así como para capturar a
los piojos blancos que florean por los cuellos de sus camisas mugrientas.
Demasiado pobres son los utensilios. Una batea grande en la que comen pobrezas los
“perros ovejeros”. Viejas ollas de barro en las que cuecen las mujeres los parcos y
descoloridos alimentos, sin aderezos de ciudad, apenas con unas hojas de “yuyos” que
ellas mismas piden a la tierra. (p. 15)
Pinkuyllu4
Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las
fiestas comunales. El pinkuyllu no se toca jamás en las fiestas de los hogares. Es un
instrumento épico. No lo fabrican de caña común ni de carrizo, ni siquiera de mámak’,
caña selvática de grosor extraordinario y dos veces más larga que la caña brava. El
hueco del mámak’ es oscuro y profundo. En las regiones donde no existe el huaranhuay
los indios fabrican pinkuyllus menores de mámak’, pero no se atreven a dar al
instrumento el nombre de pinkuyllu, le llaman simplemente mámak’, para diferenciarlo
de la quena familiar. Mámak’ quiere decir la madre, la germinadora, la que da origen; es
un nombre mágico. Pero no hay caña natural que pueda servir de materia para un
pinkuyllu; el hombre tiene que fabricarlo por sí mismo. Construye un mámak’ más
profundo y grave; como no nace ni aun en la selva. Una gran caña curva. Extrae el
corazón de las ramas del huaranhuay, luego lo curva al sol y lo ajusta con nervios de
toro. No es posible ver directamente la luz que entra por el hueco del extremo inferior
del madero vacío, sólo se distingue una penumbra que brota de la curva, un blando
resplandor, como el del horizonte en que ha caído el sol. (p. 67)
Ovejita5
2
La ovejita no va por los campos porque don Nico teme que se vaya a perder. No va a los
campos lejanos con todo el rebaño. Cuando los perros le han obligado algunas veces a ir
con la manada, ella ha buscado un descuido para verse desvigilada y regresar a la choza
en donde ha hecho costumbre de vivir. (p. 31)
Tankayllu6
Encierro7
3
sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando
los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros
con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al
jaguar. (p. 117)
Descripción de personas
La corbata negra del cantinero palpitaba como las aletas de la nariz de un individuo que
tuviera la respiración agitada. Hundidos los pies en la espesa alfombra, Carrasco veía,
en las docenas de espejos enormes que lo rodeaban, que las puntas del lazo se movían
de atrás a adelante y de adelante atrás, como haciéndole guiños. (p. 43)
Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del viejo: “Desde
las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas
partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco
para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para
dejárselas a los colonos. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre. (p. 9)
En la tristeza de esa choza vivía Yamunaqué con su mujer. Sentados durante el día junto
a la cocina, y afuera en las noches, si la luna embrujaba los campos, rumiaban su pena
silenciosa. Cúmulo de presagios revoloteaban alrededor de sus almas atormentadas. Y
de esto hacía ya dos meses. De conocer la coca, como sus hermanos andinos, se habrían
consolado chacchándola. De vez en cuando se escapaba de sus bocas desdentadas un
monosílabo envuelto en suspiros. (p. 67)
8
Romero, F. (1958). La creciente. En Doce relatos de selva (pp. 43-49). Lima: Editorial Juan Mejía Baca.
9
Arguedas, J. M. (2011). El Viejo. En Los ríos profundos (pp. 9-27). Lima: Editorial Horizonte.
10
Vegas, F. (1958). Taita Dios nos señala el camino. En Los mejores cuentos peruanos [Vol. 2] (pp. 67-77). 2ª ed.
Lima: Editora Latinoamericana S. A.
11
Borges, J. (1971). El Aleph. En El Aleph (pp. 155-174). Madrid: Alianza Editorial.
4
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es
tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es
rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una
biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz;
aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A
dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana
sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo
insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la
obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable.
«Es el Príncipe de los poetas de Francia», repetía con fatuidad. «En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.» (p. 157)
Un bosque de ceras ardía delante del Señor. El Cristo aparecía detrás del humo, sobre el
fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que habían tallado figuras de
ángeles, de frutos y de animales.
El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las
procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos caídos a
un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las
calles ondulantes, detrás, avanzaría ahondando las aflicciones de los sufrientes,
mostrándose como el que más padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada
de la mañana y de las velas, aparecía sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un
crepúsculo del mar, de la zona tórrida, en que el oro es suave o brillante, y no pesado y
en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el sol del
crepúsculo se rasga en mantos temibles.
12
Arguedas, J. M. (2011). El Viejo. En Los ríos profundos (pp. 9-27). Lima: Editorial Horizonte.
5
Descripción de lugares
13
Choza
De pájaro bobo, totoras y dorados carrizos, con una costra de barro en el tejado, era la
casa de Manuel Yamunaqué. Junto a la entrada dormía todo el tiempo un perro que
apenas podía ladrar, y sobre tabancos de algarrobo se deshojaban, al viento del sur, unas
plantas de buenastardes y jazmines, en el corral balaban de hambre varias cabras de
fláccidas ubres, indiferentes a las exigencias de un macho cabrío tan grande, cornudo y
hediondo como el que representa al diablo en el medioevo. Dos burros bajo un
algarrobo masticaban hojas secas; y en el chiquero, un puerco gruñón y voraz, perdía
carnes entre lodo podrido. (p. 67)
El parque de Patibamba14
El parque de Patibamba estaba mejor cuidado y era más grande que la Plaza de Armas
de Abancay. Árboles frondosos daban sombra a los bancos de piedra. Rosales y lirios
orillaban las aceras empedradas del parque. La casa tenía arquería blanca, un corredor
silencioso con piso de losetas brillantes y grandes ventanas de rejas torneadas. La huerta
de la hacienda se perdía de vista, sus sendas estaban bordeadas de flores, y de plantas de
café. En una esquina de la huerta había una pajarera alta; su cúpula llegaba hasta la cima
de los árboles. La jaula tenía varios pisos y encerraba decenas de jilgueros, de calandrias
y otros pájaros. La casa-hacienda aparecía rodeada de muros blanqueados. Una reja de
acero protegía el arco de entrada. (p. 43)
El valle de Los Molinos era una especie de precipicio, en cuyo fondo corría un río
pequeño, entre inmensas piedras erizadas de arbustos. El agua bullía bajo las piedras. En
los remansos, casi ocultos bajo la sombra de las rocas, nadaban, como agujas, unos
peces plateados y veloces. Cinco molinos de piedra, escalonados en la parte menos
abrupta de la quebrada, eran movidos por la misma agua. El agua venía por un
acueducto angosto, abierto por los españoles, hecho de cal y canto y con largos
socavones horadados en la roca. El camino que comunicaba ese valle y los pueblos
próximos era casi tan angosto como el acueducto, y así como él, colgado en el
precipicio, con largos pasos bajo techo de rocas; los jinetes debían agacharse allí,
mirando el río que hervía en el fondo del barranco. La tierra era amarilla y ligosa. En los
meses de lluvia el camino quedaba cerrado; en el barro amarillo resbalaban hasta las
cabras cerriles. El sol llegaba tarde y desaparecía poco después del mediodía; iba
13
Vegas, F. (1958). Taita Dios nos señala el camino. En Los mejores cuentos peruanos [Vol. 2] (pp. 67-77). 2ª ed.
Lima: Editora Latinoamericana S. A.
14
Arguedas, J. M. (2011). La hacienda. En Los ríos profundos (pp. 42-46). Lima: Editorial Horizonte.
15
Arguedas, J. M. (2011). Puente sobre el mundo. En Los ríos profundos (pp. 47-65). Lima: Editorial Horizonte.
6
subiendo por las faldas rocosas del valle, elevándose lentamente como un líquido tibio.
Así, mientras las cumbres permanecían iluminadas, el valle de Los Molinos quedaba en
la sombra. (p. 63)
Paisaje de puna16
Un silencio más profundo que el de los hombres, enmudecía las laderas. De cuando en
cuando, pasaba el viento haciendo chasquear los arbustos, bramando en los pedrones.
Las ráfagas eran sólo una avanzada del persistente ventarrón de la puna. Al cesar
después de una breve lucha con las ramas y los riscos, dejaban una gran cauda de
silencio. El rumor de las pisadas de los caballos, arrastrándose apenas entre las patas,
aumentaba ese alto silencio hecho de inmensidades de piedra.
Camino arriba, ya no hubo siquiera arbustos ni cactos. Las rocas se dieron a acrecer.
Ampliábanse en lajas cárdenas y plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la
altura. Alzábanse verticalmente en peñas prietas que remedaban inmensos escalones.
Contorsionábanse en picachos aristados que herían el cielo tenso. Esparcíanse en
pedrones que semejaban bohíos vistos a distancia. Superponíanse en muros de un
inmenso cerco del infinito. Donde había tierra, crecía tenazmente la paja brava llamada
ichu. Eran una tregua del roquerío, los retazos del pajonal. En su color gris amarillento
se arremansaba el relumbrón del sol. (pp. 37-38)
16
Alegría, C. (1963). La ofrenda de piedra. En Duelo de caballeros (pp. 35-52). Lima: Populibros Peruanos.