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Traducción e Interpretación Profesional

Taller de Comunicación y Estilo (TR250)


Profesores: Jorge Acurio, Miluska Benavides y Christian Estrada
2021
Semana 9
REDACCIÓN CREATIVA - DESCRIPCIÓN

Logro: El estudiante produce breves textos creativos descriptivos.

Descripción de objetos y animales

Platillos1

Un soldado en cuyo pecho resaltaban los botones dorados del uniforme, golpeaba los
discos. Yo no sabía que tenían un nombre tan escaso, “platillos”. Los chocaba a veces
con furia; los hacía estallar y me parecía extraño que no saltaran de esos golpes, por el
filo de los discos, culebrillas de fuego. Los miraba, a ratos, atentamente, esperando. (p.
158)

Careta2

Diciendo esto, se levantó, dejándonos sobre las rodillas una careta cuyas mejillas tenían
todos los colores políticos, y en cuya frente no había ni rastros del menor sonrosado; la
boca era de aquellas de que se dice que tienen la sonrisa en los labios; carecía de orejas,
sin duda para denotar que el que se la pusiera no debía escuchar ninguna voz, ni la de la
conciencia, ni la de los sentimientos, ni la de nada. Aquella era la máscara de un
sicofante. Al tocarla, pareció quemar nuestras manos, como una brasa ardiente.
Asustados, la arrojamos lejos de nosotros, y cuando, para contemplarla de nuevo,
quisimos recogerla, no sé quién, que sin duda había estado escuchando las virtudes de
aquel maldito talismán, nos la arrebató, echando a correr y diciendo:

-¡Por fin te hallé, fortuna! (p. 91)

Choza y utensilios3

La choza es de champas, cuyas paredes por afuera están forradas de pastos y musgo.
Tiene apenas dos piezas. No se atina cuál de las dos es cocina ni cuál es otra cosa.

1
Arguedas, J. M. (2011). Yawar mayu. En Los ríos profundos (pp. 153-185). Lima: Editorial Horizonte.
2
Gamarra, A. (1957). El arte de hacerse presente. En Satíricos y costumbristas (pp. 43-49). Lima: Patronato del Libro
Peruano.
3
Garrido, J. (1958). La guacha. Lima: Editorial Juan Mejía Baca.

1
Hay varias camas y son tarimas de palo traídas de las hoyadas donde hay pequeñas
poblaciones de árboles. En ellas duerme la mitayada, sobre cueros de ovejas rodadas o
sacrificadas por el león o el zorro, o matadas por las tremendas tempestades anuales.

El techo de la choza es de un color sucio enmugrecido por las lluvias y el humo.

En un pequeño alar del mojinete hay rumas de leña que cotidianamente recogen los
pastores para aplacar sus fríos que son intensos en su época, así como para capturar a
los piojos blancos que florean por los cuellos de sus camisas mugrientas.

Demasiado pobres son los utensilios. Una batea grande en la que comen pobrezas los
“perros ovejeros”. Viejas ollas de barro en las que cuecen las mujeres los parcos y
descoloridos alimentos, sin aderezos de ciudad, apenas con unas hojas de “yuyos” que
ellas mismas piden a la tierra. (p. 15)

Pinkuyllu4

Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las
fiestas comunales. El pinkuyllu no se toca jamás en las fiestas de los hogares. Es un
instrumento épico. No lo fabrican de caña común ni de carrizo, ni siquiera de mámak’,
caña selvática de grosor extraordinario y dos veces más larga que la caña brava. El
hueco del mámak’ es oscuro y profundo. En las regiones donde no existe el huaranhuay
los indios fabrican pinkuyllus menores de mámak’, pero no se atreven a dar al
instrumento el nombre de pinkuyllu, le llaman simplemente mámak’, para diferenciarlo
de la quena familiar. Mámak’ quiere decir la madre, la germinadora, la que da origen; es
un nombre mágico. Pero no hay caña natural que pueda servir de materia para un
pinkuyllu; el hombre tiene que fabricarlo por sí mismo. Construye un mámak’ más
profundo y grave; como no nace ni aun en la selva. Una gran caña curva. Extrae el
corazón de las ramas del huaranhuay, luego lo curva al sol y lo ajusta con nervios de
toro. No es posible ver directamente la luz que entra por el hueco del extremo inferior
del madero vacío, sólo se distingue una penumbra que brota de la curva, un blando
resplandor, como el del horizonte en que ha caído el sol. (p. 67)

Ovejita5

La guacha ha crecido un tanto y es una verdadera estampa de belleza perfecta y linda.


Blanca y de finísima lana. Orejitas delicadas y advertidas para la mínima de las
sorpresas que suelen campanear en los campos, especialmente en las noches. Ojos
vivísimos como dos perlitas especialmente buriladas por manos de artífice. Un rabito
como puntero de un haz de hilos de seda, cortado a menos de “a raíz”. Finos cascos
brillosos. Y una voz de claridad triste y penetrante, voz de aquella tierra enorme y ni
siquiera imaginada.
4
Arguedas, J. M. (2011). Zumbayllu. En Los ríos profundos (pp. 66-88). Lima: Editorial Horizonte.
5
Garrido, J. (1958). La guacha. Lima: Editorial Juan Mejía Baca.

2
La ovejita no va por los campos porque don Nico teme que se vaya a perder. No va a los
campos lejanos con todo el rebaño. Cuando los perros le han obligado algunas veces a ir
con la manada, ella ha buscado un descuido para verse desvigilada y regresar a la choza
en donde ha hecho costumbre de vivir. (p. 31)

Tankayllu6

Se llama tankayllu, al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando


flores. El tankayllu aparece en abril, pero en los campos regados se le puede ver en otros
meses del año. Agita sus alas con una velocidad alocada, para elevar su pesado cuerpo,
su vientre excesivo. Los niños lo persiguen y le dan caza. Su alargado y oscuro cuerpo
termina en una especie de aguijón que no sólo es inofensivo sino dulce. Los niños le dan
caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón. Al tankayllu no se le puede
dar caza fácilmente, pues vuela alto, buscando la flor de los arbustos. Su color es raro,
tabaco oscuro; en el vientre lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es
intenso, demasiado fuerte para su pequeña figura, los indios creen que el tankayllu tiene
en su cuerpo algo más que su sola vida. ¿Por qué lleva miel en el tapón del vientre?
¿Por qué sus pequeñas y endebles alas mueven el viento hasta agitarlo y cambiarlo?
¿Cómo es que el aire sopla sobre el rostro de quien lo mira cuando pasa el tankayllu? Su
pequeño cuerpo no puede darle tanto aliento. Él remueve el aire, zumba como un ser
grande; su cuerpo afelpado desaparece en la luz, elevándose perpendicularmente. No, no
es un ser malvado; los niños que beben su miel sienten en el corazón, durante toda la
vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra el rencor y la melancolía.
Pero los indios no consideran al tankayllu una criatura de Dios como todos los insectos
comunes; temen que sea un réprobo. Alguna vez los misioneros debieron predicar
contra él y otros seres privilegiados. En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de
tijeras que ya se ha hecho legendario. Bailó en las plazas de los pueblos durante las
grandes fiestas; hizo proezas infernales en las vísperas de los días santos; tragaba trozos
de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas y garfios; caminaba alrededor de los atrios
con tres barretas entre los dientes; ese danzak’ se llamó “Tankayllu”. Su traje era de piel
de cóndor ornado de espejos. (pp. 66-67)

Encierro7

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el


piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava
de algún modo los sentimientos de opresión y vastedad. Un muro medianero la corta;
éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo,
Tzinacán, mago de la pirámide Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay
un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. Al
ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin
6
Arguedas, J. M. (2011). Zumbayllu. En Los ríos profundos (pp. 66-88). Lima: Editorial Horizonte.
7
Borges, J. (1971). La escritura del Dios. En El Aleph (pp. 117-123). Madrid: Alianza Editorial.

3
sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando
los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros
con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al
jaguar. (p. 117)

Descripción de personas

Cantinero8 – perspectiva de Carrasco

La corbata negra del cantinero palpitaba como las aletas de la nariz de un individuo que
tuviera la respiración agitada. Hundidos los pies en la espesa alfombra, Carrasco veía,
en las docenas de espejos enormes que lo rodeaban, que las puntas del lazo se movían
de atrás a adelante y de adelante atrás, como haciéndole guiños. (p. 43)

El Viejo9 – perspectiva del niño protagonista

Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales


del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su
sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo
acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el
sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.

Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del viejo: “Desde
las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas
partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco
para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para
dejárselas a los colonos. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre. (p. 9)

Los Yamunaqué10 – perspectiva del narrador

En la tristeza de esa choza vivía Yamunaqué con su mujer. Sentados durante el día junto
a la cocina, y afuera en las noches, si la luna embrujaba los campos, rumiaban su pena
silenciosa. Cúmulo de presagios revoloteaban alrededor de sus almas atormentadas. Y
de esto hacía ya dos meses. De conocer la coca, como sus hermanos andinos, se habrían
consolado chacchándola. De vez en cuando se escapaba de sus bocas desdentadas un
monosílabo envuelto en suspiros. (p. 67)

Beatriz y Carlos11 – perspectiva de Borges

8
Romero, F. (1958). La creciente. En Doce relatos de selva (pp. 43-49). Lima: Editorial Juan Mejía Baca.
9
Arguedas, J. M. (2011). El Viejo. En Los ríos profundos (pp. 9-27). Lima: Editorial Horizonte.
10
Vegas, F. (1958). Taita Dios nos señala el camino. En Los mejores cuentos peruanos [Vol. 2] (pp. 67-77). 2ª ed.
Lima: Editora Latinoamericana S. A.
11
Borges, J. (1971). El Aleph. En El Aleph (pp. 155-174). Madrid: Alianza Editorial.

4
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es
tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es
rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una
biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz;
aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A
dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana
sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo
insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la
obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable.
«Es el Príncipe de los poetas de Francia», repetía con fatuidad. «En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.» (p. 157)

El Taytacha12 – perspectiva del niño protagonista

Un bosque de ceras ardía delante del Señor. El Cristo aparecía detrás del humo, sobre el
fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que habían tallado figuras de
ángeles, de frutos y de animales.

Yo sabía que cuando el trono de ese Crucificado aparecía en la puerta de la Catedral,


todos los indios del Cuzco lanzaban un alarido que hacía estremecer la ciudad, y
cubrían, después, las andas del Señor y las calles y caminos, de flores de ñucchu, que es
roja y débil.

El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las
procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos caídos a
un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las
calles ondulantes, detrás, avanzaría ahondando las aflicciones de los sufrientes,
mostrándose como el que más padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada
de la mañana y de las velas, aparecía sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un
crepúsculo del mar, de la zona tórrida, en que el oro es suave o brillante, y no pesado y
en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el sol del
crepúsculo se rasga en mantos temibles.

Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que no apaciguaba. Hacía sufrir; en la


catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplandor del día que llegaba tan
atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas
y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lágrimas. Pero estaba allí el Viejo,
rezando apresuradamente con su voz metálica. Las arrugas de su frente resaltaron a la
luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresión de que su piel se había
descarnado de los huesos. (pp. 24-25)

12
Arguedas, J. M. (2011). El Viejo. En Los ríos profundos (pp. 9-27). Lima: Editorial Horizonte.

5
Descripción de lugares
13
Choza

De pájaro bobo, totoras y dorados carrizos, con una costra de barro en el tejado, era la
casa de Manuel Yamunaqué. Junto a la entrada dormía todo el tiempo un perro que
apenas podía ladrar, y sobre tabancos de algarrobo se deshojaban, al viento del sur, unas
plantas de buenastardes y jazmines, en el corral balaban de hambre varias cabras de
fláccidas ubres, indiferentes a las exigencias de un macho cabrío tan grande, cornudo y
hediondo como el que representa al diablo en el medioevo. Dos burros bajo un
algarrobo masticaban hojas secas; y en el chiquero, un puerco gruñón y voraz, perdía
carnes entre lodo podrido. (p. 67)

El parque de Patibamba14

El parque de Patibamba estaba mejor cuidado y era más grande que la Plaza de Armas
de Abancay. Árboles frondosos daban sombra a los bancos de piedra. Rosales y lirios
orillaban las aceras empedradas del parque. La casa tenía arquería blanca, un corredor
silencioso con piso de losetas brillantes y grandes ventanas de rejas torneadas. La huerta
de la hacienda se perdía de vista, sus sendas estaban bordeadas de flores, y de plantas de
café. En una esquina de la huerta había una pajarera alta; su cúpula llegaba hasta la cima
de los árboles. La jaula tenía varios pisos y encerraba decenas de jilgueros, de calandrias
y otros pájaros. La casa-hacienda aparecía rodeada de muros blanqueados. Una reja de
acero protegía el arco de entrada. (p. 43)

El valle de Los Molinos15

El valle de Los Molinos era una especie de precipicio, en cuyo fondo corría un río
pequeño, entre inmensas piedras erizadas de arbustos. El agua bullía bajo las piedras. En
los remansos, casi ocultos bajo la sombra de las rocas, nadaban, como agujas, unos
peces plateados y veloces. Cinco molinos de piedra, escalonados en la parte menos
abrupta de la quebrada, eran movidos por la misma agua. El agua venía por un
acueducto angosto, abierto por los españoles, hecho de cal y canto y con largos
socavones horadados en la roca. El camino que comunicaba ese valle y los pueblos
próximos era casi tan angosto como el acueducto, y así como él, colgado en el
precipicio, con largos pasos bajo techo de rocas; los jinetes debían agacharse allí,
mirando el río que hervía en el fondo del barranco. La tierra era amarilla y ligosa. En los
meses de lluvia el camino quedaba cerrado; en el barro amarillo resbalaban hasta las
cabras cerriles. El sol llegaba tarde y desaparecía poco después del mediodía; iba

13
Vegas, F. (1958). Taita Dios nos señala el camino. En Los mejores cuentos peruanos [Vol. 2] (pp. 67-77). 2ª ed.
Lima: Editora Latinoamericana S. A.
14
Arguedas, J. M. (2011). La hacienda. En Los ríos profundos (pp. 42-46). Lima: Editorial Horizonte.
15
Arguedas, J. M. (2011). Puente sobre el mundo. En Los ríos profundos (pp. 47-65). Lima: Editorial Horizonte.

6
subiendo por las faldas rocosas del valle, elevándose lentamente como un líquido tibio.
Así, mientras las cumbres permanecían iluminadas, el valle de Los Molinos quedaba en
la sombra. (p. 63)

Paisaje de puna16

Los árboles fueron empequeñeciéndose a medida que la cuesta ascendía. El caminejo


comenzó a jadear trazando curvas violentas, entre cactos de brazos escuetos,
achaparrados arbustos y pedrones angulosos. Los dos caballos resoplaban y sus jinetes
habían callado.

Un silencio más profundo que el de los hombres, enmudecía las laderas. De cuando en
cuando, pasaba el viento haciendo chasquear los arbustos, bramando en los pedrones.
Las ráfagas eran sólo una avanzada del persistente ventarrón de la puna. Al cesar
después de una breve lucha con las ramas y los riscos, dejaban una gran cauda de
silencio. El rumor de las pisadas de los caballos, arrastrándose apenas entre las patas,
aumentaba ese alto silencio hecho de inmensidades de piedra.

Camino arriba, ya no hubo siquiera arbustos ni cactos. Las rocas se dieron a acrecer.
Ampliábanse en lajas cárdenas y plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la
altura. Alzábanse verticalmente en peñas prietas que remedaban inmensos escalones.
Contorsionábanse en picachos aristados que herían el cielo tenso. Esparcíanse en
pedrones que semejaban bohíos vistos a distancia. Superponíanse en muros de un
inmenso cerco del infinito. Donde había tierra, crecía tenazmente la paja brava llamada
ichu. Eran una tregua del roquerío, los retazos del pajonal. En su color gris amarillento
se arremansaba el relumbrón del sol. (pp. 37-38)

16
Alegría, C. (1963). La ofrenda de piedra. En Duelo de caballeros (pp. 35-52). Lima: Populibros Peruanos.

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