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-CPEM N° 57--2° A y B TN --Lengua y Literatura --Prof.

Miguel Selser-

Me acuerdo
(Hernán Ronsino)

Me acuerdo del tío Paco, de su risa, del modo en que se lo recibía en casa cuando nos visitaba los
domingos un rato antes del almuerzo, con esa alegría de recibir al que cuenta cuentos.

Me acuerdo de los teléfonos públicos. Recién a los veinte años tuve por primera vez un teléfono en
mi casa. Pero antes de eso, cuando había que llamar a alguien – y llamar era un hecho extraordinario
– el llamado se hacía desde la cantina del club Cerámica. Ahí había un teléfono público. Me acuerdo
del sonido de los cospeles al entrar, del esfuerzo por discar los números, del jadeo entrecortado que se
oía en la comunicación antes de que del otro lado alguien atendiera. Todo eso me provocaba un
estremecimiento. Una leve alteración cardíaca.

Me acuerdo de una carrera de natación. Fue en la ciudad de Bragado. Yo corría pecho. Y esa vez el
que ganaba siempre no corrió. Éramos tres y gané yo. Fue la única vez que al ganador le entregaban
un diploma y no una medalla. Sentí cierta frustración. Y pensé que de alguna manera al no entregar
una medalla como premio máximo todos sabían que el que merecía ganar era el que no había podido
correr. Es decir, el que ganaba siempre.

Me acuerdo cuando construimos con mis hermanos y unos amigos del barrio una balsa en un pueblo
pampeano que está bien lejos del mar. Pasamos toda una semana yendo a un monte a elegir la madera
adecuada. Los ideólogos eran mis hermanos. El plan era navegar por el río Salado y llegar así a su
desembocadura, llegar al mar. Teníamos ocho años.

Me acuerdo de la sensación de aburrimiento. Estar aburrido en un pueblo es dar vueltas una y otra
vez alrededor de tu propia sombra, es dejar de percibir al tiempo. Por eso me acordé de Cioran.
Aburrirse es mascar tiempo, dice.

Me acuerdo cuando iba por las tardes a la Terminal de Ómnibus de Chivilcoy a ver llegar y partir
los colectivos. Me sentaba en una escalera y me pasaba horas ahí. Contemplando, como se dice, el
movimiento. Una vez lo vi al Negro Granados. Estaba con su mujer, listo para viajar a La Plata. Yo
me acerqué y lo saludé. Le dije: Soy el hijo de Lito. No entendió muy bien de qué le hablaba. No sabía
quién era yo. Estaba nervioso por el viaje. Y vestido de un modo distinto. El Negro Granados era el
protagonista de muchas historias que contaba, una y otra vez, mi papá. Era una especie de mito. De
golpe se metió en un kiosco y cuando salió, pelando un chicle, me dijo: Tomá, pibe. Me daba unas
fichas para jugar a los flippers. Tomé las fichas y le agradecí pero preferí quedarme sentado. Quería,
primero, verlo partir. Porque me gustaba más eso – contemplar las partidas y las llegadas – que el ruido
loco de los jueguitos.

Me acuerdo de la guerra de Malvinas cada vez que canto el himno Nacional. Cada vez que se dice
“Al gran pueblo argentino, salud” se me arma en la cabeza esa fantasía que tuve en la escuela mientras
sucedía la guerra. Un día nos hicieron hacer un simulacro de bombardeo. Nos dijeron que cuando se
escuchara sonar la sirena de los bomberos en todo el pueblo – esa era la señal – el pueblo podía quedar
a oscuras, si era de noche, porque la amenaza de un bombardeo sería inminente. Entonces, después de
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decir eso, la señorita Mercader nos hizo, a modo de prueba, echar a todos debajo de los bancos, con
las manos cruzadas en la nuca. Cada vez que escucho “Al gran pueblo argentino, salud” imagino el
fantasma de un avión inglés en el aire dispuesto a atacar.

Me acuerdo cuando monté por primera vez un caballo junto a mi hermano Javier. Mi hermano ya
sabía andar, sabía, incluso, que a mí me daba miedo. Entonces insistió, insistió tanto que me dijo: Yo
te llevo. Y confié. Una vez arriba me aferré al cuerpo de mi hermano con todo, sentía ese olor áspero
que le salía de la lana, y entonces arremetió por el campo. Cabalgamos por el campo. En movimiento
las cosas se ven como si fueran nuevas.
Me acuerdo cuando Walter Perruelo me sacó de quicio una tarde de lluvia en el gimnasio del club
San Lorenzo; me acuerdo de mi reacción y de lo que eso provocó, como algo inesperado, en su cara.
Me acuerdo de que mi mano fue impulsada por una fuerza extraña. Me acuerdo de la impresión que
sentí en los nudillos cuando mi mano chocó contra la cara de Walter Perruelo. No tardó mucho tiempo
en formársele esa típica aureola oscura alrededor del ojo izquierdo.

Me acuerdo de la textura de la luz asomando entre las cúpulas de la iglesia mayor cerca de las siete
de tarde y en primavera.
Me acuerdo de la lectura de un libro de Haroldo Conti, Mascaró; me acuerdo que llovía una lluvia
de verano en el campo y era casi lo mismo eso que leía y ese aire, esa extrañeza que me rodeaba.

Me acuerdo de Mercedes Varela. Era la encargada de recitar poemas en la escuela. Cuando leía
parecía otra persona. En lugar de decir, en tono argentino, yuvia, decía liuvia, porque, según Mercedes
Varela, cuando se decía un poema en público había que hablar bien.

Me acuerdo de este sueño. Soñé, una vez, que de los cimientos de la casa de mi abuela en Italia
salía un humo extraño. Dos días después de ese sueño que me inquietó, una estufa a kerosén ardió en
una pieza de la casa de la misma abuela en Argentina. Hubo que llamar a los bomberos. Nunca pude
entender si es que había una conexión entre esas dos formas de humo.
Me acuerdo de la noche en que murió el tío Paco. Esa noche, lejos de su velorio, yo aprendí a contar.

Caballo
(Hernán Ronsino)

1. Los duraznos

Polo y Cachila reciben la orden. Almada, apoyado en la puerta del rancho, dice: “Tienen que ir a
buscar el caballo y traerlo a la quinta antes del atardecer”. El caballo pastorea junto al río. Lo dejaron
ahí el domingo, después de las carreras de trote. Es un zaino colorado. Se llama Chúcaro Trelpón. Y
ganó la de fondo dando un batacazo. Ahora un tal Samudio, parece, lo quiere comprar.

El río queda del otro lado del pueblo. Entonces tendrán que recorrer, ida y vuelta, cerca de treinta
kilómetros. Cachila se moja la cabeza, a un costado del rancho, abriendo ampliamente las piernas bajo
una canilla que pierde y está rodeada por un fandango cargado de moscas. Dos o tres hijos de Almada,
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las mejillas marcadas por líneas secas de moco, lo miran a Cachila mojarse la cabeza y estremecerse
por sentir el agua tan fría en la nuca. Polo, en cuero, la honda colgada en el cuello, lo espera en la calle,
montado en la bicicleta. Entonces Cachila se sube en el caño. Y los hijos de Almada empujan la
bicicleta para que arranquen. Después son los perros flacos y hambrientos de Almada los que hacen la
custodia, más o menos, hasta la Cerámica abandonada. Y es a partir de ahí que viajarán solos y
escucharán, ellos, Polo y Cachila, nada más que el rumor de las palomas y alguno que otro pájaro de
la siesta.

Polo hace fuerza y pedalea. Con cada pedaleada roza, apenas, los muslos escuálidos de Cachila y,
también, golpea con su pera el pelo pajoso y mojado. ¿A qué huele Cachila? ¿A humo? ¿A madera
quemada, húmeda? Recién antes de cruzar la calle asfaltada –el camino del centro, como lo llaman
ellos– empieza a sudar, empieza a sentir el peso que supone cargar con Cachila en el caño, aunque
Cachila sea casi una pluma. Entonces en la calle asfaltada se detienen porque avanzan dos camiones
cargados. Cachila salta y Polo, más flojo, descansa apoyando una pierna en la tierra. Polo piensa en
hormigas. Cada vez que tiene un tiempo libre piensa en hormigas: le han dicho que la reina madre es
grande como un sapo. Una hormiga parecida a un sapo. Los camiones cargados rezongan y al pasar
desprenden una lluvia de cereales que saltan por debajo de las lonas azules; flamean, las lonas, por la
velocidad pesada que traen los Bedford. Ahora, ellos no tienen el apoyo de los hijos de Almada para
arrancar, deben ingeniárselas para retomar el camino. Y hacen así: Polo pedalea y Cachila trepa a la
carrera en el caño. Cuando lo hacen, después de cruzar la calle asfaltada y de sentir lejanos los
ronquidos de los camiones, la bicicleta tambalea un poco. Pero luego de un forcejeo brusco, Polo
retoma las riendas, el control. Y siguen la marcha.

Ahora saben que detrás del canal de la depuración está la quinta de Schultz. Saben, también, que
después de esa tardecita de domingo no han vuelto a pasar por ahí. Cuando Polo quedó enganchado en
el alambre de púa y vio la cara de Schultz atrás de la carabina empuñada: un ojo cerrado y unas palabras
resecas saliendo furiosas de esa boca. Entonces supo, Polo, esa vez, lo que verdaderamente era el
miedo. Cachila pudo correr. Corrió tanto y tan ciego que cayó en uno de los fosos aledaños al canal.
No se rompió una pierna de milagro. Pero ahora saben, los dos, que cruzando el canal de la depuración
van a tener que enfrentarse, después de aquella tardecita de domingo, otra vez, con la quinta de Schultz.
Y es por eso que sienten, al mismo tiempo, esas ganas de revancha.

Schultz, en realidad, es el cuidador de la quinta. El dueño es un tipo de Mercedes que nunca está.
El que vive y trabaja ahí es Schultz. Por eso a la quinta la llaman la quinta de Schultz. La quinta es una
plantación de duraznos. Los viernes a la tardecita, en verano, entran unos camiones que, dos o tres
horas después, casi de noche, salen cargados y luego, los fines de semana, los duraznos son vendidos
a los costados de las rutas en esos puestos que también venden quesos y salames.

Ese lugar es un desafío. La vez que lo intentaron lo hicieron mal. Por eso es un desafío. Por ejemplo:
entrar a la quinta de Laviña era más fácil. Siempre se metían en el terreno del viejo Laviña, que tenía
ciruelas y moras. Pero el viejo Laviña nunca les dijo nada. Una vez los agarró colgados de la planta de
ciruelas. Y la señora de Laviña los hizo pasar y les dio una fuente que sacó de la heladera y comieron
unas ciruelas fresquísimas. Y después de eso tomaron agua y se quedaron dormidos bajo la parra del
patio. Pero esta quinta es un desafío. Porque es una zona vigilada. Y además porque ya lo han intentado
y fueron atrapados.

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Después de cruzar el canal de la depuración se abre una curva ancha y a medida que la recorren
aparecen, a los costados, las plantas cargadas de la quinta de Schultz y ese aroma suave, caluroso, de
los duraznos maduros. Entonces Cachila salta de la bicicleta. Polo no está muy convencido. Polo tiene
ganas de hacer un pozo y ver el tamaño verdadero de la reina madre. Cachila, en cambio, tiene ganas
de entrar y de romper algo. Eso dice. Polo deja la bicicleta en la cuneta, bajo la sombra de las plantas,
y aclara que si entran es para robar duraznos, nada más. Cachila, ansioso, insiste con romper algo. Pero
Polo, ahora, no contesta. Mira la tierra, sentado en la cuneta: si tuviera un poco más de tiempo haría
ahí mismo un pozo. “Está bien –dice Cachila, resignado–, pero hay que ver dónde anda Yul.” Polo es
ágil para esas cosas: se trepa al eucalipto que tiene más cerca. No hay árbol más difícil de trepar que
el eucalipto. Pero Polo parece un gato. Sube con una facilidad increíble. Ahí está: las manos y las
rodillas raspadas, ascendiendo. A medida que trepa el mundo va cambiando. La fisonomía y la
percepción del mundo van mutando. Entonces llega a la primera rama. Tiene pegadas en el cuerpo esas
cáscaras secas que recubren la corteza del eucalipto. Y el olor lo embadurna. Se le mete en la piel.
Ahora Cachila, para Polo, es un pequeño cuerpo atrapado por la sombra que dibuja el eucalipto en la
tierra. Está bien alto. A cinco o seis metros. Cachila hace señas desde abajo. Dice cosas. Polo, ahora
sí, puede contemplar la amplitud de la quinta de Schultz. El sol pegando con violencia sobre el terreno.
Y detrás del puente del ferrocarril, hacia la zona del hospital, un frente de tormenta oscuro, avanza.
Entonces Cachila grita: “¿Lo ves?”. Polo mueve la cabeza diciendo que sí. Schultz está recostado en
el pasto, bajo la sombra de un sauce, junto a la casa. A los perros no los ve. Pero si Schultz descansa,
con un sombrero de paja tapándole la cara, los perros seguro estarán cerca de él. “Vos te quedás ahí,
yo entro”, ordena Cachila. Y a Polo la idea le parece acertada. Se recuesta contra una rama mientras
mira cómo Cachila se arrastra bajo el alambre de púa y también mientras campanea la siesta de Schultz.
Así están las cosas. La mirada de Polo se queda contemplando, ahora, unas columnas de humo blanco
detrás de las casillas de la depuración. Cachila se mueve en territorio de Schultz. Polo desconoce la
estrategia de Cachila pero, si Cachila continúa con ese movimiento, dentro de pocos minutos Polo
dejará de verlo. Entonces esa posibilidad lo empieza a alarmar. Uno de los perros de Schultz aparece
bajo la sombra del sauce y después se recuesta junto a su dueño. Polo ha perdido de vista a Cachila:
va descifrando su camino por el movimiento leve de las ramas de las plantas de duraznos. Y ese
movimiento le confirma el temor. Cachila avanza hacia la zona de peligro. Polo concluye que ya no
puede hacer nada. Si grita, despierta a Schultz y alarma a los perros. Debe confiar en Cachila. Los
pájaros, a esta hora, no cantan. Se siente, un poco sordo, nada más que el rumor de unos motores
lejanos. Entonces cuando Polo comienza a pensar, otra vez, en el tamaño de la reina madre, estalla un
grito.

Después del grito, Polo ve que Schultz se estremece, salta y entra apurado a la casa. Los perros
corren, se meten entre las plantas, ladran. Algo se sacude bajo las ramas. Polo adivina el camino de
Cachila, que vuelve. Entonces Schultz reaparece empuñando la carabina. Sale mirando a lo lejos. Polo
siente que lo descubre, que Schultz lo encuentra arriba del eucalipto mientras de fondo suenan
estridentes los ladridos y el cuerpo flaco de Cachila que se mueve entre las plantas de duraznos. Schultz
le apunta. Polo, aterrado, se larga, abrazado al tronco del eucalipto. Cae, raspándose todo el cuerpo. El
miedo, en ese momento, es más poderoso que el dolor. Monta la bicicleta. Cachila está a punto de
aparecer. Los perros se acercan también a la calle. Polo empieza a pedalear. Cachila asoma unos metros
adelante. Grita que se apure. “Dale –grita Cachila–, dale.” Polo hace fuerza. Pedalea. Los perros
aparecerán en cualquier momento. Cachila corre hacia la bicicleta. Tiene la remera embolsada como
si fuera la panza de un canguro. Los perros llegan al alambre pero no pueden cruzar por la púa. Se

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desesperan, pero no pueden. Eso, a ellos, los alivia un poco. Cachila trepa en el caño. “Rajemos –dice–
, rajemos.” Polo pedalea. Piensa cosas sin importancia, por ejemplo: que el pelo de Cachila ahora está
seco. Piensa cosas sin sentido mientras Cachila todavía sigue gritando; saben, los dos, que una vez que
tomen la curva que da al puente del ferrocarril estarán a salvo. ¿A qué huele Cachila? ¿A humo? ¿A
madera quemada, húmeda? ¿A qué huele? Esas cosas sin sentido piensa Polo mientras toman la curva
que los salvará a toda velocidad. Tienen el grito del triunfo madurando en las gargantas. El grito trepa,
torcido, como las columnas de humo blanco que en este momento ninguno de los dos ve detrás de las
casillas de la depuración: pero la cara de Schultz, junto a un poste, apuntándolos, aparece sin sentido,
como los pensamientos de Polo. “No parés –grita Cachila–, no parés.” Y entrecierra los ojos. Polo se
cubre la cara detrás de la espalda de Cachila. “No parés”, insiste mientras esperan el tiro. ¿Cómo es
recibir un tiro?, piensa Polo y ahora, bruscamente, siente que le arde el cuerpo. La bicicleta dobla a
toda velocidad. Entonces se escucha la voz de Schultz, mientras ellos pasan por delante, que simula
dos disparos: “Pum, pum”, grita. No sienten más que una breve desorientación hasta que la tierra suelta,
arenosa de la curva les hace perder el control. Polo termina en la cuneta; Cachila resiste un poco,
tambaleando, pero al final también cae encima de la bicicleta. Algunos duraznos ruedan en la calle. Y
esos gritos de triunfo, que trepaban apurados en sus gargantas, ahora salen suaves, pero con la forma
lastimosa del lamento.

2. El río

La tormenta de verano –ese frente oscuro que se veía sobre la zona del hospital– se desata, justo,
antes de que Polo y Cachila lleguen al puente del ferrocarril. Por eso tienen que correr, porque el agua
cae acompañada de ráfagas intensas de viento. Pero la corrida no impide que lleguen al puente
empapados. Cachila tira la bicicleta, torcida, contra los pilares de hierro. La bicicleta tiene la dirección
descentrada y las ruedas partidas. Polo, chorreando agua, mira los restos de la bicicleta de Almada. Y
trata de encontrar alguna solución. Pero pronto desiste. Chifla doblando la lengua para dentro llamando
a Cachila, que se ha quedado mirando a lo lejos, hacia la zona del hospital. Y le tira dos duraznos
verdes. “Comé”, dice. Después de un rato se forma un claro en el cielo. Una luz suave aparece en la
zona de la depuración. Las gotas comienzan a caer escurridas. Y, lentamente, la lluvia se suspende.
Desde el puente se respira el olor a tierra mojada que invade el aire.

La bicicleta de Almada ya no les sirve para seguir el camino. La dejan bajo el puente. La reaparición
del sol impone, lentamente, un aire cada vez más pesado y húmedo. El cansancio y la sed van ganando
terreno en los dos. Cachila es el estratega. Siempre da las órdenes. Ahora le dice a Polo, cuando se
sienta bajo la sombra de un paraíso, que pida agua en lo de Barrante. Polo se niega. Aunque tenga sed,
se niega. Dice que no, sacudiendo la cabeza. Cachila lo mira serio, le molesta que alguien no acepte
su orden. Pero la sed es más fuerte que cualquier recelo. Frente al portón de madera lustrada, Cachila
escucha del otro lado las voces mezcladas de los chicos: las zambullidas, las risas, en definitiva, la
abundancia. ¿Qué imagina Cachila, ahí, parado bajo el sol furioso, frente al portón de madera lustrada?
Eso piensa Polo, cruzándose de piernas, en la sombra del paraíso. Cachila se anima y golpea fuerte,
con los nudillos, la madera lustrada. El portón se sacude. Las risas y las zambullidas se detienen.
Escucha corridas sobre el césped cálido y acolchonado. Todo se suspende en el silencio de la tarde.
Todo es devorado por sonidos lejanos de chicharras y motores. Pero no hay respuesta. Por eso Cachila
insiste. Golpea los nudillos contra la madera lustrada. “Por favor –dice– ¿nos pueden dar un poco de
agua?” Del otro lado hay una breve inquietud. Pero, de nuevo, el murmullo apagado, la calma aparente,
el sordo rugir de un motor lejano. Polo, bajo la sombra, intuye que algo anda mal. Entonces se para y
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avanza hacia la quinta. Pero antes de llegar al portón ve cómo una cortina de agua cae, violenta, contra
el cuerpo flaco de Cachila. Seguro, piensa Cachila todo mojado, estarán los autos lustrados,
estacionados bajo la sombra de los sauces y los hombres grandes, en reposeras, tomando limonadas
frescas, alentando la diversión de los chicos. Eso piensa Cachila. Y al mirar a Polo, reacciona. Le saca
del cuello la honda. Y se trepa, sin decir nada, largando un jadeo lleno de rabia, sobre el cuerpo de
Polo. ¿A qué huele Cachila? Espera que la calma, más o menos, vuelva a reinar del otro lado. Y, cuando
nadie lo espera, sentado sobre los hombros de Polo, asoma su cuerpo por encima del tapial blanco.
Apunta con la honda, amenazante, con un gesto panorámico. Ve casi todo lo que se había imaginado
antes. Los chicos divertidos como hienas, los autos lustrados bajo la sombra y, finalmente, se detiene
en el ventanal de la casa. Todo es una ráfaga. Los vidrios estallan junto a los gritos de pánico de los
Barrante.

Corren. Cachila no puede hacer otra cosa que pensar en la cantidad de agua que vio en esa pileta
celeste. Corren, mientras de fondo comienza a escucharse un ronquido suave que trepa lento,
adueñándose del aire de la tarde, haciéndose más estridente a medida que llegan al camino de ripio.
Corren agitados, las sienes latiendo con fuerza: Cachila piensa en vidrios rotos, Polo sólo siente las
pequeñas piedras que va pisando con las alpargatas mojadas. El camino aparece de pronto y entonces
se recorta, nítida, la figura de un camión cargado de grasa y huesos pelados, que avanza, rugiente.
Cachila ordena: “Dale”. Y sigue corriendo con la intención de treparse en el estribo. Polo lo mira desde
atrás, cansado. Polo tiene ganas de escarbar la tierra, de ver el tamaño de la reina madre. El camión,
en cada acelerada, larga un humo negro. Cachila se trepa, pero en el paragolpe trasero. Dice, mirando
para atrás, “dale”. Estira una mano. Polo saca lo poco de fuerza que le queda. Se estira, roza la mano
de Cachila. “Dale”, escucha. El humo negro los rodea. Polo, al respirar el gasoil que despide el camión,
mientras se trepa con dificultad en el paragolpe trasero, piensa cosas sin sentido, piensa en la fábrica
de aceite, en el olor, por ejemplo, que largan las montañas secas de girasoles, atrás de la fábrica de
aceite.

El que maneja es Aceituno. Lleva la grasa y los huesos al frigorífico. Polo, aferrado a la caja, lo
reconoce. Y sabe que el camión tiene que doblar antes de la barranca, en el cruce de La salada, y es
ahí donde deberán saltar para poder tomar, después, el camino que, por fin, desemboca en el río. Polo
mira la cabeza de Aceituno recortada por un pequeño vidrio, en la cabina del Ford. Lo ve como si fuera
un muñeco de cera o una pintura estampada en el vidrio. Un ejército de moscas sobrevuela la carga de
grasa. “Ahora”, grita entonces Polo cuando el Ford desciende la marcha para doblar en el cruce de La
salada. Y entonces es cuando saltan. El camión se recuesta para entrar en la curva cerrada. Después
hace unas rebajas y trepa, estruendoso, largando bocanadas negras de humo, hacia el frigorífico.
Mientras ese rugido se aleja, Polo y Cachila descubren el camino que buscaban.

Los dos ahora saben que con un gesto, con un leve movimiento de piernas, con un simple amague,
incluso, de cualquiera, empezará la carrera. Y eso, los excita. Es Polo el que arranca sin dar ninguna
orden. Cachila, entonces, trata de agarrarlo. Pero Polo ya está disparado. Y, a pesar del cansancio en
el cuerpo, de las caídas y el aguacero, avanza por el camino de ripio, pisando fuerte con las alpargatas
negras. Son doscientos metros los que faltan hasta el río. A los costados crece una frondosa vegetación
que desparrama una sombra húmeda. Corren. El agua los espera. Polo piensa que la tierra en el fondo,
en el lugar de la reina, por ejemplo, es fresca como en esa zona. Corren. El agua espesa, marrón, los
espera. Ahora una mano lo alcanza a Polo. Cachila intenta sacarlo del camino. ¿A qué huele Cachila?
Pero forcejean. Mientras corren, forcejean. Y se ríen. Ya no tienen otra cosa más que el río delante de
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los ojos, encandilando, bajo el cielo celeste. A un costado las montañas de tierra. Y del otro, quieto,
con la cabeza hundida en la gramilla reseca, el caballo de Almada, sobresaltado. Corren. El río, cálido
y marrón, como un vidrio incrustado en la tierra, por fin, les pertenece.

La tormenta
(Hernán Ronsino)

Un punto. Piensa en un punto. Apoya el lápiz sobre la canson rugosa. Y hace el punto. Después
espera. Tiene miedo de estropear la hoja. “Cuidalas, son caras”, le dice la madre. Por eso le tiene
respeto. Espera. Ahora el punto ya está hecho. Pero no sabe cómo seguir. Mira a su alrededor. El padre
aprieta con una mano el vaso de vino. Entrecierra los ojos. Está cansado. Y se sobresalta sólo cuando
ese sonido metálico de la televisión hace interferencias, rayas, por la tormenta que se viene. La madre,
detrás, bajo la ventana que da al lavadero, cada vez que escucha a su marido sacudirse insiste con que
se vaya a dormir: “Andá a la cama”, le dice, “ya es tarde”. La madre, con una belleza precaria en el
cuerpo, prepara la camisa que va a ponerse al día siguiente. La madre consiguió un trabajo. Un trabajo
en la gestoría de Gloster. Ángel, entonces, bajo la lámpara de la cocina, echado sobre la mesa después
de contemplarlos, se lanza sobre la hoja: dibuja a partir del punto. Saca líneas. Aparecen figuras. El
dibujo crece, lento (como el hermano que, según dicen, nacerá pronto) sobre la hoja canson. La hoja
canson es rugosa. El cielo, sobre el que se montan las tormentas, no es rugoso como en las hojas
canson. El padre conoció a la madre en un velorio en Haedo. La madre se llama Leticia Paredes. El
padre, Julio Quiroga. Se conocieron en el velorio de un amigo en común. Leticia Paredes no sabe muy
bien, no recuerda cómo llegó esa madrugada, porque llegó a la hora más hermosa, según ella, para
llegar a un velorio: la madrugada. Llegó de La Plata. Ella nació y vivió en La Plata hasta los veinte
años. Había ido a un baile, dice siempre. A un baile a Tolosa. Y terminó, no sabe bien por qué, después
de haber tomado un tren –recuerda unas estaciones oscuras, el movimiento del tren– en un velorio en
Haedo, a las cuatro de la mañana, charlando con un muchacho del interior. Julio hacía rato que estaba
sentado en esos sillones de cuerina verde, con varios pocillos de café encima. Julio estaba ahí por su
amigo, el Gordo Suez: lo había conocido en la colimba. Y a esa hora, a la hora en que apareció Leticia,
un poco perdida, borracha y alegre, era el único en la sala. Custodiaba un cadáver que no le pertenecía.
Sin querer, ella y él, estaban perdidos en el mismo punto y, reconocidos en el desierto, vieron la
posibilidad de ocupar esa zona. Ángel escuchó la historia del velorio en una cena. Escuchó que sus
padres se la contaban a unos amigos. Y él, entredormido sobre la falda de su madre, se apoderó de
algunos detalles. Se apropió de algunos fragmentos mientras se hundía en el sueño. Por ejemplo:
empezó a asociar la palabra Haedo con chocolate. Fue dejando disolver esa idea: la palabra Haedo
como un chocolate aireado. Y entonces, en algún momento de la noche, soñó. Soñó que jugaba a ser
un muerto. Soñó que lo velaban en un cajón de chocolate y que las ventanas de la pieza, abiertas,
dejaban ver el canal de Suez y por eso entraba un viento fuerte que movía las cosas, que borroneaba
los gestos de las caras, como cuando hay tormenta y las caras en la tele se deforman o como cuando
hace calor y los chocolates se derriten en el fondo de los bolsillos. Se despertó asustado. Lo despertó
su madre, preocupada: “Angelito, mi vida, tranquilo, ¿qué pasa?” Y Angelito, triste y sudado, abrazó
a su madre, abrazó a Leticia Paredes. Pero hay cosas que no se cuentan en esa cena. Todo lo que va a
venir después, por ejemplo, no se cuenta. Ellos recién vuelven a verse al año del velorio. Julio había
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quedado encendido. Ella no. Ella no sabía muy bien cómo había llegado a estar desnuda en el salón
contiguo de la casa fúnebre, con un muchacho que le susurraba cosas al oído y la penetraba despacio,
un muchacho que sólo le despertaba un poco de compasión. Ese día, antes de despedirse, él le pidió
un dato. Una dirección: Julio le pidió una certeza que pudiera soportar, darle realidad a ese encuentro
furtivo. Y ella le pasó la dirección de la casa del padre, en La Plata. El guardó el dato como un tesoro.
A los dos meses, el padre de Leticia recibió una carta dirigida a su hija. El remitente decía: “Julio, el
amigo de Suez”. Entonces Leticia, que en realidad había hecho el esfuerzo de olvidar aquel episodio
en Haedo, al leer el remitente sintió que algo de la idea que todos tenían de ella, una mujer ligera, ella
se había encargado de representársela, finalmente, a ese vago recuerdo que era el tal Julio, en la piecita
contigua de la casa fúnebre, donde velaban al Gordo Suez. Y a él le había gustado. Cómo era posible
que ese vago recuerdo se enamorara, entonces, de una mujer así. Porque por algo el tipo escribía. Por
algo le decía las cosas que le decía en esa carta. En otro momento hubiera sentido lástima de ese
hombre. Pero ahora no. Ahora ese hombre la ponía nerviosa. La hacía pensar en cosas que antes no
hubiera pensado. Un domingo, fumando en la terraza de su casa, mirando los techos y el cielo de La
Plata, apretujando la carta, pensó con claridad que nunca un hombre le había dicho las cosas que ese
Julio le decía. O mejor: nunca esas palabras le habían entrado tan profundo, rompiendo la coraza, la
muralla que siempre había sabido levantarse a tiempo. Y se sintió sola. Ese papel era su caballo de
Troya. Entonces se empezaron a cartear. Hubo un encuentro frustrado que fundó de algún modo la
mitología familiar. Porque fue gracioso: Ángel no entendía, hasta que creció, por qué cada vez que
contaban lo del Cruce de Alpargatas se ponían a reír de esa manera. Recién al año del velorio volvieron
a verse. Fue en los bosques de Palermo. Ella tenía un recuerdo desgastado de él. Y él tenía una imagen
exagerada de ella. Pero cuando se vieron, se equilibraron. Y así empezaron los viajes. Primero él, dos
veces al mes, yendo a La Plata. Eso fue durante todo un verano. Él se perdía en La Plata. Las diagonales
lo desorientaban. Perdía las marcas. Los puntos de referencia. Estar perdido, pensó una vez, era como
estar fuera del mundo. Ella se divertía con sus extravíos. Ella, sin querer, iba fundando una posibilidad
en cada encuentro, en cada abrazo. Hasta que un día le dijo: “Me voy con vos, a tu pueblo”. La Plata,
según ella, se había convertido en un infierno. Era marzo de 1978. Ella susurró, para que no quedaran
dudas: “Esto es un infierno”. Entonces, unos días después se instalaron en la casa donde viven ahora:
ella tenía veinte años y ese color en la piel, desgastado, como el de las rusas. Al año, nació Ángel. Los
infiernos se parecen a tormentas interminables. Pero toda tormenta empieza en un punto. Toda
tormenta interminable, siempre, empieza en un punto. Como los dibujos de Ángel. Después ese punto
crece. Y las líneas avanzan en la canson rugosa. Y sobre el cielo de la pampa brota, inesperado, un
frente oscuro. El cielo, sobre el que se montan las tormentas, no es rugoso como en las hojas canson.
Un día, mientras esperaban al doctor Pasaglia en el consultorio de la calle Belgrano, la secretaria le
dio a Ángel un par de hojas y una caja llena de lápices de colores para que se entretuviera. Tenía ocho
años. Apoyado en el escritorio de la secretaria, se hundió en la hoja y empezó a dibujar. Esa fue la
primera vez que hizo una tormenta: le daban miedo las tormentas. Cuando de noche se desataba una,
corría hasta la pieza de los padres, o prendía las luces. Entraba en un estado de alerta como cuando hay
guerra y se espera un bombardeo. Después de dibujar por primera vez una tormenta sintió un alivio
extraño. Cuando la madre descubrió esa obsesión, primero trató de disuadirlo, de entablillarlo como a
un árbol torcido: le pedía que dibujara otras cosas, le hacía copiar ilustraciones, cuadros con paisajes
serranos. Pero Ángel no podía dibujar otra cosa: las nubes aparecían, negras, monstruosas amenazando
los jardines coloridos. Por eso la madre, enérgica, decidió impedirle que dibujara. Desde el verano
tenía prohibido dibujar después de la cena. Y así tuvo que empezar a inventarse espacios, huecos,
formas alternativas que permitieran hacer posible el dibujo, porque el deseo de dibujar era cada día
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más creciente. En ese tiempo de prohibición había hecho más de setenta dibujos de tormentas. Tenía
las hojas escondidas en un rincón del ropero. Pero si ahora está dibujando en la cocina, después de la
cena; si ahora, mientras el cuerpo del padre, dormido, enfrenta la tele que parpadea y hace
intermitencias; y ella, la madre, termina de arreglar la ropa que se pondrá al otro día para ir a la oficina
alfombrada de Gloster; si ahora dibuja, entonces, es porque ella le ha comprado un bloc de hojas canson
y le ha levantado la prohibición. La madre está contenta: desde que consiguió el trabajo se la pasa
cantando bajito una canción en francés. Pero ahora dobla una camisa y le dice: “Mostrame”. Ella piensa
encontrarse con otra cosa: un jardín florido, un partido de fútbol, una bandada de pájaros. Ángel se
resiste. Ella pide: “Mostrame”. Y entonces Ángel se recuesta contra el respaldo de la silla, dejándole
libre el dibujo. Ella espera encontrarse con otra cosa. Un pájaro rojo, por ejemplo. Pero, después de un
instante de turbación, grita: “Nene”. Grita: “Julio”. Y el padre se sacude. No sabe muy bien a qué raza
pertenece. Unas gotas de vino manchan los mosaicos negros. Se escucha el primer trueno de la noche.
Y esas líneas blancas que atraviesan la pantalla de la tele. La luz tiembla. Ángel queda aturdido, por el
trueno, por su madre. Mira la canson rugosa. La madre siente que su hijo le está tomando el pelo.
Insiste con eso. “Otra vez con eso.” “Julio.” Y el padre trata de volver al mundo. En el sueño ha
sobrevolado el agua, con la panza apenas ha rozado la superficie del mar; se sintió un barco, él, todo
un barco, abriendo el agua, suspendiéndose, leve, sobre el agua. Pero el grito se filtra en el sueño. Y
hay un sonido desparejo y estridente que comienza a sacudirlo. Llueve. El agua golpea las chapas de
zinc. Es de noche. El frío, inesperado, se filtra por la claraboya, por los bordes de las chapas, por las
junturas de las ventanas. Llueve. Y la luz tiembla con cada embestida del viento. Si el tiempo sigue
así, piensa ella, en su primer día de trabajo va a llegar a la gestoría de Gloster con la ropa mojada y los
zapatos embarrados; piensa que embarrará la alfombra de la oficina y que será un desastre. Pero ahora
le está gritando a su hijo mientras intenta sacarle la canson: le reprocha eso, de impotencia, nomás,
cómo es posible que siempre dibujes eso. Lo tiene contra la pared. Y forcejean. Ángel resiste. Ella
quiere el dibujo. Hay un instinto, ahí, que se impone: los dos huelen ese deseo de imponerse. Llueve.
El viento zumba. Ángel necesita golpear a su madre: puede hacerlo con la pierna derecha, la tiene libre,
si quiere puede pegarle una patada con la pierna derecha, hacerle doler. La madre sabe que la tormenta
durará toda la noche y entonces lo aprieta con más fuerza. Pero antes de patearla algo lo frena: piensa
en el hermano que, según dicen, nacerá pronto y también descubre a su padre contemplando la escena:
lo ve rodeado por una luz que tiembla, lo ve ajeno, absurdo. Eso lo demora, lo hunde en un estado de
tristeza (escucha el agua, golpeando en la claraboya, ve de qué modo el agua empieza a filtrarse por
las junturas de la claraboya, el agua cae sobre la cabeza del padre). Entonces la madre lo suelta. “Estás
celoso”, dice. Aprovecha la debilidad del hijo para quitarle la hoja, y, manteniendo cierta distancia,
rompe la canson rugosa en dos mitades, como si con eso, rompiendo las tormentas que su hijo dibuja,
una y otra vez, obsesivamente, pudiera detener esa otra tormenta que cae con violencia, que moja la
cabeza de un padre absurdo y hace, por fin, que la luz temblorosa se corte. La oscuridad es un punto
infinito. Ahora sólo se oyen las voces y los ruidos. “Ángel.” “Ángel”, grita ella, con los restos de una
tormenta en la mano. Las ventanas se sacuden. Hace frío y llueve. “Ángel.” “Ángel.” El chico corre
por el pasillo, de memoria, porque no se ve nada: sólo percibe rayas, líneas, como relámpagos, que se
trazan en el aire. Estira los brazos y avanza. Siente el corazón acelerado. La puerta del patio está
entreabierta. Duda. La noche lo espera. Duda. Pero la voz de la madre se acerca. La noche es un viento
frío que zumba. “Ángel.” “Ángel.” Y el chico, por fin, sale, se hunde –¿o sigue estando?– en la oscura
intemperie del mundo.

9
Mis vecinos golpean
(Abelardo Castillo)

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces,
me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una
historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos,
ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen
está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada
quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo
suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con
inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas
excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento
pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a
levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por
completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan
por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún
más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier
motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado
tarde. Y me dejan solo.

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer
que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy
seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o
con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos,
pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de
jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia
casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito.
Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal
manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una
sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como
las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo,
como quien cuenta un secreto:

—¿Has oído?

—No, madre —respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan
extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.

—Son ellos —murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que
alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación—. Ellos quieren que vaya.

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Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la
mañana, mi madre no recordaba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de entonces se
volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco
que la hacía parecer mucho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las
paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también
lo supieran mis parientes que —muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con
menos frecuencia— solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre:

—Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde instalarte que al lado de un...

Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se
atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni
siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y
al de toda mi familia, excitable y tan extraño.

Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo conforme pues gesticulaba y, según me parece
ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que
no podría asegurar que fueran nuestros familiares quienes la arrastraban aquel día hacia la calle. De
cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a
una época muy posterior a mi infancia.

Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasado aquella noche porque al llegar a mi
casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un
crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pared me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora
que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me
dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo —o mejor: idéntico— al que había
hecho mi cabeza un segundo antes.

No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embargo, no es demasiado increíble: a todo el
mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable
necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta,
y que, acto seguido, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que
reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en
el suelo dando topetazos contra el zócalo.

Como digo, éste fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo “los
habitantes” porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad,
más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca
mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una
tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:

—Este vive al lado de un matrimonio.

Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que
alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano.
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Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran
el motivo de mis repentinos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que
no se han olvidado de mí.

A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido —una especie de tanteo o de insinuación
velada—, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en
semanas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto
imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo —lo que no deja
lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para
tentarme— y siento que debo contestar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede
haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de
tal modo que mis buenos amigos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin
comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran
casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pared.

Vivir es fácil, el pez está saltando


(Abelardo Castillo)

Merde a Dieu!
RIMBAUD

Ha ido hacia la ventana y la ha abierto de par en par. Antes bostezó. Después ha hecho girar entre
sus dedos el sobre, un expreso escrito a máquina en uno de cuyos ángulos se lee, en grandes letras
azules, la palabra urgente. No abrió el sobre. Con indiferencia lo ha dejado sin abrir entre las cartulinas
de dibujo y bocetos publicitarios que se amontonan sobre la mesa, una vasta y severa mesa española,
maciza, de apariencia monacal. Vuelve a la ventana. Ha cruzado los brazos y no mira afuera. Ahora,
furtivamente, echa una mirada de reojo hacia la pared del otro cuerpo del edificio. La pared es violeta.
Gira la cabeza, observa la pared. Va achicando los párpados hasta cerrarlos. Rápidamente, abre un ojo.
Luego se encoge de hombros y se pone a mirar una paloma que, un poco más abajo, da vueltas
alrededor de otra en el alféizar de la ventana del sexto piso. Escupe. Ha escupido con naturalidad y se
ha quedado a la expectativa: unos segundos después se alcanza a oír el lejano plic en el patio de la
planta baja. Va hacia el tablero de dibujo, no alcanza a llegar: ha hecho una especie de paso de baile,
y ahora, de perfil a un espejo, está inmóvil junto a la biblioteca. Mete la mano en el hueco de uno de
los ladrillones blancos que soportan los estantes, deja un momento la mano ahí, como si dudara, y saca
por fin un frasquito. “Aunque lo que me vendría mejor”, habla en voz alta, mientras con un dedo lucha
por quitar el algodón que tapona el gollete del frasquito, “sería un buen Alka-Seltzer”. Dice que,
además, le vendría bien no comerse las uñas. Ha sonreído. “Ni hablar en voz alta”, ha dicho y se miró
en el espejo. “Ves, Van Gogh, ves alma de cántaro, en momentos como éste uno siente lo amarillo que
va a ser vivir sin la dulce Úrsula Loyer, ángel de los bebés; o sin sus uñas”. Se ha acercado un poco
más al espejo, después, bruscamente, hasta casi tocarlo con la cara. Tiene aún el dedo dentro del frasco,

12
pero es como si hubiera olvidado qué estaba haciendo. Ha dicho que no es el mejor modo de empezar
el día darse cuenta, de golpe, que una pared es violeta y que hace una semana se han cumplido treinta
y tres años.

El teléfono sonó cuando iba hacia la cocina. Ya había conseguido sacar una cápsula del Frasquito
y el timbre le cortó el silbido, pero no se detuvo. Cambió de rumbo y fue hacia un bargueño, un mueble
colonial, con herrajes. Ha abierto uno de los cajones y busca algo. Bajo unos papeles hay una pistola
Browning.9. Junto a ella, una tira de Alka-Seltzer. El teléfono sigue llamando. Un ser negro y pequeño
grita en la nieve, murmura. Corta un sobrecito de Alka-Seltzer, lo abre con los dientes y se mete en la
cocina. El teléfono sigue llamando. Pone a calentar café y echa una tableta de Alka-Seltzer en un vaso
con agua. Cuando la tableta se ha disuelto, el teléfono deja de llamar. Se toma, juntos, la cápsula que
sacó del frasquito y el contenido del vaso. Ha vuelto a la pieza. Va hacia el teléfono. Al pasar levanta
del suelo un escalímetro, y en el mismo movimiento, con la otra mano, enciende el tocadiscos. Ahora
pone con mucho cuidado una grabación: después de un silencio se escucha, cóncava, la voz de Ertha
Kit. Summertime, canta la voz viniendo como por una calle larga, and the livin'is easy, fish are
jumpin’... Después un coro. Después vuelve a sonar el teléfono: él ya tenía la mano sobre el tubo desde
hacía unos segundos.

—Sí, hola —ha dicho. Su voz es tranquila, quizá impersonal—. No, Napoleón habla: acabo de
volver de Santa Elena y vengo a salvar el país... Sí, está bien. Perdón. Pero quién puede hablar si no
hablo yo —ha bajado el volumen del tocadiscos—. Café. Y tomando un Dexamil para estar lúcido,
porque me he decidido a trabajar. También he recitado a William Blake y le escupí el gato a mi vecina
de la planta baja... No, acá no sonó... Que-acá-no-sonó... Sí, yo te escucho, siempre te escucho, podría
decir que vivo escuchándote —ha estado tratando de encender un cigarrillo; ahora deja el tubo a un
lado y lo enciende—. Hola. Lo que pasa es que quería acomodarme el tubo entre el hombro y el
pescuezo, operación que nunca me resulta. Yo no sé cómo hacen en las películas, realmente. ¿Notaste
lo bien que sale todo en las películas...? No, no estoy contento. Como podrás suponer no estoy contento,
no estoy nada, digamos. Soy así y me parece que vos tendrías que dormir un poco. Son las nueve de la
mañana. Ya sé, ya sé —ha dicho y ha cerrado los ojos—. Ya sé. Pero igual, trata de descansar un poco.
No se puede así —repentinamente grita—. ¡Vivir! Que así no se puede vivir. Vos, quiero decir —ha
vuelto a hablar con naturalidad, con el tono impersonal del principio—. Que te vas a enfermar. Sí, te
escucho. Ya sé. Eso es exactamente lo mismo que dijiste anoche, y yo te contesté que el amor no tiene
nada que ver. Tiene que ver, sí, pero lo importante... La convivencia, eso. Soportarse. Y lo triste de
esta melancólica historia es que ya no nos soportamos. Sí, querida, vos tampoco a mí. Y hasta sospecho
que sobre todo vos no a mí. Pero no pienso volver a hablar de esto. Por si te interesa: estoy a punto de
ponerme a trabajar. He tomado un Alka-Seltzer para desembotarme y un Dexamil Spansule de 15
miligramos para estar lúcido todo el día. Ne-ce-si-to trabajar —cerró los ojos y se llevó el cigarrillo a
la boca, una mezcla de suspiro y pitada—. No soy frío, ni te engañé. Y te juro que siempre fuiste una
muchacha maravillosa y tampoco me estoy riendo. Pero, insisto: son cosas distintas. ¡El café! —grita—
. Espera un poco.

En la cocina, al sacar la cafetera del fuego se quema los dedos. Sacude la mano y se la pasa por el
pelo. Sirve una gran taza de café, va hacia la pileta y le echa un chorrito de agua. Estaba revolviendo
el azúcar cuando suena el timbre de la puerta. Levemente, se sobresalta. “Macanudo”, murmura, “ahora
resulta que también soy nervioso”. Vuelve a sonar el timbre.
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—Momento —dice en voz muy baja.

Sin apuro, termina de revolver el café. Deja la taza sobre el mármol de la cocina y va a abrir la
puerta. Una alta señorita mayor, vestida con un traje sastre gris, está sonriendo en el pasillo. Tiene el
pelo rubio y los ojos intensamente azules. Buenos días, hermano, le dice. Y señalando un enorme
portafolio agrega que viene a traerle la palabra de Dios. Tiene un leve acento extranjero. Él está
mirando, como fascinado, sus redondos botincitos negros. La señorita sigue hablando:

—A usted seguramente le extrañará que a esta hora, y en estos tiempos, alguien venga a su casa a
traerle la palabra de Dios. El sacude la cabeza.

— De ninguna manera —dice.

Después le cierra la puerta en la nariz. Va hacia el teléfono.

—Hola, íbamos por la parte en que no tengo sentimientos, por mi corazón de trapo. Y yo
argumentaba que sos maravillosa, irrepetible seguramente, pero que la vida y esas cosas. También
decíamos que ahora estás demasiado alterada, que tenés que dormir, que no se puede vivir así. ¿Por
qué no lo dejamos para mañana? Vamos a hacer una cosa, vos tratas de serenarte, te acostás y mañana,
suculenta como una panadería, te encontras conmigo en el Jardín Botánico bajo las araucarias. Y con
sol. Hoy está nublado: nadie puede razonar claramente en un día nublado, mañana en cambio, con sol...
Cierto, sí, es inconcebible que alguien se pueda poner a tomar café en un momento como éste. Cuando
lo ha abandonado la única mujer que quiso en su vida. Porque debo recordarte que...

Bueno, pongamos que sí, que yo te obligué. Que en mi caída traté de hacerte a un lao... Te fijaste,
entre paréntesis, de qué modo bárbaro se parece Confesión al diario de Kierkegaard, para salvarte sólo
supe hacerme odiar, qué tal. Y a propósito del café: en cualquier momento voy a tener que ir a buscarlo,
porque me lo olvidé en la cocina. Ponerse a tomar café, sí, en vez de escucharte a vos. Y no sólo en
vez de escucharte a vos, no te podes dar una idea. Quiero decir que vino Dios, un Mensajero de Dios.
Tenía los ojos imposiblemente azules y usaba botincitos. Tuve que mirarle los botincitos para no
ahogarme de azul. Extrañas formas que asume la Salvación, mi madre.

Deja el auricular colgando del cable; del otro lado se oye la voz. Va a la cocina y vuelve con la taza
de café. Toma el teléfono, arrima un sillón y se sienta. Antes ha echado una mirada furtiva al sobre
que quedó sin abrir sobre la mesa. Súbitamente parece muy cansado.

—Vas a tener que repetirme todo de nuevo, porque no oí nada. Sí, que no va a haber mañana con
sol: eso lo oí. O ni mañana ni sol, es lo mismo. Pero yo te prometo que va a haber... No entiendo —
había cerrado los ojos; de golpe los abrió, echando violentamente la cabeza hacia atrás—. Ya sé.
Matarte. Vas a matarte. ¿Acerté? Acerté. No va a haber mañana ni sol, porque ella, que sufre, ha
comprendido que vivir ya no tiene sentido. Ustedes tienen... ¡Hablo en plural porque se me antoja! —
lo ha gritado, acercando mucho la boca al tubo—. Tienen, todas, la cualidad extraordinaria de ser los
únicos seres que sufren. Pero, sabes lo que te digo, lo que te aconsejo —se ha puesto de pie y habla

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nuevamente en voz muy baja; al levantarse, el café se derrama sobre su pantalón—, te voy a decir lo
que te aconsejo: matate.

Y ha colgado.

Va hacia el baño, se moja la cara y el pelo, silbando se peina con las manos. Vuelve a la pieza y
toma la carta. La deja y va a cambiarse el pantalón. Vuelve, toma la carta, abre cuidadosamente el
sobre, lo abre con una minuciosidad casi delicada y comienza a leer. Su cara no cambia de expresión,
sólo la vena de su frente parece ahora más pronunciada. Deja de leer. Va hasta el tablero de dibujo,
despliega una cartulina y la sujeta con dos chinches: al soltarla, la cartulina se enrosca sobre sí misma.
“Epa”, dice, y va a cambiar el disco. Se oye un fagot y se oyen unas cuerdas. Recomienza a leer la
carta, paseándose. Está junto a la ventana abierta. Sin mirar, arroja el pucho del cigarrillo hacia la
planta baja. Vuelve a la mesa. Pliega lentamente la carta, la pone otra vez dentro del sobre, mira hacia
el teléfono y con gesto distraído (sólo la vena de su frente vive, y su boca, que se ha alargado
curvándose hacia abajo) rompe en pequeños pedazos el sobre y coloca los pequeños pedazos en un
cenicero, formando un montículo, una diminuta pira. Arrima el encendedor y se queda mirando la
pequeña fogata.

Repentinamente va hacia el teléfono y marca un número.

—Y si te ibas a matar —dice después de un momento—, si te ibas o te vas a matar, ¿me querés
explicar para qué me lo contaste? Yo te voy a decir para qué. Para ajusticiarme. Callate, Yo, culpable;
vos te vengas de mí, ¿no? Ah, no, querida. No acepto. Me parece injusto cargar, yo solo, con tu muerte.
Lo que hay que hacer, lo que tenés que hacer, es lo siguiente: llamar por teléfono a todos, a todos
quiere decir a todos, a tus amigos y a tu viejo papá, callate, a tus compañeritas de la primaria y del
Sagrado Corazón y a tus conocidos lejanos: a todos. No sólo a mí. Al señor que se cruzó con vos en la
calle el día cinco o catorce de cualquier mes de cualquier año y te vio esa única vez en tu vida. Y al
que ni siquiera te miró, especialmente a ése. A todos. Lo que hay que hacer es agarrar la Guía de la
Capital, del país, del planeta entero, y llamar y llamar y llamar por teléfono a todos y decirles, mis
queridos hermanos, cuando muere asesinado un hombre siempre es culpable toda la humanidad, pichón
de frase. O suicidado, en tu caso. Y también a mí, sí, pero no a mí solo. Ya me crucificaron la otra vez,
hace como dos mil años; yo no cargo más con los líos de ustedes, amor. O quién sabe. Quién sabe ni
siquiera me llamaste para que te expíe... ¡con equis!, por ahí me llamaste para no matarte, para que te
salvara. Lástima que se fue la inglesa que estuvo hoy, la de los ojos. Tenía los ojos del color justo, una
cruza de ópalo y zafiro soñada por Kandinsky. La mirabas un rato y era como caer para arriba. Como
zambullirse de cabeza en el cielo. Daban vértigo de azules. Yo la neutralicé por el lado de los zapatitos,
redondos en la punta, que si no. Y debe ser, sí, seguro que me llamaste para eso. Y ahora yo tengo
potestad de vida y muerte sobre la Adolescente Engañada, yo, el Gran Hijo de una Gran Perra, todo
con mayúscula. Y sí, soy... ¡Callate! Soy justamente eso. Y acertaste. No tengo sentimientos, ni alma,
y me divertí con vos a lo grande, nos divertimos, porque debo reconocer que en la cama vos eras
también bastante mozartiana y con tu buena dosis de alegría de vivir. ¿O no? Si era el único lugar
donde... Y a lo mejor está bien; a lo mejor eso es lo cierto. Lo digo en serio. Y no hables ni una sola
palabra porque... Horroroso. El recuerdo que tendrás de mí será horroroso, parecemos Tania y
Discépolo. Oíme, llama; haceme caso. Te fijas en la Guía y marcas un número, o ni te fijas. Llamas al
azar y decís señor, a que no sabe quién le habla, le habla una muchacha de dieciocho años que va a
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matarse dentro de un rato, ¿no le parece inmundo no poder hacer nada por salvarme? Y le cortas. Le
cortas. Le-cor-tás.

Ha vuelto a colgar el tubo. Prende un nuevo cigarrillo, va hasta el tablero de dibujo, desenrolla con
brusquedad la cartulina y, en dos golpes, la clava secamente a la madera. Toma un tiralíneas y una
regla milimetrada. Los deja. Echa una mirada al cenicero donde se ve la ceniza del sobre que ha
quemado. Va hasta la ventana. Mira el teléfono.

Nieve, dice. Grita en la nieve.

Cuando suena otra vez el teléfono, sonríe. Hace un movimiento hacia el teléfono o hacia el tablero
de dibujo y se detiene. Nieve, dice. Vuelve a mirar de reojo la pared color violeta. El teléfono sigue
llamando.

Finalmente, deja caer el cigarrillo hacia la planta baja. Antes le ha dado una larga pitada; después,
como si el cigarrillo lo arrastrara en su caída, se tira por la ventana.

El hacha pequeña de los indios


(Abelardo Castillo)

Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una
noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido
a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su
asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado
a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rio, y siguió riéndose
como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se
hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el
hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al
aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos
que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo
sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una
especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón
y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa
estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó
la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo
de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados
y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al
mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas,
fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga
madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto
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a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito
napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la
muchacha era hermosa –linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y
también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero, y de pronto
estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería
tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma
y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles
la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y
manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco
parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba
lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con
ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante
que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta
misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos
alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que
pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo
que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y
empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a
la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que
ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un
hijo”, había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.

Continuidad de los parques


(Julio Cortázar)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo
de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo
una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba
cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
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ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir
en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

La noche boca arriba


(Julio Cortázar)

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;


le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio
que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos
edificios del centro, y él –porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre– montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba
los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la
calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez
su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la
esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

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Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de
la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía
soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre
él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado
en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba
la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del
accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar
la máquina de costado..." Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien
con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de
barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio
sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no
parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron y el
vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco;
mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos
de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea
y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el
tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi
contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre
el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se
le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo
pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le
brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en
que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban
a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando
de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra",
pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido
inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos,
probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo
teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero

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el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo
más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor
que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
–Se va a caer de la cama –dijo el enfermo de la cama de al lado–. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba
de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La
fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de
cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una
enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada
con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato
de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran
reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar
que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse.
Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el
sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos
le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio,
se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.
Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal,
subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.
Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía
insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las
ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya
habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los
sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.

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Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y
cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno
pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces
una soga lo atrapó desde atrás.

–Es la fiebre –dijo el de la cama de al lado–. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a
veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando
en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas
que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la
mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta
camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía
apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado
que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo
habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía
la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien
como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el
golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio
mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era
raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua
mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en
lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio
el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender.
Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse
y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas
helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente
el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria
podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales
de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él
que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo
que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los
que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la
boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente,
con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso,
retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más
fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el
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olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los
acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos
calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos
que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el
corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo
llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se
iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él
la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a
acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en
la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado
el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de
agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero
gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a
amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano
sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío
otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y
él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde
los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir
de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo
subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras,
las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba,
y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte.
Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que
lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a
muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba
a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos
los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces
verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus
piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le
había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.

22
La espera
(Jorge Luis Borges)

EL COCHE LO dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la
mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada
uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y
ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más
lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier
orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias
y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban
desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no
alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta.
Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su
bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto
sintió: “Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores:
he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación”.
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba,
felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas,
figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con
libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un
botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las
paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta
daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó
el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto,
no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque
le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el
nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un
rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca
de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del
hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su
vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era
ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que
se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un
personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las
secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos
los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado
que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de
hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras
reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta,
porque no tenía término —salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro
Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa
posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo
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que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres
hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que
había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo
quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra
que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano
y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el
mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas.
Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que
éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no
era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese
horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó
buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela.
En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con
secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una
disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari,
esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a
la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos
urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital;
antes de comer, 1eía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas
las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de
Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor
Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los
amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar
entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo,
el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo.
A1 fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese
cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba,
pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta
cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la
penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes,
bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un desconocido lo habían
alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si
retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos
duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá
lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el
mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

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El Sur
(Jorge Luis Borges)

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor
de la iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca
municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por
indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre
germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el
daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas
músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese
criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había
logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su
memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue
carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba
con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio
preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había
conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una noches, de Weil; ávido de examinar
ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le
rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el
horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado
que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada
estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las
ilustraciones de las Mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban
y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de
débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho
siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio
de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza
que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una
camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó
una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en
un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días,
Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la
barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando
el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar,
condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían
dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba
reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido
llegó.

25
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio
en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del
otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la
muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le
infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía
con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos,
recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del
nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es
una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el
coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el
zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café
de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar
por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba
el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el
hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del
instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi
vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna
vacilación, el primer tomo de las Mil y una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de
su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a
las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas
demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán
y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más
que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos;
Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos
de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el
que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y
sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente
mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio
largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la
llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su
directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las
doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche
era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían
atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No
turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo
tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa
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que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado
y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió
que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por
Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír,
porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la
estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó
que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann
aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final
exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para
hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color
violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición
de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al
patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio.
El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para
llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio,
no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre
muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las
generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo
chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del
Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor
y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne
asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba
errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes;
los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y
torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al
vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era
todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y
abrió el volumen de las Mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los
pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que
sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa.
Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
–Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara
accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann
hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

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El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió
a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una
ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con
los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann
estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que
era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que
Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que
ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría
para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos
los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el
filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
–Vamos saliendo –dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral,
que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él,
una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si
él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Sombras sobre vidrio esmerilado


(Juan José Saer)
A Biby Castellaro

¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en el sillón de Viena,
en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se desviste en el cuarto de baño. Parece muy
sencillo al pensar “ahora”, pero al descubrir la extensión en el espacio de ese “ahora”, me doy cuenta
enseguida de la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada “ahora”, y el
resto del “ahora” no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como
recuerdo. Tomemos el caso de mi seno derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros
senos crecían lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y en este ahora
en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose sobre los vidrios de la puerta del cuarto
de baño y llevo la mano hacia el corpiño vacío, relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la
blanca cicatriz, ¿cuántas manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y delicia? Por eso
digo que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a la luz del recuerdo
parezca de lo más sencillo.

Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y he
publicado tres libros: El camino perdido, Luz a lo lejos y La dura oscuridad. Ahora veo la sombra de
mi cuñado Leopoldo proyectándose agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da
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propiamente al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque está más
cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he traído el sillón de Viena a este
lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar
mi cuarto, y no únicamente por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros
polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale nunca, pero hoy dijo que
su pierna derecha le dolía y pidió turno para el médico. Así que está afuera desde las seis.
Hamacándome lentamente veo cómo Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y
después se da vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el pantalón.
Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da forma al corpiño en la parte derecha
de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero
nunca he podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque he permanecido
intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces
es lo que cambia en una lo que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en
una intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el vidrio esmerilado,
de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se inclina para sacarse el pantalón,
encorvándose para desenfundar una pierna primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a
encorvar para sacar la otra, irguiéndose otra vez enseguida.

(“Sombras” “Sombras sobre” “Cuando una sombra sobre un vidrio veo” No.) Ese chico, ¿cómo se
llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la mesa redonda sobre la influencia de
la literatura en la educación de la adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad.
Pero vino el editor y me dijo: “¿No te parece que si te presentaras más seguido en público para exponer
tus puntos de vista La dura oscuridad podría salir un poco más, Adelina?” Así que me vi sentada en
el escenario frente a la sala llena. Había cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi
opinión, en ese salón frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice
una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me inhibía mucho. (Leopoldo
acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde las botamangas, con el brazo alzado para
conservar la raya. Después lo dobla y comienza a pasarlo por el travesaño de una percha: lo veo.)
Cuando terminé de hablar, Tomatis se echó a reír. “La señorita Flores dijo, riéndose y poniéndose
como pensativo ha dicho hermosas palabras sobre la condición de los seres humanos. Lástima que no
sean verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su casa?” Los cientos
de personas que estaban sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una palabra más; y
cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos ofreció la universidad, Tomatis se sentó
al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se
volvió hacia mí y me dijo: “¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí creo.
Eso les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado poco, o en su defecto nada
en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de menos. No, no estoy borracho. 0 sí, capaz que
un poco sí. ¿Es cierto? ¿No piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me
cae muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la
franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del
soneto –porque las formas heredadas son una especie de virginidad –y empezar con otra cosa. Me
juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de
vino. Gracias”. Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro con manteles cuadriculados,
rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado, y las botellas de vino tinto a medio vaciar.
Ahora Leopoldo se ha sacado el calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se
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inclina para dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto a la
bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados
de la puerta del baño que da a la antecámara.

En este momento, únicamente esa sombra es ahora”, y el resto del “ahora” no es más que recuerdo.
Y a veces, tan diferente del “ahora”, ese recuerdo, que es cosa de ponerse a llorar. Es terrible pensar
que lo único visible y real no son más que sombras. Si pienso que en este mismo momento los bañistas
se pasean en traje de baño bajo los árboles tranquilos del parque del Sur, sé que eso no es ahora, sino
recuerdo. Porque es posible que en este momento no haya ni un solo bañista en el parque del Sur, o, si
hay alguno, no esté paseándose precisamente bajo los árboles que yo creo recordar; hasta es probable
que estén todos echados en la arena de la playa, o en el agua, mientras el sol del crepúsculo vuelve roja
la laguna y dos chicos se tiran uno al otro una pelota de goma que retumba en medio del silencio
cuando choca contra la tierra. Pero me gusta imaginar que en este momento, en los barrios, las chicas
se pasean en grupos de tres o cuatro tomadas del brazo, recién bañadas y perfumadas, y que grupos de
muchachos las contemplan desde la esquina. Puedo ver las calles del centro abarrotadas de coches y
colectivos y a Susana bajando lentamente, con cuidado por su pierna dolorida, las escaleras de la casa
del médico. Es como si estuviera aquí y al mismo tiempo en cada parte. ¡Es tan complejo y sin embargo,
tan sencillo! Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al patio. Entreveo los vidrios
encortinados y el último resplandor de la tarde que penetra en el living a través de las grandes cortinas
verdes. También veo los sillones vacíos, abandonados –¡y cuántas veces nos hemos sentado en ellos
Susana, Leopoldo, o yo o las visitas!– forrados en provenzal floreado. Las flores son verdes y azules,
sobre fondo blanco. Hay una lámpara de pie, al lado de uno de los sillones, apagada. Pero yo me he
traído el viejo sillón de Viena de mamá desde mi habitación y me he sentado en él –estoy
hamacándome lentamente– para que el aire de la calle atraviese el living y se impregne como agua fría
o como un olor sobre mi cuerpo. Ahora que no veo la puerta de vidrios esmerilados del baño, ¿qué
estará proyectándose sobre ella? Seguramente el cuerpo desnudo de Leopoldo –¡el cuerpo desnudo de
Leopoldo!–, pero ¿en qué posición? ¿Tendrá los brazos alzados, se rascará el pecho con las dos manos,
se tocará el cabello, o se habrá echado ligeramente hacia atrás para mirarse en el espejo? Es terrible,
pero ese ahora, tan cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra vez hacia la puerta que
da a la antecámara el “ahora” de los sillones de funda floreada, vacíos y abandonados, y las cortinas a
través de las cuales penetra la luz crepuscular, no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La
sombra de Leopoldo ha desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus necesidades. (“Veo una
sombra sobre un vidrio. Veo” “Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.”)

En el vidrio vacío no se ve más que el resplandor difuso de la luz eléctrica, encendida en el interior
del cuarto de baño. Es uno de esos días terribles de enero, de luz cenicienta; no está nublado ni nada,
pero la luz tiene un color ceniza, como si el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y llegara al
planeta el reflejo de una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi pelo gris condensan esa luz húmeda
y muerta, y están como nimbados por un resplandor pútrido; y como acabo de bañarme no he hecho
más que condensar humedad sobre mi vieja piel blanca llena de vetas como de cuarzo. Tengo los
brazos apoyados sobre la madera curva del sillón de Viena. Con el tiempo, si es que estoy viva, tomaré
el color de la esterilla del sillón, me iré volviendo amarillenta y lustrosa, pulida por el tiempo. En eso
fundo su sencillez. En que solamente pule y simplifica y preserva lo inalterable, reduciendo todo a
simplicidad. Me dicen que destruye, pero yo no lo creo. Lo único que hace es simplificar. Lo que es
frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un núcleo sólido de piedra o
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hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y permanece. Ahora Susana debe estar bajando
lentamente las escaleras de mármol blanco de la casa del médico, agarrándose del pasamanos para
cuidar su pierna dolorida; ahora acaba de llegar a la calle y se queda un momento parada en la vereda
sin saber qué dirección tomar, porque sale muy poco y siempre se desorienta en el centro de la ciudad;
está con su vestido azul, sus anteojos (siempre creen que Adelina Flores es ella, por los anteojos, y no
yo) y sus zapatones negros de grueso taco bajo, que tienen cordones como los zapatos masculinos;
mira como desconcertada en distintas direcciones, porque por un momento no sabe cuál tomar,
mientras a la luz del crepúsculo pasa la gente apurada y vestida de verano por la vereda, y un estruendo
de colectivos y automóviles por la calle. Ahora con un movimiento de cabeza y un gesto que no revela
el menor sentido del humor, sacándose los dedos de los labios, donde los había puesto mecánicamente
al adoptar una actitud pensativa, Susana recuerda en qué dirección se encuentra la esquina donde debe
tomar el colectivo y comienza a caminar con lentitud, decrépita y reumática, hacia ella. Hay como una
fiebre que se ha apoderado de la ciudad, por encima de su cabeza –y ella no lo nota– en este terrible
enero. Pero es una fiebre sorda, recóndita, subterránea, estacionaria, penetrante, como la luz de ceniza
que envuelve desde el cielo la ciudad gris en un círculo mórbido de claridad condensada. (“Veo una
sombra sobre un vidrio. Veo.”) Veo a Susana atravesar lentamente el aire pesado y gris dirigiéndose
hacia la parada de ómnibus donde debe esperar el dieciséis para volver en él a casa. Eso si es que ya
ha salido de lo del médico porque es probable que ni siquiera haya entrado todavía al consultorio y
esté sentada leyendo una revista en la sala de espera. El techo de la sala de espera es alto; yo he estado
ahí cientos de veces, muy alto, y el juego de sillones de madera con la mesita central para las revistas
y el cenicero es demasiado frágil y chico en relación con ese techo altísimo y la extensión de la sala de
espera, que originariamente era en realidad el vestíbulo de la casa. (“Algo que amé” “Veo una sombra
sobre un vidrio. Veo” “algo que amé” “hecho sombra, proyectado” “hecho sombra y proyectado” “Veo
una sombra sobre un vidrio. Veo” “algo que amé hecho sombra y proyectado”) Puedo escuchar el
crujido lento y uniforme del sillón de Viena. Sé pasarme las horas hamacándome con lentitud, la cabeza
reclinada contra el respaldar, mirando fijamente un punto del vacío, sin verlo, en el interior de mi
habitación, rodeada de libros polvorientos, oyendo crujir la vieja madera como si estuviera oyendo a
mis propios huesos. Desde mi habitación he venido escuchando durante treinta años los ruidos de la
casa y de la ciudad, como celajes de sonido acumulados en un horizonte blanco. Ahora escucho el
ruido súbito de la cadena del inodoro y el del agua en un torrente rápido, lleno de tintineos como
metálicos; después el chorro que vuelve a llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los
vidrios esmerilados de la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el espejo. ¿Se afeitará?
Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la línea, durante tantos años, pero se ha llenado
de endeblez y fragilidad. Al hamacarme, yendo para adelante y viniendo para atrás, la sombra da
primero la impresión de que avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por mí la primera
vez, pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente literario. (“en el reflejo oscuro”) Fue un
alivio, después de todo. Pero los primeros dos años, antes de que se casaran y Leopoldo empezara a
trabajar como agente de publicidad del diario de la ciudad –el primer agente de publicidad de la ciudad,
creo, y en eso fue un verdadero precursor–, los primeros dos años nos divertimos como locos, sin
descansar un solo día, yendo y viniendo de día y de noche por la ciudad, en invierno y verano, hasta
un día cuya víspera pasamos entera en la playa, en que Leopoldo vino a la noche a casa y le pidió al
finado papá la mano de Susana después de la cena. Pero el día antes había sido una verdadera fiesta.
Fue un viernes, me acuerdo perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de mañana, cuando recién
había amanecido; estaba todo de blanco, igual que nosotras, que llevábamos unos vestidos blancos y
unos sombreros de playa blancos como estoy segura de que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie
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en esta bendita ciudad. Yo llevaba conmigo los versos de Alfonsina. [Va a afeitarse, sí. Ahora ha
abierto el botiquín y mira su interior buscando los elementos (“en el reflejo oscuro” “sobre la
transparencia” “del deseo”) Alza los brazos y comienza a sacar los elementos.] Ya era diciembre, pero
hacía fresco de mañana. Yo misma manejaba el Studebaker de papá, y Susana iba sentada al lado mío.
En el asiento de atrás iba Leopoldo, al lado de la canasta de la merienda, tapada con un mantel blanco.
El aire (“sobre la transparencia del deseo” “como sobre un cristal esmerilado”) fresco, limpio,
resplandecía, penetrando el hueco de las ventanillas bajas que vibraban con la marcha del automóvil.
Yo podía ver por el retrovisor la cara de Leopoldo vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando
pensativa el río. Nos fuimos a una playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné. Había
tres sauces inclinados hacia el río –la sombra parecía transparente– y arena amarilla. Nadamos toda la
mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y cuando llegué a donde dice: “Una punta de cielo/rozará/la
casa humana”, me separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no se
dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos charlando y riéndonos bajo
los árboles. Habíamos preparado riñón –a Leopoldo le gustan mucho las achuras– y yo no sé cuántas
cosas más, y habíamos dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo debajo de
los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento del día: estábamos muy tostados
por el sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía por cualquier cosa. Susana estaba extraordinariamente
linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento
ninguno de los tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado así más de diez minutos.
Si presto atención, si escucho, Si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo
me haga daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el
ruido de nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecía depositado en un planeta
muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a morir a la playa amarilla. En un momento dado
me pareció que podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor. Y enseguida, en medio del silencio,
empezó lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos,
tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y
a Susana, terriblemente serenos, y después no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía
sin hacer ruido después de haber hecho sola una expedición a la isla –y volvía sin hacer ruido para
sorprenderlos y hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba de quince–, los viese
abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que hablaba entre jadeos diciendo: “Sí. Sí. Sí. Sí.
Pero ella puede venir. Puede venir. Ella puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir”. Los vi, claramente: él
estaba echado sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su cuerpo que
yo no había visto nunca era blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió lisa y la idea de tocarla alguna vez
me revolvió el estómago. En ese momento se oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró de un
salto, dejando ver enteramente a Susana que había dejado correr los breteles de su traje de baño y había
sacado los brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño había bajado hasta el vientre. Yo
conocía ya esas partes del cuerpo de Susana que no estaban tostadas, las había visto muchas veces.
Pero cuando Leopoldo saltó, dificultosamente, con el traje de baño más abajo de la rodilla, se volvió
en la dirección en que yo estaba, por pudor, ya que el ruido se había oído en dirección contraria al lugar
donde yo estaba. Vi eso, enorme, sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he
visto otras veces en caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un segundo, porque
Leopoldo se subió enseguida el traje de baño y se sentó rápidamente frente a Susana –y no pude ver
en qué momento Susana se alzó el traje de baño, se acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo
estaba esperando cuando él se sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me quedé
inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me sentí así. Después nos
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bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció –me parece oír todavía el chapoteo de nuestros
cuerpos húmedos que relumbraban en la oscuridad azul– y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá
la mano de Susana.

En este momento puedo ver cómo Leopoldo, imprimiendo un movimiento circular a su mano, se
llena la cara de espuma con la brocha. Lo hace rápidamente; ahora baja el brazo y la sombra de su cara,
sobre el vidrio esmerilado que refleja también la luz confusa del interior del cuarto de baño, se ha
transformado: la sombra de la espuma que le cubre las mejillas parece la sombra de una barba, un
matorral de pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con la punta de la brocha se golpea el mentón, varias
veces y suavemente, como si se hubiese quedado pensativo; pero eso no puede verse. Deja la brocha
y después de un momento alza otra vez las dos manos, en una de las cuales tiene la navaja, y comienza
a rasurarse lentamente, con cuidado. Lentamente, con cuidado, Susana ha de estar bajando ya las
escaleras blancas de la casa del médico, en dirección a la calle. Va a pararse un momento en la vereda,
para orientarse, porque no va casi nunca al centro. La sombra de Leopoldo se proyecta ahora mostrando
cómo se rasura, lentamente, con cuidado, con la navaja; ahora cambia la navaja de mano y se pasa el
dorso de la mano libre por la mejilla, a contrapelo, para comprobar la eficacia de la rasurada. Sé qué
va a hacer cuando termine de afeitarse y de bañarse: va a llevar la perezosa al patio, entre las macetas
llenas de begonias, de helechos, de amarantos y de culandrillos, y va a sentarse en la perezosa en medio
del patio; va a estar un rato ahí, fumando en la oscuridad; va a decir: “¿Quedan espirales, Susana,
querida?” y después va a ponerse a tararear por lo bajo. Todos los anocheceres de setiembre a marzo
hace exactamente eso. Después de un momento va a servirse el primer vermut con amargo y yo podré
saber cuándo va a llenar nuevamente su vaso porque el tintineo del hielo contra las paredes del vaso
semivacío me hará saber que ya lo está acabando. Va a (“En confusión, súbitamente, apenas”). Siento
crujir los huesos del sillón de Viena. Apenas se haya afeitado y se haya bañado lo va a hacer: va a
llevar la perezosa al centro del patio de mosaicos, la perezosa de lona anaranjada, después de ponerse
su pijama recién lavado y planchado, y va a fumar un cigarrillo antes de (“vi que estallaba” “vi” “vi el
estallar de un cuerpo y de una” “y de su” “la explosión” “vi la explosión de un cuerpo y de su sombra”
“En confusión, súbitamente, apenas”, “vi la explosión de un cuerpo y de su sombra”) La brasa del
cigarrillo, un punto rojo, va a parecer un ojo único, insomne y sin parpadeos, avivándose a cada
chupada. Y cuando escuche el tintineo del hielo contra las paredes frías del vaso, voy a saber que ha
tomado su primer vermut con amargo y que va a servirse el segundo.

El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al que la mano de Dios
le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia parece detenerse nada más que porque la
vertiente pierde linealidad. O como una línea recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola de
trecho en trecho, que se alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión divide la línea
en los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz está bien, porque cruz significa
muerte. Papá y mamá murieron en el cuarenta y ocho, con seis meses de diferencia uno del otro. El
peronismo se llevó a papá: fue algo que no pudo soportar. Y mamá terminó seis meses después que él,
porque siempre lo había seguido. “Después del primer año de casados –me dijo mamá en su lecho de
muerte– nunca tuvo la menor consideración conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer sin él?” Yo estaba con
un traje sastre gris, me acuerdo perfectamente; mamá se incorporó y me agarró de las solapas, y me
atrajo hacia ella; tenía los ojos extraordinariamente abiertos y la cara apergaminada y llena de arrugas,
y eso que no era demasiado vieja. Nunca la había visto así. Y no era que le tuviese miedo a la muerte.
Nunca se lo había tenido. Comenzó a hacer un esfuerzo terrible, jadeando, pestañeando, estirando los
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labios gastados y lisos que se le llenaban de saliva o de baba –no sé qué era– y me di cuenta de que
quería decirme algo. No lo consiguió. Murió aferrada a las solapas de mi traje gris y –(“ahora el silencio
teje cantilenas”) Durante todos estos años no hago más que reflexionar sobre lo que mamá trató de
decirme. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para arrancar de mis solapas sus manos aferradas; y
estaban tan tensas y blancas que yo podía notar la blancura feroz de los huesos y de los cartílagos.
Cuando doce años después me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba de mis solapas las manos de
mamá (“más largas” “ahora el silencio teje cantilenas”, “más largas”) y que una de sus manos se
llevaba mi pecho. Pero no se lo llevaba para hacerme mal, sino para protegerme de algo. Ese sueño
vuelve casi todas las noches, como si una aguja formara con mi vida, de un modo mecánico y regular,
un tejido con un único punto. Sé que esta noche va a volver. Voy a despertarme jadeando y sollozando
apagadamente en mi cama solitaria, rodeada de libros polvorientos, cerca de la madrugada, pero
después voy a respirar con alivio. Cada uno conoce secretamente el significado de sus propios sueños,
y sé que si mamá quiere llevarse mi pecho a la tumba, hay algo bienintencionado en ella, aunque su
acto pueda parecer malo –y capaz que lo sea. No podemos juzgar nuestros actos más que en relación
con lo que hemos esperado de la vida y lo que ella nos ha dado. A mamá y a mí nos dio también esa
mañana –ese nudo, esa cruz– en la que papá se sentó muy temprano a desayunar con nosotros. Fue al
día siguiente de haberse afiliado al partido peronista. (“Ahora el silencio teje cantilenas” “más largas”)
Papá estaba sentado en la cabecera y no le dirigíamos la palabra porque nos dábamos cuenta de que
estaba muy nervioso (“que duran más.”) No nos hablaba cuando estaba irritado. Siempre me había
llamado la atención la piel de su cara por lo blanca que la tenía y cómo sin embargo, en la parte alta
de las mejillas, cerca de los pómulos, se le habían ido formando unas redes tenues, complicadas, de
venillas rojas. Papá tomó su segunda taza de café y después se recostó sobre el respaldar de la silla y
empezó a roncar. Eran unos ronquidos silbantes, secos, recónditos y cavernosos (“que duran más que
el cuerpo” “y que la sombra” “que duran más que el cuerpo y que la sombra”). Primero vi la mosca
recorriendo la red de venillas rojas sobre la mejilla derecha, como una señal negra desplazándose por
una red ferroviaria dibujada en líneas rojas en un mapa proyectado en una pared transparente. Pero no
empecé a murmurar “Mamá. Mamá” –sin desviar ni un momento la mirada del rostro de papá– hasta
que no vi cómo la mosca comenzaba a bajar, con la misma facilidad con que podría haberlo hecho
sobre una piedra, desde el pómulo hasta la comisura de los labios, y después entraba en la boca. No
parecía haber entrado en la boca de papá, haber estado recorriendo el cuerpo de papá, sino nada más
que una reproducción en piedra de él, porque ya ni siquiera roncaba.

Ahora Leopoldo vuelve a cambiar la navaja de mano y sigue rasurándose. Cuando se inclina hacia
el espejo para verse mejor el perfil de su sombra desaparece, cortado rectamente por el marco de
madera de la puerta, y sobre el vidrio se ve el reflejo difuso –como unas escaras de luz dispuestas de
un modo concéntrico, puntillista– de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el sillón de Viena.
Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la habitación a través de las cortinas verdes,
empalideciendo todavía más. Los sillones vacíos saben estar ocupados a veces –pero eso no es más
que recuerdo. Con levantarme y llegar al patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de cielo,
vaciándose en el hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas. Saliendo a la puerta miraría la calle
vacía, sin árboles, llena de casas de una planta, enfrentándose en dos hileras rectas y regulares a través
de la vereda de baldosas grises y de la calle empedrada. De noche, en las proximidades de la luz de la
esquina se ve relucir opacamente el empedrado. Los insectos revolotean alrededor de la luz, ciegos y
torpes, chocan contra la pantalla metálica con un estallido, y después se arrastran por el adoquín con
las alas rotas. Puede vérselos de mañana aplastados contra las piedras grises por las ruedas de los
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automóviles. De noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había árboles en la cuadra, a esta hora
empezaba el estridor monótono de las cigarras. Comenzaban separadamente, la primera muy temprano,
a eso de las cinco, y enseguida empezaba a oírse otra, y después otra y otra, como si hubiese habido
un millón cantando al unísono. Yo no lo podía soportar. El haber cedido y venirme a vivir con ellos ya
me resultaba insoportable. Tenía miedo, siempre, de abrir una puerta, cualquiera, la del cuarto de baño,
la del dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a él con eso a la vista, balanceándose pesadamente,
apuntando hacia mí desde un matorral de pelo oscuro. Nunca he podido mirarlo de la cintura para
abajo, desde aquella vez. Pero lo de las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así que me vestía y
salía sola, al anochecer; a ellos les decía que me faltaba el aire. Primero recorría el parque del Sur, con
su lago inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que se reflejaban las luces sucias del parque; atravesaba
los caminos irregulares, y después me dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando cada vez más
la zona iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de ómnibus y después recorría el parque
de juegos que se extendía frente a ellas antes de que construyeran el edificio del Correo; iba hasta el
palomar, un cilindro de tejido de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y escuchaba durante
un largo rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví a caminar sola por la avenida del puerto
para cortar camino y llegar a pie al puente colgante. Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me
bajaba de la parada del tranvía y caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo contra
mi cuerpo y contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el agua, que a veces pasa rápida,
turbulenta y oscura, pero emite un relente frío y un olor salvaje, inolvidable, y es siempre mejor que
un millón de cigarras ocultas entre los árboles y –(“Ah”) Volvía después de las once, con los pies
deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis tacos en
las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si se oía algún rumor proveniente de aquellos
árboles porque (“Ah si un cuerpo nos diese” “Ah si un cuerpo nos diese” “aunque no dure” “una señal”
“cualquier señal” “de sentido” “oscuro” “oscura” “Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure” “una
señal” “cualquier señal oscura” “Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure” “cualquier señal oscura
de sentido” “Veo una sombra sobre un vidrio. Veo” “algo que amé hecho sombra y proyectado” “sobre
la transparencia del deseo” “como sobre un cristal esmerilado” “En confusión, súbitamente, apenas”,
“vi la explosión de un cuerpo y de su sombra” “Ahora el silencio teje cantilenas” “que duran más que
el cuerpo y que la sombra” “Ah si un cuerpo nos diese, aunque no dure” “cualquier señal oscura de
sentido”) Si podían oírse, entonces me volvía y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y cuadras,
hasta la madrugada. Porque estar sentada en el patio, o echada en la cama entre los libros polvorientos,
oyendo el estridor unánime de ese millón de cigarras, era algo insoportable, que me llenaba de terror.

Ahora la sombra sobre el vidrio esmerilado me dice que Leopoldo ha terminado de afeitarse, porque
ya no tiene la navaja en las manos y se pasa el dorso de las manos suavemente por las mejillas (“como
un olor” “salvaje” “como un olor salvaje”) Había migas, restos de comida, manchas de vino tinto sobre
el mantel cuadriculado rojo y blanco. Era un salón largo, y el sonido polítono de las voces se filtraba
por mis tímpanos adormecidos, atentos únicamente a las fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas
a voces. Me he estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber
siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante, sordo,
monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y comprensibles que no son más
que recuerdo (“que perdure”), sombras. Él me daba frecuentemente la espalda, mientras hablaba a los
gritos con el resto de los invitados. Parecía reinar sobre el mundo. Yo lo hubiese llevado conmigo esa
noche, me habría desvestido delante de él y agarrándolo del pelo le hubiese inclinado la cabeza y lo
hubiese obligado a mirar fijamente la cicatriz, la gran cicatriz blanca y llena de ramificaciones, la
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marca de los viejos suplicios que fueron carcomiendo lentamente mi seno, para que él supiese. Porque
así como cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no es físico, algo físico, y lo convertimos en
pasado cuando dejamos de llorar, del mismo modo nuestras cicatrices nos tienen continuamente al
tanto de lo que hemos sufrido. Pero no como recuerdo, sino más bien como signo. Y él no paraba de
hablar. “¿De veras, Adelina? ¿No le parece, Adelina? ¿Qué cómo me siento? ¡Cómo quiere que me
sienta! Harto de todo el mundo, lógicamente. No, por supuesto, Dios no existe. Si Dios existiera, la
vida no sería más que una broma pesada, como dice siempre Horacio Barco. Somos dos generaciones
diferentes, Adelina. Pero yo la respeto a usted. Me importa un rábano lo que digan los demás y sé que
a la generación del cuarenta más vale perderla que encontrarla, pero hay un par de poemas suyos que
funcionan a las mil maravillas. Dirán que los dioses los han escrito por usted, y todo eso, sabe, pero a
mí me importa un rábano. Hágame caso, Adelina: fornique más, aunque en eso vaya contra las normas
de toda una generación”. Era una noche de pleno (“contra las diligencias”). Era una noche de pleno
invierno. Los ventanales del restaurant estaban empañados por el vaho de la helada. Y cuando nos
separamos en la calle la niebla envolvía la ciudad; parecía vapor, y a la luz de los focos de las esquinas
parecía un polvo blanco y húmedo, una miríada de partículas blancas girando en lenta rotación. Apenas
nos separábamos unos metros los contornos de nuestras figuras se desvanecían, carcomidos por esa
niebla helada. Me acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó hacia mí antes de cerrar
de un golpe la portezuela: “La casualidad no existe, Adelina”, me dijo. “Usted es la única artífice de
sus sonetos y de sus mutilaciones.” Después se perdió en la niebla, como si no hubiese existido nunca.
Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar dentro de él, pero no estando ya fuera.
Existen los sonetos, pero no las mutilaciones: hay únicamente corredores vacíos, que no se han
recorrido nunca, con una puerta de acceso que el viento sacude con lentitud y hace golpear suavemente
contra la madera dura del marco; o desiertos interminables y amarillos como la superficie del sol, que
los ojos no pueden tolerar; o la hojarasca del último otoño pudriéndose de un modo inaudible bajo una
gruta de helechos fríos, o papeles, o el tintineo mortal del hielo golpeando contra las paredes de un
vaso con un resto aguado de amargo y vermut; pero no las mutilaciones. Las cicatrices sí, pero no las
mutilaciones. El taxi atravesaba la niebla, reluciente y húmedo, y en su interior cálido el chofer y yo
parecíamos los únicos cuerpos vivos entre las sólidas estructuras de piedra que la niebla apenas si
dejaba entrever. (“las formaciones” “contra las diligencias” “contra las formaciones”) Afuera no había
más que niebla; pero yo vi tantas cosas en ella, que ahora no puedo recordar más que unas pocas: unos
sauces inclinados sobre el agua, proyectando una sombra transparente; unas manos aferradas –los
huesos y los cartílagos blanquísimos– a las solapas de mi traje sastre; una mosca entrando a una boca
abierta y dura, como de mármol; algunas palabras leídas mil veces, sin acabar nunca de entenderlas;
un millón de cigarras cantando monótonamente y al unísono (“del olvido”), en el interior de mi cráneo;
una cosa horrible, llena de venas y nervios, apuntando hacia mí, balanceándose pesadamente desde un
matorral de pelo oscuro; una imagen borrosa, impresa en papel de diario, hecha mil pedazos y arrojada
al viento por una mano enloquecida. Todo eso era visible en las paredes mojadas por la niebla, mientras
el taxi atravesaba la ciudad. Y era lo único visible.

En este momento (“Y que por ese olor”) En este momento Susana debe estar bajando lentamente,
con cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa del médico. Puedo verla en la calle (“y que por
ese olor reconozcamos”), en el crepúsculo gris, parada en medio de la vereda, tratando de orientarse
(“el solar en el que” “dónde debemos edificar” “el lugar donde levantemos” “cuál debe ser el sitio”).
Está con su vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a hilvanes, alrededor de los grandes
bolsillos cuadrados y en los bordes de las solapas. Sus ojos marrones, achicados por las formaciones
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adiposas de la cara, como dos pasas de uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven
inquietos y perplejos detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda exactamente la parada
de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo hace de un modo dificultoso, ya que advierto que
su sombra se bambolea y se mueve con lentitud. Trata de no resbalar (“de la casa humana”) Ahora
Susana descubre por fin cuál es la dirección conveniente y comienza a caminar con dificultad, debido
a sus dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del atardecer: la misma luz gris que penetra ahora
a través de las cortinas verdes y se condesa en mi batón gris y a mi alrededor, como una masa tenue
que resplandece opaca y se adelanta y retrocede rígidamente adherida a mí mientras me hamaco en el
sillón de Viena. Atraviesa las calles de la ciudad, pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor
inaudible de su desplazamiento. Las calles están llenas de gente, de coches y de colectivos. El rumor
de la ciudad se mezcla, se unifica y después se eleva hacia el cielo gris, disipándose. (“el lugar de la
casa humana” “cuál es el lugar de la casa humana” “cuál es el sitio de la casa humana”) Ahora la
escalera en la casa del médico está vacía. Susana extiende el brazo delante del colectivo número
dieciséis, que se detiene con el motor en marcha. Susana sube dificultosamente. Alguien la ayuda.
Susana siente (“como reconocemos por los”) en la cara el calor que asciende desde el motor del
colectivo. Se tambalea cuando el colectivo arranca. Le ceden el asiento y ella se sienta con dificultad,
agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada sacudida del colectivo, tambaleándose, resoplando,
murmurando distraídamente “Gracias”, sin saber exactamente a quién (“por los ramos”) Estaba
verdaderamente (“por los ramos” “de luz solar”) hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando
Leopoldo se levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la altura de las rodillas –
la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí–, dejando ver al saltar las partes de Susana
que no se habían tostado al sol. No era la blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que
deslumbraba. Pero no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris –un gris
ceniciento, pútrido– que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo avanza hacia aquí. Leopoldo abre
la ducha y comienza a enjabonarse. Todos sus movimientos son lentos, como si estuviera tratando de
aprenderlos (“de luz solar la piel de la mañana”) Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el vientre, y ahora sus dos manos
se encuentran debajo del vientre y comienzan a refregar con minucia; eso es lo que me dice su sombra
reflejándose sobre los vidrios esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la
madera del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me inclino hacia adelante y vuelvo hacia
atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris del atardecer que se condensa alrededor de mi
cabeza como el resplandor de una llama ya muerta (“Y que por ese olor reconozcamos” “cuál es el
sitio de la casa humana” “como reconocemos por los ramos” “de luz solar la piel de la mañana”).

Envío
Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida. Odiamos la vida porque
no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo
sólido –piedra, o hueso, algo compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con
un ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte– no puede morir. La voz que escuchamos
sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso, excepción hecha de
las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara
la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una
advertencia sino de pedirme una refutación.

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BIBLIOGRAFÍA

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