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EL TRIGO DE INVIERNO, AHIJABA

El día que se murió Franco, el trigo de invierno ahijaba, y yo, acuciado por madre
y unas repentinas nubes en el ver, iba sentado en la “Pava” camino de Valdepeñas a
mirarme los ojos el especialista, porque allí en el pueblo no había medios y las
pocas cartillas de la “iguala” no daban, según don Joaquín, el médico, para costear
siquiera ni el aparatito de latón frío que te ponen en el pecho y hacen como que te
oyen por dentro las tuberías gordas, ni las gomas de las lavativas, eso que te
meten por el boquete de abajo cuando coges la saburra y a la que te das cuenta te
desinflas en mitad la calle o delante la novia, como le ocurrió al Alejo una vez
que tuvo las dos, la diarrea y la chavala, porque ahora que recuerdo, el Alejo
desde que lo conozco nunca estuvo con otras mujeres, quiero decir del pueblo,
porque a Manzanares a casa de la “China” sí que fuimos varias veces.

El autobús renqueaba en la única subida del trayecto, la cuesta de “El Salido”, la


finca ducal de los San Fernando, cuando Cándido, el conductor, puso la radio por
aligerar el sueño.

La aurora no había levantado aún la larga sotana del cielo, ese negro todopoderoso
que lo ciega sin variar una noche tras otra, y a través de las ventanillas los
olivos no eran aún olivos, ni los cebadales campos, ni los cardos siquiera oscuros
matojos que se distinguieran más allá de la cuneta.
En ese reino de tinieblas las sombras crecían como lo hace el tizón en el centeno,
recio y a tabla; únicamente las tristes lucecillas de nuestro pueblo rebrillaban
en la lejanía como mechas de mariposas, esas que en el cuenco de aceite le pone
madre cada tarde a Santa Catalina para que nos libre de todo mal.

...con profundo sentimiento doy lectura al comunicado siguiente. Día veinte de


noviembre de mil novecientos setenta y cinco. Las Casas Civil y Militar informan a
las cinco y veinticinco horas que, según comunican los médicos de turno, Su
Excelencia el Generalísimo acaba de fallecer por paro cardíaco como final del curso
de su shock tóxico por peritonitis... ¡Coño, se ha muerto Franco!- berreó Cándido,
frenando en seco, cuando doblábamos las primeras curvas del río Retortillo.

El frenazo sorprendió al paisanaje medio dormido, gastando en paz el penúltimo


sueño, que el último se guarda para la recta de Alcubillas, rasa y sin gracia.
Algunos, al despertar, tiraron del bozal del genio, que de ese particular vamos
servidos en Carrizosa, no por capricho dicen de nosotros que pusimos percha al
tren.

Por no atropellar un conejo, nos vas a partir la crisma, jodío... - voceó uno de
la cola.
-- Chist...¡Qué conejo ni qué niño muerto! el “Parte”...¡Callarse! ¿No oís que la
ha palmado?
-- ¿Quién, Cándido?
-- El Caudillo.
-- ¿Franco? ¡La leche!

Joder, se ha muerto Franco”, me dije como un eco y quise experimentar al pronto


algo excepcional, algo que forzosamente debía de ocurrirme, una cosa parecida a
cuando cruzas a nado por primera vez la laguna grande de Ruidera y las venas del
pescuezo se te ponen gordas como chopos, y el pecho parece un soplillo rebuscando
el aire entre los sapos y los carrizos. ¡Franco había muerto!, eso no pasaba todos
los días, pero no sé si sería la temprana hora o que el runruneo del motor y el
monótono traqueteo de los balancines me traía atorrado, el caso es que no sentí
nada especial y me quedé mirando como un atontado la verde imagen fosforescente de
la Virgen de Cortes que el Cándido llevaba siempre junto a su asiento, arriba, en
una peanilla al lado del retrovisor.
La voz cascada de alguien importante, supuse porque hablaba igual de grave y
aburrido como Quintín, el Alcalde, en los discursos del 18 de Julio, seguía
saliendo por la radio, aunque con interferencias:

...desde la inmensa tristeza en esta hora dolorosa para España, a la que Franco
entregó toda su vida, recemos una oración por su alma y tengamos al propio
tiempo...”

--¿Qué hacemos?. Preguntó el Cándido algo descompuesto, volviéndose hacia


nosotros.

--¿Que qué hacemos? Rezar por nuestro Caudillo, coño, vamos, digo yo, que se note
que hay vergüenza en España...- dijo en un grito un tipo gordo de traje a cuadros y
sombrero de fieltro verde con una pluma de pavo real en la cinta, al que le colgaba
un cadenón de oro del chaleco y al que supuse joyero por el maletín forrado del que
no se separaba ni para dar de cuerpo, el mismo que la tarde anterior me indagara en
Carrizosa por dónde reparar el sueño y yo le enviara adonde la Joaquina, la coja
del Rapao.

--¡Qué rezos ni qué ocho cuartos¡ -Se oyó como un rayo aquella voz del fondo-
Venga jodío, tira palante que se me escapa el de La Solana.

Aquello fue como el chasquido de un cepo al cerrarse. El gordo del sombrero con
pluma se levantó de un tirón. ¡Me cago en la...!, blasfemó, volviéndose hacia atrás
con la nariz levantada, como oteando, igualito que el pachón del Alejo cuando
ventea una perdiz y se le queda en la muestra. --¿Quién ha sido ese, eh?- preguntó
ahora, desafiador. Nadie contestó.

La radio, de golpe y porrazo, como destartalada, pegó un crujido y aumentó el


volumen hasta distorsionar la voz ...LEY DE SUCESIÓN, LOS PODERES DE LA JEFATURA
DEL ESTADO HAN SIDO ASUMIDOS

--¡Que quién ha sido he dicho¡- repitió el gordo entre el maremagno, pero el


personal seguía candando el pico, cosa que a lo que se ve, enfureció sobremanera al
tipo del cadenón de oro, ya que se agachó bufando maldiciones, trincó con brío el
maletín forrado y sacó de su interior una pistola pequeña con las cachas de nácar.
Luego, excitado y apuntando hacia el cielo cárdeno que se reflejaba en el cristal
posterior del autobús, voceó:
--¡Salga ese cabrón o se forma la de Dios es Cristo!

Algunas mujeres que yo no veía, en la oscuridad comenzaron a clamar “Ay por Dios”,
“Ay Jesús” gimiendo como descompuestas. El gordo las mandó callar, llamándolas
señoras, pero que si quieres arroz... Entonces Cándido, el conductor, se levantóEN
NOMBRE DE SU ALTEZA REAL, EL PRINCIPE DE ESPAÑA POR EL CONSEJO DEL RE...click,
apagó la radio que aturdía más que el gordo y dijo:

--Oiga, señor, guarde usted ese chisme ¿no ve que puede herir a alguien?
--Usted se calla o lo denuncio como encubridor de ese rojo comunista...

De repente un rayo de sol, alimonado y curioso, eso supuse yo, vino a sumarse al
drama alargando la sombra del ditero por todo el liso del pasillo. Cuando me
percaté de que la luz llegaba enfilando el norte, caí en la cuenta que no era el
sol, el “tuc tuc tuuuc” largo de una bocina me lo confirmó.

--El tractor de “El Salido”, Cándido, y parece que no puede pasar...


-- Adelantó Andrés el de Resti, uno de Carrizosa que iba a mi lado. Ahora el “tuc
tuc” no era el “tuc tuc tuuuc” primero.
Ahora era algo así como una sordina, como una queja interminable,
"Tuuuuuuuuuuuuuuuuuu Tuuuuu tuc",repetida dos o tres veces hasta que cesó.
De seguida, por la ventanilla del Cándido, que medio abrieron desde afuera, se
coló una voz ronca a la que se llevaba el demonio.

--¡Tiene pantalones la cosa! ¿Que te pasa, Cándido, hijo mío? ¡Hala, ahí en medio
de la carretera, míralo, tan requetebién echándose un cigarrito, y el tractor lo
meto yo por el barbecho...!

Detrás del que hablaba -Venancio, el gañán de “El Salido”, a pesar del negro
pasamontañas- me fijé en una caterva de sombras que saltando del remolque,
despreocupadas y curiosas, se acercaban a nuestro vehículo.
A medida que los peones de dos en dos, a tres en tres, liados en las mantas,
tiritando, llegaban y apretaban las narices contra los cristales, el vaho empañaba
sus caras, difuminándolas.
Corría un frío que pelaba.

--¿Se puede saber qué haces, alma cántaro?- volvió a indagar el capataz, ajeno.
-- Que se ha muerto Franco, Venancio, y estamos aquí parados de la impresión.-
Contestó el Cándido a media voz sin quitarle ojo al cañón del ditero.
--¡ Jobá, también coge Franco una hora para morirse...!

Al gordo ditero le vino una congestión; bufando por las narices como los bueyes
del Llorente, quiso volverse y darle plomo al Venancio, tal me pareció el brillo
de sus ojos, con tan mala fortuna que la hebilla del cinturón que le sujetaba la
enorme tripa, se enganchó en el cesto de la cosaria de Alhambra, desparramándole
el artículo. Dos pollos blancos, tomateros, que llevaba trabados de las patas con
un cordel, se desataron y echaron a volar, picando y pelechando plumas de aquí
allá como demonios y aquello fue el acabose.
Para colmo, en medio de todo aquel disparate, se oyó nítido el aviso de un bracero.

--Anda, la madre que me parió, ahí dentro va un tío con una pistola.
--Leñe, es verdad, la lleva un gordinflón...
--Un gordinflón forastero...
--Que te apunta, Josato...

Aquello fue el acabóse...al Venancio y a sus peones no se les volvió a ver el lomo,
soltar las mantas y echar a correr que se las pelaban fue todo uno, sólo el
Melchorillo, el sordomudo de la calle la Retuerta, siguió donde mismo, con los
hocicos pegados a los cristales. Entonces, en ese justo momento, todo se precipitó
que ni las lluvias.

Andrés el de Resti, el de Carrizosa que iba a mi lado en el asiento contiguo,


aprovechó la confusión para zamparle un puñetazo al gordo en los riñones que lo
hizo rodar como un melón por el pasillo. El arma se disparó, y la bala, silbando
como un chorlito, fue a clavarse milagrosamente en un hato de pieles de conejo que
llevaba a curtir a Valdepeñas uno que le decían el “Hurón”, justo cuando por su
sitio, alumbrando las crestas de Despeñaperros y la provincia de Jaén, salía el
sol, ahora sí era el sol, un sol tibio, anaranjado que amanecía despacio asomando
apenas la coronilla.

Aquel día, el día en que se murió Franco, el trigo de invierno ahijaba, y yo,
Juanico Chaparro Granero no pude mirarme la vista porque la “Pava” no llegó a
Valdepeñas; se quedó a la mitad, en Villanueva de los Infantes, el pueblo de las
tres mentiras, aparcado frente al cuartelillo de la Guardia Civil.Cuando a la tarde
llegué al pueblo de vuelta, después de las interrogaciones que nos hizo el cabo y
de un bocadillo con chorizo que apañó el Cándido por cuenta de la empresa, madre,
que por estar con achaques en la cama no se había enterado aún de lo ocurrido, me
preguntó inquieta, como lo haría cualquier madre:
--¿Y qué te dijo de las nubes el especialista, Juanico?
Y por no agravarla con el cuento, le torcí:
--Fui en balde, madre, se murió Franco...
--¡Ay hijo! Que desgracia tan grande...
--Bueno, ya era mayor.
-- No, si lo digo por tus ojos...otro año y medio esperando...

Autor: Carlos Blanco Cabrera (Carlos, el de la Caja Ronda)

Éste relato fue el ganador del Concurso Nacional de Relatos del año 1984,
organizado por la Cadena de Radios Nacionales.

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