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Camelias para Un Canalla Scarlett OConnor
Camelias para Un Canalla Scarlett OConnor
O’Connor
Jean-Paul Sartre -
Índice
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Contemporáneo
Preludio
15 años antes...
Tendría que haberse negado, pero Natalie McAdam era incapaz de juntar
esas dos simples letras: N y O, cuando del joven lord Raphael Becket se
trataba. Si el muchacho decía «vamos a nadar», Natalie terminaba con los
pies en el agua y el cabello mojado. ¿Montar?, adiós miedo a esos inmensos
animales, hola horas de cabalgata. ¿Trepar un árbol viejo con las ramas
secas? Allí estaba ella.
—Nat, solo debes impulsarte contra el árbol, poner el pie entre las ramas —
masculló él.
—Sí, por supuesto, si tú eres toda una damisela. —Rio con más ganas.
—¡Soy una dama, Raphael! —se molestó. Sus mejillas ardían con mayor
intensidad, sabía que el joven lord no lo decía a modo de insulto. De hecho, en
cada ocasión que conversaban, no dejaba pasar la oportunidad de repetirle
cuánto le agradaba sentirse cómodo con ella. No eres una lamebotas ,
confesaba, y eres divertida, porque no me miras como si quisieras ser la
próxima condesa . ¿Podían los halagos doler tanto?
No sabía cuándo fue que se dio cuenta de que Raphael le resultaba bien
parecido. Podía ser esa tarde en el lago de sus tierras, cuando el sol de
verano se ponía en el horizonte y sus rayos arrancaban destellos en los
cabellos renegridos y mojados del joven. O en aquella ocasión en que los pilló
una tormenta de nieve, y él abrió su abrigo para darle cobijo entre el cuerpo y
la pesada tela. Como fuera, tenía razón, ella no lo miraba como si quisiera ser
la próxima condesa, porque no solía tener aspiraciones imposibles.
—Pues no lo pareces desde aquí —bromeó. La elevó con sus manos, desde su
posición, podía ver las medias de lana de Natalie.
—¡Eres imposible! —se quejó ella. Jaló de su falda para cubrirse. La tela se
enredó en la corteza—. ¡Joder! —se le escapó—. ¡Joder, demonios! —maldijo
aún más al comprender que de su boca escapaban las palabrotas de sus
hermanos. Logró contener el último improperio, le había dado la razón a
Raphael, no era una dama. Él reía encantado, la miraba con diversión.
Nat era única. Nat era su amiga. Los nobles no tienen amigos, tienen lacayos.
Pero él era distinto, él la tenía a ella.
—Te enseñaría las mil formas de decirle a alguien que es un imbécil, pero no
es aplicable si ese imbécil acaba de salvarte la vida. —Natalie reptó por el
suelo hasta salir de debajo de su rescatista. Él apenas podía moverse, el
tronco quebrado estaba incrustado en su espalda. Quitarlo no fue tarea
sencilla, pero ella lo logró. Podía ser pésima en las tareas domésticas, en
cambio, ayudar a heridos y accidentados se le daba bien. Lo había aprendido
de su abuela Brigid. Utilizó la pierna, mucho más fuerte que los brazos, para
elevar la rama y ampliar el ángulo conformado con el suelo. Raphael debió
deslizarse, y la corteza le raspó la piel. Una vez a salvo los dos, se dejaron
caer en el césped para recuperar las fuerzas—. Tendremos que ir a casa de mi
abuela, esa herida no está bien. —Él asintió, enmudecido—. Gracias por
salvarme…
—De nada. Los raspones sanan, las quebraduras de cuello no.
¿Por qué había dicho eso?, pensó. Su humor se había vuelto lúgubre en lugar
de exaltado. No era el primer accidente que tenían, Raphael solía poner a
prueba sus límites físicos constantemente y encontraba en Natalie una aliada.
Y en Brigid una sanadora. Como fuera, conocía el riesgo, el miedo y su
esperada exaltación. Los dos primeros sentimientos lo alcanzaron con fuerza,
sobre todo, el temor a perder a su amiga. ¡Joder!, el terror fue tan intenso.
Jamás experimentó algo igual. No podía explicarlo.
Él sonrió, apenas una mueca. Su Nat tenía un sexto sentido para percibir su
ánimo, y en esos instantes era tan oscuro que olía a tormenta.
—Podría jurar que sentí a la muerte, Nat —confesó—. Aquí, entre nosotros,
tuve la certeza de que la muerte nos rondaba. Y ahora… —Se silenció, ella le
cogió la mano en un acto instintivo. Él la observó, confundido. Se soltaron de
inmediato.
—Yo también estoy asustada… —dijo, él asintió. Natalie estaba asustada por
su inmensa capacidad de empatía, sentía como suyo el dolor ajeno. Sentía
propio el miedo de Raphael.
—No estoy asustado. —Ella creyó que era un intento de parecer valiente—.
No… tengo la seguridad. —Acalló el resto, no por él, sino por Nat. Ya estaba
atemorizada. Lo percibía, como él.
Asintió sin dar muestras de sorpresa o duda. Natalie comprendió hasta qué
punto Raphael había hablado de certeza. No habían eludido la muerte, solo no
había ido a por ellos. Nadie escapa cuando la hora llega. No fue un accidente,
de eso también estaba seguro el muchacho. Conocía el rostro de la parca. Su
nombre, su título, su casa, su sangre… Su padre.
Se adentró por la ventana del altillo que había utilizado para salir. La doncella
lo observaba con pavor, se santiguó al pasar. Creía que el joven lord había
atentado contra su vida, que se había subido al tejado para lanzarse e ir al
encuentro de su madre. Nada más lejos de la verdad. Raphael solo ansiaba
volver a sentir. Miedo, vértigo, cosquillas… algo. La partida de lady Vivian lo
había dejado vacío, anclado en ese limbo, en el momento en que Natalie
pendía cabeza abajo y él sentía la muerte pasar, confundiendo su víctima. Aún
no hallaba alivio. Su tío, el marqués, dijo comprenderlo. No salía de su
estupor, de lo repentino e inesperado. Raphael no estaba seguro de que su tío
lo entendiera. Mucho menos su padre.
—Raphael y tú… —lo corrigió con intención. Se oyó el rechinar de dientes del
conde. Si no fuera por sus obligaciones con el título, jamás hubiera
engendrado. Tener un hijo era compartir a su esposa, era relegarse a segundo
lugar. Vivian amaba más a Raphael que a él; cuando observaba al joven, le
brillaba la mirada como jamás se le iluminó en su presencia.
—¡Y lo haré!, no tengas dudas que lo haré. —El marqués hizo resonar su
bastón sobre el suelo—. Es sangre de mi sangre, es hijo de mi adorada
hermana. Tendrá todo lo que pueda otorgarle. Y si tú hubieras amado a Vivian
como dices, verías en él la forma que la vida nos dio de hacer eterno el
legado. ¡Raphael es el legado de Vivian mucho más que el de tu maldito
condado! —elevó el tono.
No se dio cuenta de que estaba tan cerca de la escalera, ni que el golpe fue
tan fuerte que la desmayó y la hizo caer por la barandilla. Un accidente,
porque él nunca le haría daño a Vivian. Su Vivian. Era culpa de su hijo, de él
que competía por el amor de su madre. Odió a su cuñado por intentar
reemplazar el amor de ella. Si él se quedaba sin Vivian, Raphael también. Ese
era su castigo.
Lo entendió, lo entendió todo justo cuando pudo unir sus ojos negros a los
castaños almendrados de ella. Volver a sentir implicaba sufrir. Prefería las
emociones superficiales —el vértigo, la velocidad, el ahogo, el agotamiento
físico— antes que las emociones reales. Si se detenía un instante más en la
mirada de su amiga, si le permitía a ella entrar, entonces el dolor se haría
insoportable.
Se deshizo del abrazo de manera brusca y abandonó el lugar. Los ojos del
conde le quemaron la piel de la nuca. Otro par se fijó en él mientras se
alejaba. Unos iris negros idénticos a los suyos y a los de su madre. Los del
marqués. Pero no lo observaba solo a él, también contemplaban con
curiosidad a la nieta de Brigid McAdam, la joven Natalie. Ni muy agraciada,
ni muy delicada, ni muy rica. Y, sin embargo, su efecto en el futuro conde de
Onslow no pasó desapercibido. Su nombre, Natalie McAdam, quedó grabado a
fuego en la memoria del marqués de Donegall.
—No.
—Vete —insistió.
—Tú tenías que morir, no ella —dijo—. Como yo te salvé, la muerte se llevó a
mi madre. Tú tenías que morir. —Separó los cuerpos con rudeza. Natalie
trastabilló y cayó sobre su trasero. Raphael miró su obra con pavor.
La había herido, a Nat, a su amiga, a quien decía querer. La había herido con
sus palabras y con sus actos. No era como su madre, comprendió horrorizado.
Era como su padre. Disimuló el espanto de su epifanía con un gesto de
desinteresada frialdad; sin tenderle la mano para ayudarla, se alejó de ella
para siempre.
Capítulo 1
Inglaterra, 1869.
—¡Por los cielos y por la Reina Victoria! —exclamó mientras rodaba por sobre
el colchón. Estaba por completo desnuda, al igual que él. Volvió a gemir con
la intención de perpetuar la sensación del reciente orgasmo.
Cogió una almohada, la apoyó contra el borde de madera del pie de cama; se
recostó en el extremo opuesto del colchón. Observó el rostro enrojecido y
saciado de la mujer que compartía el lecho matrimonial con él. Le encantaban
esas mujeres que denigraban con total libertad el mandato sagrado de la
obediencia y la fidelidad, eran la clase de mujeres que encendían su
masculinidad de forma inmediata.
—Pues sí... —Lady Magnolia estiró su pierna derecha hacia él y con los dedos
de sus pies le acarició la barbilla—, hace tanto que no sé de ti que temo que
hayas cambiado tus hábitos.
Ella se mordió los labios víctima del nuevo deseo que comenzaba a invadir su
cuerpo. Los ojos de Raphael no se apartaban de los suyos con evidente
provocación. El muy desgraciado poseía esa cualidad única, con su sola
mirada, fría, profunda y sensual, despertaba a los demonios cautivos en los
cuerpos de las féminas. ¡Bendecido sea! Muchas mujeres de Londres estaban
a la espera de ser exorcizadas por ese hombre.
—Los últimos rumores que llegaron a mis oídos... —Lady Magnolia capturó la
botella de whisky que estaba en su mesa de noche. Bebió del pico, luego se la
entregó a Raphael— te ubicaban en Mónaco.
Lo cierto era que tenía el corazón roto. Sí, roto. Los hombres de su calaña,
granujas, canallas confesos, solo entregaban una pizca de sentimientos a sus
cómplices de aventuras. Existía un extraño código de hermandad que, cuando
se fragmentaba, dejaba vacíos irreparables. En el caso de lord Raphael
Becket, su secuaz canalla abandonó el frente de batalla libertino en nombre
del amor. ¡Ja! ¡Vaya estupidez!
—No has hallado reemplazo para el honorable señor Tremblay, ¿verdad? —se
burló la mujer. Raphael volvió a capturar el dedo de su pie con la boca, pero
en vez de lamerlo, lo mordió.
—Una vez más —Recuperó la botella, sorbió—, tus rumores están pasados de
moda. Al parecer, la insípida mujercita no era tal. —Se reservó la apreciación
de «arpía», el apodo cariñoso que utilizaba Bastien Tremblay en la intimidad.
Estaba enojado con su amigo por el repentino abandono, llevaban meses
distanciados, pese a ello, no traicionaría su confianza—. Como sea, ahora es
un exitoso emprendedor y un devoto esposo.
—En resumen —Hizo más presión en el tobillo de la mujer y tiró con fuerza de
ella—, no he venido aquí a hablar.
—Pues sea libre de hacer ambas cosas —exclamó con el deseo quebrándole la
voz.
El segundo...
¡Sé que eres tú, Becket... he esperado este momento con ansias, malnacido!
—Oh, si lo pides de esa manera, Ethel, cómo negarme... —le susurró antes de
subirse al borde exterior de la ventana. Miró hacia abajo, eran como mucho
dos metros, tal vez más, pero caería sobre un colchón rosas. Un juego de
niños.
La caída fue brusca, pero aceptable dadas las circunstancias. Cojeó un par de
metros, luego recuperó el andar pese al dolor en la rodilla. Tomó el sendero
lateral y bordeó la casa hasta el jardín delantero. Una bala impactó en el
tronco de un abeto a un par de centímetros de su cabeza.
Raphael resopló, tendría que tener una seria conversación consigo mismo,
estaba siendo un poco descuidado en ciertos asuntos. Aceleró el paso
motivado por lady Magnolia que le daba instrucciones desde la altura. El
ofendido en cuestión iba tras sus pasos.
Una vez atravesada la reja principal, con los pies en la seguridad de la acera,
se colocó la camisa y la chaqueta, no hizo a tiempo de abrocharse los botones,
los gritos de los transeúntes lo pusieron en alerta.
—¡Señoritas! —sonrió al comprobar que el carro iba ocupado por tres jóvenes
muchachas y una mujer mayor.
Cayó de espalda al empedrado. ¡Ufff, sí que dolió! Dolió más que lanzarse de
la planta alta de Whelan. Un carruaje iba en su dirección, rodó por el suelo
antes de que los caballos pasaran por sobre su cuerpo.
—Le agradezco la hospitalidad, pero no era necesaria, tenía todo bajo control.
La mujer que compartía asiento con él rio en tono burlón. Se volteó a ella,
juraría que no la había visto en su vida. En cuanto a la otra mujercita frente a
él, apenas alcanzaba la edad de una debutante. El encuentro de miradas fue
inmediato. No había sonrojo ni actitud de coqueta provocación, la muchachita
lo miraba, sin moderación alguna, como si quisiera develar la trama secreta
de su vida. ¡Ja! ¡Buena suerte con eso! Raphael le sostuvo la mirada.
Así lo hizo, uno a uno, deslizó los botones por los ojales sin apartar la mirada
de la aludida. La evaluó en un parpadeo, cabellos rubios casi plateados, ojos
color café y unas pestañas tupidas y arqueadas que con un simple pestañeo
podría despertar la envidia en un colibrí. Su piel tostada por el sol le otorgaba
la cualidad de beldad exótica, aunque él podía oler la fragancia británica que
se desprendía de su cuerpo. Le sonrió galante, ella se mantuvo impávida ante
su común arma de conquista.
Esas palabras fueron una dosis de adrenalina para él. Podía imaginarla
convertida en una mujer madura, desafiante, anhelante... ¡Cielos!
—Lady Thomson, ¿de dónde ha importado esta materia prima? —Se vio
tentado a inspeccionar más de cerca a la jovencita. Tal vez, solo tal vez,
enredaría los dedos en los bucles de su cabello.
—Un gran amigo mío, casi familia —intervino lady Thomson con una gran
sonrisa. Alice alzó el mentón, orgullosa de su padre.
—No he tenido el gusto —alegó Raphael. El apellido había llegado a sus oídos
en alguna que otra oportunidad, nada más.
—Pues, continúe sin ese gusto si desea mantener los cojones en su lugar —
finalizó la mujer.
—¡Juliet! —replicó Alice. Pese a la tierna edad, era la más protocolar de las
mujeres allí presentes.
—No, nada de Juliet —se defendió—, tus padres han puesto su confianza en mí
y me han delegado ciertas responsabilidades, una de ellas es la de mantener a
los bribones lejos de ti.
—Déjeme decirle que está haciendo muy bien su trabajo —le susurró él al
oído.
—¿Usted lo cree?
No iba a negar que el paseo con las mujeres le estaba resultando entretenido,
pero prefería otro tipo de entretenimiento. Golpeó el techo del vehículo, el
cochero detuvo su andar.
—¡Vaya que resultó ingenuo, milord! La fatalidad no hace pactos con nadie,
no se confíe.
—Lo siento, milord... no podemos con ella —El auxiliar de cuadras lo puso al
tanto de los acontecimientos—, lanzó al jockey antes de que este pudiera
subirse a la montura. —Hacía referencia a Andrómaca, una yegua pura sangre
Maqtchem que debutaría esa tarde.
—¿De hecho?
—Pero, milord, eso... eso no sería correcto. —Lo dicho nada tenía que ver con
una cuestión de ética o similar, sino con los requerimientos físicos de los
jinetes: estatura media a baja y peso ligero. Lord Becket no tenía la
contextura física de un inglés promedio, superaba el metro ochenta y era un
derroche de musculatura firme y tensa.
Raphael Becket escribía sus propias reglas y las compartía con el mundo,
poco le importaba que fuesen aceptadas o no. Vivía a su ritmo, a su manera,
hacía oídos sordos a las sugerencias ajenas.
Se confió.
Sus jornadas solían ser más agotadoras. La empresa Cuatro Flores que poseía
con sus amigas Agnes Holland, ahora Tremblay por sus nupcias con el
Honorable Bastien Tremblay, Jana Anderson y su hermana, Lindsay White,
estaba emprendiendo vuelo. Era aún un pichón inexperto, con sus aleteos
descoordinados y sus tropezones inevitables. Comenzaron accidentados, y así
continuaron hasta hacía poco. El último percance fue un intento de robo que
finalizó con Tremblay —El hombre que era el rostro de la compañía con fines
legales— herido por un maleante. Ya repuesto, retomaron las actividades.
Desde el alba hasta el ocaso, las cuatro damas trabajaban codo a codo con la
intención de conseguir la primera tirada de productos para su distribución
comercial. De momento, solo vendían a través del boca en boca de sus
clientes, haciendo entrega de los artículos en mano. ¿Vender en las grandes
tiendas de Londres?, ¿del mundo? ¡Oh, eso era un gran sueño! Y como decía
su adorada Agnes, los grandes cambios provienen de grandes ideas.
La risotada no fue contenida. Miró a ambos lados para constatar que nadie la
hubiera oído reír sola como una loca. Es que… ¡Vaya broma!, no solo no
contaba con dote, sino que acarreaba deudas de sus progenitores. ¿Belleza?
Mmm… depende del ojo del observador, se dijo para darse ánimos. Estaba
sana, no tenía marcas de viruela y gracias a las enseñanzas de Brigid respecto
a hierbas y cuidados conservaba todos los dientes, sin caries ni manchas. No
estaba tan mal, ¿verdad? Claro que los hombres preferían a las rubias, de
rizos, con cinturas estrechas, cuerpos esbeltos y pieles lozanas. Ella conocía
al dedillo los cánones de belleza, era el mercado al que apuntaba Cuatro
Flores. Perfumes y cosmética. Natalie era capaz de preparar ungüentos para
todas las necesidades, con el fin de resaltar cualquier atributo, sanar los
problemas de la dermis, mejorar el aspecto del cabello… de lo que no era
capaz era de hacer magia. «Quod natura non dat, Salmantica non præstat» ,
una frase que repetía su abuela. Las únicas palabras, además de los nombres
de las hierbas, que conocía en latín. Ella podía saber todo sobre las
propiedades de las plantas y cómo combinarlas, pero solo con el fin de
potenciar los dones naturales. Era incapaz de inventarlos. Su cabello seguiría
siendo negro como el carbón, sus ojos permanecerían de un ordinario color
avellana, su piel continuaría su inexorable bronceado mientras no poseyera
carruaje y su altura… Grr… su altura no podría ser disimulada ni aunque se
encorvara. Es tu sangre celta , escuchaba a su abuela decirlo como un halago.
Pues bien, los británicos no tenían tanta sangre celta, la mayoría de ellos, con
suerte, la igualaban en talla. Nada resultaba más humillante para un hombre
que danzar con una dama que lo superaba por varios centímetros. Recordaba
su debut. Allí, entre todas esas serpientes y aves de rapiña, estaba Agnes
Holland. Con ella pudo hallarle la gracia al asunto, rieron entre los jarrones y
empapelados del salón, se animaron mutuamente en una noche para el olvido.
El destino quiso que la señorita Holland fuera amiga de Jana Anderson, vecina
de Natalie, y juntas forjaron una ventajosa amistad en todos los aspectos.
Emocionales y económicos.
El ánimo, sin embargo, esa mañana no estaba tan presente como era habitual.
Tras sus horas de trabajo junto a Lindsay —hermana de Jana— en la
preparación de aceites esenciales, la hora de las reuniones resonó en el reloj
central. Se apersonaron en el despacho de Agnes para llevarse la sorpresa de
que no estaba allí. En su sitio, una nota escueta: «Partí con Bastien hacia
Londres, le informaron sobre el accidente de un amigo, espero regresar
pronto. Con cariño, Agnes.»
Hacía mucho que no se pensaba a sí misma de esa manera, como Nat. Maldijo
en su interior, desoyó los instintos y puso fin a la jornada. Regresaría más
temprano a casa, descansaría, y al día siguiente Agnes se reuniría con ellas
para decirles que el accidente era de un Anónimo. Oh, sí, un amigo de la
época de Eton, a quien no conocen en absoluto y de quien solo elevarán
plegarias de pronta recuperación como buenas samaritanas. Amén.
¡La última persona de esta tierra con la que no me casaría! , expresaron los
dos, en exactas palabras. Ella a sus padres, lord Becket a su tío. Ahora, esa
negativa, se sumaba a los reproches de su familia para con ella.
Esa tarde, Natalie parecía dispuesta a dejar los rencores del pasado a un lado
por un momento, con el afán de asegurarse de que Raphael gozaba de plena
salud, luego podía seguir odiándolo como hasta entonces y él podía seguir con
su vida deplorable sin interrupciones.
—Cobarde… —se dijo, segura de que allí nadie la oiría hablar sola—. Al
menos, solo con el cielo de testigo, sin siquiera pájaros a la redonda, puedes
reconocer el miedo que sientes de que haya tenido un accidente, ¿verdad?
La respuesta se hizo presente ante sus ojos. El terror se apoderó de ella como
quince años atrás. No era una dama, ¿para qué aparentar? Se lanzó a la
carrera, sin preocuparse por doblarse un tobillo producto del camino desigual
y los botines gastados. Arribó sin aliento, con las mejillas enrojecidas por el
esfuerzo y los mechones negros fuera de su recatado moño.
Abrió la puerta con más ímpetu del esperado. Golpeó la pared, dejando una
marca en el yeso. Por poco la arranca de las bisagras. Los ojos de sus
hermanos, de su madre y su padre se fijaron en ella con vergüenza. Un par
extra, negros y profundos, idénticos a los de Raphael Becket, la observaron de
otro modo, con una profunda tristeza.
—¿Yo?
—¿Cuántas Natalies conoces? —La mujer que le dio la vida tensó los labios en
una mueca desagradable—. Los dejamos a solas…
Sin pedir permiso, con una descortesía que competía con la que reclamaba a
su hija, abandonó la sala arrastrando a su marido e hijos como si fueran
cerdos en el matadero. Había olvidado contabilizar su familia como uno de sus
más notables no-atributos para ser esposa.
—Lo siento, milord —se disculpó—. Lo siento por tantas cosas que no sé ni
por dónde empezar. ¿Los modales? —Efectuó una nueva reverencia y se
dirigió a por el té. El marqués la observó realizar la tarea con una dosis de
fascinación. Tenía los modos de una sirvienta, no los de una dama. Sus manos
no se movían gráciles, como el aleteo de una mariposa, sino eficientes.
Como… como los de una mujer.
—¿Disculpe? No lo he oído.
—Nada, pequeña. Uno se vuelve viejo y empieza a ser consciente del reflejo
en el espejo. Las arrugas, las absurdas reglas sociales y el tonto esnobismo.
—Oh, eso… En ese caso, nací vieja. —Natalie se sentó en el sillón liberado por
su madre. Aún conservaba el calor del trasero de la matrona. Le pareció
escuchar el rechinar de dientes al otro lado de la puerta, la censura a sus
respuestas sinceras.
Sirvió el té en sus mejores tazas. Al ver que las manos del marqués temblaban
al coger la suya, Natalie se puso de pie y regresó con sus hierbas.
—¿Cómo has sabido que me trae aquí mi sobrino? —Bebió la infusión con
calma, sin apartar la mirada de la muchacha.
—La señora Tremblay dejó una nota avisando de un accidente, un amigo del
honorable señor Tremblay. El honorable señor tiene un solo amigo, uno que
desde hace quince años juega a jalarle los pies a la muerte. —Se dio cuenta
de que sus ojos se humedecían, bajó la mirada a la superficie cristalina de su
té. Tú tenías que morir, no ella. Hay quienes la muerte los encuentra
desprevenidos, y otros que la tientan—. ¿Qué ha sucedido?
—Un accidente, las carreras. —Esas cuatro palabras le quitaron años de vida
al marqués.
—¿Está… él está…?
Natalie se quedó sin aliento por la noticia. El destino era cruel con los
alumnos díscolos. Se mordió los labios para contener los improperios, esos
que Raphael le pedía que le enseñara cuando eran pequeños.
—No hablo de esa ayuda, señorita McAdam. Según los doctores, no hay nada
que podamos hacer en esa área.
—Es la única área en la que puedo ayudarlo, milord. —Cerró el libro, elevó la
mirada, esperó que sus ojos marrones traslucieran seguridad.
—Sabe que no es así. —El hombre dejó a un lado los formalismos. Apoyó la
taza en la mesa auxiliar y extendió las manos para coger las de Natalie. Las
enlazó a las femeninas sobre la superficie de piel suave del libro de herbolaria
—. En el funeral de Vivian, tú… —Ella intentó quitar las manos, recordaba
muy bien ese momento. Él la retuvo—. Tú fuiste la única en llegar a él, en
obtener una reacción, sacarlo del letargo.
—Ya nos hemos negado ante la idea de un enlace, y sé muy bien lo que él
opina de su propuesta.
—¿Le guarda rencor a todos esos caballeros que hablaron mal de usted?, ¿que
la despreciaron por su falta de dote, por las pocas relaciones, por su
temperamento franco y poco artificioso?
—Sí —mintió—, soy una persona muy rencorosa. —Cruzó los brazos sobre el
pecho, un acto reflejo, solía hacerlo cuando se sentía atacada. Era más una
especie de abrazo, de consuelo propio.
—Oh, ya veo, me equivoqué con usted. —Cogió la taza, sorbió sin hacer ruido,
volvió a apoyarla con delicadeza—. Y dígame, por ejemplo, ¿quién es
merecedor de ese rencor? Lord… —Chasqueó los dedos, como si el nombre se
le hubiera borrado de la memoria e intentara recordar. Le pedía a ella
completar la oración—. Lord… Lord…
—¿Por qué?
—Yo no dije eso… —se defendió, en vano, el marqués la tenía entre las
cuerdas.
—Oh, querida, son los años. Nos hacen tener una epifanía detrás de otra.
Como recién, al verla a usted servir el té. Al verla a usted ahora, ante mí. Al
verla a usted trabajar en esa osada empresa con sus socias y amigas.
—¿Y yo soy su plan de venganza? —Rio sin humor—. ¿Casarlo ahora con su
peor pesadilla, justo cuando no se puede defender?
—No, no. Nada de eso, querida. Cuando me enteré del accidente y del
diagnóstico, tuve uno de esos arrebatos. Estoy demasiado viejo para andar
pateando butacas, lo reconozco, mi tobillo duele como mil demonios. Me
enfurecí tanto… y entonces, se apersonó mi cuñado, el conde de Onslow.
¿Sabes qué me dijo? —Natalie negó con la cabeza—. Se lo ha buscado… así,
sin más, sin inflexiones en la voz, sin lamentos, sin más que la simple
resignación. Se lo ha buscado. ¿Por qué yo no podía, simplemente, tomar el
asunto así? Sin dudas, Richard estaba en lo cierto, Raphael lleva mucho
tiempo por el sendero destructivo. Entonces, ¿por qué yo pateaba una butaca,
rebosante de frustración?, ¿qué me enoja tanto? —Hizo una pausa, suspiró—.
Conozco la respuesta, son preguntas retóricas. Para mí, al menos, lo son.
¿Para usted, señorita, también lo son?
Un cuerpo arremetió contra ella y por poco la hizo caer de bruces contra el
suelo. Se giró, consiguió aferrarse a algo, era su madre. La mujer blandía un
pañuelo blanco, lo elevaba y exclamaba:
—¡Lord Raphael para ti!, ¿deseas dejar los formalismos con él? Pues sé su
esposa, quizá te permita llamarlo por su nombre de nuevo, como cuando eran
pequeños. —Su madre hundió el dedo en la llaga.
—Cuando empezamos a tener deudas, como todos los demás crueles de este
mundo. Si quieres hacer un aporte a la bondad, salda las mismas, y ya verás
cómo hasta nos ponemos a hacer donaciones con lo que sobra —expresó,
ofendida, la señora McAdam.
—No, no, no… —Natalie cogió su abrigo, pues ya iba a anochecer, se envolvió
con él y cruzó el umbral—. Me niego a continuar con esta conversación. Me
niego a permanecer un segundo más bajo el techo de personas que se alegran
de la desgracia ajena.
El único refugio posible era Cuatro Flores. Hacia allí se dirigió a paso ligero,
refunfuñando, sin importarle si alguien la escuchaba hablar sola. De su boca
escapaba el vaho de su aliento y dibujaba nubes grises en el cielo violáceo del
atardecer. Terminó de maldecir a su madre en un santiamén, no le sorprendía
en lo más mínimo su abordaje del asunto. Para quien aún tenía muchos
insultos era para Raphael.
—¿No podías permanecer con buena salud? ¡No, claro que no!, el muy canalla
tenía que sufrir un accidente… —Se frotó las manos, había olvidado los
guantes—. No uno menor, tampoco uno letal. Uno lo suficientemente grave
como para sentir que maldecirte me hace mala persona. ¡Grr!, ni eso me
dejas, ni el derecho a odiarte sin culpa. Ahora soy cruel por guardarte rencor.
Hasta el día de hoy se odiaba por haberse quedado sin palabras. Sonrojada
hasta las ojeras, por la furia y la vergüenza. Juró que nunca más le permitiría
herirla así. En ese salón no había motivos para semejante desplante. No era
más un niño en el funeral de su madre, dolido por el golpe del destino.
Le había roto el corazón, aunque se negara a aceptarlo. Y no había
encontrado un motivo, ¿por qué él la odiaba? Dudaba que un hombre con las
facultades de Raphael se aferrara a la idea de que por salvarla a ella su
madre había muerto. Ese era un pensamiento infantil, producto del dolor.
Existía algo más, y el marqués lo percibía también. Ese algo era un enigma
para Natalie, deseaba descifrarlo, anhelaba un poco de paz. Quizá, así, podría
olvidarlo, quitarse de encima el malestar y colocar a Raphael en el mismo
montón de hombres que le importaban bien poco.
Arribó a Cuatro Flores, le sorprendió hallar una farola encendida. A esa hora,
todos debían haber marchado. Fue en dirección a la luz, era el despacho de
Agnes. La puerta estaba abierta.
—No, Bastien.
—La culpa de ser el hombre más feliz de Inglaterra cuando mi mejor amigo es
el más infeliz. Estoy dilatando el momento de refugiarme en mi hogar, en los
brazos de mi esposa y aceptar su consuelo. Pretendo sentirme miserable un
par de horas más, es lo mínimo que puedo hacer por él. ¿Tú?
—Para ser insulsa, desabrida, aburrida, ¿qué otro adjetivo solía utilizar él?
—Insignificante…
—Eso mismo, insignificante… Para ser todo eso, usted posee una capacidad
única de permanecer en la memoria de Raphael. Me pregunto, ¿uno no se
olvidaría de lo insulso y desabrido?
—Depende…
—¿De qué?
—Deme el alcohol y vaya a casa —dijo Natalie, tras poner los ojos en blanco—.
Perdió el hábito de beber, un sorbo y ya dice tonterías.
—Claro que sí, pero especulo con conocimiento. Por eso soy muy bueno en los
negocios. —Sonrió con picardía, adoraba sacar a relucir sus dotes
empresariales. Característica en común con su esposa.
—No, pero ahora que lo sé, le digo que solo es posible semejante hecho tras la
aceptación de Raphael. Él le ha dicho que sí a su tío. —Amplió la sonrisa—. Y
el muy maldito en lugar de hacer la propuesta en persona, envió al marqués.
¡Malnacido! —El insulto fue dicho con inusitado cariño. Natalie lo repitió con
el habitual enfado.
—Puede que sea un acierto, o puede que sea otro horrible plan del destino
cruel.
Natalie quedó a solas, con su vaso lleno y la mirada en el espacio vacío del
pasillo. Se puso de pie, deambuló por las zonas plantadas por Jana. Estaba
trasladando algunas de sus plantas, por un problema inminente con el
heredero de su difunto esposo, Berthan Anderson. Se aproximó a uno de los
senderos de flores recién trasplantadas. Las reconoció de inmediato,
camelias. Sí, su estómago se retorció, como cuando se asomaba al borde de
un acantilado. Las preguntas retóricas del marqués resonaron en su mente
junto a sus respuestas. Odiaba a Raphael no por el daño que le había hecho a
ella, sino por la herida infringida a sí mismo. A su parte buena, al joven que
veía en Nat una compañera de juegos, una amiga, una igual. Lo odiaba por
haber matado a Raphael y haberle dado cobijo a lord Becket.
Pero quizá Raphael no estaba muerto y lord Becket no estaba tan vivo. Quizás
existía una posibilidad, y esa chance era la que se abría como un precipicio
bajo sus pies y le hacía sentir el vértigo.
Tal vez Natalie McAdam sí era el plan misterioso de Dios o del destino
después de todo.
Capítulo 3
Iba a casarse con Raphael. Lo sabía, sus tripas no dejaron de retorcerse desde
la conversación con Bastien. Su mente todavía buscaba excusas, una tras
otras, para luego descartarlas. Siempre supo que necesitaba hallar un esposo,
salvo que los tiempos de Cuatro Flores se aceleraran y mañana amaneciera
con una fortuna en su baúl, la opción del matrimonio era la única posible. Su
padre estaba a un paso de la prisión de deudores, su madre daba un rodeo sin
atravesar el pueblo, pues les debía a todos los comerciantes de las
inmediaciones. Si aguardaba unos meses más, hasta ella pasaría un par de
noches tras los barrotes.
—No lo culpes, Natalie, es su mejor amigo, quiere lo mejor para él. Y yo… por
primera vez en la vida, no lo sé, no tengo respuesta.
—¡Yo no soy lo mejor para lord Raphael! —exclamó irritada. De pronto, todas
las miradas estuvieron en ella. La quemaron, le atravesaron la piel. Lindsay,
con su aire romántico, fue la encargada en ponerle voz al pensamiento
colectivo.
—¡Claro que no!, solo… Grr… —Su frustración creció a la par de la ira. En los
últimos días, su boca no dejaba de ponerla en aprietos. Develaba los
sentimientos que su corazón y mente se habían encargado de ocultar con
ahínco. Parecía que ya no había cabida en su cuerpo para las mentiras
autoimpuestas, las mismas decidieron aflorar como agua de manantial… Mala
comparación, mejor decir como lava de un volcán. Porque quemaban y
arrasaban con todo—. Lo dije solo porque hablábamos de él. Además… —La
mejor defensa es la ofensa—: si el señor Tremblay se preocupa por su mejor
amigo y piensa en los beneficios para él, ¿no sería tu rol pensar en lo mejor
para mí?
—Tu enojo es todo lo demás… —La voz de Jana atravesó su neblina. La mirada
cristalina de la mujer, la más experimentada de ellas, le quitó cualquier
máscara—. Estás a la defensiva…
—Nadie te ataca, si nos dices que no quieres casarte con él, bajo mi techo
tienes un lugar…
—Pero como somos tus amigas, y sí, deseamos lo mejor para ti, no nos queda
más que obligarte a reconocer el motivo de tu enojo —concluyó Jana, con su
sabiduría.
—No… ya no lo eres.
Optó por su mejor atuendo de tarde, un traje de muselina verde agua con
flores y puntilla inglesa en blanco. Se recogió el cabello con un moño en lo
alto, el muy maldito batallaba las horquillas como una fiera enjaulada. El
parasol no combinaba, lo cogió, de lo contrario, conseguiría arribar a las
tierras Donegall roja como una fresa. Alzó el mentón, ignoró la sonrisa
satisfecha de su madre y los ronquidos ebrios de su padre y hermano —
quienes debían estar trabajando si deseaban saldar las deudas, ¡joder!— y
abandonó el hogar familiar.
—S-Sí, señorita. —Vio que cargaba una jarra con agua fresca, se la quitó de
las manos.
—Milord… —La señorita McAdam efectuó una reverencia—, eso está por
verse.
—No he venido a negociar con usted, sino con la víctima… —rebatió Natalie,
la conversación parecía de locos, a los gritos, desde una ventana de la
segunda planta hasta los verdes jardines.
—¿Por quién teme, milord? —Natalie alzó el mentón—. ¿Por lord Raphael o
por mí?
—Dios no tiene nada que ver con esto, milord. Por lo visto, el diablo fue quien
metió la cola.
Tras lo dicho, con el agua fresca y el paso firme, se adentró por la puerta de
servicio y recorrió los interminables corredores hasta la habitación en la que
lord Raphael se hallaba. Había optado por la sala de juego, no por los naipes,
los dados o el tablero de ajedrez, sino por la surtida bandeja de bebidas.
¡Con razón necesitaba agua!, a la joven McAdam le bastó con asomar la nariz
por la puerta para aspirar el inconfundible olor a alcohol. Lo único que bebía
el sobrino del marqués.
—¡Ya dije que no quería a nadie aquí! —exclamó Raphael y arrojó una pieza
de ajedrez.
—Tú…
—No tenía intenciones de acertar, pensé que eras Joline. Ahora que
comprendo mi error, ¿puedes volver a ingresar así remedio mi puntería?
—Y las has desperdiciado a todas… —Al fin consiguió que se girara. Lo hizo
manipulando las ruedas de su silla.
—No lo veo de ese modo, he vivido lo suficiente. He vivido más que muchos
hombres que me duplican la edad.
—Y ahora voy a casarme, ¿no es eso lo mismo que ponerle fin a la vida? —Una
sonrisa macabra y ladina se abrió paso en su apuesto rostro.
Natalie maldijo para sus adentros, hasta borracho y con la barba descuidada
era atractivo. Hasta con sus facciones desfiguradas por un profundo dolor
físico y una honda amargura emocional. A su pesar, ella le devolvió la sonrisa.
Por un instante, conectaron en sarcasmo, como una vieja broma secreta entre
amigos. Un guiño de dos íntimos cuando estaban en público.
—Entonces, ¿estás de acuerdo con este absurdo plan? —Él asintió, sin
prestarle más atención. Natalie sirvió un vaso de agua, se lo extendió.
Raphael hizo el amague de derramarlo, ella lo cogió con más fuerza. Una
lucha de voluntades. La primera de muchas por venir. Ganó McAdam—. ¿Por
qué yo?
—Cuando caí del caballo, todo pasó rápido y a la vez lento —dijo—, fui incapaz
de cerrar los ojos a las imágenes de mi vida. Mis errores del pasado, mis
desaciertos. ¿Qué he hecho con mi existencia?, me pregunté. Y entonces
comprendí, la felicidad siempre estuvo cerca de mí, a unas pocas yardas… la
felicidad eras tú.
¡Grave, grave error! Raphael no solo no se ofendió, sino que carcajeó. Por un
instante, su risa fue franca, real, de puro divertimento. Al otro lado del
corredor, el marqués lo oyó y los ojos se le inundaron de lágrimas. ¡Lo sabía!
La señorita McAdam era la indicada. ¿Hacía cuánto que no escuchaba reír a
su sobrino?
Una vez más, Natalie volvía a ser Nat. Desnudaba su corazón, admitía el enojo
y la frustración generada por su no-amigo. Sin embargo, su desacierto no
terminaba ahí. Raphael sacudió la cabeza, salpicó las gotas por todo el lugar,
incluso el vestido de muselina de la muchacha. Su negro cabello brilló, lo
apartó con las manos, descubriendo las angulosas facciones. Un ángel lo
había tallado con su cincel. Pómulos altos, mandíbula cuadrada, ojos negros y
profundos, y unos labios firmes que destilaban veneno… o placer. Ya no era
un jovencito atractivo, un muchacho que despertaba las primeras cosquillas
femeninas en Natalie. Ahora era un hombre, todo un hombre, y eso el
accidente no se lo había podido arrebatar.
—Oh, Raphael, querido… —Se inclinó hacia él—. Ya has atravesado el umbral
del buen gusto. El sarcasmo es como los diamantes, y el cinismo como los
rubíes. Por separado son elegantes, juntos son demasiado. —El hombre
mordió la comisura de sus labios por dentro, no le otorgaría la victoria de
demostrar cuánto se estaba divirtiendo.
—¿Me estás diciendo que ahora se estilan los matrimonios por amor? ¡Oh, ¿a
dónde iremos a parar?! Ya no se respetan las buenas costumbres. ¡Hay que
desterrar el progresismo de Inglaterra!
—Más odioso que tú, imposible. Más pobre que tú, lo doy por hecho. Pero no
todo está a la venta, yo no estoy a la venta.
—Natalie, vamos, ¿por qué no te has casado aún? Tienes veintiocho años…
—Y ninguna dote.
—Odias el matrimonio y todo lo que representa tanto como yo, y, al igual que
yo, no tienes piernas para huir de él. En mi caso, literal, en el tuyo, las
atrapan las enaguas femeninas. Lo sabes, negarlo no te hace ningún bien…
—En ese caso, mi respuesta es no. —Se alejó, esta vez, Raphael no se giró a
ella. Le habló sin mirarla.
—Mira tú, hasta que lord Richard no se reúna con el Creador, yo no lo seré.
Estamos a salvo.
—Se supone que no tienes que saber de mí hasta la boda… —lo reprendió en
el mismo tono.
—¡No podemos dejarlo así! —exclamaron todas las presentes. Natalie las
desoyó, se bajó del banquillo de un simple salto, se deshizo del atuendo que
pendía de sus hombros y, con destreza, ante los ojos desorbitados de las
mujeres, se colocó su vestido de tarde de algodón con botonadura delantera.
—Me marcho, y si le hacen algo más al traje, mañana me caso luciendo así.
¿Fui clara?
—Sí, milady.
—Dímelo tú, ¿quién de los dos huye? —la desafió. Por esa vez, le dejaría
ganar. Le daría el gusto de escapar, necesitaba aire. Mucho aire. En breve se
sumergiría en aguas turbias y no sabía cuándo volvería a asomar la cabeza.
La novia atravesó el umbral de la iglesia. Su traje generó conmoción en los
invitados. ¿Alguien se había percatado de que la señorita Natalie McAdam era
tan bella? Era como si la vieran por primera vez. Solo cuatro personas no se
sorprendieron por el encanto de la dama. Sus tres amigas, Jana, Agnes y
Lindsay y… su futuro esposo. El hombre apenas se volteó, aguardó con la
mirada en el altar a que su presa se acercara a la trampa. Solo un instante le
dedicó a la pena, sabedor de que le arruinaba la vida al casarse. A sus
espaldas, el conde de Onslow hacía acto protocolar. Un paso más atrás, el
marqués. Debió de ser Pierce quien se posicionara allí, junto a Raphael, en
paternal compañía. Pero las apariencias lo eran todo, y a eso se debía aquel
evento repleto de rostros de la nobleza y… camelias.
—Nat las prefiere rojas… —musitó Raphael, sin que nadie lo oyera. Gracias a
la atención despertada por la joven McAdam, él fue libre de coger su petaca y
beber un sorbo de whisky. La única en notarlo fue la futura esposa. Frunció el
ceño, él lo arqueó. Así iba a empezar ese matrimonio.
—Pss, Bastien —le susurró Raphael, por sobre la melodía nupcial—. Ríe de
una buena vez, o te desmayarás.
Natalie se mordía para no reír también. Raphael vocalizó solo para ella: al
menos llevas velo . Pudo adivinar su reacción tras el mismo. Los demás
permanecían exentos de aquella broma para entendidos. Ese divertimento
que solo compartían quienes sabían reír en la desgracia. La novia consiguió
situarse junto al novio y dar por iniciada la ceremonia. Los dos apenas se
observaban, una vez comenzó la lectura de las Sagradas Escrituras, las
gracias quedaron a un lado y la realidad de ese matrimonio recayó sobre los
invitados. Ya no había halagos al vestido de la novia, tan sencillo que
resaltaba su elegancia natural. No sabían que esa sencillez nacía de la falta
de tiempo, la boda se había concertado a contrarreloj. La elección del tocado
con flores no tenía por finalidad elevar la ingenuidad y virginidad de la
desposada, sino ocultar que los McAdam no tenían ni un penique para joyas.
Las habían vendido a todas. El murmullo general convenía en que esa
elección solo elevaría aún más el esplendor de la alianza.
—Gracias, gracias.
El fino arte del conflicto social. Era una partida elegante, estratégica,
compleja como el mismo ajedrez. Raphael se había encargado de invitar a los
Webb —por supuesto, era el conde de Sutcliff—, pero también al barón de
Cowrnell, enemistado con la familia por una apuesta del pasado que
involucraba a su hija. No conforme con ello, utilizando el supuesto vínculo de
negocios entre Cuatro Flores y las tiendas Evans, convocó a los hijos
bastardos del duque de Weymouth. El mayor de ellos, casado con lady
Daphne, la ofendida en primera instancia por el barón. Era imposible avanzar
entre los reunidos sin el temor de que un paso en falso finalizara con un
encuentro al amanecer, padrinos y dos armas cargadas. Todos anhelaban
desembarazarse del asunto, esgrimir una excusa y marcharse.
Natalie tampoco.
—¿Quién es usted?
¡Al demonio con las rubias!, pensó el barón, y se subió veloz a su carruaje. Su
infierno estaba plagado de rubias con rostro de ángel y temperamento de
demonio.
Capítulo 4
¿Existe la magia? Claro que sí. El enlace de la señorita McAdam con lord
Raphael Becket fue una demostración de ello. Con los elementos adecuados
es muy sencillo convertirse en un gran prestidigitador. Solo se requiere de
una galera adornada con títulos nobiliarios y contactos en las más altas
esferas de la monarquía, una muchachita sin muchas posibilidades sociales y
un lord caído en desgracia. Luego, sacudes la varita, dices las palabras
mágicas: Abracadabra —o los declaro marido y mujer—... y ¡Voilá! Tienes un
matrimonio.
—¡Maldito idiota, ten cuidado! ¿Todavía no han aprendido a cargar una jodida
silla? Me rodea un séquito de imbéciles.
Los gritos de Raphael respondieron a esas preguntas. Ufff ... por lo visto, en
los últimos años, lord Becket se abasteció de un número importante de
insultos. ¡Cielos! Posiblemente, su existencia junto a él sería miserable, así
que... ¡Debía de tomar lo que le daban para compensar la balanza con un poco
de goce!
Para Natalie fue como una brisa lejana. Continuaba nadando en pensamientos
mientras contemplaba con deleite la estructura de la casona. Una dosis de
egoísmo es necesaria, se recordó. Hasta la abuela Brigid lo decía: Procúrate
tu felicidad, pues nadie más lo hará por ti. No puedes responsabilizar a otros
por la ausencia de ella, ve y búscala. Ten el coraje suficiente para ser feliz .
Así lo haría, comenzando desde ese momento, comenzando con pequeños
detalles banales.
Pero bueno, en cuanto a ella, tenía que ver el platillo beneficioso de aquella
balanza, dormiría en una cama inmensa, con mullidas almohadas... ¡Oh, y
sábanas de la más delicada tela!
Tal vez, solo tal vez, podía leer hasta que los ojos se le cerraran sin que le
reclamaran el consumo de las velas. ¡No más lecturas a la luz de la luna!
—¡Milady! —Alzó la voz. Fue casi un grito. Doris Lee, ese era el nombre de la
mujer, rodó los ojos. ¿Estaba sorda la nueva señora de la casa?
De ser por Doris, hubiese rodado los ojos de nuevo con una gran exhalación a
modo decorativo. En vez de ello, parpadeó y le sonrió. Fue una sonrisa
forzada. ¡Lo que le faltaba, ser doncella e institutriz protocolar! Esa
muchachita requería de mucho aprendizaje, entendía ahora el motivo por el
cual el marqués la había enviado. Doris Lee ya había dejado atrás sus años de
doncella, en la casa del marquesado desempeñaba funciones de ama de
llaves, y solo por pedido expreso de lord Pierce, se hacía presente para asistir
a la nueva esposa de su sobrino.
—¿Ayudarme usted, lady Becket? —resaltó el «Lady Becket»—. Oh, no, la que
está aquí para brindar asistencia soy yo.
«Lady Becket».
—Señora Lee, Doris Lee, a su servicio. —Hizo una suave reverencia ante la
futura condesa de Onslow.
Tras otro grito de Raphael, una bota salió despedida como un proyectil desde
una de las ventanas de la segunda planta. Cayó justo frente a ellas. Doris
carraspeó, la miró de soslayo. Natalie se limitó a recoger la bota. Contuvo el
deseo de ir hasta la habitación de su amado esposo y arrojarla por su cabeza.
—Tal vez, yo podría encargarme de eso, lady Becket —dijo Doris señalando la
bota en sus manos—, devolverla a su destinatario.
Era una magnífica idea, de esa manera, la cabeza de Raphael estaría a salvo.
Alzó la mirada a la ventana. Percibió una forma oculta tras la cortina.
—Si así lo desea, aquí tiene... —Natalie cedió, le entregó el proyectil de cuero,
la fascinación que le inundaba el pecho estaba siendo reemplazada por
irritabilidad, y el generador de tal emoción la observaba desde la altura. La
bota no había sido una consecuencia de su arrebato. ¡Claro que no! El maldito
lo hizo adrede. Era el inicio del juego matrimonial que se llevaría a cabo bajo
ese techo. Se cruzó de brazos, lo buscó entre las sombras del cortinal. Natalie
le lanzó una mirada que solo él conocía, esa mirada que indicaba la
aceptación de las reglas. ¿Quiere jugar, lord Becket? Pues... ¡Que así sea!
Pero antes de la batalla, necesitaba recuperar energías, debía de descansar—.
Señora Lee, sería tan amable de indicarme el camino a mi habitación.
Natalie resopló. ¡Una puerta era una puerta! Maldito protocolo. Malditas
costumbres.
—Y yo se los brindaré con gusto, milady. —Espero que por muy corto tiempo,
pensó la mujer para sí.
—No, milord, mañana... —No pudo finalizar, tuvo que ponerse a resguardo
tras el sillón.
—¿Mañana? ¡¿Mañana?!
—Sí, milord... —dijo con una fugaz reverencia. Casi corrió por el corredor,
nada tenía que ver con la intención de corresponder al pedido rápido, el
muchacho presentía que en esa habitación estallaría algo más que los vasos
contra la pared.
—Si piensas que el alcohol va a apaciguar algún dolor, desde ya te digo que te
equivocas. —Natalie disimuló la preocupación que comenzaba a gestarse en
su interior. Verlo sufrir le retorcía las tripas. Bueno, ver sufrir a cualquiera le
generaba ese malestar, hasta con los animales salvajes le sucedía. Así se
convenció, así se mintió. No era él, sino el dolor lo que la hacía reaccionar.
—Te he dicho que te mantengas alejada de mí, ¿no es así? —Natalie sacudió
la cabeza sin manifestar opinión—. ¿No es así? —repitió—. Responde, no fue
una pregunta retórica.
—¡Cómo gustes! Por mí, bebe todo el maldito alcohol de la bodega si eso sirve
para que dejes de gritar a mitad de la noche.
—Pues, dime tú, ¿ves por aquí, en algún lado, a la alta sociedad? —Se volteó a
un lado, luego al otro con actitud burlona.
—No tienes que entenderme, Tamblin, solo llévale esto al señor. —Le devolvió
la botella—. De ahora en más, cuando solicite bebida a última hora de la
noche, antes de entregársela, debe pasar por mis manos.
—Pero... milady. —El muchacho no sabía cómo actuar. Acababa de ver cómo
la bebida había sido adulterada.
Natalie se quedó a la espera, disfrutando del silencio que, minuto tras minuto,
se hacía más nítido y profundo. Al cabo de una hora, regresó a la recámara de
Raphael en puntitas de pie. Sonrió ni bien asomó el rostro por la puerta. Su
amado esposo roncaba en el sillón. Fue hasta él, colocó una almohada tras su
cabeza y cubrió sus piernas con el cobertor. Le quitó el vaso vacío de la mano
e inspeccionó la botella. Estaba casi llena. Con una sola medida de ron fue
suficiente. En cuanto pudiera, tendría que ir a Cuatro Flores y elaborar
cantidades industriales del preparado. Las necesitaría para luchar contra ese
demonio, contra ese canalla... contra «su amado esposo».
—Ya le hallará sentido, milady. —La señora Lee le hacía compañía mientras,
Jocelyn Warren, la auxiliar de costura que había sido enviada junto con los
vestidos, trabajaba en los ajustes.
—Lo sé, milady, y podrá seguir disfrutando de esa practicidad cuando guste,
combinado con un vestuario acorde a su nueva posición social.
Natalie se comportaba como una marioneta. Los alzó con desgano. Desde su
punto de vista, era una pérdida de tiempo. Su tiempo.
El peso del condado comenzaba a caer sobre sus hombros. Una semana
siendo lady Natalie Becket y ya se arrepentía. Extrañamente, nada tenía que
ver Raphael con ese hartazgo.
—Habla demasiado a futuro, señora Lee. —De un paso a la vez, pensó ella—.
Aún no me acostumbro al «milady».
—Con más razón, entonces... —carraspeó Doris. El espíritu libre, por no decir
salvaje, de la señora de la casa tenía que ser domado con calma. Mucha calma
—, para acostumbrarse al «milady», debe vestir como una.
—No tiene que disculparse, señorita Warren, esas cosas suelen pasar. —Las
veces que se había pinchado al coser, no se le daba tan bien el asunto—.
Además... —Miró en derredor, la sala estaba sumergida en una forzada
penumbra matutina—, es mi sensación, o aquí está más oscuro que afuera.
—Sería tan amable de correr las cortinas de par en par, Señora Lee.
—Lo que usted demande... —Fue hasta las ventanas, corrió las cortinas. La
luz del sol inundó toda la habitación—. ¿Quiere que también abra los cristales,
lady Becket? Creo que la brisa del mediodía le resultará placentera.
—Es como si una bocanada de vida entrara en esta casa, ¿no lo cree así,
señora Lee?
No lo dirían en voz alta, pero las dos coincidían en pensamiento, esa casa era
la representación misma de un mausoleo. Natalie torció los labios en una
mueca. Recordó las tardes de lluvia e invierno en su altillo con una minúscula
claraboya como fuente de luz. Pura oscuridad. De no poseer un espíritu alegre
hubiese sucumbido a la tristeza. Nada más revitalizante que un rayo de sol,
nada más estimulador que una brisa con perfume a hierbas frescas. Sí, sí, eso
necesitaban.
—¡Pues, no se diga más! —Saltó de la tarima con tal efusividad que arrastró
consigo a la muchacha que zurcía el ruedo extendido de la falda. Cayó de
bruces sobre el pedestal—. Discúlpeme, señorita Warren. —Le extendió la
mano dispuesta a ayudarla.
—Tal vez, milady —intervino la Señora Lee—, deberíamos finalizar con esta
tarea para luego continuar con la otra.
—¿Azul Persia? ¡Vaya! Supongo que es la clase de azul que usan las «futuras
condesas» —bromeó mirando de soslayo a la señora Lee.
Una vez más, ahogó el gruñido. Podía imaginarse los argumentos: ¡Mi esposa
no andará vestida como una maldita campesina!
Como fuese, tenía otro motivo más para detestarlo. De momento... volvió a
sonreír frente al espejo. Era un bello color, un hermoso vestido.
***
—Luces como un despojo humano —expresó sin cuidado ni bien estuvo ante
Raphael. Examinó la recámara, aparentaba estar bastante pulcra. Resopló,
era lo mínimo que se esperaba con la cantidad de empleados que tenía la
casa.
—No me sorprende, muchas cosas no se te dan bien... —El conde rio por lo
bajo.
—No tengo deseos de compartir contigo tus falencias. —De hacerlo, solo
expondría aquello que el marqués se empecinaba en remarcar: le importaba
poco y nada su hijo—. Es muy extensa —finalizó. El desgraciado no podía
contener su despreciable genio.
—Me sobra tiempo, como te habrás dado cuenta, no tengo ningún lugar a
donde ir.
—Bueno —Richard Becket se volteó a él. Sostenía en sus labios una sonrisa
desdeñosa—, a eso sí podríamos llamarlo sarcasmo.
—No evadas el camino de tus palabras, padre... ¡Habla, por primera vez me
resulta interesante tu opinión! —El ardor en sus manos no se comparaba en
nada a la fogosa exaltación contenida en su pecho—. Puede que en «mis
falencias» encuentre el motivo de tu distanciamiento.
—Que te procures otro heredero, solo necesitas una mujer joven y fértil.
—Cualquiera diría que sí, considerando que decidiste casarte con ella. —Bufó
al verla hundir las manos en la tierra—. ¡Por los cielos, siempre fue una
jovencita desabrida y patética, pero uno esperaría que los años le sumaran
algo a favor!
—El paso de los años no siempre suma en las personas, a veces, no hace más
que restar. —No lo decía por ella, sino por su padre.
—Con una educación de acuerdo a los valores familiares, ¡por supuesto que
sí! Todo sea en nombre del condado.
—¡Pues me importa muy poco, por mí, puede echarse no uno, sino diez
amantes! —Mentía. Y la mentira provocó tanta rabia en él que se mordió la
lengua—. Lo que sí, dalo por seguro, el legado Becket muere aquí, muere
ahora... Le doy gracias a la maldita buenaventura por brindarme ese placer,
el placer de privarte de un heredero.
—¿Muere aquí, ahora? —repitió el conde con sorna—. Lo dudo, he ahí una de
tus mayores falencias, siempre realizas todo a medias... ni siquiera sabes
morir como es debido.
Una vez que finalizó con la tarea, limpió los restos de tierra en su delantal, se
incorporó y regresó al interior de la casa con la satisfacción de sentir que
había explotado al máximo su día.
—Diga, milady.
—¿Qué ha sucedido? Las cortinas están de nuevo en su sitio, ¿por qué? —La
muchacha en cuestión había sido la encargada de la tarea de apertura.
—No, Connie, quédate aquí así oyes lo que voy a decir y lo trasladas a los
demás. —Bing farfulló algo inentendible. ¡Vaya desfachatez!—. Señor Bing, he
dicho que quiero las cortinas de esta casa abiertas de par en par y, por lo que
veo, mi solicitud no ha sido considerada.
—¡Mire usted! —dijo con los brazos en jarra en torno a su cintura—. Lord
Becket las quiere cerradas, y lady Becket, abiertas... Mmmm, ¡vaya conflicto!
Un conflicto que resolveremos entre nosotros. ¡Ábrelas, Connie! —ordenó.
—Respetar las órdenes del señor de la casa —respondió con una falta de
respeto total hacia ella.
—Tiempo pasado, señor Bing. Déjeme corregirlo... respetar las órdenes de los
señores de la casa. Ahora comprendo por qué estamos hundidos en la mayor
de las desidias, con usted a cargo, no es para sorprenderse.
—Llevo décadas al servicio del condado de Onslow, milady —dijo con los
dientes apretados.
Sonrió a medida que subía los peldaños. Sí, la señora Lee estaría orgullosa.
¡Ja! Se tenían que realizar ciertos cambios en la casa y en la servidumbre. Sin
duda, su apreciación gestaría una nueva discusión con Raphael. ¡Que así sea!
—Sí.
Sin nada más que preguntar, hizo a un lado a Tamblin y a los demás
empleados.
—No. —Colocó sus brazos bajo los de él. Hizo palanca con sus piernas, lo
levantó del ras del suelo. Lo ayudó a tomar asiento en el sillón cercano. En
ese momento le agradeció a la naturaleza el cuerpo alto y tonificado que no
encajaba en los estándares femeninos. ¡Joder, le agradeció hasta a su madre
que siempre le demandó la fortaleza de un hijo varón!
—Mi padre tiene razón, ni siquiera sé morir como es debido. —No podía
mirarla a los ojos. No quería ver el desencanto definitivo en su esposa.
Por primera vez, esa fue una hermosa melodía para Raphael.
Capítulo 6
—Oh, Doris, he sido una soberbia y una engreída toda la vida —dijo Natalie,
en un murmullo ininteligible que escapó de entre sus labios. Se cubría el
rostro con las manos, ocultaba su desesperación.
—¿Se puede saber por qué piensa que ha sido una engreída?
—Siempre creí que yo era más fuerte e íntegra, por mi vida de carencia, por
la necesidad de trabajar a tan temprana edad, por la ausencia de
oportunidades y la obligación de abrirme camino. Pensaba… Oh, ¡qué
vergüenza!, pensaba…
—¡Demonios, no, Doris! —se horrorizó—. Las obligan a casarse a los dieciséis
años, dieciocho cuanto mucho. A los veinte son solteronas. —Desplazó las
manos y develó su rostro desesperado—. A esa edad las ponen al frente de
condados, marquesados… ¡ducados! Yo tengo veintiocho y estoy
completamente abrumada.
—Ya… ya… pero para una niña de dieciséis todo es nuevo. Soy una imbécil…
—¿Disculpe?
—Sí, creo que masculló algo como: esos buenos para nada, no los despedí yo
porque no son mis tierras. Pero son «tierras de lady Natalie» ahora. Ja, ja. En
tus narices, conde de Onslow. En tus narices. Y debo agregar que la parte de
«conde de Onslow» fue dicha en tono socarrón y con una absoluta falta de
respeto a las investiduras del mencionado hombre.
—Doris… estás roja por el esfuerzo… —Colocó las manos en torno a su cintura
e inclinó la cabeza. La altura la obligaba a mirar hacia abajo a su antigua
doncella, actual ama de llaves. La mujer apenas podía contener el gesto. La
carcajada brotó de la boca de Doris Lee.
—Lo siento, lo siento. Es que el marqués por poco hace un baile de triunfo. —
Dejó ir una risa estridente mientras intentaba ponerse de pie. Natalie la
socorrió, ahora las dos reían.
—Presiento que obró a favor de esta unión solo para vengarse de todos los
Becket de Inglaterra —confesó la joven.
—¿Un juez que se apersona para anular la unión con lord Becket?
—No sea dramática, no existirá otra lady Becket más que usted. Son los
nuevos candidatos para los puestos. Vaya al salón de la condesa, enseguida
llevaré el té así comienza con las entrevistas. Ya verá cómo de inmediato esta
pequeña casa comienza a funcionar como un preciso reloj suizo. El marqués
solo selecciona lo mejor de lo mejor.
No había nada que temer, Natalie no era rencorosa. No los culpaba, por el
contrario, hasta hacía cinco minutos ella misma verbalizaba lo poco acorde
que era para su nueva posición. Las primeras entrevistas fueron tensas,
sentía que era ella quien estaba siendo evaluada. Para la quinta, ya estaba
cansada. En la décima, harta. En la undécima, volvía a ser Natalie McAdam,
la joven que elevaba el mentón y enfrentaba la vida.
—Buenos días… —Alzó la mirada, leyó las agujas del reloj, se corrigió—:
buenas tardes, señora…
—Harrinson.
—¿Quién de ustedes acataría una orden mía sin rechistar? —Todas las manos
se alzaron, Natalie pasó a la siguiente pregunta—: ¿Y si lord Becket me
contradice? —Todas las manos descendieron—. Muchas gracias, pueden
marcharse.
—¿Sí?
—Y dime, Ariel… —Un nuevo ruido, en ese caso, seguido de una maldición de
Doris. Natalie sonrió aliviada, la situación estaba momentáneamente bajo
control—. Si nos contradecimos mi marido y yo, ¿por la orden de quién te
decantarías?
No era lealtad absoluta, era… criterio. ¡Joder!, acababa de hallar una joya en
bruto.
—En ese caso, estás contratada, ¿qué puesto quieres? Están todos vacantes,
aunque claro, el de ayudante de cámara no puede ser tuyo. Algún otro… —
¿Darle a elegir al empleado el puesto?, Natalie se superaba a sí misma en sus
carencias como lady. Sin embargo, no se reprendió por su excentricismo, sino
que se felicitó. Una gran amiga le había enseñado que el mejor y más fiel
empleado era el satisfecho.
—Me iría a vivir con ustedes solo para atestiguar cómo irritas a mi mejor
amigo.
—No seas cruel, Agnes —se quejó Natalie—, yo los sacaré del aprieto. ¿Quién
de ustedes acataría una orden de la señora Tremblay por encima del señor
Tremblay? —Todos exhalaron aliviados. Conocían la respuesta. El señor de la
casa mandaba. Tal era así, que en los inicios de ese matrimonio hasta habían
espiado en favor de Bastien.
—Bien, querida, aquí estoy para ti. Haremos eso mismo que dijo mi marido
que hacen los buenos amigos…
—¿Qué?
—A un sitio donde hallarás los empleados más fieles del mundo, por un buen
salario, claro. —Se puso de pie, solicitó su abrigo y le sonrió a su esposo—. ¡Al
puerto!
Allí era una hormiga entre elefantes. Necesitaba convencer a uno de ellos sí o
sí.
—Natalie… —insistió Agnes. Lady Becket cogió una caja vacía que supo
transportar azúcar desde las zonas cálidas. Se subió a ella para al fin igualar
en altura a sus contrincantes.
En toda jungla hay un rey. Y ese rey es el más fuerte de ellos. Melena rubia
como un león, porte de depredador y, aunque fuera increíble, veinte
centímetros más alto que los demás. La fiera se abrió camino a los empujones
hasta llegar a lady Becket. ¿Jirafa decían los nobles?, no para el mandamás de
la selva. Como si no pesara más de un par de onzas, la aupó sobre su hombro,
con el trasero apuntando a las gaviotas y la cabeza golpeando el muro de
piedra que era esa espalda. Sin inmutarse, se dirigió hacia la otra dama.
—No lo haces. —Lady Becket le sacó la lengua, la muy maldita sonreía. Una
sonrisa de plena dicha.
Sus pies volvieron a tocar el suelo. Agnes juró sentir vértigo, como si la
hubieran arrojado de las alturas. No estaba tan equivocada. Natalie era un
desecho, el desecho más feliz del mundo. Con sus cabellos al viento y su
mirada gatuna rebosante de dicha, alzó la cabeza hasta dañarse las cervicales
y preguntó:
—Creo que nos hemos convertido en unas canallas, Agnes. ¿Quién nos
redimirá a nosotras?
Se atusó el cabello, una vez, otra vez. De nada servía intentar controlarlo, se
agitaba al ritmo de la danza que la brisa realizaba en comunión con los
árboles. ¡Al diablo! Si no puedes contra el enemigo, únete a él. Cerró los ojos.
La somnolencia sería su mejor aliado, con suerte, se dormiría y su condena se
haría más leve.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con mi amigo? —bromeó Bastien Tremblay.
Sí, el honorable. El que se burlaba de la desgracia ajena. Una nueva carcajada
brotó de él ni bien estuvo junto a Raphael.
—Guárdate las bromas, y sé un poco más considerado —bufó. Era puro
cinismo. No esperaba condescendencia por parte de Bastien.
—¡Cierra tu boca!
—¡Idiota!
—Sabes, si algo aprendí en este tiempo que llevo de casado es que, cuando mi
esposa se enfada conmigo, debo complacerla, brindarle todo de mí...
—No te atrevas, Bastien —lo interrumpió. No sabía con exactitud las palabras
que utilizaría, pero imaginaba la intención.
—¿Quieres que vaya a por una cesta de picnic y… —Bastien se echó a reír
antes de finalizar—, y disfrutemos del… del día juntos?
—Era la intención.
—Yo no lo llamaría así, solo diría que he aceptado el pago a mis errores, eso
es todo.
—No hay mucho que pensar, Bastien, por si no te has dado cuenta, contemplo
mi existencia desde esta jodida silla de ruedas.
—Que, tal vez, tu vida se encuentra en el lugar exacto en el que siempre debió
de estar.
—¡Me veo, por supuesto que me veo! Me veo como una jodida iguana al sol.
Sabes, tienes razón, no soy una víctima, soy un prisionero... ¡Sí, eso es lo que
soy! ¡Un prisionero de esa bruja celta y de su bestia vikinga!
Bastien rio.
—¿Tiene atributos?
—Mira, solo puedo decir que desde que Agnes forma parte de mi vida,
además de tener una compañera y una mujer que amo y deseo, también he
obtenido la solución a todos mis malestares... ¿Jaqueca? Un masaje con
aceites aromáticos. ¿Malestar estomacal? Una infusión de hierbas.
¿Agotamiento? Una emulsión relajante...
—¿Quiere que vaya a por lady Becket? —Sin importar la hora o el lugar, allí
estaba Hansen.
Así como Doris Lee era la sombra que pisaba los talones de Natalie, la bestia
vikinga era la de Raphael. Contra toda objeción de su parte, Randy Hansen
tomó posesión de la habitación contigua, aquella que, en primera instancia,
debería de haber sido destinada a su esposa. A falta de ella, se encontraba
unido a otra especie de relación que resultaba igual de asfixiante que la
conyugal. El gigante en cuestión no hizo abuso de las comodidades brindadas,
de hecho, apenas consideraba una parte de la recámara como perteneciente a
su espacio. Con un catre de madera casi al ras del suelo se hallaba a gusto.
Desde ese lugar estratégico, podía divisar a su presa. Así se pensaba Raphael,
como su presa.
—¿Cómo te...? —La inflamación era tal que creía que la piel de las pantorrillas
iba a desgarrarse en cualquier momento—. ¿Cómo…? —gimió. Fue un gemido
agónico. ¡Ni siquiera podía finalizar la jodida oración! Apartó las sábanas, y
en cuanto tuvo acceso a sus piernas, hizo un masaje con sus manos y clavó los
dedos.
—¿Le traigo algo de beber? —Dejó la quietud del catre para incorporarse. Si
lord Becket no dormía, él tampoco podía hacerlo.
Raphael cogió una almohada, hundió el rostro en ella, gritó a sabiendas que
estaría contenido por el relleno de plumas. Al apartarla, se encontró cara a
cara con Hansen, estaba de pie a su lado.
—Apenas puedo con mi dolor, así que te agradezco me evites otra tortura,
regresa a tu palacio personal, ¿quieres?
—No, no, no me refiero a eso... Le ofrecí algo para beber, lo que sea.
Hansen alzó una ceja. Sacudió la cabeza. La dosis de pena que sintió al verlo
agitarse por el dolor minutos atrás, se evaporó tras lo oído.
—Con eso quiere decir que usted elige vivir este calvario.
La puerta se abrió a los segundos, de par en par, con si hubiese sido abierta a
la fuerza por la ráfaga de una tormenta.
—No puede dormir, y está a minutos de romperse los dientes de tanta presión
que hace con la mandíbula. —Natalie alzó una ceja. ¿Presión? ¿Dientes?
¿Mandíbula? Reconocía que todavía se hallaba en medio del camino del sueño
y el despertar—. Algo le duele, milady... le duele como mil jodidos demonios
—Se rascó la cabeza como un gesto de vergüenza, maldecir frente a una
dama. ¡Rayos!—. Lo siento, milady.
—¡Rayos! —Natalie maldijo en voz alta sin ningún tipo de resquemor. Hansen
frunció el ceño ante la sorpresa—. Lo siento, señor Hansen. —La disculpa solo
intensificó el gesto en el rostro del hombre—. Lo que me acaba de contar es
una muy mala noticia... —Torció los labios en una mueca. ¿La habría
descubierto? De ser así, ¿cómo? El nuevo personal de servidumbre respondía
a ella, y estaban resultando más que fieles.
—Hizo referencia a… a sus brebajes.
—Ahí tiene, vio la clase de hombre terco que puede ser mi esposo, ¿verdad?
Brebaje y pañoleta. Mmmm, ¿qué tan creativa sería Lady Becket? En breve,
respondería a esa pregunta.
Capítulo 8
Quizás, lo correcto, sería desquiciada. ¡En pos del bienestar de lord Becket!
Detalle de suma importancia. Uno que el lord no podía considerar, tal vez,
porque le habían enlazado las manos a la cabecera de la cama.
Natalie estaba a horcajadas sobre él. Con las manos inmovilizadas y la cintura
aprisionada por las piernas de su encantadora esposa, poco podía hacer. Era
la expresión máxima de un hombre privado de su libertad, de sus decisiones,
de todo.
Él carcajeó.
—Así te convences tú, ¿verdad? Así es cómo duermes por las noches. —Una
vez más, pegó los labios.
—Ahora que lo mencionas, sí... también duermo por las noches gracias a esto.
—Se cruzó de brazos. La conversación le quitaba parte de la energía que
utilizaba para resistirse—. No oírte maldecir ni oír tus quejidos es un
verdadero placer, y la verdad, deberías de estar agradecido conmigo.
No le daría ese gusto, antes prefería perecer, rendirse a la vida. ¡Ni una
inhalación más!
Ni una...
¡Rayos!
—Pues entonces, prepárate a pasar toda la jodida noche aquí —resopló él.
—No tengo inconveniente, puedo pasar la noche, el día... es más, puedo pasar
aquí el resto de mi vida. Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas?
—No lo digas dos veces, que, de solo pensarlo, repetiría lo de días atrás, esta
vez sin que me interrumpas.
Ufff, no, no lo eran. ¿En qué momento se había vuelto tan hermosa, tan
mujer? Una botellita más de ese jodido hidrolato y le confesaría lo orgulloso
que estaba de ella. Sí, sería una futura condesa, gozaba de beneficios nunca
antes obtenidos y las deudas de su familia estaban saldadas gracias al
matrimonio, pero eso jamás opacaría el mérito personal de Natalie.
Conservaba el optimismo, y la bondad de su corazón se había multiplicado, la
vida miserable junto a su familia miserable no le doblegó el espíritu jamás; y
como si ello no fuese suficiente, junto a sus amigas construyó desde cero una
empresa que se abría camino en un mundo de hombres. Mujeres obteniendo
independencia económica. ¡Vaya locura! Pero no, nada era locura con Natalie
McAdam. ¡Joder! McAdam, no, lady Becket, su esposa. Ella, en algunos
aspectos, se había mantenido inalterable, cambió por fuera, y lo hizo para
bien. Él... él era otro cantar.
—Tienes razón, ya no somos unos críos, así y todo, me arriesgo a decir que tú
no deseas la muerte, la desafías como si esta fuese tu enemigo personal. Por
eso, solo por eso no te entregarías a ella. —Lo vio parpadear, una vez, otra
vez. Eran parpadeos pesados y lentos que indicaban el preludio al descanso
profundo. Desanudó la pañoleta y liberó sus manos. Él las dejó caer a los
lados de su cuerpo sin intención de lucha.
—Si experimentaras el dolor que siento, cambiarías de opinión.
—Se supone que no debo de sentir nada de nada, y según el Doctor Gabaldon,
de hacerlo, no es más que una jugarreta de mi mente. Tal vez tenga razón... —
Cerró los ojos y continúo hablando. Estaba agotado, muy agotado—, tu
maldito brebaje consigue esto, que el maldito sueño me ataque. Si duermo, mi
mente descansa, no piensa y no hay dolor.
—¿Señor Hansen?
—Sí, milady.
—Milady... —La voz de Randy Hansen la hizo girar sobre sus talones. La
decepción en el rostro del hombre fue compartida por Natalie—. Lo siento, lo
intenté...
—Si usted me autoriza a tomar otras medidas, milady, regreso a por él.
—Ha dicho que vendrá por la mañana a una hora prudente para la consulta
médica.
—¡Vaya médico se ha echado la familia! Por lo visto, uno solo se puede sentir
mal en «horas prudentes». —Hablaba más para sí que para Hansen. Exhaló
con fuerza—. ¿Le mencionaste que el paciente era lord Becket?
Eso fue como tragar una pastilla de pólvora para Natalie. ¡Ja! Pobre de aquel
que se atreviera a arrojar una chispa.
En cuanto el doctor August Gabaldon estuvo ante ella, Natalie dictaminó que
no le agradaba. Era un esnob del ámbito médico, un pedante; lo peor del
asunto es que se notaba a la legua que colocaba muy poca energía a su labor.
O casi nada. Básicamente era un hombre de letras, se regía por los libros.
—¿Y sobre qué base usted consideró que el malestar que aqueja a mi esposo
no demanda una visita urgente de su parte?
—Lady Becket... —dijo entre dientes. Él era un pomposo de primera línea, con
una familia adinerada tras su espalda, y ella, pese a ser la futura condesa de
Onslow, no era más que una campesina para el hombre—, tal vez no lo sepa,
pero le he brindado mi atención a lord Becket desde el día de su accidente...
—Lo sé, por supuesto que lo sé. —Se cruzó de brazos. Apretó los dientes. Solo
una chispa necesitaba. Respiró profundo.
La presencia de Hansen la detuvo, que sí no... ¡Lo juraba, eh, Londres tendría
un médico menos!
—Sin cura, lady Becket.... sin —reiteró de muy mala gana—. Con su permiso,
conozco el camino.
Optó por no ir tras los pasos del doctor, necesitaba contener los deseos de
acogotarlo. Lo mejor sería comportarse como una buena anfitriona. Indicó
que prepararan una bandeja con té.
—¿Ya ha finalizado?
—Sí, no hay mucho que evaluar, lo he dicho un centenar de veces, son dolores
fantasmas...
—¿Fantasmas?
Gabaldon rodó los ojos. Lo que le faltaba, tener que volver a explicar las
características del cuadro.
—A ver, cómo se lo explico —El tono desdeñoso fue bien claro—, su mente
crea esos dolores para brindarle la inútil idea de posibilidad, una que no
existe... no va a volver a caminar.
—¡Esto es una falta de respeto sin parangón! ¡Apártese! —Hansen hizo crujir
sus dedos. Gabaldon tragó saliva. Comenzaba a sudar frío—. ¡Está muy fuera
de lugar, señor!
—Tiene razón, él está fuera de lugar, yo no. —Lo dicho fue acompañado del
intenso estallido contra el piso de la porcelana del juego de té que cargaba. El
motivo: la bandeja de plata cambiaba de función. Volaba por los aires en
dirección a la espalda del doctor. El hombre gimió de dolor ante el fuerte
impacto—. Oh, no sé preocupe, es una bandeja fantasma... en consecuencia,
el golpe también fue fantasma. ¡Ni mención hacer del dolor!
—Es usted una salvaje, lady Becket —lo corrigió ella—. Señor Hansen, déjelo
ir, y asegúrese que nunca más regrese.
Ella sonrió.
Apenas había dormido un par de horas. Lo hizo vestida, sobre las mantas
arrugadas a un lado de la inmensa cama de Raphael. Tendría que redistribuir
la disposición de habitaciones. Ella se mudaría a la correspondiente por su rol
de condesa, junto a su esposo, para acudir a sus llamados a mitad de la noche.
Era la segunda que transitaba en agonía. Cada pocos minutos, su mente la
despertaba, le recordaba con crueldad el dolor de quien se retorcía a su lado.
Necesitó de un fuerte destilado de semillas de amapolas y, pese a su propio
criterio, le permitió digerirlo con coñac. Lo que fuera por sacarlo de aquella
crisis autoimpuesta.
El sol le impidió continuar con la duermevela. Se coló por entre las cortinas
entreabiertas, y maldijo por esa orden de alumbrar cada rincón del mausoleo
del condado convertido en residencia.
—Eres la persona más estrepitosa que conozco por las mañanas —escuchó
que decía Raphael, con la voz ronca.
—Debo ser la primera persona que conoces por la mañana —lo contradijo—.
Tus horarios suelen ser: el alba, lapso de pérdida de la conciencia, mediodía.
—En ese caso, eres la persona más estrepitosa que conozco al alba.
Momento… no, no lo eres. Cierta dama con aires de inocente solía ser
bastante ruidosa cuando…
—No hagas que te golpee. —Salió detrás del biombo. Simuló que no le dolía el
ego. Sin dudas, ella no era como esa cierta dama con aires inocentes. Le
faltaba sofisticación en sus días buenos, ni mención hacer de los días malos. Y
tras la noche anterior, se podía adivinar a cuál de ellos se enfrentaba la
muchacha.
—¿Por qué no? Oh, claro, te doy pena. —El rencor en la voz de Raphael fue
evidente.
—De todos los sentimientos que puedes generar, Raphael, la pena se ubica en
el penúltimo puesto.
—Sí, ha funcionado, pero la próxima vez espero que pidas mi opinión sobre mi
maldita ingesta —demandó, y comenzó su desayuno con un trago de coñac.
—¡Sí, joder!, soy un experto en estar inválido. ¿Lo eres tú?, ¿alguna vez has
estado en mi lugar?, ¿alguna vez te ha dolido tanto el maldito cuerpo que
deseas morir? Pues mira tú, al final sí soy un endemoniado experto en el
tema. Así que la próxima vez, evita tomar decisiones por mí. ¡Ya tienes tus
empleados!, ¡ya te has salido con la tuya en esta casa!, pero este es ¡mi
cuerpo!, mi jodido cuerpo inservible y yo decido sobre él.
—Tienes razón, nunca estuve en una situación así. Perdona por mi empatía,
por pensar que en tu lugar desearía un poco de calma.
—No estás en mi lugar, Natalie…
Para su entera sorpresa, Raphael rio. Una sonora y amarga carcajada resonó
en la habitación.
—El rol de mártir te sienta mejor que ese vestido, cariño. Te sienta de
maravillas —masculló.
—Tú eres la mártir aquí. ¿Por qué demonios te quedas a mi lado? Se suponía
que debías marcharte. Me odias, ¿recuerdas? Me odias porque te empujé en
el funeral, porque te desairé en un baile, porque llevo años simulando que no
existes. Y, sin embargo, aquí estás, soportando mi endemoniado humor, mis
réplicas ácidas, mi desprecio constante. ¿Pretendes ganarte el cielo, cariño?
¿Tanto has pecado? —Suspiró, irritado—. Eres igual a mi madre —finalizó
entre dientes apretados.
—Mientes horrible… No solo te gusto, aún me quieres, con ese cariño infantil
de hace quince años. ¿Qué pretendes? ¿Redimirme? Los canallas no se
redimen, pequeña. Los canallas no aman, los hombres como yo son peligrosos
para las muchachitas como tú. Así que demuéstrame que me equivoco, si no
eres como mi madre huye de mí. Huye mientras puedas. Aprovecha la ventaja
de que estoy postrado para escapar. La casa de Londres está ocupada por mi
padre… la del condado, en cambio, te encantará. Tiene vivero…
—Sí, te demostraré que te equivocas, pero no como tú crees. Yo no huyo,
Raphael. De los dos, no soy yo la cobarde. Esta casa me agrada, queda en las
inmediaciones de las de mis amigas y de mi empresa. Tiene un jardín de
camelias que es un sueño y puedo contemplarlo cada mañana al despertar. Si
me deseas lejos, entonces márchate tú.
—¿Así que por la casa es tanta testarudez? —Le sonrió, aspiró hondo su
perfume. ¡Joder, qué dulce olían algunas mentiras! Ella asintió—. Tenemos un
trato.
Dejó órdenes explícitas a Randy. Baño con sales, paseo al aire libre, almuerzo
sano y disminuir el consumo de alcohol. ¿Por qué?, porque no permitiría que
la venza. De momento, necesitaba espacio, despejar la mente, no pensar en
que por lo menos, en una cosa, debía darle la razón a Raphael. Sí le gustaba.
¡Era humana!, no iba a arrepentirse de ello. Y él también era humano, solo
por eso su cuerpo había respondido a la cercanía. Por instinto, el deseo se
hizo presente la noche anterior. Ella no podía gustarle, conocía sus atributos.
Todos los caballeros de Londres se encargaron de hacérselo saber.
Demasiado alta, poco menuda, de cabello negro pesado y sin forma, pecas y
ojos exóticos, más propios de tierras lejanas que del recato británico.
El único refugio era Cuatro Flores. Trabajar la ayudaría a pensar en otra cosa.
Llegó temprano, no se acostumbraba a tener carruaje, ni a la velocidad en la
que Ariel lo conducía. Para su sorpresa, se hallaba Jana labrando la tierra.
Lucía un vestido de lino oscuro, los guantes de piel y el cabello castaño
recogido en un severo moño. Natalie se aproximó, agradeció vestir con tanta
sencillez. Hundir las manos en la tierra húmeda y fértil era sanador.
—Sí, exacto.
—¿Estoy en lo cierto?
—Por una cabeza, solo por una cabeza. —Raphael amaba los caballos, y corría
esa carrera contra la mejor. Aún podía adelantarlo. Todavía era capaz de
quitarle la victoria y consagrarse como la más testaruda de los dos. Enterró
un nuevo bulbo, su amiga le otorgó el momento de meditación—. Creo que
puede recuperar la movilidad de las piernas —confesó al fin.
—¿De verdad?, pero eso… ¡eso sería la mejor de las noticias! Un milagro, un…
—Un grano en el trasero cuando el que sufre ese dolor es Raphael, y encima
se niega a recibir ayuda. Como sea… gracias a su negativa es que lo descubrí
—dijo Natalie.
—¿Cómo?
—No lo sé, Natalie. Tú eres quien más conoce de medicina de las cuatro.
Puedo cultivar las hierbas que me pidas, puedo mantener un vivero entero
solo por ti, pero debes decirme tú qué necesitas.
—Es que… Yo tampoco lo sé, Jana. Esto escapa a mí, y los médicos que lo han
atendido... ¡Oh, por poco le arranco la cabeza a uno! —masculló, molesta—.
No tengo el conocimiento.
Eres igual a mi madre . Existía algo allí, oculto en esa afirmación. Miedo.
Deseaba que ella huyera, porque él no podía hacerlo. En esa afirmación se
enmascaraban los verdaderos motivos del matrimonio. ¿Por qué no desearía
una esposa como lady Vivian? Si era la dama más bondadosa que jamás pisara
el condado de Onslow. Cualquiera querría una mujer así a su lado. Más
Raphael, que supo amarla como a nadie, que se cerró a la bondad tras
perderla. Natalie sabía que no existía comparación entre la antigua condesa y
ella, no se asemejaban en nada, salvo, quizá… en que ambas se casaron con
un canalla.
Había rebuscado entre los baúles viejos del altillo hasta hallar las prendas
viejas de su marido. Las observó con nostalgia, eran anticuadas, pero de una
calidad encomiables. Cumplían mejor su función que las de un lacayo o
empleado de la casa del condado. Al fin de cuentas, la educación seguía
siendo un privilegio de pocos. Bufó. Aprovechó esa exhalación cargada de ira
para reducir su caja torácica y vendarla. Hizo una mueca, sus senos entraban
en la categoría de promedio, hacerlos desaparecer era doloroso. La joven
cochera cumplía en esa ocasión el rol de doncella, no por sus dotes a la hora
de realzar la belleza femenina, sino por su capacidad única de ocultarla. Ariel
solía definirse a sí misma como un hombre atrapado en un cuerpo de mujer.
Prefería los ropajes masculinos y las tareas habitualmente asociadas a los
varones. Así y todo, temía por la suerte de lady Becket, la única lo
suficientemente desquiciada para darle el puesto de cochero a una mujer y
tratarla con una afinidad más acorde a los pares que a la relación señora-
empleada.
—¿Está segura?
—¿Yo? —fingió ofensa, tras lo cual, rio. La muchacha se sumó a las risas, la
ayudó a anudar la pañoleta al cuello. Se calzó el chaleco y observó su imagen
en el espejo. Podía pasar por un jovencito, por una vez en su vida, agradeció
la altura. —. Lo reconozco, ser un poco canalla en esta sociedad rígida se
siente bien. Mi amiga tiene razón, ahora soy una lady, y como tal, poseo el
privilegio de que mi rebeldía se tome como excentricismo. Cuando era una
pobre joven de campo, no hubiera tenido perdón de Dios.
—Si sigue por ese sendero, terminará admirando las costumbres de granuja
de su esposo —se sinceró la empleada.
—Ya estoy lista —confirmó lady Becket. Tenía consigo un cuaderno de notas,
carbonilla afilada y plumas para apuntar, y su infaltable selección de
preparados y hierbas de uso diario. Costumbre adquirida de la abuela Brigid.
¿A cuántas personas había salvado solo por acarrear lo necesario allí a donde
iba?
Irrelevante. Iba a salvarlo de todos modos, así fuera para quererlo o para
odiarlo. Se subió al carruaje y permitió que Ariel la condujera a la universidad
con su destreza habitual. Ella le dedicaría los minutos del trayecto a intentar
disminuir el pánico. El profesor Tobermory estaba al tanto de la presencia de
una fémina en su cátedra del día de la fecha, sir Holland lo había solicitado
como un favor personal, a lo cual, el otro profesor accedió encantado.
—Milady… —exclamó Ariel desde el pescante—, este sitio es más lujoso que la
casa del marquesado.
—Sí, con la diferencia de que aquí asisten cientos, mientras que el marqués
vive solo.
Regresó la cabeza al interior del coche. El viento podía desatar las horquillas
que sostenían su cabello bajo el sombrero masculino. Ojalá existiera la misma
capacidad de sujetar los latidos de su corazón furioso. Jamás imaginó poder
asistir a un sitio así, y si bien Agnes se erguía como un hada madrina de
cuentos, la posibilidad existía gracias a ser una lady. Al privilegio de que su
nombre fuera acompañado del apellido Becket.
—John Doe o Jane Doe es como bautizamos a los cuerpos anónimos que llegan
a la morgue…
¡Al demonio las formas!, abrió su maletín y arrojó con eficacia un par de
hierbas en un frasco de vidrio. Artemisa, vainilla, anís, tomillo y gotas de
aceite de rosa.
—¿Las sales de las matronas? —bromeó el médico. Natalie se rio con él, al
parecer, la reacción de los estudiantes no sorprendía al doctor Tobermory—.
No se sientan mal, muchachos, solo aprendan. Los cuerpos se gasifican
postmortem. Si saben las condiciones climáticas, pueden determinar cuánto
tiempo pasó del deceso. Por el contrario, si saben el tiempo, pueden
determinar el clima. Anoten… —ordenó—, chop, chop.
—No esperaba que los muertos hablaran tanto —murmuró lady Becket, sin
percatarse de que lo expresaba en voz alta sin impostar. El doctor rio, los
demás la observaron y ella se sonrojó.
—Solo me insulta que tenga mejor estómago que yo —se quejó un compañero,
el que explicó el motivo del mote John Doe—. Pensé que las damas, más las de
alcurnia, eran sensibles a estas cosas.
—Por… —Se mordió el labio, dudaba. El médico no la juzgó por ello, era mejor
para la ciencia la duda que la certeza—. Sus pulmones mostraban manchas
negras, producto de las calderas o las minas de carbón. Su hígado contaba
con durezas, el consumo de alcohol de baja calidad es muy frecuente entre
personas que no tienen acceso a agua pura. Yo diría que, quizá… el ferrocarril
o… o un barco a vapor.
Tobermory parecía compartir con ella una teoría, aunque esperaba que fuese
la misma lady quien la concluyera. El motivo… las disputas entre
profesionales. No era bueno para él enfrentarse a los doctores de renombre,
en cambio, si la esposa era quien tomaba parte del diagnóstico…
—Sí, las vértebras están separadas por discos blandos. Estos discos impiden
que los huesos se toquen entre sí, se raspen y desgasten, como se puede
observar aquí. Toda la zona de la columna está atravesada por infinidad de
nervios que conducen a cada rincón de nuestro cuerpo…
—Claro, los nervios son quienes transmiten el frío, el calor y… el dolor. Son
los que nos hacen tener las respuestas intuitivas. Si te quemas las manos, la
retiras del fuego, sin siquiera pensar en la acción. Solo lo haces. En el
supuesto caso… porque es supuesto —aclaró, infundir falsas esperanzas no
era acorde a la ciencia—, de que hubiera un pinzamiento nervioso, al
descender la inflamación, los nervios volverían a informar al cerebro de que
hay dolor. Un intenso dolor en esas vértebras unidas.
—Eso no quiere decir que no pueda recuperar el uso de sus piernas. Creo que
la ciencia alcanzará un día el progreso necesario para llevar a cabo una
cirugía en una zona tan crucial sin generar más daño que bien. De momento,
y siempre en el supuesto de que nos enfrentemos a una situación así, lo que
se puede hacer es disminuir la inflamación, conseguir que los nervios escapen
del pinzamiento. Lo segundo, fortalecer la espalda al máximo, de modo que la
musculatura mantenga rígida la espalda y consiga un mínimo de espacio en
las vértebras. Así no se generarán nuevos daños nerviosos. No voy a mentirle,
milady, incluso en este escenario, lord Becket tendrá dolores. Hay personas
sanas que sufren de los nervios solo con agacharse… —Señaló una zona,
llamada ciática, que al parecer podía paralizar por días con dolores atroces.
Como los de Raphael.
—Gra-gracias.
—Espero que nos acompañe hasta finalizar. Veremos de qué está hecha la
cabeza de John Doe… Caballeros… —Solicitó que lo ayudaran a volverlo boca
arriba. Abrir un cráneo se consagraría como la experiencia más traumática de
la vida de lady Natalie Becket.
Capítulo 11
No había mentido cuando Natalie le preguntó los motivos de esa unión. Creía
que ella lo odiaba, ¡debía hacerlo!, él se había encargado de eso. De algún
modo, se convenció de que se lo debía. De estar en su lugar, Raphael se
hubiera alegrado de la desgracia de quien tanto dolor provocó, le hubiera
sacado hasta el último penique y hubiera aguardado la viudez rodeado de
lujos. Pero Natalie no era así, ese era su reflejo proyectado en ella. Su esposa
no hizo nada de lo esperado, por el contrario, permaneció a su lado, dispuesta
a… salvarlo. De su cuerpo convertido en cárcel, de su existencia destructiva,
de la amargura que revestía de juerga y sarcasmo. Si él vio su reflejo en ella,
¿qué veía Natalie al observarlo? ¿Era capaz de ver bondad en su mirada?,
¿resiliencia?, ¿o lo oscuro de su ser absorbía toda la luz e impedía reflectar?
Lo peor, lo más doloroso: se sentía mejor. Una fuerza vital que se alimentaba
de ella y lo hacía dependiente. ¡Demonios, Nat… líbrate de mí ahora que estás
a tiempo! Que un hombre como él la necesitara con esa intensidad era la
definición de peligro, solo bastaba ver el pasado, observar esa mitad Becket
que su padre había traspasado en su sangre.
—¿Sentirme mejor? —mintió—, ¿ha probado hacer cien flexiones de brazo con
las piernas sostenidas en un cajón? Créame, me siento como un saco de
patatas.
—Nos pidió que no le dijéramos, creo que planea una sorpresa —comentó
Doris. Le sirvió una taza de té y agregó las hierbas seleccionadas por lady
Becket. El hombre observó el preparado con desconfianza, se granjeó una
mirada réproba del ama de llaves.
—¿El espíritu? —Su pregunta hizo eco en los muros sordos que eran sus dos
empleados.
—Oh, hasta que una parte del plan contempla mis preferencias —ironizó. No
obtuvo respuesta—. Lo cierto, prefiero continuar con mis ejercicios de
musculación.
—¡No! —dijeron al unísono. Él bufó, podía tolerar ese despotismo por unos
días más. Sobre todo, si a cambio gozaba de más pan tostado y salmón.
—¡Pardiez, ¿todo es tan difícil en esta casa?! —se molestó el lord—. Elige tú
una lectura de tu agrado, te hará bien sentarte unos momentos. Sin duda no
debe llegar mucho oxígeno allí arriba… —Elevó la cabeza, lo que le faltaba
era dañarse las cervicales al observar a Hansen a los ojos.
—¿Y te parece que mi cerebro está muy oxigenado? —Se señaló y largó una
risotada—. Créeme, te hará bien respirar el aire de las planicies. Pero antes…
Alcánzame el jodido libro. Es de Søren Kierkegaard, aunque quizá figure con
el pseudónimo Vigilius Haufniensis.
—Lo siento, no lees inglés, solo noruego. Debí suponerlo… —se disculpó
Raphael.
—No, milord, solo temo que de verdad el oxígeno no sea bueno en las alturas
y termine diciendo esas sandeces.
Raphael carcajeó.
—¡Claro que sí!, las treinta libras que me paga la señora me permiten existir.
¿No es eso? —Raphael no lo discutió, ¿quién era él para hablar de
necesidades? Además, al igual que con Mikaela, si uno deseaba comprender
cómo afectaba la filosofía al hombre común necesitaba entablar
conversaciones con el hombre común.
—No.
—¿Y si te despido?
—Volveré al puerto.
—¿Desea enseñarme a leer? Bien, hágalo —accedió Randy—, solo tengo una
condición.
—¡Pero mira qué avaricioso resultó el vikingo! —bromeó lord Becket—. ¿Cuál?
—Hecho…
—¿Igual de bueno que lady Natalie? Eres ocurrente, me caes simpático. —El
hombretón se cruzó de brazos, empecinado en hacerlo admitir su bondad—.
Bien, si eso es lo que crees… Lo que piensas de mí, dice más de ti que de mí.
—En ese caso, yo pienso que usted es amable, así que yo soy amable. Usted
piensa que yo soy cobarde… —lo desafió Hansen.
—No bromeo, esta mujer no quiere matarme, quiere que viva un infierno. —
Se sobresaltó tras otro golpe. Raphael elevó la mirada, esperaba hallar una
rajadura en el cielorraso.
—Lo dudo… —La F se le resistía. Ahora los dientes aprisionaban los labios del
vikingo, intentaba repetir los sonidos de cada letra para memorizarlos.
—No.
Deseaba a su mujer.
Fijó sus ojos en el sitio, apretó los dientes. No cayó, él la tiró, mi propia
sangre. El árbol del que soy fruto. El ruedo de una falda color crema ingresó
en su campo visual, Raphael se atrevió a imaginar un fantasma. Un ánima que
atravesaba las puertas del más allá para serenarlo. Pero no era un espectro,
era el ser más terrenal del mundo.
—Y por eso es que se merece las treinta libras. ¿Deseas ver los cambios en tu
recámara?
—No.
—¿Cómo ha amanecido?
—Compruébelo por usted misma, milady —dijo abriendo las cortinas de par
en par.
El sol inundó toda la habitación. Natalie estiró los brazos y dejó escapar el
último bostezo con una sonrisa.
—¡Es una hermosa mañana, tan hermosa que exige ser aprovechada!
—¿Has oído, Raphael? —No era necesario elevar la voz, él la oía, la puerta
doble panel estaba entreabierta.
La señora Lee pasó por alto la orden, hizo a un lado cada uno de los paños de
la cortina y la luz se extendió a lo largo y a lo ancho.
—¿Le agrada la penumbra? ¿Desde cuándo? —La señora Lee se dio el permiso
de bromear. De pequeño, la oscuridad lo aterraba.
—Si usted lo dice, milord. —El sarcasmo fue más que evidente.
—Oh, sí, estaba esperando confirmar el estado del clima para sorprenderte...
—¡No! —sentenció.
—Buena suerte con eso... —Giró sobre los talones, regresó a su recámara—.
Voy a vestirme —continuó hablando desde el otro lado de la puerta—. Por
favor, intenta colaborar con Jasper, quieres, el pobre muchacho no tiene la
culpa de nada... Descarga tu furia con quién debes.
—O sea, contigo.
—No, gracias —le dijo incapaz de apartar sus ojos de los de ella. Tras unos
eternos segundos, se obligó a desviar la mirada hacia el lago. Una fresa
golpeó su mejilla y cayó en su regazo—. ¿Qué haces? Te he dicho que no me
apetecía.
—Tu mirada confesaba otra cosa, y eres tan testarudo, que eres capaz de
negarte un placer antes que ceder.
—Tan difícil es entender para ti que no me apetece una fresa. —Le apetecía
otra cosa. Le apetecían sus labios. ¡Envidiaba a la jodida fresa!—. No tengo
deseos de nada, solo de regresar a la casa.
Desplegó el mantel sobre el pasto, abrió la cesta y, uno a uno, fue revelando
los tesoros culinarios allí escondidos. Pan horneado en la mañana, queso,
carne de res, alcachofas en conserva, uvas e higos.
Randy Hansen, que hincaba los dientes en un emparedado que Doris le había
preparado, se echó a reír.
Retornó con una sonrisa de par en par, trayendo entre sus manos un gran
ramillete de hojas verdes.
—Lo veo, claro que sí... tierra, has hallado cantidades obscenas de tierra —rio
a carcajadas. Tierra en su nariz, en la frente, en brazos y manos, y en gran
parte de su falda.
—Ja-Ja —se burló Natalie—, ríete cuanto quieras, que yo pondré esto en tu
ensalada —sacudió el ramillete—. Si no me equivoco, creo es verdolaga, y
tiene muy buenas propiedades antiinflamatorias.
—¿Y si te equivocas?
Natalie alzó los hombros. Le estaba tomando el pelo, era verdolaga, las hojas
eran inconfundibles.
—¿Qué te parezco que hago? —Llegó a la orilla, se agachó y quitó los botines
—. No pensarás que voy a tolerar tu risa todo el regreso a casa.
—No lo recuerdo... ¡Oh, sí, fue contigo! —Hundió los pies en el agua.
—¡Puede que el lago que supimos conocer ya no sea el mismo, sal de ahí!
Iba a lanzarse, ¿acaso estaba loca? Si algo le sucedía, él no podría socorrerla.
—No, no, debo quitarme estas cantidades obscenas de tierra. —Se volteó a él,
las miradas se encontraron de la misma forma en que lo habían hecho tiempo
atrás. Lo invitaba a seguirla, a ser cómplice de la locura. Le sonrió, se quitó
tan solo la más pesada de las enaguas, se lanzó de cabeza y se hundió hasta
desaparecer por completo.
—¡Búscame uno que me defina mejor entonces! —dijo una vez en la orilla,
aunque mantuvo los pies en el agua. Estrujó su falda.
—¿Yo sola? No, no, lord Becket... usted fue el primero en sentar las bases de
esa condena social, ha llegado cierto cotilleo a mis oídos y nos involucra a
ambos.
—Como sea, sal del agua y deja de aumentar nuestra mala fama.
Natalie se congeló en la acción, su cuerpo quedó inmóvil, las gotas se
deslizaban por su piel y vestido, y sus ojos, estaban perdidos en la nada.
¡Diablos!, pensó Raphael, conocía esa reacción, era el preludio a una
catástrofe infantil. Atrás habían quedado esos tiempos, la adultez les jalaba
las orejas...
—A ti te encanta la mala fama... y el agua. —Sonrió con ese brillo en sus ojos
que resultaba ser la antesala al peligro. Retrocedió en el agua, poco a poco,
su cuerpo volvía a hundirse.
—¡No, no… señor Hansen! —gritó con desesperación—. ¡Su esposo no tiene
deseos de nad…! —Tarde, demasiado tarde. Randy lo cargó en brazos—. ¡Esto
es una insolencia, una falta de respeto hacia mi persona! Y tú, tú Hansen... me
las pagarás.
Randy se adentró a la laguna hasta que el agua alcanzó sus rodillas, ahí se
detuvo.
—¡Te has pasado de la raya! ¡Este es mi maldito límite! —gruñó, casi que se
podía sentir el fuego en su exhalación.
—No, en eso te equivocas —Él era pura ira. Ella pura calma, felicidad—, estás
muy lejos de tu límite —dijo tomando distancia de él.
No se hundía, flotaba, el aire en sus pulmones combinado con el agua hacía
su magia. Por una vez en meses se sintió al control de su cuerpo. Agitó los
brazos con suavidad, a ritmo, para mantenerse a flote. ¡Al diablo todo! Sonrió.
¡Joder que estaba feliz! Podría pasar el resto de su vida así, sintiéndose libre,
dueño de sí mismo.
—Te odio —le dijo torciendo los labios en una mueca seria.
—Tienes razón, sería muy idiota de mi parte odiarte, mi vida está en tus
manos. —Todos los recuerdos de su juventud salieron a flote con él. ¿Cuántas
veces había deseado besarla? Miles. ¿Cuántas veces intentó juntar coraje
para confesarle lo que sentía? Cientos de miles de veces. ¿Cuántas veces la
pensó desde aquel fatídico hecho de su madre?, ¿desde que la alejó de su
vida? Cada maldito día, cada solitaria noche—. ¿Y tú... me odias?
Desde la perspectiva del avance médico, no podía más que sentirse feliz por
él. En verdad creía que tenía posibilidades, que la existencia postrado en una
silla no era el único final. Los dolores cedían, sus malos humores cambiaban y
el cuerpo demostraba las ganas de recuperarse. Y que su... su... su necesidad
de hombre también se hiciera presente, era un peldaño más. Como tal, debía
de ser abordado de igual manera que lo demás: estimulación y
fortalecimiento.
¡Demonios!
Tragó saliva tras ese pensamiento. Las piernas le temblaron. Era su esposa,
no su mujer, y seguramente, nunca lo sería. Y quizás... solo quizás, él
necesitaba de eso que ella no era.
—¡La que te ha empapado! ¡Por los cielos! Señor Higgins —le gritó al
mayordomo—, por favor, socorra a esa muchacha en desgracia. —Cerró la
ventana y se perdió dentro de la casa.
—Sí, y el resto del personal está muy, muy agradecido. —Agnes se sumó a
ellos con una pequeña dosis de sarcasmo. Higgins había vuelto a las andadas,
un chasquido por aquí, otro por allá. Haz esto, haz lo otro—. Es más, gracias a
Cuatro Flores, va a chasquear los dedos en este preciso instante para que
alguien se encargue de secar las gotas que chorean de tu vestido.
—No lo sientas, mejor cuéntame, ven. —Agnes enredó el brazo al de ella sin
importar que la mojara—. Necesitas una buena taza de té.
—¡Pero habla!
¿Desde el principio? Mmmm... Había una vez una niña, había una vez un niño.
—El lago.
—¿Han discutido?
—Oh, no, yo no creo nada, solo presto mis oídos, así que habla de una vez. —
Cogió su taza de té.
Una vez dado por finalizado el soliloquio mental, dejó salir aquello que estaba
atorado en su garganta, que extendía raíces en su cabeza y que edificaba
murallas en torno a su corazón para no salir herida.
¡¿Burdel?! ¡¿Qué?!
Agnes escupió el té, fue como una delicada llovizna de verano en tono ocre.
Regresó la taza a la bandeja, limpió los restos de infusión de su rostro con una
servilleta.
—Espera… espera... —le dijo con un ademán al aire. Cuando finalizó con la
tarea de higiene, retomó la conversación—. Natalie, no te ofendas con lo que
voy a decirte, pero creo que estás pasando mucho tiempo en las instalaciones
de Cuatro Flores, cabe la posibilidad de que la exposición continua ante
ciertas hierbas esté provocando una alteración en tu juicio.
—Me alegra que lo reconoz... —Se detuvo, miró hacia la puerta, frunció el
ceño, sacudió la cabeza. Retomó—: que lo reconozcas. Ahora, me gustaría
saber qué tienen que ver las pasadas actividades de Raphael en todo esto. —
Carraspeó al recordar que, durante un tiempo, estas fueron compartidas por
su marido.
—Porque creo que su cuerpo las necesita —dijo en un murmullo muy bajo.
Agnes lo oyó.
—Lo siento, pero tienes que serlo, has venido hasta mi casa en ese estado
para solicitar la información sobre un burdel.
—Un burdel, no... «El Burdel». —El favorito de Lord Becket—. La evolución de
Raphael es notoria...
—No, no… en lo absoluto, creo que jamás me lo diría, pero yo pienso que lo
necesita, necesita volar —El eufemismo la hacía sentirse un poco más a gusto
—, y yo... yo no puedo volar con él, no tengo experiencia.
Agnes resopló fastidiada, pero no por su amiga, sino por el metiche que se
encontraba oyendo la conversación.
—¡Bastien, deja de comportarte como una vieja cotilla! —protestó en voz alta
—. ¡Sal de ahí, quieres!
—Como ha dicho lady Becket, sí... es una buena forma de decirlo —Para
cuando dijo esto, ya había cerrado la puerta, tomado asiento junto a su esposa
y se disponía a coger un pastelillo—. Lo cierto es que no pude evitarlo, lo que
oí fue casi una invitación.
—Oh, señor Tremblay —atacó Natalie, con más fastidio que vergüenza—,
claramente, usted no estaba invitado a esta tertulia.
—Discrepo con usted, milady. —Hincó los dientes en el pastelillo de crema de
cacao.
—No, mucho... —Desvió la mirada. Natalie lo atravesaba con los ojos—. Solo
desde que oí burdel y Raphael en la misma oración.
—¡Bastien!
—¡Señor Tremblay!
Quizás, solo quizás, y para no destriparlo, debía reconocer que tenía un buen
punto. Hasta Agnes coincidió ladeando la cabeza.
—Veo que Raphael tiene una favorita —masculló con malhumor. Los celos le
retorcieron las tripas.
—Todos los hombres tienen una favorita en los burdeles. —Agnes lo codeó. Él
frunció los hombros—. Mi amada arpía, ya hemos hablado de esto —No había
secretos entre ambos, él había confesado y compartido todo con ella. Sin más
que agregar, Agnes le sonrió.
—¿Por qué tenemos que ir por aquí? —preguntó Natalie mientras saltaba los
adoquines rotos del suelo empedrado del callejón.
—La puerta principal no es una sabia decisión, confíe en mí, lady Becket.
Al final del callejón se toparon con una puerta. Bastien golpeó con fuerza. Una
mujer de cuerpo robusto, vestido sugerente y maquillaje de cortesana, abrió
en cuestión de segundos. La sorpresa en su rostro al ver a Tremblay fue muy
evidente.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué ven mis ojos? —bromeó a sus anchas—. ¿Es
el Honorable Bastien Tremblay ante mí? —Él rio. Ella desplegó el abanico—.
¡Oh, creo que voy a ser víctima del colapso!
—Sí, debo de reconocer que en los últimos meses hemos perdido lo mejorcito
del mercado. —Judith estaba haciendo referencia a Raphael también.
—¡Claro que no, cariño! A propósito, ¿cómo se encuentra lord Becket? —La
pregunta resonó auténtica—. Ese hombre se hace extrañar, ¡vaya pena! —La
pena fue igual de auténtica.
—¡JA! Hombres... por todo compiten —le susurró la mujer a Natalie. Ella no
hizo más que asentir.
—La dama en cuestión es lo que me trae por aquí. —Empujó a Natalie. Los
cuerpos de las mujeres casi chocan—. Quiere hablar con Mikaela.
—Está bien —dijo guardando el dinero dentro del corsé que sobresalía del
borde del vestido—. Pero si Madame Savory la ve...
—Si madame Savory la ve, dile que es la esposa de Raphael. —La madame
tenía una lista de favores pendientes, el futuro conde, sobrino del marqués, la
liberó de varios aprietos.
—Dígame, Natalie, ¿en qué puedo ayudarle? Debe de ser importante para que
Bastien Tremblay haya decidido retornar por estos lares. Ahora es todo un
empresario, un hombre de su hogar.
—No me sorprende, siempre fue un hombre con gran potencial, por suerte
encontró una mujer a su medida. Y por lo visto, lord Becket también encontró
la suya.
—No lo creo así, lord Becket era nuestro cliente favorito, reconozco que lo
extrañamos, tenerla aquí compensa su ausencia.
—Mi presencia puede más que compensar. —Aprisionó los celos en las tripas,
no les permitiría hacer de las suyas—. He venido a contratar sus servicios
privados para mi esposo.
—¿Mis servicios?
—¿Me está diciendo que ha venido hasta aquí a pagarme para que folle con su
marido? Porque eso es lo que hacemos aquí, follar. —Lo repitió adrede, por si
la joven dama tenía otra idea de «servicios»—. Follar por dinero.
—Lo siento, lo siento... no puedo evitar reír, he tenido pedidos muy, muy
extraños, no creería las fantasías que los hombres vienen a cumplir aquí, pero
lo que usted me pide... ¡Joder! Eso sí es novedad. —Se cruzó de piernas,
apoyó los codos en las rodillas y se estiró cuanto pudo a Natalie—. ¿Puedo
hacerle una pregunta?
—¿Importa?
—Claro que sí... Me gusta tomar la decisión más adecuada siempre que me es
posible. —No tenía mucho poder de decisión en su trabajo, en su vida, cuando
cogía una oportunidad que la hacía sentirse dueña de sí misma, la hacía valer.
¡Cielos! ¿Cómo explicarlo? Aggg... ¡Quiero pagarte por sexo, mujer! Tan solo
eso.
Mikaela frunció el ceño. Unía las piezas que lady Becket le entregaba, pero
aun así no lograba ver la imagen general.
No, no… los pensamientos de esa joven dama estaban tomando el camino
equivocado. Podría coger el dinero, follar y trabajo finalizado; sin embargo, se
trataba de Raphael, y ella conocía los laberínticos pasadizos de su mente. Era
un hombre complejo, un maldito canalla, un libertino con honores... era un
hombre que estaba a la espera de una bocanada de aire, solo así volvería a
respirar. ¡Cielo santo! Lady Becket era más inexperta de lo que presuponía,
no podía ver más allá de la punta de su nariz, ni de la de su esposo.
—¿A quién más desearía? —Engañarse era una excelente arma de defensa. No
soportaría otro golpe a su corazón, menos si provenía del mismo hombre.
—Sí.
—Nuestra relación es diferente, su tío fue el que pactó la unión... —Una vez, y
otra vez, y otra. Intentaba convencerse con los más básicos argumentos.
—Y él aceptó. —Mikaela refutó su argumento. Tenía otra interpretación de los
hechos, quizás, la correcta.
—Espera, ¿tú crees que se casó contigo por simple resignación? —Natalie solo
pudo alzar los hombros en respuesta—. ¡Milady, está usted muy equivocada!
Podría hacerle ahora mismo un listado de mujeres que hubiesen estado
dispuestas a ocupar su lugar. ¿Convertirse en condesas? ¿Un esposo inválido
con sirvientes que lo atiendan? ¿Una inmensa fortuna familiar? ¡Ja! Métase
esto en la cabeza, él quiso que usted fuese su esposa... y si siente deseo,
siente deseo de usted. —Natalie negó en silencio. Así se mantuvieron por
unos eternos segundos, hasta que Mikaela volvió a manifestarse. Se tomó el
atrevimiento de estirar sus manos y coger las de Natalie. Se tomó el
atrevimiento de tutearla—. ¿A qué le tienes miedo?
Y fue la pregunta que derribó uno a uno sus falsos argumentos. La pregunta
que hizo que su corazón se agitara y que sus ojos brillaran ante un atisbo de
lágrimas.
—Ya has quitado el «nunca» de su futuro, ¿qué te hace pensar que no puedes
con lo demás?
—¿Qué?
Su ajuar de lady Becket se hizo presente. Las faldas de lino y los vestidos
sencillos fueron arrojados a un lado. Los suaves terciopelos, gasas y sedas
revistieron el cuerpo de infarto de su esposa. El cabello no resistía intrincados
peinados, era demasiado pesado y liso. Los moños sueltos dejaban caer
mechones azabaches que Raphael deseaba capturar entre sus dedos,
enredarlos en ellos, jalar con suavidad hasta obligarla a despejar su cuello y
apoderarse de él con los labios ardientes.
Si quería salirse con la suya, tendría que usar una de las puertas de servicio.
Doris Lee se hallaba en la cocina, Randy en la biblioteca, repasando el
alfabeto, y Natalie había partido a Cuatro Flores como cada mañana.
Regresaría en algunas horas, quizá menos. Era su oportunidad de escapar.
El traqueteo fue reconfortante. Dudaba que fuera bueno para sus vértebras,
más si Natalie estaba en lo cierto y estas se tocaban por la ausencia o ruptura
de los discos blandos. Así y todo, se sentía bien volver a subirse a una calesa y
surcar los caminos que atravesaban sus tierras. Su esposa lo había obligado a
la lectura de varios libros de anatomía y empezaba a convencerlo de las
posibilidades. De todos modos, ¡sus malditas piernas no querían regresar a la
vida! Se pinchaba con alfileres a diario, leyó que si golpeaba la rodilla podía
comprobar si los reflejos funcionaban. Nada.
Había otras partes de su cuerpo que sí estaban cada día más despiertas.
Gruñó. ¿Qué iba a hacer con ese anhelo si era incapaz de concretar? La única
posibilidad era romper el hechizo de lady Becket.
—Si está igual, milord. —El hombre vio la silla, se puso algo incómodo—. Lo
siento. —Se acercó a ayudar.
—No debes preocuparte. Cuéntame, ¿qué has oído? —preguntó sin disimular
la sonrisa.
—Oh, ya uno no necesita estar muerto para que los cuervos empiecen a
devorarte —dijo Raphael, divertido por la estúpida ambición de su primo.
¿Qué esperaba?, podía ser Jefferson de apellido, pero en sus venas había
sangre Becket. Eran todos unos malnacidos—. Me aseguraré de vivir lo
suficiente para saltearlo en la línea sucesoria —prometió.
—Me visitó la señora McAdam… —En cuanto lo dijo, Raphael dejó escapar
una carcajada.
—Al parecer encontró la excusa para visitar a todos los vecinos a millas a la
redonda —continuó con la anécdota, al comprobar que a lord Becket le
divertía el verdadero carácter de su suegra—. Nos aseguró que no
necesitamos llamarla milady a ella.
—Supongo que pocos. De todos modos, usted lleva años preparándose para
esto o se lo tomaba con humor o vivía un calvario —comentó el herrero. La
naturalidad de su afirmación, como si fuera una verdad vox populi , tomó por
sorpresa a Raphael.
—Para casarse con Natalie… Perdón —se disculpó—, con lady Natalie. Todos
sabíamos que llegaría este día, nos sorprendió que tardara tanto.
—¿No le gustan las visitas sociales? —El herrero se sonrojó hasta la raíz del
cabello. Becket lamentó su dosis de maldad, si previo al nombre Finley Brown
se encontrara un título, lo torturaría por varias horas. Por el cariño del
pasado, se apiadó de él—. Bromeo, hombre, tranquilo. Aunque agradezco el
té, ya no recuerdo cómo es beberlo negro, sin hierbas ni agregados. —Finley,
quien conocía a Natalie y supo tener una buena relación con Brigid, empatizó
de inmediato. Esas mujeres no podían ver a un hombre enfermo y dejarlo en
paz. Debían sanar todo a su paso. Cuerpos y espíritus—. Pero sí, tengo un
motivo. ¿Aún crías perros?
—No, lo siento. Sabe que no hago parir a mis perras más de dos veces. —
Finley era más considerado con sus animales que muchos nobles con sus
esposas, pensó lord Becket—. La última vez fue hace seis meses.
—¿Estafa?
—¡Yo la quiero!
—El problema es, milord, que… —La perra no aguardó a que la calumniaran.
Era muy capaz de mostrar las ineptitudes por sí misma. Saltó sobre la silla de
ruedas de Raphael, se encaramó sin piedad sobre sus piernas sin sensibilidad
y comenzó a lamerle la cara—. ¡Pss!, ¡abajo, chucho!, abajo.
—Milord, no sé por qué, rara vez me ha sucedido. Esta perra no parece hija
de Artemisa, le juro. No consigo adiestrarla. No caza, y cuando caza, no suelta
la presa —se lamentó el hombre—. Además de la euforia. —Mientras decía
eso, la pequeña hembrita intentaba regresar al regazo del lord.
—No se haga problema, dudo que la utilice para la caza. Su finalidad es otra.
—Si de verdad está de acuerdo con llevársela… mire que cuando un perro se
muestra díscolo de cachorro ya no cambia más.
—No deseo que cambie, señor Brown. Empiezo a sospechar que tengo
debilidad por las jovencitas rebeldes que rompen los mandatos de sangre,
difieren de su familia y nos enseñan la belleza escondida tras lo excéntrico.
—Menos mal, no es propio de una futura condesa. ¿Qué dirá la gente? Sabes
que siempre he estado atento a las normas.
—Oh, querida, lo siento. Olvidaba que no puedes vivir sin mí. Prometo no
repetirlo…
—No es eso —contradijo Natalie, cruzó los brazos—, te has sobre exigido y lo
sabes. Por lo demás, desaparece cuanto quieras. De hecho, nos percatamos
de tu ausencia por la paz reinante.
Raphael tenía una forma muy particular de mostrar su deseo, de eso también
estaba advertida. Hay hombres sumisos, y otros que… cuando se apasionan,
pueden dar la sensación de lobos feroces. Te has casado con un ejemplar del
segundo grupo. Natalie juró que se compraría una caperuza roja, si ese iba a
ser el juego de ambos. Los ojos negros de lord Becket se volvieron carbones
ardientes, le cogió la mano, dispuesto a regresarla a su cuello. No lo
consiguió, y el motivo lejos estaba de ser la reticencia de su Nat. No, la
pequeña bruja anhelaba ser devorada. Era Queen Mary.
La perrita saltó en el medio de ambos, se coló entre ellos con poca gracia y
comenzó a lametear el rostro de Raphael. Natalie carcajeó.
La cachorra movió la cola. Bajó para seguir con su exploración, entonces lady
Becket, solo para comprobar su teoría, volvió a acercarse a su marido. Queen
Mary se interpuso. Las risas del matrimonio alertaron a los sirvientes, no
recordaban el sonido entre esas paredes. Randy, quien había presenciado el
intercambio en el lago, era el menos sorprendido. Doris Lee contenía las
lágrimas de emoción. Ariel los miraba y negaba semejante absurdo,
rechazaba reconocerse cursi. Los demás solo permanecían con las bocas
abiertas y los ojos desorbitados. Ni uno regresó a sus actividades.
—Ven —la llamó Natalie. Se alejó de Raphael unos metros. La cachorra fue a
su encuentro, demostrando que no le molestaba ella, siempre y cuando, no se
interpusiera en su amor. Le movió la cola y lamió la cara—. Oh, tiene pecas —
dijo al ver las diminutas manchitas caramelo en su hocico blanco. El cuerpo
mediano era blanco con marrón—. Eres una preciosura, a qué sí. —Tras el
reconocimiento, probó regresar con Raphael. Queen Mary ladró. Una vez
más, eso desató carcajadas—. Debí pensar en un perro —confesó ella—, solían
encantarte. A mí también, aunque a esta pequeñita no parezco caerle
simpática.
La risa hizo a Natalie doblarse por la cintura. La dicha iba más allá del
entretenimiento de esa conversación absurda, nacía del reconocimiento de
que su hechizo daba resultado. Un embrujo que nada tenía que ver con
hierbas y preparados, sino con el poder de conocerse como mujer. De
reconocer su propio deseo. Un anhelo que solo Raphael alimentaba en ella. En
esos instantes, mientras lo observaba jugar con la perrita, sonreírle con
picardía e irradiar felicidad, supo que jamás querría a otro hombre como
quería a ese.
—Te descubriré, en cuanto Queen Mary te adore, sabré la verdad. —Su plan
era tan falible que hasta a él le hizo rodar los ojos.
—Tendré que reforzar los brebajes, pues esta niña no parece muy dispuesta a
quererme. —Rozó la silla de Raphael, y la perra intervino. Raphael le impidió
marcharse, jaló de su brazo y la hizo sentarse sobre sus piernas. Mary Queen
comenzó a saltar alrededor de la pareja, mientras lord Becket hacía girar la
silla con Natalie sobre él. El juego terminó con la cachorra como vencedora y
ellos como alegres vencidos—. Me rindo —expresó y se puso de pie—.
Reconozco la supremacía de mi rival. Veremos si mis dotes de bruja la
conquistan.
—¿A dónde vas? —inquirió Raphael. El sol comenzaba a ponerse, no podía ser
a Cuatro Flores. Además, ya había trabajado esa mañana, cuando él escapó.
—Necesito hacer unas cosas en Londres. No creo que llegue a la cena. —Le
hizo señas a Randy de que ayudara a Raphael. Ya demasiado se había
esforzado en el día.
Si tan solo no la deseara tanto. Tenerla sobre sus piernas fue una sensación
única. Sí, sensación , porque percibió cómo su cuerpo respondía a esa
cercanía. Incluso podía jurar haber experimentado el peso sobre ellas. En otra
ocasión, sin testigos ni perritas metidas, no hubiera contenido el deseo de
obligarla a rodearlo con los muslos.
Dejó caer la cabeza hacía atrás, derrotado. Tenía el cuerpo tenso, y no por la
actividad física. De hecho, necesitaba gastar mucha más energía. Hasta que la
fatiga lo desmayara, hasta que su mente se detuviera en la proyección de
imágenes sensuales. ¡Condenación!, ¿desde cuándo era erótico querer tener
sexo en una silla de ruedas? Se trataba de la prueba de su invalidez, y él, en
lugar de verla así, con Natalie, tomaba la forma de un nuevo escenario para el
placer.
Todos eran escenarios para el placer con ella.
La oyó llegar. No disimulaba sus ruidos, no iba con pie liviano. Como si no
tuviera nada que ocultar. Raphael aprovechó ese alboroto, con el sonido
amortiguado por los pasos de ella, se escabulló fuera de la cama. Se sentó en
la silla. Se acercó a la puerta que comunicaba ambas recámaras y, con sigilo,
la abrió. Al asomarse, contempló el infierno que él había forjado.
Natalie fue hasta el tocador, allí tenía un libro de notas. Leyó lo escrito y se
giró hasta el espejo. Raphael pudo jurar haber escuchado que susurraba:
descubre tu cuerpo, el potencial de tu placer. Tras ello, comenzó a
desvestirse, sin dejar de observar su reflejo. La lentitud demostraba que la
tarea no era llevada a cabo solo por practicidad. Era un sensual acto de
seducción. Desnudó los hombros, la cintura, hasta que el vestido de terciopelo
oliva cayó formando un círculo en torno a sus pies. Las enaguas las siguieron.
Era el turno del corsé, pero los dedos de Natalie se detuvieron. En lugar de
eso, desató las ligas y se quitó el pololo. Regresó la atención a la imagen en el
espejo, se paralizó por unos segundos. Las mejillas se sonrojaron, y él la vio
cerrar los ojos.
—No puedo —murmuró Natalie—, no soy sensual. —Como una burla del
destino, rendida ante un fracaso que no era tal, se quitó las horquillas y su
cabellera descendió por los hombros.
—Un canalla que no dudó en decir frente a todos que era olvidable. —La
escasa luz de la habitación traslucía la camisola. Raphael podía divisar la
silueta de las extensas piernas, el modo en que se unían en el monte de venus.
Cogió el salto de cama, se rodeó con él por el inesperado frío que la alcanzó
cuando Raphael se marchó de la habitación. Dudó unos segundos, mientras
asimilaba sus palabras. No lo comprendía, hacía mucho que era consciente de
que no entendía el corazón de su esposo. La quería cerca, luego la alejaba.
Jugaba con ella, para después rendirse. Pautaba las reglas y las rompía.
Natalie sentía que ese matrimonio era como navegar en un mar embravecido,
sin saber cuándo una ola arremetería contra ella, le sacaría el aliento y la
empujara a las profundidades.
—¡Claro que no! Hasta que lo entiendes. Fue egoísmo. Ahora, sin las
máscaras, mírame a los ojos, observa la verdad y elige sabiamente. Porque si
permaneces un minuto en esta habitación, te haré mía y ya no podrás anular
la unión, no podrás escapar.
—Favor disfrazado de desplante —la corrigió él. Ella elevó la vista al cielo en
una muda plegaria—. También puedes estar enojada por mi reacción en el
funeral.
—¿Te han dicho lo sensual que eres cuando te enojas?, ¿y lo bien que te sienta
el sarcasmo?
—Yo… —dudó.
Natalie acató la orden, la pesada tela que la cubría cayó junto a sus pies. La
transparencia de su camisola no guardó secretos. El calor de la mirada del
hombre sobre ella barrió con las inseguridades.
—Ven, Nat —pidió, rogó, suplicó—. Por favor, ven. —Si sus piernas
respondieran, su esposa no hallaría rincón del mundo en el cual guarecerse
de su deseo.
Ella lo hizo, se acercó hasta quedar de pie frente a él. Intentó recordar los
consejos, todos se evaporaron ante la pasión. Sintió la piel sensible y
comprendió, por primera vez, qué eran los dolores fantasmas. Allí, donde no
estaban las manos de Raphael, donde su esposo no la acariciaba, no la
besaba, no la tomaba… allí le habían amputado algo.
Natalie se dio cuenta de lo que hacía su esposo solo cuando sintió las manos
tibias en su cintura, no tenía excusas, la falta de aire no la provocaba la moda,
sino los besos de Raphael. Sus caricias. La prueba de su masculinidad
presionando en su cadera.
—¿Qué dem…? —masculló, él rio con la boca sobre su cuello. Clavó los
dientes en la piel blanquecina de su mujer, y luego pasó la lengua. Dolor,
escozor y alivio en un solo acto. Natalie gimió por respuesta.
—No. —La reprimenda de Raphael fue acompañada de sus dientes. Mordió los
labios de su esposa con la fuerza justa—. Ábrelos. Obsérvate. Dime, ¿sigues
pensando que no eres sensual? —Estimuló el lugar preciso—, ¿sigues dándole
la razón al imbécil que dijo que eras olvidable y ahora vendería su alma por
un segundo entre tus piernas? —El dedo medio se introdujo en el lubricado
canal, el pulgar continuó con el estímulo.
—Raphael…
—Sí, Nat… di mi nombre. Dilo… —demandó. La oyó repetirlo, hasta que él fue
incapaz de permitírselo. Ya no le bastaba con escucharlo, necesitaba beberlo.
Fijó su boca sobre la de ella y, mientras se nutría de la inocente pasión, la
llevó a la cima. Sintió los músculos tensarse en torno a su dedo, la húmeda
prueba del placer, y fue él quien proclamó su sentencia—: Nat. Mi Nat.
Natalie se rio. ¡Oh, qué bien se sentía!, por un momento parecía que el mundo
fuera un lugar hermoso. Repleto de bondad y delicias, carente de maldad y
días nublados. Raphael parecía conocer muy bien los efectos de esa droga en
particular.
—Y cómo bien dice Mary Shelley, hay que responsabilizarse de las creaciones.
—Eso intento, eso intento —bromeó él. Terminó de quitarle las medias y
deslizó los labios desde las pantorrillas hasta las rodillas. Ascendió un poco
más, y más, y más. Deseaba saborear el placer de Natalie, embeberse de él,
empujarla una vez más a la cima del placer. Ella se lo impidió, no sin antes
emitir un fuerte gemido cuando la punta de la lengua rozó el inflamado
capullo—. Aguafiestas, pensé que nos estábamos divirtiendo.
—¡Tienes que dejar de morder! —Le hincó los dientes en la otra pierna,
haciéndola chillar de diversión y placer.
—Es tu culpa por ser tan deliciosa. ¿Sabes que hueles a manzanos y canela?
—¿Manzanos?
Pasó la lengua por el bajo vientre hasta llegar al ombligo. Natalie se retorció
debajo de él. Raphael aprovechó la ocasión, intentó regresar a la imperiosa
tarea entre sus piernas. Ella se lo impidió una vez más.
—Te hubieras casado con otra. ¿O debo recordarte que este fue tu plan? —Se
escabulló de debajo de él.
—Tienes razón. Debí elegir una delicada muchachita británica de rizos de oro
y temperamento moldeable, en lugar de una salvaje bruja que me maltrata. —
Apoyó la espalda sobre el colchón, desde allí recibió el esperado golpe en el
pecho. Raphael le capturó las muñecas, creyendo, ingenuamente, que
manejaba la situación.
—No sé si las damas dicen estas cosas, Raphael. —Ella se inclinó sobre él,
buscó los labios masculinos y, al hacerlo, los senos rozaron el pecho firme del
hombre—. Pero yo también te deseo, a mí también me resultas sensual y exijo
mi parte en este matrimonio. —Lo besó, y él le impidió la retirada. Exigió que
fuera hondo con su lengua, le brindó su boca para que bebiera de ella hasta
embriagarse.
—No sé si las damas dicen esas cosas, Nat, pero si no lo hacen, entonces
nunca seas una dama.
Y ella le tomó la palabra. Con sus labios recorrió la piel ardiente, con sus
manos buscó los rincones más sensibles y con sus caderas marcó el ritmo de
la danza más antigua de la humanidad. Solo bastó hacer a un lado la última
prenda para que sus cuerpos hallaran el camino. No se necesitaban libros ni
lecciones cuando la pasión era capitán y los sentimientos dibujaban
constelaciones en el cielo nocturno.
Capítulo 16
—Si crees que vas a manipularme con esa mirada, no funcionará... no soy
Raphael. —La perra bufó. Natalie alzó una ceja—. Lo que tú pienses no es de
mi incumbencia. —Queen Mary bufó de nuevo y volvió a hacer presión con su
nariz—. La que está fuera de lugar eres tú, señorita.
—¿Qué te hace pensar que hay un «pero»? —Le acarició la mejilla. Era
hermosa al amanecer, con sus cabellos sueltos y revueltos, los pómulos
marcados con bordes de la almohada y unos labios llenos, rosas, tan rosa
como la más bella de las camelias.
—Es que, en este caso, Queen Mary tiene razón. Su recámara se encuentra al
otro lado de esa puerta, lady Becket.
—Perfecto, si lo que prefieres son los besos de Queen Mary —fingió ofensa,
apartó las sábanas decidida a marcharse.
Un gesto, una mirada, con eso fue suficiente para que la perra abandonara la
cama por orden de su dueño. Se escabulló por la habitación contigua.
Un segundo, un roce, una caricia, con eso fue suficiente para que Natalie
regresara a sus brazos. La dinámica de intimidad sería la misma por un largo
tiempo, ella a horcajadas sobre él. Así iniciaban los besos, los abrazos
preliminares. Los labios de Raphael recorrieron su cuello. ¡Oh, amanecer de
esa manera era un placer de los dioses! Cuando estuvo a centímetros de su
oído, le susurró:
—Siempre preferiré tus besos, siempre te preferiré a ti... —Acarició sus labios
con el pulgar. Los profundos ojos almendras de Natalie ahondaron en los
suyos, como si pretendiese hallar la verdad de esa confesión en ellos—. He
besado cientos de bocas, me he deleitado con muchos cuerpos, y lo hice por
pura insatisfacción. Ahora lo sé, buscaba estos labios... te buscaba a ti, Nat.
Ella posó las manos en su rostro, lo acunó entre ellas. Besó su frente, sus
párpados, le rozó la nariz con la suya hasta llegar a su boca, y mientras sus
labios se disponían a responder con otra confesión, la humedad de su íntimo
capullo en flor abrió los pétalos para darle la bienvenida.
—Lo siento, lord Becket... no puedo, soy una mujer con muchas
responsabilidades.
—En esta ocasión —Alzó el dedo en lo alto—, solo en esta ocasión, estoy de
acuerdo contigo. Lo que me recuerda —Acomodó sus piernas fuera del
colchón, estiró su brazo, acercó la silla de ruedas y con un ágil movimiento,
abandonó la cama y tomó control de su transporte cotidiano—, Randy y yo
tenemos una agenda de actividades muy ajustada, así que, aléjate de mí,
bruja. ¡Tú y tus encantos me obnubilan!
—Buen día, lady Natalie... —Doris Lee fue la primera en notar su silenciosa
presencia—, el desayuno ya se encuentra dispuesto en el salón comedor.
—Oh, no me odie, señora Lee, pero creo que hoy prescindiré de él.
Natalie atravesó los jardines traseros hasta dar con las caballerizas. Ariel
tenía el carruaje listo, sentada en el pescante, con las piernas en lo alto,
trozaba una manzana con una navaja y la degustaba.
—Le acabo de decir a la señora Lee que tú lees mis pensamientos —dijo
Natalie una vez que estuvo ante ella—. ¿Cómo sabías que iba a necesitarte
esta mañana? —Intentó subir sola al pescante, se mareó. Ariel logró cogerla
de la muñeca antes de que cayera de nalgas al suelo.
—Porque leo algo más que sus pensamientos... ¿No sería más conveniente que
viajara en el interior del carro? —le sugirió.
—Es verdad...
—¡Ajá!
—No, no… nada de «ajás», sé clara conmigo.
—¡Y su corsé está a punto de estallar por los pechos hinchados y por la
repentina redondez en su cintura!
Cuando Agnes no se encontraba en Cuatro Flores, Jana dedicaba parte del día
a las tareas administrativas, mientras que las otras dos florecillas volcaban su
energía a la acción. Un ruido proveniente del subsuelo le hizo apartar la
atención del cuaderno destinado a los proveedores. Las hermanas White
solían pasar más tiempo en el lugar porque contaban con más tiempo, una era
viuda, y la otra, apenas una debutante con cero intereses por el roce social.
La señora Tremblay y lady Becket debían orquestar sus horarios de otra
manera.
Jana conocía cada uno de los recovecos del edificio con cada uno de los
sonidos, crujidos, chirridos, y eso que escuchaba no era un empleado, menos
que menos, Lindsay. Intentó no angustiarse, el incidente delictivo que tomó
como víctima a Bastien Tremblay era una anécdota destinada al olvido. Pese a
ello, cogió el palo de cricket que conservaban como elemento de defensa.
Maldijo entre dientes por no tener a manos el pulverizador de pimienta y
limón de Natalie. Caminó en puntas de pie, no quería exponerse, malhechor o
animal salvaje, lo que fuese, sería mejor tomarlo por asalto.
—¿Qué haces aquí? —Olfateó el aire—. ¡Cielos!, ¿qué tienes ahí, Natalie?
—¡Ey, no huele tan mal! —Que no tuviera una reacción al intenso olor del
fermentado era un punto a favor, despejaba la duda que la carcomía.
—¿Se puede saber para qué querías ese fermentado? —Si estaba en el
subsuelo era porque no era de uso cotidiano, además de necesitar ausencia de
luz y un ambiente con humedad regulada.
—Lo necesitaba para realizar una prueba con él. —Salió de detrás del biombo
con un vestido azul con flores blancas. Ideal para las tareas de huerta, casi no
le cierra a la altura de los pechos. Sin lugar a dudas, los corsés no se
achicaron, sus senos se agrandaron.
Pero no. Las habilidades metiches de la más joven de las White estaban en
pausa, cuando estaba en Cuatro Flores, ponía toda su energía en sus esencias
y fragancias.
—¿Qué es?
Vaya uno a saber que nueva y extraña combinación había hecho su amiga
para que oliera tan espantoso.
—Romero, tomillo... tus favoritos, con una nota media de eucalipto. —También
uno de sus favoritos. Le sonrió.
O quizás esperar unos días más, Agnes y Bastien irían a cenar. Era la primera
visita social de la pareja al hogar Becket, y era la primera vez que ellos se
mostrarían ante sus amistades como un auténtico matrimonio. Tras la visita
de los Tremblay le daría las buenas nuevas.
—¡Lady Natalie! ¡Lady Natalie! —Doris Lee le gritó desde las escalinatas de la
terraza central. No era habitual ese comportamiento en la mujer, era en
extremo dada a las formas, que gritara era sinónimo de problemas.
Natalie se incorporó y se lanzó a la carrera al tiempo que se despojó de los
elementos de jardinería que sostenía en las manos. Lo último en quitarse fue
el delantal, que arrojó sobre el barandal de la escalinata. Su descontrolado
corazón hizo una tregua con la desesperación al ver que el rostro de Doris
Lee no expresaba una catástrofe, sino que sonreía.
—Tengo prohibido decírselo, tiene que verlo con sus ojos. Corra, milady...
corra —la motivó.
—De tus palabras, cariño, solo elijo oír... esperándote. —Se cruzó de brazos
en cuanto estuvo junto a él—. ¿Se puede saber qué es lo que ha hecho que
Doris Lee rompa su protocolo por ti?
El salón había sido acondicionado para las prácticas rehabilitadoras del lord.
Cajones para sostener sus piernas en las flexiones, palos de madera con
anexos de hierro en los extremos para fortalecer brazos y dos barrales de
madera paralelos que le permitían erguirse y avanzar con ayuda de Randy. El
grandote estaba a su lado.
—Doris adora romper el protocolo por mí, es más, soy su excusa perfecta.
Hansen rio.
—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles? —Iba a mostrarle alguna nueva proeza, un logro
nuevo. Natalie se mordió los labios, solo así no sonreiría.
—Cierra los ojos... —Ella alzó las cejas—. Vamos, ciérralos, necesito
prepararme—. Acató, le daría ese gusto sin objeción. Raphael se aferró a las
paralelas y se incorporó, quedó en completa verticalidad sin la asistencia de
Randy—. Ábrelos.
Natalie parpadeó. Pese a haber visto en más de una oportunidad ese manejo
de su cuerpo, notó que los pies se encontraban con firmeza sobre el piso,
como si pudieran soportar el peso del cuerpo.
—No me dejas más alternativa que ser una aguafiestas, no hay nada nuevo en
mi horizonte. —Lo dijo solo como provocación. Estaba ansiosa, quería ver
más.
—¡Bruja malvada! Dos pasos, técnicamente, fueron dos, así que merezco...
El forzó la separación de las bocas y, con sus labios apenas apoyados sobre
los de ella, murmuró.
—Nat...
—¿Qué?
Nat y Raphael.
—¿Te das cuenta, Nat...? No me equivoco cuando digo que eres una maldita
bruja. ¡Lo eres! —protestó con una sonrisa. Un soporte de madera liviana con
manijas de cuero, ideado solo para su uso terapéutico, lo mantenía a flote
mientras fortalecía el cuerpo en el agua—. ¡Todo es trabajo y ejercitación
para ti!
—Sabes que sí. —La salpicó con agua—. Se suponía que este era nuestro
festejo.
—Auuuchh, ¡bruja!
—Coincido contigo... He sido un idiota demasiado tiempo, y creo que, por eso,
la buenaventura, puso ese maldito roedor en el camino de la yegua. —
Andrómaca era un caballo ágil, poderosamente resistente, salvaje,
conquistador por naturaleza; por desgracia, en medio de esas maravillosas
cualidades se hallaba muy oculto un temor inmanejable para el animal. Sin
duda, nadie está exento de traumas en esta vida—. ¡Un jodido roedor!
¿Puedes creerlo...? —Natalie dejó de entrever una sonrisa. Él sacudió la
cabeza—, o tal vez, el jodido destino, no lo sé, solo sé que, a su manera, lo
ocurrido me regresó al camino.
¿Hasta qué punto podría considerarse hombre si creía que su única misión en
la vida era amar y hacer feliz a una mujer, su mujer? No. Debían de existir
otras metas, otros sueños. Porque durante años él creyó que la realidad que
hoy vivía junto a Natalie no era más que una condena, un calvario para
cualquier hombre. Y ahí se encontraba él, seguro de que lo único que
necesitaba era lo que tenía entre sus brazos. Pensarlo y reconocerlo para sí
requería de una gran dosis de valor; confesarlo...
—El camino opuesto al hedonismo. —Se limitó a decir a costo de ver cómo el
brillo se apagaba en los ojos de Natalie.
Si eso deseaba, que así fuera, estaría para él cada vez que la necesitara, era
su esposa, lo sería hasta que la muerte decidiera separarlos. Pero si lo hoy
vivido no era más que la consecuencia de su truncada existencia, se
prepararía a futuro, pues llegaría el día en que él retomaría las riendas de su
realidad canalla.
—He descubierto otros placeres, Nat. —La aprisionó contra su cuerpo al notar
que ella le restaba intensidad a su abrazo—. Puedo acostumbrarme a esta
vida.
—¿De qué más puedo hablar, Raphael? —Pestañeó. Natalie supo que el hecho
de haber callado su secreto durante semanas nada tenía que ver con la duda.
Era temor, liso y llano temor a su reacción. ¡Al diablo!—. Estoy embarazada.
—No, no puedes estar embarazada. —Si se mantuvo junto a ella fue por causa
mayor, su pensamiento vagaba muy lejos de ahí.
Otro Becket en este mundo, no, no podía ser posible. ¡Demonios! Quería
poner fin a su legado, quería interrumpir esa cadena ancestral de violencia,
resentimiento y obsesión. ¡Maldita bruja!
—Puedo y lo estoy, Raphael... estoy embarazada. —Alzó la voz, a tal punto que
Randy oyó la noticia pese a estar a varios metros de distancia—. Dada tu
experiencia, me imagino que puedes imaginar el «cómo».
—Deja la discreción y los modales a un lado, Natalie —Ya no era Nat, y ella,
ella se quebró por dentro—. ¡Follando, dilo, follando!
—No soy grosero, soy jodidamente realista... ¡Follando, así te has quedado
embarazada! ¡Follando vaya a saber con quién! —Escupió el veneno, el peor,
el que corría por sus venas como un condenado karma.
Una bofetada, luego otra, y ahí se detuvo. Natalie tenía la furia y la energía
necesaria para mil bofetadas más, pero era en vano, de nada serviría. Raphael
había desaparecido, solo quedaba lord Becket.
—¿Cómo eres capaz de decir eso? Me conoces muy bien, aunque lo niegues,
me conoces.
—¿Qué suposiciones?
—Tengo que recordarte que hace unas cuantas semanas atrás pasabas más
noches fuera que dentro de casa.
—¡No insinúo, solo me baso en los hechos... ese crío que cargas en el vientre
puede ser de cualquiera! ¡Por los cielos, Natalie, apenas puedo dar un paso!
¿En verdad pensaba eso de ella? ¿Que era capaz de…? ¡Maldito idiota! No se
defendería de tamaña acusación. No le diría, pasé noches fuera de casa
aprendiendo por ti, intentando ser la mujer que anhelas entre sábanas. ¡Al
diablo él! ¡Al diablo todo!
Lo empujó con más rabia de la imaginada. El muy maldito sacudió los brazos
con desesperación, como si perdiera el control de todo el cuerpo. Ella fue a
por la madera flotante y se la lanzó.
—Oh, sí, lord Becket, esta conversación ha finalizado —le gritó desde la orilla
—, ¿y sabes por qué?, porque me cansaste —Exhaló, él era pura rabia, y ella
lo multiplicaba en sensación—. Soporté tus contestaciones, tu mal humor, tu
desprecio. Te justifiqué, como siempre lo hice, por tu herida, por tu madre,
por la infancia que compartimos juntos. —No callaría ni una palabra más, no
sería cobarde. Si ese era el fin entre ellos, lo sería con motivo—. Pero ya no,
Raphael. Ya no más, porque te amo… creo que te he amado desde que te
conocí —Miró en derredor, allí se habían cruzado por primera vez. Una
lágrima rodó por su mejilla. No derramaría más—, incluso cuando me
despreciaste, incluso cuando estaba convencida de que te detestaba, te
amaba. Supongo que eso es demasiado para ti, porque para amar primero hay
que quererse a uno mismo, y tu ego, tu terquedad no te lo permiten. En
cambio, yo, insulsa y todo, me quiero lo suficiente como para protegerme de
ti. —El instinto le hizo llevar las manos al vientre—. Y para proteger a nuestro
hijo de ti. No permitiré que nazca cubierto con el manto del desprecio al igual
que tú. Yo no soy tu madre, tú no eres tu padre, y por todo lo que me sea
sagrado, te lo juro... nuestro hijo nunca será como tú.
Raphael quedó imposibilitado del habla, no solo se aferraba a la condenada
madera, sino también a su corazón, el muy desgraciado se marcharía con ella.
—Señor Hansen... Por favor, ocúpese de él, y haga que el regreso a casa sea
lento, muy lento.
—Lo que usted demande, lady Natalie —dijo en un susurro. Tenía un nudo en
la garganta. Él quería abofetear a Becket. No, mejor, darle un puñetazo,
bajarle todos los dientes. Pero no, solo lo dejaría en el agua hasta que
limpiara sus culpas, hasta que...
La vio marcharse, los dos los hicieron, no había que ser muy ingenioso para
imaginarse el final.
El atardecer solía ser el momento más calmo del día en la casona Anderson.
Se transformó, en un santiamén, en un inesperado caos. Por fuera, un
carruaje aparcado del cual descendían maletas y baúles; por dentro, una
Natalie que se permitía liberar cada una de las lágrimas contenidas en
nombre de Raphael. Eran muchas, databan de años.
—¡Malnacido, le arrancaría los ojos para darle más motivos al uso del bastón!
—Oh, no, déjala… —Intervino Natalie, enjugó sus lágrimas—, deja que diga
todo aquello que yo no puedo decir. ¿Qué más, Lindsay? Dime qué más.
Pudo imaginar su futuro cercano, con ese pequeño corazoncito que latía en su
vientre entre sus brazos. Sería maravilloso. Podría soportar el dolor, podría
soportar una vida sin Raphael.
Capítulo 18
—Pues trae a esa jodida bruja que sí lo hace, demando hablar con ella.
—Esa orden es inalterable. Ella se fue, pero me dejó para que lo cuide.
Aunque no lo merezca.
—¡Ya sé que no lo merezco! Vete —lo echó—, vete de aquí. Llévate la bandeja,
no quiero esos brebajes de hechicera cerca de mí.
Hansen no acarreó la bandeja, se marchó con las manos vacías. Era una
pérdida de tiempo seguir las demandas del lord, cambiaban al son de su
humor. Un temperamento ambivalente que oscilaba entre dos extremos:
extrañaba a Natalie y exigía que todo siguiera igual a cuando ella estaba ahí,
o reafirmaba que su ausencia era lo mejor y se entregaba a la patética
existencia a la que había puesto en pausa por unos meses.
—Le traje salmón gravlax , queso y selección de hojas verdes en pan recién
horneado.
—No lo intentes.
—Tal vez los animales no vean los defectos y errores de las personas, y por
eso nos aman. Pero los seres humanos tenemos una capacidad increíble, la
de, tras observarlos, perdonarlos. Amar sin la idealización es algo magnífico,
debería probarlo. Y no… no le daré el salmón a esa perra malcriada. —Queen
Mary movió la cola, Doris le guiñó el ojo, y el animal se puso panza arriba.
—Para amar sin idealizar, primero tendría que ser capaz de amar. —Raphael
cogió el salmón entre dos dedos y lo acercó al hocico de la perra. Ella se lo
arrebató con un movimiento suave, medido, incapaz de hacer daño con sus
dientes. Repitió la acción con el queso. Cuando intentó ofrecerle el pan y los
vegetales, fracasó. Los hizo a un lado, quizá después de llenarse las tripas con
whisky lo echaría de menos.
—Yo lo digo.
—Oh, pero usted no hace más que equivocarse, milord. No le tomo la palabra.
—Al menos admite ser un canalla… —Doris se sentó en el sillón libre junto a
la ventana. Observó las flores, meneó la cabeza de lado a lado.
—Nunca lo negué.
—¿Por qué no se disculpa con ella? Estoy segura de que lo perdonará. Natalie
tiene un gran corazón —propuso Doris. Raphael cerró los ojos, rendido.
—Sí, me perdonará. Sí, tiene un gran corazón. Por eso, lo mejor es que se
mantenga lejos, como era el plan inicial.
—¿Había un plan inicial? Cualquiera diría, dados los resultados, que esto fue
pura improvisación. Y bastante mala, me atrevo a conjeturar.
—Nada me sienta tan bien como a ella, yo soy una mujer entrada en años y en
carne. Dos cualidades que me permiten la sinceridad, las beldades no pueden
hablarles así a los lores, pero una señora con canas es inimputable. —
Consiguió una leve sonrisa de Raphael, se dio por satisfecha. También la
animó a seguir—: ¿Por qué la alejó de usted?, ¿por qué no la va a buscar?, es
evidente que es desdichado. —Lord Becket no podía negar las palabras del
ama de llaves. Era el hombre más infeliz de Inglaterra, pudiendo ser el más
afortunado—. Usted la ama…
—No, Doris. Soy un Becket, los Becket no sabemos amar. Ella… —Sintió el
pecho pesado. Los latidos del corazón se ralentizaron. Nat… su Nat—, ella es
mi obsesión. Mi más honda y oscura obsesión. Por eso, lo mejor, es
mantenerse lejos.
—No soy ingenua, nunca esperé que la muerte de lady Vivian no tuviera
secuelas en usted… solo… no pensé que tan profundas. Porque todo esto es
por ella, ¿verdad? —indagó la mujer, con voz trémula.
—En parte… sí. Más por él —aludió al conde—, que por ella.
—No es un rumor —la contradijo Raphael—, lo oí discutir con mi tío el día del
funeral. Él la mató, decía amarla, pero no lo hacía. Estaba obsesionado con
ella. Solía decirle que era suya, le repetía que si ella se marchaba él se
mataría, o incluso que la mataría a ella y luego se tiraría del tejado. Y mi
madre… —Doris le cogió la mano, le infundió valor—, mi madre lo perdonaba.
Regresaba a su lado, y en cada ocasión en que ella mostraba bondad, dulzura,
pureza… él más se obsesionaba. Era perfecta ante sus ojos, y anhelaba
poseerla para siempre. Hasta que lo hizo. —Hizo un ademán con el mentón
hacia las camelias. Allí, inmortalizada en un ángel, estaba su madre.
Condenada a una eternidad en el condado de Onslow, atada a su esposo.
—Y yo supe que no podía vivir sin ella. ¿Lo ves, Doris?, soy igual. No puedo
vivir sin ella, así que la enlacé a mi desgracia, porque soy un maldito canalla.
—¿Eso ha hecho, está seguro? Porque ahora puede vivir sin ella, ¿verdad?, no
ha hecho una locura. Y no la ata a usted, le brinda alas, aunque eso lo haga
desdichado. —Le acarició la mejilla, le exigió con un gentil gesto que la
mirara a los ojos. Él le permitió bucear en las profundidades negras de sus
pupilas—. Hay una diferencia enorme entre el amor y la obsesión. Natalie se
ha marchado, no está a su lado, y este era su plan. Entonces, si no era por su
cercanía, ¿por qué se ha casado con ella?
—¿Qué le ha obsequiado?
—Su libertad. Su tan ansiada libertad. Natalie siempre mereció más que su
parasitaria familia, y lo estaba consiguiendo. Se forjó un camino con saber,
dedicación, estudio, esfuerzo. Los McAdam se lo hubieran arrebatado. Le
hubieran quitado las ganancias y la hubieran casado con el primer inservible
en su camino, quien le quitaría el resto. No era justo. Casándose conmigo se
convirtió en lady, tiene poder e influencia, y yo no tocaré un penique de su
negocio ni me apropiaré de los méritos ni le pondré obstáculos en su camino.
Es libre de verdad, y ni siquiera eso puedo atribuirme del todo, pues esas alas
también se las ha tejido ella misma. Ya cumplí mi función, ahora le toca a
Natalie cumplir la suya: ser feliz.
—En ese caso, hay otra posibilidad, ¿y sabe quién me la ha enseñado? —Él
negó con la cabeza—. Usted. Ya de pequeño andaba de aquí para allá con los
libros de filosofía, aunque ahora se le haya dado por eso de la angustia…
—Ningún hombre puede cruzar dos veces el mismo río, porque ni el hombre
ni el agua serán los mismos.
—Exacto. Natalie puede jamás perdonar al canalla, pero sí puede darle una
oportunidad a un hombre nuevo. Cuando regrese a ella, procure que no sea el
mismo río, ni usted sea el mismo hombre.
Arrastró la silla por los jardines. Una suave llovizna mojaba sus negros
cabellos y limpiaba los oscuros pensamientos. Las nubes deben deshacerse en
agua para que el sol vuelva a brillar, y Raphael necesitaba derramar algunas
lágrimas para sanar. Se situó junto a la estatua de mármol, el rostro de Vivian
tallado en un ángel. Las camelias crecían a los lados, su eterna belleza, su
dulce fragancia.
—Él me odiaba —le dijo a su madre—, él me odia porque tú me amaste. Yo
adoro a Natalie más aún por querer a su hijo. A mi hijo. A nuestro hijo.
Desearía tener certezas, saber que soy capaz de hacerlos felices. Quisiera
saber, de verdad, si soy capaz de convertirme en el hombre que Natalie
necesita a su lado. Ojalá existieran las señales, porque algunos vagamos por
la tierra bastante confundidos, madre.
Las nubes se abrieron apenas, un suave hueco entre ellas. El sol reflejó en la
lluvia y dibujó un colorido arcoíris que cayó sobre las camelias. Él recogió
una, su propia olla de oro al final del camino. Lady Vivian nunca lo abandonó,
siempre vivió dentro de él. El marqués lo sabía, Natalie lo sabía, y ahora, él
también.
—Tanto batallé por no ser mi padre que olvidé ser yo. Solo Raphael.
Capítulo 19
¡Oh, claro!, de este modo fortalece la espalda. ¡Por supuesto!, así consigue
bajar la inflamación. ¿Cómo no se me ha ocurrido?, así consigue alivianar el
trabajo de las piernas.
Cada halago del doctor no hacía más que recordarle a Raphael la maravillosa
mujer que había dejado ir. El anhelo de regresar a su lado se convirtió en el
maná de su día a día.
—¿Yo, terco? Si tengo un carácter dulce y gen… ¡Pero qué demonios! —No
había espacio para el sarcasmo—. ¿Sabe, Randy? Deberíamos unirnos a la
lucha por la emancipación femenina.
—Mire, no quiero discutir con usted. Es quien carga con este instrumento
medieval, pero…
—Pero creo que lo que usted pretende es que las damas usen menos ropa.
Menos mal que ya no vestía el corsé, pues la risa le vació los pulmones.
—¡Ya lo creo! ¿Lo ves, Randy?, todos ganamos con las mujeres libres.
—Ay, lord Raphael —Intervino Doris Lee, quien traía la bandeja de alimentos
seleccionados—. Eso dice usted, porque las damas no se le resisten, pero ya
me dirá qué piensa un hombre como el actual duque de Weymouth. Nunca
más conseguiría fo… hallar una mujer.
—No, hoy no. Iré a cuidar las camelias y a visitar a los arrendatarios. Creo
que el viejo señor Brown necesitaba arreglos en su herrería y la señora Liam
sigue recuperándose de la gripe, no ha podido ir al pueblo por provisiones.
Ah, y tendré que preparar un ramo de rosas para la señora Bush, siempre se
anima si le digo que es mi preferida. —Sonrió al pensar en la coqueta anciana.
Mantenerse firme era difícil, debía recordar que lo hacía por su hijo o hija. Lo
había comprendido, tras veladas interminables; al fin pudo entender el
panorama completo, la intrincada y compleja red de pensamientos y
emociones que rodeaban a Raphael y lo anclaban en el pasado. Temía ser
como su padre. Muchas veces, en el afán de evitar algo, terminamos
provocándolo. Y así, mientras su esposo bregaba por no ser Richard Becket,
se convertía un poco más en él. Mataba día a día a quien de verdad era, le
permitía al conde ganar. Ella no podía dejar que esa historia se repitiera en la
siguiente generación, no soportaría el dolor de ver a su hijo luchar las mismas
batallas del padre. ¡Demonios!, ya sufría demasiado al atestiguar cómo
Raphael se arruinaba la vida, cómo mataba al hombre gentil y dejaba vivo su
lado más hostil.
—Oh, no, no —Oyó la voz de Jana—, tendré que ponerme firme con los
vecinos, porque esto es inadmisible.
—¿Qué sucede?
—¡Otra vez un perro entre mis flores! Mira, y ese es nuevo, ya le he pedido
a… —Jana se silenció al oír el gemido ahogado de Natalie.
Natalie apenas la oyó. Seis meses de embarazo, cuatro de los cuales los vivió
lejos del padre de su hijo. Y ahora…
—Nada de saltar… —Queen Mary no le hizo caso. El lord rodó los ojos. ¿Acaso
nadie respetaba la autoridad de la nobleza en esos días? Bueno, quizá fue su
culpa por bautizarla Queen (reina), siendo él un simple lord.
La perra se puso en dos patas y, con una delicadeza pocas veces vista, posó
su pesado cabeza en el vientre revoltoso de Natalie.
—No conté con esto —dijo el hombre, fingiendo malhumor—, con que mi bruja
salvaje se pondría a correr con un embarazo de seis meses. —La rodeó con los
brazos, bueno, mejor sería decir que la rodeó con un brazo, pues el otro
estaba ocupado sosteniendo el bastón. Un lujoso bastón de empuñadura de
oro y rubíes, de roble con terminaciones en ébano y estructura interna de
hierro, que simulaba ser artículo de moda, pero era funcional.
—Con Nat… mi Nat. —Le elevó el mentón, con el pulgar le limpió las lágrimas
de dicha y juró que ellas serían las últimas en ser derramadas por los ojos de
su amada. Nunca más lloraría, la protegería de los dramas y penurias, y
vivirían de las risas y alegrías.
—Te he extrañado tanto —confesó Natalie—, ¿lo sabes, verdad?, dime que
puedes comprenderme y perdonarme.
—Hasta que lo reconoces. —Golpeó suave su pecho, sintió ese duro corsé y lo
palpó con curiosidad. Raphael le cogió la mano, ya tendrían tiempo para
ponerse al día con los cuerpos. Era tiempo de las emociones—. Has sido un
maldito canalla con el hombre que más amo en la tierra.
Sus bocas colisionaron en un beso furioso. Las lenguas danzaron, las pieles se
clamaron y solo la inmensa fuerza de voluntad de ese hombre nuevo impidió
la tormenta de pasión. O la puso en pausa.
—Llegó el día. —La sonrisa de Natalie lo obnubiló. La tenía en sus brazos, con
el inmenso vientre de ella sobre el suyo. En las pieles superpuestas, Raphael
sentía los movimientos que hacía su hijo. Entonces, lo percibió.
—¿Pero la barriga se me ha puesto dura como una piedra? Pues sí, y esto
sucedió mientras tú roncabas también.
—Yo… —balbuceó.
—No tengo miedo, tengo dicha. Y un poco de nervios, sí… pero, sobre todo,
estoy feliz.
—Me alegra que nuestro hogar sea un sitio tan decoroso —se mofó Natalie.
—Oh, oh… Eso fue rápido —dijo ella, cuando el dolor cedió. Y en cuanto lo
hizo, su esposo cogió el bastón y se incorporó. Ya apenas sufría de dolores,
pero no se pondría en riesgo. Quería vivir, vivir cien años junto a esa mujer y
a todos los retoños que el destino quisiera brindarles. Sin siquiera vestirse,
solo con el salto de cama, abandonó la habitación en el mismo instante en que
Doris ingresaba.
Envió con premura una misiva al doctor Tobermory, quien se convirtió sin
pretenderlo en el médico de cabecera de los Becket. No era su ámbito,
insistía el buen hombre. Lo suyo era académico. Sin embargo, cambió de
parecer de inmediato cuando lord Raphael puso en su testamento que, tras su
muerte, permitiría a la universidad de Oxford practicarle una autopsia —
Siempre y cuando sus restos regresaran a sus tierras una vez finalizada—,
siguiendo los estudios de Tobermory. El lord podía ver la codicia en el muy
maldito, pensó con sorna, estaba seguro de que rezaba cada noche por la
pronta muerte para poder ser él quien le abriera la espalda y confirmara su
hipótesis. El hombre había escrito varios folletines de ciencia sobre las
lesiones medulares y todos en Inglaterra sabían quién era el paciente
milagroso al igual que la no-tan-misteriosa-mujer que lo ayudó a desarrollar la
teoría inicial. Tal era así, que despertó un inmenso revuelo al expresar en un
seminario que las mujeres eran tan capaces para la medicina como los
hombres.
Una vez finalizada esa tarea, regresó junto a Natalie. En vano. Ni cuando era
incapaz de caminar se sintió tan inútil. Su esposa tenía todo bajo control.
Preparaba su propio parto con destreza y sin una pizca de miedo. Los labios
se le curvaban de alegría, su expresión apenas mutaba con las contracciones.
¿Quién demonios determinó que las mujeres eran el sexo débil? Él sabía que
no podría pasar por eso, ya hubiera bebido una botella de coñac, maldecido a
todos los empleados y, sin duda, no sonreiría. No con esa sonrisa plena y
hermosa que surcaba el rostro de su amada.
—Ya le escribí al médico, por si las dudas.
—Nada, Raphael. Este ser espantoso ya se marchaba. —No sabía quién había
informado a su padre, supuso que algún sirviente fiel al conde.
—De ninguna manera. Estas son mis tierras, Pierce, esta es mi casa y ese… —
Señaló al joven lord con desprecio— sigue siendo mi hijo. Vengo a presenciar
el nacimiento de mi nuevo heredero.
—Escucho mucho mi esto, mi aquello —dijo Raphael una vez los vasos
estuvieron servidos—. Lo siento, padre, pero nada de esto es tuyo. Tienes una
falsa concepción del asunto, ni siquiera tu título es tuyo. Tú eres del título. Así
que, incluso en el caso de que nazca un varón, no será tu heredero. Será
heredero del condado.
—Tendrá mi apellido…
Abandonó la sala sin mirar atrás. Lo decía en serio, el hombre que solo lo
procreó, pues padre era un título inmenso, no podía herirlo más. Subió las
escaleras y se dirigió a la recámara que Natalie había hecho preparar para
ese día.
—¿Cómo puedes estar tan radiante? —preguntó, más enamorado que nunca.
La hallaba bellísima, aunque ella dijera estar hinchada, gorda, con los pies
inflamados y ¡oh!, más pecas de las habituales. Él se pasaría la vida
descubriéndolas.
—Tú estás ciego. Ven, trénzame el cabello. —Raphael acató. Cuando finalizó,
la comadrona ingresó. Se paralizó unos segundos al ver a lord Becket en la
habitación—. Él se queda —dijo Natalie, y la mujer asintió.
Era la primera vez que le sucedía en treinta años realizando esa labor. No
cuestionaría, conocía las dotes McAdam y estaba dispuesta a seguir las
instrucciones. Al fin de cuentas, era la nieta de Brigid. Tal y como lady Becket
solicitó, se colocó sobre el vestido un delantal completo, el cual recibió el
mismo tratamiento que el camisón y la camisola de los lores. La habitación
olía a lejía y hierbas.
—¡Aleluya!
Aguardaron las contracciones, hasta que al fin fueron tan frecuentes que una
se solapó con la otra.
—Es una niña —proclamó emocionado—. ¡Es una niña, Nat!, la niña más
hermosa del mundo. —No podía creer el milagro. Le observó las manos, los
pies, la cabecita sin siquiera notar todo lo demás—. Oh, Nat. Estoy condenado
—dijo, ya sin contener las lágrimas—, estoy condenado a los amores mágicos,
a los amores eternos. —La acercó a su madre y la depositó en el pecho de
Natalie.
Tú, mi deuda pendiente
-Melanie Rogers
Pero nadie le advirtió. Lady Katherine puede ser tan buena contrincante como
él en el juego de seducción.
Serie Señoritas Americanas
Cameron Madison había crecido entre algodones, protegida y alejada de
todos, hasta que Sean Walsh llegó a su vida y le robó el corazón.
Ambos se aman, ambos tienen planes juntos, hasta que el asesinato de una
esclava lo apunta a él como único autor, y a ella, como único testigo.
Emily Grant debía casarse. El estatus de su familia dependía de que
consiguiera un buen marido, cualquiera con un título nobiliario o buenas
relaciones bastaría. Pero... Si todos los hombres eran iguales, ¿por qué no
podían ser iguales a Lord Colin Webb?
Colin Webb es el heredero del condado de Sutcliff, un dandi que parece tener
a todas las mujeres a sus pies. Su secreto lo lleva a mantener una fachada de
perfecto amante, una farsa que está agotado de mantener.
¿Podrá una díscola americana ser la respuesta que lleva años buscando en sus
compañeras de alcoba?
Última entrega de la serie Señoritas americanas. Scarlett nos regala una
historia plagada de esperanza y superación, una mujer fuerte que intenta
abrirse camino en un mundo de hombres.
¿Quién estaría tan desesperado como para casarse con la arisca Vanessa
Cleveland?
Vanessa no podrá resistir el desafío de probar que puede hacer todo aquello
que le es vedado, más aún, cuando los secretos de su pasado vuelvan para
atosigarla y la obliguen a averiguar de qué están hechos sus sueños y
aspiraciones. ¿Eres tan loco como William, te atreves a lanzarte a la historia
de Vanessa?
Serie Señoritas británicas
Dar con él no será tarea sencilla; ir tras sus pasos implicará toda una
aventura, una empresa que la llevará de punta a punta del inmenso país, que
le hará conocerse a sí misma y que pondrá en riesgo, no solo sus altruistas
anhelos, sino también, su corazón.
Un amor que surge en las sombras, pero que está destinado a brillar como el
sol de California. Corre el año 1854, es el inicio de temporada en Londres y
no pueden existir dos seres más apáticos al respecto que la consagrada
solterona, Thelma Ferrer, y el americano Zachary Grant. Ella no tiene
expectativas de hallar un buen marido, y él solo busca un pretendiente para
su hermana Emily que eleve el estatus de la familia. Nada los preparó para
enfrentarse al amor.
Mientras Inglaterra le abre las puertas de sus salones a las debutantes y los
cotilleos, Zach y Thelma iniciarán una historia de amor tras las bambalinas de
la nobleza y sus rígidas normas.
Pero los secretos y las mentiras que flotan en el aire confabulan en su contra.
Dos culturas, un océano, millas de tierra y años de silencio…
Una historia que derriba los prejuicios y escribe con sus escombros el más
bello amor.
-Melanie Rogers.
El sueño de Amy Brosman es llevar el saber a cada rincón del globo, desde su
Inglaterra natal, hasta aquel lejano punto del mapa llamado Sacramento. Con
un carácter firme y un temple de acero, desafía una a una las normas, para
desterrar la ignorancia de los habitantes del oeste, sin imaginar que será ella
quien aprenda la lección más importante.
En una sociedad dividida por colores, etnias y dinero, no hay sitio para un
mestizo mitad Iowa, ni para un amor que rompe con las leyes y mandatos
establecidos.Cuando el mundo nos queda pequeño, podemos ajustarnos las
cintas del corsé, tomar aire y aguantar; o hacerlo añicos y construir uno en el
que quepamos todos.
¿Qué sucede cuando el destino juega carreras con el amor? Chelsea y Thomas
se conocen desde pequeños; su amistad creció con ellos, hasta convertirse en
algo más.
Pero en la sociedad victoriana los tiempos de una dama no son iguales a los
de un caballero, menos cuando este es el heredero de un condado con una
pesada maleta de responsabilidades.
La única hija mujer del conde de Sutcliff cuenta con más privilegios de los
comunes, entre ellos, darse el gusto de extender su soltería hasta que el amor
se cruce en su camino.
David Evans lo supo en cuanto la vio, esa institutriz bella, parlanchina y poco
ortodoxa no era la mejor opción para sus hermanos. ¡Esa mujer era un peligro
para todos, en especial para él! A su lado, no solo su estabilidad mental
estaba en riesgo, también su resguardado corazón.
¿Quién era Evangeline Evans? La respuesta flotaba en el aire londinense
como un rumor que no pretendía pasar de moda jamás: hija bastarda del
duque de Weymouth, segunda hermana del dueño de las tiendas Evans y
cuñada de Lady Daphne Webb. Como si no bastara, también cargaba la
estampa social de una irrevocable soltería.
El detective de Scotland Yard, Archibald Lennox, se definía a sí mismo como
un incomprendido. Para la sociedad victoriana, con sus lores y juegos de
poder, la perspectiva era otra: Un hombre demasiado orgulloso, tenaz, algo
soberbio y, sobre todo, una gran molestia para los nobles que ansiaban
mantener sus crímenes y pecados ocultos bajo las alfombras de sus
mansiones.
Lo cierto era que el detective Lennox rara vez se equivocaba con sus
corazonadas, y la que hacía fuerte presión en el pecho y auguraba un fatídico
desenlace nada tenía que ver con cuestiones profesionales. ¿O sí?
Olivia Evans, ese era su nombre, y aunque fuese considerada la heroína de los
bajos fondos, la justiciera de los humildes, para él no era más que su némesis.
Extorsión.
Huir de un matrimonio no deseado requiere de cierta destreza; más que eso,
demanda arte. Lady Madelaine Worringen se consideraba poseedora de
ambas cosas. Convertirse en una dama insulsa y destruir su reputación
parecía ser una tarea muy sencilla. Nadie en su sano juicio contraería
matrimonio con ella.
Oliver Evans le ofreció ayuda. Era una cuestión de piedad, nada más. Ella era
una lady...
¡Oh, querida Agnes! Si deseas hacer reír al destino, solo cuéntale tus planes.
Una gran piedra en el camino y una única alternativa: matrimonio.
Un malentendido.
Una vez pasas por la cama de Leonard, no vuelves a ser la misma mujer.
Scarlett O’Connor llega con una propuesta que combina su admiración por
Jane Austen y su pasión por la escritura para regalarnos una emocionante
adaptación a tiempos actuales del clásico «Emma».
Con tan solo catorce años, Emma Woodhouse decidió que jamás se casaría.
No arriesgaría por nada su plácida vida; al fin de cuentas, ¿qué más podía
anhelar? Vivía en un lujoso resort, junto a su amoroso padre, grandes amigos
y sin más preocupaciones que seguir las excéntricas recetas saludables que
proponía la señora Perry.Sin embargo, cuando el aburrimiento propio de su
existencia ociosa confabula con sus dotes casamenteros y su «infalible
intuición» todos los corazones de Hartfield Resort estarán en peligro; porque,
cuando de la señorita Woodhouse se trata, todos los enredos amorosos
comienzan con E... Con E de Emma.
Otras obras de La editorial Lune Noir
Un sinfín de emociones. Eso es lo que promete Lizzy Brontë con esta novela
de romance gótico. Miedo, misterio y amor se entremezclan para crear una
historia adictiva. -Scarlett O’Connor.
Diane Mayer, la huérfana del Barón de Tavernier, está atrapada en una vida
que no tiene buen presagio. Los avances de su libidinoso tío son cada día más
osados, y la única salida que es capaz de evaluar se le presenta en el abismo
ante ella.
Una tormenta, un cambio de planes y una nueva opción: Morir o casarse con
el Demonio de Dankworth. Cambiar un monstruo por otro. Andrew Lawrens,
conde de Dankworth, lleva el disfraz por fuera. Las cicatrices en su cuerpo
son reflejo de las que porta en su interior. Tiene en sus manos la posibilidad
de salvar a Diane de su infortunio… ¿O será Diane quien lo salve a él?
Ava Monroe tiene un don, el de ayudar almas atrapadas. Su vida nómade y
excéntrica le brinda todo lo que necesita, libertad y ausencia de lazos
afectivos. No desea echar raíces, conoce mejor que nadie el dolor de la
pérdida. Una voz susurrante, un pedido de auxilio en medio de la noche la
llevan a las tierras de Durstfall.
Ella tiene el poder de sanarlos, pero solo uno de ellos tiene salvación.
Un pasado de abusos… Un presente de violencia.
LOS ÁNGELES ES TIERRA DE PECADO, Y CUANDO VIVES EN EL
INFIERNO, DEBES CONVERTIRTE EN DEMONIO PARA GOBERNAR.
Maya Brooks hizo una promesa, una que cumplirá, aunque la lleve directo a
las puertas del purgatorio y la obligue a admitir sus pecados para hallar la
redención.
¿Podrá Maya sacarlo de la oscuridad, o será ella quien caiga en las fauces del
infierno? La ciudad estaba en llamas, y solo una fuerza mayor podría regresar
las cosas a su cauce. El diluvio que ansiamos cuando el mundo arde…
Para toda historia existe un principio... Pero no siempre es el que nos han
contado.
Evangelina Constantino vive su vida sin saber que por sus venas corre la
sangre de un linaje ancestral. Día a día, invierte sus energías en su trabajo de
restauradora de arte, especializada en obras del renacimiento, en uno de los
museos más importantes de Florencia, Italia. Para ella, eso basta. No necesita
de más. Aunque sus sueños digan lo contrario, y la arrojen, noche tras noche,
a los imaginarios brazos de un hombre que ni siquiera sabe si es real.
Los caminos de ambos se cruzarán por algo más fuerte que una simple
casualidad. Porque el destino, cuando de Evangelina se trata, cuenta con
senderos bien definidos... y Dante Sfeir, un hombre plagado de secretos, está
en ellos.
Pasión, arte y religión enlazadas en una lucha sin tregua, en una guerra de
puro deseo.
Una historia adictiva que te hará vibrar a cada página y que pondrá en jaque
todo lo que creías saber.
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