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Scarlett

O’Connor

©Lune Noir, 2020

©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de


los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.

Imagen de portada: freepik; shutterstock.


Aquel que quiere ser amado, debe querer la libertad del otro, porque de ella
emerge el amor, si lo someto, se vuelve objeto, y de un objeto no puedo
recibir amor.

Jean-Paul Sartre -

Índice

Preludio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15
Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

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Tú, mi deuda pendiente

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Serie Señoritas británicas

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Contemporáneo

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Preludio

15 años antes...

Tendría que haberse negado, pero Natalie McAdam era incapaz de juntar
esas dos simples letras: N y O, cuando del joven lord Raphael Becket se
trataba. Si el muchacho decía «vamos a nadar», Natalie terminaba con los
pies en el agua y el cabello mojado. ¿Montar?, adiós miedo a esos inmensos
animales, hola horas de cabalgata. ¿Trepar un árbol viejo con las ramas
secas? Allí estaba ella.

—Raphael, ¿por qué no subes tú? Se te da mejor que a mí trepar —sugirió


Natalie, a mitad de camino. La corteza le raspaba las palmas y sus piernas
pendían a un metro del suelo. Le pareció mucho más. Un abismo. La muerte,
o peor, la quebradura de una pierna. ¡Oh, no!, si eso sucedía, se vería
obligada a guardar cama. En su casa. Con sus padres—. Raphael…

—Exactamente por eso, Nat… —Las mejillas de la pequeña McAdam se


tiñeron de escarlata por el esfuerzo. Si de por sí era incapaz de negarse,
cuando Raphael la llamaba Nat le costaba aún más. Era el único en usar ese
diminutivo, y a ella, la última entre cinco hermanos varones, la última en
comer, la última en bañarse, la última en todo… ser la única en algo le
resultaba adictivo—. Si subo yo primero, ¿quién te ayudará? —sentenció
Raphael en el mismo instante en que la encaramaba al árbol con la ayuda de
sus hombros. Las enaguas le cubrieron por completo la cabeza, y Natalie
chilló.

No era apropiado. En su interior, lo sabía. Lo había escuchado de otras


madres, de otras tías, de otras carabinas. Nunca de su familia. A los McAdam,
su hija no les importaba en lo más mínimo. Era un estorbo, un gasto, su
condición de fémina no la hacía útil para el trabajo. Estaba relegada a ayudar
a su madre en las tareas domésticas, actividad que, en opinión de todos, no
realizaba bien. Jugar con lord Becket era impropio, por su título de nobleza y
la falta de uno en ella. Tenía tanta sangre azul como la mismísima reina,
pensó con horror mientras tomaba conciencia de que la cabeza del lord
estaba atrapada en sus enaguas. Maldijo entre dientes con una palabrota oída
a sus hermanos.

Los McAdam llevaban años al servicio del marqués de Donegall, tío de


Raphael y vecino. También hacían algunos trabajos para el conde Onslow,
padre del muchacho, quien poseía tierras en la zona. Todos allí, al norte de
Londres, en las inmediaciones de la casa solariega del marquesado, tenían
relación con la familia de Raphael. El muchacho era el único varón, el único
niño, el único heredero de todo. Y ella… y ella lo enredaba con su enagua
mientras forcejeaba para subir a un viejo árbol.

—Nat, solo debes impulsarte contra el árbol, poner el pie entre las ramas —
masculló él.

—¡Eso intento, jod…!

—¿Ibas a maldecir? —Raphael carcajeó, Natalie lo hizo con él.

—¡Claro que no! Solo respiré fuerte.

—Sí, por supuesto, si tú eres toda una damisela. —Rio con más ganas.

Natalie enfureció, usó el enojo como fuerza propulsora y consiguió incrustar


el pie en el vértice entre la rama y el tronco.

—¡Soy una dama, Raphael! —se molestó. Sus mejillas ardían con mayor
intensidad, sabía que el joven lord no lo decía a modo de insulto. De hecho, en
cada ocasión que conversaban, no dejaba pasar la oportunidad de repetirle
cuánto le agradaba sentirse cómodo con ella. No eres una lamebotas ,
confesaba, y eres divertida, porque no me miras como si quisieras ser la
próxima condesa . ¿Podían los halagos doler tanto?

No sabía cuándo fue que se dio cuenta de que Raphael le resultaba bien
parecido. Podía ser esa tarde en el lago de sus tierras, cuando el sol de
verano se ponía en el horizonte y sus rayos arrancaban destellos en los
cabellos renegridos y mojados del joven. O en aquella ocasión en que los pilló
una tormenta de nieve, y él abrió su abrigo para darle cobijo entre el cuerpo y
la pesada tela. Como fuera, tenía razón, ella no lo miraba como si quisiera ser
la próxima condesa, porque no solía tener aspiraciones imposibles.

—Pues no lo pareces desde aquí —bromeó. La elevó con sus manos, desde su
posición, podía ver las medias de lana de Natalie.

—¡Eres imposible! —se quejó ella. Jaló de su falda para cubrirse. La tela se
enredó en la corteza—. ¡Joder! —se le escapó—. ¡Joder, demonios! —maldijo
aún más al comprender que de su boca escapaban las palabrotas de sus
hermanos. Logró contener el último improperio, le había dado la razón a
Raphael, no era una dama. Él reía encantado, la miraba con diversión.

Adoraba, de verdad, su frescura. Todos eran rígidos en su entorno. Todo era


institutrices, profesores, sirvientes y obsecuentes. En las únicas ocasiones en
las que la fachada se resquebrajaba, era para mostrar el verdadero rostro del
condado. Si su padre maldecía, no había nada divertido allí. Si los modales se
hacían a un lado, salía a relucir un monstruo. Si los empleados reemplazaban
sus medias sonrisas, daban lugar a la condescendiente pena.

Nat era única. Nat era su amiga. Los nobles no tienen amigos, tienen lacayos.
Pero él era distinto, él la tenía a ella.

—Deja de forcejear —la reprendió. Dio un brinco y sus manos se aferraron al


tronco. Se meció, hasta que sus abdominales hicieron el trabajo de elevar las
piernas a la altura deseada.

—Tú estás forcejeando. —Tiró con más fuerza.

—Yo estoy intentando subir…

Natalie se agachó sobre la rama para llegar a la tela. La pierna derecha de


Raphael había conseguido su cometido. Ahora pendía como un perezoso, de
espaldas al suelo, con las manos y las piernas rodeando el madero.

Un crujido fue la suave advertencia. El siguiente quedó ahogado por el


chillido de Natalie. Iba a caer, la corteza había cedido bajo su pie y la madera
desnuda estaba tan lisa como si un carpintero la hubiera pulido.

—¡Rapha…! —No consiguió finalizar. La enagua permaneció prendida, solo


apenas, no aguantaría el peso. En el mismo instante en que la cabeza de la
muchacha quedó en dirección al suelo, el lord hizo lo único que se le ocurrió.
Soltarse para caer de espaldas. Si Nat se precipitaba así, desde esa posición,
se mataría. El verdadero peligro lo alcanzó como un rayo.

—No temas. —Las palabras de Raphael sonaron ahogadas. El impacto le había


quitado el aire de los pulmones. Lo recuperó solo para incorporarse apenas,
agarrar a Natalie desde las axilas y atraerla con fuerza hacia él. La tela se
rasgó, el cuerpo de la joven al desplomarse sobre su pecho le quitó el aliento
restante y, por último, la rama terminó de quebrarse. En un acto reflejo,
consiguió rodar, cubrir a la joven McAdam y recibir el impacto en su espalda
—. ¡Joder!, ¡mierda! —Recuperó algo de aire—. Tienes que enseñarme más
palabrotas, Nat.

—Te enseñaría las mil formas de decirle a alguien que es un imbécil, pero no
es aplicable si ese imbécil acaba de salvarte la vida. —Natalie reptó por el
suelo hasta salir de debajo de su rescatista. Él apenas podía moverse, el
tronco quebrado estaba incrustado en su espalda. Quitarlo no fue tarea
sencilla, pero ella lo logró. Podía ser pésima en las tareas domésticas, en
cambio, ayudar a heridos y accidentados se le daba bien. Lo había aprendido
de su abuela Brigid. Utilizó la pierna, mucho más fuerte que los brazos, para
elevar la rama y ampliar el ángulo conformado con el suelo. Raphael debió
deslizarse, y la corteza le raspó la piel. Una vez a salvo los dos, se dejaron
caer en el césped para recuperar las fuerzas—. Tendremos que ir a casa de mi
abuela, esa herida no está bien. —Él asintió, enmudecido—. Gracias por
salvarme…
—De nada. Los raspones sanan, las quebraduras de cuello no.

¿Por qué había dicho eso?, pensó. Su humor se había vuelto lúgubre en lugar
de exaltado. No era el primer accidente que tenían, Raphael solía poner a
prueba sus límites físicos constantemente y encontraba en Natalie una aliada.
Y en Brigid una sanadora. Como fuera, conocía el riesgo, el miedo y su
esperada exaltación. Los dos primeros sentimientos lo alcanzaron con fuerza,
sobre todo, el temor a perder a su amiga. ¡Joder!, el terror fue tan intenso.
Jamás experimentó algo igual. No podía explicarlo.

—¿Raphael? —Ahora el pánico se extendió a ella—. ¿Te encuentras bien?,


¿puedes caminar?

Él sonrió, apenas una mueca. Su Nat tenía un sexto sentido para percibir su
ánimo, y en esos instantes era tan oscuro que olía a tormenta.

—Sí, me encuentro bien. Solo… —Se incorporó—. No te rías —pidió, a


sabiendas de que ella jamás se reía de los asuntos que consideraba
importantes—. Tengo una extraña sensación de irrealidad, como si soñara.
¿Alguna vez te ha sucedido?

—No lo sé, creo que no. ¿A qué te refieres?

Los dos se pusieron de pie, Raphael estaba adolorido. Le escocía la espalda


por la herida, sabía que sangraba, no demasiado, pero requería ser
desinfectada y no lo conseguiría por sus propios medios.

—Podría jurar que sentí a la muerte, Nat —confesó—. Aquí, entre nosotros,
tuve la certeza de que la muerte nos rondaba. Y ahora… —Se silenció, ella le
cogió la mano en un acto instintivo. Él la observó, confundido. Se soltaron de
inmediato.

—¿Y ahora? —lo instó, porque el silencio se volvió insoportable. Caminaron


varias yardas en dirección a la casa de la abuela Brigid. Raphael exhaló.

—Ahora no siento la exaltación tras haberla eludido. —Natalie no lo entendía,


él tampoco lo hacía, era incapaz de explicar el modo en que el terror se había
apoderado de su pecho, echado raíces. Los ojos negros del lord se fijaron en
los castaños de la joven McAdam. Los de ella eran rasgados, estaban algo
separados, le daban un aspecto felino a su mirada.

—Yo también estoy asustada… —dijo, él asintió. Natalie estaba asustada por
su inmensa capacidad de empatía, sentía como suyo el dolor ajeno. Sentía
propio el miedo de Raphael.

—No estoy asustado. —Ella creyó que era un intento de parecer valiente—.
No… tengo la seguridad. —Acalló el resto, no por él, sino por Nat. Ya estaba
atemorizada. Lo percibía, como él.

Natalie intentó no darles espacio a esos pensamientos, era el susto, se dijo,


sin convencerse. Su abuela Brigid creía en esas cosas, en el sexto sentido, y
ella creía en todo lo que su abuela le enseñaba. Era la mujer más sabia que
conocía. Curaba casi cualquier enfermedad con sus hierbas, y las que no, al
menos las hacía tolerables. Cuando ella decía que una persona era mala,
acertaba, lo mismo con las buenas. Juraba ver la luz que las rodeaba, la de
Nat era azul. La de Raphael era verde. ¿Qué significaba?, intentó ver eso que
su abuela atestiguaba cuando estaba con el joven lord. No lo consiguió. Según
Brigid, porque ella estaba demasiado obnubilada con la luz terrenal de su
amigo. Una luz que no brillaba esa tarde.

Arribaron a la casa de la abuela McAdam, la anciana mujer estaba en el


ingreso, en una mecedora, con la mirada en el camino. Se puso de pie al
divisarlos, sus rasgos surcados por los años denotaban tristeza. Los ojos
castaños, rasgados como los de su nieta, se fijaron en Raphael con pena. Él lo
supo, ahí estaba la muerte.

—¿Quién? —logró articular lord Becket.

—Tu madre, cariño. Un accidente…

Asintió sin dar muestras de sorpresa o duda. Natalie comprendió hasta qué
punto Raphael había hablado de certeza. No habían eludido la muerte, solo no
había ido a por ellos. Nadie escapa cuando la hora llega. No fue un accidente,
de eso también estaba seguro el muchacho. Conocía el rostro de la parca. Su
nombre, su título, su casa, su sangre… Su padre.

Se asomó desde el borde del tejado. Nada lo sujetaba, bastaba permitirle a la


gravedad hacer su trabajo para caer. ¿Cuántos pies?, más de los que decían le
habían quitado la vida a Vivian Becket, su madre.

—Mi-milord… —La voz de la aterrada doncella lo hizo voltearse. El abismo


quedaba a sus espaldas, un paso en falso y… la muerte—. Milord, regrese, por
favor —clamó la joven. Raphael lo hizo, sin aferrarse a nada, sin preocuparse
por las tejas, las zonas resbaladizas, lo empinado del techo.

Se adentró por la ventana del altillo que había utilizado para salir. La doncella
lo observaba con pavor, se santiguó al pasar. Creía que el joven lord había
atentado contra su vida, que se había subido al tejado para lanzarse e ir al
encuentro de su madre. Nada más lejos de la verdad. Raphael solo ansiaba
volver a sentir. Miedo, vértigo, cosquillas… algo. La partida de lady Vivian lo
había dejado vacío, anclado en ese limbo, en el momento en que Natalie
pendía cabeza abajo y él sentía la muerte pasar, confundiendo su víctima. Aún
no hallaba alivio. Su tío, el marqués, dijo comprenderlo. No salía de su
estupor, de lo repentino e inesperado. Raphael no estaba seguro de que su tío
lo entendiera. Mucho menos su padre.

Había cabalgado como alma llevada por el diablo. Se sumergió en el lago,


rompiendo su propia marca de tiempo sin respirar. Caminó descalzo por la
zona boscosa, con las espinas bajo sus pies. Ahora probaba las alturas.
Necesitaba sentirse vivo.
Deambulaba por los pasillos sin apenas hablar, nadie podía llegar a él. Ese día
sería el funeral. La casa del condado de Onslow rebosaba de camelias, las
flores preferidas de su madre. Richard Becket así lo había ordenado, en honor
a su amada esposa. El luto era riguroso, todos vestían de negro. Los
comerciantes debían dejar la mercancía en las lindes de la casa, y los
sirvientes acarrearlas desde allí. El único color que rompía la monotonía era
el rojo de los pétalos.

La amaba… la amaba tanto, decían todos. Raphael no se manifestaba de


ningún modo. Sus pies silenciosos pasaron desapercibidos para los dos
hombres que hablaban en susurros contenidos. El mutismo general
propiciaba el eco de las voces. Los paneles de madera, las alfombras y las
gruesas cortinas oscuras cerradas no conseguían retener la verdad.

—Deja que la entierre junto a su familia, Richard —dijo el marqués de


Donegall. Era el hermano de Vivian, solo ansiaba recuperar a su adorada
hermana.

—¡Yo soy su familia!

—Raphael y tú… —lo corrigió con intención. Se oyó el rechinar de dientes del
conde. Si no fuera por sus obligaciones con el título, jamás hubiera
engendrado. Tener un hijo era compartir a su esposa, era relegarse a segundo
lugar. Vivian amaba más a Raphael que a él; cuando observaba al joven, le
brillaba la mirada como jamás se le iluminó en su presencia.

—Y Raphael será conde, tendrá a su madre aquí, en estas tierras.

—Para poder visitarla solo cuando tú te mueras —contradijo el marqués, sin


alzar la voz. Solo exponía lo que sabía—. Porque en cuanto termine el funeral,
enviarás a Raphael a Eton, o a algún otro internado. Y luego, encontrarás la
excusa para mantenerlo alejado de ti, de verlo lo menos posible.

—Si tanto lo quieres, puedes darle hospedaje… —masculló el conde.

—¡Y lo haré!, no tengas dudas que lo haré. —El marqués hizo resonar su
bastón sobre el suelo—. Es sangre de mi sangre, es hijo de mi adorada
hermana. Tendrá todo lo que pueda otorgarle. Y si tú hubieras amado a Vivian
como dices, verías en él la forma que la vida nos dio de hacer eterno el
legado. ¡Raphael es el legado de Vivian mucho más que el de tu maldito
condado! —elevó el tono.

—¡Raphael es lo que me ha quitado a Vivian!

—¡Tú te has quitado a Vivian! —Se incorporó, elevó el bastón de manera


amenazante, señalando a Richard—. Sé que la has matado, lo sé yo y lo saben
los sirvientes. Y si no hago que te arrastren a una húmeda celda de Scotland
Yard es porque no ganaré nada dejando a mi sobrino sin padre y sin madre.
Solo lo lanzaré a las fauces del desprecio social y las habladurías. Lo único
que te salva de mi ira es tu hijo.
—Yo jamás… —intentó defenderse, pero las palabras no salieron de su boca.

Sí, la había matado. Fue un accidente, se dijo. Un accidente producido por el


golpe que él le propició. Estaba enfurecido con ella, ya no recordaba por qué,
sucedía con frecuencia. Ella no lo amaba, no tanto como a Raphael. No lo
suficiente para respetarlo en todo, para vestirse como él deseaba, para
adelantarse a todas y cada una de sus necesidades, para desvivirse por él. Él
sí la amaba con esa intensidad, ¿acaso no lo demostraba el hecho de que
hubiera impuesto un luto riguroso?, ¿que hubiese hecho traer todas las
camelias a millas a la redonda solo por ser sus flores predilectas?

No se dio cuenta de que estaba tan cerca de la escalera, ni que el golpe fue
tan fuerte que la desmayó y la hizo caer por la barandilla. Un accidente,
porque él nunca le haría daño a Vivian. Su Vivian. Era culpa de su hijo, de él
que competía por el amor de su madre. Odió a su cuñado por intentar
reemplazar el amor de ella. Si él se quedaba sin Vivian, Raphael también. Ese
era su castigo.

Al joven lord no le interesó escuchar más, ni revelar su presencia. No decían


nada que no supiera ya, que no esperara con la misma sensación de certeza
que lo acompañaba desde la tarde anterior. ¿Cuántas veces había oído las
peleas?, ¿cuántas veces observó a su madre disimular el llanto?, ¿atender sus
magullones con Brigid? Vivian intentaba ser paciente con el conde, y esa
paciencia había irritado a Raphael. Ojalá pudiera volver a experimentar eso,
el enojo. Era mejor que la resignación. O peor, la impotencia. Hubiera dado
todo por cambiar el pasado, por haber hecho algo, por ser él quien golpeaba a
su padre junto a la barandilla de la escalera y lo hacía caer.

Ahora no podía remediarlo.

Se dirigió a la sala, se sentó en su sitio y aguardó, en silencio, a que los


vecinos se aproximaran a dar sus condolencias. Apenas los miraba, ni siquiera
asentía a sus frases de consuelo. Uno a uno, los rostros desfilaron ante él.
Raphael solo podía pensar en que a su madre le hubieran gustado las
camelias y el perfume que inundaba todo. Era una ceremonia serena, bella,
como había sido ella en vida.

Una mano consiguió atravesar su nebulosa de apático dolor. La reconoció sin


necesidad de alzar la mirada. Natalie.

—Lo siento, Raphael. Lo siento mucho… —A diferencia de los demás, no


mantuvo las formas ni el protocolo. Al fin de cuentas, él lo había dicho, no era
una dama. Los brazos de Nat lo rodearon sin previo aviso. Quiso mantenerse
impávido, ajeno, distante. Quiso regresar al limbo.

Lo entendió, lo entendió todo justo cuando pudo unir sus ojos negros a los
castaños almendrados de ella. Volver a sentir implicaba sufrir. Prefería las
emociones superficiales —el vértigo, la velocidad, el ahogo, el agotamiento
físico— antes que las emociones reales. Si se detenía un instante más en la
mirada de su amiga, si le permitía a ella entrar, entonces el dolor se haría
insoportable.
Se deshizo del abrazo de manera brusca y abandonó el lugar. Los ojos del
conde le quemaron la piel de la nuca. Otro par se fijó en él mientras se
alejaba. Unos iris negros idénticos a los suyos y a los de su madre. Los del
marqués. Pero no lo observaba solo a él, también contemplaban con
curiosidad a la nieta de Brigid McAdam, la joven Natalie. Ni muy agraciada,
ni muy delicada, ni muy rica. Y, sin embargo, su efecto en el futuro conde de
Onslow no pasó desapercibido. Su nombre, Natalie McAdam, quedó grabado a
fuego en la memoria del marqués de Donegall.

—Raphael… —Nat lo llamó con su voz calma, con su porte sencillo y la


intención de consolarlo impresa en el rostro. El joven lord parpadeó al sentir
que las primeras lágrimas arribaban. No estaba roto, después de todo. Sí
podía llorar, solo que no lo haría.

—Vete —le ordenó.

—No.

—Vete —insistió.

—No. No te dejaré solo.

Se aproximó, buscó aferrarse a su mano, confirmar que sus palabras no eran


solo eso, frases al viento. Eran una promesa convertida en hechos. Raphael
deseó coger esa mano, reclamar el abrazo. Lo necesitaba. ¡Joder, cuánto
necesitaba un abrazo!, pero cuando Natalie se lo entregó, no pudo soportarlo.

—Tú tenías que morir, no ella —dijo—. Como yo te salvé, la muerte se llevó a
mi madre. Tú tenías que morir. —Separó los cuerpos con rudeza. Natalie
trastabilló y cayó sobre su trasero. Raphael miró su obra con pavor.

La había herido, a Nat, a su amiga, a quien decía querer. La había herido con
sus palabras y con sus actos. No era como su madre, comprendió horrorizado.
Era como su padre. Disimuló el espanto de su epifanía con un gesto de
desinteresada frialdad; sin tenderle la mano para ayudarla, se alejó de ella
para siempre.
Capítulo 1

Inglaterra, 1869.

El ahogado gemido femenino hizo eco en cada una de las paredes de la


mansión Whelan. Lady Magnolia era incapaz de contener el placer, más aún
cuando no le era procurado por su esposo.

—¡Por los cielos y por la Reina Victoria! —exclamó mientras rodaba por sobre
el colchón. Estaba por completo desnuda, al igual que él. Volvió a gemir con
la intención de perpetuar la sensación del reciente orgasmo.

—Oh, no, milady, el mérito es todo mío, no lo olvide.

En lo referido a la figura máxima de la monarquía, no tenía objeción alguna,


la sangre noble corría por sus venas, aunque no hiciese honor a dicho
privilegio; en cuanto a la fuerza superior que gobernaba los cielos, no
permitiría que fuese realzada en nombre de sus proezas masculinas. Tal
destreza se debía a la inagotable práctica y a la búsqueda implacable de
satisfacción sexual. Lord Raphael Becket estaba decidido a convertir el juego
íntimo en un arte, solo para escupir dicho logro en el rostro de aquellos que lo
señalaban como el ejemplo que no se debía imitar. ¡Hipócritas! Lo que él
hacía a plena luz del día —y en la madrugada también— los demás lo hacían
bajo el secreto amparo de la noche. Prefería portar con orgullo el título del
más grande de los libertinos de Londres que ser un maldito esnob preso de la
eterna insatisfacción.

Cogió una almohada, la apoyó contra el borde de madera del pie de cama; se
recostó en el extremo opuesto del colchón. Observó el rostro enrojecido y
saciado de la mujer que compartía el lecho matrimonial con él. Le encantaban
esas mujeres que denigraban con total libertad el mandato sagrado de la
obediencia y la fidelidad, eran la clase de mujeres que encendían su
masculinidad de forma inmediata.

—¿Whisky? —preguntó ella luego de su última exhalación de gozo.


—¿Tengo que responderte esa absurda pregunta?

La combinación habitual en la vida de lord Becket: sexo y alcohol. Quién se


preciara de conocerlo lo sabía.

—Pues sí... —Lady Magnolia estiró su pierna derecha hacia él y con los dedos
de sus pies le acarició la barbilla—, hace tanto que no sé de ti que temo que
hayas cambiado tus hábitos.

—¡Eso jamás! —carcajeó. Con un movimiento ágil de su boca, capturó el dedo


de su pie. Lo lamió. Le aprisionó el tobillo con una mano y continúo el sensual
juego.

Ella se mordió los labios víctima del nuevo deseo que comenzaba a invadir su
cuerpo. Los ojos de Raphael no se apartaban de los suyos con evidente
provocación. El muy desgraciado poseía esa cualidad única, con su sola
mirada, fría, profunda y sensual, despertaba a los demonios cautivos en los
cuerpos de las féminas. ¡Bendecido sea! Muchas mujeres de Londres estaban
a la espera de ser exorcizadas por ese hombre.

—Los últimos rumores que llegaron a mis oídos... —Lady Magnolia capturó la
botella de whisky que estaba en su mesa de noche. Bebió del pico, luego se la
entregó a Raphael— te ubicaban en Mónaco.

—Tales rumores son correctos, pero pasados de moda —Abandonó el erótico


juego para disfrutar de un sorbo de la bebida—, Mónaco despertó el peor de
los hartazgos en mí.

—¡Pobre milord, la vida de juerga lo ha aburrido! —Le arrebató el whisky, era


su turno de beber.

—No, la vida de juerga no… la compañía —masculló para sí.

Lo cierto era que tenía el corazón roto. Sí, roto. Los hombres de su calaña,
granujas, canallas confesos, solo entregaban una pizca de sentimientos a sus
cómplices de aventuras. Existía un extraño código de hermandad que, cuando
se fragmentaba, dejaba vacíos irreparables. En el caso de lord Raphael
Becket, su secuaz canalla abandonó el frente de batalla libertino en nombre
del amor. ¡Ja! ¡Vaya estupidez!

—No has hallado reemplazo para el honorable señor Tremblay, ¿verdad? —se
burló la mujer. Raphael volvió a capturar el dedo de su pie con la boca, pero
en vez de lamerlo, lo mordió.

—¡Malvado! —gruñó ella—. Descarga tus malos humores con tu amigo y su


insípida mujer.

—Una vez más —Recuperó la botella, sorbió—, tus rumores están pasados de
moda. Al parecer, la insípida mujercita no era tal. —Se reservó la apreciación
de «arpía», el apodo cariñoso que utilizaba Bastien Tremblay en la intimidad.
Estaba enojado con su amigo por el repentino abandono, llevaban meses
distanciados, pese a ello, no traicionaría su confianza—. Como sea, ahora es
un exitoso emprendedor y un devoto esposo.

—En resumen, para ponerme al día con los acontecimientos, te cambió a ti


por su esposa y unos productos de cosmética. —Era de conocimiento público
que la empresa fundada por el señor Tremblay tenía como base el ingenio y la
labor de cuatro mujeres, entre ellas, Agnes, su esposa.

—En resumen —Hizo más presión en el tobillo de la mujer y tiró con fuerza de
ella—, no he venido aquí a hablar.

—Y, dígame, milord, ¿a qué ha venido? —Lady Magnolia clavó el talón de su


otra pierna sobre el colchón exponiendo su sexo ansioso de otra invasión.

—A follar y a beber, milady.

—Pues sea libre de hacer ambas cosas —exclamó con el deseo quebrándole la
voz.

—No me va a ser posible... no ha tenido la cortesía de brindarme un vaso.


Tendré que tomar medidas inesperadas.

—Oh, milord, justamente eso es lo que me encanta de usted.

La hizo recostar y rellenó su ombligo con la bebida. El whisky se derramó por


el vientre hasta desembocar en su monte de venus.

—Agradezca, lady Magnolia, que soy un hombre que se presta a la


improvisación. —Sorbió los restos de whisky de su pubis. La lengua de
Raphael venció la barrera de sus labios vaginales y penetró el centro de su
profana humedad. El primer gemido no se hizo esperar...

El segundo...

Bueno, el segundo sí. Tendría que esperar. ¡Oh, sí!

—¡Milady! ¡Milady! —La doncella rompió el protocolo, no golpeó a la puerta,


ingresó en la habitación de improviso.

—¡Qué demonios, Ethel!

La muchacha cerró los ojos al ver a Raphael desnudo. Al cabo de unos


segundos, los abrió, no era tonta, no se perdería ese espectáculo gratuito de
masculinidad erecta.

—¡Su esposo, milady... su esposo!

—¡¿Qué?! —Apartó el cuerpo de Raphael de una patada. Él rio—. ¿Cómo es


posible? Se suponía que regresaría en un par de días.

¡Maldita mujerzuela! ¡Maldito desgraciado! ¡Voy a matarlos, con gusto voy a


matarlos!

Los gritos de lord Whelan provenían de la planta baja. Lady Magnolia


abandonó la cama de un salto, se cubrió con una bata y recogió la ropa de
Raphael que yacía en el piso. Le arrojó el pantalón, él lo atrapó en el aire.

—Vete, vete ya... A mí no me matará, pero contigo no estoy tan segura.

—Tranquila, antes tiene que atraparme. —Era un hombre de cincuenta años


contra uno de treinta diestro en técnicas de escape. Con el pantalón y las
botas ya calzadas, se encaminó a la ventana.

—¡No, no… esa ventana no!

Ni bien se asomó, comprendió la negativa de la mujer. Una valla de acero con


punta había sido colocada en el cantero bajo la ventana de la recámara. Por lo
visto, lord Whelan sospechaba de las aventuras de su joven esposa.

—¡Mierda! —rechinó entre dientes, no tenía deseos de enfrentarse a un pobre


viejo. No le agradaba poseer ventaja.

—Ethel, guíalo hasta la recámara del pequeño William.

—Como usted diga, milady —Sin demoras, se encaminó a la habitación del


primogénito del matrimonio, un bebé de tan solo ocho meses—. Por aquí,
milord... —le indicó una vez que estuvieron en el corredor.

¡Sé que eres tú, Becket... he esperado este momento con ansias, malnacido!

Lord Whelan estaba al tanto de las infidelidades de su esposa, Raphael no era


el único, tenía un listado extenso de amantes, pero actuar en base a
suposiciones o rumores no era correcto. Lo correcto era eso, un disparo en la
cabeza del desgraciado estando bajo su techo. Sabía del retorno del sobrino
del marqués a Londres y daba por seguro que su esposa no dejaría pasar la
oportunidad de tenerlo entre sus piernas.

Al llegar al final del corredor, giraron hacia la derecha, a un par de pasos se


encontraba la recámara del niño cuyas ventanas daban al jardín trasero. Se
adentraron sorprendiendo a la empleada que alimentaba al bebé con su leche
materna, lady Magnolia consideraba el acto de amamantar como algo
desagradable. Que su hijo succionara sus pezones le resultaba nauseabundo,
prefería darles otros usos, como, por ejemplo, invadir la boca de Raphael.

—Pequeño William, ciertamente, te envidio —dijo al pasar junto a la nodriza.


La vergüenza se apoderó del rostro de la muchacha, apartó al bebé y se
cubrió el seno expuesto. La situación le permitió a Raphael dar un vistazo al
crío. Cabello rubio con unos cuantos remolinos y mejillas bien blancas.
Incompatible con su genética. Era muy cuidadoso en ese asunto, tomaba
todas las precauciones necesarias para evitar accidentes de ese tipo. Sonrió
satisfecho, su método no había fallado. Ni fallaría jamás. El legado Becket
moriría en sus pantalones.
Ethel carraspeó, esperaba junto a la ventana abierta. Los pasos de lord
Whelan, pesados y erráticos, se oyeron a lo lejos.

¿Dónde se encuentra, dímelo? ¡Dímelo, y te juro que no te recluiré en el


campo!

¡No sé de qué hablas, Reginald, deliras!

—Milord, apúrese, por favor.

—Oh, si lo pides de esa manera, Ethel, cómo negarme... —le susurró antes de
subirse al borde exterior de la ventana. Miró hacia abajo, eran como mucho
dos metros, tal vez más, pero caería sobre un colchón rosas. Un juego de
niños.

—Lo mismo digo, milord, si me lo pide... —fue sugerente, le sonrió—, cómo


negarme. —Y lo empujó, acto seguido, lanzó el resto de su ropa: camisa y
chaqueta. La doncella conservó el jubón como rehén. La regresaría a cambio
de ciertos... beneficios.

La caída fue brusca, pero aceptable dadas las circunstancias. Cojeó un par de
metros, luego recuperó el andar pese al dolor en la rodilla. Tomó el sendero
lateral y bordeó la casa hasta el jardín delantero. Una bala impactó en el
tronco de un abeto a un par de centímetros de su cabeza.

¡El próximo disparo va directo a tu pecho, desgraciado! , gritó Lord Whelan


desde la ventana de la habitación conyugal.

Raphael resopló, tendría que tener una seria conversación consigo mismo,
estaba siendo un poco descuidado en ciertos asuntos. Aceleró el paso
motivado por lady Magnolia que le daba instrucciones desde la altura. El
ofendido en cuestión iba tras sus pasos.

Una vez atravesada la reja principal, con los pies en la seguridad de la acera,
se colocó la camisa y la chaqueta, no hizo a tiempo de abrocharse los botones,
los gritos de los transeúntes lo pusieron en alerta.

¡Me las pagarás, canalla!

¡Rayos, el viejo Whelan no estaba dispuesto a ceder esa tarde! Volvió a


disparar, y su puntería a distancia fue tan mala, que el proyectil se incrustó
en una de las farolas. El hombre era un peligro, y no solo para él, sino para el
resto de los habitantes que paseaban por el lugar. Tenía que desaparecer, su
primera alternativa fue un carruaje de alquiler que avanzaba a paso lento. Se
trepó y, sin que este se detuviera, abrió la portezuela y se subió al vehículo.

—¡Señoritas! —sonrió al comprobar que el carro iba ocupado por tres jóvenes
muchachas y una mujer mayor.

Una mujer mayor, decidida y fuerte.


—¿Cómo se atreve? —El bolso de la señora se estampó en su rostro. Una vez,
otra vez—. ¡Detenga el coche! ¡Deténgalo! —Alertó con desesperación al
cochero sin dejar de golpearlo—. ¡Maldito maleante!

Las jovencitas chillaron descontroladas. ¿El motivo? Uno, por la sorpresiva


invasión masculina y la reacción de la matrona, o dos, por el hecho de ver, por
primera vez, a un hombre con el pecho al descubierto. Una de ellas se
abanicó, la otra escondió el rostro en el hombro de su compañera y la tercera
no podía apartar la mirada de su abdomen. Sin lugar a dudas, la efusividad se
correspondía con el segundo motivo.

—¡Deténgase, usted... condenada mujer, no soy un maleante!

Le podrían adjudicar un sinfín de calificativos, pero «maleante» formaba


parte de una liga a la que él no pertenecía. Estaba a un segundo de
argumentar como defensa: Mi nombre es lord Raphael Becket, sobrino del
Marqués de Donegall , como si el vínculo lo librara de toda culpa. Rara vez
utilizaba de referencia a su padre, el maldito conde de Onslow, la sola
mención del hombre lo condenaría. Como fuese, la justificación murió en lo
profundo de su garganta, antes de que se hiciera palabras, su cuerpo fue
expulsado del carruaje gracias a la labor mancomunada de las damas.

Cayó de espalda al empedrado. ¡Ufff, sí que dolió! Dolió más que lanzarse de
la planta alta de Whelan. Un carruaje iba en su dirección, rodó por el suelo
antes de que los caballos pasaran por sobre su cuerpo.

—¡Sal de la calle, imbécil! —protestó el cochero.

—¡Es lo que pretendo, imbécil! —le respondió al recobrar la verticalidad.


¡Mierda, estaba rodeado, y para colmo, lord Whelan volvía al acecho!
Claramente, la buenaventura conspiraba en su contra.

—Desgraciado, tu suerte se termina aquí y ahora... —Whelan apuntó. Estaba a


más de cien metros, era imposible que acertara.

Raphael sonrió. La muerte pululaba a su alrededor, conocía su perfume, sus


maquinaciones... tiempo atrás le había perdido el miedo, la esquivaría una vez
más, como a los caballos, como a las balas que fueron disparadas en su
nombre sin llegar a destino.

Un carruaje privado se detuvo a un par de metros, desde el interior se oyó


una potente y melodiosa voz femenina.

—¡Lord Becket, deje de provocar a su buena fortuna y hágame compañía!

La portezuela se abrió para él. Lo pensó por una milésima de segundo…


Mmmm, nunca le decía que no a la invitación de una dama. Corrección, a tres
damas. Lady Mariana Thomson, la vizcondesa de Sameville, y dos mujeres
desconocidas. Antes de subirse, realizó una reverencia.

—No es momento de fantochadas y protocolos, muchacho. —La vizcondesa


jaló de la solapa de su chaqueta y lo forzó a entrar. Raphael cerró la
portezuela tras de él y palmeó el techo como indicación al cochero de que
retomara el camino.

—Le agradezco la hospitalidad, pero no era necesaria, tenía todo bajo control.

La mujer que compartía asiento con él rio en tono burlón. Se volteó a ella,
juraría que no la había visto en su vida. En cuanto a la otra mujercita frente a
él, apenas alcanzaba la edad de una debutante. El encuentro de miradas fue
inmediato. No había sonrojo ni actitud de coqueta provocación, la muchachita
lo miraba, sin moderación alguna, como si quisiera develar la trama secreta
de su vida. ¡Ja! ¡Buena suerte con eso! Raphael le sostuvo la mirada.

—¿Hospitalidad? No, milord, le he salvado el pellejo. —Se mofó la vizcondesa


—. Pero reconozco que su capacidad para tergiversar los hechos siempre me
ha deslumbrado —Lady Thomson parecía ser la única dispuesta a hacer del
momento una grata anécdota—, y créame, milord, a mi edad, no suele suceder
muy a menudo.

—Tomaré lo oído como un cumplido, milady.

—Tómelo como quiera, lord Becket, siempre y cuando tenga la cortesía de


abotonar su camisa. —Carraspeó cabeceando en dirección a la jovencita
sentada a su lado.

Así lo hizo, uno a uno, deslizó los botones por los ojales sin apartar la mirada
de la aludida. La evaluó en un parpadeo, cabellos rubios casi plateados, ojos
color café y unas pestañas tupidas y arqueadas que con un simple pestañeo
podría despertar la envidia en un colibrí. Su piel tostada por el sol le otorgaba
la cualidad de beldad exótica, aunque él podía oler la fragancia británica que
se desprendía de su cuerpo. Le sonrió galante, ella se mantuvo impávida ante
su común arma de conquista.

—Veo que ha vuelto a las andanzas, lady Mariana —consideró prudente


hablar para eludir el tenso intercambio con la joven.

La vizcondesa era conocida por amadrinar a jovencitas en sus primeros pasos


de debut social.

—Oh, no, ya he tenido suficiente de eso, ahora disfruto de la apacible vida en


el campo, y bueno... de la compañía de Alice por un par de meses.

—Alice... —repitió Raphael—. Sabes, las debutantes no tienen lugar en mi


catálogo personal, pero por ti haría una excepción.

La mujer a su lado se cubrió la boca a fin de ahogar una carcajada. Lady


Thomson desplegó su abanico, de otra forma, le era imposible ocultar su
sonrisa.

—¿Y qué le hace pensar que a mí me interesa ser su excepción? —La


muchachita habló con una soltura y certeza tan poco común a esa edad que le
heló la sangre—. O mejor aún, ¿qué le hace pensar que yo lo consideraría a
usted como una excepción?

Esas palabras fueron una dosis de adrenalina para él. Podía imaginarla
convertida en una mujer madura, desafiante, anhelante... ¡Cielos!

—Lady Thomson, ¿de dónde ha importado esta materia prima? —Se vio
tentado a inspeccionar más de cerca a la jovencita. Tal vez, solo tal vez,
enredaría los dedos en los bucles de su cabello.

El brazo de la mujer que se encontraba a su lado se interpuso en la meta


deseada, y con un movimiento brusco, lo empujó contra el respaldar de la
butaca.

—Milord, permítame compartir con usted el detalle que la vizcondesa no


mencionó, su nombre es Alice... Alice Hobart, hija del capitán Hobart.

—Un gran amigo mío, casi familia —intervino lady Thomson con una gran
sonrisa. Alice alzó el mentón, orgullosa de su padre.

—No he tenido el gusto —alegó Raphael. El apellido había llegado a sus oídos
en alguna que otra oportunidad, nada más.

—Pues, continúe sin ese gusto si desea mantener los cojones en su lugar —
finalizó la mujer.

—¡Juliet! —replicó Alice. Pese a la tierna edad, era la más protocolar de las
mujeres allí presentes.

—No, nada de Juliet —se defendió—, tus padres han puesto su confianza en mí
y me han delegado ciertas responsabilidades, una de ellas es la de mantener a
los bribones lejos de ti.

—Déjeme decirle que está haciendo muy bien su trabajo —le susurró él al
oído.

—¿Usted lo cree?

—No, no lo creo, doy fe de ello... soy un bribón y me ha mantenido a raya.

—Tiene razón, gracias... —Juliet sonrió de par en par, lo palmeó el hombro,


pestañeó. Alice rodó los ojos—. ¡Oh, rayos! —masculló entre dientes. El
desgraciado ya la había conquistado.

No iba a negar que el paseo con las mujeres le estaba resultando entretenido,
pero prefería otro tipo de entretenimiento. Golpeó el techo del vehículo, el
cochero detuvo su andar.

—Milady, señoritas... ha sido una maravillosa experiencia y aunque me


encantaría extenderla, mis responsabilidades me reclaman.
—Lo imagino, lord Becket, lo imagino —se mofó la vizcondesa. Fue ella quien
abrió la portezuela, el futuro heredero del condado de Onslow jugaba a los
dados con el destino, algún día, la fortuna dejaría de estar a su favor—. Y ya
que hace mención de esas «responsabilidades», tenga a bien procurar que
estas no atenten contra su vida, detestaría ser portadora de malas noticias,
sabe usted que le tengo un gran aprecio a su tío.

—No sé preocupe, lady Mariana, la fatalidad y yo tenemos un pacto desde


hace tiempo. —De un salto, abandonó el carruaje. Acomodó sus ropajes con la
intención de lucir más presentable.

—¡Vaya que resultó ingenuo, milord! La fatalidad no hace pactos con nadie,
no se confíe.

¡Al diablo las palabras de la mujer! Conocía el rostro de la muerte, es más,


conocía hasta su apellido... No le temía, a lo único que había que temer era a
una vida no vivida. Él le daba buen uso a cada día, hora, minuto. Sus planes
cambiaban por culpa de lord Whelan, ahora contaba con la tarde libre y debía
de invertirla sabiamente. Si no era entre las piernas de una mujer, se veía en
la obligación de recurrir a otro tipo de animal, menos salvaje que las mujeres
londinenses.

El hipódromo de Ascot era considerado un lugar de élite, allí solían


desarrollarse gran parte de los eventos sociales de gran renombre. Como
contrapartida, se hallaba el hipódromo de Windsor, de naturaleza más rústica,
a orillas del Támesis, el espacio perfecto para el desenfreno cotidiano. En
aquel lugar se llevaban a cabo gran parte de las carreras de caballos que
entraban en la categoría de clandestinas, aunque esto no era más que un
matiz despectivo, casi toda la población londinense conformaba el grueso de
las apuestas diarias. Lord Becket brindaba servicios de asesor, separaba los
ejemplares equinos en categorías y sugería la combinación de los mismos en
función de las ganancias que se esperaban en las apuestas. La casa siempre
debía ganar, y conseguirlo requería de cierta destreza. Las malas noticias le
dieron la bienvenida en las caballerizas.

—Lo siento, milord... no podemos con ella —El auxiliar de cuadras lo puso al
tanto de los acontecimientos—, lanzó al jockey antes de que este pudiera
subirse a la montura. —Hacía referencia a Andrómaca, una yegua pura sangre
Maqtchem que debutaría esa tarde.

—Busca otro... ve por Panys. —Desde la perspectiva de Becket, la solución era


más que simple.

—Lo intentamos, de hecho... —Carraspeó temiendo despertar el malhumor en


el futuro conde, era conocido por su carácter explosivo.

—¿De hecho?

—Roger Panys se ha lesionado al intentarlo.


Raphael carcajeó. Eran un cúmulo de ineptos.

—Ve a por ella... —le ordenó. El rol de Andrómaca era fundamental en la


última carrera de la tarde. Era una yegua joven, sin trayectoria en las pistas,
nadie apostaría un chelín. Los apostadores irían a lo seguro, Tremor Jack, el
favorito—. Les demostraré cómo domar a esta clase de... de damas —Sonrió
de lado. Andrómaca era uno de sus últimos hallazgos, habían desarrollado un
vínculo, respondía a él—, y de ser necesario, yo mismo la cabalgaré.

—Pero, milord, eso... eso no sería correcto. —Lo dicho nada tenía que ver con
una cuestión de ética o similar, sino con los requerimientos físicos de los
jinetes: estatura media a baja y peso ligero. Lord Becket no tenía la
contextura física de un inglés promedio, superaba el metro ochenta y era un
derroche de musculatura firme y tensa.

—¿Correcto? Dime, ¿tú haces las reglas?

—No… no —titubeó el hombre. Tan solo era un empleado, y no quería perder


su puesto—, por supuesto que no, milord.

—Entonces cierra tu boca y ve por Andrómaca...

Raphael Becket escribía sus propias reglas y las compartía con el mundo,
poco le importaba que fuesen aceptadas o no. Vivía a su ritmo, a su manera,
hacía oídos sordos a las sugerencias ajenas.

«La fatalidad no hace pactos con nadie, no se confíe».

Se confió.

Y la muerte no fue a buscarlo, no. Fue algo peor.


Capítulo 2

Sus jornadas solían ser más agotadoras. La empresa Cuatro Flores que poseía
con sus amigas Agnes Holland, ahora Tremblay por sus nupcias con el
Honorable Bastien Tremblay, Jana Anderson y su hermana, Lindsay White,
estaba emprendiendo vuelo. Era aún un pichón inexperto, con sus aleteos
descoordinados y sus tropezones inevitables. Comenzaron accidentados, y así
continuaron hasta hacía poco. El último percance fue un intento de robo que
finalizó con Tremblay —El hombre que era el rostro de la compañía con fines
legales— herido por un maleante. Ya repuesto, retomaron las actividades.
Desde el alba hasta el ocaso, las cuatro damas trabajaban codo a codo con la
intención de conseguir la primera tirada de productos para su distribución
comercial. De momento, solo vendían a través del boca en boca de sus
clientes, haciendo entrega de los artículos en mano. ¿Vender en las grandes
tiendas de Londres?, ¿del mundo? ¡Oh, eso era un gran sueño! Y como decía
su adorada Agnes, los grandes cambios provienen de grandes ideas.

Y ellas pensaban en grande. Natalie, en especial, le dedicaba cada segundo de


su existencia a ese sueño y a concretarlo. Tenía mucho tiempo para hacerlo.
Una hora y media de caminata diaria de ida desde su casa hasta el edificio
rentado por Bastien Tremblay para Cuatro Flores, más una hora y media de
regreso. Luego, se enfocaba en esas ideas y planes con otro propósito, acallar
las conversaciones de su familia, las cuales solían intercalar dos tópicos: La
falta de dinero y la incapacidad de Natalie de conseguir un marido rico que
los salvara a todos. Ya en la cama, dormir era un eufemismo. Desmayarse se
elevaba como el término apropiado. Al primer rayo de sol, iniciaba la misma
extenuante rutina. Cualquiera podría pensar que Natalie era infeliz con su
vida. Estaban equivocados. La joven McAdam —no tan joven— era dichosa,
porque sus amigas y el proyecto de Cuatro Flores le había otorgado algo más
que una actividad para llenar sus horas. Le había brindado esperanza, fe
sobre su futuro. La posibilidad de que ella, como mujer, poseyera las riendas
de su propia ventura. Sin pertenecer a su padre, un hombre violento, mal
hablado y bastante perezoso, que conservaba su empleo con el marqués de
Donegall solo por la memoria de la abuela Brigid McAdam. Ni convertirse en
un adorno en el brazo de otro hombre de iguales características. Porque si
Natalie era honesta, y basaba su percepción del mundo por la muestra que la
experiencia le había entregado, podía proclamar sin miedo a equivocarse:
Todos los hombres son iguales . Sus hermanos lo eran, y los pocos caballeros
conocidos en los salones londinenses también se asemejaban a ese perfil
masculino. Las excepciones las podía contar con los dedos de una mano, y le
sobraban tres. Lord Thomas Webb, el inversionista principal de la compañía, y
Bastien Tremblay, el canalla redimido. Los dos, por supuesto, casados. Los
esposos eran bienes muy demandados y escasamente ofertados. Según las
reglas del mercado explicadas por Agnes, eso elevaba el valor de los hombres
solteros de manera considerable. Mientras el de ella… bajaba. ¿Qué tenía
para aportar? ¿Dote?

La risotada no fue contenida. Miró a ambos lados para constatar que nadie la
hubiera oído reír sola como una loca. Es que… ¡Vaya broma!, no solo no
contaba con dote, sino que acarreaba deudas de sus progenitores. ¿Belleza?
Mmm… depende del ojo del observador, se dijo para darse ánimos. Estaba
sana, no tenía marcas de viruela y gracias a las enseñanzas de Brigid respecto
a hierbas y cuidados conservaba todos los dientes, sin caries ni manchas. No
estaba tan mal, ¿verdad? Claro que los hombres preferían a las rubias, de
rizos, con cinturas estrechas, cuerpos esbeltos y pieles lozanas. Ella conocía
al dedillo los cánones de belleza, era el mercado al que apuntaba Cuatro
Flores. Perfumes y cosmética. Natalie era capaz de preparar ungüentos para
todas las necesidades, con el fin de resaltar cualquier atributo, sanar los
problemas de la dermis, mejorar el aspecto del cabello… de lo que no era
capaz era de hacer magia. «Quod natura non dat, Salmantica non præstat» ,
una frase que repetía su abuela. Las únicas palabras, además de los nombres
de las hierbas, que conocía en latín. Ella podía saber todo sobre las
propiedades de las plantas y cómo combinarlas, pero solo con el fin de
potenciar los dones naturales. Era incapaz de inventarlos. Su cabello seguiría
siendo negro como el carbón, sus ojos permanecerían de un ordinario color
avellana, su piel continuaría su inexorable bronceado mientras no poseyera
carruaje y su altura… Grr… su altura no podría ser disimulada ni aunque se
encorvara. Es tu sangre celta , escuchaba a su abuela decirlo como un halago.
Pues bien, los británicos no tenían tanta sangre celta, la mayoría de ellos, con
suerte, la igualaban en talla. Nada resultaba más humillante para un hombre
que danzar con una dama que lo superaba por varios centímetros. Recordaba
su debut. Allí, entre todas esas serpientes y aves de rapiña, estaba Agnes
Holland. Con ella pudo hallarle la gracia al asunto, rieron entre los jarrones y
empapelados del salón, se animaron mutuamente en una noche para el olvido.
El destino quiso que la señorita Holland fuera amiga de Jana Anderson, vecina
de Natalie, y juntas forjaron una ventajosa amistad en todos los aspectos.
Emocionales y económicos.

Gracias a eso, en breve, no debería preocuparse por encontrar un esposo.


Sería independiente, y adiós hombres. Adiós miradas despectivas. Adiós
mandatos impuestos.

El ánimo, sin embargo, esa mañana no estaba tan presente como era habitual.
Tras sus horas de trabajo junto a Lindsay —hermana de Jana— en la
preparación de aceites esenciales, la hora de las reuniones resonó en el reloj
central. Se apersonaron en el despacho de Agnes para llevarse la sorpresa de
que no estaba allí. En su sitio, una nota escueta: «Partí con Bastien hacia
Londres, le informaron sobre el accidente de un amigo, espero regresar
pronto. Con cariño, Agnes.»

Natalie tardó en reaccionar, y cuando lo hizo, las campanillas de su interior


repiquetearon al mismo son que el reloj central. Bastien no era un hombre
amigable , por decirlo de algún modo. Los compañeros de juerga quedaron en
el pasado cuando el canalla caído eligió los brazos de su esposa. Solo a uno lo
enlazaba un vínculo más allá de los burdeles y las apuestas. Uno que Nat
conocía muy bien.

Hacía mucho que no se pensaba a sí misma de esa manera, como Nat. Maldijo
en su interior, desoyó los instintos y puso fin a la jornada. Regresaría más
temprano a casa, descansaría, y al día siguiente Agnes se reuniría con ellas
para decirles que el accidente era de un Anónimo. Oh, sí, un amigo de la
época de Eton, a quien no conocen en absoluto y de quien solo elevarán
plegarias de pronta recuperación como buenas samaritanas. Amén.

A pesar de ese pensamiento, los pies de la joven McAdam parecían hacerse


pesados a cada paso, demandaban tomar la bifurcación, caminar hacia las
lindes de las tierras del marqués. Solo para vislumbrar la vieja casona, claro.
No la veía hacía años. Además, lord Pierce Battenberg siempre fue muy
amable con los McAdam. Tenía en gran estima a la abuela Brigid, y a ella en
consecuencia. Era cierto que desde hacía unos meses lo esquivaba y esgrimía
excusas a sus invitaciones a recorrer los jardines, pero… pero es que no hacía
más que dejar caer entre líneas lo perfecta que Natalie sería para Raphael.
Tan amigos de pequeños… ¿lo recuerda, señorita McAdam?

Lo intento olvidar, milord .

Al marqués no parecía importarle la falta de dote ni la carencia de atributos


físicos de Natalie. En ella ponía la esperanza de redención de su sobrino, el
único hijo de su única hermana. Su pedacito de Vivian en esta tierra. Ella era
la indicada para el hombre, lo demás eran meras piedrecillas en el camino
para alguien con las conexiones y el poder del marqués. Natalie no quería
escuchar hablar del asunto. Raphael, menos.

¡La última persona de esta tierra con la que no me casaría! , expresaron los
dos, en exactas palabras. Ella a sus padres, lord Becket a su tío. Ahora, esa
negativa, se sumaba a los reproches de su familia para con ella.

Esa tarde, Natalie parecía dispuesta a dejar los rencores del pasado a un lado
por un momento, con el afán de asegurarse de que Raphael gozaba de plena
salud, luego podía seguir odiándolo como hasta entonces y él podía seguir con
su vida deplorable sin interrupciones.

No lo hizo. En la bifurcación de los caminos, optó por el más deteriorado, con


baches y sin árboles. El camino de los pobres.

—Cobarde… —se dijo, segura de que allí nadie la oiría hablar sola—. Al
menos, solo con el cielo de testigo, sin siquiera pájaros a la redonda, puedes
reconocer el miedo que sientes de que haya tenido un accidente, ¿verdad?
La respuesta se hizo presente ante sus ojos. El terror se apoderó de ella como
quince años atrás. No era una dama, ¿para qué aparentar? Se lanzó a la
carrera, sin preocuparse por doblarse un tobillo producto del camino desigual
y los botines gastados. Arribó sin aliento, con las mejillas enrojecidas por el
esfuerzo y los mechones negros fuera de su recatado moño.

Abrió la puerta con más ímpetu del esperado. Golpeó la pared, dejando una
marca en el yeso. Por poco la arranca de las bisagras. Los ojos de sus
hermanos, de su madre y su padre se fijaron en ella con vergüenza. Un par
extra, negros y profundos, idénticos a los de Raphael Becket, la observaron de
otro modo, con una profunda tristeza.

—Lo-Lo siento… vi el carruaje del marquesado… milord. —Efectuó una


descoordinada reverencia, peor lograda al notar que el marqués no
permanecía sentado. El hombre se puso de pie, y con él, todos los McAdam.

—Señorita McAdam, aguardaba por usted.

—¿Raphael? —consiguió articular, el hombre asintió al tiempo que ella solo


negaba con la cabeza.

—Natalie, ¿qué son esos modales? El marqués desea hablar de un asunto


contigo, a solas… —La amenaza atravesó los dientes de su madre con un
sonido silbante, como el de una serpiente cascabel.

—¿Yo?

—¿Cuántas Natalies conoces? —La mujer que le dio la vida tensó los labios en
una mueca desagradable—. Los dejamos a solas…

Sin pedir permiso, con una descortesía que competía con la que reclamaba a
su hija, abandonó la sala arrastrando a su marido e hijos como si fueran
cerdos en el matadero. Había olvidado contabilizar su familia como uno de sus
más notables no-atributos para ser esposa.

—Lo siento, milord —se disculpó—. Lo siento por tantas cosas que no sé ni
por dónde empezar. ¿Los modales? —Efectuó una nueva reverencia y se
dirigió a por el té. El marqués la observó realizar la tarea con una dosis de
fascinación. Tenía los modos de una sirvienta, no los de una dama. Sus manos
no se movían gráciles, como el aleteo de una mariposa, sino eficientes.
Como… como los de una mujer.

—Las mariposas tienen alas, las mujeres tienen dedos —murmuró su


sorpresiva epifanía el marqués.

—¿Disculpe? No lo he oído.

—Nada, pequeña. Uno se vuelve viejo y empieza a ser consciente del reflejo
en el espejo. Las arrugas, las absurdas reglas sociales y el tonto esnobismo.

—Oh, eso… En ese caso, nací vieja. —Natalie se sentó en el sillón liberado por
su madre. Aún conservaba el calor del trasero de la matrona. Le pareció
escuchar el rechinar de dientes al otro lado de la puerta, la censura a sus
respuestas sinceras.

—Naciste sabia, como tu abuela, que en paz descanse.

Sirvió el té en sus mejores tazas. Al ver que las manos del marqués temblaban
al coger la suya, Natalie se puso de pie y regresó con sus hierbas.

—¿Me permite? —Él extendió la infusión a modo de asentimiento, y ella


agregó camomila, lavanda y tilo. Lo revolvió con suavidad, apenas golpeó la
cucharilla en los bordes de porcelana, y se la regresó—. Eso lo ayudará. Y a
mí también, por lo visto. —Repitió la acción con su bebida.

—¿Cómo has sabido que me trae aquí mi sobrino? —Bebió la infusión con
calma, sin apartar la mirada de la muchacha.

Natalie dibujó una triste sonrisa en los labios.

—La deducción. No poseo la intuición de mi abuela…

—Pero sí sus conocimientos. —Señaló la taza—. Me ha sentado de maravilla,


aunque aún necesito de un buen whisky escocés.

—Tengo un mal whisky escocés si desea agregarle. —Él le devolvió la penosa


sonrisa y se negó.

—Creo que no volveré a beber, luego de… —La voz se le quebró.

—La señora Tremblay dejó una nota avisando de un accidente, un amigo del
honorable señor Tremblay. El honorable señor tiene un solo amigo, uno que
desde hace quince años juega a jalarle los pies a la muerte. —Se dio cuenta
de que sus ojos se humedecían, bajó la mirada a la superficie cristalina de su
té. Tú tenías que morir, no ella. Hay quienes la muerte los encuentra
desprevenidos, y otros que la tientan—. ¿Qué ha sucedido?

—Un accidente, las carreras. —Esas cuatro palabras le quitaron años de vida
al marqués.

—¿Está… él está…?

—Vivo, sí. Pero los médicos dicen que no volverá a caminar.

Natalie se quedó sin aliento por la noticia. El destino era cruel con los
alumnos díscolos. Se mordió los labios para contener los improperios, esos
que Raphael le pedía que le enseñara cuando eran pequeños.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Por mí? Nada…


—¿Por él? Conozco de hierbas, de calmantes, pero lo cierto es que nunca he
tratado algo así.

La joven McAdam se puso de pie, se dirigió a su baúl. Al hacerlo, abrió la


puerta y se encontró con todas las orejas de la familia apoyada en ella. Cerró
los párpados con fuerza, esperando así que desaparecieran. No lo hicieron,
debió rodarlos. Los dejó expuestos a la mirada del marqués, el hombre no se
molestó siquiera en juzgarlos de faltos de educación. Los ignoró, quizá la peor
de las ofensas. Con su indiferencia demostraba aquello que la familia
McAdam se negaba a ver, Natalie era la única merecedora de la presencia del
noble en esa casa deteriorada, la única que alguna vez tendría la oportunidad
de abandonar la mediocre vida de los demás parientes.

Regresó acarreando varios libros, uno de ellos de manufactura artesanal. Dio


un portazo, sin preocuparse por los modales.

—Con temor de ser reiterativa, me disculpo, milord —dijo al tiempo que


retornaba a su asiento. Abrió el libro cosido a mano—. Aquí tengo todo lo que
mi abuela me ha enseñado de heridas y propiedades de las hierbas. Yo…

—No hablo de esa ayuda, señorita McAdam. Según los doctores, no hay nada
que podamos hacer en esa área.

—Es la única área en la que puedo ayudarlo, milord. —Cerró el libro, elevó la
mirada, esperó que sus ojos marrones traslucieran seguridad.

—Sabe que no es así. —El hombre dejó a un lado los formalismos. Apoyó la
taza en la mesa auxiliar y extendió las manos para coger las de Natalie. Las
enlazó a las femeninas sobre la superficie de piel suave del libro de herbolaria
—. En el funeral de Vivian, tú… —Ella intentó quitar las manos, recordaba
muy bien ese momento. Él la retuvo—. Tú fuiste la única en llegar a él, en
obtener una reacción, sacarlo del letargo.

—¿Una reacción? Lo recuerdo como un insulto y un empujón…, pero quizás


estoy exagerando. ¡Oh, aguarde!, no fue solo eso. Luego vinieron los desaires
públicos, el simular no recordar mi nombre, el referirse a mí como la insulsa
vecina… ¡Qué halago ser la única en obtener reacciones de Raphael!, ¡dichosa
de mí!

—Tiene razón, tiene razón en todo. ¿Aún le duele la actitud de Raphael?

—¡Por supuesto…! —exclamó irritada. Al divisar la victoria en los ojos del


marqués, agregó un no menos enfático—: que no. Por supuesto que no.

—Sé que la han desairado muchos hombres, señorita McAdam. He seguido su


presentación en sociedad y sus avances desde años, desde el funeral de
Vivian.

—Sí, le debo a usted el ingreso a algunos bailes, aunque no haya servido de


mucho. No soy lo que las matronas definirían como un buen partido.
—No concuerdo. Es un buen partido para alguien en particular…

—Ya nos hemos negado ante la idea de un enlace, y sé muy bien lo que él
opina de su propuesta.

—¿Le guarda rencor a todos esos caballeros que hablaron mal de usted?, ¿que
la despreciaron por su falta de dote, por las pocas relaciones, por su
temperamento franco y poco artificioso?

—Sí —mintió—, soy una persona muy rencorosa. —Cruzó los brazos sobre el
pecho, un acto reflejo, solía hacerlo cuando se sentía atacada. Era más una
especie de abrazo, de consuelo propio.

—Oh, ya veo, me equivoqué con usted. —Cogió la taza, sorbió sin hacer ruido,
volvió a apoyarla con delicadeza—. Y dígame, por ejemplo, ¿quién es
merecedor de ese rencor? Lord… —Chasqueó los dedos, como si el nombre se
le hubiera borrado de la memoria e intentara recordar. Le pedía a ella
completar la oración—. Lord… Lord…

—Bien, bien. Lo admito, no le guardo rencor a ninguno de ellos.

—¿Por qué?

—Porque no merecen ni un segundo de atención por mi parte.

—Pero Raphael sí la merece.

—Yo no dije eso… —se defendió, en vano, el marqués la tenía entre las
cuerdas.

—Raphael merece quince años de bufidos, quince años de enojos,


maldiciones, gruñidos… y no seré tan impertinente de preguntarle cuántas
horas de ausencia de sueño —remató Pierce.

—Milord, lo que usted enumera son características del sentimiento opuesto al


que busca en mí. Detesto a Raphael, él me detesta a mí. No comprendo cómo
puede verlo de otro modo.

—Oh, querida, son los años. Nos hacen tener una epifanía detrás de otra.
Como recién, al verla a usted servir el té. Al verla a usted ahora, ante mí. Al
verla a usted trabajar en esa osada empresa con sus socias y amigas.

—Ilumíneme con su saber —Natalie no fue capaz de esconder el sarcasmo en


su voz. Raphael la exasperaba, cualquier mención de él la sacaba de sus
casillas. Era el único con ese poder en ella. Ni su familia conseguía enervarla
tanto como su viejo amigo y actual enemigo.

—Yo también detesto a Raphael. ¡Oh, cuánto lo detesto! —reconoció el


marqués—. No recuerdo un día, de estos últimos quince años, en que no haya
rechinado los dientes en su honor. Y he golpeado mi escritorio tantas veces…
No me siento orgulloso de lo que voy a contarle, pero una vez… una vez arrojé
todas las botellas de cristal repletas de bebidas alcohólicas contra la pared de
mi despacho. ¡Todas!, un completo desmadre, por la ira tan honda que
despertó en mí las acciones de mi sobrino.

—¿Y yo soy su plan de venganza? —Rio sin humor—. ¿Casarlo ahora con su
peor pesadilla, justo cuando no se puede defender?

—No, no. Nada de eso, querida. Cuando me enteré del accidente y del
diagnóstico, tuve uno de esos arrebatos. Estoy demasiado viejo para andar
pateando butacas, lo reconozco, mi tobillo duele como mil demonios. Me
enfurecí tanto… y entonces, se apersonó mi cuñado, el conde de Onslow.
¿Sabes qué me dijo? —Natalie negó con la cabeza—. Se lo ha buscado… así,
sin más, sin inflexiones en la voz, sin lamentos, sin más que la simple
resignación. Se lo ha buscado. ¿Por qué yo no podía, simplemente, tomar el
asunto así? Sin dudas, Richard estaba en lo cierto, Raphael lleva mucho
tiempo por el sendero destructivo. Entonces, ¿por qué yo pateaba una butaca,
rebosante de frustración?, ¿qué me enoja tanto? —Hizo una pausa, suspiró—.
Conozco la respuesta, son preguntas retóricas. Para mí, al menos, lo son.
¿Para usted, señorita, también lo son?

—Eso es irrelevante. No pienso acceder a un matrimonio así, menos cuando


sé que a él se lo fuerza también.

—Ya veo, no quiere forzar a Raphael. Supongo que le importa su sentir


después de todo… o quizás eso también le duele, es entendible, cuando el
corazón está en juego el orgullo cobra una real importancia.

—No es orgullo… No puede importarme menos que él no quiera casarse


conmigo, yo tampoco lo deseo.

—En ese caso, si no le interesan los sentimientos de mi sobrino, porque no


tiene más que rencor para con él. Ni le interesa su corazón, porque no está en
juego, entonces podemos enfocarnos en los términos beneficiosos. Por
ejemplo, he acordado con el conde que Raphael viva en la casa de verano,
aquí, en las lindes con mi propiedad, para poder estar al tanto de sus
cuidados. Lo que implica que su próxima esposa se radicará aquí, en las
inmediaciones al edificio de Cuatro Flores. Además, no puedo permitir que la
siguiente condesa de Onslow posea deudas, habla mal de nuestra posición,
me vería obligado a saldarlas por el bien del nombre familiar. Y… una lady
posee una asignación, la misma puede ser anual o mensual, eso se verá. Pero
si no estoy mal informado, su empresa está en proceso de despliegue, lo que
implica que las ganancias se reinvierten y dejan poco margen. Una asignación
acorde a su nueva posición le permitirá vivir holgadamente, no necesitar de
ese escaso margen, incluso tendrá la libertad de invertirlo a sus deseos. Ah…
—Se puso de pie—, lo olvidaba, el testamento y asuntos legales, lo que usted
consiga con Cuatro Flores quedará al margen del patrimonio del condado y
del conyugal. Se puede arreglar, de hecho, es una nimiedad para un hombre
como yo. Creo que la dejo con varios temas para analizar…

—Mi respuesta seguirá siendo un no… —insistió ella, lo imitó, se incorporó.


Efectuó una reverencia y lo acompañó a la puerta.
—Si cambia de parecer, sabe dónde hallarme. Solo una cosa más, Nat… —
utilizó ese término como una daga envenenada—. De todos los asuntos que
esta noche le quitarán el sueño, prométame que le otorgará un par de
minutos a pensar en por qué está tan enojada con mi sobrino. Sé que, si
consigue responder, todo saldrá bien.

—Milord… —lo despidió sin nada más que agregar.

—Señorita McAdam… —La saludó con un asentimiento y se subió al carruaje


con ayuda del lacayo—. Lady Natalie Becket… Lady Natalie Becket —
proclamó como un último deseo.

Un cuerpo arremetió contra ella y por poco la hizo caer de bruces contra el
suelo. Se giró, consiguió aferrarse a algo, era su madre. La mujer blandía un
pañuelo blanco, lo elevaba y exclamaba:

—Adiós, milord. Adiós… Vuelva pronto…

—¡Madre!, ¿de dónde has sacado ese pañuelo? Momento, no es un pañuelo, es


una de mis vendas. —Se la quitó de las manos. La mujer forcejeó, sin dejar de
sonreír. Se le marcaban las venas en la mandíbula por la fuerza de mantener
el gesto. Una vez se perdió el carruaje en la distancia, también desapareció la
cortesía de la señora McAdam. Jaló de la venda con tanto ímpetu que hirió las
manos de su hija.

—¡¿Cómo se te ocurre decirle al marqués que no te casarás con lord Becket?!

—¿Pretendías que le mintiera?

—Grrr… —La mujer se contuvo de enredar los dedos en la cabellera de su hija


y castigarla como cuando era pequeña. No conseguiría nada, ni ahora ni
entonces. Natalie era tan díscola…, se lamentó. Optó por seguirla al interior
de la casa. La muchacha introdujo la mano en un recipiente con agua para
calmar el ardor de la palma, tras lo cual, buscó entre sus preparados uno
especial con caléndula para calmar la irritación—. No entiendo a quién has
salido tan tonta, Natalie.

—¿Disculpa? —La miró sorprendida. Si alguien en esa familia tenía cerebro,


era ella.

—¿No lo ves? Es un jodido golpe de suerte. —Elevó la mirada al cielo, como si


le agradeciera a alguna divinidad—. Lord Becket herido, inválido…

—¡Madre! —se horrorizó la joven.

—No te hagas la mojigata, ¿quieres? ¿De qué otra manera tendrías tú


posibilidad con lord Raphael Becket? —Largó un bufido mezcla con risotada
—. Pero ahora, todos nuestros problemas están resueltos. Pagarán las deudas,
tú te casarás y dejarás el altillo, ¡seremos familia del conde! ¡Ja!, cuando se lo
cuente a Kira. No… no se lo pienso contar, esperaré a que se entere, y cuando
vaya al pueblo, compraré lo más caro de la tienda y la miraré por encima del
hombro.

—Nada de eso sucederá, no me casaré con Raphael.

—¡Lord Raphael para ti!, ¿deseas dejar los formalismos con él? Pues sé su
esposa, quizá te permita llamarlo por su nombre de nuevo, como cuando eran
pequeños. —Su madre hundió el dedo en la llaga.

—Esto es inadmisible. No voy a aprovecharme de un hombre inválido, ni


aunque ese hombre sea el más detestable de Inglaterra. ¡Y no permitiré que
hables así de él!, como si fuera una fortuna su desgracia. ¡Por favor!, ¿cuándo
los McAdam nos hemos vuelto tan crueles?

—Cuando empezamos a tener deudas, como todos los demás crueles de este
mundo. Si quieres hacer un aporte a la bondad, salda las mismas, y ya verás
cómo hasta nos ponemos a hacer donaciones con lo que sobra —expresó,
ofendida, la señora McAdam.

—No aguanto ni un segundo más a esta familia. Ni al silencio cómplice de


ustedes… —Se giró hacia los hombres McAdam. Su padre y dos de los cinco
hermanos. Los demás ya estaban casados y vivían en sus propias casas. Los
varones permanecían en silencio, masticando un pedazo de pan y bebiendo el
té preparado para el marqués.

—Querida… —intentó la mujer ser conciliadora. El cambio fue tan abrupto


que Natalie rodó los ojos. Se evidenciaba que su madre mutaba de estrategia
—, tienes razón, nos hemos comportado de un modo impropio este último
tiempo, siempre enfocados en el dinero, en lo material. Por eso Dios nos envía
esta prueba… —Le posó las manos en los hombros—. Ansía que le
demostremos que el dinero no cambiará nuestros espíritus. No quieres
interponerte en los planes de Dios, ¿verdad?

—¿Los planes de Dios? ¿Lord Becket inválido es un plan de Dios para


nosotros? Cuanto mucho, lo será para él…

—El Señor obra de maneras misteriosas.

—No, no, no… —Natalie cogió su abrigo, pues ya iba a anochecer, se envolvió
con él y cruzó el umbral—. Me niego a continuar con esta conversación. Me
niego a permanecer un segundo más bajo el techo de personas que se alegran
de la desgracia ajena.

—¡Natalie! —exclamó su madre. Intentó seguirla por el sendero, pero las


piernas largas y la juventud de la muchacha eran imposibles de sortear para
su madre—. ¡Natalie!, las tierras del marquesado quedan para el otro lado…
¡Natalie! No me dejes, hija… —probó, en última instancia, con el maternal
drama—. No me abandones en la pobreza… Te di a luz, te alimenté… —
Cuando la figura se perdió en la espesura, se incorporó, frunció el ceño y
gruñó—: Niñata malagradecida, cría cuervos y te comerán los ojos.

El único refugio posible era Cuatro Flores. Hacia allí se dirigió a paso ligero,
refunfuñando, sin importarle si alguien la escuchaba hablar sola. De su boca
escapaba el vaho de su aliento y dibujaba nubes grises en el cielo violáceo del
atardecer. Terminó de maldecir a su madre en un santiamén, no le sorprendía
en lo más mínimo su abordaje del asunto. Para quien aún tenía muchos
insultos era para Raphael.

—¿No podías permanecer con buena salud? ¡No, claro que no!, el muy canalla
tenía que sufrir un accidente… —Se frotó las manos, había olvidado los
guantes—. No uno menor, tampoco uno letal. Uno lo suficientemente grave
como para sentir que maldecirte me hace mala persona. ¡Grr!, ni eso me
dejas, ni el derecho a odiarte sin culpa. Ahora soy cruel por guardarte rencor.

El problema no era el resentimiento hacia lord Becket. Ya no. Había convivido


con él por varios años. A todos les había hecho creer que se limitaba al
empujón en el funeral, a la violenta respuesta de su amigo. No era así. Natalie
comprendió a la perfección el dolor de Raphael esa tarde, del niño que fue,
del joven de quince años que acababa de quedar huérfano de madre. El
problema era otro, el orgullo. No quiso contar que la verdadera razón de su
enemistad trascendía esa tarde, porque era igual a admitir cuánto le afectaba
la actitud de Raphael.

Se había distanciado de ella, no la buscó más para juegos ni paseos. Al


principio, Natalie escondió la decepción. Lo atribuyó a la edad, a los cambios
de intereses. Los nobles, los varones, los jóvenes nada tenían en común con
muchachas de campo enfocadas en hierbas y ungüentos. Pero luego, cuando
al fin llegó su presentación en sociedad y el marqués la ayudó a entrar en los
mejores bailes con el afán de concertar un buen matrimonio, lord Raphael
cruzó la línea de la crueldad. Recordaba la velada en casa de Sir Ross, estaba
tan entusiasmada, nunca había asistido a un sitio tan elegante. Sus únicos
bailes eran los campestres, menos dados al protocolo. Lo recordaba como la
joven de dieciocho años que fue, una década atrás. Y entonces ella lo vio
entrar, tan elegante, tan alto e imponente. Todas las féminas se voltearon a
verlo, susurraban a su paso, escondían las sonrisas tras los abanicos y
aleteaban las pestañas. Él hacía comentarios mordaces, sarcásticos, hirientes,
y todos se reían de sus gracias. Natalie pensó que estaría eximida de sus
observaciones sardónicas. Cuando pasó a su lado, ella efectuó una reverencia,
y una matrona le indicó de mala manera: «No puedes saludar a un caballero si
no te lo han presentado», «Oh, pero yo conozco a lord Becket», dijo ella. «Ah,
¿sí?». La matrona se había girado hacia el lord en busca de confirmación, él la
miró de arriba abajo y expresó con total ligereza: No recuerdo haber sido
presentado, pero no la culpe, milady, puede que esté diciendo la verdad. Solo
que es tan insulsa que la he olvidado. ¿Cómo dice que se llama?

Hasta el día de hoy se odiaba por haberse quedado sin palabras. Sonrojada
hasta las ojeras, por la furia y la vergüenza. Juró que nunca más le permitiría
herirla así. En ese salón no había motivos para semejante desplante. No era
más un niño en el funeral de su madre, dolido por el golpe del destino.
Le había roto el corazón, aunque se negara a aceptarlo. Y no había
encontrado un motivo, ¿por qué él la odiaba? Dudaba que un hombre con las
facultades de Raphael se aferrara a la idea de que por salvarla a ella su
madre había muerto. Ese era un pensamiento infantil, producto del dolor.
Existía algo más, y el marqués lo percibía también. Ese algo era un enigma
para Natalie, deseaba descifrarlo, anhelaba un poco de paz. Quizá, así, podría
olvidarlo, quitarse de encima el malestar y colocar a Raphael en el mismo
montón de hombres que le importaban bien poco.

Arribó a Cuatro Flores, le sorprendió hallar una farola encendida. A esa hora,
todos debían haber marchado. Fue en dirección a la luz, era el despacho de
Agnes. La puerta estaba abierta.

—¿Agnes? —Golpeó la madera y se asomó por la hendija.

—No, Bastien.

—Señor Tremblay… ¿Qué hace aquí?

—Lo mismo que usted, señorita McAdam. Digerir la noticia.

—Ah. —Fue la escueta respuesta. Al parecer, ese día se había levantado


cristalina como un lago de montaña. Todos adivinaban su sentir.

—¿Me hace compañía?

—No suelo beber.

—Siempre hay excepciones. —Bastien le sirvió una medida de whisky. Natalie


le agregó agua, y el hombre negó con la cabeza, ofendido por el sacrilegio.

—Lo siento —dijo ella—. El sabor me resulta demasiado fuerte. —Chocó el


cristal de su vaso con el de Bastien en un brindis mudo. Los dos sabían por
quién brindaban—. Sigo sin entender qué hace aquí. Dudo que, como yo,
usted tenga que escapar de su casa.

—Se equivoca, pero lo que me lleva a huir sí es distinto. —Se sentó en la


butaca de Agnes, la inclinó y puso los pies sobre el escritorio en un gesto
relajado. Natalie ocupó la butaca libre, sorbió apenas. Recordó que su abuela
destilaba un whisky casero con miel, en su opinión, superior al sobrevalorado
que estaba bebiendo en esos instantes.

—¿Qué lo lleva a huir a usted, si puede compartirlo?

—La culpa de ser el hombre más feliz de Inglaterra cuando mi mejor amigo es
el más infeliz. Estoy dilatando el momento de refugiarme en mi hogar, en los
brazos de mi esposa y aceptar su consuelo. Pretendo sentirme miserable un
par de horas más, es lo mínimo que puedo hacer por él. ¿Tú?

—Yo huyo de la felicidad de mi madre, quien cree que es un golpe de suerte.


—¿Por qué piensa eso? —se sorprendió Bastien.

—El marqués estuvo en mi casa, me propuso ser la esposa de lord Raphael. —


Ahogó las palabras con un profundo trago. Tosió, los ojos se le llenaron de
lágrimas. El señor Tremblay la observó. Lo hizo con cierto descaro, la
evaluaba.

—Para ser insulsa, desabrida, aburrida, ¿qué otro adjetivo solía utilizar él?

—Insignificante…

—Eso mismo, insignificante… Para ser todo eso, usted posee una capacidad
única de permanecer en la memoria de Raphael. Me pregunto, ¿uno no se
olvidaría de lo insulso y desabrido?

—Depende…

—¿De qué?

—El agua es insípida, incolora e inodora y, sin embargo, elemental para la


existencia.

—Bueno, al parecer usted es el agua de lord Raphael.

—Deme el alcohol y vaya a casa —dijo Natalie, tras poner los ojos en blanco—.
Perdió el hábito de beber, un sorbo y ya dice tonterías.

—Oh, no… —Alejó el vaso—. Es usted la que bebe un sorbo y se pone a la


defensiva. ¿Por qué no se quiere casar con Raphael? Sería condesa en un
futuro, tendrá dinero, y créame, a mi amigo no le interesa en lo más mínimo
el patrimonio de Cuatro Flores. No le alcanzaría la vida para administrarlo,
apenas da abasto con su parte como hijo del conde de Onslow. En cuanto
herede, quédese tranquila, la administración de tal fortuna lo va a mantener
ocupado dieciséis horas diarias. Y usted será rica como un creso.

—No me interesa ser rica, sino independiente.

—Bueno, pero es mejor ser independiente ¡y rica!, no me lo vaya a negar. No


es excluyente, no con Raphael.

—Él no desea casarse conmigo.

—Si el marqués fue con una propuesta, es porque él ya aceptó.

—¿Qué?, ¡está especulando! —lo reprendió.

—Claro que sí, pero especulo con conocimiento. Por eso soy muy bueno en los
negocios. —Sonrió con picardía, adoraba sacar a relucir sus dotes
empresariales. Característica en común con su esposa.

—Señor Tremblay, usted ni siquiera sabía de la propuesta. —Natalie cruzó los


brazos en ese gesto defensivo, tan propio de ella.

—No, pero ahora que lo sé, le digo que solo es posible semejante hecho tras la
aceptación de Raphael. Él le ha dicho que sí a su tío. —Amplió la sonrisa—. Y
el muy maldito en lugar de hacer la propuesta en persona, envió al marqués.
¡Malnacido! —El insulto fue dicho con inusitado cariño. Natalie lo repitió con
el habitual enfado.

—Y recibirá un no por respuesta. Punto. Siempre lo ha dicho, yo soy la última


mujer con la que se casaría. Estas son ideas de su tío.

—Y por eso es la idea correcta. —Bastien se puso de pie, bebió el resto de un


solo trago y sacudió la cabeza cuando la ardiente bebida atravesó su garganta
—. Todos los planes de Raphael terminan en desgracias, catástrofes o, en el
mejor de los casos, simples fracasos. Escuchar al marqués es un acierto.

—Puede que sea un acierto, o puede que sea otro horrible plan del destino
cruel.

—Oh, no, señorita McAdam. No subestime al destino, míreme a mí… mi


hermano, el ser más idiota de la faz de la tierra, tuvo el plan más brillante
jamás ideado cuando cruzó los caminos de Agnes y mío. A veces, solo hay que
permitirle actuar y ver dónde nos lleva. —Le rellenó el vaso antes de
marcharse. Una vez atravesado el dintel, se detuvo solo para agregar—: No es
miedo ni duda lo que le aprisiona las tripas, señorita, es vértigo.

Natalie quedó a solas, con su vaso lleno y la mirada en el espacio vacío del
pasillo. Se puso de pie, deambuló por las zonas plantadas por Jana. Estaba
trasladando algunas de sus plantas, por un problema inminente con el
heredero de su difunto esposo, Berthan Anderson. Se aproximó a uno de los
senderos de flores recién trasplantadas. Las reconoció de inmediato,
camelias. Sí, su estómago se retorció, como cuando se asomaba al borde de
un acantilado. Las preguntas retóricas del marqués resonaron en su mente
junto a sus respuestas. Odiaba a Raphael no por el daño que le había hecho a
ella, sino por la herida infringida a sí mismo. A su parte buena, al joven que
veía en Nat una compañera de juegos, una amiga, una igual. Lo odiaba por
haber matado a Raphael y haberle dado cobijo a lord Becket.

Pero quizá Raphael no estaba muerto y lord Becket no estaba tan vivo. Quizás
existía una posibilidad, y esa chance era la que se abría como un precipicio
bajo sus pies y le hacía sentir el vértigo.

Tal vez Natalie McAdam sí era el plan misterioso de Dios o del destino
después de todo.
Capítulo 3

Iba a casarse con Raphael. Lo sabía, sus tripas no dejaron de retorcerse desde
la conversación con Bastien. Su mente todavía buscaba excusas, una tras
otras, para luego descartarlas. Siempre supo que necesitaba hallar un esposo,
salvo que los tiempos de Cuatro Flores se aceleraran y mañana amaneciera
con una fortuna en su baúl, la opción del matrimonio era la única posible. Su
padre estaba a un paso de la prisión de deudores, su madre daba un rodeo sin
atravesar el pueblo, pues les debía a todos los comerciantes de las
inmediaciones. Si aguardaba unos meses más, hasta ella pasaría un par de
noches tras los barrotes.

—Pagaremos nosotras —dijo Jana.

Las cuatro amigas se encontraban en su lugar predilecto, el vivero de Jana


Anderson. Podían reunirse en el edificio de la empresa, pero algo las
empujaba a los viejos hábitos. Ese algo se llamaba Maximilian O’ Kelly, el
heredero de Berthan Anderson, quien estaba en puja por las tierras que el
difunto dejó explícitamente a su adorada esposa.

—¿Pagarán todas las deudas de mis padres?

—Si es necesario… —intervino Agnes. Su voz fue menos tajante de lo habitual.


Natalie la conocía al dedillo. Las hermanas White, Jana y Lindsay, eran de
temperamento conciliador y dulce. Ellas, en cambio, eran puro fuego
alimentando fuego. Se adoraban, tanto que la sinceridad jamás se ausentaba
en su relación.

—Claro que es necesario. —Lindsay fue firme—. Un matrimonio infeliz…

—En mi caso resultó —murmuró Agnes. Aprovechó la ocasión para beber un


sorbo de té y disimular su expresión.

—¿Crees que se repetirá tu suerte? —indagó Jana. Natalie solo la observaba


con el entrecejo unido, Agnes evitaba el contacto visual. Mal presagio. La
franqueza de la señora Tremblay era por todos conocida.
—Yo no lo sé, solo…

—Bastien te lo ha dicho —remató la joven McAdam—. Es él quien cree que


este matrimonio funcionará.

—No lo culpes, Natalie, es su mejor amigo, quiere lo mejor para él. Y yo… por
primera vez en la vida, no lo sé, no tengo respuesta.

—¡Yo no soy lo mejor para lord Raphael! —exclamó irritada. De pronto, todas
las miradas estuvieron en ella. La quemaron, le atravesaron la piel. Lindsay,
con su aire romántico, fue la encargada en ponerle voz al pensamiento
colectivo.

—No has dicho él no es lo mejor para mí . Has pensado primero en lord


Raphael, en su bienestar.

—¡Claro que no!, solo… Grr… —Su frustración creció a la par de la ira. En los
últimos días, su boca no dejaba de ponerla en aprietos. Develaba los
sentimientos que su corazón y mente se habían encargado de ocultar con
ahínco. Parecía que ya no había cabida en su cuerpo para las mentiras
autoimpuestas, las mismas decidieron aflorar como agua de manantial… Mala
comparación, mejor decir como lava de un volcán. Porque quemaban y
arrasaban con todo—. Lo dije solo porque hablábamos de él. Además… —La
mejor defensa es la ofensa—: si el señor Tremblay se preocupa por su mejor
amigo y piensa en los beneficios para él, ¿no sería tu rol pensar en lo mejor
para mí?

—Conmigo no, jovencita —la reprendió Agnes, con el dedo en alto y un


jovencita que no aplicaba. Natalie era mayor—. Si dudo es porque empiezo a
contemplar la posibilidad de que esta unión sea beneficiosa para ti. No por las
deudas… —se adelantó—, por todo lo demás.

—¡¿Qué demonios es todo lo demás?! —se enfadó.

—Tu enojo es todo lo demás… —La voz de Jana atravesó su neblina. La mirada
cristalina de la mujer, la más experimentada de ellas, le quitó cualquier
máscara—. Estás a la defensiva…

—Porque me atacan… —Hizo un mohín. Se cruzó de brazos, aferrándose a sí


misma de un modo protector.

—Nadie te ataca, si nos dices que no quieres casarte con él, bajo mi techo
tienes un lugar…

—Cuatro Flores cubrirá tus deudas… —agregó Agnes.

—Y seremos solteronas por siempre hasta la vejez —prometió Lindsay.

—Pero como somos tus amigas, y sí, deseamos lo mejor para ti, no nos queda
más que obligarte a reconocer el motivo de tu enojo —concluyó Jana, con su
sabiduría.

—El enojo saca manchas en la piel, ¿recuerdas? —La observación de la


señorita White la hizo reír. Carcajear entre la niebla de enfado.

—Me convertiré en un dálmata viejo y solterón. —Las lágrimas de diversión se


mezclaron con las demás, y también escaparon de su cuerpo. No le estaba
haciendo ningún bien retener las emociones. Agnes la abrazó con más ímpetu,
entre ellas, la hermandad se forjó sin lazos de sangre, pero era tan firme
como la que unía a Lindsay y Jana.

—Cambiar el caparazón requiere de fortaleza, Natalie. Solo los débiles


permanecen atrapados entre corazas, los verdaderamente íntegros se
permiten el momento de vulnerabilidad para crecer, porque saben que no
necesitan escudos, pueden soportar todos los envistes de la vida sobre la piel.
Las orugas nunca se volverían mariposas si fueran unas cobardes…

—Yo no soy una oruga… —sorbió por la nariz.

—No… ya no lo eres.

Restaba un último clavo ardiente al cual aferrarse, el mismísimo lord Raphael


Becket. Bastien juraba que, si la propuesta había abandonado los labios del
marqués, era porque su sobrino había aceptado. Natalie tenía sus dudas. No
concebía un cambio tan abrupto en su némesis. Lo imaginaba poniendo el
grito en el cielo, negándose rotundamente, exclamando todos esos adjetivos
con los que la definió por años.

Tras algunas averiguaciones, descubrió que Raphael se hallaba en la casa del


marqués mientras acondicionaban la residencia de verano del condado acorde
a sus necesidades. Juntó valor.

Optó por su mejor atuendo de tarde, un traje de muselina verde agua con
flores y puntilla inglesa en blanco. Se recogió el cabello con un moño en lo
alto, el muy maldito batallaba las horquillas como una fiera enjaulada. El
parasol no combinaba, lo cogió, de lo contrario, conseguiría arribar a las
tierras Donegall roja como una fresa. Alzó el mentón, ignoró la sonrisa
satisfecha de su madre y los ronquidos ebrios de su padre y hermano —
quienes debían estar trabajando si deseaban saldar las deudas, ¡joder!— y
abandonó el hogar familiar.

Si te casas con Raphael no tendrás que regresar jamás, pensó en primera


instancia.

Estarías cambiando un par de demonios por el mismísimo Satán .

Al menos, si tu vida va a ser un infierno, que la rija el rey del inframundo y no


un par de mequetrefes.
El panorama no era alentador con esas cavilaciones. Su mente estaba
decidida a torturarla, y necesitaba alivio urgente. ¡Si hasta había errado una
medida en la preparación de su loción para rosáceas! ¡Ella! ¡Uno de los
preparados más viejos de su recetario! Era increíble la capacidad de Raphael
de trastocar su vida sin siquiera hacerse presente.

La casa solariega del marquesado era imponente. Un castillo de otra época,


con muros de piedra, verdes enredaderas que trepaban hacia el cielo y
cristales coloridos que transmutaban los rayos de sol en arcoíris. No fue
capaz de dirigirse a la puerta principal, con leones en los llamadores, parecía
digno de sus libros góticos preferidos. Dio un rodeo, a la espera de hallar a
alguien con quien anunciarse. Todo era silencioso, más silencioso de lo
habitual. Entonces oyó una maldición, el alarido de una bestia, seguido del
correteo de una moza en apuro. Un nubarrón de tormenta cubrió el sol, hizo
del día la noche, y el viento sopló hasta arrancar chirriantes melodías de la
construcción.

Natalie rio en lugar de asustarse. La muchacha pasó a su lado como alma


perseguida por el diablo. El diablo que sería el rey de su infierno personal.

—¿Lord Becket? —preguntó a la aterrada empleada.

—S-Sí, señorita. —Vio que cargaba una jarra con agua fresca, se la quitó de
las manos.

—Indíqueme el camino, yo me encargo de llevar esto.

—Yo… —la joven dudó.

El marqués asomó su cabeza por la ventana del despacho, al divisar a Natalie,


sonrió. Por poco consigue despejar el nubarrón. Al parecer el cielo se debatía
su humor al son de los integrantes de esa casa.

—Permítele ingresar, Joline… Es la próxima condesa de Onslow.

—Milord… —La señorita McAdam efectuó una reverencia—, eso está por
verse.

—Claro, claro. Suba a mi despacho y discutiremos cada detalle que la aqueje


hasta que…

—No he venido a negociar con usted, sino con la víctima… —rebatió Natalie,
la conversación parecía de locos, a los gritos, desde una ventana de la
segunda planta hasta los verdes jardines.

—¿Víctima? —susurró Joline, luego se sonrojó hasta la raíz. Al parecer, la


víctima estaba haciendo padecer a todos allí.

—Yo me encargo desde aquí —remató la futura lady al escuchar un lacayo


huir en esa ocasión. Un tal Jonathan se apersonó, pálido como un papel,
trayendo la jofaina. ¿Se necesitaba de dos empleados para llevarle agua
fresca a Raphael? Ya la oiría ese niñato consentido y malcriado. Cogió
también la jofaina y solicitó que la guiaran.

—Señorita McAdam… —se preocupó el marqués—, señorita McAdam, quizá


sea mejor que regrese en otro momento.

—¿Por quién teme, milord? —Natalie alzó el mentón—. ¿Por lord Raphael o
por mí?

—¡Por el resto de nosotros!, oh, Dios, tenga piedad de los habitantes de


Donegall House.

—Dios no tiene nada que ver con esto, milord. Por lo visto, el diablo fue quien
metió la cola.

Tras lo dicho, con el agua fresca y el paso firme, se adentró por la puerta de
servicio y recorrió los interminables corredores hasta la habitación en la que
lord Raphael se hallaba. Había optado por la sala de juego, no por los naipes,
los dados o el tablero de ajedrez, sino por la surtida bandeja de bebidas.

¡Con razón necesitaba agua!, a la joven McAdam le bastó con asomar la nariz
por la puerta para aspirar el inconfundible olor a alcohol. Lo único que bebía
el sobrino del marqués.

—¡Ya dije que no quería a nadie aquí! —exclamó Raphael y arrojó una pieza
de ajedrez.

Natalie la esquivó con destreza y continuó con su avance. No vacilaría. No


permitiría que el hombre adivinara el impacto en ella de observarlo en silla de
ruedas. ¡Maldición, viejo amigo!, ¡maldición, ¿qué te has hecho?!

—Mala suerte. —Lo observó crisparse, había reconocido su voz.

Bastien tenía razón, una simple muchacha insulsa no permanecería tan


vigente en su memoria. Raphael la recordaba, tanto que podía reconocerla sin
girarse, con solo esas dos palabras y su fragancia tan característica. Olía a
naturaleza, a aire fresco, a primavera y a manzanos.

—Tú…

—Yo… —Caminó hasta estar a su lado, él no se volteó—. El alcohol te quita los


reflejos, en otra ocasión hubieras acertado con la pieza.

—No tenía intenciones de acertar, pensé que eras Joline. Ahora que
comprendo mi error, ¿puedes volver a ingresar así remedio mi puntería?

—Lo siento, las oportunidades solo se dan una vez en la vida.

—Eso dicen los perdedores… Yo he tenido muchas oportunidades en la vida.

—Y las has desperdiciado a todas… —Al fin consiguió que se girara. Lo hizo
manipulando las ruedas de su silla.

—No lo veo de ese modo, he vivido lo suficiente. He vivido más que muchos
hombres que me duplican la edad.

—¿Y ahora? —lo obligó a enfrentar los hechos.

—Y ahora voy a casarme, ¿no es eso lo mismo que ponerle fin a la vida? —Una
sonrisa macabra y ladina se abrió paso en su apuesto rostro.

Natalie maldijo para sus adentros, hasta borracho y con la barba descuidada
era atractivo. Hasta con sus facciones desfiguradas por un profundo dolor
físico y una honda amargura emocional. A su pesar, ella le devolvió la sonrisa.
Por un instante, conectaron en sarcasmo, como una vieja broma secreta entre
amigos. Un guiño de dos íntimos cuando estaban en público.

—Entonces, ¿estás de acuerdo con este absurdo plan? —Él asintió, sin
prestarle más atención. Natalie sirvió un vaso de agua, se lo extendió.
Raphael hizo el amague de derramarlo, ella lo cogió con más fuerza. Una
lucha de voluntades. La primera de muchas por venir. Ganó McAdam—. ¿Por
qué yo?

Raphael bebió, contuvo el gesto de alivio al suavizar la rasposa sequía de su


garganta. Elevó la mirada hacia Natalie, algo que encendió aún más el rencor.
En otras circunstancias, él le llevaba una cabeza. Podía apoyar el mentón en
su coronilla. La muchacha, a quien los demás catalogaban de excesivamente
alta, incluso escuchó cómo la comparaban con jirafas exóticas, a él le
resultaba baja, menuda, maleable bajo sus manos masculinas. Ya no… no
podía ponerse de pie, no era capaz de intimidarla con su cuerpo fornido.

—Cuando caí del caballo, todo pasó rápido y a la vez lento —dijo—, fui incapaz
de cerrar los ojos a las imágenes de mi vida. Mis errores del pasado, mis
desaciertos. ¿Qué he hecho con mi existencia?, me pregunté. Y entonces
comprendí, la felicidad siempre estuvo cerca de mí, a unas pocas yardas… la
felicidad eras tú.

—El sarcasmo no te queda.

—Oh, cariño —ironizó—, el sarcasmo es como un buen traje negro, viste el


carácter y sienta bien con todo. ¿Coñac? —invitó, no esperó respuesta. Se
sirvió una medida y le indicó con la cabeza que, si lo deseaba, lo hiciera ella
misma. Natalie no lo hizo, se permitió algo impropio, descargó la jarra de
agua en su cabeza.

¡Grave, grave error! Raphael no solo no se ofendió, sino que carcajeó. Por un
instante, su risa fue franca, real, de puro divertimento. Al otro lado del
corredor, el marqués lo oyó y los ojos se le inundaron de lágrimas. ¡Lo sabía!
La señorita McAdam era la indicada. ¿Hacía cuánto que no escuchaba reír a
su sobrino?

Una vez más, Natalie volvía a ser Nat. Desnudaba su corazón, admitía el enojo
y la frustración generada por su no-amigo. Sin embargo, su desacierto no
terminaba ahí. Raphael sacudió la cabeza, salpicó las gotas por todo el lugar,
incluso el vestido de muselina de la muchacha. Su negro cabello brilló, lo
apartó con las manos, descubriendo las angulosas facciones. Un ángel lo
había tallado con su cincel. Pómulos altos, mandíbula cuadrada, ojos negros y
profundos, y unos labios firmes que destilaban veneno… o placer. Ya no era
un jovencito atractivo, un muchacho que despertaba las primeras cosquillas
femeninas en Natalie. Ahora era un hombre, todo un hombre, y eso el
accidente no se lo había podido arrebatar.

—Necesito saber por qué accediste a este matrimonio o no aceptaré —


sentenció. Apoyó el trasero en el alféizar, se convirtió ella en el nubarrón que
cubría el sol.

—Porque te detesto y tú me detestas, ¿no es ese el motivo por el que se casan


todos los nobles?

—Oh, Raphael, querido… —Se inclinó hacia él—. Ya has atravesado el umbral
del buen gusto. El sarcasmo es como los diamantes, y el cinismo como los
rubíes. Por separado son elegantes, juntos son demasiado. —El hombre
mordió la comisura de sus labios por dentro, no le otorgaría la victoria de
demostrar cuánto se estaba divirtiendo.

—¿Me estás diciendo que ahora se estilan los matrimonios por amor? ¡Oh, ¿a
dónde iremos a parar?! Ya no se respetan las buenas costumbres. ¡Hay que
desterrar el progresismo de Inglaterra!

A Natalie le costó más contener el regocijo. Lo consiguió gracias a la mirada


negra de Raphael, a sus ojos que se fijaban en una gota de agua traviesa. Una
que había saltado de los cabellos masculinos hasta el esternón femenino, y
desde allí comenzó el recorrido descendente hacia el valle de los senos. La
joven se la secó con un ademán, lo oyó mascullar: aguafiestas .

—Bien, deseas casarte conmigo porque nos detestamos mutuamente. No es


suficiente para mí… —Se incorporó, dispuesta a huir de las sensaciones y del
peligro que representaba su némesis.

—Piénsalo, es el plan perfecto. A ambos nos casarán, lo queramos o no, puede


tocarte un esposo más odioso que yo y encima pobre…

—Más odioso que tú, imposible. Más pobre que tú, lo doy por hecho. Pero no
todo está a la venta, yo no estoy a la venta.

—Natalie, vamos, ¿por qué no te has casado aún? Tienes veintiocho años…

—Y ninguna dote.

—Eres pésima mentirosa. —Ella regresó su trasero al alféizar—. No es la


ausencia de dote, es que deseas esa empresa tuya, ¿cómo se llama?, Cuatro
Solteronas.
—Ja-Ja.

—Odias el matrimonio y todo lo que representa tanto como yo, y, al igual que
yo, no tienes piernas para huir de él. En mi caso, literal, en el tuyo, las
atrapan las enaguas femeninas. Lo sabes, negarlo no te hace ningún bien…

—¿Entonces?, ¿eso me hace la candidata perfecta?

—¡Claro! No intentarás salvar el matrimonio, no harás algo absurdo como


cosechar fantasías románticas conmigo. ¡Me ahorrarás tiempo y te lo
ahorrarás a ti! Ya le llevamos quince años de ventaja a todos los recién
casados. —La vio fruncir el ceño, su irritación lo alimentaba—. No tendrás
que intentarlo, para yo decepcionarte y que luego esa decepción se convierta
en amargura y finalice en odio. Ya pasamos por eso. Así que nos podemos
saltar los preliminares, y créeme, adoro los preliminares… —agregó con un
doble sentido que Natalie no captó—, pero en este caso prefiero pasarlos por
alto e ir directamente al objetivo de unir a un hombre y a una mujer de por
vida: que dos personas sin nada en común se detesten por toda la eternidad.
Amén.

—En ese caso, mi respuesta es no. —Se alejó, esta vez, Raphael no se giró a
ella. Le habló sin mirarla.

—Lo siento, Nat… ¿volví a romperte el corazón?

—Nunca lo has hecho.

—Entonces, antes de irte, pasa por el despacho de mi tío y arregla el


matrimonio más ventajoso que pueda una dama forjar. Quítame hasta el
último penique de mi parte del condado. Solo un tonto no aceptaría un
matrimonio así, y los únicos tontos que conozco son los enamorados.

—No estoy enamorada de ti. —Divisó la sonrisa satisfecha de Raphael en el


cristal de la ventana. Juró que se la borraría, y si para eso necesitaba una
eternidad…

Que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.

Los preparativos de la boda fueron apabullantes para Natalie. Se suponía que


se trataba de un evento reducido, para un concepto de reducción muy amplio.
Sin contar con el protocolo y todo lo que debió memorizar. La señora
McAdam estaba en un estado de exaltación imposible. Se pavoneaba todos los
días por el pueblo, ahora que no la asechaban las deudas, y entraba en los
comercios solo para exclamar: oh, no, no es de la elegancia y delicadeza digna
de la próxima condesa. Lo haremos traer de París .

—Madre, no traeremos nada de París. No tenemos tiempo para eso. La boda


es inminente.
—¡Pero ellos no lo saben! —La pellizcó, ojalá nadie la hubiera oído.

Una semana antes de la celebración, Natalie colapsó. Ya no había tés de


melisa que bastaran, ni hierbas que la serenaran. ¡Se había brotado!, ¡ella!,
¡que vendía recetas para sanar todos los males! Suficiente.

—¡Suficiente! —exclamó, y las costureras se detuvieron. Las empleadas del


marquesado se congelaron. Hasta su madre se silenció. Solo un sonido rompió
la quietud. La risa de Raphael en la otra ala de la casa solariega. Tras esa
risa, un silbido lejano, la entonación feliz de lord Pierce Battenberg, quien
gozaba del temperamento intempestivo de la futura lady—. Me cansé. No hay
tiempo para bordados, ¡y no tendré bordadoras trabajando sin dormir solo
para que mi vestido luzca hilos de seda! ¡Joder, que son personas, no
gusanos!

—Natalie, así no hablaría una condesa.

—Mira tú, hasta que lord Richard no se reúna con el Creador, yo no lo seré.
Estamos a salvo.

—¡Qué la parca te oiga! —escuchó el grito de su futuro esposo.

—Se supone que no tienes que saber de mí hasta la boda… —lo reprendió en
el mismo tono.

—Es imposible si te la pasas gritando.

—Yo no grito… —gritó—, solo hablo en un tono acorde a las dimensiones de


esta casa. Como sea —volvió al tono normal—, la boda es en horas
prácticamente. Lo dejaremos así.

—¡No podemos dejarlo así! —exclamaron todas las presentes. Natalie las
desoyó, se bajó del banquillo de un simple salto, se deshizo del atuendo que
pendía de sus hombros y, con destreza, ante los ojos desorbitados de las
mujeres, se colocó su vestido de tarde de algodón con botonadura delantera.

—Me marcho, y si le hacen algo más al traje, mañana me caso luciendo así.
¿Fui clara?

—Sí, milady.

—¡Todavía es señorita! —oyó a Raphael, entre risas ebrias—. Permítanle a la


gacela una última carrera en libertad.

—¿La gacela soy yo o eres tú?

—Dímelo tú, ¿quién de los dos huye? —la desafió. Por esa vez, le dejaría
ganar. Le daría el gusto de escapar, necesitaba aire. Mucho aire. En breve se
sumergiría en aguas turbias y no sabía cuándo volvería a asomar la cabeza.


La novia atravesó el umbral de la iglesia. Su traje generó conmoción en los
invitados. ¿Alguien se había percatado de que la señorita Natalie McAdam era
tan bella? Era como si la vieran por primera vez. Solo cuatro personas no se
sorprendieron por el encanto de la dama. Sus tres amigas, Jana, Agnes y
Lindsay y… su futuro esposo. El hombre apenas se volteó, aguardó con la
mirada en el altar a que su presa se acercara a la trampa. Solo un instante le
dedicó a la pena, sabedor de que le arruinaba la vida al casarse. A sus
espaldas, el conde de Onslow hacía acto protocolar. Un paso más atrás, el
marqués. Debió de ser Pierce quien se posicionara allí, junto a Raphael, en
paternal compañía. Pero las apariencias lo eran todo, y a eso se debía aquel
evento repleto de rostros de la nobleza y… camelias.

Camelias por doquier. En los bancos, en el altar, en el ramo de la novia.


Camelias de todos los colores, pero prevalecían las blancas, por su pureza.
Las preferidas de lady Vivian.

—Nat las prefiere rojas… —musitó Raphael, sin que nadie lo oyera. Gracias a
la atención despertada por la joven McAdam, él fue libre de coger su petaca y
beber un sorbo de whisky. La única en notarlo fue la futura esposa. Frunció el
ceño, él lo arqueó. Así iba a empezar ese matrimonio.

No era el único presagio de conflicto, si no fuera por el dolor físico real de


Raphael, hasta podía divertirse. Bastien, sin duda, lo estaba haciendo, aunque
como un buen amigo lo disimulaba muy bien. Debieron situar al barón de
Cowrnell en la sección de invitados de la novia, el hombre no solo lucía como
sapo de otro pozo, sino que estaba claramente ofendido. ¡No era para menos!,
en el lado de la novia estaban los impresentables McAdam.

—Pss, Bastien —le susurró Raphael, por sobre la melodía nupcial—. Ríe de
una buena vez, o te desmayarás.

—¡Joder! —dijo, rojo hasta las orejas—, es que esto es endemoniadamente


bueno. Si tu no estuvieras en el altar, lo disfrutarías como yo.

—¡Pero yo sí estoy en el altar! —maldijo el lord.

Bastien largó la carcajada. Todos voltearon a verlo, Agnes lo codeó con


fuerza. Raphael se hubiera sumado si no le doliera tanto la cintura por las
horas en la silla de ruedas. Quería terminar con esa tortura.

Natalie se mordía para no reír también. Raphael vocalizó solo para ella: al
menos llevas velo . Pudo adivinar su reacción tras el mismo. Los demás
permanecían exentos de aquella broma para entendidos. Ese divertimento
que solo compartían quienes sabían reír en la desgracia. La novia consiguió
situarse junto al novio y dar por iniciada la ceremonia. Los dos apenas se
observaban, una vez comenzó la lectura de las Sagradas Escrituras, las
gracias quedaron a un lado y la realidad de ese matrimonio recayó sobre los
invitados. Ya no había halagos al vestido de la novia, tan sencillo que
resaltaba su elegancia natural. No sabían que esa sencillez nacía de la falta
de tiempo, la boda se había concertado a contrarreloj. La elección del tocado
con flores no tenía por finalidad elevar la ingenuidad y virginidad de la
desposada, sino ocultar que los McAdam no tenían ni un penique para joyas.
Las habían vendido a todas. El murmullo general convenía en que esa
elección solo elevaría aún más el esplendor de la alianza.

Todas patrañas. Solo apariencias. Como esa unión.

Proclamaron los votos y, cuando el sacerdote iba a anunciar el beso, fue


acallado por el novio con un gruñido. Natalie desplazó su propio velo y en sus
facciones se dibujó el orgullo. No permitirían que la vieran decepcionada.
Raphael estaba en lo cierto, llevaban quince años de ventaja en ese juego de
herirse. Un lacayo empujó la silla de ruedas, ella avanzó en silencio a su lado
hasta abandonar la iglesia.

—Los invitados, fueron tu elección, ¿verdad? —preguntó Natalie.

—¿Por qué lo dices? —fue irónico, era evidente su mano en la disposición. La


ironía, sin embargo, quedó aplacada por el dolor. La reciente lady Becket se
inclinó, solícita, y él elevó la mano para detenerla. Su relación no iba a
comenzar con las atenciones de ella, era su esposa ¡joder!, no su maldita
enfermera, así fuera que toda la sociedad lo pensara. Entre ellos forjarían una
hermosa relación de desprecio mutuo, sin lugar a la pena. Al menos una
persona en todo Londres no le tenía compasión, y a ella se enlazaba gustoso.

—Reconozco tu destreza —susurró—. Bien jugado.

—Gracias, gracias.

El fino arte del conflicto social. Era una partida elegante, estratégica,
compleja como el mismo ajedrez. Raphael se había encargado de invitar a los
Webb —por supuesto, era el conde de Sutcliff—, pero también al barón de
Cowrnell, enemistado con la familia por una apuesta del pasado que
involucraba a su hija. No conforme con ello, utilizando el supuesto vínculo de
negocios entre Cuatro Flores y las tiendas Evans, convocó a los hijos
bastardos del duque de Weymouth. El mayor de ellos, casado con lady
Daphne, la ofendida en primera instancia por el barón. Era imposible avanzar
entre los reunidos sin el temor de que un paso en falso finalizara con un
encuentro al amanecer, padrinos y dos armas cargadas. Todos anhelaban
desembarazarse del asunto, esgrimir una excusa y marcharse.

Raphael no sería quien los retuviera.

Natalie tampoco.

El brindis se realizó con el sol en lo alto y los novios, sin dilataciones, se


escabulleron. El barón, quien era el más interesado en huir antes de
incrementar sus desgracias, se marchó presuroso. Tanto así, que consiguió
atestiguar lo que sería el rumor de la temporada: Lord Becket y lady Becket
partían de su boda en carruajes separados. Sonrió, ¿a cuánto cotizaría un
cotilleo así? No tuvo tiempo de ponerle un precio, una damita irrespetuosa se
acercó con sigilo y por poco le provoca un infarto del susto:
—Si comenta en un salón lo que ha visto, le envenenaré el ponche…

—¿Quién es usted?

—La señorita Lindsay White —Hizo una reverencia—, o su peor pesadilla.


Depende de usted.

¡Al demonio con las rubias!, pensó el barón, y se subió veloz a su carruaje. Su
infierno estaba plagado de rubias con rostro de ángel y temperamento de
demonio.
Capítulo 4

¿Existe la magia? Claro que sí. El enlace de la señorita McAdam con lord
Raphael Becket fue una demostración de ello. Con los elementos adecuados
es muy sencillo convertirse en un gran prestidigitador. Solo se requiere de
una galera adornada con títulos nobiliarios y contactos en las más altas
esferas de la monarquía, una muchachita sin muchas posibilidades sociales y
un lord caído en desgracia. Luego, sacudes la varita, dices las palabras
mágicas: Abracadabra —o los declaro marido y mujer—... y ¡Voilá! Tienes un
matrimonio.

El comportamiento odioso de Raphael se multiplicó y dio rienda suelta una


vez que la celebración alcanzó su fin. Natalie se había preparado en cuerpo y
mente para ese primer puntapié matrimonial. Él pretendería establecer las
reglas, lo sabía, desde esa condenada silla de ruedas lideraba su vida hacia el
fracaso. No cedería hasta la destrucción definitiva, y Natalie se preguntaba
hasta qué punto debería de interponerse en el camino que él deseaba. La
temprana viudez, tal vez, se alzaba como el mejor desenlace. Mientras tanto...

Admiró la belleza de la casa de verano del condado. Exhaló. Le resultó


inmensa. No lo era, tan solo contaba dos plantas y un total de seis recámaras.
También un salón de baile para ocasionales eventos, una sala destinada a las
actividades femeninas —¡Ponte a bordar y bebe té, mujer!— y una para los
caballeros —¡Bebamos, fumemos, lo que se nos plazca!—. A esto había que
sumarle los ambientes comunes de cada hogar, sala principal, comedor,
biblioteca, despacho y demás. Lo estándar para una casa de esas
características. Volvió a exhalar. Estaba demasiado acostumbrada a vivir de
las sobras. Gran parte de su vida durmió en el extremo menos desvencijado
del ático. Y ahora, eso... ¡Era un jodido palacio! Sonrió cuando estuvo a solas.
¿Acaso estaba mal disfrutar de las comodidades añadidas? ¿Eso la convertía
en una mujer materialista?

—¡Maldito idiota, ten cuidado! ¿Todavía no han aprendido a cargar una jodida
silla? Me rodea un séquito de imbéciles.

Los gritos de Raphael respondieron a esas preguntas. Ufff ... por lo visto, en
los últimos años, lord Becket se abasteció de un número importante de
insultos. ¡Cielos! Posiblemente, su existencia junto a él sería miserable, así
que... ¡Debía de tomar lo que le daban para compensar la balanza con un poco
de goce!

—Milady... —Una voz femenina cercana se dirigió a ella.

Para Natalie fue como una brisa lejana. Continuaba nadando en pensamientos
mientras contemplaba con deleite la estructura de la casona. Una dosis de
egoísmo es necesaria, se recordó. Hasta la abuela Brigid lo decía: Procúrate
tu felicidad, pues nadie más lo hará por ti. No puedes responsabilizar a otros
por la ausencia de ella, ve y búscala. Ten el coraje suficiente para ser feliz .
Así lo haría, comenzando desde ese momento, comenzando con pequeños
detalles banales.

—Milady... —La voz carraspeó.

Rememoró las anécdotas de Agnes, su primera noche de bodas, a solas, en su


habitación. La historia se repetía, ¡Ja! Es más, cuando lo pensaba, la noche de
bodas de Jana fue también similar, a solas, tras compartir una taza de té con
su esposo, su amigo ¡Qué en paz descanses, Berthan!

¡Mi querida Lindsay, espero que la buenaventura tenga reservada una


historia diferente para ti!, dijo con un leve susurro entre dientes.

Pero bueno, en cuanto a ella, tenía que ver el platillo beneficioso de aquella
balanza, dormiría en una cama inmensa, con mullidas almohadas... ¡Oh, y
sábanas de la más delicada tela!

—Milady... ¿Milady? —Sin más alternativa, la mujer se ubicó a pasos de


Natalie. ¡Nada! Ni siquiera una mirada de reojo. Ella continuaba distante y
sonriente.

Tal vez, solo tal vez, podía leer hasta que los ojos se le cerraran sin que le
reclamaran el consumo de las velas. ¡No más lecturas a la luz de la luna!

—¡Milady! —Alzó la voz. Fue casi un grito. Doris Lee, ese era el nombre de la
mujer, rodó los ojos. ¿Estaba sorda la nueva señora de la casa?

—¡Rayos! —Se sobresaltó Natalie—. ¡Ni cuenta me he dado de su presencia,


disculpe! ¿Puedo ayudarla en algo?

De ser por Doris, hubiese rodado los ojos de nuevo con una gran exhalación a
modo decorativo. En vez de ello, parpadeó y le sonrió. Fue una sonrisa
forzada. ¡Lo que le faltaba, ser doncella e institutriz protocolar! Esa
muchachita requería de mucho aprendizaje, entendía ahora el motivo por el
cual el marqués la había enviado. Doris Lee ya había dejado atrás sus años de
doncella, en la casa del marquesado desempeñaba funciones de ama de
llaves, y solo por pedido expreso de lord Pierce, se hacía presente para asistir
a la nueva esposa de su sobrino.
—¿Ayudarme usted, lady Becket? —resaltó el «Lady Becket»—. Oh, no, la que
está aquí para brindar asistencia soy yo.

«Lady Becket».

Todavía se le hacía difícil colocarse en esos zapatos. Inclusive, cabía la


posibilidad de que nunca se hallara cómoda con ellos. ¿No sé podía disfrutar
de las mullidas almohadas sin el título de nobleza a cuestas? De «lady» ella
solo poseía la «L» y la «A» en su nombre.

—Le agradezco su servicio, señora... —Esperó a que la mujer completara la


información.

—Señora Lee, Doris Lee, a su servicio. —Hizo una suave reverencia ante la
futura condesa de Onslow.

—Bueno, señora Lee, como le he dicho, agradezco su servicio, pero no será


necesario. —No estaba acostumbrada a la ayuda ajena, salvo la de sus
amigas, tiempo atrás aprendió a ser autosuficiente.

—El marqués considera que sí. —Doris utilizó la palabra clave.

—Ya veo... —masculló entre dientes—. El marqués ha considerado muchas


cosas en estos últimos días. —El sarcasmo de Natalie sorprendió a la señora
Lee. Sabía que, aunque ella considerara innecesaria a la mujer, lord Pierce la
mantendría en el lugar como una sombra tras sus pasos.

—Al marqués solo le interesa su bienestar, lady Becket.

—¿Y qué le hace pensar que mi bienestar está en riesgo?

Tras otro grito de Raphael, una bota salió despedida como un proyectil desde
una de las ventanas de la segunda planta. Cayó justo frente a ellas. Doris
carraspeó, la miró de soslayo. Natalie se limitó a recoger la bota. Contuvo el
deseo de ir hasta la habitación de su amado esposo y arrojarla por su cabeza.

—Tal vez, yo podría encargarme de eso, lady Becket —dijo Doris señalando la
bota en sus manos—, devolverla a su destinatario.

Era una magnífica idea, de esa manera, la cabeza de Raphael estaría a salvo.
Alzó la mirada a la ventana. Percibió una forma oculta tras la cortina.

—Si así lo desea, aquí tiene... —Natalie cedió, le entregó el proyectil de cuero,
la fascinación que le inundaba el pecho estaba siendo reemplazada por
irritabilidad, y el generador de tal emoción la observaba desde la altura. La
bota no había sido una consecuencia de su arrebato. ¡Claro que no! El maldito
lo hizo adrede. Era el inicio del juego matrimonial que se llevaría a cabo bajo
ese techo. Se cruzó de brazos, lo buscó entre las sombras del cortinal. Natalie
le lanzó una mirada que solo él conocía, esa mirada que indicaba la
aceptación de las reglas. ¿Quiere jugar, lord Becket? Pues... ¡Que así sea!
Pero antes de la batalla, necesitaba recuperar energías, debía de descansar—.
Señora Lee, sería tan amable de indicarme el camino a mi habitación.

—Por supuesto, lady Becket.

Natalie inició el recorrido, estaban a un par de pasos de uno de los ingresos a


la casa. Doris se adelantó a ella, se interpuso en su camino a centímetros de
la puerta.

—¿Qué sucede? —le preguntó.

—Este es el acceso para los empleados, milady.

Natalie resopló. ¡Una puerta era una puerta! Maldito protocolo. Malditas
costumbres.

—Usted gana, señora Lee... Acepto todos sus servicios.

—Y yo se los brindaré con gusto, milady. —Espero que por muy corto tiempo,
pensó la mujer para sí.

Gozar de un baño con agua recién volcada, en su temperatura justa y sin


residuos de jabón, se consagraría como el primer privilegio digno de ser
repetido a la brevedad. Con respecto a la cama, sus suposiciones iniciales
fueron correctas, era maravillosa. Toda la recámara era merecedora de ser
retratada en un lienzo y expuesta en un museo de arte. En ese espacio
destinado solo a ella, se permitió una noche libre de pensamientos. Se
prometió ni siquiera darles lugar a las cavilaciones sobre el día siguiente.
Cuando el sol hiciera acto de presencia en el firmamento, permitiría que su
mente confrontara a las preocupaciones.

Ni bien dejó caer la cabeza en la almohada de plumas y el cuerpo sobre el


colchón, se olvidó de todo y se sumergió en las profundidades de un sueño
reparad...

Un estallido la despertó como si hubiese sido víctima de una bestial pesadilla.


El corazón le bombeaba con fuerza y la repentina falta de aire le estrujó los
pulmones. ¡Qué demonios!

El grito que le siguió al estruendo le bastó para elaborar una hipótesis: su


amado esposo.

—¡Eres un inservible... un inservible que no diferencia un whisky de un jodido


licor de frutas!

Saltó de la cama con el corazón todavía latiendo de forma descontrolada.


Cogió la bata, se envolvió con ella y, en plena oscuridad, se dirigió hasta el
epicentro del descontrol. El sonido de cristal haciéndose añicos contra la
pared fue lo que marcó el camino a la recámara del señor de la casa.
—¡Mueve tu trasero, ve a la bodega ahora mismo y busca el maldito whisky!

La habitación de Natalie se hallaba en el extremo opuesto de la Raphael, así


lo había exigido él, nada de tener que soportarla en la recámara contigua.
Nada de una mísera puerta doble panel entre ellos. No quería ni oír la
respiración de su esposa. Ella no se opuso. No oír la respiración de su marido
también era un grato beneficio. Con respecto a los gritos de lord Becket... si
uno no deseaba oírlos, bueno, tendría que trasladarse al otro lado del océano.
¡Cielos! Viviría de jaqueca en jaqueca.

—Es que ese es el problema, milord... no hay más whisky.

—¿Cómo? ¡Dime que he oído mal!

Un cristal roto... de seguro, un vaso.

—No, milord, mañana... —No pudo finalizar, tuvo que ponerse a resguardo
tras el sillón.

Y otro cristal... tal vez una botella.

—¿Mañana? ¡¿Mañana?!

Y otro... Mmmm, se le acabaron las suposiciones.

La puerta estaba abierta. No dudó en ingresar.

—¡Por todos los cielos! —exclamó al ver el desastroso escenario. Raphael en


un sillón individual en un estado tan frenético que la hizo tragar saliva.
Todavía lucía parte del vestuario de la boda, todo arrugado. Tenía el cabello
revuelto y, en parte, adherido al rostro por el sudor. A su lado, una mesa
contigua repleta de botellas vacías. Frente a él, otro sillón resguardaba tras
su respaldar al empleado en cuclillas. El pobre intentaba salir indemne de la
situación—. ¿Se puede saber qué demonios ocurre? Aparte de lo evidente —
resopló con fastidio. Se adentró a ese territorio del cual había sido
desterrada, tuvo que esquivar unos cuantos fragmentos rotos de una botella.

—Lo evidente no es de tu incumbencia. ¡Aquí no eres bienvenida! —Se mesó


el cabello, lucir como un vulgar alcohólico frente a los empleados no le
importaba, pero el hecho de hacerlo ante ella era otro cantar. No alimentaría
el fuego del sarcasmo de Natalie con su imagen.

—Disculpa, no lo sabía, todavía no hemos establecido las pautas de


convivencia en la planta alta. —Cruzó los brazos, ladeó la cabeza, y la
atención de Raphael fue por completo para ella.

La presencia de lady Becket le brindó un salvoconducto al aterrado empleado.


Gracias a la señora saldría con vida de la habitación. No se marchó, nadie lo
había autorizado, solo se quedó bajo el dintel a sabiendas de que contaba con
el cuerpo de Natalie como escudo.
—La pauta de convivencia es solo una... mantente alejada de mí, en la planta
alta de la casa, en el subsuelo, en los alrededores y en el resto del jodido
mundo. ¡Apréndela y no la olvides! —Apartó con furia el cobertor que le
cubría las piernas, hizo presión con sus manos sobre ellas como si intentara
darse un masaje. Gimió de dolor. Cabeceó hacia atrás, golpeó su nuca contra
el respaldar. Maldijo entre dientes—. Tamblin... —Volvió a dirigirse al
empleado—, ve en busca de lo que sea, coñac, ron, aguardiente... lo que
encuentres, siempre y cuando no sea un maldito licor de frutas, ¿has
entendido?

—Sí, milord... —dijo con una fugaz reverencia. Casi corrió por el corredor,
nada tenía que ver con la intención de corresponder al pedido rápido, el
muchacho presentía que en esa habitación estallaría algo más que los vasos
contra la pared.

—Si piensas que el alcohol va a apaciguar algún dolor, desde ya te digo que te
equivocas. —Natalie disimuló la preocupación que comenzaba a gestarse en
su interior. Verlo sufrir le retorcía las tripas. Bueno, ver sufrir a cualquiera le
generaba ese malestar, hasta con los animales salvajes le sucedía. Así se
convenció, así se mintió. No era él, sino el dolor lo que la hacía reaccionar.

—Te he dicho que te mantengas alejada de mí, ¿no es así? —Natalie sacudió
la cabeza sin manifestar opinión—. ¿No es así? —repitió—. Responde, no fue
una pregunta retórica.

—Sí —exhaló ella.

—Perfecto, agrégale también el hecho de quedarte callada.

—¡Cómo gustes! Por mí, bebe todo el maldito alcohol de la bodega si eso sirve
para que dejes de gritar a mitad de la noche.

—¿Maldito alcohol? ¿Maldito? —carcajeó él—. Cuide su vocabulario, lady


Becket. Le recuerdo que, contra todos los pronósticos, usted se ha convertido
en una dama de la alta sociedad.

—Pues, dime tú, ¿ves por aquí, en algún lado, a la alta sociedad? —Se volteó a
un lado, luego al otro con actitud burlona.

—Déjame solo —respondió haciendo a un lado la predisposición a la


provocación compartida. Provocar a Natalie era un arma de doble filo, si se
descuidaba, la discusión entre ellos podría durar horas. No la deseaba tan
cerca, no deseaba su compañía, no deseaba oír su voz... no la deseaba desde
ningún aspecto. Punto.

—Con gusto lo haré, siempre y cuando dejes de gritar en plena madrugada.


Puede que tú no necesites dormir, pero el resto de los mortales sí debemos de
hacerlo...

No dijo nada más, las palabras se quedaron atoradas en su garganta en pos


de un bien mayor. Regresó a su habitación. La única exigencia que había
establecido antes de enviar sus escasas pertenencias a la casona fue la de un
armario para sus libros, hierbas y preparados. Fue en busca de una tintura
madre que había elaborado para los problemas de insomnio. Valeriana,
passiflora, camomila y lavanda, maceradas en una medida de vodka. Los
resultados ya habían sido comprobados, si funcionó con lord Cunningham,
funcionaría con él.

Se quedó a la espera de Tamblin, ni bien regresó, se apropió de la botella que


este traía consigo.

—Perfecto... —dijo al reconocer el perfume del ron—, disimulará la diferencia


de sabor sin problemas.

—¿Disculpe, milady? No la entiendo.

Natalie vació la mitad del pequeño frasco dentro de la botella. La agitó.

—No tienes que entenderme, Tamblin, solo llévale esto al señor. —Le devolvió
la botella—. De ahora en más, cuando solicite bebida a última hora de la
noche, antes de entregársela, debe pasar por mis manos.

—Pero... milady. —El muchacho no sabía cómo actuar. Acababa de ver cómo
la bebida había sido adulterada.

—¿Quieres pasar el resto de la noche tolerando los gritos de mi esposo?

—¡Tamblin, ¿en dónde demonios te has metido?!

El grito de Raphael lo motivó a la acción. Cogió la bebida y la llevó hasta su


destinatario.

Natalie se quedó a la espera, disfrutando del silencio que, minuto tras minuto,
se hacía más nítido y profundo. Al cabo de una hora, regresó a la recámara de
Raphael en puntitas de pie. Sonrió ni bien asomó el rostro por la puerta. Su
amado esposo roncaba en el sillón. Fue hasta él, colocó una almohada tras su
cabeza y cubrió sus piernas con el cobertor. Le quitó el vaso vacío de la mano
e inspeccionó la botella. Estaba casi llena. Con una sola medida de ron fue
suficiente. En cuanto pudiera, tendría que ir a Cuatro Flores y elaborar
cantidades industriales del preparado. Las necesitaría para luchar contra ese
demonio, contra ese canalla... contra «su amado esposo».

Lord Becket estaba subestimando a su oponente. No era cualquiera, era


Natalie McAdam... su esposa, su Nat.
Capítulo 5

—No le veo el sentido a tanto... —La modista la instó a girar sobre la


improvisada tarima en la sala destinada a sus necesidades femeninas—, tanto
exceso de vestidos.

Acababa de probarse el noveno traje en lo que iba de la mañana, y al igual


que los anteriores, necesitaba un retoque por aquí y otro por allá. En la
cintura, a la altura del busto, inclusive, en las mangas. Ni mención hacer del
ruedo, las faldas de confección en tiendas requerirían de un anexo de
bordados para alcanzar el largo demandado por las piernas de Natalie. Lady
Becket se convertiría en el terror de las modistas con esa altura tan atípica.

—Ya le hallará sentido, milady. —La señora Lee le hacía compañía mientras,
Jocelyn Warren, la auxiliar de costura que había sido enviada junto con los
vestidos, trabajaba en los ajustes.

La señora de la casa podía considerarse un poco «especial». Cualquier


muchacha se sentiría dichosa del desfile de prendas ante ella, pero no lady
Becket, la señora de la casa pretendía huir como gato que teme del agua.

—Mis vestidos son mucho más prácticos...

Y de telas más simples, económicas, por no decir de baja calidad. A ella le


resultaban funcionales, en especial a la hora de trabajar, recoger las hierbas,
elaborar oleatos y ungüentos.

—Lo sé, milady, y podrá seguir disfrutando de esa practicidad cuando guste,
combinado con un vestuario acorde a su nueva posición social.

—Por favor, levante los brazos, lady Becket —solicitó la costurera.

Natalie se comportaba como una marioneta. Los alzó con desgano. Desde su
punto de vista, era una pérdida de tiempo. Su tiempo.

—¿Quiere decir que mi vestimenta debe modificarse solo porque el «lady» se


antepone a mi nombre?

—¡Exacto! —respondieron al unísono las dos mujeres.

Ella resopló. Empezaba a experimentar la nueva realidad de su vida como un


gran incordio.

—Insisto, me parece un gran sinsentido... —Contempló su imagen en el


espejo. Era un hermoso vestido en tono índigo, poseía delicados apliques y
bordados en hilos de oro. Lucía como un miembro de la corte de la reina
Victoria. Apenas se reconocía.

—No lo será cuando se convierta en la condesa de Onslow —le recordó la


mujer.

El peso del condado comenzaba a caer sobre sus hombros. Una semana
siendo lady Natalie Becket y ya se arrepentía. Extrañamente, nada tenía que
ver Raphael con ese hartazgo.

—Habla demasiado a futuro, señora Lee. —De un paso a la vez, pensó ella—.
Aún no me acostumbro al «milady».

—Con más razón, entonces... —carraspeó Doris. El espíritu libre, por no decir
salvaje, de la señora de la casa tenía que ser domado con calma. Mucha calma
—, para acostumbrarse al «milady», debe vestir como una.

—Auuuchh... —masculló entre dientes Natalie. La aguja traspasó la tela hasta


llegar a su piel.

—Lo... lo siento, lady Becket, no era mi intención. —Jocelyn palideció, había


perdido su anterior puesto de auxiliar en una de las casas de moda más
prestigiosas de Londres por menos que eso.

—No tiene que disculparse, señorita Warren, esas cosas suelen pasar. —Las
veces que se había pinchado al coser, no se le daba tan bien el asunto—.
Además... —Miró en derredor, la sala estaba sumergida en una forzada
penumbra matutina—, es mi sensación, o aquí está más oscuro que afuera.

—Comparto la sensación con usted, milady —convino la Señora Lee—, y me


atrevo a decir que esa sensación es un hecho, está más oscuro.

—Sería tan amable de correr las cortinas de par en par, Señora Lee.

—Lo que usted demande... —Fue hasta las ventanas, corrió las cortinas. La
luz del sol inundó toda la habitación—. ¿Quiere que también abra los cristales,
lady Becket? Creo que la brisa del mediodía le resultará placentera.

—¡Oh, maravillosa idea! Si es tan amable, ábralos, señora Lee. Gracias.

La costurera sonrió, la muchacha le agradaba. Doris exhaló con disimulo,


Natalie no tenía cura. Tenía unos modales encantadores, no podía negarlo,
era amable y asistencial, características que debía de controlar y reducir si no
quería convertirse en la burla de los salones de la nobleza.

Natalie inspiró profundo cuando la ventisca llegó hasta ella.

—Es como si una bocanada de vida entrara en esta casa, ¿no lo cree así,
señora Lee?

—Sí, milady... vida y luz.

No lo dirían en voz alta, pero las dos coincidían en pensamiento, esa casa era
la representación misma de un mausoleo. Natalie torció los labios en una
mueca. Recordó las tardes de lluvia e invierno en su altillo con una minúscula
claraboya como fuente de luz. Pura oscuridad. De no poseer un espíritu alegre
hubiese sucumbido a la tristeza. Nada más revitalizante que un rayo de sol,
nada más estimulador que una brisa con perfume a hierbas frescas. Sí, sí, eso
necesitaban.

—Deberíamos hacer extensivo el efecto al resto de los ambientes, ¿qué opina?


—Se estaba acostumbrando a Doris Lee, recurría a ella para esas cuestiones
que nunca antes fueron foco de su atención. Las sugerencias de la mujer
siempre eran tomadas en cuenta.

—Que también es una maravillosa idea, lady Becket.

—¡Pues, no se diga más! —Saltó de la tarima con tal efusividad que arrastró
consigo a la muchacha que zurcía el ruedo extendido de la falda. Cayó de
bruces sobre el pedestal—. Discúlpeme, señorita Warren. —Le extendió la
mano dispuesta a ayudarla.

La muchacha solo asintió y, sin coger su mano, se incorporó.

—Tal vez, milady —intervino la Señora Lee—, deberíamos finalizar con esta
tarea para luego continuar con la otra.

—Tiene razón, la oscuridad puede esperar un poco más, la señorita Warren


no… —Retomó el lugar en el pedestal. Se enfrentó de nuevo al espejo—.
¡Cielos, y yo pensaba que el vestido era de color índigo! —rio al rever su
imagen bajo los rayos del sol. Era de una variante de azul.

—No, milady... es azul Persia —informó Jocelyn.

—¿Azul Persia? ¡Vaya! Supongo que es la clase de azul que usan las «futuras
condesas» —bromeó mirando de soslayo a la señora Lee.

Doris ocultó la sonrisa.

—Supone bien, milady... supone bien.

—Es un bello color, un hermoso vestido. —Reconoció sonriendo, si tan solo se


hubiese presentado en sociedad con un vestido similar. Tal vez, Raphael...
Grrr . Ahogó el gruñido—. Tendré que enviarle una nota al marqués en
agradecimiento.

—Y ahí supone mal, milady... no fue el marqués, fue su esposo.

Una vez más, ahogó el gruñido. Podía imaginarse los argumentos: ¡Mi esposa
no andará vestida como una maldita campesina!

Como fuese, tenía otro motivo más para detestarlo. De momento... volvió a
sonreír frente al espejo. Era un bello color, un hermoso vestido.

***

Si escuchar la mención de su padre lo alteraba, su presencia generaba un


impacto mil veces mayor. Ni todo el condenado whisky del mundo le
alcanzaría para tragar ese bocado amargo. En un abrir y cerrar de ojos, el
bienestar que lo acompañaba desde hacía unos días se evaporó.
Experimentaba una calma muy poco habitual, quizá por las extensas horas de
sueño de las últimas noches. El alcohol estaba teniendo un glorioso efecto.
¡Eso va para ti, Natalie!, carcajeó en la soledad de su habitación al recordar la
discusión con ella. Finalmente lograba descansar, apartar los ruidos mentales
y las molestias físicas. La verdad era que no solía dormir mucho, las horas de
juerga nocturna no se lo permitían y, desde el accidente, estas fueron
reemplazadas por insomnio a causa del malestar generalizado. Las piernas le
dolían, los médicos negaban tal posibilidad, para ellos no era más que la
manifestación inconsciente de un dolor fantasma. No existía. Su mente… él
era el único causante de su malestar. ¡Lo era, claro que sí! Le tomó el pelo a
la muerte, la desafió por años, y esta jugó su mejor carta. ¡Un maldito
inválido! Un maldito inválido que sentía que sus piernas se atenazaban como
un recuerdo de todo aquello que ya no podría volver a hacer. Y sumado a eso,
el conde de Onslow, su padre, que solo pretendía atizar el fuego de la miseria
en su hijo.

—Luces como un despojo humano —expresó sin cuidado ni bien estuvo ante
Raphael. Examinó la recámara, aparentaba estar bastante pulcra. Resopló,
era lo mínimo que se esperaba con la cantidad de empleados que tenía la
casa.

—¿Quién te dice, padre? Tal vez lo sea.

—Yo intento ser realista, y tú osas recurrir al dramatismo. —Tomó asiento en


uno de los sillones, sin importarle que la silla de ruedas de Raphael se hallará
a su espalda.

—Oh, no. No es dramatismo, es sarcasmo. Por lo visto, no se me da bien si


tengo que aclararlo. —Manipuló las ruedas, todavía no había logrado un buen
control de las mismas. La alfombra de la recámara hacía más difícil el
desplazamiento. Se mordió los labios, maldijo por dentro al no poder lograr su
cometido, enfrentar a su progenitor. Mirarlo a los ojos.

—No me sorprende, muchas cosas no se te dan bien... —El conde rio por lo
bajo.

—¿Como por ejemplo, padre?

—No tengo deseos de compartir contigo tus falencias. —De hacerlo, solo
expondría aquello que el marqués se empecinaba en remarcar: le importaba
poco y nada su hijo—. Es muy extensa —finalizó. El desgraciado no podía
contener su despreciable genio.

Intentó de nuevo desplazar la silla. Invirtió toda la fuerza de sus brazos y


manos, las palmas le ardieron producto de la fricción. Avanzó, se detuvo a la
par del hombre.

—Me sobra tiempo, como te habrás dado cuenta, no tengo ningún lugar a
donde ir.

—Bueno —Richard Becket se volteó a él. Sostenía en sus labios una sonrisa
desdeñosa—, a eso sí podríamos llamarlo sarcasmo.

—No evadas el camino de tus palabras, padre... ¡Habla, por primera vez me
resulta interesante tu opinión! —El ardor en sus manos no se comparaba en
nada a la fogosa exaltación contenida en su pecho—. Puede que en «mis
falencias» encuentre el motivo de tu distanciamiento.

—Un padre no necesita motivos… —Para el conde de Onslow la paternidad


distante promovía un carácter fuerte en los hijos—. Aunque supongo que
nunca lo sabrás —masculló entre dientes.

Las manos de Raphael hicieron presión en las ruedas de la silla, provocó la


fricción sin intención de moverlas, solo infringirse dolor. Apretó los dientes
cuando sintió que la delgada piel de las palmas se rasgaba.

—No, nunca lo sabrás... hasta en mis peores momentos, encuentro la forma de


decepcionarte. Te he quitado la posibilidad de perpetuar el legado —se burló
con sorna. No negaría que disfrutaba de esa ventaja dentro de la tragedia. La
genética Becket moriría ahí, con él. La violencia y el desdén que corrían por
sus venas se secaría como las raíces de un árbol resignado al otoño—. A
menos que... —Dejó el comentario sin un final.

—A menos que, ¿qué?

—Que te procures otro heredero, solo necesitas una mujer joven y fértil.

—Jamás le faltaría el respeto a la memoria de tu madre de esa manera. —La


confrontación halló el punto máximo.

—Tienes razón, le has faltado el respeto en vida... en muerte parece un gran


sin sentido.

—¡Maldito desgraciado! —Se abalanzó sobre él, intentó abofetearlo. Raphael


detuvo la mano a centímetros de su rostro.
—Puede que no pueda caminar, pero no soy un completo inválido. —Liberó la
mano del conde con un gesto brusco.

—Date tiempo, Raphael, date tiempo... Contigo es todo de a un paso a la vez.


—Caminó hasta la ventana, desde allí divisó a Natalie en los jardines, de
rodillas en la tierra—. ¿Qué diablos está haciendo tu esposa?

—No lo sé, no me interesa...

—Cualquiera diría que sí, considerando que decidiste casarte con ella. —Bufó
al verla hundir las manos en la tierra—. ¡Por los cielos, siempre fue una
jovencita desabrida y patética, pero uno esperaría que los años le sumaran
algo a favor!

—El paso de los años no siempre suma en las personas, a veces, no hace más
que restar. —No lo decía por ella, sino por su padre.

El conde se hizo el desentendido.

—Viéndola desde otra perspectiva, quizás hayas elegido bien si lo que


buscabas era una mujer asistencial, sin duda velará por ti en tus peores
momentos. Muy sabio de tu parte. —Raphael carcajeó. Su padre siempre se
opuso al vínculo de amistad entre Natalie y él, le adjudicó a la joven McAdam
una cualidad de salvajismo tal que resultaba contagiosa para su primogénito.
Error. El salvajismo era una cualidad en común, compartida y potenciada en
nombre de la amistad. Fue esa característica lo que los llevó a ambos a ser
expertos en lo que eran. Natalie, una conocedora de la naturaleza. Él, un
conocedor de los placeres más banales—. Si tan solo fuese un poco atractiva
podría buscarle un amante y tener un heredero digno de ser reconocido por
mí.

El solo hecho de pensar a Natalie en brazos de un hombre... Agggg. Si


pudiera levantarse, correría hacia su padre liberando la furia de toda una vida
contenida en el cuerpo y lo arrojaría por la ventana. ¡Mil veces maldito!

—¿Reconocido? ¿Aunque no tuviese tu sangre? —No podía creer lo que oía.

—Con una educación de acuerdo a los valores familiares, ¡por supuesto que
sí! Todo sea en nombre del condado.

—Lamento decepcionarte, padre, mi esposa no va a darte ningún heredero...


mi esposa no va a echarse ningún amante en nombre del condado.

—En nombre del condado, no. Ya te he dicho, no es lo suficientemente


atractiva, y como mínimo espero un heredero bien parecido. —Cogió los
guantes de la mesa, se los colocó con parsimonia—. Por fuera de eso, espera
unos meses y verás, lo que no obtenga de ti, lo obtendrá de otro. —Se
encaminó a la puerta.

—¡Pues me importa muy poco, por mí, puede echarse no uno, sino diez
amantes! —Mentía. Y la mentira provocó tanta rabia en él que se mordió la
lengua—. Lo que sí, dalo por seguro, el legado Becket muere aquí, muere
ahora... Le doy gracias a la maldita buenaventura por brindarme ese placer,
el placer de privarte de un heredero.

—¿Muere aquí, ahora? —repitió el conde con sorna—. Lo dudo, he ahí una de
tus mayores falencias, siempre realizas todo a medias... ni siquiera sabes
morir como es debido.

La furia de Raphael lo propulsó de la silla olvidando que no tenía más control


sobre sus piernas. Cayó al piso, ante la mirada distante y fría de su padre. El
conde abrió la puerta y se marchó. Lo único que oyó Richard Becket tras su
partida fue el estallido de una botella. No le importó, ni siquiera demandó la
asistencia de los empleados para su hijo. Lo dejó solo, sumido en la
desesperación, en el peor de los abandonos.

De entre todas las hierbas y plantas existentes, Natalie consideraba


primordial el enebro, el romero y la menta. Contar con hojas frescas era una
cuestión de vida y muerte. Exageraba, sí, pero... ahí estaba, trasplantando el
arbusto inicial que luego se convertiría en una planta de enebro leñosa y
abundante, junto a los brotes de menta y romero.

Una vez que finalizó con la tarea, limpió los restos de tierra en su delantal, se
incorporó y regresó al interior de la casa con la satisfacción de sentir que
había explotado al máximo su día.

Ni bien puso un pie dentro de su nuevo hogar, la oscuridad volvió a golpearla


a la cara. ¡Qué demonios! Todas las condenadas cortinas estaban de nuevo
cerradas.

—¡Connie, Connie! —alzó la voz mientras se quitaba el delantal. La empleada


se hizo presente a los segundos.

—Diga, milady.

—¿Qué ha sucedido? Las cortinas están de nuevo en su sitio, ¿por qué? —La
muchacha en cuestión había sido la encargada de la tarea de apertura.

—El señor Bing así lo ha exigido —confesó con pena la muchacha.

Nigel Bing, el mayordomo, un molesto grano en el trasero. En especial para


Natalie. La química entre ambos no existía, y pese a las sutiles clases de
«cómo impartir órdenes siendo una lady» bajo la tutela de la señora Lee, no
conseguía que el hombre respetara sus decisiones.

Respiró profundo, exhaló, repitió en su mente: Usted toma las decisiones en


esta casa. Se espera que lo haga. No lo olvide.

—Entonces, ve y dile al señor Bing que quiero hablar con él...


—No es necesario, Connie —interrumpió el aludido desde las sombras—. El
señor Bing ya está aquí. Déjanos a solas.

—No, Connie, quédate aquí así oyes lo que voy a decir y lo trasladas a los
demás. —Bing farfulló algo inentendible. ¡Vaya desfachatez!—. Señor Bing, he
dicho que quiero las cortinas de esta casa abiertas de par en par y, por lo que
veo, mi solicitud no ha sido considerada.

—La preferencia de lord Becket es que estas se encuentren siempre cerradas.

—¡Mire usted! —dijo con los brazos en jarra en torno a su cintura—. Lord
Becket las quiere cerradas, y lady Becket, abiertas... Mmmm, ¡vaya conflicto!
Un conflicto que resolveremos entre nosotros. ¡Ábrelas, Connie! —ordenó.

—Detente ahí, muchacha. —Bing contrarrestó la orden—. Milady, lo más


apropiado sería que mantuviese una charla con su esposo al respecto...

—¿Disculpe? Lo más apropiado aquí sería que usted se reservara la opinión e


hiciera su trabajo. ¿Necesita que le recuerde cuál es su trabajo, señor Bing?

—Respetar las órdenes del señor de la casa —respondió con una falta de
respeto total hacia ella.

—Tiempo pasado, señor Bing. Déjeme corregirlo... respetar las órdenes de los
señores de la casa. Ahora comprendo por qué estamos hundidos en la mayor
de las desidias, con usted a cargo, no es para sorprenderse.

—Llevo décadas al servicio del condado de Onslow, milady —dijo con los
dientes apretados.

—¡Oh, no me diga! Bueno, quizá ya sea hora de que piense en retirarse. Lo


hablaré con mi esposo en este mismo instante... —Se encaminó hacia las
escaleras—. Mientras tanto... ¡Connie, abre las condenadas cortinas!

Sonrió a medida que subía los peldaños. Sí, la señora Lee estaría orgullosa.
¡Ja! Se tenían que realizar ciertos cambios en la casa y en la servidumbre. Sin
duda, su apreciación gestaría una nueva discusión con Raphael. ¡Que así sea!

El monólogo mental de Natalie se vio interrumpido por una tortuosa melodía


de gritos y golpes que provenía del final del corredor.

¡Cielos! Que provenía de la recámara de Raphael. Aceleró el paso. Cuando


estaba a un par de metros, se sorprendió al encontrar un grupo de empleados
a la escucha y sin hacer nada.

—¿Tamblin? —llamó al que era el ayudante de cámara de su esposo—. ¿Qué


es todo este alboroto?

—Lord Becket, milady.

—¿Ha bebido de más? Te he pedido que cuando le...


—No, no, milady... no ha sido el alcohol, ha sido su padre.

—¿El conde estuvo aquí?

—Sí.

Sin nada más que preguntar, hizo a un lado a Tamblin y a los demás
empleados.

—Apártense, que esto no es el Royal Theatre... —Giró el picaporte. La puerta


estaba cerrada—. ¡Qué demonios! —masculló. Oyó un cristal romperse.

—Ha pedido que no lo molestemos —dijo uno de los empleados.

—Me importa un rábano el pedido de mi esposo. —Se dirigió a la habitación


contigua, esa que ella tendría que ocupar, esperaba tener acceso a la
recámara de Raphael por la puerta que las comunicaba. No, tampoco. Estaba
cerrada. Espió por la mirilla y el espanto la paralizó por unos segundos. ¡Por
los cielos! Raphael estaba en el piso, a su alrededor, fragmentos de vidrio
pertenecientes a la ventana, había arrojado una botella contra ella para
hacerse con un trozo de cristal. ¡Oh, no, tenía intenciones de incrustarla en su
muñeca!—. ¡Tamblin! ¡Tamblin! —gritó con desesperación. El muchacho
estuvo a su lado al instante—. Patea la puerta —le indicó.

—¿La puerta, milady?

—Sí, la puerta... ¡hazlo ya!

Una patada. Dos patadas. Nada. Raphael estaba en lo cierto, era un


inservible.

—Detente... —le dijo al tiempo que se alzaba la falda en un acto indecoroso.


Pateó la puerta, y las dos hojas del doble panel se abrieron como
consecuencia de la estampida furiosa de Natalie—. No, no, no te atrevas,
desgraciado. —Se lanzó de rodillas al suelo impidiendo que se rasgara las
venas. Lanzó el cristal lejos, se incorporó y apartó el resto con sus pies—. Si
me dejas viuda en menos de una semana, te juro que también me cortaré las
venas solo para perseguirte en el infierno.

—Desgraciada tú, Nat... —Y la mención de su nombre de esa manera le


estrujó el corazón. Contuvo las lágrimas. Contuvo el deseo de abrazarlo de la
misma forma en que lo había hecho quince años atrás. Aceptaría de nuevo el
desprecio, el empujón. Lo aceptaría si con eso podía apaciguar su dolor—.
¡Esta vez no dejaré que la muerte vuelva a esquivarme, no! Devuélveme el
cristal.

—No. —Colocó sus brazos bajo los de él. Hizo palanca con sus piernas, lo
levantó del ras del suelo. Lo ayudó a tomar asiento en el sillón cercano. En
ese momento le agradeció a la naturaleza el cuerpo alto y tonificado que no
encajaba en los estándares femeninos. ¡Joder, le agradeció hasta a su madre
que siempre le demandó la fortaleza de un hijo varón!

—Mi padre tiene razón, ni siquiera sé morir como es debido. —No podía
mirarla a los ojos. No quería ver el desencanto definitivo en su esposa.

Ella lo tomó de la barbilla, lo obligó al encuentro de miradas. Después de años


de olvido y desprecio, esa noche, se volvieron a encontrar. No lo reconocerían
jamás, pero se extrañaban, llevaban muchas noches en vela extrañándose.

—¿Y desde cuándo tú tomas en cuenta las palabras de tu padre? —Fue en


busca de un cobertor, le envolvió las piernas con él—. Tu padre no te conoce,
pensé que ya lo habíamos establecido tiempo atrás.

Y tú si me conoces, Nat… solo tú, pensó para sí Raphael.

—Sí, y también establecimos que te mantendrías lejos de mí. —Fue lo único


que pudo decir.

—Lo sé, y así lo haré, pero antes...

Se encaminó a la puerta, quitó la traba, la abrió, al otro lado estaban los


mismos rostros.

—Tú, tú, tú... —Los señaló—. ¿Y Tamblin?

—Aquí, milady. —Asomó el rostro en la puerta contigua.

—Perfecto... —retomó—. Tú, tú, tú y tú también, Tamblin, están todos


despedidos. Sí, sí, quiten esas caras y vayan junto al señor Bing, díganle que
él también está despedido. Ah, si expresa alguna disconformidad, infórmenle
que lord Becket se encuentra incapacitado para tomar decisiones, de ahora en
más, la que decide es lady Becket.

Lady Becket... Lady Becket.

Por primera vez, esa fue una hermosa melodía para Raphael.
Capítulo 6

—Oh, Doris, he sido una soberbia y una engreída toda la vida —dijo Natalie,
en un murmullo ininteligible que escapó de entre sus labios. Se cubría el
rostro con las manos, ocultaba su desesperación.

—Si usted es soberbia y engreída, me beberé el brebaje para el reuma sin


endulzar. —Era mucho decir, el preparado antiinflamatorio era amargo como
la hiel.

—Pues acaba de sentenciar su propia desgracia, porque sí lo soy.

Doris se cogió de la baranda de madera tallada de la escalera y, con esfuerzo,


se sentó en el escalón para hacerle compañía a su señora. Era evidente que la
necesitaba. Estaba ojerosa, desanimada. Situación inverosímil si uno
consideraba su temple a la hora de tratar con su esposo. Lady Becket había
conseguido lidiar con lord Becket sin vacilar ni una vez, y ahora… y ahora
estaba hecha un estropajo.

—¿Se puede saber por qué piensa que ha sido una engreída?

—Siempre creí que yo era más fuerte e íntegra, por mi vida de carencia, por
la necesidad de trabajar a tan temprana edad, por la ausencia de
oportunidades y la obligación de abrirme camino. Pensaba… Oh, ¡qué
vergüenza!, pensaba…

—¿Sí? —la instó.

—Que las damitas de sociedad eran todas unas vanidosas y perezosas,


interesadas en las apariencias y en los matrimonios, desconocedoras de la
realidad tras sus castillos de cristal.

—¿Y ahora, no piensa eso?

—¡Demonios, no, Doris! —se horrorizó—. Las obligan a casarse a los dieciséis
años, dieciocho cuanto mucho. A los veinte son solteronas. —Desplazó las
manos y develó su rostro desesperado—. A esa edad las ponen al frente de
condados, marquesados… ¡ducados! Yo tengo veintiocho y estoy
completamente abrumada.

—Esto es nuevo para usted.

—Ya… ya… pero para una niña de dieciséis todo es nuevo. Soy una imbécil…

—Milady, por favor, no hable así de usted misma.

La intentó consolar, no supo cómo hacerlo. Los abrazos entre la servidumbre


y sus señores no eran apropiados. Natalie demostró lo poco preparada que
estaba para el título, pues posó su cabeza en el hombro de la antigua ama de
llaves. Los cabellos renegridos escaparon de su trenza, no se había peinado
con esmero esa mañana, ni vestido para el rol que ocupaba. Lucía un traje de
falda amplia de lino color beige con un chaleco de piel marrón sobre la camisa
de algodón. Sus botines de uso diario eran cómodos, pero nada elegantes, y la
ausencia de moños en la coronilla, de joyas o puntillas la hacían ver joven,
inexperta, poco sofisticada y demasiado auténtica.

—Actué de modo impulsivo, no tenemos más empleados. ¡Despedí al ayudante


de cámara de mi marido inválido!

—Bueno, sí, quizá obró de modo impulsivo… Al menos no se paralizó —la


animó.

—Sirvo más paralizada, al parecer. —Volvió a cubrirse el rostro—. Por cierto,


vuelve a ser ama de llaves, Doris. Puedo prescindir de una doncella, pero no
de un ama de llaves.

—Bien, nos las arreglaremos. Además, me tomé el atrevimiento de hablar con


el marqués y explicarle la situación…

—¡Doris! —Natalie se impulsó hasta quedar de pie, un mareo la azotó por el


repentino movimiento. Vio el precipicio abrirse debajo de ella, las náuseas le
subieron. En ese mismo sitio había muerto la antigua condesa—. Oh, el
marqués debe estar arrepintiéndose de su absurdo plan en este momento.
¿No habrá pateado alguna butaca, verdad? Le tendré que enviar una pomada
calmante, es lo mínimo que puedo hacer por producirle semejante malestar…

—Milady, nada de eso ha sucedido. Al contrario, lucía satisfecho…

—¿Disculpe?

—Sí, creo que masculló algo como: esos buenos para nada, no los despedí yo
porque no son mis tierras. Pero son «tierras de lady Natalie» ahora. Ja, ja. En
tus narices, conde de Onslow. En tus narices. Y debo agregar que la parte de
«conde de Onslow» fue dicha en tono socarrón y con una absoluta falta de
respeto a las investiduras del mencionado hombre.

—¡Doris, te estás riendo! —la reprendió.


—¡Claro que no!, no es propio de una empleada reírse de estas cosas.

—Doris… estás roja por el esfuerzo… —Colocó las manos en torno a su cintura
e inclinó la cabeza. La altura la obligaba a mirar hacia abajo a su antigua
doncella, actual ama de llaves. La mujer apenas podía contener el gesto. La
carcajada brotó de la boca de Doris Lee.

—Lo siento, lo siento. Es que el marqués por poco hace un baile de triunfo. —
Dejó ir una risa estridente mientras intentaba ponerse de pie. Natalie la
socorrió, ahora las dos reían.

—Presiento que obró a favor de esta unión solo para vengarse de todos los
Becket de Inglaterra —confesó la joven.

—Oh, no. Adora a su sobrino, y si puede brindarle lo mejor a él al tiempo que


se venga de su cuñado… Permitámosle el momento de dicha.

—No podemos, Doris. El bienestar de Raphael es mi prioridad, no el goce del


marqués. Y en eso he fallado…

—Tranquila, el bienestar de Raphael también es prioridad de lord


Battenberg… —La campanilla sonó—, de hecho, ese es el sonido de nuestra
salvación. —Volvió a repiquetear el badajo contra el metal.

—¿Un juez que se apersona para anular la unión con lord Becket?

—No sea dramática, no existirá otra lady Becket más que usted. Son los
nuevos candidatos para los puestos. Vaya al salón de la condesa, enseguida
llevaré el té así comienza con las entrevistas. Ya verá cómo de inmediato esta
pequeña casa comienza a funcionar como un preciso reloj suizo. El marqués
solo selecciona lo mejor de lo mejor.

Lo mejor de lo mejor se enfrentaba a un gran obstáculo ante la singular futura


condesa. El primero en ingresar fue despedido sin más cuando confundió a
lady Becket con una sirvienta y comentó: veo que no son muy exigentes con el
uniforme . Al menos fue gentil con quienes aguardaban en una interminable
fila en el corredor y les advirtió que la dama que vestía como campesina era
la señora de la casa, mientras se retiraba con la cabeza gacha, temeroso de
jamás hallar un puesto.

No había nada que temer, Natalie no era rencorosa. No los culpaba, por el
contrario, hasta hacía cinco minutos ella misma verbalizaba lo poco acorde
que era para su nueva posición. Las primeras entrevistas fueron tensas,
sentía que era ella quien estaba siendo evaluada. Para la quinta, ya estaba
cansada. En la décima, harta. En la undécima, volvía a ser Natalie McAdam,
la joven que elevaba el mentón y enfrentaba la vida.

—Buenos días… —Alzó la mirada, leyó las agujas del reloj, se corrigió—:
buenas tardes, señora…
—Harrinson.

—Harrinson… —La mujer extendió un puñado interminable de cartas de


referencia. ¡Demonios!, tenía más sobres que toda la correspondencia
recibida en la vida por Natalie. Lady Becket las cogió con amabilidad, pero no
las abrió. Fue a lo importante:

—Dígame, señora Harrinson —Ahorrar tiempo era ahorrar dinero—, si yo


diera una orden y lord Becket la desestimara. ¿A quién acataría?

La mujer elevó las cejas, tardó en responder. Natalie se hizo ilusiones. Al


menos, Harrinson lo analizaba. ¿Era una pregunta capciosa?, ¿era una
trampa? La postulante al fin se decantó por las normas generales de la
servidumbre.

—Acataría la orden de lord Becket.

—Muchas gracias, Harrinson. —Le extendió las cartas de referencia, le brindó


una sonrisa. La mujer lució decepcionada, no más que la misma Natalie.
Estaba agotada, y no era la única.

Un estruendo resonó en la planta alta, una maldición seguida de un correteo.


Lady Becket suspiró, se asomó al corredor, todos los postulantes permanecían
impávidos ante el espectáculo de Raphael. Nadie mostraba emoción,
malestar, sorpresa. Nadie rompió las normas y ofreció ayuda. Nadie fue
impertinente de preguntar qué sucedía. Natalie suspiró derrotada mas no
rendida.

—¿Quién de ustedes acataría una orden mía sin rechistar? —Todas las manos
se alzaron, Natalie pasó a la siguiente pregunta—: ¿Y si lord Becket me
contradice? —Todas las manos descendieron—. Muchas gracias, pueden
marcharse.

Lo hicieron en el mismo orden, silencio y aplomo que demostraron todo el día.


Eran los mejores empleados que un noble pudiera desear, pero no los que ese
noble que maldecía en la planta alta necesitaba. Solo una joven permaneció
estática cuando todos se marcharon.

—Milady… —la llamó.

—¿Sí?

—Habitualmente soy lavandera, pero aprendo rápido y tengo la fuerza de un


muchacho. Vea… —Dibujó un ángulo recto con el codo y cerró el puño. Su
bíceps se hinchó hasta rellenar la manga de la camisa.

—He escurrido enaguas almidonadas, no dudo de su fuerza, señorita…

—Kennedy, Ariel Kennedy. —Efectuó una reverencia.

—Y dime, Ariel… —Un nuevo ruido, en ese caso, seguido de una maldición de
Doris. Natalie sonrió aliviada, la situación estaba momentáneamente bajo
control—. Si nos contradecimos mi marido y yo, ¿por la orden de quién te
decantarías?

—Por la de quien tuviese más sentido, milady.

No era lealtad absoluta, era… criterio. ¡Joder!, acababa de hallar una joya en
bruto.

—En ese caso, estás contratada, ¿qué puesto quieres? Están todos vacantes,
aunque claro, el de ayudante de cámara no puede ser tuyo. Algún otro… —
¿Darle a elegir al empleado el puesto?, Natalie se superaba a sí misma en sus
carencias como lady. Sin embargo, no se reprendió por su excentricismo, sino
que se felicitó. Una gran amiga le había enseñado que el mejor y más fiel
empleado era el satisfecho.

—¿Aún está disponible el de cochero? —La sonrisa de Ariel se amplió hasta


las orejas, por poco se pone a dar saltitos.

—El de chochero será. Empiezas de inmediato, pues necesito con urgencia ir


a un sitio. —Agnes Holland de Tremblay, ¡ella sabía todo sobre contratación
de personal!, seguir su consejo le había dado el primer, y único, éxito del día.
Ella sabría cómo labrarse muchos más.

Si la señora Tremblay se sorprendió por la cochera vestida de muchacho, no


lo demostró. Tampoco demostró asombro por la inesperada visita, ni por el
atuendo sencillo de su amiga, ni por las ojeras, el cansancio o el evidente mal
humor. Solo comentó:

—La vida de casada puede ser dura las primeras semanas…

—Ni que lo digas, ¿cuánto tiempo te llevó domar a un canalla?

—¿Quién dijo que estoy domado? —preguntó Bastien desde el interior de la


casa del vizcondado. El vizconde y hermano de Tremblay se hallaba en
Londres, cumpliendo sus funciones en la cámara de lores. A Dios gracias por
ello.

—Yo lo digo —refunfuñó Natalie, y se adentró. Agnes la siguió, sonreía con


cierta picardía. No le correspondía explicarle a su inexperta amiga que el
éxito de su matrimonio no radicaba solo en la redención de su canalla, sino
también en la dosis de pecado a la que se entregaba cada noche—. Estoy
casada con uno sin remedio, noto la diferencia.

—¿Buscas asilo? —preguntó Agnes, cautelosa.

—¡Oh, no!, Raphael no me va a ganar, ni hoy ni nunca. Y para demostrar que


no puede forjar mis desgracias, me he encargado de ser yo misma quien cava
su propia tumba. —Se dejó caer rendida en un sofá. Bastien le alcanzó un
whisky, ella elevó solo la ceja, el hombre le agregó agua mientras mascullaba
una maldición sobre celtas que insultaban un buen escocés y volvió a
extendérselo. Recibió una sonrisa aprobatoria seguida de un—: buen chico.

Bastien carcajeó. Agnes negó con la cabeza.

—Me iría a vivir con ustedes solo para atestiguar cómo irritas a mi mejor
amigo.

—¿No se supone que los amigos están para apoyarse?

—Claro, claro… y para reírse de las desgracias. Y para emborracharse e ir a


burdeles, pero el destino nos arrebató eso último. De modo que… —Bebió en
un brindis silencioso por lord Becket.

—Pues quédese tranquilo, señor Tremblay, no voy a emborracharme. Lo ha


diluido con agua. Y no pretendo arrastrar a su esposa a sitios de mala muerte.
Aunque prefiero que no se ría de mi desgracia, sino que me ayude…

—¿Qué necesitas, querida?

—Personal. He despedido a la mitad en un ataque de ira, y ahora estoy escasa


de empleados. ¡Oh, Dios! Raphael ha tenido que pasar todo el día en su
recámara pues mandé al demonio a su ayudante… Créanme, no quieren
acercarse a mi hogar en estos momentos. —Bebió todo el whisky de un sorbo.

—Natalie… —Agnes se sentó a su lado, Bastien le rellenó el vaso—, un puesto


para el condado de Onslow no es difícil de cubrir. De hecho… —Hizo sonar la
campanilla. Higgins, el mayordomo, se hizo presente—. Higgins, reúne al
personal —solicitó. En pocos segundos, una docena de personas se reunieron
en el salón principal—. ¿Quiénes de ustedes prefieren trabajar para el conde
de Onslow en lugar del vizconde de Meldrum?

Los empleados se miraron unos a otros, todos deseaban aceptar, vacilaban


por el temor de ofender a alguien y quedar sin empleo. El único que adoraba
su puesto era Higgins, y no por el vizconde, sino por su hermano, el honorable
Bastien.

—No seas cruel, Agnes —se quejó Natalie—, yo los sacaré del aprieto. ¿Quién
de ustedes acataría una orden de la señora Tremblay por encima del señor
Tremblay? —Todos exhalaron aliviados. Conocían la respuesta. El señor de la
casa mandaba. Tal era así, que en los inicios de ese matrimonio hasta habían
espiado en favor de Bastien.

—Oh, ya veo cuál es tu problema. Pueden retirarse, ya conozco sus lealtades


—agregó Agnes con fingido enfado. Bastien le guiñó un ojo. Entre ellos no era
necesaria esa guerra, pues acordaban los puntos de la convivencia entre las
sábanas de su recámara y, cuando una orden era emitida, la misma nacía del
consenso. Por supuesto que en la casa de los Becket no habían arribado a ese
punto, eran unos jóvenes recién casados.
—Raphael… perdón, lord Becket —masculló, irritada con las normas—, está
decidido a arruinarse la vida y todos parecen cómplices. El marqués y yo nos
enfrentamos a un batallón y… —No iba a llorar. No permitiría a las emociones
abrirse camino. Raphael amenazó su propia vida, sin que nadie interviniera.
Su padre lo visitó solo para regodearse de la desgracia. La mismísima señora
McAdam se alegró del accidente. ¿A quién le interesaba su esposo?, ¿quién lo
quería de verdad? Observó a Bastien, su único amigo, él había abogado por el
matrimonio porque pensaba que Natalie era lo mejor para Becket. ¿Lo era?,
no estaba segura. De lo que sí estaba convencida era de intentarlo, no
rendirse—. Necesito empleados que luchen a mi lado, para salvarlo, y no a su
lado, para hundirlo.

Los brazos de Agnes la rodearon, le transmitieron su fuerza.

—Bien, querida, aquí estoy para ti. Haremos eso mismo que dijo mi marido
que hacen los buenos amigos…

—¿Qué?

—Nos reiremos de las desgracias, iremos a un lugar de mala muerte y…


cuando regresemos, querido, ten listo el whisky, pues nos emborracharemos
como es debido.

—Puedo con lo primero y lo último, pero… ¿lo segundo?, ¿a dónde iremos? —


preguntó Natalie.

—A un sitio donde hallarás los empleados más fieles del mundo, por un buen
salario, claro. —Se puso de pie, solicitó su abrigo y le sonrió a su esposo—. ¡Al
puerto!

—¡¿Cómo no lo he pensado antes?! —exclamó Natalie, entusiasmada. El


trabajo de servir a la nobleza era la panacea en comparación a aquellos que
se desempeñaban en la industria o, peor, en los barcos.

—Porque no tienes que pensar en todo. Tú ocúpate de la salud, que es tu


fuerte, y yo…

—Y tú de ser mi amiga, que es tu fuerte.

Con un último abrazo y un último sorbo de whisky, se despidieron de


Tremblay y partieron hacia el muelle.

El alcohol no es buen consejero. Las jóvenes debieron adivinarlo, pues todas


las desgracias se forjaban bajo los efectos de bebidas espirituosas. ¡¿Cómo no
habían pensado en la hora?!, ¡¿cómo no contemplaron el peligro de dos damas
en aquella zona olvidada a la buena de Dios?!

—Disculpe, ¿desea trabajar…?


—Hazte a un lado, zorra —la insultó uno de los marineros. Su jornada daba fin
y estaba ansioso por perderse en el pub de Molly a beber cerveza barata
hasta perder la conciencia.

—Esto no está funcionando —comentó Agnes.

—Nada está funcionando, ni esto, ni las cartas de recomendación, ni…

Los hombres pasaban a su lado sin miramientos, las atropellaban. Al menos,


pensó Natalie, para darse valor, eran mucho menos violentos de lo que había
supuesto en su ignorancia. Se hablaba de crímenes, grescas, violaciones,
contrabando. Bien, quizá lo último sí sucediera, pero lo primero no era tan
así. Los trabajadores estaban agotados tras dieciséis horas o incluso dieciocho
de labor físico. No tenían ánimos de peleas, ni deseos de mujeres. De hecho,
las prostitutas del puerto ganaban sus peniques a cambio de satisfacer los
deseos masculinos sin requerirle a los mismos el mínimo esfuerzo. Las
grandes orgías con juegos eróticos estaban relegadas a los ociosos nobles y
hombres ricos. Los pobres se conformaban con un desahogo menor y una
buena modorra posterior.

Un solo aspecto la empujaba a no rendirse: el tamaño de esos osos con pieles


de hombres. Debía alzar la cabeza para mirarlos, le dolían las cervicales. No
recordaba otro hombre, aparte de Raphael cuando estaba de pie, que la
obligara a elevar la cabeza o no la hiciera sentir una jirafa.

Allí era una hormiga entre elefantes. Necesitaba convencer a uno de ellos sí o
sí.

—Regresemos mañana —propuso Agnes. La única racional de las dos. Natalie


había perdido la capacidad de pensar con claridad, funcionaba a base de
impulsos. No podía evitarlo.

—Disculpe, señor… —El rinoceronte humano pasó a su lado sin voltearse.

—Natalie, por favor —rogó la señora Tremblay.

—Un intento más, yo…

¿Cómo decirle la verdad cuando ella misma se la negaba? Quiero demasiado a


Raphael, lo quiero desde que éramos pequeños. Era incapaz de poner en
palabras la avalancha de sentimientos. La aplastaban. Más aún desde la
noche anterior, fue realmente consciente de lo cerca que estuvo de perderlo.
Para siempre. El accidente por poco se lo arrebata, el cristal fue la segunda
amenaza. No iba a permitir una tercera.

Lo siento, Nat… ¿volví a romperte el corazón?

Nunca lo has hecho.

La peor de sus mentiras. No fue cuando él le hizo un desplante que el órgano


vital de Natalie se astilló en mil pedazos, sino cuando Raphael decidió
arruinarse la vida. Esa vida que era preciosa para ella. ¿Por qué no podía
quererse como ella lo hacía?, ¿por qué no podía verse a través de sus ojos?
Atisbaba apenas una fracción de verdad en la visita del conde, en el rumor
sobre la muerte de lady Vivian. Pero necesitaba más, ansiaba comprender,
solo el saber libera a las personas. Natalie estaba atrapada en las mentiras,
en la mascarada orquestada por Raphael. En el afán de esconder las
emociones, su esposo había construido una farsa de la que no podía escapar.
¿La odiaba, la despreciaba? Entonces, ¿por qué casarse justo con ella?
Cualquier otra joven de la nobleza ya hubiera claudicado, cualquier otra dama
hubiese aceptado la imposibilidad de amor de Raphael y se hubiera marchado
lejos. Pero él no eligió a ninguna de ellas, optó por la infatigable Natalie
McAdam. Eso debía significar algo, ¿verdad?, era como vislumbrar los ojos
reales tras los agujeros de la máscara. Asomarse a lo único imposible de
ocultar en un disfraz.

—Natalie… —insistió Agnes. Lady Becket cogió una caja vacía que supo
transportar azúcar desde las zonas cálidas. Se subió a ella para al fin igualar
en altura a sus contrincantes.

—¡Atención, caballeros!, ¡atención! No se dejen engañar por mi apariencia,


soy lady Becket…

Los hombres se detuvieron, en sus rostros se dibujaron medias sonrisas. Un


espectáculo callejero, no tenían peniques para arrojar a la gorra, pero no se
privarían del disfrute. Tardaron en comprender que la dama decía la verdad.

—Busco un hombre capaz de mover doscientas libras humanas y que acepte


órdenes mías sin cuestionar. Mías y solo mías. —Los presentes empezaron a
dispersarse, si no era diversión, no les servía. Natalie desesperó. No, no, no.
Eran su última esperanza, Raphael lo necesitaba—. ¡Pagaré treinta libras
mensuales!

El silencio fue aterrador. Las gaviotas suspendieron su vuelo. El Támesis


detuvo su corriente. El viento fue el único en hacerse presente, envolvió el
cuerpo de lady Becket, adhirió la tela de la falda a sus largas piernas y
deshizo el nudo de su trenza hasta liberar los negros cabellos. Su mirada de
almendra, rasgada, escrutó la multitud, sin entender la gravedad del
embrollo. Hasta que…

Un mar de hombres se abalanzó sobre ella. Arrastraron en su camino a la


señora Tremblay, quien solo consiguió exclamar.

—¡Demonios, Natalie, si salgo viva te mataré!

¡Treinta libras mensuales!, el equivalente a una fortuna. Los gritos


atronadores la apabullaron. Perdió el horizonte, los brazos musculosos
intentaban alcanzarla. Le faltaba el aire, sus articulaciones dolían de tanto
que jalaban de ella. Agnes consiguió escabullirse, pero fue incapaz de abrirse
camino de nuevo entre la multitud para rescatar a su amiga. Iba a morir
aplastada por una manada de hombres desesperados.

En toda jungla hay un rey. Y ese rey es el más fuerte de ellos. Melena rubia
como un león, porte de depredador y, aunque fuera increíble, veinte
centímetros más alto que los demás. La fiera se abrió camino a los empujones
hasta llegar a lady Becket. ¿Jirafa decían los nobles?, no para el mandamás de
la selva. Como si no pesara más de un par de onzas, la aupó sobre su hombro,
con el trasero apuntando a las gaviotas y la cabeza golpeando el muro de
piedra que era esa espalda. Sin inmutarse, se dirigió hacia la otra dama.

—No se atreva… —dijo Agnes. El gigante se atrevió. La elevó con mayor


facilidad que a Natalie. Dos traseros saludaron a las aves. La señora Tremblay
apretó la mandíbula y fijó sus chispeantes ojos en su amiga—. Juro que te
odio, Natalie.

—No lo haces. —Lady Becket le sacó la lengua, la muy maldita sonreía. Una
sonrisa de plena dicha.

El gigante se alejó de la multitud hasta llegar al carruaje. No requirió


indicaciones. El coche del condado de Onslow desentonaba por su lujo con el
lugar. Del mismo modo que desentonaba su cochera, una muchacha vestida
de varón.

Sus pies volvieron a tocar el suelo. Agnes juró sentir vértigo, como si la
hubieran arrojado de las alturas. No estaba tan equivocada. Natalie era un
desecho, el desecho más feliz del mundo. Con sus cabellos al viento y su
mirada gatuna rebosante de dicha, alzó la cabeza hasta dañarse las cervicales
y preguntó:

—¿Cómo se llama, buen hombre?

—Randy Hansen —dijo el gigante en un acento fuerte, algo nasal.

—¿De dónde eres, Randy? —sintió curiosidad.

—De Noruega, milady.

—¿Y quiere esas treinta libras?

—¿Qué tengo que hacer? —mostró lógica desconfianza.

—Cargar las doscientas libras díscolas, malhumoradas y rebeldes que es mi


marido, y no discutir mis planes desquiciados.

—Por esa paga, me mudo a un manicomio, milady.

—¡Sí! —Natalie dio un brinco y abrazó a su aún enfurecida amiga—. ¡Lo


conseguimos!, lo conseguimos. ¡Tengo ayudante de cámara! —Se volvió hacia
la montaña noruega—. Acompáñanos, Randy. El primer trabajo es sacarme de
aquí, y el segundo… completar la lista de obligaciones que caracterizan a las
buenas amistades. —El hombre se sentó en el pescante del carruaje. Ariel
contuvo la risa, acababa de desequilibrar el coche por completo—. Ya nos
reímos, ya visitamos un lugar de mala muerte y nos metimos en problemas,
ahora solo resta…
—Brindar… —accedió Agnes, con fingida mala gana.

—Creo que nos hemos convertido en unas canallas, Agnes. ¿Quién nos
redimirá a nosotras?

—Si te lo digo, arruinaré la sorpresa —dijo la señora Tremblay, ansiosa por


que llegase el día en que su buena amiga descubriera los beneficios de
casarse con un granuja.
Capítulo 7

La experiencia de sentir el sol en su rostro parecía más una ensoñación que


una realidad. Jamás hubiese invertido un minuto de su existencia en esa fútil
actividad. Jamás. Tiempo pasado. Todo era maldito pasado, y no solo lo
pensaba por la tragedia que lo redujo a una vida de dependencia e invalidez,
sino por el otro gran cambio, una esposa que tensaba los hilos de su cuerpo
como si él fuese una jodida marioneta. ¡Oh, lady Becket! Apretó los dientes, la
mandíbula le crujió. Lady Becket metía las narices en donde no debía. Se
atrevía a procurarle bienestar. ¡Ja! ¿Quién demonios le había solicitado tal
comportamiento desinteresado? El bienestar estaba sobrevalorado, como
muchas otras cosas.

Si retrataran ese momento, él arrojaría el lienzo al fuego para borrar el


recuerdo de la faz de la tierra. La simple acción de estar en el condenado
jardín, con el rostro hacia el cielo, escupía sobre el legado de canalla que él se
dedicó a construir. Agradecía el hecho de no volver a poner un pie en los
salones de caballeros, de hacerlo, tendría que tragar las bromas con algo más
que un buen vaso de bourbon.

Se atusó el cabello, una vez, otra vez. De nada servía intentar controlarlo, se
agitaba al ritmo de la danza que la brisa realizaba en comunión con los
árboles. ¡Al diablo! Si no puedes contra el enemigo, únete a él. Cerró los ojos.
La somnolencia sería su mejor aliado, con suerte, se dormiría y su condena se
haría más leve.

Una carcajada quebró el armonioso silencio de la naturaleza. No, confirmado,


su condena no sería leve. Su condena no tendría fin. Podía reconocer a
cientos de yardas de distancia al portador de esa risa, el desgraciado
atesoraba el mismo historial libertino que él. Al igual que Raphael, la vida de
juerguista solo podía conjugarse en tiempo pasado.

—¿Quién eres tú y qué has hecho con mi amigo? —bromeó Bastien Tremblay.
Sí, el honorable. El que se burlaba de la desgracia ajena. Una nueva carcajada
brotó de él ni bien estuvo junto a Raphael.
—Guárdate las bromas, y sé un poco más considerado —bufó. Era puro
cinismo. No esperaba condescendencia por parte de Bastien.

Y por supuesto, este no se la daría.

—Oh, lo siento, tienes razón, seré más considerado... —Acarició su barbilla—.


Dime, ¿quieres que te traiga un parasol?

—¡Cierra tu boca!

—No, no… espera, ¿un vaso de limonada?

—¡Idiota!

—Sabes, si algo aprendí en este tiempo que llevo de casado es que, cuando mi
esposa se enfada conmigo, debo complacerla, brindarle todo de mí...

—No te atrevas, Bastien —lo interrumpió. No sabía con exactitud las palabras
que utilizaría, pero imaginaba la intención.

—Dedicarle tiempo, ya sabes...

—Lo sé, por eso mismo, cállate. —Desgraciado, no se detendría.

—¿Quieres que vaya a por una cesta de picnic y… —Bastien se echó a reír
antes de finalizar—, y disfrutemos del… del día juntos?

—Eres un maldito imbécil. —Apartó el cobertor de sus piernas, hizo un bollo


con sus manos y lo lanzó con fuerza contra el estómago de Bastien.

—¡Ey, dolió! —Cogió el cobertor. Lo cargó bajo el brazo y tomó asiento en el


banco de hierro cercano.

—Era la intención.

—Pues, si infringirme dolor te hace feliz. Aquí tienes... —Lo devolvió a su


dueño con un suave lanzamiento—. Me entrego a ti.

—No te hagas el mártir —masculló Raphael.

—En respuesta a eso, debería de decir: Y tú no te hagas la víctima.

—No me hago la víctima, lo soy.

—Puntos de vistas, nadie te obligó a montar a Andrómaca.

—No voy a discutir eso contigo...

—Porque tengo razón. —Fue Bastien el que interrumpió en esa ocasión.


—Sí, porque tienes razón.

Era la primera vez que lo reconocía.

—¡Vaya, veo que has tenido una epifanía!

—Yo no lo llamaría así, solo diría que he aceptado el pago a mis errores, eso
es todo.

—Más que aceptar, creo que deberías pensar en la consecuencia de los


mismos... —Filosofar se estaba convirtiendo en la nueva actividad favorita de
Bastien.

—No hay mucho que pensar, Bastien, por si no te has dado cuenta, contemplo
mi existencia desde esta jodida silla de ruedas.

—Te limitas a la obvia consecuencia, yo veo más allá, querido amigo.

—¿Y qué ves? —se mofó él.

—Que, tal vez, tu vida se encuentra en el lugar exacto en el que siempre debió
de estar.

La indirecta referencia era clara como el agua, hablaba de la mujer que


ocupaba la habitación en el extremo opuesto del corredor. Optó por recurrir
al cinismo.

—¿Te refieres a la casa de verano del condado?

—Sabes que no, hablo de tu matrimonio. Te sienta bien, mírate...

—¡Me veo, por supuesto que me veo! Me veo como una jodida iguana al sol.
Sabes, tienes razón, no soy una víctima, soy un prisionero... ¡Sí, eso es lo que
soy! ¡Un prisionero de esa bruja celta y de su bestia vikinga!

—Espera, espera... ¿qué me he perdido? ¿Bestia vikinga?

—¡Ja! Por lo visto, la señora Tremblay no comparte toda la información


contigo. Te jactas de la transparencia y confianza absoluta en tu matrimonio,
pero... —No finalizó la oración, solo así sembraría la semilla de la
incomodidad en Bastien.

Una que germinó al instante.

—Pero, ¿qué? ¿de qué hablas?

—De Randy Hansen, de eso hablo.

—¿Y quién es Randy Hansen?


Raphael se volteó, y los ojos de Bastien siguieron el camino de los ojos de su
amigo. Al principio creyó que estaba ante la imagen de un hombre tallado en
piedra en la fachada de la casa, luego, al observar con más esmero y sin los
rayos del sol sobre su mirada, comprendió que se trataba de una... ¿cómo lo
había llamado? Oh, sí, bestia vikinga. ¡Joder, lo era! Bastien sonrió con
fascinación.

—Él es Randy, aunque lo más correcto sería decir, mi carcelero.

—¡Señor Hansen... —Tremblay alzó la voz, como si la altura del hombre


reclamara un tono más alto para llegar a destino—, un gusto conocerlo!

Hansen asintió con gesto de cabeza.

—¡Ningún gusto! —reaccionó a la defensiva Raphael—. ¡El muy maldito me


carga de aquí para allá siguiendo las órdenes de esa bruja!

El hombre gruñó entre dientes. No le agradaba que le faltara el respeto a lady


Becket. Raphael y Bastien se miraron. Era mejor limitarse a una conversación
en tono más bajo, íntimo.

—Cabe la posibilidad de que la bruja no esté tan equivocada... tus mejillas


están sonrojadas, y te juro, hasta dan ganas de pellizcarlas.

—Pellízcate el trasero mejor.

Bastien rio.

—Fuera de broma, déjame decirte que el matrimonio no es aquello que


creíamos... tiene más beneficios que contras si encuentras a la persona
adecuada.

—He ahí la cuestión... «la persona adecuada».

—Conozco a la señorita McAdam.

—Yo también —resopló Raphael.

—Entonces no te comportes tú como un imbécil y reconoce sus atributos.

—¿Tiene atributos?

—Mira, solo puedo decir que desde que Agnes forma parte de mi vida,
además de tener una compañera y una mujer que amo y deseo, también he
obtenido la solución a todos mis malestares... ¿Jaqueca? Un masaje con
aceites aromáticos. ¿Malestar estomacal? Una infusión de hierbas.
¿Agotamiento? Una emulsión relajante...

¿Cómo no lo había pensado antes?

—¿Insomnio? —frunció el ceño Raphael.


—Dalo por hecho... con el brebaje perfecto, duermes como un bebé. Si lo
necesitas, solo tienes que pedirlo, la señorita McAdam, perdón, lady Becket,
es la especialista en la materia.

¡Claro que lo era! Una especialista... ¡Una maldita bruja celta!

Si esa era la manera en que Natalie pensaba alejarlo de la bebida, de


momento, funcionaba. ¡No iba a beber una copa más! ¡No si provenía de esa
casa! Unir las piezas resultó muy sencillo luego de oír las palabras de Bastien.
Además, era fácil tirar de su lengua, en especial cuando hacía referencia a los
productos naturales de esas malditas Cuatro Flores. ¡Cuatro brujas
endemoniadas! Así tendría que llamarse. Podía imaginar los resultados si la
empresa de las muchachas se catapultaba al éxito. ¡Todo Londres sería
víctima del mismo efecto! Placidez inesperada, descanso profundo, malestares
aliviados y una larga hilera de caballeros abstemios como consecuencia de la
falta de necesidad de ahogar penas y dolores con alcohol en exceso.

Por un lado, su ego estaba satisfecho con la decisión de no beber nada,


absolutamente nada, salvo agua —el sabor de esta delataba cualquier tipo de
adulteración—. Por el otro, se mordía los labios y maldecía por lo bajo. Tenía
dos días sin dormir bien, y el dolor físico, la sensación de entumecimiento en
los músculos regresaba y aumentaba minuto a minuto.

—¿Quiere que vaya a por lady Becket? —Sin importar la hora o el lugar, allí
estaba Hansen.

Así como Doris Lee era la sombra que pisaba los talones de Natalie, la bestia
vikinga era la de Raphael. Contra toda objeción de su parte, Randy Hansen
tomó posesión de la habitación contigua, aquella que, en primera instancia,
debería de haber sido destinada a su esposa. A falta de ella, se encontraba
unido a otra especie de relación que resultaba igual de asfixiante que la
conyugal. El gigante en cuestión no hizo abuso de las comodidades brindadas,
de hecho, apenas consideraba una parte de la recámara como perteneciente a
su espacio. Con un catre de madera casi al ras del suelo se hallaba a gusto.
Desde ese lugar estratégico, podía divisar a su presa. Así se pensaba Raphael,
como su presa.

—Sigue durmiendo y cállate —gruñó, y ese gruñido brotó de su pecho debido


al intenso dolor en sus cuádriceps. No encontraba una postura en la cama que
le fuera cómoda.

—Usted se la pasa callando a todo el mundo, tal vez... —respondió sin


levantarse del catre. Requería de unas seis horas mínimas de sueño para ser
un hombre funcional y productivo, y las últimas noches, no había logrado ni la
mitad de esa meta de descanso—, por una vez, usted debería de callarse.

—¿Cómo te...? —La inflamación era tal que creía que la piel de las pantorrillas
iba a desgarrarse en cualquier momento—. ¿Cómo…? —gimió. Fue un gemido
agónico. ¡Ni siquiera podía finalizar la jodida oración! Apartó las sábanas, y
en cuanto tuvo acceso a sus piernas, hizo un masaje con sus manos y clavó los
dedos.

Pese a su apariencia de brutal guerrero del ártico, Randy albergaba una


naturaleza servicial sin predisposición al conflicto. Con lord Becket solo se
balanceaba al extremo de asistencia, porque en lo referido a lo otro, Raphael
siempre estaba en posición de guerra. Incluso cuando se retorcía en la cama
ante unas molestias que no tenían, ni siquiera, que existir. Si no podía
caminar, si no existía ningún tipo de sensibilidad de la cintura para abajo,
¿por qué su rostro se contraía de dolor? Sufría, podía notarlo.

—¿Le traigo algo de beber? —Dejó la quietud del catre para incorporarse. Si
lord Becket no dormía, él tampoco podía hacerlo.

—¡Ya quisieras tú! ¡Ya quisiera ella!

—¿De qué habla?

Raphael cogió una almohada, hundió el rostro en ella, gritó a sabiendas que
estaría contenido por el relleno de plumas. Al apartarla, se encontró cara a
cara con Hansen, estaba de pie a su lado.

—Apenas puedo con mi dolor, así que te agradezco me evites otra tortura,
regresa a tu palacio personal, ¿quieres?

—¿De qué habla? —volvió a repetir.

Antes de responder, intentó hacer un masaje en su muslo izquierdo.

—¡Regresa a tu jodido catre! ¿Lo has entendido de esa manera?

—No, no, no me refiero a eso... Le ofrecí algo para beber, lo que sea.

—Y lo que sea, en esta casa, no es más que un brebaje de mi esposa. —La


expresión de Hansen le indicó que el gigante no estaba al tanto de nada—. Ah,
conque no lo sabes. ¡Ja! Pues te lo … —Apretó los dientes, la mandíbula le
crujió de la fuerte presión. Respiró profundo. Contuvo el aire como si con eso
pusiera en pausa el suplico. Exhaló y escupió las palabras atoradas—. ¡Lady
Becket contamina mis bebidas con sus preparados de hierbas y vaya a saber
qué más! Pero ya no caigo en su juego... no, no, aunque pase las noches en
vela —gimoteó, los ojos le brillaron por las lágrimas que se empecinaban en
asomar sin consultarle.

Hansen alzó una ceja. Sacudió la cabeza. La dosis de pena que sintió al verlo
agitarse por el dolor minutos atrás, se evaporó tras lo oído.

—Con eso quiere decir que usted elige vivir este calvario.

—¡No lo elijo, imbécil! ¡No tengo otra alternativa, es lo que me ha tocado! —


De nuevo, los dientes rechinaron producto de la presión mandibular.
—Tiene otra alternativa, solo que prefiere no tomarla. —Se encaminó hacia la
puerta de la recámara, al tiempo que murmuraba para sí—. Hombre necio...
muy, muy necio.

En un par de zancadas estuvo al otro lado del corredor. Le resultaba muy


incómodo tener que importunar a la señora de la casa por el jodido lord que
prefería sufrir antes que dar el brazo a torcer. Randy no podía hacer la vista a
un lado, no le pagaban por eso. Bien podría cerrar los ojos y olvidarse de
todo, tenía esa capacidad, era un hombre de buen dormir; pero no, estableció
un pacto —y un contrato muy bien remunerado— con lady Becket, velaría por
el bienestar de su esposo, y estaba decidido a cumplir con sus funciones a
como diera lugar. Aunque eso implicara despertar a la mujer a mitad de la
noche.

Golpeó a la puerta, fue suave. La suavidad de movimientos en Hansen era lo


estándar en los demás.

—Milady... —susurró al borde de la puerta, solo para que ella pudiera


identificar el motivo de la interrupción.

La puerta se abrió a los segundos, de par en par, con si hubiese sido abierta a
la fuerza por la ráfaga de una tormenta.

—Señor Hansen, ¿qué ha ocurrido? —Estaba preocupada. Randy a esa hora,


en su puerta, era sinónimo de problemas. No, plural no. Un problema. Un
único problema—. ¿Qué ha hecho ahora? —Se reservó más palabras, con esas
eran más que suficiente. Desde que Randy era la sombra de Raphael, este
intentaba provocar a la «bestia vikinga» como fuese. Se comportaba como un
maldito crío caprichoso y violento.

—No puede dormir, y está a minutos de romperse los dientes de tanta presión
que hace con la mandíbula. —Natalie alzó una ceja. ¿Presión? ¿Dientes?
¿Mandíbula? Reconocía que todavía se hallaba en medio del camino del sueño
y el despertar—. Algo le duele, milady... le duele como mil jodidos demonios
—Se rascó la cabeza como un gesto de vergüenza, maldecir frente a una
dama. ¡Rayos!—. Lo siento, milady.

—No se preocupe, dígame, mi esposo, ¿ha bebido de su whisky? —Le


resultaba extraño el cambio brusco de los acontecimientos. El beneficio de los
preparados naturales era que, a diferencia de otros recetados por médicos,
estos no generaban acostumbramiento en el cuerpo tras largos períodos de
uso. Mmm... el asunto olía raro.

—No, tiene un par de noches sin hacerlo...

—¡Rayos! —Natalie maldijo en voz alta sin ningún tipo de resquemor. Hansen
frunció el ceño ante la sorpresa—. Lo siento, señor Hansen. —La disculpa solo
intensificó el gesto en el rostro del hombre—. Lo que me acaba de contar es
una muy mala noticia... —Torció los labios en una mueca. ¿La habría
descubierto? De ser así, ¿cómo? El nuevo personal de servidumbre respondía
a ella, y estaban resultando más que fieles.
—Hizo referencia a… a sus brebajes.

—¡Maldición! —Randy ni siquiera se inmutó ante el segundo insulto. Iba


bosquejando en su mente el verdadero perfil de la muchacha. Natalie
carraspeó, llevó la voz al tono de susurro y le habló bien cerca—. Lo que voy a
compartir con usted ahora, debe quedar dentro de este pequeño círculo
privado de empleado-empleador, ¿sí? —Esperó la aceptación de Randy, una
vez obtenido el movimiento afirmativo de cabeza, continuó—: la palabra
«brebaje» no es la exacta, solo se asemeja... reconozco que coloco un
preparado de hierbas en sus bebidas, como se imaginará, si a mi esposo no se
lo invita a relajarse, no lo hace.

—Eso no tiene ni que decirlo, milady... lo estoy comprobando.

—Ahí tiene, vio la clase de hombre terco que puede ser mi esposo, ¿verdad?

—Muy terco, milady... muy.

—Entonces comprende el motivo de mis medidas desesperadas.

—Comprendo, milady... pero de no hacerlo, no importaría, usted paga y da las


órdenes, yo actúo.

—Me da gusto oírlo. —Palmeó el hombro del grandote—. Dígame, ¿está


dispuesto a cumplir con órdenes que nacen de razones aún más
desesperadas?

Hansen pretendía mantener su puesto. Y la verdad, lady Becket era un


encanto de mujer, para variar, le agradaba trabajar bajo su mando.

—Por el bien de los dientes del milord, claro que sí.

—¿Pese a que mis ideas le resulten un tanto... un tanto atípicas y bruscas?

—Milady, estoy a su disposición —finalizó.

—Perfecto, entonces voy a por mi brebaje y... —Se adentró en la recámara, la


recorrió de una punta a la otra hasta dar con lo que buscaba—. ¡Pañoleta! —
La agitó en el aire al pasar junto a él.

Brebaje y pañoleta. Mmmm, ¿qué tan creativa sería Lady Becket? En breve,
respondería a esa pregunta.
Capítulo 8

¿Atípica? ¿Brusca? ¿Creativa?

Quizás, lo correcto, sería desquiciada. ¡En pos del bienestar de lord Becket!
Detalle de suma importancia. Uno que el lord no podía considerar, tal vez,
porque le habían enlazado las manos a la cabecera de la cama.

—Compórtate, Raphael... y abre la boca.

Natalie estaba a horcajadas sobre él. Con las manos inmovilizadas y la cintura
aprisionada por las piernas de su encantadora esposa, poco podía hacer. Era
la expresión máxima de un hombre privado de su libertad, de sus decisiones,
de todo.

—¿Que me comporte yo? ¡Maldita bruja demente! Apártate de mí. —Escupió


esas palabras como pudo y tensó los labios.

—Lo haré en cuanto abras la boca. —Sostenía en sus manos el hidrolato de


hierbas que surtía efecto en el malestar de Raphael. Aquel que ya no bebía
porque, vaya a saber cómo, sabía que se encontraba mezclado con el whisky.
Le apretó la mandíbula. No funcionó. Él sacudió la cabeza con fuerza. Natalie
exhaló fastidiada—. No entiendes que lo hago por tu bien...

Él carcajeó.

—Así te convences tú, ¿verdad? Así es cómo duermes por las noches. —Una
vez más, pegó los labios.

—Ahora que lo mencionas, sí... también duermo por las noches gracias a esto.
—Se cruzó de brazos. La conversación le quitaba parte de la energía que
utilizaba para resistirse—. No oírte maldecir ni oír tus quejidos es un
verdadero placer, y la verdad, deberías de estar agradecido conmigo.

—¡Jamás estaré agradecido contigo! ¡No soy tu monigote, ni el método de


prueba de tus malditas infusiones del demonio!
—Estas «infusiones del demonio» tienen más demanda de lo que crees... —
Cuatro Flores conseguía más y más clientela cada día, es más, estaban en
pleno proceso de ampliación de catálogo de productos—, y créeme, tú serías
el peor sujeto experimental del mundo. No perdería tiempo contigo.

—Si esto no es perder tiempo, ¿dime qué es? —bufó él.

—Una distracción, eso es todo... —Hizo un gesto a Hansen, este se acercó e


inmovilizó la cabeza del lord contra la almohada.

—¡Hijo de perra, detente! —Se agitó, gritó—. ¡Te lo juro, no cobrarás ni un


chelín!

—Usted no es quién me paga —respondió con sequedad el grandote.

—¡¿Y de dónde crees que sale el condenado dinero?! —Era el colmo.

—Ay, Raphael... —Natalie le apretó la nariz. Él cerró la boca. Mucho no


duraría, en un par de segundos se quedaría sin aire—. Tendría que decir,
«cierra la boca», una de tus frases favoritas, pero... la realidad es que
necesito que la abras, la abras bien grande, cariño.

¡Cariño! ¿Cariño? ¡JA!

¡Malnacida, atrevida, traidora, bruja... mil veces bruja!

No le daría ese gusto, antes prefería perecer, rendirse a la vida. ¡Ni una
inhalación más!

Ni una...

¡Rayos!

Abrió la boca como un pez fuera del agua.

—Gracias, cariño... —Le sonrió ella y vertió el contenido de la pequeña botella


en su garganta—. Siempre tan complaciente. —De nuevo, bastó un gesto de
su parte para que Randy Hansen extendiera la maquiavélica labor en él. Ya no
era necesario contener su cabeza, lo importante era que no escupiera lo
ingerido. Hizo presión en sus labios.

Raphael se rindió. Tragó el líquido. Cuando Natalie comprobó el movimiento


en la nuez de Adán, emitió la orden verbal de liberación.

—Eso es todo, señor Hansen, gracias.

El hombre se retiró a la habitación contigua. De ella necesitarlo, ahí estaría;


de momento, prefería no alterar la intimidad del matrimonio.

—¡Gracias, un cuerno! —bufó Becket—. Desátame —le ordenó a su esposa.


—Oh, no… mi querido lord Becket, no hasta que tus malos humores y dolores
cedan.

—Pues entonces, prepárate a pasar toda la jodida noche aquí —resopló él.

Cuando se tomó un segundo para pensar lo dicho se encontró ante el


reconocimiento de que la idea no le resultaba tan desagradable. Sentirla
sobre su cuerpo, con el calor de su entrepierna en torno a su cintura
resultaba ser otro tipo de brebaje.

—No tengo inconveniente, puedo pasar la noche, el día... es más, puedo pasar
aquí el resto de mi vida. Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas?

—No lo digas dos veces, que, de solo pensarlo, repetiría lo de días atrás, esta
vez sin que me interrumpas.

Hablaba de su intento de suicidio tras la visita del conde.

—¡No vuelvas a repetir eso ni en broma! —Ya no había tinte de provocación o


juego en la voz de Natalie, era pura y llana preocupación—. Tú no eres esa
clase de hombre.

El efecto del hidrolato en su versión más pura comenzaba a manifestarse en


él. La sensación de agarrotamiento en sus piernas desaparecía, y se sentía
más relajado.

—No sabes la clase de hombre que soy, Nat —Y el «Nat» se escapaba de él


cuando no estaba a la defensiva, cuando los muros construidos se
derrumbaban—, ya no somos dos críos.

Ufff, no, no lo eran. ¿En qué momento se había vuelto tan hermosa, tan
mujer? Una botellita más de ese jodido hidrolato y le confesaría lo orgulloso
que estaba de ella. Sí, sería una futura condesa, gozaba de beneficios nunca
antes obtenidos y las deudas de su familia estaban saldadas gracias al
matrimonio, pero eso jamás opacaría el mérito personal de Natalie.
Conservaba el optimismo, y la bondad de su corazón se había multiplicado, la
vida miserable junto a su familia miserable no le doblegó el espíritu jamás; y
como si ello no fuese suficiente, junto a sus amigas construyó desde cero una
empresa que se abría camino en un mundo de hombres. Mujeres obteniendo
independencia económica. ¡Vaya locura! Pero no, nada era locura con Natalie
McAdam. ¡Joder! McAdam, no, lady Becket, su esposa. Ella, en algunos
aspectos, se había mantenido inalterable, cambió por fuera, y lo hizo para
bien. Él... él era otro cantar.

—Tienes razón, ya no somos unos críos, así y todo, me arriesgo a decir que tú
no deseas la muerte, la desafías como si esta fuese tu enemigo personal. Por
eso, solo por eso no te entregarías a ella. —Lo vio parpadear, una vez, otra
vez. Eran parpadeos pesados y lentos que indicaban el preludio al descanso
profundo. Desanudó la pañoleta y liberó sus manos. Él las dejó caer a los
lados de su cuerpo sin intención de lucha.
—Si experimentaras el dolor que siento, cambiarías de opinión.

—Se supone que no debes de sentir dolor.

Se supone que... Natalie tragó saliva con disimulo... que tu masculinidad no


debería de reaccionar a la cercanía. Las mejillas le ardieron producto de la
vergüenza. Era una mujer sin experiencia, aun así, poseía mínimos
conocimientos sobre la anatomía masculina. ¿Cómo era posible?

—Se supone que no debo de sentir nada de nada, y según el Doctor Gabaldon,
de hacerlo, no es más que una jugarreta de mi mente. Tal vez tenga razón... —
Cerró los ojos y continúo hablando. Estaba agotado, muy agotado—, tu
maldito brebaje consigue esto, que el maldito sueño me ataque. Si duermo, mi
mente descansa, no piensa y no hay dolor.

—¿Ahora ya no sientes dolor?

No hubo más respuestas, Raphael dormía, sin embargo, esa parte de su


cuerpo se mantenía erguida contra la tibieza de Natalie. Las suposiciones no
le cerraban. Un dolor que no era tal no podía generar tanto malestar.

Abandonó la postura a horcajadas, recuperó la verticalidad a un lado de la


cama. Lo arropó.

—¿Señor Hansen?

—Sí, milady.

—Quiero al doctor Gabaldon aquí y ahora.

—El «aquí» delo por hecho, en cuanto al «ahora»… —Estaban a mitad de la


madrugada.

—Lo sé, solo tráelo aquí cómo sea y cuándo sea.

Necesitaba explicaciones, y las necesitaba ya.

El alba apenas despuntaba en el horizonte; todavía se oía el cantar de las aves


nocturnas, le obsequian melodías a la luna. Raphael descansaba. Natalie se
refugiaba en el jardín, en la zona de las camelias, siempre hallaba la calma
rodeada de la naturaleza. Caminaba descalza en el césped, se nutría de la
energía de la tierra. Los pensamientos la atacaban, un sinfín de nuevas
posibilidades se entrelazaban en su mente. Daban por sentado un futuro de
invalidez en lord Becket, pero... ¿y si no era así?

Si no era así, estaban perdiendo el tiempo, un maravilloso tiempo. ¡Rayos!

—Milady... —La voz de Randy Hansen la hizo girar sobre sus talones. La
decepción en el rostro del hombre fue compartida por Natalie—. Lo siento, lo
intenté...

—Si lo intentaste, quiere decir que estaba en su casa.

—Sí, estaba, y consideró mi presencia a mitad de la noche como una actitud


fuera de lugar —finalizó con un gruñido—. Si hubiese sido por mí...

—Lo sé —lo interrumpió. Ella no gruñó, solo resopló hasta el hartazgo—, lo


hubieses cargado en tu hombro y aquí estaría. Tengo que tomar nota de mis
indicaciones a futuro. —La próxima sería más específica: tráelo a como dé
lugar.

—Si usted me autoriza a tomar otras medidas, milady, regreso a por él.

—No, no, solo dime con exactitud qué te ha dicho.

—Ha dicho que vendrá por la mañana a una hora prudente para la consulta
médica.

De Natalie brotó una carcajada.

—¡Vaya médico se ha echado la familia! Por lo visto, uno solo se puede sentir
mal en «horas prudentes». —Hablaba más para sí que para Hansen. Exhaló
con fuerza—. ¿Le mencionaste que el paciente era lord Becket?

Hansen asintió, luego extendió la información.

—Y creo que ese fue el error...

—¿Qué quieres decir?

—Que para él doctor, lord Becket y su estado no son una prioridad.

Eso fue como tragar una pastilla de pólvora para Natalie. ¡Ja! Pobre de aquel
que se atreviera a arrojar una chispa.

—Pues eso lo veremos... ya lo veremos.

En cuanto el doctor August Gabaldon estuvo ante ella, Natalie dictaminó que
no le agradaba. Era un esnob del ámbito médico, un pedante; lo peor del
asunto es que se notaba a la legua que colocaba muy poca energía a su labor.
O casi nada. Básicamente era un hombre de letras, se regía por los libros.

—Como bien le he dicho a esa bes... —Gabaldon carraspeó como una


manifestación de su actitud pomposa—, a ese sirviente suyo que ha enviado,
ciertas cuestiones no requieren de celeridad.

—¿Y sobre qué base usted consideró que el malestar que aqueja a mi esposo
no demanda una visita urgente de su parte?
—Lady Becket... —dijo entre dientes. Él era un pomposo de primera línea, con
una familia adinerada tras su espalda, y ella, pese a ser la futura condesa de
Onslow, no era más que una campesina para el hombre—, tal vez no lo sepa,
pero le he brindado mi atención a lord Becket desde el día de su accidente...

—Lo sé, por supuesto que lo sé. —Se cruzó de brazos. Apretó los dientes. Solo
una chispa necesitaba. Respiró profundo.

—Conozco la magnitud del daño nervioso en su columna, y si tengo que ser


sincero, no hay una solución más allá de la que ya conocemos.

—¿Una vida en silla de ruedas? ¿Una existencia postrado en una cama?

¡Cielos, quería retorcerle el cuello al muy idiota!

—Lo siento, milady, no hay pociones ni ungüentos mágicos para esto —


Gabaldon estaba al tanto de los productos de Cuatro Flores, esas malditas
infusiones y emulsiones naturales estaban reemplazando los preparados
tradicionales—, lo de lord Becket no tiene cura, ni hoy ni mañana va a salir
caminando de aquí.

¿Quería? ¡No… iba a retorcerle el cuello!

La presencia de Hansen la detuvo, que sí no... ¡Lo juraba, eh, Londres tendría
un médico menos!

—Milady... lord Becket se despertó —le informó.

—Perfecto, justo a tiempo —masculló—. Doctor Gabaldon, sería tan amable de


realizar un examen físico a mi esposo, con cura o no, el dolor lo aqueja.

—Sin cura, lady Becket.... sin —reiteró de muy mala gana—. Con su permiso,
conozco el camino.

Optó por no ir tras los pasos del doctor, necesitaba contener los deseos de
acogotarlo. Lo mejor sería comportarse como una buena anfitriona. Indicó
que prepararan una bandeja con té.

¡Contrólate, Natalie! Exhaló... ¡Contrólate, nada de hierbas que estimulen la


función intestinal en la infusión de Gabaldon!

Después de meditarlo, se decantó por un simple té estilo inglés. Cogió la


bandeja y se encargó ella misma de llevarla, eso le daba la excusa perfecta
para inmiscuirse en el asunto. A mitad del corredor, se encontró frente a
frente con el doctor.

—¿Ya ha finalizado?

—Sí, no hay mucho que evaluar, lo he dicho un centenar de veces, son dolores
fantasmas...
—¿Fantasmas?

Gabaldon rodó los ojos. Lo que le faltaba, tener que volver a explicar las
características del cuadro.

—El dolor no es tal, no existe, es solo producto de la imaginación de lord


Becket. Como el que sufren los apuntados.

—¿Usted me quiere decir que él elige sufrir de esa manera?

Absurdo, totalmente absurdo. No lo creía. La bandeja tembló en sus manos.

—Tendrá sus motivos —expresó por lo bajo el doctor.

—¿Disculpe? —Natalie pestañeó con frenesí.

Oh, no… la chispa entró en contacto con la pólvora interna.

—A ver, cómo se lo explico —El tono desdeñoso fue bien claro—, su mente
crea esos dolores para brindarle la inútil idea de posibilidad, una que no
existe... no va a volver a caminar.

—Y dígame, ¿cómo está tan seguro de que no podrá volver a caminar?

Prefirió omitir el hecho de haber sentido el despertar de la masculinidad en


Raphael. Para él sería una erección fantasma también.

—La experiencia... —Alzó el mentón como si eso enalteciera lo dicho.

—¿Cuál experiencia? ¿A cuántos pacientes en una situación similar ha


tratado?

El hombre se ajustó la chaqueta y esquivó el cuerpo de Natalie.

—Disculpe, no tengo intenciones de perder el tiempo... ya cumplí con mi


labor, con su permiso.

—Oh, no, no se va de aquí hasta que me responda —demandó Natalie con la


furia a flor de piel—. ¿Cuántos pacientes?

Nada. Silencio. Gabaldon se encaminó a la escalera. Tenía pensado dejarla


con la palabra en la boca. ¡Maldición! La bestia le impidió avanzar.

—Lady Becket espera una respuesta —masculló Hansen a escasos


centímetros del rostro del doctor.

—¡Esto es una falta de respeto sin parangón! ¡Apártese! —Hansen hizo crujir
sus dedos. Gabaldon tragó saliva. Comenzaba a sudar frío—. ¡Está muy fuera
de lugar, señor!
—Tiene razón, él está fuera de lugar, yo no. —Lo dicho fue acompañado del
intenso estallido contra el piso de la porcelana del juego de té que cargaba. El
motivo: la bandeja de plata cambiaba de función. Volaba por los aires en
dirección a la espalda del doctor. El hombre gimió de dolor ante el fuerte
impacto—. Oh, no sé preocupe, es una bandeja fantasma... en consecuencia,
el golpe también fue fantasma. ¡Ni mención hacer del dolor!

—¡Es usted una salvaje! —gritó espantado.

—Es usted una salvaje, lady Becket —lo corrigió ella—. Señor Hansen, déjelo
ir, y asegúrese que nunca más regrese.

Una vez sola, se arrodilló y, en la sobrefalda de su vestido, depositó uno a uno


los fragmentos de la porcelana. Su desastre, su responsabilidad. ¡Al diablo,
todavía no era condesa! Y si lo pensaba bien, tampoco era una Becket, y el
apellido McAdam era un recuerdo... era simplemente Natalie.

—Gabaldon está en lo cierto —La voz de Raphael se oyó a través de la puerta,


aún conservaba matices de dolor—, eres una salvaje, Nat.

Ella sonrió.

No... era simplemente Nat.


Capítulo 9

Apenas había dormido un par de horas. Lo hizo vestida, sobre las mantas
arrugadas a un lado de la inmensa cama de Raphael. Tendría que redistribuir
la disposición de habitaciones. Ella se mudaría a la correspondiente por su rol
de condesa, junto a su esposo, para acudir a sus llamados a mitad de la noche.
Era la segunda que transitaba en agonía. Cada pocos minutos, su mente la
despertaba, le recordaba con crueldad el dolor de quien se retorcía a su lado.
Necesitó de un fuerte destilado de semillas de amapolas y, pese a su propio
criterio, le permitió digerirlo con coñac. Lo que fuera por sacarlo de aquella
crisis autoimpuesta.

El sol le impidió continuar con la duermevela. Se coló por entre las cortinas
entreabiertas, y maldijo por esa orden de alumbrar cada rincón del mausoleo
del condado convertido en residencia.

—¡Demonios! —gruñó ella, cuando un rayo la encandiló.

Se puso de pie con sigilo, se aseguró de que el astro no perturbara la paz de


Raphael y se encargó de su higiene matutina. Un preparado de polvos
dentífricos, agua de rosas con unas gotas de limón para lavar su cuerpo y por
el cabello poco quedaba hacer. Lo recogió en una coleta con un lazo en lo alto
de la coronilla. Le dolía la cabeza por haberse acostado con las horquillas
puestas, la elegancia y el buen gusto quedarían relegados para otra ocasión.

—Eres la persona más estrepitosa que conozco por las mañanas —escuchó
que decía Raphael, con la voz ronca.

—Debo ser la primera persona que conoces por la mañana —lo contradijo—.
Tus horarios suelen ser: el alba, lapso de pérdida de la conciencia, mediodía.

—En ese caso, eres la persona más estrepitosa que conozco al alba.
Momento… no, no lo eres. Cierta dama con aires de inocente solía ser
bastante ruidosa cuando…

—No hagas que te golpee. —Salió detrás del biombo. Simuló que no le dolía el
ego. Sin dudas, ella no era como esa cierta dama con aires inocentes. Le
faltaba sofisticación en sus días buenos, ni mención hacer de los días malos. Y
tras la noche anterior, se podía adivinar a cuál de ellos se enfrentaba la
muchacha.

—¿Por qué no? Oh, claro, te doy pena. —El rencor en la voz de Raphael fue
evidente.

Intentó incorporarse, Natalie lo socorrió. Él alzó la mano para detenerla, la


carbonizó con su mirada negra y el destello de furia que emanaba. Repitió un
diccionario completo de maldiciones mientras usaba las manos para elevarse
sobre el colchón y poder deslizar el trasero. La sábana cayó hasta su cintura,
develando el pecho desnudo. Estaba perlado por el sudor, no por el esfuerzo
en sí de mover su propio peso, sino por hacerlo preso de un profundo dolor.
Se le dibujaron los tendones y venas en el cuello hasta la mandíbula sin
afeitar. Cada músculo se tensó, Natalie necesitó de toda su voluntad para no
mostrar emoción ante la belleza de su esposo. Era una maldita estatua de
mármol, simétrica, perfecta, tallada por un artista. El ejercicio de manejar la
silla de ruedas, de elevar sus piernas estáticas, de intentar mover su cuerpo
inerte había dejado su impronta en la anatomía masculina. Otros, con la dieta
a base de alcohol y vicios de Raphael, tendría un abultado vientre y el rostro
redondo. En cambio, su esposo no poseía una onza de grasa de más.

—De todos los sentimientos que puedes generar, Raphael, la pena se ubica en
el penúltimo puesto.

—¿El último puesto cuál sería?

—La simpatía. ¿Puedo acercarme con los almohadones o me morderás?

—Solo muerdo por placer, Natalie… no temas. Nunca sucederá entre


nosotros.

—Veo que el preparado ha dado resultado, vuelves a tu agradable estado de


humor contencioso.

—Sí, ha funcionado, pero la próxima vez espero que pidas mi opinión sobre mi
maldita ingesta —demandó, y comenzó su desayuno con un trago de coñac.

—Oh, claro, eres un experto en el tema. —Señaló el licor con un ademán.

—¡Sí, joder!, soy un experto en estar inválido. ¿Lo eres tú?, ¿alguna vez has
estado en mi lugar?, ¿alguna vez te ha dolido tanto el maldito cuerpo que
deseas morir? Pues mira tú, al final sí soy un endemoniado experto en el
tema. Así que la próxima vez, evita tomar decisiones por mí. ¡Ya tienes tus
empleados!, ¡ya te has salido con la tuya en esta casa!, pero este es ¡mi
cuerpo!, mi jodido cuerpo inservible y yo decido sobre él.

—Tienes razón, nunca estuve en una situación así. Perdona por mi empatía,
por pensar que en tu lugar desearía un poco de calma.
—No estás en mi lugar, Natalie…

—Ya lo veo, ni lo estaré jamás. El rol de mártir no me sienta bien —le


recriminó. Aún no podía entender que se negara a ser ayudado, ¿prefería
acaso el dolor?, ¿prefería… morir?

Para su entera sorpresa, Raphael rio. Una sonora y amarga carcajada resonó
en la habitación.

—El rol de mártir te sienta mejor que ese vestido, cariño. Te sienta de
maravillas —masculló.

—¿Disculpa? —Las cejas de Natalie se elevaron ante la sorpresa.

Raphael observó esos ojos gatunos, esa mirada transparente. Siempre se


había sentido cómodo con ella. Su amistad se comparaba a arribar a casa tras
un largo viaje, al sofá preferido, al hogar encendido y la comida predilecta.

—Tú eres la mártir aquí. ¿Por qué demonios te quedas a mi lado? Se suponía
que debías marcharte. Me odias, ¿recuerdas? Me odias porque te empujé en
el funeral, porque te desairé en un baile, porque llevo años simulando que no
existes. Y, sin embargo, aquí estás, soportando mi endemoniado humor, mis
réplicas ácidas, mi desprecio constante. ¿Pretendes ganarte el cielo, cariño?
¿Tanto has pecado? —Suspiró, irritado—. Eres igual a mi madre —finalizó
entre dientes apretados.

Fue la ocasión de Natalie de reír.

—¿Igual a tu madre? Ya quisiera, tu madre era la dama más íntegra y


elegante que jamás conocí. Sin dudas ella no hubiera despedido a todo el
personal en un ataque de mal genio, ni hubiera amenazado a un médico con
una bandeja. Lo único en que nos asemejamos tu madre y yo es en que a
ambas nos gustan las camelias…

—Y los malnacidos… —agregó Raphael. Cogió un paño de su mesa de noche,


el dolor le había perlado la frente y necesitaba un alivio, aunque solo fuera un
poco de frescor. Reconocía que la mezcla de hierbas seleccionadas por
Natalie lo ayudaba a energizarse. Menta fresca, bergamota, sándalo…

—Te equivocas, Raphael. Tú no me gustas. —Una gran mentira, la mirada


ardiente la delataba. Una parte de ella deseaba ser ese paño, acariciar la piel
de su esposo, calmar sus males, otorgarle alivio.

—Mientes horrible… No solo te gusto, aún me quieres, con ese cariño infantil
de hace quince años. ¿Qué pretendes? ¿Redimirme? Los canallas no se
redimen, pequeña. Los canallas no aman, los hombres como yo son peligrosos
para las muchachitas como tú. Así que demuéstrame que me equivoco, si no
eres como mi madre huye de mí. Huye mientras puedas. Aprovecha la ventaja
de que estoy postrado para escapar. La casa de Londres está ocupada por mi
padre… la del condado, en cambio, te encantará. Tiene vivero…
—Sí, te demostraré que te equivocas, pero no como tú crees. Yo no huyo,
Raphael. De los dos, no soy yo la cobarde. Esta casa me agrada, queda en las
inmediaciones de las de mis amigas y de mi empresa. Tiene un jardín de
camelias que es un sueño y puedo contemplarlo cada mañana al despertar. Si
me deseas lejos, entonces márchate tú.

—De poder hacerlo, estaría a mil millas de aquí.

—Que ese sea tu incentivo, Raphael. Escapar y regresar a la juerga. Si tu


invalidez no tiene cura, tal y como dijeron los médicos obsoletos que te
atendieron, me iré a la casa del condado. Si, por el contrario, yo tengo razón y
tú puedes caminar, me quedaré con esta casa hasta que la muerte nos separe.
¿Tenemos un trato? —Extendió la mano. Él se la cogió, jaló de ella. El cuerpo
de Natalie por poco aterriza sobre el de Raphael. Consiguió aferrarse al
cabezal. Las miradas, peor aún, las bocas, permanecieron a escasos
centímetros.

—¿Así que por la casa es tanta testarudez? —Le sonrió, aspiró hondo su
perfume. ¡Joder, qué dulce olían algunas mentiras! Ella asintió—. Tenemos un
trato.

Dejó órdenes explícitas a Randy. Baño con sales, paseo al aire libre, almuerzo
sano y disminuir el consumo de alcohol. ¿Por qué?, porque no permitiría que
la venza. De momento, necesitaba espacio, despejar la mente, no pensar en
que por lo menos, en una cosa, debía darle la razón a Raphael. Sí le gustaba.
¡Era humana!, no iba a arrepentirse de ello. Y él también era humano, solo
por eso su cuerpo había respondido a la cercanía. Por instinto, el deseo se
hizo presente la noche anterior. Ella no podía gustarle, conocía sus atributos.
Todos los caballeros de Londres se encargaron de hacérselo saber.
Demasiado alta, poco menuda, de cabello negro pesado y sin forma, pecas y
ojos exóticos, más propios de tierras lejanas que del recato británico.

El único refugio era Cuatro Flores. Trabajar la ayudaría a pensar en otra cosa.
Llegó temprano, no se acostumbraba a tener carruaje, ni a la velocidad en la
que Ariel lo conducía. Para su sorpresa, se hallaba Jana labrando la tierra.
Lucía un vestido de lino oscuro, los guantes de piel y el cabello castaño
recogido en un severo moño. Natalie se aproximó, agradeció vestir con tanta
sencillez. Hundir las manos en la tierra húmeda y fértil era sanador.

—Las dos compartimos malhumor, por lo visto —comentó Jana.

—Empieza tú —pidió Natalie. Se puso de rodillas, tomó la pala e hizo un pozo


en el sitio indicado. Tulipanes, bellos y coloridos tulipanes. La fragancia de
esas flores solía dejarse a un lado en pos de su belleza, sin embargo, Lindsay
les daba uso. Sus notas solían ser de salida, otorgaban elegancia,
sofisticación.

—O’Kelly ha conseguido que se reabra la lectura del testamento, pues no ha


estado presente. Su notario me comunicó que puedo permanecer en la casa
como un acto de buena fe. ¡De buena fe! —gruñó—. No conozco al sobrino de
Berthan, pero ya puedo adivinar que no hay una gota de buenas intenciones
en sus acciones. Una parte de mí… —Se silenció, Natalie trasplantó el bulbo.
Aguardó paciente a que Jana dijera más. No lo hizo.

—Una parte de ti quiere mandarlo al demonio, arrojarle la casa, piedra a


piedra, por la cabeza —adivinó con acierto. Su amiga rio.

—Sí, exacto.

—Y otra parte de ti se niega a rendirse. Ya no por Berthan, sabes que él


estará por siempre en tu corazón, vayas a donde vayas, vivas en donde vivas.
Es por ti, por no dejarte avasallar, por no permitir que un malnacido se salga
con la suya.

—¿Estamos hablando de mí o de ti?

—¿Estoy en lo cierto?

—Sí —confirmó la viuda Anderson—. Tu turno, aunque ya veo por dónde va el


asunto. ¿Está ganando su terquedad, verdad?

—Por una cabeza, solo por una cabeza. —Raphael amaba los caballos, y corría
esa carrera contra la mejor. Aún podía adelantarlo. Todavía era capaz de
quitarle la victoria y consagrarse como la más testaruda de los dos. Enterró
un nuevo bulbo, su amiga le otorgó el momento de meditación—. Creo que
puede recuperar la movilidad de las piernas —confesó al fin.

—Natalie… —El tono de Jana poseía un matiz de pena.

—No, no. No me estoy aferrando a un clavo ardiente. De verdad, no siente


dolores fantasmas como dijeron los médicos. Siente dolores reales. —La viuda
la miró con fijeza, atónita.

—¿De verdad?, pero eso… ¡eso sería la mejor de las noticias! Un milagro, un…

—Un grano en el trasero cuando el que sufre ese dolor es Raphael, y encima
se niega a recibir ayuda. Como sea… gracias a su negativa es que lo descubrí
—dijo Natalie.

—¿Cómo?

—No podía descansar, estaba irritable, de modo que empecé a mezclar


hierbas en su bebida, diferentes en cada ocasión. Se dio cuenta, y dejó de
beber. El dolor regresó, con tanta intensidad… lo hizo batallar, pero noté la
respuesta. Algo se dañó, quizá por siempre, no lo sé, pero no es tan definitivo
como le hicieron creer. Si el dolor fuera de su mente, los calmantes no harían
nada. Necesitaría hierbas relajantes, en lugar de antiinflamatorias. Pero las
que mejor funcionan son las segundas.

¿Qué demonios le sucedía a su esposo? Le daba pudor hablar de la respuesta


física, se suponía que las damas no comentaban esos asuntos. Sin embargo,
no dejaba de cavilar sobre ello.

—No lo sé, Natalie. Tú eres quien más conoce de medicina de las cuatro.
Puedo cultivar las hierbas que me pidas, puedo mantener un vivero entero
solo por ti, pero debes decirme tú qué necesitas.

—Es que… Yo tampoco lo sé, Jana. Esto escapa a mí, y los médicos que lo han
atendido... ¡Oh, por poco le arranco la cabeza a uno! —masculló, molesta—.
No tengo el conocimiento.

—Quizá no, pero tienes la capacidad de instruirte. ¿Cuánto has aprendido


hasta ahora?, ¡y sola!, sin guía desde que la abuela Brigid murió.

Cuánto necesitaba a su abuela en esos momentos. Ella sabría qué hacer, y


más que ello, entendería su sentir. Brigid fue la primera en advertir los
sentimientos en su nieta, le había resaltado su obnubilación por la luz terrenal
de Raphael que le impedía ver más allá. Ahora la luz de su esposo estaba
apagada, y ella permanecía en la misma ceguera. Apenas conseguía distinguir
algunos matices nuevos.

Eres igual a mi madre . Existía algo allí, oculto en esa afirmación. Miedo.
Deseaba que ella huyera, porque él no podía hacerlo. En esa afirmación se
enmascaraban los verdaderos motivos del matrimonio. ¿Por qué no desearía
una esposa como lady Vivian? Si era la dama más bondadosa que jamás pisara
el condado de Onslow. Cualquiera querría una mujer así a su lado. Más
Raphael, que supo amarla como a nadie, que se cerró a la bondad tras
perderla. Natalie sabía que no existía comparación entre la antigua condesa y
ella, no se asemejaban en nada, salvo, quizá… en que ambas se casaron con
un canalla.

Los canallas no tenemos redención . No, pero quizá tenían cura.

—Ni siquiera atino a saber por dónde empezar —manifestó—, a quién


preguntar. ¿Qué hago, me escabullo en la universidad de medicina disfrazada
de hombre?

—¿Alguien habló de escabullirse en la universidad? —La figura de Agnes se


recortó contra el sol, proyectó su sombra sobre ella.

—Solo estaba expresando mi frustración —dijo Natalie. Agnes sonrió.

—O planeando alguna locura, ya nada me sorprende de ti.

—Pues esta locura escapa a mis posibilidades —agregó, derrotada.

—Pero no a las mías. —La señora Tremblay se sumó a la tarea de plantar


bulbos de tulipanes—. Me he escabullido en Oxford infinidad de veces y
presenciado clases de economía sin que nadie me notara. Claro, salvo el
profesor, que estaba al corriente.
—¿Puedes… puedes hacer que hable con un profesor de medicina?

—¡Claro! Bueno, no yo. Mi padre. —Sir Theodore Holland era un reconocido


profesor de la universidad. Su área era la economía, aunque su alcance lo
excedía—. No estoy diciendo que podrás cursar la carrera, pero quizá una
clase, vestida de hombre, en el fondo del aula… solo para saber en qué libros
buscar tus respuestas.

—¡Oh, Agnes!, te adoro… —Natalie se lanzó a abrazarla y ambas rodaron por


la tierra húmeda—. A ti también, Jana. —Jaló de ella, asegurándose de que la
recatada viuda terminara bien manchada de barro. Lindsay las divisó a lo
lejos, las observó sorprendida, hasta que comprendió que era la siguiente.

—No escaparás de este lodoso abrazo —amenazó su hermana, y las tres


fueron a su encuentro. Rieron hasta sanar sus males. Al menos por una tarde.
La amistad era un remedio que debía suministrarse con frecuencia.
Capítulo 10

—Milady, ya me ve —Ariel se señaló de la cabeza a los pies—, no seré yo


quien cuestione su…

—¿Atuendo?, ¿proceder?, ¿locura? —la animó Natalie.

Había rebuscado entre los baúles viejos del altillo hasta hallar las prendas
viejas de su marido. Las observó con nostalgia, eran anticuadas, pero de una
calidad encomiables. Cumplían mejor su función que las de un lacayo o
empleado de la casa del condado. Al fin de cuentas, la educación seguía
siendo un privilegio de pocos. Bufó. Aprovechó esa exhalación cargada de ira
para reducir su caja torácica y vendarla. Hizo una mueca, sus senos entraban
en la categoría de promedio, hacerlos desaparecer era doloroso. La joven
cochera cumplía en esa ocasión el rol de doncella, no por sus dotes a la hora
de realzar la belleza femenina, sino por su capacidad única de ocultarla. Ariel
solía definirse a sí misma como un hombre atrapado en un cuerpo de mujer.
Prefería los ropajes masculinos y las tareas habitualmente asociadas a los
varones. Así y todo, temía por la suerte de lady Becket, la única lo
suficientemente desquiciada para darle el puesto de cochero a una mujer y
tratarla con una afinidad más acorde a los pares que a la relación señora-
empleada.

—Locura, sin duda, esto es una locura.

—No seré yo quien lo niegue —Natalie se colocó la camisa—, un delirio


innecesario si no fuese por las restricciones que tenemos las mujeres.

—Temo que le traiga consecuencias.

—Serán menores —sentenció. Subió los pantalones, se giró y largó el aire


derrotada—. Maldito trasero el mío. Deberé permanecer con la chaqueta
durante todo el día si quiero disimularlo. —Del perchero colgaba una
chaqueta Norfolk, negó con la cabeza, sería llamativa, aunque no tanto como
su redondeado e indiscutible trasero femenino. ¿Quién demonios iba a la
universidad vistiendo prendas de deporte?, las miradas estarían en ella y las
conclusiones, se temía, serían inevitables.

—¿Está segura?

—No, pero confío en la palabra de la señora Tremblay. —Ante el escepticismo


de su empleada, agregó—: Soy una lady después de todo. Si mis acciones
tienen consecuencias, no serán legales. Le harán llegar las quejas a mi
marido, a quien no puede importarle menos, o al conde. Y cuando el conde
desee tomar cartas en el asunto… zaz, el marqués tiene más poder. Cuanto
mucho, me convertiré en una paria social. ¡Momento! —Sonrió—, ¡ya soy una
paria social! Y mi esposo también. ¿Nos desterrarán al campo?, ¿nos
prohibirán ir a los bailes?

—Presiento que disfruta un poco de ser escandalosa —dijo Ariel.

—¿Yo? —fingió ofensa, tras lo cual, rio. La muchacha se sumó a las risas, la
ayudó a anudar la pañoleta al cuello. Se calzó el chaleco y observó su imagen
en el espejo. Podía pasar por un jovencito, por una vez en su vida, agradeció
la altura. —. Lo reconozco, ser un poco canalla en esta sociedad rígida se
siente bien. Mi amiga tiene razón, ahora soy una lady, y como tal, poseo el
privilegio de que mi rebeldía se tome como excentricismo. Cuando era una
pobre joven de campo, no hubiera tenido perdón de Dios.

—Si sigue por ese sendero, terminará admirando las costumbres de granuja
de su esposo —se sinceró la empleada.

—Ya estoy lista —confirmó lady Becket. Tenía consigo un cuaderno de notas,
carbonilla afilada y plumas para apuntar, y su infaltable selección de
preparados y hierbas de uso diario. Costumbre adquirida de la abuela Brigid.
¿A cuántas personas había salvado solo por acarrear lo necesario allí a donde
iba?

Omitió responder a la acusación que cayó sobre ella. ¿Admiraba las


costumbres de granuja de Raphael? Sí, lo hacía. De hecho, su amistad se
había forjado en la base de la rebeldía del joven lord. Jugar con la hija de una
de las arrendatarias del condado, pasar las tardes haciendo travesuras en el
bosque, en los lagos… todo aquello los había unido en el pasado. En el fondo,
y ahora podía decir que en la superficie también, ella era igual de díscola que
él. El malestar nacía de los hábitos destructivos de su esposo. Había hecho de
su vida de libertino una constante prueba a su suerte. Desde la muerte de
Vivian que Raphael parecía ansioso por unírsele. Cuando alguien atenta
contra una persona a la que queremos, le guardamos rencor. ¿Qué sucede
cuando la víctima y el victimario se alojan en el mismo cuerpo?, ¿se puede
querer y odiar al mismo hombre?

Irrelevante. Iba a salvarlo de todos modos, así fuera para quererlo o para
odiarlo. Se subió al carruaje y permitió que Ariel la condujera a la universidad
con su destreza habitual. Ella le dedicaría los minutos del trayecto a intentar
disminuir el pánico. El profesor Tobermory estaba al tanto de la presencia de
una fémina en su cátedra del día de la fecha, sir Holland lo había solicitado
como un favor personal, a lo cual, el otro profesor accedió encantado.

Es algo… extravagante, advirtió Agnes. La rareza de dicho docente radicaba


en dos asuntos primordiales: la práctica de autopsias y sus ideas sobre la
popularidad del saber. ¡El hombre abogaba por universidades con libre
acceso!, si no fuera brillante en su ámbito, ya le hubiesen cerrado las puertas
en más de un sitio. Natalie le agradeció al hombre antes de conocerlo, de no
ser por su pensamiento moderno, ella no podría hallar respuestas. Que las
mujeres estudiaran estaba mal visto, y muchos se oponían siquiera a
compartir un aula con ellas.

Según tenía entendido, la osadía de vestirse de varón para aprender no era


exclusividad de Natalie o Agnes. También lo había hecho lady Vanessa
Witthall, la condesa de Dorset. Acto que le granjeó una patada en el trasero
por parte de su padre, que la hizo cruzar el océano desde Boston hasta
Londres, en donde se casó con el conde loco. Pero los casos no terminaban
allí, y la mayoría se daban, ni más ni menos, que en la universidad de
medicina. El hecho de que las mujeres fueran relegadas a las tareas de
asistencialismo alimentaba la erudición. Natalie era un claro ejemplo. Las
damas se encargaban del cuidado de los enfermos en los hogares; las
solteronas, sobre todo, tenían una función social establecida: cuidar a los
ancianos, ya sean sus padres, tíos o parientes lejanos. Esa actividad las
conducía a la necesidad de saber, más cuando su experiencia empírica
contradecía a la académica, y sus opiniones eran desechadas por ser féminas .
La terquedad tampoco era una exclusividad de Natalie. Miranda Stuart Barry
se había graduado en la universidad de Edimburgo, tras lo cual, mantuvo su
disfraz de hombre para poder ejercer. Enriqueta Faver Caven de Renau fue
descubierta recién al morir. Ellas elevaban el estandarte que hoy le brindaba
a lady Becket la oportunidad de ayudar a Raphael.

—Milady… —exclamó Ariel desde el pescante—, este sitio es más lujoso que la
casa del marquesado.

Natalie se contagió del entusiasmo. Asomó su cabeza por la ventanilla del


carruaje para admirar el edificio de Balliol College. Se trataba de una
construcción gótica estilo inglés, con las torres terminadas en picos, las
ventanas con arcos y los cristales de colores dibujando formas que
conseguían un arcoíris en el interior cuando el sol las atravesaba.

—Sí, con la diferencia de que aquí asisten cientos, mientras que el marqués
vive solo.

—Un total desperdicio —convino la cochera.

Regresó la cabeza al interior del coche. El viento podía desatar las horquillas
que sostenían su cabello bajo el sombrero masculino. Ojalá existiera la misma
capacidad de sujetar los latidos de su corazón furioso. Jamás imaginó poder
asistir a un sitio así, y si bien Agnes se erguía como un hada madrina de
cuentos, la posibilidad existía gracias a ser una lady. Al privilegio de que su
nombre fuera acompañado del apellido Becket.

Cogió de su bolso el cuaderno de notas, había dibujado un mapa y algunas


instrucciones de modo de pasar desapercibida hasta llegar al aula. Agnes le
había explicado que Oxford estaba compuesto de varios collages , y que no
todos ellos impartían todas las asignaturas. Si se perdía entre los corredores,
iba a estar en un aprieto. Una pregunta fuera de lugar, y el disfraz no
bastaría, todos comprenderían que era un infiltrado. El escudo en su carruaje
y la vestimenta de lord Raphael le ayudó con la farsa. Nadie se volteó al ver a
ese jovencito pasado de moda pero con buen gusto que caminaba a paso
ligero por los extensos pasillos de Balliol.

—¿El profesor Tobermory? —preguntó en un murmullo. Esperaba que la voz


susurrada ocultara el matiz femenino.

—Ha trasladado la clase al laboratorio, si se apura, los alcanzará.

El joven indicó el camino, a lo lejos, un grupo de caballeros avanzaba en


conjunto. Conversaban con entusiasmo, Natalie se abstuvo de preguntar el
motivo de tanto alboroto. No deseaba quedar como una tonta. Los siguió,
siempre un paso relegada. Reconoció a Tobermory de inmediato, rondaba los
cincuenta años. Su cabello cano requería un corte urgente, al igual que su
barba rala. El porte desgarbado delataba las horas de estudio, ya fuera sobre
cuerpos postrados en camas como encima de pesados libros en la biblioteca.
El hombre se volteó un segundo a constatar a los estudiantes, la divisó e
identificó de inmediato. La sonrisa de complicidad la hizo imitarlo. El doctor
Tobermory le cayó bien de inmediato, a diferencia de su colega, Gabaldon.

—Bueno, jóvenes… —Abrió la puerta del laboratorio—, hoy tenemos un


invitado. Díganle bienvenido a John Doe. —Todos, salvo Natalie, entendieron
la broma. Uno de ellos se apiadó de «el nuevo» y le susurró:

—John Doe o Jane Doe es como bautizamos a los cuerpos anónimos que llegan
a la morgue…

—¿Una autopsia? —se sorprendió lady Becket. Eso sí era novedoso.

—Sí, últimamente no tenemos demasiadas. Hay que aprovecharlas al máximo.

—¿Por qué? —indagó, sin darse cuenta de que su curiosidad la delataba.


Tobermory la puso al corriente, sin preocuparse por la desconfianza de los
demás.

—Los ciudadanos no suelen donar sus cuerpos a la ciencia, creen que no


recibirán santo descanso. En el pasado… —Se acercó a la mesa de trabajo,
corrió la sábana de algodón que cubría al difunto—, algunos inescrupulosos
nos vendían cuerpos que robaban de tumbas recientes. Pero las leyes se han
puesto duras con los saqueadores, por lo que solo nos resta estudiar a los
criminales sin familia que terminan en la horca o mueren en las celdas. —Hizo
una pausa tras su explicación, cogió un libro de tapa de cuerpo. Natalie
observó la cruz en relieve, dorada, sobre el lomo—. Aquellos que sean
religiosos, este es el momento… —Un par de estudiantes se sumaron a
Tobermory y rezaron unas plegarias en nombre del alma del difunto, pidieron
que El Señor contemple el sacrificio que su cuerpo humano hacía por la
ciencia, para salvar nuevas vidas, y que lo recoja en su santa gloria. Natalie se
halló a sí misma respondiendo: Amén.

Un par de jóvenes permanecieron junto al doctor, eran estudiantes


avanzados, se encargarían del trabajo de preservar los órganos en formol
para futuros estudios. Tobermory inició la tarea, aferró un afilado bisturí y
diseccionó el cuerpo de John. El gas salió de su caja torácica y el olor a
muerte y putrefacción inundó la sala. Para sorpresa de Natalie, algunos de
sus compañeros se descompusieron. Las arcadas subieron por los esófagos,
algunos sufrieron bajas de presión. En breve, tendrían que abandonar el aula
y ella se quedaría sin su preciado saber.

¡Al demonio las formas!, abrió su maletín y arrojó con eficacia un par de
hierbas en un frasco de vidrio. Artemisa, vainilla, anís, tomillo y gotas de
aceite de rosa.

—Huelan esto, caballeros… —Pasó el preparado de mano en mano.

—¿Las sales de las matronas? —bromeó el médico. Natalie se rio con él, al
parecer, la reacción de los estudiantes no sorprendía al doctor Tobermory—.
No se sientan mal, muchachos, solo aprendan. Los cuerpos se gasifican
postmortem. Si saben las condiciones climáticas, pueden determinar cuánto
tiempo pasó del deceso. Por el contrario, si saben el tiempo, pueden
determinar el clima. Anoten… —ordenó—, chop, chop.

Todos tomaron nota, al tiempo que se traspasaban el frasco unos a otros.


Natalie también apuntó ese dato, aunque no pensaba dedicarse a la medicina
forense. Las explicaciones continuaron, arrojaban mucha información.

—No esperaba que los muertos hablaran tanto —murmuró lady Becket, sin
percatarse de que lo expresaba en voz alta sin impostar. El doctor rio, los
demás la observaron y ella se sonrojó.

—Lo siento, milady, ha develado sola su disfraz —dijo Tobermory, ante la


estupefacción de los presentes—. Jóvenes, si van a prestar más atención a
lady Becket que a John Doe, les pediré que se retiren. —Fue momento de ellos
de sonrojarse. Uno, cerró su cuaderno, elevó el mentón y abandonó el
laboratorio. Imaginó que su actitud inspiraría a los demás, que los presentes
elegirían la moral por sobre el saber. Su retirada solo se granjeó la carcajada
del profesor y los alumnos avanzados—. ¿Ahora entiende por qué los
saqueadores de tumbas eran tan prósperos en sus negocios? A los buenos
médicos no nos importan los valores sociales, solo el conocimiento. ¿Alguno
más se siente insultado por el cerebro de una dama? —Negaron.

—Solo me insulta que tenga mejor estómago que yo —se quejó un compañero,
el que explicó el motivo del mote John Doe—. Pensé que las damas, más las de
alcurnia, eran sensibles a estas cosas.

—Soy de alcurnia por matrimonio —se defendió Natalie, entre halagada y


azorada.

—Por matrimonio con un lord que ha quedado paralítico, si mi información no


es incorrecta. Así que, señores, por el bien de la dama en cuestión,
apurémonos a inspeccionar la columna.

La declaración de Tobermory despertó un eco de murmullos. Lord Raphael


Becket, sí, el hijo del conde de Onslow… Los caballos… Un canalla… Un
libertino. ¿Se ha casado?... bueno, era de esperarse que eligiera una mujer
poco ortodoxa. Es bastante bella… pero demasiado alta para mí. ¡Demasiado
inteligente para ti, Patrick!

—Sigan murmurando como matronas en un baile y los obligo a evaluar los


intestinos hasta determinar una semana de ingesta de John —amenazó el
doctor. Consiguió su cometido, la atención de los presentes regresó al difunto
y Natalie volvió a respirar.

Tras sacar órganos, pesarlos, analizarlos y delegarlos a la tarea de


prepararlos en formol, llegó el momento de rotar el cuerpo. Con ayuda de los
estudiantes lo hicieron, expusieron la columna.

—Milady, acérquese… Pasaremos a lo importante.

Lo abrió y desprendió la musculatura de las vértebras para exponer los tejidos


y parte ósea. El olor fue más intenso cuando estuvo a pocos centímetros,
debió recurrir a sus hierbas para mantener el desayuno en sus tripas.
Tampoco ayudaba pensar en la herida de Raphael, en cómo se verían los
huesos heridos en un hombre tan joven.

—Tiene los discos dañados —apuntó uno de los jóvenes.

—Así parece, ¿qué podemos concluir de ello?

—Que ha sufrido un accidente —atinó otro.

—O que ha trabajado haciendo fuerza —se atrevió Natalie. La sonrisa del


doctor la animó a seguir con su conjetura—. Mi abuela atendía lesiones de
obreros, dolores fuertes de espalda en hombres jóvenes.

—¿Por qué cree que es una lesión por fuerza y no un accidente?

—Por… —Se mordió el labio, dudaba. El médico no la juzgó por ello, era mejor
para la ciencia la duda que la certeza—. Sus pulmones mostraban manchas
negras, producto de las calderas o las minas de carbón. Su hígado contaba
con durezas, el consumo de alcohol de baja calidad es muy frecuente entre
personas que no tienen acceso a agua pura. Yo diría que, quizá… el ferrocarril
o… o un barco a vapor.

—Muy bien. No lo sabemos, lo único que conocemos de John es que terminó


en una celda por asaltar a una dama. No quiso decir siquiera su verdadero
nombre —explicó el docente—. La conjetura es lógica, y la comparto, ¿por
qué, caballeros?

—Porque no se ven cayos en los huesos que indiquen fisuras o quebraduras.


—¡Exacto! Se ha dañado los discos —Señaló la zona entre las vértebras.

—¿Los discos? —preguntó Natalie. La esperanza se trasladó a su voz.

Tobermory parecía compartir con ella una teoría, aunque esperaba que fuese
la misma lady quien la concluyera. El motivo… las disputas entre
profesionales. No era bueno para él enfrentarse a los doctores de renombre,
en cambio, si la esposa era quien tomaba parte del diagnóstico…

—Sí, las vértebras están separadas por discos blandos. Estos discos impiden
que los huesos se toquen entre sí, se raspen y desgasten, como se puede
observar aquí. Toda la zona de la columna está atravesada por infinidad de
nervios que conducen a cada rincón de nuestro cuerpo…

—¿Qué sucede si se quiebra la columna?

—Si al herirse la columna, se corta la médula, los nervios dejan de transmitir.


Dependiendo de dónde se rompa, puede un individuo permanecer paralítico a
parapléjico.

—¿Y si solo se daña, sin romperse del todo?

—En ese caso, podemos encontrarnos con un desplazamiento de las vértebras


o una conjunción de las mismas. Los nervios seguirían funcionando, pero… —
De pronto, todos estaban atentos. Ya no observaban al cuerpo, con sus discos
gastados y las pruebas de trabajos forzosos en una caldera. Ahora imaginaban
la espalda de un canalla, quien le jaló la cola al diablo—. Si los discos se
dañaran, las vértebras se tocan y generan dolor. A su vez, cuando se tocan,
pueden aprisionar a los nervios entre ellas e impedir el paso de señales
nerviosas… Si a eso le sumamos un golpe o alguna fisura, la zona estaría por
completo inflamada. La inflamación muscular y la retención de líquidos haría
presión sobre los nervios, los empujarían más cerca de esas vértebras y
habría mayor posibilidad de que los mismos quedaran atrapados.

—¿Y si la inflamación disminuye?, ¿podría el paciente sentir dolor?

—Claro, los nervios son quienes transmiten el frío, el calor y… el dolor. Son
los que nos hacen tener las respuestas intuitivas. Si te quemas las manos, la
retiras del fuego, sin siquiera pensar en la acción. Solo lo haces. En el
supuesto caso… porque es supuesto —aclaró, infundir falsas esperanzas no
era acorde a la ciencia—, de que hubiera un pinzamiento nervioso, al
descender la inflamación, los nervios volverían a informar al cerebro de que
hay dolor. Un intenso dolor en esas vértebras unidas.

—¿Hay… existe una cura? —se atrevió a preguntar. Le tembló la voz.

—No, los discos no se recuperan, milady. Sin embargo…

Sin embargo. Pero. No obstante… Todas esas palabras se revistieron de fe, de


aire, de vida.
—¿Sí?

—Eso no quiere decir que no pueda recuperar el uso de sus piernas. Creo que
la ciencia alcanzará un día el progreso necesario para llevar a cabo una
cirugía en una zona tan crucial sin generar más daño que bien. De momento,
y siempre en el supuesto de que nos enfrentemos a una situación así, lo que
se puede hacer es disminuir la inflamación, conseguir que los nervios escapen
del pinzamiento. Lo segundo, fortalecer la espalda al máximo, de modo que la
musculatura mantenga rígida la espalda y consiga un mínimo de espacio en
las vértebras. Así no se generarán nuevos daños nerviosos. No voy a mentirle,
milady, incluso en este escenario, lord Becket tendrá dolores. Hay personas
sanas que sufren de los nervios solo con agacharse… —Señaló una zona,
llamada ciática, que al parecer podía paralizar por días con dolores atroces.
Como los de Raphael.

—Agradezco su sinceridad, y le demandaré aún más. De no tratarse de un


daño en los discos…

—Entonces, mis colegas están en lo cierto, la médula está dañada y su esposo


es paralítico.

—Y si yo… si yo le diera antiinflamatorios y lo ayudara a fortalecer la


espalda… —balbuceó—, y él fuera paralítico, ¿lo dañaría aún más?

—No, milady. Si fuera así, no sentiría nada. No puede dañarlo más.

Él siente, quiso gritar. ¡Joder, cuánto siente!

—Gra-gracias.

—Espero que nos acompañe hasta finalizar. Veremos de qué está hecha la
cabeza de John Doe… Caballeros… —Solicitó que lo ayudaran a volverlo boca
arriba. Abrir un cráneo se consagraría como la experiencia más traumática de
la vida de lady Natalie Becket.
Capítulo 11

Su lugar como único heredero del condado le había demandado una


minuciosa formación. Eton y Cambridge, como la mayoría de los jóvenes de su
estrato social. Enfocó sus estudios en la administración, dado el patrimonio a
heredar, pero no por eso dedicó menos tiempo a la filosofía. Aunque se
encargaba con afán de ocultarlo, siempre le había apasionado esa rama de las
ciencias sociales. No era de sus profesores o de los libros de donde más había
aprendido, la meca del conocimiento se hallaba en los lugares recónditos de
Londres, en especial, el burdel de madame Savory. Allí, entre las piernas de
quien supo ser su compañía preferida, Mikaela, comprendió lo hondo que
afectaba a la vida humana temas como moral, ética y ser.

Hoy observaba a su esposa y regresaban a él esos pensamientos filosóficos.


Vemos en los demás un reflejo de nosotros mismos , le había dicho la mujer.
¡Joder!, ojalá hubiera tomado nota de tamaña sabiduría. De haberlo hecho, no
estaría envuelto en semejante embrollo.

No había mentido cuando Natalie le preguntó los motivos de esa unión. Creía
que ella lo odiaba, ¡debía hacerlo!, él se había encargado de eso. De algún
modo, se convenció de que se lo debía. De estar en su lugar, Raphael se
hubiera alegrado de la desgracia de quien tanto dolor provocó, le hubiera
sacado hasta el último penique y hubiera aguardado la viudez rodeado de
lujos. Pero Natalie no era así, ese era su reflejo proyectado en ella. Su esposa
no hizo nada de lo esperado, por el contrario, permaneció a su lado, dispuesta
a… salvarlo. De su cuerpo convertido en cárcel, de su existencia destructiva,
de la amargura que revestía de juerga y sarcasmo. Si él vio su reflejo en ella,
¿qué veía Natalie al observarlo? ¿Era capaz de ver bondad en su mirada?,
¿resiliencia?, ¿o lo oscuro de su ser absorbía toda la luz e impedía reflectar?

¿Así había sido su madre? Le aterraba el destino de Natalie a su lado. Le


aterraba lo que él albergaba en su interior, una fiera que respondía dócil a las
órdenes de su esposa, pero que no olvidaba cómo usar las garras y los
colmillos para destrozar.

Lo peor, lo más doloroso: se sentía mejor. Una fuerza vital que se alimentaba
de ella y lo hacía dependiente. ¡Demonios, Nat… líbrate de mí ahora que estás
a tiempo! Que un hombre como él la necesitara con esa intensidad era la
definición de peligro, solo bastaba ver el pasado, observar esa mitad Becket
que su padre había traspasado en su sangre.

—Milord… —Randy lo cogió desde su pecho, lo incorporó con una mezcla


extraña de fuerza y suavidad—, no se me dan bien los números, pero sé
contar. Superó las cien repeticiones.

—Aún no estoy cansado. —Batalló para continuar con la actividad física. Le


agradaba. Era un hombre joven, vital, incluso en su invalidez. Cuando las
piernas se lo habían permitido, no pasaba una jornada sin realizar ejercicio.
Ya fuera montar, esgrima o… tener sexo. Como fuera, la quietud lo torturaba
más que los músculos agarrotados por el exceso de entrenamiento.

—Pero su opinión no es relevante, lord Raphael —Doris Lee se hizo presente,


traía consigo una bandeja repleta de alimentos—, lady Natalie dio una orden,
y todos aquí la acatamos.

—¡Todavía puedo despedirlos!

—Sí, puede, pero no lo hará, porque se siente mejor.

La mujer depositó la bandeja en la mesa auxiliar. Randy lo ayudó a sentarse


en un cómodo sofá. El mismo había sido alterado con almohadones de pluma,
acompañaba la curvatura natural de la columna cuando se apoyaba sobre el
respaldar. Una curvatura que en la espalda de Raphael sufría una leve
alteración. El alivio de mantener las vértebras en su sitio era innegable. El
goce de saber que Natalie había cosido a mano cada cojín no tenía
comparación. La tela aún olía a ella, a ese deje de canela y manzanos.
Deliciosa. Detestaba la idea de que su olor corporal, prevaleciera en ese
sillón.

—¿Sentirme mejor? —mintió—, ¿ha probado hacer cien flexiones de brazo con
las piernas sostenidas en un cajón? Créame, me siento como un saco de
patatas.

—¿Y por eso pretendía hacer más de cien? —rebatió Randy.

—Claro, intento matarme y que mi esposa se sienta culpable hasta el fin.


Volveré del más allá para atormentarla…

—Deje los lamentos, no hay duda de la mejoría. Se le ve en el rostro —dijo


Doris, se abstuvo de besar la frente sudada como cuando era un crío salvaje.
Lo recordaba verlo llegar a las tierras del marquesado, con la piel enrojecida
por el sol y el ejercicio. Se colaba en las cocinas, demandaba de las
empleadas de su tío dulces y panecillos. Todas caían presas del encanto
díscolo del muchacho. De algún modo, ella también lo había extrañado.

—Por cierto, ¿dónde se encuentra mi carcelera personal? —Cogió de la


bandeja una lonja de salmón gravlax, su nuevo vicio en reemplazo del alcohol.
Era una receta nórdica que Natalie había aprendido de Hansen. Según ella, lo
importante eran los grupos de alimentos, mientras consumiera lo suficiente
para recuperar la masa muscular, lo podía hacer del modo que deseara. Pues
bien, Raphael estaba decidido a comer salmón gravlax sobre pan tostado,
acompañado de queso, hierbas y hojas verdes hasta que le saliera por las
orejas. Era una delicia.

—Nos pidió que no le dijéramos, creo que planea una sorpresa —comentó
Doris. Le sirvió una taza de té y agregó las hierbas seleccionadas por lady
Becket. El hombre observó el preparado con desconfianza, se granjeó una
mirada réproba del ama de llaves.

—Las sorpresas de mi esposa me van a matar antes que sus ejercicios —


masculló—, y dado que el vikingo bruto no se ha marchado, y está decidido a
observarme mascar… —Desplazó un platillo hacia él, Randy negó, Raphael
insistió, podía verlo babear ante el salmón. No era tan cruel de no convidar.
Al fin, consiguió persuadir a su celador—, adivino que mi sesión de tortura no
ha finalizado aún.

—No —respondió Doris en lugar de Randy—. Tras la comida, le corresponde


un poco de ejercicio al aire libre, para fortalecer la capacidad respiratoria y el
espíritu…

—¿El espíritu? —Su pregunta hizo eco en los muros sordos que eran sus dos
empleados.

—Luego un baño de sales, para finalizar en el espacio de su preferencia.


¿Biblioteca o despacho?

—Oh, hasta que una parte del plan contempla mis preferencias —ironizó. No
obtuvo respuesta—. Lo cierto, prefiero continuar con mis ejercicios de
musculación.

—¡No! —dijeron al unísono. Él bufó, podía tolerar ese despotismo por unos
días más. Sobre todo, si a cambio gozaba de más pan tostado y salmón.

—Bien, bien… entonces, que la jornada finalice en la biblioteca. Randy ha


coartado con su brusquedad una profunda disertación filosófica conmigo
mismo. Creo que necesito regresar a las obras de Søren Kierkegaard.

No recordaba la última vez que se dispuso a estudiar por el simple placer de


ocupar la mente. La juerga en el pasado traía aparejadas resacas
insoportables, seguidas de nuevas actividades libertinas, en un ciclo sin fin. El
accidente lo había provisto de un dolor que lo agarrotaba y que él combatía
con más alcohol. Recién en esos momentos, su mente estaba despejada y lista
para tareas intelectuales. De estar sano, la biblioteca no sería opción.

Ordenó a Randy que corriera la butaca de alto respaldar y la reemplazó con


su silla de ruedas. La luz se colaba por las altas ventanas, el espacio estaba
diseñado para aprovechar al máximo el sol. Las paredes poseían estantes
hasta el techo repletos de libros con lomos de cuero y letras en relieve. La
mayoría de los ejemplares solo valían su coste en materiales, ¿a quién
demonios le importaba la historia del condado de Onslow, la arquitectura de
la casa principal o la ubicación del primer castillo? Sin dudas, no a Raphael.
Él era preso de cuestionamientos existencialistas.

—Vikingo, alcánzame el ejemplar de El concepto de la angustia, está en el


estante a la altura de tu nariz —solicitó.

—¿Le parece el tipo de lectura apropiada?

—Por supuesto, habla del temor inherente a la libertad.

—Aha… —Randy no se movió, Raphael se frustró.

—Hansen, ¿puedes alcanzarme el libro? —insistió.

—No —respondió, algo sonrojado.

—¡Pardiez, ¿todo es tan difícil en esta casa?! —se molestó el lord—. Elige tú
una lectura de tu agrado, te hará bien sentarte unos momentos. Sin duda no
debe llegar mucho oxígeno allí arriba… —Elevó la cabeza, lo que le faltaba
era dañarse las cervicales al observar a Hansen a los ojos.

—No debería hacer esas observaciones —se quejó el grandulón—. ¿Sabe?,


usted no es mucho más bajo que yo. Más delgado, sin duda, pero no le saco
más de una cabeza.

—¿Y te parece que mi cerebro está muy oxigenado? —Se señaló y largó una
risotada—. Créeme, te hará bien respirar el aire de las planicies. Pero antes…
Alcánzame el jodido libro. Es de Søren Kierkegaard, aunque quizá figure con
el pseudónimo Vigilius Haufniensis.

—¿Cuál es? —preguntó Hansen.

—Ya lo dije: El concepto de la angustia…

—No, me refiero… a qué color o cómo lo reconozco.

—Lo siento, no lees inglés, solo noruego. Debí suponerlo… —se disculpó
Raphael.

—No leo en lo absoluto, milord. —Ya no fue necesario escrutar su rostro en


las alturas, el sonrojo se adivinaba a la distancia.

—Veo. —El hecho de que Raphael no se hubiera burlado o hecho comentarios


maliciosos calmó el pudor del grandulón. El lord tomó una pluma y escribió el
título y el autor con letras imprentas. Se lo extendió—. Busca esa secuencia
de letras en los lomos.
Randy Hansen cogió el papel e hizo lo solicitado. Como la búsqueda se
limitaba a un estante, no sería eterna. Aun así, tardó unos diez minutos en dar
con el ejemplar solicitado. Al depositarlo en el escritorio, recibió un
asentimiento de Raphael y no fue capaz de contener la sonrisa de
satisfacción. Se dispuso a sentarse lejos, su señor se lo impidió.

—¿A dónde crees que vas?

—A disfrutar del paisaje. Seguro se demora en leer todo eso de la angustia y


la libertad, y no sé cuántas cosas más. ¿No puede elegir algo más feliz?

—Es algo feliz si consideramos que el temor viene asociado a la libertad,


sobre todo para alguien atrapado en su cuerpo, en su propia casa. ¿Sabes,
Randy? Kierkegaard lo compara con pararse justo al borde de un precipicio,
¿caer es lo que tememos o elegir es lo que nos aterra? Si somos presos del
destino, no tenemos nada que nos angustie. Sucederá lo que deba suceder. Mi
accidente, por ejemplo, hubiera sido inevitable por muy santo que yo hubiera
sido. En cambio, si fueron mis libres elecciones… —Hansen se sentó de
inmediato—. ¿Logré captar su atención?

—No, milord, solo temo que de verdad el oxígeno no sea bueno en las alturas
y termine diciendo esas sandeces.

Raphael carcajeó.

—Veo que no le atraen los conceptos existencialistas.

—¡Claro que sí!, las treinta libras que me paga la señora me permiten existir.
¿No es eso? —Raphael no lo discutió, ¿quién era él para hablar de
necesidades? Además, al igual que con Mikaela, si uno deseaba comprender
cómo afectaba la filosofía al hombre común necesitaba entablar
conversaciones con el hombre común.

—Es libre de pensarlo de esa forma, Hansen, y en esa libertad está la


angustia. ¿Verdad?

—No.

—Bueno. —Raphael no podía borrar su sonrisa—. Igual, he cambiado de


parecer respecto a mi lectura.

—Mejor así, nada de angustias… —Intentó quitarle el ejemplar. El lord le dio


un golpe en el revés de la mano, como a un niño travieso que roba las galletas
de navidad antes de tiempo.

—Nos dedicaremos a la enseñanza, tienes que aprender a leer y escribir,


Randy —dictaminó Becket.

—Ya soy grande para eso.

—Solo de altura, me di cuenta de que eres menor que yo.


—Igual, no lo necesito para mi trabajo —insistió el hombretón.

—¿Y si te despido?

—Usted no puede hacerlo, ya me lo dijo lady Natalie.

—¿Y si lady Natalie está en lo cierto y yo vuelvo a caminar? No te necesitaré…

—Volveré al puerto.

—¿Cuánto te pagaban allí? —Randy no respondió. Su gesto se endureció, la


terquedad vikinga se hizo presente—. Si sabes leer y escribir, podrás
conseguir un empleo mejor cuando al fin pueda deshacerme de ti.

—¿Y a usted, milord, qué le importa mi suerte si se deshace de mí? —indagó


con cierta desconfianza.

—Tiene razón, su suerte no me interesa, al parecer, a usted tampoco, Hansen.


Volveré al asunto de la angustia de la libertad. Hay personas que tienen
mucho miedo cuando están frente a una elección, ¿cobardía quizá? Oh, espero
hallar la respuesta entre estas páginas.

—¿Me está llamando cobarde? —Las mejillas de Randy ardieron. En su piel


blanca, el contraste lo hacía ver del color de los tomates.

—¿Yo? Solo hablaba de filosofía.

—¡Eso no es lo que dice su libro!

—¿Cómo saberlo? Si no lo leemos…

—¿Desea enseñarme a leer? Bien, hágalo —accedió Randy—, solo tengo una
condición.

—¡Pero mira qué avaricioso resultó el vikingo! —bromeó lord Becket—. ¿Cuál?

—Que usted se retracte de decirme cobarde…

—Hecho…

—Y que admita que le interesa enseñarme porque, en el fondo, es igual de


bueno que lady Natalie.

Raphael se echó a reír a carcajadas, los ojos se le inundaron de lágrimas de


diversión.

—¿Igual de bueno que lady Natalie? Eres ocurrente, me caes simpático. —El
hombretón se cruzó de brazos, empecinado en hacerlo admitir su bondad—.
Bien, si eso es lo que crees… Lo que piensas de mí, dice más de ti que de mí.
—En ese caso, yo pienso que usted es amable, así que yo soy amable. Usted
piensa que yo soy cobarde… —lo desafió Hansen.

—No te pases, no te pases. —La sonrisa de Raphael desafiaba el fingido enojo.


Le entregó una pluma, le enseñó a cogerla y, tras copiar el abecedario en un
papel, hizo que él lo repitiera con trazos desiguales.

Al llegar a la D, un ruido estrepitoso lo hizo soltar la pluma. Se disculpó,


volvió a cogerla. Otro ruido. Y otro. Y otro más. El techo parecía caérseles en
la cabeza. A los pocos minutos, Randy aprendió a ignorar el sonido. Raphael
no.

—¿Qué demonios es eso?

—Debe ser la sorpresa de lady Natalie —murmuró, concentrado, el


hombretón. Sacaba la lengua hacia un lado, el delicado tubo de metal se le
escurría de su mano.

—No bromeo, esta mujer no quiere matarme, quiere que viva un infierno. —
Se sobresaltó tras otro golpe. Raphael elevó la mirada, esperaba hallar una
rajadura en el cielorraso.

—Lo dudo… —La F se le resistía. Ahora los dientes aprisionaban los labios del
vikingo, intentaba repetir los sonidos de cada letra para memorizarlos.

—¿Sabes qué se trae entre manos?

—No.

—Llévame a la planta alta —solicitó, deslizó las ruedas de su silla hasta


hacerla un metro hacia atrás.

—No. Ge… —continuó.

—Randy… Si no me llevas, iré solo. —Consiguió la atención de Hansen. Los


ojos del color del ártico se fijaron en él, tras lo cual, elevó los anchos hombros
en un gesto de desinterés.

—Tengo órdenes de no llevarlo a su recámara, pero no de impedirle ir. Así


que, si usted va solo, yo no le estaría fallando a lady Natalie… —Una leve
sonrisa pujó de las comisuras del vikingo. Los señores de la casa eran dos
niños batallando voluntades, reconocía que lo prefería antes de los egos
masculinos en las tripulaciones de los barcos.

—¿Mi recámara? ¡Demonios! —Manipuló la silla—, esa bruja está dispuesta a


arrasar con todo. —Raphael se sorprendió de la facilidad con la que podía
moverse con la silla. Lo hizo hasta el hall principal, recién allí comprendió el
motivo: la fortaleza muscular regresaba a él por los ejercicios y la buena
alimentación, y Natalie había hecho retirar las alfombras. El suelo de mármol
estaba al descubierto, nada se interponía en el andar de su silla.
Salvo los escalones. Maldijo una vez más. La jodida escalera se abría en forma
de Y, con un tramo central elevado. El mismo Everest para el lord.

—No vas a ganarme, Nat… —masculló—. No vas a ganarme. —El desafío le


infundió fuerzas, ella lo hacía. Su presencia era una fuente inagotable de
energía, uno de los grandes tesoros de la alquimia y él lo tenía para sí. Se
cogió de la baranda, elevó su cuerpo fuera de la silla y se sostuvo. Los bíceps
se inflaron, los antebrazos dibujaron cada tendón, cada vena, y él… él se
mantuvo vertical. Claro que no podía mover las malditas piernas. No las
sentía, pero podía apoyar el trasero en el escalón. Eso hizo. Quedó de
espaldas al descanso. Con los tríceps como aliados, se encaramó un escalón a
la vez. Al llegar al quinto, comprendió que debía acarrear la silla con él.
¡Demonios! Regresó dos, se estiró hasta la silla y la subió con él. Descubrió
que tenía un seguro, podía trabar las ruedas para no rodar colina abajo. O
escalera abajo. ¡Muy astutos!, vaya, quizá, después de todo, existía la vida en
la invalidez. Pensó en todos aquellos que no podían caminar. No se quedaron
barruntando penas ni maldiciendo esposas. No… ¡Diseñaron un modo de
movilizarse!, de continuar con sus vidas y ser útiles. ¡Vamos!, pensó, si hasta
podía tener una vida bastante más provechosa ahora, encerrado en una
biblioteca, de la que había tenido en el pasado, confinado en un burdel—.
Bien, Nat… —suspiró—, tú ganas. No sé de dónde demonios ha salido ese
pensamiento.

Sin embargo, allí estaba. ¿Extrañaba follar?, ¡claro!, era un inválido, no un


monje. Pero ya no le apetecía Mikaela. Le apetecía alguien más, una bruja de
cabellos negros, ojos de gato y un carácter endemoniado. Le apetecía Nat.

Deseaba a su mujer.

No iba a ahondar en eso. No mientras luchaba con la escalera de su propia


casa, no mientras esa condenada hechicera destrozaba su recámara sin su
consentimiento. Anhelarla debía ser un encanto macabro de sus dotes celtas.
No contemplaría otra explicación. ¿No había comentado Bastien la existencia
de un aceite estimulante?

Subió el trasero un peldaño más. Hizo que la silla lo acompañara. Repitió la


acción hasta el descansillo. Allí se detuvo, sorprendido de no estar agotado.
Su cuerpo era joven, vital, y estaba decidido a seguir siendo compañero de
aventuras. El problema estaba en su cabeza, siempre fue la encargada del
boicot, y no iba a dejar de serlo ahora. Con crueldad, le arrojó un
pensamiento en ese instante.

Aquí murió tu madre. Desde allí cayó .

Fijó sus ojos en el sitio, apretó los dientes. No cayó, él la tiró, mi propia
sangre. El árbol del que soy fruto. El ruedo de una falda color crema ingresó
en su campo visual, Raphael se atrevió a imaginar un fantasma. Un ánima que
atravesaba las puertas del más allá para serenarlo. Pero no era un espectro,
era el ser más terrenal del mundo.

—¿Raphael? —La recorrió con la mirada, desde los pies enfundados en


botines y ocultos por las enaguas, pasando por su cintura estrecha, los senos
aprisionados en un corsé, el cuello esbelto y largo, hasta alcanzar sus labios
finos, curvos en una sonrisa radiante—. Veo que has conseguido escapar de tu
celador.

—Pff —se quejó—, lamento informarte que el carcelero resultó ser un


bonachón. No está aquí por las treinta libras, permanecería trabajando por
una caricia y una palmada de aliento.

—Y por eso es que se merece las treinta libras. ¿Deseas ver los cambios en tu
recámara?

Había hecho colocar barandas, volvía a entregarle la llave de su libertad, de


su independencia. Ante la escena de verlo en la escalera, subiendo, Natalie
sintió la inmensa satisfacción de saber que era lo correcto. Incluso si no volvía
a caminar, podría ser autosuficiente. Y ella lo atestiguaría desde la habitación
de la condesa. No más alas distintas de la casa, no más distancia entre ellos.

—No.

Ella no mutó su expresión de dicha. Aprisionó su falda y se sentó a su lado. Lo


acompañó en silencio. Raphael la observó de soslayo. Quizá era tiempo de
dejar de perseguir fantasmas y empezar a perseguir la vida. Ella era vida, y él
una fiera hambrienta.

Tú también tuviste la libertad de elegir, Natalie, y optaste por permanecer a


mi lado. Los precipicios se presentan de muchas formas. Solo espero que no
saltes, que resistas, porque yo no sé si seré capaz de no arrastrarte en mi
caída.
Capítulo 12

—Buen día, milady... —Doris Lee atravesó la habitación en penumbras hasta


la ventana—. La he despertado a la hora que me ha solicitado.

Estaba despierta, al igual que Raphael. De hecho, a causa de él había


abandonado el sueño reparador. A pesar de estar en la cama con movilidad
reducida, encontraba la manera de ser un completo fastidio. El sonido del
vaso y la jarra de agua chocando, el cobertor a un lado, al otro y, por
supuesto, una eterna secuencia de bufidos. Lo hacía a propósito, aún no sabía
si para irritarla o reclamar su atención.

—¿Cómo ha amanecido?

—Compruébelo por usted misma, milady —dijo abriendo las cortinas de par
en par.

El sol inundó toda la habitación. Natalie estiró los brazos y dejó escapar el
último bostezo con una sonrisa.

—¡Es una hermosa mañana, tan hermosa que exige ser aprovechada!

—Ciertamente, milady —convino Doris.

—¿Has oído, Raphael? —No era necesario elevar la voz, él la oía, la puerta
doble panel estaba entreabierta.

—No, no he oído nada, estoy durmiendo.

—Oh, de ser así... —respondió ella dispuesta a la primera puja matrimonial de


la jornada—, señora Lee, sería tan amable de abrir las cortinas de la
habitación de mi esposo, por favor.

—Por supuesto, milady. —Se encaminó a la habitación contigua sin pausa.


—Doris, no te atrevas, pienso permanecer a oscuras... ¡Me agrada la
penumbra!

La señora Lee pasó por alto la orden, hizo a un lado cada uno de los paños de
la cortina y la luz se extendió a lo largo y a lo ancho.

—¿Le agrada la penumbra? ¿Desde cuándo? —La señora Lee se dio el permiso
de bromear. De pequeño, la oscuridad lo aterraba.

—¡Desde que dejé de ser un crío!

Ni bien finalizó con lo dicho, Natalie se adentró en la recámara envuelta en su


salto de cama, con el cabello suelto, libre. Sonreía y, al hacerlo, brillaba... su
luz eclipsaba a la del sol. Sin duda, era la única mujer en la faz de la tierra
que amanecía cada día más bella.

—Si usted lo dice, milord. —El sarcasmo fue más que evidente.

—Entiendo la duda de la señora Lee... ¡Desde que dejé de ser un crío! —


repitió Natalie con una imitación digna del Royal Theatre—. Eso es bastante
cuestionable, ¿no lo cree así, señora Lee?

—Preferiría reservarme la opinión, milady. —Doris apretó los labios, disimuló


la sonrisa—. Además, si me lo permite, me gustaría comprobar que los últimos
detalles de los preparativos de su paseo estén en tiempo y forma.

Raphael frunció el ceño. ¿Preparativos? ¿Paseo?

—No se diga más, señora Lee... deposito mi confianza en usted. —Doris se


encomendó a la tarea de abandonar la habitación, antes de cruzar la puerta,
la alcanzó una nueva solicitud—. ¡Ah, señora Lee, dígale a Jasper que lo
necesitamos! —Jasper era el reemplazo de Tamblin, cumplía la función de
segundo ayudante de cámara. A Randy no se le daban bien las pañoletas y los
afeitados—. Y al señor Hansen dígale que en una hora partimos.

¿Partimos? ¿Qué diablos planeaba?

—¿Disculpa, has dicho «partimos»?

—Oh, sí, estaba esperando confirmar el estado del clima para sorprenderte...

—Pues, no me importa el clima, cariño —la interrumpió—, así que ahórrate la


sorpresa.

Natalie rio. Se cruzó de brazos.

—¡El hecho de encontrarte en ese estado no te da derecho a ser un


aguafiestas, Raphael!

—Te equivocas, esto... —Golpeó sus piernas— me entrega el sello distintivo de


aguafiestas.
—¡Necesitas tomar un poco de sol, aire puro... no puedes vivir encerrado!

—Arrójame al jardín como una jodida iguana y date por satisfecha.

—Eso ya lo he hecho, me gusta cambiar la dinámica. He planeado una visita al


lago.

Un lago en particular, aquel que supieron compartir una infinidad de veces en


la infancia. Raphael no quería ese tipo de recuerdos, no quería volver sobre
sus viejos pasos, en especial si estos traían consigo los mejores momentos
vividos. En cada uno de ellos se encontraba Natalie como coprotagonista.

—¡No! —sentenció.

—Buena suerte con eso... —Giró sobre los talones, regresó a su recámara—.
Voy a vestirme —continuó hablando desde el otro lado de la puerta—. Por
favor, intenta colaborar con Jasper, quieres, el pobre muchacho no tiene la
culpa de nada... Descarga tu furia con quién debes.

—O sea, contigo.

—Exacto... conmigo, pero en el lago.

Jamás reconocería a viva voz que el paseo le estaba resultando placentero. A


fin de mantener la puesta en escena de su mal humor, cerró los ojos, fingió
dormitar. Era preferible eso antes que verla sonriente, recostada sobre el
pasto, luciendo ese vestido en tono beige con pequeñas flores amarillas y
verdes. ¡Este paseo amerita vestir como campesina!, le había dicho. ¡Dejemos
a la futura condesa en la casa!

Debía de mantener los ojos cerrados por su bien; evitar el embrujo de su


esposa. Juraría que le había colocado alguna hierba más junto a las que le
calmaban los dolores, de seguro, las combinaba con algo que lo hacía
pensarla cada noche, cada día; lo hacía querer buscarla con la mirada para
deleitarse con ella. ¡Maldición! Abrió los ojos, y ahí estaba, compartiendo la
sonrisa con él mientras devoraba una fresa.

—¿Te apetece una?

—No, gracias —le dijo incapaz de apartar sus ojos de los de ella. Tras unos
eternos segundos, se obligó a desviar la mirada hacia el lago. Una fresa
golpeó su mejilla y cayó en su regazo—. ¿Qué haces? Te he dicho que no me
apetecía.

—Tu mirada confesaba otra cosa, y eres tan testarudo, que eres capaz de
negarte un placer antes que ceder.

—Tan difícil es entender para ti que no me apetece una fresa. —Le apetecía
otra cosa. Le apetecían sus labios. ¡Envidiaba a la jodida fresa!—. No tengo
deseos de nada, solo de regresar a la casa.

—Lamento informarte que no nos marcharemos y, además, es hora del


almuerzo. Quieras o no, tienes que comer.

Desplegó el mantel sobre el pasto, abrió la cesta y, uno a uno, fue revelando
los tesoros culinarios allí escondidos. Pan horneado en la mañana, queso,
carne de res, alcachofas en conserva, uvas e higos.

—Lamento informarte —repitió él— que regresaremos a casa, te has olvidado


el salmón.

Randy Hansen, que hincaba los dientes en un emparedado que Doris le había
preparado, se echó a reír.

—¡Lo ha oído, señor Hansen, he creado un monstruo! —se mofó Natalie.

—A mí no me resulta gracioso, demando mi salmón... Exijo mi salmón. —Era


uno de los pocos placeres diarios con los que contaba, y la inescrupulosa de
su esposa se lo quitaba.

—Tienes que variar tu dieta. Mañana tendrás tu salmón. —Cortó pan en


rodajas, la costra crujía cada vez que el cuchillo se hundía en él.

El estómago de lord Becket gruñó ansioso.

—¿Mañana? Eres una maldita embustera. No es el pacto que establecimos —


refutó Raphael.

—Que yo recuerde, no establecimos ningún pacto, solo hablamos de los


alimentos que tu cuerpo necesita. —Trozó el queso.

—Exacto, y me dijiste que yo podría agrupar los alimentos a mi antojo.

—Porque me atreví a confiar en tu criterio. —La carne de res ya estaba


cortada en lonjas, así que se dispuesto a preparar los emparedados.

—Y mi criterio se limita al salmón, ¿algún problema?

Hansen volvió a reír, estaba recostado contra un tronco a un par de metros de


la pareja de tórtolos. Desde ahí se convertía en el único espectador del
encuentro. Cuando estuviera de regreso en la casa sería abordado por el resto
del personal doméstico. Las apuestas ya eran inminentes, y todas hacían
referencia al tiempo en el que la pareja reconocería el mutuo amor
compartido. Randy se reservaba la opinión, sentía que así preservaba la
intimidad recién nacida del matrimonio. Les auguraba un buen futuro, una
vez que él dejara de ser un maldito terco y ella abandonara el rol de
enfermera.

—Sí, un solo problema... —Se tomó su tiempo en el armado del emparedado:


pan, queso, res, queso, alcachofa, pan—. Hoy solo hay res, tómalo o déjalo. —
Extendió el plato a él.

Lo cogió... ¡Pues claro!... Priorizaba el cuidado de su cuerpo, se sentía fuerte,


renovado, con los dolores convertidos en auténticos fantasmas. Comería el
condenado emparedado. Mordió un bocado. ¡Rayos, sí que estaba sabroso!
Quizás podía alternar salmón y res... con alcachofas.

Al emparedado le siguió una abundante ración de higos y uvas que Raphael


degustó con pausa y sin prisa mientras la salvaje futura condesa recorría los
alrededores en busca de hierbas o flores. Según Natalie, la naturaleza
siempre sorprendía con nuevas creaciones, y ella iba en su búsqueda.

Retornó con una sonrisa de par en par, trayendo entre sus manos un gran
ramillete de hojas verdes.

—¡Mira lo que he encontrado! —Exhibió su hallazgo.

Él solo prestó atención a un detalle, el estado deplorable con el que había


regresado.

—Lo veo, claro que sí... tierra, has hallado cantidades obscenas de tierra —rio
a carcajadas. Tierra en su nariz, en la frente, en brazos y manos, y en gran
parte de su falda.

—Ja-Ja —se burló Natalie—, ríete cuanto quieras, que yo pondré esto en tu
ensalada —sacudió el ramillete—. Si no me equivoco, creo es verdolaga, y
tiene muy buenas propiedades antiinflamatorias.

—¿Y si te equivocas?

Natalie alzó los hombros. Le estaba tomando el pelo, era verdolaga, las hojas
eran inconfundibles.

—No lo sé, supongo que ya lo comprobaremos... estoy segura de que ni lo


notarás combinado con tu espinaca.

—¡Ni se te ocurra! —Natalie no atinó a responder nada, solo se giró y se


encaminó al lago—. ¿Qué haces?

—¿Qué te parezco que hago? —Llegó a la orilla, se agachó y quitó los botines
—. No pensarás que voy a tolerar tu risa todo el regreso a casa.

—¡Natalie, no lo hagas! ¿Cuándo fue la última vez que nadaste en el lago?

—No lo recuerdo... ¡Oh, sí, fue contigo! —Hundió los pies en el agua.

—¡Puede que el lago que supimos conocer ya no sea el mismo, sal de ahí!
Iba a lanzarse, ¿acaso estaba loca? Si algo le sucedía, él no podría socorrerla.

—No, no, debo quitarme estas cantidades obscenas de tierra. —Se volteó a él,
las miradas se encontraron de la misma forma en que lo habían hecho tiempo
atrás. Lo invitaba a seguirla, a ser cómplice de la locura. Le sonrió, se quitó
tan solo la más pesada de las enaguas, se lanzó de cabeza y se hundió hasta
desaparecer por completo.

Raphael esperó unos segundos. Demasiados segundos.

—Natalie... —Al ver que no emergía, se inquietó—. ¡Natalie! ¡Natalie! —La


desesperación lo hizo incorporarse sobre la silla con la fuerza de sus brazos.
¡Mierda! Hasta ahí llegaba, ¿qué haría, arrastrarse por el suelo?—. ¡Hansen,
ve a por ella! —gritó en el preciso instante en que la cabeza de su esposa se
asomaba en la superficie. El grandote vikingo se detuvo a mitad de camino, él
dejó caer su trasero en la silla. Los dos presenciaron el idílico momento en el
que ella sacudió la cabellera azabache y la echó hacia atrás con sus manos. La
muy desgraciada sonreía, disfrutaba. ¡Joder que la naturaleza le sentaba de
maravillas! El vestido se adhería a sus curvas y el resto de las enaguas se
enredaban a sus piernas. Recordaba esa delicada cintura, tiempo atrás había
acunado sus manos en ella en un sinfín de aventuras, y ahora... ahora le
resultaba una invitación a explorarla de otra manera. Evitó el deleite que le
causaría admirar la redondez de sus pechos prisioneros de la húmeda tela,
eso sería demasiado. ¡Desgraciada! ¡Bella desgraciada! Era un espectáculo a
la vista. Ni ninfa ni sirena, no, era incomparable a cualquier criatura mítica.
Lo adecuado sería decir hermosamente única. Hansen se volteó a verlo, tenía
ese gesto en el rostro que solo los hombres reconocían, en ese simple código
silencioso con guiño de ojo incluido, le dijo: ¡Vaya mujer te has echado, eh!
Raphael se mordió los labios, respiró profundo—. ¡El calificativo salvaje no te
hace justicia, te queda muy pequeño! —intentó sonar enfadado.

—¡Búscame uno que me defina mejor entonces! —dijo una vez en la orilla,
aunque mantuvo los pies en el agua. Estrujó su falda.

—Nos convertirás en parias sociales con tu comportamiento, ¿lo sabes, no?

—¿Yo sola? No, no, lord Becket... usted fue el primero en sentar las bases de
esa condena social, ha llegado cierto cotilleo a mis oídos y nos involucra a
ambos.

—¿Con cotilleo te refieres a la señorita White? —intuía quién podría ser la


fuente de información. ¡Quién más que Lindsay! Natalie rio—. Dime, ¿qué ha
oído?

—El conde libertino y la condesa campesina. —Estrujó su cabello.

—¡Ey, reconozco que me sienta bien, pero todavía no heredé el título!

—Lo mismo he dicho...

—Como sea, sal del agua y deja de aumentar nuestra mala fama.
Natalie se congeló en la acción, su cuerpo quedó inmóvil, las gotas se
deslizaban por su piel y vestido, y sus ojos, estaban perdidos en la nada.
¡Diablos!, pensó Raphael, conocía esa reacción, era el preludio a una
catástrofe infantil. Atrás habían quedado esos tiempos, la adultez les jalaba
las orejas...

—A ti te encanta la mala fama... y el agua. —Sonrió con ese brillo en sus ojos
que resultaba ser la antesala al peligro. Retrocedió en el agua, poco a poco,
su cuerpo volvía a hundirse.

Raphael le leyó la mente. ¡Cielos, no se atrevería a tanto!

—Quita esa idea de tu mente ahora —fue una orden.

—Quítamela tú —lo provocó—. Señor Hansen…

—Diga, lady Becket. —Comprendió al instante la intención de su señora.

—Mi esposo tiene deseos de compartir este momento conmigo.

La bestia vikinga cumplió con su deber.

—¡No, no… señor Hansen! —gritó con desesperación—. ¡Su esposo no tiene
deseos de nad…! —Tarde, demasiado tarde. Randy lo cargó en brazos—. ¡Esto
es una insolencia, una falta de respeto hacia mi persona! Y tú, tú Hansen... me
las pagarás.

Randy se adentró a la laguna hasta que el agua alcanzó sus rodillas, ahí se
detuvo.

—¿Aquí, milady? —Había percibido el cambio de profundidad.

—Ahí... —afirmó ansiosa de la experiencia, pese a que el rostro de Raphael


estaba rojo por la rabia contenida.

—¡Mil veces malditos! —Alcanzó a maldecir Raphael antes de que Randy lo


lanzara como una piedra en lo profundo del lago.

La misma desesperación que lo atacó cuando vio a Natalie desaparecer bajo


la superficie volvía a aflorar en él. Se hundía, sin posibilidad de lucha. ¡Se
hundía como una jodida ancla! Los brazos de Natalie lo cogieron por debajo
de las axilas y, con la fuerza de sus piernas, lo regresaron a la superficie. Él
exhaló con furia.

—¡Te has pasado de la raya! ¡Este es mi maldito límite! —gruñó, casi que se
podía sentir el fuego en su exhalación.

—No, en eso te equivocas —Él era pura ira. Ella pura calma, felicidad—, estás
muy lejos de tu límite —dijo tomando distancia de él.
No se hundía, flotaba, el aire en sus pulmones combinado con el agua hacía
su magia. Por una vez en meses se sintió al control de su cuerpo. Agitó los
brazos con suavidad, a ritmo, para mantenerse a flote. ¡Al diablo todo! Sonrió.
¡Joder que estaba feliz! Podría pasar el resto de su vida así, sintiéndose libre,
dueño de sí mismo.

—Te odio —le dijo torciendo los labios en una mueca seria.

—No, no me odias, por lo menos no en este momento... me odiarás después —


Natalie realizó un par de brazadas y, de nuevo, estuvo frente a él—, me
odiarás mañana, pero no ahora.

Raphael se hundió un par de centímetros. En realidad, fue una estrategia,


quería tenerla cerca, tan cerca como le fuese posible. Ella reaccionó de
inmediato, volvió a capturarlo, en esa ocasión, desde el pecho, y él la abrazó
como un náufrago a un madero tras una eternidad vagando en el mar.

—Tienes razón, sería muy idiota de mi parte odiarte, mi vida está en tus
manos. —Todos los recuerdos de su juventud salieron a flote con él. ¿Cuántas
veces había deseado besarla? Miles. ¿Cuántas veces intentó juntar coraje
para confesarle lo que sentía? Cientos de miles de veces. ¿Cuántas veces la
pensó desde aquel fatídico hecho de su madre?, ¿desde que la alejó de su
vida? Cada maldito día, cada solitaria noche—. ¿Y tú... me odias?

—No te odio ahora, si es lo que te preguntas.

—¿Me odiarás después, Nat?, ¿me odiarás mañana?

Quería besarla. Ni siquiera le importaba el vikingo espectador que estaba a la


espera de más órdenes. La besaría, cerraría los ojos y se imaginaría
haciéndole el amor. Podría ser que la incapacidad de su cuerpo lo privara de
ese placer, pero podía hacerla su mujer una y otra vez en su mente.

—No, Raphael. —Acarició su mejilla—. Ya te he odiado suficiente... —Separó


su cuerpo del de él, no se hundiría—. Señor Hansen, lord Becket es todo suyo.
—Efectuó un par de brazadas y, cuando logró hacer pie, avanzó hasta la orilla
—. Nos vemos en la casa, tengo más hierbas que recoger —dijo sin siquiera
voltearse a Raphael. Cogió del suelo su enagua y se alejó.

Tenía que recoger hierbas, y muchos, pero muchos sentimientos olvidados.


Capítulo 13

En cierta forma, huía.

Huía de lo que sentía. Y Raphael no era la excepción, a su manera, también


era un gran escapista. Tenía gran parte de su vida huyendo de sí mismo. El
destino, vestido de tragedia, volvió a unir sus caminos, y ahí estaban, como
dos malditos cobardes, ocultando lo que sentían cuando los cuerpos rompían
la barrera de la distancia y le confesaban al mundo la necesidad de
convertirse en uno.

Natalie pretendía quitarse el protagonismo ante el anhelo físico de su esposo


utilizando la justificación más simple y banal, era una canalla, un mujeriego,
un granuja cuyo terreno se hallaba entre las piernas de las féminas. La
masculinidad de Raphael había vuelto a manifestarse bajo el agua, dura, viril,
ansiosa ante la cercanía de su cuerpo. Pero ella no tenía intenciones de
apropiarse el mérito, la reacción masculina no involucraba algo intenso y
profundo, no, era lo que era, deseo en su estado más primitivo.

Desde la perspectiva del avance médico, no podía más que sentirse feliz por
él. En verdad creía que tenía posibilidades, que la existencia postrado en una
silla no era el único final. Los dolores cedían, sus malos humores cambiaban y
el cuerpo demostraba las ganas de recuperarse. Y que su... su... su necesidad
de hombre también se hiciera presente, era un peldaño más. Como tal, debía
de ser abordado de igual manera que lo demás: estimulación y
fortalecimiento.

¡Demonios!

Tragó saliva tras ese pensamiento. Las piernas le temblaron. Era su esposa,
no su mujer, y seguramente, nunca lo sería. Y quizás... solo quizás, él
necesitaba de eso que ella no era.

Antes de que hiciera resonar la campana de la residencia campestre


Tremblay, el rostro de Agnes se asomó por una de las ventanas.
—¿Dónde has dejado la tormenta? —se burló.

—¿Qué tormenta? —Natalie estaba demasiado ensimismada en sus


pensamientos.

—¡La que te ha empapado! ¡Por los cielos! Señor Higgins —le gritó al
mayordomo—, por favor, socorra a esa muchacha en desgracia. —Cerró la
ventana y se perdió dentro de la casa.

La puerta se abrió segundos después.

—Bienvenida, señorita McAdam —saludó el hombre y se corrigió de inmediato


—. Disculpe, lady Becket... —Higgins tenía un vínculo muy particular con sus
señores, y las amistades de sus señores merecían un trato igual de afectuoso
de su parte. Entre las muchachas que formaban parte del grupo íntimo de
Agnes, Natalie se consagró como la favorita, gracias a las cualidades de la
señorita McAdam, Bastien Tremblay gozaba de una amorosa vida junto a su
esposa tras ser asistido por la jovencita en un momento de tragedia. Se hizo a
un lado con una reverencia y la invitó a ingresar—. Todavía no me he
acostumbrado a su nuevo estado civil... con título incluido.

—Pues ya somos dos, Higgins. No se preocupe, usted puede llamarme como


guste. Dígame, a todo esto, ¿cómo se encuentran sus articulaciones?

—Oh, de maravilla, ya he vuelto a chasquear los dedos sin problemas, y todo


gracias a ustedes.

—Sí, y el resto del personal está muy, muy agradecido. —Agnes se sumó a
ellos con una pequeña dosis de sarcasmo. Higgins había vuelto a las andadas,
un chasquido por aquí, otro por allá. Haz esto, haz lo otro—. Es más, gracias a
Cuatro Flores, va a chasquear los dedos en este preciso instante para que
alguien se encargue de secar las gotas que chorean de tu vestido.

Pequeño detalle. Era una pésima visita.

—Lo siento, lo siento mucho...

—No lo sientas, mejor cuéntame, ven. —Agnes enredó el brazo al de ella sin
importar que la mojara—. Necesitas una buena taza de té.

—Necesito más que eso, necesito intimidad —le susurró, y su amiga se


inquietó por un instante, la miró de soslayo, y la inquietud se diluyó. No había
gran señal de alarma en el rostro de su amiga—. Higgins, una bandeja de té y
pastelillos al despacho.

—¿Alguna preferencia en particular, señora?

—No, sorpréndanos con lo mejor.

Y si la señora Tremblay pedía lo mejor para su amiga, la futura condesa de


Onslow —Higgins memorizaba rápido—, lo obtenía en un abrir y cerrar de
ojos.

Pastelillos de crema de cacao, pastas de almendra y bollos de canela con miel.


Domar sentimientos con delicatessen era siempre una alternativa al alcance
de la mano. Aunque se le debía poner un límite al exceso, y eso fue lo que hizo
Agnes. Cogió la bandeja y la alejó de su amiga.

—Tú sabes que no suelo impacientarme con facilidad, y que no me disgusta


verte devorar sin pausa...

—¿Pero? —la interrumpió Natalie con la boca repleta de bollo de canela.

—¡Pero habla!

—Eso intento —Tragó. Bebió té—, el problema es que no sé por dónde


comenzar.

—Creo que desde el principio sería lo más lógico.

¿Desde el principio? Mmmm... Había una vez una niña, había una vez un niño.

—Mejor hazme preguntas.

La inquietud retornó en Agnes. Natalie estaba en serios problemas si no podía


hallar el hilo conductor en sus palabras.

—¿Por qué estás mojada?

—El lago.

Ufff... ¡Cielos! ¿Nada de verbos y conectores? ¿Así de mal estaba su amiga?

—¿Caíste en el lago? —Natalie negó—. ¿Nadaste? —Asintió—. ¿Nadaste


vestida? —Otra afirmación. Agnes resopló. Intentó hallar las palabras
adecuadas para su siguiente pregunta—. ¿Por qué diablos nadaste vestida en
el lago?

—Raphael —dejó escapar con una exhalación.

Agnes rodó los ojos. Todo cobraba sentido.

—¿Han discutido?

—No… bueno, sí, pero no de la forma que tú crees.

—Oh, no, yo no creo nada, solo presto mis oídos, así que habla de una vez. —
Cogió su taza de té.

—Es que ya te he dicho, no sé siquiera por dónde empezar. —Natalie exhaló


rendida ante sus frenéticos pensamientos.
—Pues, entonces, salta hasta el final, que me imagino fue lo que te trajo hasta
aquí, ¿no es así? —No era lo adecuado, pero resultó lo más afín al momento.
Natalie volvió a asentir—. Vamos, busca las palabras correctas y lárgalo —la
animó Agnes. Siempre era una gran motivadora. Mientras estaba a la espera
de esas palabras, sorbió de su té.

¿Qué sentido tenía dilatar el asunto? Mmmm, ¿vergüenza, quizás?


¿Vergüenza ante Agnes? ¡Vamos, no seas una chiquilla!

Una vez dado por finalizado el soliloquio mental, dejó salir aquello que estaba
atorado en su garganta, que extendía raíces en su cabeza y que edificaba
murallas en torno a su corazón para no salir herida.

—¿Podrías conseguirme el nombre y la dirección del burdel al que concurría


Raphael?

¡¿Burdel?! ¡¿Qué?!

Agnes escupió el té, fue como una delicada llovizna de verano en tono ocre.
Regresó la taza a la bandeja, limpió los restos de infusión de su rostro con una
servilleta.

—Espera… espera... —le dijo con un ademán al aire. Cuando finalizó con la
tarea de higiene, retomó la conversación—. Natalie, no te ofendas con lo que
voy a decirte, pero creo que estás pasando mucho tiempo en las instalaciones
de Cuatro Flores, cabe la posibilidad de que la exposición continua ante
ciertas hierbas esté provocando una alteración en tu juicio.

—Basta, basta ya... —dijo entre carcajadas Natalie. La tensión en su cuerpo se


disipó en gran parte—. Mis queridas hierbas jamás alterarían mi juicio, a
menos que ese sea mi propósito. —Podría preparar alguna que otra
combinación que la alejara de la realidad por un par de horas, pero no era el
caso—. El único capaz de alterar mi juicio es Raphael —confesó entre
suspiros.

—Me alegra que lo reconoz... —Se detuvo, miró hacia la puerta, frunció el
ceño, sacudió la cabeza. Retomó—: que lo reconozcas. Ahora, me gustaría
saber qué tienen que ver las pasadas actividades de Raphael en todo esto. —
Carraspeó al recordar que, durante un tiempo, estas fueron compartidas por
su marido.

—Porque creo que su cuerpo las necesita —dijo en un murmullo muy bajo.
Agnes lo oyó.

—Sé más específica, Natalie.

—Pretendía no serlo. —La vergüenza brotó a flor de piel.

—Lo siento, pero tienes que serlo, has venido hasta mi casa en ese estado
para solicitar la información sobre un burdel.
—Un burdel, no... «El Burdel». —El favorito de Lord Becket—. La evolución de
Raphael es notoria...

—No me sorprende —la interrumpió Agnes—, con una esposa como tú a su


lado era de esperarse. Lo siento, continúa —expresó al darse cuenta de que
una vez que Natalie estaba decidida a hablar, ella la detenía. ¡Vaya tontería!

—Como te decía, la evolución de Raphael avanza con buen pronóstico, al


punto tal que esa... —titubeó, se sonrojó— que esa parte de él... —Miró hacia
abajo, como si quisiera señalar la entrepierna—, ya sabes, esa parte de
hombre, también se está recuperando.

Agnes se atragantó con la saliva. Tosió.

—Dame un segundo... —Requería té para tragar saliva y digerir lo oído. Bebió.


Volvió a mirar hacia la puerta, la alfombra disimulaba lo que parecía ser una
sombra al otro lado, sin quitar la vista de la sombra, retomó la charla—.
Déjame ver si te entiendo, «esa parte de hombre» ha resurgido de las cenizas
como el Ave Fénix.

—Sí, es una buena forma de decirlo...

—¿Y él te ha manifestado la necesidad de volar? —Agnes frunció el ceño con


más fuerza. Confirmado, había unos pies al otro lado de la puerta—. ¿Volar
hacia el burdel?

—No, no… en lo absoluto, creo que jamás me lo diría, pero yo pienso que lo
necesita, necesita volar —El eufemismo la hacía sentirse un poco más a gusto
—, y yo... yo no puedo volar con él, no tengo experiencia.

Agnes resopló fastidiada, pero no por su amiga, sino por el metiche que se
encontraba oyendo la conversación.

—¡Bastien, deja de comportarte como una vieja cotilla! —protestó en voz alta
—. ¡Sal de ahí, quieres!

La puerta se abrió y el rostro de un adorable canalla se asomó.

—Lo siento, cariño, justo pasé por aquí, y...

Las mejillas de Natalie ardieron. ¿Cuánto había escuchado?

—¿Y pegaste la oreja a la puerta? —Le reclamó su esposa.

—Como ha dicho lady Becket, sí... es una buena forma de decirlo —Para
cuando dijo esto, ya había cerrado la puerta, tomado asiento junto a su esposa
y se disponía a coger un pastelillo—. Lo cierto es que no pude evitarlo, lo que
oí fue casi una invitación.

—Oh, señor Tremblay —atacó Natalie, con más fastidio que vergüenza—,
claramente, usted no estaba invitado a esta tertulia.
—Discrepo con usted, milady. —Hincó los dientes en el pastelillo de crema de
cacao.

—Bastien... —resopló Agnes, más tarde lo reprendería, a solas y por la noche.


La señora Tremblay sonrió para sí—, ¿desde cuándo estás en la puerta?

—No, mucho... —Desvió la mirada. Natalie lo atravesaba con los ojos—. Solo
desde que oí burdel y Raphael en la misma oración.

—¡Bastien!

—¡Señor Tremblay!

Las dos estaban enfurecidas. El desgraciado pegó la oreja a la puerta ni bien


entraron al despacho. Natalie se sintió abochornada. Ya le resultaba difícil
hablar el asunto con su amiga, más aún, con un hombre.

—Como argumento de defensa, voy a decir lo siguiente... Raphael es mi


amigo, y todo lo que me involucre me importa.

—¡Eso no te sirve de defensa, cariño! —Agnes gruñó entre dientes.

—Y todo lo que la involucre a usted, señorita McAdam —resaltó con


amabilidad, en el fondo siempre sería McAdam para él—, también me
importa, es amiga de mi esposa, es amiga de esta familia y, aunque en este
momento quiera destriparme —Las dos mujeres lo miraron con enfado, él alzó
la mano al aire—, algo por demás entendible —aludió con total aceptación de
su comportamiento—, la realidad es que, bajo este techo, soy el único capaz
de brindarle la información que busca. Y lo haré con gusto.

Quizás, solo quizás, y para no destriparlo, debía reconocer que tenía un buen
punto. Hasta Agnes coincidió ladeando la cabeza.

—¿Qué tipo de información puede brindarme, señor Tremblay?

—La dirección del burdel en cuestión y un nombre de mujer...

—Veo que Raphael tiene una favorita —masculló con malhumor. Los celos le
retorcieron las tripas.

—Todos los hombres tienen una favorita en los burdeles. —Agnes lo codeó. Él
frunció los hombros—. Mi amada arpía, ya hemos hablado de esto —No había
secretos entre ambos, él había confesado y compartido todo con ella. Sin más
que agregar, Agnes le sonrió.

—Amiga mía, has venido a buen puerto, aquí... mi esposo, va a asesorarte


para lo que sea que tengas pensado. —No iba a indagar más, no con Bastien
presente.

—Y no solo voy a asesorarte, Natalie —Él se permitió el tuteo—, también voy a


darte mi opinión... si el Ave Fénix ha resurgido de sus cenizas —Tomó las
palabras de su mujer para expresarse, eran más que delicadas y directas—, lo
ha hecho porque halló una razón para hacerlo, y créeme, esa razón no se
encuentra en un burdel.

¿Podría ser ella el verdadero objeto de su deseo? ¿Podría el deseo ser la


confesión de algo más? ¿Podría ser...?

Bastien Tremblay no solo brindó información y opinión, también se sumó a la


aventura como una especie de vocero y custodio personal. La verdad era que
para ingresar al salón de entretenimiento masculino de Madame Savory se
requería de una particular membresía, no bastaba con golpear a la puerta. De
más estaba decir que dicha puerta se estampaba en las narices de cualquier
mujer que se preciara a profanar ese antro de caballeros.

—¿Por qué tenemos que ir por aquí? —preguntó Natalie mientras saltaba los
adoquines rotos del suelo empedrado del callejón.

—La puerta principal no es una sabia decisión, confíe en mí, lady Becket.

—Confío en usted, señor Tremblay, no cabe duda. —Era una muchacha de


campo, la ciudad era un territorio bastante inexplorado, en especial en las
inmediaciones de Whitechapel.

Al final del callejón se toparon con una puerta. Bastien golpeó con fuerza. Una
mujer de cuerpo robusto, vestido sugerente y maquillaje de cortesana, abrió
en cuestión de segundos. La sorpresa en su rostro al ver a Tremblay fue muy
evidente.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué ven mis ojos? —bromeó a sus anchas—. ¿Es
el Honorable Bastien Tremblay ante mí? —Él rio. Ella desplegó el abanico—.
¡Oh, creo que voy a ser víctima del colapso!

—¡Ya, ya... Judith! Entiendo el mensaje, me extrañas.

—Sí, debo de reconocer que en los últimos meses hemos perdido lo mejorcito
del mercado. —Judith estaba haciendo referencia a Raphael también.

—Te creo, Judith, te creo... sé que tú no eres de fácil halago.

—¡Claro que no, cariño! A propósito, ¿cómo se encuentra lord Becket? —La
pregunta resonó auténtica—. Ese hombre se hace extrañar, ¡vaya pena! —La
pena fue igual de auténtica.

—Puedes preguntarle a su esposa, ella puede responderte mejor que yo. —


Cogió a Natalie del brazo y la ubicó delante de él.

Judith la evaluó de pies a cabeza.


—Sin pecar de hereje y repetitiva... —Sacudió el abanico—. ¡Por los clavos de
Cristo! Esto sí que es una sorpresa. Dígame, milady, ¿se encuentra bien su
esposo? Le confieso que era el espíritu de este lugar.

—¡Ey! ¿Qué hay de mí? —reclamó Bastien.

—¡JA! Hombres... por todo compiten —le susurró la mujer a Natalie. Ella no
hizo más que asentir.

—Lord Becket se está recuperando —respondió finalmente.

—Me alegra oírlo, por favor, envíele saludos de mi parte.

—Lo haré, gracias.

—Perfecto, ahora, a lo importante. —Judith cortó la amable cháchara—. ¿Qué


lo trae por aquí, señor Tremblay? Ya sabe a qué me refiero. —Ningún
miembro ingresaba por ese sector de la casa.

—La dama en cuestión es lo que me trae por aquí. —Empujó a Natalie. Los
cuerpos de las mujeres casi chocan—. Quiere hablar con Mikaela.

La mujer alzó una ceja.

—¿Por qué asunto en particular?

Natalie no sabía qué responder. Dejó ir lo primero que se le vino a la cabeza.

—Porque quiero contratar sus servicios.

Judith alzó dos cejas. Volvió a mirarla de arriba a abajo.

—Oh, cariño, lo siento, no ofrecemos esa clase de servicios... tienes un antro


clandestino a un par de calles de aquí abierto a tus gustos.

—No, Judith... —Bastien consideró prudente intervenir—. No son esas sus


intenciones, tiene que ver con lord Becket. —Le entregó una pequeña bolsa
con dinero a la mujer—. Ten, hazme el favor de llevarla con Mikaela, lady
Becket será más clara con ella.

—Está bien —dijo guardando el dinero dentro del corsé que sobresalía del
borde del vestido—. Pero si Madame Savory la ve...

—Si madame Savory la ve, dile que es la esposa de Raphael. —La madame
tenía una lista de favores pendientes, el futuro conde, sobrino del marqués, la
liberó de varios aprietos.

Con eso le bastó a Judith.

—De acuerdo, bienvenidos... —Se hizo a un lado.


—Bienvenida —corrigió Bastien. Natalie se volteó a verlo—. He hecho una
promesa, ni un pie en este lugar, y pretendo cumplirla. Lo siento, lady Becket,
ahora queda en sus manos, aquí estaré a su espera.

—No lo sienta, señor Tremblay... no lo sienta en lo absoluto. —Sonrió y la


puerta se cerró a su espalda.

¿Quién hubiese imaginado que ese canalla se convertiría en tan devoto


esposo? Nadie. Bueno, sí, alguien... Agnes.

Encontrarse dentro de la habitación de un burdel no le resultó tan


desagradable como esperaba. El espacio era bastante pulcro y olía de
maravillas. Olfateó el aire... sándalo, rosa y jazmín. Esa combinación relajaba
y era capaz de despertar sensaciones dormidas. Cuatro Flores tenía productos
con esa sinergia como base.

—Disculpe, milady... —Mikaela salió de detrás del biombo envuelta en una


bata—, me estaba higienizando. Me gusta sentirme fresca y renovada luego
de la visita de un cliente.

—Lo he notado, y debo decirle que ha elegido una fragancia exquisita.

—Lo sé, y se lo agradezco, milady. —Fue tras el biombo y trajo consigo el


jabón utilizado. Inconfundible para Natalie, eran de los de su elaboración—.
Dígame, ¿cuál de las cuatro flores es usted?

La especialista en el placer masculino era más agradable de lo que se


imaginaba. Natalie sonrió.

—Eso es un secreto profesional...

—¡Oh, si comprenderé yo de secretos! —Le guiñó un ojo—. Por favor, milady,


tome asiento. —Le indicó el único sillón de la habitación. Ella utilizó la cama.

—Llámeme Natalie, con Natalie es suficiente. —El «milady» estaba de más


entre esas paredes.

—Dígame, Natalie, ¿en qué puedo ayudarle? Debe de ser importante para que
Bastien Tremblay haya decidido retornar por estos lares. Ahora es todo un
empresario, un hombre de su hogar.

—Y un muy buen empresario, de no ser por el matrimonio Tremblay, ese


jabón no estaría en sus manos.

—No me sorprende, siempre fue un hombre con gran potencial, por suerte
encontró una mujer a su medida. Y por lo visto, lord Becket también encontró
la suya.

Una risa nerviosa brotó de lo más profundo de Natalie.


—Eso lo dudo, lo dudo mucho.

—No lo creo así, lord Becket era nuestro cliente favorito, reconozco que lo
extrañamos, tenerla aquí compensa su ausencia.

—Mi presencia puede más que compensar. —Aprisionó los celos en las tripas,
no les permitiría hacer de las suyas—. He venido a contratar sus servicios
privados para mi esposo.

—¿Mis servicios?

—Sí, sus... —Carraspeó, desvió la mirada—, sus servicios sexuales.

—¿Me está diciendo que ha venido hasta aquí a pagarme para que folle con su
marido? Porque eso es lo que hacemos aquí, follar. —Lo repitió adrede, por si
la joven dama tenía otra idea de «servicios»—. Follar por dinero.

—Eso mismo pretendo contratar —se limitó a responder lady Becket.

Tras lo dicho, Mikaela consideró que, a la edad de treinta y cuatro años, ya


había experimentado y oído lo suficiente. Podía morir en paz. Se echó a reír.

—Lo siento, lo siento... no puedo evitar reír, he tenido pedidos muy, muy
extraños, no creería las fantasías que los hombres vienen a cumplir aquí, pero
lo que usted me pide... ¡Joder! Eso sí es novedad. —Se cruzó de piernas,
apoyó los codos en las rodillas y se estiró cuanto pudo a Natalie—. ¿Puedo
hacerle una pregunta?

—Por supuesto que sí.

—¿Esto que usted solicita, nace como una demanda de su esposo?

—¿Importa?

—Claro que sí... Me gusta tomar la decisión más adecuada siempre que me es
posible. —No tenía mucho poder de decisión en su trabajo, en su vida, cuando
cogía una oportunidad que la hacía sentirse dueña de sí misma, la hacía valer.

No establecería las reglas de un contrato en base a mentiras. Lo que Mikaela


reclamaba era bien justo.

—No, la demanda no nace de mi esposo. Es más, ni siquiera sabe que estoy


aquí.

—Y entonces, ¿por qué está aquí?

¡Cielos! ¿Cómo explicarlo? Aggg... ¡Quiero pagarte por sexo, mujer! Tan solo
eso.

Oh, eso sonaba muy feo. Desagradable. No conocía la historia detrás de


Mikaela... no estaba bien faltarle el respeto de esa manera. Respiró profundo.
—¿Está al tanto del estado de mi esposo?

—Sí, la noticia de su accidente recorrió todo Londres. ¿Es verdad lo que


dicen? ¿Nunca volverá a caminar?

—Yo quitaría el «nunca» de esa oración y la dejaría en suspenso. —Mikaela le


sonrió—. Lo cierto es que hemos trabajado en su rehabilitación con buenos
resultados y parte de estos incluyen su... —titubeó. Tosió. Se sofocó—, su
deseo masculino.

Mikaela frunció el ceño. Unía las piezas que lady Becket le entregaba, pero
aun así no lograba ver la imagen general.

—¿Y quiere que yo satisfaga ese deseo?

—¡Exacto! —exhaló Natalie.

No, no… los pensamientos de esa joven dama estaban tomando el camino
equivocado. Podría coger el dinero, follar y trabajo finalizado; sin embargo, se
trataba de Raphael, y ella conocía los laberínticos pasadizos de su mente. Era
un hombre complejo, un maldito canalla, un libertino con honores... era un
hombre que estaba a la espera de una bocanada de aire, solo así volvería a
respirar. ¡Cielo santo! Lady Becket era más inexperta de lo que presuponía,
no podía ver más allá de la punta de su nariz, ni de la de su esposo.

—¿Qué le hace pensar que me desea a mí? —le preguntó.

—¿A quién más desearía? —Engañarse era una excelente arma de defensa. No
soportaría otro golpe a su corazón, menos si provenía del mismo hombre.

—¡A usted! —Mikaela se quebró en una carcajada—. ¡A su esposa!

—Entiendo su lógica, la cuestión aquí es que nuestro matrimonio no es lo que


usted piensa que es.

—¿Juraron ante el altar?

—Sí.

—Entonces es un matrimonio como todos los demás.

—No, fue un matrimonio concertado.

Mikaela lanzó otra carcajada al aire.

—¿No me diga? —Fue puro sarcasmo—. Como la mayoría de los matrimonios.


—Y eso no les impide follar, pensó para sí.

—Nuestra relación es diferente, su tío fue el que pactó la unión... —Una vez, y
otra vez, y otra. Intentaba convencerse con los más básicos argumentos.
—Y él aceptó. —Mikaela refutó su argumento. Tenía otra interpretación de los
hechos, quizás, la correcta.

—Aceptó, es verdad, pero lo hizo ante la creencia de que nunca volvería a


experimentar esa necesidad...

—Espera, ¿tú crees que se casó contigo por simple resignación? —Natalie solo
pudo alzar los hombros en respuesta—. ¡Milady, está usted muy equivocada!
Podría hacerle ahora mismo un listado de mujeres que hubiesen estado
dispuestas a ocupar su lugar. ¿Convertirse en condesas? ¿Un esposo inválido
con sirvientes que lo atiendan? ¿Una inmensa fortuna familiar? ¡Ja! Métase
esto en la cabeza, él quiso que usted fuese su esposa... y si siente deseo,
siente deseo de usted. —Natalie negó en silencio. Así se mantuvieron por
unos eternos segundos, hasta que Mikaela volvió a manifestarse. Se tomó el
atrevimiento de estirar sus manos y coger las de Natalie. Se tomó el
atrevimiento de tutearla—. ¿A qué le tienes miedo?

Y fue la pregunta que derribó uno a uno sus falsos argumentos. La pregunta
que hizo que su corazón se agitara y que sus ojos brillaran ante un atisbo de
lágrimas.

—A no poder darle lo que él requiere.

—Ya has quitado el «nunca» de su futuro, ¿qué te hace pensar que no puedes
con lo demás?

—Que es mi esposo y ni siquiera me ha besado.

—¡Bésalo tú, mujer!

—Nunca he besado a un hombre —confesó.

El rompecabezas finalmente expuso su imagen.

—Oh, cariño, solo déjate llevar...

—¿Y luego del beso? —preguntó con timidez.

—Luego del beso siguen sensaciones maravillosas, sensaciones que no sabías


que existían, y déjame decirte que, en ese íntimo aspecto, te has quedado con
el mejor de los esposos... Raphael disfruta del placer solo si es compartido, es
un hombre muy... muy atento. —Sonrió con picardía—. Si te soy sincera, yo
debería de haberle pagado a él. —Rieron juntas. Los ojos de Mikaela
inspeccionaron a los de Natalie. Apretó los labios en una mueca—. ¿Sabes
qué?

—¿Qué?

—Acepto tu dinero por el pago de mis servicios, pero cambio la propuesta. Te


enseñaré cómo domar el placer masculino... ¿Qué te parece?
—Sinceramente, no lo sé.

—Ese es el miedo de la inexperiencia hablando. Hagamos lo siguiente, la


primera clase va de obsequio, y comienza ahora...
Capítulo 14

Se lo adjudicaría a la magia. En el pasado, se solía decir que las brujas


conocían el poder de los astros, de las alineaciones. Por eso los eclipses eran
tan fuertes, ideales para hechizos irrompibles. Su bruja personal había forjado
un eclipse en él con sus poderes de encantadora. Alineó los astros, conjuntó
dos sentimientos poderosos y amenazó las estructuras de Raphael Becket. La
muy maldita unió cariño con deseo. Y allí, como Júpiter y Saturno fusionan sus
luces y conforman lo que los mortales llaman Estrella de Belén, en él, la unión
de su corazón, su cerebro y su cuerpo no tan inválido amenazaban con
construir un sentimiento peligroso, al que los simples mortales también
llamaron de una manera, y que para él era imposible de verbalizar.

Pero su bruja estaba decidida a jugar con la fiera, a conquistarlo. Y estaba


ganando. Desde hacía unos días, su actitud había cambiado. Ya no se erguía
como una enfermera solícita, gentil, atenta a sus necesidades incluso cuando
él las negaba. No… Ahora jugaba una partida peligrosa, la de seducirlo.

Su ajuar de lady Becket se hizo presente. Las faldas de lino y los vestidos
sencillos fueron arrojados a un lado. Los suaves terciopelos, gasas y sedas
revistieron el cuerpo de infarto de su esposa. El cabello no resistía intrincados
peinados, era demasiado pesado y liso. Los moños sueltos dejaban caer
mechones azabaches que Raphael deseaba capturar entre sus dedos,
enredarlos en ellos, jalar con suavidad hasta obligarla a despejar su cuello y
apoderarse de él con los labios ardientes.

Natalie lo sabía. ¡Joder!, no sabía cuándo, no sabía cómo, ni siquiera se


atrevía a conjeturar si era la naturaleza o si contaba con un maestro. Natalie
conocía cuán apasionadamente la deseaba. Hacía uso de ese poder, cuando se
inclinaba hacia él con el pecho aprisionado en el corsé, cuando saboreaba un
manjar de las cocinas del condado y se relamía, satisfecha… cuando lo
despedía a Randy y proclamaba: Yo me ocupo , con el paño perfumado en las
manos, dispuesta a pasárselo por el pecho sudado gracias a los ejercicios de
rehabilitación. Era una tortura, una deliciosa tortura. Era terrenal y no
fantasma. Ni espectros del pasado, ni dolores inventados. Podía divisar la
respuesta de su cuerpo, el delicioso calvario del placer no satisfecho.
Preguntarse si ella agonizaba también no lo calmaba. Todo lo contrario.
Imaginarla al otro lado de la puerta, retorciéndose en la cama, acalorada y
anhelante lo enardecía.

Quería hacerla su esposa, en la máxima expresión de la palabra. Suya. Suya.


Suya. Mi Nat… Y en esa posesividad nacía el pánico más hondo. La necesidad
de mentirse y acusarla de bruja. Negar el verdadero deseo. Porque conocía a
otro Becket que se proclamó enamorado, a otro Becket que clamó como suya
a una mujer y cuya obsesión lo llevó a matarla. Porque en sus venas corría la
sangre de ese Becket y, al parecer, también la obsesión.

La determinación de salvarla de él mismo se convirtió en motor propulsor.


Natalie le brindó el canal de escape, con sus barandas por doquier y habiendo
retirado la alfombra. También había hecho trazar senderos lisos en los
jardines, sin césped ni pozos, con el fin de que la silla fuera desplazada con
facilidad. Incluso por él mismo. Apenas requería de Randy para moverse por
su hogar, poco a poco, las actividades cotidianas no presentaron
inconvenientes.

Si quería salirse con la suya, tendría que usar una de las puertas de servicio.
Doris Lee se hallaba en la cocina, Randy en la biblioteca, repasando el
alfabeto, y Natalie había partido a Cuatro Flores como cada mañana.
Regresaría en algunas horas, quizá menos. Era su oportunidad de escapar.

Las ruedas le otorgaban sigilo, la ausencia de Ariel Kennedy le facilitaba el


resto. Se colocó los guantes de piel diseñados por su esposa, le cubrían las
palmas y se recortaban en los dedos, así podía manipular la silla sin herir la
piel y sin perder la sensibilidad de las yemas. Le resultó más sencillo de lo
esperado, la dicha ante la posibilidad de recuperar la libertad lo embargaba y
lo llenaba de determinación. Se dirigió hacia las caballerizas, allí contaba con
una calesa. Un pequeño transporte individual, utilizado por los empleados de
la casa. Requería de un solo caballo. Eligió a Jasmine, una yegua mansa que
no dudó en rozar el hocico contra el hombro de su amo. Amarrarla a la calesa
resultó una tarea simple gracias al temperamento afable del animal. Tras lo
cual, se subió al pescante, acarreó la silla, la colocó detrás de él, y dio inicio a
su primer viaje en solitario desde el accidente.

El traqueteo fue reconfortante. Dudaba que fuera bueno para sus vértebras,
más si Natalie estaba en lo cierto y estas se tocaban por la ausencia o ruptura
de los discos blandos. Así y todo, se sentía bien volver a subirse a una calesa y
surcar los caminos que atravesaban sus tierras. Su esposa lo había obligado a
la lectura de varios libros de anatomía y empezaba a convencerlo de las
posibilidades. De todos modos, ¡sus malditas piernas no querían regresar a la
vida! Se pinchaba con alfileres a diario, leyó que si golpeaba la rodilla podía
comprobar si los reflejos funcionaban. Nada.

Había otras partes de su cuerpo que sí estaban cada día más despiertas.
Gruñó. ¿Qué iba a hacer con ese anhelo si era incapaz de concretar? La única
posibilidad era romper el hechizo de lady Becket.

Arribó a la cabaña del herrero, por un instante, permaneció estático, preso de


los recuerdos. Cientos de tardes pasaron allí junto a Natalie. Estaba a pocas
yardas del árbol en el que ella pendió esa fatídica tarde. Lo había hecho talar
hacía años, y se aseguró de que su leña ardiera en una inmensa fogata. Ahora
regresaba a esas tierras, con la misma muchacha, siendo dos personas
distintas.

—¿Milord?, ¿es usted? —La voz de Finley Brown lo tomó desprevenido.

—Señor Brown, ¿cómo me ha reconocido? —No lo veía desde la más tierna


juventud.

—Si está igual, milord. —El hombre vio la silla, se puso algo incómodo—. Lo
siento. —Se acercó a ayudar.

—No, no. Yo me encargo. —Raphael bajó la silla y, con agilidad, utilizando


solo los brazos, descendió de la calesa a ella. Cogió las riendas y condujo a
Jasmine hasta poder amarrarla. Finley observó la destreza de su señor con
una dosis de regocijo.

—Me alegro de verlo tan saludable, corrían rumores.

—Siempre corren rumores, la gente aburrida es muy predecible. —El herrero


lo acompañó al interior de su cabaña y comenzó la nerviosa tarea de
acomodar el desorden.

—Disculpe, milord, no lo esperaba. —Al finalizar, colocó un cacharro sobre la


estufa para preparar té. La vivienda constaba de dos habitaciones anexas a la
herrería. En la pequeña se hallaba la cama, y la más amplia cumplía las
funciones de cocina, comedor y sala.

—No debes preocuparte. Cuéntame, ¿qué has oído? —preguntó sin disimular
la sonrisa.

—Primero vino su primo, el señor Jefferson, según él a comprobar cómo se


administraban las tierras que, tarde o temprano, heredaría.

—Oh, ya uno no necesita estar muerto para que los cuervos empiecen a
devorarte —dijo Raphael, divertido por la estúpida ambición de su primo.
¿Qué esperaba?, podía ser Jefferson de apellido, pero en sus venas había
sangre Becket. Eran todos unos malnacidos—. Me aseguraré de vivir lo
suficiente para saltearlo en la línea sucesoria —prometió.

—Le tomo la palabra, milord.

—¿Algo más que comentarme?

El hombre sirvió el té de manera torpe. Raphael lo cogió con amabilidad y se


relajó. Al igual que con Natalie, se sentía cómodo junto a Finley Brown. Los
modales francos, la ausencia de artificios…

—Sí. —Se lo notó incómodo.


—Vamos, exijo saber —demandó, de buen humor.

—Me visitó la señora McAdam… —En cuanto lo dijo, Raphael dejó escapar
una carcajada.

—¿La señora McAdam, aquí? Algo magnífico de las desgracias es que en un


segundo se pueden convertir en parodias. —Rio con más ganas.

—Al parecer encontró la excusa para visitar a todos los vecinos a millas a la
redonda —continuó con la anécdota, al comprobar que a lord Becket le
divertía el verdadero carácter de su suegra—. Nos aseguró que no
necesitamos llamarla milady a ella.

—Adoro a mi suegra, ¿cuántos hombres pueden decir eso? —bromeó.

—Supongo que pocos. De todos modos, usted lleva años preparándose para
esto o se lo tomaba con humor o vivía un calvario —comentó el herrero. La
naturalidad de su afirmación, como si fuera una verdad vox populi , tomó por
sorpresa a Raphael.

—¿Preparándome para qué?

—Para casarse con Natalie… Perdón —se disculpó—, con lady Natalie. Todos
sabíamos que llegaría este día, nos sorprendió que tardara tanto.

El asombro crecía en Raphael.

—De ese rumor no estaba al corriente —masculló. Finley lo comprendió: al


igual que los engañados, los enamorados también eran los últimos en
enterarse. Prefirió cambiar de tema.

—¿Y qué lo trae por aquí?

—¿No le gustan las visitas sociales? —El herrero se sonrojó hasta la raíz del
cabello. Becket lamentó su dosis de maldad, si previo al nombre Finley Brown
se encontrara un título, lo torturaría por varias horas. Por el cariño del
pasado, se apiadó de él—. Bromeo, hombre, tranquilo. Aunque agradezco el
té, ya no recuerdo cómo es beberlo negro, sin hierbas ni agregados. —Finley,
quien conocía a Natalie y supo tener una buena relación con Brigid, empatizó
de inmediato. Esas mujeres no podían ver a un hombre enfermo y dejarlo en
paz. Debían sanar todo a su paso. Cuerpos y espíritus—. Pero sí, tengo un
motivo. ¿Aún crías perros?

—Sí, milord —respondió. El pecho se le infló de orgullo—. Vienen de todos


lados por mis pequeños. Son los mejores del norte.

—No me cabe duda. Con Natalie encontrábamos siempre la excusa de pasar


por aquí cuando una nueva camada nacía.

—¡Ni me lo recuerde!, eran unos jovenzuelos de lo más impertinentes. Sobre


todo, usted, milord.
—Gracias, esos son los halagos que necesita uno. Lo animan. —Finley contuvo
la expresión. Raphael volvió a reír—. Lo siento, señor Brown, a veces olvido
mi lugar. No deseo que te sientas incómodo, lo digo en serio, considero ser
impertinente como una virtud.

—Y yo considero su capacidad de olvidar su lugar como una virtud. —En esa


ocasión, el herrero se sinceró a sabiendas de lo que expresaba—. Me recuerda
a su madre. Ella nunca miraba por arriba del hombro ni se negaba a tomar un
té en una cabaña pequeña y descuidada.

Hablar de lady Vivian era un terreno fangoso. Raphael no se consideraba a la


altura de ser comparado con su madre. Bebió un sorbo de su infusión.

—Era un ser demasiado carismático para su bien —murmuró. El silencio se


instauró en la cabaña. Finley supo reconocer su error. Lady Vivian siempre
tenía tiempo para los arrendatarios, los trabajadores de la zona, los vecinos.
Los visitaba con su canasta repleta de presentes, sus ojos negros rebosantes
de cariño y unas sonrisas amplias que convertían los días nublados en
soleados. Todos la adoraban. Y esa adoración, ese afecto, amenazaba el
supuesto amor de lord Richard Becket. Cuando lady Vivian mostraba su
bondad y carisma a alguien más que no fuera el conde, era brutalmente
castigada por él. Los celos del hombre no tenían parangón. Si una visita de
cortesía despertaba la ira de su esposo, solo se podía dimensionar lo
provocado por el amor maternal—. Regresemos a sus foxhounds —pidió
Raphael—. ¿Tendremos alguna camada en la brevedad?

—No, lo siento. Sabe que no hago parir a mis perras más de dos veces. —
Finley era más considerado con sus animales que muchos nobles con sus
esposas, pensó lord Becket—. La última vez fue hace seis meses.

—Espero llegar a tiempo de comprarle uno.

—Bueno… este… —balbuceó el hombre—. Depende. No deseo que piense lo


peor, jamás lo estafaría a usted.

—¿Estafa?

—Acompáñeme —solicitó. No fue necesario empujar la silla, Raphael lo hizo


por sus medios. Siguió los pasos del hombre hasta la zona donde vivían los
foxhounds . Era un apartado en la herrería, en la parte cálida, donde una
salamandra generaba calor casi todo el año. Había tres animales casi
idénticos. Uno de edad mediana y otros dos, cachorros de pocos meses. Los
ladridos se hicieron oír, al igual que los correteos—. Aquí tenemos a Artemisa
—presentó a la hembra mayor, la madre de la camada—, ya tuvo crías dos
veces. No volverá a tener, le puede traer problemas de salud. —Se agachó y
acarició el cuello del animal—. Y estas dos niñas, una es Medusa y la otra…
bueno, no le he puesto nombre aún, para no encariñarme si alguien la quiere.

—¡Yo la quiero!

—El problema es, milord, que… —La perra no aguardó a que la calumniaran.
Era muy capaz de mostrar las ineptitudes por sí misma. Saltó sobre la silla de
ruedas de Raphael, se encaramó sin piedad sobre sus piernas sin sensibilidad
y comenzó a lamerle la cara—. ¡Pss!, ¡abajo, chucho!, abajo.

Lord Becket solo reía a carcajadas.

—¡Una impertinente como yo! Mis preferidas.

—Milord, no sé por qué, rara vez me ha sucedido. Esta perra no parece hija
de Artemisa, le juro. No consigo adiestrarla. No caza, y cuando caza, no suelta
la presa —se lamentó el hombre—. Además de la euforia. —Mientras decía
eso, la pequeña hembrita intentaba regresar al regazo del lord.

—No se haga problema, dudo que la utilice para la caza. Su finalidad es otra.

—Si de verdad está de acuerdo con llevársela… mire que cuando un perro se
muestra díscolo de cachorro ya no cambia más.

—No deseo que cambie, señor Brown. Empiezo a sospechar que tengo
debilidad por las jovencitas rebeldes que rompen los mandatos de sangre,
difieren de su familia y nos enseñan la belleza escondida tras lo excéntrico.

—¿Hablamos de la cachorra? —preguntó Finley, confundido.

—¡Claro!, de Queen Mary —la bautizó. Le permitió permanecer sobre las


piernas y continuar con sus húmedos besos—. ¿De quién más podría estar
hablando? —Brown no llegó a ver la sonrisa pícara en los labios del lord.

Un gran alboroto aguardaba su regreso. Vio a Natalie correr por el sendero,


lo embargó una extraña sensación de satisfacción. Algo cruel, lo reconocía,
pero no por eso menos satisfactoria. Su Nat se preocupaba por él.

—¿Dónde dem… has estado?

—¿Ibas a decir una palabrota? —Raphael condujo la calesa hasta las


caballerizas. Allí, Ariel lo observaba furibunda por osar tocar uno de
sus adorados caballos. La muchachita le caía bien, empezaba a disfrutar de
las singularidades de su nuevo entorno.

—¡Claro que no!

—Menos mal, no es propio de una futura condesa. ¿Qué dirá la gente? Sabes
que siempre he estado atento a las normas.

—Sí, para romperlas.

—Atento al fin. —Natalie no continuó con la reprimenda, la fascinación por los


logros de su esposo la dejaron muda. Detuvo la asistencia de Ariel, le permitió
descender solo, con la destreza adquirida a base de ejercicios y sacrificios.
Una vez en su silla, Raphael regresó también a su lugar como lord—. Señorita
Kennedy, le encargo el cuidado de Jasmine. Yo tengo a alguien más de quien
ocuparme. —En cuanto lo dijo, las dos prestaron atención a Queen Mary,
quien las observaba con curiosidad desde la parte trasera de la calesa.
Raphael destrabó la portezuela de carga, y la perra no dudó en lanzarse a su
regazo.

—¿Fuiste a lo del viejo señor Brown? —Natalie lo adivinó de inmediato. La


raza del animal delataba a su criador.

—Sí, ella es Queen Mary. —Perra y hombre avanzaron hasta dejar la


caballeriza. La cachorra no se alejaba más de medio metro de él. Raphael se
detuvo en los jardines, le permitió al can corretear por el cuidado césped.

—¿Y no podías avisar a dónde ibas? Por poco me muero de preocupación.

—Oh, querida, lo siento. Olvidaba que no puedes vivir sin mí. Prometo no
repetirlo…

—No es eso —contradijo Natalie, cruzó los brazos—, te has sobre exigido y lo
sabes. Por lo demás, desaparece cuanto quieras. De hecho, nos percatamos
de tu ausencia por la paz reinante.

—¡Eres cruel, bruja! —fingió ofenderse—. El diablo regresó, que finalice la


paz —sentenció.

Natalie sonrió, se acercó a él para asegurarse de que no estuviera demasiado


sudado por el esfuerzo. Lo que faltaba, una neumonía. No te muestres como
una enfermera, hazlo como una dama que busca la excusa de tocarlo. Ya
verás cómo cambia su recibimiento. A los hombres les gusta la atención, pero
no sentirse desvalidos. Con el consejo de Mikaela en mente, efectuó su
revisión médica de un modo distinto. No solo posó la palma en la frente,
continuó con la caricia desde allí hasta la piel del cuello.

—Todo en orden —reconoció, la sonrisa se amplió, algo seductora. Dejó


entrever cuánto le hubiera gustado que requiriese un baño.

Raphael tenía una forma muy particular de mostrar su deseo, de eso también
estaba advertida. Hay hombres sumisos, y otros que… cuando se apasionan,
pueden dar la sensación de lobos feroces. Te has casado con un ejemplar del
segundo grupo. Natalie juró que se compraría una caperuza roja, si ese iba a
ser el juego de ambos. Los ojos negros de lord Becket se volvieron carbones
ardientes, le cogió la mano, dispuesto a regresarla a su cuello. No lo
consiguió, y el motivo lejos estaba de ser la reticencia de su Nat. No, la
pequeña bruja anhelaba ser devorada. Era Queen Mary.

La perrita saltó en el medio de ambos, se coló entre ellos con poca gracia y
comenzó a lametear el rostro de Raphael. Natalie carcajeó.

—¡Está celosa! —reconoció de inmediato, y la diversión la hizo brillar. Él tenía


solo ojos para ella.
—La única que no quiere reconocer que soy irresistible eres tú, Natalie. Ella
lo supo de inmediato. ¿No, pequeña?

La cachorra movió la cola. Bajó para seguir con su exploración, entonces lady
Becket, solo para comprobar su teoría, volvió a acercarse a su marido. Queen
Mary se interpuso. Las risas del matrimonio alertaron a los sirvientes, no
recordaban el sonido entre esas paredes. Randy, quien había presenciado el
intercambio en el lago, era el menos sorprendido. Doris Lee contenía las
lágrimas de emoción. Ariel los miraba y negaba semejante absurdo,
rechazaba reconocerse cursi. Los demás solo permanecían con las bocas
abiertas y los ojos desorbitados. Ni uno regresó a sus actividades.

—Ven —la llamó Natalie. Se alejó de Raphael unos metros. La cachorra fue a
su encuentro, demostrando que no le molestaba ella, siempre y cuando, no se
interpusiera en su amor. Le movió la cola y lamió la cara—. Oh, tiene pecas —
dijo al ver las diminutas manchitas caramelo en su hocico blanco. El cuerpo
mediano era blanco con marrón—. Eres una preciosura, a qué sí. —Tras el
reconocimiento, probó regresar con Raphael. Queen Mary ladró. Una vez
más, eso desató carcajadas—. Debí pensar en un perro —confesó ella—, solían
encantarte. A mí también, aunque a esta pequeñita no parezco caerle
simpática.

—Eso ya cambiará —dijo Raphael—. En cuanto empiece a comer de mi


comida, te adorará.

—¿A qué te refieres?

—A tus planes de hechizarme, bruja. —La sonrisa de Becket se amplió—.


¿Creías que no te descubriría? Pues de ahora en más, Queen Mary probará mi
comida, así dejas tus brebajes.

La risa hizo a Natalie doblarse por la cintura. La dicha iba más allá del
entretenimiento de esa conversación absurda, nacía del reconocimiento de
que su hechizo daba resultado. Un embrujo que nada tenía que ver con
hierbas y preparados, sino con el poder de conocerse como mujer. De
reconocer su propio deseo. Un anhelo que solo Raphael alimentaba en ella. En
esos instantes, mientras lo observaba jugar con la perrita, sonreírle con
picardía e irradiar felicidad, supo que jamás querría a otro hombre como
quería a ese.

—¡Por Dios!, tú y tus paranoias. Ya accedí a preparar las infusiones en tus


narices. ¿Ahora esto?

—Te descubriré, en cuanto Queen Mary te adore, sabré la verdad. —Su plan
era tan falible que hasta a él le hizo rodar los ojos.

—Tendré que reforzar los brebajes, pues esta niña no parece muy dispuesta a
quererme. —Rozó la silla de Raphael, y la perra intervino. Raphael le impidió
marcharse, jaló de su brazo y la hizo sentarse sobre sus piernas. Mary Queen
comenzó a saltar alrededor de la pareja, mientras lord Becket hacía girar la
silla con Natalie sobre él. El juego terminó con la cachorra como vencedora y
ellos como alegres vencidos—. Me rindo —expresó y se puso de pie—.
Reconozco la supremacía de mi rival. Veremos si mis dotes de bruja la
conquistan.

—¿A dónde vas? —inquirió Raphael. El sol comenzaba a ponerse, no podía ser
a Cuatro Flores. Además, ya había trabajado esa mañana, cuando él escapó.

—Necesito hacer unas cosas en Londres. No creo que llegue a la cena. —Le
hizo señas a Randy de que ayudara a Raphael. Ya demasiado se había
esforzado en el día.

—¿Londres?, ¿de noche? ¡Qué…! —Natalie lo observó sorprendida. Su


temperamento ameno se había evaporado. Volvía a ser el lobo y ella, la presa,
solo que no llevaba una caperuza y él no pretendía jugar. Eran celos,
peligrosos y oscuros celos.

—Si me lo pides, Raphael, me quedaré contigo. Cancelaré mis planes y


permaneceré aquí. ¿Quieres que me quede? —La inseguridad la azotó, sintió
cómo las mariposas abrían vuelo en la boca de su estómago, cómo el calor
ascendía por su piel y la entibiaba. Se mordió el labio para contener el leve
temblor, las ansias inmensas de que él le dijera que sí.

—No, vete. Es tu vida, haz lo que quieras.

Aprovechó la cercanía de Randy como excusa. Mary Queen continuó estática,


entre ambos, sin saber muy bien por qué la energía había mutado. Natalie se
acercó, acarició su cabeza blanca de orejas marrones y suspiró. No le
sorprendía la adoración del animal, ella tenía veintiocho años, no era ninguna
cachorra e igual se mantenía presa del magnetismo de Raphael. Requería un
par de lecciones más de Mikaela.

Raphael despidió a Randy y mandó al demonio a Doris Lee. Ahora, además de


furioso, se sentía culpable. ¿Por qué debía descargarse en todos, cuando
quien lo irritaba era Natalie? ¿Qué pretendía? Lo seducía y luego lo
abandonaba. Jugaba con él y se marchaba.

Si tan solo no la deseara tanto. Tenerla sobre sus piernas fue una sensación
única. Sí, sensación , porque percibió cómo su cuerpo respondía a esa
cercanía. Incluso podía jurar haber experimentado el peso sobre ellas. En otra
ocasión, sin testigos ni perritas metidas, no hubiera contenido el deseo de
obligarla a rodearlo con los muslos.

Dejó caer la cabeza hacía atrás, derrotado. Tenía el cuerpo tenso, y no por la
actividad física. De hecho, necesitaba gastar mucha más energía. Hasta que la
fatiga lo desmayara, hasta que su mente se detuviera en la proyección de
imágenes sensuales. ¡Condenación!, ¿desde cuándo era erótico querer tener
sexo en una silla de ruedas? Se trataba de la prueba de su invalidez, y él, en
lugar de verla así, con Natalie, tomaba la forma de un nuevo escenario para el
placer.
Todos eran escenarios para el placer con ella.

La tina. Los dos, sumergidos, mientras él se encarga de lavar el cuerpo de su


esposa y los aromas de sus hierbas los envuelven. La cama, en la cual él es
capaz de reptar, deslizarse por cada rincón y saborear su piel de manzanos y
canela. Los rincones ocultos de los jardines, que tan bien conocía, cubiertos
de las miradas indiscretas, pero con la adrenalina de poder ser descubiertos.
El lago… La biblioteca… El despacho… El salón de baile… Cualquier
habitación de esa maldita casa se presentaba como el escenario perfecto, la
tentación de arrancarle el vestido y hundirse en ella.

La oyó llegar. No disimulaba sus ruidos, no iba con pie liviano. Como si no
tuviera nada que ocultar. Raphael aprovechó ese alboroto, con el sonido
amortiguado por los pasos de ella, se escabulló fuera de la cama. Se sentó en
la silla. Se acercó a la puerta que comunicaba ambas recámaras y, con sigilo,
la abrió. Al asomarse, contempló el infierno que él había forjado.

Natalie fue hasta el tocador, allí tenía un libro de notas. Leyó lo escrito y se
giró hasta el espejo. Raphael pudo jurar haber escuchado que susurraba:
descubre tu cuerpo, el potencial de tu placer. Tras ello, comenzó a
desvestirse, sin dejar de observar su reflejo. La lentitud demostraba que la
tarea no era llevada a cabo solo por practicidad. Era un sensual acto de
seducción. Desnudó los hombros, la cintura, hasta que el vestido de terciopelo
oliva cayó formando un círculo en torno a sus pies. Las enaguas las siguieron.
Era el turno del corsé, pero los dedos de Natalie se detuvieron. En lugar de
eso, desató las ligas y se quitó el pololo. Regresó la atención a la imagen en el
espejo, se paralizó por unos segundos. Las mejillas se sonrojaron, y él la vio
cerrar los ojos.

—No puedo —murmuró Natalie—, no soy sensual. —Como una burla del
destino, rendida ante un fracaso que no era tal, se quitó las horquillas y su
cabellera descendió por los hombros.

—¿Quién demonios te ha convencido de que no eres sensual? —La voz ronca


de Raphael la hizo voltearse. Lo encontró debajo del dintel que unía ambas
habitaciones.

—Un canalla que no dudó en decir frente a todos que era olvidable. —La
escasa luz de la habitación traslucía la camisola. Raphael podía divisar la
silueta de las extensas piernas, el modo en que se unían en el monte de venus.

—Ese hombre no era un canalla, era un imbécil.

—¿Lo sigue siendo?

—No. Ahora es solo un cobarde —reconoció, y abandonó la recámara.


Capítulo 15

Cogió el salto de cama, se rodeó con él por el inesperado frío que la alcanzó
cuando Raphael se marchó de la habitación. Dudó unos segundos, mientras
asimilaba sus palabras. No lo comprendía, hacía mucho que era consciente de
que no entendía el corazón de su esposo. La quería cerca, luego la alejaba.
Jugaba con ella, para después rendirse. Pautaba las reglas y las rompía.
Natalie sentía que ese matrimonio era como navegar en un mar embravecido,
sin saber cuándo una ola arremetería contra ella, le sacaría el aliento y la
empujara a las profundidades.

Dos cobardes no conseguían nada. Era momento de juntar valor. Siguió a


Raphael, lo encontró mientras traspasaba su cuerpo de la silla a la cama. Él la
observó, la habitación apenas contaba con la iluminación de una lámpara de
aceite. La ausencia de claridad hacía ver los iris del hombre como ese fondo
de océano al que ella temía. ¿Podría alguna vez alcanzar la superficie y volver
a respirar?

—¿A qué tienes miedo? —preguntó Natalie en un susurro.

—A herirte y tener que vivir con eso el resto de mi patética vida.

—Llegas tarde, ya me has herido, ¿recuerdas?

La risa ronca de Raphael le erizó la piel. Su mirada ardiente seguía fija en


ella, atravesaba el salto de cama, podía ver todo aquello que Natalie cubría de
él. Su cuerpo, su verdad.

—No lo hice, y lo sabes. Si de verdad te hubiera hecho daño, no estarías aquí,


Nat. Eres la mujer más inteligente que conozco, te sales siempre con la tuya.
Quizá arañé apenas tu orgullo, atestiguo las consecuencias, pero nada que no
pueda sanar en una noche —dijo, y sus palabras sonaron a promesa—.
Reconoce, al menos, que mi desplante te hizo un favor. Que, si sufriste estos
años, no fue por mis dichos, sino por tus propios anhelos. Y, cuando al fin lo
admitas, huye de mí.
—¿Tu desplante, hacerme un favor? —repitió, se cruzó de brazos, en ese gesto
defensivo tan característico. Raphael la leía como a un libro abierto—. Has
conseguido que me cataloguen de jirafa, de insulsa, que nadie pretenda
casarse conmigo.

—Y tú no querías casarte con ellos. Solo deseabas tu empresa, tu libertad.


¿Crees que hubieras llegado a los veintiocho años soltera de otro modo? Tu
madre te hubiera desposado con un vicario viejo en la primera propuesta…

—No lo disfraces de favor —rebatió—, tu veneno nunca ha sido un favor.

—¡Claro que no! Hasta que lo entiendes. Fue egoísmo. Ahora, sin las
máscaras, mírame a los ojos, observa la verdad y elige sabiamente. Porque si
permaneces un minuto en esta habitación, te haré mía y ya no podrás anular
la unión, no podrás escapar.

—Estoy cansada de escapar de ti, de mentirme. Quizá sea tiempo de que tú


también dejes de mirar mi máscara, sobre todo cuando está tan
resquebrajada. Tal vez sea hora de que veas lo mismo que adivinó tu tío
cuando fue a buscarme a la cabaña de mis padres. ¿Por qué estoy tan enojada
contigo si no es por tu desplante disfrazado de favor?

—Favor disfrazado de desplante —la corrigió él. Ella elevó la vista al cielo en
una muda plegaria—. También puedes estar enojada por mi reacción en el
funeral.

—¿Por tu demostración de dolor y sentimientos humanos tras la muerte de tu


madre? ¡Oh, sí!, lo olvidaba, cierto que soy una maldita insensible. —El gesto
de los brazos en torno a su cuerpo pasó de ser defensivo a ofensivo. Así le
gustaba más a Raphael.

—¿Te han dicho lo sensual que eres cuando te enojas?, ¿y lo bien que te sienta
el sarcasmo?

—Esta conversación se terminó —sentenció Natalie, dispuesta a marcharse.


Pero sus pasos quedaron anclados a mitad de camino cuando su esposo se
quitó la camisola de dormir. Solo un paño de algodón blanco lo separaba de la
completa desnudez, aunque no hacía mucho por cubrir la evidencia del deseo.

—Sí, esta conversación se terminó. Puedes irte, claro, y poner el pestillo a la


puerta por tu propia seguridad, o venir aquí y permitirme disculparme.

—Yo… —dudó.

Él sonrió, había juntado valor para enfrentarlo y ahora vacilaba. No porque no


lo deseara, sino por ese leve rasguño que Raphael supo hacer en su orgullo
pasado. El mismo que se ofrecía a sanar. Lo observó, necesitó morderse. Sus
labios pujaban por abrirse y dejar ir el aire atrapado en los pulmones como un
sonoro suspiro. Se maldijo una y mil veces, sobre todo, maldijo la idea de
pedir consejos a Mikaela. El cuerpo de su esposo no presentaba secretos
médicos, conocía cada rincón, pero se había negado el derecho a desearlo.
Los abdominales ya no cumplían la preciada función de mantener firme la
caja torácica, de darle soporte a las vértebras, de posibilitar la elevación de
las piernas. No. Ante sus ojos de mujer era pura musculatura masculina para
su deleite. La espalda ancha y los hombros fuertes estaban diseñados con el
fin de que se aferrara a ellos, clavara las uñas en la piel durante la cima del
placer.

—Quítate el salto de cama —pidió Raphael—, permíteme ver más de ti.

Natalie acató la orden, la pesada tela que la cubría cayó junto a sus pies. La
transparencia de su camisola no guardó secretos. El calor de la mirada del
hombre sobre ella barrió con las inseguridades.

—Ven, Nat —pidió, rogó, suplicó—. Por favor, ven. —Si sus piernas
respondieran, su esposa no hallaría rincón del mundo en el cual guarecerse
de su deseo.

Ella lo hizo, se acercó hasta quedar de pie frente a él. Intentó recordar los
consejos, todos se evaporaron ante la pasión. Sintió la piel sensible y
comprendió, por primera vez, qué eran los dolores fantasmas. Allí, donde no
estaban las manos de Raphael, donde su esposo no la acariciaba, no la
besaba, no la tomaba… allí le habían amputado algo.

Raphael la cogió de la cintura, Natalie pensó que la haría montarlo a


horcajadas, como había visto en las ilustraciones de posiciones sexuales. El
cambio la sorprendió. Terminó en el regazo de su marido, con las piernas
juntas a un lado. Las palmas suaves del hombre le acariciaron el esternón, el
cuello, el mentón. La obligaron a girarse, a encontrarse con los labios
hambrientos.

La boca de Natalie se abrió, la necesidad de aire era apremiante. La lengua


de Raphael aprovechó la ocasión para saquearla. Se adentró en la cavidad,
demandó un duelo. Trazó círculos en su interior, la invitó a jugar ese juego de
exploradores. Sus sensuales besos no eran más que una técnica efectiva de
distracción. Mordisqueó los labios, lamió las comisuras, respiró el tibio y
dulce aliento de su esposa, mientras los dedos, ágiles, se deshacían del corsé.

Natalie se dio cuenta de lo que hacía su esposo solo cuando sintió las manos
tibias en su cintura, no tenía excusas, la falta de aire no la provocaba la moda,
sino los besos de Raphael. Sus caricias. La prueba de su masculinidad
presionando en su cadera.

El sonido de la tela al rasgarse la obligó a la consciencia.

—¿Qué dem…? —masculló, él rio con la boca sobre su cuello. Clavó los
dientes en la piel blanquecina de su mujer, y luego pasó la lengua. Dolor,
escozor y alivio en un solo acto. Natalie gimió por respuesta.

Los senos quedaron al descubierto tras el destrozo de su camisola.

—Mira, Nat… —dijo él—. Mira tu reflejo en el espejo.


Se hallaban en diagonal al mismo. Sus cuerpos semidesnudos se proyectaban
en la superficie reflectante entre luces y sombras. Natalie solo podía
contemplar el cuerpo de Raphael, no había espacio para su imagen. ¿Para
qué?, se conocía, prefería la exploración de la perfecta anatomía de su
esposo. Raphael no se lo permitiría. Introdujo la mano por debajo de la
camisola, ascendió por los muslos, hasta alcanzar el centro femenino. ¡Cierto,
se había quitado los pololos!, nada se interponía entre sus dedos y el
palpitante capullo. Cerró los ojos por el pudor.

—No. —La reprimenda de Raphael fue acompañada de sus dientes. Mordió los
labios de su esposa con la fuerza justa—. Ábrelos. Obsérvate. Dime, ¿sigues
pensando que no eres sensual? —Estimuló el lugar preciso—, ¿sigues dándole
la razón al imbécil que dijo que eras olvidable y ahora vendería su alma por
un segundo entre tus piernas? —El dedo medio se introdujo en el lubricado
canal, el pulgar continuó con el estímulo.

—Raphael…

¡Demonios!, ella debía seducirlo, ella había ido a un burdel en busca de


lecciones y todas se borraron de su mente. Solo podía pensar en esa mano
entre sus piernas, en la erótica escena. Los labios masculinos capturaron uno
de los rosados montículos de sus senos. Succionó, Natalie echó la cabeza
hacia atrás, rendida. Su cuerpo se arqueaba, su pelvis se movía por instinto.
Se aferró a los hombros firmes de su hombre o caería. ¡Cuánto deseaba caer!
Descender por ese precipicio, bucear las profundidades del tormentoso mar.

—Sí, Nat… di mi nombre. Dilo… —demandó. La oyó repetirlo, hasta que él fue
incapaz de permitírselo. Ya no le bastaba con escucharlo, necesitaba beberlo.
Fijó su boca sobre la de ella y, mientras se nutría de la inocente pasión, la
llevó a la cima. Sintió los músculos tensarse en torno a su dedo, la húmeda
prueba del placer, y fue él quien proclamó su sentencia—: Nat. Mi Nat.

La ayudó a recostarse sobre el colchón, él lo hizo a su lado. La despojó de los


restos de la camisola, mientras depositaba suaves besos en cada rincón.

—¿Te has convencido, maldita hechicera, de tu propia sensualidad o debemos


repetir?

Natalie se rio. ¡Oh, qué bien se sentía!, por un momento parecía que el mundo
fuera un lugar hermoso. Repleto de bondad y delicias, carente de maldad y
días nublados. Raphael parecía conocer muy bien los efectos de esa droga en
particular.

—Depende, si digo que sí, ¿no habrá más demostraciones?

—¡He creado un monstruo insaciable!

—Y cómo bien dice Mary Shelley, hay que responsabilizarse de las creaciones.
—Eso intento, eso intento —bromeó él. Terminó de quitarle las medias y
deslizó los labios desde las pantorrillas hasta las rodillas. Ascendió un poco
más, y más, y más. Deseaba saborear el placer de Natalie, embeberse de él,
empujarla una vez más a la cima del placer. Ella se lo impidió, no sin antes
emitir un fuerte gemido cuando la punta de la lengua rozó el inflamado
capullo—. Aguafiestas, pensé que nos estábamos divirtiendo.

—Solo yo me estaba divirtiendo, no es justo —protestó ella.

—Discrepo. —Como Natalie empujaba desde su coronilla, Raphael le mordió


el muslo.

—¡Tienes que dejar de morder! —Le hincó los dientes en la otra pierna,
haciéndola chillar de diversión y placer.

—Es tu culpa por ser tan deliciosa. ¿Sabes que hueles a manzanos y canela?

—¿Manzanos?

—Por lo visto, de la canela eres consciente.

—Sí, la utilizo en mi jabón. Pero no agrego nada con manzana.

—¿El cianuro no se hace con semillas de manzana? Eres mi delicioso veneno,


moriré gustoso saboreándote.

Pasó la lengua por el bajo vientre hasta llegar al ombligo. Natalie se retorció
debajo de él. Raphael aprovechó la ocasión, intentó regresar a la imperiosa
tarea entre sus piernas. Ella se lo impidió una vez más.

—Deja de decir sandeces. —Aunque le agradaba mucho ese cambio de humor.


Lo prefería antes que su otro rostro, el temperamento oscuro, los miedos y las
advertencias. ¿Por qué no podían elegir esa vida de dicha?, de cuerpos
desnudos y bromas ingenuas—. No es justo que tú puedas hacer con mi
cuerpo lo que quieras y yo no tenga los mismos derechos sobre el tuyo.

—¡Demonios!, detesto a las damas independientes —dijo entre risas—. Tú solo


tienes que cumplir con tu obligación marital. En ese caso, permanecer
desnuda, bella, apetecible, hasta que yo lo decida.

—Te hubieras casado con otra. ¿O debo recordarte que este fue tu plan? —Se
escabulló de debajo de él.

—Tienes razón. Debí elegir una delicada muchachita británica de rizos de oro
y temperamento moldeable, en lugar de una salvaje bruja que me maltrata. —
Apoyó la espalda sobre el colchón, desde allí recibió el esperado golpe en el
pecho. Raphael le capturó las muñecas, creyendo, ingenuamente, que
manejaba la situación.

Nada más lejos de la realidad. Natalie lo montó a horcajadas, su desnudez


plena le cortó el aliento.
—Nat, ¡demonios, preciosa! Apiádate de mí. —Su voz no sonó bromista. Era
una súplica real. Raphael apenas podía mover la pelvis, un vaivén que
conseguía el roce de cuerpos, pero no la plena satisfacción.

—No sé si las damas dicen estas cosas, Raphael. —Ella se inclinó sobre él,
buscó los labios masculinos y, al hacerlo, los senos rozaron el pecho firme del
hombre—. Pero yo también te deseo, a mí también me resultas sensual y exijo
mi parte en este matrimonio. —Lo besó, y él le impidió la retirada. Exigió que
fuera hondo con su lengua, le brindó su boca para que bebiera de ella hasta
embriagarse.

—No sé si las damas dicen esas cosas, Nat, pero si no lo hacen, entonces
nunca seas una dama.

—¿Y entonces, qué seré?

—Nat, solo Nat. —La besó con ímpetu—. Mi Nat.

Y ella le tomó la palabra. Con sus labios recorrió la piel ardiente, con sus
manos buscó los rincones más sensibles y con sus caderas marcó el ritmo de
la danza más antigua de la humanidad. Solo bastó hacer a un lado la última
prenda para que sus cuerpos hallaran el camino. No se necesitaban libros ni
lecciones cuando la pasión era capitán y los sentimientos dibujaban
constelaciones en el cielo nocturno.
Capítulo 16

Una tibia exhalación en su rostro la despertó. Sonrió, todavía era presa de la


ensoñación, y quedarse en la cama, entre sábanas, junto a su esposo, era una
realidad mil veces mejor que el mundo de los sueños. Sintió una fría y
húmeda nariz contra la suya, y comprendió el origen de la respiración. ¡Por
los cielos! Rio. Abrió los ojos. Queen Mary la vigilaba de cerca, muy cerca, su
penetrante mirada canina le recordaba que se encontraba en la cama
equivocada.

—Si crees que vas a manipularme con esa mirada, no funcionará... no soy
Raphael. —La perra bufó. Natalie alzó una ceja—. Lo que tú pienses no es de
mi incumbencia. —Queen Mary bufó de nuevo y volvió a hacer presión con su
nariz—. La que está fuera de lugar eres tú, señorita.

—Reconozco que me gusta amanecer con dos féminas a mi lado —Raphael,


que acababa de despertarse, interrumpió la trifulca mañanera—, y más
cuando estas se pelean por mí.

—¿Pero? —Natalie se volteó sobre la cama, imitó su posición.

—¿Qué te hace pensar que hay un «pero»? —Le acarició la mejilla. Era
hermosa al amanecer, con sus cabellos sueltos y revueltos, los pómulos
marcados con bordes de la almohada y unos labios llenos, rosas, tan rosa
como la más bella de las camelias.

—Siempre hay un «pero» cuando de Queen Mary se trata.

—Es que, en este caso, Queen Mary tiene razón. Su recámara se encuentra al
otro lado de esa puerta, lady Becket.

La perra saltó a la cama, se interpuso entre los cuerpos, ya no era una


cachorra, con solo dos meses en la casa había duplicado su tamaño. Lamió el
rostro de Raphael mientras su cola impactaba en el de Natalie.

—Perfecto, si lo que prefieres son los besos de Queen Mary —fingió ofensa,
apartó las sábanas decidida a marcharse.

Un gesto, una mirada, con eso fue suficiente para que la perra abandonara la
cama por orden de su dueño. Se escabulló por la habitación contigua.

Un segundo, un roce, una caricia, con eso fue suficiente para que Natalie
regresara a sus brazos. La dinámica de intimidad sería la misma por un largo
tiempo, ella a horcajadas sobre él. Así iniciaban los besos, los abrazos
preliminares. Los labios de Raphael recorrieron su cuello. ¡Oh, amanecer de
esa manera era un placer de los dioses! Cuando estuvo a centímetros de su
oído, le susurró:

—Siempre preferiré tus besos, siempre te preferiré a ti... —Acarició sus labios
con el pulgar. Los profundos ojos almendras de Natalie ahondaron en los
suyos, como si pretendiese hallar la verdad de esa confesión en ellos—. He
besado cientos de bocas, me he deleitado con muchos cuerpos, y lo hice por
pura insatisfacción. Ahora lo sé, buscaba estos labios... te buscaba a ti, Nat.

Ella posó las manos en su rostro, lo acunó entre ellas. Besó su frente, sus
párpados, le rozó la nariz con la suya hasta llegar a su boca, y mientras sus
labios se disponían a responder con otra confesión, la humedad de su íntimo
capullo en flor abrió los pétalos para darle la bienvenida.

—Y yo, Raphael... —Él la cogió por la cintura y la elevó, el lento descenso


permitió que la masculinidad erecta de él la conquistara—, yo te esperaba.

Natalie gimió ante el primer vaivén de su cuerpo, experimentar la sexualidad


teniendo el control la hacía sentirse dueña de sí misma, de sus sensaciones. Y
él era cómplice de ese placer, como participante y espectador. Contribuía con
el movimiento de su cadera, la elevaba cada vez que la necesidad de
profundizar la embestida dominaba su deseo; y como espectador, se deleitaba
con sus pechos duros y sus pezones erguidos. Ya no eran los mismos,
mutaban, se adaptaban a sus manos, al movimiento de su lengua. Toda
Natalie había cambiado ante la maravillosa exploración conjunta. El anhelo de
los cuerpos encontraban la excusa del reencuentro cada noche, cada día.

Tras ahogar el gemido de la consagración del clímax compartido, Natalie se


dejó caer a su lado.

—Quédate conmigo el resto del día —reclamó él aprisionándola entre sus


brazos.

—Lo siento, lord Becket... no puedo, soy una mujer con muchas
responsabilidades.

—No, yo soy tu única responsabilidad. —La posesiva demanda no fue ajena


para ninguno de los dos.

—En eso te equivocas —dijo liberándose de él con delicadeza—, tú eres tu


propia responsabilidad —Lo besó, se apartó. Raphael le permitió la
separación luego de luchar con su maldita sombra obsesiva—, y en estos
últimos meses lo has demostrado, puede que yo haya establecido nuevas
reglas, hábitos... como sea, los resultados van a tu cuenta, cariño.

—Sabes que es casi un arte para mi contradecirte. —Cogió su mano, depositó


un beso en sus nudillos.

—Me alegra que lo reconozcas —lo interrumpió sonriente.

—En esta ocasión —Alzó el dedo en lo alto—, solo en esta ocasión, estoy de
acuerdo contigo. Lo que me recuerda —Acomodó sus piernas fuera del
colchón, estiró su brazo, acercó la silla de ruedas y con un ágil movimiento,
abandonó la cama y tomó control de su transporte cotidiano—, Randy y yo
tenemos una agenda de actividades muy ajustada, así que, aléjate de mí,
bruja. ¡Tú y tus encantos me obnubilan!

—Como usted ordene, milord... —Hizo una sensual reverencia.

Se encaminó a su recámara, debía de prepararse rápido y coger un desayuno


fugaz. Ella también tenía una agenda ajustada en Cuatro Flores, Lindsay
reclamaba su presencia.

—¡Ey, bruja! —Ella se volteó. Él sonrió con picardía—. No regreses tarde a


casa... necesito que me obnubiles.

La idea de coger un desayuno fugaz fue desestima ni bien se acercó a la


cocina. La mezcla de olores le revolvió el estómago: pescado, pan horneado,
dulce de moras, coles de Bruselas en proceso de ebullición. A esa hora de la
mañana el desayuno se cruzaba con los preparativos del almuerzo.

—Buen día, lady Natalie... —Doris Lee fue la primera en notar su silenciosa
presencia—, el desayuno ya se encuentra dispuesto en el salón comedor.

—Oh, no me odie, señora Lee, pero creo que hoy prescindiré de él.

—Milady, estoy a sus órdenes, y jamás la odiaría, a menos que usted me lo


indicara —bromeó la mujer—. ¿Va a salir? ¿Quiere que le prepare un
tentempié para el camino?

—En orden de preguntas, sí, voy a salir, cualquier inconveniente me pueden


encontrar en las instalaciones de Cuatro Flores. Y no, le agradezco, pero creo
que mi estómago, esta mañana, no resiste ni una tostada.

—¿Tiene malestar, lady Natalie? —se preocupó Doris.

—No lo llamaría de esa forma —frunció los hombros—, es difícil de explicar,


en fin, no importa, nada que no pueda solucionar con una infusión y hierbas
correctas. A todo esto, ¿ha visto a Ariel esta mañana?

—Sí, espera por usted en las caballerizas.


—¡Veo que me ha leído el pensamiento! —Era una excelente cochera y una
muchacha en extremo intuitiva.

La señora Lee rio, lady Natalie no desayunaría, pero lord Raphael y su


gigante acompañante sí, y eso era comparable a cuatro comensales.

Natalie atravesó los jardines traseros hasta dar con las caballerizas. Ariel
tenía el carruaje listo, sentada en el pescante, con las piernas en lo alto,
trozaba una manzana con una navaja y la degustaba.

—Le acabo de decir a la señora Lee que tú lees mis pensamientos —dijo
Natalie una vez que estuvo ante ella—. ¿Cómo sabías que iba a necesitarte
esta mañana? —Intentó subir sola al pescante, se mareó. Ariel logró cogerla
de la muñeca antes de que cayera de nalgas al suelo.

—Porque leo algo más que sus pensamientos... ¿No sería más conveniente que
viajara en el interior del carro? —le sugirió.

—¡Patrañas! —Con la ayuda de Ariel, se ubicó a su lado—. A Cuatro Flores,


por favor. —La cochera agitó las riendas, los caballos avanzaron—. La verdad,
aunque disfrute de tu compañía, debo de confesar que prefiero hacer este
trayecto a pie.

—Lo sé, milady...

—El paisaje es muy agradable y, últimamente, tenemos unos días preciosos.

—Es verdad...

—Si no fuese por mi agotamiento y malestar, caminaría. —Exhaló como si el


aire se hubiese quedado estancado en sus pulmones más de lo necesario.
Ariel la miró de soslayo.

—¿No le aprieta el corsé, milady?

Lo pensó. Lo sacudió por sobre su vestido.

—Puede ser... tal vez lo he ajustado de más.

—No creo que ese sea el inconveniente.

La mirada de soslayo cambió de fuente de origen.

—¿Qué intentas decir, Ariel?

—Que, desde mi punto de vista, el corsé ya le queda pequeño.

—¡Imposible! —rio nerviosa—. Es uno de mis corsés habituales.

—¡Ajá!
—No, no… nada de «ajás», sé clara conmigo.

—Si usted lo pide, eso le daré. Tiene malestar, se siente agotada, un


agotamiento que le pisa los talones desde hace varios días, y...

—¿Y? —la interrumpió. ¡Rayos, comenzaba a descifrar la idea que albergaba


Ariel en la mente!

—¡Y su corsé está a punto de estallar por los pechos hinchados y por la
repentina redondez en su cintura!

Oh, oh... El placer, la intimidad, tenía sus consecuencias. ¿Acaso...?

Ariel asintió de repente. Confirmado, leía sus pensamientos.

Cuando Agnes no se encontraba en Cuatro Flores, Jana dedicaba parte del día
a las tareas administrativas, mientras que las otras dos florecillas volcaban su
energía a la acción. Un ruido proveniente del subsuelo le hizo apartar la
atención del cuaderno destinado a los proveedores. Las hermanas White
solían pasar más tiempo en el lugar porque contaban con más tiempo, una era
viuda, y la otra, apenas una debutante con cero intereses por el roce social.
La señora Tremblay y lady Becket debían orquestar sus horarios de otra
manera.

Jana conocía cada uno de los recovecos del edificio con cada uno de los
sonidos, crujidos, chirridos, y eso que escuchaba no era un empleado, menos
que menos, Lindsay. Intentó no angustiarse, el incidente delictivo que tomó
como víctima a Bastien Tremblay era una anécdota destinada al olvido. Pese a
ello, cogió el palo de cricket que conservaban como elemento de defensa.
Maldijo entre dientes por no tener a manos el pulverizador de pimienta y
limón de Natalie. Caminó en puntas de pie, no quería exponerse, malhechor o
animal salvaje, lo que fuese, sería mejor tomarlo por asalto.

Considerando que el intruso traía consigo una luminaria, podía desechar la


idea de un animal salvaje. Se infundió coraje, un paso, otro paso, y... ¡Zas!
Una cabellera larga y oscura emergió de las profundidades de los estantes.
Jana alzó el palo, la sombra de su cuerpo generó un espanto de muerte en la
cabellera oscura, gritó, agitando aquello que cargaba en sus manos.

—¡Natalie, qué demonios! —exclamó Jana cuando la reconoció.

—Lo mismo digo, Jana... ¡Qué demonios! —Sacudió su vestido, el líquido de la


botella de boca ancha que había estado buscando, se derramó en ella.

—¿Qué haces aquí? —Olfateó el aire—. ¡Cielos!, ¿qué tienes ahí, Natalie?

—Tenía... —Exhaló con frustración—. Un fermentado de arroz... —Lo


utilizaban para corroborar el nivel de acidez en determinados preparados.
—Huele espantoso... hueles espantosa.

—¡Ey, no huele tan mal! —Que no tuviera una reacción al intenso olor del
fermentado era un punto a favor, despejaba la duda que la carcomía.

—Ven, vamos a limpiar ese vestido antes de que huelas peor.

Retornaron a la oficina central. Allí se cambió el vestido, siempre tenían una


muda de ropa en Cuatro Flores, la labor que realizaban —más aún la de Jana
en el vivero—, las empujaba a algún que otro accidente.

—¿Se puede saber para qué querías ese fermentado? —Si estaba en el
subsuelo era porque no era de uso cotidiano, además de necesitar ausencia de
luz y un ambiente con humedad regulada.

—Lo necesitaba para realizar una prueba con él. —Salió de detrás del biombo
con un vestido azul con flores blancas. Ideal para las tareas de huerta, casi no
le cierra a la altura de los pechos. Sin lugar a dudas, los corsés no se
achicaron, sus senos se agrandaron.

Jana apartó la mirada de la mancha que fregaba para observar el rostro de su


amiga. La evaluó con detenimiento.

—¿Qué tipo de prueba? —indagó. Natalie se traía un secreto entre manos,


rehuía de sus ojos.

—Una que me enseñó la abuela Brigid.

—Esa no es la respuesta a mi pregunta. ¿Qué te ocurre? Porque algo te


ocurre, de lo contrario, hubieses dado señales de vida con tus amigas antes
de escaparte al sótano.

—He… he comenzado a notar ciertos cambios en mí.

—¿Cambios? —Jana fingía. Natalie ni cuenta se dio.

—Sí, muy sutiles.

Se sentía plena, feliz, no solo por los nuevos avances de Raphael en lo


referido a la rehabilitación, sino también por la hermosa luna de miel que
estaban viviendo. Compartían alcoba, cama y deseo, mucho más que
cualquier matrimonio británico estándar. ¡Claro que se sentía dichosa!
Después de años, finalmente era su Nat... y él, bueno, su esposo. Quería saltar
de la alegría, gritarle al mundo lo que sentía por Raphael. En consecuencia,
los cambios físicos y hormonales pasaron desapercibidos.

—Te refieres a ese brillo perlado en tu rostro, al sudor repentino y constante


en tu frente... O te refieres o ese estado de agotamiento que te acompaña
desde hace semanas, ni mención hacer a tus... —Miró en dirección a sus
pechos. Alzó las cejas. Natalie tuvo la necesidad de cubrirse, se cruzó de
brazos.
—¿Con qué aquí estás? —las interrumpió Lindsay. Traía consigo uno de los
frascos en donde realizaba las combinaciones de preparados—. Estaba segura
de haber visto a Ariel marcharse, pero nunca apareciste... te espero hace
horas. ¿Qué te demoró tanto? Si se puede saber.

Mi esposo, sus besos, caricias. Nuestros cuerpos entre sábanas.

No, no se podía saber.

—Tuve un percance de último momento —aludió señalando el vestido que


Jana tenía en sus manos.

—Mejor no preguntes que tipo de percance, Lindsay —carraspeó Jana como


un puntapié inicial para que su hermana comenzara el proceso de
interrogación.

Pero no. Las habilidades metiches de la más joven de las White estaban en
pausa, cuando estaba en Cuatro Flores, ponía toda su energía en sus esencias
y fragancias.

—Como sea, no importa, ya me contarás después... ahora huele esto.

Ni bien tuvo el frasco a un par de metros de su nariz, Natalie sintió náuseas.

—¿Qué es?

Vaya uno a saber que nueva y extraña combinación había hecho su amiga
para que oliera tan espantoso.

—Romero, tomillo... tus favoritos, con una nota media de eucalipto. —También
uno de sus favoritos. Le sonrió.

Eran sus favoritos. La combinación era una maravilla en tanto propiedades y


fragancia.

La náusea fue mayor, la sensación de querer escupir su estómago se atoró en


su garganta. Quiso contenerse, apretó los labios cuanto pudo.

Pudo poco. Expulsó el vómito sobre el vestido de Lindsay.

Natalie empalideció de la vergüenza. Jana se llevó las manos a la boca, estaba


a segundos de echarse a reír a carcajadas. Lindsay, bueno... fue Lindsay.

Saltó, palmeó, festejó.

—Te lo dije, te lo dije... ¡Vamos a ser tías! ¡Tías!

Movida por la felicidad desbordante se abrazó a Natalie, sin darse cuenta de


que, con ese afectuoso hecho, le acababa de compartir parte del vómito a su
amiga.
¡Rayos!, pensó Jana, no tenían suficientes vestidos.

¡Al diablo! Iban a ser tías. Se sumó al abrazo.


Capítulo 17

Cuando necesitaba de paz y orden en sus pensamientos siempre contaba con


dos alternativas infalibles. Una era caminar en la naturaleza, la otra, hundir
los manos en la tierra. Desechó la primera opción por el agotamiento y los
malestares matutinos. No iba a caminar por la naturaleza vomitando el
desayuno a la par de cada paso. Lo ideal, en esos días, sería saltarse la
primera ingesta; si no lo hacía era porque no quería poner en alerta a
Raphael. Haría preguntas, muchas preguntas, y todas tendrían una única
respuesta. ¡Cielos! ¿Por qué no hallaba las condenadas palabras? ¿Por qué
mantenía en secreto lo que creía era una noticia maravillosa? ¿A qué le
temía? Exhaló, hizo un pozo en la tierra, había robado del vivero de Jana unos
hermosos brotes de salvia, en un par de semanas, si las condiciones eran
favorecedoras, florecería.

Ella también florecería... ¡Vaya eufemismo! Podía disimular las náuseas y la


indisposición matutina, lo que no podría ocultar serían sus senos cada vez
más hinchados y el vientre ligeramente abultado. Raphael se proclamaba con
orgullo como un gran conocedor de la anatomía de su esposa, tarde o
temprano notaría los cambios y los reconocería. Y ella se proclamaba también
como una conocedora de los humores de su esposo. Mantener en secreto su
embarazo era como lanzar pólvora a la boca del infierno.

Esa noche. Sí, se lo diría esa noche.

No, mejor al día siguiente. Al despertar, sí.

O quizás esperar unos días más, Agnes y Bastien irían a cenar. Era la primera
visita social de la pareja al hogar Becket, y era la primera vez que ellos se
mostrarían ante sus amistades como un auténtico matrimonio. Tras la visita
de los Tremblay le daría las buenas nuevas.

—¡Lady Natalie! ¡Lady Natalie! —Doris Lee le gritó desde las escalinatas de la
terraza central. No era habitual ese comportamiento en la mujer, era en
extremo dada a las formas, que gritara era sinónimo de problemas.
Natalie se incorporó y se lanzó a la carrera al tiempo que se despojó de los
elementos de jardinería que sostenía en las manos. Lo último en quitarse fue
el delantal, que arrojó sobre el barandal de la escalinata. Su descontrolado
corazón hizo una tregua con la desesperación al ver que el rostro de Doris
Lee no expresaba una catástrofe, sino que sonreía.

—¿Señora Lee, qué sucede?

—Tengo prohibido decírselo, tiene que verlo con sus ojos. Corra, milady...
corra —la motivó.

—¿Qué corra a dónde?

—Al salón de baile, lady Natalie.

El salón de baile era el equivalente a decir sala de ejercicios de Raphael. Allí


se dirigió. No debía de preocuparse, se dijo con cada paso dado. Doris
contuvo la sonrisa, y si lo hizo había una razón. Su esposo solía ser una caja
de sorpresas, aunque no siempre buenas, rio para sí. ¿Otro cachorro foxhound
tal vez? ¿King George? Volvió a reír para sí. De esa forma consiguió arribar a
destino sin una gota de preocupación.

—¡Mujer, puedo perecer esperándote! —Así la recibió su esposo. Fue un


afectuoso reproche.

—De tus palabras, cariño, solo elijo oír... esperándote. —Se cruzó de brazos
en cuanto estuvo junto a él—. ¿Se puede saber qué es lo que ha hecho que
Doris Lee rompa su protocolo por ti?

El salón había sido acondicionado para las prácticas rehabilitadoras del lord.
Cajones para sostener sus piernas en las flexiones, palos de madera con
anexos de hierro en los extremos para fortalecer brazos y dos barrales de
madera paralelos que le permitían erguirse y avanzar con ayuda de Randy. El
grandote estaba a su lado.

—Doris adora romper el protocolo por mí, es más, soy su excusa perfecta.

Hansen rio.

—No le festejes las gracias a tu lord, Randy, ya lo has oído un centenar de


veces, si fuese por él ya estarías despedido.

—No seas aguafiestas, Nat, tenemos motivos para festejar.

—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles? —Iba a mostrarle alguna nueva proeza, un logro
nuevo. Natalie se mordió los labios, solo así no sonreiría.

—Cierra los ojos... —Ella alzó las cejas—. Vamos, ciérralos, necesito
prepararme—. Acató, le daría ese gusto sin objeción. Raphael se aferró a las
paralelas y se incorporó, quedó en completa verticalidad sin la asistencia de
Randy—. Ábrelos.
Natalie parpadeó. Pese a haber visto en más de una oportunidad ese manejo
de su cuerpo, notó que los pies se encontraban con firmeza sobre el piso,
como si pudieran soportar el peso del cuerpo.

—No me dejas más alternativa que ser una aguafiestas, no hay nada nuevo en
mi horizonte. —Lo dijo solo como provocación. Estaba ansiosa, quería ver
más.

—Ya, ya, mujer… controla tu ansiedad.

Ella rio. El desgraciado la conocía demasiado.

Raphael respiró profundo, miró un punto estratégico delante de él, requería


de mucha concentración. Los músculos de sus brazos se contrajeron, la
camisa arremangada bien en lo alto exponía el esfuerzo que este colocaba en
el movimiento. Exhaló, y con una nueva inhalación, deslizó el pie por el piso.
Fue lento, muy lento, pero la pierna avanzó, y luego... luego lo hizo la otra.
Natalie dejó escapar una sonora respiración, se llevó las manos a la boca.

—¡Cielo santo, Raphael!

—¡Sí, jodido cielo santo! —resopló, estaba agotado.

Hansen hizo su parte en la presentación de logros, le acercó la silla, y el


trasero del lord se desplomó sobre ella.

—¿Sabes lo que esto significa, Raphael? —Estaba a segundos de echarse a


lagrimear de felicidad.

—Sí, que le podemos decir al doctor Gabaldon que es un maldito


incompetente —Él también estaba feliz, como nunca antes. El futuro ya no era
gris, era un hermoso arcoíris.

—¿Dime que puedo arrojarle otra bandeja, por favor?

—Cariño, arrójale toda la condenada vajilla si lo deseas, pero antes de eso...


ven aquí —demandó la cercanía de su esposa. Siempre la deseaba y la quería
cerca.

—¿Aquí, dónde? Sé más específico.

—Aquí...—Palmeó su regazo—. Creo que merezco una compensación por mi


esfuerzo

—Tienes razón. —Fue hasta él.

Raphael se volteó a Randy.

—Grandote, tú ya sabes que hacer.


Irse. Esas fueron las órdenes habladas de antemano. Lo haría con gusto. Ya
había presenciado más de un beso. Ese era su límite.

Una vez a solas, cuando Natalie estuvo a escasos centímetros, lo cogió de la


muñeca y la atrajo hacia él. Ella dejó que su trasero rebotara en sus piernas.
Rodeó con los brazos el cuello de su esposo.

—Dígame, lord Becket, ¿qué más merece?

—Tus labios... merezco tus labios.

Natalie lo besó, fue un beso fugaz, pero intenso.

—¿Solo un beso? —reclamó con ganas de mucho más.

—¡Fue solo un paso!

—¡Bruja malvada! Dos pasos, técnicamente, fueron dos, así que merezco...

Los labios de Natalie lo silenciaron. Lo invadió con su lengua, bebió de ese


néctar de conquista y superación que brotaba de él. Era dulce, embriagador.
Él también era un hechicero, y guardaba como el mayor de los secretos la
fórmula del brebaje que utilizaba para enloquecerla, para que lo amara cada
día más y más.

El forzó la separación de las bocas y, con sus labios apenas apoyados sobre
los de ella, murmuró.

—Nat...

—¿Qué?

—Guarda tus besos, guarda tus caricias... —Ella se retrajo, lo observó.


Frunció el ceño—. Merezco una tarde contigo... una tarde contigo en el lago.
Y tú también la mereces, la hemos postergado por demasiados años.

No habría provocaciones ni discusiones. No habría rencores ni sinsabores


pasados. Solo ella, solo él.

Nat y Raphael.

Randy Hansen siempre sería un protagonista silencioso en esa historia de


amor, en esa extraña historia de amor que se negaba a aceptarse como tal.
Estaba ahí por Raphael, y lo estaría por un tiempo más. Considerando el buen
avance en la mejoría de lord Becket, con suerte no sería un período muy
extenso. Sí, con suerte, la bestia vikinga no deseaba contemplar más besos —
o el sonido de estos cuando se obligaba a cerrar los ojos por pudor—, y eso no
era todo, ya no quería ser el tercero en discordia en medio de una infantil
disputa, y sobre todo, estaba hasta la coronilla de los sentimientos que sus
señores guardaban bajo llave.

Como siempre, fingían no amarse, no necesitarse, sin embargo... allí se


encontraban, jugando al escondite de las emociones, salpicando con agua las
palabras no dichas, hundiendo en el lago el pasado con la secreta intención de
dejar que el presente saliera a la superficie.

—¿Te das cuenta, Nat...? No me equivoco cuando digo que eres una maldita
bruja. ¡Lo eres! —protestó con una sonrisa. Un soporte de madera liviana con
manijas de cuero, ideado solo para su uso terapéutico, lo mantenía a flote
mientras fortalecía el cuerpo en el agua—. ¡Todo es trabajo y ejercitación
para ti!

—¿Acaso tenías otras intenciones? —Natalie ya se consideraba una experta en


el arte de comprender a su esposo, por eso lo acorralaba contra las cuerdas
de su terquedad para que este confesara todo aquello que callaba.

—Sabes que sí. —La salpicó con agua—. Se suponía que este era nuestro
festejo.

—¿«Nuestro» festejo? —Ella también tenía otras intenciones, esperaba


confesiones, y a cambio, entregaría parte de las suyas.

—Sí... ven aquí —dijo apartando la tabla de madera. Se mantuvo relajado,


apenas moviendo los brazos para no hundirse. Natalie se apuró a ser la
reemplazante del flotador para su marido. Raphael la abrazó por la cintura y
ella lo hizo a la altura de sus hombros, enredándose en su cuello, con los
labios a escasos centímetros de los de él—. No se me da bien el
agradecimiento —habló en un tono suave, bajo, cercano a un susurro—, los
últimos años de mi existencia los he vivido imponiendo mis reglas, y estas, en
su mayoría, no requerían de nadie más que mi persona... llevo tiempo
intentando no precisar o depender de nadie, solo yo, y nadie más que yo.

—Hasta que te lanzaste de cabeza a la peor de las tonteras —lo interrumpió


Natalie. No debía hacerlo, una palabra desacertada y Raphael podría cambiar
el curso de sus pensamientos y palabras. Pero, ¡rayos!, ella también tenía
mucho por decir. Acarició su nuca, enredó los dedos en el húmedo cabello.

—Yo no lo llamaría tontera —se excusó con su común pedantería—, montar a


Andrómaca era una carrera asegurada.

—¡Eres un idiota! —Tiró de su cabello

—Auuuchh, ¡bruja!

—Bruja, pero con razón.

—Coincido contigo... He sido un idiota demasiado tiempo, y creo que, por eso,
la buenaventura, puso ese maldito roedor en el camino de la yegua. —
Andrómaca era un caballo ágil, poderosamente resistente, salvaje,
conquistador por naturaleza; por desgracia, en medio de esas maravillosas
cualidades se hallaba muy oculto un temor inmanejable para el animal. Sin
duda, nadie está exento de traumas en esta vida—. ¡Un jodido roedor!
¿Puedes creerlo...? —Natalie dejó de entrever una sonrisa. Él sacudió la
cabeza—, o tal vez, el jodido destino, no lo sé, solo sé que, a su manera, lo
ocurrido me regresó al camino.

—¿Camino? ¿Cuál camino? —Quería más, requería de las palabras de Raphael


para tomar coraje y compartir la verdad que atesoraba en el vientre.

¿Hasta qué punto podría considerarse hombre si creía que su única misión en
la vida era amar y hacer feliz a una mujer, su mujer? No. Debían de existir
otras metas, otros sueños. Porque durante años él creyó que la realidad que
hoy vivía junto a Natalie no era más que una condena, un calvario para
cualquier hombre. Y ahí se encontraba él, seguro de que lo único que
necesitaba era lo que tenía entre sus brazos. Pensarlo y reconocerlo para sí
requería de una gran dosis de valor; confesarlo...

—El camino opuesto al hedonismo. —Se limitó a decir a costo de ver cómo el
brillo se apagaba en los ojos de Natalie.

—Aún no descartes la posibilidad de retornar a tus placeres.

Si eso deseaba, que así fuera, estaría para él cada vez que la necesitara, era
su esposa, lo sería hasta que la muerte decidiera separarlos. Pero si lo hoy
vivido no era más que la consecuencia de su truncada existencia, se
prepararía a futuro, pues llegaría el día en que él retomaría las riendas de su
realidad canalla.

—He descubierto otros placeres, Nat. —La aprisionó contra su cuerpo al notar
que ella le restaba intensidad a su abrazo—. Puedo acostumbrarme a esta
vida.

—Poder no es querer, Raphael.

—¿Acaso importa la diferencia?

—Para mí, sí... para ti, claramente no.

Decepción fue lo que vio en la mirada de Natalie. No quería decepcionarla


más.

—Entonces, si es importante para ti, también lo es para mí... déjame cambiar


una palabra, tan solo una, pero antes... —Le robó un beso. Ella alzó una ceja,
disimuló su sonrisa. Él carraspeó, entonó la voz—. Me estoy acostumbrando a
esta vida —dijo finalmente, y sintió como su pecho se abría, como el aire
invadía sus pulmones.

—Supongo que esa «vida» me incluye a mí, ¿no?

—Esta vida eres tú, Nat. Solo tú.


Fue ella la que le robó un beso tras lo oído, y él bebió de sus labios, disfrutó el
sabor del triunfo logrado por su corazón, ese corazón que era terco y distante
que, por primera vez, se atrevía a proclamar sus verdaderos anhelos.

Cuando el beso encontró su fin, Natalie halló el coraje que buscaba.

—Bueno, en eso te equivocas... esta vida no soy solo yo.

—Lo sé, somos nosotros dos —sonrió él.

—No, de nuevo, te equivocas... —Cogió una de las manos de Raphael y la guio


hasta su vientre—. Somos una familia.

Él apartó la mano, se retrajo sin desprenderse de su cuerpo, temía hundirse...


hundirse por el peso de esa noticia. ¿Acaso…? No, no… no.

—¿De qué hablas?

—¿De qué más puedo hablar, Raphael? —Pestañeó. Natalie supo que el hecho
de haber callado su secreto durante semanas nada tenía que ver con la duda.
Era temor, liso y llano temor a su reacción. ¡Al diablo!—. Estoy embarazada.

—No, no puedes estar embarazada. —Si se mantuvo junto a ella fue por causa
mayor, su pensamiento vagaba muy lejos de ahí.

Otro Becket en este mundo, no, no podía ser posible. ¡Demonios! Quería
poner fin a su legado, quería interrumpir esa cadena ancestral de violencia,
resentimiento y obsesión. ¡Maldita bruja!

—Puedo y lo estoy, Raphael... estoy embarazada. —Alzó la voz, a tal punto que
Randy oyó la noticia pese a estar a varios metros de distancia—. Dada tu
experiencia, me imagino que puedes imaginar el «cómo».

¿Era posible que él pudiera engendrar?

Sí, se hizo esa pregunta. La enajenada mente de Raphael lo único en lo que


podía pensar era en su padre, en la satisfacción que este sentiría al saber que
el maldito y contaminado legado familiar continuaría. ¡Imbécil!, se dijo a sí
mismo. Si su masculinidad se erguía en busca del placer, bien podía
engendrar.

—Deja la discreción y los modales a un lado, Natalie —Ya no era Nat, y ella,
ella se quebró por dentro—. ¡Follando, dilo, follando!

—¡No seas grosero, Raphael!

—No soy grosero, soy jodidamente realista... ¡Follando, así te has quedado
embarazada! ¡Follando vaya a saber con quién! —Escupió el veneno, el peor,
el que corría por sus venas como un condenado karma.

Una bofetada, luego otra, y ahí se detuvo. Natalie tenía la furia y la energía
necesaria para mil bofetadas más, pero era en vano, de nada serviría. Raphael
había desaparecido, solo quedaba lord Becket.

—¿Cómo eres capaz de decir eso? Me conoces muy bien, aunque lo niegues,
me conoces.

—Quizás no te conozco tanto como creía y me valgo de suposiciones.

—¿Qué suposiciones?

Él carcajeó. Rio. Resopló.

—Tengo que recordarte que hace unas cuantas semanas atrás pasabas más
noches fuera que dentro de casa.

—Perdón, ¿qué insinúas?

—¡No insinúo, solo me baso en los hechos... ese crío que cargas en el vientre
puede ser de cualquiera! ¡Por los cielos, Natalie, apenas puedo dar un paso!

¿En verdad pensaba eso de ella? ¿Que era capaz de…? ¡Maldito idiota! No se
defendería de tamaña acusación. No le diría, pasé noches fuera de casa
aprendiendo por ti, intentando ser la mujer que anhelas entre sábanas. ¡Al
diablo él! ¡Al diablo todo!

Lo empujó con más rabia de la imaginada. El muy maldito sacudió los brazos
con desesperación, como si perdiera el control de todo el cuerpo. Ella fue a
por la madera flotante y se la lanzó.

—Ten... no vaya a ser que te hundas por el peso de la oscuridad de tu alma. —


Realizó un par de brazadas, llegó a la orilla y abandonó el lago.

—Natalie, no te atrevas a irte. ¡Esta conversación no ha finalizado!

—Oh, sí, lord Becket, esta conversación ha finalizado —le gritó desde la orilla
—, ¿y sabes por qué?, porque me cansaste —Exhaló, él era pura rabia, y ella
lo multiplicaba en sensación—. Soporté tus contestaciones, tu mal humor, tu
desprecio. Te justifiqué, como siempre lo hice, por tu herida, por tu madre,
por la infancia que compartimos juntos. —No callaría ni una palabra más, no
sería cobarde. Si ese era el fin entre ellos, lo sería con motivo—. Pero ya no,
Raphael. Ya no más, porque te amo… creo que te he amado desde que te
conocí —Miró en derredor, allí se habían cruzado por primera vez. Una
lágrima rodó por su mejilla. No derramaría más—, incluso cuando me
despreciaste, incluso cuando estaba convencida de que te detestaba, te
amaba. Supongo que eso es demasiado para ti, porque para amar primero hay
que quererse a uno mismo, y tu ego, tu terquedad no te lo permiten. En
cambio, yo, insulsa y todo, me quiero lo suficiente como para protegerme de
ti. —El instinto le hizo llevar las manos al vientre—. Y para proteger a nuestro
hijo de ti. No permitiré que nazca cubierto con el manto del desprecio al igual
que tú. Yo no soy tu madre, tú no eres tu padre, y por todo lo que me sea
sagrado, te lo juro... nuestro hijo nunca será como tú.
Raphael quedó imposibilitado del habla, no solo se aferraba a la condenada
madera, sino también a su corazón, el muy desgraciado se marcharía con ella.

—Señor Hansen... Por favor, ocúpese de él, y haga que el regreso a casa sea
lento, muy lento.

—Lo que usted demande, lady Natalie —dijo en un susurro. Tenía un nudo en
la garganta. Él quería abofetear a Becket. No, mejor, darle un puñetazo,
bajarle todos los dientes. Pero no, solo lo dejaría en el agua hasta que
limpiara sus culpas, hasta que...

La vio marcharse, los dos los hicieron, no había que ser muy ingenioso para
imaginarse el final.

El atardecer solía ser el momento más calmo del día en la casona Anderson.
Se transformó, en un santiamén, en un inesperado caos. Por fuera, un
carruaje aparcado del cual descendían maletas y baúles; por dentro, una
Natalie que se permitía liberar cada una de las lágrimas contenidas en
nombre de Raphael. Eran muchas, databan de años.

Jana intentaba tranquilizar a su amiga, labor por demás difícil considerando


que su hermana deambulaba como un león enfurecido por toda la sala.

—¡Malnacido, le arrancaría los ojos para darle más motivos al uso del bastón!

—Lindsay, por favor, contrólate. —Jana cabeceó en dirección a Natalie,


esperaba que su hermana comprendiera y callara de una vez.

—Oh, no, déjala… —Intervino Natalie, enjugó sus lágrimas—, deja que diga
todo aquello que yo no puedo decir. ¿Qué más, Lindsay? Dime qué más.

—Aventaría su silla al lago... No, espera, ya sé, secuestraría a Queen Mary.


¡Ese hombre no se merece ni la más mínima muestra de afecto!

Jana asintió. Le entregó una taza de té humeante a Natalie, infusión de rosas,


lavanda y camomila. Ella inhaló profundo, la fragancia que desprendía la
llevaba de la mano al sendero de la calma.

—No soy muy partidaria de la venganza, pero reconozco que el secuestro de


Queen Mary suena tentador. —Sorbió de la taza aún a riesgo de quemarse.

—¿Disculpa? —Jana la interrogó con la mirada—. ¿Tú no eres partidaria de la


venganza? —se burló—. Te recuerdo que has sugerido intoxicar a O´Kelly con
un combinado de hierbas.

—Lo de O´Kelly no es venganza, es justicia, no confundas.

—Coincido —Lindsay se sumó a Natalie, Maximilian O`Kelly, el heredero del


difunto esposo de su hermana era una escoria con letras mayúsculas—. Entre
él, Becket y un gran listado que puedo armar en cuestión de minutos,
establezco y decreto, que la mayoría de los hombres son unos malditos
imbéciles. ¡Dios me libre y guarde de uno de ellos! Me declaro soltera hasta
que la muerte me separe de mi misma.

—Ya deja de decir tonterías. —Jana debía ser la moderadora de la noche, no


más pensamientos explosivos—. Basta de hombres, de Becket y de... bueno,
ya saben quién. ¡Basta! Debemos ocuparnos de lo importante. —Cogió una
mano de Natalie y extendió la otra hacia su hermana—. Nos falta Agnes, pero
el simple hecho de nombrarla es suficiente, no estás ni estarás sola jamás,
Natalie... —Le dedicó una mirada a su vientre—. Ni tú, ni él.

—O ella —sugirió Lindsay. Natalie sonrió.

Pudo imaginar su futuro cercano, con ese pequeño corazoncito que latía en su
vientre entre sus brazos. Sería maravilloso. Podría soportar el dolor, podría
soportar una vida sin Raphael.
Capítulo 18

La ausencia de Natalie cayó sobre la casa de verano del condado de Onslow


como un hechizo de cuentos de hadas. El sol parecía batallar contra los muros
de piedra, la oscuridad avanzaba y, en su interior, la bestia rugía de dolor.

En esas historias, la bruja y la princesa eran enemigas. En la maldición de


Raphael Becket, la bruja y la princesa residían en el mismo cuerpo, en la
misma mujer que ahora estaba lejos.

—¡¿Quién demonios ordenó cerrar las cortinas?! —exclamó el lord, en la


penumbra de la biblioteca.

—Usted lo hizo —respondió Randy. Las desplazó, el cielo plomizo impidió al


sol brillar.

—Cierra las malditas cortinas. —Randy acató. Lo oyó protestar cuando la


penumbra le impidió leer. Antes de que volviera a contradecir la orden, las
descorrió una vez más.

—Ahí se quedan, milord. Y si las quiere de otro modo, usted se encarga.

—¡Estás despedido! —bramó Raphael. Su vikingo personal bufó. La misma


conversación se daba a diario, varias veces en la jornada. De hecho, Raphael
ya había despedido a todos, salvo a tres: Doris Lee, quien respondía al
marqués. Ariel Kennedy y Randy Hansen que respondían a lady Becket. Los
pocos restantes conservaban su trabajo a fuerza de mantenerse lejos del
alcance del hombre.

—No puede hacerlo, usted no paga mi salario.

—Pues trae a esa jodida bruja que sí lo hace, demando hablar con ella.

—Lady Natalie me dio órdenes de no ir a buscarla. Si lo desea, vaya usted.


—¡Eso haré!, ¡maldición!, eso haré. —Se puso de pie con dificultad. Las
piernas le flaquearon, la frente se le perló, el dolor insoportable lo recorrió
desde los talones hasta la cintura. Apretó la mandíbula, las venas y tendones
dibujaron caminos en el mapa de su cuello. Intentó dar un paso, un
endemoniado paso. Cayó sobre el escritorio, intentó alcanzar la silla, sin
conseguirlo. Antes de rodar por el suelo, Randy lo cargó y ayudó a regresar al
sitio—. ¡Suéltame!

—Esa orden es inalterable. Ella se fue, pero me dejó para que lo cuide.
Aunque no lo merezca.

—¡Ya sé que no lo merezco! Vete —lo echó—, vete de aquí. Llévate la bandeja,
no quiero esos brebajes de hechicera cerca de mí.

Hansen no acarreó la bandeja, se marchó con las manos vacías. Era una
pérdida de tiempo seguir las demandas del lord, cambiaban al son de su
humor. Un temperamento ambivalente que oscilaba entre dos extremos:
extrañaba a Natalie y exigía que todo siguiera igual a cuando ella estaba ahí,
o reafirmaba que su ausencia era lo mejor y se entregaba a la patética
existencia a la que había puesto en pausa por unos meses.

Doris Lee ingresó a la biblioteca en el mismo instante en que Raphael


alcanzaba la cima del segundo extremo temperamental. Patética existencia.
Se sirvió un whisky y arrastró la silla hasta la ventana. Las camelias estaban
en flor, podía verlas desde allí. Sabía lo que escondían tras sus tallos y
pétalos, la hermosa estatua de mármol angelical que resguardaba el sagrado
descanso de lady Vivian. El tributo del conde de Onslow a la mujer que dijo
amar, pero mató.

—Le traje salmón gravlax , queso y selección de hojas verdes en pan recién
horneado.

—Déselo a Queen Mary. —Señaló a la perra. Descansaba a sus pies, no


importaba a dónde iba, ella lo acompañaba. La única que aún lo adoraba.
Raphael le acarició la cabeza—. Lo merece, sin dudas. Es incapaz de ver la
maldad, si lo hiciera, estaría tan lejos de aquí como…

—¿Cómo quién? —insistió Doris. El muy terco se negaba a nombrarla. Bruja,


hechicera… nunca lady Becket. Mucho menos Nat.

—No lo intentes.

—Tal vez los animales no vean los defectos y errores de las personas, y por
eso nos aman. Pero los seres humanos tenemos una capacidad increíble, la
de, tras observarlos, perdonarlos. Amar sin la idealización es algo magnífico,
debería probarlo. Y no… no le daré el salmón a esa perra malcriada. —Queen
Mary movió la cola, Doris le guiñó el ojo, y el animal se puso panza arriba.

—Para amar sin idealizar, primero tendría que ser capaz de amar. —Raphael
cogió el salmón entre dos dedos y lo acercó al hocico de la perra. Ella se lo
arrebató con un movimiento suave, medido, incapaz de hacer daño con sus
dientes. Repitió la acción con el queso. Cuando intentó ofrecerle el pan y los
vegetales, fracasó. Los hizo a un lado, quizá después de llenarse las tripas con
whisky lo echaría de menos.

—¿Quién le dijo que es incapaz de amar?

—Yo lo digo.

—Oh, pero usted no hace más que equivocarse, milord. No le tomo la palabra.

—Sé que no puedo despedirte, Doris. Pero sí puedo mandarte al demonio, y ya


bastante mal me siento siendo un canalla con… la bruja esa.

—Al menos admite ser un canalla… —Doris se sentó en el sillón libre junto a
la ventana. Observó las flores, meneó la cabeza de lado a lado.

—Nunca lo negué.

—¿Por qué no se disculpa con ella? Estoy segura de que lo perdonará. Natalie
tiene un gran corazón —propuso Doris. Raphael cerró los ojos, rendido.

—Sí, me perdonará. Sí, tiene un gran corazón. Por eso, lo mejor es que se
mantenga lejos, como era el plan inicial.

—¿Había un plan inicial? Cualquiera diría, dados los resultados, que esto fue
pura improvisación. Y bastante mala, me atrevo a conjeturar.

—El sarcasmo no te sienta tan bien como a ella —murmuró.

—Nada me sienta tan bien como a ella, yo soy una mujer entrada en años y en
carne. Dos cualidades que me permiten la sinceridad, las beldades no pueden
hablarles así a los lores, pero una señora con canas es inimputable. —
Consiguió una leve sonrisa de Raphael, se dio por satisfecha. También la
animó a seguir—: ¿Por qué la alejó de usted?, ¿por qué no la va a buscar?, es
evidente que es desdichado. —Lord Becket no podía negar las palabras del
ama de llaves. Era el hombre más infeliz de Inglaterra, pudiendo ser el más
afortunado—. Usted la ama…

—En lo primero está en lo cierto, soy desdichado. Se equivoca en lo segundo,


no la amo.

—Ja-Ja. Si usted no la ama, ella es en verdad una reina. —Señaló a la perra—.


Claro que lo hace.

—No, Doris. Soy un Becket, los Becket no sabemos amar. Ella… —Sintió el
pecho pesado. Los latidos del corazón se ralentizaron. Nat… su Nat—, ella es
mi obsesión. Mi más honda y oscura obsesión. Por eso, lo mejor, es
mantenerse lejos.

El ama de llaves estrujó el delantal de su uniforme. Observó a su señor, el


reflejo en el cristal de la ventana, y pudo recordar al jovenzuelo que fue. A ese
niño encantador, pícaro, que usaba sus sonrisas para robar dulces y
engatusar sirvientes.

—No soy ingenua, nunca esperé que la muerte de lady Vivian no tuviera
secuelas en usted… solo… no pensé que tan profundas. Porque todo esto es
por ella, ¿verdad? —indagó la mujer, con voz trémula.

—En parte… sí. Más por él —aludió al conde—, que por ella.

—Habrá oído el rumor.

—No es un rumor —la contradijo Raphael—, lo oí discutir con mi tío el día del
funeral. Él la mató, decía amarla, pero no lo hacía. Estaba obsesionado con
ella. Solía decirle que era suya, le repetía que si ella se marchaba él se
mataría, o incluso que la mataría a ella y luego se tiraría del tejado. Y mi
madre… —Doris le cogió la mano, le infundió valor—, mi madre lo perdonaba.
Regresaba a su lado, y en cada ocasión en que ella mostraba bondad, dulzura,
pureza… él más se obsesionaba. Era perfecta ante sus ojos, y anhelaba
poseerla para siempre. Hasta que lo hizo. —Hizo un ademán con el mentón
hacia las camelias. Allí, inmortalizada en un ángel, estaba su madre.
Condenada a una eternidad en el condado de Onslow, atada a su esposo.

—Lord Raphael, usted no es como él.

—Yo estoy obsesionado con Nat… —Al fin la pronunció. El nombre de su


esposa lo estrangulaba, exigía ser proclamado—. Siempre lo he estado. Desde
pequeño. De adulto procuré que me odiara, con la intención de que ella jamás
me buscara, porque sabía que yo era incapaz de no buscarla a ella. Y por un
tiempo funcionó, pero entonces… el accidente… y yo… ¡Joder!

—¿Usted qué? —insistió la mujer.

—Y yo supe que no podía vivir sin ella. ¿Lo ves, Doris?, soy igual. No puedo
vivir sin ella, así que la enlacé a mi desgracia, porque soy un maldito canalla.

—¿Eso ha hecho, está seguro? Porque ahora puede vivir sin ella, ¿verdad?, no
ha hecho una locura. Y no la ata a usted, le brinda alas, aunque eso lo haga
desdichado. —Le acarició la mejilla, le exigió con un gentil gesto que la
mirara a los ojos. Él le permitió bucear en las profundidades negras de sus
pupilas—. Hay una diferencia enorme entre el amor y la obsesión. Natalie se
ha marchado, no está a su lado, y este era su plan. Entonces, si no era por su
cercanía, ¿por qué se ha casado con ella?

—Porque lo merece, se lo ha ganado. Es mi obsequio a ella.

—¿Qué le ha obsequiado?

—Su libertad. Su tan ansiada libertad. Natalie siempre mereció más que su
parasitaria familia, y lo estaba consiguiendo. Se forjó un camino con saber,
dedicación, estudio, esfuerzo. Los McAdam se lo hubieran arrebatado. Le
hubieran quitado las ganancias y la hubieran casado con el primer inservible
en su camino, quien le quitaría el resto. No era justo. Casándose conmigo se
convirtió en lady, tiene poder e influencia, y yo no tocaré un penique de su
negocio ni me apropiaré de los méritos ni le pondré obstáculos en su camino.
Es libre de verdad, y ni siquiera eso puedo atribuirme del todo, pues esas alas
también se las ha tejido ella misma. Ya cumplí mi función, ahora le toca a
Natalie cumplir la suya: ser feliz.

—Lord Raphael, querido. La libertad es exactamente lo que diferencia el amor


de la obsesión. Su padre amarró a su madre. Usted… usted es el hombre más
enamorado que conozco en este mundo, y la ama tanto y desde hace años,
que apenas reconoce el sentimiento. Dígame, ¿se daba cuenta de que
caminaba cuando las piernas le funcionaban?, ¿se levantaba cada mañana y
decía ¡milagro, puedo andar!? No, porque eso estaba ahí, tan presente que
era un hecho. Hasta que el destino se le quitó, y hoy es consciente de cada
paso. Su amor por Natalie es igual, siempre estuvo allí, latiendo a la par del
corazón, sin que lo notara. Hasta que un día lo perdió, y entonces cada latido
se convirtió en lucha. Lamento decirle, milord, que es una lucha infructuosa.

—La he herido de verdad, Doris. Ya no hay oportunidad de perdón, y no


quiero que lo haga. Deseo que se elija a ella, que elija a mi hijo, y no a un
canalla como yo.

—En ese caso, hay otra posibilidad, ¿y sabe quién me la ha enseñado? —Él
negó con la cabeza—. Usted. Ya de pequeño andaba de aquí para allá con los
libros de filosofía, aunque ahora se le haya dado por eso de la angustia…

—Ya veo que Randy le fue con el cuento. —Raphael sonrió.

—De pequeño prefería a los griegos, ¿recuerda? Y una vez, en la casa de su


tío, vino a la cocina para que le diéramos galletas antes de la cena. Traía un
libro, y me leyó la frase. Tanto me gustó, que hasta el día de hoy la recuerdo.

—Yo recuerdo la tarde, galletas de jengibre. ¿Qué leía en ese entonces?

—Un tal Heráclito. Ningún hombre…

—Ningún hombre puede cruzar dos veces el mismo río, porque ni el hombre
ni el agua serán los mismos.

—Exacto. Natalie puede jamás perdonar al canalla, pero sí puede darle una
oportunidad a un hombre nuevo. Cuando regrese a ella, procure que no sea el
mismo río, ni usted sea el mismo hombre.

Arrastró la silla por los jardines. Una suave llovizna mojaba sus negros
cabellos y limpiaba los oscuros pensamientos. Las nubes deben deshacerse en
agua para que el sol vuelva a brillar, y Raphael necesitaba derramar algunas
lágrimas para sanar. Se situó junto a la estatua de mármol, el rostro de Vivian
tallado en un ángel. Las camelias crecían a los lados, su eterna belleza, su
dulce fragancia.
—Él me odiaba —le dijo a su madre—, él me odia porque tú me amaste. Yo
adoro a Natalie más aún por querer a su hijo. A mi hijo. A nuestro hijo.
Desearía tener certezas, saber que soy capaz de hacerlos felices. Quisiera
saber, de verdad, si soy capaz de convertirme en el hombre que Natalie
necesita a su lado. Ojalá existieran las señales, porque algunos vagamos por
la tierra bastante confundidos, madre.

Las nubes se abrieron apenas, un suave hueco entre ellas. El sol reflejó en la
lluvia y dibujó un colorido arcoíris que cayó sobre las camelias. Él recogió
una, su propia olla de oro al final del camino. Lady Vivian nunca lo abandonó,
siempre vivió dentro de él. El marqués lo sabía, Natalie lo sabía, y ahora, él
también.

—Tanto batallé por no ser mi padre que olvidé ser yo. Solo Raphael.
Capítulo 19

Convertirse en un hombre nuevo era una tarea ardua. Más cuando se


necesitaba empezar desde las cenizas. El viejo salón de baile adaptado se
convirtió en la habitación por excelencia de lord Raphael Becket. El rumor de
sus avances llegó a oídos del marqués, al igual que el de su soledad. El
hombre lo visitaba a diario, incluso tomaba nota de algunos de los ejercicios
buenos para el reuma. No intervenía en la terquedad de su sobrino, entendía
esa necesidad de sanar antes de regresar junto a su amada.

El cambio en el temperamento sí era una sorpresa. Doris y Randy no salían de


su asombro. Ariel se convirtió en una asistente más, al fin de cuentas, apenas
usaban el coche. Raphael mandó a llamar al doctor Tobermory, de la
universidad de Oxford, tras sonsacar bajo tortura su nombre a la cochera. El
hombre lo instruyó —en esta ocasión sin un John Doe de por medio— en los
mismos temas que a su esposa. Solo que ya no eran conjeturas. Los avances
de Raphael indicaban que Natalie estaba en lo cierto.

¡Vaya novedad!, ¿acaso su hechicera no acertaba siempre en los diagnósticos?

Junto al médico, perfeccionaron los ejercicios desarrollados por lady Becket.


El profesional no dejaba de admirar la destreza de la mujer.

¡Oh, claro!, de este modo fortalece la espalda. ¡Por supuesto!, así consigue
bajar la inflamación. ¿Cómo no se me ha ocurrido?, así consigue alivianar el
trabajo de las piernas.

Cada halago del doctor no hacía más que recordarle a Raphael la maravillosa
mujer que había dejado ir. El anhelo de regresar a su lado se convirtió en el
maná de su día a día.

—Milord… —Randy se acercó. Lord Becket sudaba copiosamente—. La piscina


está lista, ¿desea verla?

—Sí, si es que consigo salir de aquí.


Había hecho construir una piscina en el interior, pues el invierno que hacía
florecer las camelias también congelaba el lago. Las actividades acuáticas
daban grandes resultados, sin contar con que el frescor del agua calmaba la
inflamación tras horas y horas de ejercicios. Entrenamientos como ese que lo
tenía cautivo.

—¿Lo ayudo o se pondrá terco?

—¿Yo, terco? Si tengo un carácter dulce y gen… ¡Pero qué demonios! —No
había espacio para el sarcasmo—. ¿Sabe, Randy? Deberíamos unirnos a la
lucha por la emancipación femenina.

—¿De qué habla?

—Del jodido corsé. ¡Maldición! —Una prenda diseñada para encarcelar su


columna y mantenerla estática cuando movía las piernas. Se trataba de un
armazón de metales y lino, con más ballenas que el de una dama. Era
imposible doblarse con el mismo, lo obligaba a movimientos cuidados que no
forzaban las vértebras. Como si eso no bastara, también contaba con una
estructura similar para las piernas. En esos momentos, el único grupo
muscular libre era la cadera, la pelvis y el bajo vientre. Una tortura, sí, pero
también una ayuda. Caminaba rígido, sin flexionar las rodillas. Conseguía
desplazarse por las barandas de punta a punta del salón—. ¿Y las damas
consiguen bailar con esto?

—Bueno, en su defensa solo llevan el de la cintura. No en las piernas.

—¿Tú crees? Porque cinco enaguas almidonadas se deben sentir igual.

—Mire, no quiero discutir con usted. Es quien carga con este instrumento
medieval, pero…

—¿Pero? —insistió Raphael y se rindió a que el vikingo lo ayudara con los


cordones. Largó el aire con alivio.

—Pero creo que lo que usted pretende es que las damas usen menos ropa.

Menos mal que ya no vestía el corsé, pues la risa le vació los pulmones.

—¡Ya lo creo! ¿Lo ves, Randy?, todos ganamos con las mujeres libres.

—Ay, lord Raphael —Intervino Doris Lee, quien traía la bandeja de alimentos
seleccionados—. Eso dice usted, porque las damas no se le resisten, pero ya
me dirá qué piensa un hombre como el actual duque de Weymouth. Nunca
más conseguiría fo… hallar una mujer.

—Listo, me rindo. He conseguido corromper a todos en este sitio. Sé muy bien


qué palabra ibas a decir, Doris. —La vio sonrojarse.

—¿Yo? —fingió no entender. La vergüenza le teñía las orejas—. No sé de qué


habla, milord.
—¿Quién es el que dice palabrotas delante de los niños? —bromeó Raphael—.
Que los niños repiten todo lo que oyen. Tendré que despedir más personal.

—Somos afortunados —dijo Ariel—, no le queda más personal por despedir.

Terminó de quitarse el armazón y se dirigió a la piscina. Se llenaba con un


mecanismo moderno de bombas de agua y el drenaje conformaba un sistema
de riego para no desperdiciar. En el momento de sumergirse, solo lo
acompañaba Randy, por una cuestión de pudores femeninos. El alivio a sus
músculos fue inmediato. Con la resistencia a la gravedad propia flotar,
Raphael consiguió lo que aún no era capaz sobre el suelo: caminar sin ningún
soporte. Era agotador, sí. Era satisfactorio, mucho más. Realizó varios largos,
y finalizó nadando por simple placer.

—Milord… —insistió Randy Hansen, desde el borde—, debería salir ya. —


Raphael flotaba, con la vista en el techo del salón. No recordaba esas
intrincadas terminaciones de yeso, ni los delicados racimos de uvas pintados
como una guarda. Permanecer en el agua, hasta que la piel se le arrugara, le
recordaba a la niñez. Sonrió.

—Te haré caso, pues si pesco un enfriamiento atrasaré mi recuperación. —


Nadó hasta el borde sin ayuda, desde allí, requirió de la asistencia, aunque
mucho menos que antes. Con las barandas y sus pequeños pasos consiguió
alcanzar la silla y sentarse.

—¿Ahora irá a estudiar a la biblioteca? —solía ser el plan.

—No, hoy no. Iré a cuidar las camelias y a visitar a los arrendatarios. Creo
que el viejo señor Brown necesitaba arreglos en su herrería y la señora Liam
sigue recuperándose de la gripe, no ha podido ir al pueblo por provisiones.
Ah, y tendré que preparar un ramo de rosas para la señora Bush, siempre se
anima si le digo que es mi preferida. —Sonrió al pensar en la coqueta anciana.

Ese nuevo hombre llamado Raphael Becket había aprendido a transmutarse


él, y con su cambio, el río volvía a fluir.

Cuatro meses después…

Todo mutaba a su alrededor, al son natural de su cuerpo. No solo su barriga


crecía, también lo hacía Cuatro Flores y… sí, el amor por Raphael Becket.
Como una de esas enredaderas trepadoras que caracterizaban la casa del
marqués de Donegall y cubrían la casa solariega desde los cimientos hasta el
tejado, así la enredaba el sentimiento por su esposo.

La sensibilidad del embarazo, la nostalgia de los días felices, el avance del


invierno. O, simplemente, el corazón. Lo cierto era que al cariño se le sumaba
la incertidumbre. Sus espías dejaron de responder a ella, y Natalie no
comprendía por qué. ¿Qué había cambiado bajo el techo de la casa del
condado?, ¿por qué los fieles empleados respondían a Raphael?, ¿cómo lo
logró? No lo sabía, y Ariel, Randy y Doris se negaban a contarle. Solo
sonreían, una enigmática sonrisa ladeada que escondía secretos. La única
forma de develarlos era regresando, algo que no podía hacer.

Se cogió el vientre con ambas manos, lo sintió moverse y sonrió. Su retoño


era revoltoso, demandante… un completo Becket. Natalie aprendió a convivir
con el peso y los contratiempos. Junto a las demás consiguieron al fin una
producción suficiente para empezar a distribuir en tiendas. Una, para
empezar, con atención al público. El ir y venir de arquitectos, carpinteros,
herreros y vidrieros era infinito, y ella exprimía sus energías hasta el fin. Así
evitaba pensar… pensar tanto. Su mente igual lo traía a la memoria. Si usaba
canela, recordaba que él la olía en ella. O manzana. O lavanda. O Melisa. O…
cada hierba, cada flor, cada raíz, cada día y noche, las nubes y el sol, la luna y
las estrellas. Todo le recordaba a él, porque lo llevaba en el corazón y en el
fruto de su amor alojado en su interior.

Mantenerse firme era difícil, debía recordar que lo hacía por su hijo o hija. Lo
había comprendido, tras veladas interminables; al fin pudo entender el
panorama completo, la intrincada y compleja red de pensamientos y
emociones que rodeaban a Raphael y lo anclaban en el pasado. Temía ser
como su padre. Muchas veces, en el afán de evitar algo, terminamos
provocándolo. Y así, mientras su esposo bregaba por no ser Richard Becket,
se convertía un poco más en él. Mataba día a día a quien de verdad era, le
permitía al conde ganar. Ella no podía dejar que esa historia se repitiera en la
siguiente generación, no soportaría el dolor de ver a su hijo luchar las mismas
batallas del padre. ¡Demonios!, ya sufría demasiado al atestiguar cómo
Raphael se arruinaba la vida, cómo mataba al hombre gentil y dejaba vivo su
lado más hostil.

—Oh, no, no —Oyó la voz de Jana—, tendré que ponerme firme con los
vecinos, porque esto es inadmisible.

Natalie dejó la tarea que llevaba a cabo ensimismada. El resultado era


satisfactorio, la angustia se convertía en fuerza y, ante ella, las hojas
machucadas de su preparado estaban en su mejor punto. Todas las
propiedades almacenadas en la savia de las hojas listas para su utilización.

—¿Qué sucede?

—¡Otra vez un perro entre mis flores! Mira, y ese es nuevo, ya le he pedido
a… —Jana se silenció al oír el gemido ahogado de Natalie.

—Queen Mary… —articuló—, es Queen Mary.

—¿La perrita de Raphael? —La pregunta de la señora Anderson flotó en el


embalsamado aire. Natalie corría por las escaleras—. ¡Natalie!, ten cuidado,
no tienes conciencia de tus… actuales dimensiones.

—¿Me estás diciendo gorda? —bromeó, mientras se sostenía la barriga para


que no bamboleara a cada paso. Rio, y la risa se mezcló con llanto. Queen
Mary no requería de correas, estaba liada a su amo por un lazo
inquebrantable. Donde estaba ella, estaba… él.
—Te estoy diciendo mujer embarazada de seis meses. —Siguió sus pasos—. ¡Y
no me importa cuán reina se crea la pequeña Queen Mary, la quiero lejos de
mis lirios!

Natalie apenas la oyó. Seis meses de embarazo, cuatro de los cuales los vivió
lejos del padre de su hijo. Y ahora…

Sus pies se anclaron en el verde césped. Un oasis se manifestaba ante ella. Se


cubrió la boca con la mano y las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta
empapar los dedos. La expresión máxima de la dicha, Queen Mary no
avanzaba entre los lirios, lo hacía entre las camelias en flor. Movía la cola,
corría en su dirección. Ladró y la sacó de su ensoñación. Un letargo al que
regresó en un parpadeo cuando la voz ronca de Raphael le ordenó al chucho.

—Nada de saltar… —Queen Mary no le hizo caso. El lord rodó los ojos. ¿Acaso
nadie respetaba la autoridad de la nobleza en esos días? Bueno, quizá fue su
culpa por bautizarla Queen (reina), siendo él un simple lord.

La perra se puso en dos patas y, con una delicadeza pocas veces vista, posó
su pesado cabeza en el vientre revoltoso de Natalie.

—Raphael… —farfulló, en un hilo de voz—. Raphael… ¡Caminas! ¡Oh, Dios


mío!, ¡puedes andar! ¡Oh, oh! —Chilló, saltó y corrió a su encuentro.

—No conté con esto —dijo el hombre, fingiendo malhumor—, con que mi bruja
salvaje se pondría a correr con un embarazo de seis meses. —La rodeó con los
brazos, bueno, mejor sería decir que la rodeó con un brazo, pues el otro
estaba ocupado sosteniendo el bastón. Un lujoso bastón de empuñadura de
oro y rubíes, de roble con terminaciones en ébano y estructura interna de
hierro, que simulaba ser artículo de moda, pero era funcional.

—A estas alturas no puedes excusarte en la ignorancia, sabes con quien te has


casado.

—Con Nat… mi Nat. —Le elevó el mentón, con el pulgar le limpió las lágrimas
de dicha y juró que ellas serían las últimas en ser derramadas por los ojos de
su amada. Nunca más lloraría, la protegería de los dramas y penurias, y
vivirían de las risas y alegrías.

—Te he extrañado tanto —confesó Natalie—, ¿lo sabes, verdad?, dime que
puedes comprenderme y perdonarme.

—Te comprendo, y por eso, no necesito perdonarte —dijo él. Depositó un


suave beso en la nariz—. Yo sí necesito disculparme. Tú me has enseñado que,
para amar a otro, primero hay que amarse a uno mismo. A esa lección, le
sumo la propia: para pedir perdón, primero debí perdonarme a mí mismo. ¡Y,
joder, sí que he sido un canalla! —Natalie emitió una honda risa de alivio.

—Hasta que lo reconoces. —Golpeó suave su pecho, sintió ese duro corsé y lo
palpó con curiosidad. Raphael le cogió la mano, ya tendrían tiempo para
ponerse al día con los cuerpos. Era tiempo de las emociones—. Has sido un
maldito canalla con el hombre que más amo en la tierra.

—Y con la mujer que más amo en la tierra.

Sus bocas colisionaron en un beso furioso. Las lenguas danzaron, las pieles se
clamaron y solo la inmensa fuerza de voluntad de ese hombre nuevo impidió
la tormenta de pasión. O la puso en pausa.

—Siempre estuviste allí, Nat… mi Nat, la hechicera más sabia de Inglaterra.


Un día arrojaste sobre mí tu hechizo de amabilidad, y me obligaste a dejar de
ser un canalla. Conjuraste felicidad en mis tazas de té, y me obligaste a dejar
la tristeza. Lanzaste un encanto de vida en mí —Le señaló el vientre
rebosante—, y ya dejé de perseguir a la muerte. Y un día, no conforme con
todo, te marchaste, mas no me abandonaste. Solo fue una brujería más que
me devolvió las piernas y me dio alas para venir a buscarte.

—Yo no hice todo eso, Raphael. Yo solo te amé.

—Y tu amor, mi hermosa bruja, es la magia más fuerte del mundo.


Epílogo

Unos meses después…

—Llegó el día. —La sonrisa de Natalie lo obnubiló. La tenía en sus brazos, con
el inmenso vientre de ella sobre el suyo. En las pieles superpuestas, Raphael
sentía los movimientos que hacía su hijo. Entonces, lo percibió.

—¿Estás bien? —preguntó aterrado.

—Sí, mejor que nunca.

—Pero… —Ella rio.

—¿Pero la barriga se me ha puesto dura como una piedra? Pues sí, y esto
sucedió mientras tú roncabas también.

Ahora él la imitó en sonrisa. La suya no fue tan auténtica, no por ausencia de


felicidad, sino porque esta se mezclaba con el pánico.

—Yo… —balbuceó.

—Estás listo, cariño, tú puedes pasar por esto. —Natalie carcajeó.

—Eres cruel —bromeó Raphael a su propia costa—. Se supone que yo tendría


que ser el sostén y tú estar aterrada.

—No tengo miedo, tengo dicha. Y un poco de nervios, sí… pero, sobre todo,
estoy feliz.

Salieron de la cama, Raphael llamó a la campanilla y se presentó Randy. Era


lo correcto, dado que el llamado provenía de su habitación. El vikingo se
sonrojó hasta las raíces del cabello.

—Tú no, grandulón, ve a por Doris.


Y la iluminación en la mirada negra de lord Becket dijo todo. Randy Hansen,
con sus dos metros de altura y su enorme corpachón, se cubrió la boca de la
emoción y —Raphael no lo olvidaría nunca—, se le humedecieron los ojos. Por
poco chilla, en lugar de eso, salió disparado al grito de ya llega, es el día, ya
llega.

—Me alegra que nuestro hogar sea un sitio tan decoroso —se mofó Natalie.

—Es tu responsabilidad, ¿o debo recordarte quién fue al puerto a buscar


empleados? —Ambos no dejaban de sonreír. Hasta que el nuevo Becket, quien
estaba decidido a participar de esa felicidad familiar, se manifestó en una
contracción.

—Oh, oh… Eso fue rápido —dijo ella, cuando el dolor cedió. Y en cuanto lo
hizo, su esposo cogió el bastón y se incorporó. Ya apenas sufría de dolores,
pero no se pondría en riesgo. Quería vivir, vivir cien años junto a esa mujer y
a todos los retoños que el destino quisiera brindarles. Sin siquiera vestirse,
solo con el salto de cama, abandonó la habitación en el mismo instante en que
Doris ingresaba.

Envió con premura una misiva al doctor Tobermory, quien se convirtió sin
pretenderlo en el médico de cabecera de los Becket. No era su ámbito,
insistía el buen hombre. Lo suyo era académico. Sin embargo, cambió de
parecer de inmediato cuando lord Raphael puso en su testamento que, tras su
muerte, permitiría a la universidad de Oxford practicarle una autopsia —
Siempre y cuando sus restos regresaran a sus tierras una vez finalizada—,
siguiendo los estudios de Tobermory. El lord podía ver la codicia en el muy
maldito, pensó con sorna, estaba seguro de que rezaba cada noche por la
pronta muerte para poder ser él quien le abriera la espalda y confirmara su
hipótesis. El hombre había escrito varios folletines de ciencia sobre las
lesiones medulares y todos en Inglaterra sabían quién era el paciente
milagroso al igual que la no-tan-misteriosa-mujer que lo ayudó a desarrollar la
teoría inicial. Tal era así, que despertó un inmenso revuelo al expresar en un
seminario que las mujeres eran tan capaces para la medicina como los
hombres.

Una vez finalizada esa tarea, regresó junto a Natalie. En vano. Ni cuando era
incapaz de caminar se sintió tan inútil. Su esposa tenía todo bajo control.
Preparaba su propio parto con destreza y sin una pizca de miedo. Los labios
se le curvaban de alegría, su expresión apenas mutaba con las contracciones.

—¿Recuerdas las indicaciones? —dijo ella.

—No —admitió—. Entré en pánico.

—Se nota, estás pálido. —Y la seguridad de ella le infundió fuerzas a él.

¿Quién demonios determinó que las mujeres eran el sexo débil? Él sabía que
no podría pasar por eso, ya hubiera bebido una botella de coñac, maldecido a
todos los empleados y, sin duda, no sonreiría. No con esa sonrisa plena y
hermosa que surcaba el rostro de su amada.
—Ya le escribí al médico, por si las dudas.

Era un pacto. Natalie no se negó. Los partos eran atendidos principalmente


por comadronas, era un asunto de damas, pero Raphael no quería correr
riesgos. Estaría presente una comadrona, la mejor del condado, y un médico,
y la hechicera más preparada de Inglaterra y… él. Sí, él.

La campanilla de ingreso sonó, un gran alboroto de gritos y maldiciones


pusieron a lord Becket en acción. De esas cosas sí sabía. Con su andar
pausado, propio de la condición, descendió hasta el hall. Lo cierto era que el
porte con bastón y ese caminar lento le brindaban un aura de misticismo que
le sumaba encanto. En Londres se hablaba de él casi tanto como antes. Se
decía que nada lo alteraba, pues había regresado de la muerte y por eso
nunca corría, ni se ponía de pie de manera intempestiva, ni siquiera levantaba
la voz. El tiempo pasaba más lento en el más allá, y los relojes terrenales no
marcaban las horas para Raphael.

Y él lo disfrutaba. ¡Vaya si lo hacía! Bastien, quien traía los rumores, se


doblaba de la risa. Su amigo era un verdadero cotilla.

—¿Qué demonios sucede? —clamó al ver el espectáculo ante él. El conde de


Onslow y el marqués de Donegall. Respondió Pierce.

—Nada, Raphael. Este ser espantoso ya se marchaba. —No sabía quién había
informado a su padre, supuso que algún sirviente fiel al conde.

—De ninguna manera. Estas son mis tierras, Pierce, esta es mi casa y ese… —
Señaló al joven lord con desprecio— sigue siendo mi hijo. Vengo a presenciar
el nacimiento de mi nuevo heredero.

—Adelante, adelante. —La mueca ladina de Raphael lo hizo parecer un lobo.

Queen Mary se acercó, lo secundó, con la mirada fija en el invasor y la


predisposición a usar sus colmillos. El marqués no salía de su asombro,
hubiera jurado que su sobrino iba a recurrir a la violencia con su padre tras
tanto sufrimiento. Sabía por Doris Lee que él conocía la verdad detrás de la
muerte de Vivian.

El conde ingresó. Extendió el abrigo, el sombrero y su propio bastón. Randy


Hansen los cogió de mala manera, Doris estaba ocupada, Ariel había ido a por
el médico y solo restaba él para esa tarea. Nada agradable a su parecer.
Prefería lidiar con un mal día de su señor que con la presencia del arrogante
padre.

—Estás impresentable —señaló el conde al ver a su hijo en salto de cama.

—Y lo estaré más. Es el nacimiento de mi hijo, no la gala de la reina. ¿O crees


que los niños nacen de un repollo?

—No, nacen de mujeres, y hasta donde sé, yo he sabido engendrar un varón.


Seguramente ni eso has hecho bien, no me darás un heredero.
El marqués contuvo el deseo de estrangular a su cuñado. Mantuvo la calma
gracias a la impasividad de Raphael. El señor de la casa los acompañó al salón
de caballeros, les ofreció bebidas y fue un correcto anfitrión. Salvo por el
hecho de que no se sentó. Y claro, que lucía salto de cama.

—Escucho mucho mi esto, mi aquello —dijo Raphael una vez los vasos
estuvieron servidos—. Lo siento, padre, pero nada de esto es tuyo. Tienes una
falsa concepción del asunto, ni siquiera tu título es tuyo. Tú eres del título. Así
que, incluso en el caso de que nazca un varón, no será tu heredero. Será
heredero del condado.

—Tendrá mi apellido…

—Y el de tu padre, y el del padre de tu padre. Eso tampoco es tuyo. Como


tampoco lo fue mi madre. Ni lo soy yo. —El marqués se giró a observar al
conde. Oh, sí, iba a disfrutar del momento—. No te pertenecemos, nada lo
hace. Ni la tierra, ni la casa. Eres un patético y solitario hombre…

—Ni creas que puedes herirme.

—Ni creas que lo intento, padre. No me importas lo suficiente. Pero yo a ti sí.


—Y el brillo en sus ojos fue de satisfacción—. Yo no soy indiferente para ti. Me
odias. —Lo vio apretar los dientes—. Me detestas, y vienes aquí, no porque te
interese mi hijo, ni mi esposa, ni yo… vienes aquí porque crees que tienes el
poder de arruinar el mejor día de mi vida. Y no, conde de Onslow, no lo tienes.
Te he invitado a pasar, te invito amablemente a presenciar cómo soy feliz,
porque no hay mejor venganza que mi dicha. Tío —Se giró hacia el marqués
—, te cedo el brindis. Yo no puedo beber, necesito estar lúcido.

Abandonó la sala sin mirar atrás. Lo decía en serio, el hombre que solo lo
procreó, pues padre era un título inmenso, no podía herirlo más. Subió las
escaleras y se dirigió a la recámara que Natalie había hecho preparar para
ese día.

Solo una cama, sábanas de algodón y una mesa metálica, higienizada, en la


que reposaba todo lo necesario. El agua utilizada tanto para lavar las
sábanas, como los paños y que ahora estaba dispuesta en jofainas y en una
enorme tina fue previamente hervida. A Natalie la ayudó Doris, pues Raphael
temía enfrentarse a una contracción y no ser capaz de socorrerla. Mientras, él
también se bañó siguiendo las instrucciones de su esposa. Un preparado de
lavanda, laurel y ajo. Olía espantoso, sí, pero eran hierbas desinfectantes.
También usaron una emulsión con gran cantidad de alcohol en las manos.

—¿No deberías estar en la cama? —se preocupó Raphael.

—Necesito andar. Lo siento ya ubicado en el canal, me molesta apoyar el


trasero.

—¿Cómo puedes estar tan radiante? —preguntó, más enamorado que nunca.
La hallaba bellísima, aunque ella dijera estar hinchada, gorda, con los pies
inflamados y ¡oh!, más pecas de las habituales. Él se pasaría la vida
descubriéndolas.

—Tú estás ciego. Ven, trénzame el cabello. —Raphael acató. Cuando finalizó,
la comadrona ingresó. Se paralizó unos segundos al ver a lord Becket en la
habitación—. Él se queda —dijo Natalie, y la mujer asintió.

Era la primera vez que le sucedía en treinta años realizando esa labor. No
cuestionaría, conocía las dotes McAdam y estaba dispuesta a seguir las
instrucciones. Al fin de cuentas, era la nieta de Brigid. Tal y como lady Becket
solicitó, se colocó sobre el vestido un delantal completo, el cual recibió el
mismo tratamiento que el camisón y la camisola de los lores. La habitación
olía a lejía y hierbas.

—¿Ya ha roto bolsa?

—Sí, y por el malestar, diría que estoy dilatando.

—Entonces, ¿qué hace de pie?

—Lo mismo me pregunto yo —intervino Raphael. Acompañó a su esposa a la


cama, se sentó él contra el respaldar, llevaba bajo la camisola el corsé de
fuerza. Natalie se apoyó sobre su pecho. La comadrona arqueó las cejas y no
emitió opinión. Se asomó bajo el camisón femenino. Sonrió.

—Todo en orden, puedo ver la coronilla. Viene de cabeza.

—¡Aleluya!

Aguardaron las contracciones, hasta que al fin fueron tan frecuentes que una
se solapó con la otra.

—Hazlo —demandó Natalie. Raphael y ella respiraban al unísono, y en cada


puje de la mujer, las manos del hombre presionaban el vientre hacia abajo.
Facilitaban la labor. Los gritos de lady Becket resonaron en toda la casa,
sacudieron los cristales, hicieron temblar los cimientos. A los pocos intentos,
sus alaridos fueron acallados por unos más intensos. ¡Vaya par de pulmones!

Raphael le besó la sudada coronilla. Salió de detrás de ella y fue al encuentro


de su bebé.

—Es una niña —proclamó emocionado—. ¡Es una niña, Nat!, la niña más
hermosa del mundo. —No podía creer el milagro. Le observó las manos, los
pies, la cabecita sin siquiera notar todo lo demás—. Oh, Nat. Estoy condenado
—dijo, ya sin contener las lágrimas—, estoy condenado a los amores mágicos,
a los amores eternos. —La acercó a su madre y la depositó en el pecho de
Natalie.

—Bienvenida al mundo —susurró ella. Elevó la mirada hacia Raphael. No


habían elegido un nombre aún.

—Kamelie… —La nombró él. Camelia.


—Kamelie Becket, bienvenida al infinito corazón de papá y mamá…
Otras obras de Scarlett O’Connor


Tú, mi deuda pendiente

¡Scarlett lo ha hecho de nuevo! «Tú, mi deuda pendiente» es una novela llena


de sensualidad y erotismo que te volverá a hacer creer en el amor.

-Melanie Rogers

Una traición ha llevado a la ruina a su familia. Anthony Richmond desea que


el traidor pague con sangre, pero cuando Lady Katherine se presenta sola en
su casa de soltero a clamar por la vida de su hermano, los planes de venganza
tomarán otro rumbo. Uno mucho más placentero para el marqués de
Shropshire:

Seducirla, mancillarla y pasar por el lodo el apellido Aldridge, como ellos


hicieron con Richmond.

Pero nadie le advirtió. Lady Katherine puede ser tan buena contrincante como
él en el juego de seducción.


Serie Señoritas Americanas

Personajes inolvidables. Romance como Scarlett nos tiene acostumbrados y


un final que te dejará con ganas de saber más de esta serie. Ansiosa por más
entregas de «Señoritas americanas».

Para la sociedad inglesa, Miranda Clark es sinónimo de escándalo. Todo en


ella resulta repudiable, sus costumbres americanas, su falta de decoro y su
deshonroso pasado.

Por desgracia para ellos, Elliot Spencer, el futuro duque de Weymouth,


especialista en el escándalo local, piensa lo contrario. Hacerla su esposa se
convierte en una necesidad.

No enamorarse, ese es el plan de Elliot.

No caer en la red de sus encantos, ese es el plan de Miranda.

Las apuestas se abren... ¿Quién ganará?


Cameron Madison había crecido entre algodones, protegida y alejada de
todos, hasta que Sean Walsh llegó a su vida y le robó el corazón.

El empresario de Chicago ve más allá de su apariencia, ve su espíritu


indómito, sus ansias de vivir y de experimentar.

Ambos se aman, ambos tienen planes juntos, hasta que el asesinato de una
esclava lo apunta a él como único autor, y a ella, como único testigo.

Un océano de distancia no bastará para acallar la verdad, para romper con su


amor… para poner fin al peligro que asecha a Cameron.

Ella se había llevado más que su corazón, se había llevado la prueba de su


inocencia. Debe recuperarla antes de que sea demasiado tarde.


Emily Grant debía casarse. El estatus de su familia dependía de que
consiguiera un buen marido, cualquiera con un título nobiliario o buenas
relaciones bastaría. Pero... Si todos los hombres eran iguales, ¿por qué no
podían ser iguales a Lord Colin Webb?

Colin Webb es el heredero del condado de Sutcliff, un dandi que parece tener
a todas las mujeres a sus pies. Su secreto lo lleva a mantener una fachada de
perfecto amante, una farsa que está agotado de mantener.

¿Podrá una díscola americana ser la respuesta que lleva años buscando en sus
compañeras de alcoba?


Última entrega de la serie Señoritas americanas. Scarlett nos regala una
historia plagada de esperanza y superación, una mujer fuerte que intenta
abrirse camino en un mundo de hombres.

¿Quién estaría tan desesperado como para casarse con la arisca Vanessa
Cleveland?

Desesperado y demente. William Witthall, conocido como el conde Loco, está


en la ruina. Quizá se deba a su mala administración o, tal vez, a su afición a
hablar de duendes. No lo sabe. Lo único de lo que está seguro es de que
necesita ayuda para salvar sus tierras, y ¿quién mejor que la brillante señorita
Cleveland?

Vanessa no podrá resistir el desafío de probar que puede hacer todo aquello
que le es vedado, más aún, cuando los secretos de su pasado vuelvan para
atosigarla y la obliguen a averiguar de qué están hechos sus sueños y
aspiraciones. ¿Eres tan loco como William, te atreves a lanzarte a la historia
de Vanessa?


Serie Señoritas británicas

Una buena señorita británica es delicada, sumisa y sosegada. Conoce bien su


lugar en la sociedad y no lo desafía, ¿en qué problemas puede verse envuelta?
En muchos.

Nora Jolley huye de Inglaterra como polizón en un barco con destino a


América. La motiva la búsqueda de justicia por su hermana y solo un hombre
puede ayudarla: Charles Miler, el editor más emblemático e inalcanzable de
Estados Unidos.

Dar con él no será tarea sencilla; ir tras sus pasos implicará toda una
aventura, una empresa que la llevará de punta a punta del inmenso país, que
le hará conocerse a sí misma y que pondrá en riesgo, no solo sus altruistas
anhelos, sino también, su corazón.


Un amor que surge en las sombras, pero que está destinado a brillar como el
sol de California. Corre el año 1854, es el inicio de temporada en Londres y
no pueden existir dos seres más apáticos al respecto que la consagrada
solterona, Thelma Ferrer, y el americano Zachary Grant. Ella no tiene
expectativas de hallar un buen marido, y él solo busca un pretendiente para
su hermana Emily que eleve el estatus de la familia. Nada los preparó para
enfrentarse al amor.

Mientras Inglaterra le abre las puertas de sus salones a las debutantes y los
cotilleos, Zach y Thelma iniciarán una historia de amor tras las bambalinas de
la nobleza y sus rígidas normas.

Pero los secretos y las mentiras que flotan en el aire confabulan en su contra.
Dos culturas, un océano, millas de tierra y años de silencio…

¿Podrá el amor sobrevivir al tiempo y la distancia?

Scarlett O’Connor nos trae la segunda entrega de la saga Señoritas


Británicas, y con ella la tan esperada historia de Zachary y Thelma.

Amor, traiciones y desventuras, desde los salones de bailes londinenses hasta


el lejano Oeste.


Una historia que derriba los prejuicios y escribe con sus escombros el más
bello amor.

-Melanie Rogers.

El sueño de Amy Brosman es llevar el saber a cada rincón del globo, desde su
Inglaterra natal, hasta aquel lejano punto del mapa llamado Sacramento. Con
un carácter firme y un temple de acero, desafía una a una las normas, para
desterrar la ignorancia de los habitantes del oeste, sin imaginar que será ella
quien aprenda la lección más importante.

En una sociedad dividida por colores, etnias y dinero, no hay sitio para un
mestizo mitad Iowa, ni para un amor que rompe con las leyes y mandatos
establecidos.Cuando el mundo nos queda pequeño, podemos ajustarnos las
cintas del corsé, tomar aire y aguantar; o hacerlo añicos y construir uno en el
que quepamos todos.

Scarlett O’Connor llega con la tercera entrega de Señoritas Británicas.


Mujeres fuertes, hombres nobles y un amor con sabor a esperanza que los
invitará a soñar junto a Amy y Hotah.


¿Qué sucede cuando el destino juega carreras con el amor? Chelsea y Thomas
se conocen desde pequeños; su amistad creció con ellos, hasta convertirse en
algo más.

Pero en la sociedad victoriana los tiempos de una dama no son iguales a los
de un caballero, menos cuando este es el heredero de un condado con una
pesada maleta de responsabilidades.

La vida, la distancia y la adversidad pondrán a prueba los sentimientos de


ambos, y solo en sus corazones hallarán la respuesta. Dos personas que se
aman, ¿merecen una segunda oportunidad?

Desde Inglaterra hasta California, desde la más tierna juventud hasta la


adultez, descubre junto a Chelsea y Thomas el verdadero significado de la
palabra amor.
Serie Familia Evans

En la balanza moral de la nobleza británica pesa más el orgullo de un canalla


que el buen nombre de una dama... y Lady Daphne Webb lo acaba de
descubrir.

La única hija mujer del conde de Sutcliff cuenta con más privilegios de los
comunes, entre ellos, darse el gusto de extender su soltería hasta que el amor
se cruce en su camino.

La negativa a aceptar la propuesta del barón de Cowrnell la coloca como


blanco de su venganza, pero ella no está dispuesta a dejarse manipular ni
permitir que los planes de un rencoroso hombre rijan su destino. Prefiere
llevar las riendas de su vida, aunque eso implique, con pequeños e inofensivos
engaños, tomar un puesto de institutriz.

¿Qué podría salir mal?

David Evans lo supo en cuanto la vio, esa institutriz bella, parlanchina y poco
ortodoxa no era la mejor opción para sus hermanos. ¡Esa mujer era un peligro
para todos, en especial para él! A su lado, no solo su estabilidad mental
estaba en riesgo, también su resguardado corazón.


¿Quién era Evangeline Evans? La respuesta flotaba en el aire londinense
como un rumor que no pretendía pasar de moda jamás: hija bastarda del
duque de Weymouth, segunda hermana del dueño de las tiendas Evans y
cuñada de Lady Daphne Webb. Como si no bastara, también cargaba la
estampa social de una irrevocable soltería.

¡Al diablo con ello!

Desde la noche de navidad en que sus caminos se cruzaron accidentalmente,


El capitán Charles Hobart, poseedor de una trayectoria militar de renombre,
forjó su propia opinión de ella…

Una mujer llena de sueños, de aspiraciones tan simples que se volvían


complejas, una dama con la madurez justa para un hombre como él que se
agotaba fácil de la charla jovial de las debutantes.

Pero, ¿quién era en realidad Evangeline Evans?

Para cuando comprendiera la realidad oculta tras esa muchacha de cabellos


de fuego, ojos de mar y espíritu libre, sería demasiado tarde para su corazón.

Un viaje a otro continente, un malentendido y un amor inesperado que


emerge desde las profundidades de un revoltoso y sabio mar…


El detective de Scotland Yard, Archibald Lennox, se definía a sí mismo como
un incomprendido. Para la sociedad victoriana, con sus lores y juegos de
poder, la perspectiva era otra: Un hombre demasiado orgulloso, tenaz, algo
soberbio y, sobre todo, una gran molestia para los nobles que ansiaban
mantener sus crímenes y pecados ocultos bajo las alfombras de sus
mansiones.

Lo cierto era que el detective Lennox rara vez se equivocaba con sus
corazonadas, y la que hacía fuerte presión en el pecho y auguraba un fatídico
desenlace nada tenía que ver con cuestiones profesionales. ¿O sí?

Olivia Evans, ese era su nombre, y aunque fuese considerada la heroína de los
bajos fondos, la justiciera de los humildes, para él no era más que su némesis.

Suicidios que no son suicidios.

Secretos que no deben de develarse.

Extorsión.

Y en medio de ello, una investigadora privada bella e inteligente, decidida a


cruzarse en su camino solo para poner en jaque todos los preceptos
establecidos… ¿quién dijo que no se puede mezclar trabajo y placer?


Huir de un matrimonio no deseado requiere de cierta destreza; más que eso,
demanda arte. Lady Madelaine Worringen se consideraba poseedora de
ambas cosas. Convertirse en una dama insulsa y destruir su reputación
parecía ser una tarea muy sencilla. Nadie en su sano juicio contraería
matrimonio con ella.

Se equivocó, lord Wilbur Spencer, el anciano duque de Weymouth, estaba


decidido a hacerla suya. Y Maddie, antes de casarse con ese hombre
detestable, que superaba en edad hasta a su padre, estaba dispuesta a todo...
Menos recurrir al hijo bastardo del duque. ¡Oh, no! Arruinar su reputación
bajo el amparo de ese hombre parecía ser su último recurso. Tal vez, su único
recurso.

Oliver Evans le ofreció ayuda. Era una cuestión de piedad, nada más. Ella era
una lady...

Él, el rey de los bajos fondos...

Ahondar en anhelos imposibles no estaba en sus planes. Oliver no era un


mártir ni mucho menos, lo último que le apetecía era sufrir por una mujer...
por la mujer que su padre desposaría.
Serie Floreros y Canallas

La señorita Agnes Holland ha puesto lo mejor de sí para consagrarse como


una auténtica solterona. Tal tarea ha requerido de constancia, disciplina y de
una disimulada inteligencia. Para la mayoría, la muchacha es un completo
fracaso social sin ninguna perspectiva matrimonial. Para ella, no es más que
un triunfo, el preludio a la libertad que tanto añora. Junto a sus amigas, tiene
planes que les permitirá conquistar la independencia, una que no se
encuentre atada a los hombres, ni a las normas impuestas.

¡Oh, querida Agnes! Si deseas hacer reír al destino, solo cuéntale tus planes.
Una gran piedra en el camino y una única alternativa: matrimonio.

Lord Tremblay, el vizconde de Meldrum, es el candidato perfecto. Viudo, con


un hijo, anclado en los estándares sociales más arcaicos y dócil como una
gacela. Sería el indicado, si no fuera por un pequeño detalle. Su hermano. El
Honorable Bastien Tremblay, que de honorable tiene poco y de canalla tiene
mucho.

Un malentendido.

Una boda impensada.

Un acuerdo para nada romántico.


Él era un canalla, y ella... ella era la esposa perfecta para esa clase de
granuja.
Contemporáneo

Melanie Rogers y Scarlett O'connor se reúnen para escribir una novela


erótica que no podrás dejar de leer.

"Recuerda siempre leer la letra pequeña".

Xaviera Fontaine estaba desesperada, día a día, su marido se distanciaba de


ella. Por eso, cuando Alice le habla del mejor amante de la ciudad, no duda en
recurrir a él para descubrir los placeres del sexo y reconstruir su matrimonio.

Pero nadie le advirtió...

Una vez pasas por la cama de Leonard, no vuelves a ser la misma mujer.


Scarlett O’Connor llega con una propuesta que combina su admiración por
Jane Austen y su pasión por la escritura para regalarnos una emocionante
adaptación a tiempos actuales del clásico «Emma».

Con tan solo catorce años, Emma Woodhouse decidió que jamás se casaría.
No arriesgaría por nada su plácida vida; al fin de cuentas, ¿qué más podía
anhelar? Vivía en un lujoso resort, junto a su amoroso padre, grandes amigos
y sin más preocupaciones que seguir las excéntricas recetas saludables que
proponía la señora Perry.Sin embargo, cuando el aburrimiento propio de su
existencia ociosa confabula con sus dotes casamenteros y su «infalible
intuición» todos los corazones de Hartfield Resort estarán en peligro; porque,
cuando de la señorita Woodhouse se trata, todos los enredos amorosos
comienzan con E... Con E de Emma.
Otras obras de La editorial Lune Noir

Melanie regresa golpeando fuerte. Peleas clandestinas, mafia, odio y, por


supuesto, AMOR con todas las letras. Una historia adictiva. -Lizzy Brontë

Una mujer. Un pasado. Y la pelea de su vida.

Vince "The Stone" Flynn sobrevive en las sombras. La noche es su fiel


compañera, en ella oculta los fragmentos de una vida que quiere dejar atrás.
Por desgracia, la presencia de Katrina, una mujer que oculta un pasado igual
de oscuro que él, lo arrastrará directo al infierno del cual escapó tiempo
atrás.

Golpe a golpe, así recordará quién es.

Puño contra puño, así reclamará lo que es suyo.

No hay reglas. No hay piedad. Solo... ganar o morir .

Un sinfín de emociones. Eso es lo que promete Lizzy Brontë con esta novela
de romance gótico. Miedo, misterio y amor se entremezclan para crear una
historia adictiva. -Scarlett O’Connor.

¿Quién estaría tan desesperada como para casarse con el Demonio de


Dankworth?

Diane Mayer, la huérfana del Barón de Tavernier, está atrapada en una vida
que no tiene buen presagio. Los avances de su libidinoso tío son cada día más
osados, y la única salida que es capaz de evaluar se le presenta en el abismo
ante ella.

Una tormenta, un cambio de planes y una nueva opción: Morir o casarse con
el Demonio de Dankworth. Cambiar un monstruo por otro. Andrew Lawrens,
conde de Dankworth, lleva el disfraz por fuera. Las cicatrices en su cuerpo
son reflejo de las que porta en su interior. Tiene en sus manos la posibilidad
de salvar a Diane de su infortunio… ¿O será Diane quien lo salve a él?


Ava Monroe tiene un don, el de ayudar almas atrapadas. Su vida nómade y
excéntrica le brinda todo lo que necesita, libertad y ausencia de lazos
afectivos. No desea echar raíces, conoce mejor que nadie el dolor de la
pérdida. Una voz susurrante, un pedido de auxilio en medio de la noche la
llevan a las tierras de Durstfall.

Entre las sombras de la olvidada mansión habitan Luke Skyller y su sobrina


Rose. Ambos viven una existencia de exilio; en el caso de la niña, por sus
sentidos perdidos, en el caso del conde, por su afán de no volver a sentir.
Sortear esos muros emocionales será un desafío para Ava Monroe, uno que
pondrá en peligro su tan bien resguardado corazón.

¿Podrá Ava sacarlos de su encierro, o será ella la que caiga en la trampa de


los brazos de Luke?
¿Don o maldición? Julia Wesley era poseedora de una gran capacidad
empática, característica que marcó su existencia desde temprana edad.

Hija de un general durante la guerra napoleónica, huérfana de madre y con


un pasado escandaloso en el frente de batalla, está condenada a la soltería.

Sin embargo, su camino puede truncarse. Un enigmático camafeo y dos


hombres atormentados alterarán la vida de Julia para siempre.

Ella tiene el poder de sanarlos, pero solo uno de ellos tiene salvación.

La música y la esperanza resuenan en esta hermosa historia de Lizzy Brontë,


una novela que nos enseña que los héroes no necesitan capas ni espadas… El
amor es la más poderosa de las armas.


Un pasado de abusos… Un presente de violencia.

Darren Foley, Rage, es el sicario de la mafia irlandesa. El trabajo es muy


sencillo, matar a un traidor. Lo ha hecho infinidad de veces, es el mejor… Esa
noche algo sale fuera de lo planeado, y la ira que le da sentido a su nombre
nace en él como una neblina roja.

El motivo: Cadence Hazel y su impulsivo temperamento.

Cadence jamás pensó que su sueño de ser actriz se convertiría en pesadilla;


tras atestiguar un homicidio y quedar en medio de una guerra de mafias, solo
tendrá una opción si quiere vivir, aliarse con el asesino.

En Los Ángeles no existen buenos y malos, existen bastardos miserables y…


Rage.


LOS ÁNGELES ES TIERRA DE PECADO, Y CUANDO VIVES EN EL
INFIERNO, DEBES CONVERTIRTE EN DEMONIO PARA GOBERNAR.

Maya Brooks hizo una promesa, una que cumplirá, aunque la lleve directo a
las puertas del purgatorio y la obligue a admitir sus pecados para hallar la
redención.

Aiden Hayes, conocido como Greed, es el menor de los hermanos irlandeses al


mando de la mafia. Un único anhelo rige su vida y alimenta su codicia: vengar
la muerte de su mentor, y la pieza para concretar sus planes está en manos de
esa asistente social de piel caoba y rizos endiablados llamada Maya Brooks. Si
quiere conseguirlo, deberá dejar las sombras que lo cobijan, pactar una
tregua consigo mismo, luchar contra sus demonios y arriesgarse a
experimentar el prohibido sabor de la obsesión y el deseo.

¿Podrá Maya sacarlo de la oscuridad, o será ella quien caiga en las fauces del
infierno? La ciudad estaba en llamas, y solo una fuerza mayor podría regresar
las cosas a su cauce. El diluvio que ansiamos cuando el mundo arde…


Para toda historia existe un principio... Pero no siempre es el que nos han
contado.

Evangelina Constantino vive su vida sin saber que por sus venas corre la
sangre de un linaje ancestral. Día a día, invierte sus energías en su trabajo de
restauradora de arte, especializada en obras del renacimiento, en uno de los
museos más importantes de Florencia, Italia. Para ella, eso basta. No necesita
de más. Aunque sus sueños digan lo contrario, y la arrojen, noche tras noche,
a los imaginarios brazos de un hombre que ni siquiera sabe si es real.

Lo es... y su nombre es Dante Sfeir.

Filántropo. Millonario. Empresario hotelero. Poseedor de una anatomía digna


del Olimpo y un atractivo único, provocador y cautivador.

Los caminos de ambos se cruzarán por algo más fuerte que una simple
casualidad. Porque el destino, cuando de Evangelina se trata, cuenta con
senderos bien definidos... y Dante Sfeir, un hombre plagado de secretos, está
en ellos.

Un amor maldito. Un amor marcado por la traición.

Pasión, arte y religión enlazadas en una lucha sin tregua, en una guerra de
puro deseo.

Una historia adictiva que te hará vibrar a cada página y que pondrá en jaque
todo lo que creías saber.


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