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1 Ejemplos de esta preocupación pueden hallarse, entre otros, en Juan Carlos GARAVAGL)A Las
estancias en la campaña de Buenos Aires. Los medios de producción (1750- en Raúl
FRADKIN (comp.) La historia agraria del Río de la Plata colonial. Los establecimientos productivos
C.E.A.L., Buenos Aires, 1993; Eduardo SAGUIER Mercado inmobiliario y estructura social. El Río de
la Plata en el siglo XVIII C.E.A.L., Buenos Aires, 1993 ; Carlos MAYO Estancia y sociedad en la Pampa,
1740-1820 Biblos, Buenos Aires, 1995; Eduardo AZCUY AMEGHINO El latifundio y la gran propie-
dad colonial rioplatense García Cambeiro, Buenos Aires, 1996.
2 Complejo Museográfico Enrique Udaondo Acuerdos del extinguido cabildo de la villa de Luján
pags. 51-52.
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3 Reproducido en Documentos para la Historia del Virreinato del Río de la Plata Facultad de Filoso-
fía y Letras, Buenos Aires, 1912, tomo I, pag. 28.
4 Reproducido por Eduardo AZCUY AMEGHINO El latifundio y la gran propiedad colonial rioplaten-
menos de medio siglo, entre 1640 y 1660, y en parcelas de dilatadas dimensiones, casi
todas ellas superando en dos o más veces la típica suerte de estancia de media legua
de frente. Los procesos hereditarios, por otro lado, aún no habían hecho mella en es-
tas extensas propiedades: bien por el contrario, durante ese siglo algunos latifundis-
tas de la talla de la Compañía de Jesús, Miguel de Riglos o los Samartín se aprovecha-
ron de ellos para acrecentar sus propias heredades, adquiriendo los terrenos subdivi-
didos que lindaban con sus estancias.
En 1740, la frontada promedio en el curato había descendido a 3610 varas. El pago
de Areco seguía manteniéndose por encima de la media, con 5929 varas de frontada,
mientras que la Cañada de la Cruz y la Pesquería se hallaban por debajo de la misma,
con 2066 y 3587 varas respectivamente. Si uno se ajusta a estos guarismos, puede
afirmarse que al iniciarse el segundo tercio del siglo XVIII, la suerte de estancia seguía
siendo todavía la unidad de explotación estándar en esta región de antiguo pobla-
miento. Pero la partición igualitaria entre herederos ya había erosionado en forma
apreciable la gran propiedad, sobre todo en la Cañada de la Cruz. En Areco, por el con-
trario, la etapa de predominio del latifundio se prolongaba: si bien las tierras de los
Samartín habían sido fragmentadas por medio de la compraventa y aparecieron en su
lugar propiedades más reducidas de entre 2000 y 4000 varas de frente, subsistían
otros grandes dominios como los de la Compañía de Jesús, Josepha Rosa de Alvarado
viuda de Riglos, el veedor Nicolás de la Quintana, Jacinto Piñero y Juan de Ayala. El
latifundio del general Joseph Ruiz de Arellano, sito también en dicho pago, llegó a te-
ner una frontada de tres leguas y media al río Areco, y en 1740 extendió sus fondos
hacia las cabezadas del río Luján incorporando tres leguas que le hizo merced uno de
los gobernadores de Buenos Aires.
12000
10000
8000
6000
4000
2000
0
media Areco CCruz Psqría
En 1789, por último, la frontada promedio general era de 1062 varas. En Areco és-
ta trepaba a las 1679 varas, en la Cañada de la Cruz a las 815 varas y en la Pesquería a
5
las 691 varas, conservándose siempre el primero de estos pagos por sobre la media y
los otros a niveles inferiores. Bajo el efecto de un siglo de fragmentación provocado
por herencias y compraventas, singularmente corrosivo para un sector de la propie-
dad extensa desde mediados del siglo XVIII, habían surgido una multitud de pequeñas
parcelas. Puede decirse, entonces, que la extensión promedio de la propiedad se apro-
ximaba en la etapa tardocolonial a la que se propone para Areco un conocido artículo
de Juan Carlos Garavaglia, según el cual la media era en este partido de 1316,3 varas
de frontada por propietario, basándose en 43 sucesiones fechadas entre 1751 y
1815.5 Debe decirse, sin embargo, que la gran propiedad no se había convertido en un
fenómeno residual ni menos aún había desaparecido, pues seguía ocupando la mayor
parte de la superficie del antiguo curato, aunque con una deliberada concentración en
el curso inferior del río Areco y el curso superior del arroyo de la Cruz.
100%
90%
80%
70%
60%
50%
40%
30%
20%
10%
0%
1690 1740 1789
Si como hicimos nosotros se toma como piso de la gran propiedad la suerte de es-
tancia (esto es, la parcela de 3000 varas de frontada) el 55,8% de la superficie del
antiguo curato de Areco estaba en 1789 ocupado por establecimientos que deben ser
rotulados como tales. Ahora bien, incluso si variamos el criterio utilizado para medir
las proyecciones del fenómeno, adoptando por ejemplo la concepción leveniana de lo
que era un latifundio, que lo situaba por encima de las cuatro leguas cuadradas, se
hallarían en la zona ejemplos para ilustrarlo suficientemente, al punto que las fincas
que ocupaban el 35% de la superficie del distrito estudiado se ajustaban a esos pará-
metros.6 Esto equivale a decir que hubo, por un lado, una multitud de pequeñas y me-
dianas parcelas y por otro, un número limitado pero contundente de grandes domi-
nios que no se vieron afectados por las particiones hereditarias.
Un recorrido imaginario por la zona nos permitirá ubicar esas propiedades exten-
sas. Hacia la desembocadura del río Areco nos hallamos con los dos fundos de mayor
superficie del antiguo curato. Sobre la banda derecha del río se encontraba la célebre
Estancia de Areco, que perteneció a la Compañía de Jesús hasta la expulsión de esta
orden y que luego pasó a ser administrada por el Ramo de Temporalidades, hasta que
en 1785 fue sacada a subasta y comprada por el coronel Joseph Antonio Otálora. La
misma contaba con una superficie de 23,6 leguas cuadradas.7 De la otra banda del río
se hallaban las estancias de Marcos Joseph Riglos, que anteriormente pertenecieran a
su padre Miguel de Riglos, que poseían 14,13 leguas cuadradas de superficie entre el
Areco y la Cañada Honda.8
Remontándonos por el río Areco, de la banda derecha, se encontraban las tierras
que fueran del general Joseph Ruiz de Arellano. En 1789 éstas ya habían sido en su
mayor parte subdivididas, aunque el heredero de aquel, su cuñado Juan Francisco de
Suero, conservaba aún unas 2,5 leguas cuadradas sobre el arroyo de Giles. En su pe-
ríodo de mayor extensión, hacia mediados de ese siglo, las estancias de Ruiz de Are-
llano habían promediado las 10,5 leguas cuadradas.9 Si siguiéramos hasta el Areco
Arriba, más allá del camino de Córdoba, nos toparíamos por último con el latifundio
de los Betlemitas, cuyo corazón se hallaba en los Arrecifes, pero se extendía hacia el
sur hasta el curso superior del río Areco. Este sector del terreno, con 7500 varas de
frente a dicho río y 22.000 varas de fondo que daban a las chacras de Ayala y al mojón
de Pintos en la Cañada Honda, tenía 5,8 leguas cuadradas de superficie.10
Por supuesto que existían otras propiedades menos desmesuradas en su extensión,
pero que excedían en dos o más veces el tamaño de una suerte de estancia, como las
tierras de Francisco Alvarez Campana en el Rincón de la Cañada de la Cruz, que tenían
varas de frente al Paraná sobre la tierra firme con legua y media de fondo , más
un ensanchamiento al arroyo de la Cruz de 4040 varas de frente por 4000 de fondo.
La superficie de la misma era de 1,11 leguas cuadradas.11 Lo mismo puede decirse de
las estancias de Jacinto Piñero en el Areco Arriba, de Francisco Julián de Cañas en la
7 La Estancia de Areco fue objeto de diversas mensuras. La primera de ellas, realizada con motivo de
la expropiación en , establecía que este latifundio tenía quince leguas de frente y seis de fondo
desde el mojón de Pedro Olivera al paso de Sosa, más otras 15 leguas de cabezadas sin especifica-
ción de fondo, más leguas que se agregan al fondo desde el mojón de Barbosa hasta el paso de So-
sa . En Juan Bautista de Lasala juzgaba que el mismo contaba con leguas de frente al Paraná,
7 de frente al Areco y 15 de sobras. Finalmente, la mensura que efectuó el agrimensor José de la
Villa de 1816, con motivo del fallecimiento de Otálora, alegaba que estas tierras se componían de
29.700 varas de precio superior sobre el Paraná, 33.375 varas de precio medio sobre el Areco y
31.330 varas de cabezadas de precio ínfimo. Considerando en forma bastante conservadora que
estas varas tenían todas legua y media de fondo, la medición de Villa sugiere la superficie de 23,6
leguas cuadradas que damos por ciertas.
8 En 1813 se establece que las estancias de Riglos ocupaban 508.800.218 varas cuadradas; Archivo
de Geodesia y Catastro de la Provincia de Buenos Aires [en adelante AGYCPBA] duplicado de men-
sura n° 45 del partido de Areco.
9 La acumulación de tierras que llevó a cabo el general Ruiz de Arellano por medio de compraventas
se extrae de varios expedientes del Archivo General de la Nación [en adelante AGN]: IX-49-1-4,
Escribanías Antiguas, f. 909; Registro de Escribano n°3-1733, f. 373v., Registro de Escribano n°3-
1734/148, 636v. y 654v. La referencia a la merced del gobernador Salcedo en Registro de Escri-
bano n°6 1754-1756, f. 216.
10 La estimación de la superficie del latifundio betlemítico se origina de las mediciones realizadas al
entregarse estos terrenos en enfiteusis a los hermanos Luzuriaga en 1823; AGYCPBA, Libro de Men-
suras Antiguas, duplicado n° 72.
11 AGYCPBA, duplicado de mensura n° 17 del partido de Campana.
7
Cañada de la Cruz y del sargento mayor Felipe Antonio Martínez en la Cañada de Giles.
Salvo en el caso de las estancias de la Compañía de Jesús y los Betlemitas, a las que
su carácter de fincas de propiedad corporativa preservó del fraccionamiento, el resto
de estos grandes dominios no estuvo exento de las particiones hereditarias, puesto
que en ninguno de los casos se constituyó en prenda de mayorazgo ni se vio sujeto a
prácticas sustitutivas que trabaran la dispersión parcelaria, como la afectación a cape-
llanías. No obstante, dichas particiones lograron ser sorteadas, como lo ilustra el caso
de las estancias de Miguel de Riglos. Aunque fueron divididas entre los descendientes
de su primer propietario, existió entre estos quien compró su parte al resto de los
herederos y conservó indiviso el patrimonio rural de la familia. Tal papel correspon-
dió a Marcos Joseph de Riglos, hijo de Miguel, que adquirió las parcelas que tocaron
en el reparto sucesorio a sus sobrinos, los hijos del veedor Nicolás de la Quintana.12
Esta defensa de la unicidad de la gran propiedad puede apreciarse asimismo en la
mensuración de las tierras y el sostenimiento de litigios con los propietarios vecinos,
prácticas costosas que podían solventar sólo unos pocos. El general Joseph Ruiz de
Arellano, gracias a una mensura realizada por el alcalde provincial de la Santa Her-
mandad Gaspar de Bustamante, se apoderó de unos terrenos que su vecina Paula Cas-
co de Mendoza consideraba como propios.13 Una pérdida semejante afectó a los here-
deros de Miguel de Sosa y Monsalve cuando en 1758 se vieron despojados de 3750
varas de frontada que poseían de la otra banda del río Areco a causa de un querella
con Marcos Joseph de Riglos.14 Y el cuñado de este último, el veedor Nicolás de la
Quintana, pagó pesos con la intención de obviar pleitos a fray Gerónimo de Ave-
llaneda, cura rector de la iglesia de San Juan, que reclamaba como biznieto del antiguo
propietario Rodrigo Ponce de León una legua y media de estancia de la otra banda de
Areco a los herederos de Riglos.15
En realidad, si bien algunos de los latifundios del curato de Areco fueron objeto de
parcelamiento durante este período, ello no se debió a los procesos hereditarios, co-
mo ocurrió con la mayoría de las propiedades de menor tamaño, sino a la subdivisión
por venta. Esto sucedió con los terrenos pertenecientes al maestre de campo Juan de
Samartín, loteados en las primeras décadas del siglo XVIII, y con los del general Jo-
seph Ruiz de Arellano, de los que se originó un importante número de propiedades de
mediana extensión entre 1740 y 1770. Estos dos grandes dominios se convirtieron de
esa forma en un semillero de fincas más pequeñas, al punto de que un no desdeñable
16,5% de las varas de frontada vendidas en el período se originó en forma directa en
la fragmentación de los mismos.
mismas manos.16 No se pudo, sin embargo, utilizar esa noción más que en forma res-
tringida, pues la relativa escasez de expedientes sucesorios nos impidió intercalar las
transmisiones por herencia en el conjunto de los traspasos. Pero como en el curato de
Areco las compraventas se hallan bien documentadas, pudo calcularse en cambio el
intervalo interventas, que puede definirse como el período en que la propiedad del
terreno permaneció en poder de uno o más miembros de una familia, desde que fue
adquirida hasta que se convirtió en nuevo objeto de venta. Esta última medición me
permitió establecer que las parcelas permanecieron en poder de una familia por 1,36
generaciones, si se toman éstas por períodos de 25 años. Esta apreciación no con-
cuerda con la de Eduardo Saguier, que propone para Areco un índice de 3,5 genera-
ciones promedio de permanencia dominial y para la Cañada de la Cruz de 4,1 genera-
ciones. Posiblemente, el criterio de medición del fenómeno del que se vale este autor
no haya sido cronológico sino genealógico, lo que lo haría básicamente distinto al que
hemos utilizado nosotros.17
Sabido que la propiedad del terreno observó una rotación relativamente fluida a lo
largo del período estudiado, queda por examinar qué incidencia tuvo ésta en el proce-
so de fragmentación de las parcelas entre 1689 y 1790. Al constatar cómo se redujo el
tamaño promedio de las parcelas a lo largo de este siglo uno debe preguntarse a quién
debe responsabilizarse de ello. Una hipótesis posible sería atribuir ese efecto al sector
propietario, quien por medio de una desmedida venta de fracciones habría acabado
por afectar la dimensión media de las parcelas; otra sería adjudicarlo a los incidentes
hereditarios, regulados por un criterio de partición igualitaria de los bienes mortuo-
rios. Es obvio que ninguna de estas causantes pudo haber obrado en forma excluyen-
te: queda más bien por determinar cuál predominó sobre la otra, y en qué proporción
lo hizo. Resta saber, asimismo, si las familias propietarias aceptaron pasivamente el
embate de la normativa hereditaria o se valieron de estrategias socialmente difundi-
das para retrasar el fraccionamiento, aunque a la larga sus resultados fueran limita-
dos.
La relativamente escasa cantidad de testamentarias y sucesiones que llegaron a
nuestros días nos ha impedido confrontar estas hipótesis desde el estudio de las
transmisiones hereditarias. Pudo reunirse, en cambio, una importante masa de tras-
pasos inter vivos, quedando incluida bajo esta denominación toda transferencia de la
propiedad del suelo que se produjo en vida del propietario. Hemos reunido para la
zona estudiada unas 183 transmisiones de parcelas inter vivos para el período que se
extiende entre 1690 y 1789. Entre ellas predominan claramente las compraventas,
aunque no faltó una pequeña cantidad de escrituras de donación y dotación. En tér-
minos de superficie, las mismas supusieron que 356.844 varas de frontada fueran
traspasadas en una o más oportunidades, de las cuales 42.250 varas lo fueron me-
diante donación (11,8%), 4200 varas mediante carta de dote (1,2%), 3750 varas por
fallo judicial a favor de un litigante (1,1%) y 306.644 varas a resultas de la compra-
venta (85,9%). Deducidos los repetidos traspasos de una misma parcela, se trató de
un total de 223.864 varas frontales que sufrieron una o más veces el traspaso inter
vivos a lo largo de un siglo.
A partir de este conjunto de trasferencias ha podido establecerse que de cada 100
varas frontales de tierra en propiedad, 84,4 varas sufrieron entre 1690 y 1789 el
traspaso inter vivos, mientras que las 15,6 varas restantes se conservaron durante
toda esa centuria en poder de los descendientes de su adquirente, sin más mediación
que la de los mecanismos de la herencia. Esta primera estimación, sin embargo, resul-
ta engañosa si no se tienen en cuenta otras variables. En primer lugar, es necesario
aclarar que en casi la mitad de los casos conocidos los traspasos no tuvieron inciden-
cia ni en el parcelamiento del terreno ni en el acrecentamiento de la propiedad, pues
la transmisión de títulos no implicó el acto de fraccionar una parcela de mayor tama-
ño, ni ayudó tampoco a extender la superficie de los terrenos ya poseídos por el ad-
quirente.
En realidad, si se enfoca el fenómeno desde el número de varas traspasadas, la
transmisión inter vivos condujo a modificaciones en las dimensiones de las parcelas
en poco más de la mitad de los casos, mientras que el 46,6% de la superficie del anti-
guo curato no se vio afectada a lo largo del período mencionado. El 12,7% de las varas
traspasadas sirvió para acrecentar la frontada de la parcela del adquirente sin frac-
cionar la del transmisor, pues éste no conservó fracción alguna de la misma. El 33,6%
de dichas varas contribuyó, por el contrario, a fraccionar la parcela del transmisor,
pues conservó una porción en sus manos, pero no la del adquirente, ya que éste no
poseía terrenos previamente. En el 7,1% restante se concitaron los dos efectos: acre-
centar los terrenos que ya poseía uno y menguar los del otro.
No puede negarse, sin embargo, que el efecto atomizador de los traspasos fue rela-
tivamente mayor en las parcelas de pequeño tamaño, ya que de las 96 unidades cuya
transferencia se originó en el fraccionamiento de una propiedad mayor, 39 tenían
hasta 999 varas de frente. Aún así, el conjunto de lotes de exiguo tamaño con este ori-
gen tiene escasa significación si se lo compara con las muchas pequeñas propiedades
que existían en 1789, pues según el Censo de Hacendados realizado ese año éstas al-
canzaban un total de 162 unidades entre Areco, Cañada de la Cruz y Pesquería. Ha de
concluirse, entonces, que aunque la compraventa y otro tipo de transacciones inter
vivos pudieron incidir en la formación de la pequeña propiedad, ésta fue más bien
resultante de las particiones hereditarias.
18Esta tendencia ha sido asimismo constatada por Carlos MAYO Estancia y sociedad en la Pampa
pag. 58.
11
sobre dicho curso de agua. En 1740, gracias a una merced real, extendió los fondos de
sus estancias a tres leguas, con lo que el arroyo de Giles quedó incluido en toda su
extensión dentro de su propiedad. Aunque en menor escala, varios estancieros de la
Cañada de la Cruz, la mayor parte de estos pertenecientes a las familias más antiguas
de este pago, se transformaron en propietarios de fundos de mediana y gran exten-
sión a través de la acumulación de pequeñas parcelas, resultantes de la fragmentación
de propiedades que otrora fueran de gran tamaño. Se trató de Mayoriano Casco de
Mendoza, Juan Joseph Barragán, Joseph Joaquín Molina, Juan de Asebey, Francisco
Julián de Cañas y el ausentista Francisco López García, entre otros. Sólo en este pago
la reconcentración de la propiedad de la tierra puede verse como la contracara de la
parcelación hereditaria, y en un número limitado de casos.
Un interesante ejemplo de propietario localresidente que logró reconstruir la pro-
piedad inmueble familiar mediante pequeñas compras es el de Juan Joseph Barragán,
quien recuperó la porción más extensa de la suerte de estancia que perteneciera a su
abuela Inés Méndez Caravallo mediante adquisiciones a los coherederos, llegando a
concentrar en 1787 unas 1793 varas de frente en la Cañada de la Cruz. Este heredó de
sus padres una fracción de 750 varas de frontada y de su tío soltero Simón Barragán
un corto lote de 94 varas, a los que agregó 281 varas que compró en 1766 a sus her-
manas María Jacinta y María Bautista, que las habían recibido en la partición de los
bienes de su tío Simón. Un año más tarde compró a su tía Lucía Hurtado de Mendoza
210½ varas, y en 1792 les sumó 103 varas contiguas que compró a los cuñados de
esta última, Juan Francisco Brian y Francisco Ortega. Poco antes, en 1791, el párroco
de Capilla del Señor le había vendido 100 varas que los deudos de su primo Gabriel
Hurtado le habían entregado para pagar su entierro.19
También un propietario ausentista como Francisco López García, bien conocido
por haber sido el primer apoderado del Gremio de Hacendados, acumuló tierras en la
Cañada de la Cruz mediante la compra de fracciones a los herederos de los vecinos
más antiguos, Pedro de Molina, Luis Gómez y Tomás de Monsalve. En 1766 adquirió
1600 varas de la otra banda del arroyo de la Cruz a Joseph de Molina, nieto del prime-
ro, a las que en 1774 sumó 331½ varas linderas que le vendieron Pedro, Pedro Joseph
y Estefanía Gómez, descendientes del segundo. De esta banda del arroyo había com-
prado en 1764 a Miguel de Monsalve 1000 varas que éste heredara de su padre To-
más, a las que poco más tarde agregó otras 500 que le vendió Joseph Inocencio Mon-
salve, hermano del anterior. Con motivo de conformar un único bloque territorial,
acabó por trocar a Mariano del Aguila las tierras que comprara a Miguel de Monsalve
por otras que éste tenía de la otra banda, junto a las que López García ya poseía. 20
Interesa destacar como no sólo un propietario ausentista como López García sino
también las grandes familias localresidentes desecharon la práctica de la propiedad
dispersa.21 Lázaro Vásquez de la Barreda, vecino de la Cañada de la Cruz, vivió en las
tierras que su esposa Escolástica Tapia heredó de su abuelo Antonio Lagos hasta que
en 1762 compró a Francisco Alvarez Campana un terreno de 2045 varas de frontada
19 Archivo General de la Nación [en adelante AGN] Sucesión 4304, testamentaria de Simón Barra-
gán; Sucesión 6258, testamentaria de Andrea Galeano; Archivo de Geodesia y Catastro de la Provin-
cia de Buenos Aires [de aquí en más AGYCPBA] duplicado de Mensura n° 5 del partido de Exaltación
de la Cruz.
20 AGN IX-49-7-1, Protocolos de la Villa de Luján, fs. 207v. y 977v.; Registro de Escribano [en adelan-
que, aunque sin continuidad territorial, son explotadas con criterio unitario; Antonio Miguel BER-
NAL Economía e historia de los latifundios Instituto de España-Espasa Calpe, Madrid, 1988, pags.
21.
12
al río Arrecifes, al cual se trasladó con sus animales.22 Bartolomé Maldonado, propie-
tario de 1000 varas de estancia en Areco, descuidó las haciendas que su esposa Agus-
tina Irala tenía en los Arrecifes por aplicarse a las propias, al punto de que ésta se lo
imputó en su testamento: digo para el descargo de mi conciencia que todas mis ha-
ciendas son y están menoscabadas y disminuidas durante este mi último matrimonio
por haber experimentado y palpado una suma omisión y descuido para ellas departe de
mi marido, despreciándome mis advertencias y avisos en orden al reparo de dichas ha-
ciendas, y por haber de vivir con él en paz, disimulaba su desidia respecto de que no
eran suyas .23 La figura de la propiedad dispersa era a tal punto inaplicable para algu-
nos estancieros que al casarse Miguel de Sosa y Monsalve y Paula Casco de Mendoza,
viudos los dos, acordaron administrar sus haciendas en forma independiente, aunque
estuvieran muy próximas y sólo mediara entre ellas el río Areco.24
prole. Declaraba Miguel en su testamento de que considerando el crecido número de hijos que
cada uno de por sí tenía de su antecedente matrimonio mantuvieron de por sí sus haciendas separa-
damente y con total independencia costeando cada uno de ellos los gastos necesarios para su cuidado
y costo de vestuarios ; AGN Registro de Escribano n° -1751, f. 51.
13
1) Las familias de grandes propietarios del primer tercio del siglo XVIII
En el pago de Areco fueron excepcionales las familias que accedieron a títulos sobre la
tierra a fines del siglo XVII y se mantuvieron en posesión de los mismos hasta bien
entrado el siglo siguiente. Basándonos en lo investigado, sólo pueden mencionarse
dos: los Sosa y Monsalve y los Giles. Juan de Sosa y Monsalve, fundador de la primera,
fue yerno de Felipe de Herrera y Guzmán, quien compró una estancia de 9000 varas
de frontada de una banda del río Areco y otra de 6000 varas en la banda contraria en
1644. En cuanto a Pedro de Giles, antepasado del segundo de estos linajes, compró
6000 varas de estancia a Felipe Jácome Lavañín en 1689 en la banda derecha del río y
recibió en merced un terreno de la misma extensión en la banda izquierda.
Gran parte de las primeras familias de propietarios del pago de Areco obtuvo títu-
los sobre el terreno entre las décadas de 1700 y 1720, debido a que uno de los gran-
des latifundistas del pago, el maestre de campo Juan de Samartín, loteó los terrenos
que poseía a ambas márgenes del río Areco. Esta operación debe considerarse parte
de una estrategia complementaria de concentración de la propiedad, ya que mientras
Samartín vendía estas parcelas, compraba otras en los pagos de los Arrecifes y Bara-
dero, donde conformó otro gran dominio de superiores dimensiones. A partir de en-
tonces, empiezan a mencionarse vecinos que volverán a reconocerse en los padrones
de 1738 y 1744: Francisco de Abalos, que compra 2000 varas en 1708; Juan de las
Casas, que adquiere una suerte de estancia en 1723; Nicolás de Peñalba, que compra
en 1728 la suerte que heredará en 1737 por su hijastro Miguel Moyano. También se
reconoce dentro de este primer grupo a Juan de Ayala, Pablo Casco de Mendoza, Bar-
tolomé Maldonado y Jacinto Piñero, que se convirtieron en propietarios entre 1719 y
1729.
Un proceso similar al que ocurrió con el latifundio de Juan de Samartín, aunque al-
go más tardío, se aprecia en las tierras de los Griveo en el Areco Arriba, localizadas
asimismo a ambas bandas del río. En 1735 Pedro de Griveo, nieto de quien las recibie-
ra en merced real a comienzos del siglo XVII, Domingo de Griveo, vendió un lote de
1500 varas de frontada a Pascual Riveros, cuyos descendientes se mantuvieron en
posesión de esta fracción hasta la tercera década del siglo XIX. En 1738 vendió otras
1500 varas a Diego Romero.
Naturalmente, una centuria de particiones hereditarias provocó que la mayor parte
de estas familias se encontrara hacia finales de siglo en posesión de parcelas cada vez
más pequeñas, o incluso no llegara a conservar terrenos en propiedad, lo que condujo
indefectiblemente a un cambio en la caratulación social de los mismos. Ejemplos de
ello se hallarán en las familias Abalos, Giles y Vera, once de cuyos miembros se halla-
ban en 1789 en posesión de pequeñas fracciones de entre 100 y 400 varas de fronta-
da.25 Los integrantes de otras dos familias, Ayala y Cornejo, fueron en su mayor parte
reducidos a la condición de arrendatarios en las estancias de los Padres Betlemitas,
próximas al sitio en que medio siglo antes poseyeran tierras. La Casa de Betlehem,
que había obtenido tierras en el Areco Arriba por donación testamentaria de Juan
Francisco Basurco, entró en litigio con los antiguos ocupantes del terreno, cuyos títu-
25Se trata de Antonio, Manuel y Miguel Toledo, Marcelo Rodríguez Toledo y Basilio Bogado, des-
cendientes de Pedro de Giles; Pedro Rodríguez, Francisco Puebla y Prudencia Vera, descendientes
de Joseph Vera; Marcos Ponce, Petrona y Margarita Abalos, emparentados con Juan de Abalos.
14
los acabaron siendo desconocidos por la justicia. De los treinta y cinco arrendatarios
que en 1789 tributaban en el pago de Areco a esta orden religiosa, nueve descendían
por línea materna o estaban casados con descendientes de Juan de Ayala y Bartolomé
Maldonado, antiguos dueños de estas tierras antes de que fueran expropiadas por la
casa conventual.26 A principios del siglo XIX, un alcalde se asombraría de encontrar a
los descendientes del estanciero Francisco Cornejo viviendo debajo de unos cueros ,
en terrenos arrendados a los Betlemitas, y entre ellos a una jovencita que, lejos de
llevar la vida de recato considerada apropiada a su género, fue vista haciendo a
caballo los oficios de hombre .27
Este no fue, sin embargo, el destino común de la totalidad de las familias que com-
ponían este grupo; por el contrario, puede hablarse de una evolución social divergen-
te. Algunos integrantes de las mismas, sorteando los vaivenes de las sucesiones, con-
servaron su condición de propietarios grandes y medianos y siguieron ocupando un
lugar de prestigio en la sociedad local. Hacemos referencia particularmente a cuatro
parentelas arequeras: los Sosa y Monsalve, los Piñero, los Moyano y los Casco de
Mendoza. La posición prestigiosa de que gozaron en el partido se evidencia princi-
palmente en su repetida actuación como alcaldes de la Santa Hermandad y en la ocu-
pación de puestos jerárquicos en las milicias rurales. Varios de sus miembros, en efec-
to, recibieron nombramiento de alcalde: Joseph de Sosa y Monsalve en 1723, 1730 y
1735, Miguel de Sosa y Monsalve en 1724 y 1731, Pablo Casco de Mendoza en 1750 y
1753, Juan Miguel de Sosa en 1754, 1779 y 1790, Justo Sosa en 1782, Jacinto Piñero
en 1758 y Pedro Joseph Piñero en 1784 y 1787. También ejercieron el más alto cargo
militar desempeñado por vecinos locales en la estructura miliciana: el de sargento
mayor del partido. Fueron sargentos mayores Pablo Casco de Mendoza de 1746 a
1758, Pedro Joseph Piñero de 1778 a 1779 y Justo de Sosa de 1779 a 1780. Jacinto
Piñero, por su parte, fue sargento mayor del vecino pago de Arrecifes entre 1746 y
1755, pues además de ser propietario de tierras en Areco lo era en el cercano pago de
la Cañada Honda.
Los miembros de este subgrupo que se mantuvo en la cúspide social no sólo mo-
nopolizaron los cargos militares y de justicia sino que actuaron como representantes
de los vecinos porteños en el pago, sea a través de comisiones de una entidad corpo-
rativa como el cabildo, sea recibiendo encargos de particulares. Las comisiones del
ayuntamiento se centraron, sobre todo, en la vigilancia del movimiento de los gana-
dos: en 1736 se ordenó a Miguel de Sosa y Monsalve que prohibiera la saca de ganado
en pie del partido de Areco, mientras que en 1749 y 1752 Jacinto Piñero fue elegido
para recoger los animales pertenecientes a los criadores de Areco que se hallaban
dispersos y procediera a su reparto. En cuanto a los encargos de particulares, algunos
fueron requeridos para auxiliar la recaudación de impuestos como el diezmo y la al-
cabala, como lo hicieron Joseph de Sosa y Monsalve y Martín Casco de Mendoza.
Puede decirse que los miembros de estas cuatro parentelas prefirieron las alianzas
matrimoniales de tipo homogámico (esto es, con miembros de familias de similar sta-
tus social, fueran o no del partido) antes que las puramente endogámicas (entre pro-
pietarios del partido). Esto se ilustra con el caso de Paula Casco, hija de un rico estan-
ciero de la Cañada de la Cruz, el capitán Francisco Casco de Mendoza, quien casó pri-
26 Entre los descendientes de Ayala que arrendaban terrenos de los Padres Betlemitas encontramos
a Sebastián Aguilar, que era hijo de Margarita Ayala; Juan Gabino y Juan Antonio Castro, hijos de de
Bernarda Ayala, y Francisco Genés, hijo de Petrona Ayala. En cuanto a Ramón Lescano y Feliciano
Romero, el primero era esposo de María Magdalena Ayala y el segundo de Margarita Aguilar, hija de
Margarita Ayala. Francisco Cornejo y su hijo Joseph Antonio, por último nieto y biznieto de Barto-
lomé Maldonado, también eran arrendatarios de dichos religiosos.
27 AGN Sucesión 5345, Testamentaria de Francisco Cornejo.
15
mero con Joseph de Sosa y Monsalve y luego con un hermano de éste, Miguel de Sosa
y Monsalve. Este último había casado en primeras nupcias con Margarita Monsalve,
hija de otro gran propietario de la Cañada de la Cruz, el regidor Tomás de Monsalve.
Jacinto Piñero, por último, desposó a la hija bastarda de un gran terrateniente de los
Arrecifes, el maestre de campo Juan de Samartín, que le cedió unas tierras de cabeza-
das en la Cañada Honda en concepto de dote de su esposa.
Más allá de las tendencias que afectaron a las cuatro parentelas preponderantes, se
han estudiado también las preferencias matrimoniales del primer grupo de familias
propietarias en su conjunto. Para ello, lo mismo que para analizar al resto de las fami-
lias de propietarios del resto del antiguo curato de Areco, nos hemos valido tanto de
los padrones de 1738 y 1744 como de los registros parroquiales de San Antonio de
Areco y Capilla del Señor, el primero de los cuales cuenta con libros de matrimonios
desde 1732 y el segundo desde 1778. Gracias a esta compulsa documental es posible
afirmar que los propietarios de este primer grupo contrajeron matrimonio con otros
miembros del mismo en el 20,61% de los casos conocidos, mientras que el 15,26% de
las veces lo hicieron con sujetos pertenecientes a un segundo grupo que compró tie-
rras a partir de 1750. El porcentaje de matrimonios con miembros de familias de los
cercanos pagos de la Cañada de la Cruz y la Pesquería es de un escaso 3,05%, y se re-
mite a las alianzas homogámicas del subgrupo que se mantuvo socialmente bien posi-
cionado hasta fines del siglo XVIII.
Los demás descendientes de las primeras familias propietarias (el 61,08%) se vie-
ron obligados a aceptar en matrimonio a sujetos pertenecientes a los sectores no pro-
pietarios, muestra por demás significativa de que no pudieron mantenerse en el esca-
ño social que había ocupado durante las primeras cuatro décadas de esa centuria. En
estas familias antiguas, como se ve, la pérdida de la propiedad, al igual que su excesi-
vo fraccionamiento, tuvieron un estrecho correlato con sus alianzas matrimoniales
con migrantes o desposeídos. También, sin embargo, provocaron la solidaridad y el
estrechamiento de los vínculos entre sus miembros, bien expresados en las relaciones
de compadrazgo que se volvieron bastante frecuentes entre estas familias empobre-
cidas del Areco Arriba.
2) Las familias de propietarios surgidas hacia mediados del siglo XVIII, fundamental-
mente gracias al loteo de las tierras de Ruiz de Arellano
Las estancias del general Joseph Ruiz de Arellano, uno de los dominios más extensos
de este antiguo curato, poseían tres leguas de frente al río Areco por tres leguas de
fondo en dirección a la Cañada de Giles. Paradójicamente, la conformación territorial
de este latifundio debía mucho a las empresas ruinosas de su dueño. Este, que se
desempeñaba como tesorero de la Santa Cruzada de estas provincias, había girado la
recaudación de este tributo en a la ciudad de Asunción para beneficiarla antes
de depositarla en las cajas eclesiásticas del Alto Perú, operación que se vio frustrada
por el estallido de la Rebelión de los Comuneros, que le ocasionó la pérdida de todas
sus inversiones en el Paraguay. A partir de este desastre personal se volcó principal-
mente a la explotación de sus haciendas, convirtiéndose en uno de los más importan-
tes criadores de ganado mular, gracias a lo cual recuperó en parte su fortuna. Por me-
dio de varias compras acrecentó en una legua el frente de su propiedad al río Areco en
1733 y 1734, y en 1740 amplió los fondos de sus terrenos cuando el gobernador Mi-
guel de Salcedo le hizo merced de las todas tierras que se hallaban sobre la Cañada de
Giles.
A fines de la década de 1740 la rentabilidad de esta finca había comenzado a de-
caer y Ruiz de Arellano retornó a su carrera mercantil, razones que lo condujeron a
delegar la dirección de este establecimiento rural en su cuñado Juan Francisco de
16
Suero y su mayordomo Juan de Cañas.28 En 1751 donó al primero, además, todas las
tierras de cabezadas que poseía sobre el arroyo de Giles. Para entonces había comen-
zado a lotear estas terrenos, según el mismo expresó, por temor de la decadencia que
experimentó en las haciendas de ellas . Luego de su muerte, en , las ventas serían
continuadas por su viuda doña María Teodora de Suero, por su cuñado Juan Francisco
de Suero y finalmente por el hijo de éste, Francisco Esteban de Suero, prolongándose
el loteo de las tierras sobre el Areco hasta la década de 1760 y el de las cabezadas de
la Cañada de Giles hasta finales de siglo.
El fraccionamiento de estas tierras facilitó a nuevas familias ingresar al sector pro-
pietario. A mediados de la centuria surgen así nuevos nombres como los de Ascencio
Vallejos, Antonio Monsalve, Miguel Galeano, Andrés de Sosa, Tomás de Figueroa, Jo-
seph Peñalba, Miguel Labayén, Francisco Xavier de Lima, Sebastián de Castro, Bernar-
dino Gelves y Tiburcio Casco, muchos de los cuales nos resultan familiares porque
actuaron como alcaldes y comisionados de los cabildos de Buenos Aires y Luján a par-
tir del segundo tercio del siglo. El origen de este grupo es heterogéneo: no sólo los
hubo oriundos de la cercana Buenos Aires sino también de las provincias del interior,
como en los casos del cordobés Vallejos, el santafecino Figueroa y el sanjuanino Lima.
A estos se agregaron los descendientes de familias vecinas de la Cañada de la Cruz y la
Pesquería, que aprovechando la oferta de tierras se establecieron en el vecino pago de
Areco, como lo fueron los citados Monsalve, Castro, Gelves y Casco.
Las familias de este segundo grupo se mostraron algo más propensas que las ante-
riores a aliarse por medio del matrimonio con otras familias de propietarios: el 23,5%
de las uniones conocidas se produjo en el interior del grupo, de las cuales el 13,7%
fueron con descendientes de los primeros propietarios de Areco y el 13,7% con inte-
grantes de familias propietarias de los vecinos pagos de la Cañada de la Cruz y la Pes-
quería. Son, no obstante, los miembros de sexo masculino de dicho grupo quienes
aceptaron en mayor medida cónyuges provenientes de las familias propietarias, como
se comprueba en el 63,6% de las uniones registradas. Detrás de este guarismo, el in-
dicador más alto de homogamia del antiguo curato durante el período estudiado, pu-
do haber existido la intensión de acrecentar el patrimonio inmobiliario, compensando
con tierras heredadas de sus familias políticas las fracciones de terreno cada vez más
pequeñas que fueron recibiendo a través de los canales hereditarios. Como sucediera
anteriormente con el primer grupo de familias, el segundo sufrió antes de finalizado
el siglo los primeros embates de una tradición sucesoria basada en las particiones
igualitarias: ello se comprueba al examinar el Censo de Hacendados de 1789, donde
nos encontramos con que treinta y dos integrantes del mismo poseían terrenos cuya
extensión promedio era de 698 varas de frontada. De todos modos, sólo existe la pre-
sunción de que esta política matrimonial estaba dirigida a acrecentar a largo plazo el
acervo inmobiliario de los contrayentes, ya que se carece de otros elementos que
permitan asegurarlo.
3) Las familias propietarias de extracción mercantil, llegadas hacia el último tercio del
siglo
A partir de 1760, pero sobre todo desde 1770 en adelante, el crecimiento del pueblo
de San Antonio de Areco, paralelo a un aumento de la población del pago, atrajo a un
cierto número de peninsulares (en su mayor parte gallegos) que establecieron en di-
cho poblado sus tiendas, casas de estanco y pulperías.
28 Expresa en la viuda de Ruiz de Arellano, María Teodora de Suero, que los ganados vacunos
al tiempo de su muerte se hallaban consumidos por pérdidas, gastos y ventas, y en cuanto a las crías de
mulas que lo que permanece es lo que compró a dicho difunto su cuñado don Juan Francisco de Suero...
y la cría aparte que entregó, tres o cuatro años ha, a Juan de Cañas ; AGN )X-49-2-6, f. 206.
17
cedentes genealógicos de cada uno de los declarantes nos hallamos con que el prime-
ro era cuñado del pulpero Manuel Antonio García y el tercero era suegro del gallego
Cayetano González, mientras que el segundo y el cuarto eran ellos mismos nativos de
Galicia. Es difícil deslindar en este caso hasta donde la lealtad surgía de los vínculos
parentales y hasta donde de antiguos vínculos de paisanaje.
A partir del establecimiento de estos pulperos, que en su mayor parte provenían de
España y en menor medida de la ciudad de Buenos Aires, se consolidó un tercer grupo
de familias propietarias de la tierra. Ocho de los mismos realizaron inversiones en
tierras y haciendas: Francisco Alvarez, Ramón Antonio Blanco, Manuel Antonio Gar-
cía, Agustín de la Iglesia, Fermín Blas López, Felipe Antonio Martínez, Pascual Martí-
nez y Pedro Rey. Ha podido comprobarse que, en general, repitieron el mismo patrón
de inversiones: primero instalaron su pulpería, la mayor parte de las veces en un solar
comprado en el poblado de San Antonio de Areco, algunos antes y otros poco después
de casarse con mujeres del partido, y posteriormente adquirieron tierras de estancia
y ganados. Con excepción de Manuel Antonio García, que acumuló lotes de minúscula
extensión hasta concentrar una estanzuela de 380 varas de frente, el resto prefirió las
propiedades de mediano o gran tamaño, que superaban las 1000 de frente.
Un caso digno de ser destacado fue el del sargento mayor Felipe Antonio Martínez,
al que el Censo de Hacendados de 1789 indica como poseedor de 4250 varas de es-
tancia en el partido de Areco. Este gallego, llegado al Río de la Plata en 1763, perma-
neció entre 1767 y 1774 en Buenos Aires, donde estableció un tendejón en una de las
esquinas de la plazuela de la iglesia de San Francisco. En 1769 contrajo matrimonio
con una de las hijas de un conocido estanciero arequero, Francisco Xavier de Lima:
acaso esta alianza lo movió a dejar su establecimiento urbano a cargo de un depen-
diente y pasar al pueblito de San Antonio de Areco, donde instaló una pulpería. Esto
no lo dejó, sin embargo, desconectado de la ciudad, a la que siguió bajando periódi-
camente con partidas de cuero, trigo, sebo, grasa y plata . En una ocasión, incluso,
giró 500 pesos por medio de Felipe de Arguibel a la península, donde fueron emplea-
dos en la compra de lienzos de lino, que Martínez vendió en Buenos Aires con un 50%
de aumento sobre sus precios de costo y flete.32 En 1790, al producirse el deceso de
su esposa Feliciana Lima, se inventarió una pulpería en San Antonio de Areco, tasada
en 3466 pesos, y una estancia de 2250 varas de frontada. No mucho más tarde se
acrecentaría su patrimonio inmobiliario mediante la compra a Juan Francisco de Sue-
ro de un terreno que, según la escritura de venta, tenía 9800 varas de frente y tres
cuartas leguas de fondo, 2 leguas y 2000 varas por un costado hasta encontrar con la
Cañada de Giles . El caso de Martínez sirve para ilustrar en que manera las utilidades
del tráfico de mercancías terminaban desviándose hacia inversiones en tierras y ha-
ciendas, al punto de que este traficante dejó finalmente el manejo de su tienda de San
Antonio en manos de un dependiente para atender personalmente sus intereses de
ganadero.
En la Cañada de la Cruz es, sin duda, donde más temprano se perciben los efectos
de los repartos hereditarios: mientras que en 1740 casi no existían propiedades pe-
queñas en Areco y Pesquería, éstas se constituían en aquel pago en el 50% de las uni-
dades. Esto, fundamentalmente, se debió a que habiéndose asentado varias de las fa-
milias tradicionales muy tempranamente, durante las últimas décadas del siglo XVII,
las consecuencias del desglose hereditario pueden vislumbrarse aquí antes que en
otras partes del curato. Pero a diferencia de lo que sucedió en la Pesquería, el proceso
no se completó hasta producir la atomización completa de las grandes propiedades
laicas, sino que en 1789 puede observarse una distribución pareja de la propiedad en
sus distintas frecuencias. La pequeña, mediana y gran propiedad ocupaban cada una
aproximadamente un tercio del total de la superficie del pago, con una casi imper-
ceptible superioridad de la última por sobre las otras dos.
Ahora bien, si contamos el número de establecimientos, es evidente que las parce-
las de tamaño pequeño eran más numerosas en la Cañada de la Cruz (61) que en la
Pesquería (55), pero debe tenerse en cuenta que el primero de estos pagos era casi
tres veces más extenso que el segundo. Lo que merece remarcarse aquí no es la pre-
sencia de pequeñas propiedades, sino que en 1789 las parcelas medianas y grandes
sumaran 22 unidades y ocuparan algo más de dos tercios de la superficie del pago. Es
que en la Cañada de la Cruz, a diferencia del resto del antiguo curato de Areco, pueden
citarse importantes ejemplos de reconcentración de la tierra, como los de Juan Joseph
Barragán, Francisco Julián de Cañas o Juan de Asebey, lo que permite afirmar que los
procesos naturales de fragmentación de la propiedad se han visto corregidos, aunque
sólo parcialmente, por el sector propietario.
En esta reafirmación patrimonial de las antiguas familias propietarias se concitan
dos procesos de carácter complementario: uno de erosión de la propiedad grande y
pequeña a causa de las particiones hereditarias, y otro de recomposición de dicha
propiedad, que ciertos hacendados llevaron a cabo a través de compraventas a los
herederos. Este último proceso podía tanto producirse en el interior del grupo fami-
liar como fuera de él.
Ya hemos citado como ejemplo de reconstitución de la propiedad dentro del ámbi-
to familiar el que llevó a cabo Juan Joseph Barragán, que logró apropiarse mediante
compraventas a sus coherederos de dos tercios de la suerte de estancia que había
poseído a comienzos del siglo su abuela Inés Méndez Caravallo. Algo parecido sucedió
con Mayoriano Casco de Mendoza, que compró a sus hermanos y cuñados las tierras
cuyos títulos se dispersaron a causa de las sucesiones de su padres Francisco Casco
de Mendoza y María Gelves, al punto de que pudo recuperar la propiedad de 4500 de
las 6000 varas que habían pertenecido a estos. A menor escala, Pedro Gelves compró
a su hermano Antonio la fracción que le tocó por muerte de su padre Andrés Gelves,
reuniendo así 712 de 1000 varas que fueran de su progenitor.
La reconcentración no buscaba siempre, sin embargo, reconstruir la propiedad fa-
miliar, sino que a veces se extendía sobre los terrenos que otrora poseyeran antiguas
familias locales. Joseph Joaquín Molina, aunque era descendiente de un importante
propietario de principios del siglo XVIII, no tendió a recuperar las tierras de éste, sino
que entre 1767 y 1790 fue adquiriendo fracciones a los herederos de Francisco Bur-
gos Toledo. De las 3000 varas de estancia en la Cañada de la Cruz que declaró poseer
en el Censo de Hacendados de 1789, 1476 provenían de sus compras a dichos herede-
ros. En forma similar actuaron los yernos de Antonio Lagos, Santiago Burgos y Fran-
cisco Julián de Cañas. El primero unió las 1500 de estancia que recibió en herencia su
esposa Josepha Lagos con 500 varas que compró a Juan Barbosa y 1000 varas que
adquirió a Ana de Castro, mientras que el segundo añadió a las 1500 varas heredadas
20
por su mujer Juana Rosa Lagos 3000 varas que compró a Feliciano Morales y 2376
varas que compró a Juan Antonio de Corro.
Contrariamente a lo sucedido en Areco, no hubo en la Cañada de la Cruz una cons-
tante renovación en el interior de la élite propietaria local, sino que las grandes fami-
lias propietarias de comienzos del XVIII se mantuvieron en la tenencia de la tierra
hasta finalizar esa centuria. Los Casco de Mendoza, Barragán, Burgos, Lagos, Monsal-
ve, Del Aguila, Castro, Gelves, Molina y otros antiguos linajes locales controlaron du-
rante todo el siglo una parte no desdeñable de la tierra. En relación con esto, nótese
que de 59 propiedades censadas en 1789 que eran fracciones de otras que ya existían
en el período 1690-1729, 36 se hallaban aún en posesión de los descendientes de sus
propietarios originarios o de quienes contrajeron nupcias con estos. Al finalizar la
centuria, esas antiguas familias dominan todavía el 47,6% de la superficie apropiada
en el pago.
La supervivencia de estas viejas familias locales es, paradójicamente, una de las
causas de la excesiva fragmentación de la propiedad de la tierra que se produjo en
este pago en el siglo XVIII. Los hacendados que no lograron reconcentrar los títulos
sobre el terreno luego de las particiones hereditarias se vieron conminados a dispo-
ner de parcelas cada vez más pequeñas. Esta, no obstante, no debe atribuirse sola-
mente a esas particiones, sino también a la marcada tendencia heterogámica de gran
parte de las familias propietarias de este pago. En la Cañada de la Cruz, sobre un total
de 168 uniones matrimoniales, las mujeres pertenecientes a dichas familias aceptaron
por cónyuges en el 75,6% de los casos a sujetos no propietarios. Esto, a la larga, ten-
dría un efecto de deterioro sobre la extensión media de la propiedad, ya que el objeto
de estos enlaces era procurar seguridad jurídica a las actividades agropecuarias de los
pequeños campesinos desposeídos, que desposaban a las herederas con la finalidad
de acceder, a la larga, a parcelas propias.
No encontramos aquí, como lo hicimos en el pago de Areco, migrantes europeos
vinculados por medio del matrimonio a las mujeres propietarias: sólo el 4,8% de éstas
fue desposada por sujetos oriundos del Viejo Continente. De entre los mismos no sur-
ge más que el caso de un pulpero, Juan de Asebey, que posteriormente se convirtió en
dueño de 1000 varas de estancia, pero éstas no pasaron a sus manos por herencia de
su mujer, sino por dos compraventas concertadas en 1788 y 1794.
pago, habitada por familias localresidentes, fuera ganada por el minifundio. En 1789
más del 90% de las propiedades podían considerarse de pequeño tamaño, ocupando
las mismas el 35,9% de la superficie del pago. Estas experimentaron un rápido creci-
miento en escaso medio siglo, entre 1740 y 1789, en desmedro de la propiedad me-
diana y grande.
El 53,5% de los hacendados censados en 1789 en la Pesquería eran descendientes
o cónyuges de los descendientes de quienes adquirieron títulos sobre la tierra en el
período 1690-1729: esto es un indicador de que las particiones hereditarias fueron
las principales responsables del intenso parcelamiento que sufrió la propiedad del
suelo. Este se vio, lógicamente, acompañado de una marcada tendencia endogámica:
los integrantes masculinos de dichas familias ostentan el índice más alto de matrimo-
nios entre miembros de linajes propietarios del mismo pago, el cual asciende al 58,6%
de las uniones contraídas.
Fueron, precisamente, estos matrimonios relativamente frecuentes entre los
miembros de las antiguas familias del pago los que hacen cuestionar, si no rechazar, la
idea de considerar a los ínfimos fundos censados en 1789, muchos de los cuales no
tienen ni 200 varas de frontada, como verdaderas unidades de explotación. Parafra-
seando a la antropóloga española Dolors Cosmas D'Argemir, nunca debe perderse de
vista que la división hereditaria está restringida por la imposibilidad de fragmentar
las explotaciones hasta el infinito.33 Esta atomización de la propiedad se vio contra-
rrestada por estrategias de compensación, unas basadas en el parentesco (reunión de
pequeñas parcelas pertenecientes a individuos emparentados para emprender la ex-
plotación conjunta) y otras en la elusión de la normativa vigente (omisión del reparto
de tierras con motivo de herencias, con el fin de conservar el patrimonio indiviso).
Este último recurso se constata en testamentos como el de Roque Reynoso, que decla-
ró que poseía unas varas de tierra de parte materna las que ignoro cuantas sean por
no habérsenos repartido 34, o el de Joaquín Cabrera, que aunque dueño de 400 varas
de terreno, señalaba tener parte en otras mil y más varas que no habían sido sujetas
al reparto hereditario pero constaban de los instrumentos que hicieron don Pascual
Zárate y nuestros primeros autores que poseyeron las nominadas tierras sobre las már-
genes del río Paraná .35
El excesivo número de propietarios en una reducida superficie no sólo tendería a la
conformación de redes solidarias entre individuos emparentados, tanto para explotar
el terreno como para omitir las particiones hereditarias, sino que sería fuente de
inevitables tensiones. La gran fragmentación de la tierra conminó a muchos de estos
modestos campesinos a expandirse sobre las propiedades linderas, siendo esto el ori-
gen de controversias judiciales. María de Melo por ejemplo, reclamó en 1745 la semi-
lla que le debían en carácter de renta los intrusos que habían ocupado parte de su
estancia, habiéndose poblado en el fondo de dichas tierras más de doce personas . Los
mismos se encontraban junto al arroyo de Morejón, cuya posesión fue motivo de dis-
crepancia entre los propietarios de la Pesquería y los de la Cañada de la Cruz, y eran
en su mayor parte miembros de la familia Correa, que tenían sus tierras más allá de
dicho arroyo.36
Obviamente, estos litigios entre propietarios fueron aprovechados por los despo-
seídos para ahorrarse el pago del arriendo. Estas disputas, cuya falta de definición
podía prolongarse a veces por años, solían convertir los linderos entre propiedades
en una verdadera tierra de nadie. En 1763 otro vecino de la Pesquería, Pedro de Oli-
vera, hizo reclamos a la justicia contra los ocupantes precarios de su estancia. Tras
haber autorizado a uno de sus sobrinos a sembrar en sus tierras, tuvo noticias de que
se habían agregado a éste varios sujetos a sembrar sin tener la atención de darme par-
te ; pasó a reconvenirlos y logró que le abonaran renta en semilla. Pero dos de ellos,
Fernando Cuenca y el mulato Martín, se negaron a hacerlo, argumentando que no pa-
garían por no ser costumbre . Lejos de convertirse en ocupantes ocasionales, Cuenca
y el mulato buscaban permanecer en esas tierras, pues se habían poblado en ellas con
rancho y pozo, volviendo nuevamente a sembrar . Se valieron, para no ser expulsados,
de un litigio que se suscitó entre Pedro de Olivera y uno de sus vecinos, Joaquín Ca-
brera, asentando su población y sementeras en el lindero que estos se disputaban.
Olivera debió recurrir a un comisionario de justicia, Joseph Balvidares, para que fue-
ran expulsados de sus tierras.37
La cercanía del latifundio de la Compañía de Jesús ofreció a los miembros exceden-
tes de las familias propietarias la posibilidad de ocupar nuevas terrenos bajo la figura
del arrendamiento. En julio de 1767, al producirse el secuestro de las estancias de la
Compañía de Jesús en Areco, el 44,4% de sus arrendatarios pertenecía a dichas fami-
lias, número que había ascendido al 61,9% en 1789, cuando el latifundio ya había pa-
sado al dominio del coronel Joseph Antonio Otálora. Ciertamente, dicho latifundio
ofrecía a aquellas familias una válvula de escape contra el excesivo fraccionamiento
de la propiedad, que junto a la elusión de los repartos sucesorios fue en definitiva lo
que les permitió permanecer en el pago.
Tomemos un ejemplo, el de los descendientes de Pablo Saavedra, propietario de
500 varas sobre el Paraná de las Palmas. Sus descendientes, que eran muchos, o bien
heredaron de éste parcelas de ínfimas dimensiones o bien carecieron de terrenos
propios. No causa extrañeza, entonces, que se trasladaran al territorio de los Jesuitas,
situado a una escasa legua de las tierras de la familia. En el momento de ser expulsa-
dos estos religiosos, tres herederos de Pablo Saavedra, su yerno Martín Barrios y sus
hijos Manuel y Miguel, se hallaban arrendando sus terrenos. Más tarde, en 1789, el
Censo de Hacendados indica como arrendatarios del coronel Otálora, comprador de
estas estancias, a una hija de Pablo, Catalina Saavedra, a sus nietos Pedro Sambrano y
Juan de la Cruz Barrios y a los esposos de seis de sus nietas, Bernabé Altamirano, Ger-
vasio Arias, Jorge Piñero, Esteban Reynoso, Juan Bautista García y Juan Joseph Sosa.
Ejemplos como estos, que se repiten con otras familias tradicionales de la zona como
los López Osornio, los Zárate y los Correa, hacen percibir el fenómeno del minifundio
como complementario y no como antagónico al del latifundismo: al fin y al cabo, estas
familias geográficamente inmediatas que fueron semillero de arrendatarios también
deben de haber sido las que brindaron sucesivamente a los jesuitas, la administración
de Temporalidades y el coronel Otálora, dueños de este latifundio, los peones que se
necesitaban en tiempos de la siega o el marcado de animales.
uno de los contrayentes pertenecía a las familias propietarias del partido. Se quiso
establecer, a partir de la misma, quienes se constituyeron en cónyuges aceptables
(permítasenos el uso de un término utilizado por Susan Socolow en un conocido tra-
bajo38) para dichas parentelas, en función de considerar la unión sacramentada no
como un mero acontecimiento individual sino concerniente al conjunto familiar. Se
cruzó, en segundo lugar, la información extraída del Censo de Hacendados de 1789 (la
más importante fuente documental relativa a la distribución de la propiedad de la
tierra del período tardocolonial) con la proveniente de los archivos parroquiales y las
fuentes notariales, y se elaboró la ficha genealógica de cada uno de los propietarios
censados, estableciendo a partir de estos antecedentes la vinculación parental entre
los sucesivos propietarios de cada parcela entre 1690 y 1789.
Del análisis de las alianzas matrimoniales tramadas por las familias de propietarios
resultaron diferenciados dos tipos de uniones: los que se produjeron entre miembros
de familias propietarias y los que implicaron a no propietarios. En el primero de los
casos se hace referencia tanto a los matrimonios concertados entre sujetos residentes
en un mismo pago como entre individuos oriundos de pagos vecinos, siempre que
ambos contrayentes pertenecieran a parentelas propietarias reconocidas. En el se-
gundo se incluyen las uniones sacramentadas entre miembros de familias propieta-
rias e individuos que no lo eran, así los originarios de la jurisdicción de Buenos Aires
como los foráneos, distinguiéndose en este último caso los migrantes del interior de
los ultramarinos. Preferimos separar del último tipo descrito los matrimonios con
individuos de casta o de procedencia bastarda, por tratarse de enlaces que eran con-
siderados denigrantes por la población española. Analicemos, entonces, quiénes
fueron los cónyuges aceptables en el antiguo curato de Areco.
40Mónica ()GA Tierra y ganado en un pago bonaerense de antiguo poblamiento en Eduardo AZ-
CUY AMEGHINO y otros Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial García
Cambeiro, Buenos Aires, 1996, pags. 109-110.
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