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Las comidas predilectas de los criollos de la época eran la sopa de arroz y la de fideos, el
asado, el matambre, el puchero, diversos guisos, las albóndigas, el estofado y los zapallitos
rellenos.
El locro y las empanadas también formaban parte de los platos más consumidos, al igual que
un picadillo que se hacía con pasas de uva.
La carbonada es otra de las comidas típicas de la época colonial, y está muy relacionada con la
argentinidad. Sin embargo, muy pocos saben que su origen es belga, y que en aquellas tierras
lleva el nombre de carbonnade. Se trata de un guiso de carne realizado dentro de un gran
zapallo, al que se le agrega maíz. En su país natal, lleva cebolla y cerveza.
Los criollos también adoraban las cosas dulces: los bocadillos de papa o batata, la cuajada, las
frutas, la natilla (plato de origen español a base de huevos, leche y azúcar), los alfeñiques (eran
como caramelos, ya que era una pasta de azúcar en barras que era cocinada), pastelitos de
membrillo, el arroz con leche, los alfajores, las masitas y la famosa mazamorra, que
vendedores ambulantes solían ofrecer por las calles.
En los momentos de desayunos y meriendas, eran muy comunes: el mate, el café, el mate
cocido y la chocolatada (la cual era muy cara).
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También cada clase social tenía sus costumbres. “La alta tenía la posibilidad de contar con
varios instrumentos como clavicordios, pianos, arpas y en las casas se interpretaban música
como el minué. En las famosas tertulias se bailaba música europea. A nivel popular el
instrumento que se destacó fue la guitarra que era muy fácil de trasladar. Había muchas
pulperías en Buenos Aires, una suerte de almacén que también le daba vida a un espacio de
sociabilidad. La gente se juntaba a jugar a las cartas y siempre había una guitarra a mano”, le
contó a La Viola Gabriel Di Meglio, historiador y director del Museo del Cabildo.
También, por aquellos años, iban tomando protagonismo las payadas: una suerte de antesala
a las actuales "batallas de gallos" del hip hop. Eran encuentros musicales que iban tomando
calor con las palabras y donde la música era fundamental. Era una posibilidad para dar a
conocer su punto de vista. “En la época de la Revolución nace una literatura nueva, la
gauchesca, que recupera mucho lo popular y que viene de estas payadas”, destacó el
historiador.
Candombe, minué, pericón, vals, malambo
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Los viajeros de la época describieron a la pulpería como una taberna donde acudía la gente de
campo. Se trataba de un rancho con una sala principal y la trastienda, con paredes de adobe y
techo de paja, piso de tierra apisonada o de ladrillo cocido. La entrada de la casa daba sobre el
camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, a veces protegido por barras de madera o
hierro apoyadas sobre un mostrador, a través de la reja el propietario despachaba a los
clientes. Éstos quedaban protegidos bajo un cobertizo. Detrás del mostrador, y apoyados
sobre estantes, exhibían los productos que tenía a la venta.
Algunas pulperías contaban con mesas y bancos en los que los clientes se sentaban en
ocasiones a jugar al truco y a beber o a deleitarse con el sonido de una guitarra y los versos de
algún payador.
El palenque fue un elemento que caracterizó a la pulpería. Allí los concurrentes ataban sus
caballos y, muchas veces, sin descender de ellos, tomaban unos tragos y conversaban con
otros asistentes.
Generalmente, en los alrededores del salón, el pulpero preparaba una buena cancha para
carreras cuadreras. Durante la semana, los parroquianos realizaban apuestas y preparaban los
caballos que correrían el domingo. Además, se realizaban riñas de gallos y se jugaba a la taba,
a las bochas, al pato. El dueño del negocio se aseguraba así una importante concurrencia.
Algunas pulperías eran visitadas por los hombres en busca de compañía femenina. Eran
mujeres llamadas cuarteleras, porque se trasladaban con los soldados de frontera. Según
relatos de viajeros, se las podía encontrar sentadas, fumando, tomando mate y peinándose
mutuamente los cabellos hasta que sus encantos cautivaran a algún parroquiano.
Se estima que la cantidad de pulperías registradas hacia fines del siglo XVIII era de 140
aproximadamente. Otro tanto existía sin que sus propietarios las hayan registrado, como una
forma de evadir impuestos. El conjunto de pulperías diseminadas en la campaña bonaerense
constituyó una importante red de comercialización que incluyó hasta los lugares más
inhóspitos. El pulpero fue un intermediario -sobretodo de cueros- entre pequeños y medianos
productores rurales y los grandes comerciantes exportadores.
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