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ARGUMENTOS A FAVOR DE LA EXISTENCIA DE


DIOS Y LOS NOMBRES CON LOS QUE ÉL SE
REVELA
Palabras claves:
Argumento, prueba, demostración, evidencia, argumento cosmológico, argumento
teleológico, argumento antropológico o moral, a posteriori, a priori, argumento
ontológico, moralidad, vitalismo espiritual, atributo, atributos absolutos, atributos
relativos, simplicidad, unidad, inmanencia, trascendencia, infinitud, eternidad,
invariabilidad, omnipresencia, omniciencia, omnipotencia, amor, verdad, libertad,
santidad, Elohim, Yahvé, YHWH, El Elyon, Adonai, El Shadai, El Olam.

Objetivo:
Ilustrar y capacitar al estudiante para argumentar de una manera coherente desde la
perspectiva lógica y racional a favor de la realidad o “existencia” de Dios, afianzando en
el proceso sus propias convicciones y compromisos al respecto, apelando con mediana
solvencia a los clásicos argumentos naturales a favor de la existencia de Dios por una
parte, y a la calificada comprensión y correcta distinción de los atributos divinos
revelados en la Biblia −tanto los que son exclusivos de Dios, como los que Él comparte
con el género humano−, por la otra. De igual modo, identificar los diversos nombres con
los que Dios se revela en las Escrituras a lo largo de la historia junto con toda su riqueza
en significado y contenido en relación con lo que Él nos revela de Sí mismo a través de
ellos y sus implicaciones prácticas para con nosotros sus hijos en cuanto a la
satisfacción de nuestras más sentidas necesidades existenciales en nuestra vidas
cotidianas en este mundo.

Resumen:
La creencia en Dios no es un salto al vacío, pues aunque en principio es una decisión de
la voluntad, es una decisión que tiene a su favor fuertes argumentos racionales o
naturales −pues no se requiere apelar a revelaciones sobrenaturales para dejarlos
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satisfactoriamente establecidos−. Entre estos se encuentran los cuatro ya clásicos


argumentos: el cosmológico, el teleológico, el antropológico o moral y el ontológico, que
aunque no demuestran sin lugar a dudas la existencia de Dios, si hacen de ella algo
muy plausible y razonable con base en las evidencias. La revelación añade a ellos los
atributos absolutos que Dios nos da a conocer de Sí mismo y que definen con mucha
mayor precisión lo que podemos saber y esperar de Él, a saber: simplicidad, unidad,
inmanencia, trascendencia, infinitud, eternidad, invariabilidad, omnipresencia,
omniciencia y omnipotencia, concluyendo con los atributos relativos de los que nos hace
partícipes y que podemos conocer por experiencia propia: la verdad, el amor, la libertad
y la santidad. Este cuadro se cierra con broche de oro mediante el examen de los
diferentes nombres con los que Dios se da a conocer en las Escrituras: Elohim, YHWH,
El Elyon, Adonai, El Shadai y El Olam y lo que significan e implican para la vida cotidiana
del creyente.

3. Existencia de Dios

Tradicionalmente la teología cristiana ha tratado de probar la existencia de Dios


acudiendo a dos clases de argumentos: Argumentos naturales y argumentos
escriturales. Aunque la intención que se persigue es loable, el conferirle a estos
argumentos (particularmente a los naturales) la capacidad de probar la existencia de
Dios ha demostrado ser contraproducente. Por eso hoy estos argumentos, sin haber
perdido nunca vigencia, no tienen pretensiones tan ambiciosas sino que se siguen
usando pero con aspiraciones más modestas, pues la teología natural o filosófica (de
donde surgen los argumentos naturales), también ha aprendido las lecciones que la
historia le ha dejado cuando ha tratado de extralimitarse en el alcance de sus
conclusiones.

Si bien los argumentos naturales a favor de la existencia de Dios serán abordados


nuevamente de manera crítica y con un poco más de profundidad en las materias de
Introducción al Pensamiento Cristiano y La Religión y la Razón del programa de
estudio de Facter, vale la pena citar aquí al pastor y escritor español Antonio Cruz en
cuanto al alcance que estos argumentos tendrían hoy por hoy en orden a establecer
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la existencia de Dios: “Lo primero que hay que decir es que no es posible demostrar
la existencia del Creador. Si semejante tarea pudiera realizarse, no habría ateos en
el mundo… Demostrar, lo que se dice demostrar a Dios, de tal manera que todo el
mundo quedara perfectamente convencido, es tarea imposible de realizar, a pesar
de los numerosos intentos históricos. Dicho esto, hay que señalar de inmediato que
tampoco es posible probar la inexistencia del Creador. No se puede demostrar de
forma racionalmente (sic) que exista, pero menos todavía que no exista… Otra cosa
diferente es la cuestión acerca de si es o no racional creer… La fe no es un suicidio
intelectual… la existencia del Creador puede ser admitida a través de una confianza
basada en la realidad misma”.

Y es aquí donde los llamados “argumentos naturales” a favor de la existencia de Dios


tienen todo su valor, añadiríamos nosotros. No como una prueba concluyente para
que el increyente, incrédulo o ateo llegue por fuerza a creer; sino como un refuerzo
eminentemente racional para la persona que ya ha creído, de modo que pueda
defender su creencia ante el ateo con coherencia racional y con la ventaja de la
evidencia de su parte. Dicho esto, veamos ahora si de manera sucinta (porque de
estos temas se ha escrito muchísimo), cuales son los argumentos naturales que
históricamente se han esgrimido a favor de la existencia de Dios.

3.1. Argumentos naturales

3.1.1. Argumento cosmológico

Recibe este nombre porque partiendo del universo (cosmos en griego) y


de la observación del mismo por parte del ser humano concluye o, por lo
menos, postula de manera muy racional que la existencia del universo
hace necesario a Dios pues, con arreglo al principio de causa y efecto,
siempre ha sido completamente racional creer que no hay efectos sin
causa (dicho sea de paso, la causalidad ha sido siempre el mayor
estímulo para el avance de la ciencia experimental moderna).

En este orden de ideas, el universo sería un efecto que requeriría una


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causa ajena a él y esa causa no sería otra que Dios mismo. Valga decir
que mientras se sostuvo, desde la época de la antigua Grecia hasta
entrado el siglo XX, la posibilidad enunciada en la teoría filosófica (nunca
demostrada científicamente, por cierto) de que el cosmos fuera eterno; el
argumento cosmológico pudo ser convenientemente eludido por los que
suscribían la supuesta eternidad del universo, pues algo eterno sería una
realidad tan excepcional que no requeriría necesariamente de una causa.

Pero ahora, al amparo de la crecientemente aceptada teoría científica del


Big Bang que apunta cada vez más a un universo finito, con un comienzo
en el pasado y un final en el remoto futuro, el argumento cosmológico
adquiere nueva fuerza. Mucho más si consideramos que la pregunta
filósofica por excelencia, aquella que da origen a todas las demás es: ¿Por
qué existe algo y no nada?1.

Los autores bíblicos dan cuenta de la contundente lógica que sustenta


este argumento en múltiples pasajes de las Escrituras en los cuales,
apelando a la simple percepción intuitiva por parte de cualquier
observador desprejuiciado (es decir, a la observación inmediata y previa a
cualquier reflexión metódica y consciente sobre el particular), se afirman
cosas tan obvias como éstas, en sugestivo lenguaje poético: “Los cielos
cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos.
Un día comparte al otro la noticia, una noche a la otra se lo hace saber.
Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz perceptible, por toda la tierra
resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo! Dios
ha plantado en los cielos un pabellón para el sol” (Sal. 19:1-4), y en
tajante e inequívoca prosa: “Porque desde la creación del mundo las
cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza

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Es de esta pregunta fundamental de la que proceden las demás preguntas clásicas que la filosofía
ha intentado resolver a través de la historia sin acudir a la revelación y que la teología cristiana ha
respondido puntualmente desde la revelación bíblica: ¿Quiénes somos? (la pregunta ontológica);
¿De dónde venimos? (la pregunta cosmológica); ¿Para dónde vamos? (la pregunta teleológica);
¿Qué debemos hacer? (la pregunta ética) y ¿Qué nos cabe esperar? (la pregunta escatológica).
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divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que


nadie tiene excusa” (Rom. 1:20).

De hecho, aún uno de los más capaces impugnadores de los argumentos


naturales a favor de la existencia de Dios, el filósofo alemán Immanuel
Kant, precursor del agnosticismo moderno al que ya hemos hecho
referencia, reconocía en una de sus más célebres y citadas frases lo
siguiente: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre...
crecientes... el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

Por eso, en relación con “el cielo estrellado sobre mí” es oportuna la
reflexión de David Malin: “… ya muy pocos podemos contemplar un
firmamento estrellado sin el estorbo de las luces artificiales. Pero el
eterno espectáculo nocturno es uno de los más sutiles y conmovedores
de la naturaleza... Contemplarlo es una experiencia que nuestros
antepasados conocían bien y que les inspiraba, como debería inspirarnos
a nosotros, preguntas profundas sobre significados, orígenes y destinos”.

Fred Heeren, prestigioso periodista de ciencia, lo sintetiza en estos


términos: “La cosmología es la búsqueda natural y preordenada de toda
persona racional. Cuando en la noche miramos el firmamento estrellado
no podemos dejar de preguntarnos: ¿de dónde proviene todo esto?”.
Pregunta que, por cierto, contiene la respuesta en sí misma, como nos
urge Isaías a reconocerlo con algo de mordacidad: “Alcen los ojos y miren
a los cielos: ¿Quién ha creado todo esto?... ¿Acaso no lo sabes? ¿Acaso
no te has enterado?...” (Isa. 40:26, 28).

En el peor de los casos, el argumento cosmológico puede no ser aceptado


como prueba concluyente e indiscutible a favor de la existencia de Dios,
pero nunca puede ser desechado con ligereza o con insolente indiferencia
por parte del ateo, sino que, por el contrario, lo coloca a él a la defensiva
para intentar demostrar su hipótesis de la no existencia de Dios que no
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parece obvia para nadie.

3.1.2. Argumento teleológico

Emparentado muy de cerca con el anterior va, sin embargo, más allá de
él. Apoyándose en el argumento cosmológico y en el orden y
periodicidades en el movimiento que el universo refleja2, afirma que este
orden no puede ser casual sino causal debido, entre otros, a que es un
orden con una finalidad o propósito evidentes (la palabra telos significa
justamente finalidad o propósito). No puede negarse de nuevo que, para
un observador desprejuiciado, el orden reflejado por todas las estructuras
contenidas en el universo que han podido ser estudiadas muestra una
manifiesta finalidad o propósito en la mayoría de ellas.

Es, por tanto, presumible que aquellas estructuras que aún no han
revelado al hombre su propósito o finalidad no carezcan necesariamente
de ella, sino que muchos de esos propósitos se descubran más adelante
en la medida en que la ciencia siga avanzando en el estudio de las
complejas estructuras correspondientes. Y asimismo, es lógico creer que
el universo como estructura ordenada no carezca tampoco de una
finalidad que lo trascienda, pues el todo no puede ser menor que la suma
de sus partes.

Llama la atención que un representativo número de los actuales


sociólogos de la religión3 consideren que la propensión o inclinación del
hombre al orden es un “signo de la trascendencia”, expresión algo vaga
que, no obstante, nos remite tarde o temprano a Dios. Es así como el
eminente Peter Berger en su libro Rumor de Ángeles nos dice: “La

2
De hecho la palabra cosmos significa "orden" o "correcta disposición", tal y cómo lo percibieron los
pitagóricos griegos en el universo, para quienes todo podía por lo tanto reducirse a números.
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Más meritorio por cuanto no podemos olvidar que la sociología fue una ciencia surgida a la
sombra del positivismo de Comte, menospreciador sistemático de la religión, y desarrollada
posteriormente en la línea del materialismo ateo de Marx; y a causa de ello ha sido por lo regular
reacia a reconocer cualquier indicio que apunte a Dios.
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propensión del hombre al orden se funda en la confianza o la fe de que la


realidad en definitiva está „en orden, es „correcta‟, „tal como debe ser‟…
Insistir en su realidad… ya es de por sí un acto de fe”.

Podría afirmarse entonces que el orden del universo revela tal finalidad
que demanda la existencia de un Diseñador Inteligente detrás de él4,
pues todas las estructuras del universo reflejan un diseño creado para
cumplir con un propósito específico o definido, diseño que en sana lógica
únicamente puede atribuirse a una inteligencia análoga pero muy
superior a la humana, que no sería otra que la inteligencia divina del
mismo Dios. Es tanto así, que las conclusiones a las que la ciencia actual
está llegando parecen respaldar tácita e inequívocamente la concisa pero
precisa cosmogonía5 bíblica del Génesis: “Dios, en el principio, creó los
cielos y la tierra” (Gén. 1:1).

Este respaldo es especialmente notorio en lo concerniente al juicio de


valor emitido por Dios al concluir la creación: “Dios miró todo lo que había
hecho, y consideró que era muy bueno” (Gén. 1:31). En efecto, la ciencia
de hoy está esencialmente de acuerdo con esta afirmación al reconocer
que los múltiples parámetros del universo “han de tener valores que
caigan dentro de rangos estrechamente definidos para que pueda existir
vida del tipo que sea”. El científico Werner von Braun tenía razón entonces
cuando afirmó que “no puede discutirse que el universo fue planeado”.
De nuevo Fred Heeren deja constancia de lo anterior al declarar: “Muchos
científicos... han reconocido lo que parece como preparación a propósito,

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Tomamos prestada aquí la nomenclatura utilizada por los científicos cultivadores de la llamada
Teoría del diseño inteligente que postula un diseñador inteligente como inferencia o explicación
necesaria a la complejidad específica e irreducible que se observa en las estructuras biológicas,
microcósmicas y macrocósmicas del universo, haciendo la salvedad de que los teóricos del diseño
inteligente prefieren abstenerse de pronunciarse sobre la naturaleza exacta del diseñador para
mantenerse en el terreno estrictamente científico. Por lo tanto, afirmar que el diseñador es Dios
será siempre una afirmación teológica y no científica, pero no por eso deja de ser una afirmación
lógica.
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Cosmogonía: Concepción sobre el origen del mundo (Diccionario Larousse Ilustrado)
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un plan perfecto en todas las leyes de la naturaleza que existen


especialmente para nuestro beneficio”.

La finalidad (es decir, el telos o el “para qué”) de la creación también está


documentada con suficiencia en las Escrituras: “… «¡Que haya luces en el
firmamento que separen el día de la noche; que sirvan como señales de
las estaciones, de los días y de los años, y que brillen en el firmamento
para iluminar la tierra!»... Dios hizo los dos grandes astros: el astro mayor
para gobernar el día, y el menor para gobernar la noche. También hizo las
estrellas. Dios colocó en el firmamento los astros para alumbrar la tierra…
para gobernar el día y la noche” (Gén. 1:14-18); “... así dice el Señor,... el
Dios que formó la tierra... para ser habitada...” (Isa. 45:18)

En cuanto al ser humano, su principal habitante, Dios expresa también de


manera más exacta la finalidad para la cual fue creado: “Porque yo sé
muy bien los planes que tengo para ustedes… planes de bienestar y no de
calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza” (Jer. 29:11),
finalidad que sigue en pie a pesar del pecado humano. Pero sea como
fuere, esta es una finalidad preliminar, pues la finalidad última del
universo está revelada en estas terminantes palabras: “Porque todas las
cosas proceden de él [Dios], y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria
por siempre! Amén.” (Rom. 11:36).

3.1.3. Argumento antropológico

Del universo finito, ordenado y con una finalidad evidente se pasa ahora
al hombre (del griego anthropos); ser que comparte con el universo en
general y con los seres vivos en particular tanto la finitud como el orden
complejo, específico e irreducible que se aprecia en sus estructuras
biológicas físicas y psicológicas, llevadas a un grado cualitativamente
superior en el ser humano.

Este argumento gira, pues, alrededor del hecho de que el ser humano se
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analiza a sí mismo y descubre en su interior una experiencia universal y


exclusiva de la humanidad que trasciende cualquier explicación provista
para ella por la ciencia o la filosofía: su inherente moralidad. A causa de
ello también suele designársele como “argumento moral”. Recordemos la
segunda cosa que llenaba el ánimo de Kant de una admiración y respeto
siempre crecientes: la ley moral dentro del ser humano.

No importa que tan primitiva pueda ser una comunidad humana, la


conciencia del bien y del mal y la conducta derivada de ello está de un
modo u otro presente de manera innata en todos y cada uno de los
individuos que la conforman y que forman parte a su vez del género
humano. Por supuesto, la moralidad se puede extraviar, corromper, o
incluso interpretarse de manera convenientemente subjetiva o relativa,
pero nunca puede desaparecer del todo en ningún individuo adulto en
uso de sus facultades.

Justamente, la moralidad apunta de tal manera a Dios que por lo general


está ligada a la religión. En otras palabras la práctica de la religión y la de
la moralidad han estado históricamente interrelacionadas y son
interdependientes. La moralidad posee una matriz o un trasfondo
religioso que le brinda sustento ya sea de manera explícita o implícita y
este trasfondo no puede ser eliminado del todo sin que la misma
moralidad se vea amenazada con quedarse sin un apoyo firme que la
avale.

Eso fue lo que descubrió Kant cuando, al tratar de reducir la religión a


mera moralidad en su obra magna La crítica de la razón pura, procurando
eliminar o dejar sin sustento racional cualquier forma de culto, ritual o
adoración individual o congregacional a la deidad, descubrió que las
personas seguían aferradas a todos estos elementos formales de la
religión aunque él hubiera logrado demostrar su presunta irracionalidad.

Tanto le inquietó lo anterior que lo llevo a escribir su segunda obra más


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conocida: La crítica de la razón práctica en dónde, con todo y seguir


sosteniendo que la existencia de Dios no podía ser afirmada ni negada
por cuanto Él no podría ser conocido por los seres humanos debido a las
limitaciones cognoscitivas de la razón; tuvo sin embargo que admitir por lo
menos que la “idea” de Dios era de cualquier modo necesaria para darle
un sólido apoyo y coherencia a la inherente moralidad humana. Es así
como la moralidad apunta a Dios porque a la postre no puede sobrevivir y
seguir desempeñando un papel constructivo si prescinde de Dios.

En el libro anónimo Filosofía del Plan de la Salvación, su autor señala tres


hechos plenamente establecidos en la experiencia del género humano, el
primero de los cuales consiste en que: “Hay en la naturaleza del hombre,
o en las circunstancias en que éste se halla colocado, algo que le lleva a
reconocer y adorar un ser superior… «El hombre es un ser religioso: siente
la necesidad de rendir culto»… Es esta una característica reconocida
como verdadera e cualquier parte del mundo y en cualquier condición en
que se la haya encontrado… cuando se ha podido suponer que una tribu
humana carecía realmente de toda creencia en algún dios, el hecho
quedó establecido como una prueba de su degradación [moral] y de su
proximidad a los confines de la naturaleza bruta”.

Lección que debería ser tenida en cuenta por la sociedad moderna que,
bajo la sombra del ominoso secularismo y el humanismo naturalista,
pretende fomentar la moralidad al mismo tiempo que menosprecia y
desecha a la religión y al Dios que la fundamenta, acto de equilibrismo
que tarde o temprano (más temprano que tarde a juzgar por lo que
vemos) dará al traste y terminará con la humanidad de bruces contra el
piso.

Aún el filósofo Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como un


positivista lógico que negaba el sentido y la utilidad de la religión,
sorprende al admitir que únicamente desde la religión se pueden resolver
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las dudas y contradicciones éticas en que el ser humano incurre al actuar


y tomar decisiones en la vida: “Sólo si pudiera sumergirme en la religión
podría acallar esas dudas. Porque solo la religión podría destruir la
vanidad y penetrar en todos los vericuetos”.

Y es que al margen de la mayor o menor validez del argumento


antropológico o moral para fundamentar la existencia de Dios, lo cierto es
que los principios éticos despojados de su matriz religiosa, como los
viene promoviendo desde el comienzo de la modernidad el racionalismo
kantiano y el liberalismo teológico, se quedan por completo sin punto de
apoyo, pues si la obligatoriedad del mandamiento, cualquiera que éste
sea, reposa únicamente en la conciencia moral del individuo sin referirla
más allá de sí misma al propio Dios, entonces el mandamiento carece de
una autoridad final que lo sancione y siempre podrá ser impugnado con
facilidad con un argumento tan pueril como el de un niño díscolo que,
ante la instrucción de alguien para que actúe correctamente responde
con descaro: ¿Y quién lo dice? El cristianismo puede responder: ¡Lo
dice Cristo!, quien tiene toda la autoridad para ordenarlo así: tanto la
autoridad moral en vista de que no cometió pecado, como también la
autoridad final, puesto que cuando Cristo habla es Dios quien habla y por
ello no tiene que referir sus mandatos a ninguna instancia humana aparte
de sí mismo.

Por último, la Biblia también hace clara alusión al argumento


antropológico o moral al destacar a la moralidad como un hecho universal
de la conciencia humana con estas palabras: “De hecho, cuando los
gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza lo que la ley exige,
ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley. Éstos muestran
que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige, como lo atestigua su
conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces los acusan y
otras veces los excusan” (Rom. 2:14-15).
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Así, pues, la presencia universal del sentido moral en el ser humano hace
casi forzosa la existencia de un Ser que se tomó el trabajo de plasmar
este sentido en la conciencia humana. Un Ser absolutamente moral (ese
es uno de los significados de la palabra “Santo” referida a Dios) que, a
través de la moralidad, da testimonio de sí mismo a cada individuo
humano. Ese Ser no podría ser otro que Dios mismo.

Ahora bien, es posible que en un ambiente moralmente enrarecido como


el de la postmodernidad actual, en el cual el relativismo y el subjetivismo
campean a sus anchas a tal punto que las fronteras entre el bien y el mal
parecen haber desaparecido, el argumento antropológico o moral no
tenga mucha acogida. Pero con la búsqueda e inminente necesidad de
una ética mundial que permita la convivencia y tolerancia entre los
pueblos es posible que se le desempolve de tal modo que al argumento
antropológico o moral a favor de la existencia de Dios vuelva a ocupar el
sitio que le corresponde. Porque en último término no es tanto que la
moralidad constituya una prueba de la existencia de Dios, sino que la
existencia de Dios es lo que hace posible la moralidad.

Antes de adentrarnos en el último de los argumentos naturales a favor de la


existencia de Dios hay que hacer algunas precisiones en este punto. Los tres
argumentos naturales anteriormente considerados (cosmológico, teleológico y
antropológico o moral) son argumentos a posteriori, es decir, basados en la
experiencia humana y posteriores a la misma. El principio de causalidad está de
una manera u otra presente en cada uno de ellos, puesto que se analizan
efectos innegables con el propósito de descubrir o por lo menos inferir su más
posible causa.

En otras palabras, en cada uno de ellos se analizan metódica y sistemáticamente


experiencias humanas universales para, a partir de ellas y su correspondiente
análisis racional e inductivo, llegar a conclusiones consecuentes. Es así como el
ser humano experimenta el cosmos en el que se encuentra y al hacerlo descubre
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una asombrosa finalidad en todas sus estructuras inanimadas y animadas, al


tiempo que experimenta también en sí mismo una moralidad que se refleja
indefectiblemente en su conducta y con base en todas estas experiencias afirma
la existencia de Dios como la mejor explicación (en cuanto a coherencia,
racionalidad y elevado grado de probabilidad) para todas estas experiencias.

Pero recordemos siempre que estos argumentos no deben reclamar la condición


de ser demostraciones indiscutibles, sino más bien explicaciones cada vez más
probables y plausibles, sobre todo a la luz de la creciente tendencia de la ciencia
y filosofía actuales hacia lo que el pastor Darío Silva-Silva ha llamado “vitalismo
espiritual”, tendencia atestiguada por él de este modo: “Se percibe en general
(aún entre evolucionistas sobrevivientes) un vitalismo espiritual que colige o, al
menos, intuye un Alguien Gestor de la creación y, por lo tanto, anterior y superior a
ella, es decir, eternamente Trascendente y trascendentemente eterno”, precisa
descripción que debe ser redondeada con una escueta alusión a lo que sería
entonces el mencionado “vitalismo espiritual”: “Es un intento de definición de la
Fuerza de las fuerzas, la Causa sin causa de las causas, el Principio sin principio de
todos los principios, que es el mismo Fin sin fin de todos los fines”.

Pero baste aquí como abrebocas para el tratamiento de éste y otros conceptos
relacionados y propios de la teología integral que serán asumidos con mayor
profundidad en la cátedra de Introducción a la Teología Integral del programa de
estudio. Prosigamos ahora sí con el último de los argumentos naturales que
restan por tratar.

3.1.4. Argumento ontológico

Paradójicamente, aunque éste es tal vez el argumento que actualmente


ostenta el menor poder de convicción, es con mucha probabilidad aquel
del cual se ha escrito más. Esto significa que a pesar de que no pueda
persuadir al escéptico para aceptar la existencia de Dios, sigue
inquietando bastante y manteniendo siempre algún grado de vigencia
debido a que nunca ha dejado de ser muy sugestivo y desafiante para la
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discusión filosófica. Su nombre proviene de la raíz griega “onto” (que


significa “lo que es”), que hace referencia al ser (de ahí que la ontología
sea la disciplina filosófica que se ocupa del estudio del ser).

A diferencia de los tres anteriores, éste es un argumento a priori (previo o


anterior a la experiencia) y no a posteriori, como aquellos. Dicho de otro
modo, más que a reflexiones más o menos concluyentes sobre hechos
que han sido constatados primero a través de los sentidos o la
experiencia sensorial del ser humano, tales como un cosmos finito y con
finalidades evidentes en sus estructuras o una moralidad manifiesta en
toda cultura o grupo humano; el argumento ontológico se refiere tan sólo
a una idea innata que todos los hombres poseen y de la cual toman
conciencia antes de cualquier experiencia. La idea de un ser que se
concibe como el Ser que posee todos los aspectos o características del
ser en grado máximo o superlativo.

En otras palabras, un Ser absolutamente perfecto en todos los aspectos


inherentes al ser. El mismo ser al que usualmente se le designa como
Dios. Esta es una idea universal, común a todos los seres humanos. El
primero en proponer este argumento que ha sido reformulado
posteriormente de nuevas maneras ante las críticas de los escépticos fue
Anselmo de Canterbury. Para éste teólogo y pensador cristiano el trecho
que existiría entre tener la idea de este Ser Perfectísimo (algo que
difícilmente puede discutirse) y afirmar su existencia real (que es la parte
débil y cuestionable del argumento), se cubría de dos modos:

En primer lugar, el contexto filosófico dominante en la época de Anselmo


era platónico y en un contexto como éste era fácil saltar de lo pensado a
lo real, puesto que para Platón las ideas eran lo verdadero6. Esto hacía

6
Dados los puntos de contacto entre la doctrina cristiana y la filosofía platónica, desde los tiempos
del gran Agustín de Hipona hasta las postrimerías de la Edad Media (en donde encontramos a
Anselmo), la teología cristiana utilizó al platonismo como marco filosófico oficial. Pero a partir de la
escolástica y a través de Tomás de Aquino y el llamado “tomismo” el aristotelismo hizo irrupción
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que el argumento ontológico tuviera más fuerza de convicción en su


época que en épocas posteriores, incluyendo, por supuesto, la actual, en
las cuales debido al surgimiento de nuevos contextos filosóficos
diferentes al platónico el argumento ontológico pierde buena parte de su
fuerza original.

Y en segundo lugar y en un sentido estrictamente lógico, Anselmo decía


que si todos los seres humanos podemos y de hecho pensamos o
concebimos a un ser absolutamente perfecto, éste ser debería
necesariamente existir, puesto que un ser perfecto que no exista sino
como mera idea en la mente humana sería menos perfecto que un ser
que exista tanto en la mente humana como en la realidad. La existencia
real y objetiva sería entonces para Anselmo requisito o condición
imprescindible para la perfección, de donde lo que exista tan sólo en la
mente del sujeto o individuo humano, por excelso y perfecto que pueda
concebirse, siempre sería imperfecto al carecer de existencia real.

La discusión del argumento ontológico ha girado mayormente alrededor


de éste, el aspecto lógico del argumento y ha tenido detractores y
defensores muy capaces desde que Anselmo lo formuló por primera vez.
Ha sido atacado y desvirtuado de manera innegablemente consistente por
Hume y Kant, entre otros. Pero también ha sido defendido en nuevas
formas por Descartes, Leibniz y, últimamente, por el filósofo protestante
reformado Alvin Plantinga.

Sea como fuere y sin dejarnos arrastrar por esta densa discusión, el

en la teología dando lugar a nuevas formas de expresión teológica. Sea como fuere y dado que
estos temas son materia de otras clases, lo único que es necesario señalar aquí es que para
Platón y el platonismo las ideas tenían prioridad sobre los objetos concretos. Dicho de otro
modo, las ideas eran lo verdaderamente real. Los objetos concretos eran tan sólo las
“sombras” que las ideas proyectaban ante los sentidos del hombre y eran por tanto menos
reales que las ideas innatas que se hallaban en la mente humana y que había que descubrir
mediante reflexión filosófica, sin necesidad de experimentación. Por el contrario, para
Aristóteles, el más importante discípulo de Platón, la realidad era la que podía percibirse por
medio de los sentidos, siendo las ideas simples abstracciones racionales de lo que el ser
humano conocía primero mediante su experiencia sensorial.
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simple hecho de que todo el mundo pueda concebir, y de hecho llegue a


concebir de manera temprana en su vida, a un ser absolutamente
perfecto en todos los sentidos no deja de ser perturbador y digno de
consideración, así no pueda esgrimirse como prueba concluyente de la
existencia de Dios. Es probable que sea debido a ello que el argumento
ontológico no pierda vigencia.

Por cierto, Anselmo llegó a decir que aún los ateos, a su pesar,
contribuyen con su ateísmo a afirmar la existencia de Dios, pues para
poder negar a Dios debe tenerse primero una idea de Él en la mente para
poder proceder luego a negarla de manera expresa, lo cual significa que
aún los ateos tienen una idea de Dios previa a toda negación de la
misma. Y esa idea de Dios que aún los ateos deben tener, como lo hemos
dicho, constituye el meollo del argumento ontológico.

Pero de nuevo aquí aún los creyentes tenemos que reconocer que el
argumento no es concluyente para afirmar la existencia de Dios. Tal vez
sea mucho más convincente para los que ya hemos creído que para los
que se resisten a hacerlo. De hecho quien lo formuló por primera vez
(Anselmo) lo hizo cuando ya era un consumado creyente en Dios. Sin
embargo sigue cautivando la atención de unos y otros. Y si es así, por algo
será. Para nuestros propósitos, el simple hecho de que nunca haya
dejado de despertar interés entre los pensadores, ya sea defensores o
detractores, desde que fue formulado, es una señal de que algo debe
tener este argumento para que no pase nunca desapercibido al baúl de
los recuerdos.

Por eso, a manera de conclusión en lo que tiene que ver con éste y los
tres anteriores argumentos naturales a favor de la existencia de Dios, vale
la pena citar de nuevo a Antonio Cruz cuando, en relación con el
argumento ontológico dice los siguiente: “Si el Creador es perfecto debe
existir decía Anselmo de Canterbury en el siglo XI, puesto que la
17

existencia es una parte necesaria de la perfección. Es evidente que tal


afirmación no es demostrable en la práctica, pues del mero hecho de
pensar una cosa no se deduce necesariamente que tal cosa exista. A
pesar de reconocer esto, cuando se analiza desde la perspectiva de la fe,
hay que confesar que tampoco se trata de un argumento tan
descabellado como se pretende… ¿No se debe la atracción que siempre
ha ejercido la idea de Dios en el alma humana precisamente a esa
cualidad del Creador de ser lo más perfecto que el hombre pueda
pensar? ¿No se trata de una idea que merece, aun cuando su existencia
no sea demostrable, por lo menos, un voto de confianza? Y en última
instancia, ¿no será esta confianza en la existencia de Dios la que
verdaderamente explique toda la realidad existente?... la fe confiada que
anida en todo creyente acerca de la existencia de un ser perfectísimo que
lo creó todo por amor, ¿puede ser cabalmente desmentida por alguien?...
A Dios se le acepta sin pruebas, solamente a través de la fe y la
experiencia personal, pero las múltiples evidencias indirectas que nos
proporciona este mundo contribuyen cada vez en mayor medida a
fortalecer dicha fe… [pero] No es por medio de demostraciones racionales
como se llega a la divinidad, sino mediante un proceso interior de
experiencia personal. La fe es la experiencia de lo que no se ve, una
forma de conocimiento personal a través de la cual, y bajo la influencia
de la gracia, el ser humano se abre a la revelación de Dios en Jesucristo…
a él [Dios] no puede arribarse en el buque de la reflexión racional, sino en
el de la experiencia de fe. Por lo tanto, los argumentos de la razón solo
pueden funcionar en el seno de dicha experiencia”.

3.2. Argumentos escriturales

Se conocen con este nombre los argumentos extraídos de la Biblia, acerca de la


cual hay que decir que en ella no se somete a discusión de ningún tipo la
existencia de Dios sino que se afirma sin ambages y sin lugar a equívocos. Los
argumentos escriturales tienen, pues, que ver más con revelarnos los atributos y
18

el carácter de Dios que con establecer su existencia, la cual se da por sentada


como un hecho axiomático claramente establecido y evidente para la
humanidad. Comenzando entonces por los atributos divinos que la teología
cristiana ha extraído tradicionalmente de la revelación bíblica, hay que distinguir
dos clases o categorías: Atributos absolutos (también llamados incomunicables)
y atributos relativos (también llamados comunicables).

3.2.1. Atributos absolutos

Algunos estudiosos prefieren designarlos como incomunicables. Al


margen de ello, éstos son los que proceden de tal modo de la naturaleza
divina que Dios los posee, por tanto, de manera exclusiva y absoluta; es
decir sin comunicarlos o compartirlos con sus criaturas. Los teólogos
sostienen que la exclusividad divina en relación con estos atributos es
una necesidad lógica, puesto que el hecho de que alguna criatura del
universo, o más exactamente, el ser humano, pudiera ostentar alguno o
algunos de estos atributos significaría que podría igualarse o competir con
Dios, pues llegaría a ser algo así como un “segundo Dios” exactamente
igual a Dios y en obvia y necesaria competencia honorífica y jurisdiccional
con Él, algo a todas luces absurdo, ilógico y racionalmente insostenible,
dadas las connotaciones que la palabra Dios ha adquirido y evoca de
inmediato en todo el que recurre a ella, por lo menos en un contexto
filosófico o teológico judeocristiano.

Los atributos absolutos definirían a Dios con exclusividad. Por eso ciertos
teólogos llegan a afirmar que estos atributos de Dios son incomunicables
a la criatura humana porque por simple definición no pueden ser
comunicados al ser humano, de donde aún el mismo Dios estaría
imposibilitado para comunicárselos al ser humano así quisiera hacerlo. Y
aunque en este planteamiento se encuentra la loable intención de
sostener el carácter único de Dios, lo cierto es que hacerlo afirmando de
manera categórica que Dios no puede literalmente comunicar estos
19

atributos al ser humano no deja de ser algo atrevido y hasta peligroso,


dada la omnipotencia de Dios. Ya se verá mejor esto al tratar el último de
los atributos absolutos relacionados aquí, que es precisamente la
omnipotencia. Vamos entonces con estos atributos:

3.2.1.1. Simplicidad. “Dios es espíritu” (Jn. 4:24). La Biblia afirma que la


esencia de Dios es espiritual, de donde se deduce que no hay en
él composición, combinación o mezcla de componentes diversos,
sino que desde el punto de vista ontológico o del ser, Dios
ostenta una simplicidad absoluta. Simplicidad de la cual carecen
todas las demás criaturas de su creación material que tienen
siempre, en mayor o menor medida, algún grado de composición
y combinación diversa en su constitución ontológica y, de manera
consecuente, algún grado de dependencia de los elementos
diversos que las preceden y conforman, para poder existir y
permanecer.

Por el contrario, la simplicidad absoluta de Dios lo hace


completamente independiente y autónomo pues no hay, por
decirlo así, “materiales” previos más simples y anteriores a Él de
los que su existencia dependa. El es, utilizando la nomenclatura
reservada para Dios por el teólogo Paul Tillich, el “Ser en sí”, en
el cual no se verifican las distinciones propias de los demás seres
de la creación que la ontología identifica, tales como: esencia y
existencia, esencia y propiedades, acción y disposición, realidad y
posibilidad, sustancia y accidentes.

Todas estas categorías ontológicas o del ser están presentes y


pueden, por lo tanto, distinguirse en todas las criaturas de la
creación de Dios, pero no en Dios mismo ya que en él, en virtud
de su simplicidad, no existen estas distinciones y composiciones
que caracterizan a las criaturas como tales. Valga decir que la
20

simplicidad no obra en contra ni se ve afectada por las


distinciones trinitarias que se dan en Dios, como se verá con más
detalle cuando se aborde la doctrina de la Trinidad.

3.2.1.2. Unidad. “Escucha, Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único


SEÑOR” (Dt. 6:4). Volvemos aquí al versículo central del
monoteísmo judeocristiano. El mismo que pone en evidencia a la
idolatría, como ya lo hemos visto en su momento. Pero debemos
volver sobre él puesto que aquí encontramos no solo una
declaración categórica a favor de la unicidad de Dios en oposición
y denuncia de las pretensiones de los ídolos, sino también una
declaración categórica a favor de su unidad ontológica.

Tal vez nos ayude aquí leer la traducción alterna que


encontramos en la versión Reina Valera de la Biblia: “Oye, Israel:
Jehová nuestro Dios, Jehová uno es”. La unidad como atributo
divino es una simple consecuencia de su simplicidad y está
implícita en ella. No habría, por tanto, necesidad de que la unidad
recibiera tratamiento explícito y aparte a no ser por la doctrina de
la Trinidad que, cuando no se entiende bien, parece atentar
contra la simplicidad (Dios no sería simple, sino “compuesto” por
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), la unicidad (no habría un
único Señor sino tres) y la unidad divina (Dios podría ser “dividido
y separado” en tres “partes”). Por eso, por ahora, al igual que se
hizo con la simplicidad, dejamos tan sólo establecido este
atributo divino para explicarlo con algo más de detenimiento
cuando se exponga la doctrina de la Trinidad.

3.2.1.3. Inmanencia. “En verdad, él no está lejos de ninguno de nosotros,


„puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos‟…” (Hc.
17:27-28). La inmanencia es el atributo divino por el cual todo lo
que existe se halla “en Él”, es decir, en Dios. Aunque también
21

podría expresarse diciendo que Dios se halla en todo lo que


existe, éste último intento de explicación de lo que es la
inmanencia es más susceptible de malentendidos que el primero
por razones que veremos un poco más adelante.

Sea como fuere y utilizando algunas metáforas extraídas de la


experiencia del ser humano en el mundo, la idea que la
inmanencia transmite es que Dios está presente en su creación
por cuanto Él sería algo así como la “materia prima” constitutiva,
la “piedra angular” o la “estructura de apoyo” permanente de
todo lo que existe de tal manera que sin él nada de lo que existe
existiría.

Dios se halla de algún modo “en la base” o “en el fondo” de todo


ser individual y de todo el conjunto de seres que componen el
universo como fundamento ontológico de todo lo que existe7,
posibilitándolo o haciéndolo posible tanto en su origen como en
su permanencia. En otras palabras, Dios es “inmanente” a su
creación, no sólo desde el momento en que la origina, sino
también en la medida en que la sustenta luego de haberla
originado.

Para que la creación exista es necesario que Dios la cree, pero


para que continúe existiendo es necesario que Dios la sustente
después de haberla creado. Es por eso que Dios no está ausente
nunca de su creación, como lo declara el deísmo que afirma la
existencia de un Dios creador, pero niega su presencia
sustentadora en la creación como si Dios se jubilara o pasara a
buen retiro desentendiéndose de su creación después de haberla

7
De nuevo aquí las nomenclaturas de Paul Tillich para referirse a Dios muestran su utilidad.
Además de “el Ser en sí”, él identificaba a Dios como: “El fundamento del ser”, “la profundidad del
ser”, “el abismo del ser”, designaciones ontológicas que, con todo y ser muy impersonales, tienen
de cualquier modo apoyo en la Biblia, como se verá cuando nos ocupemos de los nombres bíblicos
para Dios.
22

creado.

El teísmo judeocristiano (monoteísta), por el contrario, afirma la


existencia de un Dios creador que a su vez se ocupa de su
creación sustentándola en todo momento en virtud de su
inmanente providencia. La presencia y acción sustentadora de
Dios en su creación8 está documentada en otros pasajes bíblicos
como estos: “Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él
forman un todo coherente” (Col. 1:17); “El Hijo es el resplandor
de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que
sostiene todas las cosas con su palabra poderosa…” (Heb. 1:3);
“… convenía que Dios, para quien y por medio de quien todo
existe…” (Heb. 2:10).

La versión Reina Valera del 60 utiliza el término “subsistir” en dos


de estos tres versículos, verbo que puede ser más conveniente
para el propósito de ilustrar la inmanencia, puesto que su
significado va más allá de la mera existencia para referirse
también a la permanencia, perdurabilidad o conservación de las
criaturas en el tiempo, manteniendo la capacidad para cumplir
con las funciones y propósitos para los que fueron creadas.

Resta por decir que el énfasis excesivo en este atributo divino en


perjuicio de la trascendencia de Dios (el atributo divino
complementario de la inmanencia que equilibra el cuadro y será
tratado enseguida), termina en una concepción parcial y
equivocada de la divinidad llamada panteísmo que podría

La presencia sustentadora de Dios en su creación, la misma por la cual todo lo creado se
8

encuentra en Él, sería lo que se designa como inmanencia, mientras que a la acción sustentadora
y benigna de Dios a favor de su creación se le llama más bien providencia. Si bien ambas se dan
juntas de tal modo que no pueden separarse, la providencia es un concepto más propio del
carácter personal de Dios, por cuanto ésta no tiene que ver directamente con sus atributos, sino
con su voluntad. Es decir que la inmanencia es algo inherente a su ser, mientras que la providencia
es algo inherente a su voluntad.
23

definirse como la creencia en que “todo es Dios” y “Dios es todo”,


eliminando entonces la diferencia entre Creador y creación e
igualándolos a ambos como si fueran idénticos.

El panteísmo promueve así la adoración de la naturaleza o,


cuando menos, una despersonalización de Dios que se revelaría
más como una fuerza o principio vital impersonal presente en
todo lo que existe, que como un único Dios personal con quien
podemos, por tanto, relacionarnos persona a persona. El
panteísmo, en el mejor de los casos, reduce la grandeza de Dios
a la grandeza de su creación igualándolas a ambas.

Por eso es que puede ser más conveniente definir la inmanencia


diciendo que todo lo que existe se halla en Dios y no que Dios se
halla en todo lo que existe, puesto que en el primer caso el
continente (Dios) debe ser mayor que el contenido (todo lo que
existe) para poder precisamente abarcarlo y contenerlo, dando
así pie al atributo de la trascendencia que veremos a
continuación; mientras que en el segundo caso se da la
impresión de que Dios no es el continente sino el contenido y que
el continente sería, pues, la creación (todo lo que existe), llamada
entonces a abarcar y a contener a Dios y siendo, por tanto, mayor
que Dios.

La expresión más acabada, concreta, personal y universal de la


inmanencia de Dios se da en Jesucristo, también llamado
Emanuel, que significa “Dios con nosotros” (Mt. 1:23), es decir
Dios al alcance inmediato y personal de todo individuo humano
sin distinción que asuma una actitud humilde de reconocimiento
de la realidad divina presente de manera personal en Jesucristo
(Col. 2:9), el Verbo o Logos de Dios hecho hombre (Jn. 1:1, 14),
y lo invoque con fe y arrepentimiento sinceros, confiando en su
24

promesa previa a su ascensión en estos términos: “… les aseguro


que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt.
28:20), promesa que se hace realidad en el creyente en un grado
cualitativamente superior a cualquier otra criatura de la creación
al ser constituido “templo de Dios” o “morada de Dios por su
Espíritu” (1 Cor. 3:16; 6.19; Efe. 2:22).

La inmanencia está conectada entonces de manera íntima con la


omnipresencia, atributo divino que si bien guarda estrecha
relación con la inmanencia, debe de cualquier modo distinguirse
de ella por razones que se expondrán un poco más adelante al
tratar la omnipresencia divina.

3.2.1.4. Trascendencia. “Pero ¿será posible, Dios mío, que tú habites en


la tierra? Si los cielos, por altos que sean, no pueden
contenerte…” (1 R. 8:27; 2 Cr. 6:18); “Pero, ¿cómo edificarle un
templo, si ni los cielos más altos pueden contenerlo?...” (2 Cr.
2:6); “Así dice el Señor: «El cielo es mi trono, y la tierra, el estrado
de mis pies. ¿Qué casa me pueden construir? ¿Qué morada me
pueden ofrecer? Fue mi mano la que hizo todas estas cosas; fue
así como llegaron a existir afirma el Señor” (Isa. 66:1-2).

Trascender significa, entre otros, superar un determinado límite.


En este orden de ideas la trascendencia como atributo divino
significa en primera instancia que el Creador no puede ser
contenido o abarcado dentro de los límites de su propia creación.
El es inmanente a la creación, pero al mismo tiempo está más
allá de ella. Él trasciende a la creación en todos los sentidos. Él
es anterior y superior a ella y no puede, por tanto, ser contenido
por ella.

En consecuencia Dios existe independiente de su creación y no


tiene necesidad de ella, por lo cual la creación no fue un acto
25

necesario, sino un acto contingente libre y soberano de la


voluntad divina. Anteriormente se dio a entender que la
inmanencia permitía cierta identificación entre Dios y la creación
que es la que, cuando se enfatiza demasiado, da lugar al ya
aludido panteísmo; pero la trascendencia pone de nuevo las
cosas en su lugar al establecer una diferencia inobjetable entre
Dios y su creación que hace que en últimas Él no pueda
identificarse plenamente con ningún ser de la creación y ni
siquiera con la totalidad de la creación misma.

Dios se encuentra solo, más allá de la creación, trascendiendo


sus límites, mientras que todas las demás criaturas del universo
estamos contenidos y abarcados dentro de la creación de Dios de
tal modo que no podemos traspasar sus límites por nuestra
propia iniciativa, por más que nos esforcemos por hacerlo.

Es por eso que el teólogo Kart Barth se refería a Dios como “el
Absolutamente Otro”, pues la insuperable diferencia cualitativa
entre Dios y la creación hace que no exista ningún ser del
universo que pueda en realidad compararse con Él, ni mucho
menos pretender relacionarse con Él en plano de igualdad o por
derecho propio9.

Sin embargo, también un énfasis desmedido en la trascendencia


divina en perjuicio de su inmanencia o de su omnipresencia
culmina en concepciones distorsionadas de Dios como el ya
varias veces mencionado deísmo que ve a Dios tan lejano y
distante de su creación que ya no interviene en ella, haciendo
totalmente improcedente e inútil el acudir a Él o invocarlo en la
oración, pues se encuentra a tal grado más allá de los límites de

9
La santidad como atributo divino es tal vez la expresión bíblica más clara de la trascendencia de
Dios, pero por ser un atributo relativo o comunicable debemos esperar el tratamiento de estos
atributos para considerar de manera somera la relación entra la santidad y la trascendencia.
26

la creación que presuntamente ya no podría oír o ya no estaría


interesado en responder las invocaciones que le dirigen desde el
interior de ella sus criaturas.

Es imprescindible entonces balancear adecuadamente la


inmanencia y la trascendencia divinas para hacerle justicia a Dios
tal y cómo se nos revela en la Biblia y en la experiencia cristiana.

3.2.1.5. Infinitud. Consecuencia obvia de la trascendencia que debe ser,


sin embargo, especificada mejor. Por eso hay que decir que el
atributo de la infinitud significa que Dios, por contraste con
nosotros y con todas las demás criaturas del universo que somos
por definición finitas y, por ende, también limitadas10; es infinito
en el sentido de que no hay nada que pueda limitarlo en ningún
sentido. Si existen de algún modo restricciones o límites para
Dios, estos no pueden ser diferentes a los que Dios mismo se
impone en conformidad consigo mismo, con su carácter y
propósitos, pues la infinitud como atributo divino significa más
exactamente que nada externo a Él puede limitarlo de algún
modo.

3.2.1.6. Eternidad. “Desde antes que nacieran los montes y que crearas
la tierra y el mundo, desde los tiempos antiguos y hasta los
tiempos postreros, tú eres Dios… Mil años, para ti, son como el
día de ayer, que ya pasó; son como unas cuantas horas de la
noche” (Sal. 90:2, 4). Consecuencia a su vez de la infinitud, este
atributo hace particular referencia a que Dios no está limitado por
el tiempo, puesto que Él creó el tiempo y se encuentra por lo
tanto por encima del mismo.

10
Recordemos que la teoría científica del “Big Bang” nos informa de hecho que aún el universo en
su totalidad, a pesar de sus dimensiones de vértigo, es no obstante limitado y finito pues posee un
tamaño y una edad cuantificable.
27

No podemos afirmar con base en ello que Dios sea atemporal en


el sentido de no tener ninguna relación con el tiempo del
universo, pues en ese caso estaría impedido de intervenir en la
línea cronológica de su propia creación y la encarnación, por
ejemplo, no hubiera sido posible si Dios no pudiera introducirse
de manera soberana en nuestra línea de tiempo como de hecho
lo hizo de manera suprema en Cristo.

Pero sí podría decirse que Dios es intemporal para indicar que su


existencia es independiente del tiempo del universo y que el
“tiempo” de Dios, si pudiera decirse, no sólo se prolongaría de
manera indefinida e infinita tanto en nuestro pasado como en
nuestro futuro (que es lo que común pero inexactamente
llamamos “eternidad”), marcando una abismal diferencia
cuantitativa con el tiempo del universo que, a diferencia del
“tiempo” divino, si es medible y cuantificable; sino que, además
de ello, sería sobre todo y de una manera imposible de definir a
cabalidad cualitativamente diferente al tiempo humano o del
universo, por lo cual los teólogos a la vez que utilizan la palabra
griega cronos para el tiempo del universo, reservan la palabra
kairos para el “tiempo” de Dios, que es aquel en el cual Él
considera oportuno intervenir de manera manifiesta y especial en
la línea cronológica del universo, como sucede, por ejemplo, en
las auténticas conversiones de los creyentes en Cristo, para no ir
tan lejos.

Resulta entonces que la principal característica del “tiempo”


divino propio de la eternidad de Dios no es su infinitud en
relación con la línea cuantificable del tiempo del universo. Esa
sería una característica importante pero secundaria. Porque la
principal diferencia respecto a nuestro tiempo sería su
28

superiorísima e inefable calidad que excede o trasciende siempre


de lejos las mejores posibilidades existenciales que podamos
hallar en el marco del tiempo del universo.

Lo que la Biblia llama “vida eterna” no se definiría, pues, por la


extensión infinita de esta vida hacia el futuro, sino por la calidad
incomparablemente superior de esa vida en relación con la
actual. Como lo dice Antonio Cruz: “El tiempo creado es algo
separado de la propia eternidad del Creador”. Ya se profundizará
un poco más en estos dos conceptos del tiempo en la materia
Teología Contemporánea de nuestro programa de estudio.

3.2.1.7. Invariabilidad. “… el Padre que creó las lumbreras celestes… no


cambia como los astros ni se mueve como las sombras” (St.
1:17); “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb.
13:8).También llamado inmutabilidad, significa que Dios no
puede cambiar y, de hecho, nunca cambia. Pero ese “no puede”
no debe entenderse como incapacidad o impotencia para
hacerlo, sino como una permanencia sin variación de su
esencia11 y de su carácter personal a través de los tiempos en
relación con su creación y, particularmente, en relación con el ser
humano.

Hay un aspecto lógico que apunta a la invariabilidad de Dios


como lo es el hecho de que el cambio se define en primera
instancia como el movimiento en el tiempo. El tiempo es
justamente la medida del movimiento de algo en el espacio. Si
todo estuviera estático en la creación no habría tiempo o por lo

11
En cuanto a su esencia es comúnmente aceptado en teología que ésta si no puede cambiar de
ningún modo en el sentido de estar literal y lógicamente imposibilitada para ello, pues si cambiara
la esencia o la naturaleza divina Dios dejaría de ser Dios, pues desde el punto de vista de la
semántica la esencia o la naturaleza es lo que define a algo o a alguien como lo que es o como
quien es como tal, de modo que si la esencia de algo o alguien cambiara, ese algo o ese alguien
dejarían en el acto de ser lo que son.
29

menos no tendríamos conciencia del tiempo (aún el pensamiento


humano implica movimiento), pero es precisamente porque hay
movimientos de todo tipo que hay también cambios y que somos
conscientes del inexorable transcurrir del tiempo. Todo lo que se
mueve está, pues, sometido al tiempo y al cambio.

Al estar Dios más allá del tiempo en virtud de su trascendencia,


su infinitud y su eternidad, no está por tanto sometido al
movimiento temporal que da lugar al cambio y, por lo mismo
debe ser por lo menos en principio, inmutable o invariable. Pero
debemos aclarar aquí de nuevo que está invariabilidad no es una
obligación para Dios, pues tanto la opción de cambiar o no
cambiar siempre están abiertas para Él en virtud de su libertad y
soberanía.

En palabras de Antonio Cruz: “Los seres creados estamos


obligados a cambiar para colmar las necesidades de nuestra
propia finitud. A Dios, por su propia naturaleza inmaterial, no le
afecta nada de esto, de ahí que no esté obligado a cambiar como
lo hacemos nosotros”. Dios, entonces, no está obligado a cambiar
como si lo estamos todas las criaturas del universo. Por eso, al no
estar obligado a cambiar, elige justamente esta opción, la de no
cambiar.

Así lo señala de nuevo Antonio Cruz: “El Creador no cambia


sencillamente porque no desea cambiar”. No tiene entonces ni la
necesidad ni el deseo de hacerlo. Pero la inmutabilidad o
invariabilidad no debe confundirse ni asociarse con la
impasibilidad12 absoluta, pues la impasibilidad asociada a la
inmutabilidad o invariabilidad divina es una idea griega ajena a la
Biblia. Dios es inmutable o invariable, pero no al grado de la

12
Impasibilidad: Que no se altera o muestra emoción o turbación.
30

impasibilidad, como lo sostenían los griegos.

El Dios de los deístas debe ser impasible, pero no el Dios de los


cristianos que sufre y se alegra con los suyos, se identifica con
ellos en sus luchas, comprende sus emociones mejor que ellos
mismos y, en síntesis, se compadece13 del ser humano. La mejor
demostración de que la invariabilidad divina no implica
impasibilidad es que Dios se hizo hombre, se introdujo y se
comprometió libre, personal y amorosamente en la historia
humana, para identificarse con nosotros y padecer con nosotros
en grado sumo en la imponderable pasión del calvario de tal
modo que nadie pueda poner en tela de juicio su capacidad para
comprendernos, compadecerse de nosotros y auxiliarnos en
nuestras crisis: “Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz
de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido
tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin
pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la
gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude
en el momento que más la necesitemos” (Heb. 4:15-16).

Y por último, si Dios es inmutable o invariable, lo es para nuestro


bien, pues de este modo siempre podemos saber a qué
atenernos en cuanto a su carácter personal que nunca cambia de
manera caprichosa o arbitraria sino que es fiel a sí mismo y a los
suyos. En otras palabras, Dios es eminentemente digno de
nuestra confianza absoluta porque una vez que se revela a
nosotros en Jesucristo con miras a la salvación, podemos estar
seguros de que siempre permanece invariablemente fiel a esta
revelación, puesto que: “si somos infieles, él sigue siendo fiel, ya

13
El significado del verbo compadecer no es más que padecer con, es decir ser solidarios con otros
en el sufrimiento, compartiendo voluntariamente este sufrimiento con ellos.
31

que no puede negarse a sí mismo” (2 Tim. 2:13).

3.2.1.8. Omnipresencia. “¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿A


dónde podría huir de tu presencia? Si subiera al cielo, allí estás
tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí.
Si me elevara sobre las alas del alba, o me estableciera en los
extremos del mar, aun allí tu mano me guiaría, ¡me sostendría tu
mano derecha! Y si dijera: «Que me oculten las tinieblas; que la
luz se haga noche en torno mío», ni las tinieblas serían oscuras
para ti, y aun la noche sería clara como el día. ¡Lo mismo son
para ti las tinieblas que la luz!” (Sal. 139:7-12).

La omnipresencia es el primero de los tres llamados “atributos


físicos de la divinidad”, todos los cuales comienzan con el prefijo
“omni” (que significa “todo” o, más exactamente, que lo abarca
todo). Suelen ser los primeros que se asignan a la divinidad de
manera generalizada. Tal vez sea así porque son una respuesta a
las limitaciones más inmediatas de las que el ser humano es
consciente, a saber: no lo podemos todo, no lo sabemos todo y no
podemos estar en todas partes a la vez.

Por eso, son comúnmente asignados, ya sea de manera tácita o


expresa, también a las deidades paganas, sobre todo las que
ocupan el primer lugar en la jerarquía politeísta. La
omnipresencia significa que Dios está en todas partes (entendida
la palabra “partes” más como “lugares” y no como los elementos
de lo que algo más grande se compone, caso en el cual habría
que decir “en todas las partes”).

A pesar de su similitud y estrecha relación con la inmanencia


debe observarse que se definen de manera diferente: la
inmanencia significa que todo está en Dios y que, en
32

consecuencia, Dios está en todo, mientras que la omnipresencia


significa que Dios está en todas partes. El primero es un atributo
ontológico e impersonal, mientras que el segundo es un atributo
espacial y personal, aunque ambos se den simultáneamente y
sean inseparables en Dios.

En otras palabras, cuando invocamos a Dios de una manera


personal en cualquier lugar en que nos encontremos, esperando
de su parte una respuesta también personal, estamos echando
mano más de su omnipresencia que de su inmanencia. Adquirir
conciencia de la presencia personal, vigilante, asequible,
invocable y dialogante de Dios en todas partes es descubrir su
omnipresencia, tal como lo hizo Jacob en Betel: “«En realidad, el
SEÑOR está en este lugar, y yo no me había dado cuenta.»” (Gén.
28:16). Por otra parte, adquirir conciencia de la presencia
ontológica, constitutiva y sustentadora de Dios en todas las cosas
es descubrir su inmanencia.

3.2.1.9. Omniciencia. “SEÑOR, tú me examinas, tú me conoces. Sabes


cuándo me siento y cuándo me levanto; aun a la distancia me
lees el pensamiento. Mis trajines y descansos los conoces; todos
mis caminos te son familiares. No me llega aún la palabra a la
lengua cuando tú, SEÑOR, ya la sabes toda. Tu protección me
envuelve por completo; me cubres con la palma de tu mano.
Conocimiento tan maravilloso rebasa mi comprensión; tan
sublime es que no puedo entenderlo” (Salmo 139:1-6).

Si Dios está simultáneamente en todas partes, en todos los


lugares, así como también estuvo, ha estado y estará en todos los
tiempos (omnipresencia) y en todos los seres (inmanencia), es de
esperarse que también lo sepa todo. Y eso es justamente lo que
significa la omnisciencia. Que Dios lo sabe todo. Dios posee de un
33

solo golpe de vista o en un solo pensamiento todo el


conocimiento o la información existente en el universo. Sabe todo
lo que debe saber y sabe también todo lo que se puede saber.
Conoce exhaustivamente los hechos seguros, los probables, los
posibles e incluso los improbables del universo que él mismo
creó, pero en especial lo que concierne al ser humano. Conoce la
interioridad personal de todos y cada uno de los individuos
humanos con todos sus secretos mejor que cualquiera de
nosotros mismos.

Es por eso que la teología cristiana, siguiendo a Agustín de


Hipona, siempre ha estado dispuesta a afirmar que “Dios es más
íntimo a nosotros que nosotros mismos”. Pero por sobre todo,
Dios conoce mejor que nadie el meollo de nuestro ser que la
Biblia llama corazón: “Nada hay tan engañoso como el corazón.
No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo? Yo, el SEÑOR,
sondeo el corazón y examino los pensamientos para darle a cada
uno según sus acciones y según el fruto de sus obras” (Jer. 17:9-
10).

Eso es también lo que se quiere dar a entender cuando el autor


de los Hebreos dice: “Ninguna cosa creada escapa a la vista de
Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de aquel a
quien hemos de rendir cuentas” (Heb. 4:13) y la justificación para
estas exhortaciones bíblicas dirigidas a los creyentes: “Por lo
tanto, no juzguen nada antes de tiempo; esperen hasta que
venga el Señor. Él sacará a luz lo que está oculto en la oscuridad
y pondrá al descubierto las intenciones de cada corazón…” (1
Cor. 4:5); “Así sucederá el día en que, por medio de Jesucristo,
Dios juzgará los secretos de toda persona, como lo declara mi
evangelio” (Rom. 2:16).
34

3.2.1.10. Omnipotencia. “«Yo sé bien que tú lo puedes todo, que no es


posible frustrar ninguno de tus planes” (Job 42:2); “Para los
hombres es imposible aclaró Jesús mirándolos fijamente, pero
no para Dios; de hecho, para Dios todo es posible” (Mr. 10:27);
“Porque para Dios no hay nada imposible” (Lc. 1:37); “El SEÑOR
hace todo lo que quiere en los cielos y en la tierra, en los mares y
en todos sus abismos” (Sal. 135:6). La omnipotencia como
atributo divino significa que Dios lo puede todo, que para Él todo
es posible, que no existen para Él ninguna de nuestras
imposibilidades, pero por sobre todo, que El Señor hace todo lo
que quiere.

En otras palabras el poder de Dios está subordinado a su


voluntad. Él no hace todo lo que puede hacer, sino todo lo que
quiere hacer. De seguro podría hacer muchísimas cosas que ni
siquiera alcanzaríamos a imaginar o que no podríamos ni tan solo
concebir, pero de esa multitud inagotable de posibilidades solo
hace las que Él quiere y desecha las demás. El hecho de que Dios
hace todo lo que quiere en todo el ámbito de su creación es lo
que se conoce como soberanía divina.

Dios es absolutamente soberano porque hace siempre todo lo


que quiere y nada ni nadie en su creación puede poner en peligro
la realización cabal y completa de los propósitos finales que Él
tiene para todo el universo, particularmente los que conciernen a
todos y cada uno de los creyentes que conforman la iglesia de
Cristo. Nótese que no hemos dicho que nadie puede oponerse a
su voluntad e incluso frustrarla momentáneamente con todas las
nefastas implicaciones que esto tiene para la existencia humana
y la creación en general. De hecho, ángeles y seres humanos se
han rebelado contra Él y han procurado con relativo éxito llevar a
35

cabo su voluntad en franca oposición a la de Dios.

Pero si esto es así se debe no a que Dios no sea soberano sino


justamente a que, en ejercicio de su soberanía, Él quiso que
ángeles y seres humanos disfrutaran de libertad o de una
capacidad de elección análoga a la suya. Nuestro personal
albedrío, es, entonces, una consecuencia o determinación de su
soberanía y nunca lo ha tomado por sorpresa ni ha malogrado
sus propósitos para la creación de una manera definitiva sino
que, por el contrario, aún esta circunstancia de sus criaturas (el
albedrío) es necesaria para el cumplimiento de sus planes.

En su infinito poder, Él quiso crearnos con libertad aún con el


riesgo de que la utilizáramos mal para rebelarnos contra Él, como
de hecho ha sucedido. Sin embargo, la libertad del ser humano
sigue siendo necesaria pues el amor, que es la finalidad última
de la creación divina, no es posible sin libertad. Sea como fuere,
la mala utilización de la libertad por parte de sus criaturas no le
ha hecho a Dios perder por ello las riendas de su creación y
sigue, no obstante, siendo Dios y ejerciendo su consecuente
soberanía sobre ella.

Sigue haciendo todo lo que quiere por encima de lo que nosotros


queramos pero sin anular nuestras voluntades, potencialidades o
posibilidades en el proceso. Pero debemos decir finalmente aquí
que su voluntad no es caprichosa, arbitraria ni caótica, a la
manera en que nosotros los seres humanos, cuando tenemos el
poder para hacerlo, obramos muchas veces de manera terca y
obstinada y en contra de lo que la prudencia y el buen sentido
indican bajo el pretexto de que “nosotros hacemos lo que se nos
da la regalada gana”.

No. Dios hace ciertamente lo que quiere, pero eso de ningún


36

modo significa que él “haga lo que se le da la regalada gana”. Su


voluntad es una voluntad ordenada, consecuente siempre con su
carácter personal, al punto que podríamos decir que Dios en su
soberanía al hacer lo que quiere, está haciendo en realidad lo
que debe. No porque tenga que hacerlo así y no pueda
materialmente hacerlo de otro modo, sino porque no quiere
hacerlo de otro modo, porque no va con Él.

Lo que Dios es condiciona lo que Él hace. Y si Él es un ser


absolutamente justo, santo, racional, etc., tal como se nos ha
revelado en la Biblia y en Jesucristo, hará siempre lo que quiera
hacer pero de conformidad con lo que Él es. En otras palabras,
hará lo que deba hacer para seguir siendo siempre quien es,
pues no podemos olvidar en este punto el atributo de la
invariabilidad o inmutabilidad divina ya tratado anteriormente.

No por nada su forma de actuar en la creación no nos revela a un


Ser caótico, anárquico, irracional, ininteligible y dado a la
ambigüedad sino todo lo contrario: un Dios de orden, de gobierno,
con una racionalidad superlativa y lo suficientemente inteligible y
claro para nosotros como para que podamos relacionarnos
personalmente con Él, confiando de manera absoluta en Él, pues
siempre podemos estar seguros de que su carácter nunca
cambia ni cambiará jamás y que en su omnipotencia y soberanía
él hará libremente lo que debe hacer, que en todos los casos
coincide exactamente con lo que Él quiere hacer, a diferencia de
nosotros, seres fragmentados y volubles en quienes lo que
debemos hacer y lo que queremos hacer con frecuencia no
coincide, pues nuestra conciencia moral y nuestra voluntad están
en un conflicto permanente a causa de la caída. Conflicto por
completo ausente en Dios.
37

Es por todo lo anterior que, sin perjuicio de la omnipotencia de


Dios, hay cosas que Dios no puede hacer pues no van con su
carácter y, por lo tanto, nunca querrá hacerlas ni las hará, tales
como mentir, pecar, dejar de amar, o hacer cosas absurdas e
incomprensibles desde el punto de vista lógico tales como un
círculo cuadrado o una roca tan pesada que ni Dios mismo
pudiera moverla, o crear otro Dios como Él, etc. Lo mismo se
aplica al carácter incomunicable de sus atributos absolutos. Lo
más que podemos decir con certeza es que son incomunicables
porque Dios no ha querido comunicárselos a la criatura humana y
no porque no pueda materialmente hacerlo.

Y si no ha querido hacerlo es porque esto es lo debido y desde la


perspectiva de la fe eso debería bastarnos. Porque todo lo demás
no deja de ser especulativo y no podemos concluir entonces que
Dios no puede hacer algo más allá del hecho de que no quiere ni
querrá nunca hacerlo para ser consecuente consigo mismo y
digno de la confianza de la criatura humana, siempre con miras al
establecimiento de una relación personal de amor mutuo entre
Dios y el hombre. Estas puntualizaciones son, pues, necesarias
para entender adecuadamente el atributo divino de la
omnipotencia, tan frecuentemente cuestionado por los ateos
escépticos e incrédulos que no las toman en cuenta con la
suficiente honestidad.

3.2.2. Atributos relativos

También llamados “comunicables” porque no son exclusivos de Dios sino


que, en su soberanía, Él decidió comunicarlos y compartirlos con sus
criaturas, en particular con el ser humano. El calificativo de “relativos” no
debe hacernos pensar que son de menor rango o importancia que los
llamados “absolutos” o “incomunicables”, pues como veremos enseguida,
38

algunos de ellos definen a Dios tan bien, o mejor aún, que los absolutos.
Más bien, son comunicables porque son atributos necesarios a la
condición personal propia de Dios, compartida con Él por el ser humano.

En otras palabras, cuando creó a los seres humanos Dios creó personas y
no animales o cosas. La imagen y semejanza de Dios en el ser humano
consiste justamente en nuestra condición personal. Y se puede ser
persona sin simplicidad, unidad, inmanencia, trascendencia, infinitud,
eternidad, invariabilidad, omnisciencia, omnipresencia y omnipotencia;
pero no se puede ser una persona cabal, completa e íntegra sin amor,
verdad, libertad e incluso sin santidad. Veamos más en detalle estos
últimos cuatro atributos de Dios en los que el hombre, en especial el
creyente, puede también participar.

3.2.2.1. Amor. “Dios es amor” nos revela la Biblia (1 Jn. 4:8, 16). Y esta
afirmación no puede tomarse a la ligera, pues con base en ella la
teología ha concluido que el amor no consiste tan sólo en un
atributo de Dios, sino que el amor define a Dios14. Dicho de otro
modo, no se trata únicamente de que Dios ame al ser humano
con un amor tan inextinguible que llegó voluntariamente al
máximo sacrificio con tal de redimirlo, perdonarlo y hacer posible
para el ser humano una relación de amor con Dios en los mejores
términos; sino que lo hace así sencillamente porque no podría ser
de otro modo puesto que Él es amor.

O más exactamente, Dios puede elegir libremente las maneras en


que ama a la criatura humana y las expresiones concretas de ese

14
Siempre que se habla de amor en este sentido se está evocando el amor ágape altruista,
desinteresado, sacrificado y de carácter volitivo (1 Cor. 13), y no el amor eros, que si bien puede
ser también sacrificado, está movido muy frecuentemente por intereses egoístas y depende más
del sentimiento que de la voluntad. El amor eros sin la guía del amor ágape se convierte con
frecuencia en un amor patológicamente pasional, mientras que con la guía del amor ágape puede
llegar a ser un amor sanamente apasionado. Debe ser así pues el amor ágape es el amor que
abarca, contiene y perfecciona todas las demás clases de amor, incluyendo al amor eros. Esto se
ampliará con más detalle en la materia Hogar Cristiano
39

amor, pero no puede elegir si las ama o no, porque Él es amor.


Muchos teólogos consideran que ésta no es una simple
declaración metafórica o figurativa de Dios como otras que
aparecen en la Biblia, sino una afirmación directa de la esencia
constitutiva de Dios al estilo de la ya citada: “Dios es espíritu”. Así
como la esencia de Dios es eminentemente espiritual, intangible
y absolutamente simple, esa esencia es también amor puro y sin
par.

Ahora bien, el amor es algo exclusivo de las personas. Los


animales no aman. Expresan cariño, afecto y lealtad pero no
aman a la manera de las personas, es decir con la libertad,
conciencia, pasión e intensidad con que las personas pueden
llegar a amar. El cariño o la sumisión de los animales hacia sus
amos es fundamentalmente una determinación instintiva en
aquellos (los animales) motivada por el buen trato recibido de
ellos (sus amos) o, en algunos casos, por el temor que estos les
inspiran.

Asimismo, un animal no ama a su cría como un ser humano


puede llegar a amar a sus hijos y de nuevo en los casos en que
un animal se sacrifica por sus crías, lo hace por instinto de
conservación, pues el motivo por el cual los progenitores
protegen a sus crías es también una expresión del instinto de
conservación de la especie y no un acto libre y voluntario del
animal en cuestión. Nosotros, las personas humanas, también
compartimos con los animales ciertas determinaciones instintivas
necesarias, a no dudarlo, pero podemos amar libremente más
allá de esas determinaciones, de manera muy imperfecta, pero
de cualquier modo análoga o similar a la forma perfecta en que lo
hace Dios con nosotros.
40

Las facultades personales que Dios nos ha otorgado para amar


explican que los dos mandamientos que resumen la ley y los
profetas giren alrededor del amor a Dios y el amor al prójimo (Mt.
22:36-40; Mr. 12:29-31; Lc. 10:26-28). Ningún ser humano está
totalmente incapacitado para amar, aunque entre más alejado se
encuentre de Dios más limitado estará para amar de verdad y le
será más difícil hacerlo constructivamente aún con aquellos seres
que el instinto natural le indicaría hacerlo, como son los hijos y
los padres.

La cantidad de padres e hijos desnaturalizados, ingratos e incluso


criminalmente hostiles hacia sus seres consanguíneos más
inmediatos muestra, no obstante lo censurable que pueda ser,
que los seres humanos son libres hasta para negar el amor
incluso a aquellos a quienes debían amar por simple instinto
natural. Pero aún el más desnaturalizado y ruin de los seres
humanos puede encontrar a alguien a quien amar y amarlo con
pasión, aunque en estos casos el amor siempre tienda a
deformarse de maneras enfermizas, egoístas y destructivas
precisamente por la distancia que éstas personas han puesto
entre ellos y Dios, fuente del amor perfecto que rebosa hacia los
que mantienen una relación personal de estrecha cercanía con
Él, como lo son los creyentes en Cristo, a quienes Dios no
solamente ama, sino de quienes espera, además de una natural
pero siempre libre y voluntaria correspondencia hacia su amor,
también un amor al prójimo que los distinga nítidamente de
quienes no están relacionados con Él de una manera íntima y
personal.

El amor es entonces un atributo comunicable de Dios, “… porque


Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu
Santo que nos ha dado” (Rom. 5:5), de donde “El que no ama no
41

conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn. 4:8). El amor es el


motor que hace surgir lo mejor de la persona humana en
creciente semejanza con Dios, pero su ausencia o deformación
es también lo que más la despersonaliza y la sume en las más
profundas bajezas autodestructivas. La libertad humana para
amar o dejar de hacerlo es lo que hace que en el ser humano
exista un potencial tan grande para lo bueno, pero al mismo
tiempo para lo malo.

Finalmente, el amor es un atributo relativo solo en la criatura


humana, ya que en Dios sigue siendo absoluto. Y es relativo
porque en el amor humano, en virtud de su mayor o menor
imperfección, siempre existen grados o gradualidades que
relativizan el amor humano y que apuntan inexorablemente al
amor sin medida que Dios nos profesa, que es el punto de
referencia absoluto contra el cual percibimos el carácter siempre
relativo e incompleto del amor humano.

3.2.2.2. Verdad. “Yo soy el camino, la verdad y la vidale contestó


Jesús” (Jn. 14:6). La verdad es una noción que hace alusión en
primera instancia al conocimiento. Es, por tanto, un concepto
cognoscitivo. Y aquí de nuevo, únicamente las personas pueden
conocer en propiedad, pues sólo las personas están en
capacidad de preguntarse por la correspondencia entre las
percepciones de sus sentidos debidamente procesadas por la
mente y la realidad misma. Entre todos los seres de la creación,
sólo la persona humana se pregunta por la verdad.

No le basta, como a los animales, con relacionarse con su


entorno por medio de los sentidos e interactuar con él con el
mero propósito de cumplir su ciclo vital natural de manera
instintiva y sin cuestionar; sino que se pregunta constantemente
42

si la manera en que percibe el mundo corresponde con la


realidad tal como ésta es. Sospecha siempre que sus sentidos y
percepciones pueden, no obstante su utilidad práctica
inmediata, cotidiana y manifiesta, estarla engañando o
encubriéndole la verdad que se encontraría entonces más allá de
lo evidente a los sentidos.

La persona humana cuestiona permanentemente. Desde que


nace y adquiere uso de conciencia, el ser humano está
enfrascado en una búsqueda más o menos consciente de la
verdad. Esta es la vocación humana por excelencia: la búsqueda
de la verdad. Es lo que define la vida humana. Muchos se
conforman en el proceso con engañosos plagios de la verdad
alrededor de los cuales tratan sin éxito de ordenar su vida, pues
todo “éxito” en la vida construido y obtenido alrededor de
mentiras o falsas verdades es siempre precario y efímero. Dice la
sabiduría popular que “la verdad duele”. De hecho, a muchos les
duele tanto que prefieren vivir engañados y edificar su vida sobre
mentiras.

Pero tarde o temprano el engaño muestra su rostro, pues la


persona humana no puede renunciar de manera definitiva a su
vocación existencial de búsqueda de la verdad que siempre
pugna por alcanzar su meta, aún por debajo de las apariencias
engañosas del éxito material y hedonista promovido asiduamente
a través de la historia humana. No. Esto a la postre no satisface a
la persona humana que quiere a toda costa conocer la verdad
última de todas las cosas. Aunque duela.

La película Matrix, que ha dado lugar a una buena cantidad de


reflexión filosófica popular en los tiempos recientes, ilustra muy
bien el punto con la disyuntiva en que su protagonista Neo se
43

encuentra cuando su mentor Morfeo le ofrece dos píldoras, una


de las cuales le permitirá conocer la verdad tal como ésta es en
toda su crudeza, mientras que la otra le permitirá continuar
viviendo plácidamente la vida que hasta ese momento estaba
viviendo; una vida sin mayores sobresaltos pero basada en
apariencias producto de una realidad virtual engañosa y sin
fundamento real.

Y la verdad es que muy pocos seres humanos (por no decir


ninguno), puestos a boca de jarro ante esta disyuntiva, optaría
conscientemente por la segunda píldora, pues la vida humana es
una empresa cuyo objetivo es el descubrimiento y conocimiento
de la verdad, por dura que esta pudiera ser. La ciencia actual
recoge este anhelo universal de la raza humana por encontrar la
verdad. Este motivo es el motor fundamental del desarrollo
científico a tal punto que todo lo demás es añadidura.

Es así como, por ejemplo, los astrónomos y físicos se devanan los


sesos con la búsqueda de la verdad última de la física, el
descubrimiento de la “teoría unificada” que integre en una sola
formulación todas las leyes conocidas y demostradas en el marco
de la física a escala cósmica, en donde la ley de la gravedad es la
que parece mandar (física clásica newtoniana y también
einsteniana con el descubrimiento de la relatividad general y
especial) y a escala atómica (física cuántica). Los biólogos y
bioquímicos, a su vez, no descansan en su intento de desvelar la
verdad sobre el misterio de la vida y en esa dirección ya han
logrado descubrir donde reside el sencillo (solo cuatro letras),
pero a la vez complejísimo y específico lenguaje de la vida común
a todo ser vivo (el ADN) e incluso han logrado decodificarlo y
entender la información contenida en él.
44

Todo esto demuestra el punto que venimos afirmando: la


búsqueda de la verdad es tal vez lo que mejor define a la especie
humana y lo que la diferencia cualitativamente de las demás
criaturas de la creación. E intuitivamente presentimos que la
verdad final es una sola. Aquella en la cual convergen todas las
verdades parciales que hayamos podido descubrir en nuestro
itinerario histórico y personal en este mundo. Intuimos, entonces,
que la verdad final debe poseer unidad y simplicidad.

Y no olvidemos que estos son, justamente, algunos de los


atributos absolutos de Dios. Sería de esperarse, puesto que Dios,
como bien lo dijo de sí mismo Jesucristo (Dios hecho hombre),
es la Verdad alrededor de la cual gravitan y a la cual convergen
todas las demás verdades que el ser humano haya podido
conocer a través de su historia. La Verdad es, pues, una persona,
no un concepto, una ley, una información, etc., a la que solo
podría acceder una élite de individuos con un superior coeficiente
intelectual y con una formación académica excepcional que los
facultaría supuestamente para conocer y comprender esa verdad.

La verdad no es, pues, monopolio de la ciencia, de la filosofía, de


la teología o de la religión. La Verdad final del universo es
Jesucristo, Dios mismo hecho hombre para dar fin a todo
cuestionamiento, desafío y discusión. Él es “… el Alfa y la Omega,
el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Apo. 22:13),
incluyendo por supuesto todo lo que esto significa para la historia
y la raza humana. Una verdad que todo ser humano puede
conocer de manera personal independientemente de su
condición, formación o procedencia, pues conocer la Verdad no
tiene que ver con la posesión de facultades cognoscitivas
excepcionales sino con la actitud adecuada por parte del
45

individuo que conoce.

La verdad final, la verdad de Dios o, en síntesis: La Verdad (con


mayúscula y sin calificativos), está entonces disponible para
todos y puede ser comunicada por Dios (atributo comunicable) a
todos y cada uno de los seres humanos que adopten la actitud
adecuada para recibirla. No es sólo que Dios nos comunique la
verdad en el sentido de mera información, por elaborada o
encumbrada que éste sea. Es mucho más que eso.

Cuando Jesucristo dijo a Pilato: “Yo para esto nací, y para esto
vine al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn. 18:37) no
estaba diciendo únicamente que su enseñanza era verdadera,
sino que Él es la verdad, como queda claro en el pasaje ya citado
de Juan 14:6 y en otros como estos: “… conocerán la verdad, y la
verdad los hará libres… si el Hijo los libera, serán ustedes
verdaderamente libres” (Jn. 8:32, 36), en donde la verdad que
libera es igualada con el Hijo, es decir, Jesucristo. Al
comunicarnos la verdad Jesucristo se comunica entonces a sí
mismo, de manera íntima y personal en el acto de conversión por
medio de la fe en Él y continúa haciéndolo en la comunión que el
creyente puede tener con Él a lo largo de toda su vida a partir de
la conversión.

3.2.2.3. Libertad. La conexión de causa entre verdad y libertad fue


establecida por el Señor Jesucristo al afirmar que es el
conocimiento de la verdad manifestada en Él el que trae
verdadera libertad (Jn. 8:32, 36). Así, pues, al comunicarnos la
verdad, o lo que es lo mismo: al comunicarse a sí mismo, Cristo
está comunicándonos u otorgándonos de forma simultánea la
libertad verdadera. Esa verdadera libertad, guardadas las obvias
proporciones entre Creador y criatura, no es otra que la misma
46

que Dios disfruta en el sentido ya aludido y explicado en relación


con la omnipotencia y soberanía divinas.

Esto es, que “El SEÑOR hace todo lo que quiere en los cielos y en
la tierra, en los mares y en todos sus abismos” (Sal. 135:6). Pero
ya vimos como eso no significa arbitrariedad de su parte, sino por
el contrario, la permanente y absoluta convergencia o
coincidencia entre lo que Dios quiere hacer y lo que Dios debe
hacer. Y en eso consiste la verdadera libertad. Hacer lo que
debemos hacer por el simple hecho de que es exactamente lo
que queremos hacer. A la luz de esta definición el llamado “libre
albedrío” del ser humano es tan solo una presunta libertad, pues
si bien nos permite elegir o escoger entre diversas opciones de
forma consciente y a voluntad, deliberando, decidiendo y
haciéndonos responsables por nuestros actos de manera
personal; también lo es que como resultado de esta facultad
humana natural por lo general elegimos hacer lo que sabemos
que no debemos hacer, o en el mejor de los casos elegimos hacer
lo que debemos hacer, pero por motivos incorrectos, mezquinos y
egoístas.

Nuestra condición caída y pecaminosa trae, pues, como resultado


que nuestra voluntad (lo que queremos) y nuestra consciencia
moral (lo que debemos) estén disociadas, fragmentadas,
escindidas entre sí y en permanente y caótica pugna (St. 4:1-3).
Una pugna en la cual por lo general es la voluntad caprichosa la
que se impone, vulnerando una y otra vez los requerimientos de
nuestra conciencia moral al punto de irla dejando inoperante en
lo que la Biblia llama una “conciencia encallecida” (1 Tim. 4:2) o
también una “corrompida… conciencia” (Tito 1:15).

No somos entonces libres con una verdadera libertad análoga a


47

la de Dios, sino que somos esclavos del pecado. Como lo revela la


Biblia, el pecado condiciona drásticamente nuestra libertad al
punto de que ésta dejar de ser verdadera libertad y se limita a ser
una simple caricatura de ella en lo que Agustín, Lutero y Calvino
preferían en estricto rigor designar como mero “albedrío”, pero no
“libre albedrío”, pues el albedrío del ser humano caído no es
realmente libre, pues todas nuestras elecciones supuestamente
libres implican en algún grado la derrota de nuestra conciencia en
favor de nuestra voluntad. Una voluntad esclava del pecado.

No se explica de otro modo lo declarado por el apóstol Pablo:


“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual. Pero yo soy
meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado. No
entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero [es decir, lo
que la conciencia moral indica que debería hacerse], sino lo que
aborrezco [lo que la voluntad lleva a cabo finalmente, dominada
por el deseo y las emociones desordenadas o, en síntesis, por el
pecado]. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo
en que la ley es buena… Yo sé que en mí, es decir, en mi
naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer
lo bueno [de nuevo, lo que la conciencia moral indica], no soy
capaz de hacerlo [pues la voluntad esclava del pecado se impone
siempre sobre la conciencia, haciéndola impotente para guiar
nuestros actos]. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero… Así que descubro esta ley: que cuando
quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo
de mi ser me deleito en la ley de Dios [la conciencia moral]; pero
me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley,
que es la ley del pecado [el deseo desordenado que se impone
por intermedio de la voluntad caída]. Esta ley lucha contra la ley
de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién
48

me librará de este cuerpo mortal? ¡Gracias a Dios por medio de


Jesucristo nuestro Señor!...” (Rom. 7:14-16, 18-19, 21-25).

Sin Cristo somos, sin lugar a dudas, esclavos del pecado, pero
gracias a Dios quien por medio de Jesucristo nuestro Señor nos
otorga o comunica la verdadera libertad para que comencemos a
alinear de manera cada vez más sistemática y creciente lo que
debemos hacer con lo que queremos hacer (Gál. 5:13), a
semejanza suya que lo hace así siempre o de manera absoluta,
mientras que los creyentes, por mucho que avancemos en ello,
ejerceremos nuestra libertad en grado relativo, no propiamente
por nuestro inherente y limitado poder de criaturas en contraste
con la omnipotencia incomparable del Dios Creador; sino porque
a diferencia de Dios y en las condiciones actuales de la existencia
nunca lograremos hacer que lo que queremos corresponda
exactamente con lo que debemos en todos los casos.

3.2.2.4. Santidad. “pues está escrito: «Sean santos, porque yo soy


santo.»” (1 P. 1:16). Aunque, de manera similar a lo sucedido con
el amor y la verdad, la santidad es más que un atributo divino al
punto de ser en muchos contextos bíblicos un sinónimo de su
divinidad, de modo que la santidad bien podría ser un calificativo
añadido a todos los demás atributos de Dios ya considerados
(podríamos decir que el amor de Dios es un amor santo, que la
verdad divina es una verdad santa, que la libertad de Dios es una
libertad santa, que su omnipotencia es santa, etc.); para el
propósito de comprender el concepto un poco mejor, la hemos
incluido como un atributo propio de Dios que Él comunica a los
suyos a tal grado, que puede con justicia hacer de la santidad un
mandato u obligación para el creyente.

Pero debemos entender, como se verá con más detalle cuando


49

se estudie la doctrina de la santificación en la materia


Fundamentos de la Fe, que la raíz hebrea de la palabra que
traducimos usualmente como “santo” señala en primera
instancia una separación y no a una elevada o superlativa
condición moral. Lo segundo viene a ser simple consecuencia de
lo primero. Dios es santo porque está separado de su creación.
Está más allá de ella.

No por nada decíamos que la santidad era tal vez la expresión


bíblica más clara de la trascendencia de Dios. El aspecto moral o
ético de la santidad no es, pues, lo primero que el vocablo
“santo” evoca en la Biblia, aunque de cualquier modo lo incluya
en su acepción. Así, pues, cuando Dios nos exhorta a ser santos a
semejanza suya nos está exhortando a separarnos de lo profano
para entrar en el ámbito de lo sagrado y permanecer allí con Él,
que es el Santo por excelencia15.

En la medida en que permanecemos en este ámbito la


transformación moral del creyente se efectúa por el simple
contacto que éste tiene con Dios, quien santifica todo lo que toca,
pero esta transformación moral es siempre posterior al acto por
el cual fue apartado o llamado a compartir la santidad o estado
de absoluta separación que Dios ostenta.

Una vez establecido lo anterior, hay que decir que definir la


santidad más allá de esto es una empresa bien difícil, pues la
esencia de la santidad de Dios es que Él está a tal grado
apartado y más allá de su creación que se encuentra por encima
de toda posible clasificación y comparación intramundana16 y

15
Lo sagrado y lo profano es una distinción ya clásica y contrastante dentro de las ciencias de la
religión en general, como lo veremos con más profundidad en la materia El Fenómeno Religioso
16
Es decir, relativo a cualquier persona o cosa de este mundo.
50

todo lo que podamos decir de Él (ya sea por medio de símbolos o


analogías), será siempre insuficiente y no le hará nunca completa
justicia17. Rudolf Otto lo expresó diciendo que Dios es “El
Totalmente Otro”18 y ya señalamos como Karl Barth popularizó la
expresión designándolo como “El Absolutamente Otro”.

Con todo, la santidad como atributo también es algo necesario a


la condición personal tanto de Dios como de la criatura humana.
Es justamente uno de los atributos comunicables de Dios que
más “personaliza” al ser humano haciendo brillar de nuevo en él
la imagen y semejanza divinas que Dios plasmó en su ser al
crearlo. La santidad que Dios nos comunica nos hace más
personas, o mejor dicho: verdaderas y cabales personas, pues
no se trata únicamente de que al ser constituidos santos por Dios
somos separados y llevados a trascender drásticamente nuestra
realidad inmediata y a transformar nuestra conducta de forma
consecuente, sino también a adquirir conciencia de nuestra
condición y dignidad personal que nos diferencia de todas las
demás criaturas de la creación con las cuales, si bien
compartimos características físico-químicas y biológicas comunes
y similares entre sí, no obstante nos diferenciamos o estamos

17
En el campo de la teología evangélica actual el teólogo R.C. Sproul se ha ocupado del tema de la
santidad de Dios de una manera muy asequible y amena al común de los lectores, sean estos
legos o no en el asunto. Su libro La Santidad de Dios también está llamado a convertirse en un
clásico sobre el tema y la serie de conferencias en video basadas en esta obra son un
complemento magistral para el libro dadas las indiscutibles dotes de Sproul, no sólo como teólogo,
sino también como comunicador.
18
Rudolf Otto es conocido por abordar el tema de la santidad de Dios desde una perspectiva
fenomenológica y no teológica en su obra clásica, de obligada lectura para intentar comprender el
concepto de santidad, bajo el título de Lo Santo. Lo racional e irracional en la idea de Dios. De
hecho la santidad es un tema recurrente y casi obsesivo en el campo de la fenomenología de la
religión, como tendrá oportunidad de verse de manera más bien panorámica en la ya mencionada
materia de El Fenómeno Religioso contemplada en el programa de estudio. Y la obra de Otto ha
sido desde su publicación referente obligado para todos los fenomenólogos de la religión y ha sido
incluso una cantera para proveer de terminología a las ciencias de la religión, particularmente a la
fenomenología, que echa mano de algunas expresiones puntuales utilizadas por Otto y las define
para hacer de ellas expresiones técnicas en el campo de la fenomenología de la religión.
51

drásticamente separados de ellas gracias a nuestra única y


exclusiva condición personal y espiritual que no admite
comparación con ninguna otra criatura de la naturaleza y que nos
eleva por encima de ella haciéndonos semejantes a Dios.

Viene al caso lo dicho por Antonio Cruz: “La idea de que Dios no
puede interferir y modificar las leyes físicas del cosmos se basa
en el error de suponer que el universo está construido
únicamente sobre materia fría e impersonal. Sin embargo, la
Biblia afirma que el universo tiene una base personal. Antes que
la materia, existía la persona.” Dios, la realidad última del
universo es de carácter personal, al igual que el ser humano y al
comunicarnos su santidad Dios quiere hacernos también
conscientes de ello de tal modo que nos levantemos por encima
de los condicionamientos de la naturaleza bruta y honremos
nuestra condición personal actuando en este mundo de una
manera digna y acorde con esa condición.

Porque la dignidad del ser humano no radica en su tamaño físico


que es ínfimo y completamente insignificante en relación con el
universo en el cual fue colocado, sino en su condición personal
que hace que a pesar de su indiscutible pequeñez física haya, sin
embargo, sido creado por Dios como el centro de su creación
material. No ya como el centro físico del universo, sino como el
centro de su sentido y significado.

De aquí derivan incluso convicciones que sobrepasan el marco


religioso y encuentran expresión universal en el ámbito secular,
como aquella que afirma que “la vida humana es sagrada”,
consagrada en el derecho positivo de todas las culturas por
medio de las severas sanciones penales sobre cualquiera que
comete homicidio o asesinato. Pero ya se ampliará este tema en
52

la materia de Fundamentos de la Fe cuando veamos la doctrina


del hombre.

4. Los nombres de Dios

Las Escrituras se refieren a Dios de múltiples formas o con variados nombres propios
que expresan también aspectos diversos, pero puntuales y complementarios de la
inefable y cabalmente inabarcable realidad divina. En este propósito un sólo nombre
es insuficiente para lograr el cometido que Dios persigue de revelarse al ser humano
con miras a su salvación. Por eso Él eligió revelarse de distintas maneras dándose a
conocer con una serie de nombres diferentes, cada uno de los cuales expresa un
aspecto importante de su naturaleza o de su carácter que debemos tomar en cuenta
en nuestra relación con Él.

No se trata, pues, de dioses distintos, sino de un mismo Dios conocido por diferentes
nombres en las Escrituras, en la experiencia del pueblo de Israel y, finalmente, en la
experiencia de la Iglesia. De hecho, los intentos de definición de Dios por medio de
nomenclaturas o designaciones muy particulares y diferentes entre sí no se agota
con las Escrituras, sino que la historia da cuenta de intentos en este sentido por
parte de los pueblos primitivos que prosiguen hoy en día a través de las reflexiones
llevadas a cabo por los teólogos modernos.

Ya hemos citado, por ejemplo, las maneras en que teólogos cristianos como Rudolf
Otto, Kart Barth y Paul Tillich se refieren a Dios (“El Totalmente Otro”, “El
Absolutamente Otro” y “El Ser en Sí”, respectivamente). Asimismo, científicos y
pensadores seculares agnósticos como el físico inglés Stephen Hawking y el
psiquiatra austríaco Víctor Frankl, ante los límites con los que tropiezan en su intento
de explicación del mundo o de la psiquis humana con arreglo a las leyes ya
descubiertas por la ciencia, optan por referirse a esas realidades que no logran
definir o representar pero cuyo significado y efectos se pueden percibir claramente
con nombres como “singularidad” (Hawking) y “el sí mismo” (Frankl) que, desde
nuestra perspectiva, bien podrían tomarse como designaciones de la realidad divina
que ellos no están dispuestos a reconocer de manera expresa para poder conservar
53

así su rótulo de agnósticos.

A la diversidad de nombres explícitos para denotar la realidad de Dios también hace


alusión el pastor Darío Silva-Silva en la siguiente cita extractada de su libro El Reto
de Dios que, en el capítulo “El Gran Yo Soy en América” reza así: “… El Ser en Si, dijo
Tillich. Desde luego, estas nomenclaturas chocan con la visión ancestral de una imagen
divina antropomorfa; ese ídolo somatizado, con órganos de los sentidos, se llama Baal,
Osiris, Zeus, Júpiter, Pachamama, Xué cualquier cosa… Pero el Dios verdadero, Padre
del Salvador y Padre nuestro, es el Espíritu que habita en luz inaccesible, a Quien cada
lenguaje llama a su manera: el hebreo Yaveh, el árabe Alá, el inglés God, el español
Dios, pero no puede definirse con palabras, salvo si nos atrevemos a llamarlo el Gran
Quiensabe… Como lo demuestra el ya mencionado investigador Izquierdo Gallo, C.M.F.:
„La etnología moderna ha descubierto el monoteísmo como constitutivo de la religión
más primitiva‟.

El Tetragramatón Inefable YHWH, que se descrifra como YO SOY ha sido


reencontrado en la escritura criptográfica del inconciente colectivo como fundamento
de la memoria ancestral. Vitalismo primitivo…

La escuela histórico-cultural, representada por sabios como Lang, Ratzel, Frobenius y


Schmidt, ha encontrado en pueblos actuales de cultura rudimentaria la realidad del
monoteísmo. Los pigmeos de África, los semang de Malaca, los andamaneses de las
islas del Golfo de Bengala y los aruntas de Australia, profesan la fe monoteísta.
Madagascar conoció el monoteísmo en sus primeros habitantes. Los kamilaroi llaman
Baiamé al Dios Supremo. Los bosquimanos creen en un Creador de todas las cosas,
cuyo nombre es Cana. Los bantúes adoran a un Padre Universal al que nominan
Okuku. Además, pueblos no genuinamente monoteístas reconocen la existencia de un
Ser Supremo. Los esquimales hablan de Torngarsuk. Los pielesrojas adoran a Manitu,
el Gran Espíritu. Otras tribus de Norteamérica denominan a Dios como el Dueño de la
Vida, Nuestro Padre el Cielo, el Gran Misterio, etc. Los sioux le han dado el nombre de
Wakonda, es decir, Fuente de la Vida”.

Pero después de estos párrafos introductorios, vayamos ahora sí a los nombres bíblicos
54

para Dios.

4.1. Elohim

“Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Gén. 1:1). Este es el nombre con
el que se inicia la Biblia y el primero en ser atribuido a Dios. A riesgo de incurrir
en una obviedad, hay que decir sin embargo que se traduce usualmente como
“Dios”, a secas, en el castellano. Pero su traducción no ha sido una labor tan
fácil y sencilla como puede parecer a primera vista.

Esto se debe, en primer lugar, a que es una palabra plural, de modo que su
exacta traducción sería “dioses”. No obstante lo anterior, en los pasajes en que
se menciona a Dios como “Elohim” este nombre está acompañado casi
invariablemente del verbo correspondiente en singular y no en plural, como
puede verse en el versículo citado del Génesis. Por lo anterior los teólogos
cristianos han apelado a este nombre para apuntalar el misterio de la Trinidad,
viendo en el nombre Elohim referido a Dios una alusión velada a la pluralidad en
unidad que caracteriza a la divinidad.

El asunto se complica un poco más cuando consideramos que, en realidad, el


uso de esta palabra en el hebreo bíblico da a entender que Elohim no es un
“nombre” en el sentido exacto del término. Lo es cuando se refiere a Dios19, en
cuyo caso la transliteración adecuada al español sería “Elohim” (comenzando
con mayúscula, para indicar nombre propio). Pero no siempre se refiere a Dios, y
es en estos casos en donde funciona más como un título que como un nombre
propio. Y como título “elohim” (transliterado al español con minúscula inicial) se
aplica, además de al Dios Creador, también a aquellos que han sido colocados
por Él en posiciones de gran responsabilidad, liderazgo y autoridad.

Así sucede, por ejemplo, en relación con los ángeles, en pasajes tales como el
salmo 8:5, traducido así en diferentes versiones bíblicas: “Pues lo hiciste poco

19
Aproximadamente 2.310 veces de las 2.570 ocasiones en que se utiliza el término “elohim” en el
Antiguo Testamento éste se refiere a Dios, es decir, la abrumadora mayoría de las veces.
55

menos que un dios…” (NVI); “Le has hecho poco menor que los ángeles…”
(RVR)20, en donde la palabra hebrea traducida indistintamente como “dios” (con
minúscula) y “ángeles” es “elohim”. La misma idea se encuentra en el salmo
29:1 al traducir “elohim”: “Tributen al SEÑOR, seres celestiales…” (NVI); “Tributad
a Jehová, oh hijos de los poderosos…” (RVR); “¡Rendid a Yahveh, hijos de Dios…”
(BJ)21.

De igual modo y para confirmar el uso de “elohim” como un título y no sólo como
un nombre propio exclusivo de Dios, tenemos que en la Biblia cuando un ser
humano recibe poder o asignación especial de parte de Dios, se le considera
también, hasta cierto punto, como “elohim” en razón de la autoridad delegada
que ostenta. Los jueces de Israel son, por tanto, identificados algunas veces
como “elohim”. Así sucede en Éxodo 22:9: “En todos los casos de posesión
ilegal, las dos partes deberán llevar el asunto ante los jueces [elohim]…”22 en
donde “elohim” no hace alusión propiamente a divinidad, sino a autoridad
delegada por Dios que debe ejercerse de manera responsable.

Eso explica también algunas porciones de los salmos en las cuales Dios se dirige

20
La Biblia de Jerusalén lo traduce igual que la Nueva Versión Internacional, pero en el comentario
a este versículo dice: “El autor piensa en los seres misteriosos que forman la corte de Yahveh… los
«ángeles» del griego y de la Vulgata…”. La Nueva Versión Internacional es más escueta en su
comentario de pie de página, pero sigue la misma línea de la Biblia de Jerusalén, indicando una
traducción alterna así: “Los ángeles o los seres celestiales”.
21
Recordar lo ya establecido en el sentido de que la expresión “hijos de Dios” en el Antiguo
Testamento está reservada a los ángeles, y no a los creyentes de manera individual, como en el
Nuevo Testamento.
22
De hecho, en éste y otros pasajes similares en donde se utiliza “elohim” (ver también Éxo. 21:6;
22:8) la Biblia de Jerusalén prefiere traducir “ante Dios” y no “ante los jueces”, y aún la Nueva
Versión Internacional, que en los tres casos prefiere “ante los jueces” señala sin embargo en el pie
de página de los tres pasajes que una traducción alterna sería “ante Dios”. Lo mismo sucede en 1
Samuel 2:25, en donde la Biblia de Jerusalén y la Nueva Versión Internacional traducen “Dios”,
donde la Reina Valera Revisada prefiere traducir “jueces”. En el caso del salmo 58:1 la Nueva
Versión Internacional coloca “gobernantes” donde la Biblia de Jerusalén prefiere “dioses” y en el
salmo 138:1 tanto la Nueva Versión Internacional como la Reina Valera Revisada optan por
“dioses” en contraste con la Biblia de Jerusalén que se inclina por “ángeles”. Pero esta
ambigüedad en la traducción de “elohim” está restringida a estos pocos pasajes. En el resto de
ocasiones en que se utiliza en el Antiguo Testamento, el contexto es lo suficientemente claro para
que el sentido y la traducción de la palabra sea unánime entre las diferentes versiones y
traducciones de la Biblia.
56

con amonestaciones mordaces a los líderes que no han utilizado bien la


autoridad divina delegada inherente a sus cargos: “Dios preside el consejo
celestial; entre los dioses dicta sentencia: «¿Hasta cuándo defenderán la
injusticia y favorecerán a los impíos? Defiendan la causa del huérfano y del
desvalido; al pobre y al oprimido háganles justicia. Salven al menesteroso y al
necesitado; líbrenlos de la mano de los impíos. »Ellos no saben nada, no
entienden nada. Deambulan en la oscuridad; se estremecen todos los cimientos
de la tierra. »Yo les he dicho: "Ustedes son dioses; todos ustedes son hijos del
Altísimo." Pero morirán como cualquier mortal; caerán como cualquier otro
gobernante.» Levántate, oh Dios, y juzga a la tierra, pues tuyas son todas las
naciones.” (Sal. 82:1-8)23.

En lo atinente a los jueces, líderes o gobernantes humanos, estos deben, por


tanto, tener siempre presente la seriedad de su responsabilidad al juzgar y
gobernar, pues en Israel el presentarse ante los legítimos jueces en funciones
era presentarse ante Dios (Dt. 19:17), y también recordar que en último término
“… a un alto oficial lo vigila otro más alto, y por encima de ellos hay otros altos
oficiales” (Ecl. 5:8), en la cúspide de los cuales está Dios o “Elohim” ante quien
deben comparecer todos los demás “elohim”, sean éstos ángeles o seres
humanos, de tal modo que toda autoridad o poder relativo que los “elohim”
posean, lo tienen por delegación expresa de “Elohim”, tal y como el Señor
Jesucristo se lo recordó al gobernador Poncio Pilato en su momento, cuando éste
alardeó del poder que tenía sobre Él: “No tendrías ningún poder sobre mí si no

23
En el Nuevo Testamento el Señor Jesucristo cita este pasaje dirigiéndose a los líderes religiosos
del pueblo que se oponían a Él, para confundirlos al señalarles su inconsecuencia, pues estaban
dispuestos a aceptar la designación de “elohim” para ellos mismos tal como ésta aparece en el
hebreo del Antiguo Testamento atribuida a los líderes mortales del pueblo, pero le negaban a
Cristo, verdadero Dios, la misma atribución, escandalizándose y acusándolo de blasfemia cuando
daba a entender que Él era el Hijo de Dios: “No te apedreamos por ninguna de ellas sino por
blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces pasar por Dios.
¿Y acaso respondió Jesús no está escrito en su ley: "Yo he dicho que ustedes son
dioses" ? Si Dios llamó "dioses" a aquellos para quienes vino la palabra (y la Escritura no puede
ser quebrantada), ¿por qué acusan de blasfemia a quien el Padre apartó para sí y envió al mundo?
¿Tan sólo porque dijo: "Yo soy el Hijo de Dios" ? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean.
Pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a mis obras, para que sepan y entiendan que el
Padre está en mí, y que yo estoy en el Padre” (Jn. 10:33-38).
57

se te hubiera dado de arriba…” (Jn. 19:11).

Por último, dados estos usos de la palabra “elohim” en el Antiguo Testamento


como título y no como nombre propio de Dios, es de esperar que en algunos
pasajes si se refiera expresamente a los dioses de los pueblos paganos que
conducen a la idolatría condenada en las Escrituras de principio a fin, y no sólo a
los ángeles de manera vaga (sin distinguir entre ángeles de Dios y ángeles
caídos o demonios), o a los jueces o gobernantes del pueblo. En muchos de
estos casos la expresión hebrea es “elohim ajerim”, es decir “dioses extraños”.
Pero no debe verse en estos pasajes una concesión al politeísmo pagano, sino
simplemente una advertencia que tiene en cuenta el hecho ya registrado
previamente de que los demonios o ángeles caídos suelen promover la idolatría
para camuflarse en las deidades paganas y recibir así el culto y la adoración de
los pueblos correspondientes.

Ya el apóstol Pablo lo señalaba bien en sus epístolas, quien a pesar de


desestimar por completo a los ídolos como nada (1 Cor. 8:4-6), dice un poco
después: “Por tanto, mis queridos hermanos, huyan de la idolatría… ¿Qué quiero
decir con esta comparación? ¿Qué el sacrificio que los gentiles ofrecen a los
ídolos sea algo, o que el ídolo mismo sea algo? No, sino que cuando ellos
ofrecen sacrificios, lo hacen para los demonios, no para Dios, y no quiero que
ustedes entren en comunión con los demonios” (1 Cor. 10:14, 19-20). Después
de todo, el mismo apóstol nos revela que “… Satanás mismo se disfraza de ángel
de luz” (2 Cor. 11:14).

Así, pues, los ángeles, incluyendo entre ellos a los demonios, son “elohim” en
el sentido de que les ha sido comisionada autoridad y aún los ángeles que no
guardaron su dignidad o posición original (ángeles caídos o demonios), continúan
recibiendo ese nombre debido al papel que les ha sido asignado y que nunca fue
revocado por Dios, ante quien tendrán que dar cuenta. En palabras de D. A.
Hayyim: “… los „principados y potestades‟ de las tinieblas tiene poder para hacer
daño, para hacer el mal, y aún así son llamados „elohim‟, no en el sentido de que
58

sean dioses verdaderos, no en el sentido de que sean divinos, sino en el sentido


de que tienen poder o han sido investidos con cierta autoridad”.

Poder y autoridad que nunca han perdido del todo a pesar del mal uso que han
hecho de ambos y que justifica que sigan siendo llamados “elohim”. No por nada
el apóstol Pablo, ya en el Nuevo Testamento, se refiere a Satanás como “el dios
de este mundo” (2 Cor. 4:4). Sea como fuere, “Elohim” como nombre propio y no
como título es un nombre exclusivo de Dios y apunta a su poder creador y a su
autoridad sobre su creación, que se hallan muy por encima de cualquier otro
poder o autoridad angélica o humana, las cuales dependen siempre de Dios y
responden ante Él como fuente última de todo poder o autoridad
indistintamente.

4.2. YHWH (o también YHVH: Yahveh)

“Pero Moisés insistió: Supongamos que me presento ante los israelitas y les
digo: "El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes." ¿Qué les respondo
si me preguntan: "¿Y cómo se llama?" Yo soy el que soy respondió Dios a
Moisés. Y esto es lo que tienes que decirles a los israelitas: "Yo soy me ha
enviado a ustedes." Además, Dios le dijo a Moisés: Diles esto a los israelitas: "El
SEÑOR, el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me
ha enviado a ustedes. Éste es mi nombre eterno; éste es mi nombre por todas
las generaciones.‟” (Éxo. 3:14-15).

En realidad, este nombre aparece por primera vez en Génesis 2:4, pero en
combinación con Elohim. La combinación de estos dos nombres continúa hasta
Génesis 4:1 en donde YHWH aparece por primera vez solo. Pero por la
centralidad e importancia que, en relación con este nombre, tiene este conocido
pasaje del libro del Éxodo, vamos a enfocarnos en él para ocuparnos de este
nombre divino. En efecto, tenemos aquí el nombre propio de Dios conocido
técnicamente como “el Tetragrámaton”.

En el pasaje citado del Éxodo, extractado de la Nueva Versión Internacional de la


59

Biblia, se sustituye el Tetragrámaton en el inicio del versículo 15 por el nombre


“El SEÑOR” en letras versales (letras con grafía de mayúsculas, pero en tamaño
de minúsculas). Dejemos, entonces, que los traductores de la Nueva Versión
Internacional nos expliquen lo relativo a este nombre propio de Dios y a su
sustitución por “El SEÑOR” en éste y otros múltiples pasajes del Antiguo
Testamento:

“La Nueva Versión Internacional, al igual que otras versiones contemporáneas


de la Biblia, pone la palabra “SEÑOR” en lugar de las correspondientes cuatro
consonantes del texto consonantal hebreo, conocidas como el tetragrámaton:
hwhy, “YHVH”.

A primera vista, para quien conoce el sentido de la raíz hebrea que forman esas
consonantes, YHVH no tiene nada que ver con SEÑOR. El significado de YHVH está
relacionado con el verbo hebreo que se traduce al castellano como “ser”,
mientras que “Señor” es la traducción de la palabra hebrea “Adonay”.

Aunque se ha debatido mucho el origen y significado exacto de YHVH, el consenso


general de los especialistas es que YHVH significa simplemente “Él es”. Esto se
deduce como consecuencia lógica de la forma verbal de la primera persona que
aparece en Éxodo 3:14: “vehyeh”, “Yo soy”. Si Dios dice de sí mismo “Yo soy”, el
pueblo dice de Dios “Él es”. La forma verbal detrás de esta traducción es un
imperfecto del tema verbal conocido en la gramática hebrea como “qal” (la
forma simple del verbo hebreo). Su pronunciación parece ser la de “yahvé” o
“yavé”. Así lo comprueban algunos textos griegos de la época patrística.

Este nombre dejó de pronunciarse desde la época del Antiguo Testamento,


concretamente, durante el exilio. Cuando se tradujo la Biblia hebrea o Antiguo
Testamento al griego, los traductores usaron en forma sistemática la palabra
“Kyrios” (“Señor”) en lugar de YHVH. Así se respetó la tradición y la práctica
impuesta por los judíos de evitar pronunciar el nombre sacrosanto de Dios. En
las sinagogas, donde el texto hebreo siguió en uso, cada vez que aparecía en la
lectura la palabra YHVH el lector automáticamente pronunciaba la palabra hebrea
60

“Adonay” (“Señor”). Los autores del Nuevo Testamento usaron la palabra


“Kyrios” para representar YHVH. De manera que en las citas que tenemos del
Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento, se utiliza la palabra “Kyrios”
(Señor) en lugar de YHVH.

Muchos siglos después, ya en plena era cristiana, los eruditos judíos, conocidos
como masoretas, inventaron una puntuación vocálica y la unieron al texto
consonantal sin violentar su integridad. Eso se hizo para evitar la pérdida de la
pronunciación correcta y del sentido o significado correcto de las palabras
hebreas. Así, cada palabra hebrea de lo que hoy se conoce como “texto
masorético”, tiene el texto consonantal acompañado de su respectiva
puntuación vocálica. Sin embargo, eso no sucedió con el nombre de Dios, YHVH.

Los masoretas no colocaron las vocales correspondientes, sino que


acompañaron el texto consonantal YHVH con los puntos vocálicos de “Adonay”
(Señor). La intención era comunicarle al lector que aunque estuvieran presentes
las consonantes del nombre sacrosanto de Dios, éste no debía pronunciarse,
sino que en su lugar se pronunciaría el equivalente hebreo de “Señor”, es decir,
“Adonay”. Esta práctica que también se sigue en algunas otras palabras del
texto bíblico, se conoce con la expresión “qereb” y “qetib” (“así se lee” y “así se
escribe”).

A principios del siglo XII d. C., surgió el anhelo de proveer a la cristiandad de


nuevas traducciones bíblicas hechas directamente de los idiomas originales y no
del latín de la Vulgata, traducción hecha por S. Jerónimo en el siglo IV d. C. Y así
fue como se inició la escritura y lectura del la palabra “Jehová”. Esta palabra es
una forma híbrida, está formada por las consonantes de “Yahveh” y las vocales
de “Adonay”. La palabra Jehová no existe, pues, en sí en el texto original hebreo
de la Biblia. Es una invención del siglo XII d. C. que resultó de la combinación de
las consonantes del término “Yahve”, con las vocales de la palabra “Adonay”.
Cuando se tradujeron Biblias como la Reina Valera (siglo XVI d. C.), se siguió esa
práctica. Por eso es que hasta el día de hoy todas las revisiones y versiones
61

basadas en la Reina Valera usan Jehová para referirse al nombre de Dios.

Si se quisiera traducir literalmente el nombre original de Dios, se deberían usar


las formas “Yahvé” o “Yavé”. Así hacen varias versiones contemporáneas, como
la “Nueva Biblia de Jerusalén” y la “Biblia Latinoamericana”. Sin embargo, la
mayoría de las versiones tanto católicas como protestantes prefieren usar el
título “Señor”. De esta manera, se respeta la tradición establecida en los textos
hebreos transmitidos por los judíos, desde la antigüedad hasta nuestros días, y
se evita usar de manera indiscriminada el nombre sacrosanto de Dios. Además,
el título “Señor” ha probado ser la mejor opción para el uso y aceptación de una
traducción bíblica en el ámbito universal. El uso de la palabra “Jehová” no solo
hace caso omiso e la realidad lingüística del nombre divino, sino que crea
muchas resistencias entre círculos tanto judíos como de otros cristianos y
creyentes ilustrados, que no ven la razón para que se siga utilizando un término
que nunca estuvo en los originales de la Biblia.

Por el contrario la palabra Señor, como traducción del griego “Kyrios”, que es a
su vez traducción del nombre hebreo “Adonay”, sí es un término bíblico con el
que se identificaba a Dios. Y ya lo hemos dicho, era el término que los judíos
pronunciaban siempre que aparecía el tetragrámaton inefable del nombre de
Dios: YHVH, el cual no les era permitido pronunciar.”

Lo único que habría que añadir al anterior extracto es que el Tetragrámaton es


considerado por muchos como el nombre más personal de Dios y constituye el
fundamento bíblico utilizado por Tillich para justificar su designación de Dios
como “El Ser en Sí” y también para afirmar que en estricto rigor Dios no existe,
sino que Dios sencillamente es.

4.3. El Elyon

“Y Melquisedec, rey de Salén y sacerdote del Dios altísimo, le ofreció pan y vino”
(Gén. 14:18). Este nombre divino se traduce como “el Altísimo” a partir de este
pasaje del Génesis en donde aparece por primera vez. El hecho de que la
62

revelación de este nombre esté asociada al enigmático personaje de


Melquisedec, a quien étnicamente habría que catalogar como un gentil24, ha
llevado a algunos estudiosos a afirmar que con este nombre se quiere señalar el
derecho de propiedad divina, no sólo sobre su pueblo escogido, sino también
sobre toda la raza humana y la creación en general (los cielos y la tierra), como
parece reconocerlo Abram al dar a Melquisedec los diezmos de todo y declarar,
acto seguido, lo siguiente: “Pero Abram le contestó: —He jurado por el SEÑOR, el
Dios altísimo, creador del cielo y de la tierra, que no tomaré nada de lo que es
tuyo, ni siquiera un hilo ni la correa de una sandalia…” (Gén. 14:22).

De hecho la Biblia apela a la propiedad de Dios sobre todo lo que existe para
justificar su prerrogativa y su derecho a repartir la tierra, no solo entre su pueblo,
sino también entre todas las naciones gentiles. Y lo hace de nuevo apelando al
nombre El Elyon: “Cuando el Altísimo dio su herencia a las naciones, cuando
dividió a toda la humanidad, les puso límites a los pueblos según el número de
los hijos de Israel” (Dt. 32:8 cf. Hc. 17:26).

Parece ser, entonces, que el nombre El Elyon trasciende al pueblo de Israel e


incluye de algún modo su revelación a los gentiles; revelación siempre
insuficiente en orden a la salvación pero que anticipa y anuncia de forma velada
la universalidad del evangelio de Cristo, descrito por el apóstol como: “… poder
de Dios para la salvación de todos los que creen: de los judíos primeramente,
pero también de los gentiles” (Rom. 1:16).

Como confirmación de lo anterior puede citarse al profeta Daniel, quien al


dirigirse a los babilónicos, un pueblo gentil o pagano, recurre insistentemente al

24
Es decir, como alguien que no desciende de Abraham y no pertenece, por lo tanto, al pueblo
escogido por Dios en el Antiguo Testamento: los hebreos, israelitas o judíos. Valga decir que el
sacerdocio de Melquisedec tipifica el futuro sacerdocio perfecto, incluyente y universal de Cristo
que trasciende el estrecho ámbito de la nación hebrea con su posterior establecimiento del
imperfecto, excluyente y restringido sacerdocio aarónico, inferior desde todo punto de vista al
sacerdocio de Cristo, tal como se nos revela con suficiencia en el salmo 110 y en la epístola de los
Hebreos en el Nuevo Testamento. Por eso no es descabellado pensar que el enigmático
Melquisedec, más que tipificar meramente el futuro sacerdocio perfecto de Cristo, pueda ser
incluso una prefiguración o aparición previa del Cristo preexistente antes de encarnarse como
hombre en el vientre de la virgen María.
63

nombre El Elyon para instarlos a: “… que todos los vivientes reconozcan que el
Dios Altísimo es el soberano de todos los reinos humanos, y que se los entrega a
quien él quiere, y hasta pone sobre ellos al más humilde de los hombres” (Dn.
4:17), idea reiterada en los mismos términos en el versículo 25 y 32-35 del
mismo capítulo, así como en el capítulo 5 desde el versículo 18 al 21. Por otra
parte, la trascendencia de Dios se expresa aquí nuevamente a través de este
nombre que apela a la altura o a la estatura para señalar que Dios se encuentra
por encima de todo, trascendiéndolo siempre.

4.4. Adonai

Hemos visto que en la Nueva Versión Internacional, siempre que aparece el


nombre hebreo de Dios conocido como “tetragrámaton” no se traduce sino que
se sustituye por el término castellano “SEÑOR”25, razón por la cual en esta
traducción de la Biblia al español el nombre hebreo Adonai, cuya traducción
literal al español sí es “Señor”, da la impresión de aparecer muy temprano en el
relato bíblico, cuando lo cierto es que en el hebreo éste nombre no aparece
hasta Génesis 15:2 “Dijo Abram: «Mi Señor [Adonai] Yahveh, ¿qué me vas a dar,
si me voy sin hijos…?” (BJ).

Por lo tanto, sólo es a partir de este momento que comienza a atribuirse este
nombre a Dios y no antes. En relación con “Adonai” hay que decir también que,
de manera similar a “elohim”, este nombre se aplica en el Antiguo Testamento
tanto a la deidad (la gran mayoría de las veces) como al ser humano (muy
ocasionalmente). Por eso, en las traducciones al español este nombre se escribe
con mayúscula si se aplica a Dios, para distinguirlo de sus aplicaciones al ser
humano, en cuyo caso más que “señor” (con minúscula), significa “amo” (Gén.

25
Sin embargo, es necesario decir que la Nueva Versión Internacional establece con claridad que
cuando aparece “SEÑOR” en letras versales se le está indicando con ello al lector que allí no ha
habido en realidad traducción sino sustitución del nombre hebreo YHWH, mientras que cuando
aparece el nombre “Señor” en letra normal (Isa. 6:1), se indica que allí si se está traduciendo de
manera literal al español el nombre hebreo ADONAI. El mejor y más gráfico ejemplo de ambos
usos se encuentra en el salmo 110 en donde leemos en el primer versículo lo siguiente: “Así dijo el
SEÑOR [YHWH] a mi Señor [Adonai]...” (Sal. 110:1)
64

24:9-10, 11), o “esposo” (Gén. 18:12).

Este nombre tiene también sus propias dificultades derivadas del hecho de que
en hebreo existe otro nombre que significa “señor” pero que parece reservarse a
los ídolos de las naciones paganas que rodeaban a Israel. Este nombre es
“Baal”, que no se traduce sino que únicamente se translitera al español. Parece
ser que debido a que en principio tanto “Adonai” como “Baal” significaban lo
mismo, los judíos llegaron a atribuir ambos nombres de manera indistinta a Dios
generando confusión en el culto debido a Él, abriendo la puerta para que,
inadvertidamente, se terminará incorporando a los baales paganos en la
adoración exclusiva debida al Adonai verdadero.

Esto es lo que reflejan pasajes bíblicos en los que Dios amonesta al pueblo en
estos términos: “¿Hasta cuándo seguirán dándole valor de profecía a las
mentiras y delirios de su mente? Con los sueños que se cuentan unos a otros
pretenden hacer que mi pueblo se olvide de mi nombre, como sus antepasados
se olvidaron de mi nombre por el de Baal” (Jer. 23:26-27), así como la afirmación
de Dios a través del profeta Oseas en el sentido que: “»En aquel día afirma el
SEÑOR, ya no me llamarás: „mi señor‟ [baal], sino que me dirás: „esposo mío‟. Te
quitaré de tus labios el nombre de tus falsos dioses [baales], y nunca más
volverás a invocarlos” (Ose. 2:16-17).

Así se expresa al respecto D. F. Payne, experto en estudios semíticos: “Yahvéh


era „amo‟ y „esposo‟ para Israel, y por lo tanto lo llamaban „Baal‟, con toda
inocencia; pero naturalmente esta práctica condujo a una confusión del culto a
Yahvéh con los rituales para los baales, y llegó el momento en que se hizo
necesario designar a Dios con algún título diferente…”. De cualquier modo, en el
desarrollo de la revelación a lo largo del Antiguo Testamento queda claro que
“baal” está reservado a los “señores” o dioses paganos de los pueblos idólatras
que rodeaban a Israel, mientras que “Adonai” está reservado al único Señor
verdadero.
65

Ahora bien, ¿en qué aspecto del carácter de Dios y de la relación del creyente
con Él recae el peso del nombre Adonai? La respuesta es: en el derecho de Dios
a exigir obediencia y el deber del creyente de brindársela. Dios es el Señor por
excelencia y por tanto debe ser obedecido de manera absoluta. El uso cortés y
habitual del término “señor” o “señora” en el español (y en otros idiomas
también), para dirigirse a una gran variedad de personas en el marco de los
convencionalismos sociales que apelan a la urbanidad y las buenas maneras,
nos ha hecho perder de vista esta obvia y primaria connotación del término que
era muy clara en la antigüedad.

Pero esta connotación aún se conserva de manera más bien excepcional en


algunos contextos hispano parlantes, por medio de la aún vigente exigencia que
los padres hacen a sus hijos de dirigirse a ellos como “señor” o “señora” cuando
responden a sus llamados o requerimientos, o también cuando asienten a sus
instrucciones (“Si señor”, “si señora”), en señal de que les deben obediencia a
sus padres. Por eso es que el Señor Jesucristo subraya el evidente contrasentido
de llamarlo “Señor” (del griego Kyrios o Kúrios, equivalente del hebreo Adonai),
sin brindarle al mismo tiempo la debida obediencia: “»¿Por qué me llaman
ustedes "Señor, Señor" , y no hacen lo que les digo?” (Lc. 6:46), pronunciándose
de manera sentenciosa y concluyente al respecto con estas palabras: “»No todo
el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que
hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo [es decir, el que obedece]” (Mt.
7:21).

Para no dejar lugar a dudas sobre el carácter definitivo o final del señorío de Dios
sobre sus criaturas, en el Apocalipsis se identifica a Cristo como: “REY DE REYES Y
SEÑOR DE SEÑORES” (Apo. 19:16), puntualizando mejor lo ya dicho por el apóstol
Pablo: “… Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo
nombre, para que ante el nombre de Jesús… toda lengua confiese que Jesucristo
es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:11).

4.5. El Shadai
66

Nombre divino en el hebreo que aparece por primera vez en Génesis 17:1
“Cuando Abram tenía noventa y nueve años, el SEÑOR se le apareció y le dijo: Yo
soy el Dios Todopoderoso. Vive en mi presencia y sé intachable” (Gén. 17:1). Su
traducción habitual al español es, como se ve aquí, el Dios Todopoderoso,
nombre que evoca de manera directa e inmediata el atributo de Dios de la
omnipotencia, por lo cual todo lo dicho previamente en relación con este atributo
divino está contenido ya de manera implícita en este nombre.

El significado de este nombre está, pues, claro; a lo cual hay que añadir que se le
atribuye a Dios con exclusividad. Sin embargo, parece ser que el significado de
este nombre va más allá del hecho de aludir al atributo de la omnipotencia a
secas, sino que hace referencia a la omnipotencia de Dios pero en relación con
el ser humano o, dicho de otro modo, ejercida a favor del ser humano (el
creyente en particular). Es decir que este nombre evoca el poder ilimitado de
Dios por el cual Él se basta a sí mismo (Autosuficiente), pero en el marco de lo
que la teología llama Providencia, ya definida brevemente en la nota de pie de
página No. 30.

Por eso algunos estudiosos del tema afirman que El Shadai no debería
traducirse meramente como el Dios Todopoderoso, sino como el Dios
Todosuficiente, para señalar el rasgo que este nombre posee de hacer referencia
al atributo divino de la omnipotencia, pero en relación con la criatura humana.
Tal vez algunas afirmaciones bíblicas nos ayuden a entender mejor en qué
sentido Dios es el “Todosuficiente”. Así lo reconoció, por ejemplo, el rey David al
declarar: “¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, ya nada quiero en
la tierra” (Sal. 73:25), convicción plasmada también en el Nuevo Testamento por
el apóstol Pablo en porciones como ésta: “Es más, todo lo considero pérdida por
razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he
perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo” (Fil. 3:8).

Salta a la vista que tanto para David como para el apóstol Pablo Dios es el
“Todosuficiente”. Y para que no queden dudas al respecto el apóstol nos
67

informa, por una parte, que: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil.
4:13), y por otra también que: “Así que mi Dios les proveerá de todo lo que
necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Fil.
4:19). El nombre de El Shadai nos revela entonces que Dios es, no sólo el
Todopoderoso, sino más exactamente, el Todosuficiente.

4.6. El Olam

“Abraham plantó un tamarisco en Berseba, y en ese lugar invocó el nombre del


SEÑOR, el Dios eterno” (Gén. 21:33). Traducido comúnmente como “El Eterno”,
este nombre propio de Dios evoca de inmediato el atributo divino de la eternidad,
a semejanza de lo sucedido con “El Shadai” (El Todopoderoso o Todosuficiente),
que evocaba el atributo de la omnipotencia. Por lo tanto, todo lo dicho en
relación con el atributo divino de la eternidad se aplica a Dios cuando se le llama
“El Olam”.

Lo único que habría que añadir al respecto como dato relacionado es que en
algunas comunidades dentro del judaísmo, cada vez que leen el Antiguo
Testamento en el hebreo original y se encuentran con el tetragrámaton YHWH,
que para ellos es el Nombre Inefable (es decir, innombrable o
impronunciable), no siempre lo sustituyen en la lectura por el acostumbrado
Adonai (El Señor), sino también por el hebreo “HaShem” (El Nombre) o por “El
Eterno”.

4.7. Los nombres compuestos

En las Escrituras a veces se da una combinación de los anteriores nombres de


Dios, una de las cuales es muy común: YHWH Elohim (“Dios el SEÑOR” en la
Nueva Versión Internacional)26. Pero, por su profundidad de contenido práctico

26
En Génesis 15:2 se da la combinación YHWH Adonai, cuya traducción en la Nueva Versión
Internacional es “… SEÑOR y Dios…”, en donde YHWH se sustituye como siempre por “SEÑOR”,
mientras que Adonai se traduce como “Dios” y no como “Señor”, como debería ser, pues de lo
contrario hubiera dado lugar en el español a la expresión: “… SEÑOR (YHWH) y Señor (Adonai)…”
que, por redundante, sonaría mal en el castellano. Pero la Reina Valera si traduce aquí “Señor
Jehová” y la Biblia de Jerusalén “Mi Señor, Yahveh…”
68

para el creyente, son los nombres añadidos al Tetragramatón Inefable los que
vamos a enumerar y describir brevemente enseguida.

4.7.1. YHWH-Jireh

“Abraham alzó la vista y, en un matorral, vio un carnero enredado por los


cuernos. Fue entonces, tomó el carnero y lo ofreció como holocausto, en
lugar de su hijo. A ese sitio Abraham le puso por nombre: «El SEÑOR
provee.» Por eso hasta el día de hoy se dice: «En un monte provee el
SEÑOR.»” (Gén. 22:13-14). Teniendo en cuenta que, según la revelación
que Dios hace de sí mismo a Moisés posteriormente, el significado de
YHWH es “Yo soy”; lo que este nombre compuesto indica al creyente que
entra en diálogo con Dios es: “Yo soy tu proveedor”.

En relación con Abraham en el episodio culminante de su fe cuando, en


obediencia a Dios, estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, Dios
proveyó de manera inmediata el carnero para sustituir a Isaac en el
sacrificio. Pero esto era tan sólo una muestra anticipada de la verdadera
provisión de Dios para la humanidad cuando, cerca de 2.000 años
después de Abraham, YHWH-Jireh vuelve a proveernos con la víctima para
el sacrificio expiatorio definitivo de la humanidad: su propio Hijo Unigénito.
Y a diferencia de lo sucedido con Abraham, aquí no hubo un ángel que
detuviera al verdugo, sino que nuestro Señor Jesucristo sí fue literalmente
sacrificado por nuestros pecados.

Este nombre nos recuerda, pues, que Dios no es únicamente el Proveedor


por excelencia, sino también la Provisión. Él es el dador que se da a sí
mismo a la humanidad para morir por nuestros pecados. Y es en virtud de
ello que el apóstol puede dirigirse así a la iglesia para decirnos algo que
se cae de su peso: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente,
junto con él, todas las cosas?” (Rom. 8:32), para concluir la idea de forma
terminante con esta afirmación ya citada previamente, pero de nuevo
69

pertinente: “Así que mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten,


conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús” (Fil. 4:19).

4.7.2. YHWH-Rafah

“Les dijo: «Yo soy el SEÑOR su Dios. Si escuchan mi voz y hacen lo que yo
considero justo, y si cumplen mis leyes y mandamientos, no traeré sobre
ustedes ninguna de las enfermedades que traje sobre los egipcios. Yo soy
el SEÑOR, que les devuelve la salud.»” (Exo. 15:26). Apoyándonos en este
pasaje, la idea que este nombre transmite al creyente en su relación de
cercanía e intimidad con Dios es: “Yo soy tu sanador”, evocando, por una
parte, todos los episodios de sanidad impartida por Dios a su pueblo a lo
largo de la Biblia, destacándose entre ellos las sanidades llevadas a
cabo por Cristo en los evangelios, así como las promesas
veterotestamentarias de sanidad para el creyente.

Dentro de éstas se destacan dos: “Ciertamente él cargó con nuestras


enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos
herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras
rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo,
precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isa. 53:4-
5); “»Sin embargo, les daré salud y los curaré; los sanaré y haré que
disfruten de abundante paz y seguridad” (Jer. 33:6).

A este respecto, no sobra recordar que la enfermedad física sólo es un


síntoma de la verdadera enfermedad: el pecado. Por eso una sanidad
consistente debe comenzar por la solución divina provista para el pecado
en la cruz del calvario. Solución que se aplica al creyente en el momento
de la conversión: “Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras
rebeliones” (Jer. 3:22 RVR).

El pecado es la enfermedad espiritual por antonomasia que agobia con


todo el peso de la culpa y la merecida condenación al alma y al espíritu
70

humano, al punto que la enfermedad física es con frecuencia sólo una


consecuencia de aquel. Por eso, resuelto el primero es mucho más
probable que se resuelva la segunda de manera fluida y natural para
confirmar que Dios es, en efecto, nuestro sanador.

4.7.3. YHWH-Nissi

“Moisés edificó un altar y lo llamó «El SEÑOR es mi estandarte»” (Exo.


17:15). En este versículo de la Biblia, Dios nos dice a cada uno, de
manera personal: “Yo soy tu estandarte”. Ahora bien, ¿qué significa? En
las batallas de la antigüedad, mantener en alto el estandarte o la bandera
del ejército era fundamental, pues la caída del estandarte significaba que
habían sido derrotados. Por eso, llevar en alto el estandarte desplegado
era un honor para un soldado y si éste llegaba a caer en combate, otro
soldado de inmediato lo relevaba para volver a levantar el estandarte y
avanzar con él en el campo de batalla.

Tener a la vista el estandarte ondeando al viento imprimía ánimo al


ejército correspondiente para pelear con renovado ímpetu la batalla con
la confianza en la inminente victoria. Por lo tanto, este nombre promete la
victoria al creyente en todas las luchas y batallas que caracterizan la vida
cristiana. La relación entre la victoria y las banderas desplegadas es
evidente en pasajes como éste: “Nosotros celebraremos tu victoria, y en
el nombre de nuestro Dios desplegaremos las banderas. ¡Que el SEÑOR
cumpla todas tus peticiones!” (Sal. 20:5). La fe cristiana es, pues una fe
victoriosa: “porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Ésta es
la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Jn. 5:4).

De todos modos es necesario aclarar que la victoria obtenida por Cristo a


nuestro favor, si bien es definitiva y completa al punto de no requerir de
nuestra parte ningún aporte suplementario (Rom. 8:37; 1 Jn. 4:4), aún no
la disfrutamos en toda su plenitud. Por eso debemos considerar los
embates actuales del enemigo tan sólo como “patadas de ahogado”,
71

intentos desesperados y estériles para no reconocer su derrota. En


consecuencia, la razón por la cual debemos mantenernos todavía
peleando lo que San Pablo llamó “la batalla de la fe” (1 Tim. 6:12), no es
porque la victoria final no esté ya completamente garantizada por la obra
de Cristo en la cruz, sino para adiestrarnos en el combate mediante el
sometimiento de todos los reductos de resistencia contra el señorío de
Cristo que aún existen en el mundo (Jc. 3:1-2).

4.7.4. YHWH-Shalom

Entonces Gedeón construyó allí un altar al SEÑOR, y lo llamó «El SEÑOR es


la paz», el cual hasta el día de hoy se encuentra en Ofra de Abiezer” (Jc.
6:24). “Yo soy tu paz” es la revelación que este nombre compuesto de
Dios significa para el creyente. Y a este respecto vale la pena traer a
colación lo que el vocablo “shalom” significa exactamente para la
mentalidad hebrea, en palabras del teólogo reformado Cornelius
Plantinga Jr. que volveremos a citar en la conferencia de Fundamentos de
la Fe en segundo semestre al abordar la doctrina del pecado: “El
entretejido íntimo formado por Dios, los seres humanos y toda la creación
en justicia, plenitud y deleite es lo que los profetas hebreos llamaron
shalom. Nosotros lo llamamos paz, pero significa mucho más que la
simple paz de espíritu o cese de fuego entre enemigos. En la Biblia,
shalom significa florecimiento, integridad, y deleite universales, una
situación pletórica en la que se satisfacen las necesidades naturales y se
utilizan con provecho los dones naturales; una situación que nos inspirará
un asombro gozoso ante el Creador y Salvador que abre puertas y acoge
a las criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como
deberían ser las cosas”.

Ahora bien, mientras el shalom se consuma en la creación en los términos


descritos (algo que sólo tendrá lugar en la segunda venida de Cristo), los
creyentes ya tienen acceso al shalom divino a manera de anticipos o
72

abrebocas de lo que será el shalom plenamente consumado. Por eso,


debemos considerar la promesa de paz que Cristo hace en su justo lugar y
proporción: “La paz les dejo; mi paz les doy…” pues el mismo Señor aclaró
acto seguido: “… Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo” (Jn.
14:27).

Porque, por lo pronto, el shalom concierne esencialmente a nuestra


relación con Dios, de tal manera que aquello a lo que el Señor Jesucristo
se refirió diciendo “la paz les dejo” podríamos muy bien designarlo como
“la paz con Dios”, mientras que cuando dijo “mi paz les doy”, estaría
indicando otra faceta de la paz divina que podríamos llamar “la paz de
Dios”. A la primera de ellas, es decir a la paz con Dios, hace referencia el
apóstol Pablo al declarar: “En consecuencia, ya que hemos sido
justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).

Y a la segunda también hace alusión el apóstol de este modo: “Y la paz de


Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus
pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Ambos aspectos del shalom o la
paz divina confluyen, entonces, en nosotros los creyentes para traer paz y
orden a nuestros conflictos internos que son los que, tarde o temprano,
dan lugar a los conflictos con los demás: “¿De dónde surgen las guerras y
los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que
luchan dentro de ustedes mismos?” (St. 4:1), justificando el hecho de que
en la descripción que Pablo hace del fruto del Espíritu Santo en el
creyente, la paz sea un aspecto puntual del mismo: “En cambio, el fruto
del Espíritu es amor, alegría, paz…” (Gál. 5:22). A la luz de todo esto,
puede entenderse bien por que Dios puede presentarse ante el creyente
para decirle “Yo soy tu paz”.

4.7.5. YHWH-Raah

“El SEÑOR es mi pastor, nada me falta” (Sal. 23:1). Este nombre


73

compuesto de Dios hace referencia fundamental al cuidado de Dios sobre


los suyos. Una vez más diríamos que, en su forma más personalizada y
literal, este nombre significa exactamente: Yo soy tu pastor. La figura del
pastor era muy conocida en una comunidad agrícola como la del pueblo
de Israel, siendo la función primordial de este oficio el cuidado de las
ovejas del rebaño.

Pero como lo señala bien la Biblia Nueva Versión Internacional en su


glosario: “Además de su sentido primario, en la literatura bíblica este
término destaca la relación simbólica entre Dios y su pueblo (Sal. 23),
entre el rey y sus súbditos (Sal. 78:70-72), entre los líderes eclesiales y la
comunidad creyente (Heb. 13:7), y entre Jesús y la iglesia (Jn. 10:1-16)”.
El último de los sentidos relacionados aquí es el que se impone y califica a
los tres anteriores. Es decir que es Cristo quien provee el modelo más
elevado y perfecto del pastorado.

Ahora bien, Él mismo estableció en la iglesia otros pastores legítimos


aparte de sí mismo: “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin de
capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar el
cuerpo de Cristo” (Efe. 4:11-12). Cristo decidió de algún modo compartir y
delegar su pastorado sobre su iglesia en seres humanos siempre finitos y
falibles, pero nunca ha renunciado a su condición exclusiva de buen
pastor: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas…
Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Jn.
10:11, 14), de gran Pastor: “El Dios que da la paz levantó de entre los
muertos al gran Pastor de las ovejas, a nuestro Señor Jesús, por la sangre
del pacto eterno” (Heb. 13:20), ni de Pastor supremo “Así, cuando
aparezca el Pastor supremo, ustedes recibirán la inmarcesible corona de
gloria” (1 P. 5:4).

Así, pues, todos los creyentes, aún los pastores en la iglesia, tenemos a
74

Cristo como único y supremo Pastor en quien se cumplen las palabras del
apóstol: “Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes” (1 P.
5:7), y ante quien todos los demás pastores delegados deberemos rendir
informe y dar cuenta de nuestro pastorado individual.

4.7.6. YHWH-Sidkenu

“En esos días Judá será salvada, Israel morará seguro. Y éste es el
nombre que se le dará: „El SEÑOR es nuestra salvación.‟ ” (Jer. 23:6)27. Yo
soy tu salvación o Yo soy tu justicia es lo que este nombre divino le revela
al creyente. No hay contradicción en ambas posibles traducciones, pues la
justificación es uno de los aspectos más destacados en la salvación
llevada a cabo por Cristo a nuestro favor, como se verá con más detalle
cuando se aborden la doctrina de la salvación y su correlacionada, la
doctrina de la justificación, en el marco de las conferencias
correspondientes a la materia de Fundamentos de la Fe en el próximo
semestre, en donde se comprenderán bien las razones por las cuales Dios
es, en efecto, nuestra salvación y nuestra justicia.

4.7.7. YHWH-Sama

“»El perímetro urbano será de nueve mil metros. »Y desde aquel día el
nombre de la ciudad será: AQUÍ HABITA EL SEÑOR.» (Eze. 48:35). La idea
que este nombre divino transmite al creyente es Yo estoy presente o Yo
soy el que está presente. En este caso la presencia del Señor está
focalizada en la ciudad de Jerusalén y en su templo, tal y como éstos son
descritos proféticamente en la visión de Ezequiel. Pero teniendo en
cuenta lo ya expuesto en relación con los atributos divinos de la
inmanencia y la omnipresencia, es evidente que la presencia de Dios no
está de ningún modo restringida a este entorno, aunque eventualmente

27
Otras versiones, como la Biblia de Jerusalén y la Reina Valera Revisada, coinciden al traducir
aquí de este modo: “Yahveh, justicia nuestra” (BJ) y “Jehová, justicia nuestra” (RVR)
75

pueda manifestarse de manera especial en él.

Más bien, este nombre evoca la presencia general de Dios en su creación,


no tanto en su aspecto ontológico e impersonal mayormente aludido con
el atributo de la inmanencia, sino en el aspecto espacial e íntimamente
personal aludido con el atributo de la omnipresencia. Pero sobre todo,
YHWH-Sama hace referencia a la presencia cualitativamente superior de
Dios en cada uno de los creyentes considerados de manera individual,
gracias al hecho de que éstos han sido constituidos por Dios como
templos del Espíritu Santo, como se indicó ya al definir un poco más
arriba los atributos de la inmanencia y la omnipresencia divinas.

Cuestionario de repaso

1. ¿De qué modo ha tratado tradicionalmente la teología cristiana de probar o por lo


menos de fundamentar con suficiencia la existencia de Dios?

2. Relacione y defina brevemente los argumentos naturales a favor de la existencia de


Dios

3. De los argumentos naturales a favor de la existencia de Dios ¿Cuáles son a priori y


cuales a posteriori y qué significa esto?

4. ¿Cómo o con que argumentos deja constancia la Biblia de la existencia de Dios?

5. ¿Qué tipos o clases de atributos divinos debemos distinguir en la Biblia y por qué?

6. Relacione los atributos absolutos o incomunicables que la Biblia nos revela de Dios
y defínalos brevemente

7. Relacione los atributos relativos o comunicables que la Biblia nos revela de Dios y
defínalos brevemente

8. Relacione los diferentes nombres simples de Dios en el Antiguo Testamento y diga


brevemente qué significan
76

9. Relacione los diferentes nombres compuestos de Dios en el Antiguo Testamento y


diga brevemente qué significan

10. ¿Cuál es el nombre de Dios que no se pronuncia entre los judíos y por cuál nombre
era sustituido en la lectura y en la traducción de las actuales versiones de la Biblia
tales como la NVI?

11. ¿Por qué el nombre “Jehová” aplicado a Dios no tiene realmente fundamento en las
Escrituras?

12. ¿Cuál es por excelencia el nombre de Dios en el Antiguo Testamento que hace
referencia a una pluralidad en la unidad?

13. ¿Cuál es el nombre de Dios que funciona también como un título aplicado a otros y
no sólo a Dios y a quienes se aplica en esos casos?

14. ¿Cuál es el nombre de Dios que tiene un equivalente entre los ídolos y cuál es ese
equivalente?

Recursos Adicionales:
Diapositivas Argumentos a favor de la existencia de Dios y los nombres con los que Él se
revela

Bibliografía Básica:
Argumentos a favor de la existencia de Dios y los nombres con los que Él se revela.pdf

Bibliografía complementaria:
Lockyer Herbert, Enciclopedia de Doctrinas Bíblicas, Logoi, Miami, 1979

Berkhof Louis, Teología Sistemática, Libros Desafío, Grand Rapids, 1988

Hodge Charles, Teología Sistemática, Clie, Barcelona, 1991

Chafer Lewis Sperry, Teología Sistemática, Publicaciones Españolas, Dousman, WI,


77

1986

Criterios de Evaluación:
Estar en capacidad de identificar y definir los diferentes argumentos naturales clásicos
a favor de la existencia de Dios, así como los atributos que la Biblia nos revela de Él que
configuran su carácter eminente y absolutamente confiable para el creyente, en
espacial aquellos de los que el ser humano puede participar, como en efecto sucede de
manera especial con el creyente, invocándolo por medio de los nombres propios con los
que Él se revela, teniendo un conocimiento de causa sobre su significado y sus
provechosos efectos prácticos sobre la vida y problemáticas del creyente.

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