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PARAÍSO ARTIFICIAL

Hace mucho, mucho tiempo, los gobernantes del país mandaron a


construir un lugar para que los ancianos fueran a vivir a él cuando
llegaran a la edad de la sabiduría. El sitio era tan grande como un
pueblo. Le llamaban El Paraíso.
En ese lugar, las personas mayores se
encontraban muy a gusto, pues no
tenían preocupaciones de ningún tipo,
tenían muchas comodidades y el
entorno era maravilloso. Las comidas
eran apetitosas y variadas y los espacios
comunes, amplios y luminosos.
Además, los cuidaba un maravilloso
equipo de médicos que contaba con
tratamientos y técnicas innovadoras que
los mantenían fuertes y sanos.
En El Paraíso cada uno hacía lo que quería: unos pintaban, otros cosían,
tallaban madera, jugaban juegos de mesa, escuchaban música o paseaban
por los jardines. Solo tenían una obligación: debían dedicar dos horas al
día a grabar la historia de su vida.
En el lugar había una biblioteca gigantesca. A mitad del siglo XXII, los
avances científicos permitían codificar la información en una
microlámina de cuarzo en la que quedaba grabada la información a
medida que la persona hablaba. La llamaban CIBI, Información
Biográfica en Cuarzo. Este invento, además de ahorrar espacio, ofrecía
imágenes holográficas de la persona que contaba su historia. Con
frecuencia, jóvenes estudiantes de todo el mundo acudían allí en busca
de consejo y experiencia.
Sin embargo, había una anciana, Laura, a quien el lugar no le parecía tan
perfecto. A pesar de todas las comodidades, se sentía triste y solitaria.
Un día decidió hablar con el Consejo que dirigía El Paraíso.
—Pero ¿por qué no disfruta del tiempo de vida que le queda? —le
preguntó el presidente del Consejo. ¿Qué le hace falta?
—Extraño mucho a mis hijos y nietos. No quiero vivir lejos de ellos.
Los necesito. Aunque tengo de todo, no me siento feliz aquí.
—Qué extraño —dijo uno de los miembros del Consejo—. Debería
sentirse feliz en este lugar. Es un logro de la sociedad del siglo XXII.
¿Qué vino a plantearnos? ¿Cuál es su idea?
—Quiero volver con mi familia y escribir para ellos la historia de mi
vida. Quiero morir rodeada de los míos, no vivir en un paraíso artificial.
—Laura —le dijo otro de los miembros—, usted sabe perfectamente
que su vida se acortará muchísimo sin los tratamientos que recibe aquí.
—Sí. Lo sé. Acabo de cumplir ciento cuarenta años. ¿Para qué quiero
vivir otros cuarenta o cincuenta más en esta burbuja?
—Porque es una burbuja muy hermosa, si así es como usted llama a su
nuevo hogar —respondió alguien más.
—Estudiaremos su caso —interrumpió el presidente—, y si su familia
está dispuesta a cuidarla hasta el último momento de su vida, podrá irse.
—Gracias —dijo Laura—. Esperaré su respuesta.
Y sin decir más, salió de la sala y se fue a su habitación.
Laura pasó el resto del día esperando la llamada del Consejo. Cuando al
final de la tarde sonó un pitido en el visor de la pulsera que llevaba en
la muñeca, el corazón empezó a latirle con tanta fuerza que pensó que
le iba a dar un ataque.
El mensaje era corto: «Venga lo antes posible».
Camino al despacho, Laura pensó que aceptaría sin protestar la
respuesta de su familia, pues no podía obligarlos a cuidar de ella.

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