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No es culpa suya

- Jorge Accame -

Hoy en clase, un alumno se transformó en lobo. Un lobo negro que me miraba, jadeando,
parado en sus cuatro patas sobre el banco.
Yo le pregunté:
- Ayarde, ¿le pasa algo?
Él no respondió, se le estrecharon los ojos y empezó a gruñir.
Mandé al otro chico a buscar al jefe de preceptores.
El lobo me observaba con la boca entreabierta, clavando sus dientes en el aire.
Un hombre llegó; era calvo, bajo, relleno. Sus rápidos movimientos daban una lujuriosa
sensación de eficiencia. Dos muchachos con overol lo acompañaban.
- Soy el jefe de preceptores. No se preocupe, profesor. Nosotros nos encargamos de esto
- me dijo mientras se ponía unos guantes e indicaba las posiciones que debían ocupar
sus ayudantes.
- ¿Qué van a hacerle? – pregunté.
- Usted hizo lo correcto, profesor – dijo y sacó de un maletín varias sogas.
Enseguida desplegaron su estrategia. El jefe de preceptores enlazó al lobo por el cuello.
Uno de los jóvenes lo sujetó del costado, con otro lazo. Cuando tensaron las cuerdas
inmovilizándolo, el segundo ayudante le colocó un bozal y una capucha de género. El lobo
se revolvía como un huracán. Los útiles que se hallaban prolijamente distribuidos en su
pupitre (Ayarde siempre había sido ordenado) cayeron y se desparramaron por el suelo.
Me estremeció el ruido de látigo que provocaron al rebotar contra las baldosas.
Los tres hombres sacaron al lobo arrastrándolo, sus gritos me recordaban a los de la
gente que hace mudanzas mientras maniobra algún mueble pesado.
Apenas traspusieron el umbral, cerré la puerta y el curso se inundó de un silencio pesado,
acuoso.
Sobre el polvo del piso había quedado marcada con fuerza una sola huella alargada
desde el banco del muchacho.
A través del cristal, vi, como en una película muda, que introducían al lobo en una caja
metálica, blindada, empujándolo con picas.
El jefe de preceptores regresó.
- Ya nos vamos, profesor - me dijo.
- ¿A dónde lo llevan? - pregunté.
- Al sótano. No se aflija, profesor. Esto no es culpa suya.
- ¿Va a estar bien?
- Nunca se sabe. Lo metemos con otros en una habitación amplia. A veces pelean.
Lo contemplé alejarse hacia las escaleras, la caja se deslizaba sobre una plataforma y
hacía un chirrido molesto.
Cuando volví la mirada al curso, todos los alumnos se habían refugiado en el fondo de
sus cuerpos, temerosos de convertirse en lobos también ellos.
Saqué mi libreta de calificaciones, una regla y una lapicera. Con cuidado, taché el nombre
de Ayarde de la lista.

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