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Lo que no se puede nombrar

Irene Kleiner

Salimos. Papá me agarró de la mano tan fuerte que me hizo doler los dedos, pero no dije
nada. Se notaba que estaba nervioso y claro, cómo iba a estar después de las cosas que
le había dicho mamá. Era increíble que él le tuviera tanta paciencia. Me aguanté el dolor y
yo también le apreté la mano. En el auto, sacó su libreta, miró algo y después arrancó.
—No hay mucho hoy, vamos a terminar temprano —dijo.
—¿A qué hora?
—No sé, pero andá pensando dónde vamos a ir a almorzar. ¿Te acordás cuando me
acompañaste a ver a la señora de Moro y descubrimos a la vuelta ese lugar de
panqueques?
—No quiero acordarme. Qué feo.
—¿Por qué?
—Vos me dijiste que se murió.
—Sí.
—No me gusta pensar en eso.
—Era una paciente muy grave. En algún momento se iba a morir.
—Igual. ¿A vos no te da pena cuando se muere un paciente?
—Claro, cómo no me va a dar pena. Uno trata de curarlos, hace todo lo que se puede
hacer…
—¿Y por qué no la curaste? ¿No ibas para eso?
—Estaba muy grave, ya te lo dije.
—Yo pensé que la ibas a curar.
—No dependía solo de mí, Sofi, a veces pasa…a veces solo se puede aliviar el dolor. Hay
enfermedades que son muy graves o se combinan con otros problemas de salud.
—Entonces vos sabías que se iba morir. ¿Se lo dijiste?
—No, no es que lo sabía. Hacés cada pregunta…
—¿Le dijiste que no la ibas a poder curar?
—Sofi basta, pará un poco. Es difícil de explicar.
—Vos siempre me decís que las cosas hay que hablarlas.
—Sí, pero parecés tu mamá con tanta insistencia.
—No, no me parezco a mamá. La abuela dice que me parezco a vos.
—Sofi, mi amor, hacé de cuenta que no dije nada.
Traté de olvidarme pero no me gustó que papá me hablara así. No era como otras veces
que estábamos juntos y charlábamos un montón. Parecía de mal humor o que no tenía
tantas ganas de hablar. Me enojé un poco pero después se me pasó. A las once ya
habíamos hecho casi todo el recorrido. Solo quedaba ir a lo de Maribel. Hacía calor y
como no estaba mamá, aprovechamos para abrir el techo del Citroën, con ella nunca se
podía; se quejaba de que quedaba toda despeinada. Mamá siempre se hacía problema
por todo. A mí me encantaba sentir el viento en la cara, el pelo hecho un remolino, el
cosquilleo en la garganta. Cerré los ojos y me imaginé que volaba. Me desperté cuando
llegamos. No lo podía creer: era la cuadra de la casa de Carla. Se me ocurrió decirle a
papá que en lugar de entrar con él yo me iba a lo de Carla, y nos encontrábamos cuando
él terminara.
Ya me había cansado de hacer de secretaria, y de bajar del auto y volver a subir a cada
rato, así toda la mañana. Si le daba la sorpresa a Carla se iba a poner contentísima, a lo
mejor estaba preparando cosas para su cumpleaños y yo podía ayudarla. Pero mentirle a
mamá, ese era el problema, me ponía tan nerviosa que terminaba descubriéndome.
Además, me había insistido en que no me despegara de papá, y sobre todo en lo de
Maribel. Estaba obsesionada; ya nos tenía hartos con Maribel.
Tocamos el timbre y esperamos un rato. La casa tenía dos columnas blancas, como de
iglesia. Nos abrió una mujer gorda, que caminaba como si el cuerpo le pesara demasiado.
Papá me la presentó, dijo que era Milagros, la cocinera. Pensé que Maribel debía ser una
persona muy fina, tenía esa casa tan grande y, además, tenía cocinera. Pasamos por un
patio enorme lleno de plantas y cuando entramos a la cocina, Milagros abrió una puerta,
lo hizo pasar a papá, pasó ella y la cerró. Los pasos se alejaron hasta perderse. Me
quedé ahí, parada, sin saber qué hacer. No se escuchaba nada, ni siquiera voces a lo
lejos. Pensé en abrir la puerta, despacito, pero en eso escuché que alguien se acercaba.
Menos mal que me alejé porque Milagros entró tan apurada, que me habría llevado por
delante. Me miró como si no se acordara que me había dejado ahí y me acercó una silla.
Los vidrios se habían empañado por el vapor de las ollas, hice unos dibujos con el dedo,
pero enseguida los borré. Milagros se movía de un lado para otro, el delantal ajustado en
la cintura. Tenía los pies demasiado chiquitos para su cuerpo, la piel de los talones
reseca, rojiza y blanca, como lastimada. Sin preguntarme nada me preparó un
licuado con leche tibia y puso el vaso frente a mí.
—No gracias —dije.
Ella no se inmutó. Pensé que a lo mejor no escuchaba bien, era bastante vieja.
—Gracias pero no quiero tomar nada —dije en voz bien alta.
Ella siguió sin hablar. Cortaba algo sobre la mesada y cada tanto se daba vuelta para
mirarme. Me sentí incómoda, traté de tomar un poco pero el olor de las frutas mezclado
con el del coliflor hervido era asqueroso. Sentí un sudor frío y me dieron ganas de vomitar.
Me paré y me acerqué a la puerta.
—¿Qué hacés? —dijo Milagros. Tenés que esperar acá.
—Necesito ir al baño —dije.
Milagros dejó lo que estaba haciendo y se limpió las manos en el delantal.
—Vení —dijo.
La seguí por un pasillo. Todas las puertas estaban cerradas. ¿Cuál sería el cuarto de
Maribel? ¿Estaría enferma en una cama? ¿Papá le estaría dando una de esas
inyecciones de tubo metálico que preparaba en casa? Debía ser terrible el pinchazo de
una de esas jeringas. Milagros prendió la luz del baño y entré: parecía un salón de tan
grande. Ella se quedó detrás de la puerta. Esperé un rato, no se escuchaba ningún ruido,
ninguna voz. Si Milagros me dejaba sola ¿qué iba hacer? ¿Me animaría a abrir alguna de
esas puertas? No, no era capaz. Igual, ella seguía ahí, sin moverse.
Volvimos a la cocina. Papá no llegaba más. Todo era insoportable: la espera, el
aburrimiento, el olor y los talones despellejados de Milagros.
Me acordé de las fotos que espiábamos con mi primo en los libros de medicina de mi
casa; cuerpos deformes con manchas rojas en la piel, mujeres con una teta normal y otra
hasta el estómago. Me sentí mareada, pensé que iba a desmayarme. Por fin escuché los
pasos que se acercaban. Papá se sentó a mi lado, y se puso a hacer unas recetas. Agarró
el vaso y se tomó el licuado. Milagros le ofreció lo que había quedado en la licuadora y
papá se lo terminó de un trago.
Al salir vi una cara en el balcón, asomando detrás de una cortina: seguro que era Maribel.
Pero enseguida desapareció. Esa noche, cuando me fui a acostar, mamá entró a mi
cuarto y me hizo muchas preguntas.
—¿Te la presentó? —dijo. Y me miró de una forma muy rara, con esa cara que pone a
veces, con la boca apretada.
—¿Vos la viste? ¿Cuánto tiempo se quedaron? ¿Había fotos en la casa? —siguió.
Hablaba como una de esas muñecas que tienen una cuerda y repiten siempre lo mismo.
Me tenía agarrada del brazo y no me lo soltaba. Sentí miedo, no parecía ella. No me daba
tiempo a responderle, pero en realidad yo no sabía qué decirle, porque ella me había
pedido que no me despegara de papá, no un pedido, una exigencia. Y yo, ¿qué le iba a
decir?, ¿que había visto su cara detrás de una cortina?, ¿y que había desparecido tan
rápido que no podía decirle ni cómo era?
Estaba por contarle lo de Milagros, y que había sido ella la que había cerrado la puerta y
me había dejado en la cocina. Por suerte en ese momento entró papá.
—Basta con esta locura —dijo, le sacó la mano de mi brazo y se la llevó.
Escuché que mamá lloraba. Me tapé la cabeza con la almohada pero igual la seguí
escuchando un rato largo, hasta que por fin me quedé dormida.
Hoy es el cumpleaños de Carla. El micro nos esperó en la puerta del colegio. Es lindo
cuando estamos todos juntos, las chicas cantamos y los varones le gritan cosas a la gente
que pasa.
Ya casi llegamos. Hay muchos autos y el micro no puede estacionar en la puerta. Se
escuchan bocinazos, el chofer protesta. Seguimos sin movernos ni un metro. La mamá de
Carla dice que nos preparemos, que cada uno agarre sus cosas para estar listos, que en
cuanto el micro avance vamos a bajar rápido. Miro hacia la calle, y reconozco
las columnas, la casa de Maribel. Voy hasta el fondo, busco mi mochila. Revuelvo entre la
montaña de delantales y la encuentro. Levanto la cabeza: un taxi frena justo detrás de
nosotros, se abre la puerta y baja papá. Me pongo contenta, ni se deber imaginar que
estoy acá. El micro es un griterío, trato de abrir la ventanilla, pero está atascada, hago
fuerza con las dos manos hasta que se abre un poco. Papá está ahí, muy cerca, parado
frente a las columnas de la casa de Maribel, busca algo en los bolsillos. Los chicos ya no
gritan. O yo no los escucho, los oídos tapados y un zumbido como en el fondo de una
pileta. El motor del micro vibra en mis brazos, en mi cara, en mi cabeza. De pronto, el
motor se apaga. Y siento algo raro, algo que no sé cómo nombrar. Me asomo y ahora sí
podría gritarle, pero no lo hago; él saca una llave, abre la puerta y desaparece detrás de
ella.

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