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Philip K. Dick
El ruido despertó a O’Keefe al instante. Tiró hacia atrás la colcha, saltó de la cama,
tomó su fusil de la pared y aplastó con el pie la caja de alarma. Ondas de alta frecuencia
pusieron en funcionamiento timbres de alarma por todo el campamento. Cuando O’Keefe
salió como una exhalación de su casa, ya se veían luces por todas partes.
—¿Dónde? —preguntó Fisher con voz aguda.
Se materializó al lado de O’Keefe, todavía en pijama, medio dormido.
—A la derecha.
O’Keefe saltó a un lado cuando un enorme cañón surgió de los depósitos subterráneos.
Aparecieron soldados entre las siluetas que la noche hacía imprecisas. A la derecha se
extendía el pantano negro de brumas y espeso follaje, helechos y cebollas bulbosas,
hundido en la sustancia semilíquida que constituía la superficie de Betelgeuse II.
Fosforescencias nocturnas bailaban y cabriolaban sobre el pantano, siniestras luces
amarillas que parpadeaban en la densa oscuridad.
—Supongo que se han aproximado a la carretera —dijo Horstokowski—, pero sin llegar
a pisarla. Hay una cuneta de quince metros a cada lado, donde la niebla se acumula. Por
eso nuestro radar está en silencio.
Un inmenso «bicho» mecánico avanzaba a través del barro y agitaba el agua del
pantano, dejando tras de sí un surco de superficie dura y negruzca. La vegetación, las
raíces podridas y las hojas muertas eran engullidas y eliminadas.
—¿Qué has visto? —preguntó Portbane a O’Keefe.
—No he visto nada. Estaba dormido como un tronco, pero les he oído.
—¿Qué hacían?
—Se disponían a introducir gas nervioso en mi casa. Oí que sacaban la manguera de
los depósitos portátiles y destapaban los tanques de presión. Salí de casa antes que
tuvieran tiempo de consumar su propósito.
Daniels se acercó a toda prisa.
—¿Dices que es un ataque con gas? —Buscó con dedos nerviosos la máscara antigás
que colgaba de su cinturón—. No se queden parados. ¡Pónganse las máscaras!
—No lograron poner en marcha su equipo —dijo Silberman—. O’Keefe dio la alarma a
tiempo. Regresaron al pantano.
—¿Estás seguro? —preguntó Daniels.
—¿Hueles algo?
—No —admitió Daniels—, pero el tipo inodoro es el más letal, y no sabes que te han
gaseado hasta que es demasiado tarde.
Se puso la máscara antigás, sólo para asegurarse.
Aparecieron algunas mujeres junto a las hileras de casas, siluetas esbeltas de grandes
ojos bajo la luz temblorosa de los faros de emergencia. Algunos niños se acurrucaban
detrás de ellas.
Silberman y Horstokowski se aproximaron al pesado cañón, amparados en las sombras.
—Interesante —dijo Horstokowski—. El tercer ataque con gas en lo que va del mes,
más dos intentos de conectar terminales explosivas en el interior del campamento. Se
están envalentonando.
—Te lo imaginabas, ¿verdad?
—No hace falta ser muy listo para ver que las cosas se están poniendo difíciles. —
Horstokowski miró a su alrededor y luego se acercó más a Silberman—. Quizá exista un
motivo que explique por qué el radar no detectó nada. En teoría, lo capta todo, hasta los
murciélagos.
—Pero si vinieron por la cuneta, como dijiste...
—Lo dije para despistar. Hay alguien que les deja entrar, interfiriendo el radar.
—¿Uno de los nuestros?
Horstokowski contemplaba con suma atención a Fisher. Éste se había acercado con
cautela al borde de la carretera, donde terminaba la superficie dura y empezaba el
pantano. Estaba acuclillado y removía el limo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Horstokowski.
—Ha recogido algo —contestó con indiferencia Silberman—. ¿Por que no? Se supone
que debe vigilar, ¿no?
—Fíjate —le advirtió Horstokowski—. Cuando vuelva, fingirá que no ha pasado nada.
Fisher regresó al cabo de unos minutos. Caminaba con rapidez mientras se quitaba el
barro de las manos.
Horstokowski le cerró el paso.
—¿Qué has encontrado?
—¿Yo? —Fisher parpadeó—. Nada.
—¡No me tomes el pelo! Estabas de rodillas, rebuscando en el pantano.
—Yo..., pensé que había visto algo metálico, eso es todo.
Una oleada de entusiasmo se apoderó de Horstokowski. Había acertado.
—¡Basta! —gritó—. ¿Qué has encontrado?
—Pensé que era un tubo de gas —murmuró Fisher—, pero era una simple raíz. Una
raíz grande y mojada.
Se hizo un tenso silencio.
—Regístrenle —ordenó Portbane.
Dos soldados sujetaron a Fisher. Silberman y Daniels le registraron con presteza.
Tiraron al suelo su pistola, el cuchillo, el silbato de emergencia, el verificador de los
relés automáticos, el contador Geiger, el botiquín y los documentos de identidad. No había
nada más.
Los soldados le soltaron, decepcionados. Fisher recogió sus cosas con expresión
hosca.
—No, no ha encontrado nada —afirmó Portbane—. Lo lamento, Fisher. Debemos ser
precavidos. Mientras sigan ahí, conspirando contra nosotros, debemos seguir vigilantes.
Silberman y Horstokowski intercambiaron una mirada y se alejaron en silencio.
—Creo que ya lo tengo —dijo Silberman en voz baja.
—Claro —contestó Horstokowski—. Escondió algo. Registraremos la parte del pantano
por donde merodeaba. Es posible que descubramos algo interesante. —Encorvó la
espada con gesto desafiador—. Sabía que alguien del campamento trabajaba para ellos.
Un espía de Terra.
Silberman se sobresaltó.
—¿Terra? ¿Son ellos los que nos atacan?
—Por supuesto.
Una expresión de perplejidad apareció en el rostro de Silberman.
—Pensaba que luchábamos contra otro enemigo.
Horstokowski se revolvió, furioso.
—¿Por ejemplo?
Silberman meneó la cabeza.
—No lo sé. No pensaba tanto en la identidad de los agresores como en la forma de
repelerlos. Daba por sentado que se trataba de extraterrestres.
—¿Y qué crees que son esos monos terranos? —le desafió Horstokowski.
La nave era una ruina mojada y corroída. Se desprendió limo de ella cuando las
abrazaderas magnéticas la extrajeron del pantano y la depositaron sobre la superficie dura
que los bichos habían despejado.
Los bichos habían abierto una senda en el pantano que conducía a la cabina de control.
Mientras la grúa alzaba la cabina, colocaron debajo pesadas vigas de plástico reforzadas.
Una red de malas hierbas, enmarañadas como cabello viejo, cubría la cabina globular bajo
el sol de la mañana, la primera luz que la bañaba desde hacía cinco años.
—Entren —ordenó Domgraf-Schwach.
Portbane y Lanoir avanzaron hacia la cabina de control. Sus linternas lanzaron
ominosos destellos amarillentos sobre las empañadas paredes y los controles. Pálidas
anguilas se retorcían en los charcos que pisaban. La cabina era una ruina aplastada y
retorcida. Lanoir, que había entrado primero, indicó con impaciencia a Portbane que le
siguiera.
—Ocúpate de los controles. Tú eres el ingeniero.
Portbane dejó la linterna sobre un montón de metal oxidado y se abrió paso entre los
desechos, que le llegaban hasta la rodilla. El tablero de control era un laberinto de
maquinaria fundida y retorcida. Se agachó y procedió a desprender las placas protectoras.
Lanoir abrió un armario de suministros y extrajo cintas de audio y vídeo del armazón
metálico. Alzó un puñado de fotogramas a la luz que parpadeaba.
—Aquí están los datos de la nave. Ahora podré demostrar que sólo nosotros íbamos a
bordo.
O’Keefe apareció en el mellado umbral.
—¿Cómo va?
Lanoir le apartó y saltó sobre las tablas de apoyo. Dejó un montón de cintas y regresó a
la inundada cabina.
—¿Has encontrado algo en los controles? —preguntó a Portbane.
—Es muy extraño —murmuró Portbane.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tate—. ¿Están muy averiados?
—Hay montones de cables y relés, metros de circuitos eléctricos e interruptores, pero
sin controles que los pongan en funcionamiento.
Lanoir se acercó a toda prisa.
—¡Tiene que haberlos!
—Pare efectuar las reparaciones, hace falta quitar todas esas placas, desmantelar
prácticamente la maquinaria para conseguir verla. Era imposible que alguien se sentara
aquí y controlara la nave. Sólo hay un casco liso y hermético.
—Puede que no sea la cabina de control —sugirió Fisher.
—Éste es el mecanismo de dirección, no hay duda. —Portbane sacó un montón de
cables carbonizados—. Todo esto, sin embargo, era independiente. Son controles robot.
Automáticos.
Se miraron entre sí.
—En ese caso, éramos prisioneros —dijo Tate, aturdido.
—¿De quién? —preguntó Fisher, confuso.
—¡De los terranos! —exclamó Lanoir.
—No lo entiendo —murmuró Fisher—. Nosotros planeamos la expedición, ¿verdad?
Despegamos de Ganímedes y nos fuimos.
—Coloca las cintas —dijo Portbane a Lanoir—. Vamos a ver qué hay en ellas.
Fisher A
Tate A
O’Keefe B
Horstokowski B
Silberman B
Daniels B
Portbane A
Domgraf-Schwach B
Lanoir A
—Que me aspen —dijo en voz baja Silberman—. No podía ser más sencillo. Somos
paranoicos.
—¡Idiota! —gritó Tate a Horstokowski—. ¡No era B, sino A! ¿Cómo has podido
equivocarte?
—¡B era tan brillante como un reflector! —respondió Domgraf-Schwach, furioso—. ¡A
carecía por completo de color!
O’Keefe dio un paso adelante.
—¿Cuál era, Portbane? ¿Cuál era la muestra positiva?
—No lo sé —confesó Portbane—. Ninguno de nosotros puede estar seguro.
Tate yacía tembloroso en el oscuro laberinto de malas hierbas. Húmedos tallos negros
se apretujaban y agitaban a su alrededor. Insectos nocturnos venenosos se deslizaban
sobre la superficie del fétido pantano.
Estaba cubierto de limo. Tenía el traje roto y desgarrado. Había perdido en algún
momento su pistola. Le dolía el hombro derecho; apenas podía mover el brazo. Algún
hueso roto, probablemente. Estaba demasiado entumecido y aturdido para preocuparse
por ella. Yacía boca abajo en el barro pegajoso, con los ojos cerrados.
Estaba perdido. Nadie sobrevivía en los pantanos. Aplastó un insecto que se deslizaba
por su cuello. Se removió en su mano y luego, de mala gana, murió. Sus largas patas se
agitaron durante mucho tiempo.
El cuerno de un caracol comenzó a trazar surcos sobre el cuerpo inmóvil de Tate.
Cuando la presión aumentó, oyó los primeros sonidos procedentes del campamento,
lejanos y apenas audibles. Al principio, no significaron nada para él. Después,
comprendió..., y se estremeció, impotente y afligido.
La primera fase de la gran ofensiva contra la Tierra se había iniciado.
FIN