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NO ES CULPA SUYA

Hoy en clase, un alumno se transformó en lobo. Un lobo negro que me


miraba, jadeando, parado en sus cuatro patas sobre el banco.

            Yo le pregunté:
-         Ayarde, ¿le pasa algo?

Él no respondió, se le estrecharon los ojos y empezó a gruñir.

Mandé al otro chico a buscar al jefe de preceptores.

El lobo me observaba con la boca entreabierta, clavando sus dientes en el


aire.

            Un hombre llegó; era calvo, bajo, relleno. Sus rápidos


movimientos daban una lujuriosa sensación de eficiencia. Dos muchachos con overol lo acompañaban.

            - Soy el jefe de preceptores. No se preocupe, profesor. Nosotros nos encargamos de esto – me dijo mientras se ponía
unos guantes e indicaba las posiciones que debían ocupar sus ayudantes.

            - ¿Qué van a hacerle? – pregunté.


            - Usted hizo lo correcto, profesor – dijo y sacó de un maletín varias sogas.
            Enseguida desplegaron su estrategia. El jefe de preceptores enlazó al lobo por el cuello. Uno de los jóvenes lo sujetó
del costado, con otro lazo. Cuando tensaron las cuerdas inmovilizándolo, el segundo ayudante le colocó un bozal y una capucha
de género. El lobo se revolvía como un huracán. Los útiles que se hallaban prolijamente distribuidos en su pupitre (Ayarde
siempre había sido ordenado) cayeron y se desparramaron por el suelo. Me estremeció el ruido de látigo que provocaron al
rebotar contra las baldosas.

            Los tres hombres sacaron al lobo arrastrándolo, sus gritos me recordaban a los de la gente que hace mudanzas
mientras maniobra algún mueble pesado.

            Apenas traspusieron el umbral, cerré la puerta y el curso se inundó de un silencio pesado, acuoso.
            Sobre el piso había quedado marcada con fuerza una sola huella alargada desde el banco del muchacho.

            A través del cristal, vi, como en una película muda, que introducían al lobo en una caja metálica, blindada, empujándolo
con picas.

            El jefe de preceptores regresó.


-         Ya nos vamos, profesor – me dijo.

-         ¿A dónde lo llevan? – pregunté.

-         Al sótano. No se aflija, profesor. Esto no es culpa suya.

-         ¿Va a estar bien?

            - Nunca se sabe. Lo metemos con otros en una habitación amplia. A veces pelean.
            Lo contemplé alejarse hacia las escaleras, la caja se deslizaba sobre una plataforma y hacía un chirrido molesto.
            Cuando volví la mirada al curso, todos los alumnos se habían refugiado en el fondo de sus cuerpos, temerosos de
convertirse en lobos también ellos.

            Saqué mi libreta de calificaciones, una regla y una lapicera. Con cuidado, taché el nombre de Ayarde de la lista.
Jorge Accame (argentino)

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