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Del Jesús pseudohistórico a la pseudofilosofía

Una crítica de Necesario pero imposible o qué podemos esperar,


de Javier Gomá

Fernando Bermejo Rubio

Yahvé va a visitar a Noé:


-“Hombre justo –le pregunta– ¿cómo llevas la tarea que te encomendé?”.
-“¡Muy bien, Señor!” –responde Noé, satisfecho y entusiasmado–.
-“¿Y qué tienes ya en el arca, Noé?”
-“Oh, Señor, tengo sal, pimienta, clavo, azafrán, nuez moscada, cominos…”
Y Yahvé, desesperado:
-“¡Especies, Noé! ¡Te dije “especies”…!

Omnia praeclara rara


(proverbio latino)
o

En 2013 la editorial Taurus publicó el libro de Javier Gomá Lanzón Necesario pero
imposible, o qué podemos esperar. Concebido por su autor como la inspirada coronación de una
tetralogía sobre la ejemplaridad, el objetivo del libro consiste –para decirlo con brevedad– en
hacer filosóficamente respetable la idea cristiana de la resurrección del galileo Jesús, y, por
extensión, la de “dar veracidad a la continuidad de lo humano tras la muerte”. Dado que la tesis
quiere sostenerse en no poca medida sobre el carácter presuntamente ejemplar del “Jesús
histórico”, el libro fue ya objeto de una crítica de Antonio Piñero en Revista de Libros, que fue
prontamente respondida por Gomá (ambos escritos son accesibles en:
http://www.revistadelibros.com/resenas/mas-alla-de-la-muerte). Quien no conozca el libro hará
bien en recurrir a la mesurada e imparcial síntesis que Piñero realizó de él al inicio de su crítica.
Aunque tras leer en su momento el escrito de mi amigo Antonio Piñero me quedé algo
intrigado –tanto más cuanto que la lectura de la respuesta de Gomá me divirtió mucho,
mostrándome que aquí había un caso prototípico (ya veremos de qué)–, no ha sido hasta muy
recientemente cuando he encontrado el momento de abordarlo. La lectura del libro me ha
permitido constatar no solo que la crítica efectuada por Piñero es totalmente correcta, sino también
que resulta muy insuficiente (algo explicable en buena parte debido a la necesidad de que una
reseña escrita por encargo se atenga a unos límites determinados). Por lo demás, Piñero dejó sin
réplica la respuesta de Gomá, a pesar de que –o quizás precisamente porque– esta es, como
veremos, peor que insatisfactoria.

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Todo ello me ha movido a escribir esta crítica, cuya extensión parecerá, y de hecho es,
totalmente desproporcionada para los merecimientos del libro. Sin embargo, los lectores que
tengan la paciencia de seguir hasta el final este escrito entenderán a qué se debe. En efecto,
Necesario pero imposible es un ejemplo de un modo de hacer las cosas, muy extendida entre
ciertos intelectuales oraculares, destinado a épater le bourgeois y a impresionar a los lectores con
un discurso tan grandilocuente como vacuo, y cuyo desenmascaramiento, aunque es tan posible
como necesario, al mismo tiempo exige un análisis pausado que precisamente al lector medio
suele estarle vedado por falta de conocimientos, tiempo, paciencia y/o voluntad. Ese modo de
hacer las cosas que ejemplifica el libro de Gomá solo puede provocar una completa decepción en
quien aspira al rigor crítico y al respeto por las verdades más elementales –esas verdades cuya
flagrante vulneración por parte de quienes hablan de manera rimbombante sobre la supuesta
Verdad permite deducir con fundamento lo peor–.
Es cierto que Javier Gomá tiene voluntad de estilo y una prosa cuidada, y es cierto que esto es
siempre de agradecer. Es también cierto que es un autor que ha leído –aunque ya veremos cuánto
no ha leído–, que manifiesta con claridad lo que quiere decir, y que su prosa resulta entretenida
gracias a las abundantes citas de poetas, novelistas, filósofos y teólogos (sobre todo teólogos). Sin
embargo, incluso en el aspecto formal su discurso acaba volviéndose reiterativo y hasta cansino,
tanto más cuanto que llegado un cierto punto el lector exigente tiene la sensación de déjà-vu y no
puede evitar preguntarse si esta prosa florida y a menudo emperejilada está al servicio del
conocimiento y la lucidez o más bien al del narcisista lucimiento de un autor en detrimento de
metas más altas y más nobles. Pero, sobre todo, es la detección de un buen número de falacias,
falsedades y disparates en el discurso de Gomá –que crecen de modo exponencial en toda la
segunda mitad de su libro– lo que da al traste con cualquier posible admiración y aplauso por mi
parte. Dado que, como demostraré detenidamente, Necesario pero imposible presenta numerosas y
cruciales deficiencias informativas y argumentativas, sus atractivos formales no son, en mi
opinión, una razón suficiente para salvarlo y recomendarlo. En ello discrepo –aunque
prácticamente solo en ello– de la opinión de Antonio Piñero.
Por lo demás, aclaro desde ahora que hay diversos aspectos de este libro que, por razones
diversas, no comentaré. Así, por ejemplo, tanto en sus larguísimos prolegómenos como en otras
secciones hay numerosas afirmaciones (v. gr. “el hombre experimentado… no termina de
acostumbrarse a…. su total desaparición del mundo”, “los hombres somos imitaciones de un
modelo que está ausente o que no existe, y que añoramos con nostalgia”, “el ser es, en último
término, antropomórfico”, “la realidad posee una estructura ejemplar”, y muchas otras por el
estilo) que o parecen pertenecer al ámbito indemostrable de lo que Aristóteles consideró
axiomático, o cuya refutación nos llevaría demasiado lejos, o que son –para hablar claro– simples
paparruchas (como cuando el autor identifica la “buena muerte” con la de quien “muere
desdramatizando el absolutismo de la experiencia, relativizada por la esperanza de una
continuidad trasmundana del yo” –como si el único morir digno y ejemplar fuera el de los
creyentes en lo trasmundano… Sin comentarios–).
Hay también una buena parte de este libro que no me molestaré en discutir porque la tarea
sería sin duda inútil; me refiero a las docenas de páginas en las que el autor abandona totalmente
el ámbito argumentativo para refugiarse en apologética cristiana (como cuando cita a Ernst
Troeltsch, teólogo cristiano, para proclamar la superioridad del cristianismo sobre el resto de las
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religiones) o en la homilética, combinando su prosa laudatoria de Jesús y su supuesta
incomparable significación con gran cantidad de citas de teólogos y exegetas cristianos. En estas
partes del libro no hay ni un solo razonamiento válido –de hecho, ni un solo razonamiento–, sino
únicamente una prosa ditirámbica al servicio del pasmo y de la adoración. Tampoco me molestaré
en comentar, por supuesto, las no escasas páginas en las que el autocomplaciente autor canta las
loas de su propia obra y se refiere a su existencia como “rehén de las Musas” (sic). Concentraré mi
análisis en los aspectos nucleares del libro de Gomá susceptibles de ser sometidos a la prueba de
los hechos, con el objeto de evaluar su credibilidad. Es en este espacio en el que, al menos en
principio, puede encontrarse todo lector honradamente inquisitivo, independientemente de sus
creencias y sus esperanzas, o su falta de ellas.
Necesario pero imposible se ofrece al público como un libro de filosofía, y así es
generalmente presentado y considerado. En realidad, a qué género pertenece realmente este libro
lo veremos en su momento. Pero hay que dejar claro ya de entrada lo que la pátina filosófica y la
prolija prosa de su autor podrían acabar velando a lectores poco avisados, a saber, que este ya da
por sentada desde sus primeras páginas la existencia de un “Dios” cuya negación supondría según
él un “objetivo empobrecimiento” de las posibilidades humanas. Y aunque Gomá habla de
“civilizar” la idea de Dios, y se esfuerza por minimizar al “Dios creador” a favor de un “Dios de la
esperanza”, en realidad –asumiendo las ideas de la “teología dialéctica” de Barth– está hablando
de “el Dios de la confesión cristiana de fe”, el cual sería, al parecer, totalmente diferente “de los
dioses todos”. Este tipo de asunciones del autor dejan ya vislumbrar qué se puede esperar de su
libro, pues allí donde tal ente está presupuesto, todo lo demás se dará por añadidura. Por ello cabe
preguntar a qué vienen todas las páginas en las que Gomá presenta como un problema la cuestión
de si la experiencia del mundo agota o no la integridad de lo humano y la extensión de lo real,
cuando él ya ha decidido todo de antemano, y a esta pregunta cualquier lector mínimamente
avispado sabrá responder. De hecho, por si quedara alguna duda, Gomá también asume que ese
Dios “usa de su poder para introducir desde fuera… cierta novedad en el funcionamiento de la
ciega rueda del mundo”, y que su modo de hacerlo es “suscitar en el seno de la experiencia el
ejemplo de alguien que pruebe en su persona la inexorable injusticia del mundo y, luego, tras
morir, ofrezca a los demás el precedente de una continuación trasmundana de la individualidad”.
Dicho sin retórica y en román paladino: Dios envía a su Hijo Jesucristo a la tierra, que tras morir
resucitó. Aquí yace la sedicente filosofía de Necesario pero imposible.

II

Discutir con un creyente sobre “Dios” o sobre si la extensión indefinida de la finitud es o no


precisamente una contradictio in adiecto o si tal extensión contradice la experiencia o
simplemente la suplementa sería probablemente inútil. Pero para aquilatar y poner a prueba la
fiabilidad del discurso de Gomá no será una pérdida de tiempo considerar aquellas de sus
afirmaciones que son susceptibles de ser falsadas. En efecto, para “civilizar a Dios” –léase: para
intentar dotar de respetabilidad y un mínimo de sofisticación intelectual al discurso cristiano en el
s. XXI–, Gomá necesita apelar a algo que suscite cierta consideración en sus contemporáneos, y
ello no es otra cosa que la historia y la ciencia. Pero antes aún de entrar en los “admirables

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métodos científicos del Jesús histórico”, nuestro autor abre uno de sus capítulos clave con estas
palabras:

“En determinado momento se puso en marcha una cadena de acontecimientos que no han dejado
de intrigar al observador imparcial y que aún hoy están esperando una justificación convincente
por parte de los historiadores.
La historiografía tiene pendiente explicar, primero, qué ocurrió para que un hombre pobre, ágrafo
y crucificado por el poder romano, alejado de las esferas de poder económico, político o social de
su tiempo, casi instantáneamente después de morir fuera divinizado por sus propios
contemporáneos que lo conocieron y acompañaron en su fracaso durante los pocos años de su vida
pública, precisamente unos judíos piadosos que habían aprendido a odiar toda tentación de
idolatría […] un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y
mucho menos en uno tan fanático como el judío, devoto de un Dios celoso”

La idea se reitera en diversos lugares, y vuelve por sus fueros hacia el final del libro, donde, entre
los hechos supuestamente “científicamente probados” (sic), Gomá hace constar el siguiente:

“El primer hecho se refiere a la temprana divinización de su persona por parte de sus discípulos y
seguidores. Éstos, poco después de su muerte, empezaron a rendir culto al predicador de Galilea,
contemporáneo suyo, a quien proclamaron el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, títulos que
presuponen su divinidad […] Lo extraordinario en el caso del galileo reside en que fue divinizado
por quienes, como judíos piadosos, educados en el horror a la idolatría, profesaban un monoteísmo
que formaba parte sustancial de su identidad como pueblo elegido. Y además era a un compañero,
con el que habían convivido y recorrido caminos juntos, a quienes se atrevían a poner en
„comunidad de trono‟ con el mismísimo Yahvé, creador del mundo”

Lamentablemente, en estos párrafos hay ya algunos elementos dudosos, otros falaces, y otros
directa y demostrablemente falsos.
Ante todo, la pretensión de que “la historiografía tiene pendiente explicar” el proceso de
divinización de Jesús es un disparate. Este fenómeno puede resultar llamativo a los legos, pero tras
la investigación realizada –en particular, desde hace un siglo, cuando Wilhelm Bousset publicó su
Kyrios Christos– ha sido explicado con suficiente claridad. La falsedad de la afirmación de Gomá
quedará clara en la discusión subsiguiente.
Afirmar que es un “hecho” “científicamente probado” que Jesús fue divinizado por sus
discípulos tan tempranamente como Gomá pretende (con “poco después de su muerte” parece
referirse a semanas, meses o pocos años) es asimismo falso. Ante todo, esto no es un hecho –
mucho menos “científicamente probado”– sino en todo caso una hipótesis, como lo demuestra el
que no pocos estudiosos de muy distinto signo ideológico (v. gr. el descreído Maurice Casey y el
piadoso cristiano James Dunn), y con argumentos no desdeñables, sostengan que no puede
hablarse en rigor de una divinización de Jesús –en un sentido relativamente preciso del término–
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hasta bien entrado el s. I, cuando los discípulos directos de este estaban presumiblemente muertos
(Bousset, que escribió a principios del s. XX y condicionó la investigación durante mucho tiempo,
opinó que se habría dado a mediados del s. I tras la entrada de judíos helenizados de la diáspora).
En todo caso, las fuentes permiten en este caso más de una posibilidad, y mientras que autores
como Hengel o Hurtado (Gomá se basa en el primero en su libro, en el segundo en su réplica a
Piñero) mantienen una divinización ocurrida muy tempranamente, esta creencia depende de
testimonios literarios abiertos a la interpretación. Así pues, Gomá comete la falacia –elemental y
garrafal– de hacer pasar por un hecho lo que no es sino una opinión de algunos estudiosos.
Pero hay más. Que Jesús “casi instantáneamente después de morir fuera divinizado” es
incierto, y por varios motivos. En primer lugar, porque Gomá nunca aclara a sus lectores qué
quiere decir con “divinización”, con lo cual crea una confusión que sirve a un discurso vago e
impreciso. “Divinización” y “dios” son términos que pueden usarse de diversas maneras –como
evidencia el uso del término “dios” y la atribución de rasgos divinos a distintas figuras en el
propio seno del judaísmo, la discusión filosófica en la Antigüedad sobre niveles distintos de
divinidad y la historia del dogma cristiano (en la que no es lo mismo el sentido de los términos
usados en los concilios de Nicea y Constantinopla que en el Nuevo Testamento, aunque algunos
crean que sí). Gomá parece asumir la comprensión generalizada y moderna del término,
dependiente para muchos de una comprensión media niceno-constantinopolitana, pero que este sea
el sentido que tenía en el s. I está por demostrar.
Que “un proceso semejante carecía de precedentes y de consecuentes en el monoteísmo, y
mucho menos en uno tan fanático como el judío” –dejando aparte por el momento lo de que el
monoteísmo judío era “tan fanático”– puede entenderse de dos maneras: o bien referida
específicamente a “un hombre pobre, ágrafo y crucificado por el poder romano” –es decir, a
Jesús– o bien más genéricamente a la ausencia de procesos de divinización de seres humanos en el
ámbito del judaísmo. Resulta que, en el primer caso, la afirmación de Gomá es un truismo (o, si se
prefiere, una perogrullada), pues la divinización del ser individual Jesús carece por definición de
antecedentes. Pero si lo que se quiere decir es que el judaísmo no conocía procesos de divinización
de seres humanos, esto está de nuevo en algún lugar entre lo incierto y lo falso. Veámoslo.
El judaísmo antiguo –del que, como veremos en su momento, Gomá tiene una idea simplista y
caricaturesca, indiscernible de rancios clichés– era, como el cristianismo antiguo y como tantas
otras cosas en el mundo, una realidad más compleja de lo que parece a primera vista. En cuanto al
monoteísmo, sin ir más lejos, la propia Biblia judía emplea en diversos pasajes la terminología
divina para referirse a seres humanos. Por ejemplo, en el Salmo 45 el rey es llamado “Elohim”,
mientras que en la versión griega este nombre divino es traducido como ho theós. En Isaías el rey
es aclamado como “dios poderoso” (el gibbor). Por supuesto, en tales concepciones el rey se
consideraba subordinado a Yahvé, pero esas tradiciones contribuyeron a la descripción del mesías
en términos exaltados en textos judíos del período del Segundo Templo (y, obviamente, a la
afirmación de la divinidad de Jesús por sus seguidores tras su muerte).
Tal terminología contiene solo los gérmenes de procesos de exaltación de diversas figuras que
tuvieron lugar en el judaísmo del período helenístico, y que han sido investigados desde los años
70 por una gran cantidad de especialistas, que han escrito abundantísimos artículos y monografías,
normalmente en inglés y alemán. Entre ellos, citemos a bote pronto a Alan Segal, Jarl E. Fossum,

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Margaret Barker, Loren Stuckenbruck, John Collins, Adela Yarbro Collins, Darrell D. Hannah,
Charles A. Gieschen, Andrew Chester, Peter Hayman, Wayne A. Meeks, Crispin Fletcher-Louis,
Philip S. Alexander, Steven Richard Scott, Daniel Boyarin, etc., etc.
Los resultados obtenidos en las obras de estos y otros autores han obligado ciertamente a
cualificar la comprensión del “monoteísmo” de Israel, en la medida en que han demostrado más
allá de toda duda que el judaísmo había desarrollado especulaciones sobre distintas figuras a las
que se presentaba como agente principal de Dios, y que adquieren cualidades divinas o
cuasidivinas. En las fuentes, este rol es desempeñado a veces por uno de los atributos del propio
Dios (como la Sabiduría o la Palabra, descritas de manera personificada), otras veces por un ángel
o arcángel, y otras por un importante personaje humano del pasado, profeta, figura mesiánica o
ancestro, real o imaginado. ¿Hay que recordar que Filón se refiere al Logos como a un “segundo
dios”, o también a Moisés en términos divinos? ¿Hay que recordar que en algunos textos de
Qumrán el lenguaje para designar a la divinidad se aplica a Melquisedec? ¿Hay que recordar el
tratamiento de Henoc en el “Libro de las Parábolas”, en el que coexisten las ideas de la
preexistencia del Hijo del hombre, de la futura adoración de Henoc, su designación como mesías,
redentor y juez escatológico, así como la combinación en una figura de hombre y dios? En otro
orden de cosas, ¿hay que recordar que Pablo de Tarso, normalmente identificado como
monoteísta, habla en 2 Corintios del “dios de este mundo”?
En efecto, después de que arqueólogos e historiadores de las religiones hayan demostrado la
inexistencia de “monoteísmo” en el antiguo Israel –y hayan mostrado el carácter tergiversado,
ideológico y anacrónico de la imagen bíblica de las creencias de la época (cf. v. gr. las obras de
Zvit, MacDonald, Smith, Becking, y un largo etcétera)–, desde hace varias décadas los estudiosos
del judaísmo helenístico han concluido que en este período el “monoteísmo” de Israel hay que
tomarlo cum mica salis. Aun sin necesidad de aceptar la propuesta radical de algunos autores
como Paula Fredriksen –que en su famoso artículo “Mandatory Retirement…” impugnaba tout
court la validez de la categoría de “monoteísmo” al referirse al judaísmo de este período–, lo que
desde luego la investigación ha demostrado es la necesidad de cualificar, y de varios modos, el
“monoteísmo” de Israel. Comprender esto resulta esencial, pues permite a su vez entender que el
proceso de exaltación de Jesús, que Bousset atribuyó a un influjo helenístico, puede haber tenido
lugar en el mismísimo seno de una fe “monoteísta”.
Como un mero ejemplo de un sentir generalizado entre los especialistas, que expresa la
convicción de quienes han analizado las fuentes con cuidado, citaré a alguien poco sospechoso de
radicalismo, el eclesiástico británico William Horbury, quien sintetiza uno de sus artículos
publicado en 2009 del siguiente modo (traduzco del inglés): “Aquí se argumenta por doquier que
la interpretación del judaísmo como un monoteísmo riguroso, “exclusivo” en el sentido de que
niega la existencia de otros seres divinos, hace menos que justicia a la importancia de tendencias
místicas y mesiánicas en la época herodiana –pues estaban a menudo vinculadas con un
monoteísmo “inclusivo”, en el que la deidad suprema era consideraba superior pero en asociación
con otros espíritus y poderes”. En época herodiana, es decir, precisamente en el período anterior y
contemporáneo al del surgimiento de la secta nazarena.

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III

Lo anterior explica que entre las apreciaciones sensatas que Piñero formuló en su reseña
crítica a Necesario pero imposible figurase la de que el proceso de divinización de Jesús no es en
modo alguno tan extraño como Gomá lo presenta. Escribe Piñero:

“Por asombroso que parezca a quien no conoce esta cuestión, el pretendido y rígido monoteísmo
judío de los siglos I y II d. C. era, en realidad, en círculos piadosos, un binitarismo
subordinacionista y monárquico”

Ahora bien, en lugar de hacer uso de esta sensata crítica para admitir los límites expositivos
de su libro y entonar honrada y sabiamente una palinodia, Gomá prefiere sin embargo obstinarse
en el “sostenella y no enmendalla”. En su respuesta a Piñero, afirma alegremente lo siguiente:

“entre los especialistas […] el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable, y, por tanto, su
amago de objeción no vale para impugnar mi posición, asistida por el sentir absolutamente
mayoritario de los que saben”

Esta afirmación de Gomá es, como se deriva de lo dicho antes, una manifiesta falsedad.
Lamentablemente, Gomá identifica el librito de Martin Hengel de 1975 El hijo de Dios (Der Sohn
Gottes) y algunas otras obras generalistas que ha leído con “el sentir absolutamente mayoritario
de los que saben”. Ahora bien, esto solo demuestra –además de la confianza acrítica de Gomá en
cierto tipo de literatura– la medida de la ignorancia de este autor con respecto a la investigación
realizada en las últimas décadas. De hecho, uno de sus varios problemas es que desconoce por
entero la bibliografía especializada de muchos de los temas sobre los que, sin reparo alguno,
pontifica; en estas circunstancias, la referencia de Gomá a los “especialistas” raya en el ridículo.
Gomá no se ha enterado de cuánto ha llovido en el ámbito académico desde que Martin Hengel
publicara El hijo de Dios el año de la muerte de Francisco Franco. No solo no cita ni uno solo de
los muchos autores a los que me he referido supra, sino que parece desconocer la existencia misma
de la investigación realizada desde los años 80 del s. XX. La obstinación de Gomá en el disparate
procede con una retórica tan enfática (“incuestionable”, “sentir absolutamente mayoritario de los
que saben”), que acaba resultando francamente cómica.
Pero por algo dice la sabiduría popular que la ignorancia es atrevida. Entre los problemas del
discurso de Gomá no está solo el de estar trufado de falsedades y disparates, sino también el de
incurrir en no pocas falacias. Tras la afirmación de que “entre los especialistas… el monoteísmo
judío sigue siendo algo incuestionable”, en su respuesta a Piñero este autor prosigue:

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“Últimamente el libro de Larry W. Hurtado, ¿Cómo llego Jesús a ser Dios? (Salamanca, Sígueme,
2013), que aborda la cuestión de la inesperada divinización del profeta galileo en el seno de un
monoteísmo estricto, no toma en consideración ese supuesto binitarismo”

Veamos. En primer lugar, la obra a la que Gomá se refiere es la traducción (muy parcial e
incompleta, como señalé en su momento en este blog) de una obra de Larry Hurtado –un autor que
empezó a publicar en los años 70 del s. XX, y que es ciertamente uno de los nombres de referencia
en la discusión sobre la divinización de Jesús– publicada en 2005. Ha llovido mucho entre 2005 y
2013, aunque Gomá no se haya enterado. Pero lo principal ahora es poner de relieve que Gomá
utiliza la referencia a Hurtado como si fuera un argumento, cuando en realidad no es sino una
falacia, la falacia ad auctoritatem. Lo significativo es que puede mostrarse, además, que en este
caso Hurtado no debería ser usado como autoridad.
En efecto, Larry Hurtado lleva muchos años utilizando el término “binitarismo” (por cierto,
un concepto que empezó a utilizar Friedrich Loofs a finales del s. XIX en la historia de la
cristología), a más tardar ya desde su obra de 1988 One God, one Lord, para designar el
monoteísmo cristiano y negando al mismo tiempo la pertinencia de aplicar este término –o alguno
equivalente– a otros fenómenos del judaísmo helenístico. Ahora bien, aunque Hurtado es un
estudioso erudito y respetable que ha efectuado contribuciones de innegable valor, algunas de sus
ideas principales –y entre ellas la negativa a considerar desarrollos “binitarios” o, en todo caso,
análogos al cristiano en el judaísmo no cristiano– han sido criticadas desde a más tardar finales de
los años 90 del s. XX por un buen número de autores muy competentes (entre los cuales cabe citar
a John J. Collins, Adela Yarbro Collins, Maurice Casey, William Horbury, Daniel Steenburg,
Michael Peppard, David Rainbow, Andrew Chester, David Litwa…) con argumentos muy
convincentes, y que muestran que la aproximación de Hurtado no es en absoluto la última palabra
que Gomá pretende –como quien no quiere la cosa– que es.
Resumiendo muchísimo, lo que las críticas han mostrado es que Larry Hurtado (que en
algunas cuestiones cruciales sigue a Martin Hengel) ha incurrido en toda una serie de
interpretaciones erróneas del judaísmo helenístico, simplificando y minimizando de varios modos
su complejidad, y ello con el (acaso inconsciente) objetivo apologético de sostener a toda costa el
carácter sui generis de la divinización de Jesús y de postular su carácter de única verdadera
“mutación” del monoteísmo judío que merece el nombre de “binitarismo”. En otras palabras, lo
que muchos de los críticos de Hurtado han mostrado correctamente es que al menos algunos de los
procesos que en el judaísmo helenístico asocian agentes divinos o cuasidivinos a Dios constituyen
analogías suficientemente cercanas a la exaltación de Jesús como para que el proceso de
divinización de este se haga más comprensible, y que el intento de negar la existencia de tales
analogías es puro wishful thinking teológico. Dicho de otro modo, el proceso de divinización de
Jesús es una especie que pertenece a un género reconocible, y aunque las analogías entre los
distintos fenómenos no son perfectas (¡pero, por definición, no puede haber analogías perfectas
entre fenómenos individuales!), estas son lo bastante considerables para contribuir a explicar su
génesis y hacer de esos fenómenos algo inteligible. En este sentido, las deficiencias en la
argumentación de Hurtado muestran una ruptura del procedimiento científico en virtud de la
necesidad apologética de sostener la absoluta singularidad del fenómeno cristiano. Así se entiende

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que las obras de Hurtado, cristiano pentecostalista, al referirse al proceso de divinización de Jesús,
abunden –en la mejor (o peor) tradición de pasmo cristiano, a la que con todo merecimiento
pertenece también Gomá– en adjetivos del tipo “asombroso”, “sorprendente”, “desconcertante”,
“incomparable”, etc., que –al igual que gran parte del lenguaje de Necesario pero imposible–
provienen no del campo de la ciencia, sino más bien del de la fe y la adoración.
En estas circunstancias, aun si hoy en día uno puede encontrar a cientos de exegetas y
teólogos que siguen repitiendo como loros las ideas de Hengel y de Hurtado, esto no puede
aducirse como un argumento válido, pues en todo caso sería otra falacia –ad auctoritatem o ad
populum. Lo único que demostraría es el hecho de que mucha gente no acostumbrada a pensar por
su cuenta se empeña en asumir ideas insostenibles en el estado actual de la investigación, quizás
por ignorancia, pero también en parte por interés ideológico y en parte por evitarse la vergüenza
de tener que reconocer públicamente que lo que han escrito y enseñado durante mucho tiempo no
son sino ideas carentes de fundamento.
Ahora podemos comprender no solo que Gomá no sabe nada sobre la investigación realizada
en las últimas décadas sobre el monoteísmo judío, sino que –lo que es aún más grave– tampoco
parece querer saber nada. La razón es que una visión lúcida y matizada del “monoteísmo” que da
cabida a la exaltación de agentes divinos junto a Dios contribuye ciertamente a hacer entender el
proceso de exaltación de Jesús en la secta nazarena. Pero esto, claro, permite cuestionar la
simplista y mistificadora construcción apologética de las creencias cristianas como sui generis y
novum absoluto. Por ello Gomá usa un lecho de Procrustes en el que tumbar la realidad del
judaísmo, aunque ello sea a costa de mutilarla. Lo que esto dice sobre la honestidad intelectual de
este autor, y sobre su fiabilidad, es bastante evidente como para tener que explicitarlo.

IV

Que ni Martin Hengel ni Larry Hurtado son la última palabra de la investigación en este
campo quedará todavía más claro si se atiende a otro de los factores que es necesario tener en
cuenta para entender el proceso de divinización de Jesús. Me refiero a los fenómenos de
divinización en el ámbito de las religiones grecorromanas, tanto en el caso de la apoteosis de
héroes míticos como de seres humanos de carne y hueso (incluyendo el culto al emperador en el
Imperio romano).
La enorme importancia de este aspecto para la comprensión de la divinización de Jesús
debería ser obvia, máxime después de la amplia investigación realizada sobre este tema en las
últimas décadas (v. gr. por Adela Yarbro Collins, Charles Talbert, Dieter Zeller, Michael Peppard,
David Litwa, Dar øistein Endsjø, etc., autores de los que Gomá no parece haber siquiera oído
hablar). De hecho, numerosos especialistas –entre los que se encuentran los ya citados– han puesto
de relieve que la negación o la minimización de este aspecto en las obras de Hengel y de Hurtado
(quien en su voluminoso Lord Jesus Christ, de más de 700 páginas, dedica 4 al ámbito
grecorromano) constituye un error garrafal que solo puede explicarse, de nuevo, por el afán
apologético de no reconocer las obvias analogías existentes entre la divinización de Jesús y la de
otras figuras, así como por una aproximación obsoleta a algunos de estos fenómenos (entre los

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cuales el del culto al emperador es obvio; solo sobre este aspecto se han escrito en las últimas
décadas gran cantidad de monografías relevantes, incluyendo el fundamental de Monika Bernett,
Der Kaiserkult in Judäa unter den Herodiern und Römern, de 2007).
La importancia de este aspecto es obvia, no solo porque el cristianismo se propagó en el
mundo mediterráneo, en el que esos fenómenos de divinización constituían una parte natural del
humus religioso, sino también porque la secta nazarena se generó en una provincia del Imperio
romano que llevaba varios siglos parcialmente helenizada y cuyos habitantes, aun siendo en su
mayoría monoteístas, convivían con paganos y estaban familiarizados con sus cultos –incluyendo
el culto al emperador, para el que varios miembros de la familia herodiana habían hecho construir
templos–. Todo esto, como ha sido señalado por los especialistas, representa una contribución
crucial para entender la génesis de la divinización de Jesús, y contribuye a explicar no solo ciertos
pasajes del Nuevo Testamento sino también los ecos generados en sus primeros oyentes.
¿Qué dice de todo esto Javier Gomá a sus lectores? La respuesta es: virtualmente nada. En
una página de su libro dedica tres líneas de paso a referirse a la existencia de una apoteosis que
“no era desconocida en el politeísmo mitológico”, y hacia el final de su libro dedica otras tres a
mencionar la existencia del mismo fenómeno. Pero no dedica ni una sola línea en su prolijo libro a
comentar la relevancia de los procesos de divinización en las religiones grecorromanas para la
comprensión del fenómeno al que se refiere como algo incomprensible. Tras la investigación
realizada al respecto en al menos los últimos veinte años, este silencio se parece mucho a una
tomadura de pelo. ¿Es que Gomá quiere tomar el pelo a sus lectores? Seguramente no. Lo que
ocurre es que simplemente ignora, una vez más, toda la investigación relevante. (Que las
contribuciones más recientes y equilibradas han ido más allá de Hengel y Hurtado, y que la
aproximación de estos está en algunos aspectos clave obsoleta, lo he mostrado en un artículo, de
próxima aparición, titulado “La génesis del proceso de divinización de Jesús el galileo. Ensayo de
status quaestionis”, sobre cuya publicación informaré oportunamente a los lectores).

Ahora bien, tampoco se acaba aquí la mistificación de la realidad efectuada –sin duda de
modo inconsciente, aunque obstinado– por Gomá. Otro de los factores que es absolutamente
necesario tomar en cuenta si se quiere entender el proceso de divinización de Jesús –como tantos
otros fenómenos en la historia de las religiones– son los mecanismos del comportamiento y la
ideación, cuya comprensión nos han proporcionado a lo largo de muchas décadas las ciencias
humanas, en particular la sociología, la antropología cultural y la psicología. Lamentablemente,
Gomá no parece haberse curtido tampoco en estos campos. La única referencia a ello es muy
breve y se encuentra, ya avanzado su libro, en una frase en la que el autor afirma que la disonancia
cognitiva es incapaz de explicar la creencia en la resurrección de Jesús, al tiempo que añade en
una nota:

“El concepto de „disonancia cognitiva‟, acuñado en el ámbito de la psicología por L. Festinger, es


aplicado a la resurrección por G. Theissen [se cita la obra publicada en castellano en 2002 La

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religión de los primeros cristianos]… Pero Theissen no utiliza el concepto como argumento contra
la realidad de las apariciones”

Esto, sin embargo, es peor que insatisfactorio, al menos por las siguientes razones:
1º) Gomá –a diferencia v. gr. del propio Theissen– no dice a sus lectores que “disonancia
cognitiva” no es solo un concepto, sino una teoría de amplio valor heurístico, que tras su
formulación inicial por Leon Festinger y otros ha sido criticada, sofisticada y mejorada por un
considerable número de reconocidos psicólogos y sociólogos (entre los que se hallan Loren
Dawson, John Gordon Melton, Joseph Zygmunt, Anthony B. Van Fossen, Diana G. Tumminia,
entre muchos otros) a lo largo de décadas.
2º) Gomá no dice a sus lectores –probablemente porque no lo sabe– que mucho antes que
Theissen (el original de la obra citada es de 2000) varios especialistas en historia del cristianismo
y de las religiones de diversas orientaciones y trasfondos ideológicos (incluyendo a algunos tan
respetados como John Gager o David Aune) habían aplicado la teoría de la disonancia cognitiva
para elucidar la génesis del cristianismo con resultados –comprensiblemente– muy fructíferos.
3º) Gomá incurre de nuevo en la falacia ad auctoritatem. Que Theissen afirme que “las
apariciones de pascua no se producen… por disonancia cognitiva” es simplemente una opinión, y
una opinión cuya razonabilidad habría que probar. Que lo que diga Theissen va a misa se lo cree
Gomá, pero no lo creemos necesariamente quienes sabemos cómo afectan en ocasiones –y desde
luego en este caso– al discurso de Theissen sus constricciones confesionales. Es perfectamente
esperable que un autor cristiano evite en lo posible reconocer una derivación psicológica de las
experiencias de las apariciones de pascua, pero de ahí a que eso pruebe algo hay un abismo.
4º) Más allá de que Gomá no entiende que “disonancia cognitiva” no es solo un concepto,
sino una teoría, tampoco parece comprender en qué consiste la disonancia cognitiva. En las
escasas líneas que dedica al fenómeno, por un lado se refiere a “la patología de todo un grupo que
se niega en bloque a aceptar los hechos y sublima sus deseos cuando le son negados por la
realidad” y a “un supuesto trastorno psicológico colectivo”. Pero la utilización del lenguaje de lo
patológico es retórica de su invención, y es capciosa, pues los procesos psicológicos y
sociológicos para afrontar las situaciones de disonancia cognitiva no son, propiamente hablando,
patológicos (si así fuera, el mundo sería un manicomio en mucha mayor medida de lo que sin duda
ya es). Por otro lado, Gomá continúa diciendo: “Porque es difícil imaginar que los discípulos, que
acababan de sufrir una experiencia aplastante, tuvieran en ese momento la energía creadora, la
vitalidad, la determinación, la audacia y el inverosímil genio religioso que supone inventarse una
idea tan absolutamente original como ésa, extraña a su entorno intelectual, sin antecedentes ni
consecuentes en la historia universal de las creencias religiosas”. Más allá de la retórica pomposa
a la que Gomá es tan aficionado –y más allá de que la idea de la resurrección no es en absoluto ni
mucho menos tan original como Gomá absurdamente declara–, lo cierto es que es precisamente la
energía creadora y la innovación –lo que suele denominarse “cognitive work”– lo que la teoría
postula, y convincentemente, que tiene lugar.
Una vez más, lo que Gomá declara “difícil de imaginar” es muy fácil de entender cuando se
analiza lo que una teoría de la disonancia cognitiva refinada sostiene. Pero esto, claro, Gomá lo

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niega, o porque lo desconoce, o porque necesita a toda costa postular la ininteligibilidad del
proceso, con el objeto de declararlo sui generis e incomparable, y para poder endilgar al lector
hacia el final de su libro que lo único que puede explicarlo es… ¡¡¡una efectiva y real resurrección
de Jesús!!! (y aquí el lector puede ya, como Gomá le va proponiendo a lo largo de su opus
magnum, hincarse de rodillas, convertir su corazón y sumar su arrobada alabanza a la grey de los
christifideles y a los armónicos coros angélicos).
En suma, Gomá puede soltar el disparate de que “la historiografía tiene pendiente” explicar la
divinización de Jesús y quedarse tan ancho solo porque ignora enteramente los resultados de la
investigación de muchas décadas en los distintos ámbitos (judaísmo helenístico, religiones
grecorromanas, ciencias humanas…) que es necesario tener en cuenta para entender el fenómeno.
La “extensa investigación de hechura académica” a la que se refiere el autor en la presentación de
su libro no parece haber sido tan extensa y, sobre todo, está a años luz de haber sido lo profunda y
rigurosa que debería haber sido, lo que ha producido en Gomá un fenomenal autoengaño. Y esto
es francamente grave, pues el autoengaño se traduce de inmediato en un engaño –por inconsciente
que sea– a los lectores, muchos de los cuales, engatusados por las apariencias de una altisonante
prosa, comulgarán con las ruedas de molino con las que el propio Gomá piadosamente comulga.
Una vez, sin embargo, que uno se ha tomado la molestia de transitar pausadamente por los
ámbitos mencionados y conecta los resultados obtenidos –algo que exige ciertamente considerable
esfuerzo de reflexión, lectura de fuentes y de la nada escasa bibliografía producida en cada
campo–, uno puede ya dejar de mirar pasmado y poner los ojos en blanco ante el supuestamente
“incomprensible” fenómeno de la divinización de Jesús, porque ese fenómeno resulta francamente
muy comprensible –o al menos todo lo comprensible que resultan los fenómenos humanos. Lo que
Gomá denomina “acontecimientos muy intrigantes para los investigadores”, precisamente para los
investigadores –para los realmente competentes, claro– están muy lejos de ser intrigantes.
No se trata con ello de negar aquí la especificidad del fenómeno cristiano, algo que ningún
historiador en su sano juicio hace. Se trata de no mistificar la realidad falseando las características
de un fenómeno al punto de hacerlo ininteligible y de incitar a la gente a quedarse boquiabierta y
atónita, cuando no hay razón alguna para ello. Esa mistificación supone el abandono de la ciencia,
el rigor y el raciocinio crítico, para incurrir en una penosa palabrería que no resulta muy
esperanzadora en un libro sobre la esperanza y desde luego nada ejemplar, máxime en una obra
que se vende como la coronación de una tetralogía sobre la ejemplaridad.
Tarea y responsabilidad del intelectual es iluminar el mundo y aclararlo en la medida de lo
posible, haciéndolo más inteligible para uno mismo y para sus semejantes, muchos de los cuales
no tienen la suerte (o la desgracia) de poder dedicar tanto tiempo como él/ella a la reflexión. De
modo que allí donde lo que es comprensible es convertido por arte de birlibirloque en
incomprensible, misterioso y enigmático, no solo se yerra y se mistifica, sino que el intelectual
abdica de su responsabilidad y se convierte automáticamente en un charlatán, vendedor de humo,
trilero del concepto y turiferario del mito. Como seguiremos viendo en próximas entregas, esta
charlatanería –eso sí, con una apariencia muy civilizada y hasta poética– caracteriza el discurso de
Necesario pero imposible.

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VI

Hemos demostrado ya en detalle que la afirmación de que la historiografía tiene todavía


pendiente explicar la divinización de Jesús es crasamente falsa y el resultado de una ignorancia
sistemática de la práctica totalidad de la investigación relevante en los diversos ámbitos
pertinentes para el entendimiento de esta cuestión. El siguiente disparate de Javier Gomá está
escrito pocas líneas después del anterior:

“Y, en segundo lugar, la investigación historiográfica habría de explicar también qué hubo de
suceder para que el credo exótico de una insignificante secta brotada dentro del judaísmo palestino
(a su vez una pequeña, marginal y sometida subcultura perdida dentro del vasto Imperio romano),
tras ser rechazado por los propios judíos en cuyo seno nació […] y perseguido sanguinariamente
por un Estado hostil, acabara imponiéndose como la religión oficial del imperio más grandioso,
duradero y orgulloso de sí mismo que había conocido la historia universal”

Más allá de la perifrástica retórica y de los clichés al uso (lo de “persecución sanguinaria”
evoca la visión victimista-apologética de la historiografía confesional, a la que la crítica ha puesto
los puntos sobre las íes –léanse v. gr. las obras de C. Moss sobre el martirio o la de R. González
Salinero sobre las persecuciones), cualquier lector que se haya tomado la molestia de reflexionar y
de informarse sobre las vicisitudes de la secta nazarena y las causas de la expansión del
cristianismo sabe que la aseveración central del párrafo citado es falsa.
O, si se prefiere, que es tan cierta como que la biología tiene pendiente explicar la variedad y
la variabilidad de las especies, que la politología no es capaz todavía de comprender el auge del
partido nacionalsocialista en la culta Alemania, que la historia de las religiones tiene pendiente
explicar la expansión por varios continentes del maniqueísmo, el budismo o el Islam, que la
psicología social tiene pendiente explicar cómo un patético sujeto llamado José María Escrivá
Albás dio lugar en pocas décadas a una secta dentro del catolicismo y se convirtió en San
Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, o que la física tiene pendiente explicar el gol que metió
Roberto Carlos a la selección francesa en 1997. A los legos, ciertamente, estos y otros muchos
fenómenos les hacen poner los ojos en blanco y cara de papanatas preguntándose cómo tales cosas
son posibles, y empezar a acumular los adjetivos de turno –“¡asombroso!”, “¡enigmático!”,
“¡sorprendente!”, “¡incomprensible!”–, pero quien ha leído, estudiado y pensado un poco sabe que
para todos estos fenómenos hay buenas y convincentes explicaciones. Mutatis mutandis, ¡aviados
estaríamos si la historiografía tuviera pendiente explicar a estas alturas la expansión del
cristianismo!
En efecto, los factores que contribuyen a explicar esa expansión han sido expuestos por una
nada exigua investigación, que permite concluir que el éxito del cristianismo no tiene nada de
extraño ni asombroso. Me abstengo de proporcionar a los lectores una bibliografía elemental sobre
el tema, pero dado que es una buena obra enseñar al que no sabe, yo me ofrezco a organizarle a
Javier Gomá en la Fundación March que creo dirige, para su ilustración y la de todo aquel que
entre el respetable público siga pasmado, un ciclo de conferencias sobre la expansión del

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cristianismo que le ilustrará con pelos y señales sobre las razones que la explican –claro que para
ello yo elegiría a un selecto plantel de historiadores competentes, españoles y/o extranjeros,
intelectualmente independientes, no a los teólogos y apologistas en los que tanto se complace
Gomá. Hic Rhodus, hic salta.
En realidad, Gomá se limita aquí –como en buena parte de su libro– a reiterar uno de los
clichés que la historiografía eclesiástica –a menudo indiscernible de la pseudohistoriografía– lleva
incansable repitiendo siglos, a saber, que la expansión del cristianismo es un fenómeno
inescrutable y milagroso del que no hay convincente explicación racional y para el cual se precisa,
por tanto, el recurso al sobrenatural dedo de Dios. Sobre estos pseudohistoriadores ya dijo todo lo
que hay que decir el filólogo Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, en una carta a su suegro
Theodor Mommsen, a saber, que “siguen siendo teólogos cristianos”.
La expansión del cristianismo es ciertamente un fenómeno complejo que exige tener en
cuenta factores políticos, sociales, económicos, psicológicos, demográficos, jurídicos,
ideológicos… pero confundir complejidad con ininteligibilidad es impropio ya no solo de un
intelectual que se precie, sino de cualquier individuo con dos dedos de frente. Por supuesto, solo la
más crasa ignorancia, la dependencia acrítica con respecto a bibliografía dogmáticamente
determinada o la existencia de necesidades apologéticas dictada por prejuicios religiosos y
teológicos –o una combinación de tales elementos– pueden explicar que en el s. XXI tales
paparruchas se sigan repitiendo. Porque, en efecto, no son otra cosa que simples paparruchas.
Pero como no hay dos sin tres, Gomá añade un ulterior disparate a su cuenta particular. Tras
referirse a la divinización de Jesús y a la expansión del cristianismo como fenómenos
inexplicados, nuestro autor se refiere a Jesús como a la “causa” que las produce y a su supuesta
“ejemplaridad”. Ahora bien, como ya señalé en la postal anterior, Gomá necesita articular un
discurso que no parezca un cuento religioso, sino algo anclado en la pura realidad. De este modo,
y para mostrar la “ejemplaridad” de Jesús, recurre a “los admirables métodos científicos” que nos
han descubierto al “Jesús histórico”. Más tarde hablaremos de la “ejemplaridad” de Jesús. Ahora
nos ocuparemos de lo que Gomá entiende –o, mejor dicho, no entiende– por “Jesús histórico”.
Ya en la reseña crítica aparecida en Revista de Libros, Antonio Piñero señaló correctamente
que lo que Gomá entiende por “Jesús histórico” es el resultado de una fenomenal confusión. He
aquí el párrafo de Piñero, que suscribo casi enteramente (en lo único en que discrepo es en
considerar asombrosa la credulidad de Gomá –para mí no lo es–):

“Asombrosamente para mí, Gomá otorga una credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús
dibujan los Evangelios. Acepta en teoría los tremendos avances del método histórico crítico, pero
en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes. La utilización del Cuarto Evangelio como fuente
histórica (por ejemplo, la frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo», Juan, 18, 36, no es
admitida, que yo sepa, por ningún exégeta probado, ni aun católico, como sentencia del Jesús de la
historia). Ni Pablo escribió Colosenses ni Efesios, ni mucho menos la Epístola a Tito, citada con
aprobación como paulina”.

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Luego veremos la respuesta de Gomá, pero antes comprobemos hasta qué punto es cierta la
crítica de Piñero. Gomá se comporta, en efecto, como si fuera verdadero prácticamente todo el
contenido de los evangelios: los pasajes que nos hablan de la malevolencia de las autoridades
judías contra Jesús, de su persecución y de su deseo de matarlo, de la incomprensión de los
discípulos, del juicio ante el sanedrín, de la comparecencia ante Herodes Antipas, de la condena
judía por blasfemia, de las palabras de Pilato a Jesús en el Cuarto Evangelio (“¿Qué es la
verdad?”), de la respuesta de Jesús a Pilato en el mismo, de la frase sobre el perdón pronunciada
en la cruz, de la escena en que las máximas autoridades religiosas del pueblo judío son presentadas
burlándose del agonizante al pie de la cruz, etc., etc., etc. son metidos en el mismo saco.
Confundiendo historia y ficción por doquier, Gomá mezcla alegremente churras con merinas, y
todo ello sin una sola palabra de escepticismo. Hace falta tener muchas tragaderas para tragarse
todo esto, pero Gomá se lo traga, y –lo que es más grave– de paso se lo hace tragar a sus lectores.
Instalado confortablemente en el totum revolutum en que realidad y ficción se mezclan, Gomá
puede dar rienda suelta a la pura arbitrariedad, y con ello citar cuanto se le pasa por las mientes
como histórico. Sin embargo, hay una excepción que Piñero no menciona, lo que me parece
injusto hacia nuestro autor: este, en efecto, en un momento glorioso de su libro, relativiza que real
y verídicamente Jesús y Satanás mantuvieran una conversación en el alero del templo de
Jerusalén. Así pues, incluso para la casi ilimitada credulidad de Javier Gomá hay algún límite.
De la “probidad intelectual” de Gomá es prueba el que no dedique ni un solo párrafo a algo
por lo que cualquiera que pretenda decir algo sensato sobre la figura histórica de Jesús debe
empezar, a saber, por los problemas de transmisión y composición de los evangelios, y por las
evidentes distorsiones de la realidad, contradicciones, incongruencias, afirmaciones implausibles
que estos contienen, en particular los relatos de la pasión. Gomá –quien parece considerar a los
evangelios como infalible Palabra de Dios– no dice una sola palabra de todo esto a sus lectores,
aunque sí se refiere en una ocasión a la “admirable honestidad” de los evangelistas. Ver para creer.

VII

La ausencia de sentido filológico e histórico se transparenta en todo el libro, y por tanto es


tarea imposible la de refutar cada insensatez que este contiene. Me limitaré a un solo ejemplo,
aunque fundamental, pues se refiere nada menos que a la muerte de Jesús, un tema sobre el que
Gomá debería haber reflexionado algo, dado que su libro gira en buena parte en torno a la cuestión
muerte-pervivencia. Curiosamente, Gomá nunca analiza en lo más mínimo las circunstancias
históricas de la muerte de Jesús. Él tiene bastante con presuponer la versión evangélico-
eclesiástica. Pues bien, Gomá afirma que Jesús fue

“crucificado entre ladrones”

Lamentablemente, esta afirmación es, según nos enseña una sencilla combinación de filología
e historia, rotundamente falsa. A pesar de que el término “ladrones” consta en no pocas

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traducciones bíblicas, y en que esta aserción ha sido efectuada en innumerables ocasiones por
teólogos, exegetas y predicadores cristianos, en la medida en que podemos hacer juicios históricos
fundados a partir del material evangélico, esta afirmación es insostenible. De hecho, el equivalente
griego del término “ladrones” no aparece en los evangelios en el contexto de la pasión. Hasta el
sacerdote y exegeta conservador Raymond Brown, en su The Death of the Messiah dice
correctamente que el término usado por Marcos y Mateo, lestaí, designa a hombres violentos, y
añade: “certainly not thieves as the traditional „good thief‟ description for Luke‟s penitent
wrongdoer would indicate”. Pero no: para Gomá, autodeclarado experto en Jesús histórico, Jesús
fue crucificado “entre ladrones”. Quizás nuestro autor tenga una licenciatura en filología clásica,
pero uno se pregunta para qué le ha servido, pues su rigor filológico es simplemente nulo.
Por supuesto, como para Gomá las cuestiones filológicas e históricas son pequeñeces sin
importancia, ni le dice a sus lectores que el término lestaí utilizado por Marcos y Mateo significa
literalmente “bandidos”, ni mucho menos les dice que no es un término fiable. En efecto, por
varias razones filológicas y contextuales que han sido ya expuestas ad nauseam (los romanos no
crucificaron nunca en Judea, que sepamos, a bandidos y delincuentes comunes, sino solo a
insurgentes o sus cómplices y simpatizantes; lestaí es uno de los términos más utilizados por
Flavio Josefo para referirse a nacionalistas e insurgentes judíos antirromanos; los evangelios
sinópticos, con sus referencias a la stasis/motín y a los stasiastaí/amotinados, denotan la
existencia de episodios insurgentes en Jerusalén durante o poco antes de la estancia de Jesús, etc.),
lestaí designa con casi completa seguridad a insurgentes antirromanos, como no pocos exegetas –
incluyendo, por cierto, también a los cristianos más rigurosos– reconocen.
Ni siquiera sería cierto, por tanto, afirmar que Jesús fue “crucificado entre bandidos”, porque
todo indica que esos “bandidos” no eran tales. Y esto significa, a su vez, que el término lestaí
empleado por los evangelios de Marcos y Mateo (no digamos el de Lucas, que les llama
“malhechores”) no es en modo una etiqueta objetiva y fiable, sino una distorsión –si consciente o
inconsciente no nos interesa ahora– de la realidad histórica. Es decir, en el mismo núcleo en que se
habla de la crucifixión de Jesús, esas Escrituras cristianas que Gomá considera tan admirables
mistifican gravísimamente los hechos efectuando una transvaloración radical de la identidad de los
sujetos a los que designa, los cuales no son ya patriotas judíos y luchadores de la resistencia, sino
simples delincuentes comunes. Esta mistificación se prosigue de otras muchas formas en los
relatos de la pasión y ya en lo que se ha silenciado, alterado o añadido en relación con los lestaí, y
por supuesto en la historia de Jesús.
Y si el enunciado de que Jesús “fue crucificado entre ladrones” es absurdo, todo lo demás va
por el mismo camino, pues ex absurdo quodlibet. El supuesto “Jesús histórico” de Gomá no
merece la menor credibilidad, pues no solo no es histórico, sino que es el resultado de una
distorsión sistemática de la historia.
Este es solo un ejemplo, pero conspicuo, no solo por el carácter crucial –nunca mejor dicho–
de la cuestión, sino también porque permite entender por qué, sin un considerable análisis crítico
filológico e histórico –del que Gomá ni sabe ni quiere saber nada–, no es posible comprender lo
más mínimo de la escena de crucifixión colectiva del Gólgota, y por tanto de la identidad del
llamado Jesús histórico. En efecto, uno de los problemas suscitados por los relatos evangélicos
estriba en que la visión que ofrecen convierte los sucesos del Gólgota en algo estrambótico. Esto

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puede afirmarse al menos en un doble sentido. Por un lado, un sujeto presuntamente inocente
(Jesús) es ejecutado en medio de dos individuos supuestamente culpables, los cuales nada tendrían
que ver con él; esto es bastante llamativo en sí mismo, pero lo es aún más teniendo en cuenta el
sentido paródico que tenía en el Imperio Romano la crucifixión. Por otro, dos sujetos calificados
como “bandidos” son crucificados por los romanos, a pesar de que en Judea, según las fuentes
disponibles, Roma crucificó solo a insurgentes o a sus simpatizantes. La escena del Gólgota como
la cuenta la tradición cristiana y como la repite, obediente y servil, Gomá, es un completo
sinsentido.
Esto es precisamente lo que desde hace siglos ha llevado a los estudiosos más reflexivos,
críticos y veraces a poner en cuestión la fiabilidad de esos relatos, y a elaborar hipótesis que
expliquen no solo lo ocurrido históricamente a Jesús (y a sus compañeros) sino también la génesis
de los estrambóticos relatos evangélicos. Como es sabido, esas hipótesis entrevén una historia
sensiblemente distinta a la contada en los evangelios (aunque la inmensa mayoría de estudiosos
cristianos intentan compatibilizarla como pueden con la fe cristiana, produciendo todo tipo de
incongruencias). Como se ha demostrado ad nauseam por parte de varios de los autores que
Antonio Piñero cita en su crítica a Gomá –y como quien firma ha demostrado en varios artículos
publicados en los últimos años, v. gr. en el Journal for the Study of the New Testament o el
Journal for the Study of the Historical Jesus–, la mejor con mucho de esas hipótesis es la de que el
visionario galileo, personalidad sin duda intensamente religiosa, estuvo implicado teórica y
prácticamente en la resistencia antirromana. Ha sido demostrado con todo lujo de argumentos que
esta es la mejor hipótesis por tener varias características que la hacen preferible desde un punto de
vista científico, a saber, su simplicidad, su respaldo textual, su plausibilidad contextual y su
amplísimo (e inigualado) poder explicativo–.
Si la historia, la filología y el razonamiento crítico sirven para algo, lo que sabemos es que a
Jesús –junto a otros que con toda probabilidad eran sus seguidores, o al menos estaban
ideológicamente relacionados con él– lo crucificaron los romanos, y lo hicieron por alguna de (o
todas) las siguientes razones:
1) porque anunció un reino de Dios que implicaba el anhelo por la desaparición del poder romano
(como ya reconoció el piadoso exegeta protestante Johannes Weiss);
2) porque con toda probabilidad albergó pretensiones regio-mesiánicas (hay numerosísimos
indicios de ello en los evangelios, como ha reconocido el universalmente respetado exegeta
protestante Dale C. Allison, empezando por el titulus crucis y por la conspicua presencia del título
“rey de los judíos” en los relatos de la pasión);
3) porque con toda probabilidad se opuso al pago del tributo a Roma (como reconocen hoy en día
incluso exegetas de inspiración confesional como Richard Horsley, William R. Herzog o Douglas
Oakman);
4) porque tenía un grupo armado con espadas, al que él mismo incitó a armarse, y dispuesto a
usarlas cuando llegara el momento (como reconocen hoy en día incluso exegetas tan respetados en
el ámbito del Nuevo Testamento y poco sospechosos como Dale B. Martin);

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5) porque con toda probabilidad fue responsable de algún tipo de acción mesiánica y/o violenta en
Jerusalén (como indican los episodios de la “entrada triunfal”, del incidente en el Templo… y
reconocen una gran cantidad de exegetas, incluidos los confesionales).
Cualquiera de estas razones habría sido suficiente para que el prefecto romano aplicase la
coercitio y eliminase a Jesús por un delito de laesa maiestas, pero hay razones poderosas para
pensar que todas ellas son históricamente creíbles. Por qué Jesús fue crucificado por los romanos
no encierra misterio alguno.

VIII

A estas alturas, sin embargo, ya sabemos que para Javier Gomá, instalado en las nubes de su
altísima filosofía, el conocimiento crítico susceptible de ser obtenido mediante la filología y la
historia son pequeñeces y detallitos sin importancia, cuando no desechables ocurrencias. Y por eso
él, sin proceder a análisis textual alguno, prefiere espetar a diestro y siniestro a lo largo de todo su
libro que Jesús fue “víctima de la injusticia del mundo”. Con la credulidad que le caracteriza,
Gomá –quien nunca explica a sus lectores por qué los romanos decidieron eliminar a Jesús– se ha
tragado a pies juntillas la versión evangélica según la cual, mucho antes que los romanos, a Jesús
se lo querían cargar desde el principio las autoridades judías. Pero como Gomá es un gran filósofo,
necesita ofrecer a sus lectores lenguaje filosófico que no le identifique fácilmente como cristiano y
le permita presumir de gran sabio secular. Y así dedica varias docenas de páginas a exponer la
idea de que una figura ejemplar no solo suscita en algunos la voluntad de imitación sino también –
en la medida en que coloca al sujeto ante su propia vulgaridad– un hondo resentimiento en otros:

“Pues si la ejemplaridad ordinaria suscita esos deseos negativos de hostigamiento al justo, se sigue
de ello que la súper-ejemplaridad exhibida por el mejor de todos lleva el conflicto hasta su punto
máximo y, o bien llama al seguimiento radical de los discípulos, o bien hace brotar en los demás
un firme deseo de eliminación del elemento perturbador”

Esta es la profunda “explicación” de Javier Gomá a la crucifixión de Jesús. De este modo, la


fábula evangélica según la cual el predicador galileo fue eliminado por la presión ejercida ante el
prefecto romano por las malévolas autoridades judías, movidas desde el principio por la envidia
hacia Jesús (cf. Mc 3 y Mc 15), es racionalizada y dotada de respetabilidad “filosófica”.
Traduzcamos: Jesús no fue ejecutado por los romanos en la cruz junto a insurgentes porque
anunciara el fin del imperio del césar, porque tuviera pretensiones regias, porque se opusiera al
pago del tributo a Roma, porque sus discípulos estuvieran armados o porque se hiciera culpable de
algún acto violento en Jerusalén. No: Jesús murió en la cruz porque su buen ejemplo gravitó
pesadamente sobre sus contemporáneos, ocasionándoles mala conciencia y alimentando en su
pecho “un hondo resentimiento contra la persona ejemplar que en tan mala posición” les colocaba.
A Jesús lo mató el mezquino “rencor desatado”. Lástima que todo esto tenga que ver con el Jesús

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histórico tanto como la gimnasia con la magnesia o la velocidad con el tocino, como resulta obvio
para cualquiera excepto para quien tenga su sentido histórico irreparablemente atrofiado.
Para que nadie se llame a engaño, aclaremos que mi juicio no implica evidentemente negar
que el odio y la envidia jueguen un papel muy importante en las relaciones humanas, a veces con
consecuencias mortales. Por supuesto que lo hacen. Este es un mecanismo muy conocido que la
psicología y la antropología, y que varios textos bíblicos citados por el propio Gomá recogen
(René Girard, a quien Gomá en este libro no recuerdo que cite, la empleó también). Lo que no es
de recibo es aplicar este mecanismo al caso de la muerte de Jesús, y eso por varias razones que
resultan obvias a quien conozca la investigación. Primera, porque como he señalado existe ya una
hipótesis muy sencilla, convincente, y con una admirable capacidad explicativa, que permite
entender sin innecesarias fantasías por qué Jesús fue crucificado. Segunda, porque el discurso de
Gomá está acríticamente basado en la narración evangélica, que es completamente absurda e
internamente inconsistente (como lo prueba por ejemplo el que los adversarios que según Mc 3
quieren matar a Jesús no aparezcan para nada en Mc 14-15, donde son sustituidos por otros).
Tercera, porque nuestro conocimiento de las circunstancias sociales, políticas, religiosas y
cronológicas en que se compusieron los evangelios nos permite entender perfectamente bien por
qué los evangelistas excogitaron esa pseudo-explicación, a un tiempo polémica y apologética. (Y
podríamos añadir aún una cuarta, porque –como veremos en su momento– la supuesta
ejemplaridad de Jesús es una pura fantasía creyente).
Por ello, cuando, en su respuesta a Piñero, Gomá habla de “mi esfuerzo por recuperar la figura
del Jesús histórico” y afirma que “la erudición crítico-exegética es un método muy usado en una
parte de mi libro”, es para troncharse de risa. Pero aún hay más, y estamos ya en disposición de
apreciar en lo que vale la respuesta de Gomá a la justa crítica de Piñero. Aquel afirma:

“Quizá lo que se me hace más extraño de la reseña es ese momento en el que su autor sostiene que
yo concedo una «credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús dibujan los Evangelios», y
que acepto el método histórico-crítico, «pero en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes».
Esta afirmación es tan obviamente desmentida por una lectura de mi libro, incluso rápida y
superficial, y son tan magras las aparentes pruebas que aduce en apoyo de esa afirmación, que
para mí el interés intelectual del caso se desplaza del texto analizado, mi libro, al reseñista del
mismo, tratando de indagar qué hondas motivaciones ideológicas, quizá esos presupuestos antes
confesados, o qué lentes mal graduadas, le han podido arrastrar a un desenfoque cuya evidencia
salta a simple vista a cualquier lector imparcial […] Puedo suprimir en mi libro la cita joánica a
«Mi reino no es de este mundo» sin que el argumento allí desarrollado sufra lo más mínimo. La
objeción del profesor es aquí un achaque de erudición más que un reparo a la línea filosófica de
razonamiento”.

Como cada vez que Gomá pretende sentar cátedra, la cosa no tiene desperdicio, y proporciona
ulteriores y elocuentes datos sobre la verdadera categoría intelectual de nuestro autor. En efecto, a
los disparates y las falsedades de su discurso Gomá añade aquí unas cuantas falacias.

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La primera es una falacia ad hominem: ante la crítica respetuosa de Antonio Piñero –que
además, como hemos visto, es del todo correcta sino que se queda corta–, Gomá, en lugar de
limitarse a responder argumentativamente, ataca a Piñero capciosamente insinuando que este es
parcial. Ahora bien, eso hay que demostrarlo, cosa que Gomá no hace. Lo que es evidente es que
utilizar falacias ad hominem es algo vergonzoso, tanto más procediendo de alguien que, como
Javier Gomá, se presenta como gran filósofo de talla internacional.
La segunda falacia de Gomá estriba en reducir la crítica de Piñero a lo que en el discurso de
este no es más que un ejemplo: Piñero menciona el caso de la frase de Jn 18, 36 como un mero
ejemplo (recordemos: “La utilización del Cuarto Evangelio como fuente histórica (por ejemplo, la
frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo», Juan, 18, 36, no es admitida, que yo sepa, por
ningún exégeta probado, ni aun católico, como sentencia del Jesús de la historia"), y no multiplica
los ejemplos para no alargarse, porque si tuviera que señalar todos no acabaría (como de hecho le
está pasando a mi crítica). Gomá, en una sinécdoque tramposa, reduce la crítica de Piñero a su
tratamiento del Jesús histórico a un ejemplito. Alguien debería enseñar a Gomá qué es el fair play,
porque a todas luces también lo ignora.
A estas dos falacias se añade un aserto que a estas alturas resulta obviamente una fenomenal
falsedad, a saber, que la afirmación de Piñero sobre el uso acrítico de las fuentes por Gomá es
“obviamente desmentida por una lectura de mi libro, incluso rápida y superficial […] un
desenfoque cuya evidencia salta a simple vista a cualquier lector imparcial”. Lo cierto es que
Gomá no es buen juez de su libro, y que –como ya hemos visto– Piñero tiene toda la razón.
Pero esto no es todo. Gomá ni siquiera admite que el ejemplo de Piñero sea significativo:

“Puedo suprimir en mi libro la cita joánica a «Mi reino no es de este mundo» sin que el
argumento allí desarrollado sufra lo más mínimo”

Lamentablemente, esta pretensión es ridícula. La frase de Jn 18, 36 no es una frase cualquiera,


sino que expresa toda una concepción de quién fue Jesús: no un sujeto radicado en las concretas
circunstancias sociopolíticas de su mundo, sino uno que levita sobre él. Elegir esa frase es una
opción que marca (o refleja) una pauta interpretativa general, y precisamente una que resulta
insostenible según la investigación crítica. Pues lo que esta ha puesto de relieve es que el reino que
Jesús aguardó es uno que –por muy inspirado religiosamente que estuviera, y por mucho que se
esperara que Dios mismo lo traería– tendría un carácter integral, en el que se disfrutarían
realidades muy concretas y materiales, y en el que –como Jesús vanamente prometió a sus
discípulos más allegados– se sentarían en tronos para gobernar. Baste citar Lc 22, 29-30: “Yo
dispongo a favor vuestro, como dispuso a mi favor mi padre, un reino, para que comáis y bebáis a
mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”. Conceder
credibilidad a la frase de Jn 18, 36 es ya haber abandonado el ámbito de la historia crítica para
precipitarse del todo en la ficción teológica.
No contento con ello, Gomá obsequia también a sus lectores con una completa colección de
clichés y ficciones cuya falsedad o insostenibilidad ha sido demostrada por activa y por pasiva en
la historia de la investigación crítica: que “sólo Jesús, en el marco del judaísmo antiguo, se dirige a

20
Dios llamándolo Abba”; que “Abba” significa “papá” y que “El Dios Abba de Jesús […] tampoco
es, íntegramente, el Dios del Antiguo Testamento”, sino que es un “Dios diferente” (¡toma
marcionismo en acción!); la contraposición entre un Juan Bautista condenador y un Jesús
compasivo; que Jesús es “es el único judío de toda la Antigüedad que tiene la osadía de afirmar
que ese reinado se está realizando ya en el presente…”; que “Reino de Dios” es un concepto
“apenas usado antes, en el Antiguo Testamento o en el judaísmo antiguo”; que Jesús tuvo en
general una “actitud liberal” hasta el punto de que “la actitud liberal de Jesús respecto al mundo”
es “el origen y el fundamento de la secularización de la cultura producida en Occidente”; que fue
un “manso predicador…mesías pacífico… que sólo utilizó vías pacíficas”; que Jesús se distinguió
por su extraordinaria apertura hacia las mujeres; que Jesús “llama a todos y practica un
“igualitarismo insólito en su momento”. Y así docenas de páginas. De cliché a cliché, y tiro
porque me toca.

IX

Necesitaría demasiado tiempo y espacio para desmontar aquí uno a uno los clichés de Gomá.
Por lo demás tal tarea, aparte de ímproba, sería superflua, pues como al parecer dijo Nietzsche, “lo
que no se ha llegado a creer mediante razones no puede ser refutado mediante razones”. Pero al
menos lo haremos con uno de estos clichés, que además nos servirá una vez más para que la
obstinación de nuestro autor en sus errores quede meridianamente clara. En efecto, entre los
aspectos insostenibles de Necesario pero imposible, Piñero puso el siguiente ejemplo:

“Todas las conclusiones de Joachim Jeremias sobre Abbá y su utilización por Jesús («Padre»;
jamás «Papá», y muchísimo menos «Papaíto») están absolutamente rebatidas, comenzando por el
hecho de que ya conocemos al menos tres o cuatro ejemplos de ese uso por otros rabinos”

La sensata y respetuosa crítica de Antonio Piñero ofreció a Gomá, una vez más, la posibilidad
de que este reconociera sus límites y reculase. Pero nuestro autor –que, como hemos comprobado
ya, se cree perteneciente a la categoría de las Grandes Lumbreras de la Humanidad y por ende
instalado en la infalibilidad– prefirió responder de esta guisa:

“Piñero parece sugerir que acepto la visión que el gran teólogo Jeremias sostiene sobre Dios como
Abba, como si lo hiciera incondicionalmente, cuando en realidad he manejado los resultados del
debate crítico sobre la cuestión del Abba bien resumidos, con criterio ecuánime, en el libro de
Jacques Schlosser El Dios de Jesús (Salamanca, Sígueme, 1995)”.

Esta es toda la respuesta de Gomá a la crítica antes apuntada. Como muchos lectores no
podrán apreciar a primera vista lo divertido –o lo penoso, según se mire– de esta respuesta, merece
la pena exponerlo con cierto detenimiento:

21
1º) Independientemente de lo que Gomá haya leído o dejado de leer, lo cierto es que, en su
libro, él reproduce con aprobación e incondicionalmente las ideas de Jeremias, que, como le dijo
sensatamente Piñero y veremos a continuación, han sido refutadas.
2º) Gomá cita como autoridad en su réplica el libro de Schlosser El Dios de Jesús añadiendo
que este libro maneja “los resultados del debate crítico… resumidos con criterio ecuánime”. Lo
que Gomá no dice a sus lectores es, en primer lugar, que el libro de Schlosser, aunque ciertamente
alude a algunas apreciaciones críticas a Jeremias, en realidad reproduce con aprobación lo esencial
de las ideas de este, con lo cual la pretensión de que este libro tiene un “criterio ecuánime” es
falso.
3º) Lo segundo que Gomá silencia es que el original del libro de Schlosser –sobre el que se
hizo la traducción española a la que él se refiere– es de 1987. Y aquí viene lo bueno, porque
resulta que fue precisamente en el lustro que va de 1988 a 1992, es decir, tras la publicación del
libro de Jacques Schlosser, cuando se publicaron una serie de fuentes y de trabajos académicos
que redujeron a escombros las pretensiones de Jeremias. Al referirse a Schlosser en 2013, pues,
Gomá se remite a una obra obsoleta como si fuera el no-va-más de la crítica, engañándose de ese
modo de modo lamentable a sí mismo y a los lectores.
En efecto, fue precisamente entre 1990 y 1992 cuando E. M. Schuller publicó en la Revue de
Qumran y en otras revistas especializadas el texto 4Q372 o 4QApocrJosé (una plegaria judía
palestina en la que se invoca a Dios como “mi padre” en un contexto oracional; hay otras, como
4Q460), cuyo terminus ad quem fue establecido paleográficamente en época hasmonea tardía o
herodiana temprana, por tanto en el s. I a.e.c. Esto demuestra que la afirmación, repetida hasta la
saciedad por Jeremias, de que era imposible para el judaísmo llamar “padre mío” a Dios en un
contexto oracional era falsa.
Y fue precisamente entre 1988 y 1992 cuando se publicaron una serie de excelentes trabajos
(en particular los de James Barr y Mary Rose D‟Angelo, pero hay otros) que contenían una
refutación aplastante y sistemática de la posición de Jeremias y adláteres -incluyendo por supuesto
a Schlosser-. Estos trabajos permitieron demostrar:
1) Que Jeremias y sus entusiastas seguidores habían minimizado arbitrariamente la
importancia de la literatura judía escrita en griego en la que se utiliza el título “padre” para Dios.
Y que –como muestra 4Q372– ahora se contaba también con fuentes semíticas palestinas.
2) Que “Abba” no significa “papá” o “papaíto”, como innumerables exegetas, teólogos y
predicadores han repetido y siguen repitiendo como loros –ahí está Gomá–, y que la noción de que
la intimidad del “Abba” era algo “impensable”, por no decir “blasfemo”, para los oídos judíos, era
un disparate monumental donde los haya.
3) Que de hecho ni siquiera hay base exegética suficiente para adscribir con toda seguridad el
“abba” a Jesús. Que Jesús haya utilizado el “abba” es posible, pero no es seguro. Esto hace a su
vez de los constructos teológicos levantados sobre esta suposición (presentada como certeza), y
ante todo de buena parte de la teología de Jeremias, una casa edificada sobre arena.
4) Que si Jesús usó el título “abba” para Dios, lo hizo –como demuestran los textos de
Qumrán publicados (y téngase en cuenta que solo se conoce una parte ínfima de la literatura judía

22
del período del Segundo Templo) plenamente integrado dentro de –y no contra, o a diferencia de–
la religión judía a la que pertenecía.
5) Que la obra de Jeremias relativa al “Abba” se hace comprensible solo en el marco del
extendido paradigma teológico-exegético confesional que contrapone de manera simplista,
injustificada y caricaturesca a Jesús al judaísmo, a pesar de que tales contraposiciones no son sino
solemnes y apologéticas majaderías.
En suma, una vez más, todo esto demuestra que Javier Gomá desconoce enteramente “los
resultados del debate crítico”. Lo que él jactanciosamente denomina “los resultados del debate
crítico” no son en realidad más que una sarta de disparates cuya falsedad –y cuyo
condicionamiento ideológico, de paso– habían sido puestos de manifiesto hace un cuarto de siglo.
Si nuestro autor se hubiera molestado en consultar algo de la literatura especializada –y, sobre
todo, si se hubiera acercado a las fuentes con genuina voluntad de comprensión, y no con unas
anteojeras teológicas con las que solo ve lo que quiere ver– habría podido comprobar que las ideas
básicas de su admirado Joachim Jeremias –por cierto, inspiradas en el trabajo del antisemita
Gerhard Kittel– carecen de base.

Hemos podido comprobar que en las numerosas páginas presuntamente dedicadas por Javier
Gomá a la figura histórica de Jesús el rigor y el discernimiento crítico brillan por su ausencia,
debido a lo cual cualquiera que haya entendido algo de en qué consiste la investigación podrá
concluir con seguridad que ese Jesús fantástico no merece crédito alguno. No habría necesidad de
añadir una sola palabra más al respecto si no fuera porque una de las muchas afirmaciones
insostenibles de Necesario pero imposible sobre Jesús resulta relevante para el asunto de otro
aspecto del libro que trataremos a continuación.
En efecto, según Gomá afirma en varios pasajes, Jesús fue alguien

“que parecía no haber tenido conciencia de sí mismo ni de su identidad […] y que, según enseña la
exégesis, no se adjudicó título ninguno”

“De la personalidad del profeta de Galilea un rasgo llama la atención por encima de los demás: su
escasa autoconciencia […] No parece preocupado por quién es él, no les revela a sus discípulos su
identidad […] En el caso de Jesús, se diría que su propia persona no cuenta en sus cálculos […]
actúa con una liberalidad respecto de su propio yo que le eleva hacia una ejemplaridad de otro
orden”

La idea queda, espero, suficientemente clara. Fijémonos en que, según Gomá, la “escasa
autoconciencia” de Jesús no es un rasgo cualquiera del personaje, sino el que “llama la atención
por encima de los demás”. Es una lástima que, una vez más, las afirmaciones de nuestro autor –

23
que de nuevo da gato por liebre a sus lectores, obsequiándoles con un Jesús fantástico que intenta
hacer pasar por histórico– resulten demostrablemente falsas.
(Entre paréntesis: Gomá no es un ejemplo de consistencia, pues en otros lugares afirma que
un dicho de Jesús sobre el sábado indica “la autoatribución de una autoridad y una libertad
soberanas para relativizar toda convención humana –leyes, costumbres inmemoriales, instituciones
religiosas, doctrinas sagradas…”. Dejando aparte que esto es un cliché exegético hiperbólico y
trasnochado cuya falsedad ha sido mostrada, en realidad que Gomá no resulte consistente ya no
llama la atención, pues a estas alturas ya sabemos que cuando habla del “Jesús histórico” este
autor simplemente no sabe de qué está hablando).
Una cosa es, en efecto, incurrir en las fantasías de los padres de la Iglesia, que en sus ardientes
cruzadas contra los arrianos convirtieron al Jesús de los evangelios en un paladín de la cristología
nicena –y también en los disparates de muchos exegetas y teólogos modernos ansiosos por
proclamar la continuidad entre la autocomprensión de Jesús y la interpretación cristológica
eclesiástica– y otra muy distinta negar lo que, de modo abrumador, se deriva de gran cantidad de
textos de los evangelios en los que se transparenta una alta autoconciencia. No necesito
desperdiciar mi tiempo repitiendo lo que otros han hecho mucho mejor de lo que yo podría hacer
aquí, de modo que baste un ejemplo. En su capítulo de 84 páginas titulado “More than a Prophet.
The Christology of Jesus” (de su libro de 2010 Constructing Jesus), el con razón respetado
exegeta protestante Dale Allison ha enumerado 26 pasajes extraídos solamente de los Sinópticos y
que incluyen apotegmas, dichos proféticos y parábolas, derivados de Mc, la llamada fuente Q, así
como del material especial de Mt y Lc, todos los cuales muestran una alta autoconciencia en Jesús.
Por supuesto, uno puede cuestionar la historicidad de tal o cual pasaje de esa lista. Pero que
existe un núcleo histórico en esos textos puede derivarse –además de de otros criterios que aquí no
analizaré– del criterio de los llamados “patrones de recurrencia”, cuyos antecedentes fueron
expuestos por Friedrich Loofs en 1913 (el cual, dicho sea de paso, ya utilizó una argumentación
similar para indicar la historicidad del material que apunta a una alta autoconciencia en Jesús), por
C. H. Dodd en una obra escrita en 1937, y por otros autores posteriormente, y que el propio
Allison ha tematizado en la obra referida y en otros trabajos. (Quien no lea inglés y no conozca la
lógica subyacente a este criterio puede ver mi artículo de 2012 en Estudios Bíblicos, que por lo
demás cabe descargar gratuitamente en mi página de academia.edu).
Estudiosos de muy distinto signo y con muy buenos argumentos han confirmado lo que
cualquiera que lea los evangelios de modo mínimamente sensato y sin partis pris puede
comprobar: que Jesús, aunque ni en sueños se hubiera creído divino (si Jesús pudiera realmente
resucitar y ver en qué le han convertido sus adoradores, su síncope sería mayúsculo), se consideró
el portavoz de Dios en los tiempos supuestamente decisivos, el profeta escatológico, la voz
autorizada y la medida del juicio. De hecho, aparte del dato de que fue ejecutado por los romanos
en una crucifixión colectiva y de que anunció la instauración inminente del Reino de Dios, uno de
los resultados más seguros de la investigación histórica es que el galileo albergó elevados
pensamientos acerca del papel que él desempeñaría en ese Reino.
Esto llevó de hecho a Dale Allison a terminar su prolijo capítulo ya mencionado con estas
palabras, cuyo claro inglés ni siquiera sería necesario traducir: “We should hold a funeral for the
view that Jesus entertained no exalted thoughts about himself”. Deberíamos celebrar un funeral

24
por la concepción de que Jesús no albergó pensamientos elevados acerca de sí mismo. Claro está
que a este funeral Javier Gomá preferiría no asistir.
Pero entonces –alguien se preguntará–, si esto es suficientemente claro para cualquiera que
lea y piense un poco, ¿por qué se afirma tan alegremente lo contrario? La respuesta es sencilla. Al
igual que muchos otros autores cristianos han pretendido antes que él, Javier Gomá pretende hacer
atractivos y sofisticados sus postulados teológicos no solo para la grey cristiana sino también para
todos los ciudadanos en general –es lo que tiene la “nueva-vieja evangelización”– y para ello
necesita no solo “civilizar” a Dios, sino también “civilizar” a Jesús. Para entendernos, necesita
hacer de estas magnitudes algo más digerible para lo que suele entenderse como “conciencia
moderna”. Pero como un Jesús que piensa de sí mismo en términos grandiosos y mesiánicos –del
Jesús johánico mejor ni hablar– resulta difícilmente digerible para el hombre moderno, una
manera de hacerlo más simpático y tragable es la de negar sin más cualquier pretensión altisonante
en el galileo. Quien haya leído a otros muchos autores (como Robert Funk, Marcus Borg, etc.) que
al hablar de Jesús quieren hacerse pasar por verdaderamente modernos –y, ya puestos, hacer pasar
al galileo como tal–, comprenderá que el discurso de Gomá no tiene tampoco en esto nada de
original. (Por supuesto, no ser original no es en modo alguno un baldón, pues repetir la verdad –
por trillada que esté– suele ser algo noble y necesario. Lo que sí es un baldón es faltar a la verdad,
que es lo que Necesario pero imposible hace una y otra vez).
Hay una segunda razón por la que muchos exegetas confesionales –normalmente no
precisamente los más rigurosos– se empeñan en sostener que Jesús no tuvo tales altas
pretensiones. Una pretensión básica que emerge aquí y allá en los evangelios, como todo el mundo
sabe, es la mesiánica. Ahora bien, resulta que aunque hubo diversos tipos de concepciones
mesiánicas en el judaísmo del Segundo Templo, a tenor de las fuentes la más extendida parece
haber sido la concepción mesiánica davídica, que identifica al mesías con una figura regia (una
identificación que los propios evangelios testimonian explícitamente). Pero resulta que sostener
que Jesús se pretendió mesías amenaza peligrosamente con conectarle con aspiraciones religiosas,
sí, pero también inequívocamente políticas y antirromanas, algo ante lo cual exegetas y teólogos
cristianos sienten –comprensiblemente– verdadero pavor y que llevan siglos reprimiendo con
todos los medios a su alcance.
Dicho sea de paso, el ejemplo mencionado nos permite además entender cómo los dislates de
Gomá se refuerzan mutuamente. ¿Recuerdan los lectores el despropósito de que la divinización de
Jesús es un fenómeno ininteligible? Pues harán bien en tener en cuenta que, tal como han señalado
sensatamente diversos autores –incluyendo, por cierto, a Larry Hurtado–, el proceso de exaltación
de Jesús se hace aún más comprensible si este había previamente inculcado a sus seguidores la
importancia clave de su figura en los designios divinos. Como Gomá, sin el menor análisis, niega
tal exaltada visión, se priva –y priva de paso a sus lectores– de la posibilidad de comprender uno
de los diversos factores que hacen de la exaltación de Jesús algo comprensible. Una vez más
constatamos el procedimiento falaz en que incurre nuestro autor: silencia o malentiende los datos
que tenemos a nuestra disposición y cuyo ensamblaje nos permite entender las cosas, y a
continuación, boquiabierto, proclama su carácter asombroso.

XI

25
Abordamos ahora lo que constituye uno de los núcleos de Necesario pero imposible, la
enfática afirmación de la ejemplaridad –o, mejor aún, la “súper-ejemplaridad”– del Jesús histórico.
En realidad, todo lo que podamos decir a partir de ahora es superfluo, pues ya hemos demostrado
que el “Jesús histórico” de Gomá es un desatino de principio a fin. Pero puede resultar aún
aleccionador y divertido echar otro vistazo al discurso de nuestro autor, de quien selecciono
algunas frases de entre las muchas en que repite lo mismo (citas literales):

“Lo sorprendente del caso estriba en que, tras la aplicación del método exegético y su trabajo de
desmitificación de los componentes maravillosos y legendarios, de los evangelios depurados por la
exhaustiva erudición filológica emerge la potente ejemplaridad del galileo nimbada de una
limpieza, actualidad y universalidad no predecibles, resaltando con mayor realismo que antes los
perfiles de una individualidad viviente rigurosamente única, sin comparación con otras biografías,
religiosas o no, de la Historia Universal”.

“Es paradójicamente gracias a los resultados de los métodos científicos que la ejemplaridad
jesuánica, aun manifestada en un espacio y un tiempo determinados, luce universalmente con una
extraña intemporalidad”

“La ejemplaridad predicada y puesta por obra de Jesús tiene, en efecto, algo de anómala
desproporción, de insensato y antinatural derroche: es tan exagerada que produce perplejidad al
sentido común y excede de lo razonablemente exigible a nadie. Por eso le conviene el título de
súper-ejemplaridad”.

“Hay en él algo de excepcional, de caso irrepetible imposible de imitar que le sitúa por encima de
toda experiencia. No sólo el mejor de su género, sino también un género nuevo de caso único”

Antes de decir algo sobre la inconsistencia de estas retóricas proclamas, no estará de más
llamar la atención sobre la enésima falacia de Necesario pero imposible. Gomá dedica muchas
páginas a cantar las alabanzas de la “ejemplaridad” de Jesús, utilizando para ello gran cantidad de
citas de otros adoradores: exegetas, teólogos y predicadores, casi todos ellos eclesiásticos. Pero un
sedicente filósofo necesita algo más que sotanas, escapularios y agua bendita, de modo que dedica
también varias páginas a una consagración secular de la supuesta ejemplaridad de Jesús. ¿Y cómo
lo hace? Pues muy fácil: citando a Ernst Bloch y a Friedrich Nietzsche como corroboración de la
ejemplaridad de Jesús.
Ahora bien, aunque esto sirve seguramente para impactar a lectores irreflexivos,
lamentablemente no demuestra prácticamente nada, por la sencillísima razón de que ni Bloch ni
Nietzsche se han significado, que sepamos, por haber efectuado un riguroso estudio histórico de la
figura de Jesús, por lo cual lo que digan sobre Jesús (histórico) nos trae completamente sin

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cuidado. Lo único que demuestra el hecho de que Ernst Bloch y Nietzsche –podría haberse citado
a muchos otros– hayan escrito frases elogiosas sobre Jesús no es en absoluto la ejemplaridad del
Jesús histórico, sino solo el fenomenal éxito del mito de Jesús como no-va-más moral propagado
por los cristianos durante siglos. En efecto, un componente fundamental de la ficción evangélica
(la del Jesús paradigma de moralidad y víctima inocente) sigue formando parte de la
precomprensión generalizada sobre Jesús, también en el ámbito laico y no-cristiano –una ficción
que tantos se han creído y que no raramente sirve, paradójicamente, como coartada presuntamente
crítica (“Jesús sí, Iglesia no”). Claro que esa ficción evangélica, por laicizada que haya sido,
carece de toda verosimilitud histórica. Su uso por parte de Gomá tiene una indudable eficacia
retórica, pero es totalmente falaz.
Dado que la cuestión de la ejemplaridad de Jesús resulta particularmente sensible para los
lectores cristianos, me permitiré algunas consideraciones que ayudarán a entender con mayor
precisión lo que luego diré. Cada vez albergo más dudas sobre la posibilidad de adscribir esta o
aquella declaración evangélica a Jesús, pero estoy dispuesto a admitir como jesuánicas incluso
algunas frases cuya garantía textual es escasa y problemática. Confieso a los lectores, pues, que, a
efectos prácticos, yo considero procedentes de Jesús al menos un par de frases que me parecen
memorables y que forman parte de las que me acompañan desde que tengo uso de razón. La
primera es aquella de “quien esté libre de pecado (aunque habrá quien prefiera sustituir “pecado”
por “límites”), que tire la primera piedra”, una frase cuyo espíritu forma parte del patrimonio
espiritual y moral de todo sujeto que aspire a la lucidez y a la decencia. Además, están aquellas
palabras magníficas, que combinan de manera que a mí me resulta hermosísima lo estético, lo
ético y hasta lo político: “Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como una de
ellas” (Mt 6, 29; Lc 12, 27).
No solo estas palabras pueden inspirar una profunda simpatía. Además, cabe sentir también
una profunda compasión por Jesús, como por todos los hombres y mujeres que a lo largo de la
historia han sufrido un destino cruel y brutal –y este ha sido el hado, por ejemplo, de los miles, y
aun decenas de miles, de judíos crucificados por el Imperio romano–.
Esto es lo que explica que, cuando uno lee a autores –en particular a ciertos librepensadores
de los ss. XVII y XVIII– que denigran a Jesús uno esté autorizado a sentir un profundo malestar.
Por supuesto, es fácil entender que estos autores proyectan sobre Jesús como supuesto fundador
del cristianismo el desprecio intelectual y moral que sentían hacia un clero o un estamento
teológico a los que juzgaban miserables, y en este sentido una lectura in bonam partem tenderá a
disculparlos. Sin embargo, ello no es óbice para reconocer que una presentación denigratoria de
Jesús es totalmente injustificada y carece de fundamento, y por tanto la simpatía que por otras
muchas razones inspiran tales autores se interrumpe cuando vilipendian a un galileo que vivió
hace dos mil años.
Dicho esto, si de la figura histórica de Jesús se trata –¿y de qué se trata si no?–, no hay razón
alguna para considerarlo un tipo ejemplar prácticamente en ningún sentido. La tradición dibuja a
Jesús como un sujeto sensible ante el sufrimiento de sus semejantes, algo cuyo núcleo –dejando
aparte los indudables procesos de magnificación y embellecimiento– puede considerarse
seguramente histórico sin mayores aspavientos. Ahora bien, aunque tal sensibilidad es una virtud
con la que yo y otros muchos nos podemos identificar, ello no convierte a Jesús en ningún sentido

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en alguien excepcional. Es obvio que mucho antes e independientemente de Jesús, ha habido
numerosos seres humanos que han tenido la misma sensibilidad o más, y no por ello nos
postraríamos arrobados ante ellos.
Por limitarnos ahora a la religión del propio Jesús, tomemos la sencilla y preciosa parábola
contenida en 2 Samuel 12, 1-7, donde Natán cuenta a David –después de haber hecho este la
mezquindad que todo el mundo sabe– una historia de un hombre rico y uno pobre en la que el
primero arrebata al segundo la única corderilla que tiene, y cuando David se enciende de cólera y
afirma que ese hombre desalmado merece la muerte, Natán le fuerza a la terrible anagnórisis: “Tú
eres ese hombre” (‟attah haiš). La idea que alienta en este texto es básicamente la misma que la del
dicho de Jesús en el Evangelio de Juan: Júzgate a ti mismo, antes de juzgar alegremente y hablar
de algo tan grave como muerte para otros, cuando resulta que quizás tú mismo la merecerías. No
sería difícil poner otros ejemplos semejantes, también desde luego en otras tradiciones culturales.
Además, las fuentes revelan una serie de rasgos del personaje que no parecen hacerlo
particularmente ejemplar. ¿A qué me refiero? Juzguemos –como dice el propio Gomá– por
nosotros mismos y en conciencia “la naturaleza y calidad del ejemplo personal suscitado por Dios
en el mundo” (sic):
- Jesús no fue un modelo de lucidez y claridad de ideas. No solo creía en eso a lo que muchos
humanos llaman “Dios”, sino también en la validez de la religión judía y en los mitos de su pueblo
(como, por ejemplo, en que había habido doce tribus que se reconstituirían en el presuntamente
próximo final de los tiempos). Sabemos que estos mitos fundacionales no eran más que las típicas
fantasías con las que las colectividades humanas otorgan sentido a su pasado y logran un sentido
de identidad, creyéndose a menudo mejores que los vecinos de uno. No se puede reprochar a un
iletrado del s. I creer en mitos fundacionales de su cultura (muchos de nuestros contemporáneos
siguen creyéndolas), pero desde el punto de vista de la lucidez, esto no parece en absoluto
ejemplar.
- Que el ideal de Jesús era una teocracia es algo en lo que toda la investigación crítica está de
acuerdo. El visionario galileo aspiraba a vivir en un régimen en el que la voluntad de Dios –es
decir, básicamente lo que dice la Torá; es decir, básicamente lo que dijeron unos individuos cuya
sensibilidad moral y espiritual nos resulta ajena a muchos de nosotros en muy diversos aspectos–
se haría en la tierra. Un “Reino de Dios” humano-demasiado-humano, pues pasajes como Mc
10,35-40 presuponen la existencia de jerarquías en ese reino. Y un Reino en el que el
representante de la divinidad en la tierra sería Jesús, y sus lugartenientes serían sus discípulos
(recuérdese Lc 22, 29-30). Ni a mí, ni a las mejores personas que conozco, ni a una parte no
desdeñable de la humanidad, nos gustan las teocracias, y quienes optan por ellas no nos parecen
ejemplares.
- Todo indica que –a diferencia de lo que afirma Gomá, Jesús no renunció a su yo ni minimizó
su importancia. Lo que las fuentes manifiestan –dejando aparte algún pasaje aislado en que Jesús
parece recuperar el sentido de la realidad (cf. v. gr. Mc 10, 18)– es que se tomó demasiado en serio
a sí mismo, logrando también que otros le tomaran demasiado en serio. Como tantos otros de
nuestros congéneres, Jesús incurrió en lo que Hegel llamó “el delirio de la presunción”, y se creyó
mucho más de lo que era (todo apunta, en efecto, a que se consideró el portavoz escatológico de
Dios, el –presente o futuro– rey y mesías de Israel, y cosas por el estilo). Pero las personas que se

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conceden demasiada importancia a sí mismas siempre me han parecido patéticas y ridículas. Y el
patetismo y la ridiculez nunca me han parecido ejemplares. (Esto, por supuesto, no hace de Jesús
un sujeto particularmente penoso. No solo la historia de las religiones, la historia de la humanidad
en general está llena de individuos que padecen delirios de grandeza).
- Jesús no fue un modelo de tolerancia. La tradición no se pone de acuerdo en si lo que pensó
fue aquello de “quien no está conmigo está contra mí” o más bien lo de “quien no está contra
nosotros, con nosotros está”, pero lo que sí deja claro esa tradición es que el galileo consideraba
que en el mundo había dos bandos y solo dos, los que estaban con él y los que estaban contra él
(no tomárselo en serio era estar contra él), operando así una división de lo real more manichaeo,
en blanco y negro, en buenos y malos, en los suyos y los otros.
- Jesús fue una persona con muchos prejuicios. Resulta elocuente que incluso una tradición
que intentó maquillar cuanto pudo su imagen y se dedicó a entonar sus alabanzas deja entrever
claramente sus intensos prejuicios antipaganos (cf. Mt 10, 5; 15, 24; 18, 17). No en vano Joseph
Klausner le tildó de “nacionalista judío”, y Paul Winter y Geza Vermes se refirieron con razón a
su “chauvinismo”, algo que a muchos nos resulta profundamente ajeno y nada ejemplar.
- Jesús parece haber albergado –como, por lo demás, tantos seres humanos– bastante
resentimiento contra el mundo, que expresó amenazando a todos los que discrepaban con él o
simplemente pasaban de él con el fuego de la gehena y tormentos eternos, maldiciendo a diestro y
siniestro (“¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida…!”). (Autores como Marius Reiser en Die
Gerichtspredigt Jesu han demostrado con pelos y señales que aunque este asunto ha sido
silenciado o minimizado en la exégesis confesional durante mucho tiempo, es innegable). Uno
puede entender perfectamente el monumental enfado de Jesús. El mundo está lleno de miserables,
canallas y abusones, y en los casos inequívocos uno tiene todo el derecho a desearles lo peor.
Pero, al fin y al cabo, no hay que olvidar que están hechos como nosotros. Desear que se mueran
es comprensible. ¿Desearles males eternos? A mí y a otros, qué vamos a hacer, no nos parece ni
compasivo ni ejemplar.
- No hay razón alguna para considerar a Jesús un gañán sin modales, pero desde luego
tampoco un modelo consistente de cortesía. A sus adversarios les llamaba de todo menos bonitos.
Y si el episodio de la mujer sirofenicia merece crédito, Jesús empleó en su conversación un
término muy insultante. Si esa mujer aguantó un insulto como este debía de andar bastante
desesperada por tener a su hijita padeciendo y debió de agarrarse a ello, pero si tenía dignidad –y
no hay razón alguna para pensar que no la tenía– debió de sufrir y aguantar la altanería de un tipo
con fama de milagrero. Difícilmente puede esto considerarse ejemplar.
- La escasa lucidez de Jesús se manifiesta en haber proclamado a los cuatro vientos un
inminente cambio de las cosas que nunca sucedió. Jesús hizo concebir a la gente esperanzas de
cosas que no ocurrieron –y que previsiblemente nunca ocurrirán–: que los hambrientos serían
saciados, que a los que lloran se les enjugarían sus lágrimas, que los oprimidos obtendrían
justicia… y que toda esta dicha caería al parecer de algún modo del cielo, pues sería cosa de
“Dios”. Hay quien cree que es bueno infundir esperanzas trasmundanas a nuestros congéneres, que
al fin y al cabo llevan –como uno mismo– una existencia difícil que necesita lenitivos, pero a mí
prometer Jauja cuando Jauja jamás llegará –y menos aún mediante un deus ex machina– me

29
resulta lamentable y vergonzoso, y en todo caso nada ejemplar. Y no es prudente creerse nada de
alguien que formula promesas que no se cumplen.
- Jesús no solo no fue un modelo de lucidez en cuanto a cómo funcionan las cosas en la
realidad. Tampoco parece haber sido particularmente lúcido en la elección de sus discípulos,
quienes parecen haber sido bastante ambiciosos y pendencieros. Si la historia de Judas merece
crédito, tampoco parece haber sido muy lúcido al elegir a sus amigos. Poco ejemplar en esto
también.
- Uno de los aspectos que resultan admirables en tipos como Gandhi o Nelson Mandela fue su
capacidad de ser respetados por sus adversarios y aun por sus carceleros, a algunos de los cuales
se ganaron, y que gracias a su acción política pudieron transformar algunas cosas y superar unas
cuantas injusticias. No hay nada similar a esto en la historia de Jesús. Por cierto, nunca nadie ha
explicado por qué Jesús, que según dicen –también Gomá– quería “salvar” a todo el mundo sin
distinción de sexo, nacionalidad o estatus social no parece haber hecho nunca el menor esfuerzo
por “salvar” a Herodes Antipas ni a su mujer, esa pobre pareja que acabó desterrada en las Galias.
Que Antipas era un canalla, vale. ¿Pero no habíamos quedado que para Jesús hasta los canallas
merecían una oportunidad…? Pero Jesús, con muy dudoso coraje, huyó siempre de Antipas.
No seguiré. Espero que haya quedado claro que el Jesús que la historia es capaz de vislumbrar
no fue en muchos sentidos un individuo ejemplar, ante el cual quepa sentir “vértigo” alguno. Al
igual que uno podría presentar la prosa preciosista de Javier Gomá como ejemplo para no pocos
escribientes, pero no presentaría a este autor como un modelo de sentido crítico, sabiduría, rigor
intelectual o lucidez, a Jesús el galileo se le puede presentar como un modelo de entusiasmo o de
vehemencia, pero no desde luego como un paradigma moral en muchos otros ámbitos.
La cosa debería ser todavía más clara cuando se cae en la cuenta de un hecho elemental, a
saber, que las fuentes en las que una mirada sin prejuicios aprecia con facilidad los límites de
Jesús son precisamente las mismas fuentes concebidas para glorificar su figura, y por tanto para
presentarle como más simpático y atractivo de lo que parece haber sido. Uno se pregunta qué
imagen de Jesús se tendría si contáramos con algo más que con fuentes hagiográficas y
apologéticas, ellas mismas ya productos de obvios intereses. Gomá no es muy preciso ni fiable ya
desde la presentación de su libro, al afirmar que los seguidores de Jesús le “recordaron como un
modelo de ejemplaridad perfecta”. Más correcto habría sido escribir que “Le construyeron como
un modelo de ejemplaridad…”.
El Jesús que nos descubre la investigación más sólida no es en modo alguno un miserable
pero tampoco es en absoluto ejemplar. Es un sujeto con sus luces y sus sombras, sus más y sus
menos, sus aciertos y sus errores. Afirmar –como hace Gomá– que los “métodos científicos”
muestran la ejemplaridad del “Jesús histórico” es pura charlatanería, y entonar loas a su “súper-
ejemplaridad” es un caso más de supernumeraria súper-charlatanería.
A fortiori, sostener otras cosas que afirma por doquier Javier Gomá (“Nadie es del todo
inocente ante la santidad excesiva de ese hombre excepcional y comparado con él todo el mundo
se confiesa en cierto modo deudor (pecador)”; “No hace falta ser seguidor del profeta de Galilea
para reconocer que su elevado ideal ético y la realización de éste en su vida le hacen merecedor,
desde una perspectiva comparada, al título del mejor de los hombres, el más noble representante

30
de la humanidad sobre la tierra, el más perfecto ejemplar de nuestra especie. Es el hombre bueno
por antonomasia, sin precedentes ni antecedentes en esa desusada proporción…”) es no solo otro
ejemplo del lenguaje devocional típico del adorador, sino otra de las constantes falsedades de
Necesario pero imposible. Muchas personas sensatas no se inclinan ante la ética de Jesús, ni
sienten vértigo alguno ante la pseudo-excelencia moral de tal modelo. Pero no porque sean
engendros de Satanás o incapaces de reconocer el bien o sus propios límites, sino precisamente
porque nada ni nadie les ha persuadido de que deban pensar tan alto de Jesús ni tan bajo de ellos
mismos como para doblar las rodillas ante desproporción alguna.

XII

Hemos mostrado que la supuesta ejemplaridad de Jesús, postulada de modo genérico en el


discurso cristiano y también en el libro Necesario pero imposible de Javier Gomá, carece de
fundamento. Para todas y cada una de las aserciones que hice sobre los límites de Jesús como
paradigma moral y espiritual hay suficiente fundamento textual y argumentativo, pero incluso si
pudiera demostrarse que alguna de ellas fuera el resultado de un exceso retórico, la validez de las
restantes seguiría refrendando mi argumento, a saber:
1) que, si de una reconstrucción histórica rigurosa se trata, no es de recibo presentar la figura
histórica de Jesús como un paradigma moral, menos aún como el más alto de ellos. Y no porque el
historiador deba permanecer ajeno a los juicios de valor, sino porque una reconstrucción
genuinamente crítica pone radicalmente en cuestión tal constitución del personaje como ejemplar
ético.
2) que toda consideración de la figura de Jesús como ejemplar se debe ya en buena medida a
una alteración (tampoco ella precisamente ejemplar, aunque no necesariamente consciente) de la
realidad histórica que ha sido operada en las fuentes neotestamentarias.
Pero hay además una tercera razón no expuesta en la postal anterior, que todo lector reflexivo,
independientemente de sus creencias, debería meditar cuidadosamente con el objeto de percibir
con claridad que la ejemplaridad que la tradición cristiana atribuye a Jesús es no solo
epistémicamente infundada sino que también ella misma está caracterizada por una dudosa
moralidad.
Me refiero con ello a dos hechos inextricablemente conectados. El primero es que la
exaltación de Jesús en la tradición cristiana está desde el principio, por indirectamente que sea, al
servicio de un nada desprendido interés de los creyentes; de hecho, esos procesos de exaltación
tuvieron al menos parcialmente como móvil y objetivo el de justificar a la comunidad nazarena en
una situación de crisis psicológica, emocional y social producida por el flagrante fracaso de su
querido líder. Solo si Jesús no era lo que parecía ser –un visionario fracasado– ellos no eran lo que
a todas luces parecían ser –unos pobres crédulos sin criterio ni esperanza–, sino tipos que
reconocían el más alto bien y que al hacerlo se identificaban con él. La exaltación de Jesús, por
tanto, está destinada por supuesto a reivindicar su memoria, pero ante todo a dotar de sentido la
vida de sus propios seguidores, de vulnerada autoestima. La exaltación de Jesús es, en este
sentido, una eficaz autoexaltación del creyente.

31
El segundo hecho, este sí verdaderamente grave y preocupante, es que la exaltación de Jesús
en los evangelios (incoativamente en Pablo) se ha producido a costa de denigrar moral y
espiritualmente –y de modo inverosímil, arbitrario y hasta repulsivo– a otros personajes históricos.
Hemos dicho ya algo sobre el “lestaí” de Marcos y Mateo, o sobre el “malhechores” de Lucas.
Pero un caso mucho más claro e inequívoco es el retrato de los fariseos, de las autoridades judías –
y aun de la multitud de Jerusalén– ofrecido en esos evangelios. Con el objeto de blanquear la
imagen de Jesús como sujeto inocente y víctima ejemplar, no solo con toda probabilidad se ha
mistificado la historia (por ejemplo, presentando al prefecto romano Poncio Pilato como a alguien
deseoso de liberar a un alborotador rodeado de un grupo armado –eso sí, al tiempo que lo declara
inocente lo hace flagelar y crucificar…) sino que con toda seguridad se ha ennegrecido, sin apenas
escrúpulo ético alguno, la imagen de muchos de sus contemporáneos y correligionarios –algo que
con el triunfo del cristianismo acabaría contribuyendo a fomentar y legitimar persecuciones y
pogromos sin cuento.
Por si falta hiciera, conviene señalar ya que la anterior afirmación no es el resultado de ningún
sesgado apriorismo anticristiano ni nada remotamente parecido, entre otras razones porque ha sido
reconocido y argumentado por algunos intelectuales cristianos particularmente lúcidos y honrados
con los mismos argumentos con los que estudiosos independientes han denunciado esta situación
con anterioridad (recuerdo aquí, por ejemplo, al último Gregory Baum o a Rosemary R. Ruether –
quien afirmó en su memorable Faith and Fratricide que “el antijudaísmo es la mano izquierda de
la cristología”–, pero hay por fortuna bastantes más), que con considerable decencia y coraje se
han enfrentado a los límites de su propia tradición –y por supuesto también a las descalificaciones
de sus propios correligionarios, que nunca faltan–.
La ejemplaridad de Jesús, por consiguiente, no solo está construida con materiales de muy
mala calidad, que se deshacen a poco que se los rasque, sino que el edificio como tal está
construido, para utilizar una imagen que no pretende ser denigratoria sino solo suficientemente
gráfica, sobre una ciénaga. Con esta imagen me refiero no solo ni principalmente a la distorsión de
la historia, sino también y sobre todo al envilecimiento de aquellos sujetos que han servido, ya
desde las Escrituras fundacionales del cristianismo, como chivos expiatorios y exutorios de la
necesidad cristiana de dotar de sentido a la muerte de Jesús. Este es el auténtico reverso y de
hecho la condición de posibilidad de la supuesta ejemplaridad de Jesús: la distorsión sistemática,
el falseamiento y el ennegrecimiento del pueblo judío. El discurso cristiano está asentado sobre
pilares en algunos de los cuales –al menos– la ejemplaridad moral y espiritual brilla, sí, pero por
su ausencia. Y es sobre esa ciénaga sobre la que se levanta igualmente la aparentemente sublime,
poética y civilizada prosa de Necesario pero imposible.
De todo lo anterior, por supuesto, Javier Gomá no dice nada a sus lectores. Tanto es así, que
él reproduce las distorsiones evangélicas repetidas ad nauseam en la historia de la exégesis
confesional más rancia y obsoleta. En efecto, al hablar de Jesús, Gomá –por supuesto tras el
preceptivo reconocimiento de boquilla de que Jesús fue un judío– se recrea página tras página en
contraponer a este a su propia religión, de un modo que solo puede producir vergüenza ajena en
alguien que posea un mínimo de sentido histórico, que sea consciente del grado de distorsión
contenido en los evangelios, y que conozca la historia de la investigación y sepa cómo esta ha
demostrado que cualquier intento de contraponer a Jesús al judaísmo no solo está condenado al
fracaso sino condicionado por la más crasa ignorancia y los más penosos prejuicios. No es de
32
extrañar, de todos modos, pues si Gomá no sabe nada sobre el Jesús histórico es también porque
no sabe nada sobre el judaísmo.
Gomá se refiere al sermón de la montaña como un programa ético “en el que la justicia
veterotestamentaria es desbordada por una dosis de bondad sobreabundante” y afirma que Jesús
introduce “una nueva imagen de Dios como Padre compasivo” (el judaísmo, claro, no conocía la
figura de Dios como Padre compasivo, solo la del inmisericorde justiciero… Sin comentarios). Y
que “el espíritu de profecía se extinguió en Israel y la conversión cedió su sitio en la religión judía
al legalismo formalista”. Y que “Jesús, acosado por los sacerdotes, presiente la proximidad de su
muerte violenta”. Y que “los judíos acusaron a Jesús de blasfemo y lo condenaron a muerte”. Y
que “fue condenado por los sacerdotes, representantes oficiales del judaísmo”. Y así suma y sigue
hasta el final del libro.
Una cosa es que sea posible y legítimo argumentar a favor de la idea de que las autoridades
judías tuvieron una participación en el destino de Jesús (aunque hay muy buenos argumentos para
ponerlo en cuestión, esto no es descabellado a priori), y otra muy distinta asumir como
históricamente verosímil el sesgado retrato evangélico. Gomá no dice una palabra a sus lectores de
que hace más de un siglo Maurice Goguel demostró que hay toda una serie de indicios en los
evangelios que apuntan a un arresto de Jesús efectuado por los romanos. Ni dice nada de las
incongruencias y las inverosimilitudes que pueblan los relatos de la comparecencia de Jesús ante
el sanedrín. Ni de que elementos esenciales de esos relatos pueden ser explicados como
anacronismos. Ni de que hay una explicación extremadamente sencilla de que Jesús fue
crucificado, que nada tiene que ver ni con presuntas blasfemias ni con supuestos mortales
conflictos entre judíos, y que hace completamente superfluas tales arriesgadas explicaciones. Y
Gomá no lo dice o porque no lo sabe o porque no le interesa decirlo, porque una historia
alternativa a la versión evangélica haría que su bonita construcción se derrumbase en pedazos.
Pero sea que el silencio se produzca por ignorancia o por interés, la cosa es francamente grave.

XIII

Una reflexión crítica sobre la falta de ejemplaridad de Jesús lleva así a otra, no menos crítica,
sobre la falta de ejemplaridad del discurso del propio libro Necesario pero imposible. Sus
múltiples deficiencias son tantas y de tal calibre que a veces uno necesita leer dos veces para
convencerse de que realmente está leyendo lo que tiene delante. Una de ellas fue señalada también
brevemente por Antonio Piñero en la crítica de Revista de Libros, pero merece la pena que la
reconsideremos a continuación, pues enseña mucho sobre la categoría intelectual del discurso de
Gomá.
Los lectores atentos se habrán percatado ya de que he hecho referencia con aprobación a
diversos autores cristianos, señalando explícitamente su carácter confesional. Quienes nos
dedicamos a estas lides sin las habituales camisas de fuerza, conservamos la independencia de
juicio y la imparcialidad suficientes para citar a los autores en función del rigor y la fuerza de
convicción de su argumentación, y no meramente en función de que sean aconfesionales o dejen

33
de serlo. Nadie que quiera escribir con conocimiento de causa sobre los prejuicios antijudíos de la
exégesis mayoritaria (confesional) podrá dejar de citar con reconocimiento a George Foot Moore,
a Ed Parish Sanders o a Charlotte Klein. Nadie que quiera ocuparse de la escatología de Jesús
podrá dejar de citar con aprobación los lúcidos análisis del protestante Johannes Weiss. Nadie que
quiera plantear críticamente la cuestión de la identidad de los responsables del arresto de Jesús
podrá dejar de citar con admiración a Maurice Goguel. Nadie que quiera plantear críticamente la
discusión metodológica sobre el estudio de Jesús en la actualidad puede dejar de citar con simpatía
a Dale C. Allison. Todos ellos son autores cristianos. A pesar de que algunos hemos criticado y
seguimos criticando acerbamente las distorsiones ideológicas que acostumbra a generar con
demasiada frecuencia la visión confesional, reconocemos sin ambages el valor intelectual de las
obras de estos autores cristianos mencionados, y de otros.
Esta es una de las muchas diferencias entre los especialistas sensatos y los autores crasamente
doctrinarios como Javier Gomá Lanzón, cuya unilateralidad clama al cielo. En efecto, ya Antonio
Piñero señaló con toda la razón que uno de los problemas de este autor está en la parcialidad de la
bibliografía que utiliza. En su crítica escribe Piñero:

“Se trata de una «literatura secundaria» totalmente unilateral, confesional […] Falta íntegramente
la lectura de la otra parte, de la investigación independiente y seria, universitaria también, sobre
Jesús”.

Una vez más, sin embargo, Gomá, incapaz de reconocer sus límites, intenta defenderse
recurriendo una vez más a las falacias a las que ya nos tiene acostumbrados:

“Cada uno de los temas que uno elige para investigar demanda un método o una aproximación
específica. Naturalmente, en ese intento de ofrecer un relato creíble sobre la hipotética
resurrección del galileo, aquella bibliografía que no es que niegue esta posibilidad, sino que lo
considera de plano imposible, si no absurda, fuera de toda humana proporción y medida, como es
el caso del propuesto Puente Ojea, no conviene a mi investigación.
Este es un ejemplo de cómo esa llamada por Piñero «bibliografía confesional» podría ser
denominada con mejor acuerdo «bibliografía profesional» por contraste con otra más ocurrente,
más rompedora, más original, pero quizá dotada de menor grado de parsimonia científica”.

Este párrafo, una vez más, no tiene desperdicio. Resulta muy divertido, ante todo, oír a Gomá
–en cuyo discurso, como hemos demostrado, todo rigor y toda ciencia brillan por su ausencia–
querer juzgar sobre “parsimonia científica”. Y resulta desternillante, casi hasta las lágrimas,
contemplar a alguien que no solo jamás ha hecho la más mínima contribución intelectual al
estudio de Jesús y los orígenes cristianos sino que –como hemos comprobado en una postal
anterior– tiene al respecto una considerable confusión mental atreverse a soltar la barrabasada de
que autores como Reimarus, Eisler, Brandon, Maccoby y muchos más a los que se refiere Piñero

34
son solo una literatura “ocurrente”. Pero ni siquiera estos disparates constituyen lo más penoso de
estos párrafos.
La falacia principal consiste en lo siguiente. La crítica recibida por Piñero estribaba en que, en
sus presuntas referencias a la figura histórica de Jesús, Gomá utiliza únicamente bibliografía
sesgada y estrictamente confesional. Pero, en lugar de responder a la crítica, con un movimiento
típico de trilero Gomá da el cambiazo respondiendo que… ¡cómo va a utilizar él obras de autores
que consideran imposible la resurrección del galileo! Debería resultar obvio que esto no tiene
absolutamente nada que ver con la crítica de Piñero, que se refiere al estudio histórico de Jesús. El
estudio histórico, cuando se hace de manera rigurosa, puede hacerse –y de hecho se hace– con
total independencia de lo que uno crea sobre la “resurrección” –entre otras razones porque la
“resurrección” nada tiene que ver con tal estudio. Por ello precisamente creyentes y no creyentes –
al menos algunos– podemos ponernos de acuerdo sobre la capacidad de convicción o el valor de
un argumento, independientemente de si quien lo ha presentado cree o no en Dios, la resurrección
de Cristo, la virgen María, los gremlins o el Spaghetti Trascendental. Por tanto, que Puente Ojea o
Fulano o Mengano sea un conocido no-cristiano que se chotea de todo lo trasmundano no tiene
absolutamente nada que ver con su capacidad de análisis de la figura histórica de Jesús. Y
viceversa: que uno crea en la resurrección de Jesús no le imposibilita por ello necesariamente a
hacer un trabajo serio sobre la figura histórica de Jesús.
Esta es la razón por la que todos los autores independientes que yo conozco –empezando por
Reimarus, Robert Eisler, Samuel Brandon, Hyam Maccoby, y terminando en España por Gonzalo
Puente Ojea, Antonio Piñero, Josep Montserrat o un servidor– citan en sus obras también a autores
confesionales con aprobación, siempre y cuando sus argumentos sean convincentes. Porque esto
es lo que hace cualquier autor dotado de juicio crítico y sentido común que aspira a la verdad.
Javier Gomá no. Este autor, cuya unilateralidad se precipita directamente en el simplismo más
atrozmente maniqueo, es incapaz de afrontar los argumentos que no sirven a sus mistificaciones, y
por tanto no solo no cita la literatura no cristiana, sino que ni siquiera cita la bibliografía
confesional más crítica, que desconoce por completo. El parroquialismo de Gomá es tan obvio y
tan patético que no extraña que este tenga que recurrir a falacias para contestar a Antonio Piñero.
Sería muy instructivo poner pausadamente a prueba el disparate de Gomá de que a la
“literatura confesional” debería llamársele más bien “literatura profesional”, caracterizada por una
genuina parsimonia científica. Por el momento baste, como ejemplo de “literatura profesional”,
decir un par de cosas sobre uno de los héroes exegéticos de Javier Gomá –y, para ser sinceros, de
muchos otros–, a saber, Joachim Jeremias. Nadie niega que Jeremias supiera arameo, que
conociera muy bien la ciudad de Jerusalén, y que haya escrito algunas cosas interesantes. Solo que
Jeremias se ha distinguido también por escribir un buen número de disparates cuya falsedad ha
sido evidenciada hasta la saciedad. Ya hemos tenido ocasión de ver la “credibilidad” que merecían
las genialidades de este autor sobre el “Abba” de Jesús. Pero no son las únicas.
Aunque Joachim Jeremias se presentó en sociedad como gran especialista en literatura
rabínica, consiguiendo que cientos de exegetas, teólogos y predicadores repitieran sus consignas,
algunos autores que conocen o conocían las fuentes mejor que él ya se explayaron a gusto sobre
las distorsiones y caricaturas que Jeremias efectuó. El propio Ed Sanders ha escrito páginas muy
duras sobre ello, calificando las visiones del judaísmo (“judaísmo tardío”) propagadas por

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Jeremias como “wrong and malignant”; de hecho, Sanders escribió en uno de sus artículos que la
distorsión de los testimonios operada por Jeremias “is so great that it must have been intentional”
(“es tan grande que debe de haber sido intencionada”).
Jeremias es uno de los más claros y machacones exponentes de la posición, estándar en la
exégesis confesional durante siglos, de que Jesús abolió determinados aspectos de la Ley mosaica,
y que “hizo temblar los fundamentos del judaísmo”, lo que habría provocado su muerte. Y ello, a
base de otorgar credibilidad a todos los relatos evangélicos de conflicto intrajudío y de atribuirle
las dimensiones mortales que le atribuyen los evangelistas (por cierto, algo de lo que se ven no
pocos ecos en el propio discurso de Gomá). Lástima que, como mostraron Sanders y otros, las
lecturas erróneas y caricaturas del judaísmo sean moneda corriente en la obra de Jeremias.
Cambiando de tercio, fue también el gran Jeremias, por ejemplo, quien dijo de Von dem
Zweck Jesu und seiner Jünger de Reimarus –una obra de la que alguien tan honrado y capaz como
Albert Schweitzer afirmó con toda razón que constituye “uno de los mayores acontecimientos del
espíritu crítico”– que era “un panfleto lleno de odio” (sic). Hay que haber leído a Reimarus y
luego repetir la frase de Jeremias unas cuantas veces en voz alta para captar el grado de distorsión,
prejuicio y hasta mala baba de la aserción de marras, que no calificaré de “rebuzno” solo porque
Jeremias está muerto y no puede defenderse.
Para terminar con una anécdota insignificante, nuestro buen Jeremias fue uno de los editores
literarios del Festschrift con el que varios teólogos alemanes honraron a Karl Georg Kuhn, un tipo
que se había unido al partido nazi en 1932, que había sido miembro de las SA entre 1933 y 1945,
y que pronunció numerosas conferencias antisemitas a grupos de propaganda nazi, habiendo sido
miembro del Instituto para la erradicación del Judaísmo de la vida eclesial alemana (sic) junto con
otras lumbreras profesionales como Walter Grundmann. Exonerado por un comité de
desnazificación, en 1954 Kuhn fue nombrado profesor de Nuevo Testamento en Heidelberg.
Cuando se retiró en 1971, se hizo el volumen de homenaje que Jeremias editó –un volumen, por
cierto, que no incluía la habitual biografía y bibliografía de las publicaciones de Kuhn, obviamente
para evitar mencionar su implicación en el período nazi. En fin, Jeremias, ese verdadero y
ejemplar “profesional”…

XIV

Como hemos visto, Necesario pero imposible intenta hacer razonable la creencia en la
supervivencia del galileo Jesús –y de paso la pervivencia postmortem del ser humano en general–,
es decir, la idea cristiana de la resurrección. Para hacer respetable su discurso en un marco
presuntamente no-religioso y secular, su autor pretende recurrir a un ámbito ajeno a la fe y cuya
respetabilidad intelectual todo sujeto, independientemente de sus creencias, pueda conceder, razón
por la cual el autor acude al ámbito de la historia. Como hemos visto, Javier Gomá postula el
carácter intrigante y asombroso de tres fenómenos: la divinización de Jesús, la expansión del
cristianismo y la (súper)ejemplaridad de la figura histórica de Jesús.
Es –sostiene Gomá– la convergencia del carácter singular e inesperado de estos tres
fenómenos relacionados con el mismo sujeto lo que dota de razonabilidad a la prima facie singular

36
y asombrosa resurrección de este. Más aún, esos tres fenómenos serían tan asombrosos que
necesitan una explicación que –según él– los historiadores no han dado todavía. La explicación de
esos fenómenos es –sostiene Gomá– un acontecimiento sobrenatural: la resurrección de Jesús,
operada por Dios, quien “salió de su escondite para añadir a la realidad una esperanza más allá de
la experiencia” (sic). Cito un par de párrafos del libro que sintetizan bien el pensamiento del autor:

“El encadenamiento congruente de todos los eslabones, antes piezas sueltas, discurriría ahora así:
al ser el galileo de una ejemplaridad única y su muerte una intolerable súper-injusticia, su Padre lo
rescató de la muerte; su salida del sepulcro convencería a sus discípulos de su condición
extrahumana, pues sólo lo que es divino no muere para siempre; dada esta condición –que
manifiesta una voluntad de Dios respecto del mundo–, nada más natural que la expansión
universal del culto. El eslabón intermedio no es un hecho histórico de la misma naturaleza que los
otros tres, científicamente verificables. Consiste en la hipótesis de un acontecimiento
suprahistórico, pero no por ello menos real. Aun perteneciendo al terreno de lo no falsable en la
experiencia, lo que presta veracidad a ese hecho hipotético es su capacidad de explicar de manera
razonable y convincente la secuencia de los otros tres, que sí son empíricos, y su impredecible
concurrencia en la misma persona. Desmesurada ejemplaridad, desmesurada exaltación,
desmesurado éxito histórico: esta concentración de tanta desmesura en un solo hombre se antoja
poco creíble para una conciencia libre de prejuicios […] Por el contrario, si se admite, aunque sólo
sea de forma condicionada, que la resurrección realmente tuvo lugar, ese eslabón intermedio,
como se ha visto, demuestra una muy elevada capacidad explicativa del resto de los hechos
historiográficamente seguros. El eslabón intermedio disfruta entonces de la misma verosimilitud
que toda la cadena, a la que otorga sentido y razonabilidad histórica. No hay manera de
corroborarlo en la experiencia pero se torna una hipótesis creíble”

Lamentablemente, hemos comprobado en las anteriores secciones de la presente crítica que


las afirmaciones de Gomá son, punto por punto, una sarta de despropósitos. Ninguno de los
fenómenos abordados por el autor tiene nada de asombroso ni de inexplicable a no ser prima facie
para la mirada ingenua y acrítica del lego, y la singular ejemplaridad del Jesús histórico es una
típica afirmación cristiana que, aun siendo comprensible en boca de creyentes, carece de cualquier
fundamento en una reconstrucción histórica mínimamente fiable del personaje; de hecho, los
análisis más verosímiles de la figura del galileo no solo no respaldan sino que en varios aspectos
clave refutan la exaltada imagen de Jesús ofrecida en las corrientes cristianas históricamente
exitosas, y que Necesario pero imposible asume sin el menor atisbo de crítica.
Se aprecia así la vacuidad de este discurso, cuya rimbombante charlatanería es lo único
desmesurado que cabe apreciar aquí. Por supuesto que la divinización de Jesús y la expansión del
cristianismo son hechos, pero ni esa exaltación ni esa expansión son, como argumentamos, hechos
desmesurados en el sentido –de únicos, inexplicables e incomparables– que les otorga Gomá.
Súmese a esto que en ningún sentido es la “ejemplaridad” de Jesús un hecho, mucho menos uno
“historiográficamente seguro” o “científicamente verificable”, sino solo una creencia religiosa.
Desde luego, para todos los fenómenos mencionados en el libro hay muy buenas explicaciones, y
por tanto la pretensión de que su explicación o concesión de sentido histórico está pendiente no es

37
nada más que una ocurrencia insensata. Finalmente, la pretensión de que la “resurrección” de
Jesús otorga sentido a tales fenómenos es una afirmación delirante producto de la mente alucinada
de un intelectual devoto a quien ha abandonado definitivamente todo sentido crítico.
Las conclusiones de Javier Gomá se derivan, en efecto, como hemos demostrado, de una
manifiesta ignorancia de todos los temas que analiza, así como de su sistemática mistificación. La
aproximación a todas estas cuestiones no está solo ni principalmente viciada de entrada por la
circularidad de una precomprensión religiosa que presupone la existencia de Dios, su envío de
Jesús al mundo, y todo lo esencial del mito cristiano, sino también y sobre todo por la casi
pasmosa falta de sentido histórico y filológico de su autor, cuyo discurso, lejos de constituir un
curso argumentativo mínimamente fiable, es poco más que una ilación de falacias e insensateces,
por muy adornadas que vayan con una larguísima ristra de citas y florituras retóricas.
Esto significa que los intentos de Javier Gomá de hacer razonable la creencia en la
resurrección de Jesús carecen de fundamento y de toda respetabilidad intelectual. Si, como afirma
Gomá en su respuesta a Piñero, su intención era “pensar filosóficamente esa mera conjetura de
forma verosímil, creíble o plausible para la conciencia moderna”, hay que decir que Necesario
pero imposible solo conseguirá persuadir a una conciencia ya persuadida de antemano, y en todo
caso tan acrítica y confusa como la de su autor.
Pero esto no es todo, pues en las páginas dedicadas específicamente a la presunta resurrección
de Jesús uno halla todavía ulteriores ejemplos de la falta de rigor crítico, de la endeblez
argumentativa y de las distorsiones típicas del autor, algunas de las cuales señalo a continuación.
De principio a fin, las docenas de páginas dedicadas a la resurrección (en un capítulo titulado
“Mortalidad prorrogada”) asumen del modo más natural la fiabilidad del contenido los evangelios.
Mientras que Gomá cita a diestro y siniestro a exegetas y teólogos cristianos que con la misma
unción que él proclaman la maravillosa resurrección de Jesús, no dice ni una sola palabra a sus
lectores sobre las numerosas contradicciones e incongruencias de los relatos referidos a ella, que
durante siglos han sido puestas de manifiesto por autores de muy diversa procedencia y trasfondos
culturales e ideológicos. Lo que esto dice sobre la probidad intelectual de Gomá, infiéralo por su
cuenta el lector.
Gomá afirma –tanto al final como en la introducción a su libro– que la idea de la resurrección
de Jesús es “absolutamente original”, “extraña a su entorno intelectual, sin antecedentes ni
consecuentes en la historia universal de las creencias religiosas” y que “no fue tomada en
préstamo ni del judaísmo antiguo ni del helenismo […] esta idea es original de los cristianos”.
Dejando aparte el hecho de que Gomá parece olvidarse de que los primeros seguidores de Jesús
eran religiosamente judíos, y por tanto de que su creencia en la resurrección debe de haber tenido
sentido en el marco del judaísmo –y no de un cristianismo que, como religión autónoma, todavía
no existía–, nuestro autor repite aquí otra rancia afirmación de una extendida apologética cristiana
que mantiene la absoluta e incomparable singularidad de la presunta resurrección de Jesús. Por
desgracia, tal afirmación es demostrablemente falsa.
Gomá no parece conocer, por ejemplo, las tradiciones griegas que vehiculan la creencia en la
resurrección e inmortalización –en cuerpo– de ciertos personajes, ni tampoco las elocuentes
diatribas de Plutarco sobre las creencias populares relativas al más allá, que muestran e contrario

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la existencia de la creencia en la resurrección de la carne también en el mundo griego. Artículos de
Adela Yarbro Collins y Stanley Porter, y muy en particular las monografías de Dar øistein Endsjø
y David Litwa han demostrado con pelos y señales que la génesis de la creencia en la resurrección
de Jesús es entendible no solo en el ámbito del judaísmo sino también en el ámbito grecorromano
en el que se desarrollan las creencias de la secta nazarena, y que la noción de que el paganismo
concibió solo la inmortalidad del alma es falaz y obsoleta. Hasta tal punto es así, que varios
apologistas cristianos de los primeros siglos, aunque a regañadientes, reconocieron las obvias
analogías. Por ejemplo, Justino Mártir afirma en su 1ª Apología:

“Cuando nosotros decimos también que el Verbo, que es el primer retoño de Dios, nació sin
comercio carnal, es decir, Jesús Cristo, nuestro maestro, y que este fue crucificado y murió y,
habiendo resucitado, subió al cielo, nada nuevo presentamos, si se atiende a los que vosotros
llamáis hijos de Zeus”.

Justino sigue refiriéndose a Asclepio, Heracles, Dioniso y otros, así como también a los
emperadores difuntos. Otros autores paganos y cristianos de los primeros siglos podrían
fácilmente ser aducidos en este sentido. Y los paralelos están ahí para quien quiera verlos, pero no
son en absoluto los únicos, como han demostrado entre otros los especialistas citados.
Uno de los muchos problemos de Gomá es que no tiene en cuenta que en una taxonomía
científica la identificación de un fenómeno no consta únicamente de la determinación de su
differentia specifica sino también de su pertenencia a un genus proximum, que es precisamente lo
que permite comenzar a comprender su inteligibilidad (de ahí que hable siempre de todo lo
relativo a Jesús y de la resurrección como sui generis). No obstante, la inteligencia de Gomá es sin
duda más que suficiente para entender algo tan elemental, por lo que la mera ignorancia no basta
en este caso para explicar su omisión; esta parece deberse de nuevo a la obnubilación en que le ha
sumido su necesidad apologética de hacer del fenómeno cristiano algo incomparable.
Gomá no solo se empecina en negar absurdamente la capacidad explicativa de las teorías
desarrolladas por las ciencias humanas para explicar la génesis de los fenómenos cristianos –
teorías que, como ya observamos en su momento sobre la disonancia cognitiva, ni siquiera parece
entender–, sino que en el colmo del delirio pretende convencerse a sí mismo y a sus lectores de
que más plausible que tales explicaciones –y que la resurrección haya sido “una creación
imaginativa de la comunidad cristiana”– es la verdad de los relatos evangélicos, y por tanto una
efectiva resurrección de Jesús. Por si el lector cree que estoy atribuyendo a nuestro autor cosas que
no dice, léase el siguiente párrafo:

“Las explicaciones genéticas, culturales, sociológicas o psicológicas, del origen de la fe pascual,


con frecuencia muy artificiales, adolecen del defecto de separarse del relato del Nuevo
Testamento, el único testimonio histórico disponible sobre la cuestión, el cual presenta ese „algo‟
como encuentros de los discípulos con el resucitado, una hipótesis que, en comparación con las
aludidas explicaciones genéticas, tiene la ventaja de la sencillez pero, por otro lado, exige estar

39
abierto mentalmente a la posibilidad de una acción divina de la que no ofrece ninguna señal la
experiencia”

Sí, claro, pero igual que la creencia en Rivendel exige estar abierto mentalmente a la
posibilidad de una acción élfica de la que no ofrece ninguna señal la experiencia… Para Gomá es
mucho más probable y convincente que el Dios cristiano exista y que haya tenido a bien vulnerar
las leyes de la naturaleza mediante una resurrección y una serie de apariciones del resucitado a sus
discípulos que que un grupo de personas emocionalmente necesitadas hayan creído ver y oír cosas
y, sirviéndose de las creencias de su tiempo, hayan articulado un discurso sobre la resurrección de
Jesús. Es una lástima, sin embargo, que la ciencia no avance según el principio obscurum per
obscurius, mucho menos aún según el principio clarum per obscurius, que parece ser el único
modo en que progresa la mente de nuestro autor.
La mistificación de la realidad operada por Gomá no se limita a aspectos epistémicos, sino
que también atañe a dimensiones axiológicas. Si la retórica de este autor es capaz de hacer pasar
los más aberrantes disparates por altísima sabiduría y de hacer del milagro la explicación de
fenómenos comprensibles, es también capaz de transmutar la ensoñación, por arte de birlibirloque,
en esforzada virilidad y valentía intelectual: “esperar lo inesperado… exige levantamiento de
ánimo y magnanimidad… para atreverse a una creencia tan inverosímil desde la perspectiva de la
experiencia”. El vicio del arbitrario incrementismo es transformado con desenvoltura en la virtud
del visionario, y la navaja de Ockham solo sirve, en todo caso, para rebanar, si no el cuello, al
menos la increencia de los “descreídos de todo linaje (positivistas, empiristas, cientificistas,
deconstructivistas)” (sic) a los que los dotados de “sentido de la trascendencia” podrán mirar por
encima del hombro por permanecer aquellos “obnubilados por el exceso de evidencia del mundo”.
Claro que el hecho de que la completa endeblez argumentativa del discurso de Gomá empiece
por sus primeras páginas y se prosiga hasta las últimas permite inferir una vez más cuál es la
credibilidad que merece la respuesta de aquel a la crítica de Antonio Piñero:

“Mi libro desborda con mucho en su intención el asunto del Jesús histórico, el cual adquiere
centralidad cuando es usado como precedente para una reflexión filosófica sobre la posibilidad de
una supervivencia individual post mortem […] la reseña de Piñero, prestando atención a asuntos
menores de erudición historiográfica, escamotea al lector la integridad del cuadro filosófico, que
es donde, sin embargo, reside la fuerza persuasiva de la argumentación”.

Engreído en su pedestal de gran pensador inspirado por las Musas, Javier Gomá se nos crece
una vez más. Pero ¿dónde está en este libro tal sublime cuadro filosófico? Aunque Antonio Piñero
centró su análisis en el asunto del Jesús histórico, hemos examinado hasta ahora los otros
supuestos pilares de la argumentación de Gomá, y demostrado sistemáticamente que ninguno de
ellos tiene la menor consistencia. El discurso de este autor carece de toda fuerza persuasiva, pues
su argumentación no es otra cosa que una sucesión de falacias y disparates. Concedamos que, en
teoría, uno podría escribir un libro de filosofía y adquirir respetabilidad lucubrando sobre lo que
puede haber más allá de la experiencia, pero siempre y cuando lo que se afirma no se vea refutado

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y contradicho de manera flagrante por la experiencia misma. Como hemos demostrado, sin
embargo, numerosas afirmaciones cruciales del libro de Gomá son refutadas por los hechos y por
el estado del mejor conocimiento histórico y científico.
En realidad, lo que Gomá presenta pomposamente como “la integridad del cuadro filosófico”
es cáscara que recubre una sonrojante vacuidad argumentativa. Además de lo ya expuesto, la
hipótesis de la supervivencia es justificada de esta guisa:

“La lógica enseña que no cabe prueba de la inexistencia de un hecho, por lo que la supervivencia
post mortem de la individualidad, imposible de probar, es también imposible de refutar. La
esperanza en un bien de esa naturaleza es, en consecuencia, una hipótesis posible y éticamente
deseable”.

Razonamiento sin duda impecable, que igual nos sirve para legitimar filosóficamente la
esperanza en una próxima instauración del país de Jauja, en el que correrán ríos del mejor Rioja,
lechones ya asados penderán de los árboles listos para ser degustados y –ya puestos– los
charlatanes habrán sido definitivamente desterrados del mundo humano.
De hecho, lo único que tiene este libro de filosófico es una pátina retórica que intenta
maquillar un discurso a todas luces religioso-teológico. A pesar de todos sus intentos de hacer más
digerible el mito cristiano (Gomá canta con Bonhoeffer las excelencias de un “cristianismo
arreligioso” y dice querer recuperar la distinción de Karl Barth entre religión y fe/esperanza –ellas
mismas bonitas fórmulas de propaganda cristiana en la modernidad–), el lector atento se percata
fácilmente de todo lo que Gomá le va endilgando a lo largo de su libro: Dios, lo trasmundano, la
revelación, el legalismo judaico, el Jesús-Cristo como la Verdad, los milagros, la resurrección, el
incomparable e inexplicable cristianismo, el sentimiento de pecado, la necesidad de la conversión
a Cristo, la lectura cristológica del Antiguo Testamento y todo lo esencial de la soteriología
cristiana (cito literalmente: “es aquí donde cabría recuperar el antiguo tratado de soteriología que
estudia los efectos salvíficos en la humanidad de la muerte y resurrección de Cristo”). En fin, que
solo le falta a este libro de expectativas supernumerarias cerrarse con una oración a San José
María Escrivá de Balaguer y Albás y el número de teléfono del centro de reclutamiento del Opus
Dei más próximo.
Esta es la verdadera “filosofía” de Javier Gomá Lanzón, con la que el autor va ilustrando poco
a poco a sus lectores. Eso sí, con civilizada dosificación para evitar incómodas indigestiones.

XV

Tras haber ofrecido en las postales anteriores un suficiente desmontaje argumentativo del
discurso de Javier Gomá –así como de la respuesta de este a la reseña de Antonio Piñero–, deben
de haber quedado ya muy claras las razones de la crítica efectuada. Podríamos poner otros muchos
ejemplos de los modos en que Necesario pero imposible vulnera todo rigor crítico y hasta atenta
contra la inteligencia de los lectores, pero habrá que contentarse con los ya ofrecidos, pues ni
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nuestro tiempo ni nuestra paciencia dan para más. Concluimos hoy, pues, con algunas
observaciones y aclaraciones que podrían resultar útiles a nuestros lectores más reflexivos.
Que a quien firma estas líneas le parezca que nutrir esperanzas en una vida post mortem es
una ilusión que no merece crédito no significa que considere justificado intentar privar de tal
creencia a quienes la albergan. Y no por la precaución apotropaica de quien piensa que pueda
haber más cosas en el cielo y en la tierra de las que se sueñan en la filosofía de Horacio, sino por
razones al mismo tiempo más consistentes y más piadosas. Por una parte, porque bastante tiene ya
cada cual con la onerosa tarea de sobrellevar su existencia como para que haya algo digno en
pensar en arruinar gratuitamente las esperanzas ajenas; por otra, porque la respetabilidad de
alguien no radica primariamente en lo que piensa, sino en cómo se comporta. Nuestra crítica a
Necesario pero imposible, o qué podemos esperar no lo es, por tanto, a la creencia en la
resurrección como tal, mantenida por su autor y por la tradición cristiana en la que se apoya.
El mundo está lleno de vana palabrería, y vano es dilapidar el tiempo de uno y de los demás
poniéndolo de relieve. Sin embargo, acaso merece la pena hacerlo en ocasiones en que concurren
varias circunstancias. Primera, que la palabrería consista de proposiciones al menos una parte de
las cuales son falsables y, más en concreto, demostrablemente falsas. Segunda, que la palabrería se
ofrezca con tal enredo retórico que las apariencias amenacen con substituir a la realidad, en una de
esas mímesis perversas que tanto atribulaban a Platón. Tercera, que el autor de la palabrería ocupe
una posición social que le permita hacer de su discurso algo relativamente influyente. Cuarta, que
nadie más parezca dispuesto a llamar a las cosas por su nombre, de modo que, como en el cuento,
todo el público aplauda los supuestamente maravillosos ropajes de un rey que en realidad camina
desnudo. Con la salvedad de que Antonio Piñero sí formuló una crítica –pero ya hemos mostrado
que, aunque certera, en ciertos sentidos era incompleta–, todas estas circunstancias concurren en
Necesario pero imposible.
Quien se haya apercibido de la cantidad de falacias y dislates tanto del libro de Gomá como
de la respuesta de este a Piñero, y en particular de la naturaleza de esta respuesta, entenderá
también el tono, rayano ocasionalmente en el sarcasmo, de la crítica efectuada. De hecho, si quien
esto firma no hubiera leído la respuesta de Javier Gomá a la cortés reseña de Antonio Piñero no
solo se habría expresado hasta el momento en un tono sensiblemente diferente al aquí empleado,
sino que terminaría este escrito en un estilo al menos tan conciliador y amable como el empleado
por Piñero. Quien esto firma soporta la ignorancia –él mismo la padece en grado sumo–, pero no
la chulesca altanería del semi-ilustrado pagado de sí mismo, menos aún cuando esta se despliega
ante uno de sus amigos. Si Necesario pero imposible evidencia la imposibilidad de Javier Gomá
de pensar con el imprescindible rigor sobre las cuestiones que pretende abordar, la respuesta de
este autor a Piñero hace palmario el nivel de su autoengaño, de su patética petulancia y de su
incapacidad para reconocer con lucidez sus límites como intelectual. Claro que quienes consideran
su discurso inspirado por las Musas –de entre las cuales, ay, al menos Clío parece haberse
ausentado– y se creen grandes pensadores y aun profetas de realidades más elevadas que las
visibles están inmunizados ante toda crítica, y no pueden sino contemplar con desdén a los demás
como a sujetos definitivamente superficiales.
El examen de Necesario pero imposible arroja varias lecciones, que en parte son francamente
divertidas pero que en el fondo resultan profundamente descorazonadoras. Para empezar, que

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alguien como Javier Gomá, que sin duda es una persona inteligente, culta y presumiblemente
competente en sus actividades profesionales, se muestre a tal punto incapaz de adoptar una
mínima distancia crítica frente a la tradición cristiana que le ha amamantado, hasta el punto de
mistificar historia e historiografía y de faltar a menudo (sin duda inconscientemente) a la verdad
no es seguramente producto de los límites de un carácter, sino también de los de una tradición
interpretativa. En efecto, muchos de los disparates que contiene el libro de Gomá pertenecen al
acervo de la apologética cristiana, en la cual han sido repetidos ad nauseam.
Necesario pero imposible no es de hecho una impostura intelectual, solamente porque su
autor –a quien ni es necesario ni osamos atribuir cinismo– parece creerse a pies juntillas todo
cuanto dice. Conviene, pues, juzgar este libro como un monumental ejercicio de autoengaño por
parte de un autor cristiano convencido de las bondades de una recristianización del mundo y al
parecer asimismo interesado en afianzar el reconocimiento social como egregio pensador que,
según parece creer, ha logrado con libros anteriores.
Aun así, debería ser igualmente claro que una condición de posibilidad de la escritura,
publicación y publicitación de una obra como Necesario pero imposible es el nivel de
desconocimiento de gran parte de nuestros conciudadanos sobre las cuestiones que analiza. El
hecho de que muchos lectores, entre los que se encuentran profesores universitarios –de filosofía y
de otras disciplinas–, consideren valiosa la morralla y degusten tal bazofia intelectual como si de
ambrosía se tratase dice mucho, y no precisamente bueno, sobre la situación cultural y espiritual
de la sociedad en que vivimos. Un libro como este puede obtener reconocimiento y aplauso si y
solo si la ignorancia y falta de sentido crítico que el gran público padece son aún mayores que las
de su autor.
Muchos parecen pensar que el libro de Javier Gomá es útil al cristianismo, hasta el punto de
que no es aventurado augurar que más pronto que tarde –no digamos cuando el tratado sobre el
Deus absconditus que este autor anuncia ya en su obra sea publicado e ilumine las mentes de
quienes caminan en tinieblas– nuestro autor será investido doctor honoris causa en teología por
alguna facultad del ramo. Pero a pesar del aplauso que este libro ha obtenido y obtendrá, este hace
un flaco favor a la causa cristiana. El cristianismo tiene ciertamente algunos valores que pueden
defenderse y que merecen ser defendidos, pero cuando ello se hace faltando una y otra vez a la
verdad, como ocurre en este libro, no es solo el autor sino las ideas que defiende las que
ulteriormente se desprestigian.
De hecho, y a su pesar, Necesario pero imposible contribuye a la causa del pensamiento
crítico, aunque sea solo en la medida en que sus numerosos disparates y falacias muestran e
contrario que ni la resurrección de Jesús ni la superioridad del cristianismo son precisamente ideas
que merezcan crédito alguno. Lo mismo ocurre con la praxis de caer de rodillas ante el Cristo, que
a Gomá le gustaría reinstaurar:

“Este prosternarse final del sujeto moderno no ofende la dignidad sino que la honra porque en
lugar de conllevar el sacrificio acrítico de la conciencia, es la misma conciencia la que por íntima
convicción ordena este homenaje” (sic)

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Lamentablemente, es falso también que tal prosternarse final -nada, por lo demás, sino el
reflejo de una prosternación inicial- no ofenda la dignidad del sujeto, pues el modelo
supuestamente ejemplar que, en continuidad con la tradición cristiana, vende Gomá con sus trucos
de feriante no es, como hemos argumentado, más que un ídolo. El discurso de este mismo autor
proporciona, como hemos demostrado, inequívoco testimonio del sacrificio acrítico de su
conciencia intelectual.
Todo esto indica, una vez más, tanto la fuerza como la debilidad del pensamiento crítico en el
ámbito humano. Por una parte, una perspectiva que adopta como un valor esencial atenerse con
rigor a las férreas constricciones de la argumentación válida para no dar rienda suelta a la fantasía
desbocada es capaz de desenmascarar la charlatanería donde esta se dedica a campar por sus
fueros. Y un racionalismo crítico que, sin perder de vista la complejidad del mundo y del ser
humano, es sabedor tanto del lugar que este ocupa en la Naturaleza como de los mecanismos de la
imaginación que hacen de los cantos de sirenas algo tan subyugador, está lo bastante aquilatado
como para no incurrir en injustificadas jactancias, pero también para no aceptar de los delirantes
charlatanes de turno lecciones de honestidad intelectual, nobleza o decencia espiritual.
Por otra parte, sin embargo, la causa del pensamiento crítico nada tiene que hacer frente a
quien se hurta de antemano al limpio ámbito de la razón común para refugiarse en el terreno
resbaladizo de la ciénaga –o, como habría dicho el platónico Alejandro de Licópolis, frente a
quien substituye los principios de la demostración por la voz de los profetas–. Y esto significa que
la publicación de engendros como Necesario pero imposible es y seguirá siendo sufrida por la
humanidad a lo largo de los siglos, quién sabe si como parte de una necesaria expiación por sus
muchas miserias. Valga la crítica aquí formulada como sucedáneo y justificación de todas las
muchas que no escribiré, pero también como prueba fehaciente de que el profundo desdén por la
inacabable cháchara teológica y pseudofilosófica del estilo de la de Javier Gomá está muy
sólidamente fundamentado, y de que quien calla ante ella, ya por simple aburrimiento y hartazgo,
no siempre ni necesariamente otorga.

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