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Elegir asumir la propia responsabilidad como personas adultas

Leo un artículo sobre Barack Obama que me impresiona, el título es «Una persona adulta»
(Frankfurter Allgemeine Sontagszeitung, 26 octubre 2008). Su estilo personal y político se
describe ahí como un modelo de madurez, del saber asumir las propias responsabilidades,
como se espera de una persona adulta. ¿Cuáles son sus características?
No parece un niño en un cuerpo envanecido, como hacen otros que por edad ya no son
jóvenes, que se exasperan, patean, dependen de diversas sustancias o del dinero, la
notoriedad, los amigos ricos y famosos; no adopta poses; no miente frente a las dificultades,
como hacen los niños que procuran evitar las consecuencias de sus acciones. No cede a
los prejuicios y a las expectativas del público, cuando por ejemplo
expresa abiertamente sus dificultades de padre y marido. La sinceridad y el no doblegarse a
hacer lo que los demás esperan para verse complacidos son las características principales
del adulto: estos comportamientos indican que se han asumido las propias
responsabilidades.
El sabio Solón, cuenta Herodoto, invitado por el rey Creso a responder a la pregunta
«¿Quién es el más feliz de los hombres?», en lugar de halagar al rey, responde diciendo
que el más feliz entre los hombres es un simple ciudadano de Atenas conocido suyo. Al
infantil deseo del rey de ser «el más feliz de todos», el sabio contrapone una respuesta
basada en criterios empíricos, prácticos, que él se toma la responsabilidad
de exponer con tranquilidad. Solón y Obama son modelos que indican que es posible
no temer el juicio ajeno y dejar de preguntarse qué van a pensar los demás de nuestras
acciones y declaraciones, como hacíamos de niños, condicionados por el temor a un
castigo.
La cuestión es si nos sentimos bien en nuestra propia piel, si somos la persona que actúa y
se expresa así, si estamos dispuestos a asumir nuestra responsabilidad.
Esta autenticidad simplifica la vida: no es preciso esforzarnos ni para «quedar bien» ni para
recordarnos qué hemos dicho en determinada ocasión para evitar contradecirnos.
¿Podemos elegir comportarnos como adultos? Ante todo nos sirve una serie de indicadores:
¿cuáles son los comportamientos que consideramos típicos del adulto? He aquí una
selección:
– racionalidad, sostener puntos de vista con argumentos racionales,
comprensibles;
– autenticidad, decir cómo nos sentimos, lo que pensamos y
admitir eventuales dificultades;
– tranquilidad, sabiendo que hacemos todo cuanto está en
nuestra mano;
– generosidad, reconociendo que también los demás por lo
general son generosos;
– capacidad de identificar y utilizar criterios empíricos, experimentales,
compartibles;
– disponibilidad a cambiarlos, si se presentan elementos nuevos;
– equilibrio, en no querer valorarnos ni más ni menos que los
otros;
– autonomía, al reflexionar sobre los criterios de las propias
valoraciones y acciones;
– sentido de justicia, o sea, no usar «dos medidas y dos balanzas» respecto a nosotros
mismos.
Podemos observar cómo nos sentimos, al vivir esta selección, aplicando los indicadores que
a nuestro entender nos parecen característicos. Si no deseo sinceramente que los
demás me perjudiquen, no consideraré válido para mí ningún indicador que pueda
perjudicar a los demás.
¿Hay ocasiones en que me resulta difícil elegir ser adulto?
¿Cuáles en particular?
¿Me descubro esforzándome en parecerme a una idea de mí, por ejemplo, en ser
particularmente sagaz, o entregada o afectuosa o algo por el estilo, e intento decir cosas
que entiendo pueden hacerme aparecer así al otro, para «quedar bien»?
¿Qué hay, dentro de mí, que me hace sentir esa necesidad?
¿Cómo me siento en estos casos?
¿Qué significa para mí asumir mis responsabilidades?
¿Qué respuestas doy a las exigencias que me llegan de los
otros?
¿Respondo a las llamadas de atención que me envían los
demás?
Ser responsables significa ser capaces –hábiles– de responder de verdad y en concreto: a
los e-mail, a los mensaje de los demás. Incluso diciendo un simple «no» creamos claridad
y contribuimos, por pequeña que sea nuestra aportación, a simplificar la complejidad del
mundo. Si todos deseamos claridad y simplicidad, podemos responder
de manera consecuente.

Elegir aceptarnos

Elección difícil, porque la inquietud nos empuja siempre. En cuanto seres humanos la
impaciencia crítica nos empuja a hacer algo para cambiar el mundo y cambiarnos a
nosotros mismos. No obstante, podemos alcanzar islas en el espaciotiempo, lugares de
pausa donde elegir aceptarnos tal como somos, diez minutos al día. Ya, ¿pero cómo
somos? ¿Qué cualidades nos caracterizan? Solo algo que podamos identificar como distinto
de «cualquier otro» cualifica nuestra identidad: confines, límites, exclusiones. Y en este
caso la elección se transforma en decidir hacia dónde mirar.
Si, por ejemplo, ponemos nuestra atención en el «mal humor» podemos preguntarnos cómo
llega a producirlo nuestro sistema mente-corazón, hacia dónde dirigimos nuestra
percepción selectiva para llegar ahí y qué, en cambio, damos por descontado. Aceptar
nuestro estado mental del llamado «mal humor» implica preguntarle: «mi querido mal
humor, ¿qué es esa otra cosa que quieres para mí?» ¿Qué pretendes darme a entender?
¿Qué expectativas tienes? ¿Son realistas? Mirándolo bien, ¿por qué lo llamo «malo»,
cuando en realidad es simplemente inadecuado al objetivo de fondo, el bienestar? La idea
de aceptarnos se recorta sobre el fondo de la idea de querer cambiar, sobre la base de
nuestra confrontación continua con el ideal que nos hacemos de nosotros mismos y de los
demás. Aceptarnos parece una alternativa a mejorarnos, pero en realidad es su condición:
si no aceptamos la situación tal como es, ¿cómo saber de dónde partir para mejorarnos?
Para poder aceptarnos ante todo debemos desplazar nuestra atención: de la identificación
de problemas y carencias a la consideración de nuestros recursos, incluida nuestra
capacidad de apreciar los aspectos positivos de las cosas. Si, por ejemplo, nos
consideramos «demasiado irritables», podemos aceptar esta característica atendiendo a su
cualidad intrínseca, definiéndola con otros términos: nos mostramos «despiertos» y muy
sensibles a cosas que no van como esperamos.
Procurándonos otras etiquetas más respetuosas con nuestro modo de describirnos, nos
damos la posibilidad de aceptarnos. Y, por tanto, de acompañarnos hacia otras elecciones,
las adecuadas a la persona que nos gusta elegir ser.
En nuestra búsqueda personal como antropólogos de la experiencia, ¿cómo nos sentimos si
a lo largo de una semana nos centramos en la sensación de llegar a aceptarnos a nosotros
mismos y a quien simplemente es tal como es? ¿Sin rechazar nada, o bien, si sentimos el
impulso a rechazar, simplemente deteniéndonos a observarlo con aceptación?
¿Cuándo elegir mejorarnos, cuándo aceptarnos? ¿Somos capaces de ver que ambas
actitudes no son alternativas, sino
complementarias? Y, al final, nos damos cuenta del poder de nuestra mente: a ratos la
decisión de aceptarnos se convierte en una especie de «vacaciones por dentro», de cinco
minutos o de una semana. Se trata en este caso de la elección, que siempre tenemos
a mano, de estar contentos sin motivo, de gustarnos por cómo somos, por lo menos por un
tiempo, y tomar aliento para partir de nuevo más tranquilos.

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