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CACHICHE

La ranchería silenciosa y tranquila. En la larga hilera de casitas blancas, solo una puerta abierta. Constantina se dirigió a la portada;
allí la acequia corría ancha y profunda con el agua fangosa y las orillas llenas de hierbajos. Arrancó un puñado de hojas de haba, de
llantén y hierba santa, luego velozmente regresó a su rancho.
Durante la barbacoa, el cuerpo de Víctor temblaba de fiebre y las cañas de la rústica cama crujían con cada movimiento del paciente. La chola
Cirila y Estefa, una vieja zamba, entraban y salían de la habitación semioscuridad, le tocaron la carita sonrojada y las manos calientes, y luego
negaron con la cabeza en voz baja. Mientras tanto, Cirila parada en la puerta del rancho observaba con una mirada amenazante al pueblo de
Juana la bruja, ocasionadora del mal y a la vez balbuceaba maldiciones en quechua. Las dos mujeres separaron el agua de la candela, la
enfriaron en una batea y ayudadas por Constantina, bañaron al joven en aquella preparación verde y aromática. Constantina conversaba
insistente frotándose la cabeza; Cirila y Estefa, mano sobre mano, contestaba con gruñidos a eso que mencionaba su comadre. El calor
amodorró veloz a la samba vieja, que cabeceaba ya, cuando unos gritos agudos la despertaron, mientras Cirila salió corriendo a su casa. La
zamba también se despedía, pero Constantina no la dejo ir, insistiéndole querer ver que más le recomienda al muchacho enfermo si en caso
no mejora. Estefa le mencionó que no es cosa de remedios y le sugirió llamar a su pariente Valerio. La zamba realizaba atolondradas cruces.
Después se fue columpiando sus robustas caderas. El sol proyectaba una sombra espesa y redonda, al paso de sus extremidades chuecas.

En la noche oscura la puerta del tambo era un foco brillante; el exclusivo en la paz de la ranchería. Diversos peones jugaban sobre una mesa
apolillada, otros más, fumaban y chacchaban coca arrimados a la puerta, ante las siluetas de la pampa. Pasó un pájaro extraño con un grito
risueño. Los jugadores dejaron la grasienta baraja y todos se juntaron fuera del tambo, oteando la oscuridad con los ojos bastante abiertos y
murmurando entre ellos. El pájaro desapareció tras un macizo de ficus; y el silencio cayó pesado sobre el conjunto de peones. Un peón llamado
Jacinto indicó la portada, donde un bulto informe hacía movimientos raros. El bulto desapareció en la oscuridad, empero sus alaridos se
escucharon todavía extenso rato. Tiempo después, la camita de Víctor arribó un quejido, después el joven se bajó al suelo, caminó un trecho
como sonámbulo y, al hallar la puerta cerrada, regresó a echarse. Se movía intranquilo hasta que cesaron los gritos, entonces una respiración
pacífica señaló que se había dormido. En la ventana del cuarto de Cirila se paró una lechuza. Paulo, el esposo de la serranita, cogió su lampa y
destrozó al pájaro de mal agüero.

La carretera a Humayu estaba además llena de peones, hombres y damas con un tercio de alfalfa bajo el brazo o el haz de leñan a la espalda.
Todos reían y bromeaban; de esta forma llegaron al poblado una vez que de rápido se quedaron callados y mirándose unos a otros. De una
casita blanca escondida entre parras y pacaes, salía una dama, una chola vieja de cara aplastada, ojos maliciosos de sapo y cabello gris que le
caía en mechones hasta el hombro. Llevaba una canastita al brazo y una soga enrollada en la mano. Cuando pasaron junto al grupo de
trabajadores, todos se saludaron respetuosamente. Fatigosamente emprendía camino de regreso a su vivienda, blanca y limpia, sin embargo,
donde estaba bastante sola. El crepúsculo caía, una vez que arribó Juana al poblado. Por el momento no había nadie en el camino ni en las
calles, sin embargo, detrás de cada ventana espiaban a la vieja varios ojos y llovían maldiciones a su paso. La dama entró a su vivienda y se
puso a guisar; el humo que salía espeso por entre la quincha atemorizaba a las gentes. `` La bruja vino con sus hierbas'', dijeron todos, pasando
apresuradamente por ellos mismos. Los hombres bebieron pisco y cerveza en el colmado del chino Agustín y empezaron a contar la cruel
historia de la "bruja", pero no la nombraron. La "señora", "dicha vieja", "la doña", podía hacerles mal, mancharles la cara de blanco o de
morado, enfermarlos gravemente y hasta matarlos, como don Jesús Campos que una vez que se entregó cuenta de llamar a un curandero, era
ya tarde y aun cuando tomó aceite sagrado, roca de ara molida y otros remedios santos falleció entre dolores, con el cuerpo humano lleno de
extrañas manchas que parecían figuras de animales. El negro Toribio y Emilio el zapatero, conversaban sobre aquella aparición de aquel pájaro,
luego intervino Segundino, mayordomo de “El Palomar”. Los dos camaradas y el negro Toribio esconden su terrible temblor en el fondo de una
copa de pisco.

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