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Un té por ocho centavos

Lourdes Villaseñor

Nació en aquel Barrio de Romita cuando corría el año de 1923. Una más
de catorce hermanos recibió el nombre de Gabina. Aquel Barrio conocido
como pueblo de Aztacalco, cuando llegaron los peninsulares, fue
considerado con el tiempo; como “un feo lunar” dentro de la moderna
traza de la Ciudad de México, pues contrastaba con las bellas
construcciones porfiristas. Lugar antiguo, con una historia singular
registrada desde 1529, cuando esas tierras fueron concedidas a Don
Hernando Cortés como recompensa por sus acciones de conquista. Aquel
poblado incipiente; escondido, invisible, se asentaba junto al río de la
Piedad (hoy avenida Cuauhtémoc) y justo donde se alzaban cuatro
ahuehuetes centenarios, ahí junto a ellos, fue construida una sencilla
Capilla ofrendada a Nuestra Señora de la Natividad por instancias, nada
menos, que de Fray Pedro de Gante.
Por supuesto que doña Gabina no conocía ésta parte de la historia de su
barrio. Aquellas calles de tierra, vecindades de adobe y tanta pobreza, no
le hablaban de nada especial. Apenas conocía algunas letras y los
números necesarios para ayudar con el puesto de fritangas de su abuela.
Hija de prófugo crecería al cobijo de un viejo párroco que se conmovía
con su orfandad.
La plazuela que contenía la Capilla, era el centro de todas las actividades
del vecindario. Con el tiempo cambiaría su adoración a San Francisco y
con dos remodelaciones en su haber, era testigo mudo de tantas vidas
unidas por el infortunio y la indigencia. En el interior del recinto sagrado,
colocado en una especie de celda, quedaba un arcaico cristo. Solo
algunas personas mayores sabían que era el “Señor del Buen Ahorcado”.
Gabinita, desde niña, le miraba con mucho temor. Decían algunos que
desde época muy antigua se llevaban a los condenados ahí y antes de
ser ahorcados en aquellos viejos árboles, les permitían arrepentirse
frente al cristo misterioso. Tal vez por eso Gabinita sentía un escalofrío
raro cuando se apoyaba en alguno de esos troncos ya agonizantes.
Algunas de sus ramas, ya sin hojas, se extendían en lo alto. De ellas
habían colgado muchas almas perdidas; pagando su adeudo con la
justicia.
Una tarde veía con ojos aburridos como los borrachos del lugar y otros
muchos malvivientes llegaban como siempre a tomar y repartirse el botín
de sus fechorías en la plazuela, en la pulquería de Don Manuel, justo
frente al recinto religioso. Se dormían donde fuera, dejando al
descubierto la dignidad y el pudor. Aquellos personajes olvidados, al

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margen de la modernidad urbana, veían ese barrio como un refugio
donde esconderse y pasar sus tristes vidas. Los más afortunados podían
encontrar asilo en los cuartos de las muchas vecindades. Otros
sencillamente se dejaban caer donde el cansancio les vencía.
Gabina creció enganchada en ese lugar. Prisionera de la desgracia ahí se
enfrentó a la muerte cuando quiso dar a luz un niño exánime. De igual
manera el Barrio de Romita pervivía atrapado entre un urbanismo
suntuoso, en donde el contraste social era abrumador. Muchos vecinos
trabajaban como servidumbre de aquellas familias rancias y poderosas
de entonces, cuyas mansiones se encontraban justo en los alrededores,
y otros muchos aprovechaban la cercanía para robarles y esconderse ahí.
El párroco, que también tenía una obscura historia debajo de la sotana,
trataba de encontrar el perdón; ayudándoles, pero nunca lo lograría. A
Gabina le encargó elaborar y vender infusiones de hojas, té de canela y
otras yerbas a los más desamparados, con la doble intención de obtener
algunos recursos. Pronto aquel lugar sería el semillero de maleantes y
rateros, adquiriendo muy mala fama durante las décadas de los 20s a los
70as. Pueblo de indios primero, asilo de mutilados por la Guerra de los
tres años y de la Decena Trágica. Ahí envejeció Gabina sin más
compañía de amigos fortuitos, gatos y perros callejeros. En la frontera de
la modernidad, como una burbuja suspendida, quedaron unidos
irremediablemente los destinos de Gabina y el Barrio de Romita. La
plazuela perdió sus ahuehuetes igual que Gabina toda su juventud. Sus
carnes enjutas, pelo cano, andar sereno y sus diarias visitas al templo, le
otorgaron el título de mujer piadosa.
Sus cuartos derruidos ya por el tiempo se situaban en la calle de Cerrada
de San Cristóbal esquina con la plazuela principal. Construcción de
adobes perteneciente a la parroquia, donde se le permitía vivir por los
servicios prestados a la pequeña capilla. En la fachada ponía Doña
Gabinita su puesto de tripas fritas y alipuses; café de olla, tés de yerbas
con el consabido piquete de algún aguardiente de dudosa procedencia.
Poníase como a eso de las ocho de la noche, cuando los espectros de
tanto ahorcado penaban en la plazuela del lugar.
Ya de noche ponía Ella dos anafres con sus carbones bien prendidos.
Reposaba la olla con el hervor de yerbas, en otra preparaba el té de
canela fuerte. Bebedizos para calentar los huesos de tanto trasnochador.
Sus marchantes le pedían un té por ocho centavos, que en últimos
tiempos ya costaba mucho más. Aquellos te-por ochos se acomodaban
cerca del calorcito de las brasas y jugaban a calmar dolores viejos o
engañar el hambre con el alcohol. Sólo llegaban de noche, como
palomas de San Juan, siguiendo no la luz, sino los vapores de las

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pócimas de Doña Gabinita. Con los primeros rayos de luz, se ocultaban a
dormir bajo el calor de la mañana.
Toda la noche pasaba Gabinita atizando el fuego, invocando recuerdos,
cubierta con una vieja cobija, de esas, de pueblo y bien en rebozada su
cabeza. Por ahí de las cinco de la madrugada comenzaba a guardar sus
ollas y apagar los carbones. Guardaba todo en un rincón, se acurrucaba
en el catre y no salía hasta la una de la tarde, cuando ya le apuraba el
hambre. Algunos días preparaba tripas y menudencias de res bien fritas
que vendía por las tardes en la entrada de la Capilla.
Dicen que se le ocurrió la idea, cuando un viejo amigo suyo, de nombre
Don Chucho pedía cada madrugada, hincado frente a la puerta de la
Capillita, que le llegara la muerte de una vez:
Señor del Buen ahorcado
llévame contigo,
recoge mis huesos
que ya sin abrigo,
arrastro sin fuerzas
por estos caminos.

Aunque el Barrio había cambiado, aún llegaban no se sabía porque, una


gran cantidad de indigentes y vagabundos. Gabinita servía y escuchaba
las muchas historias que sus bebedores compartían. Sabía de
infidelidades, abandono, amores torcidos, nacimientos no deseados,
muertes no esperadas, suicidios y más. Cómplice de almas nocturnas,
que, en el refugio del calor de los anafres y el aroma del ocote, se atreve
a confesar sus pecados. Así es como Gabinita guardaba en su morral
más secretos ajenos que el confesionario de la Capillita de San Francisco.
Esa madrugada, al escuchar a don Chucho, pensó que sería muy bueno
que un jarro de canela pudiera curarlo todo; borrar remordimientos;
restañar el corazón; ahuyentar malos recuerdos; recobrar la alegría de
vivir. Y dicen que esa amanecida fría, al recostarse y soñar, escuchó a la
Virgen del Socorro que le pedía que ayudará a los más necesitados a
“bien morir”
El veneno para ratas, que su comadre Elena le regalara, fue el
ingrediente secreto de una tizana especial hecha con hojas de menta y
piloncillo. La puso en un cacharro de peltre. Alipús reservado para los
elegidos.
Aquella noche el viejo Don Chucho, con mucha lentitud, se sentó con
trabajos junto al calor. Ese día sus dolores eran especialmente fuertes,
pero su naturaleza noctámbula le pedía salir de su refugio para
encontrar, en medio de la noche a sus amigos. Eran todos ellos una

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especie de cofradía; cuyo propósito primordial pareciera el de invocar el
nacimiento de un nuevo día. Paradoja de ese Barrio indígena-mestizo,
que en tiempos prehispánicos contaba con un grupo de Tlatoanis
realizando un acto de auto-sacrificio para sustentar al Dios, dador de
vida. En esa alteridad del tiempo parecían transitar los taciturnos,
llevados, quizás, por una fuerza extraña a presenciar cada noche el
nacimiento de un milagro…el amanecer.
En aquella alteridad del tiempo, cobijados de sombras y un poco antes
del alba, Gabinita sumergió el recipiente en el cacharro de peltre, miró
con fijeza el semblante del elegido, asignándole en su imaginario la tarea
de mensajero ante la Virgencita. Le dio el jarro, que él bebió.
Seguramente el fuerte sabor de la menta solapó el veneno; o el frío de la
noche calaba tanto, que el calor del jarro en las manos recorrió de
bienestar todo su cuerpo. Murió, cuando su cabeza tocó el jergón que
tenía por almohada; cuando el tímido sol se aventuró a recorrer el pellejo
pálido de su piel; cuando Gabinita encendía una veladora ante el Señor
del Buen Ahorcado y rezaba por el eterno descanso de su alma.
De los enfermos pasó a los borrachos sin remedio, seleccionó a los más
malditos; no tuvo piedad con abusadores de mujeres o drogadictos
extraviados. Tendió su trampa entre sus ollas y pócimas de hierbas. El
Barrio de Romita se vació y el párroco lo atribuía a justicia divina. No fue
reclamada la ausencia de ninguno de aquellos desdichados, muchos
morían en el frente mismo de la Iglesita. Solo Doña Gabina rezaba. En la
última clareada de su vida, casi ciega y ante la noticia del derrumbe de
sus cuartos, se preparó el té especial. Sin remordimientos, orgullosa por
haber cumplido con lo encomendado, dejó de existir.
El Barrio cambió, otros árboles maduros daban sombra al lugar
remozado, que lucía una fuente en el centro. Nuevos jardines pugnaban
por cubrir de verdor el otrora paisaje de tierra y abandono. Una joven
higuera extendía sus raíces como promesa de cambio y renovación.
Aquellos hedores insoportables que flotaban en el ambiente
desaparecieron. Cajas, trapos, cartones y perros callejeros, no se vieron
más. Las vecindades dieron paso a condominios. Instalaron la Casa de la
Cultura, abrieron la Casa Tomada; inauguraron el Huerto Urbano.
Muerte, maldad, vicio, rechazo, abandono, condenación y
arrepentimiento flotan de tiempo en tiempo por entre los recovecos del
Antiguo Barrio de Romita, donde los vecinos aseguran que, en las
auroras, cuando la niebla nocturna se hace rocío, puede sentirse el olor
del humear de un anafre, olor a canela y menta flotan en aquella esquina
donde, alguna vez, Gabinita ayudaba a “bien morir” a los abandonados.

Barrio de Romita
Septiembre del 2016

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