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Tesis: El absurdo y sus ilustraciones en la obra de Albert Camus

Autor: Jonathan Lozano Agudelo


Director: François Gabriel Antoine Gagin
Facultad: Humanidades
Departamento: Filosofía
Programa: Profesional en Filosofía (3260)
Sede: Meléndez, Santiago de Cali
Año: 2020

Resumen. En esta investigación se ahonda en el concepto de absurdo en la obra de Albert


Camus (1913-1960), particularmente en el ensayo El mito de Sísifo, la novela El extranjero,
y las piezas teatrales Calígula y El malentendido. En ese sentido, el ensayo sirve de punto de
partida filosófico para indagar en las respuestas de los corazones humanos enfrentados al
absurdo. De esa manera se conforma una unidad temática entre filosofía y literatura en donde
se ilustran esos juegos del espíritu: el sentimiento del absurdo, que Camus configura en
noción, se abre camino a través de personajes como Meursault, Calígula, Marta, Quereas o
María.
Palabras clave: absurdo, Camus, ilustraciones, teatro, novela.
EL ABSURDO Y SUS ILUSTRACIONES EN LA OBRA DE ALBERT CAMUS

JONATHAN LOZANO AGUDELO

UNIVERSIDAD DEL VALLE


FACULTAD DE HUMANIDADES
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
PROFESIONAL EN FILOSOFÍA
SANTIAGO DE CALI
2020
1
EL ABSURDO Y SUS ILUSTRACIONES EN LA OBRA DE ALBERT CAMUS

JONATHAN LOZANO AGUDELO

Trabajo de grado como requisito para optar al título de:


Profesional en Filosofía

Director del trabajo de grado:


François Gabriel Antoine Gagin

UNIVERSIDAD DEL VALLE


FACULTAD DE HUMANIDADES
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
PROFESIONAL EN FILOSOFÍA
SANTIAGO DE CALI
2020

2
TABLA DE CONTENIDO

INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………4

I. EL ABSURDO……………………………...……………………………………………6
1. El absurdo en Filosofía……………………………………………………………..6
2. El absurdo en Albert Camus……………………………………………………….8
2.1. El camino hacia el absurdo como una verdad…………………………….9
2.2. Las consecuencias de esa verdad…………………………………………14
2.2.1. Los espíritus humanos enfrentados al absurdo……………………14
2.2.2. Características del absurdo…………………………………………15
2.2.3. La rebelión, la libertad y la pasión…………………………………17
2.2.4. El hombre absurdo………………………………………………….19
2.3. El escape del problema del absurdo……………...………………………22
II. ILUSTRACIONES DEL ABSURDO EN ALBERT CAMUS……………...………27
1. Calígula…………………………………………………………………………….27
2. El malentendido………………………………...…………………………………33
3. El extranjero……………………………………………………………………….37
3.1. Breve panorama de la novela……………………...……………………….37
3.2. Contexto de publicación………………………...…………………………39
3.3. El absurdo en la novela…………………………………………………….41
3.4. Crítica de Sartre………………………...…………………………………..51

CONCLUSIONES……………………………………………………………………….54

BIBLIOGRAFÍA…………………………………………………………………………58

3
INTRODUCCIÓN

El absurdo es una vivencia que irrumpe en la cotidianidad y el automatismo de la vida humana, y


como tal se experimenta primero por el corazón, que advierte al hombre de ese sentimiento
extraño e indeterminado. Mas no hay que exagerar la metáfora. Hay que recordar que la
conciencia es un acontecimiento de gran relevancia en Camus. Es ella la que se despierta ante
ese letargo cotidiano en el que nos insertamos cómodamente. Y es también la única que nos
acerca a la actividad intelectual que el espíritu humano emprende en su intento por aclarar tal
sentimiento. Así, desde la mirada del conocimiento, el absurdo se fundamenta al constatar una
contradicción: el mundo es irracional mas yo deseo conocerlo. Se trata de una relación de
desproporción entre dos evidencias: el deseo humano de unidad y claridad y la diversidad y
opacidad irreductibles del mundo. Esta es la noción que el espíritu humano precisa en su
aventura intelectual.

La respuesta de Camus en El mito de Sísifo es el sí a la vida consciente del absurdo; el sí al


intento heroico de seguir viviendo con la conciencia de esa situación; es, por tanto, la rebeldía
de no querer escapar a la propia conciencia, quizás el verdadero bien. Una rebeldía que, por
cierto, es de momento individual. El hombre confrontado al absurdo, esto es, consciente de su
situación que lo relaciona con el mundo, reniega del camino de la fe o de la mera creencia en
un sentido de vida, descarta el acto de abandonar su situación mediante el suicidio, y opta
finalmente por conservar su lucidez. Y con ello desea vivir su vida bajo sus propios principios.
No hay, por lo pronto, una rebeldía que adquiera una dimensión social, que involucre a los
demás hombres enfrentados asimismo al absurdo; no estamos todavía en La peste (1947) o en
El hombre rebelde (1951).

Alrededor del absurdo nos ubicamos, por tanto, dentro de un conjunto de obras pertenecientes
al «ciclo del absurdo», una de las tareas creativas de mitos que el propio Camus se planteó
como escritor. El que nos ocupa es el de Sísifo, pero también están el de Prometeo (la rebeldía)
y el de Némesis (la mesura). No obstante, no abordamos todo el mencionado ciclo, que
además incluiría obras como El revés y el derecho (1937), La muerte feliz (publicada póstumamente
en 1971) y Bodas (1939). Más delimitadamente, y por ende quizás más sesgadamente, las obras
camusianas que sirven de base a esta investigación son cuatro: la novela El extranjero (1942), el
ensayo El mito de Sísifo (1942), y las obras de teatro Calígula (1944) y El malentendido (1944).

¿Cuál es la consonancia temática que hay entre esas obras ubicadas dentro del «ciclo del
absurdo»? La diversidad estilística de Camus configura una unidad de obras que se iluminan
entre sí.

Si El mito de Sísifo responde a la pregunta por cómo un hombre debe vivir sin evadir la
evidencia del absurdo, Calígula y El malentendido ilustrarán los juegos que el espíritu extrae de la
conciencia de ese absurdo. Mas no son sino desviaciones de una lucidez que responde. Los
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personajes ganan conciencia, con desgarramiento, y terminan por arribar en la desmesura (en el
caso del emperador Calígula), en el suicidio (en el caso de La madre y Marta) o en la
desesperación (en el caso de María, la esposa de Jan). El extranjero, sin embargo, combina
elementos que acompañan en mayor medida las enseñanzas del ensayo. Meursault, ese hombre
indiferente y extraño, vive inserto en una cotidianidad en la que irrumpe la muerte: la de su
madre en el inicio y la del árabe a manos suyas. Son hechos que lo llevan a un juicio cargado de
extrañeza: la que él siente ante ese proceso obscuro y, aún más marcada, la que los hombres
que lo juzgan sienten por él. Así, por ejemplo, a los ojos del juez y del fiscal, Meursault es un
monstruo moral, un hombre poco humano y desalmado. En medio de este escenario absurdo,
los intentos de comprensión solamente provienen del fiscal que pretende presentar su acto
fortuito en la playa como un asesinato premeditado. Finalmente, es sentenciado a la pena
capital. Pero antes se le presentará el capellán de la prisión para ofrecerle, con insistencia, la
esperanza religiosa. Aquí presenciamos su mayor momento de conciencia en medio de una
cólera despertada por un toque de compasión del capellán. Se da cuenta de la realidad de la
muerte y del mundo absurdo en el que ha vivido. En conclusión, afronta con rebeldía su
destino: ha mantenido la lucidez frente al absurdo.

El primer paso en esta indagación sobre el absurdo, como bien se advierte, apunta al análisis de
este término. Toda la parte I de esta investigación se encarga de brindar un acercamiento a éste
desde dos perspectivas: la del ámbito general en la Filosofía y la del tratamiento camusiano en
El mito de Sísifo. Es esta última la que en mayor medida nos ocupa como fuente y requisito para
el análisis del teatro y la literatura camusianos que aparece en la parte II. Las dos obras de
teatro y la novela que nos ocuparán en dicha parte —a saber, Calígula, El malentendido y El
extranjero— muestran respuestas que por sí solas no tendrían el significado que sí lo tienen al
complementarse con la indagación ensayística de El mito de Sísifo; son, por tanto, ilustraciones
del encuentro del corazón humano con el absurdo.

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I. EL ABSURDO

1. El absurdo en filosofía
En un ámbito muy general, el término absurdo se define como aquello contrario y opuesto a la
razón, que no tiene sentido, como algo contradictorio, arbitrario o disparatado (cfr. Real
Academia Española, s.f., absurdo). Se entiende, pues, que al calificar de absurdo algún hecho,
persona u objeto, se quiera significar con ello todo lo contrario a los calificativos de racional,
lógico o sensato, pues se pretende precisamente hacer hincapié en el carácter irracional, ilógico,
incoherente, insensato o incongruente de aquello que se califica.

Es frecuente equiparar «absurdo» con «ilógico». En el ámbito de la lógica formal se encuentra


la expresión ‘reducción al absurdo’, reductio ad absurdum, razonamiento éste que consiste en
probar una proposición p, mostrando que si se acepta su contrario —o su negación, que es lo
mismo— se llega a una contradicción, por lo que es preciso aceptar la proposición inicial. Así
por ejemplo, se demuestra la irracionalidad de raíz de 2 por la vía de su contrario, es decir,
suponiendo que es racional —o sea, que se puede expresar como una relación numérica del
tipo a/b—, con lo que se llega a una contradicción que indica la imposibilidad de sostener lo
contrario de la proposición inicial, ésta es, que raíz de 2 es irracional. Pues bien, el método de
reducción al absurdo busca demostrar que algo es sostenible tomando la vía de su contrario o
negación, para así desembocar en una contradicción que nos hace descartar este contrario, y
nos devuelve a lo que inicialmente se quería sostener. Es sencillo: quiero demostrar p; para ello
supongo que su negación puede demostrarse; llego a una contradicción; descarto no-p, y me
quedo con p.

Para adentrarse en el ámbito filosófico, el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora nos
brindará un apoyo.

La noción de «absurdo» destaca en el pensamiento de los filósofos ocupados de la dimensión


existencial de la vida humana. Uno de ellos, Kierkegaard, se pregunta: «¿Qué es lo absurdo?». Y
responde, en una forma religiosa, en su Postcriptum final incientífico, que es «el hecho de que la
verdad eterna se ha hecho temporal, que Dios se ha encarnado, ha nacido, crecido, etc., como
cualquier otro ser humano individual y sin distinguirse de otros individuos». «Lo absurdo es
justamente, en virtud de su repulsión objetiva, la medida de la intensidad de la fe en la
intimidad». Entonces el hombre que desea tener fe aproximándose de manera objetiva,
encuentra que lo absurdo se hace probable. Y se dispone entonces a creerlo, aunque sepa que
es imposible, «pues lo absurdo es objeto de fe, y es el único objeto que se puede creer».
Kierkegaard quiere distinguir así lo absurdo en un sentido corriente de lo absurdo en sentido
religioso. La aproximación objetiva, sin embargo, es inútil; Kierkegaard termina por plantear el
salto a la fe, a lo «absurdo» de la fe (cfr. Ferrater Mora, 2009: 34-36).
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Hay al menos cinco sentidos de «absurdo» en Kierkegaard: creer una contradicción; cometer
una mala acción porque Dios lo manda; aferrarse apasionadamente a lo improbable o
paradójico; suspender un principio que se sigue usando; sentir el mundo absurdamente. Son
sentidos que no pueden ser tomados radicalmente en serio si se tiene en cuenta la ironía de
Kierkegaard y, por tanto, no pueden ser criticados racionalmente. Sin embargo, hay otros
sentidos de «absurdo» que tienen un orden más racional: experimentar lo que no corresponde a
las expectaciones o creencias comunes, individuales o sociales; comunicar algo
significativamente mediante una paradoja; reconocer que la lógica trata sólo con lo abstracto y
no puede agotar lo concreto; elegir valores para nosotros porque no los hallamos prescritos
objetivamente por la Naturaleza; respetar el azar real en los acontecimientos, y tratar de dar
cuenta de él metafísica y ontológicamente (cfr. íd.).

Algunos de estos últimos cinco sentidos de «absurdo» se hallan en varios autores


contemporáneos. En el caso de Albert Camus, que es a quien se cita más a menudo en relación
con la noción de absurdo, generalmente se relaciona esta noción con algunos de los rasgos del
existencialismo y esto tiene alguna razón de ser, pero sólo en tanto que varios autores
justificadamente o no considerados como existencialistas se han referido a lo absurdo (o a lo
que parece ser absurdo) en la vida humana. Tal ocurre cuando, por ejemplo, Sartre indica, en
El Ser y la Nada, que la elección en la cual se manifiesta la «libertad del para-sí» es una elección
que «carece de punto de apoyo»; al dictarse a sí misma sus propios motivos «puede parecer
absurda, y lo es, en efecto». Sin embargo, «esta elección es absurda, no porque carece de razón,
sino porque no ha tenido posibilidad de no elegir…»; esta elección es absurda porque de ella
todas las razones se conforman como tales, incluso porque de esta elección la noción misma de
absurdo recibe un sentido; «es absurda en tanto que se halla más allá de todas las razones» (cfr.
íd.).

Por otro lado, Camus critica el existencialismo proclamando una lucidez frente a lo absurdo.
No se ocupa de una ‘filosofía del absurdo’, o de un ‘absurdismo’, sino de «una sensibilidad
absurda que puede hallarse esparcida en la época» (Le mythe de Sysiphe, 1942) (cfr. íd.). Debido a
la similitud temática con los filósofos existencialistas, Camus ha sido asociado al denominado
«existencialismo» dentro de la historia de la filosofía contemporánea. Sin embargo, hay
diferencias. Camus no trata de plantear y desarrollar una filosofía, una metafísica. Como bien
lo anuncia al inicio de El mito de Sísifo, hace una descripción de un «mal del espíritu», en la que
no se entremezclan metafísicas o creencias. Su escritura comienza anunciando al suicidio como
el único problema filosófico verdaderamente serio. ¿Cuál es su causa? El «divorcio entre el
hombre y su vida»; esa escisión que lo lleva a creer que acabar con su vida es la única solución
a esa situación. Pero Camus muestra el razonamiento aparente que relaciona absurdo y
suicidio. Por tanto, niega esa decisión, al menos para quien piensa de esa manera. El hombre
suicida no soluciona su desgarramiento y su divorcio con su vida, sólo elimina una de las
partes: el mundo permanece. No obstante, el llamado humano por un sentido se confronta con

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un «silencio no razonable del mundo». De ahí surge lo absurdo y la tentación del suicidio. ¿Qué
queda para el hombre? Aceptar su situación sin caer en la tentación del suicidio o de la mera
creencia (cfr. ibíd., 472-3).

2. El absurdo en Albert Camus


Si hemos de aproximarnos al concepto de absurdo en la obra de Albert Camus, tendremos que
intentar reconocer que este concepto se enmarca en un conjunto de obras de diversidad
estilística: se trata del acercamiento que el propio Camus brindó como tarea creativa de
escritor, y que la comunidad académica denomina como «ciclo del absurdo». Éste comprende
el ensayo, la novela y el teatro. Así que, aunque el centro de atención en lo sucesivo será la
famosa novela El extranjero (L’étranger, 1942), conviene detenerse en una selección de obras
muy cercanas entre sí no sólo por su unidad temática, sino también por su gestación y su
publicación. De este modo indagaremos el significado que explícita e implícitamente tiene el
absurdo en tres obras de Camus: El mito de Sísifo (Le mythe de Sisyphe, 1942), su ensayo sobre el
absurdo; Calígula (Caligula, 1944), su pieza teatral más cercana a las exposiciones de su ensayo; y
El malentendido (Le malentendu, 1944), una pieza teatral advertida ya en una corta escena de las
páginas de El extranjero.
El trabajo del escritor atraviesa el desafío de poner en palabras las ideas que se amasan en un
esfuerzo íntimo por intentar traducir sus experiencias y las de los demás. A esto se añade su
deber de hacerlo con cierta claridad y estilo. Pero queda un problema por resolver: ¿cómo
expresar esas palabras? ¿En un tratado, en una novela, en un ensayo…? Albert Camus optó
por la diversidad, y eligió con ello la posibilidad de configurar un conjunto de obras que se
iluminarían entre sí. Se trata entonces de una consonancia entre la sensibilidad de un escritor y
las preocupaciones morales e intelectuales de una época. A ese propósito responde El mito de
Sísifo, una indagación por una moral que no contemple escapar a una evidencia: el absurdo. Y
es una búsqueda moral en el sentido de querer fundamentar reglas de vida que respondan a la
antiquísima pregunta por cómo vivir; que respondan específicamente a una cuestión que le
apasiona: ¿cómo comportarse durante esos años negros cuando uno no cree ni en Dios ni en la
razón? Camus, desconfiado hacia los sistemas de la filosofía, y sabedor de lo difícil que es
proponer una moral universal, ha experimentado el sentimiento de absurdo ante el mundo,
ante la historia y ante su propia vida (cfr. Todd, 1997: 298-99). Es así como El mito es un ensayo
y un ensayarse de un hombre que quiere hacer cuerpo con su época escribiendo un borrador
que bien pasa por ser un “poema en prosa filosófico, falsamente frío y fuertemente
autobiográfico” (ibíd., 298).

Ahora nos comprometemos con el término, y debemos intentar por tanto hacerlo más claro,
esto es, describirlo, caracterizarlo, ilustrarlo y, en lo posible, definirlo.

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Camus distingue dos maneras en las que el hombre encuentra el absurdo: la sensibilidad y el
intelecto. O como bien dice al principio de su ensayo: “Se trata de evidencias sensibles para el
corazón, mas es preciso profundizar en ellas para que el espíritu las tenga claras [la cursiva es
mía]” (Camus, 2017: 17). De aquí que nos ocupemos primero de la sensibilidad, expresada
metafóricamente como el corazón de un hombre. Para que se tenga claridad sobre el asunto,
debemos decir que el hombre encuentra el absurdo primeramente mediante su sensibilidad y, si
así lo pretende, lo forja en concepto sólo mediante el intelecto. Es decir, el corazón de un
hombre habrá de proporcionar el material de trabajo para su espíritu. O para seguir los
términos camusianos, el sentimiento del absurdo antecede y fundamenta al concepto del
absurdo. Se trata de la importancia otorgada a la sensibilidad del hombre, es decir, del
“corazón” que se agita en medio de la cotidianidad, un corazón que advierte de pronto una
evidencia que servirá de base para que el intelecto ahonde en ella. Se trata del paso del
«corazón» a la «razón» que también podemos vislumbrar en Blaise Pascal, quien ha consignado
esta curiosa relación, alrededor del tema de la Grandeza humana, en los papeles que dejó antes
de su muerte en 1662, y que luego se reunirían como sus Pensamientos:

Conocemos la verdad no sólo por la razón sino también por el corazón. De esta última manera
es como conocemos los primeros principios, y es vano que el razonamiento, que no participa
en ellos, trate de combatirlos. […] Porque el conocimiento de los primeros principios, como
que hay espacio, tiempo, movimiento, números, <es> tan firme como cualquiera de aquellos
que nuestros razonamientos nos dan, y sobre estos conocimientos del corazón y del instinto es
menester que la razón se apoye, y funde en ellos todo su discurso. […] Y es tan inútil y tan
ridículo que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, para querer
aceptarlos, como ridículo sería que el corazón pidiese a la razón un sentimiento de todas las
proposiciones que ella demuestra, para querer recibirlas. […]. (Pascal, 2001: 98-99)1

He aquí una semejanza de métodos entre dos hombres —uno francés y otro argelino— de
lengua francesa separados por casi tres siglos. Partir de lo que metafóricamente llamamos
“corazón”, para dar así lugar al ejercicio del pensamiento humano, significa privilegiar la
sensibilidad y reconocer en última instancia que la vida que cada hombre lleva es la fuente
primera de sus verdades. Y que cada hombre tiene corazón e intelecto para la verdad,
consígnese como un rasgo de grandeza humana en el sentido pascaliano. Volvamos, pues, al
tema de la sensación de absurdo.

2.1. El camino hacia el absurdo como una verdad.


“La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina —escribió Camus— puede sentirla
cualquier hombre” (Camus, 2017: 25). Esa sensación es inasible, pero al igual que sólo se
puede conocer a los hombres por sus actos y las consecuencias de éstos, es decir, sólo pueden

1 Cita que corresponde al pensamiento 65, perteneciente al tema VI de la edición consultada.


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conocerse por su conducta, en la práctica esta sensación de absurdo sólo puede apreciarse en
las distintas manifestaciones de los actos de un hombre; sólo se puede “captar y anotar todos
sus rostros” (ibíd., 26). Con ello se revela a su vez el método que Camus propone para abordar
el absurdo —que por el momento se trata del sentimiento que de él puede tener un hombre—:
el método de análisis. Con éste se pretende “enumerar las apariencias y hacer perceptible el
clima”, pues “el clima de la absurdidad está al comienzo” (ibíd., 27).

Así pues, nos enfrentamos con un primer interrogante: ¿cómo nace la absurdidad? (de
momento entenderemos «absurdidad» como «sentimiento de absurdo»). Nace a la vuelta de
cualquier esquina, como lo hemos señalado siguiendo a Camus; es decir, arremete en la vida de
un hombre de manera repentina, sin aviso previo. Se da subrepticiamente y se pega al corazón
del hombre en un santiamén. Ese absurdo se apodera lenta pero profundamente de su
corazón. Camus nos muestra una imagen que expresa poderosamente ese sentimiento de
absurdo:

Suele suceder que los decorados se derrumben. Despertar, tranvía, cuatro horas de oficina o de
fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, cena, sueño y lunes, martes, miércoles, jueves,
viernes y sábado al mismo ritmo, es una ruta fácil de seguir la mayoría del tiempo. Pero un día
surge el «porqué» y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. (Ibíd., 27-28)

Esa lasitud, ese cansancio y falta de fuerza, producto de la vida rutinaria en la que se insertan a
disgusto los hombres tiene, pese a su valoración negativa, un aspecto importante: el de
despertar el movimiento de la conciencia. El hombre, a su debido tiempo, y con los estragos de
la vida rutinaria en la que se ha insertado, se da cuenta de que su vida es precaria y maquinal.
Ya es irremediablemente consciente. Otra cosa es que no termine por aceptarlo y aparte la
mirada de ese desagradable descubrimiento. Así pues, ese despertar de la conciencia —que
todavía no tiene una consecuencia práctica— deriva solamente en dos posibles consecuencias:
o el hombre regresa a su cadena, es decir, retoma su vida maquinal, o se despierta
definitivamente y, con ello, se opta por el suicidio o por el restablecimiento (cfr. ibíd., 28).

Pese al carácter desalentador de esa lasitud, ésta acarrea un cierto beneficio: el hombre siente
un pinchazo en su conciencia. Sin esta conciencia asediada por el absurdo, no podríamos evitar
dejar arrastrarnos por esa vida maquinal. Pero ella no es garantía de abandono de tal vida, pues
incluso con esa conciencia podemos permitirnos ser arrastrados. Lo importante entonces de la
conciencia es que nos permite actuar de otra manera. En esta dirección apuntan las palabras de
Camus al expresar que “todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella” (íd.). El
balance de este primer acercamiento a esa sensación de absurdo es el de un reconocimiento
somero de los orígenes de lo absurdo.

Hay, sin embargo, otras imágenes camusianas que expresan ese sentimiento, aunque de
diversas formas. Se trata de una especie de preparación del terreno teórico —que luego Camus
explicitará más profundamente— mediante el terreno de la experiencia cotidiana que concierne
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a cualquier hombre. Ciertamente, es una escritura que, de momento, resulta asequible al lector
general, medianamente versado en filosofía, pues luego vendrá el abordaje filosófico un tanto
denso de Kierkegaard, Jaspers, Heidegger, Husserl…, sin dejar de lado el abordaje de
novelistas y escritores de la talla de Dostoievski o Kafka. He aquí, pues, dichas imágenes.

El sentimiento de absurdo, aparte de la conciencia que un hombre toma de su vida maquinal,


también se expresa en la conciencia que el hombre tiene de su paso por el tiempo (cfr. ibíd., 28-
29). Si hasta cierto momento de su vida ha querido y pensado siempre en un futuro mejor para
su vida, sin embargo llega un momento en que siente que el tiempo lo arrastra y le quita sin
permiso sus preciosos momentos presentes. En ese momento de conciencia el hombre
reconoce al tiempo como su enemigo. Y entonces ese ser de carne y hueso ya no desea que
llegue el futuro, pues allí sólo le espera un escenario; y es de este modo que “esta rebelión de la
carne es lo absurdo” (ibíd., 29).

Hay otra imagen que resulta de gran interés para empezar e introducir al lector en esa
definición más elaborada del concepto de «absurdo». En este caso se apela a la extrañeza, esa
repentina sensación de que el mundo, en su espesura, ya no resulta familiar. Hablamos de esa
sensación que un hombre como individuo siente cuando se compara con la imponencia de la
naturaleza y su hostilidad desinteresada por los propósitos humanos: “Durante un segundo —
escribió Camus respecto al espesor del mundo— ya no lo entendemos, pues durante siglos no
hemos entendido en él sino las figuras y dibujos que previamente le aportábamos, y ahora nos
fallan las fuerzas para usar ese artificio” (íd.); y en este sentido, el hombre ya no se sabe centro
privilegiado dentro del mundo, sino un ser como cualquier otro. “El mundo se nos escapa y
después vuelve a ser él”; y en breve: “este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo”
(íd.).

Otra imagen se añade a esta lista de expresiones del sentimiento de lo absurdo. Se trata de la
náusea2 que se siente al ver la «inhumanidad del hombre», es decir, al ver la extrañeza que ese

2 La náusea sartriana surge con la revelación que el hombre tiene de su propia vida como contingencia.
En un vértigo de la existencia, el hombre es consciente de la ausencia de razón última para justificar su
vida, de que ésta es gratuita y que está de más. Se revela por tanto que no hay una esencia en el hombre,
que su ser es un estar ahí, y que, aún más importante, tiene la tarea angustiante de elegir lo que quiere ser
y de dejar de ser lo que supuestamente ya es. Mas es una aventura en extremo difícil, ya que el hombre
puede dar la espalda a esta reveladora contingencia de la existencia y hacerse inhumano, es decir,
cosificarse y creer que tiene una esencia que le brinda un papel predeterminado en el mundo; la
inhumanidad es por tanto el olvido de esa libertad angustiante para afrontar la propia vida con el
heroísmo que implica vivir con la conciencia de que no hay una razón última para sus días en el mundo.
Sin embargo, los hombres también emanan esa náusea cuando se les ve seguros de su papel —
acomodado en muchos casos, y que torna la vida de los hombres en funcionarios que velan por un
estado de cosas inmejorable y definitivo en donde sus vidas encajan como pequeñas piezas de reloj—
en el mundo y expresan su esencia al decir: “Mi familia es la razón de mi existencia”; “Dios me mandó
para hacer esto y pasar por aquello”; “He nacido así y nada ni nadie puede cambiarme”; “Estoy
destinado a la desgracia”; “Este país no puede cambiarse, es mejor hacerse el vivo”, y un sinnúmero de
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yo y los demás tenemos respecto a nosotros mismos; esa ausencia de razón última que nos
indique con plena claridad lo que hacemos en nuestra vida, y que también nos brinde
autocomprensión en esa extrañeza que el hombre es para sí mismo; esa extrañeza ya no por el
mundo sino por nosotros mismos, en tanto individuos, y por los demás hombres, es lo
absurdo.

Luego de estas imágenes —que pueden ser muchas más—, Camus conecta con el tema de la
muerte, pues se trata de volver a la pregunta inicial de su ensayo sobre la relación entre absurdo
y suicidio. Si hablamos de suicidio es porque no perdemos de vista nuestra condición mortal.
Tal condición extraña —dado que no experimentamos nuestra propia muerte sino tan sólo, y
desde una distancia infranqueable, la muerte de los demás— interpela directamente nuestros
proyectos y se vuelve así “el contenido del sentimiento absurdo” (ibíd., 31).

En este punto, Camus ha transitado el primer camino —el del sentimiento del absurdo y sus
diversas apariciones en la vida—, cuyo propósito es brindar evidencias sobre el sentimiento de
lo absurdo3. Mas es menester transitar el siguiente camino, el de la inteligencia, para dar
respuesta al interrogante en cuestión, a saber, ¿lo absurdo impone la muerte? Así pues, y en
resumen, son dos los caminos que iluminan el descubrimiento del absurdo (o bien la falta de
sentido último en la vida), uno seguido del otro: 1) el sentimiento de lo absurdo —o, en otras
palabras, el divorcio entre el hombre y su vida, divorcio que aparece repentinamente, a la
vuelta de cualquier esquina—, que corresponde al nacimiento de dicho descubrimiento,
constituye un despertar de la conciencia, un primer disparo frentero a nuestra vida de
costumbre; y 2) la noción de absurdo, que deberá buscarse en el plano ya no de la experiencia
cotidiana sino en el plano de la inteligencia.

Adentrados ahora en el plano de la inteligencia, nos preguntamos: ¿cómo se caracteriza ese


encuentro del pensamiento con lo absurdo, o bien con lo que podemos llamar con Camus los
«muros absurdos»? Este será nuestro interrogante guía en el segundo camino que completa,
junto con el sentimiento, el encuentro con el absurdo.

Camus pone de relieve una primera evidencia del espíritu humano: éste desea comprender, y
“comprender es ante todo unificar” (ibíd., 32). El deseo espiritual del hombre, al igual que el
sentimiento que tenemos frente a este universo, es un deseo de claridad y de familiaridad (cfr.
íd.). Así pues, el plano de la inteligencia —del espíritu, podemos decir— está fundamentado y
motivado por el deseo humano de comprensión. Pero, al igual que antes veíamos la manera en
que Camus nos ilustraba el encuentro cotidiano con el sentimiento de absurdo, aquí en el
plano de la inteligencia también surge ese encuentro, aunque, claro está, de otras maneras.

justificaciones de la propia vida que niegan la posibilidad de hacerse otro hombre, es decir, que niegan
la libertad.
3 Para una ampliación del tema del ‘sentimiento del absurdo’ en Camus confróntese el artículo de

Thomas Pölzler (2018), Camus’ Feeling of the Absurd.


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Ante todo, el espíritu humano enfrenta su «nostalgia de unidad» y su «apetito de absoluto».
Pero sólo intenta en vano buscar la unidad en la diversidad de los fenómenos; no logra
acceder, sin entrar en contradicción, a un principio único. Ahora se da cuenta de que no es
posible ni viable reconstruir un conocimiento verdadero (cfr. ibíd., 34); ni del yo ni del mundo
podemos decir, por tanto, que tenemos pleno y verdadero conocimiento. Así, por ejemplo, la
ciencia, aun cuando me permita conocer distintos fenómenos y sus mecanismos, jamás me
permitirá aprehender el mundo (cfr. ibíd., 36). Es de este modo, pues, que el espíritu se topa con
unos muros que le impiden tener pleno conocimiento del mundo y de sí mismo; esos muros,
como ya se puede advertir, nos imponen siempre límites para conocer.

¿Qué significará, entonces, que nos topemos con unos «muros absurdos»? Significa, ante todo,
que el espíritu reconoce su situación dentro del mundo; es decir, reconoce que sus
pretensiones y deseos de claridad y comprensión son meras ilusiones; reconoce, pues, que ese
mundo que le vio nacer y que tanto admira en sus misterios es un absurdo. Entonces el
hombre, con su clarividencia recobrada y ahora concertada, aclara y precisa el sentimiento de
lo absurdo:

Yo decía que el mundo es absurdo e iba demasiado deprisa. Este mundo en sí no es racional, es
cuanto se puede decir. Pero lo que es absurdo es la confrontación de esa irracionalidad con el
deseo profundo de claridad cuya llamada resuena en lo más hondo del hombre. Lo absurdo
depende tanto del hombre como del mundo. (Ibíd., 37)

Con esta primera formulación del concepto de absurdo, Camus nos advierte que la absurdidad
del mundo no es una propiedad que el espíritu humano encuentre en el mundo como tal, sino
que es una situación en la que están involucrados tanto el mundo como el hombre mismo. En otras
palabras, sin el sentimiento que asalta repentinamente a cualquier hombre, y, seguidamente, sin
el deseo de claridad y comprensión del espíritu humano frente al mundo y su situación dentro
del mismo, no hay posibilidad para el surgimiento del absurdo. Y no basta con que yo sienta el
absurdo en mi vida rutinaria, por ejemplo, sino que es necesario interpelar al mundo, por así
decirlo, y emprender esa aventura espiritual de la inteligencia para darme cuenta de que esa
sensación que me embargaba resulta, gracias a la búsqueda de la conciencia, en un encuentro
con el silencio del mundo, o más bien en un desencuentro. De modo que la pregunta capital
sobre el sentido de la vida —pregunta que cada hombre por su cuenta puede formularse— no
logra encontrar respuesta en el mundo, y sólo queda que cada hombre acoja ese silencio
sepulcral que el mundo le ofrece y se vuelva artífice de su propio sentido de vida. Pero en qué
medida ese sentido sea coherente con el descubrimiento del absurdo, volviendo al plano del
espíritu, es asunto que Camus comentará en lo sucesivo de su ensayo.

13
2.2. Las consecuencias de esa verdad.

2.2.1. Los espíritus humanos enfrentados al absurdo.


Si bien habíamos hablado de ese absurdo como un sentimiento que puede asaltar a cualquier
hombre a la vuelta de cualquier esquina, ahora nos concierne hablar de ese absurdo que surge
en la búsqueda que el espíritu humano emprende en su aventura por el conocimiento. De esto
se deduce una simple idea: son pocos los hombres que emprenden dicha aventura que los
enfrenta al absurdo, y, entre éstos, son aún más pocos los que aceptan ese absurdo. Hay, por
supuesto, espíritus que se han topado con esos muros de lo absurdo. La exigencia de Camus a
estos espíritus se resume en no abandonar el absurdo, es decir, en no abandonar la evidencia
que se ha descubierto.
¿Qué significa, entonces, no abandonar el absurdo? Significa vivir de acuerdo con esas certezas
que el espíritu ha extraído de sus sensaciones y sus aventuras intelectuales. La clarividencia que
la conciencia nos impone, tanto en el plano de la cotidianidad como en el de la inteligencia, se
vuelve por tanto el principio rector para vivir en la «honradez»: “[…] debo ajustar a ellas —
escribe Camus a propósito de esas certezas del espíritu— mi conducta y seguirlas en todas sus
consecuencias” (íd.).

Ahora bien, ¿puede el pensamiento —se pregunta Camus— vivir en esos desiertos? Es decir,
¿esos hombres que en su aventura intelectual se han encontrado con el absurdo han sido fieles
a las consecuencias que ese absurdo impone? De momento, es preciso identificar algunos de
los temas que atraviesan la búsqueda de una diversidad de pensadores influidos por esa
nostalgia de unidad. Ellos, aunque con diversos métodos o fines, parten de este mundo
irracional. El foco de atención para Camus será el examen de las consecuencias y conclusiones
que estos pensadores han extraído de sus descubrimientos. En efecto, Camus les preguntará:
¿hay concordancia entre los descubrimientos de x pensador (descubrimientos sobre el
absurdo) y las conclusiones que deriva de éstos? Y más precisamente, ¿el encuentro con el
absurdo, en el caso de x pensador, concluye con el abandono o con la conservación de éste?
(cfr. ibíd., 39).

Antes de brindar una generalidad y un balance, detengámonos en las apreciaciones de Camus


sobre estos pensadores. Son escuetas, realmente, pero podemos simplemente enunciar sus
temas más relevantes.

El primero en la lista de Camus es Martin Heidegger. Él concluye que el mundo no puede


ofrecer nada a la angustia del hombre. Para Camus, Heidegger no separa conciencia y absurdo;
además, no escapa a este mundo absurdo y perecedero, en el que habrá de encontrar su propio
camino (cfr. ibíd., 39-40). El segundo en la lista es Karl Jaspers, quien acepta la imposibilidad
humana de escapar a las apariencias, terminando toda aventura humana en un fracaso
garantizado. Pese a ello, Camus reconoce en Jaspers un impulso por llegar a los secretos
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divinos para el hombre (cfr. ibíd., 40-41). Sigue en tercer lugar León Chestov. Desesperanzado
por el poder de la razón ante lo irracional del pensamiento humano, este pensador niega a la
razón sus razones y, según Camus, sólo encamina sus pasos con cierta decisión en medio del
desierto incoloro donde las certidumbres están petrificadas (cfr. ibíd., 41). Sigue en la lista el
interesante Sören Kierkegaard, aquel que, además de descubrir el absurdo, lo vive. Para este
pensador danés no hay verdad absoluta; y se niega a los consuelos y a todo lo que pretenda
tranquilizarlo, dejando su dolor intacto. Se trata de un “espíritu absurdo enfrentado a una
realidad que lo supera” (ibíd., 42). Y por último están Edmund Husserl y los fenomenólogos,
quienes, según Camus, “restituyen el mundo en su diversidad y niegan el poder trascendente de
la razón” (íd.), tratándose solamente, en principio, de «una actitud para conocer» y no de un
consuelo (cfr. ibíd., 43).

Vemos, pues, que Camus ha querido agrupar a estos pensadores en torno al tema del absurdo.
Estas aventuras espirituales parecen, según sugiere Camus, compartir un lugar “privilegiado y
amargo donde ya no tiene cabida la esperanza” (íd.). Todos ellos encuentran la impotencia de la
razón, impotencia que pone al hombre en una situación de escasez sobre la claridad y la
comprensión del mundo y del hombre mismo. Y, peor aún, dicha escasez deriva en esperanzas
vacías. Queda entonces la soledad humana y un único aliciente para el hombre: “su
clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean” (íd.).

El balance, y a la vez el derrotero que traza Camus, sobre estos espíritus diversos que, a su
parecer, confluyen en el descubrimiento del absurdo, se expresa en el final de esta sección
sobre los denominados «muros absurdos»:

Las experiencias aquí mencionadas nacieron en el desierto que no hay que abandonar. Por lo
menos es preciso saber hasta dónde han llegado. En este punto de su esfuerzo el hombre se
halla ante lo irracional. Siente en sí su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta
confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Eso es lo que
no hay que olvidar. […] toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la
nostalgia humana y lo absurdo que surge de su cara a cara, he aquí los tres personajes del drama
que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia. (Ibíd., 44).

2.2.2. Características del absurdo.


“El sentimiento de lo absurdo —escribe Camus— no es, sin embargo, la noción de lo absurdo.
La fundamenta, sin más. No se resume en ella sino en el breve instante en que juzga al
universo” (ibíd., 45). Y este sentimiento prosigue a decidir si toma o no el absurdo: o bien lo
abandona a través del suicido (sea éste en el sentido literal, o bien en el sentido de «suicidio del
pensamiento», como veremos mejor en esta sección) o de la esperanza, o bien lo conserva y,
con ello, concluye en unas pautas de vida coherentes con él (que es precisamente la elección
que defiende Camus a lo largo de este ensayo). En pocas palabras: “Vivir bajo ese cielo
sofocante exige salir de allí o quedarse. Se trata de saber cómo salimos en el primer caso y por
15
qué nos quedamos en el segundo” (ibíd., 45-46). Ahora Camus nos brindará una significación
de la noción de absurdo y de sus consecuencias. ¿Qué entendemos, pues, de esta noción?
Cuando se dice que algo es «absurdo», se quiere decir con ello que es algo «imposible» o que es
algo «contradictorio». Lo que se afirma como absurdo refiere a una «desproporción» entre dos
partes. Así por ejemplo, si juzgo que los seres humanos viven en una armonía social pero la
realidad me muestra hasta el cansancio que eso no es así, entonces mi juicio puede ser
catalogado como absurdo. Por tanto, decir que algo es absurdo implica entrar en una
comparación, y lo absurdo se intensifica en la medida en que se hace mayor la divergencia
entre los términos comparados (cfr. ibíd., 47). Del mismo modo, el sentimiento de lo absurdo es
también una comparación —y no un simple juicio sobre un hecho de mi vida, por ejemplo—
entre un hecho y una realidad. Es, por decirlo así, un desfase entre los términos de la
comparación. Camus reafirma lo dicho hasta ahora mediante una suerte de definición: “Lo
absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en el uno ni en el otro de los elementos
comparados. Nace de su confrontación” (ibíd., 47). Ahora bien, trasladándonos al problema del
hombre frente al mundo, decimos que el absurdo es un lazo que los une, o que más bien los
relaciona en un perpetuo desencuentro. Se trata de una amarga relación de dos desconocidos:
es el resultado de la confrontación entre el hombre y el mundo. Y ésta es la evidencia que
Camus propone no abandonar, para así extraer de ella todas sus consecuencias (cfr. ibíd., 47).

Así pues, el absurdo empieza como un sentimiento y se convierte en noción gracias al


intelecto, que logra definirlo como una confrontación entre el deseo humano de comprensión
y el silencio irrazonable del mundo. En este primer momento en el que se define el absurdo, se
le otorga un estatuto supremo dentro de la indagación filosófica de Camus. Ahora hablamos de
absurdo como una noción fundamental y no como un objeto de análisis prolongado. Ya
tenemos una verdad para proseguir. De este modo podremos entender por qué la noción de
absurdo es un punto de partida para el hombre consciente de ello, es decir, para el autor
Camus y para el lector que acoja esta evidencia.

Aclarada un poco más la noción de absurdo, pasamos ahora a sus consecuencias, sin olvidar
que se trata de una certidumbre. El absurdo es, primordialmente, indivisible. Sólo se disuelve si
uno de los términos se anula. La muerte (sea como sea que se dé) acaba no sólo con el
hombre, sino también con el absurdo que lo relacionaba con el mundo. He aquí esa verdad de
la que conviene no desprenderse; el absurdo resulta ser así el dato esencial para la conciencia. Y
esta condición de conservar el absurdo permanecerá a lo largo de toda esta aventura
camusiana. Su exigencia es concisa: si llegas al absurdo, no puedes deshacerte de él (cfr. ibíd.,
48). Se trata de una exigencia de lógica absurda —que bien podríamos llamar coherencia con
las exigencias del absurdo—: ser consecuentes con el absurdo se traduce en ausencia de
esperanza, rechazo continuo e insatisfacción consciente (íd.).

16
No obstante, parece que la exigencia de conservar el absurdo descubierto no se reduce a la
mera aceptación de sus consecuencias, sino que precisa una especie de lucha sin tregua contra
él, no queriendo decir con esto que el propósito de la lucha es vencerlo y, así, desaparecerlo.
Más bien se trata de una lucha que busca una rebelión constante contra ese absurdo que me
relaciona con el mundo. Es por ello que Camus escribe, en un tono un poco paradójico, que el
absurdo “sólo tiene sentido en la medida en que no se consiente en él” (ibíd., 47).

2.2.3. La rebelión, la libertad y la pasión.


Una vez aceptada la evidencia de lo absurdo —compuesta de mi deseo de unidad y de claridad,
y de la irracionalidad del mundo, o sea, la falta de un principio racional y razonable para el
hombre—, queda entonces extraer de ella todas sus consecuencias. Pero primero volvemos al
problema del suicidio. Las primeras páginas de este ensayo han sido dedicadas a pensar la
aparente relación entre dos juicios. Hablamos entonces de que el juicio que revela el suicidio, a
saber, que «la vida no merece la pena de ser vivida», aparentemente se deriva del juicio que le
niega un sentido a la vida. Así pues, veíamos que la apariencia se revela en el momento en que
preguntamos: «¿uno se mata porque la vida no tiene sentido?». Es decir, que, traducido ahora a
la cuestión del absurdo, el problema que nos concierne se establece al preguntar: «¿el absurdo
(la falta de sentido en la vida) impone escapar de la vida?».
Dadas las evidencias que son requeridas conservar para que el absurdo sirva como regla de
vida (o al menos como punto de partida para una vida humana consciente de ese absurdo), ya
no podemos pensar, siguiendo a Camus, que el absurdo impone el suicidio. Por el contrario, el
absurdo impone vivir en el punto de conciencia que no termina por apostar o saltar hacia algún
sentido de vida que deshaga el desgarramiento que el hombre tiene con el descubrimiento del
absurdo, y que, por ende, le quite su carácter de «absurdo». Es así como el absurdo impone una
constante renovación de la conciencia que lo ilumina (cfr. ibíd., 73). Se trata de una revolución
permanente del espíritu. Es una obstinación, una posición de permanente rebeldía, que busca
incesantemente hacer vivir la evidencia de lo absurdo. La rebelión, ese “enfrentamiento
perpetuo del hombre con su propia oscuridad” es una “exigencia de una imposible
transparencia”; es “la seguridad de un destino aplastante”, pero sin resignación (íd.).

En conclusión, la evidencia del absurdo —en otras palabras, el juicio de que la vida no tiene
sentido— no impone el suicidio, no impone por tanto ese insulto a la existencia. El suicidio
sólo disuelve el problema del absurdo. Mas disolver no es resolver. Y el absurdo no puede
resolverse, si es que se consiente en vivir con él. El absurdo conlleva la rebelión. He ahí una
primera consecuencia.

La rebelión, por otra parte, otorga un valor a la vida; le otorga grandeza, pone a la inteligencia
humana en un lugar de privilegio y enorgullece la conciencia que afronta al mundo. El drama
humano toma un carácter de tenacidad y soberbia, al tiempo que tiñe de pasión a la vida que ha
optado por nutrir su conciencia. Y bien, he aquí algunas consecuencias prácticas para el
17
hombre absurdo: morir irreconciliado y agotarse en la diversidad del mundo. Se trata de
mantener siempre la tensión del absurdo.

Como segunda consecuencia del absurdo encontramos a la libertad. No hablamos del sentido
amplio de la libertad, pues no se trata de indagar si el hombre es libre en definitiva. La libertad
de la que nos hablará Camus será la libertad que cada hombre puede experimentar. Por ello,
Camus prefiere que cada uno hable de su propia libertad, de la que vive. Y la que él reconoce y
vive es la libertad de acción y de espíritu (cfr. ibíd., 76). Es la libertad que el absurdo le
posibilita.

Creer que se puede dirigir la propia vida mediante metas y planes instalados en el porvenir —
que, por cierto, revelan la confianza en un sentido de vida— significa creer que uno es libre de
ordenar previamente ese futuro sólo forjado en el día a día. Pero revela ser una ilusión cuando
el espíritu gana conciencia de que esa libertad para existir mañana se detiene y se irrumpe
subrepticiamente por la posibilidad de mi muerte. Ese sentido de vida, cuya creencia apuesta
por mi existencia mañana, se muestra ridículo ante una muerte que impone su realidad a pesar
de no haberse hecho efectiva. El espíritu absurdo sabe que antes de la inminente muerte “la
suerte está echada” (ibíd., 77). También sabe ahora que esa falsa libertad era esclavizante, pues
fijaba una meta y un sentido a la vida que era preciso seguir, no pudiendo obrar de otra manera
que no fuese en beneficio de esa meta y ese sentido. Se ordenaba entonces la propia vida para
que ese sentido fuese más creíble. Mas con ello sólo me encierro en la cárcel que
paradójicamente llamo libertad (cfr. ibíd., 78). Así pues, y en un tono de más claridad, el espíritu
absurdo gana su libertad cuando proclama: «no hay mañana» (cfr. íd.). Pero mientras tanto
afirma la vida que tiene y la diversidad que hoy este mundo le ofrece. No es preciso esperar al
mañana para un espíritu que reniega de esperanzas y consuelos (cfr. ibíd., 80).

Y como tercera consecuencia, la pasión. Pasión por querer agotar todo lo dado. Aquí no
interesa la calidad, sino la cantidad de experiencias. Importa vivir lo más posible y no lo mejor
posible. Y con estas consecuencias del absurdo podemos acercarnos mejor el epígrafe sobre el
poeta griego Píndaro, con el que Camus abre su ensayo:

No te afanes, alma mía, por una vida


inmortal, apura el recurso hacedero.
Pítica III

Con el sentido de la vida podíamos hablar de una escala de valores y nuestras preferencias.
Ahora con el absurdo que proclama el sinmañana podemos afirmar la equivalencia de las
experiencias y dar la bienvenida a todas por igual (cfr. ibíd., 80-81); se trata de aceptar o rechazar
lo que me ofrece esta vida. Y entonces el vivre le mieux, la vida orientada cualitativamente, es
sustituido por un vivre le plus, por la vida vivida en la intensidad del presente.

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“La moral de un hombre —escribe Camus—, su escala de valores, sólo tienen sentido por la
cantidad y la variedad de experiencias que ha ido acumulando” (ibíd., 81). La acumulación de
experiencias nos abre la opción de cambiar nuestra moral. Pero ¿cómo estar frente al mundo
con la mayor frecuencia posible, sabiendo que lo absurdo enseña la indiferencia de las
experiencias? Es decir, ¿cómo conciliar estas dos premisas de lo absurdo: por un lado, la pasión
absurda que me induce a vivir la mayor cantidad de experiencias y, por otro, una ausencia de
escala de valores, de sentido de vida, que coloca en la indiferencia a todas las experiencias?
Camus responde que la cantidad de experiencias depende sólo de nosotros (cfr. ibíd., 82-83).
Depende de nuestra disposición hacia lo que ofrece el mundo. Hay que empezar por tener
conciencia de esas experiencias: sentirlas una por una, sin privilegios, y pensando que cada
experiencia puede ser la última, pues “lo absurdo y el acrecentamiento de la vida que éste
entraña no dependen, pues, de la voluntad del hombre, sino de su contrario, que es la muerte”
(ibíd., 83). He aquí, pues, la tercera consecuencia de lo absurdo: agotarse en la sucesión de los
presentes.

2.2.4. El hombre absurdo.


Ahora que Camus ha mostrado más detalladamente la noción misma de absurdo y de sus
consecuencias inmediatas para un espíritu que se atreva a vivir con esa evidencia amarga de la
ausencia última de sentido en la vida humana, se pregunta por aquello que puede significar
vivir una vida de hombre bajo esa verdad descubierta por el espíritu. Entonces lanza de un
plumazo su definición:
¿Qué es, en efecto, el hombre absurdo? El que, sin negar lo eterno, no hace nada por él. No es
que la nostalgia le sea ajena. Pero prefiere a ella su valor y su razonamiento. El primero le
enseña a vivir sin apelación y a satisfacerse con lo que tiene, el segundo le enseña sus límites.
(Ibíd., 89)

Y sobreviene entonces el tema peliagudo de la moral. ¿Cuál puede ser, bajo las consecuencias
del absurdo, la moral de un hombre? Se tratará de una moral alejada de Dios y de las
justificaciones; el hombre absurdo no tiene nada que justificar; él se sabe inocente (cfr. ibíd., 90).
Si, a pesar de todo, el hombre impregnado de lo absurdo pretende encontrar unas reglas de
vida, sólo ha de volcar su mirada hacia las vidas de los hombres que ilustran y encarnan el
absurdo —aunque haya que buscar en las vidas pasadas— (cfr. íd.). No se trata entonces de
seguir modelos de hombres absurdos, pues, a decir verdad, no hay tales; sólo se trata de actitudes
encarnadas por hombres conscientes.

No obstante, sí hay condiciones para ese título de «hombre absurdo»: “Elijo únicamente
hombres que sólo aspiran a agotarse o de quienes yo tengo conciencia, por ellos, de que se
agotan” (ibíd., 92); hombres que se agotan en un mundo que no tiene un sentido del futuro. En
otras palabras, un mundo donde la esperanza no es el móvil humano: quedan entonces
restituidas la esterilidad y la infecundidad del pensamiento (cfr. íd.).
19
He aquí, pues, algunos hombres conscientes de la condición absurda que asumen ese destino a
su manera. Pero no están resignados: aunque de antemano saben que la partida está perdida,
sus vidas constituyen un rechazo a ese destino. Son prototipos de una vida que se realiza en el
rechazo y en la libertad (cfr. Volpi, 2005: 393); que se agotan o aspiran a agotarse: el Don Juan,
el actor y el conquistador.

Don Juan se agota en el amor, más precisamente en la sucesión de amores, donde cada amor
representa para él una entrega completa de su ser. Mas ningún amor es para él el amor
definitivo y último con el que deba quedarse. La calidad de los amores no es la norma para este
seductor, sino principalmente la cantidad. Uno tras otro en su repetida entrega, el amor para
Don Juan tiene valor en el presente, pues no lo contempla como la búsqueda de un alma que
por fin lo satisfaga por el resto de sus días. Por el contrario, como hombre absurdo sabe que el
mañana y sus planes son meras ilusiones de la mayoría de los hombres: no tenemos control del
tiempo futuro. Pero la muerte lo mantiene consciente de que su libertad de acción para con
el(los) amor(es) está irrestrictamente en el valioso presente del hoy. Por esto mismo no tiene
esperanza: no espera al amor soñado, el del alma gemela. Por el contrario, busca la saciedad:
“Si deja a una mujer hermosa no es en modo alguno porque ya no la desee. Una mujer
hermosa siempre es deseable. Es porque desea a otra, y eso no es lo mismo” (Camus, 2017:
95).

Además de ser un seductor como cualquier otro, Don Juan —y en esto radica su diferencia—
es consciente de su condición de seductor, y esa conciencia lo vuelve un hombre absurdo. “Lo
que Don Juan pone en práctica —reitera Camus— es una ética de la cantidad, al contrario del
santo, que tiende a la calidad. […] no piensa en «coleccionar» mujeres. Agota su número y con
ellas sus posibilidades de vida” (ibíd., 96).

Por su parte, el actor es un espíritu que, antes que ver a otros desde la posición de espectador
y, con ello, admirar las vidas ajenas, decide por sí mismo vivirlas. Y las vive mediante las
representaciones que hace de cada uno de esos personajes que encarna en el escenario. Su vida
entonces deja de ser como la del común de los hombres y pasa a ser una constante degustación
de diversidad. Su espíritu se saborea en ese agotarse y agotarlo todo. Su espíritu, cargado de
conciencia, se vuelve así un espíritu absurdo. En él toma cuerpo la infinita multiplicidad. Mas
no es la regla general, pues no todos los actores aceptan estos principios del absurdo. No
obstante, su entrega al escenario guarda siempre la posibilidad de serlo (cfr. ibíd., 101-2).
Constata Camus —quien ha tenido la experiencia de actor en su juventud universitaria en su
Argelia natal—: “El actor reina en lo perecedero. […] Él es quien mejor partido saca del hecho
de que todo deba morir un día” (ibíd., 102). O también: “Lo que demuestra, siempre ocupado
en representar mejor, es hasta qué punto el parecer hace al ser. Pues su arte es eso, fingir
absolutamente, meterse lo más posible en vidas que no son las suyas” (ibíd., 104). Y por último:

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Para el actor, como para el hombre absurdo, una muerte prematura es irreparable. Nada puede
compensar la suma de rostros y siglos que, sin eso, hubiera recorrido. […] el actor está sin duda
en todas partes pero el tiempo lo arrastra también y ejerce su efecto sobre él. (Ibíd., 108)

Y finalmente tenemos al conquistador, ese individuo orgulloso de su condición humana que,


pese a las miserias que ésta arrastra, logra exaltar la porción de grandeza que posee, para vivir
lo más plenamente posible:

Los conquistadores son solamente los hombres que se sienten con fuerzas suficientes para
tener la seguridad de vivir constantemente en esas alturas —las de los dioses— y con plena
conciencia de esa grandeza —la del espíritu humano. (Ibíd., 113)

El conquistador contrapone la constancia históricamente realizada de la acción a la esperanza


de lo eterno. También él sabe que la vida es ahora y que todo proyecto tiene caducidad de un
día. Aquí tenemos algunas consideraciones camusianas sobre este tipo de individuo:

Una revolución se cumple siempre contra los dioses, empezando por la de Prometeo, el
primero de los conquistadores modernos. Es una reivindicación del hombre contra su destino:
la reivindicación del pobre no es sino un pretexto. Pero no puedo aprehender ese espíritu sino
en su acto histórico y es ahí en donde me uno a él. No creáis, sin embargo, que me complazco
en ello: frente a la contradicción esencial, defiendo mi condición humana. Instalo mi lucidez en
medio de lo que la niega. Ensalzo al hombre ante lo que lo aplasta y mi libertad, mi rebeldía y
mi pasión —las tres consecuencias que extrae Camus del absurdo— se unen en esa tensión, esa
clarividencia y esa repetición desmesurada.
Sí, el hombre es su propio fin. Y es su único fin. Si quiere ser algo, es en esta vida. Ahora lo sé
de sobra. (Ibíd., 112-13)

Luego de haber visto estas imágenes que muestran y describen vidas que representan lo
absurdo, pero que también lo incorporan y lo viven aceptando sus consecuencias, Camus nos
presenta un pequeño balance. Todos ellos comparten la conciencia de una vida sin esperanza y
sin mañana en la que agotarse y agotarlo todo es el fin supremo de sus vidas ahora que no
desean escapar a la evidencia según la cual no existe un sentido que el hombre deba esperar del
mundo para el tiempo que le pueda quedar en esta vida. Ellos no ocultan lo absurdo, no
anhelan una eternidad luego de la muerte, no se entregan a vanas ilusiones; son, en todo caso,
consecuentes con el absurdo, esa evidencia que el espíritu humano encuentra y a la cual se ata
en un lazo que a su vez lo libera de una vida que desea escapar a los límites de lo humano.
“Este mundo absurdo y sin dios —escribe Camus— se puebla entonces de hombres que
piensan con claridad y ya no esperan” (ibíd., 117).

21
2.3. El escape del problema del absurdo.
Habiendo caracterizado el absurdo, Camus procede al examen de las consecuencias que
extrajeron esos espíritus que transitaron por este clima. Empezará por Jaspers y continuará con
Chestov y Kierkegaard, para detenerse en una apreciación general de estos tres espíritus, y
explicar así la noción de «suicidio filosófico». No sobra decir que estos tres espíritus se
caracterizan por tener un estilo particular —que comprende la negación de la razón humana,
para encontrar consuelo únicamente en la irracionalidad del mundo— cuyo camino es, según
Camus, de orden religioso. Sin embargo, hay otro estilo para cometer suicidio filosófico.
Husserl, con su noción de «Intención», sirve de ejemplo para examinar lo que Camus considera
una exaltación de la Razón. En ambos estilos de suicidio se puede encontrar el salto hacia un
sentido y una profundidad del mundo.
Empezando por Jaspers, Camus encuentra que todos sus esfuerzos se direccionan a poner de
relieve el ser de la Trascendencia, esa razón última en la que podemos depositar nuestro ser así
como también el ser del mundo. Para Jaspers, el hombre participa de una totalidad de sentido
(que no necesariamente se remite a la concepción cristiana de Dios) que puede reconocer por
sí mismo y afirmar en esta vida misteriosa que vive. Pues bien, esto a Camus le parece una
afirmación gratuita e injustificada de lo trascendente como aquello que lo explica todo y que le
otorga un sentido último a la vida humana. No obstante, y desde Jaspers, no deja de ser una
posibilidad para el hombre que indaga el ser del mundo y su ser mismo como parte de éste. El
paso en falso que Camus identifica en Jaspers sería el del abandono de la evidencia según la
cual nuestra experiencia está plagada de fracasos que nos desautorizan saltar más allá de lo
permitido. En definitiva, Jaspers, en la lectura de Camus, no logra permanecer fiel a las
exigencias del absurdo, pues en vez de proponer un camino que conserve la conciencia sobre
el fracaso de toda experiencia, se apresura en afirmar la inexplicable posibilidad humana de que
la conciencia identifique y reconozca su estrecha relación con el ser de lo trascendente, ese ser
que lo abarca todo.

Camus advierte, en cuanto a Chestov, un pensamiento que identifica los descubrimientos de lo


absurdo con Dios, Aquél que está por fuera de los límites de nuestra racionalidad, siendo así
que Él es irracional para el hombre (cfr. ibíd., 51). El encuentro con Dios, que para Camus
significa un salto, implica la desaparición del deseo humano de claridad, lo que en definitiva
conlleva la desintegración del absurdo. Para Chestov, comprobar el absurdo es al mismo
tiempo aceptarlo. Y aceptarlo significa inclinarse hacia la esperanza que entraña (cfr. ibíd., 52).
En consecuencia, para Chestov “el pensamiento existencial presupone lo absurdo, pero no lo
demuestra sino para disiparlo” (ibíd., 52). Debido a ese carácter de absurdo reconciliador,
Chestov representa para Camus un pensamiento que oprime la oposición y el divorcio entre el
hombre y el universo; es decir, Chestov representa un salto que disuelve la lucha y la
confrontación perpetua entre los actores del absurdo. Añade Camus: “Para Chestov la razón es
vana, pero hay algo más allá de la razón” (ibíd., 53), mientras que “para un espíritu absurdo la

22
razón es vana y no hay nada más allá de la razón” (íd.). Chestov rompe con el equilibrio que
implica el absurdo (visto como una comparación entre dos términos), negando el valor de la
razón y poniendo todo el peso en la irracionalidad del mundo. De ese modo hace desaparecer
el absurdo. En cambio, el hombre absurdo “no desprecia en absoluto la razón y admite lo
irracional” (ibíd., 54), pero sin precipitarse al salto que implica la esperanza.

Pasamos ahora a Kierkegaard. Sobre este particular pensador podemos de momento decir una
cosa: también él da el salto. Afirma Camus sobre Kierkegaard: “No mantiene el equilibrio entre
lo irracional del mundo y la nostalgia rebelde de lo absurdo. […]. Seguro de no poder escapar a
lo irracional, quiere al menos salvarse de esa nostalgia desesperada que le parece estéril y sin
alcance” (ibíd., 56). Por tanto, el filósofo danés rompe el equilibrio de la comparación entre los
términos de lo absurdo para llegar al punto de renunciar completamente a uno de ellos;
renuncia al deseo de nostalgia, al apetito de absoluto, a la vez que acepta la supremacía del otro
término del equilibrio, abrazando así la irracionalidad del mundo. Kierkegaard, en vez de vivir
con la enfermedad del desgarramiento de hombre absurdo, desea curarse. Termina, entonces,
sobrecargando lo absurdo al lado de lo irracional y reconociendo a Dios como el único
paradero de la reconciliación.

Llegamos ahora a un pequeño balance camusiano sobre las conclusiones de estos estos tres
espíritus. Si preguntamos: ¿cómo vivir en ese estado de lo absurdo, una vez que descubrimos
esta evidencia?, entonces nos encontramos con unos caminos recorridos por unos espíritus
que, para Camus, desengañan al ofrecer una renuncia (cfr. ibíd., 58), ya que hacen caso omiso a la
regla de mantener el equilibrio que surge de la confrontación entre el espíritu humano que
anhela claridad y el mundo que se revela irracional, negando así uno de estos términos. Esta
propuesta de renuncia nos permite llegar a la noción que sirve de título a esta sección que
hemos comentado en detalle. Camus trata ahora el suicidio filosófico, noción que caracteriza la
negación que el pensamiento hace de sí mismo en su intento por solventar el problema-
evidencia que es el absurdo. En sus indagaciones, estos espíritus se ven asediados por la
incapacidad de la razón humana para dar cuenta del mundo y del sentido que tiene su vida en
él. El mundo resulta, pues, irracional, y la razón, vana e impotente. Y entonces el espíritu
puede dar su juicio sobre su situación: el absurdo. Pero, en su intento por salir de ese absurdo,
estos espíritus —que Camus denomina existencialistas o de actitud existencial4— niegan

4 Camus dice: “Me tomo la libertad de llamar aquí suicidio filosófico a la actitud existencial. […] La
negación es el Dios de los existencialistas” (Camus, 2017: 59). Camus agrupa aquí a Kierkegaard,
Chestov y Jaspers como filósofos que terminan por negar la razón humana, y hallando así consuelo en
la irracionalidad del mundo, con lo cual se disuelve la situación del absurdo. Así pues, parece que el
término «existencialista» se equipara al de «actitud existencial», al menos en Camus. No obstante,
Maurice Merleau-Ponty nos brinda, en una conferencia de 1959 en París, una importante idea al
respecto. Nos dice que el denominado “existencialismo” designa casi exclusivamente el movimiento
filosófico francés impulsado por Jean-Paul Sartre a partir de 1944-1945. Y sus antecedentes son:
Kierkegaard, Husserl, Heidegger y Gabriel Marcel. ¿Y cómo inició en Francia el “pensamiento
existencial”? Fue en 1930-1939. Hacia 1930, el paisaje filosófico francés estaba fuertemente
23
aquello que les posibilitó ser conscientes de la situación del hombre en el mundo, y que los
acompañó para brindarles clarividencia y cordura; niegan, pues, a su propia razón. ¿Qué queda
con ello? Queda la adoración de la irracionalidad, de la contradicción, de la paradoja; queda
solamente apostar por el sentido que escapa al orden de la mera razón humana, para
entregarse, deseosa y apresuradamente, a un salto reconciliador. Y entonces se ha expulsado
del escenario al actor principal de la obra.

Hasta aquí van los «suicidas religiosos», por así decirlo. Mas no es una ironía. Éstos niegan la
razón humana y encuentran consuelo en la irracionalidad del mundo, mediante un salto, de
acuerdo con Camus. Hay, sin embargo, una forma de saltar que no implica la negación de la
razón humana, sino, por el contrario, la exaltación desbordante de la misma. Ya no se trata de
un orden religioso, sino racional; mas su aspiración es igualmente a lo eterno (cfr. ibíd., 59).
Ambos saltos conservan un parentesco: parten de una filosofía de la no significación del
mundo, y terminan encontrándole un sentido y una profundidad (cfr. ibíd., 60). Ahora, pues,
nos adentramos en ese procedimiento de orden racional que también comete suicidio
filosófico; hablamos ahora de Husserl y la fenomenología. Como advertencia sabremos que
Camus no comparte la idea de la supremacía de la razón y de su infalible tarea de explicar el
mundo.

Sobre el tema de la «Intención» husserliana, Camus entiende que la fenomenología es una


pretensión de descripción de lo vivido, mas no una explicación del mundo (cfr. íd.). Con ello
Husserl se aleja del proceder clásico de la razón que relaciona pensar con unificar apariencias
bajo un principio. Al igual que el pensamiento del absurdo, la fenomenología establece que no

influenciado por Léon Brunschvicg. Él transmitía la herencia del idealismo kantiano. Y advertía que
debíamos volvernos hacia el espíritu, hacia el sujeto que construye la ciencia y la percepción del mundo;
como filósofo enseñaba, pues, una reflexión cartesiana que volvía de las cosas al sujeto que construía la
imagen de ellas. Mas ese espíritu no era un objeto descriptible; era más bien una participación de lo
«uno». También había una influencia, en menor medida: la de Henri Bergson. No se trataba de un
idealismo, sino de un camino que volvía a los datos inmediatos de la conciencia. Él decía que esa
conciencia debía tomarse a sí misma no como pensamiento puro, sino como duración, como tiempo.
Como duración, somos una relación con un cuerpo, y una relación con el mundo a través de él. Pero
Bergson no fue muy leído en esos años por sus contemporáneos, por lo que debieron esperar a las
filosofías de la existencia para conocerlo. La iniciación en la filosofía de la existencia se dio a través de
Husserl, Jaspers, Heidegger y Gabriel Marcel. Con esta filosofía se daba relevancia al tema de la
encarnación; el cuerpo ya no se consideraba un objeto entre los demás. Marcel decía «yo soy mi cuerpo»;
con ello los filósofos analizarían la presencia sensible y carnal del mundo para nosotros mismos, y no
como mero objeto de la ciencia para el análisis. Se toma, por tanto, una manera distinta de filosofar.
Sartre, conocedor de las obras de estos filósofos franceses (Brunschvicg, Bergson, Marcel) traería de su
estadía en el Institut Français de Berlín la formación filosófica de las obras de Husserl, Scheler y
Heidegger, en los años previos a la guerra. Luego, la vivencia de la Ocupación en París contribuyó a
llamar su atención sobre los problemas concretos y a orientarlo hacia una filosofía concreta. Sartre
trataría también los temas de la filosofía de la existencia, pero a su manera; por ejemplo, la encarnación
la trataría como el tema de la situación (cfr. Merleau-Ponty, 2009: 230-38).

24
hay verdad sino verdades. La conciencia aclara estas verdades a través de la atención que les
presta.

Hay dos aspectos a examinar aquí en este proceder del pensamiento. En el aspecto psicológico,
la intencionalidad de la conciencia como actitud que, a falta de un principio de unidad que lo
explique todo, pretende sólo enumerar cada una de las imágenes del mundo que se le
presentan —y, con ello, sólo puede aspirar a agotar lo que más pueda en su experiencia—, no
se distancia, pues, del espíritu absurdo. No obstante, esta actitud se distancia del espíritu
absurdo en el momento en que pretende fundamentar racionalmente esa verdad psicológica y
hallar la esencia de cada imagen, para adentrarse así en la profundidad y en la significación que
entrañan estas experiencias. Y todo el esfuerzo que la razón empeña en esta indagatoria
(siempre reafirmándose ella misma como la heroína indiscutible) resulta poniéndola en un
pedestal, mas sólo la conduce a una quimera. Así que esta búsqueda de esencias, este aspecto
metafísico de la intencionalidad, desemboca en una inmanencia llena de profundidad que
resulta accesible a la razón. El espíritu absurdo ha perdido entonces el equilibrio de su
situación al hacer desaparecer el lado al que se enfrentaba: la irracionalidad del mundo, la falta
de principios que lo expliquen. Y, en consecuencia, ha desentrañado el modo de acceder a esa
profundidad que anula el absurdo de su situación. O sea, el espíritu ha saltado, se ha ensalzado a
sí mismo y a sus aspiraciones.

Vistos sucintamente estos cuatro espíritus, pasamos ahora al balance. El pensamiento —el
mismo que estos espíritus enfrentan al descubrimiento del absurdo— busca la reconciliación
con ese mundo que se constata incomprensible, ya sea negando la razón o bien haciendo gala
de ella. Y en su afán por hallar una explicación de la situación humana en el mundo, el
pensamiento se deshace de su evidencia: el absurdo. Es esto lo que refleja el llamado «suicidio
filosófico». Quedan también, en este balance, unas claras líneas camusianas:

La razón, al igual que supo aplacar la melancolía plotiniana —y aquí Camus se refiere a Plotino
como un antecedente de conciliación entre la razón y lo eterno—, da a la angustia moderna los
medios de calmarse en los decorados familiares de lo eterno. […]. La razón en Husserl termina
por no tener límites. Lo absurdo fija, por el contrario, sus límites, puesto que la razón es
impotente para calmar su angustia. Kierkegaard, por otra parte, afirma que un solo límite basta
para negarla. Pero lo absurdo no va tan lejos. Para él ese límite apunta solamente a las
ambiciones de la razón. El tema de lo irracional, tal como lo conciben los existencialistas, es la
razón que se enreda y se libera negándose. Lo absurdo es la razón lúcida que comprueba sus
límites. (Ibíd., 67)

Hagamos ahora un balance. Hasta aquí hemos visto el tratamiento ensayístico que Camus hace
del absurdo. No hay noción de absurdo sin un sentimiento de absurdo previo. La vida
cotidiana, aunque llena de gestos mecánicos y de costumbres, está como una realidad primera;
la reflexión sobre esa vida viene luego. El hombre tiene la posibilidad de cambiar gracias a esta
reflexión. Con ello podemos afirmar, con Camus, que el corazón afronta evidencias que el
25
espíritu puede aclarar. De ahí el tratamiento del absurdo que nace del sentimiento, para luego
llegar a la noción. Camus ha desbordado los límites del aspecto teórico y tratadista al plantear
la posibilidad del absurdo para todos los hombres, filósofos o no. Al preguntarnos si el
hombre puede vivir en coherencia con la evidencia que se le presenta a su conciencia, nos
encontramos con algunas respuestas equivocadas desde la consideración camusiana. Es de
hacerse notar que esos filósofos que él reúne dentro del concepto de «suicidio filosófico»
(Kierkegaard, Chestov, Jaspers) son la viva imagen del espíritu que anula el absurdo a través de
la esperanza y la negación de la razón humana. Sin embargo, la mirada de Camus se aparta de
los filósofos para ir a los ejemplos de la literatura o del teatro, y encontrar en ellos la respuesta
adecuada a las exigencias del absurdo, la primera y más importante de las cuales consiste en no
escapar a su evidencia. Estos hombres son Don Juan, el actor, el conquistador…, pero podrían
ser más, incluso hombres inadvertidos en la vida más ordinaria. En fin, son ejemplos de
hombres que viven las consecuencias del absurdo: son conscientes de su situación, rebeldes
ante la muerte, y con ello viven con toda pasión y libertad su tiempo en el mundo. Quizás haya
una importante enseñanza de todo esto que nos haga pensar más sobre la coherencia entre el
pensamiento de un hombre y su desenvolvimiento en la cotidianidad de la vida.

Si El mito de Sísifo, ese pequeño y denso ensayo que nos ha ocupado casi por completo hasta
esta sección, fuera un texto aislado en la obra de Camus, nos quedaríamos en la exhortación al
deber ser de nuestra actitud ante el absurdo que irrumpe en nuestra vida; nos quedaríamos en
la lectura de la búsqueda personal de un escritor. Pero tenemos la suerte de ser lectores de la
literatura y el teatro camusianos. Ahora nos ubicamos en las agitaciones que los corazones
humanos desprenden de su encuentro con el absurdo. Toda una gama de personajes responde
de diversas maneras a éste: están la libertad desmesurada, la apelación a la esperanza y el
sentido de la vida, la inteligencia mesurada, el suicidio, el desgarramiento, la soledad, la
desesperación, la rebelión y la lucidez. Es ésta la razón por la que nos ocuparemos de las
ilustraciones del absurdo. La virtud de Camus está no sólo en haber sido un escritor perspicaz
e ingenioso en el tratamiento del absurdo visto desde el pensamiento de otros filósofos, sino
también en haberse acercado al concepto a partir de su creación artística con el teatro y la
literatura. Así pues, digamos que el ensayo y su indagación sobre el absurdo compenetra con
las respuestas que encontramos en la novela y el teatro; son, por así decirlos, las dos caras de
una moneda: el absurdo.

26
II. ILUSTRACIONES DEL ABSURDO EN ALBERT CAMUS

1. Calígula
¿Cómo ilustrar el juego que el espíritu desprende de sus verdades? ¿Por qué algunos hombres
prefieren no ser lógicos con éstas y, por el contrario, deciden no incorporar en sus vidas el
absurdo que han experimentado? Nos confrontamos ahora con el teatro camusiano.

Esta pieza teatral no es un drama histórico, es decir, no se despliega alrededor de la estricta


historia del emperador Calígula; por tanto, no es una representación de su vida. Sí es, sin
embargo, una base de inspiración para mezclar presente e historia5. Recordemos que Camus
publica la obra a través de la editorial Gallimard, en 1944, y que, un año después de la
Liberación francesa, se representa en el Théâtre Hébertot, en París, en 1945. El presente de
esta obra está inexorablemente asociado a la guerra iniciada en 1939, y con ello a todo su
sinsentido. Pero también está estrechamente relacionado a la temática que Camus ha trabajado
en ese período: el absurdo. ¿Qué relación tendría este concepto, ya conocido por el público a
través de una novela y un ensayo, con la historia de un emperador romano? Está el presente de
la guerra, con el sentimiento de absurdo que surge de hechos como el de la Ocupación, el
crimen, la incivilidad, o la desmesura del poder que acaba con la vida de cualquier hombre sin
necesidad de un motivo. Y está la genialidad de Camus para poner en boca de unos personajes
históricos, dentro de unos hechos también históricos, las palabras que tendrían resonancia sólo
en el hombre contemporáneo. Así, por ejemplo, encontramos la preocupación y la angustia
por no saber si uno va a morir absurdamente bajo la orden de ese poder sin límites que
representa Calígula, un poder que niega el hombre y el mundo. Un poder que Europa vive
durante esos años negros de la guerra. No hay sentido de vida que no se vea desvanecido por
ello. No hay razón que soporte esa realidad de muerte. El azar y el capricho imperan. Aunque
los hombres sean conscientes de su condición mortal, desean poder desarrollar un sentido y
una razón que sirvan de propósito para sus vidas. Pero Calígula es una latente amenaza ante
cualquier proyecto humano. Sin saber si hoy o mañana sus súbditos serán ejecutados, ¿hay
posibilidad de otorgarle una razón a la vida y de levantarse cada mañana con la esperanza de
vivir en función de tal razón que, como sugería su amante Cesonia, brinda en vida la
oportunidad de amar lo digno de amarse (cfr. I, 11, 37)6? Calígula pone en suspenso todas estas
posibilidades.

Esa amenaza se hace patente a través del “Tratado sobre la ejecución” (cfr. II, 9, 63), cuya
primera víctima-culpable es el viejo Mereya, condenado por Calígula a causa de una sospecha

5 Para ahondar en el tema de la influencia de la antigüedad griega y romana en el «período del absurdo»
de Camus, véase el artículo de Luke Richardson (2012), Sisyphus and Caesar: the opposition of Greece
and Rome in Albert Camus’ absurd cycle.
6 La cita indica el siguiente orden: el Acto, la Escena y las páginas de la edición tomada.

27
de haber tomado un contraveneno que se hace pasar por remedio contra el asma. Se le
condena por tres razones: sospecha injusta hacia el emperador, oposición a la voluntad
imperial de envenenarlo y tomar por imbécil al César. Y aunque después de muerto se
descubre que Mereya sólo tomaba un remedio contra el asma, sigue siendo culpable de acuerdo
con el tratado.

Camus no se sale de la muerte de Calígula que la tradición histórica ha legado. Ante los excesos
de este César, una conspiración se arma en su contra. Aquí el personaje Quereas de la pieza
teatral no se aleja de la historia del asesinato, pues siendo él uno de los guardias del emperador,
cobra justicia por mano propia junto con otros conspiradores. También se mantiene ese último
grito de Calígula agonizante, que Camus coloca como el fin impactante de su obra: «¡Todavía
estoy vivo!». Faltaría, como detalle conocido de la locura del personaje histórico, el haber
nombrado cónsul a su caballo Incitatus. Pero son demasiadas locuras que los vibrantes
diálogos empequeñecen para tomar el protagonismo en esta obra camusiana.

Calígula es, pues, el hombre que pone en acción el absurdo. Cuando este César ha descubierto
—ha sentido de todo corazón, digamos— que la condición humana es un absurdo, le surgirá el
deseo de algo imposible como la Luna. Y, en virtud de su libertad total, pretende extender sus
verdades a todo el imperio. Mas no son verdades gratas y progresistas, sino el fruto del
desgarramiento que produce el absurdo en el hombre. Sin embargo, Calígula desea vivir ese
desgarramiento en toda su plenitud, irrumpiendo en el orden moral de los súbditos. Todo el
transcurrir de las escenas en un palacio termina por hacer tomar conciencia a Calígula de su
camino equivocado, de que su libertad no es la buena.

Empecemos ahora con unas alusiones a la pieza. En las primeras páginas del Acto primero,
Calígula, quien se encuentra en compañía de Helicón, se lamenta por no conseguir la luna, pues
se trata de un “anhelo imposible”. Dice a Helicón: “No me gusta cómo son las cosas”. Y
también: “Ahora lo sé. No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto,
necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea
de este mundo”. Ante este razonamiento, Helicón replica: “El razonamiento tiene su
coherencia. Pero, en términos generales, no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias” (I,
4, 22-3). La postura que toma Calígula a raíz de la muerte de su hermana-amante Drusila será la
de la lógica, la de llevar una verdad hasta sus últimas consecuencias:

Calígula: —Qué sabrás tú. Precisamente por no llevarlo hasta sus últimas consecuencias nunca
se logra nada. Pero quizá baste con que sea lógico hasta el final. También ahora sé lo que
piensas. ¡Cuánto lío por la muerte de una mujer! No, no tiene nada que ver con ella. Creo
recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a la que yo amaba. Pero ¿qué es el
amor? Poca cosa. Esta muerte no supone nada para mí, te lo juro; simplemente me indica una
verdad, una verdad que me lleva a desear la luna. Es una verdad sumamente clara y sencilla, y
aunque sea un poco tonta, cuesta describirla y también sobrellevarla.
Helicón: —¿Y cuál es esa verdad?
28
Calígula: —Los hombres mueren y no son felices. (I, 4, 23)

Este César ha decidido ser lógico luego de su amargo descubrimiento, a saber, que “los
hombres mueren y no son felices”. ¿Qué sucede cuando un emperador, poseedor de un poder
absoluto sobre los demás hombres, ha descubierto esa verdad amarga y difícil de llevar? No
bastará la respuesta de Helicón al decirle a Cayo que “la gente se las apaña para vivir sabiendo
esa verdad”, añadiendo que “nadie ha dejado de comer por eso”. Sucede que deseará que todos
vivan según su verdad: “¡[…] yo quiero —dice Calígula— que la gente viva en la verdad! Y
precisamente poseo los medios para obligarles a vivir en la verdad” (I, 4, 24). Se trata de un
hombre con una libertad total para poner en acción el absurdo. Pero ¿cómo podrían los
hombres vivir en esa verdad del emperador? Pues repentinamente le surge la idea de un
“proyecto” en el momento en que el intendente de palacio se le acerca para hablarle sobre el
Tesoro Público. He aquí el proyecto del César: dado que el Tesoro es, según lo considera el
intendente, de suma importancia, se decreta que todos aquellos que posean alguna fortuna
dentro del Imperio deben desheredar a sus hijos y hacer testamento a favor del Estado;
seguidamente, se ejecutarán a esos hombres según las necesidades imperiales. Decreta entonces
Calígula:

Una vez admitido que el Tesoro tiene importancia, la vida humana deja de tenerla. La cosa es
clara y meridiana. […] Por lo que a mí respecta, he decidido ser lógico y, como tengo el poder,
veréis lo que va a costaros esa lógica. (I, 8, 32)

Ese será entonces el costo de la lógica para todo súbdito de Calígula. No obstante, no
demorarán en reaccionar los acompañantes del palacio, preocupados por los extremos a los
que puede llegar la puesta en práctica del decreto del César. En efecto, desean apartar ese
peligro de aceptar en sus vidas la amarga y temeraria verdad de la que Calígula ha sido
consciente, pues se vuelve muy angustiante saber que en cualquier momento el César puede
ordenar la muerte de sus súbditos. Así es como Quereas manifiesta a los patricios:

—No es la primera vez que un hombre dispone en Roma de un poder sin límites, pero sí es la
primera que lo utiliza sin límites, hasta el punto de negar el hombre y el mundo. Eso es lo que
me aterra de él y lo que quiero combatir. Perder la vida es cosa nimia y, llegado el momento, no
me faltará valor para afrontarlo. Pero lo que me resulta insoportable es ver desvanecerse el
sentido de esta vida, ver desaparecer nuestra razón de existir. No se puede vivir sin una razón.
(II, 2, 47)

Y eso es lo que elimina la verdad de Calígula: el sentido que le puedan dar los hombres a la
vida, pues ésta peligra por capricho del emperador, un destino ciego y neutral ante la angustia y
preocupación humanas. ¿Qué representa Quereas? El hombre que abdica de la lógica del
absurdo. Pero también el hombre que vuelve a la cadena de la vida, al mundo de propósitos y
de esperanzas que reniega de una interrupción inoportuna de la vida. En suma, Quereas

29
representa el hombre ávido de seguridades, mas no de la certeza del César, esto es, que los
hombres mueren en cualquier momento y sin motivos de felicidad.

La preocupación de los ocupantes del palacio termina por exacerbarse con el “Tratado sobre la
ejecución” que Calígula hace leer a Helicón:

—La ejecución alivia y libera. Es universal, fortalecedora y justa tanto en sus aplicaciones como
en sus intenciones. Se muere porque se es culpable. Se es culpable porque se es súbdito de
Calígula. Luego todo el mundo es culpable. De lo que se infiere que todo el mundo acaba
muriendo. Es cuestión de tiempo y de paciencia. (II, 9, 63)

La primera víctima o, más bien, “culpable”, es el viejo Mereya, quien es condenado por haber
tomado un supuesto contraveneno. Cuando Cayo sospecha que Mereya toma un contraveneno
que hace pasar por remedio contra el asma, le imputa tres crímenes (cfr. II, 10, 66-68):

1. Sospecha injusta hacia el emperador; desconfianza hacia el César. Calígula no desea


envenenar al viejo Mereya, mas éste toma un remedio que, a los ojos del César, es un
contraveneno.
2. Oponerse a la voluntad del emperador; ir en contra de los proyectos del César. Calígula
desea envenenar al viejo Mereya. Éste toma un remedio que en realidad es un
contraveneno. Mereya es un rebelde.
3. Tomar por imbécil al César.
Finalmente, Calígula condena al viejo Mereya a causa del segundo crimen:

—[…]. De estos tres crímenes, sólo uno te honra, el segundo, porque el hecho de que me
atribuyas una decisión y te enfrentes a ella implica rebeldía en ti. Eres un conductor de
hombres, un revolucionario. Eso está bien. Te quiero mucho, Mereya. Así que te condenaré
por el segundo crimen y no por los otros. Morirás virilmente, por haberte rebelado. (II, 10, 68)

Luego de la condena, y del forcejeo que tuvo que hacer Calígula para introducirle el frasco de
veneno a Mereya, Cesonia y Cayo descubren que en efecto no era más que un remedio contra
el asma el que bebía Mereya. (cfr. II, 10, 69). ¿Es inocente? No, según el Tratado sobre la
ejecución.

Volvemos ahora a Quereas, ese hombre que rechaza la lucidez del César. Quereas, quien
prefiere liberarse del insoportable, cruel e impredecible Calígula, opta por la seguridad y no por
la lógica, pues aquélla le permite tener esperanzas para su vida y su felicidad, mientras que ésta,
representada por la inteligencia, le indica que en cualquier momento y con la menor dificultad
se apaga la vida de un hombre, volviendo irrisoria cualquier aspiración humana a la felicidad.
Pero Quereas se ve interpelado por el emperador, quien lo considera, según podemos
interpretar, un suicida de la inteligencia. Bien podríamos catalogar a Quereas, por tanto, de
antimodelo del hombre absurdo, pues de la inteligencia (del absurdo del que Calígula sí es
consciente) deriva en los deseos de esperanza, seguridad y felicidad; mas no respeta la verdad
30
que planteaba Calígula al inicio de la obra, a saber, que los hombres mueren y no son felices. Y
no respetar esa verdad significa que no acepta que ésta se lleve hasta sus últimas consecuencias,
como lo planteaba Calígula a sus súbditos. Tampoco acepta, además, la idea de ser lógicos con
la suprema importancia que se le otorga al Tesoro Público, cuyas consecuencias arruinarían las
finanzas de cualquier ciudadano e incluso dispondría de la vida de cualquiera en cualquier
momento, sin justificación alguna, dado que todos son culpables al ser súbditos de Calígula. En
definitiva, Quereas se opone a esa “verdad imperial” que pone al Tesoro Público por encima
de la vida de los ciudadanos; reniega de su inteligencia, de la lógica absurda, y escoge, por el
contrario, la seguridad, la esperanza en una vida feliz. En un pasaje de la escena en cuestión,
ambientada en una recién descubierta conspiración, expresará sus razones para no aceptar el
juego de la coherencia de Cayo, donde se debe aceptar ser ejecutado arbitrariamente:

Calígula: —¿Por qué me odias?


Quereas: —En eso te equivocas, Cayo. Yo no te odio. Creo que eres un ser dañino y cruel,
egoísta y vanidoso. Pero no puedo odiarte porque dudo que seas feliz. Y no puedo despreciarte
porque sé que no eres un cobarde.
C: —Entonces, ¿por qué quieres matarme?
Q: —Ya te lo he dicho: te considero dañino. Me gusta la seguridad, la necesito. La mayoría de
los hombres son como yo. Les resulta imposible vivir en un universo en el que, en un segundo,
el pensamiento más extravagante puede penetrar en la realidad, en el que, las más de las veces,
ese pensamiento penetra en ella como un cuchillo en el corazón. Yo tampoco quiero vivir en
semejante universo. Prefiero saber por dónde piso.
C: —La seguridad y la lógica no van a la par.
Q: —Es cierto. No es lógico, pero es sano.
C: —Continúa.
Q: —No tengo nada más que decir. No quiero entrar en tu lógica. Tengo otro concepto de mis
deberes como hombre. Me consta que la mayoría de tus súbditos opinan como yo. Eres un
estorbo para todos. Es natural que desaparezcas.
C: —Todo eso está muy claro y es muy legítimo. Para la mayoría de los hombres sería incluso
evidente. Pero no para ti. Tú eres inteligente y la inteligencia se paga cara o se niega. Yo la
pago. Pero tú, ¿por qué ni la niegas ni quieres pagarla?
Q: —Porque tengo ganas de vivir y de ser feliz. Creo que ninguna de estas dos cosas es posible
si se lleva el absurdo hasta sus últimas consecuencias. (III, 6, 104-6)

Trasladándonos ahora al Acto cuarto, vemos que Calígula es consciente de la conspiración que
se arma en su contra. Él sabe que un emperador que se erige en destino resulta ignominioso
para los hombres que no soportan el absurdo y que no quieren vivir según los dictámenes de
una verdad simple pero difícil de llevar, como bien lo había expresado en la escena 4ª del Acto
primero. Sabe también, por tanto, que lo asesinarán los hombres como Quereas, “porque me
he reído de ellos y los he ridiculizado” (IV, 13, 139). Quereas, hombre que niega la verdad
incómoda de Cayo, reniega de su inteligencia y, en consecuencia, no paga sus verdades. Su
posición es contraria a la del absurdo a tal punto que ha decidido suprimirlo. Suprimir el

31
absurdo en este drama significa matar a Calígula. Con lo cual los súbditos del Imperio pueden
rehuir de la confrontación con la incómoda verdad que el César ha decretado, para refugiarse
en la seguridad del sentido y la esperanza humanos. No obstante, queda la inquietud que
generan las palabras de Cayo al dirigirse al cuerpo inerte de su amante Cesonia: “Y tú también
eres culpable. Pero matar no es la solución” (IV, 13, 144). En efecto, como bien lo sabíamos
con El mito de Sísifo, la muerte humana no soluciona el absurdo; sólo lo disuelve al eliminar uno
de los personajes del drama.

Finalmente, antes de que Calígula sea asesinado por los conspiradores, éste se habla a sí mismo
frente a un espejo:

—¡Calígula! Tú también, tú también eres culpable. Así que, en el fondo, un poco más, un poco
menos… Pero ¿quién se atrevería a condenarme en este mundo sin juez, en el que nadie es
inocente? Ya ves, Helicón no ha venido. La luna no será mía. Pero ¡qué amargo es estar en
posesión de la verdad y tener que llegar a la consumación! […]. (IV, 14, 144)

Son las palabras de la conciencia de un hombre que ha aceptado lo absurdo y su lógica hasta la
muerte. Cayo sabe que él también es presa de ese destino que quiso encarnar. Su anunciada
muerte a manos de Quereas y los patricios le revela lo imposible del deseo humano de claridad
y de sentido en un mundo que es indiferente con la búsqueda humana de una vida feliz. Su
deseo de lo imposible finalmente se revela como lo que es: una aspiración que desborda los
límites de lo humano. El deseo de la luna (representación del deseo de un sentido de vida, claro
y definitivo), que surge tras la inconformidad con el mundo, se anuncia como un fracaso
anticipado. No podía haber reconciliación con el mundo una vez que se había tomado
conciencia de esa amarga verdad: que los hombres sencillamente mueren y no son felices.

Y antes de ser asesinado en manos de los mismos hombres que juzgaba de culpables, entiende
que su proceder no fue el adecuado y que sus deseos de la luna eran imposibles:

—Todo parece tan complicado. Y sin embargo es tan sencillo. Si hubiera conseguido la luna,
nada habría sido igual. […]. Nada hay, ni en este mundo ni en el otro, hecho a mi medida. Y
eso que sé, y tú también lo sabes, que bastaría con que lo imposible existiera. ¡Lo imposible! En
los límites del mundo lo he buscado, en los confines de mí mismo. He tendido las manos,
tiendo las manos y te encuentro a ti, siempre a ti frente a mí, y me inspiras un inmenso odio.
No he seguido el camino adecuado, no me conduce a nada. Mi libertad no es la buena. […].
Helicón no vendrá: ¡seremos culpables para siempre! Esta noche pesa como el dolor humano.
(IV, 14, 145)

Calígula sabe que su deseo de la luna es imposible, dada su conciencia de la condición del
hombre en el mundo. Y su deseo se muestra por tanto desmedido. Ni el mundo ni él mismo
pueden satisfacer un deseo de algo que escapa a la medida del hombre. Calígula paga caro, por
consiguiente, ese deseo de lo imposible; su deseo mismo es ya una desmedida en el momento
en que debe escapar a su propia condición de hombre para anhelar algo fuera de sus propios
32
límites. Así es como podemos entender ese odio que se reprocha a sí mismo, pues ni en su ser
de hombre logra encontrar reconciliación con la conciencia que ha logrado. Sus aspiraciones
sólo lo llevan a la muerte a manos de sus súbditos, quienes desean eliminar ese hombre que les
ha traído absurdo a sus vidas.

Estos personajes camusianos son conscientes del absurdo en el que se encuentran. Calígula,
aunque quiso ser lógico hasta el fin, desemboca en una disolución del absurdo cuando se da
cuenta del mal camino que ha tomado, y demuestra entonces el extremismo de su exigencia de
vivir de acuerdo con una verdad que resulta tiránica con la vida de los hombres, tal como el
destino ciego del que quiso hacerse representante. Y Quereas, quien no acepta seguir a su
propia inteligencia, opta por negar el absurdo que el César ha traído a las vidas de los súbditos.
Él es un ejemplo de hombre que vuelve a la cadena de la vida, pues prefiere la seguridad al
desgarramiento que significa vivir según el sinsentido que el espíritu puede contraponer al
orden de la vida. Pero también está Helicón, un personaje que representa la mesura frente al
descubrimiento del absurdo. Siendo un esclavo liberado por Calígula, su fidelidad está
garantizada. Sin embargo, no tiene esos deseos de llevar hasta las últimas consecuencias esa
amarga verdad del César. Desde que Calígula le confiesa su amargo descubrimiento, él
serenamente le replica que ello no debe ser nada extraño, pues todos se las arreglan con esa
verdad. Si esta pieza teatral siguiera la mesura de Helicón, no habría gran material dramático,
esto es, no habría ilustración de un espíritu desgarrado por el absurdo. Pero helo ahí, un
portavoz —algo disimulado, sin embargo— de la postura de Camus respecto al absurdo: la
tensión del absurdo se mantiene; el hombre conoce los límites de su pensamiento; la
inteligencia no niega sus verdades, por lo que no escapa hacia la esperanza o el suicidio.

2. El malentendido
El drama que nos concierne ahora nos remite a un pueblo europeo carente de la luz y el mar
mediterráneos. En medio de esa opacidad para el espíritu se comete un asesinato que resultará
en tragedia para los personajes. Pero cada uno la encarnará a su manera. La historia, que ya se
encontraba en un pasaje de El extranjero, ve la luz editorial en 1944, al igual que Calígula. ¿Qué
relación podemos establecer entre esta pieza teatral y el absurdo? Hemos de contestar a través
del análisis de algunos pasajes que nos servirán de ilustración del problema del absurdo.
Nuevamente, el juego que el espíritu desprende de sus verdades, aunque sea una sola de
corazón, será el material de nuestro análisis.

El malentendido hace gala de su nombre hasta el momento de la conciencia. Una madre y su


hija administran un hotel de mediana calidad en la región checoslovaca de Moravia; éste resulta
poco rentable como para pensar en escapar de esa vida de costumbre y trabajo. Cuando tienen
oportunidad, las dos mujeres se las ingenian para quedarse con las pertenencias de los
huéspedes que asesinan. Sin escrúpulos, se deshacen de los cuerpos y se aseguran de que nadie
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los busque, lanzándolos a un río. Por ello seleccionan bien a sus víctimas. Pero un día, el más
oscuro de sus vidas, reciben como huésped al hijo que había viajado para buscar una mejor
vida. Hacía bastantes años que no volvía. Era casi irreconocible para las dos mujeres. Y
entonces el hombre comete un error fatal: se anuncia en el hotel como un extraño, pues
pretende dar la sorpresa en algún momento de alta emotividad. En vez de eso, es elegido como
una perfecta víctima: parece estar solo y con dinero. El asesinato se efectúa. La madre y la hija
se dan cuenta del atroz crimen cuando el criado, un señor viejo, encuentra el pasaporte, la
misma noche del asesinato. Ya es tarde. Ahora queda decidir lo que harán con esa insoportable
verdad. La madre por su parte anuncia su decisión a su hija:

—Déjalo, Marta; ya he vivido bastante. He vivido mucho más tiempo que mi hijo. No lo he
reconocido y lo he matado. Ahora puedo ir a reunirme con él al fondo de ese río donde las
hierbas le cubren ya la cara. (III, 1, 82)7

La hija, una mujer fría y sin compasión, le responde en unas líneas posteriores:

Marta: —[…] No reconozco sus palabras. ¿Acaso no me ha enseñado usted a no respetar


nada?
La madre: —Sí, pero yo acabo de saber que me equivocaba y que, en este mundo donde nada
es seguro, hay que tener certezas. El amor de una madre por su hijo es ahora mi certeza. (III, 1,
82-3)

Transformada ahora en una madre que se sabe criminal, y con el peso de esa conciencia de
haber matado, luego de muchos otros, precisamente a su hijo, la madre intenta aclarar ese
sentimiento de dolor que ha despertado luego de su atroz crimen: ese sentimiento es «sólo el
sufrimiento que produce renacer al amor», añadiendo lo siguiente:

—[…] También sé que tampoco existe razón para ese sufrimiento. Pero el mundo tampoco es
razonable; y bien puedo decirlo yo, que lo he vivido todo, desde la creación hasta la
destrucción. (III, 1, 85)

Y, en efecto, ¿qué razón hay para que ese amor, que reaparece por el reciente descubrimiento
de su hijo, sea un sufrimiento? Pues no es precisamente el dolor del crimen, sino el dolor de un
amor que ella misma ha negado para siempre a su hijo. La madre padece, por tanto, de la
conciencia del dolor de haber asesinado, intensificado por el hecho de que su víctima sea su
hijo, al cual nunca podrá otorgar el amor que éste le ha despertado y que creía marchito y
expulsado por el resto de su vida. Y vivir con un sentimiento tan bello, pero tan vilmente
descubierto y en la conciencia de que nunca tendrá justificación tenerlo, le genera el deseo de
acabar con su vida. No es posible vivir con el amor que un hijo merece de su madre cuando
ésta se lo ha negado por medio del asesinato. La asesina, entonces, descubre que sólo una

7
La cita indica el siguiente orden: el Acto, la Escena y la página de la edición consultada.

34
víctima la arrastrará inevitablemente a la muerte, mientras que las demás son sólo recuerdos
comunes y sin importancia. Ése es el punto de este “amor doloroso” en este caso, un amor
inmerecido a causa de su crimen.

Debemos prestar atención ahora a un punto interesante de sus últimas conversaciones con su
hija. Hablamos de esa frase con la enorme resonancia de las ideas que plasmara Camus en su
ensayo de El mito de Sísifo; hablamos de la “irracionalidad del mundo” que la madre expresa
aquí bajo la frase «pero el mundo tampoco es razonable». Y como justificación de esta
afirmación, ella añade que lo cree así según su experiencia de vida, «desde la creación hasta la
destrucción». Y es que su ciclo de experiencias radicalmente más importantes ha pasado por
esas dos fases: la de crear, es decir, la de engendrar a su hijo, y la de matar, precisamente a su
hijo. ¿Hay lógica y razón en ello? ¿Otorgar la vida a un hombre que luego, por malas pasadas,
es víctima de su propia madre no significa que se le ha creado para destruirle o, en otras
palabras, que a los hombres la vida los trae con el propósito último de que esa misma vida se
encargue de asesinarles? La irracionalidad que esta madre asesina encuentra en su “amor
doloroso”, es decir, en el sentimiento injustificable de amor hacia su hijo, es comparable con la
irracionalidad que el hombre encuentra en el mundo: la de su creación injustificable dentro del
mismo, salvo para el propósito de su destrucción, si es que ésta puede ser un propósito.

Por su parte, Marta grita en soledad: “[…] Privada de mi lugar en esta tierra, rechazada por mi
madre, sola en medio de mis crímenes, abandonaré este mundo sin haberme reconciliado con
él” (III, 2, 90). Es así como la hija también opta por el suicidio, sin olvidar que representa el
personaje consciente de la imposibilidad humana de unidad con el mundo. Mas su conciencia
no soporta esa incómoda verdad que el espíritu debe llevar en su soledad y su desierto. No hay
posibilidad de restablecimiento para ella.

Llegamos finalmente a María, esposa de Jan, el hijo asesinado. Al llegar al hostal se encuentra
con Marta. Luego de preguntar desesperadamente por la ubicación de su esposo, ésta le revela
fría y secamente lo sucedido:

Marta: —[…]. Hemos matado a su marido esta noche, para robarle el dinero, como lo
habíamos hecho ya con otros viajeros que él.
María: —¿O sea que su madre y su hermana eran unas criminales?
Marta: —Sí.
María: —¿Sabía usted que era su hermano?
Marta: —Ya que quiere saberlo, hubo un malentendido. […]. (III, 3, 96)

Dirigiéndose a María y decidida a matarse en la soledad de su habitación, Marta sostiene con


ella una conversación sobre sus últimas consideraciones:

Marta: —[…] Pero no puedo morir dejándole la idea de que tiene razón, de que el amor no es
inútil y de que esto es un accidente. Porque ahora las cosas han vuelto al orden. Tiene que
hacerse a la idea.
35
María: —¿Qué orden?
Marta: —El orden en el que nunca se reconoce a nadie.
María: —Me da igual, apenas la oigo a usted. Tengo el corazón desgarrado. Lo único que le
importa es el hombre al que han matado ustedes.
Marta: —¡Cállese! […] ¡El muy estúpido tiene ahora lo que quería! Se ha unido con la que
buscaba. Todo ha vuelto al orden. Comprenda que ni para él ni para nosotros, ni en la vida ni
en la muerte, existe patria ni paz.
María: —¡Oh!, Dios mío, no puedo soportar ese lenguaje. Él tampoco lo hubiera soportado.
Era otra la patria adonde se dirigía.
Marta: —Esa locura ha recibido su pago. Pronto recibirá usted el suyo. […]; y, para acabar,
escuche mi consejo. […] Ruegue a su Dios que la haga semejante a la piedra. Ésa es la felicidad
que él se reserva, la única felicidad auténtica. […] Pero si se siente demasiado cobarde para
entrar en esa paz muda, reúnase con nosotros en nuestra casa común. ¡Adiós, hermana! Es
fácil, como ve. Sólo tiene que elegir entre la felicidad estúpida de las piedras y el lecho pegajoso
en el que la esperamos. (III, 3, 101-2)

Tras decirle a María estas sórdidas palabras, Marta sale. María se queda sola y, desesperada,
exclama:

—¡Oh, Dios mío! ¡No puedo vivir en este desierto! Hablaré contigo y sabré dar con las
palabras. (Cae de rodillas) Sí, a ti me encomiendo. ¡Compadécete de mí, vuélvete hacia mí!
¡Óyeme, dame tu mano! ¡Ten piedad, Señor, de los que se aman y están separados! (III, 4, 103)

María representa aquí la voz de la escapatoria del absurdo, pues se niega a aceptar el sinsentido
que le ha causado el asesinato de su querido esposo a manos de su madre y su hermana. Su
vida será en adelante un desierto en el que ya nada puede crecer, una perpetua negación de las
razones para vivir. La evidencia de la muerte de su marido le revela a María una verdad que ella
misma no explicita, pero que sí lo hace Marta: que todos elegimos empecinarnos en lograr una
felicidad que nos lleva las más de las veces al sufrimiento y al dolor, cuando en realidad
sabemos que lo único que nos aguarda con certeza es la muerte, aquello que al final nos une
irremediablemente.

Por otra parte, resulta más desgarradora la situación de María al no encontrar ayuda en el único
personaje que aún permanece con vida en la obra, el criado viejo, quien secamente le responde:
“¡No!” (cfr. III, 4, 103). Esta situación la deja en completa soledad frente a su desesperación.
Sólo le queda, por tanto, elegir: o una falsa vida en busca de una felicidad para siempre
imposible, o una muerte que acabe con ese sufrimiento de una vez por todas. En últimas, la
obra no refiere a un hecho extraño en sí mismo, es decir, a un malentendido accidental, sino a la
imagen de nuestra condición, que es de soledad y de amor burlado. Ese hombre tan silencioso
durante la obra no opta ni por el suicidio ni por la esperanza, es decir, no intenta escapar al
absurdo. La madre y Marta representan personajes desgarrados cuyos corazones no soportan
seguir viviendo en ese sinsentido provocado por el malentendido con su amado pariente —

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sobre todo la madre, pues Marta termina por odiarlo—, mientras que María busca la
escapatoria del absurdo mediante la esperanza en un Dios benevolente. El criado viejo, o más
bien Camus, responde «No» a María; «No le voy a ayudar, pues esa no es la respuesta». Se trata
de otro portavoz camusiano de la mesura frente a esa desgarradora verdad, al igual que
Helicón.

Camus ha ilustrado en estas dos piezas de teatro las decisiones de los personajes frente al
absurdo que irrumpe en sus vidas: algunos, como Marta y Calígula, han sido consecuentes con
esa verdad de la que no se pueden desprender nunca, mientras que otros, como María y
Quereas, han optado por apartar y evadir las consecuencias del absurdo. Pero el eco de esa
amarga verdad permanece en sus conciencias.

3. El extranjero
Venimos hablando de la verdad amarga que un hombre descubre un día cualquiera: el absurdo.
Una verdad que no es todavía una intelectualización cuyo resultado deviene en noción, sino
que es un sentimiento que asalta a la conciencia. En ese sentido hemos ilustrado el absurdo en
dos obras de teatro: Calígula y El malentendido. Con ellas hemos escudriñado las escenas en las
que el espíritu decide aceptar o rechazar esa verdad que se presenta al corazón. Las respuestas
son, pues, diversas. Ahora nos corresponde analizar la novela que figura como la expresión
más detallada y compleja del absurdo: El extranjero.

Si es cierto que El extranjero (1942) es una ilustración del absurdo, debemos buscar, tras las
imágenes, el pensamiento que la novela suscita. Pero antes brindemos un panorama de la
novela, así como también una contextualización del ambiente en el que ésta se encontraba
antes de su publicación en 1942.

3.1. Breve panorama de la novela.


Meursault es un pequeño empleado de oficina en Argel. Su vida es mediocre y sin brillo. Su
actitud ante la vida propia y ajena es de indiferencia, por lo que no le da importancia a la
muerte, al amor, o a la amistad. Se inicia la novela con la muerte de su madre, quien pasaba sus
últimos años en un asilo. Meursault asiste al entierro, con cierta pesadez que genera el ardiente
sol durante el traslado del féretro. Al día siguiente sigue su vida como si nada trascendente
hubiese pasado: va al cine con Marie, antigua mecanógrafa con la que tiene relaciones
específicamente sensuales. Luego hace un amigo, Raymond, cuyo oficio es dudoso, pues no
termina por confesar su papel de chulo (proxeneta). Éste lo invita a pasar el domingo en la
cabaña de un amigo, Masson, cerca de la playa. Allí se presentan unos árabes que quieren
tomar venganza por el maltrato que Raymond ha dado a la hermana de uno de ellos. En medio
37
de una salida de los tres hombres a la playa, surge un enfrentamiento en el que hieren a
Raymond. Luego retornan a la cabaña donde estaban Marie y la esposa de Masson. Herido,
sigue el consejo de Masson de ir a la casa cercana de un médico, mientras que Meursault se
queda a explicar lo sucedido a las mujeres. De regreso con los demás, Raymond, quien tiene
vendaje en el brazo y esparadrapo en la boca, decide volver a la playa a tomar aire o, más bien,
a tomar revancha con un revólver. Meursault y Masson lo siguen. Meursault lo persuade de no
usar el revólver, por lo que se lo entrega. Se encuentran con los árabes nuevamente, pero nada
sucede, pues éstos terminan escabulléndose. Luego, cuando han vuelto por segunda vez a la
cabaña de Masson, Meursault decide dar un paseo en soledad. Lleva el revólver en su chaqueta,
pero no está plenamente consciente de ello. En su paseo por la playa, a la que fue sólo para no
quedarse inmóvil ante el calor abrasador, se encuentra por sorpresa a uno de los árabes.
Ambos quedan un tanto estupefactos; el árabe se ve amenazado. Y Meursault da un paso hacia
delante producto de su malestar causado por el ardiente sol que pegaba en su frente y lo hacía
sudar, para darse cuenta de que el árabe reacciona sacando un cuchillo. Todo se agrava cuando
el resplandor del sol en la hoja del cuchillo termina por colmarlo con la enceguecedora luz que,
acumulada con el sudor que corre de su frente hacia sus párpados, lo lleva hacia el borde de sus
límites para tomar casi instantáneamente el revólver. Y dispara una vez al árabe, sólo para
quitarse ese malestar del sol y del sudor. Pero inmediatamente le dispara cuatro veces más, sin
razón alguna. Hasta aquí va la primera parte de la novela. Lo que viene será el recuento del
proceso por asesinato.

El empleado de oficina indiferente a todo y agobiado del intenso sol fatigante, ha quitado la
vida a un hombre que no conoce. Su ignorancia de los valores convencionales lo hará presa de
los jueces que lo ven con extrañeza. Así también lo verá su abogado, hombre que comparte los
mismos principios de los jueces, cuando se da cuenta de la indiferencia de Meursault hacia el
amor filial con su madre. Meursault le hace entender que su naturaleza es más de índole física
que sentimental, y que la apreciación de su falta de amor a su madre es errada, ya que el día del
entierro sólo estaba fatigado y con sueño.

Meursault, según sus declaraciones, ha matado a causa del sol; por el contrario, el fiscal
pretende demostrar la premeditación de su crimen. Para él, Meursault es un hombre insensible
y desalmado, un hombre muy poco humano. Entonces el caso de Meursault amenaza los
convencionalismos que están en el fondo de la sociedad: no llora en el entierro de su madre; le
da igual amar o no a Marie; no es el amigo que uno espera tener; y no intenta justificarse ante
un crimen accidental a causa del fatigante sol de aquella tarde en la playa. Y, por ese desajuste
entre lo convencional y su comportamiento, es condenado a morir. La sociedad no acepta que
un hombre pueda matar a otro hombre a causa del sol.

Antes de ser ajusticiado, el capellán de la prisión le ofrece la esperanza religiosa. Meursault,


aunque indiferente y taciturno, se cansa de escuchar tanta palabra vana de consuelo y, tras un
ligero toque de compasión en su hombro, irrumpe en cólera para hacerle saber al capellán que
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sólo la muerte que le espera en este mundo puede decirse como verdad. Finalmente, Meursault
acepta su destino dentro de este mundo que nunca le interesó pero que ahora siente tan
cercano, para saberse feliz y para saber que nada importa morir.

3.2. Contexto de publicación.


Para entrar ahora en la relación de la novela con el absurdo, acudiremos a las apreciaciones de
algunos de los contemporáneos de Camus, quienes representaron voces importantes para él
antes de la publicación del manuscrito de su novela. Voces que, al entender que la novela y el
ensayo camusianos comportaban una estrecha relación, no tardarían en afirmar el carácter
ilustrativo, demostrativo y significativo que la novela tenía respecto al absurdo, concepto éste
tratado ensayísticamente.

En 1941, Pascal Pia —a quien Camus dedica El mito de Sísifo—, amigo involucrado en el
ámbito editorial, solicita a Camus los manuscritos de El extranjero y de Calígula. Sus intenciones
son, además de procurar la pronta publicación de estos manuscritos, ayudar a su amigo a
conseguir empleo, pues conoce sus dificultades pecuniarias (cfr. Todd, 1997: 278). Francia está
bajo la ocupación alemana, y conseguir trabajo en el sector editorial se hace difícil. Además,
hay un ambiente hostil hacia las revistas colaboracionistas por parte de una resistencia que se
niega, por principios, a publicar en las revistas y semanarios de las zonas ocupadas (cfr. ibíd.,
279). Finalmente, Pia recibe en abril los dos manuscritos. El día 25 del mismo mes responde a
Camus: “[…] hace mucho tiempo que no había leído nada de esa calidad. Estoy convencido de
que, antes o después, El extranjero encontrará su sitio, que es uno de los primeros. La segunda
parte […] es una demostración del absurdo” (ibíd., 280). Curiosamente, Pia hace alusión al
absurdo en su carta, pues a pesar de no haber leído aún El mito de Sísifo, conoce al hombre
Camus: su moral y sus intereses filosóficos en relación con el curioso concepto (cfr. ibíd., 280-
81). En todo caso, hay en estas palabras de Pia una afirmación clara y contundente sobre la
relación entre el absurdo y El extranjero, a saber, la obra ilustra dicho concepto.

También Jean Grenier, tutor filosófico —y amigo cercano a quien dedicará su ensayo El hombre
rebelde— de Camus en la Facultad de Letras de la Universidad de Argel, ha recibido los dos
manuscritos. En una carta del 19 de abril responde a Camus; considera que El extranjero está
“muy logrado”, sobre todo la segunda parte, y que en general deja una impresión con
frecuencia intensa, a pesar de una cierta falta de unidad y de frases demasiado breves que
tienden a relajar la atención (cfr. íd.). Dada la apreciación modesta que no anima mucho a su
antiguo alumno, Grenier clarifica, a través de una carta del 11 de mayo, que su “muy logrado”
significa sin duda que El extranjero es “excelente” (cfr. ibíd., 282).

Otra apreciación interesante, y muy importante para Camus, fue la de André Malraux, autor de
obras como La condition humaine (1933) y L’Espoir (1937). El 27 de mayo, Pia escribe a Camus
39
anunciándole que Malraux ha leído sus dos manuscritos y que le han gustado bastante, hasta el
punto de pensar en algunas correcciones formales. Pia anexa una copia de estas apreciaciones
de Malraux a Camus: “El extranjero —escribe Malraux— es, evidentemente, una cosa
importante” (ibíd., 283), añadiendo que tiene una fuerza y sencillez de medios que fuerzan al
lector a aceptar el punto de vista del personaje. Además, apunta algunas cuestiones técnicas
tales como las frases demasiado sistemáticas (similar a lo que apuntaba Grenier) y las pocas
palabras que Camus dedica a algunas escenas importantes como la del asesinato; de ese modo
piensa que el vínculo entre el sol y el cuchillo del árabe debería ser ampliado (cfr. íd.). Pia le
responde a Malraux, el 31 de mayo, haciendo defensa de la corta escena del asesinato, pues
justamente el asesino no se preocupa por convencer, con lo cual la escritura escueta y
descriptiva bastaría (cfr. ibíd., 284).

Aunque solamente Pia había relacionado en primera instancia el absurdo con El extranjero,
Grenier y Malraux no tardarían en ver la estrecha relación entre El mito de Sísifo y la novela,
sobre todo, pero también la relación con la obra de teatro Calígula. Así, Grenier escribiría a
Camus, el 9 de junio, a propósito de su reciente lectura de El mito: “[…] Me parece
absolutamente notable, de primer orden e incomparable lo que usted ha hecho. […] La novela
y la obra de teatro lo ilustran bien” (ibíd., 285). Y el 30 de octubre, luego de haber recibido el
manuscrito de El mito a través de Pia, Malraux señalaba a Camus: “La relación de Sísifo y de El
extranjero tiene muchas más consecuencias de lo que yo suponía. El ensayo presta al libro su
sentido pleno” (íd.). Y también transmitiría este mensaje a Pia, el 1 de diciembre, al apuntar que
el ensayo de Camus “[…] es notable, y lo que tiene que decir llega, cosa que no era muy fácil.
Este libro ilumina completamente su novela […]” (ibíd., 286). Camus agradecería a Malraux sus
apreciaciones con la gratitud de un admirador. Responde su carta el 15 de noviembre,
expresándole: “Figura usted entre las personas cuya aprobación he anhelado, y la forma en que
me la da aumenta mi gratitud”; y responde a la relación novela-ensayo señalada por su escritor
admirado: “Algunas obras pueden iluminarse unas a otras. Esa es la idea con la que trabajo”.
“Por eso he insistido, tal vez de forma ingenua, en publicaciones simultáneas” (íd.).

Lo anterior significa entonces que, en los últimos meses de 1941, el panorama para la
publicación del manuscrito de El extranjero parece ser muy favorable, al menos desde el punto
de vista de las apreciaciones literarias de sus lectores, incluso antes de que se conociera la
existencia del manuscrito de El mito. Este ensayo impulsa, de hecho, las intenciones de
publicación: primero se publicaría la novela, luego el ensayo, casi simultáneamente. El 8 de
diciembre, en Orán, Camus se entera, a través de una carta enviada desde Cannes, de las
intenciones de Gaston Gallimard, ahora explícitas, de publicar su novela. Gaston le propone
un contrato con un adelanto de cinco mil francos (cfr. ibíd., 288). El contrato se lo envía el 23
de abril de 1942 y, gracias a Pia, Gaston terminará dando diez mil francos como anticipo sobre
los derechos de autor. Finalmente, El extranjero se publica en Francia, el 19 de mayo, bajo la
casa Gallimard. Aparece a la venta como una «novela», por un precio de veinticinco francos, la

40
primera semana de junio de 1942. Por su parte, El mito de Sísifo no ha podido publicarse aún,
pues se encuentra en dificultades por los pasajes sobre Kafka, judío; y primero deberá ser
sometido a una comisión de control alemana (cfr. ibíd., 294-95).

3.3. El absurdo en la novela.


¿Qué es lo absurdo en El extranjero? Es preciso acudir a las imágenes de la novela, para
relacionarlas con el absurdo.

Meursault, hombre que lleva una vida de empleado en una oficina en Argel, entra, o más bien
es arrojado, en la irrupción de su vida mecánica y sin brillo en el momento en que su madre
muere. Una muerte que sólo trae complicaciones a su vida, pues para él nada había ya de
importante entre ellos. Así, en vez de tener un inicio que apele a una reacción socialmente
normal, la novela muestra la carga que representa la muerte para un hombre de trabajo. Es la
total extrañeza para el lector, que asiste a un inicio literario exquisitamente atrapante: “Hoy,
mamá ha muerto. O tal vez fue ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: «Madre
fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame». Nada quiere decir. Tal vez fue ayer” (Camus,
2015: 11). ¿Cómo —se pregunta el lector—; este hombre no sabe si su madre murió hoy o
ayer? ¿Acaso no le importa? Y es que la reacción del narrador —que hasta el final será
Meursault, como si lo que narrara fuera todo lo que piensa sobre lo que le sucede; es decir,
como si tuviéramos acceso a su conciencia— coloca en segundo plano la muerte,
preocupándose primero del momento de esta. ¿Qué significa la muerte de su madre? Nada
quiere decir. Su vida mecánica de empleado se ve interrumpida por la muerte de su madre.
Pero será momentáneo, ya que su deseo es salir lo más pronto posible de esa situación un
tanto fatigante. Así, se dispone a planear su viaje al asilo para volver pronto a la vida de
empleado: “Tomaré el autobús de las dos y llegaré por la tarde, así podré velarla y regresaré
mañana por la noche” (íd.); y se le hace incómodo haber pedido los dos días de permiso a su
patrón, pues el asunto trastorna su vida de oficina: “Por el momento, es un poco como si
mamá no hubiese muerto. Después del entierro, por el contrario, será un asunto resuelto y
todo habrá revestido un aire más oficial” (ibíd., 11-12). Recálquese algo: no hay lamento por la
pérdida de la madre; sólo hay deseo de volver a la rutina de vida.

Al entrar al asilo y hablar con el director, éste le dice que no hay por qué justificar el hecho de
haber llevado a su madre a un asilo, y añade que su madre era más feliz allí que en casa con su
hijo. Entonces Meursault piensa que en efecto así era mejor, y que al final su madre y él
estaban ya acostumbrados:

Siempre a causa de la costumbre. Un poco por eso, durante el último año apenas vine aquí. Y
también porque venir anulaba mi domingo, sin contar el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los
billetes y de hacer dos horas de viaje. (Ibíd., 13)

41
La muerte de su madre sirve de inicio a una serie de imágenes propias de la vida cotidiana en la
que Meursault está instalado. Se trata de una cadena de gestos cotidianos en la que los
personajes se desenvuelven: una cotidianidad fastidiosa y repugnante a la que Meursault se
añade con indiferencia8. Su conciencia nos muestra la pasividad, el tedio y la fatiga que surgen
de diversos momentos de su vida. Mas todavía no se trata de la irrupción del sentimiento del
absurdo que hace tomar conciencia al hombre de su vida maquinal. Es importante identificar
esta cotidianidad y esta indiferencia del personaje como el estadio inicial y necesario para tal
irrupción. Ahora nos concierne ilustrar dichos momentos cotidianos.

En el asilo, al lado del ataúd de su madre y en compañía del conserje, Meursault acepta tomar
café en vez de cenar. Gesto éste que, entre otros hechos, servirá de argumento para su
sentencia:

Pero yo no tenía hambre. Me ofreció entonces traer una taza de café con leche. […] Bebí. Tuve
entonces deseos de fumar. Pero dudé porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá.
Reflexioné; la cosa no tenía importancia. Ofrecí un cigarrillo al conserje y fumamos. (Ibíd., 16)

El entierro fue un viernes. Al día siguiente, Meursault decide ir a bañarse en una casa de baños
del puerto (cfr. ibíd., 26). Ahí se encuentra a Marie Cardona, una antigua mecanógrafa que había
deseado. Ella ríe mientras él intenta distintos acercamientos. Finalmente, la invita a ir al cine
por la tarde (cfr. ibíd., 27). Allí la besa. Luego van a su casa. Al día siguiente, ya domingo,
Meursault despierta, pero ella se ha ido, pues debía ir a casa de su tía. Él pasa su domingo en
casa, un poco aburrido. Fuma, cocina para sí mismo, ve las gentes pasar por la calle. Al
terminar su tedioso día, hace el balance, no sin dejar de lado el aspecto intrascendente de la
muerte de su madre: “Pensé que, al cabo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora
enterrada, que iba a volver a mi trabajo y que, después de todo, nada había cambiado” (cfr. ibíd.,
31).

Al día siguiente, camino a la habitación de su edificio, después de finalizar en la oficina,


Meursault se encuentra en las escaleras a uno de sus compañeros de piso, el señor Salamano,
quien tiene un perro con el que mantiene una relación de odio y dependencia. La descripción
de Meursault es harta indiferente hacia la repugnancia del animal, pero también de lo que hay
del animal en el dueño:

Hace ocho años que los veo juntos. El podenco tiene una enfermedad de la piel, sarna, creo,
que le hace perder casi todo el pelo y que lo cubre de placas y costras oscuras. […], el viejo
Salamano ha llegado a parecérsele. Tiene costras rojizas en la cara y el pelo amarillo y escaso.
[…] Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. (Ibíd., 33)

8Sobre la cotidianidad, la inconsciencia y la conciencia de los personajes de algunas novelas de Camus,


además de El extranjero, véase el artículo de Susan Rosenstreich (1992), Conciousness to Conscience in
Camus: The embedding of the author’s mediterranean experience in his novels.

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En ese mismo momento, se encuentra con su otro compañero de piso, Raymond Sintes, con
quien habla, pues no tiene razón para no hablarle, a pesar de que en el barrio se dice que vive
de las mujeres (cfr. ibíd., 34). Meursault rememora alguna conversación con él: “También me
dijo hablando de Salamano: «¡Si eso no es una desgracia!». Me preguntó si no me repugnaba y
respondí que no” (íd.). Meursault se queda en la descripción de la repugnancia, sin dar muestras
de adhesión, pues nada le importa si el perro se ve moribundo, o si el dueño se ve ridículo. Se
trata de una escena muy bien descrita de una cotidianidad repugnante. Han sido compañeros
de piso por ocho años, y aun así resulta indiferente ver al perro y al señor Salamano día tras día
consolidar esa relación patética y desagradable; una relación caracterizada por un insulto que el
hombre profiere cotidianamente a su compañero canino: ¡Cabrón, carroña!

Al sábado siguiente viaja con Marie a una playa, a unos kilómetros de Argel. Vuelven a la
habitación, pasan la noche. A la mañana siguiente, se ve interrumpido su desayuno a causa de
una disputa entre Raymond y su amante, quien le había engañado. Luego del momento ruidoso
y de la interrupción que debió hacer un policía al detener el alboroto molesto para los vecinos,
Raymond termina siendo convocado a la comisaría (cfr. ibíd., 42). Por ello, pide el favor a su
nuevo camarada Meursault de asistir como testigo. Éste acepta sin más. Ni siquiera se ufana a
decirle a su camarada su parecer del asunto, es decir, si cree que actúo mal pegándole a esa
mora amante, o si tal vez le desagradó tener que ver ese escándalo tan bochornoso;
simplemente su conciencia pasiva no emite opinión alguna:

Me preguntó si quería acompañarlo. Me levanté y empecé a peinarme. Dijo que me necesitaba


como testigo. A mí me daba lo mismo, pero no sabía lo que había que decir. Según Raymond,
bastaba declarar que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle de testigo. (Ibíd., 43)

Estando en la oficina en Argel, Meursault ha recibido la invitación por teléfono de Raymond,


quien lo ha invitado a pasar el domingo en la cabaña de un amigo suyo, ubicada en una playa
cerca de la ciudad. En este escenario de oficina, el patrón de Meursault le propone un proyecto
de negocio en París: se trata de una oficina para atender sus negocios directamente con las
grandes compañías de la capital francesa. Lo atractivo de esta oferta es, pues, como bien lo
describe el propio Meursault, la posibilidad de viajar a la añorada ciudad metropolitana. Sin
embargo, esta ventaja de conocer y tener nuevas experiencias no resulta para nada atractiva al
personaje argelino. Lo que responde a su patrón está expresado con el sutil tono de la
indiferencia hacia las distintas ambiciones y experiencias que pueda tener un hombre de su
época, particularmente un hombre de negocios:

«Usted es joven y tengo la impresión de que es una vida que ha de gustarle». Dije que sí, pero
que en el fondo me daba igual. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida.
Contesté que no se cambia nunca de vida, que en cualquier caso todas valían lo mismo y que la
mía aquí estaba lejos de disgustarme. […]. Hubiera preferido no decepcionarlo, pero no veía
razón alguna para cambiar de vida. (Ibíd., 46)

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Meursault es, por tanto, un hombre que desea mantenerse dentro del estado de costumbres en
el que vive. La cotidianidad lo confronta con posibilidades de cambio, ya sea de opinión sobre
sus compañeros de piso, ya sea respecto a sí mismo en cuanto a la vida rutinaria de empleado
que lleva en Argel. Pero él prefiere seguir soportando ese tedio, un tedio que para él se ha
vuelto una cadena de gestos en los que se desenvuelve indiferentemente, a veces porque no
encuentra razón para no hacer lo contrario, otras veces porque ya reconoce como normal la
vida alrededor suyo. En pocas palabras, no tiene deseos o ambición para salir de la cadena de
lo cotidiano, que es a su vez la cadena de lo indiferente, de lo más fácil de conseguir, de lo
superfluo, de lo placentero en un sentido inmediato. Así, por ejemplo, le da igual casarse o no
con Marie cuando ésta le pregunta sobre el asunto:

Por la tarde, Marie vino a buscarme y me preguntó si quería casarme con ella. Le dije que me
daba igual y que podíamos hacerlo si era su deseo. Me preguntó entonces si la quería. Contesté,
como ya había hecho una vez, que nada significaba eso, pero que ciertamente no la quería.
(Ibíd., 46-47)

En fin, Meursault tiende a no separarse de la vida mecánica teñida de aburrimiento y


costumbre, en la que pasa su vida día tras día sin aspiración a una vida diferente: “No camina
hacia una meta, no se ordena en torno a una idea. Se despliega, ciega, automática. Está tejida de
una eterna repetición de gestos, de pequeños pensamientos, de groseras sensaciones” (De
Luppé, 1963: 93).

En este sentido, es preciso decir que su conciencia elemental, pasiva y automática no está aún
enfrentada o asaltada por algún sentimiento de absurdo que le haga detenerse a la vuelta de
alguna esquina y le haga considerar el tipo de vida precaria y maquinal que lleva. Por el
contrario, y encaminándonos hacia la lectura de El Mito de Sísifo, el decorado aún no se
derrumbado; Meursault hasta aquí lo podemos leer como el hombre que despierta, toma el
tranvía, pasa cuatro horas de oficina, almuerza donde Celeste, continúa con otras cuatro horas
de trabajo, regresa a casa, cena, fuma y duerme, para continuar así de lunes a viernes. Pero aún
no ha surgido el «porqué» (cfr. Camus, 2017: 27-28).

El domingo, Meursault y Marie salen con Raymond hacia la casa de playa a la que habían sido
invitados por el amigo de este último. Antes de tomar el autobús, Raymond sospecha que un
grupo de árabes, incluyendo al hermano de la mora amante con la que tuvo el escándalo por
engaño, lo están observando. Pero nada pasa más allá de la sospecha. Toman el autobús hacia
la playa situada cerca de las afueras de Argel (cfr. Camus, 2015: 52-53). Llegan entonces a la
casa de playa de Masson, el amigo de Raymond, quien está acompañado de su mujer.
Meursault, Marie y Masson van a la playa y nadan, mientras que Raymond y la mujer de
Masson quedan en la casa. De regreso, todos toman el almuerzo. Luego Masson propone dar
un paseo por la playa entre hombres, mientras las mujeres se quedan a lavar los platos.
Entonces se llevan una sorpresa: hay dos árabes en el otro extremo de la playa, y uno de ellos

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es el hermano de la mora amante de Raymond (cfr. ibíd., 56-57). Al encontrarse frente a frente,
Raymond ha el primer paso hacia una revancha que tendrá consecuencias nefastas:

Raymond se fue derecho hacia su hombre. […] Masson se fue al que tenía asignado y le dio dos
golpes con toda su fuerza. […] Entretanto, Raymond había hecho lo suyo y el otro tenía la cara
ensangrentada. Raymond se volvió hacia mí, y dijo: «Verás lo que voy a darle». «¡Cuidado -le
grité-, tiene un cuchillo!». Pero Raymond estaba ya con un brazo abierto y la boca rajada. (Ibíd.,
57-58)

Herido, Raymond acude a un médico conocido de su amigo Masson, mientras Meursault se


queda con las mujeres explicando lo sucedido, cosa que le fastidia, por lo que decide fumar (cfr.
ibíd., 58). Raymond y Masson vuelven, pero el asunto no está resuelto para aquél. Con mal
humor decide volver a la playa y encontrar esta vez a su hombre para ver si es necesario usar el
revólver. Meursault, curiosamente preocupado, baja con él a la playa. Entonces se encuentran
de nuevo a los dos árabes en medio de un manantial. Raymond no titubea y saca su arma. Está
al límite de disparar ante cualquier reacción de los árabes. Pero cierta mesura de su camarada le
conduce a entregar su arma. Finalmente los árabes se escabullen detrás de la roca del
manantial, y todo se calma. (cfr. ibíd., 59-60).

Al volver con Raymond donde las mujeres y Masson, el mismo Meursault se lleva hasta sus
propios límites cuando decide seguir bajo el sofocante sol de la playa, sólo por evadir la fatiga
de subir las escaleras de la casa de Masson. La cotidianidad ha pasado entonces de indiferente a
fatigante en un hombre a quien tanto fatigaba el incesante sol desde el entierro de su madre. Y
por ello se ve envuelto en circunstancias desafortunadas que lo llevarán a tomar casi
fortuitamente una reacción injustificable. Entonces decide escapar a la sensación aplastante del
sol y del sudor en su frente, para dejar por un momento tanta pasividad:

El fuego del sol ardía en mis mejillas y sentía las gotas de sudor acumularse sobre mis cejas. Era
el mismo sol del día en que enterré a mamá y, como entonces, me dolía sobre todo la frente y
todas sus venas batían a un tiempo bajo la piel. Esa quemadura que no podía soportar me hizo
dar un paso hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no me desembarazaría del sol
desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. (Ibíd., 62)

Un paso mortal que termina por ser el cénit de su injustificable displacer ante el sol. Bien
podría no haber pasado nada, y entonces sus sensaciones seguirían siendo elementales, tales
como dormir, fumar, escapar al sol, bañarse, tener relaciones con Marie. Pero eso sólo
reforzaría el estadio irreflexivo de su conciencia, para seguir viviendo en la cadena de la
cotidianidad. Por el contrario, sucede que desde ese momento en la playa frente al árabe sin
nombre y sin relación alguna con él, ya no puede desligarse de ese hecho en el que tendrá
momentos de verdadero interés. Siendo sujeto de examen por parte de la moral de una
sociedad, se verá forzado a justificarse ante su crimen, aunque sea por razones igualmente

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indiferentes tal como su actitud ante la vida. Y entonces inicia la toma de conciencia del
personaje argelino:

Fue entonces cuando todo vaciló. […] Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el
revólver. […] y fue así, con un ruido ensordecedor y seco, como todo empezó. Sacudí el sudor
y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una
playa donde había sido feliz. Entonces, disparé cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que se
hundían las balas sin que lo pareciese. Fueron cuatro golpes breves con los que llamaba a la
puerta de la desgracia. (Ibíd., 63)

En un interrogatorio sin abogado a Meursault, el juez de instrucción se interesa en su historia:

Se calló, me miró y recomenzó de forma bastante brusca para decirme con mucha rapidez: «Lo
que me interesa es usted». No comprendí muy bien qué quería decir y nada contesté. «Hay
cosas en lo que hizo que se me escapan -añadió-. Estoy seguro de que usted me ayudará a
comprenderlas». […] El juez, siempre sin lógica aparente, me preguntó si había disparado los
cinco tiros seguidos. […] «¿Por qué esperó entre el primer disparo y el segundo?», preguntó
entonces. […] «¿Por qué, por qué disparó usted sobre un cuerpo caído?». (Ibíd., 71-72)

El juez de instrucción es un hombre de Dios. Ante la ausencia de respuesta al por qué


Meursault no sentía la culpa de haber quitado la vida a un hombre y, peor aún, haberle
propinado cuatro tiros sin ningún motivo, enseña al acusado un crucifijo para así dar por
comprendido el asunto (cfr. ibíd., 72): Meursault se daría cuenta de su culpabilidad, agravada por
los cuatro tiros de más, se arrepentiría y finalmente buscaría el perdón de Dios. Pero para este
hombre de fe, la ausencia de respuesta al crimen de Meursault vacía todo el contenido de sus
creencias, y por tanto deja a su intento de comprensión frente a un silencio. El juez de
instrucción es, en consecuencia, un hombre que encuentra absurda su posición frente al juicio.

La escena entre Meursault y el juez de instrucción tiene su fin con un último intento por hacer
arrepentir ante Dios al acusado. Es una fuerte imagen crítica y un tanto mordaz, en la que
Meursault rechaza la vana esperanza que el hombre de religión le ofrece:

Pero me cortó y me exhortó una última vez, erguido en toda su estatura, preguntándome si yo
creía en Dios. Respondí que no. Se sentó con indignación. Me dijo que era imposible, que
todos los hombres creían en Dios, incluso los que se apartaban de su faz. Tal era su convicción
y si alguna vez la pusiera en duda, su vida ya no tendría sentido. «¿Quiere usted -exclamó-, que
mi vida carezca de sentido?». […], puso el Cristo ante mis ojos y gritó desatinadamente. «Soy
cristiano. Le pido que perdone tus pecados. ¿Cómo puedes creer que no sufrió por ti?». […],
hice como si lo aprobara. Para sorpresa mía, prorrumpió en triunfo: «¿Lo ves?, ¿lo ves? -decía-.
¿No es cierto que crees, que vas a confiarte a él?». Por supuesto, dije no una vez más. (Ibíd., 73)

La audiencia es la que define el caso de Meursault. Se hace entonces el proceso en el Palacio de


Justicia. Allí encuentra a los jurados, al personal periodista interesado en su caso (dado que
debían tener material para el verano, además de que después de ese caso asesinato continuaba
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un caso de parricidio en el que estaban realmente interesados), al abogado de oficio, al fiscal, al
tribunal compuesto de tres jueces, al presidente del tribunal. Es este último quien empieza el
proceso anunciando que se llamaría primeramente a los testigos (cfr. ibíd., 88), y que además
dirigiría con imparcialidad los debates, para finalmente adoptar con espíritu de justicia la
sentencia que el jurado considerase adecuada (cfr. ibíd., 89).

El interrogatorio empieza por Meursault: el presidente le pregunta la razón por la que su madre
estaba en un asilo. Luego cede la palabra al fiscal, quien le pregunta por qué volvió armado al
lugar donde estaba el árabe, si es que no tenía intención de matarlo. (cfr. ibíd., 90). Por la tarde
se reanuda el interrogatorio con la intención de escuchar a los testigos. El director del asilo
pasa primero, declarando que se había sorprendido de la tranquilidad del señor Meursault el día
del entierro, esto es, el no haberla llorado y el haber salido tan pronto después del entierro, sin
haberse recogido ante la tumba de su madre (cfr. ibíd., 91). Continúa el conserje del asilo,
añadiendo que el acusado se había negado a ver a la difunta, había fumado, dormido y tomado
café con leche.

En medio de estas declaraciones, el acusado piensa en su extraña situación frente a la


audiencia. Al principio parecía que hablaban de otra persona, pero a medida que avanza el
proceso su conciencia toma ciertos momentos de claridad frente a lo ocurrido; son escasos
momentos de comprensión: el gesto con el que el fiscal exclama «¡Oh, no! Con esto basta»,
luego de la declaración del director del asilo, le hacen pensar a Meursault: “[…], sentí un deseo
estúpido de llorar, porque comprendí hasta qué punto toda aquella gente me detestaba” (ibíd.,
92); y, al término de la declaración del conserje, piensa en la reacción del público: “Sentí
entonces que algo indignaba a toda la sala y, por vez primera, comprendí que era culpable”
(íd.).

El interrogatorio continúa con el viejo Thomas Pérez, quien declara que a causa de su pena no
vio nada de lo que se decía del acusado (cfr. ibíd., 93). Al proseguir Celeste, dueño del
restaurante al que solía ir su amigo Meursault, y luego de varias cuestiones de su parecer sobre
el acusado, declara respecto al crimen de su amigo: “Para mí es una desgracia. Todo el mundo
sabe lo que es una desgracia. Lo deja a uno sin defensa” (ibíd., 94). Continúa Marie, quien
responde con cierto nerviosismo ante la insistencia del fiscal para que relatara lo sucedido al día
siguiente de la muerte de la señora Meursault (cfr. ibíd., 95). Así pues, Marie relata el momento
del baño, el cine por la tarde y el regreso a la habitación de Meursault; pero la situación se
agrava cuando el fiscal le fuerza a decir que habían visto un filme de Fernandel, el actor cómico
francés. Con ese énfasis, el fiscal se expresa con todo su aparataje retórico, luego del silencio
que esa respuesta generó en la audiencia: “«Señores del jurado, al día siguiente de la muerte de
su madre, este hombre se bañaba, iniciaba una relación irregular e iba a reírse a un filme
cómico. No tengo más que decirles»” (ibíd., 96). Marie, en medio de sollozos por haberse visto
contrariada, es retirada del tribunal, para dar lugar a Masson y al señor Salamano. Aquél se
refiere al acusado como un hombre honrado y bueno; éste respondería que la relación entre el
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acusado y su madre llevada a un asilo era una situación que había que comprender. (cfr. ibíd.,
96-97). El siguiente testigo fue Raymond, probablemente el testigo más relacionado con el
árabe asesinado, siendo éste el hermano de la mora amante con quien había tenido el drama del
engaño. Y, ante las preguntas del presidente y del fiscal, Raymond contesta que todo fue por
azar: la presencia de Meursault en la playa, y la carta que su camarada había escrito a la mora.
Un azar puesto en duda por el fiscal, quien, ante la aparente relación azarosa del testigo con el
acusado —una relación de complicidad, en su opinión—, declara a la audiencia: “«El mismo
hombre que al día siguiente de la muerte de su madre se entregaba al más vergonzoso
desenfreno mató por razones fútiles para liquidar un asunto incalificable de costumbres
inmorales»” (ibíd., 98). La sesión termina luego de que el fiscal contestara al abogado de oficio
cuál era al fin el motivo de acusación, pues se presentaban dos hechos, el entierro de su madre
y el asesinato, como íntegramente relacionados: “«Sí -exclamó con fuerza-, acuso a ese hombre
de haber enterrado a una madre con un corazón de criminal»” (íd.), empeñándose en demostrar
que el acusado había premeditado su crimen, esto es, que el asesinato podía comprenderse
desde su alma criminal.

Así pues, el fiscal es un personaje que intenta comprender. Su tarea es presentar el crimen no
como un acto producto del azar, sino como un acto cometido con plena conciencia. Se trata de
un intento por juzgar culpable a un hombre que en simple apariencia tuvo que salir
rápidamente del entierro de su madre, empezó por azar una relación con una mujer al día
siguiente, se hizo camarada de un compañero de piso al que por casualidad ayuda en un lío
amoroso, y dispara inintencionadamente a un árabe con el que sólo tenía problemas su
camarada. En esta dirección apunta el fiscal al decir: “«[…] Porque no se trata de un asesino
ordinario, de un acto impulsivo […] atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores,
este hombre es inteligente. […] Y no cabe decir que actuó sin darse cuenta de lo que hacía»”
(ibíd., 101). El lado opuesto a la comprensión es la vida de Meursault, una vida sin
arrepentimiento. Puesto que para arrepentirse del asesinato Meursault tendría que hacer un
intento por traer lúcidamente a su conciencia el pasado, es decir, tendría que hacer un intento
por comprender por qué disparó cuatro veces más a un cuerpo sin vida. Mas su vida inmersa
en la cadena de la cotidianidad lo sustrae de ese posible intento de comprensión. Por ello
nunca pensó que sus gestos mecánicos de una cotidianidad fatigante y repugnante dentro del
entierro de su madre serían motivos para considerarlo un criminal desalmado que toma
venganza en nombre de su camarada Raymond. En este sentido, piensa sobre los gestos y las
argucias del fiscal: “Hubiera querido tratar de explicarle cordialmente, casi con afecto, que yo
nunca había podido lamentar nada verdaderamente. Estaba siempre acaparado por lo que iba a
suceder, por hoy o por mañana” (ibíd., 102).

Finalmente, el fiscal hablaría del alma de Meursault, como un intento de volverlo más
repudiable ante la audiencia al presentarlo como un ser poco humano e inmoral: “«[…] Sobre
todo cuando el vacío del corazón tal y como se descubre en este hombre se convierte en un

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abismo donde la sociedad podría sucumbir»” (ibíd., 102). Para cumplir con su papel de hacer
comprender la atrocidad del acto del abominable hombre insensible —un acto que, en su
opinión, es más grave que el parricidio que seguiría al presente caso en el Tribunal—, solicitaría
la sentencia siguiente:

«Les pido la cabeza de ese hombre […], nunca como hoy he sentido ese penoso deber
compensado, equilibrado, iluminado por la conciencia de un mandamiento imperioso y sagrado
y por el horror que experimento ante el rostro de un hombre donde nada leo que no sea
monstruoso». (Ibíd., 103-4)

El proceso está a punto de concluirse, por lo que Meursault tiene una última oportunidad de
decir algo en su defensa, pero sólo responde al presidente que “[…] no había tenido intención
de matar al árabe” (ibíd., 104), añadiendo, ante la solicitud de precisar los motivos de su acto,
“[…] que había sido a causa del sol” (íd.). Al terminar la sesión de la tarde, el presidente le dice
que se le “[…] decapitaría en una plaza pública y en nombre del pueblo francés” (ibíd., 108). La
sentencia ha sido pronunciada. Ahora sólo quedan los momentos de Meursault en su celda,
donde surgirá la posibilidad de intentar comprender su vida en retrospectiva. De ello resultará
destacable su toma de conciencia ante la muerte, pues se trata de la realidad con la que se ve
afrontado desde el inicio de su narración («Hoy, mamá ha muerto»), sin otorgarle importancia
(«Nada quiere decir. Tal vez fue ayer»), pasando luego por una muerte en la que es actor, y que
lo llevará —a causa de su incomprendida honestidad frente a lo azaroso y su falta de
justificación aceptable por las cuatro balas de más— a la inevitable muerte que le espera.

¿Hay esperanza para el condenado a muerte?:

Lo que importaba era una posibilidad de evasión, un salto fuera del implacable rito, una loca
carrera que ofreciese todas las vías de la esperanza. […] Pero considerándolo bien, nada me
permitía ese lujo, todo me lo negaba, y volvía a ser presa de la mecánica. (Ibíd., 109)

El condenado a muerte, en este caso por decapitación, no tiene esperanza; su condena no deja
lugar a la imaginación de escape, pues el azar se ve reducido a su mínima expresión, al punto
de determinar con exactitud el momento en que se le decapitaría. No hay nada que hacer entre
lo humanamente posible; ese hombre deberá solamente colaborar con su inevitable y mecánica
muerte. Pero, si se apela a la ironía, sí tiene una esperanza, esto es, que la cuchilla funcione bien
al primer intento (cfr. ibíd., 111). ¿Qué puede pensar el condenado antes de su ejecución? «Voy
a morir, voy a morir, ¡voy a morir!»; esa se vuelve su única verdad, cuya consecuencia puede ser
o bien desesperarlo en sus últimas horas de vida, o bien expulsar de su alma todo rastro de
esperanza que intente reconciliarlo con la vida. Ciertamente resulta muy incierto determinar
qué siente un hombre en ese caso. Meursault, siendo nuestro personaje analizado, atraviesa ese
pálpito del corazón que busca la más mínima esperanza, pero que se ve enfrentado a la
evidencia que la sentencia comporta, una evidencia harta razonable, organizada y precisa, como
si de una demostración matemática se tratara. Él, siendo un condenado a muerte, rehúsa por
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ello de esa muerte en el mismo momento en que es forzado a tomar conciencia de ella. Se trata
del razonamiento opuesto al del suicida, quien, ante el sinsentido de su vida, concluye por
quitarse la vida, mientras que el condenado puede decir: «La vida no tiene sentido, pero quiero
vivir de todos modos».

Por otra parte, en las palabras que Meursault expresa casi al final de la novela encontramos su
despertar del pesado sueño cotidiano hacia el estallido de rebelión. Una rebelión que se
presenta en la escena donde el capellán le ofrece la esperanza religiosa. Hombre insistente por
lograr que el condenado acepte a Dios antes de ser ejecutado, inicia entrando a la celda de
Meursault sin invitación: “«¿Por qué -dijo- rechaza usted mis visitas?». Contesté que yo no creía
en Dios. […] la cuestión me parecía sin importancia. […], no quería ser ayudado y
precisamente me faltaba tiempo para interesarme en lo que no me interesaba” (ibíd., 116-7).
Pero ese hombre de fe no acepta que haya hombres sin esperanza en una vida después de la
muerte; siente que tal incredulidad es una ofensa a las creencias que ordenan su vida: “«¿No
tiene, pues, ninguna esperanza y vive con el pensamiento de que va a morir totalmente?». «Sí»,
respondí.” (ibíd., 117-8). El capellán replica a Meursault en un estallido: “«No, no puedo
creerle. Estoy seguro de que ha sentido alguna vez el deseo de otra vida»” (ibíd., 119). El
condenado le responde que era un deseo como cualquier otro, ante lo cual el religioso lo
interrumpe y le cuestiona sobre esa vida ultraterrena. El momento toma su punto más álgido
cuando Meursault se cansa de escuchar tanta palabra vana de consuelo y, tras un ligero toque
de compasión en su hombro, acompañado de un «rezaré por usted», irrumpe en cólera para
hacerle saber al capellán que sólo la muerte que le espera en este mundo puede decirse como
verdad:

Lo había agarrado por el cuello de la sotana. Volcaba sobre él todo el fondo de mi corazón con
estremecimientos de alegría y de cólera. Parecía tan seguro. Sin embargo, ninguna de sus
certidumbres valía un cabello de mujer. Ni siquiera tenía la certeza de estar vivo porque vivía
como un muerto. Yo parecía tener las manos vacías. Pero yo estaba seguro de mí, seguro de
todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esa muerte que iba a llegar. Sí, era lo único que
tenía. Pero, al menos, yo tenía esa verdad tanto como ella me tenía a mí. (Ibíd., 120)

Es la lucidez del condenado a muerte la que le posibilita darse cuenta de ese absurdo del
mundo mortal del que pronto se desligará:

Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué. […] Desde el fondo de mi
porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, un hálito oscuro subía hacia mí a
través de los años que aún no habían llegado […]. Qué me importaban la muerte de los otros,
el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que
uno elige, puesto que un solo destino debía elegirme a mí y conmigo a miles de millones de
privilegiados que, como él, se decían mis hermanos. […] ¿Qué importaba si, acusado de
asesinato, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? (Ibíd., 121)

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El extranjero tiene un estilo que intenta imitar la vida mecánica, monótona y cotidiana. A ese
estilo podemos llamarlo «absurdo». Pero también hay un estilo rebelde, donde la conciencia del
artista observa la realidad absurda, sobre todo en los momentos del proceso de Meursault,
donde despliega su ironía. Y se incluye —aspecto de no menos relevancia— el estilo poético,
que toma por escasos momentos las palabras de Meursault para expresar la dulzura de los
baños en el mar, o los olores y colores de una tarde de verano; en fin, para expresar el canto a
la vida, a los paisajes argelinos, e incluso a sus sensaciones. La imagen final de la novela recoge
bien esta combinación de estilos, en la que la mencionada lucidez del condenado a muerte
también le permite juzgar su propia vida, saberse inocente y sentirse feliz:

Los ruidos del campo llegaban hasta mí. Olores de noche, de tierra y de sal refrescaban mis
sienes. La paz maravillosa del verano dormido entraba en mí como una marea. En ese
momento, en el límite de la noche, las sirenas aullaron. Anunciaban salidas hacia un mundo
que, para siempre, me era ahora indiferente. […] Tan próxima a la muerte, mamá debió de
sentirse liberada de ella y dispuesta a revivirlo todo. Como si esa gran cólera me hubiese
purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me
abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan
fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía. (Ibíd., 122)

Si Meursault ha pasado de hombre indiferente que se inserta en la vida cotidiana cargada de


fatiga y repugnancia, hacia una vida que lo hace tomar paulatinamente conciencia de su
situación dentro de su juicio y su sentencia, finalmente logra ciertos momentos de lucidez que
lo hacen tomar posición frente a su forma de vida, a su esperanza de escape y a su certeza de
muerte —siendo ésta la que lo libera de cualquier arrepentimiento y esperanza—, para
despreciar su destino, sabedor de que lo importante era vivir. Y entonces podría terminar su
narración diciendo para sí: «Hoy moriré. O tal vez mañana, no sé. La sentencia proclamaba:
‘Decapitación. Plaza pública. En nombre del pueblo francés’. Nada quiere decir. Tal vez será
mañana».

3.4. Crítica de Sartre.


La publicación de El extranjero suscitó interesantes reacciones inmediatas. Una de ellas fue la de
Jean-Paul Sartre. La lectura sartriana de L’Étranger produjo un minucioso análisis de esta obra
en un artículo publicado en los Cahiers du sud, en febrero de 1943, titulado “Explicación de El
extranjero”. Para Sartre, L’Étranger, o más precisamente Meursault, ese hombre “extraño” y
“extranjero”, se explicaría a partir de la lectura de Le Mythe de Sisyphe, el ensayo camusiano que
unos meses más tarde publicaría la editorial Gallimard, en octubre de 1942.

Ni relato, ni novela; Sartre clasifica El extranjero como una pretendida “corta novela de
moralista”, al estilo de Cándido o Zadig de Voltaire, o incluso quizás esté más cerca a uno de sus
cuentos (cfr. Sartre, 1960: 94). Acogido como algo exótico y ambiguo, El extranjero lleva una y
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otra vez a Sartre a los pasajes de El mito de Sísifo. Sartre piensa que Camus escribe primero una
novela porque cuenta con cierto reconocimiento de los límites del pensamiento humano (cfr.
Todd, 1997: 315).

Le había comentado Jean Paulhan que Camus era un “Kafka escrito por Hemingway”, pero
nada más lejos de la realidad: para Sartre, Camus y Kafka son diametralmente opuestos, puesto
que Kafka es el novelista que afirma la trascendencia, aunque imposible de conocer para
nosotros, mientras que Camus es un novelista que niega toda trascendencia, y que de ese modo
se entrega al mundo en todo lo humanamente posible (cfr. Sartre, 1960: 87). Así pues, Sartre
piensa que el “hombre absurdo” hace parte de un tipo de humanismo; además, el absurdo se
integraría a la reflexión sobre la condición humana (cfr. Todd, 1997: 314-15).

Balance sartriano sobre esas páginas desconcertantes que narran la vida de un hombre
indiferente hacia todo, el filósofo parisino intentará explicar en su artículo los logros y los
fallos de Camus (cfr. ibíd., 314). Pero ante todo, Sartre considera a Camus un artista. La
caracterización sartriana de Camus es irónica: lo trata de autor “clásico”, lo que significa que su
obra no debe ponerse al lado de Kierkegaard, Jaspers o Heidegger, sino al lado de Pascal,
Rousseau y Maurras, pues no es un digno representante de los pensadores de lo absurdo (cfr.
Sartre, 1960: 79). Así pues, Sartre sentencia que L’Étranger es una obra clásica, de orden,
compuesta a propósito de lo absurdo y contra lo absurdo (cfr. Maldonado, 2012: 43).

Por otro lado, Camus plantea un problema en su propuesta sobre la novela absurda: ¿puede
haber una obra que sea fiel a las exigencias de lo absurdo? Y de ser así, ¿L’Étranger es un
ejemplo de novela absurda? Para Sartre, Camus ha intentado poner en escena sus propias
enseñanzas sobre la novela absurda (cfr. Sartre, 1960: 81). En este sentido, Meursault es objeto
de análisis sartriano bajo el lente interpretativo de su lectura del ensayo camusiano; y el
absurdo, que es el tema de mayor interés para Sartre, lo remite una y otra vez a dicho ensayo,
para regresar al examen particular del carácter de Meursault. En este ir y venir encuentra cierta
ambigüedad: primero identifica una actitud natural en el personaje, donde éste se deja arrastrar
por el flujo vital, siendo pura indiferencia e irreflexión aquello que lo caracterizaría; pero
seguidamente identifica un momento de iluminación de la conciencia del personaje cuando éste
se da cuenta del carácter absurdo de su juicio. (cfr. ibíd., 85). Así pues, al hablar de absurdo nos
remitimos con Sartre a la caracterización camusiana más precisa: el absurdo es un desajuste
entre el deseo de unidad del individuo y la irreductibilidad del mundo a principios razonables; y
en L’Étranger el absurdo es, bajo la mirada sartriana, el desajuste entre la suerte de masa amorfa
que resultan ser los hechos previos al asesinato y el intento del fiscal de dar claridad y sentido a
éstos (cfr. ibíd., 86). Hay así dos visiones de los hechos. Se trata entonces de una novela que
ilustraría el desajuste, el divorcio y el extrañamiento, donde los hechos previos al punto de
quiebre de la obra se nos presentan casi que de golpe y sin un principio racional explícito que
los englobe, provocando en el lector una extrañeza por ese personaje que ha matado a un árabe

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sin motivo ni razón suficiente más allá del mero destello cegador del sol reflejado por un
cuchillo (cfr. Maldonado, 2012: 44-45).

Siendo además exigentes con la coherencia que se establecería entre lo expuesto en el ensayo y
lo que se intenta ilustrar en la novela, el absurdo debe pasar primero por ser emoción, para
poder llegar a elaborarse luego como noción. Y tal propósito se lograría si el lector asiste al
desajuste establecido entre los motivos circunstanciales que llevan al personaje a cometer el
crimen, y los motivos que reflexiona el abogado en el juicio, cuya reconstrucción de los hechos
comportan una visión racional que demuestra la distancia moral entre el asesino y la sociedad
(cfr. ibíd., 46).

Y bien, hemos dicho que el absurdo primeramente es emoción y, posteriormente, noción.


Sartre esperaba que esta reflexión camusiana se encontrara ilustrada en la novela. Sin embargo,
encuentra que Camus hace uso de un recurso ilusorio según el cual el personaje tiene una
conciencia transparente al mundo y a los hechos tal como se presentan, y por ello tal
conciencia es opaca para brindarle significados a tales hechos. Así, la conciencia de Meursault
sería de carácter puramente pasivo. Ironía sartriana: L’Étranger es un relato humorístico, pues
pretende mostrar una experiencia desprovista de relaciones significativas (cfr. ibíd., 48).

Dicho esto, resulta difícil, siguiendo a Sartre, ver el desarrollo de lo absurdo en Meursault. No
hay, y no puede haber, un momento de la pura emoción en la que el personaje sienta que el
decorado de su vida se ha resquebrajado abrupta y repentinamente. Y esto porque el momento
puro de la experiencia de los hechos no existe; nuestras experiencias están acompañadas de
relaciones de significado, por más irreflexivos o indiferentes que seamos. Además, dicho
personaje no podría brindarnos los hechos puros sin más, para luego llegar a un momento de
lucidez que le permitiera darse cuenta del absurdo de su situación en el juicio. Somos los
lectores quienes tenemos esa sensación de hallar en tal juicio un intento de reconstrucción de
unos motivos plenos de sentido y de causas estrechamente relacionables. Mas sólo nos
encontramos con dos momentos: el de una pura descripción hecha por el personaje, donde su
conciencia pretende ser esencialmente pasiva, y, luego, el de un recuento de los hechos, visto
siempre desde la conciencia del personaje, que intenta ser una significación (para sí mismo) de
todo lo que lo ha llevado a una sentencia de muerte bajo las otras conciencias del juicio, las
cuales han optado por la narración de los hechos dada por el fiscal. Éste ha convencido de que
Meursault no ha cometido un crimen por defensa propia ni por alguna otra razón digna de
arrepentimiento, sino por mera sevicia y grotesca inmoralidad propias de un hombre
desalmado.

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CONCLUSIONES

Para Camus, el absurdo empieza como un sentimiento. Y como tal, sólo podemos describirlo.
Por ello propone inicialmente un análisis del clima en el que encontramos esa sensación de
absurdo. El hombre encuentra el absurdo repentinamente, a la vuelta de cualquier esquina,
como escribió. Es similar a un despertar de la vida que se ha venido llevando; es como un
momento de asombro desagradable. Y sin embargo, es un momento propiciado por la
conciencia, que ha optado por prestar atención a algo hasta el momento inadvertido. Entonces
el hombre debe decidir si cambia su vida o no. Ahí está, en breve, el origen del absurdo; se
trata de la sensación solamente. Bien se dice, pues, que cualquier hombre puede sentir el
absurdo, ya sea en la expresión de la conciencia de la vida maquinal, en la conciencia del paso
del tiempo que le hace desear no llegar a un futuro cuya certeza está en la muerte, en la
sensación de extrañeza hacia un mundo indiferente con los hombres y sus propósitos, o en la
extrañeza hacia sí mismo y hacia los demás hombres. La sensación de absurdo parece poder
multiplicarse en sus ejemplos.

De la experiencia cotidiana del absurdo, pasamos luego a la conceptualización, o sea, a la


noción misma de absurdo. Ahora pasamos del «corazón» a la «razón», a saber, al encuentro del
intelecto con el absurdo. El presupuesto camusiano para la razón indica que todo el plano del
espíritu humano busca comprender. Ése es el deseo supremo de la inteligencia. Mas este deseo
se ve pronto detenido por su encuentro con los límites que le impiden aprehender el mundo y
aprehender asimismo su propio ser. El espíritu se encuentra entonces con unos «muros
absurdos». Y así toma conciencia de sus límites y reconoce la ilusión de sus deseos. Se trata de
un amargo encuentro que brinda claridad al intelecto que buscaba precisar el sentimiento del
absurdo. Ahora sabe que ese absurdo ha surgido de su encuentro con el mundo, y que
involucra a ambos. Es un encuentro de dos etapas: primero inesperadamente, y luego
voluntariamente a través del deseo de comprensión.

El absurdo que cualquier hombre puede encontrar en su vida es un asunto que involucra dos
partes: el hombre y el mundo. No hay absurdo más que en la relación entre éstos. Pero, yendo
un poco más a fondo, sólo hay absurdo cuando el hombre se pregunta por su vida y surge un
sentimiento de incomprensión y de lasitud; entonces hay una especie de fractura entre el
hombre y la vida que lleva. Hay un poco de perplejidad y de asombro que lo escinden de la
vida maquinal y de costumbres. El hombre se hace consciente de una verdad que deberá
confrontar para extraer de ella todas sus consecuencias. En este descubrimiento está el
desgarramiento que deberá afrontar.

Nos preguntamos entonces si es preciso continuar y vivir en coherencia con lo que la


conciencia ha logrado hasta este momento. En este sentido nos preguntamos por las

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consecuencias de dicha verdad; así pues: ¿qué significa preservar esa verdad que llamamos el
absurdo?

Ahora que el hombre ha decidido transitar por una aventura intelectual —cuya motivación
principal fue su encuentro repentino con la sensación de absurdo—, debe extraer de su
encuentro las consecuencias que ha de aplicar a su vida, la primera de las cuales consiste en
vivir con esa evidencia que significa el absurdo. Así que la norma suprema es no abandonar lo
que la conciencia ha logrado, a saber, el descubrimiento del absurdo, entendido éste como la
situación que confronta al hombre con el mundo, y que se trata de una relación de
desencuentro y de divorcio, pues el hombre, que desea comprenderse y comprender el mundo,
acaba por no hallar respuesta satisfactoria para su razón deseosa de unidad y de absoluto. Y
por ello el escape del absurdo será una grave falta hacia la conciencia, pues sería escapar a la
evidencia que el espíritu ha logrado en su aventura intelectual.

El absurdo impone vivir en el mayor grado de honradez; exige vivir a plenitud con la
conciencia. Ésta reniega que saltemos hacia algún sentido de vida que signifique escapar a sus
descubrimientos y sus límites; impone por tanto rehusar de una esperanza que apaciguaría el
desgarramiento implícito del absurdo. Así pues, el absurdo exige una perpetua rebelión contra
los alicientes, somníferos y calmantes que buscan vendernos un sentido de vida y, en pocas
palabras, un certeza gratuita. Y esta rebelión, este orgullo de la inteligencia, es fuente de valor
para la vida, la misma que ha desistido de caer en un sentido para sí misma, uno definitivo y
complaciente.

El absurdo comporta cierta libertad para el hombre. Es una libertad del presente, la única que
realmente nos concierne. En este sentido decimos entonces que el espíritu absurdo no piensa
en el mañana, pues reconoce la ilusión que significa actuar bajo la sombra de un gran propósito
de vida, cuyo engaño nos hace creer que todas nuestras libres acciones estarán destinadas al
cumplimiento de ese gran sueño. Pero se trata de un sueño que no contempla la inminente
posibilidad de mi muerte. Y, por el contrario, el absurdo nos regresa a la certidumbre: la vida
ahora. Así pues, el hombre, para ser coherente con su rebelión, precisa de una libertad
instalada en el hoy. Y sólo en el hoy el hombre puede agotar las posibilidades que la vida y el
mundo le ofrecen. Atrás quedaron la esperanza y los propósitos que obligaban a actuar en un
sentido definido de vida, y que, en el fondo, privaban de la libertad del ahora. Entonces el
hombre vive su vida en el presente, a plena conciencia, con toda su pasión, aquella que lo
invita a vivir lo más posible la gran posibilidad de experiencias, y que le recuerda que, ante la
muerte, ya no hay mañana.

Mas ¿qué significa “salir” del problema del absurdo? Abordamos entonces el aspecto que
implica solucionar el problema del absurdo. Mas inmediatamente nos encontramos con una
dificultad: bajo las exigencias que una verdad demanda a la vida de un hombre, es
contradictorio querer vivir como si tal verdad debiera ser disuelta debido a que se trata de una

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verdad desagradable. Por ello Camus reniega de querer solucionar el absurdo, pues solucionar
implica disolver el problema mediante la negación de una de sus partes. Es aquí donde
hablamos del «suicidio filosófico» como una forma de escamotear o bien el deseo humano de
comprensión, o bien el silencio irracional del mundo. En ambos casos se trata de una suerte de
salto hacia un sentido de vida y una profundidad del mundo que la evidencia primera del
absurdo niega. El hombre que intenta resolver el absurdo termina por negar su pensamiento,
bien sea mediante la negación de la razón o bien haciendo gala de ella. En ambos casos, el
pensamiento extralimita lo que la conciencia había evidenciado; va, por tanto, más allá de los
«muros absurdos». Y en su afán por hallar una explicación de la situación humana en el
mundo, el pensamiento se aparta del absurdo y termina por escapar de su lograda lucidez. Por
tanto, al renunciar al absurdo, el espíritu rehúye de la confrontación constante con la
irracionalidad del mundo, y con ello desaparecen su rebeldía, su libertad y su pasión.

El teatro y la literatura sirven a Camus de medios poderosos de ilustración de su ensayo.


Camus pone en marcha una gama de personajes que responden de una u otra manera al
absurdo que irrumpe en sus vidas. Está Calígula, el emperador que descubre, luego de la
muerte de su hermana-amante Drusila, la verdad del absurdo de la condición humana. Una
verdad hecha consigna: “los hombres mueren y no son felices”. En adelante, todo su esfuerzo
se encaminará a ser lógico y consecuente con esa verdad; no sólo él, sino también todo el
imperio, a raíz del proyecto sobre la suma importancia del Tesoro Público. Con esta idea todos
los súbditos del César verán cómo el absurdo irrumpe en sus vidas. Sin embargo, está la figura
de Quereas, personaje que se opone al absurdo, en virtud de su concepción de un sentido de
vida y una razón de existir que Calígula desvanece en un santiamén. Quereas es, por tanto, un
personaje que apela a la esperanza de ser feliz a costa de negar las verdades de la inteligencia (o
bien podríamos decir: a costa de negar el absurdo). Y está también la figura un tanto
inadvertida de Helicón, un personaje que representa la mesura ante el absurdo, pero sin
oponerse a esa verdad. Parece ser el personaje que responde más adecuadamente al absurdo,
mientras que Calígula encarna una libertad desmesurada que termina con su muerte, es decir,
con la disolución del absurdo.

También está la respuesta desgarradora de Marta y su madre, las asesinas del hijo que había
regresado después de tanto tiempo. Cuando se dan cuenta de su atroz crimen, la madre no
soporta haber descubierto el amor por su hijo luego del desgarramiento que le produce
conocer la verdadera identidad de su víctima, y entonces opta por el suicidio. Marta, consciente
de no poder reconciliarse con el mundo en medio de su soledad, terminará por suicidarse
también. Pero antes de hacerlo, descargará su desgarro con María, la esposa del asesinado. Le
dirá, en breve, que el amor es inútil, que no termina uno por reconocer a nadie y que el único
orden está en la muerte. La respuesta de María es desesperada. Ella desea escapar ante todo de
ese absurdo en el que una madre y su hija han matado a su ser más cercano. Por eso demanda
con desgarro la ayuda de Dios. Ilustradas las respuestas al absurdo, esta pieza teatral termina

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con una negativa del criado hacia la demanda de ayuda de María, entendiendo con esto que ni
el suicidio ni la esperanza son respuestas adecuadas para Camus.

Quizás la respuesta más adecuada al absurdo sea la de Meursault, el personaje indiferente ante
la muerte de su madre y ante el asesinato del árabe, pero que termina por no querer escapar de
ese absurdo que irrumpe en su vida. Hombre instalado en la cotidianidad, su conciencia dejará
esa pasividad e indiferencia con la que vivía a partir del momento en que dispara a un árabe a
causa del sol fatigante de aquel día en la playa. En adelante vienen personajes que le ofrecerán
el arrepentimiento y la esperanza divina. Así, el juez de instrucción es un hombre que desea
comprender por qué Meursault disparó cuatro tiros sobre un cuerpo inerte y, ante la ausencia
de una razón, ofrece el arrepentimiento ante Dios como alternativa de comprensión. Pero
Meursault no acepta a Dios. Y tampoco acepta, antes de esperar su ejecución, la esperanza del
capellán en la celda. En esta escena encontramos su estallido de rebelión al decirle al religioso
que la única certeza era su vida y esa muerte que le esperaba. Meursault es, por tanto,
consciente y consecuente con el absurdo que irrumpió en su vida, pues no termina por darle
un sentido a su vida o por arrepentirse ante Dios a cambio de una esperanza ultraterrena. Él
muere con lucidez.

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