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SEMINARIO MAYOR «CRISTO SACERDOTE»

Teléfono: (03) 2586360 *** Apdo. Diocesano: 18-01-0124 *** Casilla n.


953
Dir. Nicolás Arteta y Antonio Clavijo (Sector “El Tropezón”) *** Diócesis de
Ambato - Ecuador

AFILIACIÓN CANÓNICA

Asignatura: Síntesis Teológica


Docente: P. Marco Albuja Año Lectivo: 2021 – 2022
Estudiante: Iv Teología Semestre: Segundo
Tema: Cristología Fecha: 17/05/22

Willian Guanopatín
El misterio de Jesús

Existe una visión sintética sobre la figura de Jesús que nace en una cultura especifica
como es la judía, tendrá mucho que ver con la definición que darán historiadores y
teólogos. La persona de Jesús es mostrada por referencias bíblicas que el pueblo pueda
entender, lo llaman: rabí, sabio, profeta y mesías. Sin embargo, estas tipologías no
encierran la figura completa de Jesús. las referencias bíblicas del AT y NT, ayudan a
comprender en conjunto el Misterio de Jesús.
Para el Antiguo Testamento, las menciones que hacen los diversos pasajes,
especialmente de los profetas sobre los acontecimientos de la vida de Jesús son una
muestra de quién es ÉL. La preexistencia de su figura es mostrada. Porque Jesús fue
esperado y en ÉL se cumplen las Escrituras. Con respecto al nacimiento de Jesús: Isaías
7:14 “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a
luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. Isaías 9:6 “Porque un niño nos es nacido,
hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable,
consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”.
El nuevo testamento dirá que Jesús tiene rasgos de Maestro, por su mensaje de sabiduría
como se muestra en (Lc. 12,22-31; Mt. 6,25-35). Estas citas muestran las referencias de
sabiduría de su mensaje, utilizando elementos conocidos por todos los de la época como
es: Las aves del cielo y los lirios del campo. Otros elementos de su mensaje refieren a la
providencia del Padre (Lc. 12,2 -7: Mt 10,26-31). También, otras características que
proporciona el NT, dicen que Jesús fue reconocidos por los milagros,
La predicación del Reino de Dios

Uno de los tratados fundamentales de su predicación es el Reino de Dios. Para Jesús, el


reino de Dios; es un tesoro cuyo descubrimiento llena de alegría. Como buen judío, la
aceptación del reino de Dios debe fructificar en buenas obras en la propia vida. k Porque
dejar pasar esta oportunidad es perder la propia vida. Jesús pretende que el pueblo de
Israel acepte la intervención decisiva de Dios, que está en realización y que cambiará su
historia.
Un ejemplo lo encontramos en AT, en los salmos que exaltan la Realeza de Dios
“Aclamad a Dios con gritos de alegría” (cf. Sal, 93). Jesús utiliza los pasajes más
conocidos por el pueblo para entronizar su mensaje “Jesús no hace una exposición
sistemática en torno al reino de Dios, utiliza un lenguaje simbólico, poético y
sugerente”1. Sin embargo, el carácter universal de su predicación entra en función de
unificar a las 12 tribus y la edificación de un templo nuevo y glorioso, con el afán de
que todos los pueblos conozcan de Yahvé su gloria.

Títulos atribuidos a Jesús


a. Hijo del hombre

El apelativo aplicado a Jesús es enigmático. El Hijo del hombre, es una expresión


cotidiana que significa “el ser humano” o “un ser humano”. La primera parece expresar
teológicamente la conciencia de autoridad que muestra Jesús. La figura del hijo del
hombre es central en la apocalíptica. Se utiliza para significar la identidad personal de
Jesús y su misión. Este significado, en el NT hace referencie a la vida terrena de Jesús y
su actuación en el presente. En consecuencia, el titulo Hijo de Dios fue central en la
cristología primitiva, mientras prevaleció el ambiente apocalíptico y estuvieron vivos
los recuerdos del Jesús terreno. El título se fue diluyendo progresivamente hasta que
prácticamente desapareció de la reflexión cristológica.
b. Hijo de Dios
Jesús, el Cristo, Jesucristo es el Hijo de Dios. Esta evolución dogmática primitiva se mantiene
en línea con la confesión de fe primitiva comunidad pascual, que modificó el énfasis de este
título cristológico. Los debates cristológicos y trinitarios lo convirtieron en un título
eminentemente ontológico para definir y confesar la divinidad de Jesús, su condición divina y
su consustancialidad con el Padre. A demás, la experiencia pascual lleva a la comunidad
cristiana a confesar a Jesús, el Crucificado resucitado, como el Hijo de Dios. Los textos
neotestamentarios testifican de forma explícita esta aplicación postpascual del titulo del título
Hijo de Dios o simplemente Hijo a Jesús (Rm 1,3; Hch 13,33; Mt 11,27; Mc 15,39).
Finalmente, el Evangelio de Juan aplica reiteradamente a Jesús el título de Hijo de Dios (Jn
1,34.49) y resalta esta relación filial de Jesús con el Padre.
c. Mesías
el Kerigma primitivo y la predicación apostólica asocian el nombre de Jesús resucitado con el
título de Mesías. Este término es utilizado como uno de los títulos cristológicos y el kerigma
primitivo asocia de forma directa a Mesías y Señor (cf. Hch 2,36). Estos dos títulos juntos se
convierten en títulos de exaltación, quiere decir que el exaltado es Jesús que ha pasado por la
pasión y la cruz. Por tanto, el mesianismo de Jesús está vinculado por la Kénosis y la muerte.
Otra relación directa que tiene el título de Mesías es con Cristo “ La palabra Cristo es la
traducción griega de la palabra hebrea Mesiah y de la palabra aramea Mesiha” 2. La resurrección
es el significado.

1
Ibid, p. 36.
2
Ibid. 219.
(Diego Villamil)

1.3 La conciencia que Jesús tiene de Dios como “Abbá”3

En el origen de la autoridad personal de Jesús hay una sorprendente cercanía a Dios, de la que
las narraciones evangélicas han conservado indicios impresionantes. La más clara está en la
manera, sin precedentes, de invocar a Dios como su Padre usando el término «Abba».

Algunos exegetas, han demostrado de forma convincente que este modo de dirigirse a Dios en
la oración era desconocido en el judaísmo contemporáneo. Es cierto que el uso del término
«Abba», en referencia a Dios, no era completamente desconocido de los rabís del judaismo
palestinense, pero, no obstante, está el hecho de haber sido Jesús el único que se dirigió
directamente a Dios en la oración con el término «Abba» (Mc 14,36).

El término representaba la manera familiar e íntima con la que un niño judío se dirigía a su
propio padre terreno: «papá». Jesús, por tanto, habló con Dios de esta manera íntima, y la
novedad que aporta al dirigirse a Dios de esta manera fue tan grande que el término arameo
original se mantuvo en la tradición evangélica (Mc 14,36). Esta expresión transmite la intimidad
sin precedentes de la relación de Jesús con Dios, su Padre, así como la conciencia de una
singular cercanía que pedía ser expresada en un lenguaje inaudito. Aunque, tomado en sí mismo
y aisladamente, el término no bastaría para dar cuenta suficiente y teológicamente de una
filiación divina «natural», sin embargo, testifica, más allá de toda duda, que la conciencia de
Jesús era esencialmente filial: Jesús era consciente de ser el Hijo 4.

Esta conciencia, expresada de forma eminente en el término «Abba», se refuerza con la prueba
complementaria a la afirmación en que Jesús se dirige manifiestamente a Dios su Padre de una
manera única y sin precedente (Mt 11,27; 24,36).

Toda la vida y misión de Jesús tienen su centro en Dios y no en sí mismo, no es menos cierto
también que todo su talante, su pensamiento y sus acciones, sus actitudes y comportamiento
implican una cristología de la que, aunque implícitamente, él es claramente consciente. Sería
equivocado esperar que Jesús declarara su identidad en términos todavía no accesibles a sus
oyentes. En particular, el término «Dios» era totalmente inaccesible tanto a Jesús mismo como a
sus seguidores, si Jesús hubiera dicho que era «Dios» habría provocado una confusión
inextricable y habría hecho ininteligible su propia autorrevelación 5.

Jesús, sin embargo, hizo algo más que declarar simplemente su misterio en términos sólo en
parte comprensibles. Su vida y su misión hablan por él y en ellas Dios ha comenzado ya a
revelar a su Hijo, porque la plena revelación por parte de Dios de la identidad de Jesús habría de
consistir en la acción divina de resucitarlo de entre los muertos. No es casual, sino de necesidad
natural, que la cristología «explícita» no pudiera ser más que un desarrollo post-pascual. Pero
antes debía intervenir la muerte de Jesús 6.

1.4 Las intenciones de Jesús frente a su propia muerte 7

3
Cfr. J. DUPUIS, Introducción a la Cristología, Verbo Divino, Pamplona, p. 81-84.
4
Cfr. F. OCARIZ, El misterio de Jesucristo, EUNSA, Navarra, p. 347.
5
Cfr. J. DUPUIS, o.c.., p. 82.
6
Cfr. Ídem.
7
Cfr. P. HÜNERMANN, Cristología, Herder, Barcelona, 1997, p. 116-118.
Por lo que respecta a la cuestión de cómo entendió Jesús su muerte, desempeñan un papel
central los siguientes elementos: no es posible, sino seguro, que Jesús contó con la posibilidad
de una muerte violenta.

Así se desprende de su vinculación al mensaje del Bautista y de la relación estrecha que


mantiene con él (cfr. Mc 6,14), aunque también de la resistencia, que tan pronto afloraría en su
vida pública, contra su interpretación de la voluntad de Dios, contraria a la interpretación
farisaica de la ley y a la piedad cúltica de los saduceos.

Jesús no sólo pudo contar con su muerte, sino lo hizo de hecho. En los muchos discursos que
Jesús dirige a sus discípulos menciona también su disposición al martirio: «Porque si uno quiere
salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará»
(Mc 8,35).

En todas estas palabras late el testimonio de la disposición para la muerte por parte de Jesús a
causa de su misión. La disposición que así se perfila determina la conducta de Jesús. A la última
gran misión encomendada a los discípulos en Lc 10,1-16.

Cabe reconocer que en las palabras de Jesús marca por dos veces la profecía de la muerte. En
primer lugar, Jesús volverá a celebrar la Pascua después de morir, y celebrará un banquete en el
reino futuro de Dios. Su muerte no hará que la salvación se detenga. En segundo lugar, el pasaje
de san Lucas (Lc 22,20) sobre el cáliz expresa que la copa lleva a participar en la nueva alianza
prometida por los profetas, y establecida precisamente gracias a la muerte de Jesús en el
martirio. Estas palabras se sitúan muy claramente en el contexto de la interpretación que Jesús
mismo hace de su vida como un servicio a los hombres y un compromiso en favor de los
pecadores.

Rudolf Pesch ha demostrado que la idea de expiación presente en la bendición del pan y del
vino no es resultado de una interpretación eclesiástica, litúrgica, del destino de Jesús a la
muerte. Bien al contrario, la idea de expiación, tal y como aquí se presenta, es del todo
compatible con el mensaje de Jesús respecto del reino de Dios. De acuerdo con Pesch 8, en la
narración de Marcos de la última cena Jesús recurre a Is 53, la profecía de los sufrimientos del
Siervo de Yahvéh, para definir su propia situación. Acepta, asimismo, en forma tipológica, el
texto de Éxodo 24,8: «Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo:
Ésta es la sangre del pacto que el Señor hace con vosotros a tenor de estas cláusulas.» A ambas
fórmulas se les atribuye ahora nuevo significado: si Jesús tiene conciencia de ser el último
enviado de Dios, entonces Israel está a punto de rechazar, junto con el Hijo, la aún más radical
entrega de Dios. Al producirse, en esta situación, la apostasía escatológica de Israel, Jesús da
testimonio en su muerte como Siervo de Yahvéh de que asume ese rechazo como expiación.

1.5 Su resurrección9

La acción de Jesús, su actitud interior de fe a través de toda su pasión, agradó infinitamente al


Padre que presenciaba todo y, desde su silencio, ayudaba a morir a Jesús. Tal actitud fue una
actitud completamente nueva, original, revolucionaria en el sentido más radical de esta palabra.
La muerte de Jesús cambió la historia, mejor aún, le dio sentido, la sacó del mito del eterno
retorno y la abrió, ahora sí, a la inmortalidad, es decir, la participación de la vida de Dios.
8
Cfr. R. PESCH, Cristología fundamental, Alpa, Michigan, 1990, p. 246-249.
9
Cfr. A. ESCOBAR, La historia de Cristo, Javeriana, Bogotá, 2000, p, 14.
En su muerte Jesús es asumido por Dios, es glorificado y exaltado, es acogido en la vida de
Dios y constituido Hijo de Dios. El silencio de Dios se convirtió ahora en Palabra eterna, en
grito inmortal que resuena en cielo, tierra y mar. Jesús de veras murió, muerte que afectó no
sólo a Jesús sino a la realidad universal.

Murió a su vida biológica y temporal, y pasó a Dios (resucitar no significa volver


atrás, retomar la vida biológica anterior, como en el caso de Lázaro o de la reanimación que a
veces logran los médicos) y pasó a Dios, fue acogido por el Padre y regalado con la plenitud de
la vida de Dios. Dado el misterio de la nueva vida de Cristo los evangelistas hacen un esfuerzo
por representarla con diversos nombres: resurrección, exaltación, ascensión, glorificación,
varias acciones o imágenes que no pasan de ser una limitada aproximación a la realidad
inagotable de la nueva vida de Cristo, y no podía ser de otro modo. Dios-Padre no podía dejarse
vencer en generosidad.

La respuesta del padre a la fe del Hijo se traduce ahora en glorificación para compensar la
humillación; en vida para retribuirle la muerte. en ascensión para contrarrestar su descenso y
caída en la abyección. Aquí se condensa la esencia del verdadero amor. El amor de Dios-Padre
a su Hijo lo transforma a través de la muerte y lo hace inmortal. El amor crea, transforma, eleva
al amado hasta la perfección.

Luis Hernández

2 La enseñanza cristológica de Nicea I, Constantinopla I, Éfeso, Calcedonia (parte


histórica)
2.1 Concilio de Nicea I
a) La problemática
La confesión cristológica esencial es que Jesús de Nazaret es el Cristo y el Hijo de Dios.
Se trata de una afirmación compleja, pues en ella se sintetizan tres afirmaciones, que se
implican necesariamente: la verdadera humanidad de Jesús, su verdadera divinidad, y la
unidad no mera yuxtaposición entre lo humano y lo divino en Cristo.
La afirmación de la divinidad de Cristo trajo consigo inevitablemente la cuestión
trinitaria de la que es inseparable. En efecto, se trataba no sólo de afirmar la divinidad
de Cristo, sino que se hacía imprescindible mostrar cómo se ha de entender esta
divinidad dentro de la unicidad de Dios y en qué consiste su relación filial al Padre, es
decir, cuál es su posición en el seno de la Trinidad. Esta cuestión es el centro del gran
debate teológico del siglo IV, que tuvo su punto culminante en el Concilio de Nicea
(325).
Las herejías trinitarias: monarquianismo y subordinacionismo
La confesión cristiana en la divinidad de Cristo comporta la afirmación de que Él es el
Hijo y la Palabra eterna del Padre. Más aún, de Jesús de Nazaret se dice que es Dios
precisamente porque es el Hijo. Esto quiere decir que es Dios porque eternamente está
siendo engendrado por el Padre. Por consiguiente, es necesario afirmar al mismo tiempo
su igualdad y su distinción con respecto al Padre. De ahí que las herejías trinitarias
incidan directamente en la cristología. Estas herejías son el monarquianismo y el
subordinacionismo.
El monarquianismo niega la pluralidad de personas en Dios por el procedimiento de
afirmar una única persona: la del Padre. El objetivo es claro: proteger el monoteísmo de
cualquier sombra de politeísmo. El camino elegido es el más fácil: negar la pluralidad
de personas en Dios. No existen más que dos caminos para negar esta pluralidad de
personas: O negar que Cristo sea verdaderamente Dios, o negar que sea un subsistente
realmente distinto del Padre.
La primera línea hace de Cristo un hombre divinizado, es decir, un hombre adoptado
por Dios como hijo con tanta fuerza que «puede decirse» que es Dios, pero que no lo es
realmente. Es hijo adoptivo, no natural, engendrado de la sustancia del Padre. Por esta
razón se le llama monarquianismo adopcionista.
La segunda línea sí dice que Cristo es Dios, pero niega que sea realmente distinto del
Padre. Cristo sólo sería uno de los modos en que el Padre se nos ha revelado o ha
actuado en la historia. De ahí la denominación de monarquianismo modalista.
El subordinacionismo designa aquellas concepciones en las que el Hijo aparece como
inferior y subordinado ontológicamente al Padre. El término subordinacionismo se
aplica, a veces, a presentaciones del misterio trinitario elaboradas por autores que, aun
siendo sustancialmente ortodoxos, utilizan expresiones que parecen conllevar una
subordinación ontológica.
Este subordinacionismo ortodoxo se fundamenta en algunos textos evangélicos en los
que Cristo dice que el Padre es mayor que Él (cfr, p.e., Jn 14, 28; Mc 10, 18; 13, 32).
Por eso es necesario distinguir entre un subordinacionismo real y un subordinacionismo
verbal. El subordinacionismo verbal no es otra cosa que una expresión imperfecta del
orden existente en el seno de la Trinidad.
Teniendo en cuenta que la terminología teológica no estaba todavía perfectamente
desarrollada, estas expresiones no deben tomarse en sentido herético, sino sólo como lo
que son: expresiones imperfectas de una verdad difícil de expresar. Este es el caso de
autores como Justino, Tertuliano y Orígenes, que nunca pusieron en duda que Cristo es
Hijo del Padre en toda la radicalidad de la expresión.
b) El significado de Nicea
Arrio radicalizó las tendencias subordinacionistas existentes en la tradición origenista
anterior hasta el punto de negar la divinidad del Hijo, reduciéndolo a simple criatura.
Arrio niega rotundamente la posibilidad de una auténtica generación en Dios y, en
consecuencia, no tiene inconveniente en afirmar que la filiación del Verbo no tiene
lugar por generación, sino por gracia. Más aún, la existencia del Verbo estaría en
dependencia de la creación del mundo, pues Dios habría creado el Verbo para crear el
mundo a través de él.
El documento clave del Concilio es el Símbolo, en el cual se profesa explícitamente la
perfecta filiación y divinidad del Verbo, es decir, su consustancialidad con el Padre. Se
trata del Símbolo que se utilizaba en la Iglesia de Cesarea, al que sólo se le han añadido
algunas frases que lo hacen más apto para rechazar el arrianismo”.
He aquí el texto:
«Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todo lo visible e invisible, y en
un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, Unigénito, engendrado del Padre, es decir, de la
sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no hecho, consustancial (homousios) al Padre, por quien todo fue hecho, lo
que está en el cielo y lo que está en la tierra, quien por nosotros los hombres y por
nuestra Salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día,
subió a los cielos, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y en el Espíritu Santo.
Y a los que dicen: Alguna vez no existía y no existía antes de ser engendrado y fue
hecho de la nada o dicen que el Hijo de Dios es de diversa hipóstasis o esencia (ousía),
o creado o mudable o alterable, los anatematiza la Iglesia católica y apostólica».
La estructura del Símbolo es claramente trinitaria, es decir, el Símbolo está compuesto
conforme a un esquema de tres ciclos, el primero dedicado al Padre, el segundo a) Hijo,
y el tercero al Espíritu Santo.
El Padre es confesado como el principio y la fuente de la unidad en fa Trinidad. Nos
encontramos ante una exposición genética de la divinidad, que fluye del Padre y se
derrama en el Hijo y en el Espíritu Santo”.
Sigue el ciclo dedicado al Hijo. En vista de los subterfugios de Arrio para negar la
perfecta divinidad del Hijo, los Padres de Nicea decidieron incluir una glosa de suma
importancia: «es decir, de la esencia (ousía) del Padre». La intención del Concilio al
introducir este inciso: subrayar la estricta generación natural del Hijo por parte del
Padre. El Concilio quiere proclamar en forma inequívoca que el Hijo no es algo hecho
por el Padre, sino una comunicación del propio ser del Padre por modo de generación.
Especial importancia teológica reviste el hecho de que, para reafirmar Cuanto se viene
diciendo en torno a la filiación del Verbo, se utiliza un término filosófico y no bíblico:
homousios. Precisamente porque el Padre entrega al Hijo su propia sustancia al
engendrarle, es necesario decir que el Hijo tiene la misma sustancia que el Padre.
Bibliografía:
F. OCÁRIZ, El Misterio de Jesucristo, EUNSA, Navarra, 2004. p. 167-170
L. MATEO-SECO, Dios Uno y Trino, EUNSA, Pamplona 2005. p.211-217

2.2 Constantinopla I
a). La problemática
Durante la primera mitad del siglo IV la disputa teológica estuvo centrada en la
divinidad del Hijo. El hecho mismo de que en el Símbolo de Nicea se mencione
sencillamente la fe en el Espíritu Santo sin añadir ninguna nueva precisión indica que
las cuestiones en torno al Espíritu Santo aún no se habían convertido explícitamente en
problema.
Sin embargo, según la lógica, la posición arriana debía conducir a la negación de la
divinidad del Espíritu Santo. Si se negaba la divinidad del Hijo, se debía negar la
divinidad del Espíritu. La negación explícita de la divinidad del Espíritu Santo surgió,
sin embargo, no en ámbitos arrianos, sino en ámbitos semiarrianos.
La primera noticia de la herejía contra el Espíritu la da San Atanasio en su Carta a
Serapión, escrita hacia el año 360. A los negadores de la divinidad del Espíritu Santo se
les dio el nombre de pneumatómacos (luchadores contra el Espíritu), o de macedonianos
por haber tenido como jefe a Macedonio, obispo de Constantinopla. Macedonio, que
aceptaba la divinidad del Hijo, enseñó que el Espíritu Santo no era verdadero Dios, sino
sólo un mensajero o ángel de Dios.
b) El significado de Constantinopla I
En el Primer Concilio de Constantinopla (381) se define la divinidad del Espíritu Santo
y se completa el Símbolo niceno dándole la redacción conocida como Símbolo
Nicenoconstantinopolitano. Este Símbolo adquiere su actual rango teológico al ser
aceptado solemne. mente por el Concilio de Calcedonia (451).
Se define la divinidad del Espíritu Santo. Para afirmar la igualdad del Espíritu con las
otras divinas Personas no era posible, como en el caso del Hijo, remitirse a las
exigencias de una auténtica generación, pues el Espíritu Santo no procede del Padre por
vía de generación.
La divinidad del Espíritu viene ya insinuada precisamente en el calificativo que
acompaña la mención del Espíritu: santo. Se trata de un calificativo que ya le aplica el
Nuevo Testamento (Lc 1, 35; Jn 14, 26) y que tomado en su radicalidad lo muestra
como persona divina: sólo Dios es santo. Es esta santidad absoluta lo que le permite ser
santificador en sentido absoluto y divinizador del hombre.
En el Símbolo, pues, se confiesa la divinidad del Espíritu Santo atribuyendo al Espíritu
Santo: a) un nombre divino: Señor; b) funciones divinas: dar la vida; c) un origen
inmanente del Padre: procede; d) una igualdad de adoración.
Sin embargo, es un hecho indudable que este concilio equilibra la exposición de fe
trinitaria, al explicitar la profesión de fe en la divinidad del Espíritu Santo, apenas
incoada en Nicea, y recoger algunas matizaciones que reafirmaban rotundamente la
divinidad del Hijo.
La cristología de este concilio se centra que este símbolo, comparado con el de Nicea,
introduce algunas incrustaciones interesantes: destaca expresamente la generación
eterna del Hijo, al añadir: «antes de todos los siglos»; puntualiza que descendió «de los
cielos»; menciona la acción del Espíritu Santo en la encarnación, al ampliar: «del
Espíritu Santo y de María, la Virgen»; así como que «fue crucificado también por
nosotros bajo el poder de Poncio Pilato», que resucitó al tercer día «según las
Escrituras», que «está sentado a la derecha del Padre», que vendrá «con gloria» a juzgar
a vivos y muertos y, finalmente, la expresión sugerida por Lc 1,33: «cuyo reino no
tendrá fin».
Dígase otro tema cristológico que toca a poner de relieve es la kénosis, al decir que
descendió «de los cielos»; o al introducir la nota apologética sobre la resurrección
«según las Escrituras». Por lo que toca a la mención del Espíritu Santo como agente de
la encarnación, de acuerdo con Lc 1,35, aunque obedezca a la conveniencia de
contrapesar las negaciones de los pneumatómacos, tiene entidad en sí misma, así como
la nota realista, contrapuesta a todo docetismo, de que se encarnó «de María, la Virgen».
Por otra parte, al recoger el tema bíblico «está sentado a la derecha de Dios» (Mc 14,62;
16,19; Hech 7,55; Rom 8,34; Ef 1,20; 2,6; Col 3,1; Hebr 1,3; 1 Ped 3,22), con el mero
cambio explicativo de «Dios» por «Padre», deja bien sentada la realidad gloriosa de la
humanidad de Cristo. En conexión con este tema, al resaltar que vendrá «con gloria» a
juzgar a vivos y muertos, así como que «su reino no tendrá fin», pone de relieve la
realeza del Señor
Bibliografía:
L. MATEO-SECO, Dios Uno y Trino, EUNSA, Pamplona 2005. p.237-241
N. LOPEZ, Magisterio cristológico de los Concilios I y III de Constantinopla, p. 393-396

Paul Chicaiza

2.3 Éfeso
a. Problemática
La problemática a resolver en Éfeso es la discusión sobre la distinción de las dos
naturalezas de Cristo, por tanto, sobre la maternidad de María. Estas propuestas
erróneas eran defendidas principalmente por Nestorio, patriarca de Constantinopla.
 El nestorianismo se basa en la creencia expuesta por Nestorio (c. 386-451 d. C.), el
arzobispo de Constantinopla, que dio como resultado que sus seguidores adoptaran que
Cristo existe como dos personas que comparten un cuerpo.  Un principio central del
nestorianismo es que las dos naturalezas de Cristo (humana y divina) son tan distintas
entre sí que no existe comunicación entre las dos. Entonces, según el nestorianismo hay
dos naturalezas, por lo que debe haber dos personas.
El nestorianismo enseña que las esencias humana y divina de Cristo están separadas y
que hay dos personas, el hombre Jesucristo y el Logos divino, que habitaban en el
hombre. Por lo tanto, los nestorianos rechazan terminología como «Dios sufrió» o
«Dios fue crucificado», porque creen que el hombre Jesucristo sufrió. Asimismo,
rechazan el término Theotokos (Dador del nacimiento de Dios) para la Virgen María,
utilizando en su lugar el término Christotokos (dador de nacimiento a Cristo) o
Anthropotokos (dador de nacimiento a un hombre).
b. Significado de Éfeso
El resultado del concilio de Éfeso no fue la unificación sino, por el contrario, la escisión
de las dos orientaciones. Las conclusiones adoptadas por Cirilo y sus partidarios
consiguieron más tarde general aceptación, sobre todo en Roma. Se entendió que la
segunda carta de Cirilo era la expresión de la fe católica (DH 25CB.; DHR 1 1 la).
Más tarde, el II concilio de Constantinopla del 553 reconoció también que los 12
anatemas de Cirilo contra Nestorio (DH 252-263; DHR 113-124) reproducían
auténticamente la fe verdadera -en el contexto de las explicaciones alcanzadas más
adelante y para rechazar erróneas interpretaciones (DH 437; DHR 22m Se destaca ahora
la unidad de sujeto de Cristo. Él es «uno y el mismo» (heis kai autos/unus et idem). Es
el soporte y el portador de la unidad de Dios y el hombre. No es un tercero, surgido de
la unificación de ambas naturalezas. No hay dos sujetos en Cristo, es decir, una persona
portadora de la humanidad y otra portadora de la divinidad (allos kai allos/alius et
alius).
El sujeto de la unidad es el Logos mismo. Es el Logos quien constituye el unum esse, es
decir, la realidad indivisa del Dios-hombre-Cristo. Tuvo aquí una importancia
determinante el motivo soteriológico. En Jesucristo, Dios mismo se ha comprometido
en favor de los hombres, ha entrado en la realidad humana, ha nacido, padecido, muerto
y ha sido resucitado.
Se garantiza así que es Dios, por sí mismo -no por medio de alguien a quien
encomienda esta tarea-, quien ha llevado a cabo la redención, a través de la gracia y de
la libre voluntad del hombre unido a Él de la más íntima manera. Por tanto, el sujeto del
acontecimiento salvífico es Dios. En el hombre Jesús, Dios mismo es autor de la
salvación y también, a la vez, el sujeto de los padecimientos y de la muerte vicarios. El
Logos se ha sometido realmente a las leyes del mundo. De la unidad
2.4 Calcedonia
a. Problemática
Entre los planteamientos teológicos que ocasionaron dificultades encontramos el
monofisismo, esta corriente planteaba una disputa cristológica con otros planteamientos
al partir de la consideración de que la naturaleza de Jesucristo pese a estar compuesta de
naturaleza humana y naturaleza divina (dos naturalezas), era únicamente naturaleza
divina y su parte humana se integraba dentro de la naturaleza divina confundiéndose
dentro de ella, por tanto se consideraba que Jesús únicamente poseía la naturaleza
divina.
El monofisismo tiene su origen con Cirilo de Alejandría, su significado literal se basa en
dos palabras griegas (monos=uno y physis=naturaleza) lo que identifica la base de la
idea teológica propuesta, principalmente porque dentro de la idea del monofisismo se
rechazaba que Jesucristo hubiese muerto, pues al ser únicamente de naturaleza divina no
pudo morir y no redimió a la humanidad.
b. Significado de calcedonia
Con el tiempo, esta fórmula es la que pasará a sintetizar el concilio. Se la ha criticado
duramente por el vocabulario más filosófico que usa; por ser estática y haber olvidado el
ritmo de lo histórico salvífico, que aparecía, por ejemplo, en el Credo de Nicea; por no
tener referencia inmediata a la salvación, por no decir a qué Cristo se refiere
(¿prepascual?, ¿pospascual?) Un autor llegará a preguntarse hasta dónde Jesús es
consubstancial con nosotros (intención primaria de Calcedonia contra Eutiques) al no
aparecer en su evolución histórica. La rica cristología bíblica aparece empobrecida. Lo
que no cabe en la fórmula, terminará apareciendo fuera del tratado sobre el Verbo
encarnado: la soteriología, los misterios de la vida de Cristo, etc. Detrás de todo esto
está la fuerte inculturación griega, que tiene su costo. Se ha querido responder a quién
es Jesús, por así decirlo, estructuralmente. Algunos han hablado de una aguda
helenización del cristianismo. Pero vayamos a fondo: en un lenguaje helenizado se
cierra la puerta a toda interpretación helénica que no podía concebir la encarnación, o
porque era sólo apariencia siendo la materia “mala” (caso de los antiguos docetas) o
por una mística de unión de la materia a lo divino (quizás con cierta base cultural
estoica) que eliminaba el alma humana o reducía su función (caso de los monofisitas).
También se excluye el adopcionismo nestoriano, de tipo más bien judaico. Calcedonia
afirmará para siempre la verdad de la Encarnación. Y, aunque se expresaba en un
nuevo lenguaje, la fe cristológica era la misma que venía desde el N. T.: uno y el
mismo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Comienza con los credos histórico salvíficos de Nicea y Constantinopla I y, después de
condenar las herejías y recibir la segunda de carta de Cirilo a Nestorio, la carta de unión
de Cirilo a los Orientales y la carta de León a Flaviano, expone la doctrina del uno y
mismo Hijo de Dios, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad,
consubstancial al Padre y consubstancial a nosotros, antes de los siglos engendrado del
Padre según la divinidad y, en los últimos días el mismo, por nosotros y por nuestra
salvación, nacido de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Esto es
exactamente lo que precede la fórmula y que tiene un ritmo dinámico, por así decirlo,
de pasar del no encarnado al encarnado, y esto por motivo soteriológico. El motivo
soteriológico, que está bastante más presente en la carta de León que en la declaración
dogmática de Calcedonia, había sido vivísimo en la discusión de los Padres. Por
ejemplo, Apolinar de Laodicea había dicho: "No es la muerte de un hombre lo que
puede destruir la muerte ... es, por tanto, evidente que es Dios mismo quien murió”. Y
Gregorio de Nacianzo, resumiendo la problemática, había dicho: "Pues lo no asumido
es incurable; pero lo que está unido a Dios, eso se salvará".
- La Cristología Descendente Y Unitaria
La cristología de Calcedonia destaca ante todo la unidad de uno y el mismo Cristo, y al
interior de esa unidad se da la dualidad del perfecto en divinidad y perfecto en
humanidad, etc., sin dejar por ello de insistir, en cada frase, que se está refiriendo a ese
mismo. Y al llegar a nuestra fórmula, vuelve a partir con uno y el mismo en dos
naturalezas, etc., que concurren en una persona y una hipóstasis, para concluir de nuevo
con uno y el mismo. Y la unidad era gran verdad de la escuela de Alejandría. Esta
misma cierta preeminencia de la unidad se ve en que la dualidad, según la fórmula, “se
ha de reconocer”, es decir es un segundo momento. Este reconocer es lo que Cirilo
expresaba al afirmar que hay dos naturalezas en teoría o en simples conceptos (19). No
sólo los alejandrinos, si no, también los antioqueños y occidentales hablaban de esta
teoría o conocer las dos naturalezas.
Si la fórmula de la una persona en dos naturalezas es estática, el movimiento de la parte
anterior es claramente descendente: primero Cristo engendrado por el Padre antes de
los siglos y después (en los últimos días) El mismo nacido de María por nuestra
salvación.
- Sin mezcla y sin separación
Los extremos heréticos se excluyen en Calcedonia con cuatro adverbios que marcan
determinantemente el camino de la cristología ortodoxa. Pero ni Antioquía ni
Alejandría, que peleaban por el tipo de unión, tenían inconvenientes con ellos. Así
leemos en Teodoro de Mopsuestia: "La forma de unión según la benevolencia,
conservando las naturalezas, sin confusión y sin división, muestra de ambos en un solo
prósopon ... ". "Así ni se hace confusión de las naturalezas ni una mala división de la
persona. Permanezca, pues, sin confusión la doctrina (ratio) de las naturalezas, y sea
reconocida la persona como indivisa" (25). Y por su parte, Cirilo afirma:
"Considerando, pues, como dije, la forma de hacerse hombre, vemos que concurrieron
dos naturalezas a la mutua unión inseparable, sin confusión y sin cambio.
El problema entre las dos escuelas no estaba en los adverbios ni en lo que estos
significaban, sino en la forma de expresar la unión del uno y el mismo. A los
antioqueños (Teodoro) les gusta connotar la unión de la inhabitación (asunción de un
hombre) con la palabra sunáfeia (conjunción) y esta conjunción la califican, a menudo,
como exacta, perfecta, inefable, indisoluble. La entienden en un sentido fuerte, y así
Teodoro la usará para expresar la unidad trinitaria del Hijo con el Padre: "El Hijo
único, que está en el seno de su Padre, a fin de que por su conjunción con su Padre sea
conocido el Único. Por esta palabra seno enseña la conjunción inseparable desde toda
la eternidad [La Escritura llama] seno la conjunción eternamente inseparable". Y la
sunáfeia resguardaba para ellos la complacencia (eudokía) divina, la gratuidad de la
encarnación. Y veían la negación de esta gratuidad, y la confusión, en la ciriliana unión
física o según hipóstasis, de la que se habla en Éfeso (DS 250s; 253s). "La palabra
unión según la substancia (ousían) sólo es válida para los consubstanciales; en los que
son de otra substancia es falsa, porque no puede ser libre de confusión”.
Pero, para los alejandrinos, la unión física o según la hipóstasis, en tiempos de Cirilo,
sólo significaba real, verdadera. Así dice este Padre: " ... según la unión natural, esto es
verdadera, como nosotros mismos creemos”; “... de la unión verdadera, es decir de la
que es considerada según la hipóstasis ... ". Cirilo atacará fuertemente, p. e. en el
Concilio de Éfeso, el tipo de unión de los antioqueños, temiendo una simple unión
relacional o moral: "Porque el Logos unió a sí mismo, según hipóstasis, la carne
animada por alma racional..., no según sola voluntad o complacencia” (DS 250). "Si
alguno divide las hipóstasis respecto al único Cristo después de la unión, sólo
juntándolas por conjunción, la que es según dignidad, o autoridad o potestad, y no más
bien por concurrencia, que es según la unión 'física’ (natural), sea anatema” (DS 254).
Cirilo, llevado por la controversia, purifica su vocabulario y prefiere ante todo la
palabra hénosis. Y esta es la palabra que va a usar Calcedonia en la fórmula.
En cuanto a comparaciones, ambas escuelas recurrían a la muy común comparación con
la unión de alma y cuerpo (sólo resistida por algunos, como Teodoreto). Así el símbolo
Quicumque (DS 40) dice: "Porque a la manera que el alma racional y la carne es un
solo hombre, así Dios y el hombre es un solo Cristo". Problema es que alma y cuerpo no
sólo forman una persona sino una naturaleza. Ahora, por esto último, porque conforma
una especie de muchos individuos, en el hombre es una unión de naturaleza. No así la
unión en el caso de Cristo, caso único, porque es justamente unión según la persona. Por
otro lado, el Verbo inmutable no es directamente afectado por la naturaleza humana: en
ese sentido no puede "informar” esta naturaleza. Se puede decir que el Verbo
compenetra toda la naturaleza humana, pero no al revés, si es que esto no es un falso
problema. Con todo, en la época de los Padres, la concepción platónica representaba al
alma como una substancia completa, bastante independiente, y en ese sentido se
prestaba más que ahora a la comparación. Para los platónicos también tenía la ventaja
de ser mediadora entre Dios y el cuerpo.
Bibliografía
- G. MÜLLER, Dogmática teoría y práctica de la Teología, Herder, Barcelona,
1998, p. 344-345; 346-347
- TH. SCHNEIDER, Manual de teología dogmática, Herder, Barcelona, 1996, p.
402-412.
- E. DENZINGER, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1963, p. 46-
59.

Diego Molina

Mauricio Pastuña

B). Significado en el Magisterio de la Iglesia10


El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de reafirmar la verdad sobre la divinidad de
Jesucristo, la verdad de la encarnación de Dios, a través de los distintos concilios: el
Concilio de Nicea (325 d. C.), que reafirma su fe en «un solo Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, nacido Unigénito del Padre, esto es de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz
de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubstancial al
Padre y por él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, quien por nuestra
salvación, descendió, se encarnó y se hizo hombre». La misma fe será profesada por los
Concilios posteriores: I de Constantinopla (381 d. C.); Éfeso (431 d. C.); Calcedonia
(451 d. C.); II y III de Constantinopla. Todos ellos reafirman la fe de la Iglesia en la
divinidad de Jesucristo.
Particular importancia tienen el de Éfeso y Calcedonia. El de Éfeso, al afirmar que
Santa María es verdaderamente Madre de Dios, no solo enseña la unidad de persona en
Cristo, sino también la divinidad del Verbo; el de Calcedonia, rechaza el monofisismo y
afirma que en Cristo, se dan unidad de persona y dualidad de naturalezas, insiste
nuevamente en la trascendencia divina de Jesús.
Posterior al Concilio de Nicea, en los escritos de los Padres de la Iglesia, hay una
clarísima y unánime afirmación de la fe en la divinidad de Jesús. Sin embargo, en los
Padres anteriores al Concilio de Nicea, existía también esa claridad y unanimidad: la
Didaché: llama a Jesús Dios de David; Clemente Romano: Jesús, es el centro de la
majestad de Dios; San Ignacio de Antioquía: Jesús, Dios viviente en la carne, Hijo único
de Dios, y nuestro Dios; San Policarpo de Esmirna: Cristo es Dios Hijo. Luego, los

10
Cfr. F. OCÁRIZ – L. MATEO-SECO – J. RIESTRA, El Misterio de Jesucristo, EUNSA, Pamplona, 2004, p. 100-
103.
apologistas se mostraron también unánimes en profesar la divinidad de Jesucristo: San
Justino: Cristo es el Verbo y que como primogénito de Dios, es Dios; San Ireneo de
Lyon: Jesús es nuestro Señor, Dios, Salvador y Rey; Tertuliano: llama a Jesús Dios que
procede de Dios; Orígenes, posiblemente el primero en usar la expresión Dios-
Hombre11.
Y actualmente, el Concilio Vaticano II, concretando esta doctrina, con la Congregación
para la Doctrina de la Fe, en 1972, declaró que se oponen a la fe «las doctrinas según las
cuales no sería revelado ni conocido que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad, en
el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo; y también las sentencias
según las cuales debería abandonarse la noción de única persona de Jesucristo, nacida
antes de todos los siglos del Padre, según la naturaleza divina, y en el tiempo, de María
Virgen, según la naturaleza humana; y, en fin, las afirmaciones según las cuales la
Humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de
Dios, sino más bien en sí misma, como persona humana, y por consecuencia, el misterio
de Jesucristo consistiría en que el Dios que se revela estaría sumamente presente en la
persona humana de Jesucristo»12.
C). Significado cristológico de la preexistencia
Desde la confesión de Pedro «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), la
Iglesia no ha cesado de proclamar que Jesús de Nazaret, nacido de María virgen, siendo
verdadero hombre, es a la vez Hijo de Dios verdadero: el unigénito del Padre. Y la
Iglesia ha debido reafirmar esta verdad fundamental, una y otra vez, frente a los que
malentendían la divinidad de Jesucristo.
En el siglo I, los Ebionitas, consideraban a Jesús como un simple hombre; no aceptaban
la muerte de una persona divina y no les resultó fácil la comprensión del misterio de la
Trinidad. Posiblemente, frente a ellos es lo que escribe Juan en su evangelio: «para que
creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
nombre» (Jn 20, 31).
A lo largo de la historia ha ido apareciendo diversos malentendidos sobre la divinidad
de Jesús: adopcionismo (Jesús, hijo adoptivo de Dios); arrianismo (el Verbo no es una
persona divina, sino la primera y la más perfecta criatura); racionalismo del siglo XVIII
(materialistas e idealistas, negadoras de la divinidad en sí misma); modernismo del siglo
XIX-XX (negó la verdadera divinidad de Jesucristo, mediante la contraposición entre el

11
Cfr. Ibíd., p. 114.
12
Cfr. Ibíd., p. 102-103
Jesús de la historia y el Cristo de la fe, la divinidad de Jesús no corresponde al Jesús de
la historia)13.
En Dios hay dos procesiones divinas inmanentes: proceden el Hijo y el Espíritu Santo
en el seno de la Trinidad. Los símbolos de la fe hablan de dos procesiones inmanentes
en Dios: la generación del Hijo, «Yo he salido de Dios» (Jn 8, 42); y la procesión del
Espíritu Santo, «el Espíritu de verdad, que procede del Padre» (Jn 15, 26).
La segunda persona divina, el Hijo, procede del Padre por generación y guarda con él la
relación de Hijo a Padre. Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el Hijo y el Padre
guardan entre sí, respectivamente, relación de verdadera y estricta y filiación. No hay
duda, por tano, de que el Hijo se distingue de los hijos adoptivos de Dios. De la
generación eterna del Hijo por el Padre se habla directamente en Hb 1, 5; Sal 2, 7: «Tu
eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy».
Así, el dogma dice que Jesucristo posee la infinita naturaleza divina con todas sus
infinitas perfecciones por haber sido engendrado eternamente por Dios padre14.
3.3 La concepción virginal15
San Mateo y San Lucas extienden el comienzo de sus evangelios a la infancia misma de
Jesús, entendiendo que su concepción, niñez y adolescencia pertenecen o son en sí
mismas sucesos salvíficos.
Para los primeros cristianos la intervención de Dios en la historia se había iniciado con
la venida del Hijo al mundo, es decir, con la misión que se habla en Ga 4, 4-5: «al llegar
la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva». La concepción y nacimiento de Jesús no podía ser concebida como un
acontecimiento al margen de la historia de la salvación. La concepción de Jesús es el
comienzo de la misión visible del Hijo.
San Mateo narra la concepción de Jesús: «estando desposada su madre, María, con
José…se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo…. (A
José) un ángel se le apareció en sueños y le dijo: José hijo de David, no temas recibir a
María, tu esposa, pues, lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo…
(Todo está ocurriendo) para que se cumpla la escritura: He aquí que la virgen concebirá
y dará a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros» (1,

13
Cfr. Ibíd., p. 100
14
Cfr. O. LUDWING, Manual de Teología Dogmática
15
Cfr. F. OCÁRIZ – L. MATEO-SECO – J. RIESTRA, El Misterio de Jesucristo, p. 86-90.
18-23). Se recalca que la concepción de Jesús tuvo lugar de forma milagrosa, de la sola
Madre virgen, es decir, sin concurso de varón.
Con igual expresividad se narra la concepción virginal de Jesús en el Evangelio de
Lucas: «el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra, y por esto lo que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios» (1, 35). «Nada hay
imposible para Dios» (Lc 1, 37) concluye el ángel, indicando el carácter milagroso de la
concepción del Mesías: por obra del Espíritu Santo.
La Iglesia profesó desde el principio su fe en esta verdad, como lo testimonian los
primitivos símbolos en sus diversas redacciones: (Cristo) fue concebido del Espíritu
Santo y de María Virgen; se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen y se
hizo hombre. Más detalladamente lo expresa el papa León I: «fue concebido
verdaderamente del Espíritu Santo, en las entrañas de la Virgen Madre, que lo dio a luz
permaneciendo intacta su virginidad, como con virginidad intacta lo concibió»; y Pablo
IV en su Cosntitución Cum quorundam condena a los que nieguen que fue concebido
por obra del Espíritu Santo y a los que nieguen la perfecta virginidad de María «antes
del parto, durante el parto, y perpetuamente después del parto».
La Sagrada Escritura habla de la concepción virginal de Cristo, antes que nada, como
privilegio de Cristo mismo; como algo muy coherente con su filiación al Padre: lo que
nacerá, será llamado Hijo de Dios. La virginidad es también privilegio de Santa María
«todo el sentido teológico de la virgen María está aquí, expresa J. Nicolás: el Verbo, al
encarnarse por medio de ella, se ha convertido en miembro de la humanidad real. Por
ella ha conocido el origen natural del ser humano, surgido por medio de ella de la
humanidad histórica, se ha insertado en la historia humana.
La Iglesia, al mismo tiempo que afirma la virginidad en la generación de Cristo, enseña
con igual fuerza que Santa María es verdaderamente Madre de Dios, Theotokos.

Gaibor Carlos

4. Diversos modelos de salvación: modelo jurídico (S. Anselmo), sacrificial, de


sustitución.
4.1 Teología de S. Anselmo sobre la redención (modelo jurídico). CARLOS
GAIBOR
«La doctrina anselmiana de la reparación nos revela la infinita capacidad de la
humanidad de Cristo que comienza a figurar en la teología como instrumento de la
divinidad. Gracias a esa noción, que tan fecunda resultará en el magisterio de Santo
Tomás, se comienza a colocar la satisfacción del pecado en el terreno de la justicia».
Efectivamente, si Cristo satisface es porque la infinita potencia de la divinidad actúa a
través de la humanidad, pero será el Aquinate quien explicará la manera como se realiza
la obra salvadora de Jesucristo: per modum efficientiae16.
a. cooperación humana
El hombre ha sido creado, en efecto, para que sea justo y así llegar a ser feliz gozando
de Dios. Por tal razón San Anselmo no admite ninguna posibilidad de duda, porque
constituirá el punto de partida de toda su argumentación. La demostración es sencilla:
«Que la naturaleza racional fue creada justa por Dios, para que gozando de El fuese
feliz, nadie puede dudarlo, porque si es racional (la criatura humana) es para poder
distinguir entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal, entre el mayor bien y el
menor, de otro modo hubiera sido hecha racional inútilmente...». Pero si este es el
designio de Dios para el hombre, hay un obstáculo para la consecución de éste, podrá el
hombre, finalmente, alcanzar la meta deseada. San Anselmo se dispone, pues, a abordar
el análisis de los conceptos de pecado y satisfacción, que constituyen el núcleo de todo
su sistema17.
De hecho, el hombre creado se puede entender como el antecedente del hombre salvado;
el hombre pecador, como el hombre necesitado de esta salvación, ya sea por los efectos
del pecado original, como de los del pecado actual. Y solo tras establecer la teología de
la salvación podrá comprenderse quién es Cristo. Así la salvación y la gracia, el estado
de comunión del ser humano con la Trinidad, que también provoca que se hable de
dicho hombre como de ser salvado se dice y expresa teológicamente de distintas formas.
Bajo la redención, se presenta la salvación como victoria de Cristo. Esta victoria
aparece ya en la vida de Jesús, como liberación del pecado y como destinación del
hombre a Dios. Las mediaciones descendientes de la salvación, lo primero que debe
aclararse es que el concepto de justicia de Dios no se refiere a una justicia conmutativa
o penal sino, a una justicia que se comunica libremente por parte de Dios, justificándolo
todo18.
Esta visión gratuita es la que permite que sea tratada como una mediación descendiente
en la que Dios actúa. Dicho esto, cabe señalar que el término tiene una gran tradición en
la Biblia y que responde a una aspiración humana, que se percibe irrealizable sin la
intervención de Cristo. A este deseo personal se le añade hoy una dimensión social, de
justicia distributiva, porque la salvación es para todos, y el ser humano cooperando a la
acción de Dios se salvará19.
b. influencia decisiva de san Anselmo
San Anselmo introduce la idea de satisfacción como una tercera vía para la construcción
de un nuevo sistema soteriológico, frente a los anteriores ya existentes que eran el del
16
VICENTE HUERTA SOLA, LIBERTAD, PECADO Y REDENCIÓN EN EL PENSAMIENTO TEOLÓGICO DE SAN
ANSELMO, (Extracto de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de
Navarra), PAMPLONA 1993.
17
Ídem.
18
Ídem
19
Ídem.
castigo y el de la expiación, «las ideas de sustitución penal y de sacrificio expiatorio
representan las dos vertientes fundamentales de la teología redentora entre los Padres.
Ahora bien, si de la noción de castigo nos quedamos sólo con el hecho de soportar un
mal «descartamos la idea de venganza para poner en su lugar, en aquél que inflige la
pena, un sentimiento de complacencia por la generosidad del que acepta
voluntariamente este papel doloroso, tendremos entonces la idea de expiación». Así,
mientras en el castigo se pone el acento en el carácter necesario del sufrimiento, en la
expiación se contempla más el carácter voluntario, y por tanto meritorio, de dicho
sufrimiento.
En cualquier caso, parece que San Anselmo intenta contraponer la satisfacción a la
pena, idea, esta última, sobre la que se fundamenta una teoría (redención por expiación
penal) que, sin ser heterodoxa, terminará siendo totalmente superada. Dicho
brevemente, la doctrina de la expiación penal consistiría en lo siguiente: Cristo nos ha
redimido en virtud de los sufrimientos que Él ha padecido en nuestro lugar y que son,
precisamente por su carácter de sufrimiento, una compensación total y adecuada de la
deuda contraída por nosotros, por nuestro pecado.
Se ha dicho hasta la saciedad que la soteriología anselmiana adolece de un pesado y
árido juridicismo, sin valorar quizá suficientemente el avance que supone con respecto a
la Soteriología anterior, pues, al hacer predominar la acción moral sobre el castigo,
revaloriza el Amor como causa de nuestra Redención. Podemos afirmar, por tanto, que
el verdadero juridicismo estaría en la doctrina de la expiación penal, que precisamente
San Anselmo combatirá con la doctrina de la satisfacción.
Para San Anselmo, por tanto, satisfacción y pena no serían conceptos excluyentes,
porque la redención no puede ser puramente moral, ya que viene exigida por la justicia
divina que implica un cierto aspecto de castigo, «no conviene que Dios deje el pecado
sin castigo...»; pero tampoco será exclusivamente penal, ya que prima, como hemos
visto, el concepto de satisfacción20.
4.2 Modelo sacrificial
a. En el Antiguo Testamento
Casi en todas las religiones destacan los rasgos en la idea de sacrificio. En primer lugar,
la ofrenda de un don por el que se reconoce la soberanía o supremacía de Dios sobre los
seres humanos. Aquí el oferente toma la iniciativa y entrega a Dios lo más valioso de sí
o de sus posesiones. Y, está, en segundo lugar, la aceptación por parte de Dios según la
valía del sacrificio ofrecido21.
La práctica sacrificial es también abundante en la religión de Israel. Esta el sacrificio del
cordero pascual (Ex 12), que será el símbolo de Cristo inmolado y al que quedará
asociada la memoria agradecida de la Pascua (Ex 12, 26-28); los sacrificios rituales del
Levítico (Lv 1-7): el holocausto, la oblación, el sacrificio de comunión, el sacrificio por
20
Ídem.
21
F DÍEZ, Creer en Jesucristo, Vivir en cristiano, Verbo Divino, (Cristología y seguimiento), Navarra, 2005,
p. 436.
el pecado, el sacrificio de reparación, el sacrificio de expiación. Todos estos sacrificios
tienen un valor expiatorio por el pecado del pueblo, especialmente el sacrificio en el
gran día de la expiación (yonkippur)22.
El sacrificio de expiación es un don de Dios que tiene la voluntad y el deseo de
reconciliarse con su pueblo, con tal que éste se arrepienta. El día de oración es un día de
oración e intercesión, para que sea su propio pueblo, no es día de un simple rito mágico.
Pero no solo los sacrificios rituales los que aplacan la ira divina y capitán la
benevolencia divina. También el sufrimiento del justo e inocente tiene valor expiatorio
por nuestros pecados. El Cántico del Siervo Yahvéh resalta esta fuerza expiatoria del
sufrimiento del justo: “Se da a sí mismo en expiación” (Is 53, 10). Los sufrimientos el
sacrificio del justo paciente o mártir son puestos en lugar de, en sustitución del pueblo,
como propiciación por los pecados. Dios es quien expía el pecado. Aquí la expiación no
es un sacrificio ritual, sino la ofrenda de la vida en amor generoso. Ésta es la intercesión
suprema. Su sufrimiento es “castigo” reparador, propiciatorio, expiatoria. Cargó con
nuestros pecados23.
b. La comunidad apostólica del Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento, en general, y especialmente Hebreos, interpreta la muerte de
Jesús desde esta categoría del sacrificio expiatorio. Pero lo hace certificando la
insuficiencia de los sacrificios rituales y la perfección del sacrificio existencial de la
propia vida en obediencia a Dios. “Dice primero: sacrificios y oblaciones y holocaustos
y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron…entonces añade: He aquí que
vengo para hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer lo segundo. Y en virtud
de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del
cuerpo de Jesucristo” (Heb 10, 8-10). Solo la vida fiel, la obediencia a Dios, realiza la
salvación, elimina el pecado, reconstruye la obra de Dios y aplaca así la ira divina24.
El Nuevo Testamento acude a la idea de propiciación: “…en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su
propia sangre…” (Rom 3,25). Por su muerte realizó la expiación por nuestros pecados y
Dios se mostró propicio, perdonó los pecados de la humanidad. Fue víctima de
expiación por nuestros pecados y los de todo el mundo. Dios “nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 1, 29; Ap 5,6; 1 Pe 1,19-20). Se asemejó a sus
hermanos “a fin de expiar los pecados del pueblo” (Heb 2,17). La expiación y la
intercesión se entremezclan en (Heb 5, 7-10). La muerte de Cristo es el sacrificio que
aplaca plenamente la ira divina, pues expía los pecados de la humanidad. Jesús, en su
pasión y muerte, está en representación de toda la humanidad. Nos ha conseguido el
perdón de los pecados, y así nos ha vuelto gratos a Dios, y ha vuelto a Dios propicio a
nosotros25.
Homero Llundo
22
Ídem.
23
Ibíd., p. 437.
24
Ibíd., p. 438.
25
Ídem.
4.3 Modelo de sustitución

a. En la Sagrada Escritura

La Salvación es en el NT la cifra y en síntesis de la plenitud de la consumación de todos los


anhelos humanos de verdad y vida, de libertad y de amor en Dios, creador y consumador de su
criatura. Por tanto, la salvación no es, pues una situación anímica humana distinta a Dios. Está
en el mismo Dios en la autorrealización del hombre como centro y como meta de la vida.

Por tanto, la autorrealización personal del hombre subsiste en sus condiciones naturales, del
hombre: espiritual, libertad y corporeidad; intercomunicación en el tiempo (historia); en el
entorno natural (mundo).

la venida de Jesús y su revelación en la historia desde su libertad humana. El don salvífico que
dios nos concede. En Jesús se da el hecho de la proclamación del reino de Dios. Jesús no es un
portador externo de una salvación distinta de su persona. Es la salvación en su propia persona.
En Jesús restablece la relación de los hombres con Dios, rota por el pecado al aceptar sobre sí,
siendo inocente, nuestros pecados en nuestro lugar, al sepultarlos consigo en su muerte y al
revelar y hacer accesible en su resurrección la nueva vida de comunión con Dios en el amor. La
caída, fundamentada en Adán, en la muerte, el más cruel enemigo del hombre, ha quedado
superado por Cristo. con su resurrección ha ganado la vida nueva para todos nosotros.

La entrega de Jesús alcanza su máxima expresión y condensación en la cena anterior a su


muerte. En ella anticipa de manera simbólica la entrega de su fidelidad y obediencia por muchos
para el perdón de los pecados y para la institución de la alianza nueva entre Dios y los hombres.
En el evangelio de Juan el fundamento de la redención es la muerte sacrificial de Jesús (cordero,
de Dios, Jn 1,29; 10,11 etc.) tanto Dios amo al mundo que entrego a su Hijo único, para que
todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16)

4.4 La universalidad de la mediación salvífica de Cristo

a) “Jesucristo en el centro de la fe”26

El cristianismo es Cristo. Pero el cristianismo vivido por los cristianos, esto es, la Iglesia, no es
Cristo; pero Jesucristo, su persona y su obra están en el centro de la fe: Cristo es el eje central y
único. Puesto que está el misterio de Jesucristo mismo y no solo su mensaje como centro de la
fe; sino que, es el mensaje y el mensajero que se funden en una sola y misma cosa, por lo tanto,
el cristianismo es de una sola persona, Cristo.

Así se afirma en el Nuevo Testamento: considera que el misterio (mustérion) está en la persona
de Jesucristo. Es la cristología de pablo como en: el himno trinitario de Ef 1, 3-13 y el himno
cristológico de Col 1, 15-20, es Cristo centro de toda la obra divina, estos textos como ya están
dichas en los evangelios, resaltan claramente como Salvador universal.

En la Iglesia es sacramento universal de la salvación. La Iglesia es, en Cristo, como sacramento,


es decir, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo género humano
(LG 1). Puesto que Cristo es la Salvación misma, la Iglesia se define como sacramento de
Cristo. Así como Cristo es el sacramento primordial del encuentro con Dios, la Iglesia es el
sacramento de Jesucristo: Jesús es el misterio absoluto y la Iglesia el misterio derivado y
relativo.

26
Cfr. Jaques Dupuis, Introducción a la Cristología, Verbo Divino, Navarra 1994, p 233-235
El papel de Jesucristo como «mediador» universal entre Dios y la humanidad. Dios eligió salvar
a todos los hombres en él: para la fe cristiana es un hecho.

b) “El sentido de Cristo en el plan divino”27

Toda la tradición cristiana, bíblica y pos-bíblica, se ha preguntado por el sentido de Jesucristo


en el plan divino o, como se ha dicho en forma equivalente, sobre el «motivo de la
encarnación».

Sal Anselmo dice: la redención de la humanidad era realizable por Jesucristo, el hombre de
Dios. Y es en la encarnación donde inicia la redención. Es el mediador entre Dios y la
humanidad como verdadero misterio de Amor. Santo Tomas dice: que Jesucristo en el plan
divino, estaba esencialmente destinado a la redención. Aun sabiendas que el hombre no hubiese
pecado; Jesucristo se habría encarnado para coronar la creación. Duns scoto: Es el centro del
plan divino.

Es la autocomunicación de Dios o la inmanencia total de su autocomunicación a la humanidad,


de la inserción personal de Dios mismo en la vida humana y en su historia. Definido como la
autocomunicación inmanente de Dios, creadora y reparadora. Jesús es la cumbre de la
humanidad creada, llamada y recuperada por él sin que debamos distinguir momentos sucesivos
en el plan divino, insertándose personalmente como Hijo de Dios en nuestra condición humana.
Es que Dios se puso a nuestro alcance, a nuestra propia naturaleza. E. Schillebeeckx: Cristo es
Dios en forma humana y hombre en forma divina.

S. Pablo a los romanos, establece un paralelo entre Adán y Jesucristo (5, 12-21). La palabra
clave es hombre (anthrópos), que por medio de un hombre había entrado el pecado al mundo;
de la misma manera por la humanidad de Cristo se redimió al mundo de forma inmanente: la
humanidad de Cristo como don gratuito de Dios en Cristo. Es con la encarnación que el Hijo de
Dios se unió en cierto modo con el hombre (GS 22) y en él a la humanidad entera. Con el
acontecimiento, Jesucristo se estrechó entre Dios y la humanidad un lazo que ya es indisoluble.
EL acontecimiento no puede, repetirse.

Por tanto, Cristo es la consistencia de todo el universo, puesto que todo se direcciona a Él,
garante de toda consistencia. Es el resucitado que todo lo creado se consumase.

c) “El evento Jesucristo, centro de la historia de la salvación” 28

Para el cristiano la historia tiene una dirección, un fin asignado por Dios. Este fin es la
realización definitiva del Reino de Dios. La historia es, pues, un proceso que, a través de los
acontecimientos contingentes y, con frecuencia, a pesar de su carácter fortuito, se dirige hacia
un final trascendente: la plenitud del Reino de Dios.

Esta historia del diálogo entre Dios y la humanidad es una historia de salvación. Esto significa
que la historia de la salvación se extiende desde la salvación a la parusía del Señor resucitado, al
final de los tiempos. Es a partir de la experiencia de la alianza, y mediante retrospección,
cuando el misterio de la creación divina entra en la conciencia de Israel.

La historia de la salvación se extiende, pues, desde el comienzo hasta el final de la historia,


desde la creación al fin del mundo. La fe cristiana coloca en su centro el acontecimiento
Jesucristo. No en sentido cronológico, sino teológico. La fe apostólica, en efecto, distingue el

27
Cfr. Ibíd., 240-246
28
Cfr. Ibíd., 251-256.
acontecimiento Jesucristo, acaecido en la historia, desde la vuelta escatológica del Señor en la
parusía; distingue, entonces, entre su primera y segunda venida.

No es que por esto se desvaneciese su orientación hacia el futuro, sino que la espera
escatológica se encontraba dividida en dos tiempos, el «v a» v el «todavía no», el
acontecimiento cumplido v su plenitud final. Cristo resucitado, y no la parusía, era el centro de
la fe. El resto, el «todavía no» vendría como consecuencia lógica, como desarrollo necesario de
las potencialidades contenidas en el acontecimiento. La plenitud del Reino de Dios debe esperar
sin duda hasta la parusía. Pero, a pesar de ello el acontecimiento Jesucristo es el centro de la
historia de la salvación.

d) “La centralidad de Jesucristo en la teología ecuménica y en toda la teología


ecuménica”29

El Vaticano II explícitamente menciona una teología de las religiones. Una cuestión propia y
verdadera es la de la relación de las tradiciones religiosas de la humanidad con el misterio
primordial de Jesucristo, fundamento de la fe, y no la de la relación con el misterio de la Iglesia.

Lo que significa que la perspectiva correcta consiste en preguntarse no directamente sobre la


relación horizontal de las otras tradiciones religiosas con la Iglesia, sino más bien sobre su
relación vertical con el misterio de Cristo presente y en acción en el mundo.

El dicho «fuera de la Iglesia no hay salvación» ha sido el vehículo de esta perspectiva


restringida. Fulgencio de Ruspe, quien, en su obra titula la De Fíde Líber ad Petrum, donde
separarse culpablemente de la Iglesia equivale para sus miembros a separarse de Cristo, fuente
de salvación. En el Decreto para los Jacobitas (1442) del concilio de Florencia, la primera
intención del concilio es, sin embargo, la de aplicar el principio a los que se han separado
voluntariamente de la Iglesia y «no se han de agregar a ella» antes de morir. Requisitos para
acceder a la salvación se veían negativamente.

Haberlo anunciado de forma positiva y en una perspectiva cristocéntrica. Toda salvación está en
Cristo. Gaudium et Spes, en la que, después de haber expuesto la forma en que el cristiano
recibe la salvación mediante la asociación al misterio pascual de Cristo: Y esto no vale sólo para
los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa
invisiblemente la gracia. Cristo, en efecto, murió por todos y la vocación última del hombre es
efectivamente una sola, la divina; hemos de creer por ello que el Espíritu Santo, en la forma que
Dios conoce, ofrece a todo hombre la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual
(GS 22).

El problema que se plantea aquí no es directamente el de la relación vertical de las tradiciones


religiosas de la humanidad con el misterio de Jesucristo, sino el de la relación horizontal de
estas mismas tradiciones con el cristianismo y con la Iglesia.

La verdadera y auténtica cuestión -la única que puede orientar hacia auténticas respuestas- es la
de la relación vertical de las tradiciones religiosas con el misterio de Cristo: la teología de las
religiones debe sustituir esta cuestión por la de la relación horizontal entre las demás religiones
y el cristianismo. La cuestión de la relación horizontal no puede encontrar solución válida más
que a partir de la, más profunda, relación vertical. hay que reemplazar una visión eclesiológica
estrecha por una perspectiva cristo céntrica más básica y más amplia al mismo tiempo.

e) ¿Salvación sin Evangelio?


29
Cfr. 256-260.
En Lumen Gentium el Concilio confirmó la doctrina de que la Iglesia es necesaria para la
salvación porque Cristo, hecho presente para nosotros en Su Cuerpo, que es la Iglesia, es el
único Mediador y único camino de salvación. La Iglesia es el "sacramento universal de
salvación". Toda salvación viene por la Iglesia de Cristo, fuera de esta gracia no hay esperanza
de vida eterna. Esta verdad debe entenderse en conjunto con lo siguiente.

Ahora bien, si la salvación solo puede venir de Dios, el cristianismo ve realizado esto en la
persona de Jesús de Nazaret, <<Logos>> de Dios hecho carne, muerto y resucitado por
nosotros. En efecto, esta es la afirmación básica de nuestra fe: Cristo es el único Salvador, el
mediador entre Dios y los hombres, él mismo Dios y hombre.

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