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Pieter van der Meer de Walcheren

LA VIDA OCULTA

Traducción directa del neerlandés por Felipe M. Lorda Alaiz.

Primera edición española: 1955.

A Henri van Haastert

HACÍA poco más o menos un año que yo, en rebelión contra las
ideas, las aspiraciones, las costumbres y los sucesos del mundo, y lleno
de dudas respecto a la vida, había mandado a paseo los estudios de
Filosofía que estaba cursando en la Universidad y que ya no tenían
absolutamente ningún sentido para mí; mi resolución, dicho sea de
paso, produjo un gran escándalo y levantó un coro de protestas entre
mis profesores, quienes esperaban de mi aguda perspicacia, según
aseguraban, cosas realmente portentosas, tales como, ¿por qué no? ...
¡un nuevo sistema losó co! Hacía, repito, un año de aquello, cuando,
destilando amargura y complaciéndome cruelmente en sentirme solo
entre los hombres, fui a dar con mis tristes huesos a uno de esos viejos
inmuebles, abominablemente sombríos, que se encuentran
indefectiblemente en las barriadas populares de las grandes urbes y
ante cuyo aspecto se piensa con horror en la posibilidad de estar
condenado un día a vivir en ellos.
Era una casa grande y antigua —sin la poesía de las cosas antiguas,
por supuesto— en cuyos cuartuchos se albergaban con sus penas y
zozobras decenas di familias de obreros, mendigos profesionales,
holgazanes vitalicios, tipos que ejercían los o cios más inverosímiles,
gentes de ignorados medios de vida y también, aunque los menos,
pobres de verdad.

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Cuando se subía por una de las varias escaleras, todas ellas sucias y
sumidas en una pestilente penumbra, y poco a poco iba
introduciéndose uno en aquella mina inagotable de miseria, se sentía
el agobio aplastante de una desesperanza sin límites, que sofocaba
ignominiosamente en el corazón el resto de aliento o esperanza que
aún podían sostenerle a uno en vida.
Todos los hedores domésticos que despedían las hacinadas familias
se mezclaban entre sí y formaban un vaho nauseabundo, que se
instalaba en los huecos de las escaleras, en los rellanos, en los pasillos y
le trastornaba a uno como el contacto de unas manos sudorosas. Las
maderas carcomidas, los muros resquebrajados y los grises cielos rasos
estaban impregnados de ese vaho, y en el pasamano de la escalera,
cubierto como estaba de una grasienta capa de porquería, se le
quedaba a uno la mano pegada. Aquello olía horrorosamente.
—¡El in erno! —pensaba uno, tratando de respirar. Mas el aire era
espeso y se seguía adelante a tientas por la mugrienta penumbra que
llenaba la casa de arriba abajo, como si en el mundo no brillara el sol,
ni existiera la alegría del vivir, ni brotaran ores.
In cada piso, al recorrer los estrechos pasillos, se pasaba por
delante de un gran número de puertecitas pintadas de marrón y en las
habitaciones que había detrás de las mismas se oía rumor de voces,
gritos infantiles, insultos, juramentos y en ocasiones la aguda voz de
una muchacha entonando la canción de moda.
Yo vivía en la parte posterior del edi cio que daba sobre el patio,
en una bohardilla del quinto piso, al nal de un estrecho pasillo en
forma de túnel. Aquello, excepcionalmente, era mucho más tranquilo,
ya que todos los pequeños cuartos adyacentes al mío estaban
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deshabitados, de suerte que los alborotos y ruidos que pudieran


producir los vecinos no perturbaban el silencio y la soledad en que yo
deseaba vivir.
Mi vida espiritual era por aquellos días lamentablemente anodina.
Vivía en una especie de aturdimiento. Muchas mañanas me faltaba el
valor de levantarme y me quedaba en la cama. A veces permanecía
durante horas, de pie o sentado, con la mirada estúpidamente absorta
en el gran muro ciego que me arrebataba la luz y el cielo y en el que
forzosamente habían de detenerse mis ojos al mirar a través de los
cristales mugrientos, pegados en parte con papel gris, de mi
ventanuco. Conocía hasta en sus más mínimos detalles los caprichosos
y desconcertantes dibujos de las sucias huellas del agua y todas las
morbosas manchas que como llagas cancerosas corroían aquel rostro
de piedra.
En mi extremo pesimismo y amargura, a los que me encadenaba
una abulia aplastante, había llegado a excogitar, para escarnio de mí
mismo, dos soluciones teóricas, espléndido resultado, por cierto, de
mis estudios losó cos: perpetrar un robo a mano armada para
librarme de mi penuria económica o suicidarme y terminar de una
vez. Y estuve una porción de días dándole vueltas en mi cabeza a
aquellos dos miserables productos de mis especulaciones losó cas, a
semejanza de un viejo chocho mirando una muñeca por todos lados.
De ordinario, hacia la caída de la tarde, daba un largo pasco por la
ciudad y de regreso a casa compraba pan, leche y una lata de
sardinas, que era en lo que consistían casi siempre mis pobres
comidas. Si hacía mal tiempo, solía darme una vuelta, en el curso del
día, por los cuartuchos deshabitados de mi piso: las puertas de los

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mismos estaban siempre abiertas. Iba del uno al otro, tristes aposentos
vacíos, y en ocasiones me detenía durante unos momentos a
considerar su sordidez o a mirar a través de las ventanas hacia el muro
que constituía el descorazonador horizonte de todos aquellos
habitáculos.
Un día, a primeras horas de la tarde —el frío me había retenido en
la cama durante toda la mañana—, cuando me disponía a recorrer de
nuevo aquellos antros, me encontré conque la puerta próxima a la de
mi cuarto estaba cerrada ... Forcejeé un poco el picaporte. Una voz
gritó desde dentro:
—¿Quién hay?
No contesté; confuso, me introduje rápidamente en mi propio
aposento y cerré la puerta.
Me senté con el oído atento...
De forma que tenía vecinos. Un vecino. Ya que se trataba de una
voz masculina.
Y mientras estaba meditando sobre aquel suceso inesperado, me
pareció recordar el acento de aquella voz. Se me antojó conocida.
Pero ¿de quién?, ¿de qué época? El tono que había empleado aquel
hombre no era el propio de una persona áspera, sino más bien afable,
simpática.
Aunque sentía una curiosidad extraordinaria por conocer el rostro
y aspecto de mi vecino, evité cuidadosamente encontrarme con él al
subir o bajar las escaleras. Suspendí asimismo mi recorrida por los
aposentos desalquilados. Algo había cambiado en mi vida, volvía a
sentir interés por algo fuera de mí mismo. Cada mañana, muy
temprano, le oía abandonar su habitación. La mayor parte de los días,

cuando se marchaba, aún no había amanecido. Por más vueltas que le


daba al magín no llegaba a comprender qué iba a hacer fuera de casa
a tales horas, especialmente en aquellas mañanas invernales, oscuras y
frías. No podía tratarse de su trabajo, puesto que alrededor de una
hora más tarde regresaba. A veces le oía cantar en el curso del día
admirables tonadas, suaves y sumamente bellas, melodías
completamente desconocidas para mí, ejecutadas con tono triste y
pausado.
Y yo fantaseaba, me inventaba las más peregrinas historias para
explicar la presencia de aquel desconocido que, en todo caso, no
podía ser una persona vulgar.
Fue un tiempo extraño. Yo vivía amorosamente atento a lo que
hacía mi vecino, al que no había visto nunca y que con toda seguridad
no se preocupaba de mí lo más mínimo, que ni siquiera sabía de mi
existencia. Su proximidad me hacía bien. El solo hecho de saber que
aquel hombre, del que no conocía más que la voz, invisible en sus
movimientos, vivía allí al lado, me infundía un sentimiento de gozosa
gratitud. Tenía un compañero de infortunio en aquella morada
infernal.
Un incidente inesperado puso n de pronto a aquel modo de vivir
uno al lado del otro sin encontrarnos, como si un mundo nos
separara.
Un mediodía de diciembre, hacia la caída de la tarde, abandoné mi
pequeño aposento para ir a dar mi acostumbrado paseo por la ciudad.
El pasillo y la escalera estaban ya sumidos en la oscuridad. Me lancé
escaleras abajo para huir lo más pronto posible de aquellos
condenados recintos, tal era la sofocante y desalentadora atmósfera

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que se respiraba a lo largo de aquellos peldaños sucios, desgastados,
grasientos y malolientes.
ΛΙ llegar al tercer piso por poco me doy de manos a boca contra
alguien que subía. Inmediatamente acarició mis pituitarias, que desde
hacía tiempo no habían percibido más que las pútridas emanaciones
de aquel in erno, un aroma deliciosamente lozano de ores y
perfume. Me detuve ... La gura también ... Y una voz surgida de la
oscuridad, una voz femenina, me preguntó amablemente:
—¿Podría usted decirme dónde vive Jan Rijcken?
Me azoré. La falta de costumbre de hablar con una persona,
especialmente con una mujer, y así tan de improviso, en aquel
ambiente nauseabundo, aquella suave fragancia y aquella voz, me
impidieron contestar en seguida.
Al n dije atropelladamente:
—No, no lo sé. Es que... La verdad es que no conozco a nadie aquí
.. . Jan Rijcken ... Pregunte al portero que conoce a todos los
inquilinos.
—Ya se lo he preguntado —prosiguió la voz imperturbablemente
amable. Ahora, acostumbrados ya mis ojos a la oscuridad, podía
distinguir el pálido óvalo del rostro y el negro abrigo de pieles que
cubría los hombros y el pecho—. Y me ha dicho que en el quinto piso,
en la parte posterior del edi cio, al nal del pasillo.
—Allí vivo yo —solté—, pero yo no soy Jan Rijcken.
—¡Eso ya lo sé! —rió la dama—. Jan Rijcken, pintor ...
—Pues no, no sé decirle... —Mas súbitamente me acordé del
nombre y pregunté—: ¿No será el mismo Jan Rijcken que conocí hace
años en el internado, “el hijo de la actriz”, como se le llamaba?
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—Sí, es posible que sea él —dijo la voz con tono más bajo—;
discúlpeme por haberle entretenido. Voy a continuar.
Pasó por mi lado y siguió subiendo. Yo vacilé unos instantes y luego
corrí detrás de ella y cuando le hube dado alcance, dije:
—Si me permite, le indicaré el camino, señora. Debe ser mi nuevo
vecino. ¡Qué raro! Jan Rijcken ... ¿Es pintor? ... Bueno, supongo que
no será pintor de paisajes, pues no es éste que digamos el lugar más
apropiado para un artista semejante.
Habíamos llegado al quinto piso y me puse a andar delante de ella
por el angosto y oscuro pasillo. De vez en cuando encendía una cerilla
para que mi acompañante no se diera contra una esquina o tropezara
contra un escalón. No volvió a desplegar los labios. Me detuve delante
de la puerta de la habitación de mi vecino.
—Muchas gracias —dijo la desconocida en un tono que quería
decir: ahora ya puede marcharse.
Sin decir una palabra, saludé con una inclinación de cabeza y me
metí en mi propio cuarto. El deseo de un paseo se había desvanecido.
No había duda, el encuentro y el descubrimiento me habían causado
una profunda impresión. ¿Sería este Jan Rijcken el mismo que fué
compañero mío de internado? Y aquella señora ¿su madre quizás?
Durante un rato permanecí sentado en una silla situada en el
centro de mi oscuro cuchitril, en aquel alto abandono, con el mundo
entero a mis pies, aguzando el oído para ver si percibía algo
procedente del aposento inmediato.
Hubo un momento en que no pude contenerme más y fui a llamar
a la puerta de mi vecino.
—¿Quién hay? —preguntó en voz alta la misma voz de hacía unas

cuantas semanas.
—Paul Harms, su vecino.
Oí un grito de sorpresa y, mientras abría la puerta y me invitaba a
entrar con un gesto, repitió mi nombre y apellido, y dijo:
—¿Pero eres tú, Paul? ... —Hablaba jovialmente, reteniendo mi
mano en la suya—. ¡Así es que vivimos desde hace meses uno al lado
del otro sin conocer nuestras respectivas identidades! ¡Esto es absurdo,
Paul!
Me llevó junto a la mesa, sobre la que, a los re ejos de la luz,
suavemente dorada, de una lámpara de petróleo, vi unos cuantos
libros, pinceles, lápices y el tiesto de un plato muy grande lleno de
colores.
—Mamá —dijo a la dama que estaba sentada junto a la mesa, al
amparo de la penumbra—: Paul Harms, un condiscípulo, y gúrese,
vive aquí al lado y ninguno de los dos sabíamos nada.
—He encontrado a tu amigo en la escalera hace unos momentos
—dijo la dama—. Él me ha indicado la habitación.
Me senté silenciosamente junto a ellos y no podía apartar mis ojos
del rostro de Jan. Era de rasgos irregulares, feo y muy enjuto. Llevaba
el pelo, rubio y crespo, peinado hacia atrás. Pero no me detuve en su
aspecto exterior. Irradiaba de sus ojos, de todo su rostro, tan suave
serenidad que de pronto sentí brotar de mi corazón, hasta entonces
tan árido, un bienhechor alborozo, como si súbitamente hubiese
descubierto que la vida era realmente bella, que realmente valía la
pena de ser vivida. Y es que Jan Rijcken miraba con amor, con franco
amor. Tal era el secreto. No se mantenía cerrado, como hacemos
todos frente a los demás, frente a amigos y a extraños. De él dimanaba

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hacia los demás un generoso uido de poderosa ternura.
Mi corazón se sintió colmado de dicha y le percibí al instante como
amigo mío en vida y muerte.
—¿Estás contento aquí, Jan? —le preguntó su madre con su sonora
voz.
—Ya lo creo. —Estaba sentado algo inclinado hacia adelante, sus
dos manos reposadamente entrecruzadas bajo la luz, y su buena
mirada pasó de su madre hacia mí, con una sonrisa—: Estoy aquí
muy bien. No dispongo de mucho espacio, el cuarto no es lujoso y la
madera necesita sin duda una nueva capa de pintura, pero ¿para qué
quiero más? ¿Qué puedo desear más? Tengo una mesa, sillas para mí
y para los huéspedes, un estante para los libros, una cama y una
cocina.
I razó con su mano un ademán circular y señaló después un rincón
en cuya penumbra podían distinguirse, ordenadamente colocados
sobre una mesa, unos cuantos cacharros de cocina. Yo también me
volví U hacia atrás y encima de la cama, que al modo de un diván
estaba cubierta con una colcha multicolor, vi pender sobre la grisácea
pared un gran cruci jo. En la repisa de la chimenea había otro y
sobre la mesa, junto a sus útiles de trabajo, había un rosario.
Hacia frío. La pequeña estufa estaba apagada. Podíamos ver
nuestros alientos otando como pequeñas nubecillas en torno a la
lámpara.
La señora Rijcken se ajustó más su abrigo de pieles y preguntó
tímidamente:
—¿Estás siempre aquí con esta temperatura tan baja? ¿Cómo te es
posible trabajar de esta manera?

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—Estoy acostumbrado —contestó con apacible alegría—. Además


el frío es saludable cuando se es joven ¿verdad, Paul? Sospecho que tú,
en tu condición de inquilino de este palacio, tampoco eres un
ricachón o un calavera, y no creo que te cueste trabajo estar de
acuerdo conmigo. Una vida dura es buena, curte el espíritu.
—Si se puede sobrellevar, bueno, pero si no, te arruina para
siempre —opiné yo, pareciéndome que la a rmación de Jan era
excesivamente optimista.
—No, hombre, no, eso no es posible. Todas esas cosas materiales
tienen muy poca importancia. Y piensa en las ventajas de una vida
como la que llevamos nosotros. El gran calor de la estufa no
adormece nuestras ganas de trabajar ni nuestra atención. Nunca nos
sentimos pesados ni torpes después de nuestras comidas. Nuestra
cabeza se mantiene despejada y nos sentimos llenos de vigor durante
todas las horas del día, y las agobiantes preocupaciones que abruman
a los ricos, cuyas posesiones les son causa de mil inquietudes y
sobresaltos, nos son a nosotros completamente desconocidas. Para
nosotros lo más insigni cante puede ya colmarnos de alegría y placer.
¡La vida podría ser tan sencilla para todos!
Aunque empleaba un tono jocoso, sentí que hablaba con toda
seriedad, y dije:
—Creo que exageras. Yo también conozco de cerca la pobreza y
abomino de ella; es un poder mortal, un emponzoñamiento paulatino
del espíritu, de nuestros deseos, de nuestros pensamientos, de todo
nuestro ser. Lo he sentido en mi propia carne, y ¿cómo quieres tener
pensamientos elevados y poseer la felicidad pura, cómo quieres que la
paz y la ecuanimidad more en nuestras almas, cuando se está

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condenado a vivir en esta casa pestilente?


—Te equivocas de medio a medio, Paul. Yo te aseguro que la
pobreza es una compañera noble para los que la comprenden, para
los que saben quién es y qué es ...
Tenía una manera de hablar que al instante hacía sentir ganas de
estar completamente de acuerdo con él. Y yo que hasta entonces
había cifrado mis mejores delicias en burlarme de la opinión de los
demás, me vi sometido también a aquella singular fascinación. Callé y
me quedé mirándole, mientras él hablaba con su madre. Percibía el
sonido de las palabras que pronunciaban, pero no penetraba en mí el
sentido de lo que decían. Permanecí sentado, escuchando con
sosegado contento el sonido alternante de las dos voces, y acudieron a
mi mente tantas cosas ...
La madre de Jan se había aproximado algo más a la luz y ahora yo
veía su rostro, que la lámpara iluminaba con re ejos dorados. Jan se
parecía a ella, la expresión de su rostro, que no poseía la belleza
mortalmente clásica de los trazos regulares, que le dejan a uno frío,
por más que se admire la forma y la pureza de líneas, era
extraordinariamente viva. Había algo de muchacha en la expresión de
su ancha boca, en la forma de la nariz, en el brillo de madreperla de
su cutis, todavía terso. En cambio sus ojos eran más viejos, inquisitivos
y misteriosamente femeninos, y su mirada tenía un encanto de
conmovedora tristeza. Su voz era sonora, sin la más mínima
afectación, y allí, en aquel mísero ambiente, sonaba como una alegría
de oro ...
Cuando, sintiéndome de pronto intruso, quise marcharme, Jan
insistió en que me quedara y lo hizo en un tono categórico y como

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dándome a entender que prefería no quedarse solo con su madre. Y
como si ella temiera también lo mismo, comenzó a hacerme
preguntas con interés casi exagerado sobre mi vida y sobre mis
ocupaciones, que en aquel período de mi existencia no consistían más
que en envilecerme adrede, pasar hambre, abominar de toda la
humanidad y odiar la vida... Les expliqué todo aquello con los detalles
correspondientes. Aquella noche estuve en vena y a mis oyentes les
pareció sumamente curioso el relato de mi vida y de mis aventuras
espirituales.
Jan escuchó atentamente. Y en la expresión de su rostro y en su
actitud advertí que todo lo que yo decía despertaba en él un
extraordinario interés.
Cuando la madre de Jan se marchó era ya tarde. Éste la acompañó
hasta el portal de la casa para hacerle luz e indicarle el camino entre
la nauseabunda oscuridad de las escaleras y los pasillos. En la calle la i
estaba esperando su automóvil.
Besó a Jan en ambas mejillas. Había en su actitud, cuando le besó,
algo así como una ternura respetuosa. A mí me dió la mano, casi al
modo de viejos camaradas, y me pidió que fuera a visitarla en
compañía de Jan.
Después pasé buena parte de la noche en el cuarto de Jan,
hablando con él. Recuerdo perfectamente que estuvimos conversando
durante mucho tiempo acerca i del problema del dolor.
Yo, el rebelde, corroído por la duda, el desasosiego y el odio,
maldecía el dolor. Jan, que era un hombre profundamente creyente,
con un inmenso sosiego interior de paz y amor, aseguró que el dolor
ha de ser explotado a fondo, como si se tratara de una mina de oro;

—“el dolor no es ningún n en sí, sino un medio para alcanzar la


pureza de alma y ser fuerte y perfecto como Dios”— dijo. En mi vida
había encontrado a una persona semejante. Jan me pareció aquella
noche una noble irrealidad.
También él me contó a grandes rasgos su vida desde que abandonó
el internado al mismo tiempo que yo y nos perdimos de vista.
Entonces comprendí porqué las relaciones entre Jan y su madre,
que a mí me habían ya causado cierta extrañeza desde el primer
momento, eran tan particulares y qué drama se ocultaba en el
contraste entre aquella dama opulenta, aquella actriz que había ido a
visitar a su hijo en su propio automóvil, y Jan, que se· albergaba en
aquella sórdida casa y vivía pobremente,
Desde aquel día el dolor y el amor han vinculado
inquebrantablemente mi vida a la de aquellos dos seres, en prodigioso
ascenso hacia la noción pura de la comunidad de las almas en Dios.
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II

JAN de niño no había conocido nunca la dicha ni la segura alegría


de la casa paterna. En su memoria no se guardaba ese precioso tesoro
de intimidad que casi todos los hombres evocan con gratitud y
desgarradora nostalgia en épocas posteriores de sus vidas,
especialmente cuando son presas de la miseria y del dolor, y cuyo
lejano brillo introduce un poco de calor en su soledad.
Jan fue educado por su abuela materna, que vivía en un chalecito
de una pequeña población situada cerca de la capital. Delante y
detrás de la casita había un jardincito con diminutos parterres de
ores y pequeñitas sendas embaldosadas, limpias como patenas. Y
todo aquello, asociado a la lontananza de unos verdes prados, llanos
como la palma de la mano, se re ejaba en una gran bola de vidrio
que sostenía un bastidor de hierro pintado de blanco, situado
inmediatamente delante de la veranda recubierta toda ella de vid
silvestre.
La anciana, que era de buen corazón e indudablemente quería
mucho a su nieto, no pensaba, empero, más que en limpiar, fuera
verano o invierno, mañana o tarde. En ello fundaba su alegría; era su
pasión, el objeto de mi vida. De ahí que tanto en el exterior como en
el interior de la casa apareciera todo reluciente, cual el rostro de una
joven campesina que acabara de lavarse con jabón blando.
Mentalidad simple y práctica, era incapaz de comprender al
pequeño Jan, un niño soñador, introvertido, cuyos grandes ojos
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infantiles, en los que temblaba a veces una angustia, miraban


silenciosamente a su abuela mientras ésta se entregaba eternamente a
las mismas actividades. La abuela hablaba para su sayo, decía todo lo
que iba haciendo, y aquel silencioso mirar del pequeñuelo le atacaba
los nervios, le molestaba. Entonces le ordenaba que se fuera a jugar,
que se marchara al exterior a triscar por la avenida con los niños de la
vecindad. Y Jan, que a la sazón no había cumplido aún los diez años,
no comprendía porqué le hacía marchar y dio en creer que su abuela
no le quería.
Las escasísimas visitas de su madre fueron los grandes y luminosos
acontecimientos de su niñez. Ésta llegaba siempre de improviso. En su
más remoto recuerdo oía su amada voz llamándole por su nombre
desde lejos, desde la carretera que unía la estación de ferrocarril con
la pequeña población. Ella le besaba, le tomaba en sus brazos y
jugaba con él durante toda su permanencia en casa. Cuando se
marchaba, Jan, a pesar de su corta edad, sentía acentuarse
dolorosamente su añoranza por ella y en los dos o tres días siguientes
se acurrucaba en un rincón, en casa o fuera de ella, para ocultar su
amargo llanto. La abuela le buscaba y, cuando le encontraba en su
escondrijo con los ojos arrasados de lágrimas, echaba en cara al niño,
que no comprendía una palabra, su ingratitud. Y éste sentía miedo.
Más tarde su madre iba a visitarle con un auto, que quedaba
estacionado delante de la casita. Algunas veces, cuando ella
permanecía en casa durante más tiempo, se vestía a Jan de punta en
blanco y podía sentarse junto a su madre en el automóvil, con el que
emprendían un raudo viaje hacia las lejanas torrecillas del horizonte.
Aquellas breves visitas de su madre durante su infancia fueron para

él a lo largo de muchos años algo así como alborozadas visiones de un


mundo de ensueño.
Y de pronto murió la abuela. El niño, que vio a la difunta sin
comprender la rígida inmovilidad de la anciana que el día anterior se
entregaba con toda diligencia a sus habituales quehaceres domésticos,
no se sintió, a pesar de ello, excesivamente impresionado. Durante
aquellos días estuvo continuamente al lado de su madre. Unas horas
después del entierro ésta hizo subir a Jan en el auto y lo llevó a un
gran internado. Tenía entonces diez años.
El director, vestido solemnemente de negro, les recibió con toda
amabilidad. Habló durante unos momentos con la señora Rijcken y
cuando ésta quiso marcharse tuvo que mostrarse algo violento para
obligar a Jan a soltar a su madre, a la que se había agarrado, sacudido
por los sollozos, desesperadamente, como si ya entonces se le
despojara de todo para siempre. Ella atravesó el amplio vestíbulo y
Jan, a través de sus lágrimas, vio como le enviaba un último beso y
salía por la puerta principal. Súbitamente todo se aquietó en él: cesó
de llorar y miró al director que le retenía la mano. Procedente de la
lejanía percibió el constante rumor de un gran número de niños que
jugaban. Y resignado se sometió, encogido su corazón infantil, al
nuevo poder que se le imponía.
Se inició entonces un período de su vida, que había de prolongarse
por espacio de nueve años, en el que posteriormente evitaba pensar al
igual que en su infancia, no porque hubiesen sucedido cosas tristes,
sino porque habían sido una larga serie de días desolados,
transcurridos en un ambiente al que no pudo aclimatarse, en el que se
sintió incesantemente desgraciado. La sorda monotonía de aquella

existencia, que los demás muchachos parecían soportar tan


alegremente, solamente fue interrumpida en raras ocasiones por el
efímero gozo de una visita de su madre, o cuando, durante algunos
días de las vacaciones, hacía con ella un largo viaje en automóvil. La
mayor parte de sus vacaciones las pasaba en el vacío internado, en
compañía de otros dos condiscípulos, tres compañeros de infortunio
cuyos padres, que vivían en otro mundo, los con aban al cuidado del
director y de su familia.
Jan seguía siendo el mismo ser solitario e introvertido de sus años
infantiles, demasiado arisco para trabar amistad con un compañero. Y
sin embargo sentía una imperiosa e íntima necesidad de ello. Pero
entre sus condiscípulos no pudo encontrar ningún amigo. Los
muchachos le toleraban muy bien, era servicial y atento; se esforzaba
siempre por participar en sus recreos, pero no le resultaba fácil. De
ahí que los demás no se encontraran a gusto en su compañía. Jan no
mostraba gran interés por los rudos juegos de sus compañeros ni
tampoco por las cosas acerca de las que hablaban. Jan era distinto de
los otros y todos se dieron cuenta de ello inmediatamente.
Esta soledad en medio de un centenar de muchachos no le hizo
indiferente ni amargo. No afectaba a su carácter, que era suave y
fuerte y noble.
Cuando vivía aún con su abuela, preguntó en cierta ocasión a la
señora Rijcken si, al igual que los demás niños, no tenía también él un
padre y dónde estaba. ’’Está muerto”, le contestó su madre con
sequedad, y no era Jan niño para formular dos veces la misma
pregunta. Mas con su imaginación infantil pensaba mucho en aquel
hombre al que no conocía ni del que jamás había visto un retrato.

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Más tarde, aunque sólo tenía aún una vaga idea de la vida —
acababa de cumplir los catorce años—, le extrañó llevar el nombre de
familia de su madre. Así se lo dijo a ésta una vez, mientras hacían una
excursión en automóvil. Ella le atajó rápidamente, diciendo:
—Eres todavía demasiado joven para comprender.
Pero Jan observó que su madre había experimentado un ligero
sobresalto.
Y cuando menos lo esperaba, algún tiempo después, un
condiscípulo, un compañero de clase de más edad que él, un precoz
por lo visto en materia de sucia experiencia, le lanzó al rostro, durante
una riña, la palabra: bastardo... Ocurrió en el patio de recreo del
colegio una tarde libre en que la mayor parte de los chicos se habían
ido a sus casas. Cinco o seis mozalbetes presenciaban la riña. Yo, que
era alumno de una clase superior, no conocía a Jan. Pasé cerca del
grupo en el preciso instante en que aquel grandote espetaba el insulto.
Me llamó inmediatamente la atención la palidez del injuriado, que
nos miraba a todos con dolorosa sorpresa, en sus ojos la inexpresada
pregunta: “¿Por qué hacéis esto conmigo?” Luego se arrojó contra el
otro, que era mayor y más fuerte, el cual agarró, riéndose, a Jan, lo
lanzó contra el suelo y se puso a golpearle sin cesar de decir:
-¡Eres un bastardo! ¡Eres el hijo de una actriz! ¡El lijo de una
soltera!
Jan renunció a defenderse. La escena era deplorable. Recibía los
golpes resignadamente y sus dilatados ojos miraban hacia arriba
mortalmente tristes, arrasados de lágrimas, lo cual avivaba aún más el
sarcasmo de su enemigo: “¡Llora por su mamaíta!” Lleno de
indignación cogí a aquel bruto por el pescuezo y lo saqué de encima

de Jan. Éste se levantó lentamente y se fue... Aquella misma tarde vino


a verme para darme las gracias, y desde entonces fuimos amigos,
aunque no me habló nunca de su dolor ni de sus más íntimos
pensamientos.
Como yo sabía que pasaba las vacaciones en el internado —en los
últimos años su madre no iba ya a visitarle, Jan parecía habérselo
dicho todo—, le invité dos o tres veces a ir a mi casa, pero siempre
rechazó la invitación diciendo con huraña y triste sonrisa:
—Eso no es para mí, Paul.
Jan era católico de nacimiento y por eso a los doce años de edad
había hecho la Primera Comunión, pero sin que aquello le causara
una gran impresión. Cuando yo le conocí había ya dejado de rezar, no
por mala voluntad o repugnancia, sino porque la religión era Ί algo
situado todavía al margen de su atención; hubiérase dicho incluso que
ni siquiera pensaba en ella. No como yo, que sentía un desdén
olímpico por aquella estupidez, como me permitía cali car la fe y lo
sobrenatural. Era como si el enigma de la vida y todas aquellas
martirizantes preguntas cuyas respuestas buscaba y había creído
poder encontrar en el estudio de la Filosofía, a él no le hubiesen
preocupado nunca lo más mínimo. Y hubo siempre en él una
aceptación, para mí incomprensible, algo así como una complacencia,
en no resistirse nunca contra el dolor; parecía considerarlo como su
porción correspondiente, y vivía en una expectación paciente y queda,
lo cual no le impedía en absoluto actuar con energía y, sin meter bulla,
efectuar actos y adoptar actitudes ante las cuales otros aparentemente
más vigorosos que él y de naturaleza más activa habrían retrocedido
asustados.

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Cuando, al abandonar el internado para proseguir mis estudios en


la Universidad, me despedí de Jan, ninguno de los dos sospechábamos
que no habíamos de volver a vernos hasta al cabo de seis años.
Un año después de nuestra separación, Jan hizo el examen de
Estado con gran brillantez y el primer día de vacaciones fue a reunirse
con su madre, que habitaba en una gran casa, lujosamente
amueblada, de uno de los barrios ricos de la ciudad. Hacía muchísimo
tiempo que no se veían. Un criado, que no le conocía, le introdujo en
un saloncito en cuyas paredes pendían un gran número de retratos de
su madre caracterizada de los distintos papeles que habían jalonado
su carrera dramática. Jan estuvo mirando los retratos con gran
atención y observó que al pie de las fotografías de hacía veinte años,
es decir de la época en que su madre debutó en las tablas, cuando él
no había nacido todavía, aparecía otro nombre: Louise Banning, el
seudónimo bajo el que actuó durante· los primeros años de su vida
teatral y que ya nadie conocía.
La señora Rijcken entró en el saloncito silenciosamente, vio a su
hijo, gritó “¡Jan!” y extendió a éste ambas manos. Luego habló rápida
y excitadamente:
—No sabía que eras tú. El criado no ha entendido bien tu nombre.
Ya conoces todos estos retratos ¿no?... Algunos han salido muy bien
¿no te parece? .. . Pero anda, ven conmigo, vamos a mi habitación ...
Había tomado a su hijo por la mano, como a un niño, y en su
rostro resplandecía la dicha.
—Has hecho bien en venir. ¿Cuánto tiempo hacía que.no nos
veíamos? Casi tres años, creo... ¡Si supieras lo ocupada que estoy! No
he podido encontrar un momento para ir a verte: siempre actuando,

aquí y en otras ciudades, o en el extranjero ...


A través de un amplio pasillo que era como una sala, tan adornado
estaba de tapices, muebles antiguos, pinturas modernas y toda clase
de preciosos objetos artísticos, le condujo a su propia salita de estar, un
pequeño aposento de sobrio esplendor. El alfombrado del suelo y los
muebles eran negros; de seda parda los cojines que adornaban cada
una de las sillas de madera de roble oscura. La violenta luz estival
penetraba en la estancia tamizada por las bajadas celosías y a la luz
reinante en el interior, los candelabros y un búcaro de estaño parecían
de plata mate. Sobre una pequeña mesa baja estaba la viva riqueza de
un ramillete de rosas blancas en un gran jarro de estaño.
La señora Rijcken, que llevaba un sencillo quimono de una suave
tela de color verdemar, fue a sentarse en la silla de alto respaldo
situada delante de su mesita escritorio. Sobre esta última había un
libro abierto. La actriz no lucia joyas. Únicamente en torno a su
desnudo cuello se veía una na cadenita de oro de la que pendía,
destellante, una pequeña medalla. Durante la conversación su mano
se ponía a jugar de cuando en cuando con esta medallita. Jan se sentó
en un bajo butacón muy cerca de ella. Se sentía extrañamente
fatigado.
—¿Han empezado ya las vacaciones de verano? —preguntó con
afectuoso interés la señora Rijcken.
—Sí, mamá. —Y le contó que aquella misma mañana se había
enterado del resultado favorable de su examen de Estado—. Pero esto
no tiene demasiada importancia —continuó diciendo cuando ella le
dio la enhorabuena—. He venido para hablarle de otras cosas, de
usted, de mí, del porvenir, de mis proyectos...

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Con las manos entrelazadas descansando en su regazo, la señora


Rijcken miraba a su hijo con silencioso asombro, como si no acabara
de creer que ella era la madre de aquel joven.
Jan había cumplido ya en aquellos momentos diecinueve años, era
de estatura media y grácil de cuerpo. Su rostro re ejaba una
conmovedora mezcla de candor infantil y decidida seriedad. Todo su
ser proclamaba su absoluta sencillez de corazón.
Ni la señora Rijcken ni Jan parecían sentir necesidad, después de
su larga separación, de entregarse a banales expansiones de afecto.
Comprendían que tales expansiones no cuadraban con el carácter de
aquella entrevista, que sabían inevitable desde hacía años.
- ¿Qué planes tienes, Jan? —preguntó la actriz con expresión
preocupada.
Mire usted, madre, precisamente he venido para hablarle de ello
—contestó Jan sosegadamente y con suave tono—: Hasta ahora usted
ha costeado mi educación; ha satisfecho todos mis deseos, nunca me
ha faltado nada, y sé que seguiría proporcionándome el dinero
necesario para continuar mis estudios sin preocupaciones. Pero yo no
puedo ni quiero aceptarlo. No es que sea un desagradecido, madre, es
que ... —Su voz sonó sorda pero violenta al añadir—: ... es que ese
dinero me abrasaría las manos.
Se calló por espacio de unos instantes.
—En lo sucesivo quiero ganar yo mismo el pan que coma. Pre ero
padecer hambre y miseria que vivir con el dinero del hombre a quien
pertenece todo esto —e hizo con la mano un breve ademán circular.
Volvió a callarse.
Delante de él estaba aquella mujer mirándole con los ojos dilatados

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por el estupor.
Repuso:
—Desde que lo sé todo, he estado dudando durante mucho tiempo
antes de adoptar una resolución. Era cobarde. Trataba de acallar mi
conciencia con so smas y falsa compasión para conmigo mismo y
para con los demás. ¿Por qué no seguir aceptando el dinero de la
indignidad? La ofendería gravemente... Perdóneme, madre,
perdóneme las palabras... Ahora veo claramente cómo debo obrar.
Me encuentro en un momento decisivo de mi vida. Mañana voy a ir a
buscar una colocación.
La señora Rijcken no desplegó sus rígidos labios y hubo angustia
en sus ojos cuando Jan, inclinándose hacia ella, tomó una de sus
manos entre las suyas, y empezó a hablar con intimo acento:
—También he venido para otra cosa, madre ... Acaricio un sueño y
debo explicárselo... ¡La vida puede ser tan bella y feliz para nosotros!
Figúrese, madre, nosotros dos, usted y yo ... y nadie más entre
nosotros, ningún extraño... Sacúdase de encima su vieja vida;
abandone todo esto, y empiece conmigo una nueva existencia.
Libérese ... Viviremos juntos, no importa dónde... donde usted quiera.
Pero nosotros dos solos, cada cual trabajando por su lado. Usted gana
de sobra con el teatro y yo también trabajaré con todas mis ganas. A
lo mejor puedo ayudarla de un modo u otro. Pero deje esta casa, todas
estas cosas. Véngase conmigo. ¡Es tan sencillo! Durante el invierno
viviremos aquí, en la ciudad. Tan pronto termine la temporada teatral
nos vamos fuera, bien lejos, a una aldea de las montañas, o al mar.
¡No creo que sea indispensable para ser feliz ir con un coche a toda
velocidad por esos mundos de Dios! ... Sueño un hogar con usted,

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madre. ¡Seríamos tan dichosos!


Sobrevino un silencio. A Jan le dominó la impresión de que sus
palabras habían sido inútiles. Se había ilusionado en vano y ahora
escuchaba, amargamente entristecido, las excitadas razones de su
madre.
—Pero, muchacho, no sabes lo que dices. ¿Cómo vas a hacer para
ganarte el pan, dime? ¿Con qué pretendes ganártelo? ¿Qué es lo que
te guras? Tú no conoces la vida. En el fondo eres un niño todavía.
Tú mismo lo acabas de decir: nunca te ha faltado nada. Todo lo que
has necesitado o deseado, lo has conseguido. No has tenido más que
pedir. Yo he hecho todo lo que he podido ¿no es verdad, muchacho?
Tú no sabes lo que es la vida, la lucha por la existencia. La vida es
dura, in nitamente más cruel de lo que puede concebir tu joven
imaginación. Nadie, absolutamente nadie te ayudará. Hablas de
buscar trabajo, de buscar una colocación, como si la gente tuviera
necesidad de ti, como si te estuvieran aguardando. Bueno, dime: ¿qué
es lo que te propones hacer?
—Daré clases —dijo Jan secamente.
—¿Clases? ¿A quién, a quién darás clases? —Ahora hablaba en
voz alta, oprimiéndose las manos entre sí—. Y cuando, en el mejor de
los casos, después de haberte cansado de esperar y buscar y pedir y
mendigar, hayas encontrado un par de alumnos, dime: ¿qué vas a
hacer con la miseria que te den? Tú no conoces las humillaciones a
que se está expuesto cuando se es pobre. Todo el mundo promete
pensar en ti, todo el mundo te da amables consejos, pero nadie te
proporciona algo que pueda sacarte de apuros. Se complacen en verte
con el agua hasta el cuello, en humillarte. Y cuando se ha pasado por
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todas esas zozobras y se conoce la odiosa angustia que se apodera de


nosotros al pensar en el día de mañana, se le encoge a uno el corazón
ante el simple recuerdo de semejante existencia. Tú eres un hombre,
joven además, otra cosa es, pero de todos modos ¡cuán desarmado
estás frente a la prepotencia de la miseria! Tú no sabes lo que es pasar
hambre, padecer frió. Piensa unos momentos en lo seguro y
confortable que se siente uno en una habitación caldeada mientras en
el exterior se hace sentir todo el rigor del invierno. Tienes vestidos,
ropa interior. Nunca te ves obligado a hacer cálculos, miserables
cálculos al céntimo. No conoces el bochorno de llevar unos zapatos
rotos, vestidos desgastados, un sombrero viejo, ropa interior sucia,
porque eres pobre, porque no tienes dinero para sustituir todo eso. Y
no puedes hacer nada, andas errabundo, paria de la vida, por el borde
de la existencia, y las delicias sin preocupaciones, que hacen de la vida
algo que vale la pena, la satisfacción de un deseo súbito, la inmediata
realización de un anhelo, es algo que te está vedado por completo, es
patriotismo exclusivo de los demás...
Se calló durante unos momentos.
La luz uniforme envolvía, inmóvil, a aquellas dos personas.
Luego suplicó:
—Deja que te ayude. Acepta aún mi dinero hasta que hayas
encontrado algo, hasta que estés en condiciones de ganar lo su ciente
para poder vivir.
Él meneó la cabeza. Ya no la miraba. Aquello le entristecía
profundamente, le desalentaba. ¡Había acariciado con tanta ilusión
aquel sueño que ahora se desvanecía irremediablemente!
Ella siguió hablando:

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—Yo no puedo vivir en la pobreza y las preocupaciones materiales.
Necesito el lujo, necesito ser rica. No me juzgues mal, Jan ... Yo ya no
podría soportar esa espantosa existencia de estrecheces, privaciones y
renunciamientos. No podría acostumbrarme otra vez a la acuciante
penuria, a la inquietud ante el problema del sustento cotidiano. No
puedo ni quiero cambiar mi vida…
En ese caso no se ... en ese caso ya no tengo nada más que hacer
aquí —dijo Jan aturdido por el dolor que atormentaba su corazón—.
¡Hubiéramos podido estar tan bien! Pero ya veo que no puede ser, lo
comprendo ... No se preocupe por mi, ya me las arreglaré, no hay
cuidado ... Pero es tan difícil... Yo soy su hijo ... Yo ... ¡Bah! Ya no sé ni
lo que me digo ...
Mientras hablaba, se había levantado. Ella permaneció sentada y
sus dedos jugaban nerviosos con la cadenita de oro.
—Pero ¿a dónde quieres ir? ¿Tienes una habitación, tienes dinero?
¡Dios mío! ¿Por qué te entregas a la desgracia? Espera todavía,
re exiona un poco —dijo desesperadamente.
—Ya he re exionado, y sé que lo que hago está bien —contestó
Jan—. Ahora debo marcharme. Se está haciendo muy tarde
Parecía, en efecto, que no sabía ya lo que se decía.
—¡Es por usted, madre —exclamó aún—, por usted, por nosotros
dos, que he venido!
Ella se puso de pie: los brazos le pendían inertes a lo largo del
cuerpo y mantenía la cabeza ligeramente inclinada.
“¡Cuánto la quiero, a pesar de todo!”, pensó Jan, y dijo:
—Adiós, madre; hasta la vista. Ya le escribiré.
Ella meneó la cabeza. Recorrieron en sentido inverso el pasillo de
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antes y al pasar por delante de la puerta del pequeño saloncito Jan vio
sobre una silla un sombrero de paja de caballero y un bastón de
paseo. Y ella se dio cuenta de que lo había visto.
Sin decirse ni una sola palabra más, Jan abandonó la casa.
La señora Rijcken estuvo aquella noche extraordinariamente
desagradable con el hombre a quien debía la suntuosa opulencia en
que vivía.

III

AUNQUE Jan no esperaba encontrar en seguida una ocupación que


le permitiera vivir con toda sencillez —distaba mucho de ser exigente
al respecto— y le dejara un margen de tiempo para seguir estudiando,
estaba convencido, sin embargo, de que en un plazo relativamente
breve de tiempo lograría hacerse con una u otra colocación adecuada
a su educación y sus estudios.
Nada dejaba sin probar. Escribía a las señas de todos los anuncios
en que se pedían clases particulares. Nunca llegó una contestación.
Con una carta de recomendación, redactada en términos de amable
benevolencia, que le había dado el director del internado, recorrió
todos los centros de enseñanza de la capital. Cada mañana emprendía
animosamente una nueva peregrinación. ¡Tenía que conseguir lo que
buscaba, no había más remedio!
Cuando se le permitía trasponer el umbral de la puerta a la que
había llamado, lo cual no ocurría siempre, y se le daba ocasión de
exponer el objeto de su visita, oía a veces vagas promesas dictadas por
la cortesía, pero casi siempre una negativa rotunda: no se necesitaba a
nadie. Sucedía a menudo también que después de una espera
interminable capaz de desalentar al más animoso, Jan recibía la visita
de un subalterno que, en nombre de la dirección, le rogaba expusiera
por escrito su causa con detalladas informaciones sobre sí mismo y
clara especi cación de sus capacidades y experiencias. Jan lo hacía
concienzudamente. Y durante muchos días aguardaba lleno de

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esperanza una contestación que no había de llegar nunca.


Una sola persona, a la que al parecer le dolía realmente no poder
ayudar a Jan, entregó a éste una tarjeta recomendándole a un
conocido que posiblemente admitiría al joven como secretario.
El mismo día se dirigió Jan a las señas indicadas. Un criado le tomó
la tarjeta y le dijo que esperara. Jan se quedó en el pasillo, un pasillo
de techo elevado, recubierto de mármoles, y se puso a soñar qué sé yo
qué disparates. El criado regresó con la noticia de que el señor en
aquellos momentos no tenía tiempo, pero rogaba al solicitante que
volviera al día siguiente por la mañana, de siete a ocho.
Se levantó muy temprano, porque desde su casa al otro extremo de
la ciudad donde vivía aquel rico bienhechor había un buen trecho. Al
llegar se le introdujo en el salón, una amplia estancia sobrecargada de
muebles y objetos de todos los estilos. Cuando llevaba tres cuartos de
hora esperando, entró en el aposento un anciano caballero, que le dijo
secamente "¡Buenos días!” y acto seguido se puso a hablar sobre una
obra gigantesca que había concebido: un libro, una especie de
enciclopedia sobre los módulos de vida, las costumbres, la psicología y
los conceptos higiénicos y religiosos de todos los pueblos de la tierra.
Había de aparecer simultáneamente en todas las lenguas europeas y
probablemente sería traducido al chino, al japonés y a algunos
dialectos africanos. Ahora bien la edición “standard” se hacia en latín.
Y por eso —concluyó— necesito un equipo de colaboradores,
cabezas despejadas que comprendan mis ideas y sepan elaborarlas.
Jan, a quien aquella rápida exposición de un tema de tanta
amplitud tenía ya algo desconcertado, vio entonces con sorpresa que
aquel singular anciano se llevaba el gollete de una botella que sostenía

en la mano a la boca y tomaba un sorbo del contenido de la misma.


—Agua —dijo después—. Esto es agua. Por las mañanas me
desayuno con agua.
Jan hizo un signo a rmativo con la cabeza, reprimiendo a duras
penas la risa que le pugnaba por estallar. Y el provecto caballero
siguió hablando sin permitirse punto de reposo. Al n pidió a Jan que,
para proporcionarle una prueba de sus capacidades, escribiera tres
bosquejos psicológicos-caracterológicos —cada uno de los cuales no
debía rebasar el espacio de una cara de papel de escribir cartas—
sobre el romano del tiempo de Augusto, el moderno holandés y su
hermano el javanés, respectivamente, y que a la mañana siguiente a la
misma hora le llevara sus trabajos.
Lleno de coraje y de gozosa esperanza Jan, sentado en la pequeña
habitación en que venía viviendo desde hacía algunos meses, puso
manos a la obra y al cabo de breve espacio de tiempo tenía listos sus
tres escritos.
El singular anciano le recibió al día siguiente por la mañana de la
misma fría manera y, después de haber leído los trabajos de Jan, dijo
que estaban bien y que esperara unos momentos; tenía trabajo para
él.
—Precisamente ahora estoy ocupado en dictar un nuevo capítulo;
trazo el plan, las ideas fundamentales …
Y desapareció, siempre llevando en la mano su botella de agua, en
una habitación contigua. Jan esperó. Durante un cuarto de hora oyó,
procedente de la habitación contigua, la voz del bienhechor, luego, de
pronto, se hizo el silencio. Jan esperó. Y tal vez habría estado
esperando durante toda la mañana, si el criado, al atravesar por

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casualidad el salón y verle allí sentado, no le hubiese dicho que el


señor, que sin duda se había olvidado de la presencia de Jan, ya hacía
rato que había salido.
Jan se marchó descorazonado. Inmediatamente escribió una
cartita; y cuando hubo transcurrido una semana sin que llegara
ninguna contestación, emprendió de nuevo la excursión matutina.
Pero fue en vano. El señor había salido de viaje hacia el Sur.
Aquello le causó a Jan una amarga decepción, ya que por mucho
que se esforzara en pasar con lo más justo, era imposible salir adelante
sin más ingreso que las escasas monedas que ganaba desde hacía
algún tiempo por semana ayudando a hacer sus trabajos escolares a
los dos hijos menores del carnicero, un buen hombre que tenía su
pequeño establecimiento en la planta baja de la casa donde habitaba
Jan.
Y estaba llegando el otoño con sus desapacibles días de lluvia y
viento. Hacía frío en la desnuda habitacioncita cuyas puertas y
ventanas ajustaban mal. Aunque Jan conocía ahora ya momentos de
profundo abatimiento al verse en aquel angosto cuarto entre sus
miserables bártulos: un catre de tijera con un colchón de paja, una
mesa vacilante, una silla remendada —la gran maleta de cuero de
color marrón en la que guardaba sus ropas y sus libros parecía
extraviada en aquel mísero ambiente—, aunque a veces le había
asaltado de pronto el deseo de ir a ver a su madre y de pedirle ayuda,
vivía en la mansa aceptación de privaciones a las que nunca había
tenido que someterse, en la aceptación resignada de toda aquella
existencia miserable, como si tal existencia viniese impuesta por el
orden natural de las cosas.

Tenazmente siguió buscando un trabajo que se ajustara a sus


capacidades y condiciones; una cosa así tenía que existir. No cejaba.
Pero entre tanto tenía que comer. A diario tenía que resolver de
distinta manera el problema del pan de cada día, esa angustia
implacable, obsesiva, de los pobres. Se veía, pues, obligado a aceptar
lo primero que se le ofrecía, cualquier cosa, por mísera que fuese. En
aquellos días sufrió muchísimo, pero sin rebeldía ni resistencia,
abatido bajo una realidad ruda que parecía haber hincado en él
inexorable y de nitivamente, sus garras poderosas.
Cada sábado por la tarde, durante todo el invierno, hizo facturas
para un tendero de la vecindad. Con lo que éste le daba tenía para
pagarse el domingo una comida caliente.
En días de mucho movimiento trabajaba en un bazar: llevaba
paquetes de un lado para otro o se pasaba horas abriendo y cerrando
la puerta del establecimiento para dejar paso a los compradores y
visitantes que entraban y salían.
Escribió unos cuantos epitalamios y versos de circunstancias
dedicados a difuntos o recién nacidos por encargo de un editor que le
pagaba cada poema a veinticinco centavos de orín, prometía mucho
y terminó metiéndose las ganancias en su propio bolsillo.
Daba clases de francés a la mujer de un carpintero, bebedor
empedernido y jovial; aquella pareja acariciaba el sueño de visitar
París desde hacía veinte años y en la realización de aquel ideal venían
esforzándose desde hacía asimismo veinte años ahorrando lo que
podían, pero por lo visto estaban condenados a no alcanzar el caro
objeto de sus aspiraciones, porque el marido se bebió las ganancias y
buena parte de los ahorros y con lo que quedó la mujer compró unos
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cuantos libros franceses que ahora traducía bajo la dirección de Jan.


Durante un mes fue una especie de pinche de cocina de un gón
vegetariano-socialista, donde se pasaba el día fregando platos, perolas
y calderos, y aunque aquel sucio trabajo le disgustaba y era un
verdadero martirio para sus manos, habría persistido en él, si una
heridita que se causó en un dedo no se hubiese infectado,
transformándose en un serio absceso, que le impidió continuar
efectuando aquella faena. De todos modos, mientras tuvo el dedo
malo, pudo ir a comer al gón.
En aquella temporadita de obligado reposo, Jan empezó otra vez a
dibujar y pintar. Antes, en el internado, adornando letras durante sus
horas libres y sobre todo en el período de vacaciones, llegó a adquirir
destreza en ello y poco a poco se a cionó a hacer pequeñas
ilustraciones de textos, al principio únicamente a lápiz o tinta, después
ya a todo color. Los trabajos de Jan recordaban las ilustraciones de los
manuscritos medievales, poseían la misma nitidez colorística: guritas
de corte primitivo estaban sentadas con estática actitud o gesticulaban
dramáticamente ante un admirable paisajillo de escenografía teatral. I
as horas dedicadas a satisfacer aquella a ción eran para él un
delicioso descanso y manejando el lápiz y el pincel daba forma y
gura a los sueños de su soledad. Se ejercitaba constantemente,
aprovechaba cualquier momento libre, iba a la biblioteca a leer los
escasos libros que versaban sobre el arte de la ilustración y estudiaba
las producciones de viejos manuscritos. Y no tardó en adquirir una
destreza y autoridad verdaderamente extraordinarias. Sin embargo, lo
que hacía no era una servil imitación de lo antiguo, ya que pintaba
incluso láminas con guritas modernas, aunque sentidas y ejecutadas
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en una forma primitiva.


Aunque Jan tenía que interrumpir continuamente aquel trabajo, al
que se entregaba en cuerpo y alma, con el n de dedicarse a cosas de
rendimiento más inmediato para atender a su manutención, logró ver
terminadas cinco láminas que le parecieron aceptables y se le ocurrió
que no estaría de más tratar de venderlas; a lo mejor de aquella
manera podría ganar lo su ciente para cubrir sus necesidades.
El invierno, la cruel estación del año que hace encoger de
pesadumbre y angustia a los desheredados, había pasado. También
Jan había tenido que sufrir amargamente, pero el esplendor y calidez
del primer día de primavera le infundió nuevos alientos, de forma que,
poniéndose debajo del brazo la cartera en la que, cuidadosamente
colocados entre hojas de papel secante, llevaba los policromos dibujos,
se dirigió a casa de un gran comerciante de objetos de arte.
Pero le ocurrió lo mismo que cuando, unos meses antes, había
estado recorriendo los centros de enseñanza. Solamente una vez se le
pidió que mostrara las láminas. En todos los demás sitios se lo
quitaban de delante al punto se enteraban del motivo de su visita.
Al mediodía el cielo, hasta entonces despejado, se cubrió de negros
nubarrones y se levantó un viento impetuoso y frío a tiempo que se
ponía a llover.
Jan temblaba. El traje que llevaba era de una tela muy tenue y muy
pronto estuvo calado hasta los huesos, ya que su ropa interior de
invierno hacía ya tiempo que la había llevado al Monte de Piedad; sus
pies, mal protegidos por unos zapatos deteriorados, estaban helados y
húmedos.
Cansado de andar y desalentado, prosiguió a pesar de todo su

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peregrinación, entrando ahora en todos los establecimientos que


encontraba en cuyos escaparates veía expuestos libros antiguos. En
ninguna parte se le acogió favorablemente, nadie quería comprar sus
láminas.
Yendo de tienda en tienda fue alejándose cada vez más de su
barrio. Empezó a oscurecer. El viento, que poco a poco había ido
arreciando hasta convertirse en una huracanada tempestad, ululaba
en lo alto, por encima del rumor callejero de la ciudad, y en algunas
casas y establecimientos ya estaban encendidas las luces.
Estaba recorriendo una calle que le era desconocida, cuando pasó
por delante de una libreria-anticuariado. En el interior estaba oscuro.
Detrás del cristal del escaparate vió expuestos un gran número de
libros viejos c infolios; y colgados en el fondo y a los lados unos
cuantos grabados persas y japoneses. Jan se detuvo unos momentos y
luego siguió adelante, falto de ánimo para probar una vez más. No
obstante, al llegar al nal de la calle, dio media vuelta, volvió sobre sus
pasos y se coló de rondón en el establecimiento sumido en penumbras,
donde oyó hablar.
—¿Qué desea? —preguntó una vieja y cascada voz.
Jan no veía a nadie en la oscuridad.
—Nada —contestó con indiferencia, convencido de que también
allí le estaba esperando una decepción—, traigo unos dibujos que
quiero vender.
—Vaya. ¿Y de qué siglo son? ¿Y de dónde? —preguntó de nuevo la
misma voz.
—¡Son modernos! Los he hecho yo mismo.
—¿Has oído? —dijo sarcásticamente la voz dirigiéndose a alguien

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asimismo envuelto en la oscuridad.


—Claro que lo oigo. Y no comprendo por qué le sorprende de esa
manera. Como si todo lo viejo fuera bello y todo lo moderno feo.
La voz era joven y tranquila.
—Bueno, anda, enciende la luz. —Y dirigiéndose a Jan, que aún
estaba junto a la puerta, añadió—: Espera, amigo: déjame ver esas
obras maestras.
Empezó a brillar la lucecita de la lámpara y a sus re ejos Jan pudo
ver el portentoso caos reinante en aquel almacén de antigüedades,
muy bajo de techo; una cordillera de libros, repletos armarios
adosados a las paredes, recios y elevados montones por todas partes, y
en medio de aquel desbarajuste la extravagante gura de un viejecillo
sepultado en un butacón bajo y hondo, cuyas piernas, gotosas y
encorvadas, reposaban sobre el borde de una mesa que desaparecía a
su vez bajo un revoltillo indescriptible de papeles, infolios, láminas y
otra buena porción de libros. El hombrecito se parecía, en su extraña
actitud, a una gárgola, a una quimera de una catedral gótica. Con
ojuelos de gran viveza echó una mirada a Jan, mientras un joven subía
la lámpara.
—Gracias, así está bien —dijo, y volviéndose a Jan—: Bueno,
veamos, enséñanos eso.
Jan apoyó la cartera sobre un montón de libros y sacó de ella una
lámina.
El joven había ido a situarse junto al comerciante y mientras
miraba, inclinado hacia adelante, el trabajo de Jan, a éste le llamó la
atención la cabeza de aquél, de recia constitución, completamente
afeitada.

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—Esto son ilustraciones —rezongó el viejo.


—Curioso —dijo el otro con tono de admiración.
—Curioso, curioso ... Bueno ¿y qué?... Lo importante es que sea
vendible. ¿Es esto vendible? —Se volvió hacia Jan y prosiguió—: Este
joven es un poeta católico, alguien que cree que aún le queda algo que
decir. —Y luego, bruscamente—: ¡Los artistas estáis todos locos de
atar! ¿Quién diablos os manda escribir, pintar, hacer versos,
dibujar? ... ¿Es que no hay bastante, y más que bastante, con todo lo
que se ha escrito y pintado? ¡Mirad, mirad! Montones, montañas,
cordilleras de libros, y todos excelentes; láminas e ilustraciones las
tengo por arrobas; y todas auténticamente antiguas. ¿Queréis decir
qué diantre puedo hace i con un dibujo datado la semana pasada?
Jan se calló y quiso volver a meter su lámina en la cartera.
—¡Aparta! —le espetó la górgola—. Aun no te he dicho que lo
guardes. Déjame ver los otros.
Echó una mirada todavía a la primera lámina, leyó la rma:
—Jan Rijcken. ¡Ha puesto su nombre al pie del dibujo! ¡No,
amiguito, no, aún te falta lo tuyo para ser tan famoso como tu tocaya,
la actriz!
Jan se estremeció. Pero el viejecillo, que ahora tenía ya en sus
manos las otras láminas, de las que de vez en cuando apartaba los ojos
para hacer un guiño al joven poeta, dijo:
—Te doy dos orines y medio por pieza, y además el consejo de
leer vidas y leyendas de santos, e ilustrarlas. Si no tienes libros de esos,
ven aquí y yo te los proporcionaré. ¿Eres católico?
—Sí —contestó Jan, que sentía un radiante alborozo, como no
había experimentado desde hacía mucho tiempo—. Al menos estoy

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bautizado y he hecho la Primera Comunión, pero vidas de santos no


he leído nunca.
—Claro que no —gruñó el hombrecillo—. La gente que lee hoy
día esos hermosos relatos puedes contarla con los dedos de la mano;
novelitas y sonetos de amor y productos de “el arte por el arte”, eso es
lo que lee la gente en estos tiempos. Es una vergüenza, una vergüenza,
¿me oyes? que con tus cualidades, con tu piadosa y primitiva
sensibilidad te muestres tan indiferente como el común de los mortales
ante la verdadera belleza.
De un cajón de la mesa sacó veinte orines, se los dio a Jan, que los
recibió emocionado, y añadió:
—Doce orines y medio por tus dibujos y los otros siete y medio
como anticipo sobre el precio de venta. Pero has de prometerme leer
vidas de santos. Espera ¿sabes lo que vas a hacer? Mira, toma estos
dos libros y te los llevas. Son las vidas de los Padres del Desierto. Ahí
encontrarás temas a montones, y todos valen la pena, te lo aseguro.
Ayudado por el poeta, que sonreía, Jan cargó con dos gruesos
tomos encuadernados en cuero negro.
—Eso es. Dejas la cartera aquí y te llevas esos libritos. Pero dime:
¿dónde vives? Tengo que saberlo llevándote esas preciosidades en
préstamo —dijo el hombrecillo, que por lo visto hablaba siempre con
tono regañón.
Jan citó la calle.
—Vaya, vaya ¡conque vives allí! No es, que digamos, un barrio de
gente adinerada. Dime, los viejos somos muy curiosos, dime: cómo te
las arreglas para ganarte el sustento. Porque ¡no pretenderás hacerme
creer que con tus ilustraciones ganas lo su ciente como para andarle
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con mimos a tu estómago!


Jan se rió.
—Me agarro a todo —explicó—. Pero espero que poco a poco
podré ir dedicando cada vez más tiempo al dibujo.
—¡Todos son iguales! —refunfuñó el hombrecillo—. ¡Idealistas!
¡Qué empeño en pasar hambre! Lee, lee atentamente esas
maravillosas historias de los antiguos eremitas, e ilústralas. Y cuando
tengas algo listo, date una vuelta por aquí.
Cuando aquella noche Jan de regreso a casa iba a buen paso por
las calles, el rostro azotado por la arremolinada lluvia, se sentía feliz,
por más que no acababa de comprender qué era realmente lo que le
había sobrevenido, así tan de repente. Compró unos comestibles y
algo de petróleo y una vez en casa, hizo café y comió y bebió para
celebrar aquel milagroso giro que tomaban las cosas. Al lado de él,
encima de la mesa, estaban los dos gruesos tomos y después de comer
los fue hojeando lentamente.
Administrando cuidadosamente el dinero recibido vivió durante un
mes, que invirtió en leer y dibujar entre transportes de emoción.
Aquellos relatos le introdujeron en un mundo desconocido, un mundo
que le fascinaba en extremo y despertaba en su espíritu viejos
recuerdos y ensueños, ya empalidecidos
Cuando tuvo listas diez láminas, se fue una tarde a ver otra vez al
viejo anticuario. Pero encontró la tienda cerrada. ’’Por defunción del
dueño” rezaba un rotulito jado en la puerta. Jan fué a preguntar al
vecino, un zapatero, el cual, sin apartar la vista del calzado que estaba
remendando, le dijo que el viejo había muerto hacía cuatro días y que
al día siguiente le habían enterrado.

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—Las cosas no se me dan fáciles —murmuró Jan para su sayo,


abatido por aquella decepción, mientras vagaba sin rumbo jo por las
calles de la ciudad con el rollo de dibujos debajo del brazo.


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IV

HABÍA transcurrido un año desde que Jan había abandonado el


colegio. Su vida había de ser más o menos la misma durante los años
inmediatamente posteriores, bien gozando durante breve espacio de
tiempo de cierta prosperidad material, bien recayendo de nuevo, era
lo más frecuente, en el paro forzoso y la acuciante indigencia. Eran
días durante los que, vagando sin rumbo jo por la ciudad con el
estómago vacío, envidiaba a la gente que se cruzaba en su camino,
porque tenían un hogar, tenían trabajo y comida y seres qu<f les eran
caros. En cambio él estaba solo. Y esta soledad empezó a hacérsele
insoportable. Sentía en su corazón una riqueza de vida
inaprovechada, se sentía ávido de amor, anhelaba amar y nada ni
nadie había encontrado que le saciara.
Entonces brotó en él un afán por no sabía qué acontecimiento, un
suceso que le librara de aquella triste opresión y le facilitara el
despliegue, por decirlo así, de las posibilidades latentes en su alma.
Cada día esperaba algo. Pero un día tras otro caía la noche sobre la
ciudad, sumiendo su pequeño aposento en tinieblas, y no había
cambiado nada, todo seguía de la misma manera. Sin embargo,
aquello no podía prolongarse inde nidamente, siempre igual, lo
mismo hasta el n. Debía existir algo, un hombre, un Dios, una
palabra, que pudiera redimirle y explicarle el sentido de la vida ...
Jan se acordaba mucho de su madre, pero nunca fue a verla.
¿Por qué había de ir a verla? ¿Qué podría decirle? Su madre tenía

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un concepto de la vida tan distinto del suyo, que todo lo que él hacía
se le antojaba a ella ridículo. Una sola vez le escribió una cartita, pero
sin hacer constar sus señas, porque temía encontrarse con ella. Con la
contestación de su madre, mediante la que ésta se interesaba en
términos de gran preocupación por su salud, aconsejándole que se
cuidara mucho, y le preguntaba si podía hacer algo por él, con una
carta así, que le llegó a través de la lista de correos, se sintió ya muy
feliz. Más tarde, cuando él estuviera en condiciones de ayudarla,
acudiría a su lado, pero de momento no podía hacer nada por ella y
sabía que sus palabras y sus ruegos eran inútiles.
Jan se había convertido en un asiduo visitante de la biblioteca y de
los museos de pintura, centros que en invierno frecuentaba casi a
diario. Allí se estaba caliente y, estudiando los primitivos o leyendo
obras de historia del arte, olvidaba la miseria de su existencia. De
cuando en cuando dibujaba muestras para un establecimiento de
bordados y encajes, pero las ganancias eran muy escasas y además
irregulares, lo cual no le impedía, sin embargo, dar algo, por poco que
pudiera, a otros más pobres que él.
Los años fueron pasando sin acontecimientos. Mas la monótona
rutina de su penosa existencia no hizo de Jan un escéptico ni un
rebelde. Al contrario, eso agudizaba más su impresionabilidad,
aprendía a conocer la realidad, no a través de la empañada ventana
de un aposento caldeado, sino en virtud de su contacto directo con la
misma; su espíritu maduraba, se había convertido en un hombre que
entendía la vida como algo muy serio y que, a pesar del dolor propio y
ajeno que iba acumulando en su corazón, conservaba una alegría
pura, imperturbable, como la de un niño. En efecto, aún estaba lleno

de ilusiones.
Jan no tenía amigos ni conocidos, ni tampoco había vuelto a ver a
ninguno de sus antiguos camaradas de internado, de los que, por lo
demás, nunca había vuelto a acordarse, hasta que en el tercer invierno
de su vida solitaria y en un intervalo de tiempo muy breve, encontró
dos veces en el museo, a Willem Baanders, que en el internado
guraba en la clase inferior a la de Jan Baanders le explicó que estaba
estudiando la carrera de Derecho y se enteró sorprendido de que Jan
no había ingresado en la Universidad, sino que se dedicaba a hacer
ilustraciones, es decir, que era una especie de artista. Esto pareció
interesarle vivamente, ya que pidió a Jan si podía ir un día a ver sus
obras. Jan eludió una contestación concreta, aunque prometió a
Baanders que iría a visitarle. Había ya olvidado nuestro héroe
aquellos dos encuentros casuales, que le habían dejado bastante
indiferente, cuando, unos meses más tarde, paseando por un tranquilo
sector del parque de la ciudad, volvió a encontrarse con su antiguo
camarada, que en aquella ocasión iba acompañado de una muchacha,
su hermana. Los tres estuvieron paseando, mientras charlaban, por
espacio de una buena hora. Después fueron a sentarse a la terraza de
un café situado junto al estanque. Era el comienzo de la primavera,
un día lleno de delicias nuevas. Los árboles que rodeaban la tersa
super cie del agua estaban esperando en la perlina claridad con un
silencio y una quietud conmovedoras. Jan se sentía perfectamente
dichoso, y cuando al atardecer regresaba solo a su casa no podía
quitarse del pensamiento aquel rostro de muchacha con sus ojos
graves, llenos de alma, ni la infantil pureza de todo su ser. “Lleva una
crucecita de oro”, se dijo íntimamente feliz. Y en el curso de los meses
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siguientes, cuando le asediaba de nuevo la estrechez y a veces caía en


el desaliento, aun veía a menudo con los ojos de su imaginación,
produciéndole una extraña alegría, aquel suave rostro. Sin embargo,
parecía haber olvidado por completo la invitación que le había hecho
Baanders de ir a visitarles y llevar consigo algunos dibujos.
Fue por aquellos días cuando Jan empezó a entrar de cuando en
cuando en una iglesia, no para rezar, sino porque unos minutes de
descanso en medio de aquel silencio cerrado y profundo que era como
una insospechada isla en el ruidoso mar del bullicio callejero, le
hacían bien, aliviaban extraordinariamente sus pesadumbres. Las más
de las veces entraba en ellas al caer de la tarde, se situaba en un
apartado rincón y desde allí contemplaba, profundamente
emocionado, la suave muerte de la luz del día a través de los elevados
y policromos ventanales. Aquellas vidrieras de apagadas piedras
preciosas parecían cosas de ensueño. Al principio visitante ocasional
de las iglesias, poco a poco fue sintiendo la necesidad cada vez más
imperiosa de ir a sentarse en el interior de un templo para meditar, y
entonces acudía a su memoria, entre numerosas preguntas acuciantes,
lo que había leído acerca de aquellos antiguos padres del desierto,
aquellos santos eremitas que, apartados del mundo, eran venturosos y
vivían con Dios. Debía existir un elevado n que con riera
consagración y sentido y esplendor, profunda y realmente, a todas las
horas de nuestra vida, a todas las alegrías y sufrimientos...
Volvía a ser invierno. El mundo estaba sepultado bajo la nieve y
helaba todos los días y todas las noches; el cielo era como una cúpula
de metal y el gélido viento del norte soplaba enfurecido, despiadado,
sobre la rígida tierra. Era como si se hubiese decretado el exterminio
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de los pobres.
Cierto atardecer, Jan, que había ido a entregar muestras para
bordados a una dama que, como la mayor parte de sus bienhechores,
le pagaba muy mal, recorría apresurado el largo trecho que le
separaba todavía de su casa. Las calles estaban silenciosas; hacía un
frío espantoso. Jan se apelotonaba sobre sí mismo cada vez que una
ráfaga de viento le envolvía en su vorágine glacial. Los árboles
desnudos gemían, y allá arriba, en el cielo de un color violeta oscuro,
las estrellas eran como ores de escarcha. Se introdujo en una calle
muy larga y de pronto descubrió delante de sí a una gura humana
que se tambaleaba como un beodo. Era un hombre. Jan acudió
rápidamente a su lado y le sostuvo, precisamente bajo la intensa luz de
un arco voltaico.
—Buenas noches —dijo Jan y en el escuálido rostro, mortalmente
pálido, vio dos ojos negros, dolorosos, que le miraban como desde
otro mundo... Una corta barba gris recubría sus quijadas. Jan oyó
castañetearle los dientes. Unos harapientos ropajes colgaban del
esquelético cuerpo que mantenía los hombros encogidos.
¿Está usted todavía muy lejos de casa? —preguntó Jan, que
continuó andando al lado del hombre.
—No lo sé —contestó una voz suave.
—¿Dónde vive usted? —volvió a preguntar Jan.
—En ninguna parte. No tengo ni una piedra donde poder reclinar
mi cabeza. Tengo frío, estoy cansado, tengo hambre ...
Y seguía renqueando penosamente como si sus pies estuviesen
heridos. Y Jan le oyó suplicar:
—Déme algo por el amor de nuestro Señor.

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Inmediatamente Jan se sacó la chaqueta y la puso sobre los


hombros temblorosos del mendigo.
Éste se detuvo mientras Jan le ayudaba a abotonarse la prenda y en
la mirada con que consideraba a su bienhechor había un destello
profundamente lejano que alentaba extrañamente a Jan.
—Dios se lo pagará —dijo el vagabundo.
Jan le ofreció el brazo para que se apoyara en él durante la marcha
y reemprendieron su camino por las calles de la ciudad, solitarias y
silenciosas, como si no hubiera habido más seres vivos en el mundo
que aquellos dos hombres.
—Venga usted conmigo a mi pequeño aposento —había dicho
todavía Jan.
Una hora más tarde, pues habían tenido que andar muy
lentamente, llegaron delante de la casa de Jan, extenuados y ateridos.
—Ya hemos llegado —dijo Jan castañeteándole los dientes y
tomando de la mano a su compañero para conducirle por las escaleras
y los oscuros pasillos.
Arriba, en su cuartito, encendió la lámpara, colocó la silla junto a
la mesa para su huésped y le dio pan. Encendió también su estu lla de
petróleo y calentó en ella café. En el pequeño armario de pared
encontró todavía un poco de mantequilla y un pedacito de queso;
todo lo puso sobre la mesa.
—¡Es usted mi primer huésped! —rió Jan—. ¡Hala! Coma y beba.
Entonces el hombre se quitó la gorra, hizo el signo de la cruz,
entrelazó sus manos y rezó.
“Qué vagabundo más extraordinario”, pensó Jan embelesado.
Sirvió el café, se sentó a su vez y juntos comieron y bebieron en la

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redonda mesita sobre la que, al re ejo de la suave luz de la lámpara,


estaban las rebanadas de pan y los dos tazones llenos de humeante
café.
En el suelo, en un rincón del pequeño aposento, Jan extendió unos
cuantos trapos y papeles y se fabricó una almohada con libros.
Aquella noche dormiría allí, su cama era para el mendigo.
Cuando a la mañana siguiente Jan se despertó ya algo tarde, el
huésped había desaparecido; la cama estaba hecha. Asombrado Jan
echó una mirada alrededor de su habitación y vio entonces sobre la
mesa una crucecita y al lado de ella un papel en el que, escrita con
caracteres de imprenta, aparecía esta frase: "Nuestro Señor se lo
premiará.”
Si no hubiera tenido en sus manos aquella crucecita como prueba
palpable, habría llegado a dudar de la realidad de aquel encuentro. ’”
Así es que no ha sido un sueño. Pero ¡qué raro!, ¡qué vagabundo más
estupendo!”— se dijo para si con una sonrisa, pensando en el extraño
caso.

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DE un tiempo a aquella parte Jan sentía la añoranza por su madre


más intensamente que nunca. Algunos días, especialmente después de
su encuentro con el mendigo, aquel anhelo se apoderaba de él con tal
vehemencia que constituía un verdadero martirio. El oprobio de la
vida de su madre era para él como una ardiente llaga que le
atormentaba el corazón, y sin embargo echaba de ver muy bien su
impotencia para ayudarla, para librarla del error e infundir en ella
fuerza y con anza que la sostuvieran e impulsaran a dar el paso
necesario.
Hacía poco había comprado en una modesta librería un Nuevo
Testamento y cada noche, antes de acostarse, leía un capítulo de aquel
libro. Durante aquellas lecturas experimentaba la sensación de que
una voz imperiosa, pero al mismo tiempo tierna, le decía cosas
conocidas aunque desde hacía largo tiempo olvidadas. Delante de él,
encima de la mesa, al lado de los lápices y pinceles ordenadamente
alineados, reposaba una sencilla crucecita de madera con una
diminuta imagen de Cristo clavada en ella.
Una tarde, al comienzo de la Cuaresma, Jan que, después de haber
trabajado intensamente en su pequeña habitación durante toda la
mañana, había salido, a pesar del desapacible tiempo reinante, entró
en la iglesia parroquial del barrio donde habitaba. Vaciló unos
instantes cuando vio la nave central llena de gente y resonaron
suavemente en sus oídos los últimos acordes del órgano. Acababan de

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terminar las Vísperas y Jan, que a pesar de todo había ido avanzando
hacia la nave lateral y fue a sentarse junto a una columna, frente al
púlpito, vio que un religioso en hábito blanco y negro subía las
escaleras del púlpito, se arrodillaba vuelto hacia el altar y rezaba.
Luego el sacerdote se puso de pie y aguardó unos instantes.
Era un monje de majestuosa gura, ancho de hombros, con un
rostro afeitado de sano aspecto y llevaba gafas. Sus manos sujetaban
reposadamente, como un capitán de barco en su castillo de popa, el
borde circular del púlpito. A causa de la distancia que le separaba del
predicador Jan no podía distinguir la expresión del rostro, pero sintió
un estremecimiento de veneración, y una alborozada expectación
henchía su alma, cuando el monje, en medio de un atento silencio,
hizo una gran señal de la cruz desde su frente sobre su pecho —como
la gran ala de un pájaro se movió lentamente la manga blanca de su
hábito— a tiempo que decía: “En el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. Amén.”
Luego comenzó a hablar sobre el encuentro de Jesús con la mujer
samaritana junto al pozo de Jacob. Su voz era noble y grata al oído.
Jan escuchaba. Y mientras escuchaba, sin apartar un solo instante
los ojos de aquel monje, que citaba incesantemente las palabras de
aquel admirable diálogo entre Jesús y la pecadora y aclaraba el
profundo signi cado de las mismas, empezó a veri carse en el alma de
Jan el gran cambio. Fue como si de pronto se iniciara el
desvanecimiento de las tinieblas en que hasta entonces había estado
sumido: todas sus angustias y los recuerdos tristes y su dolor y sus
dudas fueron desapareciendo unos tras otros. Una nueva vida
amaneció en su alma. “Si scires donum Dei, et quis est qui dicit tibí:
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Da mihi bibere; tu forsitan patisses ab eo, et dedisset tibi aquam


vivam”. —“Si conocieras el don de Dios y supieras quién te dice:
Dame de beber, tú le habrías pedido sin duda a él y él te habría dado
agua viva”. —Jan comprendió súbitamente con su corazón las
palabras que oía. Se vio colmado de una dulcísima alegría, le inundó
la gloriosa lluvia de dorada luz que su alma radiante rebosaba ...
Arrodillóse de suyo y lloró ...
Después del sermón Jan preguntó al sacristán si le sería posible
hablar unos momentos con el monje. Inmediatamente se le introdujo
en la sacristía. Allí estaba el monje, grande y bueno como un padre.
Hizo una indicación a Jan para que se sentara, se sentó él mismo y
dijo sonriente:
—¿En qué puedo ayudarle?
Le llamó la atención a Jan la expresión de aquel rostro de rasgos
enérgicos. Espíritu y sabia bondad, un re ejo de la paz que no es de
este mundo, y también la pura alegría de un niño, vivían sobre la
despejada frente y en el profundo sosiego de los ojos.
Jan dijo con emocionada sencillez:
—Padre: esta tarde he recibido la fe.
Con los ojos cerrados, las manos ocultas en las mang.is de in
hábito, cl monje permanecía sentado, escuchando atentamente.
Después de una breve pausa, Jan prosiguió:
—No sé decirle exactamente cómo me ha sobrevenido ... había
entrado en la iglesia, como venía haciendo de cuando en cuando... no
para rezar, sino porque me gusta permanecer sentado aquí dentro... es
algo que me reposa ... No sabía que usted iba a predicar. Lo oí, y
cuando usted repetía las palabras de Jesús, éstas se hicieron vivas en

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mí, no sé decirle más . . . Jesús se ha enseñoreado de mí.


La voz de Jan temblaba de emoción.
—Vengo a pedirle su ayuda. Hasta ahora he vivido como un
inconsciente, al margen del mundo de la verdad. De niño no fui
piadoso, hice mi Primera Comunión sin amor... y ahora, de repente,
todo se me ha hecho claro y vivo. Es horrible y no tengo más que una
sola tristeza: la que me ocasiona el gran pecado de no haber creído ni
comprendido antes las palabras divinas.
Y Jan siguió hablando y le proporcionaba un alivio tan inmenso
explicar a aquel inmóvil y silencioso monje, que parecía estar
abismado en la oración, las vicisitudes de su vida, su juventud, la
historia de su madre, su dolor, su vida presente... Siempre había
estado en la espera de algo grande. Fue como una confesión y a los
ojos de su espíritu todo el misterio de Dios y los hombres apareció
sencillo y diáfano.
—¿Por qué esta gracia para mi? —preguntó Jan agobiado por la
inmensidad de su dicha.
—Si en toda la redondez de la tierra no hubiera más que un solo
hombre y ese hombre fuese usted, Dios habría entregado a su Hijo
para redimirle a usted, Jesús habría nacido, habría hablado, habría
sufrido por usted solo. Es por consiguiente su deber, su gloriosa
misión, amar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo como si, para
servirle, adorarle y amarle, no hubiera en el mundo nadie más que
usted. Y para ello rece, mi joven amigo, rece mucho, rece sin cesar,
con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma.
Así dijo el sacerdote y fue como si a Jan se le colocara de una vez y
para siempre en el lugar que le correspondía dentro del orden divino

del mundo.
Jan regresó a la iglesia en compañía del monje. Al entrar, éste le
ofreció agua bendita y Jan se persignó. Ambos se postraron de rodillas
cerca del altar, en la iglesia solitaria, y Jan rezó las oraciones que aún
recordaba de su niñez, el Padrenuestro y el Ave María. Las repitió
numerosas veces y se esforzó por que sus palabras fueran realidades
en él.
Aquella noche, de regreso en su pequeño aposento, Jan leyó el
cuarto capítulo del Evangelio de san Juan, en el que se relata el
encuentro de Jesús con la mujer samaritana, y fue como si se le diera a
beber el agua viva que Jesús ofrece a todos los que tienen sed.
Entonces amaneció para Jan un tiempo de quietas y silenciosas
delicias.
Hasta hacía poco la morada de su alma había permanecido
cerrada, estaba vacía, reinaba en ella una soledad triste, pero, llegado
el momento, Dios debía entrar en ella y ni cerrojos ni puertas podían
estorbar la entrada al divino ladrón. Y Jan había reconocido
inmediatamente al excelso ladrón y le había acogido como al gran
Rey oculto bajo un disfraz. Ya que él no había tenido que librar
previamente una dolorosa lucha consigo mismo, ni había necesitado
desvirtuar cuidadosamente determinadas objeciones o quebranto y
rechazar todo un sistema de vida, sino que lo aceptó todo a la par; su
alma se zambulló en el amor de Dios como un nadador se arroja al
agua desde la elevada orilla del río, o como un pájaro levanta el vuelo
y alcanza rápidamente las alturas.
Todas las mañanas muy temprano iba a Misa, rezaba con un modo
de furia despótica, impetuoso asaltante del cielo, y comulgaba, todas

las mañanas. Ahora que sabía qué vinculo poderoso, aunque invisible,
unía a las almas entre sí en virtud de la Comunión de los Santos y de
la ley de la Reversibilidad, tal como le había enseñado el padre al
instruirle en el esplendor espiritual de la fe católica, ¿era de extrañar
que anhelase volver a ver a su madre para decirle las grandes cosas
que le habían ocurrido? Ahora sí tenía algo que darle, ahora sabía
que, mediante la oración, el dolor y las privaciones, podía efectuar
actos e caces para salvarla y conducirla por caminos ocultos a la
nueva vida.
Después de haber intentado verla en vano repetidas veces con
breves intervalos de tiempo —la señora Rijcken estaba de viaje—, al
n un día la encontró en casa. Habían transcurrido cerca de cuatro
años desde la última vez que había hablado con ella.
Le recibió en la salita de estar, en cuyo ambiente la veía siempre al
recordarla. Nada había cambiado, las mismas cosas continuaban en
los mismos sitios; le pareció a Jan que cl diálogo de hacia cinco años
volvía i reanudarse después de un breve silencio.
Y Jan contó a su madre las circunstancias de su «inversión y le
habló de la gran ventura que había encontrado en ello.
Mientras hablaba, ella tenía jos en él los ojos dilatados por la
sorpresa, y cuando se calló, en la expresión del rostro de la actriz
apuntó una mala voluntad, l.i sombra de una sonrisa burlona, lo cual
no escapó a la atención de Jan.
—¿Pero es de veras todo eso que me cuentas? —dijio, y el acento
de su voz no disimulaba su incomodidad.
—Pero, madre ¿cómo podría ser de otra manera? —repuso Jan,
sintiéndose de pronto desalentado ante la indiferencia, ante la
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ausencia de la más mínima resonancia, ante la incomprensión más


absoluta. Echó de ver con súbita consternación que su madre y él
vivían en dos mundos completamente distintos, que no había ni una
sola vibración que les fuese común, que estaban separados por un
abismo in nito, insalvable. La señora Rijcken no entendía el sentido
de las palabras de su hijo, estas palabras ni siquiera la alcanzaban.
Y Jan oyó que su madre decía, desde allí mismo, pero desde una
región muy remota:
—¿Cómo has ido a parar a semejante situación? Ya paso porque
reces, eso lo hacen todos los hombres de cuando en cuando... pero
convertirte al catolicismo, aprisionar tu vida en esa iglesia cuya moral
estrecha niega la vida esplendorosa, amplia y rica, que encasilla el
bien y el mal como un droguero coloca sus artículos en pequeños
cajones, que oprime a las almas ávidas de grandeza y de vida con
angustiosas meditaciones y autovejámenes ... ¡Eso es una estupidez
propia de un hombre sin carácter! ¿Te es lícito todavía venir a verme?
¿Que te autoriza a hablar con tu madre, que ha conculcado todos los
mohosos conceptos morales de la burguesía y vive libremente como
una pagana? ¿Qué vienes a hacer aquí?
Jan comprendió que era completamente inútil seguir hablando con
ella acerca de lo que a partir de su conversión le llenaba el alma a
rebosar y se limitó a decir simplemente.
—Usted también es católica. Incluso me hizo bautizar.
—¡Eso no quiere decir nada! —replicó ella con ligereza—. No es
más que una formalidad. ¿Por qué lo hice? ... No sabría darte ninguna
razón. Pero es que tú te lo tomas tan horrorosamente en serio ...
—Entonces ¿es qué no cree usted en Dios? ¿Acaso no reza usted
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nunca? —preguntó mirándola con sus francos ojos.


Ella se echó a reír.
—¡Eres un tonto! —exclamó—. ¡Esas cosas no se preguntan!
¡Acerca de eso no se habla! ¡Eso es una cuestión exclusivamente
personal!
Su tono de mofa sonaba a falso.
—¿Por qué no puedo preguntárselo? —insistió Jan obstinadamente
—. ¿Es qué se puede hablar de todo excepto de lo más importante?
—Te digo que eres un tonto —dijo ella riéndose a carcajadas—.
No conoces la vida. ¿Has vivido? ¿Conoces a los hombres y las feroces
pasiones de que están poseídos contra las cuales no hay fe ni oración
que se resista? —Y entonces comenzó de pronto a defenderse contra
reproches que Jan no había formulado y que posiblemente no se le
había ocurrido nunca formular—. ¿Crees tú que puede agradarme
pensar en el pasado, en mis actos, atormentarme con la idea de haber
hecho algo equivocadamente? El pasado es una cosa muerta, no hay
que pensar nunca en él, no hay por qué molestarse por él. El pasado
ha dejado de existir, no es nada. En cambio el momento presente ...
vivir ese momento, ahondar en él como en un tesoro enterrado, gozar
cada uno de los segundos de tu vida, saborearlos, tomarlos entre los
labios y estrujarlos como un fruto... eso tienes que hacer, eso hago yo.
¡El pasado! ... Pero ¡si no sé lo que es!...
Jan miró a su madre con sus graves y claros ojos y dijo de pronto:
—Pero sj yo no me avergüenzo de ello, no es ningún secreto
ignominioso que me obsesione y mantenga oculto con angustioso
recelo. ·
Esperó unos instantes.

—Escucha. Se trata de una historia vulgar y corriente. Lo mismo


pasa todos los días y a decir verdad no explica gran cosa. Yo era joven,
aún no llevaba un año trabajando en el teatro, cuando conocí a tu
padre. Era estudiante. Aunque yo desempeñaba papeles de muy
escasa importancia, a él no le pasé inadvertida; me enviaba
regularmente ores, quiso entablar relaciones conmigo. ¡Éramos los
dos tan jóvenes! ... Éramos como dos niños inocentes. Forzosamente
teníamos que encariñarnos... Y nuestro amor fue sincero y
desinteresado, también por mi parte, por más que yo era pobre y él
rico. Tal vez fue él quien despertó en mi el ansia de riqueza y placeres,
la necesidad del lujo. Satisfacía todos mis deseos, nada había para mi
su cientemente bello. Nos queríamos mucho, gúrate ¡nuestro primer
amor! ... Pero nuestra felicidad no se prolongó más que por espacio de
algunos meses.
Ahora estaba sentada algo inclinada hacia adelante, el mentón
entre sus manos, y tenía la vista ja en el suelo. Su voz se había hecho
muy tenue, átona, era como si leyese algo inexpresivamente.
—No éramos el uno para el otro. Él procedía de un medio donde
imperaban rigurosas normas morales, de una familia católica, aunque,
cuando le conocí, no parecía sentir demasiado apego por los
mezquinos conceptos sobre la bondad y decoro que en ella
dominaban. Yo fui su pasión juvenil, el arrebato de sus ansias de vida,
de sus anhelos de libertad, de aire libre, de libre goce, de su avidez de
felicidad ... Sin embargo, como reacción contra el ambiente en el que
yo me desenvolvía, y contra el amplio concepto de la vida que yo
profesaba, no tardó en volver a caer cada vez más bajo el dominio de
aquellas ideas acerca de la moral que se le habían inculcado desde la
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niñez. No éramos el uno para el otro. Mi manera de pensar, mis ideas


sobre las cosas, todo lo que yo hacía o dejaba de hacer era totalmente
distinto de lo que él había visto hasta entonces; no podía aceptarlo,
era algo cuya extrañeza le desazonaba y que, después del breve
tiempo de los primeros espejismos, le zahería, le afrentaba. Rehuía el
encuentro con los camaradas cuyo trato frecuentaba yo todos los días
y que, por supuesto, distaban muchísimo de ser honestos burgueses; cl
tono de sus conversaciones y sus ideas le molestaban
extraordinariamente. No éramos el uno para el otro.
Jan seguía escuchando, inmóvil; en su interior oraba, pensaba en
Dios, y sufría con una loca alegría, su corazón se le rompía de
compasión por aquella que le estaba hablando, por aquel joven que la
había amado, que era su padre y a quien no conocía; pensaba en la
vida y en las oscuras y tristes guras de los hombres, y de nuevo se
apresuró a refugiar sus pensamientos, orante, en Dios.
—De suyo fue estableciéndose entre nosotros una distancia que de
día en día fue ensanchándose más. Hasta que se marchó. Yo ya sabía
entonces que iba a ser madre, pero todavía no se lo había dicho. ¿Por
orgullo? ¿Por temor a la apariencia de que intentaba retenerle? Ya
que era un hombre noble. No lo sé. El caso es que no se lo dije... Poco
después de tu nacimiento, tú ya estabas con la abuela, vino a verme;
se había enterado de todo y venía a decirme que quería casarse
conmigo. Es mi deber, dijo. Me pidió en matrimonio, me ofreció su
nombre. Mas yo no quise aceptar, de una vez y para siempre, y nunca
me he arrepentido de ello. Pese a toda su nobleza, aquel matrimonio
hubiera terminado catastró camente. Cuando se dio cuenta de que yo
no cedería nunca, me manifestó el deseo de reconocer al recién
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nacido como hijo suyo. También me negué a ello... El niño llevará mi


nombre, le dije . .. Insistió durante mucho tiempo. ¡Ah, no, no era un
joven ordinario! ... Deseaba hacerlo todo bien, entonces aún me
quería, creo ... en todo caso estoy segura que obraba con sinceridad,
pero hubiéramos sido terriblemente desgraciados, y yo quería vivir,
gozar, ser libre... Al cabo se marchó de nitivamente y desde entonces
no he vuelto a verle ni he vuelto a oír hablar de él … Hasta creo que
ha muerto... De todas maneras para mí es como si hubiese muerto...
Estuvo un momento en mi vida, hace mucho tiempo, y todo el pasado
está muerto, muerto ...
Permanecieron sentados silenciosamente durante algunos instantes,
ambos sumidos en sus respectivos pensamientos.
Jan perecía de dolor y amor, mas poco a poco aquella turbación
fue convirtiéndose en una inefable paz de resignación que se hizo
visible en sus ojos en la forma de una suave claridad. Súbitamente
experimentó la agitación de un presentimiento: a lo largo de ocultos
caminos aquellas tristezas se ordenarían un día para constituir una
armonía pura, excelsa, diáfana.
—Se acabó —continuó diciendo ella con la misma átona voz—. A
decir verdad ha sido una estupidez haberte hablado de todo esto. El
pasado... pero ¡si ya no existe! ... Es algo que creamos con nuestra
imaginación, no responde a ninguna realidad ... No me haces ninguna
pregunta, y haces bien, porque no pienso contestarte ... Nunca me
acuerdo de aquello. Está completamente fuera de mí, se acabó ...
—No, no se ha acabado —dijo Jan con calma—, siempre está
presente, constituye un todo con nosotros y hay que darle una
solución; cómo y cuándo, lo ignoro. Dios le dará la solución

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adecuada, tarde o temprano. Y entre tanto debemos rezar ... debe


usted seguir rezando ...
Ella le miró y trató de adoptar un tono burlón:
—Vaya, ¿cómo sabes que rezo? ¡Debías haberte hecho predicador,
Jan!
—Debe usted seguir rezando —repitió éste con obstinada calma
—. Si no lo hace será siempre desgraciada y vivirá en discordia
consigo mismo.
—Pero ¡si yo no soy desgraciada, si yo no vivo en discordia
conmigo misma! —exclamó con vehemencia, y se echó a reír—. ¿Qué
estás diciendo? Me lo he sacudido todo de encima y no quiero saber
nada de remordimiento de conciencia sobre el pasado, que está
muerto, muerto, está muerto, ¿me oyes bien? ...
Jan meneó la cabeza y se levantó silenciosamente.
No se dijo ni una palabra más.
Se despidieron y Jan se marchó. Ninguno de los dos sospechaba lo
que les reservaba el porvenir.

VI

POR aquellos mismos días Jan encontraba con frecuencia en la


Biblioteca a Willem Baanders, quien apenas le divisaba acudía
prestamente a su lado, le saludaba con sentida cordialidad y
manifestaba verdadero contento cuando Jan aceptaba la invitación de
ir a tomar un café con él en un bar de las inmediaciones.
Jan fué descubriendo, al frecuentar el trato de Baanders que éste
era un muchacho de buen corazón, super cial, con una cabeza
atiborrada de lugares comunes, de conversación intrascendente, sin
impulso en sus deseos, satisfecho de todo; ahora bien, por Jan, que era
tan distinto de los demás, Willem sentía evidentemente un sincero
interés. Era incomprensible, puesto que nada tenían de común, no
existía entre ellos la más mínima a nidad de inclinaciones, ideas,
temperamento o carácter, el uno había de haber sentido por el otro
una absoluta indiferencia, pero lo cierto era que Baanders sintió una
especie de veneración por Jan, mientras que éste le estaba agradecido
a aquél por brindarle de forma tan espontánea su amistad.
Ya que Jan no tenía a nadie con quien expansionarse. El padre, su
amigo y director espiritual, estaba casi siempre ausente, en viajes
misionales por provincias, y cuando Jan hablaba con él, naturalmente
la conversación giraba en torno a cosas más importantes que su vida
cotidiana y sus ilustraciones. Y desde que poseía la fe, había nacido en
Jan la necesidad de compartir con los demás su superabundancia de
amor.

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Una tarde Willem, a quien encontró de nuevo en la Biblioteca,


logró convencerle no sin di cultades, que le acompañara a su casa,
invitado a cenar. Y Jan experimentó una desconocida sensación de
alegría cuando entró por primera vez en el cuarto de estar de la
familia Baanders y vio allí reunidos a todos sus miembros, padres e
hijos; la madre y una de las hijas mayores cosían; delante de la puerta
abierta del jardín había dos niñitas jugando con una muñeca; un
mozalbete de unos catorce años estaba profundamente ensimismado
en la lectura de un libro y en la estancia contigua alguien tocaba el
piano. A Jan le sentó bené camente la atmósfera de segura felicidad
que se respiraba entre aquella gente.
El señor Baanders, que estaba leyendo el periódico, salió al
encuentro del visitante desconocido con sencilla cordialidad y ademán
hospitalario, y Jan pudo comprobar que en aquella casa no se le
consideraba como un extraño hostil, sino como un huésped.
—¡Dichosos de ellos! —Pensó Jan. Por muy mediocre que Willem
se manifestase en todos los aspectos, había hablado siempre con
entusiasmo de su familia. Jan comprendió que, pese a la diversidad de
caracteres, dotes y disposiciones, lo cual en otras familias, cuando los
hijos son mayores, conduce casi inevitablemente a tristes discordias y
distanciamientos, la vida familiar de los Baanders se mantenía
armónicamente solidaria gracias a los suaves y fuertes vínculos de la
fe.
Hubo un momento en que cesó el piano y de la estancia contigua
entró en la sala una muchachita vestida de color claro, la hermana
mayor de Willem. Jan reconoció a Madeleine, la saludó y explicó a los
padres que unos dos años atrás se habían conocido una tarde en el

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parque.
Jan fue huésped de la familia Baanders hasta bien adelantada la
noche. Se sintió entre ellos perfectamente feliz. Le encantaba la
despreocupada alegría de los hijos; de esta alegría gozaban también el
padre y la madre, aunque era más re exiva, más grave, y en los ojos y
las expresiones del rostro de Madeleine se convertía en un ensueño de
pura apacibilidad. Madeleine poseía la lozana sencillez de una niñita,
por más que ya había cumplido veinte años; su voz infundía alborozo
y al mirarla parecía contemplarse la diáfana profundidad de un alma
pura. No era locuaz, escuchaba siempre atentamente, y cuando reía
parecía de pronto que la dicha se había convertido en sonido.
La conversación fue siempre animada, ora seria, ora de nuevo
retozona tras un súbito cambio, y Jan se encontraba a sus anchas
entre aquella familia, aunque había cosas que él entendía de muy
distinta manera. Ellos no habían conocido nunca la amarga miseria y
esto hacía que en ocasiones emitieran juicios algo super ciales;
posiblemente no habían re exionado nunca sobre semejantes
situaciones, mas Jan se dio cuenta de que había en ellos la posibilidad,
puesto que poseían la fe fuerte, de soportar heroicamente, como
verdaderos cristianos, las contrariedades y el dolor.
Le llamó la atención la reposada sencillez de la señora Baanders, la
apacible actitud de un espíritu ecuánime que, aunque inconsciente de
la vida, es fuerte porque conoce a Dios.
El señor Baanders era un hombre de aspecto sano, amable,
cincuentón, con ojos inteligentes tras un binóculo de oro. La
expresión de su rostro vigoroso era noble y grave, y a deducir por las
preguntas que dirigió a Jan acerca del trabajo de éste y por su

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conversación se advertía que era un hombre de dilatados
conocimientos y general desarrollo.
Pero quien le atraía más a Jan era Madeleine, de cuya apacible
gura, de cuyo ser tan íntegro, puro y deliciosamente lozano emanaba
un encanto que obligaba a Jan a mirarla sin cesar, y cuando se
encontraban sus miradas le parecía al joven que la vida adquiría un
nuevo resplandor; un suave alborozo, como nunca había conocido,
henchía su corazón.
—¿Sigue siendo lucrativa la profesión de ilustrador? —preguntó el
señor Baanders con amable interés.
—¡De ninguna manera! —se echó a reír Jan con sencillez, mientras
iba mirando a uno tras otro como un niño al que le escapa por
completo la seriedad de semejante pregunta—. ¡En cierta ocasión
gané con ello veinte orines! Un hombrecillo muy singular, un
anticuario, me los dió por un par de dibujos y como anticipo de las
láminas que había de hacer. Y cuando volví, había muerto ...
Me parece una ocupación propia de gente rica opinó Willem.
Pero, ¿por qué se dedica usted a eso, si no le rinde? repuso el señor
Baanders, sinceramente sorprendido y con un tono de desaprobación
apenas perceptible en su voz.
Jan le miró con la boca abierta y dijo desconcertado: —No lo sé,
nunca he pensado en eso.
Luego se echó a reír con tan infantil despreocupación que, al cabo
de un momento, todos le miraban con ojos regocijados, como si de
pronto se sintieran dichosos ante la sola presencia, ante la sola
existencia de una persona semejante.
—Barrunto que es usted un sujeto bastante antisocial —sonrió el
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señor Baanders—. ¡Sería trabajo en balde tratar de constituir la


sociedad con individuos como usted!
Jan miró confuso y dijo modestamente:
—¿Por qué? No comprendo bien lo que quiere usted decir .. . Me
esfuerzo por ser cristiano, amar a Jesús y a mis semejantes... No puede
haber error en ello. ¡Yo no soy un individuo importante! ... De eso
estoy seguro. La sociedad no tiene necesidad de mi, pero yo creo que
si cada cual pensara más en Dios, habría en el mundo bastante menos
dolor...
—Exactamente, esa re exión la hago yo también con mucha
frecuencia —dijo la señora Baanders con rostro radiante—: falta
amor. Casi todos somos fariseos, orgullosos de nuestra propia bondad
y decoro. Somos cristianos de boquilla. Cuando los hechos han de
poner a prueba nuestro cristianismo, retrocedemos. No amamos a
Dios, por eso tampoco amamos a nuestro prójimo.
—Desde esta noche conozco algunas excepciones —rió Jan.
—Las apariencias engañan —dijo Willem con tono burlón.
—¡Aquí no! —rió Jan, mientras su mirada recorría el rostro de
todos con expresión de felicidad, cual si hubiera descubierto un
precioso tesoro.
—¿Me permiten venir otra vez? —preguntó Jan al despedirse.
—Tantas veces como usted quiera —contestaron el señor y la
señora Baanders al mismo tiempo, coincidencia que causó general
regocijo.
—Y tráigase algunos dibujos —pidió Madeleine.
—Sí, sí, hazlo —insistió Willem ruidosamente—, y como
recompensa Madeleine tocará algo al piano.

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Mientras aquella noche Jan se encaminaba a casa no cesaba de


sonreír; no sabía a ciencia cierta porqué se sentía tan feliz: ¿era por
toda la familia o únicamente por aquella muchacha, que permanecía
sentada silenciosamente, escuchaba con atención y miraba con tan
dulces ojos? Hubiera querido volver a casa de los Baanders al día
siguiente.
Cómo habían ido así las cosas, no lo comprendía, pero es el caso
que cuando la familia se marchó a mediados de julio, como todos los
años, fuera de la ciudad, Jan sólo había repetido la visita dos veces y
en ambas ocasiones estuvieron ausentes el señor Baanders y
Madeleine.
Por aquella época visitaba a su madre con frecuencia, pero aquellas
visitas, a pesar de ser muy breves, eran para él un martirio. La señora
Rijcken se mostraba siempre muy cariñosa con su hijo y a menudo le
preguntaba a este si podía ayudarle de alguna manera, pero evitaba
por todos los medios imprimir a la conversación un tono de seriedad.
Jan empezaba a desesperar de su conversión. Únicamente Dios tiene
poder para ello; este pensamiento le tranquilizaba, cuando estaba
solo, ya que estar junto a ella, oír su rápido tono de conversación,
aparentemente normal, hablando sobre las cosas más insigni cantes,
mientras a ambos les sofocaban inexpresados pensamientos, y el
silencio de Jan, todo eso convertía aquellas entrevistas en un re nado
tormento. De ahí que fuera toda una liberación tanto para la señora
Rijcken como para Jan el que la actriz abandonara la ciudad para ir a
pasar las vacaciones en un paraje montañoso del extranjero.
—No te pido que me acompañes, porque sé de antemano que has
de rechazar mi invitación —le dijo con particular amargura, que le

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causó a Jan un intenso dolor.
Otra vez solo, trabajaba y esperaba.
Hacia la mitad del verano, que aquel año era realmente
espléndido, Jan recibió una carta de Willem Baanders, mediante la
que éste le invitaba a pasar unas semanas con su familia en su
residencia veraniega: “Vivimos aquí entre colinas cubiertas de bosque
y llenas de claros arroyos, en medio de un silencio que a veces se me
hace un poco insoportable. La pequeña población en cuyas
inmediaciones está situada nuestra casa posee- una pequeña iglesia
muy antigua y bella y un párroco que representa de un modo muy
digno a Nuestro Señor ante los aldeanos, leñadores y fabricantes de
zuecos. Anúnciame tu llegada con algunos días de anticipación para
que salga a buscarte a la estación de X con un vehículo prehistórico
mediante el que nos trasladaremos a nuestra casa de campo, situada a
unos 25 kilómetros de la ciudad.”
Jan sabía que no podía ir, le faltaba el dinero para el viaje, y
aunque también deseaba salir de la ciudad y volver a ver a Madeleine,
cuyo rostro y gura no podía olvidar, había algo que le obligaba a
renunciar a la apetecida alegría, a privarse de ella. Pero le causó
mucha pena tener que rechazar la invitación. Ya que la vida en la
ciudad, metido en la bohardilla de aquel denso y maloliente barrio
obrero, mientras el sol maduraba el cielo y la tierra, se le hacía
insoportable. En aquellos deliciosos días dorados sentía una
desgarradora nostalgia por el campo, por el verde y apacible silencio
de los prados, por los bosques y las soleadas colinas y los umbrosos y
frescos valles y el anchuroso espacio; y no veía más que piedras y
muros que se calcinaban bajo los ardores de un sol implacable; no
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respiraba más que pestilencias, que ni siquiera la brisa nocturna era


capaz de ahuyentar y que en forma de húmeda miasma permanecía
otando en las casas, en las habitaciones y en las zahúrdas, durante
todo el verano.
Repetidas veces se sintió Jan abatido, agotado y enfermo. Fue
aquella una época difícil para él. Poco trabajo y poca comida. Y sin
embargo, era feliz. Cada mañana muy temprano iba a la iglesia
parroquial para asistir a la Misa y comulgar y entonces su alma,
sepultada bajo la inmensa oleada del amor, vivía a veces momentos de
una dicha inefable. ¿Qué podían entonces contra él las amargas
miserias de la vida?
Jan esperaba, no sabía qué, y estaba preparado.
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VII

AL comienzo del invierno Jan se mudó de casa y vino a habitar el


aposento contiguo al mío en aquel horrible inmueble a que he aludido
al principio. Poco después de aquella tarde en que a consecuencias de
mi encuentro casual con la señora Rijcken descubrí la identidad de mi
vecino y reanudé con él nuestra antigua camaradería, éramos ya dos
amigos inseparables. Jan me relató muy pronto su vida, me habló de
su triste juventud, de las penosas relaciones que sostenía con su madre
y la amarga pesadumbre que ello le causaba, de su asendereada
existencia y de su dicha. Y yo, que vivía estúpidamente amargado,
admiraba la sencillez y la fuerza tranquila y gozosa con que lo
sobrellevaba todo. Era una sabiduría infantil tan alborozada, había
tanta con anza y seguridad en sus conceptos que muchas veces le
escuchaba estupefacto. El asiduo trato de Jan ejercía en mí una
bené ca in uencia, de tal suerte que muy pronto, cuando le oía
hablar, cuando le veía seguir su camino profundamente atento a cosas
que a mí me eran completamente extrañas, empezaron a parecerme
ridículas mis melancolías y mis presuntuosos pesimismos, y me sentía
espiritualmente pobre. Poco a poco Jan se convirtió en el punto
central de mi vida; sin darme cuenta de ello acomodaba mi existencia
a la suya, y aunque yo era mayor que él y en cierto modo más
inteligente y tenia más experiencia, era Jan quien, sin advertirlo él
mismo, dirigía nuestra vida común.
Yo iba a todas partes con él, a la biblioteca, al museo, a ver a su

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madre, a visitar a la familia Baanders en cuya casa se me había


recibido, en mi condición de amigo de Jan, con toda cordialidad.
Aunque no nadábamos, ni muchísimo menos, en la abundancia, aquel
invierno y las semanas inmediatamente posteriores de la primavera
constituyen una de las épocas más felices de mi vida. Había
descubierto en Jan con gran alegría un ser humano que no hablaba
nunca de posición social, dinero u honores; parecía incluso que ni
siquiera sospechaba la existencia de tales cosas o en todo caso no
atribuía a las mismas absolutamente ningún valor. Buscaba y veía en
cada hombre el alma, creada a imagen y semejanza de Dios; lo demás
no despertaba en él el más mínimo interés.
Después de haber estado dos veces con Jan en casa de su madre, en
ocasión de lo cual ésta no pudo por menos que advertir la fanática
amistad que yo sentía por su hijo, la señora Rijcken me pidió, en un
momento en que Jan no podía oírnos, una entrevista a solas con ella.
Me dijo que fuera a buscarla un día al teatro, después de la
representación. "No diga nada a Jan”, me recomendó manteniendo su
índice pegado a los labios.
Fui. Esperé en el saloncito contiguo a su camerino, lleno de
curiosidad por saber las razones de aquella entrevista solicitada por la
señora Rijcken. Ésta, una vez terminada la representación, entró en el
saloncito acompañada de su doncella; llevaba un espléndido abrigo de
noche; inmediatamente empezó a hablar de su hijo, me preguntó
sobre la vida del mismo. Yo no me extendí demasiado al contestarle,
me limité a hablarle de nuestra existencia en común y se la describí en
términos optimistas.
Mas esto no la satis zo. Me di cuenta de que estaba preocupada.

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Dijo que Jan era un tonto por pasar tantas privaciones y no querer
admitir nada de ella, su madre.
—Ya tiene edad su ciente para saber lo que hace —dije yo
evasivamente, pues conocía muy bien las razones de la negativa de
Jan.
—¡Pero no va a poder soportar esa vida! —y hubo una angustia
maternal en su voz y en su ser que me emocionó—, va a arruinar su
salud, va a terminar muriéndose . ..
—No lo creo —contesté yo con calma—. Usted exagera. Usted se
gura las cosas mucho peores de lo que son. Comemos regularmente
todos los días.
—No, señor Harms. Estoy mejor enterada que usted. A estas
alturas hace ya casi seis años, creo yo, que vive en la pobreza,
sometido a toda clase de privaciones. A la larga su constitución física
no podrá soportarla. No es fuerte. Al primer quebranto de salud, se
desplomará. Está agotado. Durante estos últimos años ha comido
demasiado poco. Se le nota. Y usted tiene que ayudarme. Verá usted:
él no quiere aceptar nada de mí, pero usted ... a usted puedo ir
dándole algo, cosas para comer o dinero con el que comprar
reconstituyentes para Jan, sin decirle nada a él. Los necesita, créame,
los necesita ...
Hablaba nerviosamente, con acento casi implorante. Con un gesto
rápido me puso un sobre en la mano.
Debe usted aceptarlo —dijo al mismo tiempo— por amistad hacia
Jan. Entre él y yo hay un malentendido; cada uno de nosotros tiene su
propia visión de la vida. Pero usted y yo juntos podemos cuidar de él,
sin que él se dé cuenta. Prométame que no se lo dirá nunca. Por lo
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demás él no sospechará nunca de suyo que su bienhechora soy yo —


añadió suavemente con un asomo de amargura en la voz.
Acepté silenciosamente su donativo, por amistad hacia Jan, y varias
veces en el curso de aquel invierno me hizo llegar de un modo u otro
algunas cantidades de dinero que yo me apresuré a invertir en
alimentos y combustible. Frecuentemente, en los días fríos, ardía
entonces la estu ta, y yo preparaba comidas calientes. Al principio Jan
no dejó de manifestar su sorpresa ante aquel lujo sin precedentes y en
dos o tres ocasiones me preguntó, riendo, de dónde sacaba el dinero
para atender a aquellos exorbitantes dispendios.
—¡Ah, es mi secreto! —decía yo. Y no sospechaba nada.
Ya la primera vez, pocos días antes de Navidad, que fui con Jan a
ver a la familia Baanders, observé de inmediato que Madeleine había
causado una profunda impresión en el ánimo de mi amigo. Me
pareció evidente que aquellos dos seres, jóvenes ambos y puros,
habían nacido el uno para el otro. Y yo me congratulaba ya de
aquella dicha venidera ...
Concebí por Willem y su jovial mediocridad una antipatía que, a
pesar de mis esfuerzos, no lograba vencer. En cambio, entre el señor
Baanders y yo surgió muy pronto una con anza fundada en una
consideración mutua. Incluso parecía encontrarse más a MIS anchas
hablando conmigo sobre temas losó cos, políticos y religiosos, acerca
de los cuales yo sostenía opiniones que por lo visto le interesaban, que
conversar con Jan, cuya actitud frente a los problemas de la vida se le
antojaba extraña, excéntrica y absoluta y que por lo demás carecía de
la más elemental disposición para discutir con un hombre que
compartía los más viables conceptos cotidianos.
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A la señora Baanders la consideraba yo como una buena ama de


casa, de buen corazón, pero insigni cante.
Una vez terminada la jornada de trabajo, al atardecer, íbamos
asiduamente a pasar unas horas con aquella familia, en cuya casa el
señor Jan y el señor Paul, como se nos llamaba, éramos recibidos
siempre con grandes muestras de afecto. Se hacía música, Madeleine
un tocaba muy bien el piano, y era una delicia vi i a |an escuchando
con arrobo, retozándole la dicha en los ojos. Éste llevaba de vez en
cuando algunas de sus ilustraciones, que pasaban de mano en mano y
se contemplaban con admiración. Sólo en raras ocasiones participaba
el señor Baanders en estas veladas. Por lo común tomaba el té con los
demás y se retiraba en seguida a su gabinete de estudio, situado en el
piso superior.
Así fue transcurriendo el invierno, y parecía como si la felicidad
hubiese establecido su morada entre nosotros.
Hasta que de la forma más inopinada ocurrió algo que bien
mirado, igualmente hubiera podido tener lugar antes o después, algo
que desencadenó rápidamente una catástrofe, a la que, no obstante,
hoy día hoy que sé— considero como un bene cio deseado y
preparado por Dios para salvación de todos nosotros.
Era un domingo de primavera, a primeras horas de la noche. El
señor y la señora Baanders y yo estábamos sentados a la sala de estar
y escuchábamos una pieza de música que ejecutaba al piano
Madeleine, a la cual podíamos ver a través de la puerta abierta de la
estancia contigua, donde ella estaba sentada ante el piano bañada en
la suave luz de una lámpara de pie. Detrás de Madeleine estaba Jan
en actitud de arrobada atención. Willem, bien arrellanado en una

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butaca, fumaba un cigarrillo.
—Toca a las mil maravillas —dije yo quedamente, cuando
Madeleine hizo sonar el acorde nal.
La señora Baanders me miró y asintió con la cabeza, y el señor
Baanders me preguntó:
—¿Ha visto usted los últimos trabajos de nuestro amigo Jan? ¿Qué
lleva entre manos ahora?
—La vida de Benito Labre. Algo extraordinario —seguí diciendo
en voz baja—, mejor que todo lo que ha estado haciendo hasta ahora.
Cada lámina es un verdadero portento de colorido y sensibilidad. Yo
creo que ahora alcanza con frecuencia momentos de indiscutible
maestría. Es un temperamento de artista, lo lleva en la sangre. .. ¿No
ha visto actuar nunca a su madre?
—¿Su madre? ¿Vive todavía? Yo creía que sus padres habían
muerto hacía tiempo. La verdad, no sé por qué, pero siempre he
estado convencido de que Jan era huérfano —dijo el señor Baanders
sin disimular su sorpresa y hablando también, sin querer, en voz baja.
Y yo, sin el más mínimo recelo, me eché a reír.
—¡Qué va! ... Su madre es la conocida actriz Louise Rijcken.
—¿Una actriz? —exclamó la señora Baanders asombrada, y me
miró durante irnos segundos tan aturdida que comprendí al instante
que había cometido una grave falta revelando aquel dato vulgar tan a
la ligera. Pero era ya demasiado tarde. Pensé a igido: son gente
simpática, pero ¡qué estrechez de miras!
No se me escapó que en la mirada que el señor Baanders dirigió a
Jan, cuando éste penetró en la sala de estar acompañado de
Madeleine, había algo extraño, algo vehementemente inquisitivo. La

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señora al principio se mostró reservada. Pero aquello no duró mucho.


Ya que aquella noche Jan estaba en vena. Brillaba en sus ojos la
felicidad, como pudiera brillar en los de un niño alborozado, y se puso
a contar cosas de su vida. Nosotros nos habíamos agrupado
espontáneamente a su alrededor. Nos habló de los difíciles años en
que iba en busca de trabajo, que solicitaba en todas partes y en todas
partes le negaban; pero explicaba todo aquello sin amargura, parecía
como si para él tanto la bienandanza como la adversidad fuesen
motivos de gratitud. Trajo a colación divertidos detalles de su casual
visita al viejo anticuario, relató su encuentro con el singular mendigo y
también aquella extravagante historia del rico bienhechor que se
desayunaba con agua.
—Y toda esa gente, entonces no lo sabían, ni yo tampoco, pero
todos me han ayudado, me han llevado hacia el camino que conduce
a Nuestro Señor. Todos ustedes también. —Nos miró a todos, uno tras
otro, con ojos risueños y se rió dichoso—; ¿por qué no he de decirlo?
¡Me siento tan feliz aquí, entre ustedes! Yo nunca he conocido la
verdadera vida de familia. Ustedes que siempre han vivido así, no
pueden gurarse lo que signi ca para mí. Les estoy por ello muy
agradecido. Dios se muestra muy bondadoso conmigo y yo no lo
merezco. ¡He estado tanto tiempo renegando de Él! Pero ha vuelto a
atraparme. Me ampara bajo la cúpula de su amor y ¡me siento tan
seguro debajo de ella! Y ¿quién sabe? ... A lo mejor me reserva aún
mayores venturas ...
Hablaba con una emoción tan íntima y entrañable, irradiaban sus
ojos una luz tan cálida, y su voz henchida de viril ternura, y sus gestos
y su sonrisa, todo su ser, que nosotros, prendidos en el embeleso de su
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júbilo, olvidamos todas nuestras propias preocupaciones, todos
nuestros propios pensamientos y mezquindades y le escuchábamos
transidos de emoción como un grupo de niños en torno a alguien que
explica un cuento de hadas. Mientras él hablaba, la vida se hacía
diáfana como un cristal.
Cuando Jan se calló, eché de ver con angustia y tristeza que ya
estaba próximo el momento de marcharnos; y nadie se atrevía a
romper el bené co encanto. El primero que se puso de pie fue el señor
Baanders. Se había hecho tarde. Y mientras nos despedíamos, vi que
nuestro an trión le preguntaba algo a Jan, el cual, sonriente, hizo
unos signos a rmativos con la cabeza y contestó unas palabras.
Nos dirigimos lentamente a casa. Hacía una oscura noche de
primavera sin estrellas. Con delicia aspiraba yo el tibio aire, que
incluso allí, en la gran urbe, tenia un remoto dejo de tierra, hierba
fresca y plantas aromáticas.
Habíamos caminado ya un largo trecho, cuando pregunté a Jan:
—¿Qué te ha dicho el señor Baanders cuando nos marchábamos?
¿O se trata de un secreto?
—¡Qué va! —contestó Jan—. Me ha pedido que fuera a hablar
con él mañana por la mañana. Por lo demás, tal vez yo también tenga
algo que decirle ...
Se calló. A nuestro alrededor zumbaba profundamente la vida de
la ciudad, como un océano.
Tras una breve pausa Jan prosiguió:
—¿Quieres creerlo, Paul? ... No sé cómo explicarte ... pero esta
noche ha sido muy hermosa para mí. —Se rió un momento—. He
hablado mucho esta noche ¿verdad? ... Quiero a esa gente. Paul, tú
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eres un incrédulo, pero yo te aseguro que Dios es in nitamente bueno.


O si no dime, tú que respecto a mí lo sabes todo, que conoces mi vida
y las tristes circunstancias de la misma, ¿no es maravilloso que haya
trabado amistad con esta familia? Aunque mañana me lo arrebataran
todo ¿no me queda más que su ciente para todo el resto de mi vida
con el recuerdo de las horas inolvidables que he pasado entre ellos? —
Y con tono más bajo, entrañablemente con dencial, añadió—: A
Madeleine, ¿ves?, yo creo que la quiero. Estoy seguro, Paul, ¡la quiero!
... Pero ¿me quiere ella a mi? No puedo apartar de mi mente el
pensamiento de que ella no conoce más que un solo amor, el amor a
Nuestro Señor. ¿No es maravilloso? Pero ¿y yo? ... Y precisamente por
eso quiero tanto a esa deliciosa criatura. Y ¿por qué ha de
quererme? ...
Y se echó a reír.
Atolondrado y sin comprender absolutamente nada de lo que
decía, le escuchaba yo silenciosamente mientras hacíamos camino. Jan
vivía en un mundo de pensamientos que me era desconocido.
Al llegar a casa, me senté unos momentos junto a la vela encendida
de su habitación y dije:
—Jan: me parece que esta noche he dicho una inconveniencia.
—¿Por qué?
—Mientras estaba hablando con el señor Baanders sobre tu
trabajo, nombré a tu madre y tanto él como su mujer se mostraron
muy sorprendidos al enterarse de que vivía. Creían que tú eras
huérfano de padre y madre.
—¿A eso le llamas una inconveniencia? —sonrió tranquilamente
Jan—. Bueno ¿y qué? Nunca se ha presentado una oportunidad o ha

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habido motivos para hablarles de eso. No lo he mantenido oculto. Por


lo demás no conocen mi vida pasada. Nunca he hablado de eso.
Mañana lo haré. Dios bondadoso lo arregla todo.
—Es posible. Pero ¿y si no salen las cosas bien?
—También perfecto —dijo Jan con admirable calma.
Mientras me estuve desvistiendo en mi pequeña habitación para
meterme en la cama, sabia que Jan estaba arrodillado junto al
cruci jo y rezaba, y aquel pensamiento me infundió una paz
desconocida, y permanecí durante largo tiempo aguzando el oído
para ver si percibía las palabras de sus oraciones. Reinaba un silencio
sepulcral. “Debe rezar sin palabras”, me dije tontamente y me venció
el sueño.
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VIII

AL día siguiente por la mañana, hacia las once, el señor Baanders


recibió a Jan en su gabinete de estudio. Juntos estuvieron mirando la
bien provista biblioteca cuyas hileras de libros recubrían las paredes
desde el suelo hasta cerca del techo. El señor Baanders sacó de los
estantes algunas obras sobre historia del arte y se las mostró a Jan, que
no podía disimular su admiración ante aquella espléndida colección
de libros, entre los que guraban también algunos ejemplares raros y
curiosos. De por sí Jan se puso a hablar de su trabajo de ilustrador y
de sus planes para el futuro; así transcurrió una hora, sin que el señor
Baanders dijera a Jan porqué había pedido a éste que fuera a verle.
Cuando el propio Jan preguntó: "¿Qué quería usted decirme?”, el
señor Baanders pareció inventar algo rápidamente, tomó de un
anaquel un gran libro plano sobre catedrales y dijo con cierta
precipitación:
—Mire, en primer lugar habría de hacerme usted una cubierta
ilustrada para este libro y en segundo me gustaría mucho que ideara
para mí un ex-libris. Haga un par de diseños, yo ya escogeré entre
ellos. y en lo que respecta a los honorarios, lo arreglaremos cuando
usted quiera, amigo Jan.
—¡Vaya! ¡Esto es un encargo espléndido! —exclamó Jan
mostrando su contento—. Haré todo lo posible para conseguir algo
muy bello.
—No lo dudo —dijo el señor Baanders—, y vea usted —señaló los
libros—, aún quedan bastantes que necesitan unas cubiertas. No

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olvide que le dejo completamente libre en lo que respecta a la elección


del tema y ejecución. No importa lo que valga. Pero ha de ser algo
hermoso, algo original. Mire, aquí tengo una serie de vidas de santos...
—Subió dos o tres peldaños de la escalerilla de mano y, mientras
sacaba de uno de los estantes superiores algunos volúmenes, dijo de
pronto—: No sabia que su madre vivía todavía ...
Jan levantó la mano sin querer:
—Paul me ha dicho que ayer noche le habló a usted sobre mi
madre. Sobre todo no debe usted pensar que me he callado adrede y
que quería ocultarle algo. Nunca se ha presentado la ocasión para
hablar de ello. Yo no tengo secretos para usted.
El señor Baanders depositó los libros sobre la mesa:
—Mire, son éstos. Tal vez habría sido mejor que lo hubiese sabido
antes. Trabaja en el teatro ¿no es así?
—Sí, y es una actriz realmente extraordinaria —contestó Jan que
había cogido uno de los tomos y miraba al señor Baanders, vuelto éste
hacia los estantes.
—Los lomos, a mi juicio, han de ser todos iguales, pero en la
cubierta anterior, donde gure el título, ha de dar expresión con su
trabajo, de un modo u otro, a la índole y rasgos esenciales del santo
cuya vida se relata. Creo que está usted en condiciones de hacer esto
como nadie... ¿Y su padre?
—No le conozco.
—Su padre y su madre ¿tenían el mismo apellido? El apellido de
usted es el mismo de su madre...
Ambos tenían un libro en la mano. El rostro de Jan estaba velado
por la tristeza y el señor Baanders parecía buscar algo.

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—No lo sé —dijo Jan—, no estaban casados —y miró con sus


claros ojos a aquel hombre subido a la escalerilla de mano—: no la
condeno.
—No la condeno —replicó el señor Baanders—. No soy quien
para condenarla, ni a ella ni a nadie. —Y luego, sin transición—: Ya
ve que tengo un bonito trabajo para usted. Para empezar llévese éste
—y entregó a Jan el libro grande y plano— y piense también en el ex-
libris. Espere... —Se dirigió a su mesa escritorio y de un cajón sacó un
sobre—. Aquí tiene un anticipo para gastos, exactamente igual que el
viejo anticuario del que nos hablaba usted ayer noche... ¡Ah, sí! . ..
Antes de que se me olvide: esta semana no estaremos en casa, nos
vamos fuera; cuando estemos de vuelta, le escribiré unas líneas.
Algo extrañado por el tono de aquellas palabras, Jan hizo un signo
de asentimiento con la cabeza sin desplegar los labios. El señor
Baanders le acompañó hacia abajo; llegados al vestíbulo, puso una
mano sobre el brazo de Jan, miró a éste a los ojos y suplicó con voz
queda: "Rece por mí.” Luego le estrechó la mano, pareció que iba a
decir algo más, pero abrió silenciosamente la puerta de la casa y Jan
pasó por su lado dirigiéndole una leve inclinación de cabeza con el
libro sobre las catedrales debajo del brazo.
Después de haber caminado un buen trecho en dirección a su casa,
Jan enderezó sus pasos hacia la calle donde vivía el padre, su confesor.
Unas horas más tarde, después de haber pasado todo aquel tiempo
esperando en vano el regreso de Jan y cuando empezaba ya a estar
intranquilo ante la prolongada ausencia del mismo, llegó un empleado
de telégrafos y me entregó una carta urgente. Desde hacia meses no
recibía una carta semejante. Me sobresalté, creí que le había ocurrido

algo a Jan. Rasgué inmediatamente el sobre, busqué la rma:


Baanders, y leí el breve contenido de la misiva, escrito a toda prisa:
“Querido amigo: Por poco que pueda venga a ver me
inmediatamente. Debo hablarle con toda urgencia de un asunto muy
grave. (Esta frase estaba subrayada.) Estaré en casa durante toda la
tarde, y le espero.”
Volví a leer el escrito, examiné las palabras cuyo trazo irregular
denotaba un gran nerviosismo y sentí una súbita angustia. Me puse el
sombrero y salí disparado hacia la casa de los Baanders.
La sirvienta que acudió a abrirme y que sabía ya, por lo visto, que
iba a llegar, me introdujo inmediatamente en el gabinete de estudio
del señor Baanders.
Éste, al verme entrar, se puso de pie. Me indicó una silla, delante
de su mesa escritorio, y él mismo se sentó detrás de ella, de tal forma
que quedaba entre donde estaba yo y la ventana, cuyo raudal de luz
me daba de lleno en el rostro y me impedía distinguir claramente las
facciones de mi interlocutor.
Me llamó la atención su calma, su solemnidad casi, como si
hubiera tenido delante de mí un hombre que, hallándose en una
coyuntura extremadamente importante, había de tomar una decisión
suprema.
—Le agradezco mucho que haya acudido tan pronto a mi llamada
—dijo con voz normal.
—Sería un placer para mí poder serle útil en algo, señor Baanders
—contesté con toda sinceridad, pues sentía un gran afecto por aquel
hombre.
Tras una breve pausa empezó a hablar lentamente, como si lo

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hiciera con recelo, sin cesar de mirarme.
—Jan Rijcken ha estado esta mañana aquí y quisiera hacerle unas
preguntas acerca de él...
—Me lo esperaba —le interrumpí.
—Usted le conoce desde hace años y es amigo suyo. También
nosotros queremos mucho a Jan. Por lo demás no es posible otra cosa,
hay que quererle por fuerza ¿no es verdad? Usted me comprende,
sabe lo que quiero decir. Su noble ser ejerce sobre uno una atracción
irresistible ...
Hice unos insistentes signos de asentimiento con la cabeza y dije
nervioso:
—Y nadie escapa a esa fascinación. Es una persona admirable. No
conozco a otro como él. Con cualquier otro, por mucha con anza que
nos inspire, nos mantenemos siempre en guardia; no nos entregamos
por completo, le vemos con ojos críticos y por grande que sea la
amistad que nos une con él en todo se considera uno mismo mejor.
Un abismo insalvable nos separa. En cambio eso no ocurre con Jan.
Jan salva ese abismo con su amor. Incluso aquellos que le tienen por
tonto, que nada comprenden de su modo de ser, han de reconocer
que emana de él algo inde nible . .. El otro día estaba hablando con
su madre sobre...
Con un rápido ademán el señor Baanders dejó caer su mano sobre
la mesa y, mirándome rmemente a los ojos, me dijo:
—¿La conoce usted personalmente?
—Ya lo creo —contesté—. El año pasado la vi por primera vez en
ocasión de una de las visitas que hizo a Jan. Ya sabe usted que vivimos
en habitaciones contiguas. Y después, en compañía de Jan e incluso

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solo, la he visitado varias veces.
—Precisamente quería hablarle sobre la señora Rijcken. Por eso le
he pedido que viniera a verme. —Su voz era tranquila, normal y muy
clara—. Comprenderá usted que me era imposible hacerle ciertas
preguntas al propio Jan. Lo único que podía hacer y lo que me
parecía también la mejor solución era dirigirme a usted ... Le pido un
servicio de amigo, un servicio para mí, para todos nosotros, para Jan.
Debe usted ayudarme, usted puede ayudarme. Debo saberlo todo. Es
absolutamente necesario. Sé que su madre trabaja en el teatro. Usted
lo dijo anoche y el propio Jan me lo ha con rmado esta mañana. Pero
debo saberlo todo. ¿Quién es su padre? Jan no le conoce. ..
C a l l é . Va c i l a b a . U n a t a rd e Ja n m e h a b í a c o n t a d o
con dencialmente la vida de su madre, tal como ésta misma se la
había contado a él. ¿Podía yo ahora hacer partícipe de aquellas tristes
cosas a otro, a un extraño? ¿Por qué tenía el señor Baanders tanto
interés en saberlo? ¿Mera curiosidad o estrechez de miras, mezquinos
miramientos sociales? No, esto último no podía ser la razón que le
había movido a enterarse de ciertos detalles de la vida privada de Jan.
Podía advertirse en la gravedad de su actitud y, por lo demás, yo creía
conocerle bien y sabía que era incapaz de sentimientos viles.
Me quedé mirándole vacilante y algo confuso. Hizo un gesto como
dando a entender que se hacía cargo de mis escrúpulos. Yo sentía una
gran cortedad ante la coyuntura de tener que explicar aquellas
intimidades incluso a una persona como el señor Baanders, al que
tenía por una persona digna de todo respeto.
—Tenga usted presente, señor Harms, que no le hago una
pregunta de tal naturaleza sin tener muy graves razones para ello.
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Debo saber quiénes son los padres de Jan ... ¿Le ha hablado Jan
alguna vez de mi hija Madeleine?
Al hacer aquella pregunta su voz traicionó una ligera agitación.
—Sí —contesté—, anoche, sin ir más lejos, y con entrañable
entusiasmo y veneración.
—¿Cree usted que la quiere?
—¿Usted se re ere, por supuesto, al amor con que un joven quiere
a una muchacha?
El señor Baanders hizo un signo a rmativo con la cabeza.
—No lo sé —repuse—. Si quiere que le diga la verdad, no me he
jado. Jan es tan distinto de todos nosotros. Pero es muy posible. Sí,
algo de eso debe haber. Ahora recuerdo que ayer noche, cuando
regresábamos a casa, me habló de ella con gran admiración.
El señor Baanders aproximó su silla a la mía y puso su mano sobre
mi mano.
—Tiene usted que ayudarme, Paul; debe usted hablar, decirme
todo lo que sepa. —Dijo estas palabras haciendo tanto hincapié en
ellas y tanto encarecimiento, me miró tan intensamente, con una
expectación tan dolorosa, que yo, como si de pronto se me hubiera
mostrado evidente la necesidad de explicar todo aquello, referí
rápidamente la efímera historia de amor de la joven actriz y del
estudiante, los padres de Jan, hablé de la niñez y juventud de éste, de
su vida en el internado, de sus relaciones con su madre, de la que
nunca había querido admitir ni un céntimo, de las estrecheces que
había sufrido, de su valor y de su noble naturaleza.
Mientras yo hablaba, los ojos del señor Baanders estuvieron en
todo momento pendientes de mis labios o lanzaban una fugaz mirada
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a los míos. Escuchaba con gran avidez mis rápidas palabras. No me


interrumpió ni una sola vez. Parecía estar dominado por una
profunda emoción. Cuando terminé, permaneció callado. Estaba
inmóvil. Adiviné que en aquel quieto cuerpo se agitaba un
tempestuoso tumulto, que en aquella pálida cabeza, que me estaba
mirando sin verme, se había desencadenado una conturbadora lucha
interior.
Por n dijo lentamente, y me costó entenderle, tanto había
cambiado su voz:
—¿Sabe usted donde vive la señora Rijcken?
—Sí —contesté, y cité la calle y el número.
Se levantó, pareció tener ciertas di cultades para sostenerse de pie,
como si estuviera bebido:
—Pero ¿su nombre? ¿Por qué se llama Louise Rijcken y no Louise
Banning?
—¡Es verdad! ¿Cómo lo sabe? Debutó en el teatro con el nombre
de Louise Banning —exclamé.
El señor Baanders hizo un signo a rmativo con la cabeza como un
autómata. Luego me asió violentamente por el brazo:
—¡Venga conmigo! —dijo.
Yo me levanté. Mientras nos dirigíamos al vestíbulo, inclinó su
rostro junto al mío —vi lleno de extrañeza la brillante humedad de los
grandes globos oculares tras sus lentes— y dijo en voz baja,
penetrante, desesperada y a pesar de todo también, creo yo, con una
extraña exaltación de rmeza:
—¿Sabe usted quién era aquel estudiante? . . . Yo ... yo ... ¡yo!...
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IX

ME puse a caminar a su lado como envuelto en una


vorágine, como aturdido por un mazazo en la cabeza. No
decíamos una palabra, andábamos de prisa, yo no
reconocía las calles por donde pasábamos, me limitaba a
andar al compás de mi acompañante; sólo cuando nos
detuvimos delante de la casa de la señora Rijcken, adquirí
conciencia del mundo que me rodeaba.
El señor Baanders llamó. Me parece que tuvimos que
esperar mucho tiempo. Al n se abrió la puerta.
—La señora no está en casa —dijo el criado.
Ninguno de los dos habíamos pensado en esta
posibilidad.
—¿No está en casa? —oí que repetía mi acompañante
como si no acabara de entender el signi cado de aquellas
palabras.
—La señora no está en casa —dijo el criado una vez
más—. A estas horas del día no está casi nunca.
—¿Dónde está entonces? —preguntó el señor

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Baanders.
—No puedo decírselo, señor —dijo el otro con su lisa
voz de lacayo.
—¿A qué hora va a volver? —insistió el señor Baanders
—. Tengo que hablar con la señora. Se trata de un asunto
importante.
La expresión de su rostro hizo comprender al criado
que realmente se trataba de algo grave.
—La señora no regresa hasta esta noche, bastante
tarde. Actúa en el teatro Tivoli. Tal vez pueda usted
hablar con ella durante un entreacto, en su camerino, o
bien después de la representación.
Nos marchamos. Recorrimos lentamente la calle,
completamente desconcertados, y, sin darnos exacta
cuenta de lo que hacíamos encaminamos nuestros pasos
hacia un jardín público cercano.
—¿Qué debo hacer? —dijo el hombre que andaba a
mi lado—. Paul, aconséjeme, ayúdeme a buscar una
solución ¡Es todo tan absurdo! Es inverosímil, es un
tormento demasiado re nado. Paul, si usted supiera lo que
pasa en mi interior desde que sé . .. Todo se ha venido
abajo. Mi vida está destrozada. No puedo soportarlo ...
Como dos pací cos paseantes que tomaran el sol
primaveral, caminábamos uno al lado del otro por las
pequeñas avenidas del parque. Reinaba una temperatura
muy agradable y los rayos oblicuos del sol colgaban en las
lozanas frondas tapices de tenues transparencias. Un mirlo

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silbaba inquieto desde algún ramaje; más adelante había


otro que gorjeaba.
—Imagínese, Paul —oí que se lamentaba el hombre—.
Dentro de dos o tres horas he de estar en casa, sentado a
la mesa frente a frente con mi mujer, entre mis hijos. ¡No
es posible!
Yo buscaba, buscaba algo que decirle, algo que pudiera
infundirle aliento.
—Envíe un telegrama urgente a su señora o telefonéele
diciendo que le retiene un negocio u otro y que no podrá
estar en casa a la hora de comer. Si usted quiere, yo puedo
quedarme a su lado y esta noche le acompañaré al teatro
—dije tratando de ayudar de una manera u otra a mi
atribulado amigo.
—Sí, eso está bien. Gracias, Paul. Usted también
conoce el camino. Yo no estoy en condiciones de ir solo.
Ya no recuerdo por dónde se va —se mofó amargamente
de sí mismo—. Pero ¿cómo es posible que tuviera tan
olvidado todo aquello?
Abandonamos el parque y nos metimos por una calle
que conducía al centro de la ciudad.
Al pasar por delante de una iglesia, el señor Baanders
entró en ella y yo le seguí. Permaneció por espacio de más
de un cuarto de hora postrado de rodillas, inmóvil,
profundamente inclinado hacia adelante, ocultándose el
rostro con las manos. Salvo nosotros dos, no había nadie
en la iglesia, bajo cuyas bóvedas empezaba ya a reinar la

penumbra. Como un rubí fulguraba la pequeña lámpara


del altar. Me fui a sentar en una de las sillas de la última
la, en la parte posterior de la iglesia, y paseé con cierta
timidez mi mirada por el silencioso recinto, en el que
otaba todavía un vago aroma de incienso. Esperé y
discurrí conturbado sobre la tragedia de la vida, sobre la
zozobra de los hombres que, como ciegos, se desvían del
camino estrecho pero seguro y se arrojan unos contra
otros para atormentarse cruelmente...
Ya había oscurecido. Estábamos en el centro de la
ciudad, estruendoso, agitado, en el que empezaban a
titilar miles de lucecillas y donde la muchedumbre se
movía en todas direcciones. En lo alto, por encima de
todo, brillaba el claro cielo.
Fuimos a cenar a un restaurantillo apacible. Yo tenía
un apetito voraz; el señor Baanders apenas probó bocado,
hablaba incesantemente, como si temiera quedarse a solas
con sus pensamientos. Sólo de cuando en cuando
comprendía yo algunas frases de lo que decía, tal era el
tumulto de palabras que se atropellaban en su boca. No
veía una salida por ninguna parte. La catástrofe se había
puesto en movimiento y tenía que aplastarle. No había
escapatoria posible.
—Que yo sufra es razonable y justo, pero ¿y los demás?
¡Jan y mi mujer y Madeleine! ...
Yo dije de pronto:
—Jan lo arreglará todo. Él encontrará la solución.
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—¿Usted cree? —y miró con un destello de esperanza


en sus ojos—. Es mi hijo ... Pero ¿cómo, cómo ha de
encontrar la solución? . .. No puedo defenderme, no
puedo defenderme, soy culpable . .. Esta tarde hemos
estado en la iglesia ¿recuerda? ... Y yo he pedido al cielo
calma, resignación, fuerza ... Hágase tu voluntad, hágase
tu voluntad, repetía. Pero las palabras no vivían en mí.
Sólo pensaba en el oprobio y en el dolor que he
acumulado por mi propia culpa sobre mí mismo y sobre
los seres que me son queridos . .. Madeleine y Jan, esas dos
inocentes criaturas que se aman y que ahora ...
Un exceso de compasión me había hecho ya casi
insensible a sus amargas quejas y a su desesperación.
—Usted no cree, usted no reza, usted no admite la
existencia de una Providencia divina. Para usted todo esto
no es más que una absurda casualidad. Usted en mi caso,
se encogería de hombros ... Pero yo no puedo. Yo sé que es
un castigo de Dios . ..
—Ya le he dicho que Jan le ayudará —dije
bruscamente, poniéndome de pie, pues no podía soportar
ya más sus lamentaciones.
Después, más que andar por la ciudad lo que hicimos
fue galopar por ella como si alguien nos persiguiera, por
espacio de una hora.
A las once menos diez estábamos en la oscura salida
posterior del teatro. En la casilla débilmente iluminada del
pasillo estaba el portero.

Pregunté a éste por la señora Rijcken.


—Dentro de un cuarto de hora terminará la
representación —me contestó soñoliento, echando una
mirada a su reloj.
—Me parece mejor ir arriba en vez de esperar aquí —
dije dirigiéndome al señor Baanders, que estaba muy
pálido, aunque por lo demás, parecía conservar la calma y
el dominio de sí mismo. Hizo un signo a rmativo con la
cabeza.
—Conozco el camino —dije al portero que al principio
no nos quería dejar pasar.
Subimos por la angosta escalera de caracol cuya viva
iluminación ponía en evidencia su suciedad. En los pasillos
reinaba el silencio. No me costó trabajo encontrar el
camerino de la señora Rijcken; su tarjeta de visita estaba
sujeta a la puerta.
La doncella nos hizo entrar en el abominable saloncito
de felpa roja y retorcidos adornos dorados. Durante unos
momentos permanecimos de pie, llenos de confusión, bajo
la intensa luz de la lámpara eléctrica y yo vi con cierto
sobrecogimiento re ejadas nuestras dos oscuras guras en
los grandes espejos que recubrían las paredes desde el
suelo hasta la altura de un hombre, y se me guró que nos
rodeaban unos cuantos espectadores curiosos.
La doncella, que me había reconocido, nos dijo que
esperáramos unos momentos: la. señora vendría en
seguida.

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—Ahora mismo voy a buscarla.
Entró en el camerino propiamente dicho, al que daba
acceso una puerta de comunicación, y muy pronto
reapareció con un manto sobre el brazo, cruzó el saloncito
y se fue.
Nos quedamos solos. El señor Baanders fue a sentarse
en el canapé de detrás de la puerta, yo permanecí de pie
junto a la entrada, incapaz de dominar el nervioso
temblor que agitaba todo mi cuerpo.
Muy a lo lejos sonaron, como una súbita granizada, los
aplausos del público. La representación había terminado.
Ya se aproximaban rápidos pasos por el suelo de madera
del pasillo, mientras unas voces conversaban con gran
animación. Pasaron a lo largo del camerino. Y de repente
el edi cio se puso a resonar con toda suerte de ruidos y
rumores.
Otra vez oí cómo se aproximaban unos breves y
rápidos pasos.
“Ésta es ella” —pensé. La puerta se abrió y, en efecto,
la señora Rijcken, envuelta en el amplio manto de color
morado que cubría toda su gura, penetró en la estancia.
Sonrió al verme y me estrechó la mano amablemente.
—Buenas noches, Paul. Me alegra verle por aquí.
¿Cómo está Jan?
Entonces advirtió a través del espejo la presencia de
otra persona, permaneció con la mirada ja en la imagen
y, sin volverse, dijo:
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—¿Quién es?
Yo susurré nervioso:
—Es el señor. .
Desde el espejo dos ojos dilatados la estaban mirando
jamente.
Se desvaneció la sonrisa que había iluminado su rostro,
sobre el cual resplandecía aún, por decirlo así, la luz de las
candilejas.
Entre tanto la gura sentada en el canapé se había
levantado y saludaba con una leve inclinación de cabeza.
La señora Rijcken se volvió lentamente, sin desplegar
los labios, hacia aquel hombre y le miró inquisitivamente.
como tratando de recordarle. Inconscientemente se ajustó
el manto sobre su pecho.
“¿Y ahora qué? ... ¿Y ahora qué? ...” —pensé
completamente aturdido al ver aquellas dos personas
frente a frente en aquel horrible saloncito que de espejo en
espejo se iba dilatando con extrañas lejanías y convertía
nuestras tres guras en una apiñada multitud.
La doncella canturreaba desde la estancia contigua una
deplorable tonada callejera.
Con una expresión de in nita sorpresa, mirándome ora
a mí ora al otro, y mientras parecía debatirse por contener
unas irreprimibles ganas de reír, la señora Rijcken fué
aproximándose a su antiguo amante.
—¿Es usted?. ..
—Sí —contestó el señor Baanders con voz apenas
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perceptible.
—¿Aquí?... ¿Y por qué?...
Estaba viendo con angustia que de un momento a otro
iba a estallar en carcajadas.
—Lo sé todo —dijo él, mirando jamente a la que
desde hacía tantos años no había vuelto a ver.
—¿Qué todo? ...
En su rostro se con guró una expresión de orgullo, algo
de reto y desdén. Se echó a reír.
—Silencio —susurré yo, situándome a su lado y
poniendo suavemente mi mano sobre su brazo.
—¡Usted también! Los dos tienen el aspecto de venir a
comunicarme una desgracia —trató de bromear, pero yo
vi su boca contraída por un rictus nervioso.
—Es lo que venimos a hacer —dijo él, y su calma me
causó una impresión más profunda que la creciente
emoción que se estaba apoderando de ella—. Desde . . .
¿Desde cuándo, Paul? ¿Cuándo me lo dijo usted? ... —Yo
no estaba en condiciones de contestar a aquella absurda
pregunta—. Conozco a Jan desde hace más de un año,
pero durante todo este tiempo he estado sin saber nada.
Hasta que ayer noche ... sí, exactamente, fue ayer noche y
esta tarde ¿no es verdad, Paul? ... se me dio a conocer de
pronto la horrible realidad . . .
—Bueno ¿y qué? . .. —dijo ella descaradamente, pero
acto seguido añadió con tono más suave—: Perdónenme,
no sé lo que me digo . ..

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Desamparada, me miró a mí, luego a Baanders, cuyo


abatimiento le había convertido repentinamente en un
viejo.
—Usted no comprende todavía la situación, el alcance
de la calamidad ni las consecuencias de la misma. Es
mucho más grave de lo que usted pueda imaginar —siguió
hablando con voz átona, tratando de mantener el dominio
de sí mismo—. Yo estoy casado desde hace veinticinco
años, ¿se hace usted cargo? Tengo mujer y siete hijos. Y
ahora quiere la fatalidad, mejor dicho, la vengadora
Providencia que Jan se haya convertido en amigo nuestro,
un amigo al que todos queremos. —Su tono solemne
sonaba lleno de sencillez y sincero dolor—. Tengo
también una hija. Se llama Madeleine. Y entre Jan y ella
ha brotado una tierna inclinación, inexpresada todavía,
pero esas dos criaturas, todo pureza, se aman, más y de un
modo distinto a como se quieren dos amigos, a como se
quieren . .. hermano y hermana . .. Debemos salvarles,
debemos buscar una solución, debemos protegerles contra
la desgracia que les acecha. .. Por eso he venido aquí. —Y
echó una mirada a su alrededor, por el rojidorado
saloncito, donde había estado siendo joven, hacía más de
veinticinco años, obcecado por la pasión—. Pero no sé qué
hacer...
La señora Rijcken seguía de pie entre nosotros,
envuelta en su amplio manto, alta y noble de apostura.
Oprimió las manos contra la boca como si ahogara un

grito y no podía apartar sus ojos del pálido rostro de


Baanders, que a su vez tenía la mirada ja en ella.
—¿Es que el mundo no es lo su cientemente grande?
—oí que decía con voz átona—. ¿Por qué este dolor para
un ser noble y bueno como Jan? ¿Por qué había de
encontrarse con usted? ¿Precisamente con usted y sus
hijos? Es una re nada crueldad del destino. Es horrible, es
horrible —cantó casi, agitando la cabeza arriba y abajo.
—Yo soy el padre de Jan —siguió diciendo él como si
hubiese olvidado por completo nuestra presencia—.
Ahora que encuentro a mi primogénito, lo pierdo para
siempre. Se nos castiga severamente, señora, por aquel
solo pecado de nuestra juventud. ¿Qué debemos hacer?
Ella le miró, por lo visto sin comprender el sentido de
algunas palabras.
Sentí yo entonces una compasión tan grande por
aquellos dos seres humanos que se debatían inútilmente
bajo la garra poderosa de la fatalidad, o de la Divinidad
—ya no sabía a qué atenerme—, me sentí de pronto tan
enajenado ante el espectáculo de la vida con sus
enigmáticas tragedias, que sonreí como un insensato, di
unas palmadas y dije:
—Todo se arreglará, todo se arreglará, ya lo verán. Al
punto que Jan se entere. Deben ustedes decírselo, él
encontrará una solución, él será la salvación de usted, y de
usted, y de sí mismo y de todos nosotros .. . Si les parece
bien, se lo diré yo mismo . . . Durante toda la tarde y parte
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de la noche está esperándome en casa. Voy


inmediatamente hacia allí y se lo digo. Y mañana voy a
verle a usted, y a usted. Pero marchémonos ahora —
apremié—, es inútil y super uo que sigan
atormentándose. Tengan con anza en Jan. Vamos... —
dije dirigiéndome al señor Baanders que tomó su
sombrero del canapé. Se me hacía intolerable continuar
en el saloncito vivamente iluminado, con aquellos
relumbrantes espejos donde se reproducían nuestras
guras como espectadores de nosotros mismos.
Pareció que mis palabras habían infundido un poco de
aliento en el ánimo de la señora Rijcken como del señor
Baanders, quienes hicieron un signo de aprobación con la
cabeza y dijeron al mismo tiempo:
—Está bien.
Me dirigí a la puerta, la abrí y al volverme vi sin
sorpresa que Baanders y la señora Rijcken se daban la
mano. Murmuré estúpidamente:
—¡Qué cosas más raras pasan en la vida! . ..
Llevé al señor Baanders a su casa sin que durante todo
el camino intercambiáramos una sola palabra sobre el
caso, me despedí de él delante de su domicilio con un
estrecho apretón de manos y la promesa de que al día
siguiente por la mañana, lo más pronto posible, iría a
verle, y salí disparado en dirección a mi cuarto.
Aunque cuando llegué eran ya más de las doce de la
noche, encontré a Jan trabajando en la mesa, junto a la
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lámpara. Al verme entrar me miró con rostro risueño.


—Esta noche he dibujado algo muy bueno —dijo con
gran contento—: una ilustración para el señor Baanders,
el Hijo Pródigo ... Pero, ¿dónde te has metido durante
todo el día?
Me incliné sobre su hombro en el que había apoyado
una mano. El pequeño dibujo estaba allí deste liando
como un agrupamiento puro de piedras pie ciosas verdes,
moradas, azules, rojas y amarillas. Era una preciosidad de
extasiante colorido. Y en la sencilla actitud de las guritas
vivía una conmovedora y tierna sensibilidad.
—Es extraordinariamente bello —dije admirado.
—Sí, amigo, sí, ya empiezo a entender en el asunto. Y
¿sabes qué he pensado esta noche mientras estaba
dibujando? ... Pues he pensado ilustrar el Misal. El texto lo
escribo yo mismo con una clase de letras que todavía no
he encontrado. Y por todas partes ilustraciones, en
ocasión de todas las estas. Es un trabajo gigantesco, pero
puede ser muy hermoso.
Mientras hablaba lleno de entusiasmo, fui a sentarme
al otro lado de la mesa. Estaba muerto de cansancio: mis
ojos, mi rostro, todo mi cuerpo me hacían daño de puro
fatigado que estaba.
Jan me miró inquisitivamente.
—Tienes una cara muy extraña esta noche, Paul. ¿Qué
has estado haciendo durante todo el día? ¿Hay algo que te
inquieta, que te hace cavilar? Tienes que decírmelo. Lo

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veo en tus ojos. No, muchacho, tú no puedes ocultarme


nada. Tienes el aspecto de estar deshecho. Ésos no son tus
ojos normales. ¿Qué pasa, Paul?
Puso su mano sobre la mía que yo había dejado caer
sobre la mesa bajo la luz de la lámpara. Y nuevamente
apareció en su rostro aquella expresión irresistible, llena de
bondad y amor, que tenía la virtud de apaciguar y
esclarecer el alma agitada por los más violentos tumultos.
Me di cuenta que a Jan no tenía necesidad de
prepararle prudentemente antes de darle la fatal noticia,
así es que, mirándole profundamente en los ojos claros,
hondos, sinceros, comencé a hablar.
—Sí, tengo que decirte algo espantoso. Algo trágico
por encima de toda descripción. Pero tú podrás soportarlo,
estoy seguro ...
—¿Se re ere a mí? —preguntó con resignación casi
gozosa.
—Sí, a ti. —E inmediatamente añadí—: Sé quién es tu
padre...
—Quién es mi padre ... —repitió despacio, mirándome
con sorpresa y una extraña mezcla de dolor y alegría.
—Sí, tu padre. Tu padre es el señor Baanders. Toda
esta tarde he estado con él y juntos hemos ido a visitar a tu
madre en el camerino del teatro. De allí vengo ahora.
En sus ojos temblaban las lágrimas.
—¿El señor Baanders, el padre de Madeleine, es mi
padre? —preguntó con voz queda.

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Hice un signo a rmativo con la cabeza, incapaz de


pronunciar una sola palabra más. Los sollozos se me
agolpaban a la garganta.
Su mano, que reposaba sobre la mía, se crispó.
—¡Eso es increíble!
Su voz sonaba sorda, como si le costara trabajo hablar.
Algo más tarde dijo:
—El círculo de mi vida se ha cerrado y yo estoy preso
dentro. ¿Y los demás? ¿Cómo lo soportarán? .. . Me es
imposible medir el alcance de todo esto ... Aún no acabo
de comprenderlo ... no lo abarco en su totalidad... Paul:
¿quieres explicarme ordenadamente cómo ha ocurrido?
Mientras hice un ordenado y minucioso relato de mi
visita al señor Baanders, que me había llamado mediante
una carta urgente, de nuestras correrías por la ciudad y de
nuestra visita a la madre de Jan en el teatro después de la
representación, él escuchó con tranquila atención sin
interrumpirme ni una sola vez. Cuando hube terminado,
dijo:
—Gracias, Paul. Así está mejor. Ahora haz lo que voy a
decirte. Estás agotado. Necesitas descanso. Son cerca de
las dos. Vete a acostar. No debías habértelo tomado tan
por la tremenda. —Su rostro se con guraba de nuevo con
la bondadosa expresión de un hombre que no piensa en sí
mismo—. Mañana seguiremos hablando.
—Les he prometido que mañana por la mañana iría a
verles para decirles qué es lo que piensas hacer.

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—¿Qué pienso hacer? —me miró con actitud re exiva


—. Aún no lo sé. Me han cogido de nuevo.
—A mí me ha hecho trizas —gemí y empecé a llorar
de sobreexcitación.
Jan extendió consternado sus manos hacia mí y dijo en
voz baja, con todo su corazón:
—Paul, amigo... no tienes que tomártelo así. Es
espantoso, ya lo sé, pero piensa que todo este dolor no es
sin objeto, y yo te aseguro que todo se arreglará, que de
esta desesperada amargura, de esta pesadumbre ha de
brotar algo hermoso. Qué cosa, cómo y cuándo, no lo sé,
claro. Pero debemos aceptarlo sin rebeldía, sin resistencia;
debemos admitirlo con júbilo, como si fuera un rico don ...
Es difícil, Paul, es difícil... Es sencillo decir con los labios la
palabra aceptación, mas es el corazón quién debe decirlo,
lleno de gozo. Y esto es arduo. Conserva la calma. ¿No
ves? ... Yo también estoy tranquilo. Y sin embargo es un
golpe horrible para mi. En el mismo momento en que
encuentro a mi padre, lo pierdo para siempre, y cuántas
cosas más... Pero no me desespero. Así está bien, ya que
nada ocurre en el mundo sin que Dios lo quiera o lo
permita. Él sabe porque pisotea mi corazón.
—Yo no puedo pensar así, no puedo sentir así. Tú
tienes la fe, y eso te da fuerza. Yo no tengo más que mis
sentimientos humanos —dije algo más tranquilo por
in uencia de la bienhechora calma de su ser.
—Si yo no tuviera la fe, no podría soportar lo que me
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ocurre —dijo Jan lentamente, y sólo entonces comprendí
cuán intenso era su dolor.
Durante algún tiempo estuvimos sentados uno frente al
otro sin decir palabras. Reinaba por doquier de la noche
tan absoluto silencio que parecía como si estuviéramos
solos en el mundo.
Sin darme cuenta de ello, hubo un momento en que
apoyé la cabeza sobre mis manos, que reposaban en la
mesa, y me dormí: un sueño profundamente tenebroso.
Cuando me desperté y volví a adquirir conciencia del
mundo que me rodeaba, me pareció que había
transcurrido una eternidad desde que había entrado allí.
Levanté un poco la cabeza, vi la lámpara encendida. Jan
no estaba ya sentado a la mesa frente a mí, sino
arrodillado en un rincón del pequeño aposento, inmóvil,
delante de un cruci jo que pendía de la pared.
Yo acabé de despertarme y jé mi mirada en aquella
gura hincada de rodillas.
Transcurrió así un espacio de tiempo que me pareció
muy largo. Al n Jan se levantó y, viendo que yo estaba
despierto, se acercó con una sonrisa venturosa:
—Esto te ha hecho bien, ¿no es verdad? Lo veo en tus
ojos. Paul, esta noche tenías una expresión en tus ojos que
daba miedo. Vete ahora a la cama. Son más de las cuatro
y media.
Sin embargo, esperé todavía algo más, no podía
sustraerme al poder de su clara mirada, era como si de
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ella irradiara luz.


Dijo:
—Mañana en el curso del día, en realidad hoy mismo,
saldré de la ciudad para siempre. Me marcho afuera.
—Voy contigo —dije al instante.
—Está bien, Paul. A lo mejor tú conoces un lugar
alejado que nos convenga. Debo desaparecer. Es mejor
que no vuelva a ver a nadie. Sería demasiado amargo y
demasiado difícil y no sacaríamos nada con ello. Luego te
veré. Diles que me voy. Diles también que les quiero, más
que nunca. Sin duda el señor Baanders sabrá dar una
explicación a Madeleine que justi que mi marcha. ¡Lo
había soñado todo de tan distinta manera! Pero así debe
estar mejor.
Permanecimos de pie, uno al lado del otro, por espacio
de unos momentos.
Luego me fui a mi cuartucho, me tumbé vestido sobre
la cama y me dormí inmediatamente.

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DESPUÉS de haber efectuado por la mañana el


encargo particularmente penoso de noti car al señor
Baanders y a la señora Rijcken la marcha de Jan, hacia
las doce del mediodía regresé a casa, donde encontré a
Jan ocupado en meter nuestra ropa, nuestros libros y
demás efectos en dos maletas. En medio del desorden
reinante en el cuarto expliqué a mi amigo brevemente
que su decisión no había servido, al parecer, de gran
alivio al hombre que iba profundamente inclinado bajo
el peso de su culpa y todavía no poseía fuerzas para
aceptar el desquiciamiento de su vida.
—Está en las manos de Dios —dijo Jan.
A la señora Rijcken la había encontrado muy
preocupada por Jan; el modo como éste había aceptado
el golpe fatal sin atender gran cosa a su propio dolor no
causó a su madre ninguna extrañeza, y en la decisión de
su hijo de abandonar la ciudad para de esta manera
facilitar a los demás el olvido reconoció la noble y
abnegada naturaleza del mismo.
—Ella pertenecerá a Dios más que nadie —dijo Jan,

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pero no comprendí aquellas palabras enigmáticas. No
me preguntó absolutamente nada. Le oculté que tanto
al señor Baanders como a la señora Rijcken había
tenido que prometerles que de cuando en cuando les
escribiría dándoles noticias de la vida de Jan. Ambos me
habían dado asimismo cierta cantidad de dinero que no
me atreví a rechazar. Y además había hablado unos
momentos con la señora Baanders. Cuando, procedente
del gabinete de trabajo del señor Baanders, descendía la
escalera, vi a su señora de pie en el pasillo, al parecer,
esperándome. Me condujo al interior de una pequeña
habitación próxima. Su sencillo semblante ofrecía
señales de una intensa emoción.
—Paul —susurró con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo
está su amigo? —Comprendí que lo sabía todo—. Le
queríamos como a un hijo propio... Está loco de dolor
—añadió señalando hacia arriba: se refería a su marido
—. Pero, ¿qué va a hacer ahora su amigo?
—Hoy mismo se marcha de la ciudad.
—Dígale que debe rezar mucho por nosotros, por su
padre —un sollozo le impidió seguir hablando por
espacio de unos instantes—; por mí, por Madeleine.
Pero no le diga que lo he pedido yo. No debe usted
hablar de mí.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza, no
supe qué decir; también a mí comenzaba a afectarme
aquello profundamente, comenzaba a ser superior a mis

fuerzas aquella triste tragedia. Saludé y me marché.


Cuando las maletas estuvieron llenas, trasladamos
mis escasísimos muebles y todas mis cosas al cuarto de
Jan, donde habían de permanecer almacenadas en
tanto no encontráramos una casita en el campo. Allí, a
aquellos cuchitriles no volveríamos nunca más.
Dado que Jan dejó a mi cuidado la búsqueda de
nuestro nuevo lugar de residencia, yo pensé
inmediatamente en una aldea en la que hacia años
había pasado mis vacaciones de verano. Estaba situada
a unos cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, junto a
un gran bosque, en medio de tierras de pan llevar y
huertos; desde el lugar donde uno debía apearse del
tren hasta la aldea había su buena hora andando. Yo
sabía que había allí un albergue barato donde de
momento podríamos hospedarnos.
Mientras arreglaba con el propietario de la casa-
colmena algunas cosas referentes a nuestros pequeños
cuartos —el hombre, no sin sorpresa por mi parte, se
mostró muy complaciente —y llevaba luego un maletín
lleno de chucherías al monte de piedad y a los traperos,
Jan fue a hacer una visita al monje, con el objeto, según
me contó él mismo unos días más tarde, de que la
autoridad sobrenatural del sacerdote sancionara el dolor
y sus propios pensamientos y actos y de esta suerte los
convirtiera en fuerza viva en el oculto mundo de las
almas.

Estaba ya atardeciendo cuando desde el apeadero


del ferrocarril emprendimos el camino hacia la aldea.
El sol poniente extendía prolongadas sombras
luminosas al lado de los árboles y de las alquerías de
enhiestos tejados. En el aire traslúcido y quieto, como
poblado de un polvo de oro nísimo, resonaba el canto
de invisibles alondras. En los huertos los manzanos,
cubiertos con el blanco vellocino de sus ores, parecían
novias, y todos los árboles, arbustos y setos ostentaban la
densa capa de su nuevo verdor.
Andábamos por el medio del camino, uno detrás de
otro, apoyados sobre nuestros hombros el grueso palo al
que habíamos sujetado las maletas.
Hace una tarde espléndida —dijo Jan, paseando su
mirada por la tierra y dirigiéndose después al cielo.
Espera, espera ... Dentro de poco aún será más
hermosa —prometí yo.
I.a tierra estaba esmaltada de ores, como un jardín.
Aquí y allá, entre la oscura fronda de viejos olmos,
asomaba el no tejado de cañas de una alquería. De vez
en cuando, amablemente, resonaba en el quieto silencio
reinante un rumor de voces, el ladrido de un perro, el
prolongado mugido de una vaca que iba a ser
ordeñada... Y hubo un momento en que muy a lo lejos
sonaron los tañidos del toque del Ángelus.
El camino corría a través de pequeños bosques,
donde los pájaros armaban una inquieta algarabía de
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trinos y gorjeos... Un ruiseñor tempranero ejercitaba su


voz que, exultante de júbilo, destacaba por encima de
todos los rumores como un rayo de luz más luminoso
que el aire.
Entonces el camino apareció bordeado de setos de
oxiacanta de color verde amarillento, y ante nosotros,
medio oculta entre los altos árboles que, a los dorados
re ejos del sol, parecían ramilletes de ores, vimos la
aldea, la vieja iglesita con la cuadrangular y achatada
torre y las bajas casitas rodeadas de jardines, en medio
de la blanca lozanía de los árboles frutales.
—Esto está bien —sonrió Jan.
Entablé negociaciones con la dueña del albergue y
muy pronto estábamos sentados en la amplia y
acogedora sala cuyas ventanas daban sobre el espeso
arbolado de la plaza, un campo recubierto de césped a
lo largo del cual el camino rodeaba, trazando un amplio
recodo, la aldea y se dirigía hacia el bosque.
Después de la comida de la noche aún dimos un
corto paseo por los campos, mientras la luna derramaba
sobre el mundo su queda luz de tonalidades verdes.
Aunque estaba pálido y daba señales de cansancio, Juan
reveló los bené cos efectos del sosiego y silencio
reinantes en aquel lugar. No tardó en retirarse al
aposento que se le había destinado, en el que había una
cama gigantesca con una torre de mantas y almohadas
encima de ella.
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—¡Necesito una escalera para subir ahí arriba! —rió


Jan de muy buena gana.
Yo dormía en una de las piezas del piso superior.
Al día siguiente convertimos la habitación de Jan en
nuestra sala de estar, a cuyo efecto colgamos en las
blancas paredes unas cuantas láminas multicolores,
colocamos los libros, cuidadosamente alineados, sobre
una mesa y en la repisa de la campana de la chimenea,
y en el claro y espacioso aposento desde cuyas ventanas,
por encima de la arboleda y de los setos, se divisaba el
oscuro lindero del bosque, reinaba tan íntima atmósfera
de paz y cabal ventura, que, gozosamente sorprendido,
exclamé:
—¿Por qué no habremos venido aquí antes?
¿Recuerdas nuestras bohardillas en esa maldita ciudad?
¡Qué tontos hemos sido!
Jan se echó a reír, pero la expresión de cansancio que
advertí en su semblante no me gustó.
A primeras horas de la tarde fuimos a visitar al
párroco del lugar, un anciano y sencillo sacerdote que
nos recibió amablemente y, cuando se enteró de que Jan
era un converso, en seguida se puso a hablar
animadamente con éste acerca de la religión. Nos dijo
que le fuéramos a visitar con frecuencia y que, si
queríamos leer vidas de santos, su biblioteca estaba a
nuestra disposición.
Durante la comida de la noche estuvimos hablando,

sobre todo yo, que observaba con preocupación el


aspecto de Jan, víctima al parecer de una gran fatiga
interior, acerca de nuestra futura vida en aquellos
parajes.
—A ver si encontramos una pequeña alquería, con
un jardín y un huerto, en las afueras del pueblo. Nos
hacemos llevar los bártulos allí y ¡vivimos como dos
felices ermitaños!
Aquella misma noche Jan se sintió mal. Pensé que la
violenta conmoción de lo sucedido, aquel golpe
inesperado, hacía sentir ahora sus efectos en aquel
organismo nada fuerte de suyo, minado además por
todos aquellos años de privaciones y mala alimentación,
falto de resistencia ahora para soportar sin grave
quebranto las tremendas emociones de los últimos días.
Cayó enfermo. En vista de que dos días después su
estado seguía de la misma manera, hice ir a buscar al
doctor de la aldea vecina. Éste, después de haber
reconocido a Jan, dijo:
—Hay que esperar. Aún no puedo decir en qué va a
i r a p a r a r t o d o e s t o. Pe ro s u a m i g o e s t á
extraordinariamente débil.
Por propio impulso el párroco vino a preguntar por
qué Jan, que en las primeras mañanas de su estancia en
el pueblo había asistido a misa y había comulgado, no
acudía ya a la iglesia, y se prestó de muy buen grado a
llevar al enfermo cada mañana el Cuerpo de Nuestro

Señor. Nunca he visto en ojos humanos un destello de


dicha como el que brilló en los de Jan al oír y aceptar
aquel ofrecimiento.
Con la ayuda de la dueña del albergue, una piadosa
mujer, ya muy de mañana preparé una pequeña mesa
junto a la cama; la buena mujer puso en ella un cruci jo
entre dos cirios y dos búcaros de ores, y una pequeña
fuente con agua bendita y un ramito de palmera al lado.
Ella y su marido, dos ancianos labriegos taciturnos, y su
hija menor, una muchacha de diecisiete años, el único
de los hijos que aún quedaba en casa, habían concebido
por mi amigo una especie de respetuosa veneración.
Ellos cuidaron que la puerta principal de la casa
estuviera abierta cuando el sacerdote, precedido de un
monaguillo vestido de sotana y roquete, que llevaba en
una mano una vela encendida y con la otra tocaba de
cuando en cuando una campanilla, se dirigía a la casa
desde la iglesia, pasando por debajo de los árboles de la
plaza, lleno de recogimiento, con el precioso alimento
sobre el pecho bajo el amparo de sus viejas manos
consagradas. Permanecieron arrodillados junto a la
puerta abierta de la habitación, inclinaron
profundamente sus cabezas y se persignaron cuando
Dios pasó por delante de ellos, y asistieron a la
comunión de Jan, quien, pálido, mas con una expresión
profundamente hermosa de paz en su enjuto semblante,
inmóvil, la parte superior del cuerpo y la cabeza medio

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incorporados mediante unas cuantas almohadas
blancas, las quietas manos entrelazadas, reposaba en la
cama gigantesca.
Después le dejamos solo. Y cuando algo más tarde le
entré el desayuno, me dio la mano y me miró con tanta
claridad en sus ojos, con una expresión tan maravillosa,
de dicha en su rostro, que, embargado de emoción, tuve
que apretar los dientes para no llorar.
Pero su estado no experimentaba el más mínimo
cambio. Comencé a inquietarme. El doctor, que visitaba
al enfermo casi todos los días, no dejó de citarme
algunos nombres cientí cos, pero me dio la impresión
de que tampoco comprendía gran cosa de todo aquello.
Jan estaba enfermo desde hacía ya tres semanas; se
habían desvanecido aquellos gloriosos y plenos días
estivales, las ores se habían desprendido de los ramajes
y empezaba a oscurecer bajo los grandes árboles; decidí
escribir a la madre de Jan y al señor Baanders. Estuve
esperando durante días, pero no llegó ninguna
contestación.
Cuando le veía tendido en aquella cama, quieto,
silencioso, ja la mirada de sus grandes ojos —ya casi
no le quedaban fuerzas ni para moverse, y también su
voz se había debilitado extremadamente— me asaltaba
una gran angustia que no me atrevía, empero, a
expresar con palabras. Me resistía a dar crédito a mi
sospecha. Al doctor el estado de Jan le parecía de suma
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gravedad, pero no desesperado, ni mucho menos ...


No obstante, Jan pidió espontáneamente que se le
administrara la Extremaunción, y esta ceremonia, a la
que asistía por primera vez en mi vida y que, con sus
hermosas palabras y signi cativos ademanes, mediante
los cuales se prepara sosegadamente al alma del
enfermo y se la conduce a su destino, me produjo una
honda impresión, infundió en él sin duda alguna nuevos
alientos.
Al día siguiente me fui a la ciudad con el pretexto de
ver qué hacíamos con nuestros muebles y de ir a buscar
algunas cosas de las que teníamos necesidad, pero en
realidad me llevó allí el propósito de entrevistarme con
la madre de Jan y el señor Baanders o de averiguar
cómo y dónde podría dar con ellos. La dueña del
albergue y su hija me prometieron cuidar del enfermo
de muy buena gana, contentas incluso de poder
manifestar de tal manera sus sentimientos de afecto por
Jan.
Desde la estación me dirigí inmediatamente a casa
de la señora Rijcken. Estaba de viaje. Y el criado, el
mismo criado de siempre con su estirado rostro, me dijo
que había reexpedido mi carta a la señora, pero, como
que ésta estaba haciendo una jira, ignoraba en aquel
momento las señas exactas de la misma.
Me apresuré a ir a ver a la familia Baanders. El señor
estaba fuera de la ciudad desde hacia algunas semanas,

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y la doncella que me dijo esto creía que por el momento


no se le esperaba.
—¿Quiere usted preguntárselo a la señora?
Esperé en el pasillo y acudió a mi memoria la breve
conversación que sostuve con la madre de Madeleine en
aquel aposento de al lado, el día siguiente de la
catástrofe.
—¿Quiere usted pasar? La señora viene en seguida.
Otra vez estaba en aquella pieza, como hacía algún
tiempo. Acababa de consultar mi reloj —aún faltaban
dos horas para la salida de mi tren— cuando entró la
señora Baanders.
—Mi marido no está en casa; está en el extranjero,
en un sanatorio, haciendo una cura de reposo. Dentro
de poco iré a buscarle. Pero si tiene usted que
comunicarle algo importante, puedo escribirle.
Mientras hablaba, noté que pensaba en Jan.
—No, no sé —titubeé. Me parecía imposible hablar
a aquella mujer sobre Jan—. No hay prisa —mentí,
pero ella comprendió que trataba de ocultarle la verdad.
—¿Se trata de su amigo? —preguntó valientemente,
y enrojeció, pero siguió mirándome con franqueza a los
ojos.
Asentí con la cabeza.
—¿Qué pasa?
Su voz denotaba tan sincera preocupación, la
expresión de su rostro formuló al mismo tiempo que sus

labios la pregunta con tanto apremio y encarecimiento,


que lleno de con anza y sin detenerme más a pensar si
sería adecuado o no decírselo, le contesté:
—Jan está enfermo de extrema gravedad. Temo lo
peor. Parece que el doctor no sabe lo que tiene. Pero el
pobre Jan se está consumiendo por momentos.
Eché de ver que Jan también le era a ella muy
querido. "Qué raro —pensé— precisamente esta
mujer.. . ”
Después de un breve silencio me preguntó:
—¿Ha avisado usted a su madre?
Me sorprendió su resolución y su rápida manera de
actuar.
—Sí —contesté—, pero está haciendo una jira y no
ha recibido mi carta.
—¿Ha preguntado su amigo por ellos?
—No, nunca. No hemos vuelto a hablar de lo
sucedido.
—Entonces ¿está allí completamente solo?
—He estado siempre a su lado.
—Sí, sí, ya sé ... ¿Cree usted que morirá?
Hice un signo de a rmación con la cabeza, incapaz
de hablar, ya que la horrible palabra, que aún no me
había atrevido a pronunciar, me tenía perplejo.
Un momento más tarde, dije:
—No se queja; creo que está rezando
continuamente. Es desgarrador presenciar su soledad,

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ver en su rostro aquella expresión de dolor casi


alborozada.
La fatalidad de la vida me paralizaba hasta
convertirme en un ser sin voluntad. No sabía qué hacer.
Sólo deseaba vivamente volver a la habitación donde
estaba Jan para permanecer a su lado.
—¿Cuándo sale su tren? —me preguntó de pronto la
señora Baanders.
Consulté mi reloj.
—Dentro de hora y media —dije.
—Bien. Voy con usted.
—¡Señora! ... —Y me quedé mirándola con
emocionada sorpresa.
—Sufre por causa de los demás. Está solo. Los demás
están muy lejos, por eso debo ir a su lado ... ¿Quiere
usted esperarme aquí unos momentos? Voy a disponer
el viaje ... Madeleine cuidará de los pequeños.
Me senté y esperé.
Media hora más tarde nos dirigíamos a la estación.
Una vez llegados al albergue, encargué a la dueña
que preparara comida y habitación para la señora
Baanders, a la que presenté como una amiga del
enfermo, y me fui a ver a Jan. Durante mi ausencia el
doctor le había visitado una vez más, diciendo que
aquello no podía durar ya mucho, todo lo más unos
cuantos di as.
El sol entraba en la habitación por la ventana lateral

que estaba abierta. Un mirlo silbaba deliciosamente


entre las quietas hojas del arbolado. Y el re ejo de la luz
en las blancas paredes derramaba un suave resplandor
sobre el rostro de Jan, que, al verme entrar, sonrió.
Levantó un poco sus manos que reposaban sobre la
colcha.
—¿Qué tal, Jan? —pregunté con voz queda,
sentándome en la silla que estaba junto a la cabecera de
la cama.
—Bien —susurró él—; aquí se está mejor que en
nuestras bohardillas, Paul. Quería pedirte que
escribieras al Padre. Quisiera verle, antes de que sea
demasiado tarde.
Reprimí la consternación que me produjeron sus
palabras. Asentí con la cabeza:
—Lo haré esta misma noche... Pero ha venido
alguien conmigo que desea saludarte.
Me miró con ojos interrogantes.
—La señora Baanders —dije.
Entrelazó lentamente sus manos, y su rostro adquirió
una expresión de tan gozosa apacibilidad que
comprendí al punto que había pensado mucho en
aquella mujer.
Me hizo una seña con la mano derecha indicándome
que debía ir a buscarla. Al ponerme de pie, dijo todavía:
—Gracias, Paul.
En la sala encontré a la señora Baanders, que se

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había despojado del sombrero y del abrigo, junto a una


ventana, esperando, la mirada perdida en el exterior. Mi
corazón se derretía de conmiseración y de amor.
—Señora, Jan desea verla.
Cuando subió la pequeña escalera que daba acceso a
la habitación vio ya, a través de la puerta abierta, el
rostro del enfermo. Andando de puntillas se acercó a la
cama. Jan levantó las dos manos, que la señora
Baanders cogió con suavidad y mucha ternura. Se
inclinó sobre el enfermo como una madre y le dió un
beso en la frente.
—Perdóneme —oí que decía Jan, mirándola con
dilatados ojos.
—No hables, no hables —dijo ella maternalmente—,
estás demasiado débil para hablar.
Mas él sacudió la cabeza sonriendo ampliamente.
Era como si todos sus movimientos, cada palabra, la
expresión de sus ojos, de su boca, la actitud completa de
su quieto cuerpo, hubiesen adquirido un profundo
signi cado, como si su alma se hubiese hecho visible.
Jan dijo:
—Está bien que haya venido. Desde que sucedió
aquello no la había vuelto a ver.
Habló de "lo sucedido” con tal calma que aquella
tragedia parecía haber perdido todo su espanto y todo
su signi cado. Prosiguió:
—Gracias. —Y a continuación, con esa singular
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preocupación de los moribundos por nuestro bienestar


corporal, preguntó—: ¿No está usted cansada del viaje?
¿Espero que Paul no le habrá hecho recorrer a pie el
camino desde el apeadero hasta aquí? —Al decir esto
me dirigió una sonrisa—. Buenas gentes éstas de aquí,
la dueña, el dueño y su hija ... Y el anciano párroco es
un santo varón; cada día me trae a Nuestro Señor. Y
Paul, el el camarada de los momentos difíciles, me ha
cuidado como si yo fuera un rey ·. ·
Teníamos que retener el aliento para poder oírle,
tanto se le había debilitado la voz. Continuó diciendo:
—Voy a pedirle algo que sin duda es muy difícil,
pero que no puede usted negarme... Yo ya no viviré
mucho, me doy perfecta cuenta de ello... Tampoco
deseo vivir más . . . aunque es amargo, muy amargo
morir cuando se es joven todavía ... Perdone a mi padre
y a mi madre y rece sin cesar por ellos, más por mi
madre... Dios la alzará de su vida y le dará la gracia...
Sus labios se movieron todavía, pero de su boca no
salió ningún otro sonido; extenuado, cerró los ojos.
La señora Baanders, que estaba arrodillada junto a la
cama y acariciaba suavemente la mano derecha del
enfermo, lloraba en silencio, no sé si de tristeza o de
emoción.
Yo permanecía de pie y contemplaba un espectáculo
arrobador: la dicha residía en el rostro del moribundo,
una dicha pura, perfecta, como todavía no había visto
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expresada en un rostro humano.


A horas ya algo avanzadas de la noche, estando yo
sentado en el sillón que habíamos instalado en la
habitación débilmente iluminada del enfermo para
velar le durante la noche, vino el doctor.
—Estaba cerca de aquí —justi có su visita a aquellas
horas—, y no he querido pasar de largo sin
despedirme ... Creo que quiere morir. Es un caso muy
singular.
Transcurrió la noche. Una grande y negra noche de
primavera. Desde el exterior, en la proximidad y la
lejanía, llegaban a mi oído a través de la ventana abierta
los cantos a autados, nítidos, de los ruiseñores. Era una
noche de inefable embeleso. Y aquellos trinos, que
ascendían y descendían como un ujo y re ujo de
sonidos eternamente alternantes y esplendían como
estrellas y como ores, y que eran la única gran voz de
la sofocante noche de la vida con sus oscuros y
apasionados gritos, aquellos trinos selváticos resonaban
profundamente en mi corazón como un júbilo de dolor.
Y luego todo quedó silencioso y quieto. Una quietud
y un silencio prolongados, in nitos, una espantosa
ausencia de sonido. En todo el mundo no había más
que aquella pequeña habitación y aquel hombre joven
que se estaba muriendo y yo...
Comenzó a amanecer. En el exterior, bajo la pálida
luz que el cielo, donde empalidecían las estrellas,

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derramaba sobre la tierra, se produjo un murmullo.


Muy a lo lejos cantó un gallo. Un mirlo se puso a silbar
muy cerca de la ventana. La cerré, para evitar que
entrara el aire fresco de la madrugada.
Observé con viva atención el apacible rostro del
moribundo que parecía dormitar. Permanecía inmóvil,
únicamente su pecho se agitaba con lentos movimientos
apenas perceptibles al compás de la respiración.
A veces creía que me estaba llamando, me inclinaba
entonces profundamente sobre él, y mientras las
lágrimas se deslizaban por mis mejillas y goteaban sobre
su blanca camisa, mi amigo abría los ojos y me miraba
desde un abismo de luz. Era escalofriante y majestuoso.
Una voz susurró:
—¿Estás ahí todavía?
—Sí, Jan, aquí estoy.
Y sus palabras fueron suaves como un soplo:
—Prométeme, Paul, que te quedarás al lado de mi
madre.
—Lo prometo, Jan.
Poco después penetró en la habitación la señora
Baanders y, al indicarle yo con una seña que aquello se
acababa, se postró de rodillas junto a los pies de la cama
y con la mirada puesta en el rostro del agonizante, se
entregó al rezo del Rosario.
Se hizo rápidamente de día. De pronto penetró a
través de la ventana un rayo de sol, una línea dorada

que cruzaba la habitación en diagonal.


Entonces Jan, realizando un último esfuerzo, musitó
lentamente:
—Decidles a todos que no deben estar tristes, sino
rezar y alegrarse, siempre llenos de alegría... ya que
Dios, que es amor, está cerca . ..
Luego la cabeza se hundió profundamente hacia
atrás en el hueco de las almohadas, y ya no vi más que
el cuerpo exánime, mortalmente inmóvil.
Tres días más tarde recibió sepultura en el pequeño
cementerio de la aldea, frondoso paraje situado cerca de
la iglesia. La señora Baanders se marchó el mismo día
de la muerte de Jan, no podía dejar solos por más
tiempo a sus hijos. La dueña del albergue, su hija, al
gunos vecinos y yo fuimos las únicas personas que
acompañamos a Jan a su última morada. El anciano
párroco cantó la Misa de Requiem.
A la mañana siguiente regresé a la ciudad.

XI

EL año inmediatamente posterior a su muerte lo


transcurrí en una prolongada y furiosa embriaguez, en
violento contraste con los bellos dias, demasiado bre-
vefe de mi convivencia con Jan.
De regreso a la pequeña bohardilla a la que, después
de todo lo sucedido, no hubiera podido acostumbrarme
de nuevo, la misma tarde de mi llegada a la ciudad me
dirigí inmediatamente a casa de la señora Rijcken, sin
tener la menor idea de cómo podría dar cumplimiento
a la promesa hecha a Jan en su lecho de muerte. La
señora Rijcken continuaba ausente. Pero esta vez el
criado sabía sus señas: precisamente aquella misma
mañana se las había comunicado su señora con el
r u e g o d e re ex p e d i r a l a s m i s m a s t o d a s u
correspondencia. Entonces le telegra é, primero
dándole una noticia preventiva, al día siguiente
diciéndole que Jan había muerto.
A las diez horas de nerviosa espera recibí a mi vez
un telegrama mediante el que la señora Rijcken me
rogaba apremiantemente que me pusiera en viaje hacia

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la ciudad donde ella se encontraba; tenía que
hablarme.
No vacilé un solo instante. Hice un viaje
interminable en un tren nocturno, pero me hallaba en
un estado de tal excitación que, sin detenerme a
pensarlo, hubiera emprendido un desplazamiento a
otra parte del mundo si en ella había de encontrar a la
madre de Jan.
Cuando a la mañana siguiente llegué a su hotel, un
cierto hotel Palace, y pregunté al conserje por la señora
Rijcken, el hombre me dijo, al oír mi nombre, que se
me esperaba. Un botones me condujo, por entre el
laberinto de pasillos y escaleras, a la habitación de la
actriz.
Sin saludarme, la señora Rijcken me cogió por el
brazo y me preguntó con la voz entrecortada por los
sollozos:
—Cuénteme, cuéntemelo todo, todo ... ¿Qué ha
pasado? . .. Santo Dios, Paul, ¿cómo ha podido ocurrir
así tan de repente?
Aturdido por el dolor le hablé de nuestra marcha,
hacía unas semanas, de la ciudad, para instalarnos en el
campo, de la enfermedad de Jan, de mi intento de
advertirla a tiempo, de la muerte de su hijo.
Ella escuchaba con los ojos dilatados de
consternación, arrasados de lágrimas.
Cuando me callé, preguntó:

—¿No dijo nada para mí?


Yo vacilé unos instantes.
Ella me miraba con apasionada expectación.
Dije:
—Poco antes de su muerte, quizás un cuarto de hora
antes de morir, me dijo: “Prométeme, Paul, que te
quedarás al lado de mi madre.” Es todo lo que dijo. Y
yo se lo prometí. Por eso he venido a verla
inmediatamente. Por lo demás usted misma me ha
llamado. Eso es todo.
Después de re exionar sin duda en ello por espacio
de algunos minutos, mientras permanecía sentada algo
inclinada hacia adelante, cubriéndose el rostro con las
manos y sollozando suavemente, dijo como si hablara
para consigo misma:
—Debemos obedecer a Jan, debemos hacer lo que
ha pedido. Así es que usted se queda a mi lado. Pero
déjeme ahora sola, señor Harms. Vuelva esta tarde y
hablaremos del futuro y de lo que esté en nosotros
hacer. Ahora tengo necesidad de estar sola.
Entonces se inició para mí una existencia
maravillosa. Acompañaba a la señora Rijcken por
todas partes, arreglaba sus asuntos, cuidaba de su
correspondencia, de sus contratos, de sus viajes, me
había convertido en su secretario, su factótum y su el
amigo al mismo tiempo.
En los primeros tiempos de nuestra convivencia

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hablábamos casi a diario de Jan y yo tenía que contarle
una y otra vez su vida y todas las particularidades de
aquellas últimas semanas en que vivimos en el campo y
Jan permaneció enfermo. No obstante, a la larga el
dolor de la señora Rijcken, que sin duda alguna había
sido entrañable y sincero, pareció entibiarse y muy
pronto ni siquiera se llegó a citar entre nosotros el
nombre de Jan.
Aquel verano lo pasamos en un balneario de las
montañas y desde allí hacíamos todos los días grandes
e x c u r s i o n e s e n a u t o m ó v i l . Yo g o z a b a
extraordinariamente de aquella vida sin
preocupaciones, yendo de arrobo en arrobo, ya que era
la primera vez que veía la alta montaña con sus
grandiosas soledades y las conmovedoras aldeas y
pequeñas poblaciones perdidas en el fondo de los valles
o en las soleadas laderas de los montes, embozadas en
su dicha, in nitamente lejos del ardiente tumulto de la
vida. Me deleitaban las mañanas —el mundo bañado
en una luz perlina como un paraíso—, los atardeceres
impolutos y las inmensas noches misteriosas, los días
que con pausado paso avanzaban como reyes sobre los
montes, todas las horas, cuando el paisaje se deslizaba
vertiginoso hacia atrás al paso raudo de nuestro
automóvil, bajo las delicias alternantes de la luz.
Aprendí a conducir el coche y a partir de entonces
salíamos solos. Ninguna preocupación, nada de
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angustias ya pensando en el día de mañana, nada de


malos olores, nada de desesperación, nada de cuitas,
sino siempre a mi alrededor aquellas altas montañas
cuyas cimas cubiertas de nieve inmaculada, que
reverberaba a los re ejos de la luz del sol, eran más
resplandecientes que el cielo, y abajo los cálidos y
verdes valles y los claros arroyos y las pequeñas
viviendas felices de los hombres. Aquello fue para mí
sumirme de una voltereta en la hermosa apariencia de
la vida.
A comienzos de otoño regresamos a la ciudad. Iba a
iniciarse la temporada teatral. Y una vida distinta,
rebosante asimismo de ocupaciones, estas, ensayos,
representaciones, viajes, me avasalló sin dejarme un
solo momento libre para volver en mí.
Entonces conocí al hombre que mantenía a la
señora Rijcken, el que daba a ésta dinero, mucho
dinero para satisfacer el afán de lujo que la devoraba, el
dinero de la infamia, como lo llamaba Jan. Se trataba
de un individuo insigni cante, ni bueno ni malo. Me
encontré con él en dos o tres ocasiones y apenas nos
dirigimos la palabra. Parecía como si la señora Rijcken
tratara de evitar que nos encontráramos.
Aparte de las horas de la mañana en que me
dedicaba juntamente con ella a arreglar la
correspondencia y otros asuntos, apenas veía a la actriz.
Actuaba casi todos los días y, cuando no, se iba de visita

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o acudía a una u otra esta. Se encontraba en el


pináculo de su gloria. Y yo comprendía el entusiasmo
de los espectadores. Actuaba de una manera
arrebatadoramente bella. Su sola presencia en escena,
su manera de andar, su gura, sus ademanes
constituían ya un embeleso para la vista, y cuando se
ponía a hablar, cuando su voz de plata sonaba en la
sala atestada de gente, se experimentaba la sacudida de
la belleza.
Yo seguía viviendo en la vorágine del momento, en
la alegría, a veces dolorosa, que me producía la
violencia de aquella vida acuciante llena de intensas
emociones, aunque de cuando en cuando recordaba
con desgarradora nostalgia a Jan y los días
transcurridos en su compañía, a la familia Baanders, de
la que no sabía nada, ni tampoco me sentía con ánimos
para visitarla.
Así fue aproximándose el día en que iba a cumplirse
el primer aniversario de la muerte de Jan. Sin embargo,
la señora Rijcken, con la que había dejado de hablar de
su hijo hacía ya meses, parecía, entregada en cuerpo y
alma a su agitada existencia, no querer pensar en el
pasado. De lo que ocurría en su interior, de la oculta
vida de su alma, no sabía nada. Y no obstante era su
único amigo verdadero.
Pero sucedió que en la mañana del día del
aniversario de la muerte de Jan, una vez que hubimos

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despachado, según costumbre, los asuntos del día y
hubimos trazado a grandes líneas el plan de hacer,
apenas terminada la temporada teatral, un gran viaje
en automóvil por el extranjero, tal vez por Italia, la
señora Rijcken dijo de pronto:
—Paul —y puso sus ojos en mí al decirlo con
con anza y sencillez, una mirada que me hizo recordar
a Jan inmediatamente—: ¿No podríamos ir hoy al
cementerio donde está enterrado Jan?
—Está bien —contesté vivamente—. Es la primera
vez. ¿Por qué no ha ido nunca?
—No lo sé …
—Es extraño que ahora no hablemos nunca de Jan,
como hacíamos al principio ...
Mas comprendí de inmediato que entonces su
estado de ánimo experimentaría un cambio.
—A pesar de todo, me acuerdo siempre de él —se
disculpó— y rezo. Tengo que rezar todos los días. Yo
creo que es él quien me obliga a ello.
Aquel día parecía consternada a causa de Jan, y y a
mí esto me produjo una gran alegría.
Hora y media más tarde nuestro automóvil entraba
en la aldea. Hacía un día tan hermoso como aquel en
que, un año atrás, Jan y yo llegábamos allí a pie. Todo
seguía igual: los árboles frutales llenos de ores, las
alquerías, los campos, el bosque, nada había cambiado.
Sólo Jan no estaba allí. Le eché en falta con
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extraordinaria vehemencia, como no me había
ocurrido durante todo aquel tiempo transcurrido desde
su muerte.
Detuvimos el automóvil delante del albergue, el
dueño y la dueña del mismo me reconocieron
inmediatamente y me saludaron con toda cordialidad y,
cuando se enteraron de que nos llevaba allí el deseo de
visitar la tumba de Jan, nos dijeron que durante todo
aquel tiempo habían cuidado de ella y que en torno a
la cruz de madera habían puesto una gran cantidad de
ores. Les pedí que dispusieran dos cubiertos para la
cena, y la señora Rijcken y yo nos dirigimos al
cementerio.
La aldea estaba sumida en el silencio y la quietud
inmensa de los campos, apenas perturbados por el
rumor fugaz del vuelo de los pájaros entre las tiernas
frondas en la proximidad y algo más lejos por algunos
ruidos campestres. Y en el minúsculo cementerio, que
circundaba un seto de elevadas oxiacantas llenas de
ores, aún reinaba un silencio y una paz más
profundos, una paz y un silencio de extáticas lápidas
sepulcrales y enhiestas cruces. Me parecía como si
hubiese encontrado entonces el origen del silencio y la
quietud.
Jan yacía en la parte posterior, junto al seto. Sobre
su tumba habían brotado algunas ores, un rosal
trepaba por la cruz de madera pintada de blanco, en la
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que guraba su nombre, la fecha de su nacimiento y la
de su muerte.
Nos habíamos llevado un cesto lleno de ores y
cuando las hubimos desparramado, sin decir palabra,
sobre la tumba, me quedé de pie mirando la cruz,
leyendo una y otra vez el nombre, la fecha de
nacimiento y la de su muerte. La señora Rijcken se
arrodilló en tierra y vi que movía los labios, rezaba.
Atravesábamos otra vez, ya de regreso, la plaza de la
aldea, cuando la señora Rijcken, mirando la
cuadrangular y chata torre de la iglesia, observó:
—¡Qué paz! Éste es un buen lugar para él.
Y al cabo de un momento:
—Voy a entrar en la iglesia un momento.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza y la
seguí.
Hacía frío en el interior de la pequeña iglesia. A
través de las policromas vidrieras penetraba una luz
maravillosa que se derramaba bajo las antiguas bóvedas
y en torno a los pilares. No había nadie, excepto el
viejo párroco, que estaba arrodillado en un reclinatorio,
muy cerca del altar. Al entrar nosotros, no se movió.
Me llamó la atención el que la señora Rijcken
humedeciera sus dedos de la mano derecha en la pila
de agua bendita situada cerca de la puerta de entrada y
se santiguara. Casi de puntillas, para no perturbar el
silencio reinante, nos dirigimos hacia la derecha, por la
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estrecha nave lateral. Allí, en la hornacina de un altar,


había una antigua y sencilla imagen de María en medio
de una gran profusión de ores.
La señora Rijcken permaneció rezando, la mirada
puesta constantemente en la imagen de María, un buen
cuarto de hora, mientras yo, sentado, re exionaba;
lejanos recuerdos bullían en mí y de pronto pensé con
gran extrañeza que era un incrédulo.
Cuando ella se levantó, la imité y salí de la iglesia
para esperarla en el exterior. Estaba contemplando el
amable paisaje que ofrecían aquellos con tornos con sus
alquerías, en cuyas ventanas palpitaba un reverbero de
tonalidades verdes bajo la sombra de los copudos
árboles, cuando percibí detrás de mí los pasos de la
señora Rijcken. Me volví y vi su rostro. La expresión
del mismo era grave en grado sumo, mas de una
g r ave d a d c o m o nu n c a h a b í a v i s t o e n e l l a
anteriormente.
Silenciosos, atravesamos uno al lado del otro la
solitaria plaza en dirección al albergue ante el cual
estaba el automóvil.
De pronto la señora Rijcken se detuvo y dijo agitada
de un modo sorprendente:
—Debo decírselo, amigo Paul. No lo comprendo.
Hace unos momentos me ha ocurrido algo singular,
incomprensible.
La miré asombrado.

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—Mientras estaba en la iglesia rezando a Nuestra
Señora, he oído súbitamente una voz —no sé decirle si
brotaba en mí misma o procedía del exterior—, que,
con suavidad, pero al mismo tiempo con ahincado
encarecimiento, me ha dicho: "Ve y escucha.” He
obedecido y he visto el interior de una iglesia que no
conozco; no se trataba de esta pequeña iglesia; era
completamente distinta. Y en el púlpito de la misma he
visto un sacerdote. Llevaba un hábito blanco y negro;
no he distinguido su rostro, pero he oído el sonido de su
voz, una voz potente y armoniosa. Y al mismo tiempo
he visto a Nuestra Señora, que tal vez se parecía a la
imagen que hay en esta pequeña iglesia, y tenia la
certeza de que me estaba diciendo: "Busca a ese
sacerdote, él te ayudará.” ¿No es asombroso?
La miré con ojos escrutadores, pero no descubrí en
ella la más mínima señal de exaltación. Hablaba con
sencillez, tranquilamente, como alguien que da cuenta
detallada de un acontecimiento del que lu sido testigo
presencial.
—¿Qué debe signi car todo eso? —pregunté algo
estúpidamente, reconociendo en mi fuero interno que
no podía dudar ni un solo momento de la veracidad de
lo que me estaba diciendo.
—No lo sé —contestó la señora Rijcken con voz
queda, la mirada ja al frente de ella, mientras
reanudábamos nuestro camino en dirección al albergue

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en cuya puerta abierta nos estaba esperando la dueña


del mismo.
Mientras cenábamos' —estábamos sentados en la
misma mesa donde, hacía un año Jan y yo habíamos
tomado por espacio de algunos días nuestras comidas,
situada junto a la ventana que daba sobre los árboles de
la plaza— la señora Rijcken dijo una vez más:
—No comprendo lo que debe signi car. ¿Cree usted
que debería buscar a ese sacerdote?
—Quizás sí —dije algo perplejo.
La acompañé también a la habitación que había
ocupado Jan y donde había muerto. También allí
estaban todas las cosas en el mismo sitio. Parecía como
si todo hubiese sucedido el día antes... o aún tuviese
que suceder ...
Al atardecer estábamos de nuevo en la ciudad.
Se inició entonces una época de mi vida sumamente
extraña. Durante nuestro viaje de vacaciones, que se
prolongó por espacio de tres meses —el verano de
aquel año fue espléndido: una larga serie de día
transidos de sol—, la señora Rijcken se dedicó a buscar
con frenético empeño, invirtiendo en ello a veces varios
días consecutivos, la realidad de su visión. Entrábamos
en todas las iglesias que nos salían al paso. Pero no
reconoció a ninguna de ellas.
Empezó a dudar. Me preguntaba si no habría sido
un simple sueño o si no habría sido víctima de una

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alucinación.'
Cuando había cesado de buscar y parecía haber
echado en olvido la confusa visión, de nuevo
experimentó el mismo fenómeno, exactamente igual
que la primera vez: vio el interior de una iglesia y al
sacerdote, y oyó el sonido de una voz y nuevamente las
mismas palabras: “Busca a ese sacerdote, él te
ayudará.”
Reanudó su búsqueda. Visitamos los lugares
conocidos y medio ignorados de peregrinación
mariana, Kevelaar, Lourdes, La Salette, todos los
parajes donde la Madre de Dios era objeto de una
devoción especial. Pero de todas partes salió
decepcionada.
En cierta ocasión le dije:
—¿Por qué no habla usted acerca de todo esto con
un sacerdote?
Ella inclinó la cabeza y se sonrojó:
—Eso no puedo hacerlo. No me atrevo. No vivo
debidamente. He vivido en el pecado durante
demasiado tiempo. ,
Pasó el verano. No habíamos entrado todavía en el
invierno, mas una neblina de mortal tristeza envolvía la
tierra, y las amarillentas hojas iban desprendiéndose
unas tras otras de los árboles, como lágrimas.
Me entregué de nuevo a disponer las cosas para
emprender la próxima campaña teatral, cuando un

buen día la señora Rijcken me mandó llamar a una


hora desacostumbrada; tenia que hablarme.
Tal vez no reproduzca ahora textualmente las
palabras que me dijo, pero sí transcribo con delidad el
sentido de las mismas:
—Voy a dar comienzo a una nueva vida. No sé
cómo ni en qué va a consistir ... Pero abandono el
teatro de nitivamente. Todo esto, toda esta riqueza a la
que tengo apego, de la que jamás creí que podría
separarme, debo devolverla. Abandono mi riqueza y mi
gloria. Hace años le dije un día a Jan que la pobreza
me infundía verdadero pavor, que prefería antes la
infamia que sufrir estrecheces, que prescindir del lujo,
que conocer las atroces preocupaciones por el pan de
cada día y las amargas privaciones. No me resulta fácil
separarme de esta vida. Pero de esta manera no puedo
continuar. Ayúdeme, Paul, por la amistad que le unía a
Jan. Hoy mismo escribiré al hombre que me ha dado
esto y del que aún sigo recibiendo el dinero de la
infamia. Lo que me pertenece en propiedad personal lo
entregaré a los pobres. Hace mucho tiempo Jan me
propuso lo mismo. En aquella ocasión me negué a
hacerlo, llena de cólera, y me reí de las palabras de mi
hijo. ¿No será ahora demasiado tarde? ¿Querrá
interceder por mí todavía Nuestra Señora?
La emoción me dejó sin habla. La vida es, en ver
dad, inextricablemente enigmática.
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Y lo hizo tal como había resuelto.
Abandonó su rica casa y el teatro. Solamente se llevó
consigo lo indispensable al trasladarse a una habitación
de uno de los barrios más apartados de la ciudad. A
partir de entonces se vistió con extrema sencillez y me
llamó la atención lo noble y bella que se hizo la
expresión de su rostro, la prestancia de toda su persona,
y observé asimismo que de día en día se iba pareciendo
más a Jan.
Volví a alquilar una bohardilla y reanudé mi antigua
existencia, pues me negué a admitir lo que ella quiso
darme generosamente para mi mantenimiento y
nanciación de mis estudios. Y me puse a vivir en
espera de grandes acontecimientos, lleno de inquietud,
de apasionada curiosidad y de enorme asombro.
Poco tiempo después estaba trabajando en mi
bohardilla —en rudo contraste con el lujo en que me
había desenvuelto a lo largo del año inmediatamente
anterior, me ganaba la vida muy precariamente dando
clases y escribiendo crónicas teatrales— cuando alguien
llamó a mi puerta y, al decir: “¡Entre!”, penetró en mi
cuarto la señora Rijcken.
Al instante eché de ver en su rostro que había
ocurrido algo muy importante.
“¡Ha encontrado!” —pensé con intensa alegría.
—Silencio, Paul —dijo sentándose junto a mi mesa,
y sonrió como únicamente Jan sabia hacerlo en ciertos
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momentos de dicha—; se lo voy a explicar


ordenadamente. ¡Es tan hermoso, tan hermoso! ...
Usted sabe que, desde que se obró el gran cambio en
mi vida, me puse a buscar otra vez. Recorrí todas las
iglesias de la ciudad, pero no encontré la que buscaba.
Durante aquellos días dudé de todo. Conocí la angustia
mortal de los réprobos ... Pero ayer por la mañana,
después de la Misa, tuve otra vez con toda claridad
aquella visión, la misma hasta en sus más mínimos
detalles, y al propio tiempo adquirí entonces la
certidumbre de que muy pronto había de encontrar al
sacerdote que tenía que ayudarme .. . Ayer por la tarde
venía aquí, cuando al atravesar una plazoleta pasé por
delante de una iglesia en la que aún no había estado.
Entré en ella. Y de pronto me encuentro instalada en la
realidad. Reconozco la iglesia, oigo la voz. En el púlpito
hay un sacerdote en hábito blanco y negro. Le
reconozco, es el sacerdote de mi visión ...
—¡Estuvo usted en la iglesia parroquial de Jan,
consagrada a Nuestra Señora, refugio de los pecadores!
—exclamé yo.
—Ya lo sé, ya lo sé —rió ella llena de
bienaventurada felicidad—; pero escuche, escuche ...
Una vez terminado el sermón pregunté al sacristán si
podía hablar con el religioso. Me esperaba en la
sacristía. Se lo dije todo. Y escuche, Paul, escuche:
aquel sacerdote era el mismo monje dominico que

convirtió a Jan ...


Y me miró con sus bellos ojos transidos de alma,
riendo y llorando al mismo tiempo:
—¿Hay algo más hermoso? ¿No es una maravilla
advertir cómo se hace visible, por decirlo así, la buena
mano de Dios? La nueva vida no empieza realmente
hasta ahora. He de reparar, he de hacer todo lo posible
por reparar el mal que he hecho a los hombres y sobre
todo a Dios. He pecado de todas formas, con mi
corazón, con mi espíritu, con mi cuerpo, con mi alma.
No me queda más que una salvación, una sola salva
ción, la misericordia de Dios, y la intercesión de
Nuestra Dulce Señora.
He visto cambiar a mucha gente, para bien o para
mal, pero una transformación tan profundamente
completa como la de esta mujer, que un día se
embriagaba apasionadamente con la gloria terrena y
poseía el poder formidable del arte en su suprema
expresión de sensualismo, no tiene par. Fue entonces
una mujer sencilla, sin adornos, sin bellos vestidos;
estuvo peregrinando como una mendiga de una iglesia
a otra hasta que, tres meses más tarde, ingresó en el
noviciado de un convento carmelitano.
La última vez que la vi, el día antes de su partida,
estuvimos hablando mucho de Jan y me llamó la
atención el hecho de que hablara de él como de alguien
que estuviese en vida. Me dijo también cesas

maravillosamente hermosas acerca del amor de Dios. Y


cuando se despidió de mí, me dijo mirándome
profundamente en los ojos:
—Ahora le esperamos a usted, Paul.
No tuvieron que esperar durante mucho tiempo.
¿Cómo resistir el poderoso impulso que me empujaba a
postrarme de hinojos al pie de la Cruz?
Ahora voy a visitar con frecuencia a la familia
Baanders. Y siempre hablamos de Jan y de su madre.
Durante la primera velada que pasé con ellos después
de aquella larga ausencia, el señor Baanders me contó
que el día en que la señora Louise Rijcken ingresó en el
convento, él y su mujer habían recibido una carta de
ella, una carta tan hermosa, tan henchida de
arrepentimiento, humildad y amor, que se habían
puesto de pie a la vez y habían rezado juntos el
Magni cat.
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ACERCA DEL AUTOR

Nació en Utrecht (Holanda) en 1880, hijo de una


familia noble protestante. Su entorno familiar, su
formación artística y humanística y una inclinación
natural hacia el bien lo condujeron tanto a la literatura
como a la política. En 1911 se convirtió al catolicismo,
al que abrazó con fervor. En los años veinte sus
artículos y libros estimulan a un grupo de artistas y
escritores que inician el "movimiento de los jóvenes
católicos" que hace orecer a la Iglesia en Holanda. A
la muerte de su esposa en 1953 ingresa al monasterio
de Oosterhout donde permanece hasta su muerte en
1970.

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