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LA VIDA OCULTA
HACÍA poco más o menos un año que yo, en rebelión contra las
ideas, las aspiraciones, las costumbres y los sucesos del mundo, y lleno
de dudas respecto a la vida, había mandado a paseo los estudios de
Filosofía que estaba cursando en la Universidad y que ya no tenían
absolutamente ningún sentido para mí; mi resolución, dicho sea de
paso, produjo un gran escándalo y levantó un coro de protestas entre
mis profesores, quienes esperaban de mi aguda perspicacia, según
aseguraban, cosas realmente portentosas, tales como, ¿por qué no? ...
¡un nuevo sistema losó co! Hacía, repito, un año de aquello, cuando,
destilando amargura y complaciéndome cruelmente en sentirme solo
entre los hombres, fui a dar con mis tristes huesos a uno de esos viejos
inmuebles, abominablemente sombríos, que se encuentran
indefectiblemente en las barriadas populares de las grandes urbes y
ante cuyo aspecto se piensa con horror en la posibilidad de estar
condenado un día a vivir en ellos.
Era una casa grande y antigua —sin la poesía de las cosas antiguas,
por supuesto— en cuyos cuartuchos se albergaban con sus penas y
zozobras decenas di familias de obreros, mendigos profesionales,
holgazanes vitalicios, tipos que ejercían los o cios más inverosímiles,
gentes de ignorados medios de vida y también, aunque los menos,
pobres de verdad.
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Cuando se subía por una de las varias escaleras, todas ellas sucias y
sumidas en una pestilente penumbra, y poco a poco iba
introduciéndose uno en aquella mina inagotable de miseria, se sentía
el agobio aplastante de una desesperanza sin límites, que sofocaba
ignominiosamente en el corazón el resto de aliento o esperanza que
aún podían sostenerle a uno en vida.
Todos los hedores domésticos que despedían las hacinadas familias
se mezclaban entre sí y formaban un vaho nauseabundo, que se
instalaba en los huecos de las escaleras, en los rellanos, en los pasillos y
le trastornaba a uno como el contacto de unas manos sudorosas. Las
maderas carcomidas, los muros resquebrajados y los grises cielos rasos
estaban impregnados de ese vaho, y en el pasamano de la escalera,
cubierto como estaba de una grasienta capa de porquería, se le
quedaba a uno la mano pegada. Aquello olía horrorosamente.
—¡El in erno! —pensaba uno, tratando de respirar. Mas el aire era
espeso y se seguía adelante a tientas por la mugrienta penumbra que
llenaba la casa de arriba abajo, como si en el mundo no brillara el sol,
ni existiera la alegría del vivir, ni brotaran ores.
In cada piso, al recorrer los estrechos pasillos, se pasaba por
delante de un gran número de puertecitas pintadas de marrón y en las
habitaciones que había detrás de las mismas se oía rumor de voces,
gritos infantiles, insultos, juramentos y en ocasiones la aguda voz de
una muchacha entonando la canción de moda.
Yo vivía en la parte posterior del edi cio que daba sobre el patio,
en una bohardilla del quinto piso, al nal de un estrecho pasillo en
forma de túnel. Aquello, excepcionalmente, era mucho más tranquilo,
ya que todos los pequeños cuartos adyacentes al mío estaban
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mismos estaban siempre abiertas. Iba del uno al otro, tristes aposentos
vacíos, y en ocasiones me detenía durante unos momentos a
considerar su sordidez o a mirar a través de las ventanas hacia el muro
que constituía el descorazonador horizonte de todos aquellos
habitáculos.
Un día, a primeras horas de la tarde —el frío me había retenido en
la cama durante toda la mañana—, cuando me disponía a recorrer de
nuevo aquellos antros, me encontré conque la puerta próxima a la de
mi cuarto estaba cerrada ... Forcejeé un poco el picaporte. Una voz
gritó desde dentro:
—¿Quién hay?
No contesté; confuso, me introduje rápidamente en mi propio
aposento y cerré la puerta.
Me senté con el oído atento...
De forma que tenía vecinos. Un vecino. Ya que se trataba de una
voz masculina.
Y mientras estaba meditando sobre aquel suceso inesperado, me
pareció recordar el acento de aquella voz. Se me antojó conocida.
Pero ¿de quién?, ¿de qué época? El tono que había empleado aquel
hombre no era el propio de una persona áspera, sino más bien afable,
simpática.
Aunque sentía una curiosidad extraordinaria por conocer el rostro
y aspecto de mi vecino, evité cuidadosamente encontrarme con él al
subir o bajar las escaleras. Suspendí asimismo mi recorrida por los
aposentos desalquilados. Algo había cambiado en mi vida, volvía a
sentir interés por algo fuera de mí mismo. Cada mañana, muy
temprano, le oía abandonar su habitación. La mayor parte de los días,
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que se respiraba a lo largo de aquellos peldaños sucios, desgastados,
grasientos y malolientes.
ΛΙ llegar al tercer piso por poco me doy de manos a boca contra
alguien que subía. Inmediatamente acarició mis pituitarias, que desde
hacía tiempo no habían percibido más que las pútridas emanaciones
de aquel in erno, un aroma deliciosamente lozano de ores y
perfume. Me detuve ... La gura también ... Y una voz surgida de la
oscuridad, una voz femenina, me preguntó amablemente:
—¿Podría usted decirme dónde vive Jan Rijcken?
Me azoré. La falta de costumbre de hablar con una persona,
especialmente con una mujer, y así tan de improviso, en aquel
ambiente nauseabundo, aquella suave fragancia y aquella voz, me
impidieron contestar en seguida.
Al n dije atropelladamente:
—No, no lo sé. Es que... La verdad es que no conozco a nadie aquí
.. . Jan Rijcken ... Pregunte al portero que conoce a todos los
inquilinos.
—Ya se lo he preguntado —prosiguió la voz imperturbablemente
amable. Ahora, acostumbrados ya mis ojos a la oscuridad, podía
distinguir el pálido óvalo del rostro y el negro abrigo de pieles que
cubría los hombros y el pecho—. Y me ha dicho que en el quinto piso,
en la parte posterior del edi cio, al nal del pasillo.
—Allí vivo yo —solté—, pero yo no soy Jan Rijcken.
—¡Eso ya lo sé! —rió la dama—. Jan Rijcken, pintor ...
—Pues no, no sé decirle... —Mas súbitamente me acordé del
nombre y pregunté—: ¿No será el mismo Jan Rijcken que conocí hace
años en el internado, “el hijo de la actriz”, como se le llamaba?
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—Sí, es posible que sea él —dijo la voz con tono más bajo—;
discúlpeme por haberle entretenido. Voy a continuar.
Pasó por mi lado y siguió subiendo. Yo vacilé unos instantes y luego
corrí detrás de ella y cuando le hube dado alcance, dije:
—Si me permite, le indicaré el camino, señora. Debe ser mi nuevo
vecino. ¡Qué raro! Jan Rijcken ... ¿Es pintor? ... Bueno, supongo que
no será pintor de paisajes, pues no es éste que digamos el lugar más
apropiado para un artista semejante.
Habíamos llegado al quinto piso y me puse a andar delante de ella
por el angosto y oscuro pasillo. De vez en cuando encendía una cerilla
para que mi acompañante no se diera contra una esquina o tropezara
contra un escalón. No volvió a desplegar los labios. Me detuve delante
de la puerta de la habitación de mi vecino.
—Muchas gracias —dijo la desconocida en un tono que quería
decir: ahora ya puede marcharse.
Sin decir una palabra, saludé con una inclinación de cabeza y me
metí en mi propio cuarto. El deseo de un paseo se había desvanecido.
No había duda, el encuentro y el descubrimiento me habían causado
una profunda impresión. ¿Sería este Jan Rijcken el mismo que fué
compañero mío de internado? Y aquella señora ¿su madre quizás?
Durante un rato permanecí sentado en una silla situada en el
centro de mi oscuro cuchitril, en aquel alto abandono, con el mundo
entero a mis pies, aguzando el oído para ver si percibía algo
procedente del aposento inmediato.
Hubo un momento en que no pude contenerme más y fui a llamar
a la puerta de mi vecino.
—¿Quién hay? —preguntó en voz alta la misma voz de hacía unas
cuantas semanas.
—Paul Harms, su vecino.
Oí un grito de sorpresa y, mientras abría la puerta y me invitaba a
entrar con un gesto, repitió mi nombre y apellido, y dijo:
—¿Pero eres tú, Paul? ... —Hablaba jovialmente, reteniendo mi
mano en la suya—. ¡Así es que vivimos desde hace meses uno al lado
del otro sin conocer nuestras respectivas identidades! ¡Esto es absurdo,
Paul!
Me llevó junto a la mesa, sobre la que, a los re ejos de la luz,
suavemente dorada, de una lámpara de petróleo, vi unos cuantos
libros, pinceles, lápices y el tiesto de un plato muy grande lleno de
colores.
—Mamá —dijo a la dama que estaba sentada junto a la mesa, al
amparo de la penumbra—: Paul Harms, un condiscípulo, y gúrese,
vive aquí al lado y ninguno de los dos sabíamos nada.
—He encontrado a tu amigo en la escalera hace unos momentos
—dijo la dama—. Él me ha indicado la habitación.
Me senté silenciosamente junto a ellos y no podía apartar mis ojos
del rostro de Jan. Era de rasgos irregulares, feo y muy enjuto. Llevaba
el pelo, rubio y crespo, peinado hacia atrás. Pero no me detuve en su
aspecto exterior. Irradiaba de sus ojos, de todo su rostro, tan suave
serenidad que de pronto sentí brotar de mi corazón, hasta entonces
tan árido, un bienhechor alborozo, como si súbitamente hubiese
descubierto que la vida era realmente bella, que realmente valía la
pena de ser vivida. Y es que Jan Rijcken miraba con amor, con franco
amor. Tal era el secreto. No se mantenía cerrado, como hacemos
todos frente a los demás, frente a amigos y a extraños. De él dimanaba
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hacia los demás un generoso uido de poderosa ternura.
Mi corazón se sintió colmado de dicha y le percibí al instante como
amigo mío en vida y muerte.
—¿Estás contento aquí, Jan? —le preguntó su madre con su sonora
voz.
—Ya lo creo. —Estaba sentado algo inclinado hacia adelante, sus
dos manos reposadamente entrecruzadas bajo la luz, y su buena
mirada pasó de su madre hacia mí, con una sonrisa—: Estoy aquí
muy bien. No dispongo de mucho espacio, el cuarto no es lujoso y la
madera necesita sin duda una nueva capa de pintura, pero ¿para qué
quiero más? ¿Qué puedo desear más? Tengo una mesa, sillas para mí
y para los huéspedes, un estante para los libros, una cama y una
cocina.
I razó con su mano un ademán circular y señaló después un rincón
en cuya penumbra podían distinguirse, ordenadamente colocados
sobre una mesa, unos cuantos cacharros de cocina. Yo también me
volví U hacia atrás y encima de la cama, que al modo de un diván
estaba cubierta con una colcha multicolor, vi pender sobre la grisácea
pared un gran cruci jo. En la repisa de la chimenea había otro y
sobre la mesa, junto a sus útiles de trabajo, había un rosario.
Hacia frío. La pequeña estufa estaba apagada. Podíamos ver
nuestros alientos otando como pequeñas nubecillas en torno a la
lámpara.
La señora Rijcken se ajustó más su abrigo de pieles y preguntó
tímidamente:
—¿Estás siempre aquí con esta temperatura tan baja? ¿Cómo te es
posible trabajar de esta manera?
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dándome a entender que prefería no quedarse solo con su madre. Y
como si ella temiera también lo mismo, comenzó a hacerme
preguntas con interés casi exagerado sobre mi vida y sobre mis
ocupaciones, que en aquel período de mi existencia no consistían más
que en envilecerme adrede, pasar hambre, abominar de toda la
humanidad y odiar la vida... Les expliqué todo aquello con los detalles
correspondientes. Aquella noche estuve en vena y a mis oyentes les
pareció sumamente curioso el relato de mi vida y de mis aventuras
espirituales.
Jan escuchó atentamente. Y en la expresión de su rostro y en su
actitud advertí que todo lo que yo decía despertaba en él un
extraordinario interés.
Cuando la madre de Jan se marchó era ya tarde. Éste la acompañó
hasta el portal de la casa para hacerle luz e indicarle el camino entre
la nauseabunda oscuridad de las escaleras y los pasillos. En la calle la i
estaba esperando su automóvil.
Besó a Jan en ambas mejillas. Había en su actitud, cuando le besó,
algo así como una ternura respetuosa. A mí me dió la mano, casi al
modo de viejos camaradas, y me pidió que fuera a visitarla en
compañía de Jan.
Después pasé buena parte de la noche en el cuarto de Jan,
hablando con él. Recuerdo perfectamente que estuvimos conversando
durante mucho tiempo acerca i del problema del dolor.
Yo, el rebelde, corroído por la duda, el desasosiego y el odio,
maldecía el dolor. Jan, que era un hombre profundamente creyente,
con un inmenso sosiego interior de paz y amor, aseguró que el dolor
ha de ser explotado a fondo, como si se tratara de una mina de oro;
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Más tarde, aunque sólo tenía aún una vaga idea de la vida —
acababa de cumplir los catorce años—, le extrañó llevar el nombre de
familia de su madre. Así se lo dijo a ésta una vez, mientras hacían una
excursión en automóvil. Ella le atajó rápidamente, diciendo:
—Eres todavía demasiado joven para comprender.
Pero Jan observó que su madre había experimentado un ligero
sobresalto.
Y cuando menos lo esperaba, algún tiempo después, un
condiscípulo, un compañero de clase de más edad que él, un precoz
por lo visto en materia de sucia experiencia, le lanzó al rostro, durante
una riña, la palabra: bastardo... Ocurrió en el patio de recreo del
colegio una tarde libre en que la mayor parte de los chicos se habían
ido a sus casas. Cinco o seis mozalbetes presenciaban la riña. Yo, que
era alumno de una clase superior, no conocía a Jan. Pasé cerca del
grupo en el preciso instante en que aquel grandote espetaba el insulto.
Me llamó inmediatamente la atención la palidez del injuriado, que
nos miraba a todos con dolorosa sorpresa, en sus ojos la inexpresada
pregunta: “¿Por qué hacéis esto conmigo?” Luego se arrojó contra el
otro, que era mayor y más fuerte, el cual agarró, riéndose, a Jan, lo
lanzó contra el suelo y se puso a golpearle sin cesar de decir:
-¡Eres un bastardo! ¡Eres el hijo de una actriz! ¡El lijo de una
soltera!
Jan renunció a defenderse. La escena era deplorable. Recibía los
golpes resignadamente y sus dilatados ojos miraban hacia arriba
mortalmente tristes, arrasados de lágrimas, lo cual avivaba aún más el
sarcasmo de su enemigo: “¡Llora por su mamaíta!” Lleno de
indignación cogí a aquel bruto por el pescuezo y lo saqué de encima
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por el estupor.
Repuso:
—Desde que lo sé todo, he estado dudando durante mucho tiempo
antes de adoptar una resolución. Era cobarde. Trataba de acallar mi
conciencia con so smas y falsa compasión para conmigo mismo y
para con los demás. ¿Por qué no seguir aceptando el dinero de la
indignidad? La ofendería gravemente... Perdóneme, madre,
perdóneme las palabras... Ahora veo claramente cómo debo obrar.
Me encuentro en un momento decisivo de mi vida. Mañana voy a ir a
buscar una colocación.
La señora Rijcken no desplegó sus rígidos labios y hubo angustia
en sus ojos cuando Jan, inclinándose hacia ella, tomó una de sus
manos entre las suyas, y empezó a hablar con intimo acento:
—También he venido para otra cosa, madre ... Acaricio un sueño y
debo explicárselo... ¡La vida puede ser tan bella y feliz para nosotros!
Figúrese, madre, nosotros dos, usted y yo ... y nadie más entre
nosotros, ningún extraño... Sacúdase de encima su vieja vida;
abandone todo esto, y empiece conmigo una nueva existencia.
Libérese ... Viviremos juntos, no importa dónde... donde usted quiera.
Pero nosotros dos solos, cada cual trabajando por su lado. Usted gana
de sobra con el teatro y yo también trabajaré con todas mis ganas. A
lo mejor puedo ayudarla de un modo u otro. Pero deje esta casa, todas
estas cosas. Véngase conmigo. ¡Es tan sencillo! Durante el invierno
viviremos aquí, en la ciudad. Tan pronto termine la temporada teatral
nos vamos fuera, bien lejos, a una aldea de las montañas, o al mar.
¡No creo que sea indispensable para ser feliz ir con un coche a toda
velocidad por esos mundos de Dios! ... Sueño un hogar con usted,
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—Yo no puedo vivir en la pobreza y las preocupaciones materiales.
Necesito el lujo, necesito ser rica. No me juzgues mal, Jan ... Yo ya no
podría soportar esa espantosa existencia de estrecheces, privaciones y
renunciamientos. No podría acostumbrarme otra vez a la acuciante
penuria, a la inquietud ante el problema del sustento cotidiano. No
puedo ni quiero cambiar mi vida…
En ese caso no se ... en ese caso ya no tengo nada más que hacer
aquí —dijo Jan aturdido por el dolor que atormentaba su corazón—.
¡Hubiéramos podido estar tan bien! Pero ya veo que no puede ser, lo
comprendo ... No se preocupe por mi, ya me las arreglaré, no hay
cuidado ... Pero es tan difícil... Yo soy su hijo ... Yo ... ¡Bah! Ya no sé ni
lo que me digo ...
Mientras hablaba, se había levantado. Ella permaneció sentada y
sus dedos jugaban nerviosos con la cadenita de oro.
—Pero ¿a dónde quieres ir? ¿Tienes una habitación, tienes dinero?
¡Dios mío! ¿Por qué te entregas a la desgracia? Espera todavía,
re exiona un poco —dijo desesperadamente.
—Ya he re exionado, y sé que lo que hago está bien —contestó
Jan—. Ahora debo marcharme. Se está haciendo muy tarde
Parecía, en efecto, que no sabía ya lo que se decía.
—¡Es por usted, madre —exclamó aún—, por usted, por nosotros
dos, que he venido!
Ella se puso de pie: los brazos le pendían inertes a lo largo del
cuerpo y mantenía la cabeza ligeramente inclinada.
“¡Cuánto la quiero, a pesar de todo!”, pensó Jan, y dijo:
—Adiós, madre; hasta la vista. Ya le escribiré.
Ella meneó la cabeza. Recorrieron en sentido inverso el pasillo de
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antes y al pasar por delante de la puerta del pequeño saloncito Jan vio
sobre una silla un sombrero de paja de caballero y un bastón de
paseo. Y ella se dio cuenta de que lo había visto.
Sin decirse ni una sola palabra más, Jan abandonó la casa.
La señora Rijcken estuvo aquella noche extraordinariamente
desagradable con el hombre a quien debía la suntuosa opulencia en
que vivía.
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un concepto de la vida tan distinto del suyo, que todo lo que él hacía
se le antojaba a ella ridículo. Una sola vez le escribió una cartita, pero
sin hacer constar sus señas, porque temía encontrarse con ella. Con la
contestación de su madre, mediante la que ésta se interesaba en
términos de gran preocupación por su salud, aconsejándole que se
cuidara mucho, y le preguntaba si podía hacer algo por él, con una
carta así, que le llegó a través de la lista de correos, se sintió ya muy
feliz. Más tarde, cuando él estuviera en condiciones de ayudarla,
acudiría a su lado, pero de momento no podía hacer nada por ella y
sabía que sus palabras y sus ruegos eran inútiles.
Jan se había convertido en un asiduo visitante de la biblioteca y de
los museos de pintura, centros que en invierno frecuentaba casi a
diario. Allí se estaba caliente y, estudiando los primitivos o leyendo
obras de historia del arte, olvidaba la miseria de su existencia. De
cuando en cuando dibujaba muestras para un establecimiento de
bordados y encajes, pero las ganancias eran muy escasas y además
irregulares, lo cual no le impedía, sin embargo, dar algo, por poco que
pudiera, a otros más pobres que él.
Los años fueron pasando sin acontecimientos. Mas la monótona
rutina de su penosa existencia no hizo de Jan un escéptico ni un
rebelde. Al contrario, eso agudizaba más su impresionabilidad,
aprendía a conocer la realidad, no a través de la empañada ventana
de un aposento caldeado, sino en virtud de su contacto directo con la
misma; su espíritu maduraba, se había convertido en un hombre que
entendía la vida como algo muy serio y que, a pesar del dolor propio y
ajeno que iba acumulando en su corazón, conservaba una alegría
pura, imperturbable, como la de un niño. En efecto, aún estaba lleno
de ilusiones.
Jan no tenía amigos ni conocidos, ni tampoco había vuelto a ver a
ninguno de sus antiguos camaradas de internado, de los que, por lo
demás, nunca había vuelto a acordarse, hasta que en el tercer invierno
de su vida solitaria y en un intervalo de tiempo muy breve, encontró
dos veces en el museo, a Willem Baanders, que en el internado
guraba en la clase inferior a la de Jan Baanders le explicó que estaba
estudiando la carrera de Derecho y se enteró sorprendido de que Jan
no había ingresado en la Universidad, sino que se dedicaba a hacer
ilustraciones, es decir, que era una especie de artista. Esto pareció
interesarle vivamente, ya que pidió a Jan si podía ir un día a ver sus
obras. Jan eludió una contestación concreta, aunque prometió a
Baanders que iría a visitarle. Había ya olvidado nuestro héroe
aquellos dos encuentros casuales, que le habían dejado bastante
indiferente, cuando, unos meses más tarde, paseando por un tranquilo
sector del parque de la ciudad, volvió a encontrarse con su antiguo
camarada, que en aquella ocasión iba acompañado de una muchacha,
su hermana. Los tres estuvieron paseando, mientras charlaban, por
espacio de una buena hora. Después fueron a sentarse a la terraza de
un café situado junto al estanque. Era el comienzo de la primavera,
un día lleno de delicias nuevas. Los árboles que rodeaban la tersa
super cie del agua estaban esperando en la perlina claridad con un
silencio y una quietud conmovedoras. Jan se sentía perfectamente
dichoso, y cuando al atardecer regresaba solo a su casa no podía
quitarse del pensamiento aquel rostro de muchacha con sus ojos
graves, llenos de alma, ni la infantil pureza de todo su ser. “Lleva una
crucecita de oro”, se dijo íntimamente feliz. Y en el curso de los meses
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de los pobres.
Cierto atardecer, Jan, que había ido a entregar muestras para
bordados a una dama que, como la mayor parte de sus bienhechores,
le pagaba muy mal, recorría apresurado el largo trecho que le
separaba todavía de su casa. Las calles estaban silenciosas; hacía un
frío espantoso. Jan se apelotonaba sobre sí mismo cada vez que una
ráfaga de viento le envolvía en su vorágine glacial. Los árboles
desnudos gemían, y allá arriba, en el cielo de un color violeta oscuro,
las estrellas eran como ores de escarcha. Se introdujo en una calle
muy larga y de pronto descubrió delante de sí a una gura humana
que se tambaleaba como un beodo. Era un hombre. Jan acudió
rápidamente a su lado y le sostuvo, precisamente bajo la intensa luz de
un arco voltaico.
—Buenas noches —dijo Jan y en el escuálido rostro, mortalmente
pálido, vio dos ojos negros, dolorosos, que le miraban como desde
otro mundo... Una corta barba gris recubría sus quijadas. Jan oyó
castañetearle los dientes. Unos harapientos ropajes colgaban del
esquelético cuerpo que mantenía los hombros encogidos.
¿Está usted todavía muy lejos de casa? —preguntó Jan, que
continuó andando al lado del hombre.
—No lo sé —contestó una voz suave.
—¿Dónde vive usted? —volvió a preguntar Jan.
—En ninguna parte. No tengo ni una piedra donde poder reclinar
mi cabeza. Tengo frío, estoy cansado, tengo hambre ...
Y seguía renqueando penosamente como si sus pies estuviesen
heridos. Y Jan le oyó suplicar:
—Déme algo por el amor de nuestro Señor.
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terminar las Vísperas y Jan, que a pesar de todo había ido avanzando
hacia la nave lateral y fue a sentarse junto a una columna, frente al
púlpito, vio que un religioso en hábito blanco y negro subía las
escaleras del púlpito, se arrodillaba vuelto hacia el altar y rezaba.
Luego el sacerdote se puso de pie y aguardó unos instantes.
Era un monje de majestuosa gura, ancho de hombros, con un
rostro afeitado de sano aspecto y llevaba gafas. Sus manos sujetaban
reposadamente, como un capitán de barco en su castillo de popa, el
borde circular del púlpito. A causa de la distancia que le separaba del
predicador Jan no podía distinguir la expresión del rostro, pero sintió
un estremecimiento de veneración, y una alborozada expectación
henchía su alma, cuando el monje, en medio de un atento silencio,
hizo una gran señal de la cruz desde su frente sobre su pecho —como
la gran ala de un pájaro se movió lentamente la manga blanca de su
hábito— a tiempo que decía: “En el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. Amén.”
Luego comenzó a hablar sobre el encuentro de Jesús con la mujer
samaritana junto al pozo de Jacob. Su voz era noble y grata al oído.
Jan escuchaba. Y mientras escuchaba, sin apartar un solo instante
los ojos de aquel monje, que citaba incesantemente las palabras de
aquel admirable diálogo entre Jesús y la pecadora y aclaraba el
profundo signi cado de las mismas, empezó a veri carse en el alma de
Jan el gran cambio. Fue como si de pronto se iniciara el
desvanecimiento de las tinieblas en que hasta entonces había estado
sumido: todas sus angustias y los recuerdos tristes y su dolor y sus
dudas fueron desapareciendo unos tras otros. Una nueva vida
amaneció en su alma. “Si scires donum Dei, et quis est qui dicit tibí:
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del mundo.
Jan regresó a la iglesia en compañía del monje. Al entrar, éste le
ofreció agua bendita y Jan se persignó. Ambos se postraron de rodillas
cerca del altar, en la iglesia solitaria, y Jan rezó las oraciones que aún
recordaba de su niñez, el Padrenuestro y el Ave María. Las repitió
numerosas veces y se esforzó por que sus palabras fueran realidades
en él.
Aquella noche, de regreso en su pequeño aposento, Jan leyó el
cuarto capítulo del Evangelio de san Juan, en el que se relata el
encuentro de Jesús con la mujer samaritana, y fue como si se le diera a
beber el agua viva que Jesús ofrece a todos los que tienen sed.
Entonces amaneció para Jan un tiempo de quietas y silenciosas
delicias.
Hasta hacía poco la morada de su alma había permanecido
cerrada, estaba vacía, reinaba en ella una soledad triste, pero, llegado
el momento, Dios debía entrar en ella y ni cerrojos ni puertas podían
estorbar la entrada al divino ladrón. Y Jan había reconocido
inmediatamente al excelso ladrón y le había acogido como al gran
Rey oculto bajo un disfraz. Ya que él no había tenido que librar
previamente una dolorosa lucha consigo mismo, ni había necesitado
desvirtuar cuidadosamente determinadas objeciones o quebranto y
rechazar todo un sistema de vida, sino que lo aceptó todo a la par; su
alma se zambulló en el amor de Dios como un nadador se arroja al
agua desde la elevada orilla del río, o como un pájaro levanta el vuelo
y alcanza rápidamente las alturas.
Todas las mañanas muy temprano iba a Misa, rezaba con un modo
de furia despótica, impetuoso asaltante del cielo, y comulgaba, todas
las mañanas. Ahora que sabía qué vinculo poderoso, aunque invisible,
unía a las almas entre sí en virtud de la Comunión de los Santos y de
la ley de la Reversibilidad, tal como le había enseñado el padre al
instruirle en el esplendor espiritual de la fe católica, ¿era de extrañar
que anhelase volver a ver a su madre para decirle las grandes cosas
que le habían ocurrido? Ahora sí tenía algo que darle, ahora sabía
que, mediante la oración, el dolor y las privaciones, podía efectuar
actos e caces para salvarla y conducirla por caminos ocultos a la
nueva vida.
Después de haber intentado verla en vano repetidas veces con
breves intervalos de tiempo —la señora Rijcken estaba de viaje—, al
n un día la encontró en casa. Habían transcurrido cerca de cuatro
años desde la última vez que había hablado con ella.
Le recibió en la salita de estar, en cuyo ambiente la veía siempre al
recordarla. Nada había cambiado, las mismas cosas continuaban en
los mismos sitios; le pareció a Jan que cl diálogo de hacia cinco años
volvía i reanudarse después de un breve silencio.
Y Jan contó a su madre las circunstancias de su «inversión y le
habló de la gran ventura que había encontrado en ello.
Mientras hablaba, ella tenía jos en él los ojos dilatados por la
sorpresa, y cuando se calló, en la expresión del rostro de la actriz
apuntó una mala voluntad, l.i sombra de una sonrisa burlona, lo cual
no escapó a la atención de Jan.
—¿Pero es de veras todo eso que me cuentas? —dijio, y el acento
de su voz no disimulaba su incomodidad.
—Pero, madre ¿cómo podría ser de otra manera? —repuso Jan,
sintiéndose de pronto desalentado ante la indiferencia, ante la
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VI
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parque.
Jan fue huésped de la familia Baanders hasta bien adelantada la
noche. Se sintió entre ellos perfectamente feliz. Le encantaba la
despreocupada alegría de los hijos; de esta alegría gozaban también el
padre y la madre, aunque era más re exiva, más grave, y en los ojos y
las expresiones del rostro de Madeleine se convertía en un ensueño de
pura apacibilidad. Madeleine poseía la lozana sencillez de una niñita,
por más que ya había cumplido veinte años; su voz infundía alborozo
y al mirarla parecía contemplarse la diáfana profundidad de un alma
pura. No era locuaz, escuchaba siempre atentamente, y cuando reía
parecía de pronto que la dicha se había convertido en sonido.
La conversación fue siempre animada, ora seria, ora de nuevo
retozona tras un súbito cambio, y Jan se encontraba a sus anchas
entre aquella familia, aunque había cosas que él entendía de muy
distinta manera. Ellos no habían conocido nunca la amarga miseria y
esto hacía que en ocasiones emitieran juicios algo super ciales;
posiblemente no habían re exionado nunca sobre semejantes
situaciones, mas Jan se dio cuenta de que había en ellos la posibilidad,
puesto que poseían la fe fuerte, de soportar heroicamente, como
verdaderos cristianos, las contrariedades y el dolor.
Le llamó la atención la reposada sencillez de la señora Baanders, la
apacible actitud de un espíritu ecuánime que, aunque inconsciente de
la vida, es fuerte porque conoce a Dios.
El señor Baanders era un hombre de aspecto sano, amable,
cincuentón, con ojos inteligentes tras un binóculo de oro. La
expresión de su rostro vigoroso era noble y grave, y a deducir por las
preguntas que dirigió a Jan acerca del trabajo de éste y por su
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conversación se advertía que era un hombre de dilatados
conocimientos y general desarrollo.
Pero quien le atraía más a Jan era Madeleine, de cuya apacible
gura, de cuyo ser tan íntegro, puro y deliciosamente lozano emanaba
un encanto que obligaba a Jan a mirarla sin cesar, y cuando se
encontraban sus miradas le parecía al joven que la vida adquiría un
nuevo resplandor; un suave alborozo, como nunca había conocido,
henchía su corazón.
—¿Sigue siendo lucrativa la profesión de ilustrador? —preguntó el
señor Baanders con amable interés.
—¡De ninguna manera! —se echó a reír Jan con sencillez, mientras
iba mirando a uno tras otro como un niño al que le escapa por
completo la seriedad de semejante pregunta—. ¡En cierta ocasión
gané con ello veinte orines! Un hombrecillo muy singular, un
anticuario, me los dió por un par de dibujos y como anticipo de las
láminas que había de hacer. Y cuando volví, había muerto ...
Me parece una ocupación propia de gente rica opinó Willem.
Pero, ¿por qué se dedica usted a eso, si no le rinde? repuso el señor
Baanders, sinceramente sorprendido y con un tono de desaprobación
apenas perceptible en su voz.
Jan le miró con la boca abierta y dijo desconcertado: —No lo sé,
nunca he pensado en eso.
Luego se echó a reír con tan infantil despreocupación que, al cabo
de un momento, todos le miraban con ojos regocijados, como si de
pronto se sintieran dichosos ante la sola presencia, ante la sola
existencia de una persona semejante.
—Barrunto que es usted un sujeto bastante antisocial —sonrió el
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causó a Jan un intenso dolor.
Otra vez solo, trabajaba y esperaba.
Hacia la mitad del verano, que aquel año era realmente
espléndido, Jan recibió una carta de Willem Baanders, mediante la
que éste le invitaba a pasar unas semanas con su familia en su
residencia veraniega: “Vivimos aquí entre colinas cubiertas de bosque
y llenas de claros arroyos, en medio de un silencio que a veces se me
hace un poco insoportable. La pequeña población en cuyas
inmediaciones está situada nuestra casa posee- una pequeña iglesia
muy antigua y bella y un párroco que representa de un modo muy
digno a Nuestro Señor ante los aldeanos, leñadores y fabricantes de
zuecos. Anúnciame tu llegada con algunos días de anticipación para
que salga a buscarte a la estación de X con un vehículo prehistórico
mediante el que nos trasladaremos a nuestra casa de campo, situada a
unos 25 kilómetros de la ciudad.”
Jan sabía que no podía ir, le faltaba el dinero para el viaje, y
aunque también deseaba salir de la ciudad y volver a ver a Madeleine,
cuyo rostro y gura no podía olvidar, había algo que le obligaba a
renunciar a la apetecida alegría, a privarse de ella. Pero le causó
mucha pena tener que rechazar la invitación. Ya que la vida en la
ciudad, metido en la bohardilla de aquel denso y maloliente barrio
obrero, mientras el sol maduraba el cielo y la tierra, se le hacía
insoportable. En aquellos deliciosos días dorados sentía una
desgarradora nostalgia por el campo, por el verde y apacible silencio
de los prados, por los bosques y las soleadas colinas y los umbrosos y
frescos valles y el anchuroso espacio; y no veía más que piedras y
muros que se calcinaban bajo los ardores de un sol implacable; no
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VII
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Dijo que Jan era un tonto por pasar tantas privaciones y no querer
admitir nada de ella, su madre.
—Ya tiene edad su ciente para saber lo que hace —dije yo
evasivamente, pues conocía muy bien las razones de la negativa de
Jan.
—¡Pero no va a poder soportar esa vida! —y hubo una angustia
maternal en su voz y en su ser que me emocionó—, va a arruinar su
salud, va a terminar muriéndose . ..
—No lo creo —contesté yo con calma—. Usted exagera. Usted se
gura las cosas mucho peores de lo que son. Comemos regularmente
todos los días.
—No, señor Harms. Estoy mejor enterada que usted. A estas
alturas hace ya casi seis años, creo yo, que vive en la pobreza,
sometido a toda clase de privaciones. A la larga su constitución física
no podrá soportarla. No es fuerte. Al primer quebranto de salud, se
desplomará. Está agotado. Durante estos últimos años ha comido
demasiado poco. Se le nota. Y usted tiene que ayudarme. Verá usted:
él no quiere aceptar nada de mí, pero usted ... a usted puedo ir
dándole algo, cosas para comer o dinero con el que comprar
reconstituyentes para Jan, sin decirle nada a él. Los necesita, créame,
los necesita ...
Hablaba nerviosamente, con acento casi implorante. Con un gesto
rápido me puso un sobre en la mano.
Debe usted aceptarlo —dijo al mismo tiempo— por amistad hacia
Jan. Entre él y yo hay un malentendido; cada uno de nosotros tiene su
propia visión de la vida. Pero usted y yo juntos podemos cuidar de él,
sin que él se dé cuenta. Prométame que no se lo dirá nunca. Por lo
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butaca, fumaba un cigarrillo.
—Toca a las mil maravillas —dije yo quedamente, cuando
Madeleine hizo sonar el acorde nal.
La señora Baanders me miró y asintió con la cabeza, y el señor
Baanders me preguntó:
—¿Ha visto usted los últimos trabajos de nuestro amigo Jan? ¿Qué
lleva entre manos ahora?
—La vida de Benito Labre. Algo extraordinario —seguí diciendo
en voz baja—, mejor que todo lo que ha estado haciendo hasta ahora.
Cada lámina es un verdadero portento de colorido y sensibilidad. Yo
creo que ahora alcanza con frecuencia momentos de indiscutible
maestría. Es un temperamento de artista, lo lleva en la sangre. .. ¿No
ha visto actuar nunca a su madre?
—¿Su madre? ¿Vive todavía? Yo creía que sus padres habían
muerto hacía tiempo. La verdad, no sé por qué, pero siempre he
estado convencido de que Jan era huérfano —dijo el señor Baanders
sin disimular su sorpresa y hablando también, sin querer, en voz baja.
Y yo, sin el más mínimo recelo, me eché a reír.
—¡Qué va! ... Su madre es la conocida actriz Louise Rijcken.
—¿Una actriz? —exclamó la señora Baanders asombrada, y me
miró durante irnos segundos tan aturdida que comprendí al instante
que había cometido una grave falta revelando aquel dato vulgar tan a
la ligera. Pero era ya demasiado tarde. Pensé a igido: son gente
simpática, pero ¡qué estrechez de miras!
No se me escapó que en la mirada que el señor Baanders dirigió a
Jan, cuando éste penetró en la sala de estar acompañado de
Madeleine, había algo extraño, algo vehementemente inquisitivo. La
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júbilo, olvidamos todas nuestras propias preocupaciones, todos
nuestros propios pensamientos y mezquindades y le escuchábamos
transidos de emoción como un grupo de niños en torno a alguien que
explica un cuento de hadas. Mientras él hablaba, la vida se hacía
diáfana como un cristal.
Cuando Jan se calló, eché de ver con angustia y tristeza que ya
estaba próximo el momento de marcharnos; y nadie se atrevía a
romper el bené co encanto. El primero que se puso de pie fue el señor
Baanders. Se había hecho tarde. Y mientras nos despedíamos, vi que
nuestro an trión le preguntaba algo a Jan, el cual, sonriente, hizo
unos signos a rmativos con la cabeza y contestó unas palabras.
Nos dirigimos lentamente a casa. Hacía una oscura noche de
primavera sin estrellas. Con delicia aspiraba yo el tibio aire, que
incluso allí, en la gran urbe, tenia un remoto dejo de tierra, hierba
fresca y plantas aromáticas.
Habíamos caminado ya un largo trecho, cuando pregunté a Jan:
—¿Qué te ha dicho el señor Baanders cuando nos marchábamos?
¿O se trata de un secreto?
—¡Qué va! —contestó Jan—. Me ha pedido que fuera a hablar
con él mañana por la mañana. Por lo demás, tal vez yo también tenga
algo que decirle ...
Se calló. A nuestro alrededor zumbaba profundamente la vida de
la ciudad, como un océano.
Tras una breve pausa Jan prosiguió:
—¿Quieres creerlo, Paul? ... No sé cómo explicarte ... pero esta
noche ha sido muy hermosa para mí. —Se rió un momento—. He
hablado mucho esta noche ¿verdad? ... Quiero a esa gente. Paul, tú
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VIII
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hiciera con recelo, sin cesar de mirarme.
—Jan Rijcken ha estado esta mañana aquí y quisiera hacerle unas
preguntas acerca de él...
—Me lo esperaba —le interrumpí.
—Usted le conoce desde hace años y es amigo suyo. También
nosotros queremos mucho a Jan. Por lo demás no es posible otra cosa,
hay que quererle por fuerza ¿no es verdad? Usted me comprende,
sabe lo que quiero decir. Su noble ser ejerce sobre uno una atracción
irresistible ...
Hice unos insistentes signos de asentimiento con la cabeza y dije
nervioso:
—Y nadie escapa a esa fascinación. Es una persona admirable. No
conozco a otro como él. Con cualquier otro, por mucha con anza que
nos inspire, nos mantenemos siempre en guardia; no nos entregamos
por completo, le vemos con ojos críticos y por grande que sea la
amistad que nos une con él en todo se considera uno mismo mejor.
Un abismo insalvable nos separa. En cambio eso no ocurre con Jan.
Jan salva ese abismo con su amor. Incluso aquellos que le tienen por
tonto, que nada comprenden de su modo de ser, han de reconocer
que emana de él algo inde nible . .. El otro día estaba hablando con
su madre sobre...
Con un rápido ademán el señor Baanders dejó caer su mano sobre
la mesa y, mirándome rmemente a los ojos, me dijo:
—¿La conoce usted personalmente?
—Ya lo creo —contesté—. El año pasado la vi por primera vez en
ocasión de una de las visitas que hizo a Jan. Ya sabe usted que vivimos
en habitaciones contiguas. Y después, en compañía de Jan e incluso
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solo, la he visitado varias veces.
—Precisamente quería hablarle sobre la señora Rijcken. Por eso le
he pedido que viniera a verme. —Su voz era tranquila, normal y muy
clara—. Comprenderá usted que me era imposible hacerle ciertas
preguntas al propio Jan. Lo único que podía hacer y lo que me
parecía también la mejor solución era dirigirme a usted ... Le pido un
servicio de amigo, un servicio para mí, para todos nosotros, para Jan.
Debe usted ayudarme, usted puede ayudarme. Debo saberlo todo. Es
absolutamente necesario. Sé que su madre trabaja en el teatro. Usted
lo dijo anoche y el propio Jan me lo ha con rmado esta mañana. Pero
debo saberlo todo. ¿Quién es su padre? Jan no le conoce. ..
C a l l é . Va c i l a b a . U n a t a rd e Ja n m e h a b í a c o n t a d o
con dencialmente la vida de su madre, tal como ésta misma se la
había contado a él. ¿Podía yo ahora hacer partícipe de aquellas tristes
cosas a otro, a un extraño? ¿Por qué tenía el señor Baanders tanto
interés en saberlo? ¿Mera curiosidad o estrechez de miras, mezquinos
miramientos sociales? No, esto último no podía ser la razón que le
había movido a enterarse de ciertos detalles de la vida privada de Jan.
Podía advertirse en la gravedad de su actitud y, por lo demás, yo creía
conocerle bien y sabía que era incapaz de sentimientos viles.
Me quedé mirándole vacilante y algo confuso. Hizo un gesto como
dando a entender que se hacía cargo de mis escrúpulos. Yo sentía una
gran cortedad ante la coyuntura de tener que explicar aquellas
intimidades incluso a una persona como el señor Baanders, al que
tenía por una persona digna de todo respeto.
—Tenga usted presente, señor Harms, que no le hago una
pregunta de tal naturaleza sin tener muy graves razones para ello.
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Debo saber quiénes son los padres de Jan ... ¿Le ha hablado Jan
alguna vez de mi hija Madeleine?
Al hacer aquella pregunta su voz traicionó una ligera agitación.
—Sí —contesté—, anoche, sin ir más lejos, y con entrañable
entusiasmo y veneración.
—¿Cree usted que la quiere?
—¿Usted se re ere, por supuesto, al amor con que un joven quiere
a una muchacha?
El señor Baanders hizo un signo a rmativo con la cabeza.
—No lo sé —repuse—. Si quiere que le diga la verdad, no me he
jado. Jan es tan distinto de todos nosotros. Pero es muy posible. Sí,
algo de eso debe haber. Ahora recuerdo que ayer noche, cuando
regresábamos a casa, me habló de ella con gran admiración.
El señor Baanders aproximó su silla a la mía y puso su mano sobre
mi mano.
—Tiene usted que ayudarme, Paul; debe usted hablar, decirme
todo lo que sepa. —Dijo estas palabras haciendo tanto hincapié en
ellas y tanto encarecimiento, me miró tan intensamente, con una
expectación tan dolorosa, que yo, como si de pronto se me hubiera
mostrado evidente la necesidad de explicar todo aquello, referí
rápidamente la efímera historia de amor de la joven actriz y del
estudiante, los padres de Jan, hablé de la niñez y juventud de éste, de
su vida en el internado, de sus relaciones con su madre, de la que
nunca había querido admitir ni un céntimo, de las estrecheces que
había sufrido, de su valor y de su noble naturaleza.
Mientras yo hablaba, los ojos del señor Baanders estuvieron en
todo momento pendientes de mis labios o lanzaban una fugaz mirada
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IX
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Baanders.
—No puedo decírselo, señor —dijo el otro con su lisa
voz de lacayo.
—¿A qué hora va a volver? —insistió el señor Baanders
—. Tengo que hablar con la señora. Se trata de un asunto
importante.
La expresión de su rostro hizo comprender al criado
que realmente se trataba de algo grave.
—La señora no regresa hasta esta noche, bastante
tarde. Actúa en el teatro Tivoli. Tal vez pueda usted
hablar con ella durante un entreacto, en su camerino, o
bien después de la representación.
Nos marchamos. Recorrimos lentamente la calle,
completamente desconcertados, y, sin darnos exacta
cuenta de lo que hacíamos encaminamos nuestros pasos
hacia un jardín público cercano.
—¿Qué debo hacer? —dijo el hombre que andaba a
mi lado—. Paul, aconséjeme, ayúdeme a buscar una
solución ¡Es todo tan absurdo! Es inverosímil, es un
tormento demasiado re nado. Paul, si usted supiera lo que
pasa en mi interior desde que sé . .. Todo se ha venido
abajo. Mi vida está destrozada. No puedo soportarlo ...
Como dos pací cos paseantes que tomaran el sol
primaveral, caminábamos uno al lado del otro por las
pequeñas avenidas del parque. Reinaba una temperatura
muy agradable y los rayos oblicuos del sol colgaban en las
lozanas frondas tapices de tenues transparencias. Un mirlo
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—Ahora mismo voy a buscarla.
Entró en el camerino propiamente dicho, al que daba
acceso una puerta de comunicación, y muy pronto
reapareció con un manto sobre el brazo, cruzó el saloncito
y se fue.
Nos quedamos solos. El señor Baanders fue a sentarse
en el canapé de detrás de la puerta, yo permanecí de pie
junto a la entrada, incapaz de dominar el nervioso
temblor que agitaba todo mi cuerpo.
Muy a lo lejos sonaron, como una súbita granizada, los
aplausos del público. La representación había terminado.
Ya se aproximaban rápidos pasos por el suelo de madera
del pasillo, mientras unas voces conversaban con gran
animación. Pasaron a lo largo del camerino. Y de repente
el edi cio se puso a resonar con toda suerte de ruidos y
rumores.
Otra vez oí cómo se aproximaban unos breves y
rápidos pasos.
“Ésta es ella” —pensé. La puerta se abrió y, en efecto,
la señora Rijcken, envuelta en el amplio manto de color
morado que cubría toda su gura, penetró en la estancia.
Sonrió al verme y me estrechó la mano amablemente.
—Buenas noches, Paul. Me alegra verle por aquí.
¿Cómo está Jan?
Entonces advirtió a través del espejo la presencia de
otra persona, permaneció con la mirada ja en la imagen
y, sin volverse, dijo:
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—¿Quién es?
Yo susurré nervioso:
—Es el señor. .
Desde el espejo dos ojos dilatados la estaban mirando
jamente.
Se desvaneció la sonrisa que había iluminado su rostro,
sobre el cual resplandecía aún, por decirlo así, la luz de las
candilejas.
Entre tanto la gura sentada en el canapé se había
levantado y saludaba con una leve inclinación de cabeza.
La señora Rijcken se volvió lentamente, sin desplegar
los labios, hacia aquel hombre y le miró inquisitivamente.
como tratando de recordarle. Inconscientemente se ajustó
el manto sobre su pecho.
“¿Y ahora qué? ... ¿Y ahora qué? ...” —pensé
completamente aturdido al ver aquellas dos personas
frente a frente en aquel horrible saloncito que de espejo en
espejo se iba dilatando con extrañas lejanías y convertía
nuestras tres guras en una apiñada multitud.
La doncella canturreaba desde la estancia contigua una
deplorable tonada callejera.
Con una expresión de in nita sorpresa, mirándome ora
a mí ora al otro, y mientras parecía debatirse por contener
unas irreprimibles ganas de reír, la señora Rijcken fué
aproximándose a su antiguo amante.
—¿Es usted?. ..
—Sí —contestó el señor Baanders con voz apenas
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perceptible.
—¿Aquí?... ¿Y por qué?...
Estaba viendo con angustia que de un momento a otro
iba a estallar en carcajadas.
—Lo sé todo —dijo él, mirando jamente a la que
desde hacía tantos años no había vuelto a ver.
—¿Qué todo? ...
En su rostro se con guró una expresión de orgullo, algo
de reto y desdén. Se echó a reír.
—Silencio —susurré yo, situándome a su lado y
poniendo suavemente mi mano sobre su brazo.
—¡Usted también! Los dos tienen el aspecto de venir a
comunicarme una desgracia —trató de bromear, pero yo
vi su boca contraída por un rictus nervioso.
—Es lo que venimos a hacer —dijo él, y su calma me
causó una impresión más profunda que la creciente
emoción que se estaba apoderando de ella—. Desde . . .
¿Desde cuándo, Paul? ¿Cuándo me lo dijo usted? ... —Yo
no estaba en condiciones de contestar a aquella absurda
pregunta—. Conozco a Jan desde hace más de un año,
pero durante todo este tiempo he estado sin saber nada.
Hasta que ayer noche ... sí, exactamente, fue ayer noche y
esta tarde ¿no es verdad, Paul? ... se me dio a conocer de
pronto la horrible realidad . . .
—Bueno ¿y qué? . .. —dijo ella descaradamente, pero
acto seguido añadió con tono más suave—: Perdónenme,
no sé lo que me digo . ..
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ocurre —dijo Jan lentamente, y sólo entonces comprendí
cuán intenso era su dolor.
Durante algún tiempo estuvimos sentados uno frente al
otro sin decir palabras. Reinaba por doquier de la noche
tan absoluto silencio que parecía como si estuviéramos
solos en el mundo.
Sin darme cuenta de ello, hubo un momento en que
apoyé la cabeza sobre mis manos, que reposaban en la
mesa, y me dormí: un sueño profundamente tenebroso.
Cuando me desperté y volví a adquirir conciencia del
mundo que me rodeaba, me pareció que había
transcurrido una eternidad desde que había entrado allí.
Levanté un poco la cabeza, vi la lámpara encendida. Jan
no estaba ya sentado a la mesa frente a mí, sino
arrodillado en un rincón del pequeño aposento, inmóvil,
delante de un cruci jo que pendía de la pared.
Yo acabé de despertarme y jé mi mirada en aquella
gura hincada de rodillas.
Transcurrió así un espacio de tiempo que me pareció
muy largo. Al n Jan se levantó y, viendo que yo estaba
despierto, se acercó con una sonrisa venturosa:
—Esto te ha hecho bien, ¿no es verdad? Lo veo en tus
ojos. Paul, esta noche tenías una expresión en tus ojos que
daba miedo. Vete ahora a la cama. Son más de las cuatro
y media.
Sin embargo, esperé todavía algo más, no podía
sustraerme al poder de su clara mirada, era como si de
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pero no comprendí aquellas palabras enigmáticas. No
me preguntó absolutamente nada. Le oculté que tanto
al señor Baanders como a la señora Rijcken había
tenido que prometerles que de cuando en cuando les
escribiría dándoles noticias de la vida de Jan. Ambos me
habían dado asimismo cierta cantidad de dinero que no
me atreví a rechazar. Y además había hablado unos
momentos con la señora Baanders. Cuando, procedente
del gabinete de trabajo del señor Baanders, descendía la
escalera, vi a su señora de pie en el pasillo, al parecer,
esperándome. Me condujo al interior de una pequeña
habitación próxima. Su sencillo semblante ofrecía
señales de una intensa emoción.
—Paul —susurró con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo
está su amigo? —Comprendí que lo sabía todo—. Le
queríamos como a un hijo propio... Está loco de dolor
—añadió señalando hacia arriba: se refería a su marido
—. Pero, ¿qué va a hacer ahora su amigo?
—Hoy mismo se marcha de la ciudad.
—Dígale que debe rezar mucho por nosotros, por su
padre —un sollozo le impidió seguir hablando por
espacio de unos instantes—; por mí, por Madeleine.
Pero no le diga que lo he pedido yo. No debe usted
hablar de mí.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza, no
supe qué decir; también a mí comenzaba a afectarme
aquello profundamente, comenzaba a ser superior a mis
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incorporados mediante unas cuantas almohadas
blancas, las quietas manos entrelazadas, reposaba en la
cama gigantesca.
Después le dejamos solo. Y cuando algo más tarde le
entré el desayuno, me dio la mano y me miró con tanta
claridad en sus ojos, con una expresión tan maravillosa,
de dicha en su rostro, que, embargado de emoción, tuve
que apretar los dientes para no llorar.
Pero su estado no experimentaba el más mínimo
cambio. Comencé a inquietarme. El doctor, que visitaba
al enfermo casi todos los días, no dejó de citarme
algunos nombres cientí cos, pero me dio la impresión
de que tampoco comprendía gran cosa de todo aquello.
Jan estaba enfermo desde hacía ya tres semanas; se
habían desvanecido aquellos gloriosos y plenos días
estivales, las ores se habían desprendido de los ramajes
y empezaba a oscurecer bajo los grandes árboles; decidí
escribir a la madre de Jan y al señor Baanders. Estuve
esperando durante días, pero no llegó ninguna
contestación.
Cuando le veía tendido en aquella cama, quieto,
silencioso, ja la mirada de sus grandes ojos —ya casi
no le quedaban fuerzas ni para moverse, y también su
voz se había debilitado extremadamente— me asaltaba
una gran angustia que no me atrevía, empero, a
expresar con palabras. Me resistía a dar crédito a mi
sospecha. Al doctor el estado de Jan le parecía de suma
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XI
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la ciudad donde ella se encontraba; tenía que
hablarme.
No vacilé un solo instante. Hice un viaje
interminable en un tren nocturno, pero me hallaba en
un estado de tal excitación que, sin detenerme a
pensarlo, hubiera emprendido un desplazamiento a
otra parte del mundo si en ella había de encontrar a la
madre de Jan.
Cuando a la mañana siguiente llegué a su hotel, un
cierto hotel Palace, y pregunté al conserje por la señora
Rijcken, el hombre me dijo, al oír mi nombre, que se
me esperaba. Un botones me condujo, por entre el
laberinto de pasillos y escaleras, a la habitación de la
actriz.
Sin saludarme, la señora Rijcken me cogió por el
brazo y me preguntó con la voz entrecortada por los
sollozos:
—Cuénteme, cuéntemelo todo, todo ... ¿Qué ha
pasado? . .. Santo Dios, Paul, ¿cómo ha podido ocurrir
así tan de repente?
Aturdido por el dolor le hablé de nuestra marcha,
hacía unas semanas, de la ciudad, para instalarnos en el
campo, de la enfermedad de Jan, de mi intento de
advertirla a tiempo, de la muerte de su hijo.
Ella escuchaba con los ojos dilatados de
consternación, arrasados de lágrimas.
Cuando me callé, preguntó:
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hablábamos casi a diario de Jan y yo tenía que contarle
una y otra vez su vida y todas las particularidades de
aquellas últimas semanas en que vivimos en el campo y
Jan permaneció enfermo. No obstante, a la larga el
dolor de la señora Rijcken, que sin duda alguna había
sido entrañable y sincero, pareció entibiarse y muy
pronto ni siquiera se llegó a citar entre nosotros el
nombre de Jan.
Aquel verano lo pasamos en un balneario de las
montañas y desde allí hacíamos todos los días grandes
e x c u r s i o n e s e n a u t o m ó v i l . Yo g o z a b a
extraordinariamente de aquella vida sin
preocupaciones, yendo de arrobo en arrobo, ya que era
la primera vez que veía la alta montaña con sus
grandiosas soledades y las conmovedoras aldeas y
pequeñas poblaciones perdidas en el fondo de los valles
o en las soleadas laderas de los montes, embozadas en
su dicha, in nitamente lejos del ardiente tumulto de la
vida. Me deleitaban las mañanas —el mundo bañado
en una luz perlina como un paraíso—, los atardeceres
impolutos y las inmensas noches misteriosas, los días
que con pausado paso avanzaban como reyes sobre los
montes, todas las horas, cuando el paisaje se deslizaba
vertiginoso hacia atrás al paso raudo de nuestro
automóvil, bajo las delicias alternantes de la luz.
Aprendí a conducir el coche y a partir de entonces
salíamos solos. Ninguna preocupación, nada de
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despachado, según costumbre, los asuntos del día y
hubimos trazado a grandes líneas el plan de hacer,
apenas terminada la temporada teatral, un gran viaje
en automóvil por el extranjero, tal vez por Italia, la
señora Rijcken dijo de pronto:
—Paul —y puso sus ojos en mí al decirlo con
con anza y sencillez, una mirada que me hizo recordar
a Jan inmediatamente—: ¿No podríamos ir hoy al
cementerio donde está enterrado Jan?
—Está bien —contesté vivamente—. Es la primera
vez. ¿Por qué no ha ido nunca?
—No lo sé …
—Es extraño que ahora no hablemos nunca de Jan,
como hacíamos al principio ...
Mas comprendí de inmediato que entonces su
estado de ánimo experimentaría un cambio.
—A pesar de todo, me acuerdo siempre de él —se
disculpó— y rezo. Tengo que rezar todos los días. Yo
creo que es él quien me obliga a ello.
Aquel día parecía consternada a causa de Jan, y y a
mí esto me produjo una gran alegría.
Hora y media más tarde nuestro automóvil entraba
en la aldea. Hacía un día tan hermoso como aquel en
que, un año atrás, Jan y yo llegábamos allí a pie. Todo
seguía igual: los árboles frutales llenos de ores, las
alquerías, los campos, el bosque, nada había cambiado.
Sólo Jan no estaba allí. Le eché en falta con
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extraordinaria vehemencia, como no me había
ocurrido durante todo aquel tiempo transcurrido desde
su muerte.
Detuvimos el automóvil delante del albergue, el
dueño y la dueña del mismo me reconocieron
inmediatamente y me saludaron con toda cordialidad y,
cuando se enteraron de que nos llevaba allí el deseo de
visitar la tumba de Jan, nos dijeron que durante todo
aquel tiempo habían cuidado de ella y que en torno a
la cruz de madera habían puesto una gran cantidad de
ores. Les pedí que dispusieran dos cubiertos para la
cena, y la señora Rijcken y yo nos dirigimos al
cementerio.
La aldea estaba sumida en el silencio y la quietud
inmensa de los campos, apenas perturbados por el
rumor fugaz del vuelo de los pájaros entre las tiernas
frondas en la proximidad y algo más lejos por algunos
ruidos campestres. Y en el minúsculo cementerio, que
circundaba un seto de elevadas oxiacantas llenas de
ores, aún reinaba un silencio y una paz más
profundos, una paz y un silencio de extáticas lápidas
sepulcrales y enhiestas cruces. Me parecía como si
hubiese encontrado entonces el origen del silencio y la
quietud.
Jan yacía en la parte posterior, junto al seto. Sobre
su tumba habían brotado algunas ores, un rosal
trepaba por la cruz de madera pintada de blanco, en la
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que guraba su nombre, la fecha de su nacimiento y la
de su muerte.
Nos habíamos llevado un cesto lleno de ores y
cuando las hubimos desparramado, sin decir palabra,
sobre la tumba, me quedé de pie mirando la cruz,
leyendo una y otra vez el nombre, la fecha de
nacimiento y la de su muerte. La señora Rijcken se
arrodilló en tierra y vi que movía los labios, rezaba.
Atravesábamos otra vez, ya de regreso, la plaza de la
aldea, cuando la señora Rijcken, mirando la
cuadrangular y chata torre de la iglesia, observó:
—¡Qué paz! Éste es un buen lugar para él.
Y al cabo de un momento:
—Voy a entrar en la iglesia un momento.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza y la
seguí.
Hacía frío en el interior de la pequeña iglesia. A
través de las policromas vidrieras penetraba una luz
maravillosa que se derramaba bajo las antiguas bóvedas
y en torno a los pilares. No había nadie, excepto el
viejo párroco, que estaba arrodillado en un reclinatorio,
muy cerca del altar. Al entrar nosotros, no se movió.
Me llamó la atención el que la señora Rijcken
humedeciera sus dedos de la mano derecha en la pila
de agua bendita situada cerca de la puerta de entrada y
se santiguara. Casi de puntillas, para no perturbar el
silencio reinante, nos dirigimos hacia la derecha, por la
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—Mientras estaba en la iglesia rezando a Nuestra
Señora, he oído súbitamente una voz —no sé decirle si
brotaba en mí misma o procedía del exterior—, que,
con suavidad, pero al mismo tiempo con ahincado
encarecimiento, me ha dicho: "Ve y escucha.” He
obedecido y he visto el interior de una iglesia que no
conozco; no se trataba de esta pequeña iglesia; era
completamente distinta. Y en el púlpito de la misma he
visto un sacerdote. Llevaba un hábito blanco y negro;
no he distinguido su rostro, pero he oído el sonido de su
voz, una voz potente y armoniosa. Y al mismo tiempo
he visto a Nuestra Señora, que tal vez se parecía a la
imagen que hay en esta pequeña iglesia, y tenia la
certeza de que me estaba diciendo: "Busca a ese
sacerdote, él te ayudará.” ¿No es asombroso?
La miré con ojos escrutadores, pero no descubrí en
ella la más mínima señal de exaltación. Hablaba con
sencillez, tranquilamente, como alguien que da cuenta
detallada de un acontecimiento del que lu sido testigo
presencial.
—¿Qué debe signi car todo eso? —pregunté algo
estúpidamente, reconociendo en mi fuero interno que
no podía dudar ni un solo momento de la veracidad de
lo que me estaba diciendo.
—No lo sé —contestó la señora Rijcken con voz
queda, la mirada ja al frente de ella, mientras
reanudábamos nuestro camino en dirección al albergue
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alucinación.'
Cuando había cesado de buscar y parecía haber
echado en olvido la confusa visión, de nuevo
experimentó el mismo fenómeno, exactamente igual
que la primera vez: vio el interior de una iglesia y al
sacerdote, y oyó el sonido de una voz y nuevamente las
mismas palabras: “Busca a ese sacerdote, él te
ayudará.”
Reanudó su búsqueda. Visitamos los lugares
conocidos y medio ignorados de peregrinación
mariana, Kevelaar, Lourdes, La Salette, todos los
parajes donde la Madre de Dios era objeto de una
devoción especial. Pero de todas partes salió
decepcionada.
En cierta ocasión le dije:
—¿Por qué no habla usted acerca de todo esto con
un sacerdote?
Ella inclinó la cabeza y se sonrojó:
—Eso no puedo hacerlo. No me atrevo. No vivo
debidamente. He vivido en el pecado durante
demasiado tiempo. ,
Pasó el verano. No habíamos entrado todavía en el
invierno, mas una neblina de mortal tristeza envolvía la
tierra, y las amarillentas hojas iban desprendiéndose
unas tras otras de los árboles, como lágrimas.
Me entregué de nuevo a disponer las cosas para
emprender la próxima campaña teatral, cuando un
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Y lo hizo tal como había resuelto.
Abandonó su rica casa y el teatro. Solamente se llevó
consigo lo indispensable al trasladarse a una habitación
de uno de los barrios más apartados de la ciudad. A
partir de entonces se vistió con extrema sencillez y me
llamó la atención lo noble y bella que se hizo la
expresión de su rostro, la prestancia de toda su persona,
y observé asimismo que de día en día se iba pareciendo
más a Jan.
Volví a alquilar una bohardilla y reanudé mi antigua
existencia, pues me negué a admitir lo que ella quiso
darme generosamente para mi mantenimiento y
nanciación de mis estudios. Y me puse a vivir en
espera de grandes acontecimientos, lleno de inquietud,
de apasionada curiosidad y de enorme asombro.
Poco tiempo después estaba trabajando en mi
bohardilla —en rudo contraste con el lujo en que me
había desenvuelto a lo largo del año inmediatamente
anterior, me ganaba la vida muy precariamente dando
clases y escribiendo crónicas teatrales— cuando alguien
llamó a mi puerta y, al decir: “¡Entre!”, penetró en mi
cuarto la señora Rijcken.
Al instante eché de ver en su rostro que había
ocurrido algo muy importante.
“¡Ha encontrado!” —pensé con intensa alegría.
—Silencio, Paul —dijo sentándose junto a mi mesa,
y sonrió como únicamente Jan sabia hacerlo en ciertos
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