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YARA
Yo sabía que algunos pueblos indígenas no comen pescados que no tengan
escamas, como aquellas especies de bagres gigantes que son el saltón, la doncella
o el dorado. Para mí, en cambio, sería una maravilla atrapar algunos de esos peces
gigantes y llevarlos a casa.
Sin embargo, pude pescar algunos boquichicos y estuve contento. El río Napo se
me abría auspicioso para alimentar a mi familia. Cidith, mi hermosa mujer,
pequeña y reilona, y mis dos hijos varones, Jair y Darío, saltarían de alegría al
verme regresar con media docena de boquichicos. Y estarían más contentos luego
de preparar la deliciosa patarashca, que yo sabía cocinar para chuparse los dedos.
Después vería el platanal, que aún no estaba a punto para la cosecha, y tendría
tiempo para visitar la quebrada donde había descubierto, al mermar el agua,
vasijas bellamente decoradas con signos geométricos de diferentes colores, muy
antiguos.
Pero mientras enfilaba la canoa hacia un varadero un poco alejado de mi casa,
por la vaciante de los ríos, vi que entre los aguajales que rodeaban una bonita
quebrada se deslizaba el lomo brillante y oscuro de una boa. Nunca había visto
una boa tan extraña. Dejé de remar para no hacer ruido y la canoa siguió su
avance hasta hundir la proa en el barroso arenal de la playa.
Bajé lentamente, caminé sin hacer ruido y logré esconderme detrás de un renaco
solitario. La boa siguió enroscándose y luego se hundió con suavidad en el agua
oscura. Casi al instante apareció una sachavaca grande, que ingresó al agua
mansamente, como si en lugar de saciar la sed quisiera bañarse sin medir el peligro
que pudiera rodearle.
Iba a intervenir, porque lo más seguro era que la enorme boa atacara a la confiada
sachavaca para comérsela. Pero algo me lo impidió. Una fuerza, quizá, del
destino.
Y ocurrió la cosa más maravillosa que había visto en mi vida.
La sachavaca, mientras se mojaba en el agua, iba convirtiéndose en un hombre,
en un montaraz como yo, de piel oscura y pelo negro, musculoso y joven. Y la
boa se transformó en una mujer hermosísima, tan bella que mi corazón me pateó

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el pecho y me condenó en ese mismo momento. Su larga cabellera negra le cubría
parte de su desnudez, y mis ojos quedaron prendidos de su belleza sin límites.
Los vi quererse durante casi una hora. Mi canoa, que no pude subir a la orilla, fue
arrastrada por las aguas mansas del río y comenzó a alejarse a la deriva.
Finalmente, el joven volvió a convertirse en la corpulenta sachavaca y se despidió
de la bella mujer.
—Volveré en la próxima luna verde —dijo.
La mujer le hizo adiós con la mano y se hundió lentamente en el agua. Al instante
emergió el torso brillante de la escamosa boa, que nadó sobre las aguas y luego
desapareció en la oscuridad del aguajal.
Corrí hacia mi canoa, que seguía yéndose arrastrada por una suave corriente, y la
alcancé a nado. Por suerte, no había llegado hacia la parte caudalosa del río y así
pude recuperarla.
Me alejé de ahí y busqué otra playa. Por fin encontré un pequeño varadero, ese
puerto ocasional que usamos los ribereños para asegurar nuestras canoas y balsas,
y ahí la amarré. Mil cosas me ocurrían en la cabeza. Llevé los boquichicos a casa
y mis hijos saltaron de alegría.
—Algo te pasa, Ricardo —dijo mi mujer, que sabía leerme el corazón.
—Solo estoy preocupado —le dije.
Y fui al baño, me lavé las manos y la cara sobre el lavatorio de plástico, y me
arrojé pensativo en la hamaca. Cerré los ojos. Al cerrarlos, nuevamente vino a mí
la imagen de la mujer boa, hermosísima, perturbadora. La belleza a menudo solo
es un adelanto de desgracias. Y eso me dio miedo.
Tuve que abrirlos para regresar a la calma. Había empezado a tener fiebre.
DOS
Frente al maestro Cuipal, nuestro médico del pueblo que vivía en la casa más
alejada y silenciosa, sentí que ardían mis ojos. El maestro era un viejo boya, pero
tenía una pipa shipiba y fumaba animadamente.
—Muchos pueblos tienen esta pipa, y no solo los shipibos —explicó—. Además,
el comercio entre nuestros pueblos ha sido tan grande que ahora usamos prendas
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de otros pueblos sin distinguirlas, como si fueran nuestras. ¿O tú inventaste los
pantalones que llevas puestos?
Sonreí. Siempre era grato oír al maestro Cuipal. Explicaba el mundo con palabras
sencillas.
—Has sido cutipado por Yara, amigo Ricardo. Yo me reí de buena gana. Eso no
podía ser cierto.
—Qué Yara ni qué nada, maestro Cuipal. No he visto a ninguna mujer hermosa,
de cabello rubio y ojos azules que surja de las aguas como una sirena, que tenga
el cuerpo blanco y la cola de pez brillante y escamoso.
El maestro Cuipal se echó a reír a carcajadas.
Los vecinos del pueblo se acercaron a mirar
Qué ocurría. Luego se retiraron murmurando.
—Es que tú crees que Yara es la sirena como la cuentan los mestizos —dijo el
viejo—. Una gringa bonita, ¿no?
Recordé que, desde mi infancia, en el colegio y en el pueblo la gente solo hablaba
de las sirenas, de las bellas y rubias mujeres con cola de pez que llevaban a los
hombres a vivir al fondo de las aguas, donde había palacios dorados, llenos de
joyas de oro y plata. Y otros contaban que, cuando una sirena se enamoraba de
ti, de premio te hacía el mejor pescador del pueblo y tu canoa se llenaba de
corvinas y gamitanas y toda clase de deliciosos peces para asados y patarashcas.
—Eso pasa cuando nuestras historias antiguas han sido reemplazadas por
historias de curas —dijo el maestro Cuipal, aspirando su bonita pipa—. Ya nadie
enseña. Ya pocos saben lo que contaban nuestros abuelos.
Me arrojó humo a la cara y volvió a reír mostrando sus dientes amarillentos.
— Se está burlando de mí! —le dije, muy serio—. ¿Por qué se ríe tanto?
—Es que acabo de ver todo lo que has visto y no te has atrevido a contarme.
Me asusté. A mi lado estaba Cidith, mi mujer, que había venido a acompañarme
preocupada por mi salud. Si ella se enteraba de que había otra mujer, aunque fuese
una boa monstruosa llegada de las profundidades de los ríos, armaría un
escándalo mayúsculo.
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Cuénteme, por favor —dijo mi mujer.
—No puedo, señora —dijo el maestro Cuipal—, y usted no debe preocuparse. Es
asunto de espíritus, de sueños, de nieblas vivientes de la antigüedad que no
podemos controlar.
-¿Entonces no puedo sanarme? —dije, preocupado.
—Es que no estás enfermo. Solo estás cutipado.
El maestro Cuipal dio una última pitada a su pipa y dio por terminada la reunión.
Salimos de su cabaña con más preocupación de la que habíamos llegado. La tierna
gallina que dejamos como retribución en casa del viejo Cuipal me pareció una
pérdida en lugar de un pago.
Esa noche soñé con Yara. Desperté sudando. Mi mujer me miraba con los ojos
temerosos, y me acariciaba el rostro.
TRES
Salí a cazar.
Me interné en el monte armado de mi retrocarga y de un machete que había
afilado a conciencia el día anterior. Sabía a dónde ir. Me topé con monos gorditos
y los dejé de lado. Un venado apetitoso pasó cerca de mí y apenas le presté
atención. Varios guacamayos chillaban como reunidos en una colpa y una sola
bala de mi retrocarga hubiera bastado para tenerlos de almuerzo. Pero seguí
caminando.
Luego de un rato, llegué al camino por donde había visto desaparecer a la
sachavaca. La busqué en silencio, hora tras hora. Me escondí entre los matorrales
y guardé silencio, con el corazón calmado y la seguridad en mi mirada. Por fin,
la encontré. Era una sachavaca brillante que todavía guardaba las manchas
violetas de la juventud, esas manchas que yo recordaba tan bien. Su trompa
movediza husmeaba en el aire con nerviosismo. Me acerqué lo más que pude.
Levanté la retrocarga. Apunté. La sachavaca olisqueó el peligro y movió inquieta
el pellejo.
Fue muy tarde.El disparo la sorprendió en la posición perfecta y cayó sin lanzar
chillido alguno. Corrí a trozarla y guardar sus restos cubiertos por hojas de bijao
y plátanos cercanos.
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Enseguida, caminé hacia la quebrada y el aguajal que la rodeaba.
Era día de luna verde, que en la ciudad conocen como luna nueva. Hacía un calor
pegajoso, como si anunciara lluvia. Me quité las ropas y me introduje en el agua,
evitando las espinas de los aguajes.
— ¡Yara, ven aquí! —grité, emocionado—. ¡Yara, te he soñado! ¡Ven conmigo!
Esperé poco tiempo. Enseguida, las aguas se agitaron y surgió el lomo brilloso de
las escamas de la boa, cuyo largo cuerpo me rodeó lentamente.
Sentí un súbito estremecimiento al contacto con la dureza y frialdad de su cuerpo,
pero me mantuve firme.
La cabeza de la boa se levantó amenazante. La boca abierta llena de filudos
dientes era un anuncio de muerte. Apreté los ojos, atemorizado.
Nunca había visto más odio que en esa mirada. Los lugareños contaban que las
boas, con esa mirada asesina, podían hipnotizar a sus presas y tragárselas sin que
ellas se dieran cuenta. Era una mirada que dolía.
—Yara —dije, casi en un suspiro.
Cuando abrí los ojos, me encontré con la bella muchacha que había visto antes.
Sus ojos negros eran amables. Su sonrisa era natural, sin malicia. Su pelo negro
era largo y le cubría la espalda. Comencé a temblar de emoción.
—Eres fuerte y hermoso —dijo la mujer. Su voz era cálida.
—No puedo vivir sin ti —le dije.
—Pero tienes mujer e hijos.
—Los dejaré por ti. Solo tú me importas.
—Vi cuando en la anterior luna verde nos mirabas desde ese renaco. Y vi cómo
mataste a mi antiguo marido. ¿Cómo debo castigarte?
—No me castigues. Acéptame como tu nuevo esposo.
Yara sonrió con una dulzura que ablandaba. Su mirada cargada de ternura me
penetró limpiamente, sin intenciones malignas, casi como una madre que mira a
su retoño. Era increíble cómo podía expresar emociones contradictorias como boa
y como mujer.

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Me acerqué lleno de deseo y la abracé. Su cuerpo pareció quebrarse entre mis
brazos. Me dejó hacer y ese día no tuve reparos para amarla.
CUATRO
Cuando desperté, era casi mediodía. Estaba tendido sobre mi hamaca, en casa.
—Hola, dormilón —dijo Cidith, mi mujer.
—Qué pasó, no recuerdo nada —dije.
—Llegaste anoche bañado de fiebre, cargando harta carne de sachavaca que
hemos cocinado esta mañana con los vecinos. Todos están felices en este pueblo.
Pero tú has dormido bastante. ¿Ya te sientes mejor?
Ya me sentía mejor. A veces la hamaca aplastaba el cuerpo y era mejor salir a
caminar.
Me metí a ducharme. Un bidón de agua fría me esperaba. Y mientras me bañaba,
lo recordé todo.
—Ven mañana, al anochecer —dijo Yara—. Debo presentarte a mis padres.
—Volveré —prometí, entusiasmado. Luego había recogido las carnes trozadas de
la sachavaca y había vuelto a casa sintiéndome cansado, extraño, como si algo
me habitase desde las entrañas.
Había tenido fiebres. Sin duda, mi cuerpo ya no me pertenecía y había comenzado
a cambiar.
Participé del almuerzo con mi familia. Mis hijos Jair y Darío me contaban
historias de la escuela, y mi mujer me hablaba de la cosecha de plátanos, que ya
se acercaba, y de que algunos regatones ya estaban curioseando y ofreciendo
precios miserables.
Al anochecer, inventé una excusa: había olvidado la retrocarga en el camino y
debía recuperarla.
Me despedí de mi familia con una mirada perturbada. Parecía como si
nuevamente la fiebre quisiera asaltarme. No sentía mi cuerpo como mío: qué
extraño era sentirse así.

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La casita quedaba atrás. Los árboles y el monte lo cubrían todo. Caminé con
apuro, como si tuviese la necesidad de definir mi vida a otro ritmo y de una vez
por todas. Entonces llegué a la quebrada de aguajales.
Ingresé en el agua, como señal. Yara emergió súbitamente y me produjo un
pequeño susto. —Te esperaba preocupada —dijo ella.
—¿Por qué preocupada?
—Tal vez te habrías desanimado y ya no me querías como tu esposa.
Sonreí entristecido. Aunque lo hubiese querido, me habría sido imposible
rehuirla. Desde que la había conocido, mi vida se había unido a ella de manera
inexplicable. No era yo el primero, sin duda; ni sería el último. Me pregunté hacía
cuánto tiempo de todo esto: ¿años, siglos, milenios? El viejo Cuipal había hablado
de seres de la naturaleza antiguos, que ya casi nadie conocía.
Volví la mirada hacia la mujer que había empezado a amar con locura y la
encontré bellísima y resplandeciente.
Me tomó una mano sonriendo.
—Vamos a casa. No tengas miedo. Ahora podrás respirar bajo el agua a mi lado.
Nos sumergimos en silencio. Al comienzo sentí algo extraño en mi garganta, pero
al poco tiempo respiré con normalidad. Mis pulmones se llenaron de agua y
recordé que, antes de nacer, los humanos respiramos en el vientre de agua de
nuestras madres. Solo había que recordarle al cuerpo que también veníamos del
agua.
Recorrimos aguas oscuras al comienzo. Una completa noche parecía reinar bajo
la superficie tranquila. Sin embargo, al poco tiempo la luz se abrió ante mis ojos
y recibí un espectáculo magnífico de todos los colores.
Vi peces en sus movimientos relucientes, anguilas huidizas y bufeos correteando
como niños; vi aguas celestes y corrientes azules, rayas oscuras, boquichicos
extraños, carachamas tímidas y un sinfín de peces que tenían formas y colores
jamás imaginados. Bajo el agua, bajo mi nueva mirada, había orgía
-había una orgía de colores difícil de describir.

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Finalmente nos detuvimos ante un tronco gigantesco que hundía sus raíces de
grandes aletas en el fondo oscuro del río, como una lupuna milenaria hundida en
el río.
—Él es mi papá —dijo Yara, señalando a un inmenso lagarto negro que surgió de
improviso.
Sus fauces de poderosos dientes me hicieron sentir una presa y temblé de miedo.
A su lado, una boa enorme, con cabeza gigantesca y extraños dibujos en el cuerpo
inacabable, me había clavado la mirada.
—Ella es mi madre —dijo Yara, señalando a la boa inmensa.
Entonces terminó la presentación y anunció que yo era su nuevo marido, y que
viviríamos bajo las aguas y tendríamos nueva familia.
Los padres de Yara dieron su consentimiento, y pronto llegaron para celebrar
numerosas especies acuáticas. Anguilas que jamás había visto en mi vida, rayas
tan grandes como botes y aguijones peligrosísimos, saltones de bigotes largos y
bocas capaces de tragarse a pescadores incautos, y muchos más lagartos negros y
blancos que pude ver en ese festival de colores y de vida que jamás habría sido
capaz de soñar.
Luego de la celebración, nos introdujimos en un apartado tronco de árbol donde
vivía Yara, tan cerca y alejada al mismo tiempo. Ese fue nuestro hogar desde
entonces. Bajo las aguas.
CINCO
Un tiempo después, tuvimos familia. Yara parió trillizos increíbles: tres boas que
crecieron pronto y que parecían tan fuertes pomo sus abuelos.
Los tres pequeños me querían y me ayudaban cuando salía a pescar, y también en
la chacra acuática, a ver las yucas, el maíz y las frutas.
Éramos una familia muy unida, y nada nos faltaba. Poco a poco, mis nuevos hijos
crecieron tanto como sus abuelos, y cuando querían se hacían tan grandes que me
intimidaban. Yara también se hacía gigantesca, y entre ellos jugaban alegremente,
enroscándose, golpeándose con la cola, deslizándose en una trenza de cuatro que
parecía interminable.

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En días así me quedaba solo en casa. Tendía mi hamaca y pensaba. Pensaba
mucho. A pesar de que mi memoria había quedado afectada y no recordaba casi
nada de mi vida anterior, igual me asaltaban nostalgias imprecisas. Eran esos
momentos en que mi antigua voluntad parecía regresar en busca de sus viejos
dominios.
Fue cuando se me ocurrió una idea.
—Querida esposa —le dije a Yara—, hace tiempo que no como una rica
patarashca, y quisiera salir a la superficie, pescar una gamitana y asarla en la
orilla. Estoy seguro de que me permitirás este favor que te pido.
Yara abrió tremendos ojos y pareció asustarse con mi idea.
Sin embargo, comprendió mi soledad y me dejó partir.
—Pero promete regresar, esposo mío —dijo Yara, con la voz cálida y la mirada
tierna, como me había enamorado.
—Mi vida está atada a la tuya, querida esposa —le dije.
Y nadé hacia la superficie a toda velocidad.
Al llegar a la playa, sentí el sol en pleno rostro, y una sensación de felicidad me
envolvió de la manera más inexplicable. Era como si de pronto mi cuerpo y toda
mi existencia hubieran vuelto a su estado puro, a su naturaleza.
Me quedé tendido unos minutos en la arena blanca.
Luego, volví al río, atrapé una jugosa gamitana con las manos y junto a un árbol
de irapay, cerca de una trocha, hice fuego con ramas secas. Fue fácil. Envolví el
pescado en hojas de bijao, que abundaba en los alrededores, y lo asé lentamente.
Fue una larga espera que finalmente rindió sus frutos. Al probarlo, el pescado,
cocinado en sus propios jugos, estaba delicioso.
En ese momento escuché risitas cerca. Me puse de pie y descubrí, entre los
matorrales, a dos jóvenes que me miraban burlonamente. Al verse descubiertos,
ambos se mostraron sin temor.
—No cocinas mal —dijo uno de ellos.
—Pero mi padre, si hubiera estado aquí, te habría enseñado algunos trucos —dijo
el otro joven, y enseguida los dos se echaron a reír.
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- Si nos invitas esa gamitana, yo pongo la sal— dijo el más joven.
Acepté de inmediato. Los jóvenes me ayudaron a cortar más hojas de bijao, donde
puse el pescado partido en tres. Una bolsita de plástico guardaba la sal, y salando
poco a poco el pescado, lo fuimos acabando.
Al terminar, los tres nos tiramos sobre la playa, satisfechos.
— ¿Y cómo se llaman, muchachos? —Pregunté— ¿Qué hacen por aquí?
—Yo me llamo Jair —dijo el más joven—, y él es mi hermano Darío. Siempre
venimos por aquí. Nos gusta este lugar.
Sentí un remezón en la memoria.
— ¿Y dónde están sus padres?
El mayor bajó la cabeza, y el menor escondió la mirada. Acababa de tocar fibras
difíciles.
—Nuestra madre está en casa —dijo el menor—, pero anda muy triste desde que
mi padre desapareció una noche y nunca más lo volvimos a ver.
—Mi madre fue donde el brujo boya, el viejo Cuipal, que le dijo que nuestro padre
había sido raptado por Yara, un monstruo de los ríos que se lleva a la gente para
siempre.
En esos momentos todo fue claro en mi memoria. De pronto, los rostros de los
muchachos se me hicieron familiares, y yo mismo debo haber cambiado de
expresión, porque mis hijos retrocedieron con un gesto de sorpresa.
— ¡Padre, eres tú! —dijeron, y nos estrechamos en un abrazo fortísimo.
Mi memoria, viva nuevamente, me había devuelto el conocimiento de mis hijos.
Una nueva felicidad me asaltaba ese día.
Volvimos a casa abrazados, riendo, corriendo, jugando como niños, conversando
del colegio, de las enamoradas y de los trabajos de la chacra. Yo prometí contarles
de mi vida con Yara al llegar a casa.
Encontré a Cidith, mi pequeña mujer, sentada en la mecedora, con un abanico de
paja en la mano y la mirada clavada en el río. Nos abrazamos tan fuerte que al

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separarnos llorábamos de alegría. Cidith me tocó el rostro, me palpó los hombros,
me acarició el pelo.
—No has cambiado nada —me dijo—. Yo, en cambio, estoy vieja.
No pudimos hablar más. Los vecinos comenzaron a desfilar, saludar, abrazar y
preguntar. Era imposible responderles. Cuando por fin se fueron, nos reunimos
los cuatro ante la cena, un caldo de gallina apetitoso, y comencé a contarles.
Les hablé de mi incapacidad de hacer algo por mi voluntad, de mis trillizos que
eran boas inmensas, de los animales bajo el agua, de la vida sencilla que se parecía
tanto a la nuestra.
Era todo como un hechizo, desde el principio, del que al parecer había logrado
escapar.
—Anda donde el maestro Cuipal —dijo mi mujer, asustada—, que él te diga qué
hacer, cómo salvarte.
—Pero si ya estoy salvado —respondí. Jair y Darío también estaban asustados.
—Vámonos a vivir a Iquitos, a la ciudad —dijo Darío.
—Vamos a Lima, mejor. Ahí no hay ríos, solo mar. Ahí no podrán encontrarte
—dijo Jair—. Y, de paso, puedo estudiar en la universidad.
Pero ¿cómo viajar, sin dinero? Si hasta para ver al maestro Cuipal había que
llevarle una gallinita. Finalmente, acepté ir a verlo.
SEIS
Con su pipa shipiba en la boca, el viejo Cuipal me miraba de reojo. Fumaba.
Nunca había conocido a nadie que fumara con tanto placer.
—No sé qué decirte, amigo Ricardo —dijo el maestro—. Estás en un problema
sobre el que yo no puedo hacer nada. Y, al parecer, tú tampoco. ¿Quién puede
hacer algo contra la naturaleza?
Sabía que por ahí no andaban las respuestas. Mis hijos y mi mujer salieron
molestos; yo salí más preocupado aún.
Al volver a casa, tomamos una decisión: íbamos a vivir una vida normal, iba a
alejarme de esa quebrada maldita donde me había topado con Yara. En fin,

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seríamos la familia unida de siempre, evitando las complicaciones. Yo me
entregaría a las tareas de la chacra y la caza, y mis hijos pescarían e irían al
colegio. En unos años, podríamos trasladarnos a la ciudad, podría ser a Pevas, tal
vez a Iquitos. Y, quién sabe, quizá a Lima.
En efecto, volvimos a la vida apacible y normal de todos los días. Mis hijos eran
muy estudiosos y sacaban buenas notas en el colegio estatal. Mi mujer tenía un
pequeño negocio de artesanías: hacía buenas estatuillas con figuras de animales
talladas en madera de topa, que vendía a algunos comerciantes. Ellos las pintaban
o barnizaban, y vendían como recuerdos a los turistas. Por mi parte, me dedicaba
por completo a la chacra, la mayor parte llena de monte y que iba recuperando
poco a poco.
Incluso me dediqué con más curiosidad a desenterrar las vasijas de los antiguos,
que tenían pinturas hermosas y de colores amarillos y rojizos. Decían que las
monjas del pueblo compraban muchas de estas vasijas a los indígenas y también
a los mestizos, para llevárselas al extranjero y venderlas en dólares y euros. Pero
yo podría venderlas en Pevas y me pagarían más. O quizá podría llevarlas a un
museo, para que todos pudieran ver los grandes artistas que habían sido nuestros
antepasados.
Así pasó un mes. Y el día de luna verde, ocurrió lo inevitable.
Era de mañana y habíamos desayunado temprano café y plátanos fritos. Mis hijos
habían ido al colegio. De pronto, uno de ellos llegó corriendo. Desde afuera y casi
sin aire por el esfuerzo, dijo que una boa había atrapado a mi hijo menor y lo
estaba ahogando. ¿Dónde?, ¿dónde?, pregunté. Y la respuesta me hizo temblar de
pies a cabeza.
—En la quebrada de aguajes.
Dejé la retrocarga que estaba alistando y me encaminé a mi destino.
Corrí solo, atravesé el monte y llegué en pocos minutos, sudando a chorros, a la
quebrada maldita. No había nadie. El agua estaba mansa y no había rastros de
pisadas sobre la arena. Todo había sido una trampa. Mis hijos debían estar en el
colegio sin saber nada.
De pronto, surgió de la espesura de la maleza un lagarto negro inmenso, furioso.

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— ¡Así que te atreviste a abandonar a mi hija!
Y de una dentellada, arrancó una de mis piernas. El dolor fue terrible y lancé un
grito ronco. La sangré empezó a borbotear y caí dando alaridos.
— ¡Abandonaste a mi hija, maldito! —oí otra voz, esta vez chillona y furibunda,
y me vi cara a cara con la boa madre, de escamas tan filudas como cuchillas.
No me dio tiempo para pensar. Hubiera podido tragarme de un bocado, pero
prefirió arrancarme la otra pierna. Mis gritos de dolor y mis llantos no calmaron
el hambre de venganza de los reptiles.
Entonces aparecieron mis hijos, mis trillizos, a quienes supliqué ayuda para curar
mis heridas. Pero ellos se hicieron gigantescos, y me mostraron más bien sus
colmillos feroces y babeantes.
— ¡Nos abandonaste, y dejaste sola a nuestra madre! —dijeron.
Uno de ellos me arrancó una mano, el otro me arrancó un brazo y el tercero se
deshizo de lo que quedaba de mi brazo sin mano. Para entonces, yo era una masa
sanguinolenta, que apenas podía emitir gritos de dolor. Ya solo me quedaban la
sorpresa y el llanto.
Entonces surgió Yara de las aguas, monstruosa, con sus escamas brillantes al sol
y sus colmillos violentos. Me clavó los ojos hasta atravesarme el escaso corazón
que aún latía en mí.
—Nos habíamos amado tanto, y me abandonaste —chilló.
—No fue mi culpa —me defendí, ensangrentado y a punto de desfallecer—. No
pude luchar contra tu embrujo. Te amé porque me obligaste a amarte.
—Nunca te obligué —dijo Yara, ahora convertida en la mujer más hermosa del
mundo, con sus palabras cálidas y mirada tierna—. Si sentiste que me amabas, es
porque así es. Siempre ha sido así.
Sentí que tenía razón. Me había rendido ante su belleza magnífica y salvaje. La
culpa había sido mía siempre. Tosí débilmente y escupí chorros de sangre.
Yara, convertida nuevamente en una boa salvaje, no escuchó más razones y se
abalanzó sobre mí.

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Vi exactamente lo que había visto el maestro Cuipal, viejo conocedor de la
naturaleza.
La boa arrancaba mi cabeza y se la tragaba con furia incontenible. El resto de mi
cuerpo se lo disputaron mis trillizos, dentellada a dentellada. Hasta que de mí solo
quedó una mancha sangrienta sobre la arena, que la lluvia que empezaba a caer
se encargaría de limpiar y desaparecer para siempre.

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VOCABULARIO
-Aguajal: área pantanosa donde crece la palmera aguaje.
-Alarido: grito muy fuerte, lastimero.
-Bagre: especie de pez sin escamas, de cabeza muy grande, abundante en los ríos
de América.
-Bijao: planta cuyas hojas, similares a las del plátano, se usan para envolver
alimentos.
-Boquichico: especie de pez comestible muy abundante en la Amazonía peruana.
-Boya: pueblo indígena que habita la Amazonía de Colombia y Perú.
-Borbotear: brotar un líquido en gran cantidad y con fuerza, haciendo ruido.
-Bufen: también llamado delfín rosado, habita las aguas del Amazonas. Es el
delfín de río más grande.
-Carachama: especie de pez que habita las zonas pantanosas de la Amazonía.
-Colpa: promontorio de arcilla donde loros y guacamayos se reúnen para
ingerirla, debido a su alto contenido de sodio, magnesio y potasio.
-Cutipar: encantar.
-Doncella: especie de bagre amazónico de gran tamaño, muy apreciada por su
alto valor nutricional.
-Dorado: una especie de bagre originaria de la Amazonía, apreciada por el sabor
de su carne.
-Furibundo: muy molesto, colérico.
-Gamitana: pez amazónico valorado por su sabrosa carne.
-Guacamayo: ave americana tropical de la familia de los loros.
-Irapay: especie de palmera pequeña que abunda en la Amazonía peruana.
-Lupuna: el árbol más alto de la Amazonía, que puede sobrepasar los 70 metros
de altura.
-Mermar: hacer que algo disminuya, consumir o quitar parte de algo.
-Mirar de reojo: mirar disimuladamente, sin voltear la cabeza.
-Montaraz: se dice de aquel que se ha criado en el monte.
-Monte: tierra cubierta de árboles o arbustos, sin cultivar.
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-Orgía: festín, exceso.


-Palpar: tocar algo con las manos.
-Patarashca: plato típico de la selva hecho a base de pescado cocido a la parrilla,
envuelto en hojas de bijao.
-Proa: parte delantera de una embarcación.
-Regatón: que regatea mucho.
-Renaco: árbol tropical que se caracteriza por estrangular y matar a otros árboles
para crecer. Por ello, se le conoce también como matapalo.
-Retoño: tallo nuevo que echa una planta. Se usa también para referirse al hijo
pequeño de una persona.
-Retrocarga: arma de fuego que se carga por la parte posterior.
-Sachavaca: el mamífero terrestre más grande de la Amazonía, que puede pesar
hasta 300 kg. También se le llama tapir.
-Saltón: pez de gran tamaño que habita la cuenca del Amazonas y tiene la facultad
de saltar en el aire.
-Sanguinolento: sangrante, mezclado con sangre.
-Shipibo: etnia de la Amazonía peruana que habita las riberas del río Ucayali.
-Topa: árbol maderero común en la región amazónica, también conocido como
palo o madera balsa.
-Trocha: camino de tierra abierto entre la maleza.

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