Orovilca

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Resumen Corto De La Obra Orovilca

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Cuando el chaucato ve a la víbora lo denuncia, inmediatamente los campesinos acuden con
urgencia encuentran al  reptil y lo parten a machetazos. El chaucato es de color pardo
jaspeado, de pico fino y largo. La víbora se arrastra por el suelo polvoriento del valle.
Cierta vez vino al claustro del colegio y cantó. Salcedo se acercó a mí, y me habló. El
chaucato es un espécimen real, es un príncipe, descubre a la víbora, es la belleza extrema.
Su color es semejante al de las rocas de la cordillera seca, de los Andes gastados que se
acercan al mar. ¡Basta ya! Gritó Wilster a mi espalda, ¡charlatán, lora de Nazca!, tenía los
ojos hundidos, era el alumno más corpulento del quinto año. Salcedo logró paralizarlo y le
dijo: Mire Wilster con que debo pelear con usted, y que sea formalmente, a la noche hay
luna. Usted y yo solos, nos quedaremos detrás de los silos. ¡Lo que buscaba! exclamó
Wilster, y se fue acompañado de Muñante. Todos los internos miraban a Salcedo con
preocupación. Se acercó Gómez el cetrino y le dijo: yo seré el juez. Era cetrino amarillento,
sus brazos y piernas eran largos y delgados. Saltaba y corría con agilidad. Cuando él
propuso: “Yo seré el juez”, disipó la intranquilidad que nos aislaba a todos. Hasta luego
jóvenes dijo Salcedo. Acostumbraba caminar en el claustro los días domingos y de fiesta no
salía se quedaba en el colegio y leía. Meditaba, él resolvía los problemas de física. En las
clases de Filosofía discutía con el profesor horas y horas hasta después incluso de las
clases. Tenía una frente ancha.   No usaba sombrero, no acató la moda, vestía al modo
corriente, y siempre de dril. Casi todos los domingos, a la hora de la retreta, veía a Salcedo
caminar solo en la acera principal de estos parques silenciosos.

En el valle de Ica, hay varias lagunas encantadas. La Victoria es la más pequeña. En los límites del
desierto están: “Huacachina”, “Saraja”, “La Huega”, “Orovilca”. La laguna más lejana de la ciudad,
en el desierto, tras de las dunas, es “Orovilca”, que en quechua significa “gusano sagrado”. Salcedo
se bañaba en “Orovilca”, yo lo acompañe varias veces, Llevábamos una sandía al hombro cada uno.
Escalábamos las dunas silenciosas, como dos pequeños insectos, de andar lento. “Orovilca” no tiene
aguas densas; puede brillar. Salcedo se tendía de espaldas en la laguna y flotaba durante largo rato.
Yo me echaba a nadar, braceando, y un halo de agua verde me rodeaba. Volvíamos cuando el sol
tocaba la cima de las montañas de arena.  Salcedo hundía su mirada en el campo negruzco y en los
confines donde aparecían los Andes. ¿Usted conoce la sierra? le pregunte. Sí me respondió el patrón
de mi padre me llevó a cazar vicuñas en las alturas, a 4,200 metros, donde se ven ya chozas de los
indios pastores. Lo deje hablar, yo no me atrevía a contestarle, le temía y le respetaba. En cualquier
momento él podría abandonar la conversación e irse a paso lento.

Wilster, cantaba con voz agradable, marcaba el ritmo de las danzas, improvisaba bailes, era tenor,
sus canciones predilectas no las habrán olvidado quienes la oyeron.  “cuando el indio llora” de
melodía triste, Wlster la entonaba melancólicamente. Lo escuchábamos y nadie bailaba, pero de
inmediato cantaba un charlestón y los jóvenes internos bailaban a toda máquina. Unos días después
Wllster odiaba a Salcedo y lo acosaba. Por eso lo había retado, y Salcedo había meditado y quiso
poner fin a esa lucha. Pero yo temía que sus cálculos fallaran esta vez. Lo seguí, ¿va usted, a
trompearse con Wilster? Le pregunte. Claro ya lo he citado. Tengo ya el candado con que asegurare
la puerta. Me pregunto. ¿Sabía usted que una corvina de oro viaja entre el mar y Orovilca nadando
sobre las dunas? No, le contesté. Y sabía también que lleva a Hortensia Mazzoni sentada en su
lomo. Yo solamente lo escuchaba. Luego se encaminó al comedor. Cuando entraba tocaron la
campana. El inspector imponía orden en la mesa. El viejo nos miró a todos, fue una comida
apresurada. Salimos. Wilster, Salcedo y Gómez, se encaminaron al corral de los silos, Salcedo
entregó el candado y las llaves a Gómez con la finalidad de asegurar la puerta.

Cuando el inspector desapareció los tres entraron al corral, se cerró la puerta. Los alumnos se
agolparon junto a la puerta. Entonces detrás de los silos empezó la lucha.  Gómez corrió hacia la
sombra. Esto no, dijo con voz fuerte. Debió separarlos porque volvió a su sitio. ¡Déjalo que se
levante! Gritó Gómez desde la pared, Salcedo había caído. Los alumnos presionaron la puerta.
¡Déjalo que se levante! Gritó de nuevo Gómez. Oímos que corrían, que se atropellaban, que giraban
tras de los silos. ¡Salcedo amigo mío, caballero, no te hagas golpear! Rogaba yo. ¡Recita ahora oye
Demóstenes! ¡Canta, ruiseñor canta! Escuchamos la voz de Wilster. Y lo vimos aparecer después,
arrastrado por Gómez. Lo traía del cuello. Sus piernas flojas araban el polvo. Tocó la campana.
¡Viene al inspector! Dijo alguien. Corrieron los internos, solo quedamos tres en la puerta. Y
continuaron tocando la campana. ¿Qué tiene Salcedo? ¿Le ha roto la nariz Wilster? preguntó un
alumno. Nada fuerte. Un poco de sangre. El Inspector venia. ¿Por qué demoran? Gritó desde el
corredor, esperó nos dejó pasar, no se dio cuenta que faltaba Salcedo. El viejo Inspector dormía con
nosotros. Cuando el portero fue a cerrar el corral encontró a Salcedo de pie, recostado en el ficus
que crece al costado, a ese lado del claustro. Le mostró la sangre de la camisa y le pidió que le
dejara salir. Tenía la cara cubierta por otro trapo blanco. Salcedo le explicó que iría solo a la botica
y que volvería enseguida. Jamás volvió. Lo buscaron. No lo encontraron. Pero Salcedo, con el
rostro ya revuelto, la piel crujiendo bajo la costra de sangre, su nariz y los ojos negros, no iba a
volver. El mar, por el lado de “Orovilca”, es desierto inútil, nadie quería buscar allí, donde solo los
cóndores bajan a devorar piezas grandes.    (1954).

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