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TEORÍA CRÍTICA DE DERECHOS HUMANOS

DESDE LO COMÚN Y LA FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN


Alejandro Rosillo Martínez

1. Introducción

El propósito de este capítulo es delinear una propuesta para repensar los derechos humanos
como procesos de resistencia y liberación, yendo más allá de la visión normativista y
positivista dominante, pero buscando no caer en un historicismo y relativismo que vacíe a la
dignidad humana como categoría crítica de la praxis. En la dicotomía clásica entre
universalismo y relativismo, que suele surgir cuando se desarrolla una teoría crítica de
derechos humanos, se pretende hablar más de un pluriversalismo (SÁNCHEZ, 2007), es
decir, de una propuesta que genere criterios de dignidad humana, con una pretensión de
“universalidad” que asuma en sí misma la historicidad de las culturas, las sociedades y los
seres humanos.
Realizaremos la conexión entre la categoría de “lo común” o el “procomún” con los
derechos humanos, en diálogo con la Filosofía de la Liberación. Para esto, en un primer
momento, describiremos tres visiones de derechos humanos que consideramos vigentes en la
actualidad; esto con el fin de ubicar los elementos teóricos que les dan sustento: dos de estas
visiones las relacionaremos con una teoría tradicional, y la tercera con la necesidad de una
teoría crítica. A continuación, desarrollaremos elementos de esta teoría crítica, con principal
referencia a Joaquín Herrera Flores y Boaventura de Sousa Santos, en diálogo con la
categoría del común, siguiendo principalmente a Christian Laval, Pierre Dardot y David
Bollier, y fundamentando desde la Filosofía de la Liberación, a través de los aportes de
Ignacio Ellacuría, Franz Hinkelammert y Enrique Dussel. Por último, cerraremos con una
breve reflexión sobre la colonialidad del poder, desde el pensamiento descolonial, que si bien
no haremos mayor profundización en esta ocasión, abre la puerta para próximas
investigaciones.

2. Tres visiones de derechos humanos

A través de su historia, podemos observar que los derechos humanos han tenido diversas
funciones, algunas de las cuales pueden considerarse contrarias y opuestas entre sí. No
obstante, más allá de sustantivizar los derechos, como si fueran “un algo”, preferimos hablar
de visiones que se relacionan a distintos usos, al establecimiento de diferentes relaciones
sociales, de distintos imaginarios y de la construcción de relaciones de poder. Tampoco nos
quedamos tan sólo con la idea de “discursos” o “definiciones”, pues tanto unos como las
otras son parte de la “visión”.
En el contexto de la globalización hegemónica, podemos encontrar diversas visiones
de derechos humanos. Por visión entendemos un entramado que incluye definiciones, teorías,
intereses, pero sobre todo prácticas concretas con un sentido real que generan tramas sociales
y relaciones de poder. Derechos humanos no los vemos como meros valores a ser realizados,
o como definiciones de derechos subjetivos que se encuentran en documentos

1
Investigador de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Correo-e:
alejandro.rosillo@uaslp.mx
constitucionales o en tratados internacionales, sino como procesos socioculturales
(HERRERA, 2005). Entonces, podemos hablar, por lo menos, de tres visiones de derechos
humanos.
David Velazco sostiene que existe “una visión hegemónica de corte conservador, que
no sólo se impone como un aspecto fundamental de la dominación simbólica neoliberal, sino
que, en la práctica, sólo reconoce los derechos liberales a la libertad, la democracia y el libre
mercado, como ese pensamiento los concibe” (VELAZCO, 2014, p. 2). Otra visión
correspondería a aquellas posturas que desarrollan el derecho internacional de los derechos
humanos, que parten del supuesto de un Estado que protege y garantiza derechos, muy
vinculados al modelo del Estado benefactor, del Estado garantista o del Estado
constitucional. Y, por último, una tercera visión, que significa la búsqueda de otras maneras
de entender y proteger derechos humanos, representadas por los movimientos sociales
antisistémicos.
De estas tres visiones, en el ámbito político es bien conocida la primera: es la política
exterior de Estados Unidos, y en general de los países del Norte global, que ven en los
derechos humanos el discurso legitimador de la seguridad jurídica para el libre comercio y
las inversiones, para el crecimiento y dominio del capital financiero, por encima de la
satisfacción de las necesidades materiales de vida de los pueblos. Por su parte, la segunda es
la más conocida en el ámbito jurídico: normas e instituciones –nacionales o internacionales–
que operan dentro o en estrecha relación con el Estado-nación para garantizar una serie de
derechos subjetivos reconocidos como universales. Ambas tienen un mismo sustento teórico,
en general, referido a la perspectiva moderna de los derechos humanos, con raíz histórica en
la Ilustración y las llamadas revoluciones burguesas; a este sustento, lo podríamos llamar la
“teoría tradicional” de derechos humanos.2
Si bien es discutible hablar de una “teoría tradicional”, hacemos referencia a algunos
puntos comunes que se encuentran en la conformación de la comprensión dominante al
respecto. Esta teoría va acompañada de un imaginario social: cada individuo se considera
igual a los demás individuos, con una esfera idéntica de derechos subjetivos. Esta esfera le
significa su campo legítimo de acción dentro de la sociedad en dos sentidos: como ámbito
donde su actuar en la sociedad no daña a otros individuos y como criterios de control del
poder político, tanto en aquello que el Estado no puede hacer para afectarlo como en aquello
que debe hacer para beneficiarlo.
Este imaginario social va acompañado de la estructura del Estado moderno y la
monopolización de la violencia que se considera legítima. Cuando un individuo va más allá
de su esfera legítima de acción, dañando a otro individuo, éste no puede “hacer justicia por
propia mano”, sino que debe solicitar la intervención del Estado. Así, esta concepción
concibe el poder como poder estatal, y a su vez divide el espacio social en público y privado.
Es en el espacio público donde se construye lo político y donde existen relaciones de poder;
en el espacio privado, a su vez, se construyen relaciones igualitarias y voluntarias.
Más allá de discusiones iusnaturalistas o iuspositivistas –pues al final ambas posturas
responden a ese imaginario social–, es evidente que este esquema intenta, como señalaba
Ignacio Ellacuría (2012), responder a realidades y resolver problemas que no corresponden
a los de las mayorías populares, a los pueblos indígenas, y a otras subjetividades que no se
están en las coordenadas del ciudadano burgués. Y esto es así, entre otras cosas, por ciertas

2
Nombrar como “teoría tradicional” es por referencia al clásico texto de Max Horkheimer, donde contrapone
la teoría crítica a la teoría tradicional (HORKHEIMER, 2003).
limitaciones que se encuentran en el imaginario social que alientan y crean estas visiones de
derechos humanos.
Entre las limitaciones que se pueden destacar, se encuentran las siguientes:
a) Expresar en términos universalistas los intereses, la forma de vida, la corporalidad
y la concepción del mundo de una subjetividad concreta. Es decir, la construcción
de un sujeto de derechos humanos abstracto, pero cuyas características e intereses
responden en realidad a una forma concreta de construir el mundo. Con esto se
desconoce la diversidad en las subjetividades humanas y las diversas formas que
existen para dar sentido al mundo.
b) Construir una concepción de poder, en función de cierto imaginario social, que lo
reduce a la relación Estado-individuo. Los derechos humanos cobran sentido como
herramienta de control del poder, pero solo del poder “político”, en la forma del
Estado. En efecto, otras relaciones de poder que lesionan o ponen en peligro la
dignidad humana se invisibilizan o se consideran ajenas a los derechos humanos.
c) Se reduce el espacio a lo “público” –donde se inserta el campo político– y lo
“privado” –donde rige el acuerdo de voluntades libres e iguales–. En efecto,
derechos humanos se entiende solo como cuestión “pública”, negando la calidad de
relación política a la que se genera en otros ámbitos espaciales.
Podríamos enumerar otras limitaciones de esta concepción de derechos humanos. Por
lo pronto, nos quedamos con estas, pues son suficientes como punto de inicio para el objetivo
de este capítulo.
Por su parte, la visión menos conocida, y que requiere por parte de la academia una
mayor reflexión, es la tercera: aquella que se genera desde subjetividades emergentes,
movimientos antisistémicos, es decir, desde abajo. A ésta, la nombraremos como una visión
liberadora de derechos humanos.
Diversos autores relacionados con los procesos liberadores de pueblos o sujetos
oprimidos por las actuales estructuras de la globalización capitalista, han destacado la
importancia de trascender de las visiones clásicas de derechos humanos a una compleja. Así,
por ejemplo, inspirado en gran parte por la filosofía de Ellacuría, Juan Antonio Senent afirma:

“[L]a perspectiva que (…) vamos a adoptar está marcada por la búsqueda de una
‘visión compleja’ del fenómeno de los derechos humanos que reconozca la
dimensión ‘procesual’ de la dinámica de los derechos humanos. Ya adelantamos que
no pretendemos que darnos ni en una dimensión positiva e institucional, ni
meramente axiológica, ni moral como explicación suficiente del fundamento de los
derechos. Más bien trataremos de dar cuenta de lo que está posibilitando en un
sentido radical el complejo fenómeno histórico que representan los derechos
humanos” (SENENT, 2007, p. 29).

Por su parte, David Sánchez Rubio señala que ante los procesos sociopolíticos y
socioeconómicos de transformación y de restructuración del capitalismo en un contexto de
globalidad, el paradigma epistemológico y racional-científico de la simplicidad y técnico-
formal estatalista fracasa, mostrándose insuficiente y carente. Por lo tanto, hace un llamado
a ejercitar el pensamiento complejo en el siguiente sentido:

“El imaginario positivista, formal y estatalista del Derecho se derrumba con este
nuevo paradigma de la complejidad. Si la simplicidad fragmenta, divide e
incomunica a los saberes, (…) ahora hay que apostar por la interacción y la
interdisciplinariedad de las racionalidades. No sólo se trata de abrirse a otras
disciplinas y luchar contra la resistencia gremial y los celos corporativos. Los
horizontes de las disciplinas deben abrirse desde su interior. Se amplía la
comunicabilidad de todas las partes de lo real. No es que únicamente el Derecho se
relacione con la Economía, la Ética y/o la Política, sino que al interior de lo jurídico
hay elementos económicos, políticos, culturales, éticos y de género. Lo mismo
sucede con el resto de ámbitos en los que se desarrollan las relaciones humanas”
(SÁNCHEZ, 2010, pp. 15-16).

Las praxis de liberación que han efectuado diversos sujetos en los últimos tiempos
muestran que la manera normativista-liberal-burguesa de concebir los derechos humanos no
da cuenta cabalmente de la realidad. Por eso es necesario abrirse a la complejidad, a recuperar
su conexión con la realidad, y de ahí que Boaventura de Sousa Santos señale que actualmente
“el derecho, que redujo la complejidad de la vida jurídica a la seguridad de la dogmática,
redescubre el mundo filosófico y sociológico en busca de la prudencia perdida” (SANTOS,
2009a, p. 48).
Una visión liberadora de derechos humanos busca no mutilar lo humano; parte del
sujeto vivo, corporal y necesitado, y lo mantiene como su punto crítico (ROSILLO, 2013).
No cae en el solipsismo normativo, ni en el formalismo, sino que aborda derechos humanos
desde las diversas parcelas de la realidad histórica donde inciden. Esto porque son momentos
de la praxis de liberación de los seres humanos que se constituyen como sujetos en el
encuentro con otros sujetos y con el mundo, en busca de producir, reproducir y desarrollar
sus vidas. En efecto, su soporte se refiere a una teoría crítica; si entendemos por ella, entre
otras cosas, “toda teoría que no reduce la ‘realidad’ a lo que existe” (SANTOS, 2000, p. 23),
entonces las otras visiones de los derechos humanos no pueden tener este fundamento. Su
pretensión de delimitar con precisión y con claridad a los derechos humanos conlleva pensar
la realidad sólo a lo que existe. Es decir, una visión liberadora de derechos humanos está en
función de abrir el pensamiento para valorar las alternativas a lo dado empíricamente.
Derechos humanos deben ser motivo, más que de conformidad con un “sistema
constitucional de derechos”, de incomodidad, de inconformismo y de indignación ante las
realidades que deben ser transformadas y superadas.
En la conformación de esta teoría crítica de derechos humanos, que responde a una
visión liberadora, ¿cómo podría intervenir “lo común” o “el procomún”? Es lo que a
continuación desarrollaremos.

3. Teoría crítica de derechos humanos y el común

Hemos afirmado la necesidad de una teoría crítica de derechos humanos que corresponda con
una visión liberadora. ¿Qué entendemos por teoría crítica de derechos humanos? Ellacuría
señala que la función liberadora de la filosofía parte de la constatación de la existencia de
ideologías como una de las fuerzas que empujan la historia. De ahí la necesidad de una
función crítica y de una capacidad creativa de la filosofía, en uso de un logos histórico3 que

3
Según Ellacuría (1999: 599), el conocimiento de la realidad histórica necesita un logos histórico, no un logos
predicativo. Es decir, no de una adecuación entre entendimiento y cosa, sino que la verdad de la realidad se
dimensiona de manera prioritaria desde la propia praxis histórica del ser humano.
va más allá del logos contemplativo y no se reduce a un logos meramente práxico. Todo esto
posibilitado, en parte, por ubicar el lugar epistemológico en la lucha por la liberación
realizada por los pueblos; o, a juicio de Boaventura de Sousa Santos, como principio básico
para la construcción de la teoría crítica, se debe orientar a “maximizar la objetividad y a
minimizar la neutralidad” (SANTOS, 2000, p. 33). Es decir, se entiende por teoría crítica de
derechos humanos aquella que piensa desde la realidad a partir de las víctimas de los
sistemas. Esto significa una comprensión de la inteligencia humana en la que la verdad no
está dada, sino que se va construyendo.
Como señala Dussel, “se trata, entonces, de tomar en serio al espacio, al espacio
geopolítico. No es lo mismo nacer en el Polo Norte o en Chiapas que en Nueva York”
(DUSSEL, 1996, p. 14). Por tanto, una teoría crítica de derechos humanos busca más, como
veremos, la construcción no de ciudadanos burgueses de un Estado moderno sino de
personas, pueblos y comunidades que, ante la exclusión de que son víctimas, se empoderan
para llegar a ser sujetos de su propia historia.
Un punto de partida es asumir la complejidad, superando el reduccionismo que se da
en la teoría tradicional que sustenta la visión liberal capitalista (el ser humano como mero
individuo en busca de sus intereses, dentro de la dicotomía Estado-Mercado), y la visión
normativista-axiológica (los derechos humanos como normatividad nacional e internacional
que desarrolla valores universales). Para recuperar esta complejidad, la categoría del común
o el procomún puede ser útil.

3.1. El común o procomún4

Para explicar la acción colectiva, y en especial para otorgar nuevas categorías de análisis a
las luchas sociales de las últimas décadas, diversos autores han desarrollado la idea del
“común” o de lo “procomún”. Se trata de una categoría que se refiere tanto a la recuperación
de una historia invisibilizada por la Modernidad, como a una forma de entender la
construcción de las relaciones y espacios sociales que ha sido confrontada y destruida por el
desarrollo del capitalismo. Es de destacar la obra publicada en 1990 por Elinor Ostrom
(2011), El gobierno de los comunes, donde demuestra a partir de experiencias en diversas
partes del mundo, la posibilidad de una gestión colectiva sustentable de los recursos comunes
sin la necesidad de la propiedad pública o privada. Demostró que, en una gran cantidad de
casos, las comunidades (o los comuneros) satisfacen sus necesidades de manera colectiva y
organizada, utilizando de manera equitativa y racional recursos como el agua, los bosques,
las praderas, etc. Esto gracias a que los pobladores tienen la capacidad de establecer normas
dinámicas que permiten un control de uso, acceso e infracciones a los recursos comunes.
Las investigaciones de Ostrom contradicen uno de los dogmas de la economía
convencional capitalista, que sostiene que en el mercado los individuos actúan bajo su propio
egoísmo con deseos ilimitados, por lo que considerar que pueda existir la cooperación y la
gratuidad en la gestión de los recursos naturales es una creencia ingenua y peligrosa. Este
dogma se le ha conocido como la “tragedia de los comunes”, en referencia al artículo
publicado por Garrett Hardin en 1968, donde se afirma que la degradación del ambiente se

4
Usaremos de manera indistinta el sustantivo “común” y “procomún”, pero siempre diferenciándolo del
adjetivo calificativo y de la referencia a algo común. Se usa como sustantivo porque, como veremos, se refiere
no tanto a un bien o un conjunto de bienes colectivos, sino a la praxis, a la acción, que genera la autogestión, el
autogobierno, etc., y que crea, entonces sí, los bienes comunes.
dará al final de cuentas cuando se trate de un escenario donde muchos individuos utilizan un
recurso común escaso. Pone como ejemplo el caso de un pastizal abierto a todos, y sostiene
que un pastor racional buscará su beneficio directo, y entonces procurará un beneficio mayor
de manera directa introduciendo más animales a pastorear; al final, como los demás
individuos harán lo mismo, el pastizal se terminará. Según Hardin:

“Ahí está la tragedia. Cada hombre se encuentra atrapado en un sistema que lo


compele a aumentar su ganado sin ningún límite, en un mundo que es limitado.
La ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se precipitan, persiguiendo
cada uno su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes
comunes” (HARDIN, 1968, p. 1244).

La misma postura fue sostenida por diversos economistas, usando la “tragedia de los
comunes” para analizar diversos problemas alrededor del mundo. Al final, sostienen que
donde una gran cantidad de individuos tiene un acceso a un recurso para uso común, la
extracción será mayor al nivel óptimo para su sustentabilidad (OSTROM, 2011, pp. 37-38).
En conclusión, la tragedia sólo puede superarse a través de una regulación externa y vertical
de ese recurso, quitándole su característica de común, para hacerlo privado o público. Es
decir, la propiedad pública o privada de ese bien es la solución contra la tragedia; así, de
manera centralizada y vertical se generará una regulación que permita un uso racional y
sostenible del recurso.
Los resultados de Ostrem abrieron pie a una cantidad importante de investigaciones,
fundamentando una práctica y una ética de la economía de la suficiencia (BOLLIER, 2016,
pp. 38-39). Pero, sobre todo, y es lo que nos interesa en este capítulo, dieron pie a desarrollar
dos puntos fundamentales: recuperar el común de la tiranía de la narrativa que ejercía la
“tragedia de los comunes”, que conllevó a realizar una historia del procomún. Y a partir de
la recuperación de esta historia, dar cuenta de dos cuestiones: (1) que el común ha existido a
través de la historia de la humanidad y que su destrucción ha sido parte de los procesos de la
expansión de la Modernidad capitalista; y (2) que el fundamento de lo común no está en los
bienes colectivos, sino en algo más radical, en la praxis instituyente.
En cuanto la narrativa histórica del común, se recuerda que desde Aristóteles, quien era
filósofo de la aristocracia ateniense, se encontraba ya una postura en contra, semejante a la
de Hardin: “Lo común a muchos recibe el mínimo cuidado: cada cual se preocupa muchísimo
de lo propio, de lo común muy poco, o sólo en cuanto atañe a él, en cuanto a los demás se
desentiende mucho, pues otros [así se piensa] se preocuparán [de ello]” (ARISTÓTELES,
2000, p. 70). Aunque también se recupera el uso de la palabra “común”, como cosa, como
bien o como finalidad, durante el pensamiento griego, el romano y el teológico medieval
(LAVAL, 2015, pp. 27-49), destaca la lectura que se realiza sobre la enclosure (cercamiento)
de los comunes en el siglo XIII inglés; la Carta Magna de 1215, y la Carta Foresta de 1225,
se interpretan en el contexto de luchas de resistencia de los commons a la afectación del
dominio real de los bosques (LAVAL, 2015, pp. 335-353).
La transición a la Modernidad significó, en parte, un crecimiento y un aceleramiento
de los procesos de cercamiento de lo común (primero, las tierras; luego, los conocimientos).
La organización autogestionada de diversas comunidades, principalmente campesinas5
aunque también urbanas, fue atacada y destruida de manera violenta, para lograr la
instauración del Estado moderno y el sistema capitalista. Lo común fue cercado, y sustituido
por la lógica de la propiedad privada o de la lógica centralista del Estado y la propiedad
pública. En este proceso, la persecución de las mujeres, significó también una expropiación
sobre la corporalidad y la reproducción femenina (FEDERICI, 2015).
Es de destacar la recuperación que, desde la categoría del común, se realiza de algunos
textos de juventud de Karl Marx, especialmente el titulado “En defensa de los ladrones de
leña”. Aquí se muestra la crítica que realiza Marx a un proceso de cercamiento de lo común,
cuando el Estado prusiano tipificó como delito la recolección de la leña –ramajes caídos en
los bosques–, que era una costumbre considerada como un derecho de los pobres para su
subsistencia (BENSAÏD, 2015). Un bien común, que se autogestionaba desde la comunidad
de campesinos pobres, pero que fue cercado para convertirlo en una mercancía: el Estado usó
la ley para beneficiar al mercado, protegiendo la propiedad privada contra el uso común. Se
impuso la lógica de la mercantilización contra la lógica de la autogestión.
Desde entonces, el cercamiento del común se ha dado en los diversos aspectos de la
vida, a través de la privatización y la transformación de toda actividad en mercancía. La
regulación de la Modernidad, sustentada por el Estado y el Mercado, por lo privado y lo
público, ha significado un constante cercamiento del común: en los recursos naturales, en los
espacios e infraestructuras, en el conocimiento y la cultura, en el arte y la estética, etc. Como
afirma Bollier:

“…una vez que aprendemos a identificar los comunes y a entender su dinámica,


resulta evidente que la privatización y mercantilización de nuestra riqueza común
es uno de los mayores escándalos de nuestra época que pasan inadvertidos y
cuyos efectos perniciosos podemos encontrar en todas partes. (…) Esta práctica
suele recibir el nombre de cercamiento de lo comunal, proceso a partir del cual
las corporaciones despojan los entornos naturales de sus recursos de valor, a
menudo con apoyo y autorización del gobierno, y exigen el cálculo de su valor
en función de los precios de mercado.” (BOLLIER, 2016, p. 43)

Si bien la Modernidad se ha distinguido por cercar lo común, una gran cantidad de


luchas sociales, pasadas y contemporáneas, se han caracterizado por defenderlo. En este
sentido, se habla del paradigma de lo procomún (BOLLIER, 2016, pp. 177-179), que consiste
tanto en procesos de resistencia –contra el cercamiento del común– como en procesos de
creatividad –generación de nuevos comunes–. El resurgimiento del común se ha convertido
en una práctica global, tanto porque tiene que ver con recursos, bienes, actividades y prácticas
variadas, como porque han intervenido poblaciones de distintas partes del mundo.
Pero, ¿cuál es la principal contribución de esta categoría del común o procomún? Ésta
consiste en diferenciar los bienes comunes, el bien común, las instituciones, de la praxis
instituyente. Es decir, asumir que lo radical al hablar del común no es el recurso o el bien, o
el tipo de institución o reglamentación, sino el proceso que crea el común y lo renueva
constantemente. Es decir, en palabras de Laval y Dardot:

5
Según Laval (2015, p. 110): “Recordemos que por comunes se entiende de entrada el conjunto de las reglas
que permitían a los campesinos de una misma comunidad el uso colectivo, regulado por la costumbre, de
caminos, bosques y pastos”.
“El concepto de ‘praxis instituyente’ tiene por primera función hacer inteligible
una creación así: instituir nuevas reglas de derecho es, en efecto, crear una nueva
institución, al menos si se entiende por ‘institución’ el sistema de reglas surgido
de la actividad instituyente y no esta actividad en sí misma” (LAVAL, 2015, p.
504)

Lo común no es prioritariamente un objeto o un recurso que, por su naturaleza, sea de


uso colectivo, sino las instituciones que se crean y recrean a partir de la praxis instituyente.
Por eso, el común incluye recursos físicos o intangibles de diversos tipos (recursos naturales,
conocimientos, creaciones, etc.), pero se trata de un paradigma en que interviene un sujeto
colectivo determinado, con un conjunto de prácticas sociales, valores y normas utilizadas
para gestionar esos recursos. Es decir, como señala Bollier, “el procomún es un recurso +
una comunidad + un conjunto de protocolos sociales. Los tres elementos conforman un todo
integrado e interdependiente” (BOLLIER, 2016, pp. 24-25). Lo central no es preguntarnos si
tal recurso es un bien común, sino si hay un sujeto colectivo que ha instituido la manera de
gestionarlo como común.
El paradigma de lo procomún, cuyo punto radical se encuentra en la praxis instituyente,
tiene una característica fundamental: no puede ser predeterminado en leyes universales, ni
pretende proponer un modelo abstracto de gestión. Al contrario, la praxis instituyente, aunque
parte de lo dado, significa la creación de instituciones que posibilitan al sujeto colectivo
concreto a dar más de sí: “…lo común nunca se presenta bajo la forma de un esquema
universal preparado para su uso, como una fórmula de acción que se podría trasponer a todos
los dominios” (LAVAL, 2015, p. 511). Instituir un común es un acto de creación, pero
también de resistencia ante situaciones de despojo, que se genera desde un sujeto colectivo
concreto, en un contexto histórico determinado. Esto no significa que lo común sea “una
palabra goma” que pueda referirse a cualquier situación (LAVAL, 2015, p. 27). Al contrario,
se trata de rescatar la diversidad en la unidad, la pluralidad en una universalidad analógica
(BEUCHOT, 2009). En este sentido, Bollier habla de principios amplios que son capaces de
adaptarse a circunstancias locales:

“Encarna principios amplios (la participación democrática, la transparencia, la


equidad y el acceso para uso personal), pero también se manifiesta en modos
sumamente idiosincráticos. Por eso me gusta comparar el procomún con el ADN.
Los científicos dirán que el ADN está ingeniosamente poco especificado
precisamente para que el código de la vida pueda adaptarse a las circunstancias
locales. El ADN no es de carácter fijo ni determinista, es parcial y flexible, crece
y se modifica” (BOLLIER, 2016, pp. 27-28)

La universalidad del común es la referida a la praxis instituyente, es decir, que los


miembros de una comunidad se constituyen como un sujeto colectivo que establece una
institucionalidad para la autogestión. De ahí que Laval y Dardot no hablan de principios
amplios, sino de un solo principio político: “Lo común no es un bien, (…) Es el principio
político a partir del cual debemos construir comunes y hacer con ellos para preservarlos,
extenderlos y conseguir que sobrevivan. Es, por este mismo motivo, el principio político que
define un nuevo régimen de las luchas a escala mundial.” (LAVAL, 2015, p. 59). En este
sentido, no se trata de una universalidad abstracta, sino sólo del principio que funda el sentido
que debe tener la praxis, la praxis que decide el carácter de común de una cosa o de un
conjunto de cosas, a través de la participación activa y deliberante de los sujetos.

3.2. Derechos humanos y el común

Una vez delineadas las principales características del común, veamos sus aportes para una
teoría crítica de derechos humanos. Siguiendo lo dicho líneas arriba, debemos superar la
simplificación que la teoría tradicional ha impuesto a los derechos humanos. Veamos cómo,
la simplificación conlleva, irremediablemente, a la negación o al cercamiento de lo común.
Una teoría crítica de derechos humanos, decíamos, tiene como fundamento
epistemológico el logos histórico, en palabras de Ellacuría. Un logos que asume como lugar
epistemológico a los sujetos excluidos y explotados, y que realiza una síntesis entre la
necesidad de comprensión crítica y de transformación de la realidad histórica. Esto conlleva
a asumir la complejidad de derechos humanos.
La teoría tradicional de derechos humanos se inscribe, tanto en la visión neoliberal
como en la normativista-axiológica, en la epistemología hegemónica de la Modernidad, que
busca ideas claras y distintas como bien describe Morin:

“Vivimos bajo el imperio de los principios de disyunción, reducción y abstracción,


cuyo conjunto constituye lo que llamo el ‘paradigma de la simplificación’. Descartes
formuló ese paradigma maestro de Occidente, desarticulando al sujeto pensante (ego
cogitans) y la cosa extensa (res extensa), es decir filosofía y ciencia, y postulando
como principio de verdad a las ideas ‘claras y distintas’, es decir, al pensamiento
disyuntor mismo” (MORIN, 2005, p. 29).

En este contexto, para Morin, “es complejo aquello que no puede resumirse en una
palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse
a una idea simple” (MORIN, 2005, p. 21). De ahí que se hable de una oposición entre un
pensamiento simplificador y un pensamiento complejo. Por un lado, el pensamiento
simplificador busca aislar lo que separa y oculta todo lo que religa e interactúa, busca poner
orden e intenta destruir el desorden. Mediante procesos de abstracción e idealización, se
reduce la complejidad de la realidad, simplificándola para poder abarcarla y comprenderla.
Desde este paradigma se ordena, jerarquiza y conceptualiza como medios para llegar,
supuestamente, a la realidad. Son procesos útiles para desarrollar el conocimiento, pero si se
desconoce qué se elimina y qué se añade, se absolutizan. El pensamiento simplificador no es
capaz de concebir lo uno y lo múltiple; sus opciones se reducen a unificar abstractamente
anulando la diversidad o, por el contrario, yuxtapone la diversidad sin concebir la unidad.
Por su parte, el pensamiento complejo busca rendir cuenta de las articulaciones entre
dominios disciplinarios quebrados por el pensamiento simplificador. Así, el pensamiento
complejo busca generar un conocimiento intermultidimensional.
Durante la Modernidad, el pensamiento simplificador, al ser uno de los pilares de
regulación (SANTOS, 2005), negó la diversidad de la juridicidad, en búsqueda de la
seguridad y el orden que pretende otorgar la dogmática y la lógica-formal cartesiana. En
cuanto a derechos humanos, el intento del pensamiento jurídico de generar un concepto o una
definición expresada en una “idea clara y distinta”, más que una mejor protección a la
dignidad del ser humano, ha traído como consecuencia una mutilación de la realidad y ha
desconocido la materialidad de la praxis histórica donde se insertan. Ha encerrado a derechos
humanos en un idealismo que desconoce diversas parcelas de la realidad y, por tanto, impone
la idea por encima de los hechos.
Las consecuencias simplificadoras y disgregadoras del pensamiento moderno en el
ámbito jurídico, se podrían resumir en las siguientes consecuencias (SÁNCHEZ, 2010):
a) Se reduce el derecho al derecho estatal, asumiendo el monismo jurídico e ignorando
otras expresiones jurídicas no estatales (pluralismo jurídico); se cree que el derecho
es norma o institución, y se termina absolutizando la ley del estado.
b) Se separa sin capacidad autocrítica el ámbito de lo público y de lo privado; el
ámbito de lo jurídico y de lo político, de las relaciones de poder y de lo ético; la
práctica y la teoría en materia de derechos humanos; la dimensión previolatoria de
la postviolatoria de derechos humanos.
c) Se abstrae el mundo jurídico del contexto sociocultural en el que se ubica y por el
que está condicionado; se vacía y se desplaza lo humano, lo corporal, lo físico, y se
sustituye al ser humano real por seres sin atributos y descontextualizados.
Esta simplificación de lo jurídico, hace que el derecho y los derechos humanos se
conviertan en estrategias de cercamiento de lo común. En su análisis del Common Law, Laval
y Dardot dan cuenta, sin expresarlo así, de cómo esta epistemología invisibiliza lo que es
auténticamente lo común tratándose de la generación del derecho. Al analizar la costumbre
como raíz del derecho común, dan cuenta de dos concepciones hegemónicas, afianzadas
durante la Modernidad: la “razón común” que es desvelada por la valoración judicial; y “lo
común” que lo es por no restringirse a lo local, sino porque se refiere a toda la nación o a la
humanidad entera. En ambos casos, el paradigma simplificador se hace presente a través de
la abstracción, anulando la diversidad. La consecuencia de esta construcción del derecho es
que la ley no es producto de una praxis instituyente, sino de prácticas de cercamiento de lo
común.
En cambio, la costumbre es compleja, es un terreno de conflictos, donde se enfrentan
o convergen las diversas fuerzas sociales. De ahí que la costumbre, o su interpretación, estaba
en función del sujeto que la pronunciaba y empleaba. Los comuneros usaban o se valían de
la costumbre para defender lo común, o para recuperar las prácticas que hace de algo, un
común; así generaban una praxis instituyente de resistencia y creación. En cambio, el
pensamiento simplificador, contrario al desorden, vincularía el common law a la razón de
expertos que supuestamente descubrían y afianzaban el derecho contenido en la costumbre.
Aunque en realidad:

“(…) contrariamente a lo que pretende la ideología de la Common Law, la razón


de los expertos judiciales no es limita a ‘descubrir’ y a ‘declarar’ un derecho ya
incorporado a las costumbres, contribuye activamente a modelarlo y a producirlo
a voluntad, pisoteando el criterio de antigüedad y descalificando a los usuarios
de lo común con categorías imprecisas” (Laval, 2015, p. 363)

Esta simplificación a través de la abstracción, y como miedo a lo diverso y a lo múltiple,


se expresa con claridad en la teoría tradicional de derechos humanos. Un ejemplo es la
problematización que se lleva a cabo respecto al uso del término mismo de “derechos
humanos”. Sin duda, no es fácil de definir, ni tampoco es simple y claro, pues su uso tiene
que ver con diversas parcelas de la realidad humana (como es la costumbre). La pretensión
del pensamiento simple es asumir esta dificultad como un aspecto negativo a eliminar,
acusando a “derechos humanos” de ser un concepto ambiguo y manipulable. Por ejemplo,
Manuel Atienza señala que es un término: 1) ambiguo, por presentarse entre el derecho y la
moral; 2) vago intencionalmente porque no es posible encontrar una serie de notas que
definan todas las situaciones en que se habla de “derechos humanos”; y 3) afectado de una
emotividad que en ocasiones provoca que no tenga significado descriptivo alguno
(ATIENZA, 1989, p. 171). Es decir, se asume la complejidad como algo negativo que se
debe eliminar a favor de la claridad y la distinción, de evitar el conflicto, a pesar que ello
signifique la mutilación de la realidad; aquí se aplica la crítica que realiza Morin al
pensamiento simplificador: “La complejidad no sería algo definible de manera simple para
tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad es una palabra problema y no una palabra
solución” (MORIN, 2005, p. 22). En efecto, asumir la complejidad no significa una solución
o una palabra final sobre cuáles son los derechos humanos y definir su contenido exacto.
Los posibles problemas generados por la vaguedad del concepto “derechos humanos”,
por su ambigüedad, o por su alta carga emotiva no se han de solucionar a través de la
mutilación de la realidad, y de desconocer las praxis de liberación de los pueblos. Debemos
asumir la complejidad de derechos humanos y aprender a conocerla, pues “[n]o se trata de
retomar la ambición del pensamiento simple de controla y dominar lo real. Se trata de
ejercitarse en un pensamiento capaz de tratar, de dialogar, de negociar, con lo real” (MORIN,
2005, p. 22).
La teoría tradicional de derechos humanos, imbuida en el paradigma de la simplicidad,
funciona finalmente como patrón de medida y de exclusión; siempre habrá algo o alguien
que quedará marginado del análisis y de la práctica por no responder a ese patrón. Tanto las
posturas iusnaturalistas como las iuspositivistas, la visión neoliberal como la normativa-
axiológica, son excluyentes y simplistas, sea porque colocan a derechos humanos en un plano
de abstracción ajeno a la historia y a las praxis concretas, o porque reducen el derecho a las
normas creadas por el Estado, negando la capacidad creadora de juridicidad de las personas
y los pueblos.
El sujeto de derechos humanos también es sometido a la simplificación. La subjetividad
del pensamiento jurídico moderno ha sido la del sujeto abstracto, que no asume cabalmente
al sujeto que se autogenera a partir de su praxis. En diversas doctrinas iusfilosóficas tan
alejadas en otras cosas6, lo subjetivo no es en referencia al sujeto como ser corporal –que

6
Casos paradigmáticos son el de Hans Kelsen y de John Rawls. Por ejemplo, tratándose del primero, se pregunta
en qué consiste la situación objetiva que la teoría tradicional caracteriza diciendo que el orden jurídico confiere
al hombre, o a ciertos hombres, personalidad jurídica, es decir, la calidad de persona. Se contesta: “En no otra
cosa sino en que el orden jurídico impone obligaciones y otorga derechos a los hombres. ‘Ser persona’ o ‘tener
personalidad jurídica’ es idéntico a tener obligaciones jurídicas y derechos subjetivos”. De ahí concluye: “La
persona como ‘portador’ de obligaciones jurídicas y derechos subjetivos, no es, por cierto, algo distinto de esas
obligaciones y derechos, como cuyo portador es representado”. Y también: “La personas física o jurídica que
‘tiene’, como su portador, obligaciones jurídicas y derechos subjetivos, es esas obligaciones jurídicas y derechos
subjetivos; es un conjunto de obligaciones jurídicas y derechos subjetivos, cuya unidad se expresa
metafóricamente en el concepto de persona. La persona no es más que la personificación de esa unidad”. “[L]a
persona física no es el hombre que tiene derechos y obligaciones, sino la unidad de derechos y obligaciones
cuyo contenido es el comportamiento de un hombre” (KELSEN, 1965, pp. 182-183). Por su parte, es conocida
la hipótesis de trabajo de John Rawls, que elimina el contexto y la identidad de la persona como sujeto de la
justicia y de derechos: “En la justicia como imparcialidad, la posición original de igualdad corresponde al estado
de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social. Por supuesto que la posición original no está pensada
como un estado de cosas históricamente real, y mucho menos como una situación primitiva de la cultura. Se
considera como una situación puramente hipotética caracterizada de tal modo que conduce a cierta concepción
de la justicia. Entre los rasgos esenciales de esta situación, está el de que nadie sabe cuál es su lugar en la
sociedad, su posición, clase o status social; nadie sabe tampoco cuál es su suerte en la distribución e ventajas y
requiere de bienes para producir y reproducir su vida, que se construye junto con otros, y que
con su praxis responde al poder de lo real–, sino que “se predica de las ensoñaciones,
preferencia, deseos, en fin, del ámbito de una fantasía que se asume como irrealidad”
(SOLÓRZANO, 2002, p. 118). Por eso, emerge en estas teorías un sujeto abstracto que hace
elecciones irreales, aunque las mismas teorías construyan estos sujetos abstractos partiendo
del supuesto de que los sujetos corporales no pueden realizarlas a través de un juicio racional.
Desde el paradigma de la simplicidad, la praxis del sujeto corporal, real y concreto para
producir y reproducir su vida es declarado irracional, y se le niega su supremacía crítica a
partir del cual se deberían verificar derechos humanos y el derecho en general. Se reduce a
la persona a un centro de imputación de derechos y deberes; entonces los derechos no se
postulan en referencia a algún sujeto vivo, ni de su praxis en la realidad, sino que se cae en
un solipsismo normativo, donde la norma es sólo aquella definida por la misma norma. El
sujeto corporal desaparece porque su praxis es compleja, y la abstracción requiere
simplificarlo sea a través de una norma o de una hipótesis basada en un “velo de ignorancia”.
El pensamiento abstracto mutila a la persona, al dejarlo sólo referido a la norma y definido
por la norma misma.
Esta abstracción del sujeto lleva a las posturas positivistas a caer, como señalamos, en
un solipsismo normativo. Todo se piensa desde el Derecho estatal, desde dentro del sistema,
y el sujeto es sólo un elemento más creado por alguna norma: la disposición que lo hace
centro de imputación de derechos y obligaciones. En este sentido, estas teorías jurídicas
vinculadas al solipsismo normativo no logran explicar, pues no tienen espacio para ello,
fenómenos constitutivos de la complejidad de derechos humanos y a la creación de lo común:
la lucha social, la resistencia a la ley para acceder a bienes que a su vez cumplen con la
satisfacción de lo que se predica como derechos humanos, la emergencia de nuevos sujetos
sociales, las tramas sociales y la distribución del poder, etc.
Al desconocer lo múltiple y diverso, el pensamiento simplificador reduce la realidad
de derechos humanos a un sistema normativo dado por el Estado, y a un sujeto que responde
a la racionalidad instrumental del mercado. Como señala Hinkelammert, el sujeto moderno
en realidad no es un sujeto de derechos humanos sino un individuo calculador, que asume la
subjetividad cartesiana de la dicotomía sujeto-objeto como individuo que debe ser propietario
de objetos. Es un individuo calculador que, en ejercicio del derecho de propiedad, calcula sus
intereses en función del consumo de mercancías y de la acumulación de posibilidades para
aumentar sus ingresos. Su racionalidad, que pretende presentar como la razón universal, es
el cálculo del medio-fin o del insumo-producto; es la eficiencia y competitividad como
criterios supremos en el sistema neoliberal global (HINKELAMMERT, 2010, pp. 66-67).
Al constituirse desde el paradigma de la simplicidad, la teoría tradicional de derechos
humanos es incompatible con el común. Si el común se refiere radicalmente a la praxis
instituyente, la simplificación de derechos humanos la desconoce, y se centra en lo instituido
y, a lo más, en referencia al poder constituyente. Este poder se entiende sólo como momento
fundante y originario, que se delega a una asamblea o a un tipo de autoridad, y una vez
generados los poderes constituyentes –las instituciones estatales–, se anula la potencia de los
sujetos concretos, pues la ciudadanía se ejerce a través de representantes; es decir, la praxis

capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondré, incluso, que los propios miembros del grupo
no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psicológicas especiales. Esto asegura que los
resultados del azar natural o de las contingencias de las circunstancias sociales no darán a nadie ventajas ni
desventajas al escoger sus principios” (RAWLS, 2002, p. 25).
instituyente se somete a lo instituido (LAVAL, 2015, p. 471). Así, un catálogo de derechos
humanos, establecidos en tratados internacionales o constituciones, y garantizados por las
instituciones estatales o internacionales, se vuelven lo instituido que, desde el paradigma de
la simplificación, bloquean la praxis instituyente de los sujetos corporales y concretos.
La preocupación de la ampliación del catálogo de derechos humanos, sostenida por
diversos autores (LAPORTA, 1987a) es propia del pensamiento simplificante, pues soslaya
que esa “ampliación” es consecuencia de la complejidad de lo real que genera la constante
autoconstrucción del sujeto de la praxis instituyente. Establecer un catálogo restrictivo de
derechos humanos es, por lo general, producto de un pensamiento idealista, que desconoce
los “nuevos derechos” (LAPORTA, 1987b, p. 74) que produce dicho sujeto colectivo; de un
pensamiento hegemónico que tiene temor a la novedad histórica; de un pensamiento que en
búsqueda de seguridad y orden, opta por cercenar la realidad y desconocer los diversos
reclamos y praxis que generan los pueblos a quienes se les niegan el acceso a los bienes para
la producción y reproducción de su vida, para la satisfacción de sus necesidades. Que estos
pueblos tengan o no el acceso a dichos bienes no está en función de la amplitud del catálogo
de derechos, sino de que esos derechos respondan efectivamente a sus praxis instituyentes de
liberación.
El sujeto abstracto de derechos humanos es también contradictorio con el común. Lo
instituido en la Modernidad –entiéndase el Estado y el Mercado capitalista–, requieren asumir
al sujeto abstracto y universal del pensamiento simplificante. Como señala Laval y Dardot,
el sujeto del poder constituyente está predeterminado previamente a su ejercicio –responde,
diríamos, al solipsismo normativo–, y en cambio la praxis instituyente “produce su propio
sujeto en la continuidad de un ejercicio que hay que renovar sin cesar más allá del acto
creador. Más exactamente, es autoproducción de un sujeto colectivo en y mediante la
coproducción continuar de reglas de derecho” (LAVAL, 2015, p. 505). Además, también el
sujeto de la racionalidad instrumental, el cual referíamos siguiendo a Hinkelammert, va
contra la praxis instituyente del común; de hecho, sin duda, el dogma de la “tragedia de los
comunes” hace referencia a esta concepción de sujeto calculador.
Lo común conlleva la creación de “nuevos derechos de uso que impongan, a través del
reconocimiento de una norma social de inapropiabilidad, límites a la propiedad privada y, en
este sentido, la haga retroceder” (LAVAL, 2015, pp. 459-460). En efecto, la praxis
instituyente, como praxis de un sujeto colectivo, no es realizable desde el individuo
calculador de la racionalidad medio-fin, sino desde un sujeto corporal que busca, de manera
comunitaria, desde prácticas concretas y locales, la satisfacción de las necesidades de vida.
De ahí que sea importante distinguir la apropiación-pertenencia de la apropiación-destino;
como señalan los filósofos franceses:

“…hay una diferencia esencial entre dos tipos de apropiación: la apropiación-


pertenencia, por la que una cosa llega a ser objeto de propiedad, y la apropiación-
destino, por la que algo es adecuado a cierto fin –la satisfacción de las
necesidades sociales–. Instituir lo inapropiable es sustraer algo a la apropiación-
pertenencia para mejor realizar la apropiación-destino, es en suma impedirse
apropiárselo, para así poder adecuarlo mejor a su destino social –por ejemplo, la
tierra o las necesidades de alimento–. Es regular su uso sin hacerse su
propietario, es decir, sin otorgarse el poder de disponer de ello como su amo. Por
este motivo, aun comprendiendo que se pueda seguir hablando de ‘bienes
comunes’ como consigna de reagrupamiento para el combate, preferiremos por
nuestra parte abstenernos de hablar de ‘bienes’: no hay ‘bienes comunes’; sólo
hay comunes que instituir”. (LAVAL, 2015, p. 665)

Los comunes por instituir sólo serán si el sujeto de derechos humanos deja de ser el
sujeto abstracto, para construir constantemente al sujeto colectivo, corporal y necesitado.
Esto lo profundizaremos más adelante.
Si lo anterior demuestra que las visiones tradicionales de derechos humanos son
incompatibles con la praxis instituyente. Entonces, ¿qué debe aportar una teoría crítica de
derechos humanos para una visión liberadora que sea compatible con el común? Por
supuesto, debemos partir de superar el paradigma simplificador para asumir una comprensión
compleja de derechos humanos. Hay que superar las visiones neoliberales y normativistas-
axiológicas que esclerotizan a los derechos humanos, al reducirlos a lo instituido. La
complejidad permite recuperar la dimensión instituyente de los derechos humanos, al
concebirlos como praxis procesuales, donde lo instituido es solo una parte, un complemento,
para lograr construir tramas y relaciones sociales que permitan la satisfacción de las
necesidades de vida de todo ser humano, en su medio natural de producción de esa vida. En
este sentido, Sánchez Rubio señala que los “derechos humanos son bienes relacionales de
medios y acciones con los que se pueden satisfacer necesidades materiales y espirituales”
(SÁNCHEZ, 2018, p. 13). Por su parte, Joaquín Herrera da en un primer momento una
definición abreviada: los derechos humanos “supondrían la institución o puesta en marcha
de procesos de lucha por la dignidad”. En seguida, los define desde un plano de resistencia
como “los resultados de los procesos de lucha antagonista que se han dado contra la
expansión material y la generalización ideológica del sistema de relaciones impuesto por los
procesos de acumulación del capital”. Y, por último, lo hace en un sentido creativo, como
“el resultado de luchas sociales y colectivas que tienden a la construcción de espacios
sociales, económicos, políticos y jurídicos que permitan el empoderamiento de todos y todas
para poder luchar plural y diferenciadamente por una vida digna de ser vivida” (HERRERA,
2005, p. 246-247). Por otro lado, Antonio Salamanca define derechos humanos como “la
formulación jurídica de la obligación que tiene la comunidad de satisfacer las necesidades
materiales del pueblo para producir y reproducir su vida” (SALAMANCA, 2006, p. 26).
Las anteriores concepciones de derechos humanos, que recuperan su complejidad, son
compatibles con la praxis instituyente de lo común. O, en otras palabras, comprenden a
derechos humanos como momentos de la praxis instituyente, es decir, como elementos
dinámicos que a veces pueden ser el resultado –es decir, lo instituido–, pero también lo que
cuestiona, renueva y remueve lo instituido –es decir, lo instituyente–. Así, derechos humanos
es momento de la praxis instituyente, pues más que referirlos a valores universales o un
patrón estándar de configuración del poder político, es construcción del común, donde lo
importante “es pensarlo en relación con el movimiento de su institución” (LAVAL, 2015, p.
511).
Reducir derechos humanos a lo instituido, implica la fetichización de las instituciones,
en términos de la Filosofía de la Liberación de Enrique Dussel. Como una (nueva) divinidad,
el Estado se coloca como fuente de vida, y se invisibilizan a los sujetos vivos, de carne y
hueso, cuyas acciones son las que realmente constituyen la vida política de una sociedad. El
Estado se convierte en totalidad, y a través de considerarlo como único y exclusivo garante
y fundante de “derechos humanos”, se procura demostrar que como sistema no produce
explotados ni excluidos: el carácter general y universal de derechos humanos pretende
sustentar esa perfección del sistema. No obstante, no se debe entender esta crítica como un
neoliberalismo promotor del “estado mínimo”, pues también se ha pretendido colocar al
“mercado” como esa nueva divinidad que otorga vida y dignidad a los seres humanos, y como
un sistema perfecto (“la mano invisible”) que dará los bienes necesarios a todos los
participantes que actúen “egoístamente” en busca de sus propios intereses; quien sea víctima
de tal sistema, lo será por su propia responsabilidad, debido a su ineficiencia. En este sentido,
también podría afirmarse que derechos humanos se institucionaliza en el “mercado”, al ser
el ámbito de ejercicio de la libertad. Superar ambos extremos de institucionalización de
derechos humanos es fundamental para lo común:

“Las entidades ‘Mercado’ y ‘Estado’, tanto en la filosofía política como en la


economía clásica, fueron así consideradas como los dos polos necesarios y
suficientes para el buen funcionamiento de la sociedad. La economía política de
los comunes pretende, precisamente, salir de esta oposición entre Estado y
mercado, tanto en el plano práctico como teórico” (LAVAL, 2015, p. 158)

Pero la pretensión de la institucionalidad perfecta es empíricamente imposible;


irremediablemente, de una u otra forma, todo sistema creará excluidos y explotados, y como
sujetos conscientes y colectivos emprenderán nuevas praxis instituyentes. Por más que se
argumenten las bondades de un sistema institucional de derechos humanos, reducirlos a lo
instituido es perder su potencial emancipador como praxis instituyente. Es el riesgo de
petrificar derechos humanos y convertirlos en herramientas de cercamiento de lo común.
Señalan Laval y Dardot:

“Los sujetos que se comprometen en una actividad no están condenados a pasar


de la fusión a la petrificación, de la efervescencia a la esclerosis, si no separan la
finalidad de su actividad de las relaciones que tejen entre ellos para conducirla
conjuntamente, de las formas de reflexión y de las formas de intervención sobre
la institución que se dan a sí mismos, de los valores y las significaciones que, en
última instancia, orientan lo que hacen juntos. La única praxis instituyente
emancipadora es la que hace lo común la nueva significación del imaginario
social” (LAVAL, 2015, pp. 511-512)

Es importante tener en cuenta que es empíricamente imposible un sistema perfecto que


no genere excluidos y explotados: “[N]o podemos tener conciencia actual de todos los Otros
excluidos en el presente que serán descubierto como excluidos en el futuro, y que ya sufren
por anticipado los acuerdos a los que lleguen” (DUSSEL, 1998, p. 413). Por eso, la praxis
instituyente siempre es necesaria, pues es criticable y renovable en todo momento aquello
que no permite la producción y reproducción de la vida al intentar apropiarse con dominio
absoluto y vertical de lo común. Se trata de una crítica entendida como generadora de toma
de consciencia de los excluidos y explotados, que se autogeneran como sujeto colectivo que
realiza una praxis que les permita la creación y la novedad en la historia. En este punto, por
ejemplo, Enrique Dussel recurre a los argumentos de Popper (1973) en La miseria del
historicismo7, y señala que para que existiera un sistema perfecto se necesitaría de una

7
Dussel sólo utiliza el argumento sobre la imposibilidad del sistema perfecto, pero le da un uso distinto al de
Popper. El mismo Dussel reconoce que utiliza una postura de un filósofo conservador pero que él la aplica
desde los principios de la ética de la liberación.
inteligencia infinita a velocidad infinita para gestionarlo. Al ser esto imposible, hay de
manera inevitable “víctimas”, que son las que sufren las imperfecciones, las exclusiones, los
fallos, los errores, las injusticias, etc., de las instituciones empíricas no perfectas, finitas, de
los sistemas realmente existentes. En este sentido, “el ‘hecho’ de que haya víctimas en todo
sistema empírico categórico, y por ello la crítica es igualmente siempre necesaria” (DUSSEL,
1998, p. 369). Por su parte, Hinkelammert también llama la atención del riesgo que significa
pretender la creación de un sistema perfecto, que considere posible incluir todas las
exigencias, satisfacer todas las necesidades, de todos los seres humanos, sin que se generen
nuevas víctimas y nuevas propuestas de transformación: “En nombre del bien común se exige
la transformación del sistema y, por tanto, la integración de las propuestas del bien común en
el propio sistema. Como resultado, estas mismas propuestas de nuevo se pueden volcar en
contra del sujeto humano, en cuanto al sistema otra vez se desarrolla en su inercia. La
exigencia del bien común, entonces, tiene que cambiar” (HINKELAMMERT, 2005, p. 497-
498). Desde el punto de vista sociológico, y en el marco de la crítica a la Modernidad,
Boaventura de Sousa Santos también destaca la cuestión de la existencia constante de
víctimas y de la necesaria apertura a la novedad para transformar el sistema que se ha vuelto
victimizador:

“El éxito de las luchas emancipatorias se mide por su capacidad para constituir una
nueva relación política entre experiencias y expectativas, una relación capaz de
estabilizar las expectativas a un nivel nuevo, más exigente e incluyente. Para
expresarlo en otras palabras, el éxito de las luchas emancipatorias reside en su
capacidad de transformarse en una nueva forma de regulación, mediante la cual el
orden bueno se convierte en orden. No obstante, es típico del paradigma de la
modernidad el que tales éxitos sean siempre transitorios: una vez que la nueva forma
de regulación se estabiliza, nuevas aspiraciones y prácticas de oposición intentarán
desestabilizarla en nombre de expectativas más exigentes e incluyentes. Así, el
orden deja de coincidir con el orden bueno” (SANTOS, 2009b, p. 31).

Esta necesaria apertura de la realidad histórica hacia la novedad para combatir a las
instituciones excluyentes y opresoras, nos muestra que derechos humanos, entendidos como
momentos de la praxis instituyente, parten de un “derecho básico”8: el derecho a generar
derechos. Estos nuevos derechos significarán la transformación del sistema, un cambio en
las tramas sociales, que posibilite la transferencia de poder con el fin de que los excluidos y
explotados puedan dejar de serlo y puedan producir, reproducir y desarrollar su vida. Al
oponerse estos nuevos derechos al status quo, la institucionalidad vigente reaccionará y los
considerará ilegales; de una u otra forma, existirán argumentos legales para criminalizar esa
generación de nuevos derechos. En este camino, progresivamente, la institucionalidad
vigente comienza a perder legitimidad e irá mostrando cómo la coacción legítima se
transforma en violencia:

8
Al decir “derecho básico” no pretendemos establecerlo como fundamento de los demás derechos o como
prioritario en una escala, en una jerarquía de derechos. Lo “básico” se refiere a su estrecha conexión con la
praxis de liberación: para que ésta se dé se requiere de aquél. Es decir, cuando una comunidad de víctimas,
cuando un pueblo, realiza una praxis de liberación sucede que –si como praxis se ha asumido una política
emancipadora de derechos humanos– se ejerce o se pretende ejercer el derecho a crear derechos. Esta es una
experiencia de diversos movimientos sociales, como los movimientos indígenas en América Latina. Más
adelante ampliaremos este tema al abordar la cuestión del “pluralismo jurídico”.
“Todo uso de la fuerza contra los nuevos derechos, que se van manifestando
histórico-progresivamente a los propios ojos de la víctima, será ahora para ellos no
ya ‘coacción legítima’ sino estrictamente violencia: uso de la fuerza contra el
derecho del otro, sin validez ni consistencia objetiva (será la fuerza destructora de
la ‘exclusiva reproducción’ del sistema vigente, pero no la reproducción y el
desarrollo de la vida humana)” (DUSSEL, 1998, p. 541).

La novedad que se enfrenta al status quo, debido a la praxis instituyente, es combatida


por el propio sistema a través de diversos modos. Uno de ellos es mostrar que esa novedad
es ilegal, criminal y ajena a un orden que debe respetarse para conservar la paz y,
paradójicamente, el disfrute de “los derechos”. Enrique Dussel señala que “la comunidad de
los que constituyen el movimiento social, que por ser ‘nuevo’ es ilegal –ya que revindica
derechos emergentes todavía no sancionados positivamente–, cobra mayor conciencia de la
superioridad ética de su causa, y adquiere una creciente y mutua convicción de la legitimidad
de su acción que consolida el autorreconocimiento de su propia dignidad y la corre-
sponsabilidad mutua” (DUSSEL, 1998, p. 543). Estamos de acuerdo en que la oposición del
sistema, que ha perdido legitimidad y utiliza la violencia contra los sujetos colectivos que
realizan praxis instituyente, fortalece la superioridad ética de la causa; no obstante, este autor
utiliza de manera equívoca el calificativo “no sancionados positivamente”, de tal manera que
restringe el contenido de la praxis en el ámbito jurídico y el sentido de las estrategias de los
sujetos colectivos.
Jurídicamente la expresión “no sancionados positivamente” significa que esos derechos
no están reconocidos en ningún cuerpo legal. Afirmar que el derecho a generar derechos se
reduce sólo a aquéllos no sancionados positivamente significa coartar el campo de acción de
los sujetos colectivos, que pueden instituir derechos mucho más allá de la institucionalidad
dada del derecho moderno-estatal. Además, implica indirectamente darle fuerza a un posible
argumento desde la institucionalidad que quiere ser superada: basta una interpretación
amplia, aplicando criterios instituidos, para que todos los derechos que puedan reconocerse
existan ya en el ordenamiento legal. Así, por ejemplo, los derechos relacionados a un
ambiente sano no tienen por qué considerarse derechos colectivos, sino que basta con
interpretar y aplicar de manera amplia el derecho a la salud de cada individuo; los derechos
de los pueblos indígenas no son más que los derechos civiles y políticos ya reconocidos a
todo individuo, pero aplicados a individuos que se autoconsideran con esa adscripción étnica.
Con esta estrategia argumentativa, lo instituido apuntala su pretensión de perfección,
mientras que a las exigencias de renovación se niegan, se reprime la praxis instituyente, y se
impide el paso a la novedad. En efecto, si los derechos emergentes son los “todavía no
sancionados positivamente” se corre el riesgo de encerrar lo instituyente en la mera
institucionalidad ya dada.
En cambio, desde la praxis instituyente, la creación de “nuevos derechos” no sólo se
refiere a los derechos “todavía no sancionados positivamente”, sino a la juridificación –en
un sentido amplio, creativo y plural, sin reducirnos al derecho moderno estatal– de la
exigencia de subvertir las situaciones de insatisfacción de necesidades provocadas por el
sistema. Esto implica la puesta en marcha de procesos que generen una nueva
institucionalidad, desde los procesos de autocreación del sujeto colectivo: “Lo común tal
como aquí lo entendemos significa ante todo el autogobierno de los seres humanos, de las
instituciones y de las reglas que se dan para ordenar sus relaciones mutuas” (LAVAL, 2015,
p. 519).
Por eso, como sucede con frecuencia, existen derechos sancionados positivamente por
la institucionalidad imperante, pero que, en los hechos, no significan la satisfacción de las
necesidades y, por tanto, se generan excluidos. Entonces el sistema se comporta, por decirlo
de alguna manera, de manera hipócrita: predica la institucionalización de derechos humanos,
pero en la realidad se verifica su incumplimiento. Pero también muestra cinismo: crea todo
un arsenal ideológico para defender su perfección, soslayando e invisibilizando las
exigencias de las subjetividades emergentes. En este sentido, por ejemplo, encontramos los
argumentos que ubican a los derechos sociales como “no exigibles”, reduciéndolos a meros
principios programáticos de las políticas estatales, en contraposición de los derechos civiles
y políticos que efectivamente se predican como exigibles. El cinismo del sistema se vale de
diversas estrategias; entre ellas está la de dividir la realidad de manera que pretende
manipular a su conveniencia la relación de los subsistemas entre sí. Los derechos sociales no
son exigibles –se argumenta– porque dependen de factores no-jurídicos, de los bienes
disponibles, de la situación económica, es decir, dependen del subsistema económico, y el
subsistema jurídico debe respetar la propia dinámica de la economía; pero, en cambio, el
derecho a la propiedad es exigible y protegido totalmente por el subsistema jurídico en
beneficio del funcionamiento del subsistema económico. A final de cuentas, la
institucionalidad encuentra estrategias para descalificar las pretensiones de satisfacción de
necesidades y la imprente generación de lo común.
Desde el paradigma del procomún, los “nuevos derechos” no se refieren sólo a los
derechos “no sancionados positivamente”, sino también a derechos reconocidos por el orden
jurídico que no se llevan a cabo en la realidad histórica debido a otros elementos del propio
orden jurídico o a las tramas de poder generadas por otros subsistemas. Generar derechos
significa también generar las condiciones necesarias para ejercer “derechos” ya
positivizados, es decir, de una nueva institucionalidad, de un nuevo común, pues la creación
de esas condiciones significa la transformación del sistema9. En este sentido, el uso
alternativo del derecho (DE LA TORRE, 2006) y el positivismo de combate (DE
ANDRADE, 1998) no deben entenderse como parte de los argumentos de una
institucionalidad vigente de ignorar a los afectados y demostrar su perfección, sino como
estrategias de la comunidad de víctimas, de sujetos colectivos, para crear “nuevos derechos”
o nuevas maneras de ejercer derechos. O, en otras palabras, del ejercicio de praxis
instituyentes que generan una institucionalidad diferente.
Desde una teoría crítica, que asuma su complejidad, se deben entender los derechos
humanos como momentos de la praxis instituyente, en cuanto ésta se realiza por un sujeto
colectivo que busca, al ejercer el derecho a generar derechos, subvertir la institucionalidad
que le niega la satisfacción de sus necesidades, y dar paso a una nueva institucionalidad. Esto
conlleva el colocar a la praxis como el hecho más radical, que antecede al estado, a la
“naturaleza humana”, al mercado, o a cualquier ley universal.

3.3. Derechos humanos como momentos de la praxis instituyente

9
Dussel señala que “[s]erán los mismos dominados o excluidos, las víctimas, asimétricamente situadas en la
comunidad hegemónica, los encargados de construir una nueva simetría; será una nueva comunidad de
comunicación consensual crítica, histórica, real” (DUSSEL, 1998. p. 215).
Hemos insistido en que, desde la complejidad, derechos humanos se conciben como procesos
donde subjetividades emergentes se empoderan para resignificar espacios que les permitan
satisfacer sus necesidades para vivir con dignidad. En ese sentido, derechos humanos pueden
considerarse tanto lo instituido como momentos de la praxis instituyente. La teoría tradicional
ha reducido a derechos humanos tan sólo a lo instituido desde una concepción moderna del
poder constituyente, del poder político y del derecho. De ahí la insuficiencia, en parte, del
Estado social, pues “se dejó encerrar en un dispositivo que sólo conoce dos términos, puesto
uno frente al otro: por un lado, los derechos del ciudadano; por otra parte, los Estados que
supuestamente deben garantizarlos, sin tener en cuenta los medios para garantizarlos, salvo
una ‘redistribución’ y una ‘solidaridad’ que algunos esperaban, en cierta época, que fuesen
compatibles con el capitalismo ‘civilizado’” (LAVAL, 2015, p. 619). En cambio, una teoría
crítica se centra en la praxis instituyente de sujetos colectivos, donde derechos humanos son
momentos dinámicos que cooperan en la resignificación del imaginario social y la creación
de nuevos comunes. Bollier, al abordar brevemente los derechos humanos, se acerca a lo que
hemos sostenido hasta el momento:

“Este es el desafío al que se enfrentan gran parte de los movimientos por los
derechos humanos: a que se reconozcan la dignidad de la persona, el respeto y la
reciprocidad y justicia sociales como necesidades humanas fundamentales que la
ley debe proteger. Los derechos se han considerado tradicionalmente como una
norma abstracta y universal impuesta de manera selectiva y según las
circunstancias políticas por los Estados nación. En cambio, los comunes
proponen una reformulación de los derechos humanos más local y práctica: como
una herramienta para que las comunidades satisfagan sus necesidades básicas de
una manera más directa y, posiblemente, más fiable” (BOLLIER, 2016, p. 105).

Ahora bien, para que derechos humanos sean efectivamente una herramienta de las
comunidades, o como hemos venido señalando, momentos de la praxis instituyente,
requieren dejar atrás ciertas características propias de la manera en que se han
institucionalizado como parte del pilar regulatorio de la Modernidad (SANTOS, 2005), y que
hemos explicado al inicio de este capítulo al hablar de la visión neoliberal y la visión
normativa-axiológica. En otras palabras, para que derechos humanos y el procomún sean
compatibles, y aquéllos no sean instituciones de cercamiento del común, deben repensarse
algunas de sus características. Expliquemos algunas de ellas.

3.3.1. Construirse desde la pluralidad cultural

La praxis instituyente no puede quedar encerrada en el monismo cultural, y en sus


pretensiones de universalidad, promovido por la Modernidad. La dinámica de lo común
conlleva “un esfuerzo de voluntad para reparar en las particularidades, para ver el potencial
creativo de las relaciones sociales y abandonar la búsqueda de universales abstractos y
certezas predecibles” (BOLLIER, 2016, p. 21). La construcción de lo común sólo puede darse
fuera del monoculturalismo y construyendo desde el pluralismo cultural. Por eso, se debe
comprender los diversos procesos de cada cultura que van encaminados a potencializar la
praxis humana con el fin de establecer las condiciones para la satisfacción de las necesidades
de vida.
El problema de la pluriculturalidad y los derechos humanos ha sido analizado desde
diversas corrientes del pensamiento crítico. Boaventura de Sousa Santos establece ciertas
premisas necesarias para un diálogo intercultural sobre derechos humanos, que son
(SANTOS, 2009b, p. 517-518): 1) Trascender el debate sobre universalismo y relativismo
cultural; 2) todas las culturas poseen ideas sobre la dignidad humana pero no todas la
conciben como equivalente a los derechos humanos; 3) todas las culturas son incompletas y
problemáticas en sus concepciones de la dignidad humana; y 4) ninguna cultura es
monolítica, y por lo tanto, dentro de ellas mismas existen diversas versiones de la dignidad
humana. Estas premisas posibilitan ubicar mejor a derechos humanos como momentos de la
praxis instituyente, al no encasillarlos a la cultura occidental moderna, sino abrirlos a la
construcción intercultural, donde los sujetos colectivos, desde su propia cultura y en diálogo
con otras, pueden generar su praxis instituyente.
Al respecto, es importante comprender derechos humanos bajo el criterio de riqueza
humana, expresado por Joaquín Herrera. Este criterio se refiere a la posibilidad de reacción
que toda persona posee frente al entorno de relaciones en que se encuentra, en búsqueda de
tener acceso a los bienes propicios para una vida digna. Para que derechos humanos sean
instrumentos a través de los que se pueda llevar a cabo este criterio, no se debe unversalizar
una concepción de ellos o mantener que todas las visiones y prácticas son igualmente válidas.
Es decir, ni el universalismo ni el relativismo aportan a la praxis instituyente.
En primer lugar, se deben considerar a derechos humanos como productos culturales,
y que no son por lo tanto algo previo a la praxis. Derechos humanos como momentos de la
praxis instituyente, van de la mano en la construcción de condiciones sociales, culturales,
económicas y políticas que propician el desarrollo de las capacidades humanas y el acceso a
los bienes adecuados para ello. Por eso, se debe rechazar cualquier universalismo que
imponga a priori el contenido de los derechos, como si ellos pretendieran ser el patrón de
medida para una humanidad perfecta: “No existe una fórmula estándar o plantilla para crear
procomún” (BOLLIER, 2016, p. 23). Al considerarlos productos culturales, derechos
humanos constituye, para Herrera, una realidad de tres esferas:

“[S]on la consecuencia y la posibilidad de actuar individual y colectivamente por


ver reconocidas y puestas en práctica las diferentes y plurales visiones que tengamos
de nuestras capacidades y necesidades (esfera política de los derechos), con el
objetivo de ‘ajustar’ (esfera axiológica de los derechos) el mundo a lo que en cada
momento y en cada lugar se entienda por dignidad humana (esfera teleológica de
los derechos). La mayor violación hacia los derechos humanos consistirá en prohibir
o impedir, del modo que sea, que individuos, grupos o culturas puedan expresar y
luchar por su dignidad” (HERRERA, 2000a, pp. 264-265).

Estas tres esferas hacen compatibles derechos humanos con la praxis instituyente, pues
tanto la esfera teleológica como la axiológica tienen contenido a partir de la esfera política.
Es decir, no es que la acción se determine por el fin a conseguir o los valores a construir, sino
que desde la praxis se va dando sentido, se va construyendo, esa finalidad y esos valores, y
buscando la institucionalidad necesaria para conseguirlo. Si bien, como señala Ellacuría, los
derechos humanos podrían comprenderse como el bien común de la humanidad
(ELLACURÍA, 2001c), hay que aclarar esta afirmación desde la aclaración que realizan
Laval y Dardot:
“No es, pues, un fin al que se tiende o que se busca: hay que impedir que se
confunda lo común con lo que se puede llamar el ‘bien común’. El bien común
designa en filosofía política lo que se debe buscar y determinar conjuntamente;
se confunde con lo justo en cuanto coincide con el beneficio común al que debe
dirigirse la deliberación colectiva. Así, es lo deseable por excelencia. Esto no
significa que una sociedad, sea la que sea, pueda dispensarse de determinar el
contenido del bien común, significa tan sólo que este bien debe ser siempre
determinado en común: lo común es entonces el principio que hace que se busque
ese objeto que es el bien común, ya que para dirigirse a él y para buscarlo
verdaderamente, es antes necesario participar en una actividad de deliberación
común. Así se verifica que es lo común lo primero y no el bien común” (LAVAL,
2015, pp. 661-662)

Esta significación de derechos humanos debe darse a la par de la creatividad


pluricultural, para que los sujetos colectivos sean capaces de crear sus propios
procedimientos e instituciones, que puedan recrear derechos humanos para satisfacer sus
necesidades de vida desde sus propias circunstancias y tramas sociales. Es decir, que puedan
crear “otro conjunto de ficciones y supuestos, favorables ahora, no sólo a una clase social, la
que triunfa con las revoluciones burguesas, sino a los colectivos tradicionalmente marginados
de la ficción hegemónica: indígenas, inmigrantes, mujeres…” (HERRERA, 2005, p. 208).
Pero esto no significa fomentar el relativismo cultural o culturalismo. Estas posturas corren
los mismos riesgos que el universalismo, al absolutizar una perspectiva y simplificar la
realidad a una sola visión. Se olvidan que dentro de la complejidad de la realidad, las culturas
son incompletas además de que todas están afectadas por condiciones materiales. Es decir,
el culturalismo conduce a un nuevo idealismo simplificador cuando cree que todo es cultura,
pasando por alto las relaciones que están estrechamente marcadas por la materialidad de la
historia. Es decir, para que derechos humanos realmente asuma la pluralidad cultural del
mundo, es necesario comprender que los procesos culturales no fundan la realidad, sino que
se encuentran y son parte de ella. Lo que la cultura otorga al sujeto es un instrumental
simbólico que permite a la riqueza humana reaccionar ante determinada configuración de
relaciones y tramas sociales. Así, derechos humanos no se comprenderían como “datos
básicos de lo real” ajenos a los procesos históricos, sino que se pondría énfasis en su carácter
procesual. Se rechaza entonces un concepto universal de dignidad humana, pero no en
función de defender un relativismo ético. Más bien se opta por la construcción de una
“pluriversalidad”, donde desde cada cultura o desde cada encuentro intercultural se generen
procesos de lucha por instaurar condiciones materiales que hagan posible la satisfacción de
las necesidades.
Si bien el criterio de riqueza humana nos posibilita comprender la capacidad del ser
humano para constituirse en sujeto de la praxis, en lucha por crear las condiciones que
permitan a todo ser humano vivir con dignidad, queda la duda de qué entender por dignidad
humana en un contexto de pluralismo cultural. Al respecto Boaventura de Sousa Santos se
hace la pregunta de por qué hay tantos principios diferentes en torno a la dignidad humana –
todos con pretensión de ser únicos– y por qué a veces son contradictorios entre sí. Llega a la
conclusión, como ya mencionamos, de que “las culturas poseen ideas sobre la dignidad
humana pero no todas conciben la dignidad humana como equivalente a los derechos
humanos. Es, por tanto, importante buscar preocupaciones isomórficas entre diferentes
culturas” (SANTOS, 2009b, p. 517). Propone entonces una concepción mestiza de derechos
humanos, que en vez de recurrir a falsos universalismo se organice a sí misma como una
constelación de significados locales y mutuamente inteligibles. Siguiendo a Panikkar, y su
propuesta de hermenéutica diatópica, esta concepción mestiza de derechos humanos se
genera por el intercambio entre universos de significado diferentes.
La hermenéutica diatópica, a diferencia de la morfológica –significado de los signos–
y la diacrónica –superar distancia temporal–, supone que el otro, a quien intentamos
comprender, no comparte el mismo horizonte de inteligibilidad, y por lo tanto lo que se busca
no es superar una distancia “meramente temporal, dentro de una única y amplia tradición”,
sino “la distancia que existe entre dos topoi humanos, ‘lugares’ de comprensión y
autocomprensión, entre dos (o más) culturas que no han elaborado sus modelos de
inteligibilidad o sus premisas fundamentales a partir de una tradición histórica común o
mediante una influencia recíproca” (PANIKKAR, 2007, p. 32). Para asumir el pluralismo
cultural, se debe renunciar al supuesto que existe una base común neural o universal que
puede servir de puente entre las dos culturas. Ninguna cultural puede asumir que sus
conceptos y principios son más verdaderos, esenciales, definitivos o universales, y por eso
ningún sistema puede proponerse como criterio base de comparación. Es decir, suponer que
la cultura occidental ha generado los “mínimos” del contenido de los derechos humanos, y
esos son los criterios universales de comparación, solo es la pretensión de la Modernidad de
asumirse como una cultura completa y perfecta. En efecto, dentro de la misma cultura no es
visible la incompletud de los topoi, por lo que el objetivo de la hermenéutica diatópica es
concientizar de la incompletud y entablar el diálogo con otras culturas.
La hermenéutica diatópica parte en ubicar la equivalencia homeomórfica, es decir, en
poner en diálogo, y buscar la traducción intercultural, entre los topoi de dos culturas que, en
su universo, realizan una función semejante. En este sentido, la concepción mestiza de
derechos humanos significaría considerarlos como el topos de la cultura occidente que tiene
la función de defender la dignidad humana, y que para construirse interculturalmente, debe
entrar en diálogo con el topos de otra cultura que también se refiere a la dignidad humana.
Una propuesta semejante es la hermenéutica analógica propuesta por Mauricio
Beuchot, que es un intento de superar la distensión que se produce entre hermenéuticas de
corte univocistas y equivocistas (BEUCHOT, 2009, pp. 35 y ss.). Las hermenéuticas
univocistas son aquéllas que sostienen que hay sólo una interpretación válida de un texto.
Las hermenéuticas equivocistas, al contrario, sostienen que prácticamente todas las
interpretaciones son válidas. A diferencia de ambas, una hermenéutica analógica acepta más
de una interpretación como válida, pero no todas, pues dentro de cierta semejanza cuida la
diversidad. Para colocar un límite a la interpretación se utilizan criterios que son analógicos.
Hay límites sintácticos, semánticos y pragmáticos: el conocimiento del idioma, su
correlación con los significados y el estudio del contexto cultural del autor del texto. Es
necesario usar el diálogo con los otros miembros de la comunidad de intérpretes que nos
rodean. La analogía exige el diálogo, pues se analoga mejor de manera comunitaria. En todo
caso, el contexto del texto pone límites para la interpretación y evitar así el equivocismo.
Esta hermenéutica aplicada al tema que nos ocupa, nos conduce al pluralismo cultural
analógico, el cual privilegia la diferencia y trata de proteger lo más posible la identidad de
las culturas. Pero esto no quiere decir que este pluralismo considere que las culturas son
perfectas; al contrario, para evitar la equivocidad establece límites analógicos, y por lo tanto
fomenta el diálogo y la convivencia de culturas (BEUCHOT, 20005, p. 62). De aquí que se
pueda generar un tipo de “universalidad” desde abajo, que no sea a priori sino a a posteriori,
como producto de un diálogo e intercambio entre las culturas, en búsqueda de superar su
“incompletud”.
Para que derechos humanos sea un momento de la praxis instituyente, debe ser capaz
de asumir una teoría de la traducción, sea como hermenéutica diatópica o como
hermenéutica analógica, que parte del presupuesto que una necesidad o una práctica en una
cultura puede volverse comprensible e inteligible por otra cultura. Una teoría crítica debe dar
soporte epistemológico para que derechos humanos pueda enriquecerse con las praxis que se
desarrollan en cada cultura. Praxis que son, por ser históricas, finitas y completas. Con esto,
no se persigue la imposición de un modelo monocultural de valores y de la compresión de la
dignidad humana, sino la generación de procesos de lucha que transformen las relaciones y
las instituciones desde cada imaginario cultural. Estos procesos de cambio se ven
enriquecidos por el diálogo entre culturas. Siguiendo a Sánchez Rubio, se trata de construir
una pluriversalidad de controversia:

“La pluriversidad de controversia se resuelve buscando criterios de emancipación


que nos permitan, en un proceso continuo abierto, itinerante y en tránsito, desde la
experiencia y los contextos de la gente (particularismos tensionados de
universalidad), principalmente de quienes están en condiciones subalternas,
vulnerables y victimizadas, distinguir y diferenciar, por un lado, aquellas políticas
de apertura de humanización y, por otro lado, políticas de cierre (teniendo en cuenta
las dinámicas de inclusión desde la diferencia y dinámicas de exclusión y
deshumanización). Una interculturalidad que no ignora las relaciones de poder y las
pretensiones de hegemonía de unas culturas o grupos sobre otras/os en todos los
niveles (epistemológicos, axiológicos, ideológicos). En definitiva, espacios de
capacitación a los seres humanos en tanto que sujetos plurales, pero sin caer en una
funcionalidad que consolida imaginarios hegemónicos predefinidos y pre-
establecidos (como pueden ser los establecidos por el Estado-nación, la lógica del
capital y la cultura patriarcal)” (SÁNCHEZ RUBIO, 2010, p. 21).

Si en la situación actual, el procomún se trata de lugares y espacios donde los sujetos


colectivos “luchan contra el poder de la globalización económica para lograr la regeneración
y restauración de la sociedad” (BOLLIER, 2016, p. 41), y que esta lucha se da desde sujetos
concretos en contextos determinados, entonces la pluralidad cultural debe ser la regla de
derechos humanos como parte del común. De lo contrario, no existiría una auténtica praxis
instituyente, sino simulaciones de poderes constituyentes que operarían como representantes
bajo la lógica de la cultura occidente. Esto generaría una pérdida de la riqueza humana, y de
posibilidades para que la realidad histórica de más de sí.

3.3.2. Asumir la posición del sujeto excluido, oprimido y victimizado

Al hablar de la teoría crítica de derechos humanos, asumimos la importancia del lugar social
desde donde se genera. Entender la inteligencia humana como el logos histórico que
menciona Ellacuría, y que obliga a ubicarnos en el lugar-que-da-verdad. Un logos que asume
la necesidad de comprensión y transformación de una realidad que es intrínsecamente
histórica. Este logos histórico debe ser una síntesis entre un logos exclusivamente
contemplativo y un logos meramente práxico: “Un logos histórico que (...) busca la realidad
y no sólo el funcionalismo de la realidad, pero busca la realidad en su acción y concreción
histórica. (...) un logos que tiene que ver con la historia y su transformación, pero también
con el entendimiento de esa historia y con la iluminación de esa transformación”
(ELLACURÍA, 2000a, p. 295). Este logos hace referencia a una inteligencia situada, es decir,
a una inteligencia que sabe que sólo puede entrar al fondo de sí misma de forma situada y en
busca de entrar al fondo de la situación tomada en su complejidad. O, en otras palabras,
“supone e implica que la realidad es histórica y que, por tanto, solo un logos de la historia,
un logos histórico, un logos dinámico puede dar razón de la realidad” (ELLACURÍA, 1993,
p. 60).
La praxis instituyente, desde el logos histórico, tiene que ser una praxis instituyente de
liberación. De entrada, toda persona puede constituirse en sujeto de la praxis de liberación,
ya sea en su calidad de excluido o por ser solidario con el oprimido, en cuanto realiza
acciones, organiza instituciones o transforma sistemas para que las víctimas, los pobres y los
oprimidos disfruten y ejerzan efectivamente derechos humanos.10 Pero el analogado principal
del sujeto de la praxis de liberación es la víctima que adquiriendo consciencia de su situación,
y en diálogo con otras víctimas, emprende acciones para dejar atrás, para superar, la situación
que le niega las posibilidades de producir y reproducir su vida. En este sentido, Dussel afirma:

“El sujeto de la praxis de liberación es el sujeto vivo, necesitado, natural, y por ello
cultural, en último término la víctima, la comunidad de las víctimas y los a ella co-
responsablemente articulados. El ‘lugar’ último, entonces, del discurso, del
enunciado crítico, son las víctimas empíricas, cuyas vidas están en riesgo,
descubiertas en el ‘diagrama’ del Poder por la razón estratégica” (DUSSEL, 2018,
p. 525).

La subjetividad moderna es parte de la institucionalidad del Estado moderno que sólo


reconoce derechos a los mismos11, no al inequívocamente otro, al que por lo ya instituido es
considerado extraño, ajeno y hasta peligroso al sistema. A ese otro, al contrario, aunque exija
la satisfacción de las mismas necesidades que los mismos, es catalogado de delincuente; por
eso, se criminalizan la protesta y las luchas sociales y las praxis instituyentes de liberación
se reprimen (ellas son finalmente los medios en que los otros emergen para romper la
alienación a la que son sometidos). De ahí que, para que derechos humanos sean un común,
deben generarse desde otra subjetividad. Como advierten Laval y Dardot:

“…el derecho participa enormemente en la formación de la subjetividad


moderna, lejos de reducirse a no ser más que una máscara del pode o una figura
de la ‘policía’. Tal es la aportación del trabajo de Catherin Colliot-Thélène, quien
se pregunta si fuerzas sociales suficientes podrán defender derechos existentes o

10
Al respecto, desde el campo de la ética, Dussel señale: “La Ética de la Liberación es una ética posible acerca
de toda acción de cada día. Sin embargo, lo propio de esta Ética o su referente privilegiado es la víctima o
comunidad de víctimas, que operará como el/los ‘sujeto/s’ en última instancia” (DUSSEL, 1998, p. 513). En
este sentido, el referente privilegiado, y desde dónde se genera una praxis de liberación, es la víctima o
comunidad de víctimas que son quienes no tienen el disfrute de sus derechos. Son las víctimas –o quienes se
solidaricen con ellas– quienes realizarán praxis de liberación para transformar las relaciones y tramas
sociopolíticas para acceder al disfrute de sus derechos humanos.
11
Esos mismos, esos que reafirman la mismidad del sistema, son los que concretizan al ser humano abstracto,
a ese ser humano que se considera “sujeto universal de derechos”, es decir, el varón, blanco, burgués, adinerado,
occidental, etc.
hacer advenir nuevos derechos políticos en la mundialización capitalista: ‘¿Qué
puede advenir del sujeto político, así identificado con el sujeto de derechos,
cuando el Estado pierde el monopolio de la garantía del derecho?” (LAVAL,
2015, p. 620).

Sin negar la subjetividad como elemento fundamental para hablar de derechos


humanos, es imprescindible abrirla a la pluriculturalidad y a las luchas históricas llevadas a
cabo por los diversos pueblos oprimidos del planeta; se trataría de un sujeto intersubjetivo,
comunitario, que sea el sujeto de derechos humanos como praxis instiuyente de liberación.
Es lo que propone la Filosofía de la Liberación a partir de una metafísica de la alteridad, que
se concretiza en comprender a la ética, a la responsabilidad por el otro, como el inicio de toda
filosofía. Esta ética es una ética de la solidaridad que tiene sus consecuencias para la
construcción de una juridicidad alternativa, generada desde las luchas sociales; en este
sentido, el jurista brasileño Antonio Carlos Wolkmer comenta que esta ética:

“…parte de las necesidades de los segmentos humanos marginados y se propone


generar una práctica pedagógica libertadora, capaz de emancipar a los sujetos
históricos oprimidos, sin justicia, alienados y excluidos. Por ser una ética que debe
reflejar los valores de la emancipación de nuevas entidades colectivas que van
afirmando y reflejando una praxis concreta, comprometida con la dignidad del otro,
encuentra sus soportes teóricos no sólo en las prácticas sociales cotidianas y en las
necesidades históricas reales, sino en algunos supuestos epistemológicos de la
llamada vertiente latinoamericana de la ‘Filosofía de la Liberación’…”
(WOLKMER, 2002, pp. 179-180).

La ética de la alteridad busca una apertura del sujeto que sea capaz de comprender lo
nuevo de la historia que se construye desde la exterioridad. “El punto de partida es la víctima,
el Otro, pero no simplemente como otra ‘persona-igual’ en la comunidad argumentativa, sino
ética e inevitablemente (apodícticamente) como Otro en algún aspecto negado-oprimido
(principium oppressionis) y afectado-excluido (principium exclusiones)” (DUSSEL, 1998,
p. 417). Desde el otro como otro –el pobre, el excluido, el oprimido, la víctima–, que es
libertad incondicionada por cuanto se desprecia su exterioridad considerándola nada (como
incultura, analfabetismo, barbarie, primitivismo, incivilización), es como surge en la historia
lo nuevo, como praxis instituyente de liberación. Por ello todo sistema futuro realmente
resultante de una revolución subversiva en su sentido metafísico es analógica: semejante en
algo a la anterior totalidad, pero realmente distinto.
Derechos humanos desde esta subjetividad, han de comprenderse en herramientas de
praxis instituyentes de liberación, y por eso, más que elementos conservadores del sistema
han de ser subversivos, transformadores, revolucionarios. El cara-a-cara con el otro
inequívoco obliga a repensar constantemente derechos humanos, pues los derechos del otro
no son parte de lo instituido:

“El derecho del otro, fuera del sistema, no es un derecho que se justifique por el
proyecto del sistema o por sus leyes. Su derecho absoluto, por ser alguien, libre,
sagrado, se funda en su propia exterioridad, en la constitución real de su dignidad
humana. Cuando se avanza en el mundo, el pobre, conmueve los pilares mismos del
sistema que lo explota. Su rostro (pnim en hebreo, prósopon en griego), persona, es
provocación y juicio por su sola revelación.” (DUSSEL, 1996, p. 59)

Este encuentro con el otro, el cara-a-cara, queda complementado y llevado más allá,
con el pensamiento de la liberación de Franz Hinkelammert. Este autor habla del retorno del
sujeto, pero no del sujeto metafísico, sino del sujeto viviente, corporal, en cuanto horizonte
filosófico para una crítica radical de la globalización neoliberal. Como habíamos dicho, este
autor señala que la sociedad moderna occidental más que antropocéntrica es mercadocéntrica
(HINKELAMMERT, 2005). La demanda de la recuperación del sujeto, de la vida humana
concreta, de la vida para todos, en las instituciones sociales y en las construcciones culturales,
es la demanda más urgente del mundo de hoy, según Hinkelammert.
El sujeto reprimido es la recuperación del sujeto que se enfrenta a esa lógica que todo
lo convierte a objeto. Y esto lo ha de conducir al encuentro con el otro, desde la constitución
de la subjetividad intersubjetiva que hemos insistido: “No se ‘sacrifica’ por otros, sino
descubre, que sólo en el conjunto con los otros puede vivir. Por eso tampoco sacrifica a los
otros. Es precisamente el individuo calculador, que, al totalizarse el cálculo de los intereses,
se sacrifica a sí mismo y a los otros” (HINKELAMMERT, 2005, p. 495). En efecto, derechos
humanos no deben fundamentarse en el individuo porque el ser humano como sujeto no es
una instancia individual. La intersubjetividad es una condición necesaria para que el ser
humano se constituya en sujeto: “que viva el otro, es una condición de la propia vida”.
Lo anterior posibilita que quienes se ubican en la exterioridad de los sistemas, quienes
son el otro inequívoco, se conviertan en sujetos para exigir sus derechos, para romper con la
totalidad que los tiene alienados. Esto constituye un proceso, pues como señala
Hinkelammert:

“Es un llamado a hacerse sujeto. El ser humano no es sujeto, sino hay un proceso en
el cual se revela, que no se puede vivir sin hacerse sujeto. No hay sobrevivencia,
porque el proceso, que se desarrolla en función de la inercia del sistema, es
autodestructor. Aplasta al sujeto, que cobra conciencia de ser llamado a ser sujeto
en cuanto se resiste a esta destructividad. Tiene que oponerse a la inercia del sistema
si quiere vivir, y al oponerse, se desarrolla como sujeto” (HINKELAMMERT, 2005,
p. 495-496).

Se trata de comprender la subjetividad política no como algo dado, sino como algo que
va cobrando significado a través de la praxis instituyente. No basta que el sujeto sea un
ciudadano que haga valer sus derechos humanos ante el Estado, sino sujetos que, desde su
exterioridad, sean “capaces de inventar instituciones que les permitan ser coproductores
conscientes de lo común y no sólo consumidores de servicios” (LAVAL, 2015, p. 621).
Además, queremos destacar que esta subjetivización tiene que asumirse en el actual
contexto de globalización. Ubicar a derechos humanos como elementos de derecho
internacional que se van imponiendo a los diversos estados del mundo es una visión simplista,
que no siempre corresponde a la subjetividad de las víctimas. Es necesario pensar derechos
humanos en la globalidad desde las luchas de los pueblos, desde la construcción de
alternativas sociopolíticas y económicas desde abajo. Es decir, desde su ubicación como
elementos interculturales en un contexto de globalización o mundialización.
Si la globalización de derechos humanos se estudia como la expansión de una única
razón, desde las prácticas jurídicas hegemónicas, como lo son las instancias internacionales
promovidas por los países del centro geopolítico, entonces dejan de ser momentos de la praxis
instituyente de liberación. Asumir el contenido de los instrumentos internacionales de
derechos humanos y los procedimientos reglamentados para las instancias respectivas, sin
dar cuenta de si su uso y su práctica responden a una globalización hegemónica o a una
globalización contrahegemónica, es una visión idealista y simplista. En cambio, una visión
liberadora debe atender al uso y a la práctica que la “comunidad de víctimas” –por usar un
término de Dussel– da de los instrumentos e instancias internacionales, y en general al
discurso de “derechos humanos”. Es decir, la complejidad de derechos humanos debe
evidenciar si la praxis histórica es de opresión o de libración, si son herramientas para
construir una globalización desde arriba o una globalización desde abajo, si sirven para
perpetuar lo instituido o para su renovación desde la praxis instituyente. Por eso, la
generación del común debe incluir las prácticas jurídicas populares, que buscan ampliar –y
por qué no también corregir– el canon hegemónico de derechos humanos a través de lo que
hemos llamado “nuevos derechos”. Es lo que Santos señala como legalidad cosmopolita
subalterna que es “una forma de teoría y práctica sociojurídica adecuada para comprender y
profundizar la acción y el pensamiento políticos encarnados por la globalización
contrahegemónica” (SANTOS, 2007, p. 10).

3.3.3. Contextualizar derechos humanos en los procesos históricos

Hemos señalado que la visión liberadora de derechos humanos, compatible con el común, se
piensa desde una teoría crítica. Ahora bien, si tomamos en cuenta que “toda teoría crítica de
la sociedad no es más que la dimensión intelectual del proceso histórico de emancipación”
(HERRERA, 2005, p. 177), entonces debemos contextualizar derechos humanos en esos
procesos. No se estarían comprendiendo políticamente como entidades naturales o derechos
infinitos, sino como reacciones antagonistas frente a un determinado conjunto de
instituciones nacidas en una precisa realidad histórica. En esto, de nuevo podemos hacer
referencia al pensamiento de Joaquín Herrera y a su comprensión de productos cultural.
Derechos humanos pueden ser elementos de praxis instituyente de liberación o praxis
de opresión, es decir, como productos culturales surgen en contextos concretos, donde se dan
relaciones no neutrales. En nuestra realidad histórica, los procesos de derechos humanos hay
que entenderlos “como procesos llevados a la práctica en el marco de las relaciones sociales
impuestas por el capital –no los derechos humanos ‘en sí mismo considerados’ como
despliegue humanista de una naturaleza humana eterna y abstraída de sus condiciones
sociales de existencia–. Por ello, su historia no puede ser entendida si únicamente vemos los
diferentes textos en los que se han intentado positivizar” (HERRERA, 2005, pp. 143-144).
Por tanto, pueden tender hacia la opresión o hacia la liberación; en el primer caso, mantienen
el statu quo desde perspectivas de cierre al cambio y a la transformación social, mientras que,
en el segundo caso, generan una interacción dinámica con el entorno y propician aperturas
de cambio y de transformación.
Como productos culturales opresores, derechos humanos tienden al cierre de los
circuitos de “reacción cultural”, es decir, se vuelven procesos ideologizantes (ELLACURÍA,
2001c) que impiden a actores sociales la creación de producciones culturales, bloqueando la
posibilidad de intervenir en los entornos de relaciones en que están situados. Se convierten
también en procesos coloniales que impiden la interacción con otros procesos culturales en
un plano de igualdad económica y niegan la igual capacidad para hacer valer sus propias
convicciones. Y, además, se vuelven procesos totalitarios o procesos democráticos débiles
(meramente formales) en los que los actores sociales no pueden construir alternativas de
acción social a los dominantes ni modificar las estructuras políticas y económicas
hegemónicas. Por otro lado, como productos culturales liberadores, derechos humanos se
constituyen en procesos en los que todos los actores sociales pueden reaccionar creando
producciones culturales en función de las tramas sociales en que están situados. En lugar de
procesos colonialistas, derechos humanos deben ser procesos abiertos a la interacción con
otros procesos culturales, creando espacios de diálogo basados en la igualdad de acceso a
bienes y en la igual capacidad de hacer valer sus convicciones. Por último, se generan como
procesos de “democracia comunitaria y radical” en los que los actores sociales pueden
construir alternativas de acción social y modificar las estructuras políticas y económicas.
Pero para que derechos humanos sean procesos liberadores debemos tener en cuenta el
uso y la práctica que de ellos hacen las víctimas, pues “[l]a manera en que el potencial del
derecho evoluciona, ya sea hacia la regulación o la emancipación, no tiene nada que ver con
la autonomía o reflexividad propia del derecho, sino con la movilización política de las
fuerzas sociales que compiten entre sí” (SANTOS, 2009b, p. 53).
Derechos humanos no son categorías ideales, sino que se van creando y recreando
según se va dando en la praxis instituyente. Al conocer derechos humanos, desde una visión
liberadora, es importante tener presente los contextos, las tramas sociales y los procesos que
les dan sustento. Tener en cuenta los actos, los sujetos implicados y sus condiciones
materiales de producción y reproducción de vida. Deben ser concebidos desde un
pensamiento que desvele los conflictos de intereses que se encuentran detrás de las
ideologizaciones, y se han de insertar en los contextos sociales, culturales y políticos en que
se generan. Una teoría crítica es capaz de generar el diálogo con una realidad que nos muestra
que, frente a hechos nuevos, a nuevas formas de opresión, se han de generar nuevas formas
de resistencia. Suponer que esas nuevas formas de resistencia son ajenas a derechos humanos
por temor a una “ampliación indebida, vaga o con gran carga sentimental” del catálogo de
derechos, significa favorecer una manera de clausurar el diálogo con la realidad, de favorecer
procesos de cierre y dejarse dominar por el pensamiento simplificador. Los procesos
generadores de “nuevos derechos” –en los términos que hemos explicado en la sección
anterior– quedan excluidos de derechos humanos si a estos los comprendemos como
“identidades imaginarias y pasivas”. Se deben superar las abstracciones que reducen al ser
humano a entelequias, despojadas de cuerpo, de necesidades y de carencias. Tiene que estar
enfocada en el sujeto vivo, el de carne y hueso.

3.3.4. Asumir la dimensión utópica de derechos humanos

Hemos dicho que una teoría crítica no puede reducir la realidad a lo que existe, sino que debe
reflexionar sobre las alternativas que pueden abrirse al futuro. Si derechos humanos asumen
esta característica, entonces será más fácil que se constituyan en procesos de liberación y no
de opresión. En efecto, esto comprende una dimensión utópica: “[L]os derechos humanos
figuran siempre como la utopía, como el horizonte utópico realizable, aunque cometido a
obstáculos que impiden constantemente su plena satisfacción” (HERRERA, 2000b, p. 52).
Esta dimensión tiene un carácter dialéctico, pues la denuncia de las situaciones de
carencia de derechos humanos y la utopía se potencian mutuamente. Es necesario un
horizonte utópico para que se dé la toma de conciencia de que algo puede ser superado; pero
también se requiere una constatación del origen estructural de la negación de derechos
humanos (de su privación y violación), para que dicha toma de conciencia adquiera la forma
de un auténtico dinamismo de lucha y de exigencia real de una nueva institucionaliad. Por
eso, “la denuncia sin utopía es, hasta cierto punto, ciega, pero la utopía sin denuncia es
prácticamente inoperante, más aún, eludidora del compromiso real” (ELLACURÍA, 2001,
pp. 438-439).
Lo anterior nos lleva a comprender que el horizonte utópico es parte del horizonte de
la praxis instituyente de liberación, si por utópico entendemos lo que puede ser pensado o
imaginado, siempre deseado mas nunca realizado, que atraviesa transversalmente las
realizaciones o concreciones históricas específicas. Se trata, como señala Hinkelammert, del
principio de imposibilidad de la acción humana que le descubre sus posibilidades.

“Por otra parte, a tales teorías generales arribamos tan sólo si formulamos
principios de imposibilidad de la acción humana, y no simplemente del
conocimiento. En efecto, las teorías generales recién pueden aparecer cuando la
acción humana sobre la realidad es enfocada como objeto de conocimiento;
apoyándonos en conceptos universales, deducimos entonces, de tales principios
de imposibilidad de la acción humana, como el otro hecho fundante, las teorías
generales” (HINKELAMMERT, 1990, p. 236).

De ahí que Ellacuría hable de una permanente humanización, pues se trata de un


horizonte que establece “el mejor de los posibles” pero como una relación transversal entre
la utopía y la realidad histórica. Pero esto debe entenderse en rechazo a una concepción lineal
de la historia. Siendo así, entonces no debemos hablar de momentos cada vez más cercanos,
de progresivos acercamientos, a la realización absoluta o perfecta de la utopía. Ésta siempre
deberá ser el motor que impulse la permanente humanización, pues de lo contrario es fácil
caer en una ilusión que oculte lo que en realidad se hace: establecer un orden que una vez
instituido buscará su perpetuación, y es cuando derechos humanos se convierten en un
discurso de legitimación y ya no de utopía. De ahí que las concepciones de los derechos
humanos que dan prioridad al formalismo institucional y sistemático, por encima de la
realidad histórica y las necesidades de los seres humanos, sean estáticas y cierren la puerta a
cualquier dimensión utópica –y por lo tanto transformadora– que puedan tener.
La dimensión utópica está estrechamente relacionada con el sujeto concreto que realiza
una praxis instituyente de liberación. Podemos llamarla en cierta forma, siguiendo a Santos,
una “subjetividad latinoamericana” en el siguiente sentido:

“La subjetividad y la sociabilidad de Nuestra América son incómodas para el


pensamiento institucionalizado y legalista, pero son afines al pensamiento utopista.
Por utopía entiendo aquella exploración imaginativa de nuevos modos y estilos de
capacidad y voluntad humanos, y la confrontación imaginativa de la necesidad de
todo lo que existe –sólo porque existe– en pos de algo radicalmente mejor, por el
cual vale la pena luchar, algo que la humanidad se merece plenamente.” (SANTOS,
2009a, p. 242)

Ubicar derechos humanos en un horizonte utópico, en el sentido mencionado, nos


conduce a rechazar toda clase de utopismo. Tanto aquel utopismo que fácilmente conduce a
totalitarismos, sean estatales o de mercado, cuyas posturas pueden reflejarse en la afirmación
estamos construyendo el único mundo posible, o en posturas anti-utópicas (o utopismo
irreflexivos) que acusan a las “utopías” o a los “grandes relatos” de querer construir paraísos
en la tierra pero en realidad construyen infiernos. De forma semejante, derechos humanos
como ideales utópicos se constituyen en principios de la praxis que quiera combatir los
discursos cínicos, los cuales no constituyen una ideologización sino que pretenden imponer
sus principios como los únicos válidos; caso que se da, por ejemplo, en la simplificación de
los derechos sociales cuando se afirmar que éstos son postulados del estado de derecho que
no los puede realizar pues dependen de la economía, la cual es el auténtico campo de batalla
y, como en cualquier batalla, hay perdederos, bien haría el estado en dejarlos fuera de sus
obligaciones. Reivindicar el principio de la vida o de la solidaridad por encima del principio
de la eficiencia empresarial o del mercado capitalista, dentro de un horizonte utópico, es una
manera en que los derechos humanos pueden mostrarse como momento intelectivo de la
praxis de liberación.
Comprender los derechos humanos como ideales utópicos –como señala Ellacuría
(2001b, p. 432)– posibilita, entonces, que no se conviertan en un discurso hegemónico que
impida y anule procesos de liberación, sino al contrario: que sean momentos ideológicos que
faciliten la construcción de prácticas sociales e históricas, de procesos culturales abiertos,
que permitan al ser humano vivir con el máximo de dignidad.

3.3.5. Recuperar el criterio de las necesidades

Los derechos humanos pueden comprenderse como momento de la praxis instituyente, si y


sólo si, se adopta el criterio de las necesidades humanas. Cuando un sujeto colectivo genera
un común, la satisfacción de sus necesidades es nuclear; como hemos afirmado, no es que
los bienes sean comunes por sí mismos, sino porque al ser satisfactores de necesidades, las
comunidades se organizar para que ese recurso sea componente de lo común. En efecto, “a
grandes rasgos, así es como funciona el derecho de los comunes. Una comunidad
determinada crea su propia legislación (informal y social) en función de sus necesidades y
luego la perpetúa mediante las actividades sociales cotidianas” (BOLLIER, 2016, p. 89).
La racionalidad del sujeto corporal y necesitado se enfrenta a la pretensión de mostrar
como racionales las acciones que producen muerte. Hinkelammert denuncia la
desorientación del mercado en relación con la racionalidad reproductiva. Ante el criterio del
mercado todas las acciones medio-fin son igualmente racionales, aunque desde la
racionalidad de vida sean destructoras. Por tanto, las actividades devastadoras de la vida son
promovidas por el mercado al igual que las actividades compatibles. Se genera entonces una
tendencia inevitable del mercado hacia la destrucción en términos de la racionalidad
reproductiva; se trata de la muerte tanto de los seres humanos como de la naturaleza: “Esta
tendencia destructiva es la irracionalidad de lo racionalizado.” (HINKELAMMERT, 2005,
p. 53). Ahora bien, esta tendencia a la destrucción no es necesariamente la finalidad de nadie,
sino que resulta de la propia racionalidad medio-fin y por constituirse en una totalidad. El
sistema coordinador de la división social del trabajo –el mercado– la hace surgir. Podrán
tratarse de efectos externos para la racionalidad medio-fin, pero son indiscutiblemente
internos para la vida y para la racionalidad reproductiva.
No obstante, cuando la racionalidad medio-fin pretende totalizarse, la racionalidad
reproductiva no deja de existir y sigue haciéndose presente. Esta racionalidad no es una
postura idealista, sino que responde a una exigencia material, al enfrentamiento del ser
humano con la materialidad de la realidad histórica; por tanto, se le asume para preservar la
vida o se le soslaya para producir muerte. Cuando más se niega esta racionalidad, aumentan
las situaciones que imposibilitan la satisfacción de necesidades. Entonces, como señala
Hinkelammert, estas insatisfacciones se hacen sentir como exigencias y protestas, pero
además “donde no hay protesta posible, como en el caso de la naturaleza destruida, la
ausencia de la racionalidad reproductiva se hace presente por las crisis ambientales. (…) Y
donde la protesta social no es posible, la ausencia de racionalidad se hace sentir en las crisis
de la convivencia, las migraciones, la descomposición social, el crimen y la corrupción”
(HINKELAMMERT, 2005, p. 57). De lo anterior se desprende la relación del sujeto corporal
y necesitado con el sujeto de la praxis instituyente de liberación. La praxis que busca la
liberación ha de tener como momento material la satisfacción de las necesidades de las
víctimas; la transformación del sistema y la generación de una nueva institucionalidad deben
de tener como objetivo posibilitar la vida y evitar la muerte (HINKELAMMER, 1990, p.
338).
La toma de consciencia de la víctima para generar una comunidad y constituirse en una
subjetividad emergente que genera lo común, a través de “nuevos derechos”, tiene como
momento inicial el enfrentamiento ante la muerte. Si el aprendizaje de la razón medio-fin es
descrito como un aprendizaje de prueba y error, en cambio, el aprendizaje de la racionalidad
reproductiva es diferente. Señala Hinkelammert que es un aprendizaje que se enfrenta a la
muerte para evitarla; busca evitar el derrumbe de todos los fines con la muerte. Se persigue
afirmar la vida y entonces el esfuerzo de evitar aquello que la amenace; se trata de un
aprendizaje negativo. La praxis de liberación surge, en este contexto, como consecuencia de
la experiencia, por parte de las víctimas, de las distorsiones que el mercado produce en la
vida y en la naturaleza. Además, la afirmación de la vida no es un fin sino un proyecto: el
conservarse como sujeto que puede tener fines. Es así como se genera una conciencia
generadora de praxis de liberación (HINKELAMMERT, 2005, pp. 66-67).
Si bien la comunidad toma conciencia y se organiza, generando un consenso para guiar
su praxis (principio formal), éste debe tener como proyecto –y a la vez como límite– el
desarrollo de la vida (principio material). Dussel señala que “la legitimidad no es sólo el
consentimiento producto de la mejor argumentación por la participación simétrico-discursiva
de los afectados, sino, también, la aceptación del orden institucional en cuanto logra la
producción, reproducción y desarrollo de la vida humana de los miembros de dicho sistema”
(DUSSEL, 1998, p. 540). El sujeto tiene un horizonte objetivo que es de vida y muerte. Si
no contara con ese horizonte no sería un sujeto vivo; podría en cambio pretender ser un actor
de la racionalidad medio-fin que no tiene como límite la vida y llega a generar, como hemos
visto, el suicidio.
Según la ética del discurso, si todos los hablantes deciden su suicidio colectivo, es ésta
una norma universal y válida. No obstante, como consecuencia de esta ética, señala
Hinkelammert, la realidad se desvanece como resultado de esta norma; el discurso termina
en el sinsentido y en lo absurdo. Por eso, considera que el interlocutor de una construcción
ética debe ser el suicida, y no el escéptico. Para responderle, se debe introducir en el discurso
la condición, que es empírica, de la posibilidad de todo discurso. En efecto, el hablante no
sólo es un miembro de una comunidad de comunicación, un sujeto abstracto que conectado
por la Internet establezca acuerdos y consensos con sus dialogantes, sino que es el ser natural
y corporal que, además, “en el lenguaje reflexiona su vida concreta” (HINKELAMMERT,
2005, p. 65). En este sentido, la importancia del sujeto vivo está en que constituye a la
realidad como objetiva, en cuanto la determina como una mediación de la vida humana. Por
eso, en la praxis de liberación lo necesario materialmente como satisfactor para la vida y lo
válido intersubjetivamente deben darse simultáneamente.
El criterio de la satisfacción de necesidades no es solo un acto de individuos, pues
refiere forzosamente la acción de la comunidad. Como una posibilidad del propio actuar,
Hinkelammert señala que existe “la dimensión del reconocimiento mutuo entre los sujetos,
sin el cual la acción del sujeto no logra la afirmación de su vida” (HINKELAMMERT, 2005,
p. 67). Es decir, el sujeto tiene que afirmar la vida del otro para que sea posible afirmar la
propia; no se trata tan sólo de reconocerse como ciudadanos o como hablantes en una
comunidad de diálogo, sino como seres naturales, que requieren entrar en la dinámica de la
producción de vida. Es decir, el reconocimiento del Otro es más radical cuando la víctima
nos interpela desde su calidad de ser natural que exige la satisfacción de necesidades de vida.
El criterio negativo, material o de contenido, es el hecho mismo de la imposibilidad de
reproducir la vida de la víctima. Así, la existencia de víctimas es siempre la refutación
material de la “verdad del sistema” que la origina.
Ahora bien, ¿cómo comprender el criterio de las necesidades? Hinkelammert señala
que, en términos teóricos, “la necesidad es la urgencia humana de vivir en un circuito natural
de la vida. Fuera de este circuito no es posible la vida, y el propio sujeto humano se hunde”
(HINKELAMMERT, 2005, p. 46-47). La condición que decide sobre la vida y la muerte es
la satisfacción o no de necesidades; no obstante, la Modernidad capitalista no discierne entre
la vida y la muerte, sino que destruye toda vida que es exterioridad en referencia a su
racionalidad de cálculo medio-fin. Parte de esta racionalidad es la negativa a distinguir entre
necesidades y preferencias o deseos, o en considerarlas igual de legítimas unas y otras en
nombre de una libertad pensada fuera de la realidad, de manera idealista desprendiéndose de
la materialidad, sin consideraciones geopolíticas y ambientales, desde la totalidad, y a
espaldas de las víctimas. Riechmann señala:

“La relación de los satisfactores con las necesidades es la de los medios con los fines.
La sociedad productivista/consumista se caracteriza, entre otros rasgos, por la
confusión constante, deliberada e incesante entre fines y medios –los medios se
transforman en fines y estos se pierden de vista, se desvanecen en el universo
de los objetos–; en la crítica de esta sociedad y en la formulación de alternativas
mostrará la pareja de conceptos necesidad/satisfactor toda su potencia crítica.
Decíamos que las necesidades no son intencionales, y en ese sentido no podemos
elegirlas: sencillamente están ahí. Pero sí que podemos elegir los satisfactores. Las
necesidades básicas están dadas, pero podemos autodeterminar –al menos en parte–
los deseos y los satisfactores. Mantener abierta esta posibilidad resulta crucial para
cualquier perspectiva de emancipación en un ‘mundo lleno’, un mundo cuyos
límites ecológicos se han alcanzado o –en algunos ámbitos– incluso se han
sobrepasado ya” (RIECHMANN, 1999, p. 19).

En este sentido, nos es útil la diferenciación entre la necesidad y el deseo, realizada por
Joaquin Sempere; aquélla está ligada a la autorreproducción de la vida del sujeto, mientras
que el deseo es más ocasional, no está ligado a la autorreproducción (SEMPERE, 1992, p.
20). O como afirma Hinkelammert: “La satisfacción de las necesidades, hace posible la vida;
la satisfacción de las preferencias, la hace agradable. Pero, para poder ser agradable, antes
tiene que ser posible. Cada cual puede hacer su proyecto de vida según su gusto, solamente
en cuanto sus gustos y la realización de esos se basen en la satisfacción de las necesidades”
(HINKELAMMERT, 1990, p. 322). Los deseos son legítimos si no impiden la satisfacción
de las necesidades de otros seres humanos, si no niegan la alteridad y si no causan la muerte
tanto de otros seres humanos como de la naturaleza. En efecto, derechos humanos deben ser
la juridificación de las necesidades, no de los “deseos” y, mucho menos, de los deseos
ilegítimos. En este sentido, “si lo común debe ser instituido, sólo puede serlo como
inapropiable, en ningún caso objeto de un derecho de propiedad” (LAVAL, 2015, p. 264).
El fundamento de derechos humanos en la satisfacción de las necesidades para la vida
no tiene relación únicamente con lo que usualmente se conocen como derechos económicos
y sociales; es fundamento de cualquier derecho legítimo, incluyendo los llamados “liberales”,
mientras no se constituyan en meros privilegios. Hinkelammert demuestra que, a partir del
análisis de la teoría del mercado y de la planificación, la explotación y la dominación sólo
pueden darse derivados del concepto de necesidad. Con la división social del trabajo y la
distribución de los ingresos se determinan las posibilidades de vivir de cada persona;
entonces aparecen las posibilidades de explotar y dominar:

“Acaparar y concentrar los medios materiales de vida es destruir las posibilidades


de vida del otro, ya que lo que se concentra y se quita no son simples riquezas sino
medios de vida –víveres en el sentido más literal de la palabra–. La dominación hace
posible la explotación y ésta da materialidad a la dominación. Ninguna dominación
puede ser definitiva sin el manejo de la distribución de los medios materiales de la
vida” (HINKELAMMERT, 1990, p. 322).

La explotación y la dominación se generan en función de las necesidades, no de las


simples preferencias. La satisfacción o no de preferencias puede significar una vida más o
menos agradable, de mayores o menores gustos, pero no podría significar explotación y
dominación. En cambio, donde hay necesidades existe una relación de vida o muerte al
decidir sobre la división social del trabajo y la distribución de los ingresos. Las necesidades
tienen relación con la posibilidad de vivir, mientras que las preferencias se relacionan con
vivir a niveles cuantitativamente distintos. Ningún proyecto puede realizarse si no es
materialmente posible, y la voluntad no puede sustituir jamás las condiciones materiales de
posibilidad; esto es parte de la materialidad de la historia. La libertad se ejerce desde la
materialidad; suponer lo contrario es un idealismo que ideológicamente es usado contra la
vida de los pueblos. Solamente si la voluntad logra movilizar condiciones materiales de
posibilidad de sus fines, aparece el camino, y el máximo absoluto para este camino es el
tamaño del producto social de medios materiales.
La objetividad de las necesidades humanas se complementa con la intersubjetividad de
la comunidad de víctimas y la praxis instituyente de liberación. En esto coincide en cierta
forma Riechmann al señalar:

“Donde se difumina lo objetivo, lo que queda no es el recurso a la arbitrariedad de


lo subjetivo, sino el esfuerzo de lo intersubjetivo. Lo intersubjetivo que ya está ahí,
que siempre estuvo ahí –lo interhumano funda la humano: así sintetiza Todorov,
como veíamos, nuestra socialidad radical–; y el esfuerzo por construir una
socialidad libre de dominación, una sociedad de iguales. La estrategia de las
necesidades básicas es por ello indisociable de una concepción ambiciosa de la
democracia, en la que la palabra clave resulta ser participación” (RIECHMANN,
1999, p. 17).
Ubicar el criterio de la vida dentro de una teoría crítica nos posibilita abordar los derechos
humanos desde distintas tradiciones culturales sin caer en un relativismo ético, pues a fin de
cuentas los procesos de liberación van concretando las aspiraciones naturales que la realidad
posibilita en un momento dado. Es decir, las necesidades no son equívocas, pero tampoco se
consideran como una cuestión unívoca en el ser humano, sino que las necesidades del pueblo
son fundamentadas bioéticamente, y la estructura dinámica del ser humano permite cierta
pluralidad histórica de ellas y de sus medios de satisfacción. En sentido contrario, perder este
criterio conduce a una visión simplificante que nos encadena a una sola tradición cultural (la
liberal occidental): “Cuando se lucha únicamente por derechos –y no por el acceso a los
bienes necesarios para una vida digna–, ya estamos luchando entrampados en la jaula de
hierro del liberalismo individualista dominante en la concepción jurídica occidental”
(HERRERA, 2005, p. 251).

3.4. Colonialidad de poder, cercamiento de lo común y derechos humanos

Para concluir este desarrollo de una teoría crítica de derechos humanos, en función de una
visión liberadora y de lo común, ampliaremos la reflexión respecto al conocimiento situado.
Las reflexiones sobre lo común, aunque refieren a prácticas que se llevan a cabo alrededor
del mundo, pueden pasar por alto la geopolítica del conocimiento, y seguir encerradas en un
pensamiento eurocentrado. No es para soslayar la afirmación de Laval y Dardot de que lo
común está “enraizado en la tradición política de la democracia, en especial en la experiencia
griega” (LAVAL, 2015, p. 519). El problema, por supuesto, no es está en la referencia en sí
misma, sino en el riesgo de encerrar lo común en la historia de Modernidad hegemónica,
pasando por alto los procesos de colonialidad. En otras palabras, caer en la contradicción de
afirmar la radicalidad de la praxis instituyente, pero seguir pensando que lo común es una
práctica generada desde y a partir de la historia eurocentrada.
Los filósofos franceses se oponen a la visión progresista, teleológica y evolucionista
de la historia. De hecho, critican la ideología evolucionista de la Common Law, que considera
al actual auge del derecho internacional en materia de contratos e inversiones, como una
prolongación de los progresos culturales y jurídicos surgidos de las interacciones económicas
y sociales, que han permitido el nacimiento y el funcionamiento del mercado capitalista
(LAVAL, 2015, p. 324). No obstante, su análisis de la historia de lo común, sigue siendo
profundamente intraeuropea, lo que requiere pensar tanto lo común como derechos humanos
desde el “lado oculto” de la Modernidad, es decir, desde los sujetos y espacios colonizados.
Como parte de la constelación del pensamiento latinoamericano, en las últimas décadas
ha cobrado un impulso importante lo que se ha denominado, en general, el pensamiento
descolonial (MIGNOLO, 2010). Se trata de una corriente donde se encuentran pensadores de
diversas disciplinas que han desarrollado una serie de categorías para analizar el sistema
moderno/colonial. Parten de la premisa que Modernidad y Colonialidad son componentes de
una misma realidad, y que las narrativas que separan ambos procesos, como si fueran ajenos
entre sí, son erróneas y presentan un alto contenido ideológico para construir el
eurocentrismo. Este es el caso, por ejemplo, de sostener que la Modernidad se generó como
un proceso exclusivamente intraeuropeo, que excluye de su construcción a los procesos
históricos generados en otras geografías, incluyendo América Latina. En sentido contrario,
el pensamiento descolonial afirma que se debe adoptar una comprensión y una división de la
Modernidad más integral y global, que sea capaz de incluir la temática de la colonialidad.
Esto con el objetivo, entre otros, de incluir las aportaciones de América Latina a la
“Modernidad” desde sus orígenes. Como señala Dussel, sea para bien o sea para mal,
América Latina ha sido participante principal de la historia mundial de la política,
“aportando, por ejemplo, con su plata el primer dinero mundial, y con su crítica a la conquista
la primer filosofía moderna propiamente dicha” (DUSSEL, 2007, p. 27).
De entre las diversas formas que existen dentro del pensamiento descolonial de abordar
la crítica a la Modernidad, destaca la realizada por Aníbal Quijano, quien afirma que la
colonialidad “es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial del
poder capitalista” (QUIJANO, 2000, p. 342). Se trata de un concepto que, aunque guarde
relación, es diferente a “colonialismo”. La colonialidad significa que, a partir de 1492, se
inició un proceso donde la división internacional del trabajo se realizó entre periferias y
centros, y con un gran énfasis la jerarquización étnico-racial de las poblaciones. El concepto
de raza sirvió para crear nuevas identidades que se relacionaron con los roles dentro de las
nuevas estructuras económicas:

“En el curso de la expansión mundial de la dominación colonial por parte de la


misma raza dominante –los blancos (o a partir del siglo XVIII en adelante, los
europeos)– fue impuesto el mismo criterio de clasificación social a toda la
población mundial a escala global. En consecuencia, nuevas identidades
históricas y sociales fueron producidas: amarillos y aceitunados (u oliváceos)
fueron sumados a blancos, indios, negros y mestizos.” (QUIJANO, 2014a, p.
109).

Se trata de la instauración de un nuevo patrón de poder mundial y una nueva


intersubjetividad mundial. La colonialidad del poder, del ser y del saber son las estructuras
que clasifican a la población por criterios de clase, raza y género. Este proceso no ha
concluido con la finalización formal del régimen político del colonialismo, sino continúa y
estamos en una transición hacia la colonialidad global. Y es que la “Colonialidad se refiere a
la continuidad de las formas coloniales después del fin de las administraciones coloniales y
las estructuras del sistema-mundo moderno/colonial/capitalista que articula la periferia en la
división del trabajo internacional, a las estrategias políticas de los grupos subalternos y a la
inscripción de los migrantes del Tercer Mundo en la jerarquía racial/étnica de las ciudades
globales metropolitanas.” (GROSFOGUEL, 2012, p. 13).
En términos epistemológicos, se ha hablado del “giro descolonizador”, que se refiere a
tomar conciencia de que las ciencias se han desarrollado desde la perspectiva de los países
centrales y sus proyectos son funcionales a la empresa colonizadora o, en otros casos, sus
reflexiones, aunque tengan un profundo carácter emancipador no son conscientes y no
reflexionan sobre las relaciones metrópolis-colonias y sus consecuencias. Además, este giro
también significa que el pensamiento desde los países periféricos debe ser capaz de generar
sus propias categorías y ser capaz de asumir de manera crítica aquellas de contenido
emancipador venidas de las metrópolis. En este sentido, la Filosofía de la Liberación ha
realizado este “giro epistemológico”, en cuanto critican la concepción eurocentrada de que
solamente los países centrales son capaces de generar conocimientos y categorías de análisis
de la realidad.
El conocimiento no tiene una validez universal acrítica, sino que debe pensarse desde
la geopolítica, desde un lugar concreto. Santos introduce el concepto de línea abisal, como
“la idea fundamental que subyace a las epistemologías del Sur. Marca la división radical
entre formas de sociabilidad metropolitana y formas de sociabilidad colonial que ha
caracterizado el mundo occidental moderno desde el siglo XV” (SANTOS, 2019, p. 43). Esta
división crea formas de socialización, una entre “nosotros” –la socialización metropolitana–
y la de “ellos” –la del mundo colonial–. En ambas se dan exclusiones, pero solo las del mundo
colonial son abisales; por lo que en el mundo metropolitano se puede hablar de una mejor
gestión de la tensión regulación y emancipación, mientras que en el lado abisal se aspira a la
eliminación de la regulación colonial, es decir, a la liberación. Las ciencias sociales
modernas, incluyendo las teorías críticas, señala Santos, no han reconocido la existencia de
esta línea abisal. Han descuidado la geopolítica del conocimiento, al concebir a la humanidad
como “un todo homogéneo que habita en este lado de la línea y, por tanto, que está totalmente
sujeta a la tensión entre regulación y emancipación” (SANTOS, 2019, p. 46).
Una de las elaboraciones del “giro descolonizador” es la propuesta sistematizada por
Boaventura de Sousa Santos sobre las epistemologías del Sur, que consisten en “la búsqueda
de conocimientos y de criterios de validez del conocimiento que otorguen visibilidad y
credibilidad a las prácticas cognitivas de las clases, de los pueblos y de los grupos sociales
que han sido históricamente victimizados, explotados y oprimidos, por el colonialismo y el
capitalismo” (SANTOS, 2009a, p. 12). Por otra parte, para Aníbal Quijano, más allá de
superar la totalidad del sujeto macrohistórico del pensamiento eurocentrado, es necesario
“liberar la producción del conocimiento, de la comunicación y de la reflexión, de los baches
de la racionalidad-modernidad europea” (QUIJANO, 2014b, p. 64). El objetivo de estas
epistemologías es, entonces, permitir que los grupos sociales oprimidos pueden representar
su mundo en sus propios términos, y entonces poderlo transformar de acuerdo con sus propias
aspiraciones.
El giro descolonial significa un reto para la teoría crítica de derechos humanos. Por un
lado, el análisis que se realiza del sistema moderno/colonial, le aporta criterios para superar
los presupuestos que hemos analizado de la teoría tradicional: universalidad,
monoculturalidad, individualismo, etc. Pero, por otro lado, exige a la teoría crítica tomar en
cuenta que el discurso de derechos humanos, como estrategia política y jurídica de la
Modernidad, está afectado de colonialidad, y que, en consecuencia, puedan constituirse en
instrumentos de dominación y cercamiento de lo común. El discurso eurocentrado de
derechos humanos ha sido un componente que ha funcionado para la colonialidad del poder,
del saber, y del ser. La manera en que concretiza la comprensión de dignidad humana y, en
especial, las formas y mecanismos de protegerla es, en variadas ocasiones, una forma de
ejercer la colonialidad.
En cuanto al común, las epistemologías del sur colaboran en comprender mejor las
praxis instituyentes que se realizan desde el Sur global y, además, enriquecen la manera de
analizar los procesos históricos de cercamiento. Los procesos de colonialismo y colonialidad
han significado para América Latina, sin duda, procesos de cercamiento de lo común.
Siguiendo la propuesta de Quijano, la colonialidad significa, y ha significado, procesos de
destrucción de lo común en el Sur. Así, la colonialidad del ser, ha significado reducir al otro
en objeto, en negarle su subjetividad y, por lo tanto, su capacidad de significar y resignificar
sus espacios y sus praxis; la colonialidad del saber, ha sido la destrucción de los saberes de
los sujetos colonizados, ya sea a través de su destrucción o a través de su privatización; y la
colonialidad del poder, ha significado la manera en que los procesos de satisfacción de las
necesidades han sido determinadas por poderes ajenos a los sujetos colonizados, a quienes
se les niega su capacidad de generar praxis instituyentes, para su autogobierno.
Una de las expresiones más claras en la actual globalización de estrategias del Estado-
Mercado para el cercamiento de lo común en el Sur global, y que expresan con claridad la
colonialidad en sus tres dimensiones, son las llamadas “estructuras jurídicas del despojo” o
“corpus jurídico del despojo”. Este corpus es “producido las más de las veces en sedes
transnacionales de poder económico global y recepcionado sin cuestionamiento por el
Estado, tiene como fin volver todo disponible al mercado. Convierte todo en objeto de
transacción mercantil, vuelve disponible al mercado todo lo valioso de la vida”
(HERNÁNDEZ, 2019, p. 47). Es así como legislaciones sobre trabajo, minería,
megaproyectos, conocimientos, entre otras, han significado la perpetuación de la
colonialidad del poder, y por ende, el cercamiento de lo común en los países del Sur.
Ante este cercamiento de lo común, a través del Derecho generado desde los centros
de poder, es necesaria la descolonización de derechos humanos, para que sean herramientas
para que los sujetos sometidos a las estructuras de colonialidad, realicen praxis instituyentes
de liberación. Para esto, lo desarrollado a través de estas líneas como una teoría crítica de
derechos humanos colabora, aunque tendremos que ir profundizando sobre las consecuencias
que en esto aplica los aportes de las epistemologías del Sur.

4. Para cerrar

En el contexto de la globalización hegemónica se va imponiendo una visión conservadora de


derechos humanos, cuyo uso está encaminada a otorgar seguridad jurídica al libre mercado,
se hace necesario profundizar en una visión liberadora que parta desde las diversas
subjetividades emergentes en movimientos sociales o en opciones comunitarias. Esta visión
de derechos humanos busca no mutilar lo humano, pues parte del sujeto corporal y necesitado
como su punto crítico. Evita y se opone al solipsismo normativo y al formalismo, para
abordar derechos humanos desde las diversas parcelas de la realidad histórica donde inciden.
Esta compresión conlleva algunas implicaciones, tales como la construcción pluricultural de
derechos humanos, la inclusión de la perspectiva de la víctima, la contextualización en los
procesos históricos, centrarse en la satisfacción de necesidades e vida, y asumir la dimensión
utópica.
Entender a derechos humanos como un conjunto de prácticas sociales, simbólicas,
culturales, jurídicas, económicas e institucionales de la “comunidad de víctimas”, que les
permite constituirse en sujeto y reaccionar contra los excesos de cualquier tipo de poder,
modificando las tramas sociales para lograr acceder a los bienes para la satisfacción de las
necesidades de producción y reproducción de vida, es un punto de partida adecuado para
ubicarlos como momentos de la praxis instituyente de liberación. Es una formulación general
y amplia, mas no equívoca sino análoga, que permite dar cuenta de la necesidad de las
comunidades de tomar conciencia de su situación y generar praxis instituyentes para hacer
valer sus derechos humanos. Además, obliga a abandonar visiones abstractas de lo jurídico
que magnifican el papel solitario del sistema jurídico positivo en la protección de las
personas, las comunidades y los pueblos, y en cambio conduce a atender un sistema amplio
de garantías de diversa naturaleza –económico, cultural, jurídico, político, educativo, etc.–
que sean parte de las luchas sociales por el acceso a los bienes necesarios para la producción
de vida.

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