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La Opcion Fundamental Grandes Constantes
La Opcion Fundamental Grandes Constantes
La opción fundamental
¿Qué es un gran autor? ¿Por qué merecen ser estudiados por igual filósofos que
han pensado cosas muy distintas entre sí? ¿Por qué Platón y Nietzsche, por ejemplo, son
considerados grandes pensadores, dignos de figurar en lugares de privilegio en la
historia de la filosofía, a pesar de que tienen visiones del mundo contradictorias entre
sí? Si no se tratara sólo del contenido de sus doctrinas, ¿en qué consistiría el criterio
para valorarlos? Un gran filósofo sería aquel que ha profundizado hasta el fondo, una de
las grandes alternativas filosóficas, utilizando los elementos de que disponía en las
circunstancias de su época, en relación con la problemática de su presente y con su
historia. Los autores superficiales, en cambio, cuya fama suele ser efímera, serían
aquellos que mezclaron ideas, que no fueron a fondo en una concepción del mundo. Por
eso es que la lectura de todo autor profundo es orientadora, aunque sus pensamientos no
coincidan con los del lector. Siempre es importante e iluminador conocer la alternativa a
mi pensamiento, conocer la otra posibilidad. Esto me permite ser más consciente de mis
propias ideas y de los motivos por los cuales he decidido asumirlas. Los autores
superficiales, en cambio, confunden.
solo no es suficiente para asomarnos a la opción fundamental del mismo. Esta opción se
expresa en las cuestiones filosóficas últimas. Esto es, en cuestiones de naturaleza
metafísica. Puede existir, a veces, una tensión entre la técnica filosófica de un autor y su
intención profunda. El estudio de esta tensión puede ser iluminador para hacer justicia al
pensamiento de ciertos autores. En efecto, en ciertos casos, un autor con una intención
profunda realista sólo tiene a mano una técnica filosófica inmanentista, o viceversa.
Soren Kierkegaard, el gran existencialista cristiano, criticó al hegelianismo pero, en
cierta medida, debió utilizar su lenguaje y sus categorías.
Por eso es que puede decirse que existen grandes constantes metafísicas
correspondientes a cada alternativa. Ambas posibilidades podrían representarse
mediante sendos triángulos, queriendo expresar que cada una de las opciones constituye
una constelación de ideas, íntimamente relacionadas, que, si bien pueden ser expresadas
de formas muy distintas, repiten un espíritu común y obedecen a una lógica propia.
Los vértices de los triángulos representarían, cada uno, uno de las cuestiones
fundamentales de la metafísica, una de sus grandes constantes. Los lados del triángulo,
representarían la unidad indisoluble que existe entre las constantes metafísicas de
determinada opción.
A. REALISMO B. INMANENTISMO
El mundo
Para la primera de las opciones, este mundo puede y debe ser contemplado,
porque en él hay un orden natural.
Que este orden sea natural significa que ese lugar, que esa armonía, nace con las
cosas mismas y no es puesto desde afuera (de hecho, la palabra natural proviene de un
verbo latino que significa nacer).
Esta idea, a su vez, supone una visión positiva de los límites naturales. Si a una
persona le dijéramos que es “limitada”, seguramente se sentiría despreciada. No es ésa
la idea que esta postura tiene de los límites. Conforme a ella, los límites “no limitan”.
Esto es así porque, si cada cosa tiene su lugar propio, interior a su ser, los límites serían
los guardianes de ese lugar. Los límites, en efecto, distinguirían mi lugar de otros
lugares. Los antiguos romanos acuñaron en esta línea el verbo exterminare, exterminar.
Como sabemos, exterminar es aniquilar, destruir. Ahora bien, algo es destruido cuando
se le sacan sus límites (terminus es límite; ex implica aquí “fuera de”) y no cuando se
encuentra contenido por ellos.
Puede ponérsele nombre a esta primera postura. Podría ser llamada de muchas
formas. Entre ellas, una muy universal es realismo. Esta palabra proviene del latín res,
cosa. Es decir, se trata de una postura que propone, como primera actitud frente a la
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realidad, una apertura a las cosas. El mundo porta un mensaje y nos llama a abrirnos a
él. Antes de obrar, hay que contemplar, porque toda acción debería brotar de esta
contemplación previa. El término teoría posee una connotación similar, y deriva de un
verbo griego que significa “ver” (se trata de la misma raíz que Theos, Dios, el que todo
lo ve). Especulación, que procede del latín speculus, espejo, indica algo parecido, en la
medida en que la filosofía deba reflejar la realidad, una realidad que tiene mucho para
decir.
Karl Marx, en esta línea, ha dicho que “los filósofos sólo han interpretado
diversamente el mundo; de lo que se trataría es de transformarlo”. No interpretar, no
contemplar, no describir, sino, como primera actitud, transformarlo. El conjunto de
ideas que son el resultado, no de la contemplación, sino del intento de justificar el fin
práctico elegido, suele llamarse ideología.
la confianza realista, que dejó atrás la “minoría de edad”, según la famosa expresión de
Kant.
No pasa un día sin que esta batalla entre una concepción de límites naturales o
de meros límites artificiales no sea discutida en nuestra sociedad o reflejada en los
medios de comunicación. Por ejemplo, en cuestiones como la de la posible
despenalización del aborto. Quienes sostienen que el aborto va contra un principio
central del orden natural, sostienen que el tema ni siquiera es discutible, y que no puede
estar supeditado ni aun a la elección de la mayoría. Conforme a esta postura, existen
ciertos derechos anteriores a la libertad humana, por lo que no podrían ser modificados
por ésta (suele llamarse iusnaturalismo a esta postura). Para el inmanentismo, en
cambio, si todo orden es construido (esta postura jurídica suele llamarse iuspositivismo),
su estructura dependerá de alguna forma de la voluntad humana, sea individual o
colectiva. Si la mayoría votara que se debería despenalizar el aborto, no habría ningún
argumento que oponer, porque no existiría ninguna instancia suprapositiva, ningún
principio previo a lo que los hombres decidieran.
De viajes
El tema del viaje ha sido una metáfora sobre nuestra concepción de la vida en
todas las épocas.
Todas las obras de viajes que descansan sobre una visión realista del mundo
proponen un viaje circular. En El Señor de los Anillos, Tolkien relata un viaje circular
de los hobbits. Estos salen de la Comarca, pasan gran cantidad de aventuras y peligros,
pero nunca olvidan ni desprecian su hogar. Más aún, regresan a él. Debían regresar.
Existe otra tradición respecto de los viajes. Se trata de que viajamos para olvidar,
para alejarnos de un lugar en el que nunca podremos estar a gusto. Desde el siglo XVIII
esa otra perspectiva tuvo una gran difusión. Las novelas de viaje, así concebido, se
multiplicaron. En el Cándido, Voltaire aprovecha cada nueva peripecia del protagonista
para describir un nuevo desengaño, cada vez más destructivo del recuerdo de la vida
ideal de la que gozó en sus primeros años. Micromegas, el gigante extraterrestre
[9]
imaginado también por Voltaire, posee una incomparable sabiduría. Realiza un viaje
interplanetario y arriba a la Tierra, donde sólo atina a reirse compasivamente de las
pretensiones de los minúsculos e insignificantes filósofos que decían saberlo todo con
certeza absoluta. Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, lejos está de ser una
imaginativa novela para niños. Gulliver quiere alejarse, una y otra vez, tanto de su
familia como de la cultura occidental de la que procede. La comparación con cada
nueva civilización que conoce le aporta nuevos motivos para odiar su origen. En su
aventura en Lilliput, los pequeños liliputienses entran en guerra con sus vecinos de
Blefuscu. Esas pequeñas creaturas, hasta ridículas en su pequeñez, se masacraban unas a
otras discutiendo por la cuestión de si los huevos debían cascarse por su lado más ancho
o por el más angosto. Gulliver, que mira entre divertido y horrorizado las consecuencias
de una disensión sobre un tema tan banal, recuerda que, en la Europa de la que
proviene, los hombres se matan discutiendo si “el pan es pan o no es pan”, aludiendo a
las guerras de religión entre católicos y protestantes. El último viaje de Gulliver tal vez
sea el que motive una crítica más amarga de su hogar. Viaja al país de los caballos, que
son nobles, ecuánimes y justos. Pero la sociedad de los caballos tiene una amenaza:
unos seres bípedos, traicioneros e indignos, similares a los seres humanos. Cuando
Gulliver es llevado finalmente de vuelta a Inglaterra, su mujer, sus hijos y la sociedad
toda le causan un rechazo profundo. Tanto es así, que opta por irse a vivir al establo,
con los caballos. Haber viajado supuso una lejanía mayor para con los suyos. El caso
inverso al de Innocent Smith.
Ulises, de James Joyce, es considerada la gran novela vanguardista del siglo XX.
En ella, los protagonistas comienzan su día desde la unidad de la mañana, para ir
perdiéndose en la multiplicidad de los acontecimientos y en la dispersión del fluir de su
conciencia a lo largo de un día. No existe, ni puede existir, un regreso final.
con suprimirse”, descubría que allí tampoco había una salida, porque también estarían
de más su carne, su sangre y sus “huesos finalmente descortezados” sobre el suelo…
La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste
querría sufrir frente al calefactor y aquel supone que se curaría al lado de la ventana. Siempre me
parece que estaría mejor donde no estoy, y este problema de mudanza lo discuto con mi alma
infatigablemente… Al fin mi alma estalló y gritó con sabiduría: “¡No me importa dónde! ¡No
importa! ¡Pero fuera del mundo! Baudelaire, Charles, Anywhere out of the world en Pequeños
poemos en prosa.
¿Qué es una fiesta? ¿Por qué festejamos? Hoy es frecuente que la palabra
“fiesta” despierte en nosotros ideas de descontrol o transgresión. Efectivamente, en la
perspectiva inmanentista con la fiesta se busca la huida de la insoportable realidad
cotidiana. Una fiesta no es para alegrase, sino para escapar. Por eso es que se asocie a la
idea de fiesta la de desenfreno, ruido, alcohol, en lo posible hasta la inconciencia, que
sería el objetivo anhelado. Detrás de esa idea de fiesta se esconde la de desesperación.
Quien huye tiene la angustia de que, tarde o temprano, será alcanzado. Por eso es que la
expresión “final de fiesta” suele significar la vuelta resignada a una vida deprimente.
Federico Nietzsche expresaba con profundidad una consecuencia de esta idea: “Lo
difícil no es celebrar una fiesta, sino encontrar a quienes se alegren con ella.” Es
imposible alegrarse con una fiesta. No están hechas para eso.
perspectiva, implica un cierto derroche. Una fiesta no busca una ganancia. Sólo festejar
la bondad de la vida y de la creación. Por eso es que en una fiesta celebran el rico junto
al pobre, el que manda junto al que obedece, quien está triunfando en la vida junto quien
no está pasando el mejor momento… Es que, más allá de todo esto, la realidad misma
vale la pena. Según Josef Pieper, una fiesta es “la actualización por motivos especiales y
de modo extraordinario del sí dado continua e implícitamente al mundo de la vida de
todos los días”.
La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento, y, sin embargo, es la
más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en nosotros,
y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este
aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero el divertimiento
nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.
verticales de un sol poderoso, empuña el revólver que cargaba sin motivo y mata a una
persona. No opone resistencia cuando la policía lo apresa. Ante el juez, declara que no
necesita defensor. Cuando el juez le pregunta si se da cuenta de la gravedad de su
situación, Meursault responde que sí, también con insensiblemente. “-¿No teme a la
muerte? ¿No le importa morir?” “-No”.
Dios
Todos los autores realistas han afirmado, en alguna medida, que, si existe un
mundo verdadero, bueno, ordenado, ha sido obra de un Dios creador. Este Dios es
trascendente, es decir, está más allá del mundo. Si las cosas de este mundo son finitas,
Dios es infinito. Ninguna de sus cualidades tiene límites. Es infinitamente sabio, bueno,
poderoso. Como creador, como dador del ser de las cosas, debe disponer de todo el ser.
Todo lo que hay en el mundo procede de Dios. Dios está en el mundo, pero el mundo,
que es finito y está formado por cosas finitas, no es Dios.
No debe identificarse esta postura con una opinión religiosa. Una religión puede
adoptar esta visión, pero se trata de una visión natural previa a lo religioso. De hecho,
algunas concepciones religiosas adoptan una visión del mundo inmanentista.
[13]
Algo similar sucede con la bondad de las cosas. Sólo podemos querer algo (y así
entablar con él una relación de presencia y distancia) si ese algo fue pre-querido por
Dios al crearlo. Si las cosas proceden por creación de un Dios que las quiso, las cosa
son buenas. Y, si las cosas son buenas, podemos quererlas. En seguida veremos que,
para el inmanentismo, las cosas no son cognoscibles ni amables por sí mismas.
Si fuera correcto que, según decíamos, la clave del realismo está dada por la
fundante relación de presencia y distancia, las dos formas de negar este relación serían
las de negar la presencia o negar la distancia. Las dos posturas extremas del
inmanentismo serían, entonces o la de pura presencia sin distancia, o la de pura
distancia sin presencia.
“aguas” me quedan? Claro está que sólo una. Esto afirma el inmanentismo: si no son
reales los límites, en el fondo sólo existe una sola cosa. A esta postura metafísica se la
llama monismo (del griego monos, uno) ¿En qué sentido esta postura puede entenderse
como presencia sin distancia? En cuanto esa única substancia está tan presente en el
mundo, que impide toda distancia. A las cosas finitas no les quedaría lugar para poseer
consistencia. Serían avasalladas por ese Todo. Finito e infinito no conservan su lugar,
sino que estaríamos frente a una infinitización de lo finito.
Este único ser puede ser llamado Dios ( y la postura será llamada panteísmo, del
griego pan, todo, y theós, Dios; este Dios, en este caso, ya no será trascendente sino
inmanente, es decir, se identificará con las cosas y no estará más allá de ellas), la
materia (materialismo), la Idea, la substancia, el Todo, el Uno, etc.
Si, ahora, atendemos a las cosas que nos rodean ¿Qué valor, qué consistencia,
qué sentido tienen en una postura monista? ¿Qué armonía las relaciona? Si sólo existe el
Todo, ninguna de ellas tiene valor ni sentido. Se trata de aparentes seres individuales sin
ninguna razón de ser ni ningún lugar natural en el mundo. Por eso es que esta postura de
distancia sin presencia puede ser llamada nihilismo (del latín nihil, nada). Nada tiene
valor. Téngase en cuenta que el nihilismo es la contracara del monismo. Todo gran
monista fue nihilista y viceversa. Si sólo existe un único ser -monismo- , los aparentes
seres particulares no tienen valor. Pero tampoco lo infinito tiene plenitud, porque no es
trascendente, por lo que no hay en él más que la suma de las cosas finitas. Se trata del
movimiento inverso al de la infinitización de lo finito. Nos hallamos, ahora, antes una
finitización de lo infinito.
Puede ser útil tomar un ejemplo de la política. Hegel fue un gran autor monista,
que inspiró concepciones políticas de derecha e izquierda. En la derecha hegeliana se
inspira el fascismo y en la izquierda, el marxismo ¿Qué denominador común poseen
estos movimientos totalitarios? La afirmación del valor del todo del Estado, y la idea de
que los individuos no tienen valor propio sino por el Estado.
Respecto del amor, cabe describir una disociación análoga de la postura realista.
En este tema, pura distancia sería indiferencia y pura presencia amor como dominación.
Se trata, una vez más, de dos caras de la misma moneda. En efecto, si, por ejemplo, una
madre domina o sobreprotege a su hijo, al mismo tiempo puede decirse que, en el
fondo, no lo conoce o no se comunica realmente con él. Jean-Paul Sartre afirmaba en El
ser y la nada que el amor era “conflicto” inevitable y, por lo tanto, relaciones de
sadismo y masoquismo. Amar es intentar dominar y, en alguna medida, dejarse dominar
un poco.
Se ha afirmado que una de las descripciones más vívidas y penetrantes del amor
en sentido inmanentista la ha realizado el mismo Sartre en su obra de teatro A puerta
cerrada. En ella, se describe cómo los tres protagonistas son llevados a la misma
habitación de un hotel confortable luego de morir. Allí, a puerta cerrada, comienzan a
conversar, y a poco descubren que existe un denominador común entre los tres: han
vivido muy mal. Stelle es una mujer de alta sociedad, muy promiscua, que ha hecho que
se suiciden por ella y que ha asesinado a un hijito recién nacido. Garcín es un hombre
cobarde e innoble, cuyas faltas han traído mucho sufrimiento a quienes lo rodeaban.
Inés es una mujer, invertida sexualmente, que ha llevado una vida muy desordenada.
Los tres llegan a la conclusión de que en el hotel están en una etapa intermedia de su
camino hacia el infierno, donde los aguarda el sufrimiento, el fuego, el azufre, la
tortura…
de esta forma, desarmarlo y manejarlo. Por eso es que la seducción es una cierta
violencia que siempre termina mal.
Arthur Schopenhauer afirma que el amor, por el cual un hombre cree haber
encontrado a la mujer que brinda sentido a toda su vida, con quien será feliz, es, en
realidad, el engaño del Todo (la Voluntad, según sus palabras) para con el individuo,
para que éste se avenga a cumplir con la perpetuación del Todo, que va alimentándose
de los sucesivos individuos. Por eso es que, después de cumplidos estos fines, la ilusión
desaparece, y los amantes ven que su pasión trueca en desagrado y odio.
Si alguien pensara que no se siente a gusto con las posturas extremas, que se
inclina, más bien, por una postura “de centro”, sin tener que optar por alternativas
excluyentes, esto sería un indicio de que posee una actitud realista.
El mal y la libertad
Los temas del mal y la libertad -de ellos se trata-, poseen la mayor importancia
existencial. Aportan el dinamismo existente entre estas posturas e inspiran la tensión
dialéctica que hay entre ellas. Su consideración nos aleja de las simplificaciones y de las
calificaciones fáciles. Ambas cuestiones plantean a todos los hombres interrogantes
arduos y de decisiva importancia en sus vidas. Estas preguntas surgen por igual en
realistas e inmanentistas. La verdadera diferencia entre ambos no radica en las
preguntas formuladas -que, en el fondo, son las mismas-, cuanto en las respuestas. Un
realista que permanece tal por no haberse formulado estas preguntas no sería un
auténtico realista. Su postura tendría algo de casual y provisorio, y recién se definiría
cuando estos interrogantes se presentaran en su vida.
Si alguien expusiera sus ideas realistas tal como lo hemos hecho hasta ahora
(una realidad ordenada, causada por un Dios trascendente, omnipotente y bueno, en la
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cual todo tiene sentido), la primera objeción que saltaría a la vista sería la de la
existencia del mal en el mundo. Al observador sensible podría parecerle hasta ofensivo
que se osara hablar de orden y sabiduría frente al despliegue de dolor y malicia que nos
ofrece la realidad que nos rodea.
Se ha dicho que debemos al filósofo Epicuro, que vivió entre los siglos IV y III
a. C., una de las primeras formulaciones precisas de este problema: “O bien Dios no
quiere eliminar el mal o no puede; o puede, pero no quiere; o no puede y no quiere; o
quiere y puede. Si puede y no quiere es malo, lo cual naturalmente debería ser extraño a
Dios. Si no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún Dios. Si puede y
quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde provienen entonces el mal o por qué
no lo elimina?”.
No se trata de una pregunta que posea una respuesta fácil. Es frecuente que una
persona con intención realista repita a medias explicaciones que, sin ser profundizadas,
hasta podrían resultar inaceptables conforme a sus mismos principios. La profundidad
es indispensable también en este tema.
Por ejemplo, suele aducirse que Dios permite el mal para respetar la libertad. Si
no se aclara nada más, podría objetarse: ¿para respetar la libertad de quién? ¿De los
victimarios o de las víctimas? En efecto, si por ejemplo aplicáramos este principio a un
asesinato, parecería que Dios no interviniera para respetar la libertad del asesino y no la
del asesinado…
Suele argumentarse, además, que Dios permite los males en su sabiduría, para
sacar de ellos bienes mayores. En otras palabras, estos males no serían tan malos a los
ojos de Dios, porque serían para él medios para engendrar bienes. Con frecuencia, suele
identificarse esta explicación con la respuesta cristiana a la cuestión. Es usual que,
cuando queremos consolar a alguien de un gran mal que se encuentra padeciendo, le
digamos cosas como “Dios sabe lo que hace”, “hay que confiar en la voluntad divina”,
“no hay mal que por bien no venga”, etc. En todos los casos, aparentemente estaríamos
[20]
alentando al que sufre a confiar en que lo que le sucede ha sido querido por Dios, por
malo que parezca.
En efecto, hemos visto que, para el realismo, todo lo que existe en el mundo
debe haber sido creado por Dios, debe ser participación de él. De hecho, por ejemplo,
dios conoce todo. Pero su conocimiento, a diferencia del nuestro, es causa de la verdad
de las cosas (ver p. 13). Si, cuando Dios conoce, causa a las cosas (y su conocimiento
no es causado por éstas como, por ejemplo, el humano), ¿cómo conoce Dios un acto
malo, por ejemplo, un asesinato? ¿Lo conoce porque alguien decidió matar o alguien
decidió matar porque Dios así lo dispuso? Aparentemente, ambas soluciones serían
insatisfactorias. La primera, porque iría contra la trascendencia y absoluta perfección
divinas; la segunda, porque atacaría la bondad divina.
El mal es privación
Téngase en cuenta que esto une la tesis realista sobre el mal con la del orden
natural. En efecto, ¿cuál es el parámetro para afirmar que un bien es o no es debido? El
orden natural. Bien mirado, para esta perspectiva afirmar que existen males en el
mundo, que las cosas están heridas por el mal, implica afirmar también el orden natural
y, por lo tanto, que existe un Dios creador. “Si malum est, Deus est” (si hay mal, Dios
existe), afirmaba Sto. Tomás de Aquino.
sobre la causa de que algo no se dé. La causa de que algo no se dé no puede ser un acto
sino la falta de él. Un no-acto es lo único que una creatura finita puede “hacer” sola. En
efecto, todo ser es causado por Dios.
No sería contradictorio que el hombre causara el mal sin la ayuda divina, porque
esta causa deficiente no pide un acto -que debería por fuerza ser participado de Dios-
sino un no-acto. El filósofo Jacques Maritain parafrasea la sentencia evangélica “sin Mí
nada podéis hacer” y la convierte, para su explicación filosófica, en “sin Mí, podéis
hacer la nada”. Sólo en el mal el hombre podría ser causa primera. En el bien, siempre
es causa segunda y Dios causa primera. En casi todas las tradiciones culturales se
transmite esa idea. Quien es un gran artista, un pionero, un fundador, un santo, se siente
“inspirado” y cumpliendo una “misión”. Esto es, se experimenta como causa segunda
en el bien. Quien, en cambio, quiere ser “como Dios”, comienzo absoluto -causa
primera-, siempre hace al mal. De aquí que el pecado sea explicado como la
consecuencia del “querer ser como Dios”. Un ser humano sólo puede ser causa primera
deficiente. C.S.Lewis, en esta línea, afirma que hay dos clases de hombres: “aquellos
que dicen a Dios <<hágase tu voluntad>>, y aquellos a quienes Dios dice <<hágase tu
voluntad>>.”
Para el realismo, el mal es terrible, por ser una herida del ser, una injusticia
dolorosa. Que el mal sea una falta, una ausencia, no significa que no haya mal en el
mundo ni que éste careza de importancia. Al contrario, el mal es terrible y muy grave,
siempre en forma proporcional al bien que está quitando. La gravedad del mal radica en
el bien que impide. Por eso, decir que el mal es privación no implica negar su
terribilidad sino fundamentarla.
Para una postura realista, si hay mal en el mundo, éste sólo puede provenir de un
acto libre (cuya causa, según comentamos, es un no-acto). Si así no fuera, si estuviera
en la naturaleza de las cosas, Dios sería el culpable del mismo1.
Esto implica que, conforme a esta perspectiva, el mal entró en el mundo pero
podría no haberse dado. Más aún, lo más lógico habría sido que no hubiera mal. No
existe ninguna tendencia profunda al mal en alguna creatura, puesto que éstas han sido
creadas por Dios. El mal, por lo tanto, es histórico. Cuando estudiamos Historia, a
diferencia de otras disciplinas, no intentamos captar cómo debían necesariamente ser las
cosas, sino cómo fueron de hecho, puesto que podrían haber sido de otra forma. Toda
filosofía realista, por lo tanto, supone una cierta doctrina del pecado original. Nótese
que esta idea no es privativa de las religiones, sino que no hubo filosofía realista que no
hiciera cierta referencia a un pecado original. Podría escribirse una historia de la
filosofía tomando como referencia lo que cada autor ha pensado sobre este tema. G.
Riconda, por ejemplo, ha editado un volumen sobre esta cuestión en la Filosofía
Moderna.
Cuando se dice que Dios ordena lo malo a lo bueno, cuando “saca” algo bueno
de lo malo, por lo tanto, no hay que pensarlo, conforme a esta postura, como si Dios
quisiera lo malo como un medio para llegar al bien. Al contrario, Dios de ninguna forma
quería lo malo y lo que él había planeado era que no hubiera mal. Y lo más esperable
era que no lo hubiera habido. Pero supuesto que hubo un mal en el que Dios no estuvo
implicado de ninguna forma, Dios no permite que tenga la última palabra y lo ordena al
triunfo del bien. Pero el mal que sucedió es una herida de alguna forma irreparable. La
misma Redención no convierte a lo malo en bueno. Lo malo sigue siendo malo y era
mejor que no se hubiera dado. La existencia humana es dramática.
Decíamos que uno de los motivos principales por los cuales una persona realista
se hace inmanentista radica en que concluye que es absolutamente imposible conciliar el
mal que hay en el mundo con la existencia de un Dios trascendente. Quien se niega a
1
Téngase en cuenta que nos referimos aquí al mal más grave, al llamado mal moral, y no al mal físico,
que es consecuencia de que haya cosas materiales.
[24]
aceptar consuelos que, por ejemplo, minimizan la gravedad del mal para incluirlo en los
planes divinos, quienes no quieren transigir con el mal de ninguna forma, en muchas
ocasiones se deciden por la revolución interior de convertirse en inmanentistas.
Casi todos los autores del siglo XX que plantearon esta cuestión consideraron
inevitable referirse a un famoso pasaje de Los hermanos Karamazov, de Fiodor
Dostoyevski. Iván Karamazov dialoga con su hermano Alioscha sobre estas cuestiones.
Alioscha es un seminarista, muy piadoso y con una visión religiosa de la realidad. Iván
se ha alejado de esta mentalidad. Pero en esta ocasión se ha decidido a explicarle a
Alioscha sus motivos, sin prejuicios ni polémicas superficiales.
Una vez que Iván destruye toda posibilidad de una teodicea, llega el momento en
el que tiene que proponer su propia solución a la cuestión. Y se manifiesta, finalmente,
ateo, relatando su famosa Leyenda del Gran Inquisidor.
¿Qué es el mal para un inmanentista? ¿Se encuentra éste en mejor situación para
combatirlo? ¿Sus ideas acompañan y potencian su inicial intención de luchar contra toda
injusticia?
Veamos. La primera actitud que salta a la vista luego de una conversión de esta
naturaleza, es que, conforme a esta nueva perspectiva, ya no existe ni bien ni mal. En
efecto, si no hay orden natural ni parámetro previo ninguno, no puede decirse que
[25]
ningún acto sea malo o bueno. En principio, parecería que esta postura posibilita una
mayor libertad. Una libertad absoluta.
La palabra pánico posee este origen. El mayor terror es provocado por este todo
(en griego, pan es “todo”) que no es un Creador amoroso, como en el realismo, que
quiere que los seres finitos sean y lleguen a su plenitud dentro de sus límites.
La última etapa del pensamiento de Sigmund Freud, siempre influido por las
ideas de Arthur Schopenhauer y de Friedrich Nietzsche, está signada por su teoría de la
“pulsión de muerte”. Su obra de 1920 Más allá del principio del placer postula que la
tendencia más profunda de todo ser humano -y, en el fondo, de toda cosa- es una
tendencia regresiva a un estado anterior. El estado absolutamente anterior y originario
al que todo va a volver es el de un todo indiferenciado. Por eso, más allá del principio
del placer, se encuentra la pulsión de muerte. El individuo puede llegar a pensar que
persigue fines propios, como el placer. Pero esto no es más que un “rodeo” hacia la
muerte y la destrucción.
[26]
En efecto, si durante la primera parte la cuestión era “si Deus est, unde malum?”
(“si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?”), esta segunda podría ser titulada “si Deus
non est, unde bonum?” (“si Dios no existe, ¿de dónde viene el bien?”). Alioscha le
pregunta a Iván cómo podrá vivir, de ahora en más, sin querer a “los brotes
primaverales de los árboles, la mujer amada, el sepulcro de la persona querida”. Si Dios
no existe, nada finito tiene ninguna consistencia ni valor ¿Es posible vivir “con ese
infierno en el corazón”? –Existe una fuerza por la que podré vivir, al menos un tiempo,
contesta Iván. -“La fuerza de la bajeza de los Karamazov”. Esta fuerza es una diversión,
un escape, que consiste en “hundirse en un mar de inmundicias”.
La revolución imposible
Se produce así una dolorosa paradoja: quien con valentía rompe con su visión
anterior del mundo, visión que le impedía luchar contra el mal, visión que lo obligaba a
transigir con el mal, ahora decide rendirse frente a un mal que considera inevitable. Si el
mal es histórico, puede lucharse contra él, con la esperanza de derrotarlo, aunque sea en
el fin de los tiempos. Si el mal es ontológico, no cabe la esperanza de vencerlo.
Muchos autores han explicado de esta forma la caída por implosión de grandes
regímenes marxistas. El marxismo, como cualquier inmanentismo, en el fondo es una
postura rígidamente no revolucionaria. Cuando una revolución marxista toma el poder,
los luchadores románticos por un mundo mejor suelen ser eliminados en primer lugar.
[27]
Luego, suele instalarse un gobierno que sólo puede dedicarse a administrar férreamente
un estado de cosas que no puede mejorar.
En La peste, Albert Camus relata la lucha contra esta enfermedad mortal que un
día se apoderó de una ciudad del norte de África. Cuando, finalmente, luego de haberse
cobrado innumerables víctimas, la peste desaparece, los sobrevivientes festejan. Pero el
Dr. Rieux, tal vez el luchador más heroico contra la enfermedad, no encuentra motivos
para celebrar. La peste se ha ido pero puede volver en cualquier momento. No nos
hemos salvado. Más aún, “la peste es la vida misma”…
Pues si Tú existieras…
Sufro yo a tu costa,
¿Optimismo o pesimismo?
¿Qué es más coherente con estas ideas acerca del mal ontológico? ¿El
optimismo o el pesimismo?
En busca de la libertad
Sólo una vez tuve el sentimiento de que Dios existía. Había jugado con unos fósforos y quemado
una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí Su
mirada en el interior de mi cabeza y en las manos; estuve dando vueltas por el cuarto de baño,
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horriblemente visible, como un blanco vivo. Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan
grosera indiscreción, blasfemé, murmuré como mi abuelo: «Maldito Dios, maldito Dios, maldito
Dios». No me volvió a mirar nunca más. Acabo de contar la historia de una vocación fallida: yo
necesitaba a Dios, me lo dieron, pero lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder
enraizar en mi corazón, vegetó en mí durante algún tiempo y después se murió. Hoy, cuando me
hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo que se encuentra con una vieja amiga:
«Hace cincuenta años, sin ese malentendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos
separó, podría haber habido algo entre nosotros».
El humor ácido de estas líneas de Sartre, no puede ocultar el drama que relatan.
Se trata del momento de su “conversión” al ateísmo, forma radical del inmanentismo.
Su decisión de olvidar a Dios para ser libre es similar a la de Federico Nietzsche, otro
gran filósofo ateo, en este caso alemán, quien escribió en su obra Así habló Zaratustra:
“¡El Dios que lo veía todo debía absolutamente morir! ¡El hombre no soporta testigo
semejante!”.
Pero las conclusiones de los autores inmanentistas no son tan optimistas respecto
de esta cuestión. Sucede algo análogo que con el mal: así como respecto del mal, se
comienza negando a Dios y a su orden para poder luchar contra el mal, para terminar
luego afirmando que el mal es inevitable, respecto de la libertad se empieza negando a
Dios y a su orden para conquistar la libertad completa, pero se termina negando la
libertad.
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Todo autor inmanentista que ha afirmado que “todo está permitido” ha concluido
finalmente que “nada está permitido”.
Si elegir implica querer esto y no aquello, optar por una posibilidad y no por otra
-recordemos que el verbo “decidir” significa, en latín, “cortar” -; en otras palabras, si
elegir requiere determinarse, una libertad consistente en no estar determinado
demandaría no elegir nunca.
Pero Dorian Gray se siente cada vez más solo. Esta libertad completa es pagada
con la imposibilidad de querer a alguien, de relacionarse con alguien. Comienza a sentir
el aburrimiento de una realidad gris en la que nada se destaca. Siente, a su vez, pánico
en su soledad. Se siente impotente e incapaz de lograr lo que quiere. Experimenta que,
en realidad, “nada está permitido”.
El remate literario del relato es pesimista: cuando Dorian Gray cuenta su nueva
experiencia a un amigo escéptico, éste interpreta que su cambio no se trata de una
conversión, sino de una estrategia de caza de un hombre ya aburrido de sus hazañas.
Dorian Gray se anima a volver a mirar su retrato en el que se habían corporizado todas
sus desviaciones, a fin de hallar en él la prueba de su cambio de conducta. Encuentra en
ese rostro repugnante un nuevo rictus de malicia, que lo convence de que, para él, no
hay esperanza de recuperar la libertad perdida. Se desespera y clava un cuchillo al
retrato. La policía descubre, poco después, el cadáver de un anciano apuñalado frente a
la imagen intacta de su retrato juvenil.
El realismo, está dicho, otorga a la libertad un lugar central dentro de sus tesis.
No encuentra contradicción necesaria entre la libertad finita y Dios y su orden, aunque
puede llegar a existir una tensión entre ellas, en el caso de que el hombre obre mal -y
sea, como está dicho, causa primera deficiente en el mal-. Pero, en el bien, el hombre
siempre es causa segunda. Más aún experimenta la máxima libertad cuando hace el
bien. Hacer el mal, por el contrario, implica una cierta frustración. Un acto malo es un
acto que se queda a mitad de camino, que no llega a su plenitud.
El escritor francés André Gide apunta, en este sentido, que, cuando “el mal nos
gana para su causa y nos pone a su servicio, ¿quién osaría hablar aquí de una liberación?
¡Como si el vicio no fuera más tiranizante que el deber!”.
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Conforme a esta postura, entonces, cuando el hombre decide ser causa segunda
en el bien, su obrar tiene una máxima unidad y plenitud. Coinciden sus tendencias y sus
decisiones libres, sus deseos y su conocimiento, su pensamiento y sus actos. Además, se
encuentra en armonía con su principio último, con Dios. Por eso de que los santos
cristianos solían decir que la forma más libre y activa de vivir es el abandono en la
providencia divina. Cuando, en cambio, alguien decide ser causa primera en el mal, se
produce un cierto quiebre interior. Aparentemente, tomo las riendas completas de mi
vida. Pero, como soy creado, no hago lo que en lo profundo querría hacer, que es para
mí como un sello de mi creación. De alguna forma, me reprimo y, de esa forma, divido
mi ser. Al mismo tiempo, debilito mi energía. Por eso es que el obrar malo es una cierta
indeterminación voluntaria, que va debilitando a la misma libertad. Se trata de una
especie de suicidio de la libertad.