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La opción fundamental

Grandes constantes metafísicas


(borrador)

La historia de la filosofía puede presentársenos como una acumulación de


pensadores y de ideas contrapuestos entre sí. En este panorama, aparentemente caótico,
tal vez haya un solo tema en el que todos los grandes autores han coincidido. Podríamos
llamarlo “la opción fundamental”.

¿Qué es un gran autor? ¿Por qué merecen ser estudiados por igual filósofos que
han pensado cosas muy distintas entre sí? ¿Por qué Platón y Nietzsche, por ejemplo, son
considerados grandes pensadores, dignos de figurar en lugares de privilegio en la
historia de la filosofía, a pesar de que tienen visiones del mundo contradictorias entre
sí? Si no se tratara sólo del contenido de sus doctrinas, ¿en qué consistiría el criterio
para valorarlos? Un gran filósofo sería aquel que ha profundizado hasta el fondo, una de
las grandes alternativas filosóficas, utilizando los elementos de que disponía en las
circunstancias de su época, en relación con la problemática de su presente y con su
historia. Los autores superficiales, en cambio, cuya fama suele ser efímera, serían
aquellos que mezclaron ideas, que no fueron a fondo en una concepción del mundo. Por
eso es que la lectura de todo autor profundo es orientadora, aunque sus pensamientos no
coincidan con los del lector. Siempre es importante e iluminador conocer la alternativa a
mi pensamiento, conocer la otra posibilidad. Esto me permite ser más consciente de mis
propias ideas y de los motivos por los cuales he decidido asumirlas. Los autores
superficiales, en cambio, confunden.

Como decía Nietzsche, el pensamiento de todo auténtico filósofo está inspirado


por una gran motivación unitaria, por una fuerza única que nutre y anima todas sus
propuestas particulares. Toda su vida, su obra entera, constituye el intento de expresarla
¿Cómo descubrir esta intención fundamental de un autor? Si realmente se trata de una
opción personal profunda, esta opción no puede ser homologada con ninguna
característica meramente técnica de una filosofía. El estudio de la técnica y de las
categorías del pensamiento de un autor es muy importante, es indispensable; pero por sí
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solo no es suficiente para asomarnos a la opción fundamental del mismo. Esta opción se
expresa en las cuestiones filosóficas últimas. Esto es, en cuestiones de naturaleza
metafísica. Puede existir, a veces, una tensión entre la técnica filosófica de un autor y su
intención profunda. El estudio de esta tensión puede ser iluminador para hacer justicia al
pensamiento de ciertos autores. En efecto, en ciertos casos, un autor con una intención
profunda realista sólo tiene a mano una técnica filosófica inmanentista, o viceversa.
Soren Kierkegaard, el gran existencialista cristiano, criticó al hegelianismo pero, en
cierta medida, debió utilizar su lenguaje y sus categorías.

Por eso es que puede decirse que existen grandes constantes metafísicas
correspondientes a cada alternativa. Ambas posibilidades podrían representarse
mediante sendos triángulos, queriendo expresar que cada una de las opciones constituye
una constelación de ideas, íntimamente relacionadas, que, si bien pueden ser expresadas
de formas muy distintas, repiten un espíritu común y obedecen a una lógica propia.

Los vértices de los triángulos representarían, cada uno, uno de las cuestiones
fundamentales de la metafísica, una de sus grandes constantes. Los lados del triángulo,
representarían la unidad indisoluble que existe entre las constantes metafísicas de
determinada opción.

A. REALISMO B. INMANENTISMO

2) Dios trascendente 2) Monismo/Dios inmanente

1) Orden natural. 3) Mal como 1) Orden artificial. 3) Mal ontológico,


Límites naturales privación Sin finitud necesario, es la
Finitud histórico finitud
Libertad No hay libertad
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El mundo

En el primer vértice de ambos triángulos, el inferior izquierdo, se representaría


la concepción del mundo que cada postura asume.

Para la primera de las opciones, este mundo puede y debe ser contemplado,
porque en él hay un orden natural.

La idea de orden implica la de multiplicidad de elementos, cada uno de los


cuales tiene un lugar propio. Cuando, por ejemplo, un ambiente se encuentra ordenado,
nos referimos a que cada uno de los objetos que contiene está ubicado en su lugar.

Que este orden sea natural significa que ese lugar, que esa armonía, nace con las
cosas mismas y no es puesto desde afuera (de hecho, la palabra natural proviene de un
verbo latino que significa nacer).

Esta idea, a su vez, supone una visión positiva de los límites naturales. Si a una
persona le dijéramos que es “limitada”, seguramente se sentiría despreciada. No es ésa
la idea que esta postura tiene de los límites. Conforme a ella, los límites “no limitan”.
Esto es así porque, si cada cosa tiene su lugar propio, interior a su ser, los límites serían
los guardianes de ese lugar. Los límites, en efecto, distinguirían mi lugar de otros
lugares. Los antiguos romanos acuñaron en esta línea el verbo exterminare, exterminar.
Como sabemos, exterminar es aniquilar, destruir. Ahora bien, algo es destruido cuando
se le sacan sus límites (terminus es límite; ex implica aquí “fuera de”) y no cuando se
encuentra contenido por ellos.

Esta concepción, por lo tanto, afirma la existencia de una auténtica finitud, es


decir, de cosas reales limitadas en su ser. Se piensa aquí a los entes finitos como
dotados de una consistencia y valor propios.

Puede ponérsele nombre a esta primera postura. Podría ser llamada de muchas
formas. Entre ellas, una muy universal es realismo. Esta palabra proviene del latín res,
cosa. Es decir, se trata de una postura que propone, como primera actitud frente a la
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realidad, una apertura a las cosas. El mundo porta un mensaje y nos llama a abrirnos a
él. Antes de obrar, hay que contemplar, porque toda acción debería brotar de esta
contemplación previa. El término teoría posee una connotación similar, y deriva de un
verbo griego que significa “ver” (se trata de la misma raíz que Theos, Dios, el que todo
lo ve). Especulación, que procede del latín speculus, espejo, indica algo parecido, en la
medida en que la filosofía deba reflejar la realidad, una realidad que tiene mucho para
decir.

En sentido opuesto, la segunda alternativa podría ser llamada inmanentismo.


Esta palabra proviene del verbo latino manere, permanecer, in, en. Permanecer en mí
mismo, como primera actitud, visto que en el mundo no hay un orden natural, es decir,
ninguna pauta previa que deba tener en cuenta para obrar. La práctica no tendría límites
previos. Por eso es que, aquí, el fin práctico sería anterior al pensamiento, que sería un
momento secundario, destinado a justificar y a organizar el fin práctico. Un refrán -
realista- dice “el que no vive como piensa termina pensando como vive”. Esto es, quien
no vive conforme a lo que contempla en la realidad, tarde o temprano termina viviendo
como arbitrariamente quiera o pueda y, finalmente, terminará utilizando a su
inteligencia para justificar ese tipo de vida.

Karl Marx, en esta línea, ha dicho que “los filósofos sólo han interpretado
diversamente el mundo; de lo que se trataría es de transformarlo”. No interpretar, no
contemplar, no describir, sino, como primera actitud, transformarlo. El conjunto de
ideas que son el resultado, no de la contemplación, sino del intento de justificar el fin
práctico elegido, suele llamarse ideología.

Pero no debe creerse que esta descripción es una crítica al inmanentismo. Si


alguien pensara de esta forma, esto se debería a que ya ha asumido, aun sin saberlo, una
actitud realista, por lo que se siente más a gusto con su descripción. El inmanentista
estaría de acuerdo con estas afirmaciones, porque tiene motivos profundos para pensar
de esa forma. En principio, el inmanentismo es siempre una postura secundaria. Todos
los hombres tienen una infancia de realismo espontáneo, de admiración por el mundo,
de contemplación ingenua, de aceptación de lo que, por ejemplo, sus padres les dicen.
En determinado momento, alguien se hace inmanentista por haberse desengañado de
esta visión inicial. En efecto, uno de los orgullos de un inmanentista lo constituye el
hecho de considerarse una persona adulta, que pudo dejar de lado la seguridad pueril de
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la confianza realista, que dejó atrás la “minoría de edad”, según la famosa expresión de
Kant.

Para el inmanentista, decíamos, no existe el orden natural. Si existe en el mundo


algún orden, es un orden artificial, impuesto por el hombre a una masa o a un material
con el que podía hacer cualquier cosa, visto que no tenía límites naturales previos. Para
el inmanentismo, entonces, no hay finitud –natural-, ni límites constitutivos de las
cosas. Si hay límites, han sido impuestos por el dominio humano y, por tanto, son
exteriores y represivos.

Sigmund Freud, por ejemplo, concebía al niño como un conjunto de impulsos


ciegos, sin límites propios, que buscaban su satisfacción inmediata. El bebé llora y
patalea si tiene sed, si tiene hambre, si tiene frío… Pero, inevitablemente, la sociedad, a
través de los padres, debe limitar esos deseos absolutos. Si un adulto llora y patalea para
comer, perecería. Por eso es que los padres comienzan a decirle “no” al niño: ahora no
se juega, ahora no se come, ahora no se duerme… Este conjunto de negaciones, de
límites artificiales, es la cultura. Una de las grandes obras de Freud lleva por título El
malestar en la cultura, precisamente por este motivo. La cultura provoca malestar en
forma inevitable, porque consiste en la cristalización de todas las limitaciones e
inhibiciones que le son aplicadas desde el exterior al individuo. Sería imposible que no
hubiera un conflicto entre mis deseos y la cultura. Recientemente, por ejemplo, un
filósofo argentino afirmaba que uno de nuestros principales problemas radicaba en la
cada vez mayor violencia reinante. Y en que esta violencia, a su vez, era el resultado de
la pérdida generalizada de las inhibiciones en las que se basa toda cultura. La falta de
represión desemboca inevitablemente en la irrupción de conductas crueles y
antisociales.

Tiempo después de Freud, y participando de este debate, Herbert Marcuse,


famoso autor de la Escuela de Frankfurt y en parte inspirador del “Mayo francés del
‘68”, responde a estas ideas de Freud con su Eros y civilización, donde explica que la
idea de Freud es correcta, pero no absolutamente. Sólo lo es para esta civilización
occidental de los últimos siglos, pero ha llegado el momento de engendrar una nueva
civilización que no vaya contra eros, contra el deseo. Esto es que, según su opinión,
podría haber una civilización que proponga límites no represivos.
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¿Qué responderíamos a la pregunta de si es más placentera, aun físicamente, la


vida moral o la inmoral? Es muy probable que muchos optáramos por la segunda
alternativa, considerándola hasta obvia. Quien así pensara, estaría adscribiéndose a una
idea de que el orden moral es artificial. Para el realismo, puede haber una moral
represiva de este tipo, pero ésta no sería una auténtica moral.

Una batalla cultural

No pasa un día sin que esta batalla entre una concepción de límites naturales o
de meros límites artificiales no sea discutida en nuestra sociedad o reflejada en los
medios de comunicación. Por ejemplo, en cuestiones como la de la posible
despenalización del aborto. Quienes sostienen que el aborto va contra un principio
central del orden natural, sostienen que el tema ni siquiera es discutible, y que no puede
estar supeditado ni aun a la elección de la mayoría. Conforme a esta postura, existen
ciertos derechos anteriores a la libertad humana, por lo que no podrían ser modificados
por ésta (suele llamarse iusnaturalismo a esta postura). Para el inmanentismo, en
cambio, si todo orden es construido (esta postura jurídica suele llamarse iuspositivismo),
su estructura dependerá de alguna forma de la voluntad humana, sea individual o
colectiva. Si la mayoría votara que se debería despenalizar el aborto, no habría ningún
argumento que oponer, porque no existiría ninguna instancia suprapositiva, ningún
principio previo a lo que los hombres decidieran.

La discusión acerca de si debe hablarse de dos sexos naturales, masculino y


femenino, o de infinitos géneros, dependientes de las construcciones sociales o de la
elección individual, según los casos, discurre por las mismas coordenadas. En el mundo
anglosajón, por ejemplo, es la discusión entre nature y nurture.

Una cuestión interesante y vinculada a esta problemática es la de la tolerancia.


Es notable que cada una de estas posturas acerca del mundo que nos rodea, realismo e
inmanentismo, afirme de sí misma ser tolerante y acuse a su rival de ser intolerante.
Veamos. El inmanentismo afirma que el realismo es intolerante por querer imponer un
criterio único, indiscutible, para ciertos temas, y por llegar a juzgar a quienes no lo
aceptan como equivocados o anormales. Tolerar y discutir cualquier opinión sobre
cualquier tema -porque ninguna opinión es absoluta sino que todas son relativas a la
iniciativa humana-, afirman, sería la actitud auténticamente tolerante.
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Conforme a una doctrina que defienda el orden natural, en cambio, el


inmanentismo sería intolerante. El argumento en este caso radicaría en que el
fundamento último de que alguien deba tolerar a otra persona radicaría en el respeto por
un valor absoluto, indiscutible: la dignidad de otra persona. Si este principio superior no
existiera, afirman, no tendría sustento la tolerancia. Según una interpretación de
Nietzsche, al no existir estos principios superiores incuestionables, nada podría poner
freno a la pura voluntad de poder. Por ejemplo, suele argumentarse, las leyes higienistas
del nazismo fueron aprobadas por unanimidad en los multitudinarios congresos del
partido Nacionalsocialista. Entre ellas, las de prohibición de matrimonios mixtos (arios-
judíos) y la de la esterilización de judíos. Además, la política de “eliminación de las
vidas indignas de ser vividas” consiguió un considerable apoyo, inclusive dentro de la
comunidad médica ¿Qué argumentos podrían oponerse en la época a estas iniciativas?
Seguramente, que hay derechos previos a la elección humana, derechos que serían
“naturales”. Si éstos no existieran, no habría freno a la voluntad del más fuerte. Quienes
de hecho se opusieron a estas políticas del Reich apelaron a argumentos referidos al
orden natural. Algunos movimientos protestantes, nucleados en la llamada Iglesia
Confesante, organizada por el Pastor Dietrich Bonhoeffer, predicaron estas ideas, que
habían sido dejadas de lado en general por el luteranismo. Hasta aquí, argumentos
frecuentes de quienes critican a una doctrina iuspositivista respecto de este tema.

Desde una metafísica realista suele criticarse un orden cultural opresivo, un


“espíritu de sistema”. Es más difícil hacerlo desde una visión inmanentista, en la medida
en que todo orden sería siempre artificial.

De viajes

El tema del viaje ha sido una metáfora sobre nuestra concepción de la vida en
todas las épocas.

El viaje de Ulises es paradigmático para la concepción realista. Ulises parte


contra su voluntad inicial desde la isla de Ítaca, va combatir en Troya y atraviesa luego
innumerables aventuras, siempre con la idea de volver a su hogar. Es que todo viaje así
interpretado es circular. Un viaje circular representa la idea de que, cuando es
emprendido, no es inspirado por el deseo de dejar atrás la propia vida y el lugar propio.
Por el contrario, la búsqueda de lo otro no implica el abandono de lo propio sino su
enriquecimiento. Es desarrollo. Por eso es que el viajero concluye su periplo volviendo
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a su hogar y habiéndose perfeccionado, habiendo crecido, en la línea de sus límites


propios. El exitus (salida) siempre es coronado por un reditus (regreso).

Todas las obras de viajes que descansan sobre una visión realista del mundo
proponen un viaje circular. En El Señor de los Anillos, Tolkien relata un viaje circular
de los hobbits. Estos salen de la Comarca, pasan gran cantidad de aventuras y peligros,
pero nunca olvidan ni desprecian su hogar. Más aún, regresan a él. Debían regresar.

En Hombrevida (o El hombre vivo, según las traducciones de Manalive),


Chesterton describe cómo Innocent Smith, casado y con hijos, decide abandonar a su
familia para emprender un viaje, ya que sentía el peso de la rutina. Se sentía lejos de su
familia, a pesar de estar cerca. Pero Smith no partía para escapar de su familia.
Emprendería nada menos que una vuelta al mundo. En un viaje de esta naturaleza,
circular, alejarse es acercarse. Por eso, cuando su camino va llegando a su fin, cuando se
va acercando a su hogar, descubriendo nuevamente la esquina de su casa, su jardín,
volviendo a ver los rostros de su mujer y de sus hijos, Smith siente que nunca había
estado tan cerca de ellos. No huyó, sino que se acercó verdaderamente a ellos. Alejarse
fue acercarse.

Leopoldo Marechal afirmaba que la mejor interpretación de su Adán


Buenosayres consistía en captar ese sentido de una epopeya clásica, en la que el
protagonista emprende su viaje partiendo de Villa Crespo, llegando a Saavedra y
volviendo a Villa Crespo. Este recorrido exterior refleja su despertar metafísico y su
crecimiento interior.

Los viajes en sentido realista siempre han sido acompañados de nostalgia. La


palabra está compuesta por el verbo griego nosteo -regresar- y el sustantivo algós,
dolor. La nostalgia es el dolor del regreso. Cuando viajamos, vivimos en esa tensión,
visto que todo viaje ansía coronarse en el enriquecimiento que produce el retorno.

Existe otra tradición respecto de los viajes. Se trata de que viajamos para olvidar,
para alejarnos de un lugar en el que nunca podremos estar a gusto. Desde el siglo XVIII
esa otra perspectiva tuvo una gran difusión. Las novelas de viaje, así concebido, se
multiplicaron. En el Cándido, Voltaire aprovecha cada nueva peripecia del protagonista
para describir un nuevo desengaño, cada vez más destructivo del recuerdo de la vida
ideal de la que gozó en sus primeros años. Micromegas, el gigante extraterrestre
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imaginado también por Voltaire, posee una incomparable sabiduría. Realiza un viaje
interplanetario y arriba a la Tierra, donde sólo atina a reirse compasivamente de las
pretensiones de los minúsculos e insignificantes filósofos que decían saberlo todo con
certeza absoluta. Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, lejos está de ser una
imaginativa novela para niños. Gulliver quiere alejarse, una y otra vez, tanto de su
familia como de la cultura occidental de la que procede. La comparación con cada
nueva civilización que conoce le aporta nuevos motivos para odiar su origen. En su
aventura en Lilliput, los pequeños liliputienses entran en guerra con sus vecinos de
Blefuscu. Esas pequeñas creaturas, hasta ridículas en su pequeñez, se masacraban unas a
otras discutiendo por la cuestión de si los huevos debían cascarse por su lado más ancho
o por el más angosto. Gulliver, que mira entre divertido y horrorizado las consecuencias
de una disensión sobre un tema tan banal, recuerda que, en la Europa de la que
proviene, los hombres se matan discutiendo si “el pan es pan o no es pan”, aludiendo a
las guerras de religión entre católicos y protestantes. El último viaje de Gulliver tal vez
sea el que motive una crítica más amarga de su hogar. Viaja al país de los caballos, que
son nobles, ecuánimes y justos. Pero la sociedad de los caballos tiene una amenaza:
unos seres bípedos, traicioneros e indignos, similares a los seres humanos. Cuando
Gulliver es llevado finalmente de vuelta a Inglaterra, su mujer, sus hijos y la sociedad
toda le causan un rechazo profundo. Tanto es así, que opta por irse a vivir al establo,
con los caballos. Haber viajado supuso una lejanía mayor para con los suyos. El caso
inverso al de Innocent Smith.

Ulises, de James Joyce, es considerada la gran novela vanguardista del siglo XX.
En ella, los protagonistas comienzan su día desde la unidad de la mañana, para ir
perdiéndose en la multiplicidad de los acontecimientos y en la dispersión del fluir de su
conciencia a lo largo de un día. No existe, ni puede existir, un regreso final.

El gran novelista Nikos Kazantzakis también escribe una Odisea. En ella, su


Ulises también se enfrenta a numerosos desafíos y sortea sucesivas encrucijadas. Al
final de la obra, el protagonista, parado en la proa de su nave, adquiere una terrible
certeza: “¡La búsqueda no existe!” No regresamos a ninguna parte… No hay
fundamento para la nostalgia.

Roquetin, protagonista de La náusea, de Sartre, se sentía “de más”. Tan de más


como el parque, los árboles, el cerco de la plaza… Todo estaba de más. Y si “soñaba
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con suprimirse”, descubría que allí tampoco había una salida, porque también estarían
de más su carne, su sangre y sus “huesos finalmente descortezados” sobre el suelo…

Charles Baudelaire, el poeta maldito, expresa esta idea de manera notable. No


hay lugar propio, en ninguna parte podemos sentirnos en casa:

La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste
querría sufrir frente al calefactor y aquel supone que se curaría al lado de la ventana. Siempre me
parece que estaría mejor donde no estoy, y este problema de mudanza lo discuto con mi alma
infatigablemente… Al fin mi alma estalló y gritó con sabiduría: “¡No me importa dónde! ¡No
importa! ¡Pero fuera del mundo! Baudelaire, Charles, Anywhere out of the world en Pequeños
poemos en prosa.

Fiesta, aburrimiento y diversión

El tema de la fiesta también ocupa un lugar destacado en la historia del


pensamiento. Lo que se piense de ella revela nuestra actitud última frente a la realidad.

¿Qué es una fiesta? ¿Por qué festejamos? Hoy es frecuente que la palabra
“fiesta” despierte en nosotros ideas de descontrol o transgresión. Efectivamente, en la
perspectiva inmanentista con la fiesta se busca la huida de la insoportable realidad
cotidiana. Una fiesta no es para alegrase, sino para escapar. Por eso es que se asocie a la
idea de fiesta la de desenfreno, ruido, alcohol, en lo posible hasta la inconciencia, que
sería el objetivo anhelado. Detrás de esa idea de fiesta se esconde la de desesperación.
Quien huye tiene la angustia de que, tarde o temprano, será alcanzado. Por eso es que la
expresión “final de fiesta” suele significar la vuelta resignada a una vida deprimente.
Federico Nietzsche expresaba con profundidad una consecuencia de esta idea: “Lo
difícil no es celebrar una fiesta, sino encontrar a quienes se alegren con ella.” Es
imposible alegrarse con una fiesta. No están hechas para eso.

En sentido realista, la fiesta es muy importante. No es escape, sino que la fiesta


se encuentra en el centro de la vida. Para la tradición cristiana, por ejemplo, la fiesta era
más importante que el trabajo -el domingo era el centro de la semana- y, además, la
fiesta confería sentido a la totalidad de la vida. Esto es así porque, como la realidad es
buena y porta un sentido, en una fiesta se celebra esa misma bondad de la creación ¿Por
qué festejamos? No por nada práctico. De hecho, una auténtica fiesta, para esta
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perspectiva, implica un cierto derroche. Una fiesta no busca una ganancia. Sólo festejar
la bondad de la vida y de la creación. Por eso es que en una fiesta celebran el rico junto
al pobre, el que manda junto al que obedece, quien está triunfando en la vida junto quien
no está pasando el mejor momento… Es que, más allá de todo esto, la realidad misma
vale la pena. Según Josef Pieper, una fiesta es “la actualización por motivos especiales y
de modo extraordinario del sí dado continua e implícitamente al mundo de la vida de
todos los días”.

La fiesta, para un realista, sería la cristalización más alta de su habitual asombro


por una realidad buena. Para el inmanentismo, en cambio, esta realidad sin orden ni
consistencia, no puede producir asombro ninguno. Quien se asombra, como afirmaba el
filósofo Spinoza, sólo se deja engañar por un entusiasmo infantil. El aburrimiento sería
el estado afectivo correlativo a esta idea del mundo. “Aburrirse” proviene del latín ab-
horrere, aborrecer. Quien está aburrido no tiene interés por nada particular. Nada se
destaca ni llama nuestra atención ni requiere nuestro amor. Sarte ponía como título de
una de sus más famosas novelas el sentimiento que le despertaba la realidad: La náusea.

El aburrimiento tiene, en la experiencia humana y en la historia de la filosofía,


una compañera inseparable: la diversión. La fiesta en sentido inmanentista es,
precisamente, diversión. Quien se aburre intenta escaparse de una situación
desagradable. Por ello intenta volcarse, derramarse, fuera de sí mismo. La palabra
diversión procede del verbo latino vertere (verter). La partícula di implica división. Uno
se divierte dividiéndose, al volcarse fuera de sí mismo, en una huida que sabe que no
puede triunfar. Después de la diversión, dice Pascal en sus Pensamientos, espera un
aburrimiento peor que el anterior:

La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento, y, sin embargo, es la
más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en nosotros,
y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este
aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero el divertimiento
nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.

El protagonista de El extranjero, de Albert Camus, padece un aburrimiento que


lo lleva a ser indiferente para con toda la realidad que lo rodea. Fallece su madre, a
quien no veía hace tiempo, y asiste al entierro con la lejanía de quien se encuentra ante
un espectáculo sin atractivo alguno. Sus relaciones con su novia transcurren por los
mismos carriles. Finalmente, un mediodía en la playa, caminando bajo los rayos
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verticales de un sol poderoso, empuña el revólver que cargaba sin motivo y mata a una
persona. No opone resistencia cuando la policía lo apresa. Ante el juez, declara que no
necesita defensor. Cuando el juez le pregunta si se da cuenta de la gravedad de su
situación, Meursault responde que sí, también con insensiblemente. “-¿No teme a la
muerte? ¿No le importa morir?” “-No”.

El mismo trabajo puede convertirse en diversión y escape. Voltaire terminaba su


Cándido -en una expresión con la que Freud se identificaba, según cuenta en El
malestar en la cultura-, haciendo decir a uno de sus personajes: “Trabajemos, pues, sin
argumentar..., que es el medio único de que sea la vida tolerable.”

Dios

Todos los autores realistas han afirmado, en alguna medida, que, si existe un
mundo verdadero, bueno, ordenado, ha sido obra de un Dios creador. Este Dios es
trascendente, es decir, está más allá del mundo. Si las cosas de este mundo son finitas,
Dios es infinito. Ninguna de sus cualidades tiene límites. Es infinitamente sabio, bueno,
poderoso. Como creador, como dador del ser de las cosas, debe disponer de todo el ser.
Todo lo que hay en el mundo procede de Dios. Dios está en el mundo, pero el mundo,
que es finito y está formado por cosas finitas, no es Dios.

Esta relación podría expresarse, en términos de la filosofía contemporánea,


afirmando que entre el mundo y Dios existe una relación de presencia y distancia. Esta
relación de presencia y distancia es la clave de todos los temas fundamentales para el
realismo. Presencia porque, como está dicho, el ser y todas las perfecciones de las cosas
proceden de Dios. Toda perfección de las cosas finitas es un reflejo de la infinita
perfección divina. Desde Platón suele llamarse participación a esta relación entre las
creaturas y Dios. Participar viene del latín, partem capere, tomar parte o tener en parte.
Los entes finitos tienen en parte, de manera participada, perfecciones que en Dios se
encuentran sin límite alguno.

No debe identificarse esta postura con una opinión religiosa. Una religión puede
adoptar esta visión, pero se trata de una visión natural previa a lo religioso. De hecho,
algunas concepciones religiosas adoptan una visión del mundo inmanentista.
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Esta relación vertical de presencia y distancia es el fundamento de que las


relaciones horizontales, de los seres finitos entre sí, también sean entendidas como
relaciones de presencia y distancia. Tomemos como ejemplo las relaciones más altas
posibles entre dos seres finitos, las relaciones personales. El conocimiento siempre ha
sido entendido por el realismo como una relación de presencia y distancia. Cuando yo
conozco algo, lo conocido está en mí. Pero no está físicamente, porque lo conocido no
se ve afectado por mí ¿Qué diferencia existe entre ver, por ejemplo, una manzana, y
comerla? En los dos casos, la manzana está en mí. Pero, cuando la veo, la manzana
sigue siendo lo que es. Si no siguiera siendo lo que es, estrictamente hablando no la
conocería, porque el conocimiento supone tener noticia de lo otro en tanto que otro.

El amor es entendido de forma análoga por el realismo. Quienes se aman se unen


en alguna medida. El amor implica una tendencia a la unión. Quien es amado vive
presente en el amante. Pero el realismo considera amor auténtico a aquel en el cual la
presencia mutua de los amantes no implica la anulación o dominio de ninguno sino, por
el contrario, el desarrollo de cada uno en la línea de su identidad propia. Un signo
distintivo de un amor normal estaría constituido por la promoción del crecimiento
personal de cada uno de los que se aman.

¿Qué relación tiene esta relación horizontal de presencia y distancia con la


vertical señalada antes? Es un hecho que sólo han entendido de esta forma el
conocimiento y el amor (o toda otra relación horizontal entre los seres finitos) aquellos
que han afirmado la existencia previa de aquella relación vertical. En efecto, si Dios
creó las cosas, las pensó y, en esa medida, las dotó de inteligibilidad, les confirió una
esencia y un sentido. Su ser es verdadero, decían los autores medievales. Ellos
explicaron este aserto con el ejemplo de un artesano y sus obras. Si yo puedo pretender
encontrar el por qué cada pieza de un artefacto tiene una función y el todo tiene una
armonía, esto se debe a que ese artefacto fue pre-pensado. Si puedo desarmar, por
ejemplo, una computadora y descubrir su funcionamiento, alguien tiene que haberla
diseñado antes. Al descubrir ese funcionamiento estoy descubriendo un pensamiento
encerrado en el artefacto. El pensamiento de su creador. No podría descubrir ese orden
allí donde no existiera ese diseño previo. No podría hallar, por ejemplo, la función de
cada objeto en un basural, porque su disposición no dependió de una mente que lo
ordenó. De forma análoga, poder descubrir la esencia de un ente es signo de que ese
ente ha brotado de un ser inteligente que lo ha pensado primero. La mente divina, decía
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Sto. Tomás de Aquino, es causa de la verdad de las cosas (o verdad ontológica). Y la


verdad de las cosas es causa de la verdad de nuestra mente (o verdad lógica).

Algo similar sucede con la bondad de las cosas. Sólo podemos querer algo (y así
entablar con él una relación de presencia y distancia) si ese algo fue pre-querido por
Dios al crearlo. Si las cosas proceden por creación de un Dios que las quiso, las cosa
son buenas. Y, si las cosas son buenas, podemos quererlas. En seguida veremos que,
para el inmanentismo, las cosas no son cognoscibles ni amables por sí mismas.

“El error es una verdad que se volvió loca”

Hemos comentado que el inmanentismo siempre es una postura secundaria, y


que esta cualidad constituye uno de sus orgullos. El inmanentismo, por lo tanto, siempre
implica una cierta negación de alguna tesis realista. Pero no podría ser una negación
absoluta de todas sus tesis. La completa negación sería la nada. No podría afirmarse
nada. El inmanentismo, por lo tanto, niega de la única forma que puede negarse esta
supuesta experiencia original: descartando sólo alguno de sus aspectos. De aquí que el
escritor inglés Gilbert K. Chesterton -quien fue realista, inmanentista en su juventud y,
finalmente, volvió al realismo- afirmaba que “un error es una verdad que se volvió
loca”. Para esta concepción, no puede haber error puro, de la misma forma que no puede
haber mal puro. Siempre el error -que es un tipo de mal- es una verdad incompleta o
desequilibrada, a la que le falta alguno de sus elementos esenciales. Por eso es que, para
un realista, siempre hay algo de verdad en una teoría.

Si fuera correcto que, según decíamos, la clave del realismo está dada por la
fundante relación de presencia y distancia, las dos formas de negar este relación serían
las de negar la presencia o negar la distancia. Las dos posturas extremas del
inmanentismo serían, entonces o la de pura presencia sin distancia, o la de pura
distancia sin presencia.

Veamos. Para el inmanentismo, claro está, no existe un Dios trascendente,


porque no existen límites en las cosas ni, por tanto, finitud. Si las cosas no tienen
límites, no puede haber un Dios más allá de ellas. Más aún, ¿cuántas cosas existen si, en
el fondo, los límites no existen? Imaginemos, por ejemplo, que he dividido en varias
partes una cantidad de agua mediante tabiques. Si saco dichas divisiones, ¿cuántas
[15]

“aguas” me quedan? Claro está que sólo una. Esto afirma el inmanentismo: si no son
reales los límites, en el fondo sólo existe una sola cosa. A esta postura metafísica se la
llama monismo (del griego monos, uno) ¿En qué sentido esta postura puede entenderse
como presencia sin distancia? En cuanto esa única substancia está tan presente en el
mundo, que impide toda distancia. A las cosas finitas no les quedaría lugar para poseer
consistencia. Serían avasalladas por ese Todo. Finito e infinito no conservan su lugar,
sino que estaríamos frente a una infinitización de lo finito.

Este único ser puede ser llamado Dios ( y la postura será llamada panteísmo, del
griego pan, todo, y theós, Dios; este Dios, en este caso, ya no será trascendente sino
inmanente, es decir, se identificará con las cosas y no estará más allá de ellas), la
materia (materialismo), la Idea, la substancia, el Todo, el Uno, etc.

Si, ahora, atendemos a las cosas que nos rodean ¿Qué valor, qué consistencia,
qué sentido tienen en una postura monista? ¿Qué armonía las relaciona? Si sólo existe el
Todo, ninguna de ellas tiene valor ni sentido. Se trata de aparentes seres individuales sin
ninguna razón de ser ni ningún lugar natural en el mundo. Por eso es que esta postura de
distancia sin presencia puede ser llamada nihilismo (del latín nihil, nada). Nada tiene
valor. Téngase en cuenta que el nihilismo es la contracara del monismo. Todo gran
monista fue nihilista y viceversa. Si sólo existe un único ser -monismo- , los aparentes
seres particulares no tienen valor. Pero tampoco lo infinito tiene plenitud, porque no es
trascendente, por lo que no hay en él más que la suma de las cosas finitas. Se trata del
movimiento inverso al de la infinitización de lo finito. Nos hallamos, ahora, antes una
finitización de lo infinito.

Puede ser útil tomar un ejemplo de la política. Hegel fue un gran autor monista,
que inspiró concepciones políticas de derecha e izquierda. En la derecha hegeliana se
inspira el fascismo y en la izquierda, el marxismo ¿Qué denominador común poseen
estos movimientos totalitarios? La afirmación del valor del todo del Estado, y la idea de
que los individuos no tienen valor propio sino por el Estado.

El amor, entre la indiferencia, el sadismo y el masoquismo

Conforme a lo dicho, si no existen relaciones verticales de presencia y distancia,


tampoco pueden darse en una dimensión horizontal.
[16]

Respecto del conocimiento, un inmanentista dirá, o que es imposible (pura


distancia, escepticismo) o que consiste en la objetivación de algo imponiéndole un
cierto orden que es una proyección del sujeto. En este sentido, el conocimiento será
completo y acabado (pura presencia, racionalismo). Conocer es dominar, y no someterse
servilmente a algo exterior. Conforme al célebre pasaje de la Crítica de la Razón Pura,
Kant dirá que la razón deberá presentarse ante la realidad “no como dócil escolar que
deja al maestro que le diga cuanto le place, sino, por el contrario, como un juez actuante
que obliga a los testigos a responder a las cuestiones a las que los somete”.

Respecto del amor, cabe describir una disociación análoga de la postura realista.
En este tema, pura distancia sería indiferencia y pura presencia amor como dominación.
Se trata, una vez más, de dos caras de la misma moneda. En efecto, si, por ejemplo, una
madre domina o sobreprotege a su hijo, al mismo tiempo puede decirse que, en el
fondo, no lo conoce o no se comunica realmente con él. Jean-Paul Sartre afirmaba en El
ser y la nada que el amor era “conflicto” inevitable y, por lo tanto, relaciones de
sadismo y masoquismo. Amar es intentar dominar y, en alguna medida, dejarse dominar
un poco.

Se ha afirmado que una de las descripciones más vívidas y penetrantes del amor
en sentido inmanentista la ha realizado el mismo Sartre en su obra de teatro A puerta
cerrada. En ella, se describe cómo los tres protagonistas son llevados a la misma
habitación de un hotel confortable luego de morir. Allí, a puerta cerrada, comienzan a
conversar, y a poco descubren que existe un denominador común entre los tres: han
vivido muy mal. Stelle es una mujer de alta sociedad, muy promiscua, que ha hecho que
se suiciden por ella y que ha asesinado a un hijito recién nacido. Garcín es un hombre
cobarde e innoble, cuyas faltas han traído mucho sufrimiento a quienes lo rodeaban.
Inés es una mujer, invertida sexualmente, que ha llevado una vida muy desordenada.
Los tres llegan a la conclusión de que en el hotel están en una etapa intermedia de su
camino hacia el infierno, donde los aguarda el sufrimiento, el fuego, el azufre, la
tortura…

Deciden, entonces, aprovechar sus últimos momentos de bienestar. Stelle


intenta, tal como lo hizo en su vida, seducir a Garcín. Seducir proviene del latín duco,
conducir, mientras que la partícula se implica hacía sí mismo. Es decir, seduce quien
trata de utilizar a otro para sus propios fines. Para dominarlo, lo alaba, lo engaña para,
[17]

de esta forma, desarmarlo y manejarlo. Por eso es que la seducción es una cierta
violencia que siempre termina mal.

En la obra aparece una y otra vez la idea de la mirada de dominio. “Mirada de


pez”: una mirada fría, sin parpadear, que implica objetivar e inmovilizar al otro. Entre
cuatro paredes, los tres personajes se sienten amenazados por la mirada de los otros.
Inés, que era lesbiana, trata de seducir y dominar a Stelle, y afirma que la mirará “sin
descanso, sin parpadear”. Garcín en ocasiones se deja seducir, para autoengañarse, y
otras prefiere volcarse hacia Inés, quien al menos no quiere dominarlo de la misma
forma que Stelle.

Estas relaciones van desenmascarándose cada vez más explícitamente, agotando


a los personajes en un continuo juego de atracción y repulsión. Finalmente, los tres se
percatan al mismo tiempo de la terrible realidad de que no irán al infierno, de que no los
espera el fuego ni las parrillas. En palabras de Garcín, no irán al infierno, porque ya
están en el infierno, y “el infierno son los otros”.

Arthur Schopenhauer afirma que el amor, por el cual un hombre cree haber
encontrado a la mujer que brinda sentido a toda su vida, con quien será feliz, es, en
realidad, el engaño del Todo (la Voluntad, según sus palabras) para con el individuo,
para que éste se avenga a cumplir con la perpetuación del Todo, que va alimentándose
de los sucesivos individuos. Por eso es que, después de cumplidos estos fines, la ilusión
desaparece, y los amantes ven que su pasión trueca en desagrado y odio.

El realismo, en el centro, entre dos extremos

Si alguien pensara que no se siente a gusto con las posturas extremas, que se
inclina, más bien, por una postura “de centro”, sin tener que optar por alternativas
excluyentes, esto sería un indicio de que posee una actitud realista.

En efecto, como está dicho, el realismo no se opone en forma absoluta a ninguna


doctrina, sino sólo en algunos de sus aspectos. Simplificando, si el corazón del realismo
es la combinación de presencia y distancia, y si las formas extremas del inmanentismo
pueden delinearse por la pura presencia o la pura distancia, tenemos que el realismo se
ubica en el centro y, a ambos lados, estaría una forma extrema del inmanentismo. El
[18]

realismo no se opondría completamente al monismo, sino que aprobaría de él su


intuición acerca de la presencia de un fundamento único; le objetaría que esta presencia
no está contrapesada con la distancia, con el reconocimiento de la consistencia de los
seres finitos que participan de Dios. Por otra parte, el realismo aprobaría la convicción
nihilista de que hay individuos distintos en este mundo, pero rechazaría la idea de que
no existe un elemento de armonía, de unidad, detrás de ellos. Las dos posturas
inmanentistas, en cambio, son máximamente opuestas entre sí. Y, al mismo, tiempo,
finalmente se identifican. Santo Tomás de Aquino, autor realista, afirmaba que “entre
dos errores, hay más oposición que entre el error y la verdad”.

El mal y la libertad

¿Qué motivos llevan a una persona que se inclina espontáneamente por el


realismo a luchar un día contra esa tendencia natural para devenir, finalmente, un
opositor a ella? ¿En qué se basa este cambio de dirección de la vida, por el cual habría
que romper dolorosamente con todas las certezas anteriores? ¿Cuáles son las causas de
esta revolución, de este giro copernicano? Siguiendo con nuestra guía, esta cuestión se
ubicaría en el último de los vértices de ambos triángulos.

Los temas del mal y la libertad -de ellos se trata-, poseen la mayor importancia
existencial. Aportan el dinamismo existente entre estas posturas e inspiran la tensión
dialéctica que hay entre ellas. Su consideración nos aleja de las simplificaciones y de las
calificaciones fáciles. Ambas cuestiones plantean a todos los hombres interrogantes
arduos y de decisiva importancia en sus vidas. Estas preguntas surgen por igual en
realistas e inmanentistas. La verdadera diferencia entre ambos no radica en las
preguntas formuladas -que, en el fondo, son las mismas-, cuanto en las respuestas. Un
realista que permanece tal por no haberse formulado estas preguntas no sería un
auténtico realista. Su postura tendría algo de casual y provisorio, y recién se definiría
cuando estos interrogantes se presentaran en su vida.

¿El mal, talón de Aquiles del realismo?

Si alguien expusiera sus ideas realistas tal como lo hemos hecho hasta ahora
(una realidad ordenada, causada por un Dios trascendente, omnipotente y bueno, en la
[19]

cual todo tiene sentido), la primera objeción que saltaría a la vista sería la de la
existencia del mal en el mundo. Al observador sensible podría parecerle hasta ofensivo
que se osara hablar de orden y sabiduría frente al despliegue de dolor y malicia que nos
ofrece la realidad que nos rodea.

Aun si Dios no es el causante del mal, ¿cómo puede permitirlo? Si Dios es


bueno, no debe querer que haya mal. Si Dios es omnipotente, puede evitarlo. Si puede y
quiere evitarlo, ¿por qué no lo hace? ¿Diríamos que es buena una persona que, estando
en sus manos hacerlo, no impide un determinado mal?

Se ha dicho que debemos al filósofo Epicuro, que vivió entre los siglos IV y III
a. C., una de las primeras formulaciones precisas de este problema: “O bien Dios no
quiere eliminar el mal o no puede; o puede, pero no quiere; o no puede y no quiere; o
quiere y puede. Si puede y no quiere es malo, lo cual naturalmente debería ser extraño a
Dios. Si no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún Dios. Si puede y
quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde provienen entonces el mal o por qué
no lo elimina?”.

No se trata de una pregunta que posea una respuesta fácil. Es frecuente que una
persona con intención realista repita a medias explicaciones que, sin ser profundizadas,
hasta podrían resultar inaceptables conforme a sus mismos principios. La profundidad
es indispensable también en este tema.

Por ejemplo, suele aducirse que Dios permite el mal para respetar la libertad. Si
no se aclara nada más, podría objetarse: ¿para respetar la libertad de quién? ¿De los
victimarios o de las víctimas? En efecto, si por ejemplo aplicáramos este principio a un
asesinato, parecería que Dios no interviniera para respetar la libertad del asesino y no la
del asesinado…

Suele argumentarse, además, que Dios permite los males en su sabiduría, para
sacar de ellos bienes mayores. En otras palabras, estos males no serían tan malos a los
ojos de Dios, porque serían para él medios para engendrar bienes. Con frecuencia, suele
identificarse esta explicación con la respuesta cristiana a la cuestión. Es usual que,
cuando queremos consolar a alguien de un gran mal que se encuentra padeciendo, le
digamos cosas como “Dios sabe lo que hace”, “hay que confiar en la voluntad divina”,
“no hay mal que por bien no venga”, etc. En todos los casos, aparentemente estaríamos
[20]

alentando al que sufre a confiar en que lo que le sucede ha sido querido por Dios, por
malo que parezca.

Cabe destacar que estos argumentos, al menos así explicados, serían


insostenibles para una postura realista, para la cual Dios es realmente bueno y el mal es
injustificable. “El fin no justifica los medios”, es decir, no puede buscarse un fin bueno
con medios malos. Si este principio vale para el ser humano, tanto más valdría para
Dios.

El recurso a disminuir en alguna medida la gravedad del mal para llegar a


hacerlo compatible con los planes divinos fue difundido en Europa a partir del siglo
XVII. Según comentábamos, no puede identificarse con la postura realista sobre la
cuestión. Si tuviéramos que identificar esta perspectiva con un autor importante entre
quienes la han mantenido, podríamos referirnos al gran filósofo Gottfried Leibniz, quien
escribió la famosa Teodicea o “justificación de Dios” a comienzos del siglo XVIII.
Leibniz recogía una mentalidad que se había difundido por Europa desde el siglo XVII.
Podríamos resumirla en la frase del poeta inglés Alexander Pope: “Whatever is, is
right”. Todo lo que sucede, está bien, porque responde al plan de Dios.

La primera ruptura de la visión de “optimismo religioso” se dio en Europa en


1755, cuando la ciudad de Lisboa fue destruida por un imponente terremoto, que fue
seguido por hechos de barbarie humana que escandalizaron a la sociedad de la época.
¿Cómo podía decirse que hechos tan espantosos fueran la consecuencia de la voluntad
de Dios? Si esto fuera así, Dios no sería bueno, sino que sería un sádico que se divierte
jugando con sus víctimas. El corrosivo pensador Voltaire (seudónimo de François Marie
Arouet) criticó con amargura la postura optimista -que él mismo había seguido- y sus
pretendidos consejos con una frase que debería interpelarnos: “No queráis consolarme,
pues agriáis mis dolores. Sólo veo en vosotros el esfuerzo impotente de un desgraciado
altivo que finge estar contento”.

Los crímenes del nazismo y la barbarie de la Segunda Guerra Mundial


constituyeron un golpe análogo a la teodicea en el siglo XX. Estos impactaron en el
pensamiento filosófico llevando a algunos autores a la negación de la existencia de Dios
o de alguno de sus atributos. El filósofo Hans Jonas, por ejemplo, en El concepto de
Dios después de Auschwitz, afirma que no podemos continuar afirmando que Dios es
omnipotente.
[21]

Todavía más difícil

Las dificultades planteadas pueden agravarse más todavía. No se trata sólo de


preguntarse cómo Dios permite el mal sino que cabe plantear cómo puede haber algo en
el mundo que no sea causado por Dios.

En efecto, hemos visto que, para el realismo, todo lo que existe en el mundo
debe haber sido creado por Dios, debe ser participación de él. De hecho, por ejemplo,
dios conoce todo. Pero su conocimiento, a diferencia del nuestro, es causa de la verdad
de las cosas (ver p. 13). Si, cuando Dios conoce, causa a las cosas (y su conocimiento
no es causado por éstas como, por ejemplo, el humano), ¿cómo conoce Dios un acto
malo, por ejemplo, un asesinato? ¿Lo conoce porque alguien decidió matar o alguien
decidió matar porque Dios así lo dispuso? Aparentemente, ambas soluciones serían
insatisfactorias. La primera, porque iría contra la trascendencia y absoluta perfección
divinas; la segunda, porque atacaría la bondad divina.

El mal es privación

Intentemos referir al menos algunos elementos de la tradición realista acerca del


mal. En primer lugar, es sabido que el realismo define al mal como una ausencia de un
bien debido. No como simple ausencia de bien (como veremos, esto podría ser
identificado con la postura inmanentista sobre el mal) sino como ausencia de un bien
debido ¿Por qué no constituye un mal el hecho de que un hombre no tenga alas (que, sin
embargo, son un bien) y sí lo es el no tener piernas? Porque, claro está, las piernas son
un bien debido.

Téngase en cuenta que esto une la tesis realista sobre el mal con la del orden
natural. En efecto, ¿cuál es el parámetro para afirmar que un bien es o no es debido? El
orden natural. Bien mirado, para esta perspectiva afirmar que existen males en el
mundo, que las cosas están heridas por el mal, implica afirmar también el orden natural
y, por lo tanto, que existe un Dios creador. “Si malum est, Deus est” (si hay mal, Dios
existe), afirmaba Sto. Tomás de Aquino.

Profundizar en esta tesis del mal como privación es el comienzo de la respuesta


realista a la cuestión. Respuesta nunca definitiva y siempre abierta al misterio, que no
elimina el dolor ni niega la terribilidad del mal. Si el mal es privación, es no ser, su
causa no debe ser eficiente -como la de todo ser- sino deficiente. Nos preguntamos aquí
[22]

sobre la causa de que algo no se dé. La causa de que algo no se dé no puede ser un acto
sino la falta de él. Un no-acto es lo único que una creatura finita puede “hacer” sola. En
efecto, todo ser es causado por Dios.

No sería contradictorio que el hombre causara el mal sin la ayuda divina, porque
esta causa deficiente no pide un acto -que debería por fuerza ser participado de Dios-
sino un no-acto. El filósofo Jacques Maritain parafrasea la sentencia evangélica “sin Mí
nada podéis hacer” y la convierte, para su explicación filosófica, en “sin Mí, podéis
hacer la nada”. Sólo en el mal el hombre podría ser causa primera. En el bien, siempre
es causa segunda y Dios causa primera. En casi todas las tradiciones culturales se
transmite esa idea. Quien es un gran artista, un pionero, un fundador, un santo, se siente
“inspirado” y cumpliendo una “misión”. Esto es, se experimenta como causa segunda
en el bien. Quien, en cambio, quiere ser “como Dios”, comienzo absoluto -causa
primera-, siempre hace al mal. De aquí que el pecado sea explicado como la
consecuencia del “querer ser como Dios”. Un ser humano sólo puede ser causa primera
deficiente. C.S.Lewis, en esta línea, afirma que hay dos clases de hombres: “aquellos
que dicen a Dios <<hágase tu voluntad>>, y aquellos a quienes Dios dice <<hágase tu
voluntad>>.”

El mal es terrible, pero débil

Para el realismo, el mal es terrible, por ser una herida del ser, una injusticia
dolorosa. Que el mal sea una falta, una ausencia, no significa que no haya mal en el
mundo ni que éste careza de importancia. Al contrario, el mal es terrible y muy grave,
siempre en forma proporcional al bien que está quitando. La gravedad del mal radica en
el bien que impide. Por eso, decir que el mal es privación no implica negar su
terribilidad sino fundamentarla.

Pero se sigue de aquí otra consecuencia: si el mal es privación e inclusive su


gravedad se mide en relación al bien, el mal siempre es más débil que el bien. Más aún,
el mal siempre toma su poder prestado del bien. Es un parásito del bien. Todo lo que el
mal tiene de atractivo, debe haberlo tomado del bien. De aquí que el mal implique
siempre una cierta frustración: todo lo que se obtiene en el mal se obtendría de forma
completa en el bien. El mal así entendido, por lo tanto, es consecuencia de una cierta
represión. De la represión del ser plena que proviene de esa causa deficiente que pone
quien obra mal.
[23]

¿El pecado original, tema también filosófico?

Para una postura realista, si hay mal en el mundo, éste sólo puede provenir de un
acto libre (cuya causa, según comentamos, es un no-acto). Si así no fuera, si estuviera
en la naturaleza de las cosas, Dios sería el culpable del mismo1.

Esto implica que, conforme a esta perspectiva, el mal entró en el mundo pero
podría no haberse dado. Más aún, lo más lógico habría sido que no hubiera mal. No
existe ninguna tendencia profunda al mal en alguna creatura, puesto que éstas han sido
creadas por Dios. El mal, por lo tanto, es histórico. Cuando estudiamos Historia, a
diferencia de otras disciplinas, no intentamos captar cómo debían necesariamente ser las
cosas, sino cómo fueron de hecho, puesto que podrían haber sido de otra forma. Toda
filosofía realista, por lo tanto, supone una cierta doctrina del pecado original. Nótese
que esta idea no es privativa de las religiones, sino que no hubo filosofía realista que no
hiciera cierta referencia a un pecado original. Podría escribirse una historia de la
filosofía tomando como referencia lo que cada autor ha pensado sobre este tema. G.
Riconda, por ejemplo, ha editado un volumen sobre esta cuestión en la Filosofía
Moderna.

Cuando se dice que Dios ordena lo malo a lo bueno, cuando “saca” algo bueno
de lo malo, por lo tanto, no hay que pensarlo, conforme a esta postura, como si Dios
quisiera lo malo como un medio para llegar al bien. Al contrario, Dios de ninguna forma
quería lo malo y lo que él había planeado era que no hubiera mal. Y lo más esperable
era que no lo hubiera habido. Pero supuesto que hubo un mal en el que Dios no estuvo
implicado de ninguna forma, Dios no permite que tenga la última palabra y lo ordena al
triunfo del bien. Pero el mal que sucedió es una herida de alguna forma irreparable. La
misma Redención no convierte a lo malo en bueno. Lo malo sigue siendo malo y era
mejor que no se hubiera dado. La existencia humana es dramática.

Sin Dios, contra el mal

Decíamos que uno de los motivos principales por los cuales una persona realista
se hace inmanentista radica en que concluye que es absolutamente imposible conciliar el
mal que hay en el mundo con la existencia de un Dios trascendente. Quien se niega a

1
Téngase en cuenta que nos referimos aquí al mal más grave, al llamado mal moral, y no al mal físico,
que es consecuencia de que haya cosas materiales.
[24]

aceptar consuelos que, por ejemplo, minimizan la gravedad del mal para incluirlo en los
planes divinos, quienes no quieren transigir con el mal de ninguna forma, en muchas
ocasiones se deciden por la revolución interior de convertirse en inmanentistas.

Casi todos los autores del siglo XX que plantearon esta cuestión consideraron
inevitable referirse a un famoso pasaje de Los hermanos Karamazov, de Fiodor
Dostoyevski. Iván Karamazov dialoga con su hermano Alioscha sobre estas cuestiones.
Alioscha es un seminarista, muy piadoso y con una visión religiosa de la realidad. Iván
se ha alejado de esta mentalidad. Pero en esta ocasión se ha decidido a explicarle a
Alioscha sus motivos, sin prejuicios ni polémicas superficiales.

Primero, le propone Iván a Alioscha, voy a relatarte algunos hechos recientes.


En todos ellos, los protagonistas son niños asesinados, torturados, humillados. Elijo a
los niños, dice Iván, porque nadie podrá decir que no son inocentes. Respecto de un
adulto, siempre cabe la posibilidad de pensar que sufre como castigo por sus culpas. No
es posible esta reflexión respecto de un niño. Y me detengo en los detalles de estos
hechos reales, continúa Iván, porque hablar de ellos en forma genérica y abstracta suele
ser el camino por el cual se escapa de las auténticas tragedias.

Frente a estos hechos aberrantes, ¿cabe la respuesta de que Dios construirá el


edificio de la futura armonía sobre las lágrimas de esos inocentes?” ¿Es un precio justo
a pagar?”, pregunta Iván. Alioscha reconoce que no. Por eso, afirma Iván, sin ningún
prejuicio contra tu Dios, si éste es el mundo que ha hecho, yo “le devuelvo la entrada”.
No quiero ser cómplice de esta injusticia.

Una vez que Iván destruye toda posibilidad de una teodicea, llega el momento en
el que tiene que proponer su propia solución a la cuestión. Y se manifiesta, finalmente,
ateo, relatando su famosa Leyenda del Gran Inquisidor.

¿Qué es el mal para un inmanentista? ¿Se encuentra éste en mejor situación para
combatirlo? ¿Sus ideas acompañan y potencian su inicial intención de luchar contra toda
injusticia?

Veamos. La primera actitud que salta a la vista luego de una conversión de esta
naturaleza, es que, conforme a esta nueva perspectiva, ya no existe ni bien ni mal. En
efecto, si no hay orden natural ni parámetro previo ninguno, no puede decirse que
[25]

ningún acto sea malo o bueno. En principio, parecería que esta postura posibilita una
mayor libertad. Una libertad absoluta.

Pero la totalidad de los inmanentistas ha terminado pensando otra cosa respecto


del mal. Otra cosa más sombría y pesimista. Aunque no exista parámetro para distinguir
entre el bien y el mal, lo cierto es que yo y todos los hombres seguimos sufriendo por
algo que no querríamos sufrir. Lo cierto es que lo que conserva la deuda de dar una
mejor respuesta al problema que, por ejemplo, Iván quería solucionar. No basta con
decir que las torturas infligidas a los niños no son males. Eso sería traicionar la
experiencia originaria de rechazo a las injusticias ¿Cómo se explica, entonces el mal, si
ya no procede de un pecado original, de un hecho histórico por el que se ha ido contra el
orden natural?

En una concepción inmanentista el mal es la misma finitud. Aquello que en el


realismo era bueno, aquí es malo. Si la verdadera imagen del mundo es la monista, si
sólo existe una sola cosa, ¿cuál es el destino inexorable de todo lo finito? Disolverse,
fundirse, en el Todo, en ese único ser. Hegel describía esta situación como una
imaginaria frase que el Todo dedicaba a los individuos: “Mors tua, vita mea”, tu muerte
es mi vida. El Todo se alimenta de esos individuos. Por eso, afirmaba Nikos
Kazantzakis, este Dios-Todo puede ser visto como un “monstruo devorador”.

La palabra pánico posee este origen. El mayor terror es provocado por este todo
(en griego, pan es “todo”) que no es un Creador amoroso, como en el realismo, que
quiere que los seres finitos sean y lleguen a su plenitud dentro de sus límites.

La última etapa del pensamiento de Sigmund Freud, siempre influido por las
ideas de Arthur Schopenhauer y de Friedrich Nietzsche, está signada por su teoría de la
“pulsión de muerte”. Su obra de 1920 Más allá del principio del placer postula que la
tendencia más profunda de todo ser humano -y, en el fondo, de toda cosa- es una
tendencia regresiva a un estado anterior. El estado absolutamente anterior y originario
al que todo va a volver es el de un todo indiferenciado. Por eso, más allá del principio
del placer, se encuentra la pulsión de muerte. El individuo puede llegar a pensar que
persigue fines propios, como el placer. Pero esto no es más que un “rodeo” hacia la
muerte y la destrucción.
[26]

El mal, por lo tanto, ya no es histórico sino ontológico. Es inevitable, inexorable.


Todo lo finito encierra una bomba de tiempo. Cuando crece y se siente consistente,
afirma, Schopenhauer, en verdad sucede algo análogo al de una burbuja de jabón: como
ésta, está próximo a estallar.

El “mar de inmundicias” de Iván

Una vez que Iván Karamazov da a entender su imposibilidad de aceptar la


existencia de un Dios trascendente, su diálogo con Alioscha cambia substancialmente.
En toda la primera parte, ya referida, Iván interpelaba a Alioscha por la dificultad -o
imposibilidad- de compatibilizar el mal con Dios. En esta segunda parte del diálogo, es
Alioscha el que interpela a Iván.

En efecto, si durante la primera parte la cuestión era “si Deus est, unde malum?”
(“si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?”), esta segunda podría ser titulada “si Deus
non est, unde bonum?” (“si Dios no existe, ¿de dónde viene el bien?”). Alioscha le
pregunta a Iván cómo podrá vivir, de ahora en más, sin querer a “los brotes
primaverales de los árboles, la mujer amada, el sepulcro de la persona querida”. Si Dios
no existe, nada finito tiene ninguna consistencia ni valor ¿Es posible vivir “con ese
infierno en el corazón”? –Existe una fuerza por la que podré vivir, al menos un tiempo,
contesta Iván. -“La fuerza de la bajeza de los Karamazov”. Esta fuerza es una diversión,
un escape, que consiste en “hundirse en un mar de inmundicias”.

La revolución imposible

Se produce así una dolorosa paradoja: quien con valentía rompe con su visión
anterior del mundo, visión que le impedía luchar contra el mal, visión que lo obligaba a
transigir con el mal, ahora decide rendirse frente a un mal que considera inevitable. Si el
mal es histórico, puede lucharse contra él, con la esperanza de derrotarlo, aunque sea en
el fin de los tiempos. Si el mal es ontológico, no cabe la esperanza de vencerlo.

Muchos autores han explicado de esta forma la caída por implosión de grandes
regímenes marxistas. El marxismo, como cualquier inmanentismo, en el fondo es una
postura rígidamente no revolucionaria. Cuando una revolución marxista toma el poder,
los luchadores románticos por un mundo mejor suelen ser eliminados en primer lugar.
[27]

Luego, suele instalarse un gobierno que sólo puede dedicarse a administrar férreamente
un estado de cosas que no puede mejorar.

En La peste, Albert Camus relata la lucha contra esta enfermedad mortal que un
día se apoderó de una ciudad del norte de África. Cuando, finalmente, luego de haberse
cobrado innumerables víctimas, la peste desaparece, los sobrevivientes festejan. Pero el
Dr. Rieux, tal vez el luchador más heroico contra la enfermedad, no encuentra motivos
para celebrar. La peste se ha ido pero puede volver en cualquier momento. No nos
hemos salvado. Más aún, “la peste es la vida misma”…

Pues si Tú existieras…

Miguel de Unamuno, gran filósofo español que exploró con audacia y


sufrimiento personal ambas opciones vitales y filosóficas, escribió una Oración del
ateo. En la poesía, un ateo invoca al “Dios que no existe” pidiéndole que “en su nada
recoja sus quejas”, ya que “a los pobres hombres nunca deja sin consuelo de engaño”.
La oración termina con esta confesión:

Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras.

El ateo de la oración conoce las consecuencias de negar a un Dios trascendente:


la pérdida de consistencia y valor de todo lo finito.

El protagonista de San Manuel Bueno, mártir, también de Unamuno, posee una


lucidez similar. En esta pequeña novela, el Padre Manuel Bueno es admirado por los
habitantes de un sencillo pueblo español. El P. Manuel celebra los sacramentos con
unción, predica con sabiduría y elevación, consuela a los enfermos, ayuda a los pobres,
en una tarea continua y sin pausas. Cuando una muchacha se confiesa con él, le dice que
los pecados de los que se acusa no son tales porque, en realidad, existe un solo pecado,
del cual ni él ni nadie puede perdonarnos: haber nacido. Manuel Bueno también era
ateo. No creía en un Dios trascendente pero quería que los demás creyeran, porque sabía
que esa creencia constituía al menos un consuelo, gracias al cual tal vez “llegaran
insensiblemente a la muerte”. Él sería quien cargaría con el “terrible secreto”. Además,
su actividad agotadora tenía otro objetivo: distraerlo, divertirlo porque, si se detuviera a
pensar en ese terrible secreto, sin dudas se suicidaría.
[28]

Se ha sabido que en el siglo XVII -y principios del XVIII- ha existido un P.


Manuel Bueno real: el sacerdote Jean Meslier, del cual se ha conocido su Testamento de
un cura ateo.

¿Optimismo o pesimismo?

¿Qué es más coherente con estas ideas acerca del mal ontológico? ¿El
optimismo o el pesimismo?

Algunos autores han propuesto una actitud optimista, valorando la entrega


heroica del individuo a una causa superior, la causa del todo. Lo mayoría, en cambio, ha
concluido que, en esta perspectiva, el pesimismo es inevitable.

Schopenhauer, por ejemplo, propone su pesimismo frente al optimismo de


Hegel. En otro orden, Freud también sostiene el pesimismo frente al optimismo de su
discípula Lou Andreas-Salomé.

En busca de la libertad

La libertad es un elemento indispensable para una cosmovisión realista. Por lo


pronto, como hemos visto, conforme al realismo el mal más grave debe ser histórico,
esto es, libre. Puede inferirse de aquí una tesis central: en la cumbre de los entes, debe
haber personas. Y este aserto no proviene solamente de la cuestión de que, si hay mal
en el mundo y este es histórico, debe haber sido hecho libremente. Por lo tanto, debe
haber sujetos libres, personas. Proviene también de que todo lo afirmado respecto de la
consistencia de los entes finitos de este mundo y de su posibilidad de comunicarse entre
sí en un relación de presencia y distancia, se verifica en grado máximo en las personas.
De alguna forma, si no hubiera personas en la realidad, la tesis inmanentista sería más
plausible. Los seres puramente materiales tienen su valor por su posición y función en el
todo y tienen un nivel de comunicación menor.

Otra de las motivaciones profundas del inmanentismo es la de la aparente


incompatibilidad entre una libertad finita y la omnipotencia divina. Jean-Paul Sartre
escribía en su obra autobiográfica Las palabras:

Sólo una vez tuve el sentimiento de que Dios existía. Había jugado con unos fósforos y quemado
una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí Su
mirada en el interior de mi cabeza y en las manos; estuve dando vueltas por el cuarto de baño,
[29]

horriblemente visible, como un blanco vivo. Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan
grosera indiscreción, blasfemé, murmuré como mi abuelo: «Maldito Dios, maldito Dios, maldito
Dios». No me volvió a mirar nunca más. Acabo de contar la historia de una vocación fallida: yo
necesitaba a Dios, me lo dieron, pero lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder
enraizar en mi corazón, vegetó en mí durante algún tiempo y después se murió. Hoy, cuando me
hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo que se encuentra con una vieja amiga:
«Hace cincuenta años, sin ese malentendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos
separó, podría haber habido algo entre nosotros».

El humor ácido de estas líneas de Sartre, no puede ocultar el drama que relatan.
Se trata del momento de su “conversión” al ateísmo, forma radical del inmanentismo.
Su decisión de olvidar a Dios para ser libre es similar a la de Federico Nietzsche, otro
gran filósofo ateo, en este caso alemán, quien escribió en su obra Así habló Zaratustra:
“¡El Dios que lo veía todo debía absolutamente morir! ¡El hombre no soporta testigo
semejante!”.

¿Nada está permitido?

En efecto, el inmanentismo considera imposible compatibilizar la libertad


humana con la existencia de un Dios trascendente y con la de un orden natural. Un Dios
absoluto, Acto Puro, debe causar lo que conoce, porque nada exterior a él puede
sumarle ser o conocimiento ¿Dios sabe lo que hacemos porque decidimos hacerlo así o
decidimos hacerlo así porque Dios lo ha pensado y decidido?

Librarse de un Dios trascendente parece redundar, en primera instancia, en la


conquista de una libertad completa. Como afirma Iván Karamazov, al no existir Dios,
“todo está permitido”. En términos de Sartre, adquirimos de esta forma una libertad “de
360º”, una libertad que es absoluta indeterminación. Toda determinación particular,
toda distinción por la cual debería hacerse algo en lugar de otra cosa, constituiría un
cierto límite contrario a la libertad.

Pero las conclusiones de los autores inmanentistas no son tan optimistas respecto
de esta cuestión. Sucede algo análogo que con el mal: así como respecto del mal, se
comienza negando a Dios y a su orden para poder luchar contra el mal, para terminar
luego afirmando que el mal es inevitable, respecto de la libertad se empieza negando a
Dios y a su orden para conquistar la libertad completa, pero se termina negando la
libertad.
[30]

Todo autor inmanentista que ha afirmado que “todo está permitido” ha concluido
finalmente que “nada está permitido”.

Puede analizarse esto, en primer lugar, desde un punto de vista psicológico. Si lo


puedo todo, significa que no hay límites, que no hay barreras para mi actuar, que no
debo adaptarme ni respetar ninguna realidad exterior con contornos propios. Supuesto
esto, ¿podría querer algo en particular? Aquello que intento conseguir mediante una
acción determinada, ¿podría ser logrado si, de entrada, niego su consistencia?

Si elegir implica querer esto y no aquello, optar por una posibilidad y no por otra
-recordemos que el verbo “decidir” significa, en latín, “cortar” -; en otras palabras, si
elegir requiere determinarse, una libertad consistente en no estar determinado
demandaría no elegir nunca.

La libertad de Dorian Gray

La literatura nos ofrece muchos ejemplos de los resultados de una libertad


concebida como indeterminación absoluta.

En El retrato de Dorian Gray, del escritor inglés Oscar Wilde, el protagonista


descubre que, por un pacto con el demonio, las marcas de la vida sólo afectan a su
retrato, mientras que su bello y juvenil rostro permanece inalterado a través del tiempo y
de su cada vez mayor depravación moral. Dorian Gray siente que, para él “todo está
permitido”. Comienza una carrera desbocada de seducciones y traiciones, de
manipulación y dominio de los demás. Cuando alguien sospecha de él, su expresión
fresca e inocente le devuelve la confianza.

Pero Dorian Gray se siente cada vez más solo. Esta libertad completa es pagada
con la imposibilidad de querer a alguien, de relacionarse con alguien. Comienza a sentir
el aburrimiento de una realidad gris en la que nada se destaca. Siente, a su vez, pánico
en su soledad. Se siente impotente e incapaz de lograr lo que quiere. Experimenta que,
en realidad, “nada está permitido”.

Decide recuperar su libertad poniendo un límite. Cuando va a reunirse con una


muchacha que es su enésima conquista, se aleja de ella y la respeta. Cree que ese límite
le ha devuelto una libertad perdida cuando decidió convertirla en indiferencia. Piensa
que ha vuelto a encontrarse con alguien realmente luego de tanto tiempo.
[31]

El remate literario del relato es pesimista: cuando Dorian Gray cuenta su nueva
experiencia a un amigo escéptico, éste interpreta que su cambio no se trata de una
conversión, sino de una estrategia de caza de un hombre ya aburrido de sus hazañas.
Dorian Gray se anima a volver a mirar su retrato en el que se habían corporizado todas
sus desviaciones, a fin de hallar en él la prueba de su cambio de conducta. Encuentra en
ese rostro repugnante un nuevo rictus de malicia, que lo convence de que, para él, no
hay esperanza de recuperar la libertad perdida. Se desespera y clava un cuchillo al
retrato. La policía descubre, poco después, el cadáver de un anciano apuñalado frente a
la imagen intacta de su retrato juvenil.

Sin lugar para la libertad

Estas consecuencias psicológicas se apoyan en una ley metafísica insoslayable:


en el monismo, donde los seres particulares no tienen verdadera consistencia, tampoco
puede haber ningún obrar particular, como es la libertad. Sin ser particular, menos habrá
lugar particular. La pretendida libertad absoluta correspondería al nihilismo, pero asoma
por detrás de ella la falta de libertad propia del monismo.

Recuérdese lo dicho a propósito del mal: si el mal es ontológico, no podemos


hacer nada frente a él. Ni lo provocamos nosotros, ni podemos impedirlo.

Otra idea de libertad

El realismo, está dicho, otorga a la libertad un lugar central dentro de sus tesis.
No encuentra contradicción necesaria entre la libertad finita y Dios y su orden, aunque
puede llegar a existir una tensión entre ellas, en el caso de que el hombre obre mal -y
sea, como está dicho, causa primera deficiente en el mal-. Pero, en el bien, el hombre
siempre es causa segunda. Más aún experimenta la máxima libertad cuando hace el
bien. Hacer el mal, por el contrario, implica una cierta frustración. Un acto malo es un
acto que se queda a mitad de camino, que no llega a su plenitud.

El escritor francés André Gide apunta, en este sentido, que, cuando “el mal nos
gana para su causa y nos pone a su servicio, ¿quién osaría hablar aquí de una liberación?
¡Como si el vicio no fuera más tiranizante que el deber!”.
[32]

El realismo no define a la libertad como indeterminación o indiferencia, sino


como capacidad de determinación al bien. La posibilidad de realizar el mal no sería de
la esencia de la libertad, sino sólo propia de la libertad finita.

La máxima libertad coincidiría aquí con mi tendencia más profunda. Dios no


puede hacer el mal y, sin embargo, es máximamente libre.

Conforme a esta postura, entonces, cuando el hombre decide ser causa segunda
en el bien, su obrar tiene una máxima unidad y plenitud. Coinciden sus tendencias y sus
decisiones libres, sus deseos y su conocimiento, su pensamiento y sus actos. Además, se
encuentra en armonía con su principio último, con Dios. Por eso de que los santos
cristianos solían decir que la forma más libre y activa de vivir es el abandono en la
providencia divina. Cuando, en cambio, alguien decide ser causa primera en el mal, se
produce un cierto quiebre interior. Aparentemente, tomo las riendas completas de mi
vida. Pero, como soy creado, no hago lo que en lo profundo querría hacer, que es para
mí como un sello de mi creación. De alguna forma, me reprimo y, de esa forma, divido
mi ser. Al mismo tiempo, debilito mi energía. Por eso es que el obrar malo es una cierta
indeterminación voluntaria, que va debilitando a la misma libertad. Se trata de una
especie de suicidio de la libertad.

Para el realismo, por lo tanto, la indiferencia o indeterminación puede ser


un primer grado, el más bajo, de libertad, que debe desarrollarse y fortalecerse con la
determinación al bien de la que hablábamos.

Parecería que la psicología contemporánea en buena medida apoyara esta


concepción de libertad. Suele afirmar que para desarrollarse psicológicamente no basta
con adaptarse a la sociedad, sino que es necesario desplegar el propio sí mismo. Lo
contrario significaría asumir una existencia inauténtica, siempre reactiva y artificial. La
madurez propia de la normalidad psicológica no consistiría en una liberación de todo
límite, sino en ir descubriendo mi propio lugar en el mundo y definiéndome en una
cierta dirección.

Sería inmaduro, por el contrario, quien permaneciera en un estado potencial y no


se decidiera por ningún camino; quien no pudiera establecer una relación perdurable,
sino que utilizara a los demás mediante mecanismos infantiles de control; quien no
pudiera comprometerse en una tarea que de sentido a su vida.
[33]

La práctica clínica concreta parece haber alejado a la psicología de la idea de que


la libertad pueda entenderse como indeterminación. Es una cuestión muy interesante el
hecho de que refiera como inmadurez y falta de libertad lo que, conforme a otro modelo
filosófico, sería un modelo de libertad.

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