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EL AGUJERO MÁS GRANDE DEL MUNDO

—Por Carlos Manuel Téllez

Una semana desp ués, Leda creyó que había llegado el fin del mundo pues no escuchaba
más ruido que la lluvia incesante castigando los techos de zinc. Los ríos cansados
comenzaron a salirse de sus cauces de parsimonia hasta encontrar asideros en los cimientos
de las viviendas; y cuando creyó que la tempestad había terminado, otra vez volvía el
aguacero. La gente dormía durante el día y la noche porque el tiempo propiciaba el sueño; y
por muchos intentos que ella hiciera por escurrir de los rincones la humedad continua y
tenaz, éstos de nada servían porque las correntadas de agua y basura se filtraban por
cualquier ranura y escondrijo que encontrara. Con ese habían sido siete días de lluvia, pero
al octavo cesó el temporal.
El sol emergió triste a las nueve de la mañana y ella lo aprovechó para salir al patio
y secar cubrecamas enmohecidos. Sin embargo, sus ojos atestiguaron los estragos causados
por el aguaje de siglos en el tejado, en los cascotes y en el resto de las construcciones de su
domicilio; la caseta de la letrina estaba a medio derrumbar y algunos árboles de almendros
y mangos sembrados por otras manos, habían sido arrancados de raíz. Entonces, entre el
amasijo de barro y tierra removida vio un agujero imponente amenazando con hundirle la
casa.
La verdadera voluntad a menudo se ejercita con dosis continuas de motivación. Al
menos eso siempre pensó; aunque acostumbrada a llevar la suya hasta las últimas
consecuencias, ideó rellenar el hoyo antes de que fuera a producirle un daño mayor; y
cualquier objeto inservible que hallara a su paso con tal de lograr el cometido, no sería un
impedimento. Empezó por volcar un viejo refrigerador de su exesposo; continuó con un
horno de microondas, un par de sillones desayunado por las ratas, un pesado ropero
apolillado de dos cuerpos que le resultaba tan asqueroso; zapatos, ropas y calzones de su
pertenencia, como también una computadora de escritorio y varias enciclopedias anticuadas
de sus mejores años de estudio en la Facultad de Ciencias, donde precisamente conoció a
Manuel.
Fue cuestión de días para que los vecinos se convencieran de que en su casa había
un agujero extraordinario. Ella, mientras tanto, continuó arrojando restos de cosas
inservibles que encontró y que no le dolía para nada echar a perder. “Qué mejor sitio para
deshacerme de las cosas de Manuel”, pensó. Pese a eso temía que sus mellizos, Marcus y
Rommel, de seis años, se fueran a ir por el precipicio.
—Con una losa de concreto podés cerrarlo —la previno doña Polé, una mujer que a
menudo merodeaba a sus vecinos para regalarles consejos de buena samaritana. Sin
embargo, para Leda esa no era una buena solución.
—Es mejor saturarlo de cosas —sugirió.
Le causaba curiosidad saber cuán profundo era el agujero del que creyó en un
principio que la lluvia de unos días atrás socavó con su estupor de invierno. Entonces doña
Polé se dispuso a convocar otros vecinos para que llevaran cachivaches y los volcaran por
el boquete para sellarlo de por vida.
Así emprendieron la tarea de lanzar cuanto se les ocurriera: camas y colchones
anticuados, mesas desmembradas, bodegones y vasijas de barro, monolitos de superchería,
ladrillos y tejas a medio cocer, animales defectuosos, televisores a blanco y negro, libros
eucarísticos y profanos, troncos de ramas secas y verdes, arena de río pertrechada y
cualquier baratija de circo que sirviera al fin de cuentas para colmar el hambre de ese
glotón insaciable, el cual parecía un estómago menesteroso de conseguir comida.
El resto del mes sirvió para que Leda continuara arrojando otros objetos solo por el
placer de escuchar el golpe que provocaban estos al tocar fondo.
La alarma de un niño desaparecido en las semanas sucesivas provocó revuelo en el
vecindario. El gentío se acercó al agujero para desestimar que no hubiera caído en él,
aunque algunos se aferraron a la idea de que así fue. “Quizás cuando salga —dijo alguien—
pueda decirnos qué encontró abajo.”
Doña Polé lo alcanzó a oír y su respuesta fue una buena señal de sobriedad y
sabiduría.
—No diga pendejadas. Mejor pensemos en la manera de salvarlo.
—¿Y si estuviera muerto? —preguntó otro hombre.
—No lo está —aseguró doña Polé—. Tengo la corazonada que está ahí.
—Esto no es un asunto de corazonadas, doña Polé —dijo alguien más.
—¿Y si está muerto? —preguntó un niño entre la multitud.
Doña Polé lo observó, sabía comportarse en discusiones de esta naturaleza.
—Pensemos, entonces, en la manera de resucitarlo —dijo, mientras le tocaba la
cabeza al infante. Y la primera acción tomada en consenso fue prohibir tirar basura y
objetos al agujero.
Las probabilidades de que el niño hubiera caído en el agujero eran muchas. Y las de
sobrevivencia tan escasas. No obstante, la última vez que lo vieron jugaba cerca del agujero
a escucharse los ecos coreados que provocaban los latidos de su corazón impúber. Un alma
caritativa se apiadó del sufrimiento de la madre del niño perdido y prestó su teléfono para
llamar al benemérito cuerpo de bomberos, nadie mejor que ellos para trazar las estrategias
del rescate. No obstante, los procedimientos se agotaron al poco tiempo, ya que el camión
cisterna con dificultad rodó unas calles abajo ante la falta de combustible y llantas
responsables; y los polifrenos, mosquetones, arneses y demás utensilios para escalar que
pudieran haber servido en el salvamento poco antes habían sido canjeados por pinturas de
aceite para pintar cascos y unidades.
Alguien más talentoso se le ocurrió convocar a la marina, pero ésta pocas veces o
nunca intervenía en asuntos fuera de su competencia, ya que decían estar entrenados para
ejercer misiones de mayor interés en las templadas aguas del mar Atlántico. La obligación
recayó en los brigadistas aleccionados para estas faenas; así que una institución mandaba a
una, y otra remitía a la otra hasta que la papa caliente cayó en manos de los cruzrrojistas.
Sin embargo, ellos alegaron escasez presupuestaria y aunque no dijeron que no, tampoco
dijeron que sí a lo inmediato. Al menos hasta no haber una recolecta de beneficencia que
ayudara a sufragar los gastos de tiempo y materiales que incurrirían.
Los preparativos de recolecta tuvieron éxito tan pronto los organizó doña Polé con
la supervisión y asesoría de las matronas del barrio, quienes al cabo de unos días vendieron
tantas rifas como pudieron y el dinero recaudado resultó suficiente para meterle mano y
contratar a expertos que instruyeran al menos a una docena de voluntarios que se
enterrarían en el agujero con alimento y agua para treinta días. La NASA fue escogida de
entre muchas firmas litigantes para diseñar los brazos hidráulicos y cápsulas robóticas por
donde descenderían los rescatistas, además de los trajes impermeables que se fabricarían a
prueba de hongos y contaminantes patógenos que pudieran encontrar. En tanto los
científicos, se encerraron con sus fórmulas y ecuaciones de misterio en sus
correspondientes laboratorios astronómicos para iniciar la misión.
La madre del niño era un puñado de dolor y desconsuelo. Cuanto más tiempo
transcurría tanto más se prolongaba su angustia. Apesarada por no escuchar gemir a su
criatura, creyó oportuno verter algunas raciones de comida para alimentarlo. Poco a poco se
le sumaron otras personas quienes llevaron en sus guarniciones muslitos de pollo y
albóndigas de sardina con queso para lanzárselas con cuidado. Así lo hicieron hasta que
llegó la Navidad y la gente se fue a degustar en familia los villancicos al Niño Dios, las
gallinas rellenas y las galletas de chocolate que tanto disfrutaban. Y, entonces, se olvidaron
de su piedad pues el tedio terminó por vencerlos y renunciaron a su altruista tarea para
volver a dejar abandonada a la madre quien solo se arrimaba en el día al borde del agujero,
ya que las noches le resultaban frías y solitarias.
El invierno llegó al año siguiente, pero esta vez la lluvia resultó holgazana. Eso
favoreció para que la esperanza persistiera en el corazón de la madre del niño perdido,
mientras la NASA concluía en sus averiguaciones casuales para fabricar un traje más
resistente y más ligero que el previsto. Los cálculos presupuestarios incrementaron y esto
conllevó a que, al término de varios meses de estudio y pruebas fallidas, el dinero
recaudado resultó insuficiente como para fabricar los prototipos. Aquellos contratiempos
fueron un motivo de urgencia para Leda, y otra vez, la determinación la hizo tomar
decisiones.
Una madrugada mientras dormía, fue despertada por el llanto lejano del niño. Creyó
que soñaba. Se levantó, se puso sus chinelas de gancho y caminó hasta la letrina destrozada,
se agachó con dificultad y buscó la manera de atinarle al hoyo para orinar de cuclillas. De
nuevo escuchó el lúgubre quejido como el de un eco metálico saliendo de la tierra
socavada. Se aproximó con cuidado y ladeó la cabeza buscando la posibilidad de que el
niño continuara vivo. Volvió a escuchar algo, quizá fue un pequeño ronroneo como el de
los tiernos cuando lloran de hambre. Entonces caminó hasta el cuarto de los mellizos, los
cobijó, besó sus delicadas frentes y se resolvió, al fin, a bajar por el agujero para emprender
el rescate.
Días antes de que doña Polé convocara al vecindario a buscar objetos inservibles,
Leda adquirió una soga tan larga para amarrarla al extremo de un recipiente con la
esperanza de encontrar agua de beber en el agujero. Ahora estaba segura de usarla para
engancharse ella misma y descender por el boquete a salvar a la criatura. Arrastró con
mucho apuro la extensa soga que sacó de la bodega. La ató por un extremo a uno de los
troncos sobrevivientes del aguacero. Se puso un casco de protección. Enfundó sus manos
con guantes de albañil e improvisó un cinturón y una polea metálica para facilitar el
descenso. Se sentó con cuidado en una silleta para descender poco a poco, con una linterna
sujeta al casco sobre la cabeza, a través del inmenso agujero. Mientras iniciaba el descenso,
sintió la extraña sensación de escalofríos recorriéndole el cuerpo. Siguió bajando en tanto
un hormigueo comenzó a tensar los músculos y tendones de las piernas y brazos, pero no se
amilanó. Doscientos metros abajo el calor incrementó y le taladró el abdomen.
“Seguramente —dijo— estoy traspasando la corteza terrestre.” Siguió bajando sin pensar
siquiera en los motivos de su viaje. Tuvo una rara impresión mientras bajaba como un
bicho en su propio hilo sin fin, y temió que la soga comprada en el mercado no fuera a ser
suficiente para tan larga travesía. La linterna prendida en el casco iluminaba las paredes de
la caverna, en cuyo recorrido tenebroso le era útil para verificar como piezas de sortilegios
incrustadas en las orillas rocallosas, algunos fósiles de dinosaurios voladores gigantes que
encontró, lingotes de oro con efigies egipcias, utensilios de cerámica y pequeños trozos de
metal con características de haber sido un objeto volador no identificado. Sus estudios en
biología y física le sirvieron, después de todo, para registrar cada descubrimiento que hacía
mientras se deslizaba como un arácnido entre las mandíbulas de un agujero espacial. “Debo
de estar a cientos de metros de profundidad”, se dijo algún tiempo después, y juzgó que en
pocos momentos sus pies tropezarían con alguno de los objetos lanzados. Pero no fue así.
La cuerda se alargaba por el agujero, a una velocidad extraordinaria. “Es extraño —dijo
más tarde—, todavía tengo suficiente cuerda y oxígeno.” No obstante, el calor le molestó el
bajo vientre. Sintió una profusa humedad que mojó su ropa interior y recorrió por sus
piernas hasta las pantorrillas. Al rato las baterías de su linterna comenzaron a fallar. “Qué
increíble —dijo—, esto no tiene fin.” Temió que las reacciones intensas de los campos
magnéticos del núcleo terráqueo provocaran choques adversos en los polos de las baterías.
No se preocupó, porque del cinturón traía prendido como mujer precavida, una docena de
veladoras. Encendió la primera y la colocó en la cabeza justamente por encima de la
linterna inservible, mientras tanto continuó bajando. Ahora el calor y la falta de oxígeno le
apretaban el pecho. Nunca más volvió a escuchar el llanto del niño que creyó oír al
principio, antes de decidirse a bajar por el agujero. Continuó bajando y cambiando dos a
tres veces más las veladoras. Sin embargo, se imaginó su rostro en las primeras planas de
los periódicos nacionales, y desde luego, el tremendo titular: “Mujer desciende por el
agujero más grande del mundo”. Se rio de la ocurrencia y eso la hizo rascarse la nuca.
Seguramente ya estaba por tocar fondo cuando dijo: “¿Quién diablos cavó semejante
vulgaridad?” El pánico aún no la invadió por completo hasta que encontró restos de
alambres de telefonía pública saliendo de las paredes del agujero. “Increíble —se dijo—
esto debe tener más de dos mil años”. Por el sarro penetrado en ellos Leda sabía que no era
ninguno de los objetos que sus vecinos lanzaron. “¡Esto es como otro mundo!”, arguyó. El
pabilo de la última veladora estaba a punto de terminarse. Por el tiempo que llevaba adentro
y por la velocidad de su caída, comprendió que estaba próxima a alcanzar el centro de la
Tierra. Sin embargo, la cuerda continuaba cediendo por el peso que ejercía su cuerpo sobre
la silla. “La gravedad es mayor cuanto más próximo se está del núcleo terrestre”, pensó
recordando a Newton; no obstante, dudó que esta fuera una lección bien aprendida. Apenas
si alargó sus manos y tanteó las paredes del agujero. Creyó estar alucinando cuando
reconoció el rostro y el cuerpo de Manuel, su exmarido, fornicando como un perro callejero
con infinidad de mujeres. Siguió bajando. “¡Puto cerdo, espero que te estés quemando!”, le
gritó mientras se alejaba. Manuel estaba envuelto en llamas y llagas, con las pródigas
prostitutas enconchadas en granos y supurando líquidos por pezones y entrepiernas. La
cuerda se alargaba por la polea. En seguida Leda alcanzó a ver a su hermano Lutecio con la
cara putrefacta zambullida en excremento humano. “Qué asco, Dios mío, mirá a dónde
viniste a parar hermanito, escoria de la sociedad”. Continuó resbalando. El calor persistente
le quemaba el cuerpo que se le carbonizaba; a otro extremo vio con sorpresa a sus mellizos
que eran devorados por ratas famélicas que le roían penes y testículos; de vez en cuando
cortaban jirones de carne que tomaban entre sus patas delanteras para hartárselos con
avidez, poniendo unos ojos de inflamada malicia. Leda estuvo a punto de vomitar y perder
el conocimiento cuando sintió el repugnante cosquilleo de uno de los roedores cerca del
cuello. Se alebrestó y luchó por sacudir al roedor y, en ese momento, la cuerda dejó de
ceder. Ahora sentía que la jaloneaban desde arriba. Fue un jalón contundente que le
provocó vértigos. El vértigo se convirtió en una inmensa satisfacción de no seguir bajando;
al contrario, subía a la superficie a mucha velocidad. Podía sentirse como un bólido
recorriendo caminos solitarios e inexplorados mientras recobraba el aplomo y la
compostura. La respiración fragmentada le ayudó a recobrar su buen juicio y pensó: “Doña
Polé y los vecinos vinieron en mi ayuda.” Continuó subiendo. A lo lejos pudo percibir un
rayito de luz que se filtraba escaso y diluido por el extenso agujero. “En pocos momentos
estaré a salvo”, se dijo gozosa y extremadamente feliz. Y mientras subía su semblante
restableció su color, transfigurándose poco a poco desde la cabeza a los pies por la alegría
de verse afuera y de volver a abrazar y besar una vez más a sus criaturas. “Me habré
desmayado y por eso tuve alucinaciones”, pensó. Poco tiempo después, confirmó con
acierto de navegante que le faltaría tan solo unos metros para alcanzar la superficie, aunque
la abundante luz que provenía del brocal del agujero la cegaron. Ahora se dejaba llevar por
el oído y por la sensación inacabable de ascenso, aunque no sintiera miembros ni huesos ni
piel. Ella era etérea y fugaz, como un alma levitante que ascendía al cielo. El crujido de la
cuerda en la polea se intensificó y la luz se proyectó ahora con nitidez a medida que se
acercaba al borde para volverse perdurable, eterna e intocable como una estrella nuclear.
Los tímpanos se le vinieron en sangre por el ruido incesante de la cuerda que la empujaba
con violencia, después de los cinco mil kilómetros hacia arriba, hacia más arriba, hacia el
más allá.

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