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Ebook

Compiladores:
Rubén Darío Zapata
Anyela Heredia

Diseño y Montaje:
Johana Sevillano

Fotos:
Jhonny Zapata

Medellín - Junio de 2017

“Proyecto apoyado por el


Ministerio de Cultura - Programa Nacional de Concertación Cultural”
Para no olvidar
lo que somos
Contenido

Presentación 7

Una vida de trabajos... 13


Darío González Arbeláez

A la diestra del padre 25


Sara Rivera

Tengo ojos para ver tu enredadera 45


Lina María Acevedo Peláez

Ferney llegó entre las brumas 59


Carlos Mauricio Bedoya Montoya

Jaime Mongo 77
Fernando Álvarez

Una militante a pesar de todo 89


Martín Molina Castaño
Contenido

Historia de dos hermanos 101


Alexandra Zuluaga

Don León y su utopía eternamente postergada 113


Rubén Zapata

Ara 139
Jhonny Zeta

La providencial independencia de Willie Bee 149


Andrés Álvarez

Un juglar en conflicto 163


Adriana María Diosa Colorado

La Ñata 177
Caturo
Presentación

Los relatos que aquí presentamos son el resultado de un ejercicio


intenso de memoria a partir de un proceso de formación con un
público compuesto por jóvenes y adultos dispuestos a compartir
sus experiencias y tejer un lazo intergeneracional que les permitiera
apropiarse de una memoria colectiva que los vinculara como
comunidad. En dicho proceso tratamos de acercarnos a las historias
de vida desde el periodismo narrativo, lo cual implicaba un reto
extraordinario para personas que no eran periodistas de profesión
y que no habían hecho de la escritura una práctica cotidiana. Pero
más allá de la formación periodística apelamos a su sensibilidad y a
su compromiso permanente con las luchas sociales, lo cual los había
dispuesto desde mucho antes a mantener viva la memoria de las
luchas sociales y no solo como recuerdo sino como actualización.

El concepto de memoria como actualización fue desarrollado


por el filósofo alemán Walter Benjamin e implica una apropiación
de la experiencia de lucha de las generaciones anteriores para
que fecunden nuestro presente insertándolas en nuestros propios
procesos de resistencia y transformación social. Tiene que ver también
con el hecho de que lo que se intenta rescatar no son los grandes
acontecimientos de la historia y sus personajes extraordinarios.

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Al contrario, la memoria como actualización intenta reivindicar
y mantener vigentes los sueños y proyectos emancipatorios
de nuestros antepasados, no a pesar de que no hayan podido
realizarse, sino justo por eso, porque no se les permitió un lugar
en la construcción de alternativas para una historia de dominación
y opresión. La legitimidad de estos sueños no se mide por su éxito
sino por su derecho negado. En este sentido, la memoria como
actualización es también la memoria de los vencidos desde una
perspectiva que se niega a aceptar la derrota y persiste justamente en
la recuperación de estos sueños y proyectos para alimentar nuestras
propias luchas. En ello reconoce la resistencia ante la opresión y la
explotación la posibilidad de transformaciones realmente radicales
del presente. Esta memoria busca, por un lado, abrir las puertas
hacia un presente y futuro distintos, al tiempo que hace justicia a
un pasado que ha sido borrado de los anales de la historia y, sobre
todo, de la memoria de los individuos y los pueblos.

Además, este proceso de construcción de memoria hizo énfasis


en que también existe algo así como una memoria del presente. La
sensibilidad de quienes se han comprometido en las luchas populares
los hace testigos de excepción de un presente cada vez más fugaz no
por naturaleza sino por el ritmo impuesto en una sociedad que ha
hecho de la novedad su más grande fetiche en su afán de alcanzar
un ideal de progreso que implica la destrucción cada vez más rápida
del ser humano y del planeta, el cambio constante y veloz de las
condiciones de vida, donde gradualmente vamos perdiendo como
humanidad, en aras del progreso, lo poquito que habíamos podido
conservar por fuera del mercado y mantener en función de la vida.
La memoria del presente nos hace conscientes de esta pérdida, nos
la pone todo el tiempo como espejo para avivar en las comunidades
la lucha por detener el tren del progreso capitalista que convierte en
ruina todo lo que toca.

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Historias de vida

Y en esta memoria del presente son protagonistas los jóvenes que


han asumido desde temprano una lucha por un mundo mejor. Su
juventud los dispone a una actitud menos resignada con el mundo
existente y les permite una mirada siempre nueva sobre la realidad
que los circunda. Estas luchas avanzan en la misma dirección que
las luchas de los adultos, que las que dieron los ancianos y aquellos
que ya no nos acompañan, pero bajo otros códigos y otras prácticas
que renuevan permanentemente las formas de lucha y resistencia
así como el capital renueva permanentemente sus formas de
dominación y explotación. Por eso este intercambio generacional
ha resultado sumamente productivo e interesante, pues ha abierto
canales para ese encuentro de miradas diversas y formas distintas
de enfrentar la lucha y de entender la emancipación, que no solo
cierra la brecha de la comunicación que ha sido tradicional entre
las generaciones, sino que enriquece y fortalece el espectro de las
luchas sociales desde el encuentro del pasado con el futuro.

De ahí que la apuesta en este proceso haya sido por la construcción


de la memoria que se materializa en historias de vida. La idea es
una memoria recuperada desde el diálogo pero puesta al alcance
mismo de las comunidades en la escritura, además de encarnarse
en historias singulares que recobran en imágenes construidas con
palabras el rostro del dolor y la esperanza de personas de carne
y hueso que permiten, además, dar cuenta de toda una historia
colectiva, pues se enmarcan en un contexto histórico determinado
y se fijan sobre todo en la forma como el individuo enfrenta desde
su particular forma de ser una experiencia que pertenece a toda su
comunidad y a toda su generación.

Estas historias que se ofrecen ahora para el lector son, pues, un


tesoro de esa memoria en que la juventud y la adultez se entrelazan
para proyectar una mirada hacia el futuro desde un pasado
puesto en común. Celebramos no solo el compromiso de quienes

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participaron con entereza y paciencia en este proceso, sino sus
historias que dan cuenta de una sensibilidad especial y una calidad
exquisita, independiente de la edad y de su experiencia anterior
con la escritura. Esperamos que los lectores disfruten y aprovechen
estos relatos que guardan una memoria de ciudad y de país que
ya no podrá ser borrada, tanto como nosotros hemos disfrutado el
proceso.

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sea el tiempo de reconocer la palabra
hecha a la medida
de nuestros corazones
Una vida de
trabajos...

Por Darío González Arbeláez

Yo nací en el barrio el Rosario, en Itagüí, y fui la mayor de mi casa.


Mi mamá era muy pobre, bueno, mis papás; pobres en el sentido de
que siempre nos faltaron muchas cosas… tan así, que no conocimos
lo que era una navidad sino hasta que Guillermo y yo empezamos
a trabajar. Sin embargo, mi mamá siempre fue muy verraca, gracias
a ella, y a mi Dios bendito, no nos morimos de hambre, porque
‘desafortunadamente’ mi papá siempre fue irresponsable en ese
sentido. En el Rosario vivimos los doce en una pieza ‘pequeñitica’
hasta que yo cumplí los nueve años. Recuerdo que cuando tenía
siete ya habían nacido todos mis hermanos, incluyendo a los dos
pares de mellizos; en esa piecita malvivíamos: Guillermo, Óscar,
Fredy, Lina, Albeiro, Cristina, Claudia, Diego, Diana, mi mamá,
Suso Pérez y yo. Para poder comer, mamá se iba a lavar ropas ajenas
y a hacer aseos en las casas cercanas al parque de Itagüí; lavaba en
la quebrada Doña María, cuando eso la quebrada era limpia y uno
se podía bañar allá.

Yo siempre me acuerdo de mi mamá con el agua hasta las


rodillas, incluso sin terminar las dietas, con las hemorragias más
horribles, fregando ropa ajena a la orilla de esa quebrada. También

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recuerdo que ella me enseñó a trabajar desde los seis años, a esa
edad me llevó la primera vez a lavar, y mucho fue lo que lavamos
en la Doña María… Y como lo que se hereda no se hurta, de adulta
yo seguí lavando.

En la piecita del Rosario mamá se mantenía aburrida porque,


además de pequeña, la teníamos que compartir con una hermana
suya que era muy conflictiva y por todo nos ponía problema. Todos
los días, después de darnos la comida, mi mamá se arrodillaba al
pie de la cama y le pedía a la Santa Cruz que le regalara una casita,
que a ella no le importaba dónde fuera con tal de que fuera suya,
que le servía hasta en el mismísimo Pico del Manzanillo, con tal de
no vérselas todos los santos días con mi tía. Y como mi Dios es tan
grande, cómo te parece que cierto día, cuando yo tenía ocho años,
llegó a la casa una señora que trabajaba en la Cervecería Unión y
que en el barrio la llamaban Rosa Guapa y le dijo a mi mamá:

­— Lía, cómo te parece que en el municipio van a dar unas casas


para las familias más numerosas de Itagüí, ¿te querés anotar?
— Pues claro mija, ¡cómo no! –le respondió mi mamá muy
interesada.

Mamá se ilusionó mucho con lo que le dijo la Rosa Guapa,


sobre todo porque al otro día ella misma le trajo el formulario de
inscripción y se lo ayudó a llenar, o mejor dicho, se lo llenó. Yo creo
que no había pasado un mes cuando una mañana Rosa Guapa llegó
corriendo y gritando:
— ¡Lía, Lía, abrí la puerta! ¡Lía, saliste favorecida!

Mamá no creía, recuerdo que salió de la casa como estaba, ni


siquiera se cambió de ropa. Y sí, en el listado pegado a las afueras
del Palacio Municipal, entre los primeros nombres de la lista de
beneficiarios, aparecía el de mi mamá: María Lía Restrepo y familia.

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Una vida de trabajos...

Emocionadísima volvió a contarle a Suso Pérez, pero mi papá no le


paró ni cinco de bolas; con decirte que más bolas paras vos. Él no
creía eso:
— ¿Quién le va a dar a uno una casa por llenar un formulario?
¿Quién? ¡Sígale comiendo cuento Lía a esa Rosa Guapa y ya verá
dónde para! — e ignoró por completo a mi mamá. Pero ella no se
desanimó, le había pedido mucho a la Santa Cruz como para no
creerle cuando al fin le iba a regalar su casita.

El requerimiento más importante para acceder al beneficio eran


las partidas de bautismo de todos los hijos; ¡y ahí sí!, como dice el
dicho, empezó Cristo a padecer, porque mi mamá no tenía ni un
triste peso para sacar al menos una de las benditas partidas. Pero
después de mucho revolotear, de dudar, se decidió y se acercó
donde los Arizmendi, unos sacerdotes muy queridos que ya nos
habían ayudado en otras ocasiones con mercados. Los padrecitos
la escucharon atentos y finalmente le dieron todas esas partidas de
bautismo gratis.

Mientras mamá hacía todas las vueltas, en los ratos que le dejaba
la lavada, Suso Pérez nada, no creía que eso fuera verdad; ni siquiera
el día que entregaron las llaves, pues terminamos yendo por ellas
mi mamá y yo.

La casa quedaba en un barriecito nuevo de Itagüí: el 19 de Abril.


Cuando nos la entregaron solo tenía una pieza, la salita y la cocina, y
en la misma cocina estaban los servicios. Recuerdo que nos pasamos
para allá en 1970, cuando yo tenía nueve años cumplidos y Diana uno.
El barriecito tenía solo doce casas construidas, las calles no estaban
pavimentadas, no había acueducto ni alcantarillado, ni mucho
menos luz. La casa nos costó, en aquel entonces, 70 mil pesos, que
fuimos pagando a cuotas; pero ¡casi no la pagamos! Imagínate que la
acabamos de pagar cuando todos los mayores ya trabajábamos.

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Además de mi familia, recuerdo que también llegaron desde el
principio los Molinas, los Bolívares y los Martínez; y entre todos
nosotros fuimos organizando el barrio, las calles sobre todo. Aunque
fue un vecino, José Bolívar, que trabajaba para el Municipio, quien
logró que nos pusieran el acueducto, el alcantarillado, la luz y
finalmente que pavimentaran las calles. Antes de eso, a todas las
familias nos tocó alumbrarnos con velas y prender fogones de leña
en los solares de las casas para hacer una ‘aguapanela’. Al principio,
en ese barrio se aguantó hambre toda la que usted quiera, porque
cuál de todas las familias vivíamos más mal. Aunque lo bueno en
ese momento era que todas cuando hacían una libra de panela la
compartían, con decirte que dejaban la olla afuera de la casa y el
que pasaba se pegaba de ella.

Cuando nos pasamos para al 19 de Abril yo llevaba un año


trabajando en la carretera de las Palmas vendiendo ciruelas. Mi
papá me llevaba con una caja y me sentaba al bordo de la carretera
y él, con otra caja, se sentaba al otro lado, más allá de nosotros se
hacían también una tía y un primo. Pero yo, a diferencia de ellos,
solo trabajaba los fines de semana, porque en semana estudiaba.

Hasta antes de pasarnos estudié en la Gabriela Gaviria, una


escuela cerca al Rosario, donde hice hasta cuarto de primaria.
Cuando llegamos al 19 de Abril empecé a estudiar en ‘la Limona’,
donde terminé la primaria. De allí pasé al Manuel J. Betancur en
San Antonio de Prado, donde hice solamente hasta tercero de
bachillerato, porque me tocó salirme a trabajar.

En aquel entonces el ritmo era duro, toda la semana madrugaba


para conseguir el almuerzo, y para poder llegar a tiempo al colegio,
porque tenía que subir a pie. Y los fines de semana: madrugue, a las
tres o cuatro de la mañana, a separar la ciruela pa’ llevar a la carretera.
Allá llegábamos a las seis y yo me sentaba con tranquilidad, pues,

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Una vida de trabajos...

al fin y al cabo, como era una niña, muchos acudían a mí, por lo que
siempre terminaba de primero la caja de ciruelas.

Todo el tiempo que estudié en el Manuel J. siempre me subí con


Félix Henao, un vecino y gran amigo, que nunca me desamparó.
Recuerdo que comprábamos para los dos 500 pesos de salchichón y
un pan de 50 y con ese refrigerio subíamos y bajábamos del colegio.
Sin embargo, me tocó retirarme en tercero de bachillerato, recién
cumplidos los quince años, lo recuerdo muy bien, porque antes de
retirarme Alba Luz Betancur, una compañerita, la misma que me
había regalado el ‘jomber’ del colegio, me llevó un ponqué Ramo
y me cantó el cumpleaños con Félix. Me retiré del colegio porque
mis hermanos menores ya estaban en edad de entrar a la escuela y,
como es ley para todos los pobres, a los mayores nos toca trabajar
para ayudarles a los papás.

Recién retirada del colegio, una amiga me había contado que


estaban contratando en el Éxito para temporada de navidad y me
fui a ver si me daban trabajo. Cuando llegué me encontré con que
debía llenar una solicitud y echarla dentro de una caja de cartón y
esperar a que llamaran; con eso no había problema, el complique
era que a la solicitud tenía que pegarle una foto, pero no tenía ni
foto ni plata para sacarla; ah, pero la necesidad lo vuelve a uno
recursivo, así que dañé la tarjeta de identidad y le pegué la foto a la
solicitud. A los días, afortunadamente, me llamaron.

En las temporadas del Éxito trabajé cuatro años seguidos, algunas


veces de bodeguera, otras de aseadora, de cajera no, porque solo
era para bachilleres. Cuando se acababan las temporadas me iba
para una casa de familia, igual no tenía problema, ya lo había hecho
antes cuando estudiaba en el Manuel J.; antes de irme a estudiar
bajaba hasta Itagüí donde doña Rosmira, le lavaba las escalas de la
casa y ella me daba el almuerzo.

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Entre las temporadas y las casas de familia trabajé hasta que tuve
diecinueve años, que me dejaron fija en el Éxito. Y ahí sí nos cambió
la vida en la casa, al fin supimos lo que era una navidad, un día
de madres, un día de padres… Ya sí teníamos con qué hacer una
natilla en diciembre; porque además de mí, a Guillermo lo habían
dejado fijo en una empresa trabajando de mensajero.

En el Éxito duré casi diez años. Cuando los iba a cumplir, como
yo era soltera y no tenía más responsabilidad que mi familia, cometí
la burrada de agarrarme con la supervisora. Lo que pasa es que yo
he sido, como se dice, muy alcahueta, y ocurre que los muchachos
llegaban enguayabados a trabajar y a mí no me importaba darles
gaseosa a la hora que fuera, pero eso no era permitido, porque
las gaseosas eran solo para el desayuno y para el almuerzo, pero
cuando llegaban los muchachos:
— Ay, gorda es que…
— ¡Hágale mijo! Tome para que pase ese guayabo tan bravo.

Por alcahueta la supervisora me llamó la atención varias veces,


pero nunca le hice caso. Entonces, en cierta ocasión, no se me
olvida, tenía a mi mamá hospitalizada en San Vicente y yo estaba
muy preocupada, cuando llega la vieja esa y empieza a revolver las
cucharas de los tintos y me dice que estaban mal lavadas, entonces
yo volví y las lavé. Pero al rato, pasó de nuevo y sin decirme nada
me entregó un memorando:
— ¿Tere, por qué me va a pasar memorando?
— Porque te debo hacer un memorando.
— ¡Pero, por qué! —le grite— ¡Explíqueme!
— Porque me alzó la voz.
Inmediatamente me fui para donde el jefe de línea, Diego se
llamaba él, le expliqué lo que pasaba y le dije:
— Sabe qué Gordo, yo no voy a firmar ese memorando, no es justo.
— Marlen, vea, hágale por las buenas, firme eso.

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Una vida de trabajos...

Al final no firme nada y me fui a seguir trabajando. Andaba


llenando una jarra en el dispensador de gaseosa para el almuerzo,
cuando volvió Tere y sin más me gritó:
— ¡Es que usted cree que puede hacer lo que le da la gana aquí!
Me hace el favor y firma ya ese memorando.
— ¿Sabe qué Tere? —ahí sí se me salió el Pérez — ¡No me joda
más la vida!— le aventé la jarra de gaseosa contra los pies y la bañé
en gaseosa.

A los días de salir del Éxito me coloqué en Lavo Matic; allí


trabajé hasta 1992, cuando quedé en embarazo de Manuela. Porque,
como el papá de mi hija sacó el culo, pues le había quedado grande
la obligación, le comí cuento a una amiga y me fui, con Manuela
de tres meses, a vivir a Puerto Carreño. Blanca, mi amiga, estaba
casada con un mafioso con el que tenía dos niñas pequeñas, además
de un supermercado muy grande allá en Puerto Carreño. Yo me
fui a cuidarle las niñas y a trabajar en el supermercado, porque mi
amiga se la pasaba viajando hacia Estados Unidos, transportando
mercancía… Así duré un año hasta que Manuela se me enfermó de
adenoides. Entonces le dije al esposo de mi amiga:
— Yo me vuelvo para Medellín, mi niña está muy enferma.
— ¡Cómo se le ocurre Marleny!, entonces ¿quién se va a encargar
de mis hijas?, no ve que Blanca sigue en la USA. Le propongo
algo, váyase para Bogotá, se lleva las tres niñas y se queda en el
apartamento que nosotros tenemos allá.

No fui capaz de decirle que no, así que me fui para Bogotá; allá
duré otro año, criándole las hijas a Blanca y viendo cómo Manuela
no mejoraba. Hasta que no aguanté más y un 22 de diciembre se
me metió el diablo, sobre todo porque Blanca me había dicho que
llegaba a principios de diciembre y ya estaba para acabarse el mes y
ni rastros. Empaqué, cogí a las tres niñas y me volví pa’ Medellín.
Bien llegué, le llevé las dos niñas a la mamá de Blanca y arranqué

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para mi casa. Después de eso la amistad entre nosotras se acabó y
no volví a saber de ella.

En enero busqué a doña Mercedes, una supervisora de Lavo


Matic que había conocido antes de irme, y que trabajaba ya para
la lavandería Los Trajes, le conté lo que me había pasado y que
necesitaba trabajo, entonces me dijo:
— ¿Sabe qué Marlen? Reemplazame estas vacaciones.

Y ese reemplazo duró ocho años, hasta que cerraron la lavandería


en el 2004. Pero como ese año pensaba celebrarle la primera
comunión a Manuela, no me quedé ni un minuto quieta y empecé
a regar hojas de vida por todas partes, hasta que empapelé todo
Medellín; pero no me llamaban de ningún lado. Finalmente, Marta,
una vecina muy querida, me dijo que me podía ayudar para que
trabajara en la lavandería de la clínica Pablo Tobón. ¡Eso sí!, me tocó
pasar miles de entrevistas y cuando ya sentía que el trabajo era para
mí, sobre todo por toda mi experiencia lavando, me llamaron a la
última entrevista y el encargado me salió con que:
— Doña Marleny, muchas gracias por su disposición, sentimos que
usted tiene mucha experiencia para el cargo, pero lamentablemente
mi jefe considera que usted no cumple con el perfil para este trabajo.
— ¿Cuál es el perfil de aquí pues? —le pregunté incomoda. Y la
respuesta que me dio fue la peor ofensa que me han hecho nunca.
— Usted no tiene ni el peso ni la talla.
— ¿Sí?
Agarré para la oficina del señor ese y cuando lo tuve enfrente
le dije:
— ¿Sabe qué?, yo no le doy la talla ni tengo el peso, porque
usted lo que quiere es un niñita de dieciocho o diecinueve años, sin
experiencia y bien necesitada de trabajo para poderle tocar el culo
y las tetas.

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Una vida de trabajos...

Ese día llegué a mi casa llorando y le dije a mi mamá: ¡no busco


más trabajo!

Pero vos sabés que la necesidad tiene cara de perro y finalmente


volví a trabajar en casas de familia. Primero trabajé tres años con
una señora Gloria, en Ciudadela Real de Envigado. De allí pasé a
trabajar en el colegio Salvatorianos cuidando un padrecito hasta
que se murió. Luego trabajé tres años más con otra señora y esa fue
la última, porque me llegó la herencia de mi mamá: la diabetes.

Hoy padezco de insuficiencia renal, ya no puedo volver a trabajar;


aunque a veces hago morcilla y la vendo en el barrio; pero ya no
puedo trabajar como lo hacía antes, porque me toca dializarme tres
veces al día. Y como yo soy consciente de que esta enfermedad es
prácticamente terminal, resolví que todo lo que había cotizado para
la pensión me lo entregaran, ¿sabés por qué?, porque yo no tengo
una hija menor de edad, no tengo marido y, gracias a Dios, tampoco
tengo un hijo bobo, y la verdad no le voy a dejar plata al gobierno
después de tanto y tan duro que trabajé…

Y esa ha sido mi vida hasta el día de hoy que tengo 56 años,


diabetes por el resto de mi vida y una hija de 24 años que hoy
preciso me dijo que este año soy abuela.

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23
Creció el basurero con “b” de Barrio
desdén de los privilegiados
esperanza para los bastantes que vimos el cielo
en un plato de caldo con granos de arroz
A la diestra del padre

Por Sara Rivera

Primer aviso

La gente comenzó a llegar desde temprano, a eso de las siete


de la mañana. Había miembros de algunos sindicatos; estudiantes
de la Universidad Nacional, de la de Antioquia, de la Autónoma
Latinoamericana; había también algunos tugurianos de otras partes
de Medellín, que venían a apoyar.

Días antes se habló en la reunión semanal que tenía el Comité


Central Municipal de Tugurianos de Medellín, sobre el levantamiento
previsto en el barrio Fidel Castro para ese día a las diez de la mañana.
Los terrenos pertenecían a particulares y las invasiones se habían
incrementado considerablemente en los últimos meses, por lo que
el Municipio había advertido con anticipación a los habitantes que,
de no retirarse, iban a ser desalojados.

Las personas de barrios como Lennin, Camilo Torres, Santo


Domingo, Cauces de Oriente y otros que hacían parte del
Comité, procuraban ayudarse mutuamente en actividades como

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construcción de escuelas y casas, pero también en fortalecer la
resistencia al desalojo, realidad que no le era ajena a ninguno.

Heroína se levantó temprano como de costumbre y desayunó lo


poco que había: aguapanela con tostada. Tenía que comer o le daba
mal genio. Escuchó el ruido de la gente en la calle y se asomó: “¡Mamá,
llegó el padre!”, y salió corriendo a abrazar, junto con los otros jóvenes
y niños, a Vicente Mejía. Doña Virgelina escuchó el grito y se apuró a
prepararle el tinto con sabor a panelita que tanto le gustaba.

Al párroco solían tirarle cartoncitos en ovación a su presencia.


Heroína lo admiraba con profundidad, deseaba ser como él. Cuando
llegaba lo agarraba de gancho y sentía que estaba cogida de la mano
de Dios. Lo veía tan limpio, tan blanco, con sus ojos azules y sus
mejillas rosadas, que creía ver a un santo.

Vicente se tomó su tinto y se sentó con los miembros de la Junta


y demás tugurianos a conversar. La gente esperaba la llegada de
los carabineros, mientras hablaba animada acerca de la dificultad
de los tiempos, de los desalojos en otras partes de la ciudad, de
la importancia de la unidad. Heroína no se despegaba del padre
Vicente, era su sombra, a donde él se movía, ella también. Era como
un intento por cuidarlo, sentía que si estaba a su lado nada malo
podría sucederle a él.

Finalizó la mañana y muchos creían que los carabineros ya no


llegarían, pero pasadas las dos de la tarde se vio el desfile de caballos
que venía a lo lejos. Entraron al barrio y comenzaron a desplazarse
amenazantes en zigzag sobre la pantanosa calle larga que estaba
rodeada por las casitas del Fidel Castro. La gente se replegó entre la
polvareda que levantaron los visitantes. Heroína sentía pavor, los
veía enormes y, angustiada, se pegaba a los ranchitos para no ser
lastimada por las bestias.

26
A la diestra del padre

Así, desafiantes, recorrieron todo el barrio hasta llegar a las


inmediaciones del río, por donde pasaba el puente ferroviario
del Mico, y sin mediar palabra con la comunidad, el comandante
señaló el rancho de doña Damasia, una anciana de aproximados 80
años de edad que vivía sola y no tenía cómo defenderse, e hizo una
seña para que lo siguieran. Tocaron la puerta y la mujer se asomó
desconcertada: “Sálgase de aquí señora que todos estos ranchos los
vamos a tumbar y el suyo va ser el primero”, dijo.

Heroína y los demás miembros de la Junta Popular del barrio, que


no se habían despegado del padre Vicente ni un segundo durante toda
la algarabía, no dudaron en acompañarlo cuando éste, enrojecido de
ira por el proceder de los agentes, decidió abrirse paso entre ellos y
desafiarlos, parándose en la puerta del rancho a tumbar.

-¿Cómo pueden ser tan inhumanos y tumbarle la casa a esta


pobre señora? ¡Pues si la van a tumbar, tienen que pasar primero
por encima mío! - dijo el padre bastante enojado-. Mi señora, éntrese
para la casa, a ver si son capaces de tirársela encima- añadió.

No había terminado doña Damasia de cerrar la puerta cuando uno


de los carabineros -que ya se había bajado de su caballo- agarró al
cura del cuello de la sotana y lo lanzó al suelo mientras le propinaba
puñetazos. Heroína se le encaramó por la espalda y la emprendió
a arañatazos contra el atacante, miró para su lado en medio de la
confusión y vio a un grupo de mujeres que hacían lo mismo con
los demás agentes, eran las vecinas, las hermanas Guzmán. Hubo
patadas, puños, insultos.

Fue tal la disputa, que los carabineros no tuvieron más opción


que retirarse, entre palazos y puños, por el morro que conectaba al
Fidel Castro con la vía del ferrocarril, pero no sin antes llevarse a
algunas personas a la permanencia.

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A Heroína no la arrestaron porque tenía apenas catorce años y no
estaba permitido arrestar a menores. Pero las hermanas Guzmán,
que eran ya mayores, no corrieron con la misma suerte. A Vicente lo
arrastraron de la sotana por la “manga” hasta llegar a la vía del tren.
En un intento por escaparse se zafó la túnica pero lo agarraron del
cabello y el brazo. Cuando se disponía a tirarla -quizá por respeto
al hábito-, Heroína, que no había dejado de correr a su lado, le dijo:
-Padre, llévesela, vea que en esos calabozos por la noche hace
mucho frío, para que se arrope con ella.

La conquista

Pasó mucho tiempo sin que el Municipio advirtiera de otro


lanzamiento, alrededor de 7 u 8 meses en los que llegó gente de
otras partes a construir más ranchos. Esto alertó a las autoridades y
comenzó a correr el rumor de que se vendría un desalojo, pero esta
vez no iba a ser por sectores, sino general: desde donde pasaba la vía
férrea del puente del Mico hasta donde comenzaba la Universidad
de Antioquia. No se sabía cómo, pero siempre que llegaban los
rumores eran ciertos, y desde el Comité Central de Tugurianos
se adelantaba lo necesario para corroborar la información y estar
preparados.

Heroína hizo unos boletines en donde se advertía lo que iba


a suceder: “El próximo jueves habrá lanzamiento. Se le pide a la
comunidad permanecer en sus casas y no dejarlas solas por ningún
motivo”. Ese día nadie salió a trabajar, todos se quedaron en sus
hogares esperando. Nuevamente, los barrios del Comité Central
enviaron representantes para dar apoyo y de las universidades
acudieron estudiantes para ayudar.

Las personas tenían algo de recelo por el anterior intento de


desalojo, creían que iba a ser peor. Se decían unos a otros que

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A la diestra del padre

debían tener mucho cuidado con el padre: “no vaya a ser que
nos lo aporreen”, comentaban. Algunos hasta aseguraban que
esta vez iban a llegar armados, pero el padre Vicente les dijo que
mantuvieran la calma y pusieran banderas de Colombia. “Si no los
respetan a ustedes y a mí como sacerdote, al menos que respeten el
símbolo de la patria”.

Hacía poco tiempo que el barrio había creado la Junta de Acción


Popular Fidel Castro. Pese a que tenían un alto nivel de organización,
no fue sino con la llegada de Vicente Mejía, en 1964, que se pudo
crear una organización política que defendiera sus derechos. No
obstante, como el barrio era de invasión, no estaba reconocido
por la administración municipal, sus acciones eran populares y en
defensa de la vida digna -contrario a lo que pudiera hacer una Junta
de Acción Comunal que era ya reconocida por el Estado-. El padre
los asesoraba y se acordaba que un representante de la Junta iba a
hablar en nombre de la comunidad. Nadie iba a negociar por aparte
y evitarían a toda costa que los dividieran.

Llegaron los carabineros, esta vez más calmados. La gente


apretujada los veía y, en medio de un suspenso silencioso, los
rodearon, preparados para lo que pudiera suceder. Cuando
uno de los representantes de la Junta se disponía a hablar con el
comandante, apareció, como caído del cielo, don Clímaco Valencia,
un señor de avanzada edad. Extendió unos papeles al aire y dijo:
“Vean, yo soy el dueño de estos terrenos, estas son las escrituras. Yo
ya estoy muy anciano y no necesito esto, ¿Para qué les van a tumbar
los ranchos a estas gentes si lo necesitan más que yo? Déjenlos vivir
ahí tranquilos”.

La gente, que cuando el dueño comenzó el discurso creyeron


que ahora sí los sacarían, estalló en una algarabía. A Heroína se
le aguaron los ojos y en medio de apretujones cogió fuerte de la

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cintura al padre, con las demás personas, que tampoco creían lo
que estaba pasando. Habían triunfado, ahora nadie los sacaría de
sus casas. Casi una semana después ya los terrenos del Fidel Castro
y de los sectores aledaños estaban cercados con palitos clavados en
la tierra, de a cuatro, amarrados con cabuya y cordones entre uno y
otro para distinguir que ese pedacito ya tenía dueño.

La reina del Mico

Pasaron los años y el terreno que para la década de los sesenta


estaba lleno de lagunas y vegetación, ahora se veía tupido de
ranchos. Alrededor de 400 familias habitaban el lugar en los setenta.
Además, el Municipio había decidido tirar los desechos de la ciudad
en una laguna que había junto a los ranchos. En esta basura las
personas encontraron un medio para subsistir, ya que la mayoría
no tenía un empleo formal, como venían desplazados del campo lo
único que sabían era dedicarse a la tierra.

Tulia, la vecina, la segunda mamá, la que le daba cariño, fue


la que la llevó por primera vez al Morro. Tenía apenas diez años
cuando comenzó a trabajar en la basura y fue gracias a esta que
dejaron de pasar noches con el estómago vacío durante mucho
tiempo. Como había tenido que abandonar la escuela en cuarto de
primaria por falta de recursos, Heroína comenzó no solo a asistir
a las reuniones de la Junta Popular, sino a rebuscarse el sustento
por todos los medios: reciclando, vendiendo cosas de la basura,
haciendo cometas...

Encontraba cobre, alambre, metal y luego lo vendía en unos


ranchos que había en el mismo Morro, donde lo pesaban y le
daban de 30 a 35 pesos. A veces, cuando tenía suerte, se encontraba
algún vestido o juguete que se guardaba para sí. De allí también
llevaba el mercado para su casa, con las verduras le hacía las sopas

30
A la diestra del padre

“tropicales” -una mezcla de sobras- a sus hermanos menores: un


niño y una niña. Cuando el padre Vicente llegó al barrio, Heroína
comenzó a ir con él a trabajar a la basura.

Doña Virgelina, su mamá, nunca estuvo de acuerdo con


que trabajara allá, prefería seguir haciendo aseo en casas o
restaurantes. “Eso huele muy maluco mija, usted no debería
estar metida en esa basura”. Pero Heroína ya había visto morir
a uno de sus hermanos por desnutrición -un bebé de apenas dos
años- y no le importaba convertirse en basuriega si eso le permitía
llevar un sustento a su hogar.

En el morro de basura, con el paso del tiempo, la gente empezó


también a construir sus casas; las hacían de bahareque, de caña o de
madera que encontraban entre los deshechos. Los que llegaban al
sector del Fidel Castro, que quedaba en la planicie junto a la vía del
tren, preguntaban a los líderes en dónde se podía construir: “hágale
dejando un espacio entre casa y casa, de tal forma que en un futuro
por aquí quede la carretera”, “construya, con tal que no toque esta
parte -respondían señalando un pedazo de tierra grande, en forma
de rectángulo- porque ahí va a quedar la cancha”.

Entre los nuevos invasores estaba don Alfonso Durango, quien


venía de Dabeiba buscando a su esposa e hijos que habían llegado
al barrio hacía cinco años, huyendo de la violencia. Hortencia, su
esposa, fue recibida por Heroína cuando llegó: “Acá los carabineros
ya advirtieron que no iban a  dejar construir más; pero vea, allá
detrás de esa caña hay un espacio donde puede hacer su ranchito.
Tranquila que yo me encargo de distraerlos”- le dijo.

Heroína tenía alrededor de 16 años cuando comenzó a ‘conspirar’


con las vecinas del barrio para que la gente que llegaba nueva
construyera sus casas. Era delgada, morena, de ojos saltones y

31
un cabello negro en forma de hongo; quizá lo que más llamaba
la atención de su rostro eran las mejillas regordetas y una sonrisa
de dientes grandes que le daban cierto aire de inocencia. Era bella
y llamaba la atención de los hombres, por eso entretener a los
carabineros le era relativamente fácil. Le coqueteaban y le decían
‘la reina del Mico’, haciendo alusión al nombre del puente y a que
era la más bonita de las muchachas.

Ella, además, era muy buena conversadora y tenía gran habilidad


para jugar a los dados y distraerlos por un buen rato. Doña Virgelina
les ofrecía tinto y los policías se quedaban hasta el anochecer en
unos banquitos de madera que había a la entrada del rancho hecho
de bahareque, jugando, conversando, mientras que a escasas dos
cuadras de distancia, nuevos invasores construían sus casas.

La Corporación

“Mijo, ya son las cinco, levántese que tiene que ir a la basura”,


le decía todos los días doña Berenice al joven Vicente. “Mijo, no se
levante que usted no tiene necesidad de ir por allá…”, le decía a la
par su papá. Y es que Heroína siempre se preguntaba qué necesidad
tenía el sacerdote de ir a donde los basuriegos a trabajar con ellos. A
veces se la pasaba toda la jornada cumpliendo labores en el barrio y
no probaba bocado. Se juntaba con todos los niños y los trataba con
afecto. De una gaseosa tomaban 6, 7 niños, y cuando era su turno,
Heroína le gritaba: “¡padre, eso tiene mocos!” y él, con una sonrisa
en el rostro, alzando los hombros con despreocupación, se tomaba
el refresco.

Se encontraban todos los días temprano, a eso de las 7 de la


mañana, con un costal o una caja donde recoger lo necesario y
trabajaban incansablemente hasta lograr lo suficiente como para
hacerse unos pesitos. Vicente siempre le daba la mitad de lo que

32
A la diestra del padre

recogía a Heroína, pero ella pensaba: “él es mayor, él merece


más que yo”, y sin que se diera cuenta, entre abrazos y juegos, le
introducía otra vez el dinero en los bolsillos de la sotana.

Fue por ese entonces que nació la Corporación Social de


Solidaridad con los Tugurianos, un proyecto de cooperativa de
reciclaje y materiales de construcción que no sólo generó cientos de
empleos para los tugurianos, sino que también sirvió de financiador
de las obras que requerían los barrios del Comité Central de
Tugurianos.

El Convite

Cuando no estaba en la basura o en alguna reunión de la


Junta y del Comité Central, Heroína se la pasaba de casa en casa
conversando con la gente; corriendo por las calles del barrio,
jugando en el cañaduzal. En una de sus andanzas encontró un pozo
de donde sacar un agua que parecía limpia. Los estudiantes de la
Universidad de Antioquia que iban al barrio analizaron el agua y
dijeron que la podían consumir. Bautizó al pozo como “El arenal”.
No obstante, tenían que hacer mucho esfuerzo para traer el agua. La
reina del Mico se ponía un palo en la nuca, de cada esquina colgaba
un galón y luego desfilaba por los rieles del tren con la carga hasta
su casa, todos los días.

Por esa época, Alfonso Durango había estado asistiendo en el


municipio de Caldas a un curso de organización campesina en
el que le enseñaban diversas actividades para beneficio de las
comunidades. Así, en una reunión de la Junta comentó que les
habían enseñado a hacer un acueducto, pero que era necesario
violentar el tubo madre del sector. Los ojos del padre Vicente se
iluminaron y le preguntó qué tan posible era hacerlo.
- Yo soy capaz, no más es que me consiga los materiales y de una le

33
hago. Necesito unas abrazaderas, por ahí tres mil metros de tubería
P.V.C., unas mangueras, soldadura…- respondió con seguridad
Alfonso mientras miraba pensativo hacia el techo, recordando qué
más podría necesitar.
- ¡Perfecto, manos a la obra!- respondió el padre y de inmediato
comenzaron a diseñar el plan, a hacer una lista de lo que necesitaban,
a cotizar el valor de los materiales y a pensar en las personas que
debían contactar.
- Listo, pongámonos las pilas entonces para que hagamos el
convite y madruguemos a hacer las empanadas y el moresco...
¡Su mejor refresco!- dijo Heroína, bastante entusiasmada mientras
redactaba el acta de la reunión, pues era la secretaria-. Así sea
que recojamos 500 o 1000 pesos y después pasamos por las casas
pidiendo el pesito de colaboración - concluyó.

Días después, el padre Vicente, como de costumbre, recogió a


don Alfonso, Heroína y otros miembros de la Junta del Fidel Castro
para llevarlos a la reunión del Comité Central de Tugurianos en la
casa que él había alquilado en el centro para este fin. Tenía un Jeep
en el que solía transportarlos de un lado a otro, no sólo a ellos sino
a toda la gente con la que trabajaba en los barrios.

Se llamaba a lista para saber si habían acudido todos los


representantes de los tugurios: Barrio Lenin, presente. Barrio
Camilo Torres, presente. Barrio Raizal, presente. Barrio Fidel
Castro, Presente. Continuaba la lectura del acta anterior, informes
de los miembros, proposiciones y conclusiones.

-¿Proposiciones? - decía la secretaria


-Sí, yo tengo una proposición- decía por lo general Alfonso-. El
próximo domingo vamos a hacer un festival en el Fidel Castro para
recoger fondos e instalar el acueducto, quedan todos invitados.

34
A la diestra del padre

Las personas se programaban para asistir a las actividades en los


barrios amigos y algunos se comprometían a ayudar con la logística,
mientras en el sector anfitrión todo se preparaba desde temprano.
La gente madrugaba y se reunía en la caseta comunitaria, un techo
sostenido por cuatro palos de madera, que se había convertido en el
punto de encuentro de los líderes. Allí preparaban la comida para
vender y dejaban el revuelto listos para el sancocho. Casi siempre
era doña Tulia la que se encargaba de esto, tenía una sazón que a
todos gustaba y sabía preparar comida en cantidades.

Heroína era, por lo general, bastante tímida en las reuniones de


la Junta, como era la secretaria de la organización del Fidel Castro,
tomaba nota juiciosamente y hacía las relatorías y las cartas, pero
pocas veces proponía o ejercía un liderazgo fuerte. No obstante,
cuando de actuar o cantar se trataba, nunca se avergonzaba. La
gente del barrio tenía la vena artística y sus convites eran famosos
por ser los mejores de entre los tugurianos. Hacían teatro, cantaban
trovas, inventaban himnos y villancicos, todo, con un contenido
político y social bastante fuerte. De esto se encargaba Efigenia
Velásquez, una mujer campesina que había sido desplazada por
la violencia y que tenía gran habilidad para componer, pero no
sabía escribir, así que le dictaba a Heroína y después le decía cuál
canción iba a tener qué música:

Campesinos que sufren humillaciones en las montañas


trabajemos unidos y derroquemos los oligarcas
A los terratenientes que son ladrones
démosle plomo
qué son los principales que aquí en Colombia
hacen el robo

Mira los que sufrimos,


en la basura

35
todos llenos de rotos,
las vestiduras
comemos gallinas muertas que están podridas en la basura
el pueblo tiene hambre,
¡bendito sea, bendito sea!
el pueblo tiene hambre,
¡bendito sea, bendito sea!

Este pueblo con hambre


ha comprendido las injusticias
de todos los lacayos
que por la radio dan las noticias

Míralos como engañan,


los curuleros
para que den el voto,
los basuriegos

nos ofrecen casita,


buena comida,
buenos empleos
al pueblo no lo engañan,
¡maldita sea, maldita!
al pueblo no lo engañan,
¡maldita sea, maldita!

De las cosas que se encontraban en la basura separaban zapatos,


sombreros y vestidos para las obras de teatro y así, con la ropa sucia
y rota, faldas hechas de periódicos y vestidos de costales, salían a
actuar Heroína y los otros jóvenes del barrio en la caseta comunal.
Las personas sacaban las sillas de las casas, se sentaban en el piso
de tierra, en piedras o en troncos y disfrutaban de los cantos y las
obras. Efigenia era también la que dirigía los montajes teatrales.

36
A la diestra del padre

Las mujeres fueron fundamentales en la construcción del barrio.


Fueron las que más se empeñaron en defender el territorio, las que
mayor fuerza dieron a la resistencia al desalojo, debe ser por eso
que la obra que más marcó a Heroína fue la de una mujer luchadora
que siente impotencia por la apatía de su marido:

“MUJER: ¡En este mundo sufrido ya no se puede ni hablar!


Hacés un reclamo decente, y dicen que van a violar.
Y las leyes de aquellos ricos, que no hacen sino robar.
Y nosotros pobrecitos ¿Que no sabemos sino aguantar
a que los ricos nos humillen y nos manden a matar?
HOMBRE:¡Pa’l diablo con esa joda! ¿o es que no tiene qué hacer?
¡Remiéndeme los pantalones, que me voy es a beber!...
(en susurro, al público) Soy contrario de esas cosas que me dice
mi mujer
quiero encontrar una vieja que me traiga qué comer
y que me eche plata en el bolsillo para yo irme a beber
¡y me voy con mis amigos y una nueva mujer!
MUJER:¿y cree usted que con eso va llenar?
¿Aplastado en la cocina y sin salir a luchar?
¡Vamos es en contra de esos ricos si se quiere liberar!
A estos tiernos muchachitos, vos les tenés que enseñar
a que se unan a este pueblo para que aprendan a reclamar.
HOMBRE: ¿Qué reclamaremos boba? ¡si eso nunca se va ver!
Ustedes ya están locos, no hacen sino joder.
Quiero que me den casa ¿no has podido comprender?
Y que no hablen bobadas, saben que usted es mi mujer…
MUJER: (Hablando para sí  misma) ¡Mi marido no me deja!
¿Qué puedo hacer?
¿Le besaré los jarretes para que así deje de joder?
Pero es que cuando llegue la guerra, qué podré hacer…
como los he traicionado, no me podrán defender”

37
La gente disfrutaba enormemente los convites. Además, se
lograba el objetivo, que era recoger dinero para las obras del
barrio; si hacía falta, se enviaba una carta a la Corporación de
Solidaridad con los Tugurianos y estos aportaban lo faltante. En
uno de los tantos festivales, hicieron la casa de ladrillo donde
viviría Heroína con su mamá Virgelina y sus dos hermanos hasta
la actualidad.

Era un experimento para ver cómo reaccionaba la Policía, y un


ejemplo para que los demás comenzaran a mejorar el material de
sus viviendas. El padre solía decir: “Vea Heroína, un rancho no
vale nada, lo que vale es el terreno. Hágale mejoras a su casita. Este
lugar en dónde está el barrio es oro puro, es céntrico”. Como todo
salió bien con la construcción del hogar de doña Virgelina y su hija,
los demás emprendieron la tarea de enladrillar sus casas.

Como unos niños huérfanos

Estaban en el Morro trabajando, cuando llegó uno de


los trabajadores de la cooperativa a avisarle al padre que
habían  acabado de asesinar al vigilante donde funcionaba esta.
“Heroína, venda usted la carga que yo me tengo que ir. Más tarde o
mañana hablamos”, le dijo. Pero el padre no volvió al otro día ni al
siguiente. La gente que iba a la basura a trabajar comenzó a rumorar
que lo habían matado, otros decían que lo habían desaparecido y
estaban hasta quienes decían que se había robado una plata y había
tenido que salir huyendo del país.

Heroína siguió acudiendo todos los días a la basura esperando


encontrarlo, pero él nunca apareció. Se sentía desprotegida y a
todas las personas que se encontraba les preguntaba por el padre,
hasta que un día Alfonso le dijo que Vicente había tenido que
salir huyendo del país, pues lo tenían amenazado por sus ideas y

38
A la diestra del padre

su trabajo con la comunidad; que estaba exiliado en México y lo


más seguro era que no volviera en muchos años.

Las reuniones tanto del Comité Central de Tugurianos como de la


Junta Popular se siguieron realizando, pero no por mucho tiempo. En
las del Fidel Castro los miembros se sentían algo desorientados; a la hora
de tomar una decisión o llevar a cabo un proyecto no sabían con certeza
cómo hacerlo, pues ya no tenían la ayuda del sacerdote, eran como unos
niños a quienes el padre había abandonado y no sabían qué hacer.

Por otro lado, la casa en la que se reunía el Comité Central


terminó por desaparecer, pues a pesar de que el padre la había
donado para que ellos hicieran sus reuniones, finalmente no tenían
con qué pagar su sostenimiento y les pasaba lo mismo que en la
Junta Popular: su ausencia pesaba en los asuntos decisorios.

Los miembros de la Junta comenzaron a dispersarse. La mayoría


consiguió empleo y, al no haber recursos para continuar con las
actividades que se proponían en las reuniones, continuaron con
sus vidas, ya sabiendo que el barrio estaba casi formado. El que el
padre hubiera dejado de ir a dar misa en la caseta influyó también
en que la gente del barrio se fuera desintegrando y no volviera a
hacer convites ni a reunirse.

Heroína fue de las pocas que continuó con su labor comunitaria,


fue de las fundadoras y primeras maestras del colegio Fe y Alegría,
que construyeron a finales de la década de los setenta con la ayuda de
las madres capuchinas Aurora y Odila. Como desde la configuración
del barrio los líderes habían procurado guardar terrenos para la
Iglesia, las canchas y los colegios, les cedieron un espacio en dónde
construir la escuela. Heroína trabajó alrededor de cinco años en la
escuela después de fundada, hasta que la reemplazaron por otras
personas que tenían mejor experiencia.

39
Tiempo después, a mediados de los años ochenta, un grupo de
personas de un sector aledaño al barrio Fidel Castro creó la Junta
de Acción Comunal. Legalizaron el barrio, trabajaron de la mano
de la administración municipal y cambiaron el nombre de todo el
territorio que comprendía desde lo que alguna vez fue el puente del
Mico hasta donde comenzaba el Parque Norte. Ya no era Casco de
Mula (el sector del morro de basura), ni era el Fidel Castro, ya era
Moravia, y aquél último ya no tenía el nombre del dirigente cubano
sino que era “Moravia Oriente”.

A lo largo de su juventud Heroína se dedicó a trabajar por la


comunidad, guió a las personas para ocupar los terrenos en dónde
construir sus casas, pero como era tan joven nunca pensó que debía
guardar algo para ella. Aunque logró terminar sus estudios y hacer
una técnica en secretariado, no buscó un empleo, pues se dedicó
al trabajo en su barrio. Se defendió con lo que le daban en algunos
proyectos que le resultaban con la comunidad y con las ayudas que
le brindaban su familia y amigos.

Perteneció y fue también fundadora del Club de Deportes


del barrio, hizo parte de la Corporación al Servicio Ambiental
(Corserva) y ahora asiste al encuentro de líderes que hacen todas
las semanas en el Centro de Desarrollo Cultural De Moravia. Pese
a que se mantuvo al margen de la labor que ejecutó la Junta de
Acción Comunal, pues no se sentía a gusto con su trabajo, siguió
asistiendo a las reuniones que involucraban decisiones importantes
en Moravia, como las del Macroproyecto que trasladó cientos de
familias que vivían en el Morro, y otras que ocupaban el lugar
donde hoy está ubicado el Centro Cultural.

Como no separó un terreno para su propia casa, vive actualmente


con su hermana. La casa que era de su madre la tienen alquilada a
una familia que cada mes les garantiza un ingreso para sobrevivir.

40
A la diestra del padre

Desde hace algún tiempo viene asistiendo a las actividades que


programa Centro Día en su barrio para las personas de la tercera
edad. Allí le dan comida y hacen actividades lúdicas. No está
casada ni tiene hijos, pese a que les tiene enorme cariño, el haber
crecido en medio del hambre y la pobreza le hizo reflexionar
acerca de ser madre.

Una vez, caminando por el barrio, se encontró con un viejo


amigo, también de los primeros fundadores del barrio. Hablaron
de lo que estaban haciendo y al Heroína comentarle su situación,
este le dijo “¡Ah no mija! ¿Es que la comunidad acaso le va a dar
de comer o le va a dar casa? Por estar pensando en los demás
nunca consiguió nada para usted…”. Pero a Heroína eso nunca le
importó. Jugó un papel, aunque no protagónico, sí bastante fuerte
en la construcción de Moravia -que para ella siempre será Fidel
Castro-. Fue una pequeña heroína sin capa. Ahora, con el temor
de la vejez sin sustento, tiene la felicidad de un pasado lleno de
historias que le dieron sentido a su vida y que lograron construir
el presente del barrio.

41
Colibrí
Incansable es tu oficio y enseñanza:
ser movimiento continuo
siempre de la vida a la vida
entregas tus alas a tempestades e incendios
para que sin falta podamos conocer
la primavera en cada flor,
en cada asomo de tu voluntad
que fecunda la cosecha del mañana
Tengo ojos para ver
tu enredadera

Por Lina María Acevedo Peláez

Me quedé sorprendida con tus matas y tus flores. Pero cómo es que están
florecidas esas matas en un interior. Y las has puesto de adorno hermoso
de la casa. Una mujer de las ocupaciones de Martha para todas partes y
que tiene un jardín en un balcón, un jardín hermoso. ¡Me dio una envidia!
Mis deseos hasta allá son demasiado. Eso es increíble. Me quedé fascinada,
porque además están hermosas… ¡Como es de rico hablar con vos para mí!
Tengo ojos para ver tu enredadera de la casa.

Palabras de Aura López para Martha Restrepo, luego de mirar


las fotografías de sus plantas en el año 2013.

Inicio el texto con este pasaje, con el ánimo de exaltar un vínculo


que fue fundamental para mí en el acercamiento a la vida de Aura
López. El de dos mujeres que han hecho historia en la ciudad de
Medellín. Se encontraron en el escenario solidario de Confiar y ese
lazo se proyectó hacia la vida colectiva y a la de cada cual.

Mi encuentro con Aurita se dio en el año 2012, cuando ejercía mis


labores en Confiar Cooperativa Financiera de la ciudad de Medellín.

45
Entonces no sabía de su trayectoria cultural en escenarios como la
librería Aguirre, el Planetario de Medellín, el Museo de Antioquia,
el Jardín Botánico de Medellín, Comfenalco Antioquia, bibliotecas
públicas, colegios, emisoras culturales y comunitarias, entre otros.

Su presencia en la Fundación Confiar (que funciona como un


área de la cooperativa y lleva su nombre) se hacía cada vez más
cotidiana. Y aún sin dimensionarla en su trayectoria, comencé a
reconocer en ella a la mujer «excepcional», como diría Pilar Velilla,
directora del Museo de Antioquia y del Jardín Botánico «Joaquín
Antonio Uribe» de Medellín durante los años de labor de Aurita
en ambas instituciones: «Ninguna persona que la haya conocido
puede dejar de reconocer en ella al ser excepcional».

Aurita, como se presentaba a sí misma con una sonrisa socarrona,


prefería que la nombraran con el diminutivo de su nombre,
quizás porque así abría una puerta a la confianza, un camino
corto hacia el diálogo. Era una mujer que había cosechado logros
y reconocimientos en el campo social y cultural, pero renunciaba
al «doña» o a cualquier apelativo que pusiera una distancia
innecesaria con quienes se relacionaba. Nombrarse a sí misma
«Aurita» era un acto de amor propio, de apertura y de irreverencia
ante la educación en una época en que se enseñaba que había que
dirigirse con «respeto» hacia los mayores.

Con su figura y andar característicos, penetraba al edificio


de la Dirección General con seguridad y propiedad. El tiempo
se detenía en ella, en su andar pausado, gesto amable y sonrisa
generosa. Subía las escaleras hasta el tercer piso, apoyada en
su insigne bastón de madera y llegaba a la oficina donde se
encontraba su «amiga Martha»: Martha Lucía Restrepo Brand,
directora de la Fundación Confiar. Era evidente el afecto y
reconocimiento que Martha y Oswaldo León Gómez, gerente

46
Tengo ojos para ver tu enredadera

de la cooperativa, le profesaban; para nombrar solo dos figuras


representativas del vínculo que se tejía desde tiempo atrás con
Aurita.
Crónicas como «Al pie del fogón», inspirada en un grupo de
mujeres de la cooperativa durante la celebración de los quince
años, y posteriormente su participación en los espacios de reflexión
y conversación de Maestras y Maestros Gestores de Nuevos
Caminos, fueron determinantes en el vínculo que posteriormente
se afianzaría aún más. Confiar publicó La escuela y la vida (2006) y
Mujer y tiempo (2009), compilaciones de columnas escritas por ella
para los periódicos El Mundo y El Colombiano entre los años 1979
y 2004. Algunas de ellas habían sido publicadas por el Museo de
Antioquia en el libro Historias (2004). En el 2011 la Cooperativa
coparticipó en la publicación El Peñol: crónica de un despojo de la
Editorial Lealón.

Aurita engalanaba con su voz el lanzamiento de los libros de la


Colección de Cuentos Confiar, y otros espacios en los que –además
de su voz célebre y singular– ponía de relieve el carácter de sus
ideas, aquellas que exponía sin miramientos, con vehemencia y
lucidez; haciéndose difícil de refutar, como quien ya está por encima
del bien y del mal.

Tras su renuncia al Jardín Botánico en noviembre del 2012, se abrió


entre Confiar y Aurita un nuevo ciclo, que sería determinante en la
manera como ella viviría sus últimos años. Fue un vínculo progresivo
de tejido cultural, impregnado de afecto y reconocimiento. Ya
empezaba a afectarse su salud, especialmente su memoria. Más su
fuerza y lucidez al hablar de literatura, de sus crónicas, de su vida
o de sus posturas y reflexiones más sentidas, eran la mejor manera
de reconocerla en una singularidad entrañable que denotaba la
impronta de un carácter firme, tejido con hilos consistentes de
solidaridad y puntadas finas de dedicación al ámbito cultural.

47
Consumada como locutora, librera, cronista, lectora en voz alta,
animadora de lectura y gestora cultural, el 2 de febrero del 2013,
cuando cumplió sus 80 años, Aurita recibió dichosa un contrato
laboral con Confiar, a manera de regalo de cumpleaños. Era
menester ofrecerle un lugar, una seguridad y una compañía digna
de su ser, de sus años y de su vida entera. Confiar se ponía entonces
a disposición de su ser noble y sensible. Aurita no tenía afán de
acumular ni apego a lo material, quizás por ello no se hizo a una
pensión. De cierto modo, ese contrato (más simbólico que literal)
representaba la merecida pensión para una vida entera de trabajo
cultural. Su gran riqueza era la humanidad que irradiaba con el
paso de los años. Como una obra de arte que embellece la existencia
de quienes la logran apreciar, así Aurita embellecía cada espacio en
el que actuaba.

Había expresado a Martha algunos meses antes: «Yo me quiero


gozar estos años al lado de Confiar. Me voy a tirar por el balcón
y espero caer parada para llegar a Confiar». Por ello, su felicidad
era completa y la expresaba en cada ocasión con efusiva alegría.
En mayo del 2014 Confiar realizó el lanzamiento del documental
Aura (sobre su vida y obra), dirigido por César Augusto Montoya
Bermúdez. ¡Cuánta sería su emoción!, que le dijo a Martha estas
palabras: «Estoy, ¿qué te dijera…? es que no, estoy, mejor dicho,
no, estoy… Es que yo estoy desguaranbilada, es mi palabra, es mía,
así estoy, con toda esa felicidad, con esa cosa maravillosa, no tengo
una sola palabra. Eso de anoche fue una belleza, ¡la gente tan bella!,
toda esa gente es de Confiar. Y ese hombre tan bello, Oswaldo.
Ustedes dos son seres bellos. Hay cosas tan bellas en la vida, que
uno va a decirle a otro y no hay nada parecido. ¡Qué belleza que
trabajo en Confiar! Me hace llorar, es que esta llorona no tiene ni
una palabra, lágrimas es lo que tengo. ¿Sabes una palabra que
inventé?: desguaranbilada. ¡Yo como soy de hablantinosa y no
tengo una palabra!».

48
Tengo ojos para ver tu enredadera

Para ella, eso era Confiar: el espacio acogedor y amoroso, donde


desplegaba su disfrute de compartir con la gente, leer con libertad,
conversar y participar de eventos culturales. Durante este tiempo
en Confiar intervino con sus lecturas en emisoras comunitarias,
Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, Feria del Libro de Támesis,
colegios y otros tantos espacios propios de la Cooperativa. En otras
palabras, Aurita se sentía dichosa de vivir plenamente lo que alguna
vez denominó «el clima Confiar». Escribió: «De todos estos actos,
decisiones, realizaciones y empeños surge un aire común que nos
envuelve, nos absorbe y nos identifica, y que genera lo que podría
llamarse un clima, el clima Confiar».

Martha supo canalizar sus virtudes e hizo que muchos de


quienes estábamos cerca pusiéramos nuestra alma y empeño para
que Aurita estuviera acompañada. Así, con la complicidad de Yeni,
Olga, doña Blanca, Débora, Carlos Mario, y otros compañeros y
amigos, la cooperativa se convirtió en guardiana de su vida, de su
salud, de su economía y de su agenda, la cual contenía actividades
que iban desde las lecturas en voz alta, tertulias y conversaciones,
hasta la corrección de textos.

Personalmente, me llegaba mucho su ternura hacia la niñez


y su postura frente a la lectura: leer por placer, la lectura había
que disfrutarla. Desdeñaba los análisis literarios que mataban
la pasión por la lectura. Con un grupo interesado en aprender
de ella, de su experiencia con la lectura y también de su mirada
crítica, sensible y libertaria hacia la vida, se intentó instalar de
manera permanente una tertulia para leer poesía en voz alta. Se
lograron algunos encuentros, en los que descubrimos a una mujer
sin recetas: todo lo llevaba al sentir, con una conciencia elevada
que por momentos dejaba ver la contradicción entre su cuerpo
agotado y la entereza de su ser.

49
Era admirable su capacidad de asombro frente a cada situación
que la conmovía. Tenía ojos para ver muchas enredaderas. También,
la franqueza con que se paraba frente a la vida. Esa misma franqueza
muchas veces se convertía en obstinación. Más allá de un achaque
por la edad, como se suele decir, revelaba un sostenerse en sus ideas
más firmes, aquellas que había construido durante toda su vida y
que eran parte indeleble de su ser.

Un día, al finalizar la jornada en el edificio de Confiar de la


avenida Primero de Mayo, cuando íbamos a salir le dije que la
acompañaría a tomar un taxi que la llevaría a su apartamento
ubicado en El Palo con El Huevo (centro de Medellín). Me miró
con extrañeza y me dijo en un tono educado, nada irónico, aunque
a su vez cortante: «¡No, yo lo tomo sola, yo soy la reina del centro!,
¿no sabías?». Esas palabras me quedaron sonando y todavía hoy
hacen eco en mi memoria. Es que Aurita siempre se sintió «la reina
del centro». Andaba sus calles sin temor. Lo conocía, lo habitaba,
lo sentía profundamente, y el centro también la conocía a ella. Los
taxistas del centro la conocían y la cuidaban hasta su casa. Los
vendedores ambulantes y los habitantes de la calle eran sus amigos,
sus compañeros cotidianos, a quienes entregaba generosamente
dinero, a cambio de que le ayudaran a tomar el taxi, le prestaran
algún servicio o simplemente porque al estar allí en condiciones
de pobreza material movían su sensibilidad y sentido de justicia
social. En palabras de Diana Suárez, compañera de tertulias: «Sus
ojos siempre prestos iluminaron con su brillo el asomarse al abismo
profundo de lo humano, mirar de frente el horror, la injusticia y
el absurdo». Ese día fue tal su obstinación para tomar sola el taxi,
que no hubo más remedio que despedirme; aunque desde una
caseta la observé mientras se apoyaba en un joven de la calle para
que llamara con su mano al taxi. Luego le dio un billete para que
apaciguara su hambre, para tratarlo con aprecio y para dignificar su
existencia con un gesto de confianza.

50
Tengo ojos para ver tu enredadera

La relación que Aurita establecía con quienes vivían en


condiciones de vulnerabilidad social y económica (en especial si
eran niños y jóvenes), la caracterizaba. En palabras de Martha, «era
una postura de vida, un sentido de protección que tuvo con muchos
niños. Se explayaba en un amor profundo, de colocar en estos seres
su sentido de existencia».

Aurita se identificaba con las ideas feministas de las


intelectuales y activistas Virginia Woolf y Simone de Beauvoir,
entre otras. Apelaba a la conquista de la mujer en aspectos que
fueran más allá de la vida doméstica y el culto a la familia. En
ese contexto asumió su renuncia consciente a la maternidad,
mas no a la posibilidad de cuidar y proteger –casi como lo haría
una madre– a los seres que despertaban en ella un sentimiento y
compromiso de entrega sin igual.

Santiago fue uno de esos niños representativos en la vida de


Aurita. Vivía en el centro de Medellín y llevaba prácticamente
una vida de calle. Comenzó a visitar con frecuencia el Museo de
Antioquia en el tiempo en que Aurita fue su directora cultural. Allí
se conocieron, y así fue como ella comenzó a asumir parte de su
manutención, su cuidado y más adelante su sostenimiento en un
internado, donde estudiaba. Se había propuesto educarlo y así se lo
expresó a Martha: «Tiene un carisma, apenas lo vi a él me dije “este
es mío”. Santiago tenía un atractivo, y creo a veces que debió tener
un papá muy bien presentado, de buen tipo, buena persona, con
algunas características, y luego me encontró a mí. A Santiago no lo
puedo dejar mal educado. Recurriré a todas mis roscas».

Años atrás, en las décadas de los 80 y los 90, en sus permanentes


viajes al municipio de El Peñol se fue enraizando en un entramado
de solidaridades, que iban desde el acompañamiento que hacía
junto con Alberto Aguirre a las familias campesinas en el proceso

51
del despojo, como ella misma lo relata en sus crónicas sobre El
Peñol, hasta el intimar con familias como la de «Miro» (Argemiro),
un niño que recuerda a Aurita desde que tiene conciencia y evoca
los momentos de felicidad que vivió a su lado. Cada fin de semana
iban ella y Alberto a «Islitas», la finca que construyeron cerca a
su casa, en un lote que habían comprado a su papá. La dicha por
la llegada de Aurita era total. Además llegaba con libros, ropa,
juguetes, alimentos; no solo para él sino también para los niños
de la vereda. Pero él, dice, era su consentido. Hoy tiene 37 años
y expresa con gratitud que Aurita fue para él su segunda madre:
«Estuve mirando el documental que Confiar le hizo y ahí dice que
Alberto era el doctor de los campesinos, y yo digo que Aurita era
una mamá para nosotros».

Siendo consecuente con sus ideas, asumió la libertad de la


mujer con tanta solidaridad, como conciencia social y política
había en ella. Eso queda bellamente plasmado en sus crónicas,
en las que su postura frente a la libertad de pensamiento de las
mujeres, y la reivindicación de sus derechos y sus luchas sociales
son contundentes. De la misma manera, su apuesta por una
educación que humanice desde lo cultural, y que permita a la
niñez desarrollarse con libertad y oportunidades, son sus grandes
aportes para los ámbitos educativo, social y cultural, en los cuales
desplegaba su accionar. Son invaluables las reflexiones suscitadas
entre maestros, activistas del movimiento de mujeres, promotores
culturales y lectores en general, que encontramos en sus letras un
aliento vital para continuar labrando caminos.

Su carácter solidario se evidencia desde los años de la librería


Aguirre. Allí llegó a trabajar a sus veintiséis años, tras renunciar
a su trabajo radial en RCN, porque ella «siempre había soñado
trabajar en una librería, entre libros». Con Alberto Aguirre,
quien fuera su compañero de vida, impulsa y da trascendencia

52
Tengo ojos para ver tu enredadera

a la que fuera una de las librerías más importantes de la ciudad.


Un lugar para el encuentro entre intelectuales y literatos de la
escena cultural de Medellín, pero también de lectores y escritores
jóvenes, que apuntaban en una libreta que Aura tenía los libros
que se llevaban y que luego pagarían según su buena fe. Porque
ella decía que alguien que se acercara a una librería con el deseo
de leer, era un ser humano que ya iba tras unos valores, era
alguien especial. Aurita decía que la librería tenía un alma, que
no era solo un espacio para vender libros. Esta expresión tiene un
respaldo en quienes tenían el gusto de habitarla y sabían que el
encanto de la librería no solo estaba en su literatura exclusiva y en
los textos seleccionados con la mirada aguda de Alberto y Aura,
sino también en la atención de Aurita, catalogada como una de las
mejores libreras del país, según palabras del reconocido maestro
de la democracia Carlos Gaviria (Karaktere Aguirre, cap. 5, serie
televisiva disponible en Internet).
Así, Aurita ponía su sello en cada uno de los espacios que habitaba,
y en las personas que compartían sus proyectos individuales y
sociales. Transitaba la senda de la literatura, el periodismo y las
causas sociales que iluminaban su vida. Como gestora cultural y
lectora acérrima, impregnó de literatura, crítica social y pedagogía
libertaria los proyectos y programas con los que se vinculaba. Se
destaca su influencia en la transformación de importantes entidades
como el Museo de Antioquia (2000-2007) y el Jardín Botánico de
Medellín (2005 – 2012) en las que fuera directora de Cultura y
Educación, con una mirada sensible y humanista del hacer cultural,
por encima de cualquier afán de protagonismo o manejo burocrático.

Su palabra se dio generosa y vivaz entre niños, mujeres,


trabajadores y un sinnúmero de públicos con quienes proyectaba
su ser. Más allá de un título o un cargo institucional, sus apuestas
laborales estaban en consonancia consigo misma, con su ser. Así,
cada medio de comunicación o escenario cultural en el que su voz

53
se desplegara, reflejaría su impronta literaria, espíritu libertario,
sentido de justicia social y pensamiento crítico. Impregnaba a cada
texto o relato un sentido y vivacidad propios de una buena lectura
en voz alta, es por ello que en el ámbito de las bibliotecas y de la
pedagogía de la lectura, se convirtió en referente por la conjugación
de su pensamiento pedagógico y el arte de su lectura.

Así llegó a Confiar y así también un día se fue de Confiar, cuando


su cuerpo le fue pidiendo reposo y protección ante un centro de
Medellín que se tornaba nocivo para su salud. Se fue a vivir al
Hogar del Anciano «Martha Restrepo Londoño», del municipio de
Girardota, bella casualidad que le daba la alegría de estar en la tierra
de Alberto, su querido Alberto, a quien recordaba siempre, aun
con el deterioro de su memoria. Fue ese el lugar que su familia (en
cooperación con Confiar) escogió para su estar sereno y pausado.
Allí Aurita se encontró con los gallinazos de su niñez, aquellos que
le inspiraron un día lanzarse al vuelo para caer en la grama áspera.
Allí descubrió y conoció personas que la admiraban desde que leía
en la radio de la Cámara de Comercio de Medellín, que reconocían
su trayecto y departían con ella sobre literatura y otros temas. Se
encontró también con el reposo, con la alimentación a horas, con el
cariño de la gente, con las manos y gestos de quienes la visitamos y
compartimos con ella sus lecturas más preciadas y la complicidad
de unas tardes acompasadas por su memoria viva, por los destellos
de su fuerza interior hecha palabra, poesía.

Son recuerdos de lo vivido en una voz, la que iba silenciándose


mientras su ser se tornaba literatura pura. Su mirada y su sonrisa
bastaban entonces para entender su brillo y dulzura. La tarde del
domingo 23 de octubre del 2016 Aura le dijo adiós a la vida. El
aura de su alma se iluminó con su alma de mujer, con su espíritu
de ser eterno, con su fuerza y su voz de mujer, con su vida hecha
palabra, de palabras saboreadas. Con su sensibilidad de niña entre

54
Tengo ojos para ver tu enredadera

las niñas del colegio María (de Yarumal), encantándolas con su


palabra. Desde muy temprano estuvo presta a la lectura que la
señorita Luzmila tan bellamente cultivó en ella. Con su ser grande
cumplió la misión con honores. Ha sido y será la reina, «La reina
de sí misma» de Pessoa. Sí, la reina del centro y su Versalles de
siempre, la reina de la lectura en voz alta, «la reina» del poema de
Pablo Neruda que tantas veces recitó y cuya poesía tanto amó.

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CELEBRACIÓN DE RAZONES

Celebro lo pequeño
Que conoce de cierto la verdad
Que le saca la lengua a las lupas grandes
Que hace grande
El milagro de las cosas simples
Ferney llegó
entre las brumas

Por Carlos Mauricio Bedoya Montoya

Fue en octubre de 2008 cuando conocí a Ferney, en Aguadas.


Había un encuentro de escritores aguadeños y, entre los actos
programados y bien preparados por las profesoras y directivas
de la Normal Superior Claudina Múnera, hubo uno que premiaba
a los ganadores de cuento en la categoría juvenil. El ganador fue
Ferney Valencia, y cuando lo anunciaron hubo aplausos y vivas
bastante efusivos, pero a mí me sorprendió, o mejor, me llamó la
atención el joven en sí mismo, más que los aplausos. De mi estatura,
y muy delgado, con un peinado que lo hacía más singular aún de lo
que su aura insinuaba, caminó para recibir el diploma y me dio la
impresión de que al bajar de nuevo las escaleras podría quebrarse
en pedazos.

Miré por las ventanas y me alegré al ver que el patio de la


institución estaba siendo visitado por las brumas espesas. Volví de
nuevo al salón y apenas pude ver una parte de las piernas de Ferney
envueltas en un pantalón, como huyendo del estrado; alguien a mi
lado, más alto que yo, me tapaba casi toda su figura, por eso solo
pude ver unos zapatos negros que parecían moverse con voluntad

59
propia. El himno de Aguadas sonó para despedir el acto y regresé
al hotel en el cual nos habían hospedado, no sin antes pasar por una
de las cafeterías ubicadas en el parque y tomarme un pintaito –café
con leche pequeño– con buñuelo caliente.

Ya en el hotel, recostado y tibio por las cobijas gruesas y también


por la ingesta pocos minutos antes en el parque, llamé a mi esposa
para contarle lo del acto de premiación y los detalles de dicho evento.
Luego me quedé dormido hasta que desperté, justo unos minutos
antes de que el sol se escondiera orgulloso, sin darle tiempo a nadie
de despedirse de él, y me apresuré a salir hacia la plaza para disfrutar
de la imagen de las fachadas occidentales del parque que, por la luz
recibida en la agonía de la tarde, parecen cubiertas por un celofán
finísimo de color naranja. Caminé hacia la Normal Superior para
el acto de clausura del encuentro. Allí habría una mesa para los
invitados y en ella debía hacerme yo, pero me quedé en una cafetería
saboreando un pintaito más y la hora puntual me dejó tirado; llegué al
evento apenas antes de que los actos comenzaran. La mesa principal
estaba ya colmada, y al lado de ésta había otra que la revestía lo
especial de ser la organizada para los ganadores de los concursos y
los monitores o auxiliares, y había justo una silla vacía, en la cual me
senté. A mi lado, encorvado y en silencio, estaba el muchacho Ferney,
y me alegró mucho que él estuviera allí, porque había quedado muy
inquieto con él en la tarde que lo premiaron y era la oportunidad para
hacerle algunas preguntas. Pero apenas nos dimos la mano y le iba a
preguntar algo, la organizadora me tomó de un brazo y me dijo que
estaba muy avergonzada porque yo no había alcanzado silla en la
mesa principal, y que le iba a pedir a un muchacho que me instalara
allí, con ellos. Yo le dije que la mesa estaba en verdad colmada, y que
yo me sentía muy a gusto en la mesa de los estudiantes; además, era
en esa mesa en la cual yo quería estar apenas supe que compartiría
con los jóvenes participantes en los concursos de literatura, entre
ellos Ferney.

60
Ferney llegó entre las brumas

–¡Felicitaciones! –­ le dije a Ferney.


–Gracias.

Entendí que me dijo gracias por el movimiento de sus labios y


porque era tal vez obvio que él respondiera eso. Pero en realidad
no lo escuché, además del sonido de los parlantes y las voces que
gritaban, su voz era casi imperceptible, aún en el silencio, de eso me
di cuenta después, al día siguiente, cuando pude hablar con él en
la mañana, antes de regresarme para Medellín y sentir que dejaba a
alguien que ya era conocido y nuestro. En medio del barullo y entre
acto y acto pude preguntarle acerca de sus aspiraciones.
–Quiero estudiar Matemáticas en la Universidad de Antioquia,
para ser maestro en Aguadas –le entendí perfectamente, porque
para darme esa respuesta subió la voz y se sonrío, levemente, casi
imperceptible, pero lo hizo y yo me di cuenta de ese gesto.

El regreso fue muy ameno en compañía de los profesores


Eduardo Domínguez, Asdrúbal Valencia y la esposa de este último.
Nos detuvimos en La Pintada para comer tortas de pescado con
refresco y continuamos hacia Medellín. Durante el viaje hablamos
de lo especial que había sido ese encuentro y la magia alrededor
de ello: el pueblo, la banda sinfónica de niños y adolescentes
aguadeños, los talleres con los estudiantes y los maestros, el
concurso y los ganadores. Eduardo y Gloria, la esposa de Asdrúbal,
me preguntaron por qué “los había abandonado” la noche anterior
durante la clausura, y aproveché para comentarles acerca de la
conversación con Ferney. Todos quedamos animados para contactar
de nuevo al muchacho y analizar la posibilidad de que al menos
se presentara a la Universidad de Antioquia, pero ya sería el año
entrante, pues las inscripciones durante ese 2008 habían cerrado.

Ya en casa hablamos Paola, Carolina y yo acerca del encuentro


y al final el tema se volvió Ferney. A ellas dos les pareció muy

61
especial lo que hablaba acerca de él, y nos quedamos pensando en
la manera de traerlo a Medellín para que se pudiera presentar a la
universidad al año siguiente. Nos comunicamos con la profesora
que coordinó el encuentro en Aguadas y pudimos hablar sobre el
muchacho. Luego de esa conversación nos quedó claro que había
que volver al pueblo para hablar con Ferney y decirle que tal vez
podíamos traerlo a presentarse a la Universidad de Antioquia. Por
medio de Olga Posada, la profesora que conocía a Ferney y que lo
trataba como a uno de los suyos, nos enteramos, entre otras, que
vivía en una vereda aún más alta que Aguadas, y que caminaba
dos horas y media de venida y dos horas y media, por las tardes, de
regreso. Que se llevaba libros de matemáticas y de inglés para su
rancho y los devoraba, y que sin graduarse de bachillerato explicaba
a sus compañeros y, también, a algunos profesores del pueblo. Que
dormía en los autos “chiveros” de la plaza cuando lo cogía la noche
y que le decían “Mente” porque siempre estaba pensativo.

A comienzos de año volvimos con Jhony Pérez y su esposa


Sandrita. Y ellos pudieron conocer también a Ferney, y se alegraron
de haberlo conocido; el alma se les puso muy alegre. Caminamos
todos juntos por las calles del pueblo cubiertos por la neblina espesa y
fría. Apenas estábamos comiendo en alguna de las cafeterías, cuando
aparecía el muchacho como un pequeño fantasma, vestido de negro,
caminando hacia nosotros. Era como si las brumas lo parieran a cada
momento y eso nos sorprendía mucho, y también nos alegraba.

Quedamos en que estaba a tiempo de venir a Medellín a


presentarse a la Universidad de Antioquia en el primer semestre
y comenzar, en caso de ser admitido, en el segundo. Paola y yo
nos encargaríamos de recibirlo en la terminal de transporte, lo
albergaríamos en casa y lo llevaríamos a la universidad para el
examen. Entonces compramos el formulario y en Aguadas la
profesora Olga se encargó de tener los documentos listos.

62
Ferney llegó entre las brumas

La comisión funcionó muy bien y justo un día antes de la fecha


del examen Ferney llegó a Medellín. Se bajó mareado del bus,
tuvimos que tenerlo con nuestros brazos rumbo al parqueadero,
donde estaba el auto en el cual nos iríamos a casa, pues la profesora
le había dado varios mareoles porque era primera vez en la vida que
el muchacho andaba en carro, pues su desplazamiento de Aguadas
hacia Sonsón, cada que iba a visitar a su familia, siempre lo hacía a
pie. Se subió a la parte de atrás de nuestro auto y nos fuimos rumbo
a nuestra casa en Bello. Esa tarde habló con nosotros un poco, pues
entendimos que él debía estar muy afectado por el viaje.

Al siguiente día, Ferney nos dijo que luego del desayuno se tomaría
un mareol, para poder resistir “el viaje” hasta la Universidad. A
nosotros nos pareció exagerado, pero prontamente sopesamos su
situación y le advertimos que con el efecto de esa pastilla podía
afectarse su rendimiento en la prueba.
–No importa, yo me concentro. Pero prefiero eso a marearme; ahí
sí no podré ni leer ni escribir.
­–Bueno, entonces tómeselo y nos vamos para la universidad
–le dijimos.

Lo dejé en la entrada de la Universidad de Antioquia y le indiqué


hacia dónde debía dirigirse, además le sugerí que le preguntara a
un vigilante si tenía alguna duda de la ubicación del bloque. Él
estaba tranquilo, o tal vez dopado por la pastilla, pero me dijo que
no había necesidad de que entráramos juntos al campus, que me
podía ir. Quedamos en que hacia la una de la tarde lo recogería
en ese mismo sitio en el cual lo dejaba. Creo que yo estaba más
asustado que él.

A la una en punto pasé por Ferney y cuando lo recogí le propuse


que fuéramos a la Universidad Nacional un momento, para dejar
listos unos asuntos en mi oficina, anes de volver a nuestra casa.

63
Pero cuando ya íbamos rumbo a Bello, conversando en el carro, él se
quedó callado y comenzó a moverse un tanto desesperado, poniendo
sus manos sobre el vidrio de la ventanilla y entre espasmo y espasmo
vomitó sin tregua. Los chorros gástricos pegaban contra el vidrio y
se devolvían hasta caer al fondo del habitáculo de Ferney. Y como
aquel era un vehículo con vidrios para bajar y elevar manualmente,
yo no podía liberarlo de aquel suplicio. Hasta que pude orillarme
en la vía y bajar el vidrio, permitiendo que entrara más aire y que en
caso de que volviera a marearse pudiera sacar un poco su cabeza.
Le dije que me avisara si sentía ganas de vomitar nuevamente, para
poder detenerme y que él bajara al andén o al borde de la vía. Por su
comodidad, le dije que siguiera el viaje sentado en la parte trasera.

Durante el trayecto me dijo que frenara, y pudo bajarse para


vomitar de nuevo. Antes de llegar a casa me dijo que estaba muy
avergonzado porque yo lo estaba ayudando y él en cambio me
había vuelto el carro de esa manera. Lo tranquilicé, asegurándole
que llevaría el carro a lavar, y que lo importante era que no se había
mareado durante el examen. ¡Claro!, lo respondí todo. Creo que me
fue muy bien.

Al llegar a casa le expliqué lo sucedido a Paola y ella atendió


a Ferney como a un hijo. Mientras él se daba un baño con agua
tibia, yo me fui de inmediato a un lavadero de autos en el cual me
cobraron un ojo de la cara por la lavada, pero yo entendí que eso
costaba reparar tal situación. Casi anocheciendo me entregaron
El Palomo, que así le decíamos a ese auto porque era blanco, y
una vez en casa, con Ferney ya repuesto de su mareo, nos contó
los pormenores y salimos a caminar por el barrio. Nos dijo que
el calor del día le había dado muy duro. Y era obvio, pues a su
edad solo se había movido entre Aguadas y Sonsón, pueblos
tremendamente fríos.
Al día siguiente lo llevamos a la terminal de transportes del sur

64
Ferney llegó entre las brumas

y lo despedimos, ya nostálgicos Paola, Carolina y yo por la partida


de aquel muchacho tan especial, único y bello. Cuando días más
tarde salieron los resultados de admitidos en la Universidad de
Antioquia, Ferney estaba entre ellos, para Matemática Pura, y con
uno de los primeros puntajes. Nos alegramos mucho en Medellín,
y en Aguadas hubo jolgorio, literal, nos contó la profesora Olga. Se
hizo más popular y la gente estaba alegre. Y ya nos correspondía a
nosotros encontrar la manera de que el muchacho viviera y estudiara
en Medellín. Nos pusimos en contacto con Eduardo Domínguez
y Asdrúbal Valencia y nos reunimos en Carlos E. Restrepo para
dejar clara la estrategia. Se aparecieron como una epifanía mi santa
madre y mi huraño padre, al decirme por esos días que justo la
habitación en la cual Paola, Carolina y yo habíamos vivido nuestros
primeros años de matrimonio, quedaba libre y que sería oportuno
tener a Ferney viviendo allí. Eso nos alegró sobre manera, pues si
bien había posibilidades de residencias estudiantiles para nuestro
nuevo hijo putativo, nos parecía difícil que él pudiera adaptarse a
un cambio tan brusco.

La tertulia entre nosotros fue muy agradable y cargada de


solidaridad. Todos estábamos alegres por el logro de nuestro
joven paisano y se acordó que las tres familias le daríamos a mi
mamá una cuota mensual para el sostenimiento de Ferney y nos
encargaríamos también de los pasajes y alimentación. Paola y yo
iríamos a Aguadas por él para regresarnos los tres juntos. Entonces
hicimos el viaje en bus con mi hermana Martha y unos sobrinos
que se sumaron a la comitiva. Hablamos con las profesoras de la
Normal Superior del pueblo y con algunos de sus compañeros para
explicarles cómo estaría Ferney en Medellín.

El día de su despedida lo acompañaron hasta la terminal del


pueblo dos de sus amigos, una chica y un chico adolescentes. Paola
y yo estábamos en la banca de al lado, y podíamos ver en perspectiva

65
el rostro de Ferney mirándolos a ellos dos parados sobre el andén,
sobre el cual se pintaba una sombra que por el vigor de la luz solar de
esa mañana parecía indeleble en la superficie de concreto. Y recordé
que justo allí donde se encuentra la terminal de buses de Aguadas
hubo una escuelita en la cual yo intenté estudiar, pero de la que me
fugué a los pocos días porque la ausencia de mi mamá y de mi papá
me enfriaba el alma y la entendedera. Treinta años después de esa
traviesa aventura, aunque aviesa para mí en esos años pasados, yo
volvía a salir de allí paradójicamente acompañando un muchacho
para que no dejara su sueño de estudiar.

Se miraron los tres muchachos, Ferney dentro del bus y los otros
dos en frente, parados sobre el andén. Él alzó una de sus manos y la
movió como la plumilla de un limpiaparabrisas para despedirse, y
ellos, la chica y el chico pintados por la sombra, replicaron el gesto
y asintieron con su cabeza en movimientos cortos pero suaves de
arriba abajo. Los tres rostros estaban tristes. Y en medio de esa
despedida Ferney hizo algo que me conmovió: al no tener más
en frente a sus amigos, volteó su rostro, lo inclinó hacia abajo y
suspiró hondamente, luego me miró a mí y se sonrió. Y entendimos
que esa despedida le dolía mucho, y hasta llegué a pensar que tal
vez estuviéramos forzando algo. Como su silla de al lado iba vacía
me le acerqué y le pregunté si se sentía bien, y me dijo que estaba
bien y que quería irse a Medellín, solo que le dolía dejar a sus dos
amigos porque sabía que quedaban realmente solos en el pueblo, y
que a su regreso tal vez no estarían vivos. Eso me estremeció pero
al mismo tiempo me pareció exagerado, pues en el poco tiempo
de conversaciones entabladas entre nosotros había quedado claro
que Ferney y sus amigos tenían tendencias depresivas y sus correos
electrónicos con nombres como flormarchita@..., claveldesolado@...,
así lo dejaban ver, pero de ahí a pasar a suicidios en personas tan
jóvenes… Me parecía exagerado.
Padecimos el calor en La Pintada, pero una torta de pescado

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Ferney llegó entre las brumas

con refresco frío lo hizo soportable. Hasta que llegamos a casa de


mis padres para instalar a Ferney en su nuevo hogar. Y mi mamá
le tenía ya preparado al lado de la cama el que sería su escritorio
para estudiar y hacer tareas. Me pareció tan bonito ese gesto de
ella. La habitación para Ferney, como ya he dicho, era la misma en
la que vivimos Paola, Carolina y yo los primeros años de nuestro
matrimonio, por lo que ese espacio, con su baño y clóset propios,
guarda para nosotros un significado especial, es algo así como una
casita de paso para el largo aliento de la vida.

El mareol se compró por sobres pero rápidamente acordamos con


Ferney que la primera semana de clases lo tomaría entero, para no
vomitarse en el bus de Bello rumbo a Medellín; la siguiente semana
media dosis y así hasta no necesitarlo. Y al primer mes de su rutina
entre Bello y la Universidad ya no necesitó de ese remedio.

Durante el primer semestre las anécdotas alrededor de Ferney


fueron muchas y muy agradables e inéditas. Mamá, por ejemplo,
entraba a su habitación y cuando él no estaba resolviendo ejercicios o
estudiando o escribiendo algo, lo hallaba con el codo sobre el escritorio,
su cabeza apoyada en la palma de la mano que al unirse con el antebrazo
formaba un contrafuerte, y triste, muy triste le decía que era viejo y que
no quería vivir mucho tiempo. Pero eso era contradictorio con el hecho
de que estudiara con tanto ahínco y al mismo tiempo se viera como
maestro en su pueblo en unos años más. Otras veces uno entraba a
la habitación y lo encontraba tendido sobre el piso, sin camisa, como
crucificado y tan quieto que parecía un verdadero difunto esperando
el ritual de despedida de este mundo. Pero resultaba que el calor de
Bello, un tanto más cruel que el de Medellín, por estar este municipio
del norte más abajo del sol que la capital antioqueña, lo agobiaba con
saña, y él, inteligente, notó que al tumbarse sobre las baldosas podía
transferir ese sofoco y aliviarse por un buen rato.
–Profesor, tengo que viajar a Aguadas.

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–Y, ¿eso por qué? – le pregunté extrañado.
–Es que uno de los dos amigos que me despidieron cuando me
vine con ustedes, el muchacho… se suicidó ayer.

Claro que debía ir a su pueblo, y al llevarlo hasta la terminal


y dejarlo en el autobús sentí que lo despedía también a él. Pero a
los dos días regresó y se puso al frente de sus tareas y clases en la
Universidad de Antioquia. Y ahí supe, o inferí, que él no quería
suicidarse. Mi mamá y mi papá lo trataban muy bien; mis sobrinos
lo querían mucho y él se había convertido en un excelente profesor
para la mayoría de ellos, como quiera que las matemáticas y la
física suelen ser el “coco” más común en la mayoría de las familias.
Paola, Carolina y yo salíamos con él a pasear a sitios cercanos y
nuestros vecinos, una vez lo conocieron, quedaron impactados con
su inteligencia y humildad. Ante los proyectos de sus profesores
para inscribirlo en un concurso o una pasantía en Italia, por su alto
rendimiento, ya que no bajaba de cuatro con ocho sobre cinco en
sus pruebas, lo noté mareado, aturdido, pero no alegre. Y pasarían
dos semestres más para entender de nuestra parte lo que pasaba
en su interior con respecto a toda una pequeña multitud que se
movilizaba alrededor de este muchacho aguadeño.

Pero debo mencionar tal vez la anécdota más contradictoria


y alegre de Ferney en nuestras vidas. Y es que en sus primeras
vacaciones de universidad, Paola y mi hermano Felipe lo llevaron
hasta la Terminal del Sur para que viajara a Aguadas, y en medio de
la espera le preguntaron si había intentado suicidarse antes, ya que
hablaba tanto de ese asunto de no querer ser viejo y de morir. Les
dijo que sí. Atormentado por la idea de no querer vivir viajó rumbo
a La Pintada con un paisano suyo en una motocicleta que aquel
tenía para luego arrojarse al río Cauca desde el puente, y como no
tenían idea de nadar, morirían arrastrados por la corriente de agua
pintada de beige por la sedimentación de los suelo arcillosos; así

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Ferney llegó entre las brumas

descansarían. Paola, asombrada o asustada, le hizo oras preguntas:


entonces ¿Qué pasó?, ¿Por qué regresaron?, y él respondió serio y
sin titubeos: ¡Porque nos estaba matando el calor!

Otra anécdota jocosa ocurrió también ese primer diciembre, días


antes de él irse a pasar vacaciones al pueblo. Nos habíamos reunido
en nuestro apartamento a celebrar una novena navideña y a comer
como locos cuanta cosa había: buñuelos, natilla, kokorico asado y
gaseosa fría. Y al despedirlos desde el balcón, notamos que se le
quedaba algo a mi hermano Felipe, un libro o una agenda, y les
hicimos señas con nuestras manos; como Ferney iba en el asiento de
atrás del auto y al lado de la puerta, se bajó y caminó hacia el jardín
para acercarse a nosotros a recibir el cuadernillo, deteniéndose en
un arbusto que lo separaba del muro; de las ramas saltó como un
tigre un perro blanco enorme e inverosímil, de raza French Poodle
pero con el tamaño de un Labrador o de un San Bernardo. Sólo
pudimos ver que justo cuando el cuaderno llegaba a las manos de
Ferney el canino ya iba en ascendente parábola rumbo al mismo
objetivo, pero el hombre volteó como un rayo y luego como un
venado ágil dio unos saltos que fueron suficientes para alejarlo de
aquella fiera que más que ladrar parecía rugir; se metió en el auto
y de un portazo dio por terminada su dramática huida. El auto de
mi hermano no arrancaba, y entre ellos y nosotros el perro blanco
ladraba como protestando e insultándonos, y las risas salieron
incontenibles del vehículo y de nuestro balcón. Ferney también reía.
Movió su mano para despedirse de nosotros y apenas llegaron a
Bello, a la casa de mis padres, Felipe nos llamó para decirnos que la
risa fue aún mayor dentro del carro cuando, al preguntarle por qué
se había escondido tan rápidamente, huyendo del perro, es decir,
de la muerte misma, sabiendo que loque quería era morirse, Ferney
les respondió con un tono seguro: porque hubiera sido dolor más
no muerte, y al ver que tenía toda la razón en esa respuesta todos
estallaron en risas. Felipe tuvo que detenerse un momento para

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poder respirar tranquilamente y seguir conduciendo. A pesar del
terror sufrido por Ferney, le agradecimos a la vida por habernos
regalado ese momento, porque en medio del susto y las risas, el
amor entre nosotros y de nosotros hacia él y de él hacia nosotros
creció como una mañana cuando el sol sale como la cabeza de un
gigante que se asoma vestido de oro y bermejo.

Ya iniciado su cuarto semestre lo noté muy callado. Me decía


repetidamente que el calor y el tamaño impersonal de la ciudad le
pesaban en su estado de ánimo, aunque ya había tenido la bondad
de decirme que lo de suicidarse era historia, lo que debo reconocer
me tranquilizó. En frases repetidas comencé a notar un factor
común que me daba a su vez un mensaje, recordándome ese dicho
popular según el cual de buenas intenciones está llena la entrada
al infierno. Entonces hablé con Paola y Carolina una noche, luego
de llegar de la universidad, acerca de que tal vez lo que estábamos
haciendo, de muy buena fe, era presionar a un chico cuyo sueño
era tan sencillo como grande. Luego de esa conversación, mientras
intentaba dormir, se me vino a la mente como una especie de flash el
personaje de aquella novela escrita por Herman Hesse, titulada Bajo
las ruedas, y emergió ese Hans campesino, brillante y sencillo, solo
que años más tarde, casi un siglo después, en un pueblo colombiano.
Entendí que tal vez nosotros nos veíamos triunfadores a través del
cuerpo de Ferney, es decir, al igual que con Hans, sucedía que los
profesores, los políticos, el sacerdote y mucha gente en Aguadas se
ilusionaba con los progresos del chico, con la posibilidad de que nos
representara en olimpiadas de conocimiento o en pasantías en otros
países, y creímos simplemente que aquello era lo mejor, convencidos
de que también Ferney lo disfrutaba. Afortunadamente pudimos
discernir las señales en su hablar y en sus frases y en su estado de
ánimo. Al día siguiente de haber recordado la novela de Hesse fui a
Exlibris a comprar el libro y lo devoré de nuevo, hallando en Hans
el pasado reciente, el presente y tal vez el futuro de Ferney; pero

70
Ferney llegó entre las brumas

yo no quería ese futuro para un chico que ya queríamos como a un


hijo, un amigo, un hermano, un primo. Lo llamé esa semana para
hablar sobre lo que pasaba.

Nos encontramos en la casa de mamá. Me senté con él en las


escaleras repletas de materas con plantas multicolores que, en casa de
mis padres, parecían no obedecer a ningún tiempo específico del año
para florecer. Luego de unos pocos minutos de conversación le dije:
–Ferney, no te sientas presionado por nosotros, y no busques
impresionarme para quedar tranquilo, porque luego no lo estaremos.
Simplemente respóndeme con tu inteligencia y sinceridad: ¿Cuál es
de verdad tu sueño?
–¡Ser Maestro en Aguadas!
–¡Hecho!, es un hermoso sueño.
–Gracias– me dijo, sonriéndose.
Nos abrazamos y quedamos en averiguar si había modalidad a
distancia en la Universidad de Antioquia.

Pudimos hacer el traslado de modalidad presencial a distancia,


solo que ya no sería en el programa de Matemáticas Puras sino en
el de Licenciatura en Matemáticas, lo que inclusive nos pareció más
acorde para el sueño de nuestro aguadeño valiente.

Se despidió de mis padres y lo llevamos a la terminal nuevamente,


y él y yo y nuestra familia estábamos alegres. Hubo mucha nostalgia
en esa despedida pero no aquella que aporrea el alma, porque
entendíamos también que seguiríamos viéndonos en nuestras visitas
a ese pueblo que tanto amamos y yo estaría acompañando el proceso
en su nueva modalidad. A la semana siguiente fuimos a tomar el
algo a casa de mis padres y mi papá reconoció que los primeros días
después del viaje de Ferney se asomaba por instinto a mirar hacia
la habitación donde el aguadeño se mantenía estudiando y al ver
el escritorio vacío se le revolvía algo por dentro. Ese sentimiento,

71
viniendo de mi papá, ayudado por esa confesión que era también
un desahogo, nos proporcionó la dimensión del amor que entre
todos habíamos desarrollado alrededor de un muchacho que nos
unió más como seres humanos.

Hoy la bruma es menos densa que de costumbre, pero es suficiente


para llenar la caja que se forma entre los paramentos de las casas y la
calle en concreto estriado que Ferney y yo recorremos, conversando
y palpando, o intentando tocar la neblina. Algunas personas al
pasar cerca de nosotros dicen profesor o profe, saludando, y yo por
instinto o costumbre volteo mi cabeza para responder, entonces me
doy cuenta de que es a Ferney a quien saludan. Él se sonríe conmigo
y me explica que a su regreso de Medellín, y por sus estudios en la
Universidad de Antioquia, la mayoría de personas en el pueblo le
dicen así, y no por su nombre.

Él sigue dictando clases a sus amigos, a estudiantes, a profesores


y a señores entrados en años, la mayoría de veces sin cobrar. Pero
las personas de Aguadas son, además de cordiales, agradecidas,
y ahora cuenta con su propio computador portátil merced a que
varios de estos favorecidos por la enseñanza del joven maestro le
devuelven estos presentes y otros más. En el colegio nocturno para
mayores ya goza de un contrato, y tiene una habitación para él en
una casa del pueblo.

Luego de caminar algunas calles disfrutando del aire muy fresco,


casi frío de Aguadas, llegamos a una cafetería en la que nos sentamos
y las dos muchachas que atendían nos miraron muy sonrientes. Una
de ellas salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia nosotros,
saludando apenas estuvo al lado nuestro: Profes, ¿Qué quieren
tomar? Esta vez el “profe” era para ambos y Ferney reía cómplice
con ellas. Dos pintaitos con buñuelo, respondimos. Y la atención
fue más especial aún que en todas partes, siendo ya especial en

72
Ferney llegó entre las brumas

todas partes porque los aguadeños atienden sus negocios en medio


de la amabilidad y el aseo. No querían recibir dinero porque era
una atención. ¿Una atención?, le pregunté a Ferney. Sí, profesor,
yo les conté quién era usted y ellas me dijeron que viniéramos para
hacernos una atención, porque ellas me quieren mucho a mí. Les dije
que aceptaba gustoso y honrado, pero que como me había gustado
tanto el café y el buñuelo, las próximas veces sí debían cobrarme
para no sentirme incómodo y poder así visitarlos con mi familia.
Las dos muchachas asintieron sonriéndose iluminadamente, con la
luz que dan el amor y el agradecimiento. Me sentí querido por ellas,
porque ellas querían a Ferney, y como él me quiere a mí y a mi
familia, ellas también nos quieren a nosotros.

Salimos de allí para encontrarnos con el resto de mi familia y hacer


el recorrido por las calles y lugares que de niños frecuentábamos.

Hace poco le envié a Ferney un presente, que consistió en un


Jean de tela gruesa y un libro. Fue algo que con los días posteriores
al envío se convirtió en un acto gracioso y ansioso, pues creímos
que la encomienda llegaría de un día para otro pero los trámites,
al no ser entre ciudades principales, se demoran: el paquete debe
llegar a un punto de almacenamiento general y de ahí ser repartido
a las poblaciones, por lo que al ver que no llegaba comencé a hacer
el seguimiento por Internet y mantenía informado a Ferney. Hasta
que casi una semana después me comuniqué con un dependiente de
la empresa de envíos y él me explicó claramente el procedimiento
y el porqué de la demora, lo cual a su vez comuniqué a mi amigo.
Y justo al día siguiente el paquete llegó a las manos de Ferney. Me
escribió varios mensajes por el WhatsApp, así:
Apreciado amigo, ya recibí la encomienda.
Muchas gracias.
Voy a empezar a leer el libro.
Está muy bonito el jean.

73
De nuevo mi gratitud.
Un abrazo.
Saludos.

Me gustó mucho que me llamara amigo y no profesor. Y me


alegró aún más que le hubiera gustado el jean, porque desde
que yo estaba pequeño siempre quise tener uno así, grueso y de
color cenizo oscuro, pero ya Medellín es tierra calentana y esa tela
sería como autoinfligirme un castigo, especialmente en horas del
almuerzo en las cuales busco el lugar más fresco y ventilado que
haya para poder comer tranquilo. Pero como Aguadas es todavía
fresco acercándose a frío, me pareció que era una manera muy justa
de dar por cumplido ese anhelo regalándole a mi amigo aguadeño
y maestro esa prenda y enviársela con todo nuestro cariño, para que
él salga a caminar por las calles tapadas de brumas y sus piernas
frescas, pero no entumecidas, rocen el dril grueso que lo protege y
éste, el dril quiero decir, parta en dos las nubes bajas que cubren a
Ferney en su caminar hacia una clase o hacia una cafetería donde la
gente lo quiere tanto.

74
La palabra apunta, hala el gatillo
la palabra siempre dispara
nos despierta y nos burla su cascabel
misterioso
Jaime Mongo

Por Fernando Álvarez

Es una tarde calurosa de comienzos de septiembre de 2016 en


Medellín. Con otros compañer@s, Jaime Gallego, sindicalista del
municipio de Segovia, el único de los luchadores tradicionales que
aún resiste en ese municipio, nos ha compartido la preparación del
paro minero que tienen programado para los próximos días, a raíz
de los amparos administrativos a favor de la multinacional Zandor
Capital, subsidiaria de la Gran Colombia Gold. El maniqueo del
Ministerio de Minas, la Gobernación de Antioquia y la empresa
minera ha llevado a la Mesa Minera de Segovia y Remedios a fijar
esa posición. Este paro, dice, “va a ser duro, la gente está preparada
y dispuesta a todo para enfrentarlo y sabemos que va a ir el ESMAD
(Escuadrón móvil antidisturbios), por lo que queremos el apoyo de
los Derechos Humanos y de ustedes, ASOVISNA”.

Segovia es un municipio minero del alto nordeste antioqueño.


Allí se han dado luchas sociales desde los años cuarenta del
siglo pasado, que continúan hasta nuestros días. Esas luchas que
se dieron en mitad de siglo fueron transmitidas a través de la
oralidad por quienes las vivieron, todas ellas relacionadas con

77
reivindicaciones laborales de la época, las mismas que se dan hoy:
mejores condiciones para una vida digna. Estas luchas han marcado
la historia social de sus pobladores.

Si en los años cuarenta del pasado siglo se destacó Antonio


Marulanda en las luchas reivindicativas de los trabajadores frente
a la multinacional minera Frontino Gold Mines, y años más tarde,
finalizando la década de los sesenta, emergieron otros líderes
sociales como Gilberto Gallego Copeland, Jael Cano de Ortiz, en el
ámbito político -sindical; a comienzos de los noventa, Hugo Zapata,
en el plano sindical y, Ramiro de Jesús Zapata, en el campo de la
defensa de los derechos humanos. Hoy, cuando nos acercamos al
segundo decenio del siglo XXI, emerge la figura de Jaime Gallego.
Este hombre, de aproximadamente cincuenta años de edad, hijo de
padre liberal e integrante de un grupo familiar de los tradicionales
en el municipio, de los que quedan pocos, se ha forjado en la lucha
sindical de base a comienzos de los años noventa.

El nombre y apellido para el común de las gentes es otro más,


pero cuando se le sustituye el apellido por el apodo o seudónimo
adquiere una connotación diferente, entonces remite al contexto de
luchador social, sindicalista, de orador en la plaza pública, defensor
de los derechos humanos, beligerante y parrandero. Si alguien por
educación preguntara por su nombre y apellido quizás no darán
razón de él, no lo conocen así.

Esto de los apodos me remite muchos años atrás, cuando en mi


pueblo, Segovia, la mayoría de sus habitantes era conocida por
seudónimos (hago memoria de los años sesenta y comienzos de
los ochenta, cuando algunas familias se conocían por los apodos y
otras por los apellidos, mas no por los nombres de sus integrantes).
En ese tiempo era común que el apodo del padre o su apellido se
extendieran a su prole y se identificaran por ello. Algunos ejemplos

78
Jaime Mongo

para resaltar con esta particularidad eran los “boquecoches”, los


Carusos, los Restrepos, los Nepos, los Ñembos, los Porrongos, etc,
solo por citar algunos.

Pues bien, Jaime “Mongo” es el tercero entre cinco hermanos, de


un metro con setenta y tres de estatura, tes blanca, cara redonda,
cabeza rapada, corpulento, con brazos fuertes, pectorales anchos
y voz recia, además con una sonrisa socarrona. Abandonó sus
estudios cuando cursaba el tercer año de bachillerato, y cuando
se le pregunta por qué, sonriendo dice que “me expulsaron por
revoltoso, porque armé un alboroto por el mal estado de los pupitres
y el deterioro de las aulas, entonces el rector me suspendió, por lo
que opté por no volver a estudiar”.

Jaime ha venido a la ciudad a hacer trámites médicos, ya que se


siente enfermo. Sonriendo dice que “llevo un par de meses sin beber
y ya estoy enfermo, entonces hay que beber para estar aliviado”.

La historia de la mayoría de luchadores sociales en nuestro país


ha estado marcada por sinos que han determinado sus vidas: la
amenaza, el desplazamiento, la judicialización, la cooptación y, por
último, el silenciamiento. Jaime ha pasado por el desplazamiento y
las amenazas, pero como él expresa: “se mantiene como luchador
de las causas del pueblo y no va a cambiar”.

Al escucharlo con esa convicción me viene a la memoria (lo digo


a manera de anécdota) la frase que mi padre me expresara una tarde
que estuve de regreso de una actividad del Comité de Derechos
Humanos de Segovia, en una de las veredas del pueblo: “Mijo, no
se muestre mucho que ustedes están enfrentando al Estado… y
este no perdona”. Ésta la he tenido presente desde aquel día y hoy
bien puedo repetírsela a Jaime como compañero de causa y por la
admiración que por él siento; también por la confianza y desdén

79
con que enfrenta las situaciones que le ha tocado vivir, y porque
cree en lo que hace y que nada le va a suceder.

Pues bien, el paro minero en los municipios de Segovia y


Remedios “reventó” el 19 de septiembre y cuatro mil hombres y
mujeres, mineros informales, dieron comienzo al cese de actividades
que cobijó a la multinacional, el comercio y el transporte. La Mesa
Minera de la cual hace parte Jaime asumió la conducción. Y como
se previó, el Esmad hizo presencia.

Esta vez el aparato represivo se presentó con sus robocops y con


su indumentaria oscura, y como agentes oficiales. Los huelguistas
no tenían por qué temer, el paro era pacífico y estaba dentro de la
legalidad.

Pero la represión no siempre se presentó de manera oficial


en representación de la institucionalidad. En 1997 el Grupo de
Autodefensa del Nordeste Antioqueño (GAN), estuvo ocho meses
a sus anchas y cometió 170 crímenes selectivos en los municipios
mineros del alto nordeste; Jaime y otras tantas personas entre
sindicalistas, defensores de derechos humanos, líderes sociales y
gentes del común, tuvieron que abandonar el pueblo y venirse para
la ciudad. A Jaime, como presidente de Sintraofan le correspondió
oficiar desde la oficina en Medellín.

“¡Me vine porque esos hijueputas me iban a matar, entonces


quién se queda!”
Estuvo cinco meses despachando desde la oficina, mientras
los asesinos terminaron el trabajo sucio para el cual fueron
encomendados.

Y tenía por qué estar en la lista. Siempre fue visible en los paros
que se dieron en la mitad de los noventa, bien fueran de su sindicato

80
Jaime Mongo

o en apoyo a las luchas emprendidas por el movimiento social. Su


intervención en la plaza pública y discurso beligerante y firme lo
convirtieron en objetivo Militar.

Pero la situación más crítica le sobrevino con el arribo del Bloque


Metro de las Autodefensas en el año 2000. En esa oportunidad tuvo
que quedarse en el pueblo y soportar los vejámenes cometidos por
este grupo. “Fui abordado por alias Gustavo, quien me dijo que me
quedara quieto, que no iba a admitir paros ni arengas de ninguna
clase, de lo contrario sería declarado objetivo militar”.

Al igual que con Jaime, pasó con otros sindicalistas de


Sinfromines, quienes fueron contactados por este sujeto y con el
mismo argumento los neutralizó.

Para entonces, como en todos los casos, quedarse quietos era una
ganancia en ese tiempo en que la vida de un sindicalista carecía
de valor, porque solo la muerte era su destino. En esos años le
correspondió asistir a entierros de entrañables compañeros del
movimiento social como el de Jesús Ramiro Zapata, presidente
del extinto Comité de Derechos Humanos; Edgar Marulanda, su
compañero en el sindicato Sintraofan Segovia, y de otros trabajadores
de su sindicato entre los que se menciona a Rafael Mesa Aguilar,
asesinados por el grupo paramilitar.

Fue un período muy duro por el silenciamiento al cual fueron


sometidos los pobladores en el tiempo de la ocupación paramilitar.
“Mi mamá me decía: mijo, retírese del sindicato, deje esa bobada,
ya los mataron a todos y usted ¿se va a hacer matar? Pero quienes
hemos llevado esto dentro… no abandonamos lo que hemos sido”.

Son muchos los compañeros asesinados por los que Jaime


Mongo tiene especial recuerdo y con los cuales compartió muchos

81
momentos de su vida, entre los que cabe mencionar a Germán
Fernán, expresidente de Sintraofan, “amigo personal y de lucha
sindical y social del que aprendí muchas cosas; Hugo Zapata y
Ramiro Zapata, todos me dejaron una huella”.

Pero en el devenir de la lucha social y pese a estar silenciado,


aislado y con miedo, Jaime siguió dedicado a lo suyo: ser un
trabajador del municipio y a su sindicato.

En medio de los días de muertes causadas por los paramilitares,


Jaime se ingenió otras formas para soportar y hacer que la vida
fuera alegría: “Yo en la fiesta de la virgen de los mineros salgo en la
mañana con la gigantona (mujer descomunal de grande, con bata
colorida, gran cabeza y mechones de cabellera larga, que lleva en
una de sus manos un palo que va voleando al son que baila y da
vueltas), me meto en ella y recorro las calles principales de Segovia,
mientras la gente que acompaña consume licor, baila al son de la
papayera, tira maicena y moresco”. Y continúa para decir que en
la tarde, en el desfile de la virgen, “salgo en la moto con la virgen
decorada”. Sonríe y pregunta por qué lo miro así. Afirma: “¡soy
creyente… y revolucionario!!”.

Pero si hubo un momento que Jaime vio la muerte en el cañón de


una pistola fue cuando “los trabajadores interpusimos una tutela
contra el alcalde Albert Rodríguez para que nos pagara los salario;
llevábamos varios meses sin sueldo. Iban a fallar a favor nuestro
y el alcalde se dio cuenta; entonces el jefe paramilitar, uno que era
tuerto y se llamaba Roberto, me mandó llamar para que fuera a
Campaoalegre, su campamento. Yo fui hasta allá, me puso una
pistola en la cabeza y me dijo que tenía plazo hasta las seis de la
tarde para que desistiera de la tutela, con todos los trabajadores.
Estaba por cumplirse el plazo y había un trabajador, Tanano, que
estaba borracho y se negaba a firmar, hasta que lo convencimos y lo
llevamos al juzgado”.

82
Jaime Mongo

El otro momento difícil, pero menos traumático, fue “cuando


le hicimos un mitin al alcalde Albert Rodríguez en la puerta de la
alcaldía. Después cuando llegué a mi casa recibí una llamada en la
que me amenazaban de muerte. Ahí mismo me fui para la alcaldía
y le dije al alcalde que si me pasaba algo él era responsable”.

Ya han pasado doce años y Jaime se mantiene vigente en la lucha


social. Ahora está como integrante de la Mesa Minera, junto con
otros mineros y dueños de plantas de servicios (entables).

Pero esto de las amenazas no es historia. En diciembre de 2014


recibió una llamada telefónica cuando se encontraba en su casa y
en ella le dijeron: “Deje de estar güevoniando con marchas, perro
hijueputa”. El mismo mensaje se repetiría en otra llamada en el mes
de enero de 2015.

En septiembre de 2014 se conformó la Mesa Minera y Jaime, a


pesar de no ser minero, fue aclamado por la multitud concentrada
en el parque. La Mesa Minera tenía una tarea inmediata al frente:
el desmonte del RUCOM (Registro Único Minero). La expedición
de este registro implicaba para los mineros su ilegalidad en la
explotación, procesamiento y porte de oro. Quien no demostrara
tener título minero no podría realizar la actividad minera y se
consideraba ilegal.

De esta manera, el gobierno protegía la confianza inversionista y


legislaba en favor de la multinacional Gran Colombia Gold, dueña
del título minero, en desmedro de la minería tradicional y artesanal.

En febrero de 2015, en una concentración en el parque principal


de Segovia ante 1.500 mineros, Jaime intervenía en la tarima
cuando sonó su teléfono y entonces suspendió para contestar.
Una voz gangosa repitió la amenaza de las otras veces: “Deje de

83
estar güevoniando, perro hijueputa”. “Entonces puse el teléfono al
micrófono -cuenta Jaime- para que la gente oyera lo que me decían,
y el tipo, efectivamente, repitió lo mismo y dijo además que me
bajara de la tarima si me creía muy verraquito”.

En Julio 6 de 2015 circuló un panfleto del “Grupo revolucionario


que lucha por la equidad social”. En este panfleto declararon
la guerra a todos los que hacían parte de la Mesa Minera, con
nombres propio. También contra los que vendieran o consumieran
“cualquier tipo de vicio”, a los gay, lesbianas, travestís, vendedores
y compradores de oro, etc., A todos los convirtieron en objetivo
militar. “A mí me nombran como Jaime Mongo, el bulloso de los
paros”.

Estas amenazas se arrecian, según Jaime, cuando hay marchas


de protesta contra la Zandor Capital y/o Gran Colombia Gold.
“Nuestra protesta a través del paro cívico de 9 días, dado el 10 de
noviembre de 2015, hizo que nos sentáramos delegados de la Mesa
Minera, la multinacional, la administración municipal, el gobierno
departamental y el nacional”

Las amenazas son algo que Jaime ha naturalizado, y con risa y


desdén manifiesta “no tener miedo y mucho menos a la muerte”,
aunque su familia sufre por eso. “Es tanto que mi hija, que tiene 22
años, me acompaña en las concentraciones y marchas que se hacen”.

Es 19 de septiembre de 2016 y ha comenzado el paro cívico


convocado por la Mesa Minera. Como era de esperarse, el ESMAD
se hizo presente. Esta vez el Escuadrón Antidisturbios va a cobrar
revancha de lo ocurrido dos años atrás, cuando los mineros los
apaliaron, y desvistieron a tres uniformados. El punto principal
de concentración es la entrada al pueblo, en la electrificadora. Allí
tienen carpas y fogones.

84
Jaime Mongo

Pasan cinco días sin que se presenten choques entre ESMAD y


mineros, aunque las miradas de unos y otros son de desconfianza
y recelo. Todo transcurre con normalidad y parece que va a ser un
paro sin novedad. Pero no es así. El sexto día amanece lluvioso y
opaco y en el punto de concentración se encuentran muy pocos
mineros esa mañana. Hasta allí llegan los uniformados y arremeten
contra los pocos mineros, las carpas, las ollas y los fogones.

La lluvia sigue cayendo menuda pero persistente. Los mineros


abandonan su posición, apaleados. Ahora quienes son dueños de la
entrada al pueblo son los de la fuerza pública. La gran contienda no
da espera, las llamadas se hacen, Jaime desciende presuroso con un
grupo de mineros, otros van llegando por otras calles, la multitud
se concentra como en las batallas a campo abierto. Los mineros
tienen al frente a los hombres del ESMAD, quienes retroceden
lentamente, mientras la lluvia sigue cayendo sin cesar. “La rebelión
de las ratas”, como en la novela de Fernando Soto Aparicio, camina
despacio y en bullaranga, mojada, pero con la sangre ardiendo. Los
contendores están a poco más de tres metros, de repente suena un
estallido agudo y otro grave que se repiten y el humo invade el
escenario de lucha, asfixia, ahoga y paraliza; hay dispersión, cabezas
rotas y sangrantes, piernas impactadas que sangran, ojos morados e
hinchados, cuerpos lacerados. Todo es confusión.

La noticia e imágenes de lo acontecido son enviadas a través de


WhatsApp. El rostro de los heridos con la sangre manando se hace
evidente y se teme que pueda ser mayor.

Una noticia me deja expectante: están persiguiendo a Jaime para


capturarlo. Después de unos minutos hago contacto telefónico y
responde: “¡Estoy bien, recuperamos la posición, tenemos muchos
heridos; que se desplace una comisión de Derechos Humanos, sino
esto se vuelve un mierdero! ¡La gente va a contraatacar duro!”

85
El episodio se saldó con 37 mineros heridos y varios uniforma-
dos golpeados. La intervención de la Defensoría del Pueblo y líde-
res del paro evitó que la protesta desencadenara en una tragedia
para lamentar.

Fueron necesarios, sin embargo, ocho días más de paro


cívico para que las partes se sentaran a buscarle salidas a la
problemática minera.

Mientras tanto, Jaime ha vuelto a su familia, a su trabajo rutinario


de obrero y a la oficina de Sintraofan, convencido en la lucha como
única vía para ser escuchados y conquistar derechos.

86
Sea para los bastantes el camino de los cantos y
la risa con pan
del juego y la alegría gobernando en los asuntos
Sea la dignidad bandera y color de la memoria
Una militante,
a pesar de todo

Por Martín Molina Castaño

Caliche

El 14 de enero de 1997, Carlos, el cuarto de los once hijos de


María Eva, viajó a la ciudad de Medellín para hablar con su madre
de una amenaza que rondaba por el pueblo en su contra. Por una
casualidad de la vida, llegó a sus manos una lista en donde daban
sentencia de muerte a 32 personas de la región. El documento se lo
entregó un amigo, que a la vez tenía otro amigo que era policía y que
se topó con la lista en el Comando de Segovia. En ella se encontraban
líderes políticos de izquierda, miembros de la Unión Patriótica y
defensores de derechos humanos. Carlos ocupaba el cuarto lugar,
justo debajo de Margarita Guzmán, quien era reconocida por
pertenecer al Comité de Derechos Humanos de Segovia.

El encuentro entre mamá e hijo fue rápido e inundado de lágrimas.


María Eva no podía creer lo que escuchaba de parte de Carlos, que
le leía una hoja de papel sentenciando su muerte. Ella le insistió
que abandonara el pueblo, que se quedara en Medellín, donde
podría estar seguro. Que pensara en sus pequeñas hijas, Carolina
que estaba próxima a cumplir dos años, y María que apenas tenía 6

89
meses en la barriga de Amanda, la esposa de Caliche.
-Ay Caliche, mirá, por qué no te quedás, llamá a Amanda para
que se vengan para Medellín – le repetía María Eva acongojada.
-No amá, yo no voy a hacer lo que usted hizo, que con todas esas
amenazas salió y se vino. Y a ver ¿qué logró? Perdió la casa, perdió
el negocio, perdió todo lo que tenía por venirse a sufrir acá, yo no…
- respondió Carlos.
-Ay Caliche, pensalo bien, mirá, cómo vas a dejar esas muchachas
solas, por Dios – le insistió su mamá en medio de las lágrimas.
-Ay ma, que sea lo que Dios quiera – sentenció, y se devolvió
para Segovia.

Carlos era miembro de la Unión Patriótica, ingresó en el año de


1989 a través de la influencia de varios amigos que pertenecían al
partido y movido por la gran presencia que tenía este en la región.
Le tocó vivir las masacres de 1982 y del 11 de noviembre de 1988,
y era consciente de quiénes eran los perpetradores de los crímenes.
A pesar de que su madre era una líder sindical destacada en el
municipio, ella nunca lo obligó a participar de ninguna de las
actividades. Ni a él ni a ninguno de sus hermanos.

Sin embargo, Caliche, a diferencia de sus hermanos, heredó el


compromiso político de su mamá. Fue presidente de la Asociación
Nacional de Pequeños Comerciantes ASOPENALCO, y de la Junta
de Acción Comunal. Tenía un puesto de arepas de queso y frituras
en el parque principal de Segovia, por lo que gran parte de la
población lo reconocía.

El 25 de marzo sonó un grito de alarma que hizo sentir el temor


más profundo en las entrañas de María Eva: habían asesinado a
Margarita Guzmán, la tercera de la lista. Además, en los primeros
meses del año, quienes aparecían en primer y segundo lugar
ya habían corrido la misma suerte. Ella, desesperada, hizo una

90
Un militante, a pesar de todo

llamada en el último intento por convencerlo de que se fuera de la


región. Toda la gente de la zona había vivido la violencia de manera
particular y conocía las formas de actuar de los grupos paramilitares:
ellos respetaban el orden de las listas y no había duda de quién era
el siguiente. No obstante, Caliche no aceptó.

El 31 de marzo de 1997, en el parque principal de Segovia, unas


voces aún hoy desconocidas llamaron:
Carlos, Carlos, Caliche.
Mientras seguía preparando la masa de las arepas, Carlos volteó
para ver de quién se trataba
¿Qué hubo? – alcanzó a responder.

Acto seguido, tres sujetos sin identificar y sin mediar palabra


realizaron una serie de disparos que inmediatamente acabaron con
la vida del hombre de 36 años. Tan rápido como sonaron los disparos
desaparecieron los autores sin dejar rastro, y hasta el día de hoy reina
la impunidad. El crimen se enmarcó dentro de la guerra sucia que
en el nordeste desarrolló el Grupo de Autodefensas del Nordeste -
GAN, que culminó la labor de exterminio de la organización social
y política en la zona.

Militar en medio del terror

La militancia política siempre la caracterizó. Desde que la Unión


Patriótica encontró una fuerte acogida en la población segoviana,
María Eva ha hecho parte de ella. Corría el año de 1984 cuando,
producto de los acuerdos de La Uribe, Meta, entre el gobierno de
Belisario Betancur y las Farc, se decidió crear un partido político
que sirviera para una transición de los miembros insurgentes de
la vida militar a la política; este partido, además, sería nutrido por
cientos de organizaciones sociales a lo largo y ancho del país.

91
El auge del movimiento revolucionario y las ideas con las que
llegó el nuevo partido encontraron fuerza en muchas localidades del
territorio nacional en las que las élites tradicionales siempre habían
tenido el poder. Uno de ellos fue Segovia, municipio ubicado en el
nordeste antioqueño y de fuerte tradición minera, al que María Eva
llegó a finales de los años 70 proveniente de Medellín, ciudad a la
que se trasladó desde Santa Bárbara de donde es oriunda, buscando
oportunidades para brindarle la mejor vida posible a sus hijos.
Desde allí viajaba ocasionalmente a Segovia a distribuir ropa y otro
tipo de mercancías, hasta un día que algún vecino de la localidad le
planteó la idea de trasladarse definitivamente para tener éxito con
su propio negocio. Así que sin pensarlo dos veces se fue a probar
suerte con todos sus hijos a bordo.

A la tienda de ropas le sumó un puesto de chance que tenía al


lado de una cafetería, al frente del parque principal; también ofrecía
el chance en las tardes de casa en casa a los clientes ya habituales.
Esta actividad la motivó a articularse al Sindicato de Chanceros del
pueblo, que era una de las tantas expresiones de organización social
que para la época existían en la región. En su momento lograron
reivindicaciones laborales como la remuneración de días domingos
y festivos, salarios más justos y el pago de primas que anteriormente
no tenían.

Además, adquirió un vínculo organizativo con la Unión


Patriótica, que en sus inicios fue conformada mayoritariamente por
miembros del Partido Comunista, disidencias del Partido Liberal y
Conservador, y diferentes sindicatos como el de chanceros.

Los años 80 en el nordeste antioqueño se caracterizaron por una


fuerte movilización social: sindicatos mineros, juntas de acción
comunal, movimientos políticos como la Unión Patriótica, A Luchar
y el Frente Popular, y para finales del decenio organizaciones de

92
Un militante, a pesar de todo

víctimas y grupos de defensa de derechos humanos darían la cara


a la violencia que arreció en la zona y que terminó con la vida de
centenares de luchadores sociales.

Ante este escenario, las estrategias de terror contra la población


organizada fueron una constante. Masacres, asesinatos selectivos,
amenazas, intimidaciones fueron parte de la realidad que manchó
en sangre la historia de la región. Ante esta situación, a muchos les
fue arrebatada su vida y otros tantos tuvieron que salir desplazados
para evitar correr el mismo destino. María Eva hace parte de este
último grupo. Activa, carismática, alegre, convencida, afrontó un
contexto de horror donde no tuvo otra opción que dejar atrás lo que
había construido.

La sombra de las amenazas

Una tarde, María Eva se dirigía a su casa en la Calle de los


Pomos, una cuadra y media abajo del parque principal de Segovia.
Una vecina apareció de repente y le advirtió que en su casa estaba
tocando un grupo de soldados, preguntando por ella.

Se ocultó en una cafetería cercana, desde donde podía ver todo


lo que ocurría en su casa y tenía la certeza de que no podía ser
vista. Observó con atención cómo los militares entraban en su casa
brutalmente. Aunque algo por dentro la impulsaba a afrontar la
situación, no se atrevió a salir, sabía perfectamente que la buscaban
a ella y no les iba a dar el placer de ofrecérseles tan fácilmente.

Cuando los soldados se fueron, entró rápidamente y vio


a una de sus hijas, que para el momento del allanamiento se
encontraba en casa. Estaba en estado de shock, se sobaba las
manos nerviosamente y no podía describir muy bien lo que había
sucedido. No fue necesario tampoco. Los colchones tirados en el

93
suelo, la ropa regada por las habitaciones y el caos general lo decían
todo; la casa había quedado vuelta una “melodía”. Los soldados
habían hecho a sus anchas, husmeando en todas las habitaciones
por una prueba que pudiera vincular a la líder sindical con los
grupos guerrilleros, porque este señalamiento y criminalización a
los líderes de izquierda venía principalmente de Ejército y Policía,
y en consecuencia a eso actuaban.

Anteriormente María Eva había recibido dos amenazas escritas


que fueron lanzadas por debajo de la puerta de su casa. Sin embargo,
en esos momentos ella se mantuvo firme en su decisión de quedarse
en Segovia a pesar del temor que le producían las notas: “No, yo de
aquí no me voy”, repetía a sus hijas y a todo aquel que le insistiera
en la necesidad de salir del pueblo por su propia seguridad.

A pesar de esto, María Eva sabía que el allanamiento por parte


de los soldados era un ultimátum. Para ese entonces ya había visto
caer a varios compañeros y no estaba dispuesta a ser la próxima en
un ataúd cubierto con la bandera de la UP; así que empacó sus cosas
y al día siguiente salió para Medellín. La acompañaron en su viaje
dos hijos: Ferney y Paula Andrea, además de Zully y Alexander,
dos de sus nietos.

Atrás dejó su negocio de venta de mercancías y la casa se la vendió


a un yerno por 3 millones de pesos; él mismo tuvo que venderla
después en 7 millones para irse a Medellín. Posteriormente, la
mayoría de sus hijos terminarían yéndose a la capital antioqueña.
El incremento de la violencia en el municipio no les garantizaba
la tranquilidad que en algún momento vivieron y que, pensaban,
podían encontrar en Medellín.

94
Un militante, a pesar de todo

¿Y si me voy del país?

“Ma, no se vaya para allá, imagínese, usted en ese frío bien sola
y nosotras sin usted”, le decía Paola, una de sus hijas, en Bogotá,
cuando se analizó la posibilidad de que María Eva se fuera a
vivir a Canadá, dadas las condiciones de persecución que en ese
momento afrontaba. Corrían los primeros años de este milenio y
recién había llegado a la capital acompañada de Paola y sus cinco
hijos, provenientes de Medellín, donde vivían como producto de su
primer desplazamiento de Segovia.

Lo de irse al país norteamericano fue una idea de la Secretaría


del sindicato de chanceros que funcionaba en Medellín y del cual
María Eva hacía parte. Al llegar de Segovia, una de sus hermanas la
acogió, pero ante la necesidad de tener su lugar para vivir retomó
la venta de chance, ofreciéndolo ahora en el barrio la América, al
occidente de la ciudad, hasta donde se desplazaba todos los días
desde el barrio Aranjuez, en el nororiente.

Como en Segovia, María Eva se articuló al sindicato de


chanceros e hizo parte de la junta directiva. Algunos de quienes lo
conformaban también provenían del nordeste y otros tantos eran
parte de la Unión Patriótica, que había sufrido duros golpes con
el asesinato de casi toda su dirigencia, incluidos dos candidatos
presidenciales, además del grueso de su militancia. Para el cambio
de siglo las amenazas comenzaron a rondar a los miembros del
sindicato. Notas intimidatorias debajo de las puertas de los hogares
y debajo de la oficina principal eran la constante.

Con preocupación, la Junta Directiva analizaba la situación, pero


no tomó medidas extremas sino hasta el asesinato del presidente
del sindicato, ya que este hecho, que fue un durísimo golpe para
los miembros de la organización, también fue tomado como una

95
última advertencia al resto de la junta directiva. María Eva cargaba
además con el recuerdo del asesinato de su hijo Carlos, así que
empacó maletas y se fue con los miembros restantes de la junta para
Bogotá.

En Bogotá, se comenzó a hablar de la posibilidad que había de


irse a vivir fuera del país, dado la peligrosidad de las amenazas. Sin
embargo, sus hijos se encargaron de tomar la decisión por ella. “No
má, cómo te vas a ir por allá sin nosotros”, “cómo es que te vas a ir
bien lejos a donde no conocés a nadie ni hablás el idioma”, “cómo se
te ocurre a vos irte sola por allá”, le repetían a diario sus hijos, hasta
que terminaron convenciéndola de que lo mejor era no viajar, ya que,
además, los gastos iban por cuenta propia y la situación económica
estaba bastante difícil como para poder pagar el tiquete de alguno.

Siendo así, optó por quedarse, incrementar las medidas de


seguridad, dejar de lado su militancia en el sindicato y arriesgarse
a continuar su vida en la capital, en donde puso nuevamente un
negocio de ropa y útiles escolares. Decisión contraria tomaron
sus compañeros, quienes empacaron maletas y se fueron al país
del norte.

A pesar de todo…

—¿Vos para dónde vas con todos esos papeles? – preguntó Paola.
—Los necesito porque me los pidieron en una corporación –
respondió Maria Eva a su hija.

—¿Si ve ma? Usted no se cansa de estarse metiendo en problemas,


todos esos sufrimientos suyos son buscados.

—Ay mija, yo a usted no me le estoy quejando, déjeme que a mi


me gusta.

96
Un militante, a pesar de todo

La militancia política de María Eva Cardona es un motivo de dis-


gusto para muchos de sus hijos. A varios de ellos les parece impen-
sable que su madre continúe participando de varias organizaciones
después de tantas amenazas, dos desplazamientos y el asesinato
de Carlos, que fue el único que llegó a comprender y dimensionar
todas sus movidas, al punto de compartir su activismo. No obstan-
te, a pesar de los reclamos y regaños de sus hijos, ella siempre tuvo
claro que nunca los obligaría a pertenecer a nada, pensaba: “si yo
les digo algo y se meten y me los matan, a mí me va a doler mucho”.

Por eso siempre realizó su actividad al margen de lo que ellos


pensaran o le dijeran, pero no por eso disminuyó su convicción y sus
ganas de participar en diferentes organizaciones. Incluso al día de
hoy hace parte del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes
de Estado – MOVICE y asiste periódicamente a las reuniones;
así como de la Corporación para la Defensa y Promoción de los
Derechos Humanos – REINICIAR, que agrupa a las víctimas de la
Unión Patriótica y que conoció mediante un amigo cuando estaba en
Bogotá; también integra la Asociación de Víctimas y Sobrevivientes
del Nordeste Antioqueño – ASOVISNA, que reúne a un grueso de
víctimas, sobrevivientes de la matanza que se produjo en la región.

María Eva se emociona a la hora de participar de las reuniones


y denuncia cuanto puede el caso de su hijo, pues aún continúa en
la impunidad. Ella es la anónima representación de las víctimas del
nordeste antioqueño, de los sobrevivientes de la Unión Patriótica,
de los que luchan por la memoria, la verdad y por la justicia a pesar
de todo.

97
te miro
pero en el ojo
también hay un espejo.
Historia de
dos hermanos

Por Alexandra Zuluaga

Libardo era el hijo mayor de una familia de 10 hermanos. Usaba


una chaqueta azul abultada en la que escondía su esquelética
figura, alta y blanca de mestizo; llevaba casi siempre un sombrero
aguadeño y un cigarrillo en la boca; ah, y la botellita de aguardiente
debajo del brazo. Tenía un gran sentido del humor y el apelativo de
ser el alma de las fiestas.

Fredy es el hijo menor de la familia, alto, mulato, de contextura


robusta y con una gran inteligencia. Usa jeans, saco de seminarista,
y aunque también le gusta el aguardiente prefiere llevar debajo del
brazo o en las manos un libro.

Los dos son hijos de Aura y Enrique, quienes se casaron en los


50. Aura estuvo embarazada 13 veces en su vida, tuvo 6 mujeres,
4 varones y otros 3 embarazos cuyos niños no llegaron a nacer.
Vivieron en una casa grande que heredó Aura cerca al parque, en
plena calle 10 del municipio de La Unión. A finales de los 80, la casa
habitada por Aura, Enrique y los hijos solteros (Libardo, Rubén,
Víctor, Doralba y Fredy) olía a arepas y a chócolo.

101
Enrique se sentaba a desgranar chócolo todas las tardes; después
se quedaba sentado en la misma silla, haciendo círculos con sus
pulgares, un tic que ha permanecido incluso en algunos de sus
nietos. Tenía fama de malhumorado, de ahí que lo bautizaran
“Pereque”, y hasta sus hijas se referían a él de esta manera.

Cuando Fredy nació, en 1971, Libardo era un adolescente; al año


y medio se lo llevó el Ejército. Por el impacto del reclutamiento
de su hijo mayor, Aura, su madre, perdió una niña que venía en
gestación. Libardo prestó servicio militar en la ciudad de Santa
Marta y sus hermanas mayores afirman que cuando regresó al
pueblo ya consumía drogas.

La familia Muñoz Botero, en esa época, era una familia campesina


y numerosa, de escasos recursos económicos; dada esta condición,
desde el más chico al más grande debían trabajar en la casa para el
mantenimiento de la economía familiar: limpiando las marraneras,
cuidando los pollos, recogiendo aserrín, moliendo, llevando las
arepas... Era un trabajo arduo y pesado en el que hermanos y
hermanas debían colaborar.

Fredy recuerda que el municipio de La Unión, ubicado en el


oriente de Antioquia, en la época de su infancia era normalmente
tranquilo. Lo que más le gustaba era salir a la plaza del pueblo
los días domingos a vender el revuelto que Pereque, su padre,
cosechaba en esas tierras frías. En ese entonces la guerrilla tenía
el control territorial del municipio y, cuando menos se pensaba,
la gente escuchaba las detonaciones en el Banco Agrario, ubicado
cerca al parque principal. No le quedaba de otra que salir corriendo
o buscar refugio debajo de los toldos de la plaza de mercado. Una
vez se apropiaba del dinero, el grupo armado se desplegaba hacia
las zonas rurales y el pueblo volvía a la tranquilidad habitual.

102
Historia de dos heranos

Por ese tiempo, el alza exorbitante en las facturas de energía


y las inconsistencias en la prestación de servicios que realizaba
la Electrificadora de Antioquia (intermediaria en la prestación
del servicio de las Empresas Públicas de Medellín) generó un
movimiento de resistencia popular en los municipios del Oriente
Antioqueño.

El 7 de agosto de 1982, en el municipio de la Unión se realizó


una Asamblea Regional de Juntas Cívicas en donde se sometería
a votación la aprobación del Primer Paro Cívico Regional. El 10
de septiembre de 1982, en los trece municipios de la región se
paralizaron todas sus actividades: no hubo transporte, el comercio
se encontraba cerrado, los estudiantes no asistieron a sus aulas y se
hacían protestas en cada pueblo. En respuesta a esta situación, el
Gobierno respondió con la militarización de los municipios. Hubo
un total de 512 detenidos ese fin de semana.

La participación de las personas en la protesta social fue


espontánea. Fredy, que para ese entonces ya estaba en bachillerato,
participó de la protesta junto con sus compañeros tirando piedras
contra la sede de la Electrificadora en la Unión; y Libardo, que para
la época tenía 28 años, fue uno de los tantos detenidos de ese día y
de las sucesivas manifestaciones que se dieron en el municipio en el
marco del Movimiento Cívico del Oriente Antioqueño.

A Libardo, sus sobrinos, hermanos y hermanas lo recuerdan


como un hombre muy afectuoso, extrovertido, práctico e inteligente
a pesar de que no tenía estudios. Le gustaba mucho jugar con
los niños de la cuadra, además de tomar aguardiente. Le decían
Licuadora porque bailando le encantaba dar vueltas. Tenía por
oficio la topografía, que había aprendido empíricamente, y hacía
planos con facilidad. Cuentan que el ingeniero de la empresa
Minerales Industriales lo buscaba para ir a catear tierras, es decir, a

103
explorar los terrenos para observar si eran aptos para la explotación
de minerales; en muchas de esas tierras hoy se explota el caolín.

Por su parte, Fredy entró desde los 12 años a hacer parte del
grupo Scouts del municipio, actividad que le sirvió para vincularse
a los procesos juveniles del oriente antioqueño. Ya cuando cursaba
el grado octavo, decidió irse para el seminario porque le llamaba la
atención el trabajo organizativo que hacían los curas con los jóvenes
del pueblo.

Su pasión por la lectura comenzó cuando escudriñaba de niño los


libros del Círculo de Lectores que con sigilo guardaba y coleccionaba
su hermano Víctor, pues para ese entonces, la única posibilidad que
había de acceder a buenos libros era pagándolos por cuotas como
lo facilitaba dicha editorial. Su estadía en el seminario la asumió
como un ejercicio arduo de disciplina. Su entusiasmo por la lectura
la pudo desplegar al cursar el ciclo de filosofía que comprendía
los grados 9, 10 y 11 en el Seminario Nacional Cristo Sacerdote,
del municipio de la Ceja, y también en parte del ciclo de Teología.
En ese entonces Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo creó un año de
pastoral para trabajar en una parroquia o seminario y Fredy quiso
realizar el trabajo pastoral en la Unión, porque ese año su madre
había fallecido de cáncer. Ella había trabajado duramente en la
pequeña fábrica de arepas que tenía en su casa, hasta el final de sus
días, para cubrir los costos del seminario.

Ante la idea de Fredy, Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo lo retó


y amenazó con enviarlo mejor para Yarumal a dar clases de filosofía
o a la ciudad de Bogotá. Pero Fredy se negó a irse del oriente
antioqueño porque quería regresar a la Unión a acompañar a su
padre que había quedado solo, a cargo de la casa y de la fábrica de
arepas. Entonces Monseñor le dijo que tenía que irse del seminario,
porque lo primero que debía hacer un cura era obedecer.

104
Historia de dos heranos

La familia trató de mantenerse intacta después de la muerte


de Aura; con mucho dolor seguían reuniéndose en la casa a hacer
eventos familiares, pero esta ya no conservaba el olor de antes.
Enrique dejó la agricultura para ocuparse de la fábrica de arepas.
Fredy empezó a trabajar con Libardo cateando tierras. Sin embargo,
no dejó la lectura, por el contrario, en sus noches libres se vinculó a
la Casa de la Cultura del Municipio y poco tiempo después formó
un grupo de lectura que le haría merecedor de un ofrecimiento de
una monitoria de cultura en el municipio; este empleo le permitió
dejar el trabajo que realizaba con su hermano Libardo y dedicarse a
algo que le gustaba. Así llegó a ser director de la Casa de la Cultura
en el periodo de 1994 a 2000 y se incorporó al Directorio del Partido
Liberal con el que fue elegido Concejal ese año.

Entre tanto, Libardo, a partir de la muerte de Aura, empezó a


consumir más droga, dejó paulatinamente su trabajo como cateador
y se alejó de su familia. Por ese entonces empezaron los rumores
de la llegada de personas, hombres particularmente, que venían a
“brindar protección al pueblo”.

En el año 2000 el municipio de la Unión ya no era el mismo


pueblo, frío pero con la gente cálida de siempre. Era habitual, por
ejemplo, ver en el colegio chicas entre los 14 y 16 años, con celulares
Nokia -que para la época eran toda una novedad en el municipio- e
involucradas con los paramilitares.

Corrían ríos de sangre e historias de descuartizamientos, además


de los continuos enfrentamientos de estos grupos con la guerrilla;
cada semana había mínimo 5 muertos. Los jóvenes fueron obligados
a cortarse el pelo, el rock and roll dejó de escucharse porque se
asociaba al satanismo y las jovencitas eran obligadas a encerrarse
en sus casa más temprano. Se vivía un ambiente de miedo y terror.

105
Dos meses antes de su muerte, Libardo llamó a su hermana Rosa,
que vivía en Don Matías, y le manifestó: “Gorda, me amenazaron
los paras, ¿usted me va a dar entrada a su casa”. Pero ella no
podía. “Lastimosamente -dice hoy- cuando uno tiene familia tan
joven, como tenía yo entonces, no puede darse esos lujos. Como a
él le gustaba tanto consumir droga en esa época y además andaba
vendiéndola para poder consumir porque ya no se dedicaba a la
topografía, entonces le dije: Libardo, no puedo recibirte en mi casa.
¡Que salga mi esposo a trabajar, los hijos a estudiar y vos acostado
y consumiendo…! No. No puedo recibirte”. Con la humildad que
lo caracterizaba, Libardo le contestó: “Listo Gorda, yo entiendo”.

Libardo compraba las drogas en un sitio conocido como palenque,


en el municipio de la Ceja y luego las revendía para ganarse unos
pesos en la Unión. Los paramilitares lo habían amenazado porque
no les pagada tributo y porque tenían el control del negocio en el
pueblo.

Libardo se marchó del pueblo. Pero solo se aguantó una semana.


Regresó porque no resistió el aislamiento en el que estaba. De todas
maneras se encerró en la casa de sus padres y ya no salía a la calle.

La gente en La Unión fue asimilando el ambiente de horror en el


que estaba inmersa y la pregunta frecuente de las personas era: ¿y
hoy a quién van a matar?

En agosto de 2003, el turno le tocó a la familia Muñoz Botero.


Fredy, que para la época era el Presidente del Concejo Municipal,
trabajaba en un centro de educación infantil, y como concejal
participaba del Consejo Directivo del Colegio del municipio. En
medio de una de las sesiones del Concejo, se opuso a la propuesta
que habían encargado los paramilitares de realizar un examen
ginecológico a todas las niñas y adolescentes del pueblo, porque,

106
Historia de dos heranos

según ellos, estas eran muy promiscuas, se acostaban con muchos


hombres, y ellos querían comprobar si eran vírgenes o no. Con esta
negativa, Fredy se puso en el ojo del huracán; pocos días después fue
citado ante Julio, el comandante de los paramilitares del Magdalena
Medio que operaban en el municipio.

Ese día, a las 7:30 am, Fredy abrió, como de costumbre, el Jardín
Infantil en el que laboraba como profesor. A eso de las 9:00 am,
en la entrada de la Institución, dos paramilitares preguntaron por
él. La secretaria les dijo: “él no puede bajar porque está trabajando
con los niños”, y ellos le contestaron: “no nos importa, él tiene que
salir”. Y comenzaron a gritar: “si usted no baja, nosotros entramos
a la fuerza y arrasamos con el que haya”. Fredy alcanzó a escuchar
la amenaza desde el salón en el que se encontraba y le gritó a su vez
a la secretaria: “tranquila, no se preocupe que yo salgo, váyase para
la oficina”. Entonces ella comenzó a llorar.

En el trayecto se encontró con la directora de la institución y


esta le dijo: “Fredy, mire que lo van a matar”, y él simplemente
le respondió: “tranquila, quédese acá que yo me voy con ellos”. A
pesar del miedo que sintió, pensó que era lo mejor para salvaguardar
la integridad de los niños.

Cuando estuvo afuera, los paramilitares le dijeron: “ya íbamos a


entrar por usted”. Él les contestó entonces sin mucho interés: “yo no
escuchaba; estaba trabajando con los niños”. Le señalaron el carro que
lo esperaba y él intentó subirse en la silla trasera del carro, entonces
uno de los sujetos lo corrigió: “¿Qué va a hacer? No se monte atrás
sino aquí adelante, que gracias a dios tiene que ir es a hablar con el
comandante”. Fredy sintió un gran alivio, porque en ese entonces la
práctica era que si ellos hacían subir a la gente en la parte de atrás
del vehículo era porque la iban a matar. Pensó con una confianza a
medias: “Ah bueno, entonces me van a dejar hablar”.

107
El vehículo comenzó a desplazarse hacia un sector conocido
como Proleche, ubicado por la salida hacia la vereda La Madera,
que comunica con el municipio de El Carmen de Viboral, ante la
mirada angustiada y agobiada de las personas que se encontraban
alrededor. El carro llegó hasta un billar en el que los paramilitares
acostumbraban hacer sus reuniones y también sus consejos de guerra.

Fredy se bajó del vehículo y, una vez en el billar, uno de los tipos
que lo llevaba le dijo: “Siéntese allá en esa silla”. Mientras tanto,
Julio, el comandante, en una demostración de fuerza y agresividad,
tomó su arma y golpeó fuertemente la mesa en la que se encontraba
Fredy, acto seguido le dijo: “¿qué es lo último que se va a tomar?”
Él le respondió: “un tinto doble”. Julio mandó por el tinto y llamó a
un sujeto al que la gente le decía el ideólogo y respondía al nombre
de Diógenes; le dijo: “vea, siéntese aquí”. Al sentarse le preguntó,
señalando a Fredy: “¿Usted por qué está acusando a este man?”. Y
Diógenes le respondió: “Ah, es que este man está hablando mal de
nosotros, él es el presidente del Concejo y en el colegio se opuso a
la propuesta que hicimos”. Ante esta situación, el comandante le
preguntó a Fredy si era verdad, y él le respondió sin mostrar miedo:
“sí señor, eso es verdad”. “¿Y por qué? ¿Qué fue lo que dijo, perro
hijueputa?”. Con tranquilidad improvisada, Fredy le contestó: “A
ver. Espere un momentico, lo que yo dije fue lo siguiente: según
Diógenes, usted dio la orden de hacerle un examen vaginal a
todas las niñas, porque, según usted, las niñas de la Unión tienen
relaciones con todo mundo. Y yo me opongo a eso. O si quiere,
hagamos una cosa Julio, empecemos con su sobrina que está en la
institución de nosotros; empecemos con ella, porque es una mujer,
una niña que tiene 7 años, y él está acusando a todas las niñas de
La Unión, y quiere que se le haga ese examen a todas las niñas. Y sí
señor, yo lo dije y se lo sostengo: y está grabado”.

108
Historia de dos heranos

Ante la respuesta inesperada y la prueba de la grabación, Julio


volteó a ver a Diógenes y le gritó: “Cómo así perro hijueputa que
está grabado, como que aquí graban eso”. Y Fredy continúo con su
intervención: “Sí señor, porque aquí en el Consejo Directivo del Pio
XI, al que yo también pertenezco, hay que grabar todo, porque este
tipo y la rectora están confabulados y todo lo tergiversan. Si quiere
escuche las grabaciones, yo no hablé mal de ustedes, simplemente
me estoy oponiendo a lo que están proponiendo, porque si usted
dio la orden del examen ginecológico, dígalo Julio”.

La rabia se había apoderado de Julio, que empezó a gritarle a


Diógenes: “si ves perro hijueputa, casi me haces matar a este tipo,
gonorrea, te voy es a matar a vos”. “Y usted señor- siguió, mirando
a Fredy-, vamos y matamos esa perra hijueputa de rectora del
colegio”. “No -respondió él-, es que yo no tengo nada que ver con
nadie, yo no me estoy quejando de nadie, yo me sostengo, como
presidente del Concejo Municipal me sostengo, yo en todo me
sostengo, simplemente no estoy de acuerdo con eso que ustedes
quieren hacer”.

“Ah listo señor, ya con usted no tenemos nada, ya aclaré esa


maricada. Este hijueputa es el que está torciendo las cosas aquí en
la Unión”, y señaló a Diógenes. “¿Hay que subirlo al trabajo?”, le
preguntó a Fredy. “No señor, yo soy capaz de caminar”. “Ah ¿Es que
no le da miedo?”, preguntó el otro. “¿Miedo de qué? Es que no me
da miedo de ustedes, o sino no le estaría respondiendo aquí lo que
pregunta”. “Ah, entonces lárguese”, dijo Julio, ya con rabia.

Ese mismo día, al regresar a su casa, en horas de la tarde, a Fredy


le informaron que los paramilitares se habían acabado de llevar a su
hermano Libardo. Aunque suponía la respuesta, preguntó en qué
parte del carro lo habían montado. Efectivamente lo habían subido
en la parte de atrás.

109
El cuerpo de Libardo, o Licuadora como lo conocían todos,
fue encontrado ese día, abaleado, en la vereda Buena Vista, cerca
de los predios donde se encuentra ubicada la empresa Minerales
Industriales, la misma para la cual, por encargo del Ingeniero de
la empresa, en años anteriores había hecho planos de las tierras en
donde se encuentran asentadas las minas de caolín.

110
Bendecido el oficio de hombres y mujeres
que hacen conversar sus herramientas,
que cantan para sembrar la mañana,
la de hoy y la que vendrá,
que siembran conocimiento aún en la canícula
de las prohibiciones y el miedo.
Don Leonel y su utopía
eternamente postergada

Por Rubén Zapata

1.
Más de 25 años de su vida dedicó a la guerra don Leonel como
integrante del ELN, desde 1967, casi desde su fundación. Pero ya a
principios de los noventa se sentía fatigado de la guerra y escéptico
de que a través de ella se lograra la transformación social que
anhelaba. Veía, sobre todo, que la lucha que habían emprendido
se estaba saliendo de su sentido originario y entraba en una fase
netamente militarista.

Don Leonel no era el único que sentía este cansancio y escepticismo


frente al proceso armado. A su lado, muchos compañeros de
armas cuestionaban también el privilegio que en la lucha se le
estaba dando a las maniobras militares. Coincidió sobre todo el
momento con la desarticulación de la Unión Camilista en la que
habían convergido algunos movimientos guerrilleros con el ELN.
La Corriente de Renovación Socialista, que había llevado a la Unión
Camilista toda la influencia de la revolución nicaragüense, fue una
de las más críticas del proceso armado hasta el punto que se abocó
a las negociaciones con el gobierno de entonces, César Gaviria,
para desmovilizarse y reinsertarse en la vida social y política del

113
país. A la CRS se unieron muchos antiguos militantes del ELN, que
veían en el proceso de desmovilización una posibilidad más clara
de trabajar desde la legalidad en busca de la transformación social
que ya no veían posible desde las armas. Entre ellos había algunos
nombres prestantes como Fernando Hernández, Antonio Sanguino,
Edgar Ruiz, Antonio López, Alejandro Suárez. Y con todos ellos
don Leonel.

Hoy, más de treinta años después de la desmovilización, don


Leonel está seguro de que aquel no fue realmente un proceso de
negociación sino de rendición. La CRS, que pretendía vincularse a
la vida política del país como un partido político legal, hoy no tiene
ninguna fuerza en el escenario político y ha protagonizado más
escándalos que cualquier otra cosa. Aunque muchos no lo vieron a
tiempo, eso era algo que debía esperarse por la misma forma en que
se llevó a cabo el proceso.

Primero porque el gobierno incumplió sistemáticamente con


los acuerdos. Se había comprometido a un subsidio de un salario
mínimo para cada desmovilizado durante un año, prorrogable
incluso a otro, pero que se cumplió a medias. Igualmente sucedió
con la asistencia en salud. No se desarrolló un programa real de
impulso a los procesos organizativos donde había tenido presencia
el MIR - Movimiento Independiente Revolucionario, que era una
parte esencial de los acuerdos, y los programas especiales de
educación no pasaron de ser cursos improvisados de capacitación.
Finalmente, el apoyo y financiación a proyectos productivos se
enredó en las discusiones burocráticas y nunca se hizo realidad.

Pero el proceso se reventó, sobre todo, más allá del


incumplimiento del gobierno, por las debilidades interna de la CRS
como organización. Empezando porque la desmovilización misma
fue una mentira, al menos así las vio don Leonel. Las negociaciones

114
Don León y su utopía eternamente postergada

con el gobierno se adelantaron para un total de 570 desmovilizados,


pero en la práctica no pasaban de 80 los integrantes de la CRS; los
demás fueron recogidos de distintas bandas armadas en los barrios,
sobre todo en Medellín, para mostrar fuerza. Por ejemplo, al proceso
de paz se vinculó la gente de Lucho Hernández, de Moravia, que
habían sido sicarios al servicio de los Ochoa y después se aliaron con
el ELN para organizar las Milicias Populares Del Valle de Aburrá.

En el desmonte de los grupos armados, don Leonel fue encargado


del acompañamiento a esta banda y pudo comprobar que los
muchachos ni siquiera habían salido alguna vez de la ciudad, lo que
provocaba serios problemas de adaptación en los campamentos.
Eran muchachos muy jóvenes a los cuales Lucho había utilizado,
aprovechándose de la emoción que en ellos despertaban los fierros.
Lo que hizo entonces fue exacerbarla. En el campamento, don
Leonel escuchaba a un joven de 18 años decir con bastante orgullo
que llevaba en su haber 70 muertos.

De hecho, Lucho nunca dejó de ser un bandolero. Una vez


lograda la negociación, siguió con un grupo atracando y robando en
la ciudad. Hasta que en 1996 secuestró al campeón mundial juvenil
de bicicross, el hijo de Gustavo Upegui, empresario del Envigado
Fútbol Club y también comprometido con la mafia. El mismo Carlos
Castaño vino por Lucho hasta Medellín y se lo llevó en helicóptero
para Urabá. Siempre se corrieron los rumores de que fue la misma
Policía la que se lo entregó, después de que lo capturaron. El caso es
que nunca nadie volvió a saber de Lucho. Después varias personas
de la CRS hablaron con Castaño para que por lo menos les dejara
conocer dónde estaba el cadáver, pero el jefe paramilitar se negó
rotundamente.

Así que la fuerza que pensaba mostrar la CRS era artificial y


contraproducente. Pero, además, nunca se preocupó por construir

115
una verdadera fuerza política. El propósito era conformar una
organización política que desde la legalidad hiciera contrapeso
a los partidos tradicionales y oficiales. En las negociaciones se
logró efectivamente personería jurídica para el partido y dos
representantes a la Cámara. Pero no pudieron dejar de ser una
organización minoritaria y marginal. Entre otras cosas, según cree
don Leonel, porque nunca se lo propusieron. Apenas unos pocos
dirigentes se organizaron para recibir las prebendas económicas
que ofrecía el Estado y no tuvieron la voluntad de organizar a la
gente que habían arrastrado al proceso, ni a las comunidades donde
habían adelantado trabajo como organización insurgente.

Don Leonel tuvo que tomar distancia, porque en poco tiempo


se dio cuenta que aquella no era la propuesta por la que él había
dejado la guerra. Empezó a ver las prácticas de corrupción en la
dirigencia de la CRS, que abandonó definitivamente a sus bases
para dedicarse a un trabajo político que en nada se diferenciaba
de los partidos tradicionales. Incluso, los dirigentes se articularon
perfectamente a los partidos oficiales ya existentes, olvidándose
del proyecto político de formar un gran partido de oposición que
fortaleciera las masas en el ejercicio del poder.

El Estado, como parte de los acuerdos, le dio buen dinero a la


dirección de la CRS para su vinculación a la vida política como
organización, pero a las bases no les dio nada. Fueron mil quinientos
millones de pesos, solo para trabajo político por un año. Además,
el dinero, para los pocos proyectos sociales que acordó el gobierno
con los desmovilizados, quedó en manos de los dirigentes. La CRS
constituyó la Corporación Arco Iris, precisamente para el manejo
de estos recursos. Pero los manejó de todas maneras a su antojo.
Por ejemplo, el Estado y algunas organizaciones internacionales
le dieron a la CRS un dinero para sacar adelante los proyectos de
vivienda para los desmovilizados y la atención a viudas y huérfanos,

116
Don León y su utopía eternamente postergada

que debían ser desarrollados por la Corporación Arco Iris. Pero


los proyectos nunca se vieron. En cambio, la corporación compró
el hotel Santa Isabel en Bogotá, uno de los más prestantes de la
ciudad, pero que se convirtió en la fuente de derroche más grande
de la organización. Poco tiempo después el hotel fue embargado,
porque lo hipotecaron para gastos de la corporación. Y estuvo a
punto de perderlo por la acumulación de deudas hasta que en el
2003 el presidente Uribe le dio a la Corporación tres mil millones de
pesos. Nadie sabe bien para qué fue entregado ese dinero, porque
en el Ministerio del Interior se mantiene la reserva de información.
Después fue lo de la autoamenza por Internet.

El caso es que entre tanto las bases de la CRS se estrangulaban entre


el desempleo y la miseria. En 1995 muchas personas no aguantaron
más y comprendieron que de la dirigencia tal vez no pudieran
esperar mucho. Fue cuando decidieron tomarse las instalaciones
de la Defensoría del Pueblo en Medellín y exigieron hablar con el
gobernador de Antioquia, que entonces era Álvaro Uribe Vélez. Era
el momento propicio, según lo juzga hoy don Leonel.

El departamento había incurrido en una falta grave contra el


medio ambiente, abriendo una selva virgen para pasar la carretera
hasta el municipio de Zaragoza. Las autoridades ambientales
le exigían al gobierno resarcir los daños, pero el gobierno estaba
maniatado sabiendo que la zona prácticamente estaba en poder del
Frente Compañero Tomás del ELN, que cobraba vacunas por todo
proyecto.

Entonces Álvaro Uribe encomendó al grupo de protestantes el


desarrollo del proyecto de recuperación ambiental para la zona,
si lograba un acuerdo de trabajo con el frente guerrillero. Así fue
como la CRS finalmente se embarcó en el PRAVIAC 2, cuya misión
era educar a los campesinos para cuidar mejor la fauna y la flora

117
de la región. Además, debía capacitarlos en técnicas racionales
de explotación de las especies maderables nativas como el cedro,
el roble y otras maderas finas. También para sembrar productos
alternativos en los terrenos que ya estaban degradados. La zona
tenía un clima húmedo tropical y podía servir para cultivar frutos
que tenían gran demanda en el mercado pero que no se habían
probado en la región, como Chontaduro y Borojó.

El proyecto se estableció en el corregimiento El Tigre, del


municipio de Cáceres. En él se vinculó alguna gente del frente
Compañero Tomás y buena parte de campesinos de la zona. Todos
devengaban lo mismo: un salario mínimo. Tenían alimentación,
vivían en los campamentos, y disfrutaban además de afiliación a
salud, pensiones, subsidio familiar y de transporte. El proyecto le
dio un impulso grande al desarrollo de la región, en donde, al llegar,
había apenas una tienda de víveres y en tres años se construyeron
cinco restaurantes comunitarios.

De la CRS se fue para el corregimiento un grupo de cinco


personas, encabezado por don Leonel. A parte del trabajo
productivo, emprendieron un programa de formación con los
niños en las escuelas y colegios, y un trabajo mancomunado con el
Jardín Botánico, que entonces dirigía el doctor Álvaro Cogollo, para
exploración y conservación de especies nativas.

Ese era el trabajo que siempre había querido hacer don Leonel
y allí, trabajando codo a codo con los campesinos, adelantando
procesos de formación no sólo técnica sino política, viendo de
forma palpable los logros del trabajo, sintió que efectivamente la
transformación social era posible tal como lo había pensado cuando
se desmovilizó: desde las organizaciones políticas con un trabajo
legal que se vinculara a la gente.

Hubo divisiones en la corporación Arco Iris, precisamente por

118
Don León y su utopía eternamente postergada

los malos manejos que le estaba dando a los recursos que llegaban
para los proyectos. Se conformó, como alternativa, la Corporación
Nuevo Arco Iris, que se llevó consigo buena parte de los miembros
de la CRS y de los recursos. Don Leonel y todos sus compañeros
en Medellín se hicieron socios de la nueva corporación, esperando
que con un manejo más transparente de los recursos se pudiera
multiplicar el potencial de los proyectos. Pero se equivocó de cabo
a rabo. Hubo una nueva elección de junta para la corporación y en
el debate se dejó ver de nuevo la mezquindad de los dirigentes.
El egoísmo y las ambiciones individuales entraron en escena con
más ahínco y a ellos los sacaron del proyecto en El Tigre. El nuevo
director redujo el personal que estaba trabajando en el proyecto y
mandó a un familiar suyo para que lo dirigiera. Según le contaron los
campesinos después a don Leonel, el tipo que lo sucedió ni siquiera
entraba a la zona donde se hacían los trabajos, sino que se dedicaba
a mandar razones desde el pueblo. De otra parte, se rompieron los
acuerdos con el Frente Compañero Tomás, que empezó a cobrar
vacunas. Entonces el gobierno mandó veedores para vigilar mejor
el desarrollo del proyecto, lo cual no era más que una forma de
hilvanar las razones para suspenderlo. Detrás de los veedores, y
aprovechando otras disposiciones en materia de orden público que
tomó el gobierno para la región, empezó la penetración paramilitar.
Entre los primeros campesinos asesinados cayeron varios de los
antiguos trabajadores y beneficiados del proyecto.

2.

Convencido de que la CRS como organización política se había


empezado a morir desde el momento en que vio la luz y que sus
dirigentes no tenían puestos los ojos en el trabajo con la comunidad,
ni siquiera para organizar a su propia gente, don Leonel se juntó
con otros compañeros de la base para ver si era posible aprovechar

119
algunas ventajas que, por lo menos en el papel, daba la reforma
agraria. Entre sus compañeros estaba José Evelio Gallo, que también
se había puesto al frente del proyecto del Tigre. Juntos recorrieron
con paciencia más de 17 fincas en varias zonas del departamento y
al final de varios meses encontraron en el municipio de Montebello
la finca perfecta. Se llamaba La Galleta y estaba retirada del pueblo
a dos horas y media en carro. Pero de Santa Bárbara estaba apenas
a una hora.

Por escrituras, la finca tenía 137 hectáreas, pero bien medidas


podían ser 224. Estaba en plena producción y contaba ya con un área
de cultivo de mandarina omeco, con cuatro mil quinientos árboles en
surco. También tenía 700 árboles de limón taití, mil de mango común,
400 de mango tomi, 600 árboles de guanábano y seis mil árboles de
aguacate. Había 12 hectáreas acondicionadas para cultivo de maíz,
fríjol, pimentón, sandía, maracuyá y otros productos, con un sistema
de riego tecnificado. El resto de la finca, más de 150 hectáreas, lo
habilitaron ellos con pasto para la cría de ganado.

Era una zona con una variedad climática muy propicia para la
agricultura autosuficiente: empezaba a 800 metros sobre el nivel
del mar y se iba elevando hasta alcanzar mil trescientos metros.
Además era muy rica en reserva natural, con cinco nacimientos de
agua. Lindaba por la derecha con la quebrada La Culebra y por el
sur con la quebrada Zabaletas.

El contacto nuevamente con la tierra y la comunidad les inyectó


ánimo y confianza para emprender muchos proyectos. Lograron
organizar la gente de las veredas alrededor de la finca y comprobaron
que era gente muy miserable, sometida desde siempre al abandono
del Estado.

Los trabajos en la finca la Galleta se multiplicaron con la energía

120
Don León y su utopía eternamente postergada

de la misma comunidad que empezó a sentirse involucrada. Allí


se dio empleo a 800 campesinos de las veredas cercanas. Pero
además, en los distintos programas de capacitación y formación,
la gente empezó a ganar confianza en sí misma y a proyectar sus
propios sueños.

Se gestionó con la Caja Agraria un crédito por 112 millones


de pesos para distintos proyectos agrícolas. Sin mucho problema
recibieron los primeros 37 millones y empezaron a preparar los
terrenos de la finca con pasto, a la espera de otros 40 millones para
comprar ganado. Eso animó mucho a los campesinos, que vieron
entonces cómo se podía conseguir recursos cuando se trabajaba
colectivamente y con un propósito común.

En 1999 lograron que el departamento de Antioquia aprobara


una reserva presupuestal de 900 millones de pesos para invertirlos
en el proyecto “Vereda de Desarrollo”, presentado por los socios
de La Galleta y algunos líderes comunitarios. El proyecto ofrecía
capacitación a los campesinos en nuevas técnicas de producción,
gestión ambiental, reforestación, además de programas recreativos
y de formación que involucraban a las escuelas y colegios de la
zona y beneficiaba las veredas de San Antonio, Palmitas, Quimulá
y Sierra Morena.

A la educación se le dio un papel prioritario en todas las


propuesta. Alrededor de la finca había tres escuelas, que recogían
los niños de más de 20 veredas de varios municipios. La Galleta
entonces donó hectárea y media de terreno para la construcción de
una nueva escuela y la gestionó con el municipio de Montebello.

Poco a poco, la comunidad misma fue animándose para proponer


o gestionar sus propios proyectos. Se alcanzó una relación más
estrecha con la empresa Cementos el Cairo, que había construido

121
en 1999, en los lindes con la finca La Galleta, aprovechando las
aguas de la quebrada Zabaletas, una moderna hidroeléctrica que
generaba energía para una ciudad de 30 mil habitantes. Entonces
se le hizo la propuesta de que le vendiera energía a los campesinos.

La Empresa Cementos el Cairo utilizaba todos los recursos de


la zona y contaminaba el ambiente con sus desechos, pero no le
retribuía nada a la comunidad, ni siquiera con empleo, pues la
gente que contrataba la llevaba de otras regiones. Pero en este
acercamiento que logró la comunidad con los directivos de
Cementos El Cairo, a través de la sociedad estrecha que empezaba
a establecerse en torno a la finca La Galleta, la empresa reconoció
su papel y se comprometió a resarcir un poco los perjuicios que su
actividad económica producía. Una de las formas era privilegiando
en los contratos de trabajo a los campesinos de la zona. También se
vinculó a los diversos proyectos que entonces se estaban jalonando
desde la finca en pro del desarrollo de la comunidad.

Junto con las administraciones de los municipios de Santa Bárbara


y Montebello, Cementos el Cairo se comprometió financieramente
con el establecimiento de una planta procesadora de pulpa de
cítricos, para aprovechar la inmensa producción de naranjas y
limones que en la región se daba casi de forma natural. Además,
se acordó con Cementos el Cairo y los campesinos un proyecto de
reforestación. En la finca La Galleta se construyó un vivero de 100
metros por 40 para sembrar semillas de especies nativas como el
cedro, el algarrobo, pomarroso, cañafístola y otros. Al empezar el
año 2000 tenían 25 mil plántulas germinadas, listas para trasplantar.
Pero nunca pudieron ser trasplantadas.

Entre tanto, la Red de Solidaridad Social había aprobado un


proyecto por 53 millones de pesos para la construcción de una
granja integral autosuficiente. Era un proyecto experimental,

122
Don León y su utopía eternamente postergada

elaborado por don Leonel y sus compañeros, en el que pretendían


capacitación y formación para los campesinos sobre nuevas
tecnologías de producción y dotarlos de los medios suficientes
para llevar a cabo la experiencia. En el proyecto, la finca ponía 12
hectáreas para la cría de pollos, cerdos, conejos, peces, apicultura y
cultivos pequeños de hortalizas. El propósito final era mostrar que
inclusive en un área restringida de apenas tres hectáreas de buena
tierra puede subsistir tranquilamente una familia de 7 personas,
organizando técnicamente la producción, incluyendo hortalizas,
algunos productos básicos y la vaca o la cabra para tener leche. La
producción así organizada se autoabastecía y producía un pequeño
remanente para comprar en el mercado los productos que no se
producían en la zona.

Ese fue el proyecto que le salvó la vida a don Leonel. Salió para
Medellín el miércoles 18 de enero de 2002 a realizar unas compras
para la finca y completar algunas gestiones que todavía demandaba
el proyecto. En la finca estaban copados de trabajo y por eso el
tiempo que debía permanecer en la ciudad era restringido; a más
tardar debía estar de nuevo en la finca el sábado por la mañana.
Pero no pudo. El viernes, en la oficina de la Red de Solidaridad
Social, la encargada de la zona suroeste le dijo que ya desde Bogotá
habían girado la póliza de manejo del proyecto y que debía llegar
a la oficina el lunes por la mañana. Entonces él debía quedarse
para firmarla, porque era más complicado ir a la finca el sábado
para regresar el mismo domingo. La decisión le costó tanto, que
todo el sábado estuvo sopesándola. Ya de noche llamó a la finca
por el radioteléfono para informar que no llegaba hasta el lunes
o, por tardar, el martes. Pero no llegó nunca. Al otro día, bien de
madrugada, fue la masacre en la finca.

123
3.

Entraron a la finca apenas clareando el día. Eran más de 70


uniformados con prendas del Ejército, que llegaron gritando, casi
derribando puertas y estrujándolo todo. La lista que tenían la
encabezaban precisamente don Leonel y El Cortado, que también
estaba en Medellín visitando a su familia ese fin de semana. Ellos
se enteraron de los detalles porque se los contó Jairo, el hijo de don
Leonel, a los ocho días cuando fue a visitar la familia. A él también
lo amarraron esa madrugada con los demás y no supo bien por
qué lo soltaron. Tal vez porque entonces estaban buscando era a su
papá.

Sacaron a todos los que había en la casa principal y las vecinas, los
amarraron y los sentaron en las caballerizas, mientras registraban
las casas y pintaban en los muros consignas de las AUC. Cuando
terminaron, quemaron cuanto papel se encontraron y volvieron a
leer la lista que llevaban. De los que buscaban, solo encontraron
a José Evelio Gallo y a Uberney Giraldo. Con ellos echaron por
delante también a Jairo, con las manos amarradas atrás como los
demás. Pero apenas recorridos unos pocos metros lo soltaron.

- Quédese aquí- le ordenó el que parecía tener el mando. Por


la serenidad de su mando, por el porte y la edad que aparentaba,
Jairo hubiera jurado que era ya un teniente a punto de ascender a
Capitán-. Usted no ha visto nada.

El joven se devolvió con alivio, pero mirando con tristeza


cómo se llevaban a sus compañeros. Después vio entrar la tropa
entera a la escuela y salir en un instante con el profesor amarrado,
acompañando a los otros dos.

124
Don León y su utopía eternamente postergada

Por el camino los uniformados se toparon de frente con el hijo


del presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda, y sin
preguntarle nada lo amarraron y lo echaron adelante. A cuarenta
minutos de la casa principal, por la salida a la carretera para Santa
Bárbara, había otra casa. Ahí estaban recién llegados, desde hacía
apenas ocho días, los hermanos J.J y David Muñoz. La tropa entró
directamente por ellos, pero los sacaron sin amarrar. Fueron ellos
precisamente los que contaron el final de la historia, al menos hasta
donde alcanzaron a ver.

A los seis los llevaban en fila india, los amarrados por delante.
Justo saliendo por la finca, el hombre que parecía tener el mando
sacó de la fila al profesor y sin pronunciar palabra apuntó su fusil
sobre la cabeza del otro y disparó. Los prisioneros se estremecieron,
pero nadie dijo nada mientras veían al profesor desplomarse a un
lado del camino.

Dos kilómetros más adelante dejaron ir a J.J y a David.


- Regresen por donde vinieron que no les va a pasar nada- dijo
uno de los uniformados-. Pero recuerden bien que ustedes no han
visto nada. No digan nada y no se muevan de la zona, porque no
estamos charlando. A estos hijos de puta- enfatizó, señalando con el
cañón de su fusil a los hombres amarrados- los vamos a matar por
auxiliadores de la guerrilla.

La tropa siguió su camino, con los prisioneros amarrados, por


delante. Ya nadie en la vereda volvió a ver a los tres hombres, ni
siquiera sus cuerpos.

- Esos eran militares- decía Jairo a su papá mientras le describía


la forma de actuar de los uniformados.

Y el joven tenía fundamento para creerlo. No solo había prestado

125
servicio militar como soldado regular, sino que había sido soldado
profesional durante varios años y conocía bien la forma de actuar
del Ejército. Pero ya don Leonel había descubierto también el asunto
porque ni siquiera se cuidaron de taparlo bien.

El hijo del presidente de la Junta de Acción Comunal apareció


muerto el lunes en La Ceja como n.n. Pero los otros dos no aparecían.
Ese mismo lunes por la noche don Leonel echaba cabeza tratando
de adivinar por dónde pudieron haber dejado a sus compañeros.
Así se le fue la noche en claro. Por la madrugada, para entretener
un poco las horas de silencio y pensadera prendió la radio y se puso
a escuchar noticias. Fue entonces cuando escuchó un reporte de
Decipol que informaba de dos n.n aparecidos el lunes en la mañana
en la morgue de El Carmen de Viboral. Entonces se le iluminó la
cabeza y decidió que iba a arrimarse bien temprano a Decipol a ver
si ellos tenían noticias de los cuerpos de José Evelio y Uberney.

Y no tenían ninguna. Entonces por curiosidad a don Leonel le


dio por averiguar si los cuerpos encontrados en la Morgue de El
Carmen tenían algunas señales particulares.

Los dos habían sido reportados por el Ejército como guerrilleros


muertos en combates mientras intentaban derribar una torre de
energía en la vereda La Madera de El Carmen. Al averiguar por
ellos, el oficial de Decipol se informó que uno tenía tatuada en la
mano derecha una cruz gamada y el otro llevaba puestas unas
botas brama. Esas eran las únicas señales, pero fueron suficientes
para despertar la sospecha de don Leonel, que conocía bien la cruz
tatuada que llevaba Uberney y sabía que José Evelio escasamente
se quitaba sus brama de encima. Algunas veces charlando le decían
que a él lo iban a tener que enterrar con esas botas, y al parecer
resultó cierto.

126
Don León y su utopía eternamente postergada

Con su sospecha, don Leonel se fue directo al Instituto Popular


de Capacitación-IPC, donde tenía algunos conocidos, y comunicó
el caso. De entrada lanzó la hipótesis de que aquella era obra
del Ejército. Con otros dos compañeros y con un funcionario
del IPC fueron a exponer el caso a la Procuraduría regional. Los
recibió José Díaz, de investigaciones especiales de la Procuraduría
departamental. Eran ya casi las 11 de la mañana y sin perder un
minuto el mismo funcionario se comunicó con las autoridades de
El Carmen, habló tanto con funcionarios de la Fiscalía como de
la morgue y ordenó que retuvieran los documentos: las actas de
levantamiento, necropsias y las fotos, mientras enviaba por ellas.

En esa misma llamada el funcionario se enteró que ya los cuerpos


no estaban en la morgue. Varias personas uniformadas y armadas
de fusil habían llegado a la una de la mañana en 10 vehículos y
una volqueta, violentaron las puertas de la morgue y se robaron
los cadáveres de los dos supuestos guerrilleros. Afortunadamente,
cuando fueron a robarse los documentos ya los tenía el procurador
en Medellín. Lo intentaron tarde; esperaron hasta el jueves, 27 de
enero. También llegaron en varios carros y asaltaron el auto del
médico legista. Pero lo único que encontraron en el vehículo fue la
agenda del galeno.

También cometieron el error de no esculcar bien a José Evelio


y le dejaron en uno de los bolsillos una fotocopia de la cédula
que cargaba siempre y que después anexaron en la morgue a los
documentos que solicitaba la Procuraduría.

También se hizo evidente que la Fiscalía no había realizado el


levantamiento, como se supone que tiene que hacerse. En cambio
de ello, fue el mismo Ejército el que llevó los cuerpos a la morgue y
entregó un acta de levantamiento.

127
El 27 de enero llegaron hasta donde la Fiscal de El carmen varios
militares del grupo mecanizado Juan del Corral a solicitarle que les
entregara las pruebas. Pero ella solo tenía ya las prendas militares
que llevaban puestas los dos cuerpos y se las devolvió para que
los militares las quemaran. Por ese hecho a la Fiscal se le abrió una
investigación. Las prendas eran una prueba contundente. En las
mismas fotos de los expedientes se podía comprobar que la ropa
que llevaban los cuerpos estaba limpia y sin agujeros; se las habían
puesto después de muertos.

Con todas estas evidencias, don Leonel y sus compañeros


regaron las denuncias por los medios de comunicación, por internet
y por comunicados a organizaciones internacionales defensaoras
de derechos humanos. Eso lo hicieron desde el mismo 25 de enero y
desde ese mismo día se agudizó la persecución contra ellos.

A Pastor Jaramillo lo llamaron por teléfono el sábado 29 de enero


en la noche.
- Hijueputa- le gritó una voz chillona-. ¿Vas a seguir güevoneando?

El domingo 30 estuvieron buscándolos a todos en sus casas. A la


finca fueron por Heriberto, y en Medellín buscaron a los demás. A
la casa de cada uno llegó un grupo de hombres en varios vehículos
y motocicletas, identificados siempre como miembros del C.TI. No
encontraron a ninguno, porque con miedo, y por razones de seguridad,
ya nadie se atrevía a quedarse en su casa. Pero la gente en las casa
anotó las placas de los vehículos y las llevaron a las autoridades para
comprobar que no eran de ninguna institución pública.

Entre la oficina de reinserción y la unidad de derechos humanos


del Ministerio del Interior determinaron que todos ellos debían salir
de la ciudad y por eso, el martes primero de enero, en la mañana,
todos abordaron un vuelo, en calidad de protección, para Bogotá.

128
Don León y su utopía eternamente postergada

Heriberto, John Jairo y Pastor viajaron cada uno con su familia, don
Leonel viajó solo porque nadie de su familia lo quiso acompañar.
No concebían salir así de su ciudad.
La posición del gobierno fue facilitar todo para que salieran del
país, porque decía no tener capacidad para brindarles la seguridad
necesaria aquí. Entonces cada uno tenía que gestionar con algún
país. Pastor se llevó la familia para España, John Jairo para Noruega,
Heriberto se negó a salir del país y don Leonel se embarcó solo
para Venezuela. Por lo menos allí seguía sintiéndose cerca de lo que
quería y de las cosas que le dolían.

4.

Hasta Venezuela fue a buscarlo la noticia, tal como lo habían


buscado todas las que tenían que ver con la gente que había dejado
en el municipio de Montebello desde que tuvo que salir de su país.
Pero esta en particular lo atravesó como una espada.

En Venezuela tenía amigos del Movimiento Quinta República que


lo ayudaron a ubicarse bien en el trabajo. Casi desde su llegada se
había embarcado en un proyecto con el municipio de Barquisimeto,
en el Bosque de Macuto, tratando de organizar con un grupo de gente
experimentada un parque ecológico y recreacional en 200 hectáreas
de bosque. También se había codeado con los círculos bolivarianos
y se había vinculado al Movimiento de Transformación Agraria,
que intentaba convencer a los campesinos venezolanos de que no
podían seguir invadiendo arbitrariamente las tierras - porque el
venezolano es invasor por naturaleza, según don Leonel-, sino que
era necesario organizarse en grupos y comunidades con proyectos
claros para acceder de forma legal a los beneficios de la reforma
agraria que estaba desarrollando el gobierno.

129
Mientras hacía esto, don Leonel no podía dejar de vivir paso a
paso los acontecimientos que seguían sacudiendo su tierra, sobre
todo aquellos que sucedían en el lugar donde había dejado su
trabajo y su empeño. Al parecer no valían la tinta ni los micrófonos
ni las cámaras de los grandes medios de comunicación, pero a él se
lo comunicaba bien su familia o los mismos compañeros que aún
resistían el embate de la represión en la finca La Galleta y él mismo
se empeñaba en hacer conocer de las organizaciones internacionales
de derechos humanos.

Casi dos meses después de la primera masacre volvió a incursionar


un grupo de militares en la finca. Fue un operativo que incluyó
simulacro de combate. Por los aires volaron con su espantoso ruido
los helicópteros artillados y hasta la casa principal llegó todo un
grupo de infantería que se dio a la tarea de llenar los corredores de
fusiles, granadas, morteros y dinamita, para luego hacerlos filmar.

Era un día de semana y había en la finca más de 35 campesinos,


entre ellos Jairo, el hijo de don Leonel, recogiendo la cosecha. A
todos los sacaron de las parcelas y se los llevaron por el camino que
salía a Cementos el Cairo. Por todo el trayecto, los ultrajaron: los
empujaban con las culatas de los fusiles, los pateaban, los insultaban
y los acusaban de ser auxiliadores de la guerrilla.

Antes de llegar a la fábrica, los detuvieron y les dijeron que se


devolvieran y recogieran todas sus cosas, porque les daban apenas
ese día para desocupar la zona. Que no querían ver por allí a
ninguno de la finca.
- Pero, ¿para dónde nos vamos a ir? - se atrevió a decir alguno,
tragándose el miedo-. Si es aquí, cultivando el pedacito de tierra,
donde nos conseguimos la comida.
- Más bien agradezcan que estamos madres hoy y no los matamos
- contestó entre los uniformados una voz imponente-. Pero ábranse

130
Don León y su utopía eternamente postergada

ya antes de que nos arrepintamos. Ya no queremos ver a ningún


hijueputa por esos lados.

Ese día desaparecieron de la finca varias herramientas de trabajo,


que habían abandonado en el patio de la casa los campesinos cuando
el Ejército los recogió.

Con miedo y todo, algunos campesinos se atrevieron a poner


la denuncia ante algunos organismos de derechos humanos y el
Colectivo de Abogados José Alvear se apersonó del asunto, aunque
para ir a la finca a corroborar las secuelas de la incursión del Ejército,
los abogados tuvieron que hacerse escoltar fuertemente del mismo
Ejército. No se logró mucho, sobre todo por el miedo de los mismos
campesinos, que no se atrevían a avanzar más allá de la denuncia.

Casi mes y medio después llamaron de la Cuarta Brigada a la


esposa de don Leonel, en Medellín, para que fuera a reconocer allí
una guadañadora. Pero ella no se atrevió a arrimar por allí.

Por otro lado, varios campesinos de la finca y las veredas


cercanas, encabezados por Jairo, fueron el 30 de marzo de 2000 hasta
la Personería de Santa Bárbara a poner la queja por los atropellos.
Señalaron directamente a los militares como responsables de las
amenazas. Entonces la personera citó al comandante del batallón
Juan del Corral, que opera en la zona y ese mismo día levantó
un acta con las quejas de los campesinos y las declaraciones del
comandante. Este se limitaba a exhortar a los campesinos para que
volvieran a trabajar tranquilos en la finca.
- Las fuerzas militares están es para respaldarlos- decía.

En ningún momento negó las acusaciones de los campesinos


ni se refirió siquiera al tema. Por su parte, la personera no juzgó
necesario ahondar en las responsabilidades de los militares y el

131
caso se cerró con las declaraciones de buena fe del comandante,
que, por lo demás, nunca se cumplieron.

Poco a poco los campesinos tuvieron que acostumbrarse a las


incursiones intempestivas, a veces del Ejército que llegaba a registrar
las casas, y otras de los paramilitares que llegaban alzándose al que
les provocara.

El primero de mayo de 2001 hicieron otra incursión grande. Era


de noche y Jairo estaba solo en su rancho de la finca - porque vivía
con su compañera afuera, en la vereda San Antonio-. Escuchó de
pronto al perro en el patio ladrando temeroso y apenas alcanzó a
mirar por la ventana y vio en el patio en penumbras, iluminado
por una luna exangüe, que se acercaban unos hombres armados
empujando a otro por delante, con las manos sobre la cabeza. Era
don Antonio Sierra, un anciano de 75 años, que se entretenía en la
finca haciendo las veces del mayordomo.

Jairo se arrojó por una ventana trasera del rancho que daba
directamente al cañaozal y salió corriendo atropelladamente,
tumbando matas de caña con el cuerpo y tropezando en las raíces, a
tiempo que sentía el traqueteo de las ráfagas y el silbido de las balas
que apenas le pasaban zumbando.

A todo lo que dio su carrera logró sacarle el cuerpo a la muerte


esa noche y llegó prácticamente derrengado al pueblo de Santa
Bárbara. Su casa había sido incendiada y con ella ardió buena
parte del cañaozal. Esto lo supo ya Jairo por los familiares de don
Antonio que bajaron hasta la finca a buscar al señor y lo encontraron
encunetado en un desagüe de la carretera que iba de la finca a la
fábrica, con los pies hacia arriba y varios tiros en la cabeza.

Desde ahí comenzó el viacrucis de Jairo. Se quedó en Santa

132
Don León y su utopía eternamente postergada

Bárbara, porque definitivamente le tenía fobia a la ciudad. Varias


veces don Leonel le sugirió que se fuera para donde la mamá, pero
no quiso. Había aprendido a trabajar con amor la tierra y decía que
era ya lo único que sabía hacer y lo que quería hacer. Así que se
quedó en Santa Bárbara, velando el momento que pudiera regresar
a la finca. O apostándole a que por lo menos desde allí podía darle
vuelta de vez en cuando para que su huerta no se le cayera del
todo. Se equivocaba y don Leonel lo sabía e intentaba hacérselo ver
cuando tenía oportunidad de hablar con él por teléfono o cuando
hablaba con su esposa, porque Jairo se resistía cuanto podía a ir a
Medellín, aunque fuera solo a visitar la familia. Prefería mandar a
su esposa para mantener el contacto.

Don Leonel llegó a sugerirle que se vinculara al frente Carlos


Alirio Buitrago del ELN que a veces pasaba por allí, o a la gente
de Las FARC, que desde que lo veían en la finca le llevaban ganas,
porque era muy buen tirador. Eso lo demostraba matando los
chamones que arrasaban con las cosechas de maíz y fríjol. En una
hectárea que da tranquilamente cinco toneladas de maíz el chamón
podía acabar casi con dos toneladas. Entonces Jairo era el mejor
verdugo de estos animales y limpiaba la finca de la plaga. Don
Leonel era consciente de que la propuesta no era muy buena, pero
ante la negativa de Jairo para abandonar la zona, creía que era por
lo menos una posibilidad de sobrevivencia.

Es que Santa Bárbara era un nido de paramilitares y ya tenían


a Jairo en la mira; eran los mismos que lo habían hecho correr de
la finca. Por lo menos eso creía don Leonel. Y además Jairo estaba
cada vez más acorralado. No podía volver a trabajar en la finca y en
Santa Bárabara de todas maneras vivía con miedo y casi escondido.
Tampoco tenía muchas posibilidades de trabajar allí. Así que
el acoso más grande era el hambre, no solo la suya sino la de su
compañera y sus dos hijas que apenas estaban creciendo.

133
En el municipio solicitó protección y ayuda humanitaria como
desplazado. Pero no fue atendido y se quedó solo, en un pueblo
copado por los paramilitares que vivían bajo la protección del mismo
Ejército, y acosado por el hambre. Por ese acoso, Jairo valoraba cada
vez con menos juicio el peligro de bajar, aunque fuera volado y
escondido, de vez en cuando, a ver qué podía recoger por la finca.

El primer día que lo intentó fue el primero de agosto de 2001.


Bajó a la finca a las 7 de la mañana, a las carreras recogió lo que
pudo, un poco de plátano, otro poco de yuca, de maíz, de frijol… A
las 11 de la mañana se regresó con la comida terciada al lomo de un
caballo y acompañado de un trabajador que todavía se mantenía en
la finca y su hijo, un niño de 12 años.

El 2 de agosto recibió en Venezuela don Leonel la llamada de


su esposa. Casi no podía hablar de lo convulsionada que estaba y
al parecer la interferencia en el momento le impedía a don Leonel
entender mejor lo que pasaba. Pero logró saber que a su hijo se lo
habían llevado el día anterior y hasta el momento nadie podía dar
razón de él.

Antes de salir de la finca lo abordaron 10 uniformados con fusiles


y apuntándole le ordenaron bajar del caballo. Lo hicieron tirar al
piso y así lo mantuvieron un rato, uno de los uniformados con el
pie sobre su espalda, mientras otro informaba por radio teléfono.
- Ya tenemos a Jairo - repetía para hacerse escuchar.
-¿Al Mono Jairo?- preguntaba al fin, con asombro, la voz del otro
lado, como si no creyera del todo lo que escuchaba.
- Sí, mi teniente- respondía el otro, en un grito hinchado de
orgullo.
- Pues entonces amarre de una a ese hijueputa, que es bastante
liso y se les vuela otra vez.

134
Don León y su utopía eternamente postergada

Fue al único que amarraron. Pero a su lado hicieron caminar


también al campesino con el niño, por el camino que llevaba a la
escuela Palmitas, todavía dentro de la finca. Antes de llegar a la
escuela, en un altico a la orilla del camino y a la sombra de unos
balsos, los hicieron sentar y se sentaron con ellos, sobre el pasto.
Sacaron de sus morrales unas galletas y un garrafón con refresco.
Compartieron el fresco y las galletas con el niño y su padre y
después les ordenaron que se devolvieran para la casa. Ellos se
levantaron e hicieron levantar a Jairo. Pasaron de largo por la
escuela y desaparecieron de la vista del campesino y el niño. Desde
ese día ninguno de sus familiares o amigos supo más de El Mono
Jairo. Y la vida de don Leonel se convirtió en un eterno e inútil
intento por encontrarlo.

135
UN ASUNTICO POLÍTICO

Y …Usted de qué partido es?

-Pues fíjese que por ser partido


Es que me declaro
De entero
Inconforme
ARA

Por Jhonny Zeta

Los pensamientos de una

Nací en un pueblo del Suroeste antioqueño que tiene fama de


ser el más lindo. Mire, de niña y de joven decía: yo no voy a ser
ama de casa ni mujer casada, ni hijos ni obligaciones, eso no me
gusta; yo quiero hacer otras cosas, mejor trabajo en el campo con mi
papá… y andaba detrás de él, trabajando en el cañadulzal, cogiendo
piñas, naranjas. Me resultaban novios y decía: yo no me voy a casar;
¿conseguir un hombre para ir a cocinarle y a lavarle?, ¿hijos? Oiga,
esas mujeres que se ven para morirse, cómo gritan, yo no me voy a
poner en ese cuento. Hasta que tuve a Paula. Ya una siente diferente,
adora esos muchachitos, y me quedó gustando porque tuve cuatro.

En la vereda de mis padres estudié hasta segundo de primaria;


en Medellín, cuando tuve el segundo hijo, estudié hasta quinto;
y el año pasado me gradué del bachillerato para poder estudiar
reflexología, porque si no, no me dejaban.

Me considero una víctima del conflicto colombiano, me ha


tocado desplazarme tres veces; la primera vez por la guerrilla y el

139
Ejército, la segunda, en la ciudad porque mi hija mayor se consiguió
un novio de un combo, la tercera por el asesinato de mi hijo.

La vereda

Por la vereda baja un río llamado La Encarnación, que desemboca y


se junta con el Penderisco, donde se encuentran se hace un chapuzón,
un charco grande; hay una leyenda que asegura que en ese charco
veían sirenas, una muchacha muy bonita que de la cintura para abajo
era pescado. Allá viví entre el año 92 y el 96; el tiempo más duro con
el conflicto fue en el 95, cuando se hizo más grave.

Ejército y paramilitares llegaban a las casas a torturar a los


campesinos, acusándolos de guerrilleros o de ser colaboradores.
Imagínese a los campesinos diciendo: esto está muy duro, todos nos
vamos a tener que ir, qué hacemos, para dónde cogemos, uno no tiene
contento a nadie, si tiene contento a los unos no tiene contentos a los
otros; si llegaba el Ejército se enojaba porque la guerrilla había pasado
por ahí, y si llegaban los otros preguntaban: ¿a qué vino el Ejército acá?
La mayoría de gente se fue para el pueblo o para Medellín, empezaron
a dejar las fincas. Mire los años que hace y la vereda todavía está muy
sola, de veinte familias ahora habrá seis. Nosotros dejamos de todo:
gallinas, marranos, la tienda, seis novillonas; un señor contó que en
una bomba que tiraron, las novillonas se desbocaron corriendo y se
mataron, pero una sabe que eso es mentira; mi esposo se devolvió en
el año 2000 y dijo que el señor que se apoderó de la finca le mandó
cuatro millones de pesos.

El estadero y los actores armados

En el pueblo estaba el EPL; cuando mataron al comandante que


le decían “el gurre”, entraron las FARC, también hacía presencia
el Ejército y al final entraron los paracos, ahí fue donde se agudizó

140
ARA

más el conflicto, esa cantidad de masacres, nos tocó venirnos a la


ciudad. En el pueblo existe un sitio llamado La nevera, allá los paras
enterraron a mucha gente, también es el nombre de una quebrada y
allá botaban a los muertos; de eso hace veinte años.

En el Ejército todos eran jóvenes, en la guerrilla de todas las edades


y algunas mujeres; los paras andaban con el Ejército, sin uniforme,
de gorras y así. El EPL sin uniforme. Decíamos: esos deben ser de
las FARC, porque tienen uniforme, son como más disciplinados.
Una noche estábamos acostados, nos tocaron la puerta, abran que
somos los farianos; abrimos asustados, nos dijeron: no se preocupen,
venimos entrando a la vereda y necesitamos que nos vendan un
mercado, nos entregaron un volante que explicaba que llegaban a
sacar al EPL porque estaba haciendo mucho mal.

Hacía una semana que habíamos llegado a vivir en el estadero,


estábamos muertos de susto porque alguien pensara y dijera que
eran amigos de nosotros; mentira, porque nunca fuimos amigos de
ningún grupo armado, éramos ahí, esperando a lo que pidieran.

Llegaba también el Ejército: nos regalan tintico, venimos con


mucha hambre; y nosotros les dábamos tintico; aparecían las FARC:
nos venden dos gallinas que vamos a hacer un sancocho al frente;
uno cómo decía que no. Pasaba el Ejército preguntando: ¿cierto que
acaba de pasar la guerrilla? Nosotros contábamos la verdad: por acá
pasa gente uniformada, lo que no sabemos es quiénes son los unos
o los otros; eran muy parecidos en el uniforme, a veces cuando les
distinguíamos un brazalete que decía EP, veíamos que no era ejército,
o si los veíamos muy jóvenes pensábamos que eran soldados.

Vivíamos entre ese peligro y no nos mataron por de buenas.


Allá aparecía cualquier grupo de esos, saludando, con sus armas,
sus uniformes; permiso que ya llegamos; disculpen nosotros somos

141
farianos, ¿nos prestan la mesa que vamos a jugar billar? Todo
normal, como cualquiera que llega a una tienda, pide cerveza, sólo
que una era asustada, porque ¿qué más hace?

Los veinticuatros y treintaiunos de diciembre hacíamos bailes con


los vecinos, pero a media noche llegaban los uniformados a sacar
pareja y quién les dice que no; con su arma colgada y bailando, los
farianos llegaban formales, una vez, a fin de año nos llevaron tarjeta
de navidad, yo le dije a mi esposo: ve que formalita esa gente.

La historia de los perros

Un vecino nos regaló a Villamar, una pastor alemán que parió


diez perritos. Se criaban muy bonitos; yo me reía porque los vendía
a cinco mil, valían más que las gallinas porque eran de raza y se los
llevaban los negros que pasaban con dragas y cadenas de oro para
el Chocó, también los indios. Los indios subían con maíz, la india
adelante con el canasto y hasta el muchachito encima y el indio
detrás maniboliado; nosotros criticábamos eso. Los negros eran más
conversones, se reían, armaban escándalo, en cambio los indios no,
era más callados, yo era la que buscaba a las indias cuando las veía
en un rincón alimentando el muchachito con frío: señora, quiere un
cafecito o algo, venga entre; a veces me regalaban cosas que traían,
unas bolas de chócolo envueltas en hojas o yucas cocinadas.

Cualquier día yo estaba persiguiendo a la perra porque se me


había comido una gallina; en esas aparece la guerrilla, preguntan
qué sucede y yo les cuento; dicen: si quiere nos llevamos la perra y le
enseñamos a ser verraca en el monte y para que deje de comérsele las
gallinas. Se llevaron la perra. A las dos semanas aparece el Ejército
diciendo: ¿ustedes regalaron la perra a la guerrilla?, entonces nosotros
necesitamos un perro, se llevaron uno de los cachorros, pensaron que
teníamos amistad con la guerrilla; después nos tocó dejar el estadero.

142
ARA

El día de la partida

A mi esposo lo cogieron volviendo del pueblo con el surtido de


la tienda; el Ejército lo bajó de la línea, le preguntaron quién era y
el respondió que el de la tienda de abajo; ¡entonces vos sos el que le
comprás el mercadito a la guerrilla! Lo llevaron para la orilla del río
junto a otros dos tenderos, al uno le metieron la cabeza al río para
que dijera si la guerrilla se mantenía por ahí o no ¡yo no sé nada!,
entonces le volvían a hundir la cabeza. A mi esposo lo insultaban y
amenazaban, en últimas los soltaron. Cuando mi esposo llegó a la
tienda y me contó, yo le dije: si usted no se va yo si me voy, un día
de estos lo matan y yo me quedo sola aquí. En la madrugada nos
fuimos para el pueblo, llevamos todos los corotos. Uno de los hijos
de mi esposo dijo que él se quedaba y no pasaba nada; lo dejamos
encargado y a los quince días se tuvo que ir volado. A mi hijastro le
tocó una masacre, mataron al conductor de la chiva y amenazaron
a los que dejaron vivos; él llegó a Medellín sin nada, ahí fue donde
perdimos todo.

A los años volví a otra vereda, a visitar la finca de mi papá.


Uno se acordaba que una vez había tenido algo y que ya no tenía
nada. Pregunté por El Sireno y me dijeron que todo eso estaba
enrastrojado.

En la ciudad

Para colmo de males llegamos a vivir al Uno (barrio Popular n°


1). Salimos de guatemalas para meternos en guatepeor como dice
el dicho. Nos tocaban tremendas balaceras, los viciosos corriendo
con el arma en la mano, no sabíamos en dónde era peor. Cuando
pasaban corriendo con esas armas chiquitas en la mano una decía
¡hay dios mío, por toda parte la guerra! En esas balaceras yo cerraba
la tienda y me sentaba con los muchachitos a esperar que pasara la

143
balacera; durante el tiempo que vivimos allá arriba mataron mucha
gente en la cancha. Lo otro era que uno le tenía más miedo a la
guerra en el pueblo, en la ciudad era diferente, desconfiábamos
de la policía porque se sabía que ellos cuidaban para que en las
plazas de vicio no pasara nada, si hasta fumaban marihuana con
los muchachos. Con el Ejército una sabía que eran muchachos
campesinos obligados a ir a la guerra, pero la Policía de la ciudad
es porque les gusta.

Yo añoro volver al campo ¿por qué? Es que nací allá, me encanta


el silencio, tener gallinas, marranos, vacas y el aire puro, el agua
limpia, sin estar tratada, y sembrar todo lo que una quiera. En la
ciudad es el olor a marihuana de los barrios, en el centro el aire
contaminado, las frutas son de lo más malo y caro, puro químico; en
cambio en el campo puede crecer una mata de tomate sin químico.

Precisamente en la ciudad me mataron un hijo, me quedan


tres; él se fue a visitar a la novia que vivía en el barrio Las Flores
y lo asesinaron, la Fiscalía dijo que una bala lo alcanzó en el pecho
cuando pasaba por un negocio en el que estaban disparando;
veintidós años tenía. Y es que en Medellín nadie está libre de eso,
así que nos fuimos a vivir a un corregimiento, también matan, pero
no se ven los combos como en el Uno.

En el popular no pagaba vacuna, se la cobraban a los carros que


llegaban a surtir, en cambio en San Cristóbal le tenía que pagar a los
paracos por tener la tiendita; yo les decía: muchachos, voy a tener
que dejar el negocio porque pago arriendo, servicios y no me alcanza;
en todo caso les tenía que dar veinte mil cada quince días. En una
oportunidad no tenía los veinte, sólo monedas de cincuenta, y ellos:
cuéntelas, cuéntelas madrecita que nosotros no tenemos afán.

144
ARA

La esperanza con el pan debajo del brazo

Con la situación actual del país yo pienso que paz no hay, las
cosas siguen igual. Sabe, yo hubiera votado por el sí, porque si la
guerrilla no estuviera empujando al gobierno este nos tendría peor;
pienso, no sé.

Estando todavía en Urrao, en el 96, me diagnosticaron cáncer de


matriz, y además quedé embarazada, la recomendación era abortar
pero yo decía: no me hagan ningún raspado, doctor, es que yo
todavía tengo la niña viva, yo siento que no se ha muerto; el doctor
pensaba que sí y me reprochaba: pero si apenas tiene dos meses
de embarazo, además, ¿cómo sabe que es niña? Doctor, es que yo
siento. Hasta que me hice la ecografía; volví a la casa muy contenta
y le dije a mi esposo que antes de morirme iba a tener una niña; y mi
esposo: no pues, le parece mucha gracia tener una que no conocés
para dejar tres solos; y yo: qué le hace, los tres ya nacieron, están
ahí, cualquiera los cuida; ésta es la que tengo que cuidar porque no
ha nacido, después me muero, o vivo con ella o me muero con ella.

Así fue, era una migajitica, pesaba 2800 gramos. Todavía estamos
juntas, en unos días mi Ale se sube al segundo peldaño. Tuve
negocios, tiendas, ahora vendo productos de belleza y la gente me
busca para pagarme, nadie me queda debiendo. ¿no le parece raro?

Octubre de 2016

145
Las razones y sus causas
Caminan en todos los idiomas
Caminan porque hacen caminar al hombre
La providencial
independencia de
Willie Bee.

Por Andrés Álvarez

El imaginario y el oráculo

El primer referente que tuve sobre San Andrés, Providencia y


Santa Catalina se remonta a mi infancia, en la época que circulaba
la moneda de 10 pesos, que aparte de sorprenderme por su gran
tamaño, dejó grabado en mi mente aquel mapa de ese territorio
insular. Esta fue mi primera noción de mapa cuyo único referente
para aquel entonces se reducía a un lugar lejano donde mi abuela
compró una licuadora y unos zapaticos chinos de suela plástica con
el dibujo bordado de un campesino, cargando dos baldes de agua
en una vara a sus espaldas.

Después el imaginario evolucionó a lugar donde la gente va de


vacaciones a parajes como un hoyo soplador y la cueva de un tal
Morgan. Con el paso del tiempo dicho imaginario se amplió al de un
destino color de rosa al que iban las quinceañeras, solo por que una
prima fue para sus quinces y me mostró fotos idílicas de su viaje.
La más reciente actualización del mencionado imaginario de lo que
solemos llamar genéricamente Las Islas, se podría definir como la
parte de Colombia donde por negligencia del Estado se perdió una

149
gran porción del mar de nuestro mutilado territorio nacional. Solo
hasta el año pasado pude conocer la isla, por ciertas cosas del azar
y un regalo de una aerolínea de bajo presupuesto.

Después de tantos años de ir formando una idea nutrida de


tantas imágenes disímiles sobre el archipiélago, pude finalmente
viajar a mediados del año a dicho lugar. Animado más por la idea de
conocer Providencia y su mar, cuya manida descripción lo cataloga
con un número de colores. Aunque era un asunto trillado, de alguna
manera alimentó mi curiosidad por saber cuáles eran esos siete
colores de los que trata el epíteto. La idea de viajar a Providencia
me daba vueltas en la cabeza desde hacía algunos años y, cuando
por azar vi un muy buen documental sobre Providencia en señal
Colombia, tomé la decisión de viajar a ese lugar aprovechando
un tiquete que me regaló la mencionada aerolínea, cuyo nombre
celebra precisamente el de esta querida Patria.

Del documental solo quiero decir que lo asumí como una suerte
de oráculo del cual tomé nota atenta de los lugares a los que quería
ir y de las personas a las que quería conocer. De los lugares solo
mencionaré The Peak, al que efectiva y afortunadamente pude ir y
observar, desde su elevación en vista de trescientos sesenta grados,
toda la majestuosidad del mar de los siete colores (son muchos
más); también pude observar la tercera barrera coralina mejor
conservada del mundo, valga decir por el cuidado y por la acción
de los mismos isleños, conscientes de su patrimonio y no tanto
así de los Colombianos continentales, quienes inventariamos esta
maravilla como nuestra.

De las personas hablaré especialmente de Wilberson Archbold,


más conocido en el mundo artístico como Willie Bee, músico raizal,
intérprete de varios instrumentos de cuerda y leyenda viva de la
música autóctona del archipiélago, que cuenta con géneros como

150
La providencial independencia de Willie Bee

el calypso y el mentó, patrimonio de todo el Caribe insular desde


San Andrés hasta Jamaica.

Es sobre este sabio, sencillo y gran abuelo de 79 años de quien


quiero hablar, la experiencia más significativa para mi en el viaje que
realicé a Old Providence, el nombre con el que los raizales nombran
su querida isla. Pero antes de hacerlo quiero tratar de describir un
poco el espíritu de Providencia, pues extrañamente estando allá
pude completar mi imaginario sobre esa parte subvalorada de
Colombia, y pude además reconfigurarlo en términos de lo que
puede significar la independencia y, más específicamente, Fiesta de
la independencia.

LLegando en tiempos de fiestas patrias

Después de un largo y sinuoso viaje en ferry desde la sobrex-


plotada San Andrés, llegué a Providencia, donde me esperaba mi
anfitriona raizal, quien me llevó a la que sería mi morada por los
próximos ocho días. Una vez en la nueva y temporal casa, conocí
al esposo de Miss Yaqueline, Don Carlos, un continental de Barran-
quilla, alegre, cordial y seguidor fiel de Nairo Quintana (que por
entonces estaba corriendo en no se qué vuelta), quien lleva cerca
de veinte años viviendo en la isla. Fue don Carlos quien, de forma
muy amable, me mostró algunos secretos de la Isla y me presentó
al maestro Wiilie Bee.

Una vez enterado de cómo moverme por los 17 kilómetros


cuadrados de la isla y al tercer día de algunos recorridos disfrutando
el verde esmeralda de la amplia y conservada vegetación que
contrasta con la sorprendente gama de azules que despliega el mar
en esta parte del Caribe, de una forma un tanto sorpresiva para
mi desprevenido patriotismo, terminé en medio de la fiesta previa
a la celebración del 20 de Julio. Ese día, martes 19 en la tarde, en

151
el casco urbano, por llamar de alguna manera al núcleo poblado
principal de la isla, el lugar fue adquiriendo un carácter festivo
desde el momento en que una tarima puso a sonar música de las
antillas menores a alto volumen.

La noche empezó a entrar después de la tardía tarde, como a


eso de las 7 y 30, convirtiendo el lugar en escenario de una gran
fiesta popular, donde el evento principal se anunciaba como la
Vaca Loca en el marco de la víspera de la fiesta del 20 de julio.
Este particular performance estuvo precedido por el concierto de
un grupo de mentó y calypso tradicional en el que destacaban dos
instrumentos típicos: primero el Keg-Drum o tambor tinajo, que
es un bajo formado con un cordel unido a una gran ponchera de
zinc, y el segundo, la quijada de caballo a manera de carraca como
acompañante percusivo. El grupo fue acompañado por un coro
infantil, seguido por danzas tradicionales como el chotís, y una
obra de teatro costumbrista que invitaba a observar las costumbres
del raizal.

Finalmente sucedió la pirotécnica aparición de la esperada Vaca


Loca, que consistía en un hombre disfrazado con una estructura
de madera forrada en papel, dispuesta con fuegos de pólvora; la
vaca corría desorbitadamente entre la multitud de los asistentes a
la plaza de eventos al lado del muelle de embarcaciones menores.
Todos huían ante la presencia de tan explosivo animal, y gritaban
entre alegres y asustados, esquivando el monigote de pequeños
volcanes chispeantes.

Todo el tiempo las arengas del locutor del evento se referían a la


independencia de España y después de los vivas independentistas,
la gente gritaba con alegría y con un patriotismo que parecía más
referido a su ínsula y a una fiesta de independencia propia con un
tono más local, cuya patria era su mismo territorio en medio del

152
La providencial independencia de Willie Bee

mar. Lo particular de esta situación es que nunca escuché mencionar


a Colombia después de la palabra independencia; durante toda
la celebración, incluso, se hablaba del corsario francés Luis Aury
(1788-1821), quien se puso al servicio de las tropas de Simón Bolívar
entre 1818 y 1821, convirtiendo a la isla de Providencia en base
militar de defensa contra las tropas españolas de reconquista. El
señor Aury resultó ser la referencia más cercana a lo que un prócer
pudiera significar para el contexto de lo que sería la efemérides, ni
un Santander ni un Sucre se oyeron mencionar en el discurso del
animador de la fiesta.

Al día siguiente se llevó a cabo el desfile del 20 de Julio, cuya


majestuosidad, colorido y entusiasmo solo se me ocurre englobar
con la palabra Carnaval. A él asistió buena parte de los cerca de
6.000 habitantes, engalanados con un orgullo más cercano al de ser
Raizal o isleño que al de ser Colombiano. Numerosas bandas de
paz (en palabras del maestro de ceremonias), muchas de ellas de
niños desplegando alegres coreografías y ritmos festivos propios,
comparsas diversas como las alusivas a las costumbres locales,
por ejemplo, el plato típico llamado Rondón (pescado, caracol,
yuca, ñame, colita de cerdo, plátano cocido y domplines o tortillas
de harina, bañados y cocidos en leche de coco con pimienta), o
la comparsa de abuelos con Miss Old Providence y su corona de
reina de la tercera edad y grupos de danza bailando a todo color
al son de cantos en Creole, la lengua propia del lugar, que la gente
habla de forma recia y con una dignidad que pareciera apabullarte
recordando que no eres de allá.

Encabezando ese gran desfile, un pequeño pelotón de la armada


y otro de la policía colombiana que resultaban ridículamente
pequeños en consideración de la magnitud de la fiesta. Estos dos
grupitos, sumados a la bandera de Colombia, resultaron ser los
pocos símbolos que apenas sí daban cuenta de lo que pudiera

153
representar el carácter de fiesta patria, de lo que en teoría trataba el
evento. Los pelotones estos, una vez llegados al fin del recorrido, se
disolvieron discretamente mientras la gente, bailando, se apropiaba
de la calle.

De Mr Archbold a Willie Bee.

Wilberson Archbold Robinson nació en la isla de Old Providence


el 17 de octubre de 1937 en el seno de una devota familia bautista,
iglesia de la cual hoy día continúa siendo miembro activo.
Cuando niño, Wilberson pagaba sus estudios con trabajo y según
su profesora, la señora Gloria, como es citada en el periódico
local El isleño en una artículo de 2015, “siempre fue introvertido,
responsable y comprometido”

De acuerdo con el citado semanario, la mayor parte de su vida


Wilberson la pasó trabajando en cruceros como chef y durante sus
vacaciones se dedicaba a la música; pero su pasión siempre fue esta
última. Inclusive le sacaba melodías a las cajitas de fósforos cuando
eran resistentes (Parrot Matches).

El maestro fue uno de los pioneros que hicieron instrumentos


con los palos de las palmas de coco y las latas de sardinas. Les
traspasaba un palo, les ponía cuerdas de nylon de pescar y las
tocaba a imitación de mandolina.

En Providencia nos quedan solo dos maestros, comenta Yolanda


Hooker, gestora cultural de San Andrés. Habla de Alvan McLean
y Wilberson Archbold. El primero le ha enseñado a toda su familia
los instrumentos de la música típica y el segundo es líder de Coral
Group y desde 2008 enseña en una escuela de música para mantener
vivos los instrumentos.

154
La providencial independencia de Willie Bee

Respecto a su nombre artístico solo se puede decir que está


formado por el diminutivo de su nombre y la palabra abeja, que
tal vez haga referencia a su inquietud musical y a la itinerancia de
su vida viajera. Willie Bee es de los que componen el viejo calypso,
el tradicional jocoso que cuenta historias picarescas de animales o
personas; pero de las letras jocosas, como comenta Liliana Martínez,
las letras del calypso tradiconal del archipiélago pueden pasar a
las inquietudes sociales, el choque cultural que sienten cuando se
encuentran con los colombianos del continente y los problemas del
isleño, como la sobrepoblación.

Willie Bee es líder de ‘Coral Group’, maestro de violín y


mandolina, además de intérprete de guitarra; y en su quehacer
artístico siempre ha procurado mantener viva la cultura musical
en Providencia. Dice que hay que mantener vivos los instrumentos
y no dejar morir la tradición. En sus tiempos libres se dedica a la
pesca en los alrededores de su divina Providencia.

Encuentro con el Maestro.

Después de 7 días de estadía y de algunas indagaciones breves


por el señor Archbold, le manifesté al esposo de mi anfitriona el
interés que tenía por conocer al músico; le referí sobre el documental
en el que pude aprender un poco de la isla y mi fascinación por
las músicas tradicionales. Entonces nos dirigimos hacia el casco
urbano por la única vía que circunvala Providencia. Al lado donde
inicia el hermoso malecón de madera multicolor que va paralelo a
la carretera y al mar, me fue presentado el Maestro.

En una pequeña caseta estaba el Señor Achbold observando


cómo unos pescadores reparaban una lancha, sentado sobre unas
rastras de madera, sin camisa y con la tranquilidad de llevar solo
su pantaloneta y sus chanclas por asuntos del calor. El Maestro

155
extendió su mano y yo la estreché con una pequeña reverencia,
diciéndole mi nombre y mi propósito. De su extraño inglés logré
entender que en el momento no podía atenderme, que se hallaba
muy cansado puesto que en la mañana, él y su grupo habían tocado
para el presidente Santos, quien se encontraba de visita oficial en
Providencia. Cuando empecé a desilusionarme, el tranquilo hombre
volvió a abrir mis esperanzas: “Si quieres puedes venir en la tarde a
mi casa y allá podremos conversar”.

En efecto, la visita presidencial fue notoria desde el día anterior por


el movimiento de personal de seguridad en las vías; la prohibición
de tomar licor fue efectiva y el ambiente se sentía diferente porque
la gente siempre hablaba del tema, informando al instante dónde
estaba el presidente en diferentes momentos: está en el Sena, que en
el museo, se está llenando, ya salió para Bogotá. Lo extraño es que
en los días anteriores no se oía nada sobre el asunto, ni siquiera el
día de la celebración veintejuliera, ni en su víspera.

Ya en la tarde donde el maestro Archbold, don Carlos y yo


tocamos a la puerta de su casa típica isleña, toda en madera, de
techo alto, de arquitectura antillana con influencia holandesa, pero
un poco deteriorada. Su esposa abrió la puerta anunciando nuestra
visita. El maestro nos invitó a sentarnos en unas sillas mecedoras
del corredor de la casa donde estaba, además, su hijo con una biblia
en la mano. Una vez sentados, lo primero que se me ocurrió fue
contarle sobre el documental y hablarle de mi fascinación por la
música blues, preguntándole si conocía a B.B King. Respondió que
sí; entonces repuse que me sentía como hablando con él, pues su
aspecto, el del maestro raizal, guardaba cierto aire semejante al del
maestro afroamericano tanto por su bigote como por su robustez
y los lentes que me remitían al blusero, además de la forma en
que se sentaba con los pies desplegados como si fuera a tocar su
instrumento. Tenemos raíces parecidas, señaló Mr Archbold,

156
La providencial independencia de Willie Bee

y nuestra música tiene influencias del Blues, sentenció en tono


pausado.

Una vez entrados en el tema musical, el maestro empezó a


hablarme de la Mandolina y su importancia en la música raizal
como instrumento líder en ritmos como el calypso, originario de
Trinidad y Tobago pero popular en buena parte de las Antillas, y
del mentó, procedente de Jamaica, precursor del Ská y el reggae.
Me explicó que este instrumento es herencia inglesa y me mostró
tanto su mandolina electroacústica como otra acústica. La primera
fue el regalo de un amigo alemán de Santander, quien la fabricó
especialmente para él en una ocasión que estuvo en Bucaramanga,
pues por su labor musical ha visitado varias veces esta ciudad,
además de ciudades como Barranquilla, Bogotá o Medellín. Esta
última la recuerda en especial porque, aparte de tocar varias veces
allí, fue en esta ciudad donde le realizaron la cirugía en la que le
pusieron un marcapasos y donde pasó su convalecencia gracias a la
generosidad de otro amigo, esta vez paisa.

Aprovechando que estábamos hablando de música, le pregunté


a Willie Bee sobre la suya, un poco pensando en sí podría venderme
el cd de sus canciones con el Coral Group, que ya había visto en
una tienda de artesanías por los lados del puente de madera que
comunica con la menor de las islas del archipiélago, Santa Catalina.
El maestro accedió pidiendo a su esposa que trajera un ejemplar.
Lo grato de este momento sucedió cuando el maestro, un tanto
emocionado, comenzó a explicarme algunos de los temas del
disco compuestos por él, mostrando en su rostro la solemnidad
del tratadista explicando una gran obra. Me dio la impresión de
estar feliz de tener en su casa alguien interesado en su obra, como
sucedía conmigo, pues también estaba emocionado de escuchar a
esta leyenda de la música isleña.

157
Pero el momento más divertido llegó en la explicación de una
segunda canción llamada Black Parrot, un calypso de autoría de Mr
Archbold, que traduce algo así como Loro Negro, y la letra de su
primer verso en creole dice lo siguiente:

The reason why I love me black parrot


The way how he lie and love to chat
While he watch me home so carefully
Anything me wife Lucy do this Parrot see

Acá el solemne conferencista esbozó una leve sonrisa, explicando


la historia de la canción sobre sobre este loro negro que le cuenta
a su amo lo que hace su esposa cuando él está fuera de casa, en
el trabajo. La sonrisa comenzó a tomar visos de risa cantando la
siguiente parte de la canción que dice:

To home I came from work one day to see


Then hear what the Parrot said to me:
Well he said: Masta’ a man inside
Murder’, in de’ a hide
Masta’, get your knife
For he have a thing, “beating” your wife

Y en esta parte, ya con una incontenible carcajada, el narrador


trató de explicar cómo el loro le cuenta a su amo las infidelidades de
su mujer, quien se encontraba con un hombre en casa sosteniendo
relaciones sexuales. La historia continúa con más versos en el
mismo tono jocoso pero una vez terminada entre la risa de los que
le estábamos escuchando, Willie Bee suspira diciendo que eso sí es
música, no como la de ahora, pues los jóvenes no aprecian la música
tradicional. No obstante, para sobrevivir él da clases de mandolina
y el municipio le ha contratado en varias ocasiones para formar a
los jóvenes en este arte instrumental.

158
La providencial independencia de Willie Bee

De pronto, la conversación tomó otro carácter. El tema ahora era la


presentación de Coral Group para el presidente en las instalaciones
del Sena, por el sector de pueblo viejo, a escasos dos kilómetros de
donde estábamos. En un comienzo la narración de Willie Bee dejó
ver el honor que significó su actuación ante tal personalidad; pero,
por otro lado, comenzó a plantear su desazón por la falta de apoyó
del Estado colombiano y cierta sensación de abandono debido a
las dificultadas materiales por las que le ha tocado pasar en estos
últimos años .

Me invitó a pasar al interior de su casa y me mostró una parte


deteriorada de su techo. Terminamos el recorrido en el patio, con
vista al mar, desde donde me mostró un lote de su propiedad, que
pretendía vender para salir de sus apuros.

De nuevo en el corredor, el anfitrión prosiguió su charla,


comentando que incluso el año anterior los músicos de Providencia
reailzaron un concierto solidario para recolectar fondos para
él. Recaudaron COP 3.300.000, pero resultó insuficiente para
sus actuales dificultadas. A este respecto, un reporte de 2015 del
Archipelago press, periodico digital de la región, cita el testimonio
de un músico local llamado Job Saas:

Esta recolecta fue un apoyo solidario que los músicos del


Archipiélago quisieron hacer en honor al reconocido músico
providenciano, Wilberson Archbold, conocido como ‘Willie B’, que
tiene su casa deteriorada y su estado de salud no se encuentra muy
bien. “Por respeto, por amor a un gran maestro, desde pequeño
siempre escuchamos sobre ‘Willie B’, es uno de los primeros en hacer
conocer nuestra cultura por medio de nuestra música tradicional y
típica, entonces creemos que él se merece nuestro apoyo, esto es un
homenaje y a la vez una musicaton para recolectar los fondos”.

159
Otras tantas cosas se hablaron, como, por ejemplo, de los viajes
de Mr Archbold al carnaval de Río de Janeiro, donde se presentó, o
de sus vídeos musicales en Youtube y otras tantas historias de este
personaje del folclor del archipiélago, por no decir que de Colombia
para no entrar en litigios soberanos. Finalmente, el maestro trajo
su guitarra y como le comenté que yo medianamente la podía
tocar, improvisamos un calypso -blues en el que compartimos
unos acordes divertidos, sobre todo majestuosos en cuanto a la
mandolina de Willie Bee se refiere.

De regreso al continente, una vez el avión estaba en lo alto,


observé la magnitud del mar rodeando aquellas islas, recordando al
Maestro del cual solo me queda decir que es un verdadero músico
independiente en una auténtica isla independiente.

160
Oficios de la memoria
perduran en los ojos que florecen el camino y la mirada,
fruto de las manos que convierten la semilla en milagro,
de pies firmes que vadean el miedo sin desfallecer
y de cabezas que persisten en la libertad de la conciencia.
Un Juglar en
conflicto

Por Adriana María Diosa Colorado

“! No disparen, somos niños ¡”, gritaba con su vos ronca el profe de


teatro mientras alentaba a los niños y niñas a que hicieran lo mismo
y los organizaba rápidamente debajo de los estrechos dinteles de
cemento que sobresalían en la parte inferior de las ventana del aula
múltiple del colegio donde se encontraba ensayando con el grupo
infantil de teatro la obra “Sainete de don Golondrino”…Una de las
niñas estaba repasando este texto:
“…De mi amante Polidoro / Que lo quiero y que lo adoro / Y
nunca podré olvidar…”

De prono se escuchó una gran explosión que sacudió la


estructura del colegio y tumbó algunos vidrios y tejas. El profe
cruzó una mirada con su compañera, a la cual había invitado por
primera vez a este pueblo, a la misma que hacia algunos minutos
le había dicho: “Cuando terminemos en la tarde el ensayo te
muestro el pueblo, que está conformado por una sola calle larga,
al final de la cual está la iglesia”. Ambos tenían dibujadas en sus
ojos palabras que se dicen sin nombrarse… Se escucharon dos
nuevas explosiones menos fuertes y con ellas múltiples voces,

163
sonidos de material de hierro que chocaba entre sí como máquinas
que se ajustaban, mujeres y hombres que corrían y hablaban…
vinieron más y más explosiones mientras fueron cayendo algunas
partes del aula múltiple. El profe tomó a su compañera por la
mano y, adosados estrechamente contra la pared, se tendieron en
el piso con sus cuerpos estirados como si fueran seres plásticos,
protegiendo a los niños y niñas que se encontraban debajo de los
dinteles de las ventanas.

El colectivo teatral estaba conformado por diecisiete chicos y


chicas entre los 9 y los 12 años. Los encuentros de formación teatral
eran cada mes. El profe trabajaba un día con el grupo infantil de
teatro y otro día con el juvenil. Este día viernes 30 de julio de 1999 el
ensayo estaba programado de 2:00 a 6:00 de la tarde en la Institución
Educativa Inmaculada Concepción, ya que no había clases. El
colegio estaba ubicado detrás de la estación de policía del municipio
de Nariño, llamado “El balcón Verde de Antioquia”, al suroriente
del departamento, donde desde hacía seis meses nuestro personaje
impartía clases de teatro a niños, niñas y jóvenes, contratado por la
casa de la cultura.

El profe propuso cantar canciones infantiles lo más alto que


pudieran para superar el ruido de las ametralladoras y para que se
supiera que estaban allí. Trató de identificar el grupo de personas
que corría por los pasillos y patios de la institución educativa
preparando armas como para una gran batalla… “no podíamos
verles -recuerda el profe-, pero les escuchábamos tan cerca… los
minutos se hacían eternidades”.

***

Han sido muchas las cosas que han marcado el trasegar del profe,
pero tener en sus manos la responsabilidad de la vida de estas

164
Un juglar en conflicto

personitas y en medio de tales circunstancias hizo que su propia


vida pasara rápidamente por su mente, ubicando en un lugar muy
importante a sus muertos más cercanos, los de su familia, con los
que había tenído una relación muy estrecha. En ese entonces habían
muerto dos hermanos y una hermana: Francisco Javier, María
Victoria y John Jairo, en circunstancias que él sentía había propiciado
de alguna manera. Igualmente pasaron por su mente las propuestas
a las que le había dado vida, los procesos, las luchas individuales
y colectivas, pero en especial el grupo que fundó con el nombre de
Arlequín y los Juglares en 1972, con el cual consolidó su ser artístico
y social; en las personas que habían sido referentes de la historia del
grupo; en las conquistas de la Corporación Área artística y Cultural
de Medellín; en los hombres y mujeres que habían pasado por estos
procesos… Pensó también en su familia inmediata, conformada por
la compañera con la cual se encontraba en ese suceso, en su hijastra
cuyo padre había sido víctima de desaparición forzada y posterior
asesinato, en el hijo de solo tres añitos que tenían en común y en su
hija mayor, producto del primer matrimonio.

La presencia repentina de una mujer como de unos cincuenta


años le sacó de sus pensamientos. Vestía pantalón, blusa y chal,
sin ninguna precaución en la combinación de colores. Llegó
arrastrándose por el piso entre vidrios, piedras y adobes, y les dijo
que les ayudaría a salir. Empezaron a seguirla, desplazándose a
rastras, intentando evadir elementos que pudieran cortarles.

Cuando llegaron a un pasillo del primer piso, ubicado entre dos


patios del colegio, enconraron allí hombres y mujeres con armas
largas, uniformes camuflados y brazaletes de las FARC-EP; sus
rostros mostraban una gran sorpresa y preocupación, pues, al
parecer, no contaban con que en el colegio hubiera otras personas
diferentes a ellos y ellas. “Me pidieron que me devolviera a buscar
más personas en la biblioteca y el laboratorio y me separaron del

165
grupo”, cuenta el profe. Los frentes 9 y 47 de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia se habían tomado el municipio de
Nariño, Antioquia.

En uno de los momentos de la entrevista, este artista de la vida


hace una pausa larga que permite observar detenidamente su rostro
redondo con mentón hendido, la piel morena, el cabello ensortijado
y una sonrisa bonachona que deja entrever, cuando habla, diversos
aspectos de su personalidad - comunes a muchos colombianos y
colombianas- llena de miedos, nostalgias, dolores, inteligencia,
bondades, creatividad, rabias, angustias y, sobre todo, con unas
huellas que ha dejado la guerra de manera imborrable.

Nació a inicios de la década de los 50, en un periodo marcado por


sucesos como el enfrentamiento entre liberales y conservadores,
la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, la dictadura
del general Rojas Pinilla y la posterior formación del “Frente
nacional”. Su familia no dista mucho de las familias antioqueñas
de la época, influenciadas con más o menos fuerza por la Iglesia y
el conservatismo.

Un padre sin profesión definida, una madre con múltiples oficios,


y nueve hermanos para completar el clan. Por parte de su padre, 20
personas conforman la cuadrilla de tíos y tías, en la que muchos
de ellos y ellas se dedican a oficios religiosos (monjas, sacerdotes,
hermanos cristianos, obispos...).

Pese a los variados esfuerzos (rosarios en las casas de tíos y tías;


becas para que Óscar, sus hermanos y hermanas pudieran estudiar
en los más calificados colegios de la Iglesia medellinense; largos
periodos de internado y las múltiples colaboraciones dadas a esta
familia “pobre y diferente”), ninguno fue clérigo.
De los diez hijos, según narra, han muerto cuatro: John Jairo,

166
Un juglar en conflicto

ingeniero civil, asesinado por pertenecer a una organización


guerrillera a la que había ingresado a través de un amigo que él le
presentó; María Victoria, poetisa y rebelde, se escapó de la casa con
su novio músico, amigo de Óscar, y murió de una rara enfermedad
lejos de su casa y su familia; Francisco Javier, hermano menor, cayó
del techo del Teatro Cervantes, un lugar al que nuestro personaje lo
había invitado a mirar películas para mayores de 21 años, cuando
ambos eran apenas adolescentes; Juan Carlos, el menor, muerto a
temprana edad explorando la vida.

Cuando se le pide que se presente lo hace de múltiples formas,


mostrando su gran versatilidad y la facilidad de palabra que lo
caracteriza para conversar en verso o en prosa. Generalmente se
presenta con esta décima de su autoría:

“Trovador y teatrero / Es mi ancestro y mi pasar


Además soy un juglar / Que recorre el mundo entero
Me preocupo con esmero / Por pulir mi pensamiento
Y juntar mi sentimiento / A la solidaridad
En el campo y la ciudad / Antes que me lleve el viento”.

Otras veces prefiere tomar prestados fragmentos de un poema


de Porfirio Barba Jacob: “¿Mi nombre? Tengo muchos: canción,
locura, anhelo…”

Sí, Juglar en ejercicio. Eso es en síntesis Óscar Manuel Zuluaga


Uribe, maestro en arte dramático, egresado de la Universidad de
Antioquia. Fundador de varios espacios de arte y cultura popular
en la ciudad y el país, entre los que se destaca el Grupo Teatral
Arlequín y los Juglares, que este año arriba a sus 45 años de vida
artística ininterrumpida, dedicado a las artes escénicas con un
enfoque social, proponiendo nuevas estéticas, escuelas artísticas de
pensamiento crítico y acción transformadora.
Es un hombre del pueblo, sonriente y vital al cual es difícil

167
adivinarle la edad. Cuando se le indaga por los años que tiene
siempre responde “Sin–cuenta”. Sean los años que sean, lo que es
claro es que son ricos en vivencias, aportes, anécdotas, enseñanzas,
aprendizajes, obras, procesos que lo convierten en un referente, en
un ser colectivo, en una escuela, en un hombre, en una historia…

Nació en el municipio de Yarumal en el norte antioqueño,


abundante en fríos y neblinas que abrigan a los viajeros anunciando
la llegada de inmensas planicies que conducen al mar, o sea que
“nació en un punto de confluencia de la montaña y la llanura”,
según él mismo sintetiza.

Su abuelo materno fue alcalde de Yarumal y se llamaba Manuel


Uribe. La abuela, Zoila Mesa, era dueña del principal hotel del pueblo
conocido como Hotel Imperial. “Cuando hablaba con mi madre ella
hablaba de Mamá Leonor, que era entonces la mamá de la mamá de
mi mamá, o sea mi tatarabuela, que vivía en la casa de la Boca del
Monte, como le decíamos nosotros”. Por lo anterior se puede pensar
que por lo menos cien años llevaban, mínimo, asentadas ambas
familias por allá en esas zonas del norte de Antioquia.

El Hotel Imperial era uno de los principales de la zona. Fue el


lugar donde Óscar Zuluaga pasó sus primeros años de vida. Allí
aprendió modales refinados que le enseñaban su madre y su abuela
para impresionar a los huéspedes; en este ambiente de viajeros
que van y vienen de distintas partes del departamento, el país y
el mundo, pronunció sus primeras palabras. Así se fue tejiendo el
alma de viajero de nuestro Juglar.

Uno de los hechos que han marcado su vida fue el primer viaje
a otra ciudad. Cuando tenía seis años se trasladaron de Yarumal
a Manizales en “un viaje larguísimo que fue una odisea y un
encantamiento”, según recuerda. Iban las hermanas mayores que

168
Un juglar en conflicto

existían en ese tiempo, Beatriz, Martha Elena y María Victoria, con


todo el trasteo. La razón por la cual su familia viajaba a esta ciudad
estaba relacionada con la violencia social y política que se asentaba
en los territorios campesinos en la época. Su padre llegó a trabajar
en la Universidad Nacional de esta ciudad como administrador de
las residencias estudiantiles.

Antes de llegar a Manizales habían tenido que pasar por


Medellín. Era su primera vez en una ciudad grande distinta a
Yarumal. Al pasar por el centro de la ciudad, recuerda, lo que
más le llamaba la atención era la cantidad de avisos luminosos…
“Eran avisos que estaban hechos con laminillas de metal, de luces
brillantes, que cambiaban, se apagaban y daban los nombres de los
almacenes, nombres de cigarrillos, de licores, de tiendas; igual pasó
cuando llegamos a Manizales porque, era también de noche… Era
una ciudad muy empinada que daba muchas vueltas y vueltas y
también me recibieron todos esos resplandores que despertaban
una cantidad de sensaciones dentro de mí”.

Corría el año 57, un periodo bastante convulsionado por protestas


y movilizaciones sociales y estudiantiles que se enmarcaban en las
acciones impulsadas, con cierta manipulación, desde las “fuerzas
vivas” del país, los medios de comunicación y la oligarquía de la
época con el objetivo de derrocar la dictadura del general Rojas
Pinilla. La respuesta a la movilización fue la represión. Es así como
en mayo del mismo año, en las jornadas estudiantiles del 8 y 9 de
mayo, el gobierno central ordenó detener la movilización a sangre y
fuego disparando a la multitud que participaba. El resultado fueron
diez estudiantes asesinados en las ciudades de Cali, Manizales,
Medellín y Bogotá. Óscar recuerda que durante esos días el padre
alojó en su casa a varios estudiantes y profesores para protegerlos,
también recuerda que fue por eso que lo despidieron de su trabajo
en la Universidad Nacional.

169
***

Muchas cosas pasaron por la mente de este hombre al presentir


la cercanía de la muerte cuando la vida lo puso en un “escenario”
de este “teatro de operaciones” del conflicto armado de nuestro
país. No para hacer una obra de teatro, sino para mantener con
vida y en calma a un grupo de niños y niñas con los cuales jugaba
al teatro en el momento en que se escuchó la primera explosión
que anunció las horas de horror, angustia y miedo que vivieron
los habitantes de este municipio durante más de sesenta horas
que duró la toma guerrillera.

Después de haber salido del colegio se habían refugiado, con la


ayuda de algunos hombres y mujeres de la guerrilla, en una casa
que estaba justo al frente. Allí vivía la profesora Beatriz , pero en ese
momento solo se encontraba uno de sus hijos, un chico como de la
misma edad de los del grupo de teatro. Allí permaneció este grupo
de personas integrado por los niños, las niñas, la bibliotecóloga, la
encargada del laboratorio de química, un joven que se encontraba
haciendo una consulta y otras personas que fueron llegando
a la casa a refugiarse de las balas de fusil y las explosiones del
avión fantasma, durante este acto de guerra en el que se vieron
involucrados e involucradas.

Muchas cosas pasaron durante esas largas horas en la casa de la


profesora Beatriz: actos heroicos como el de un niño campesino que
había llegado para protegerse, quien hizo varias hazañas para salir
a conseguir alimento para todo el grupo; mujeres campesinas que
con algunas heridas leves corrían por la calle gritando el nombre
de sus hijos e hijas; histerias colectivas e individuales tratadas por
Óscar como lo había visto en las películas con una palmadita en el
rostro; el desarrollo de habilidades comunicativas que permitieron
armar un radio transistor con elementos varios hallados en la casa,

170
Un juglar en conflicto

para escuchar noticias acerca de lo que estaba pasando; encuentros


con los guerrilleros que tocaron a la puerta para solicitar un trueque
de agua por cigarrillos; oraciones inspiradoras y relajantes que
parecían poemas bien declamados por una mujer campesina; la
llegada de una joven con una herida en su frente y un bebé en sus
brazos; y el acto mágico con el cual el profe logró transformar un
fenómeno de muerte y guerra en un momento de ilusión y calma
para el grupo de personas aterrorizadas.

Cada 20 minutos o media hora a más tardar sentían el avión


fantasma del Ejército que, según las noticias, venía a recargar
a la IV Brigada y luego volvía a la zona del enfrentamiento a
descargar. En las horas de la noche cuando llegaba el avión, antes
de descargar soltaba luces de bengala para ubicar a sus enemigos…
la luz quedaba suspendida en el aire. Óscar, haciendo acopio de las
habilidades que la vida le había dado como artista, empezó a cantar
a la par que utilizaba el mango de un tenedor para ampliar un
pequeño huequito que había en una de las paredes de la casa, luego
llamó a los niños y niñas que, contagiados por el canto, coreaban
canciones infantiles del folclor popular. Los organizó en fila india
y los invitó a observar a través del huequito las luces que parecían
a los ojos de todos y todas como una sección de juegos pirotécnicos
que celebraban algún triunfo, tal vez el de la vida sobre la muerte,
convirtiendo este instante en algo verdaderamente mágico.

***

Habían pasado ya más de dos horas de silencio. Cesaron las


explosiones de los cilindros bombas de la guerrilla, del avión
fantasma del Ejército, de las granadas, los tiros de fusil…Eran
aproximadamente las 7 de la mañana del domingo 1° de agosto, un
silencio profundo y tenso invadía el lugar. Nadie se atrevía a hablar

171
o emitir algún sonido para no romper la esperanza de que todo
hubiera terminado. Al cabo de un rato empezaron a escucharse en
las afueras de la casa voces que decían: “Salgan que ya se fueron”
o gritaban: “Juan, Pedro, Elías… ¿Dónde están?”, eran los nombres
de sus familiares.

El profe de teatro decidió salir, con mucha cautela, con todo el


grupo de niños y niñas repartidos en sus dos manos como ramilletes
para no perder a nadie de su vista. Se dirigieron a lo que antes de
la toma era el parque principal del pueblo. Ese trayecto quedará
marcado en su vida y en la del grupo de teatro por lo que significó
caminar entre los escombros, los cadáveres y las ruinas en las que
quedaron convertidos los lugares habitados por los niños y las
niñas que habían vivido sus cortas existencias en este municipio.

Al llegar al centro del parque donde estaba la gente arremolinada


acabaron de entregar los chicos y chicas del grupo teatral a sus padres
y madres. El profe intentó dirigirse al hotel con su compañera para
cambiarse de ropa y recoger algunas pertenencias, pero ya no había
hotel, solo un montón de piedras, palos, adobes, vidrios…

En este lugar reinaba la tristeza. Las lágrimas se combinaban


con la alegría de irse encontrando con familiares y saberlos vivos.
Esperaban con anhelo la llegada del Ejército Nacional para que
tomara posesión del lugar y trajera el orden… Aun reinaban el miedo
y la angustia; se tejían historias, se intercambiaban narraciones y
vivencias del hecho. De pronto empezaron a llegar soldados que
venían caminando desde Argelia, la gente empezó a aplaudir pero
en los rostros de los militares se dibujaban miradas de odio, rabia
y desprecio, y empezaron a gritarle a las personas: “manada de
guerrilleros hijueputas” e hicieron tiros al aire para “calmar” a la
multitud impresionada que no salía del asombro…
Sentir el miedo de que algo pudiera pasarle a alguno de los

172
Un juglar en conflicto

niños o de las personas que estaban en ese grupo que le tocó dirigir,
no como director de teatro, dramaturgo o artista sino como un
hombre, fue suficiente para desprenderse de culpas creadas desde
su adolescencia con respecto a sus hermanos y hermana y para
reafirmar la validez de su vida en función de los demás.

173
De la cima a la sima
llevo el corazón
como bandera y color de la memoria
La Ñata

Por Caturo

Finaliza el año 1948. El tren llega, como en lo corrido del año,


colmado de familias cargadas de niños de los departamentos
del Valle y del Quindío; La Ñata se ve llegar del municipio de
Quimbaya, con su esposo, dos hijas menores de seis años y un niño
de brazos. Vienen huyendo, como las otras familias viajeras, de la
violencia desatada contra los campesinos después del 9 de Abril,
día del asesinato del candidato a la presidencia por los pobres, Jorge
Eliécer Gaitán. Huye para salvar la vida de su naciente familia.

En la estación del ferrocarril en Cisneros una viajera le recomienda


que, pasando la calle San Juan, en Medellín, hay un edificio de tres
pisos, se llama Carré, frente a la plaza de mercado, donde puede
encontrar un hospedaje para amanecer con su familia.
- Acomódese allá en esa pieza y no deje salir las niñas que aquí
vienen las meseras de las cantinas cercanas a venderle favores a
borrachos - le orienta la encargada.

Permanece encerrada en ese antro por tres noches hasta que


sus dos hermanos, que están en Medellín hace cerca de un año,

177
vienen por ella para llevarla a un sitio mejor. Un amigo les presta
un lugar más decente, una porqueriza donde puede pasar unas
cuantas noches, mientras logran conseguir una casa. Con cartones
y costales de cabuya protege de la humedad del piso de barro a
las dos niñas y el niño que ya da los primeros pasos; los envuelve
y hace, de pedazos de cobijas viejas, con cada uno un tabaco, para
espantar el frio. Cocina un agua con yuca, que encuentra cerca de
la marranera, y un poco de aguapanela. La yuca es robada al dueño
de la porqueriza, que la cultiva para alimentar a los cerdos.

El dueño desconoce la realidad de esa familia de menesterosos,


y al darse cuenta del robo, con un mar de insultos y desmanes,
rastrillando el machete amenazante, los conmina a abandonar
su propiedad. Genaro le había informado a su querida Ñata que
pronto las condiciones mejorarían. El marido de Rosa, su hermana,
trabaja como celador en el matadero, pegadito a la estación del
ferrocarril de Envigado, y allí cerca alquila una pequeña pieza
donde se acomodan las dos familias.

Ahora con el acceso al matadero la alimentación cambia


radicalmente, no la tenían que robar, podían disponer de la sangre
que pudieran consumir del sacrificio de los animales. Al llegar la
madrugada, en ollas de veinte litros cocina la sangre que luego se
mezcla con cebolla de rama marchitada en manteca de empella; las
niñas recogen para el fogón el carbón que cae al paso del tren. Para
Genaro son días muy gratos porque sus niños lo esperan ansiosos, se
les ve felices cuando les trae la comida de sal que no se ha vendido en
la sala de billares donde trabaja hasta las últimas horas de la noche.

Genaro, campesino recolector de café, guapo para el trabajo


material de las fincas, toma el desplazamiento como una gran
posibilidad para el tratamiento a los graves problemas de salud.
Sin un diagnóstico claro, muchos hablaban de tuberculosis, tifo,

178
La Ñata

paludismo, fiebre amarilla; lo más preocupante es el mal genio,


consecuencia de la enfermedad, que lo minimiza y reduce al
aislamiento frente a sus seres queridos. Si no lo curan en Medellín
es porque no tiene cura.

Era muy triste cuando los vecinos le informaban a Josefina que


por allá estaba tirado, que parecía un borracho. Allá en Medellín sí
le dicen lo que tiene y se recupera, le decían en Filandia. Luego de
nacer su cuarto hijo y “a dos años de rodar de Herodes a Pilatos,
de un lado para otro como pandequeso maluco, en la ciudad más
prospera de Colombia”, y ante la enfermedad que no le permite
estabilidad en ningún trabajo, decide con Josefina regresarse para
su Quindío, con la esperanza de que la violencia ceda y les permita
retornar a su vida de campo, “así sea como peones, pero por lo
menos no aguantan el hambre que se aguanta en la ciudad”.

No es posible vivir en la tierra que los parió, están matando


a mucha gente, las veredas están desoladas, todo es zozobra, las
finquitas las venden, si pueden, por cualquier cosa o simplemente
las abandonan, no hay quien aguante. En 1952 se vienen de nuevo
para Medellín, esta vez definitivamente y con otra niña. Los
padres y hermanos solteros, también desplazados, entre tanto han
encontrado a Medellín como refugio y entre adultos las necesidades
básicas se alivian más fácilmente. Alquilan una casa más modesta
que pronto es el lugar de llegada de cuanto familiar desplazado
llega a Medellín. Así, la segunda y definitiva huida de su campo
tiene una calurosa y amorosa bienvenida, en la actual casa de los
viejos con la solidaridad y el encanto de la familia campesina.

Allí está la bandola, el tiple, la guitarra para alegrar las tardes


y las noches, cuando los instrumentos pasan de una mano a otra
para complacencia de todos. La hospitalidad es mucha, pero estar
de arrimado es muy duro, con cinco niños de cero a diez años – que

179
no dejan tener vida- y un esposo malgeniado por su impotencia
para responder y ayudar a aliviar las angustias económicas de su
familia y aportar al esfuerzo de los suegros y cuñados. Nadie que
lo conociera pondría en duda lo guapo que era, su disposición y
responsabilidad en el trabajo, no era un hombre recostado ni abusivo
con la buena voluntad de los familiares y amigos. Hombre amable,
tierno y sensible, pero su trágico estado de salud lo mantiene
malgeniado. Sabe que por esta razón le dicen “escopeta”, pero está
por encima de su voluntad manejar esa situación.

Transcurre el año 1954 en vivienda de su hermano que trabaja


en Respin. La Ñata con su familia reciben la visita de don Fernando
Restrepo, presidente de la Sociedad de San Vicente de Paul, quien
al constatar la deplorable condición decide asignarle una vivienda,
en el barrio Manrique, prestada hasta que pueda adquirir una o
pagar arrendamiento, y le da también un bono de Nazaret para
mercado semanal. La angustiante vida de arrimada queda atrás;
trabaja para su cuñada cosiendo calzones de retazos de nylon, y
una vez adquiere la experiencia y los contactos decide trabajar con
su naciente familia a su cuenta y riesgo.

Compran bultos de sobrantes industriales de nylon en retaceras


de Guayaquil y los cortan para unirlos y hacer calzoncitos para
niñas, que se llevan, en consignación, a vender por docenas en los
puestos callejeros de Maturín y la Alambra. Les pagan cuando el
dueño del negocio los haya vendido; cuando no, se los devuelven.
Con los retales de cuerdas de nylon fabrican carpetas y trapeadoras;
las últimas las hacen y venden los niños todos los días, para comprar
con qué hacer el almuerzo.

Vecina a su casa de Manrique vive una “señora rica” de edad


avanzada, con otra señora de su misma edad, quien la acompaña.
Encontrarse es de mutuo alivio; las señoras necesitan quién les

180
La Ñata

colabore en la preparación de alimentos y pronto se establece una


relación de servicio de cocina, esto permite que la comida que le
sirven para ella la lleve a sus hijos, que saben de los deliciosos
manjares que les esperan para descansar un poco del machorrucio,
o tirito de todos los días, nombre familiar de la harina de maíz;
los niños bien saben de la capacidad de su mama para inventar y
hacer con lo poco que tiene comidas sabrosas, muy ricas, pero lo
que nunca falta, y muchas veces es lo único que hay, es la harina
de maíz, que con los días coge un olor desagradable y al cocinarla
se hace insoportable al saturar los rincones de la casa con olor a
diarrea vinagre.

Doña María se llama la señora rica que disfruta de la magia de


olores y sabores que produce el trabajo de Josefina, los mismos que
a su vez llegan, aunque avanzada la noche, a los niños de esta, en
quienes piensa cuando los prepara, esos hijos que con amor cobija.

Le llega la imagen de Genaro cuando entra a la casa en medio de un


aguacero con un limosnero que lleva la ropa deshecha y empapada
y luego ve al forastero vestido de pies a cabeza, impecable con ropa
limpia y de la mejorcita que le habían regalado también a él; esa es
la imagen de su esposo, generoso, sensible, amoroso.

Siempre le dice a sus hijos que no tiene para dejarles herencia


material.
- La herencia que les puedo dejar -dice- es la educación, la
formación como personas de principios.

Y “los valores cristianos acompañados de un misticismo


exacerbado a su máxima expresión”. Por eso es muy triste cuando
alguien de la Sociedad de San Vicente de Paul le informa que le
han conseguido trabajo a su hija mayor, que acaba de cumplir
catorce años, en un almacén de telas. Esto la obliga a abandonar sus

181
estudios de bachillerato porque debe ayudar económicamente a su
familia; mamá e hija lloran impotentes. A su segunda niña, que a
los doce años parecía mayor, le consiguen trabajo haciendo aseo en
un laboratorio odontológico.

De Manrique, los socios de San Vicente los trasladan para otra


casa en el barrio La Floresta, donde viven hasta 1973.

A Mediados de los sesenta y los setenta Josefina amasada,


excluida, vilipendiada por una sociedad ensañada en los humildes
es permeada por los acontecimientos que llegan de todas partes, pero
sobre todo de Roma: el pensamiento cristiano es revolcado, se habla
de una iglesia comprometida con los pobres, de curas comprometidos
en la lucha contra las injusticias de la sociedad, oye hablar de Camilo
Torres y consulta con el párroco de su iglesia, el padre Luis Arbeláez
y con Orlando Zapata, quien ejerce como coadjutor, previo a la
ordenación sacerdotal. Ellos la nutren con más elementos que poco
a poco la transforman de “lambe ladrillos”, personas que rezan
todo el día, en la crítica de la falsa solidaridad cristiana llamada
caridad, de quienes ayudan a los pobres para que estos no caigan en
manos de los comunistas o materialistas y más bien los reconozcan
como sus benefactores y les devuelvan sus favores queriéndolos y
respetándolos (Sociedad de San Vicente de Paul).

Vive entusiasta la pasión de sus hijos con la Casa Cultural del


barrio, la cual es financiada con dineros producidos del Kiosco
Social, propiedad de la organización comunitaria del barrio en
poder ahora de la juventud: jóvenes alrededor de los 20 años,
unos más otros menos, fundan el Club Juvenil Los Alcázares,
organizan biblioteca, validación de primaria y bachillerato, torneos
deportivos, actividades lúdicas, paseos de olla, chocolatadas,
conferencias, mesas redondas, etc. La energía concentrada de la
juventud contagia a toda la comunidad; siempre hay que hacer y

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La Ñata

no falta quién lo haga, todos los sectores del barrio y de los barrios
vecinos se acercan a su Casa Cultural, que es el lugar de encuentro.

Los acólitos del padre Luis Arbeláez y su ayudante Orlando


Zapata son los muchachos que ahora lideran la Casa de la Cultura, a
donde vienen los politiqueros de los diferentes partidos a defender
sus propuestas, pero también vienen los profesionales que fundan
la Universidad Autónoma Latinoamericana y profesores invitados
por quienes empiezan estudios en la U; y vienen músicos y teatreros
y hombres y mujeres mayores del barrio y de otros lugares del
área metropolitana para intercambiar experiencias y pronto el
apoyo a la juventud se hace manifiesto por los padres de familia,
por la parroquia, por las monjas, que tienen su casa convento en
las casitas de San Vicente de Paul. Y, como todo proyecto cultural
que se respete, los jóvenes de los Alcázares le dan vida al boletín
del barrio para hablar de historias, sucesos del barrio y actividades
programadas.

De pronto, y como por arte de magia, el cura Arbeláez y


Orlando Zapata se desaparecen; los trasladan abruptamente de la
Iglesia Santa Rosa de Lima y llega un nuevo párroco, cuyo primer
pulpitazo es en contra de la Casa Cultural y del Club Juvenil como
espacios de revoltosos. Las monjas también desaparecen de la
casa, pero antes unas cuantas habían abandonado sus hábitos. El
nuevo párroco hace su trabajo rápido satanizando a los padres de
familia por alcahuetes e irresponsables al permitir que sus hijos
caigan en manos del materialismo, del comunismo. Muchos padres
de familia escuchan y acatan al nuevo párroco, pero para muchos
como Josefina su vida religiosa ya no es la de antes; sus hijos y todo
lo que le ha tocado vivir ha cambiado radicalmente su comprensión
de Dios: las tres Ave Marías, el rosario de aurora, el trisagio, oración
antes de comer, rosario antes de acostarse. Los primeros viernes,
misa los domingos y fiestas de guardar, la primera comunión, la

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confirmación, la bendición para todo. “Gracias Dios mío por darnos
de comer sin merecerlo”.

Ahora cree que la vida merece ser alimentada. Ya no cree que


Dios quiera que los niños sufran por hambre para salvarlos; que
Dios quiera que la gente se mate una con otra, no cree que Dios
bendiga las armas. No cree que Dios les de muchas casas a unos
y niegue una piececita para toda una familia. No cree que sea
necesario sufrir para salvarse; no cree en las limosnas para ayudar a
los demás. Ahora cree que Jesucristo es solidaridad, que solidaridad
es el verdadero amor, que es trabajar para que todos podamos vivir
dignamente en esta tierra. No cree que la autoridad viene de Dios y
ve en los curas a personas que pueden ser buenas o malas.

Siente a sus 58 años que sus hijos la necesitan. “Mis niños -repite-
no se pueden defender solos todavía, no es posible que nos quiten
la casa, si entre todos no ganamos para pagar un arriendo”. Se le
cierra el mundo, la angustia toma posesión de ella, sus ojos denotan
una profunda amargura, tiembla, sus fuerzas la abandonan; esa
gente no tiene corazón, “¿Por qué no esperan a que ustedes se
puedan organizar en trabajos más decentes”, les dice. “¿Por qué nos
quitan la casita? ¿Qué tiene de malo que mis muchachos estudien
y participen en el Club Juvenil y en las actividades culturales del
barrio? Todo es por ese cura párroco desgraciado y los socios de
San Vicente”.

Por uno de ellos se había informado de La Sociedad de San Vicente


de Paul, cuyos objetivos están orientados a la Caridad Pública: “que
toda persona fuera sabedora de la amenaza que constituían para
el medio las ideas materialistas ( que en la época era una plaga
que estaba al acecho de los más débiles), por lo cual era necesario
orientar a los pobres con la intención de no permitir que cayeran
bajo esas doctrinas”. “Ayudando el rico al pobre, el pobre amará al

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La Ñata

rico y ese lazo de amor será antídoto contra doctrinas socialistas”.


En los anales de la Sociedad se encuentra: “El socialismo es un error
para los asuntos económicos y morales del país”. Ellos piensan que
los pobres no pueden estudiar porque se vuelven comunistas.

Josefina se da cuenta que a los líderes y curas comprometidos


con el pueblo los persiguen: a Vicente Mejía, Federico Carrasqilla,
Monseñor Valencia Cano, Camilo Torres Restrepo, Luis Arbeláez.
Se entera de que a Orlando Zapata fuerzas del gobierno le allanan
la casa y le hacen un montaje para hacerlo pasar por guerrillero;
que a Luis Fernando Builes, uno de los muchachos estudiosos del
barrio, lo asesina también gente del gobierno, colocándole una
bomba luego de amarrarlo a un poste de la Luz.

Los reclamos de los trabajadores en marchas y huelgas son


respondidos con la violencia armada del Estado. A su hijo lo
secuestran cinco días y lo someten a torturas el F2 de la Policía y el B2
del Ejército por distribuir propaganda del movimiento estudiantil;
y a ella la detienen cuando va a buscarlo al otro día de secuestrado,
le allanan la casa sin orden judicial, y le niegan saber de su hijo. Solo
se ven obligados a devolverlo cuando una de sus hijas con otras
personas del barrio lo encuentran en la cuarta brigada.

Y así como Josefina, buen número de padres de familia y los


jóvenes acólitos han cambiado la manera de mirar lo que pasa y
su relación con las amistades es más respetuosa y solidaria, ya no
pueden dejar de participar en espacios de estudio y de trabajo. Y si
bien el nuevo párroco logra apagar la hoguera que se ve desde los
extremos de la ciudad, la llama del estudio y de la formación social
permanece y antes o después del juego de ajedrez o de futbolito
que continúan convocando en la esquina del barrio, se citan los
más cercanos para profundizar en el conocimiento de la historia, la
economía, la dialéctica, el materialismo histórico.

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Los fines de semana no faltan los estudiantes del barrio
comprometidos con trabajos de solidaridad con los Tugurianos,
campesinos desposeídos, marginados de la tierra en sus lugares
de origen, convertidos por el desplazamiento y la necesidad en
invasores de terrenos del municipio o “de propiedad privada”. Se
juntan con sacerdotes como Vicente Mejía y grupos de laicos como
la Juventud Franciscana de la Iglesia de San Benito y jóvenes de
diferentes rincones de la ciudad, quienes se citan con los Comités
Populares de cada barrio de tugurios: Lenin, Fidel Castro, Valencia
Cano, Moravia, para adelantar al calor del fogón comunitario las
tareas de construcción de vías, alcantarillados, acueductos, tendidos
de electricidad, o para realizar talleres de lectoescritura y primeros
auxilios. El regocijo de los muchachos al regreso de esas actividades
es contagioso y sus viejos están felices de verlos útiles y orgullosos
de su trabajo.

Josefina no se recupera de la amargura que le causa lo que le


han hecho a sus hijos y a los jóvenes conocidos que los siente como
suyos: truncarles el estudio y quitarles la vivienda; su casa ha sido
la de todos ellos, que igual la quieren como a su propia madre. Pero
encuentra alivio en la unidad de su familia y la calidad humana de
sus amistades, en el afán por estudiar y la disposición de todos en
la construcción de bienestar para los más necesitados.

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