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Materia: Derecho Agrario

Maestra: Lic. Álvaro Montes de Oca Mena

Alumna: María Concepción García Robles

Nivel: VI Cuatrimestre

Carrera: Lic. Derecho/Sabatino

Matrícula: 601903207

Tema: # 6: El Ejido

Guaymas, Sonora 20/junio/2021


INTRODUCCION

El ejido en México es una de las modalidades de tenencia de la tierra que configuran lo que es la propiedad social
agraria, el ejido ocupa un espacio amplio y extenso en la geografía nacional; es un núcleo agrario que se crea con fines
productivos con el objetivo de proporcionar a la sociedad mexicana una base alimenticia en cantidad y calidad suficientes
para garantizar la seguridad y soberanía alimentaria. El núcleo agrario es el territorio que sustenta el modo de vida de la
comunidad ejidal a la que se integran las familias de los propios productores y los avecindados del lugar formando juntos
lo que se conoce como el centro de población ejidal.
ANTECEDENTES HISTORICOS DEL EJIDO EN MEXICO

Su origen lo Los aztecas Las Bulas de


encontramos labraban sus Alejandro VI,
en la cultura tierras, las cuales fundamento
azteca
se encontraban histórico legal
“calpullis”, la
en pocas manos, de la
tierra era
propiedad había explotación propiedad.
comunal agricola.

En la Nueva España El Art. 27 de la En 1910, la


la agricultura fue la Constitución de mayor parte
base de la economía, 1857, declara su de las tierras
por la producción de concepto de pertenecía
alimentos para la propiedad como las
población y para el una garantía haciendas y
ganado. individual. ranchos

El artículo que más tuvo influencia El Plan de Ayala (28/Nov./1911);


fue el 3º., considera la restitución se sublevó Zapata contra Madero,
de la tierra comunal a sus antiguos tenía contenido socio-económico,
poseedores a quienes, de forma en su artículo 6º. Trataba de la
arbitraria, se les despojó de sus restitución de terrenos, montes y
terrenos por acuerdo de la Sría. De aguas a los ciudadanos y pueblos
Fomento o por fallos de tribunales siempre que comprobaran su
de la República. (5/Oct./1910) calidad de propietarios con los
En el renglón agrario títulos correspondientes
Arts. 34 a 37
El Art. 27, Frac. VII,
establecía la
CPEUM, reconoce la
obligación a los
personalidad jurídica
dueños de la tierra,
de los núcleos de
hacerlas
población ejidal y
productivas; en caso
comunal, protege la
contrario, el Estado
propiedad sobre la
las recobraría para
tierra, tanto para el
incorporarlas a la
asentamiento
producción.
humano como para
actividades
productivas.
CONCEPTOS DEL EJIDO MEXICANO DESDE 1920, HASTA 1991 Y LAS CARACTERÍSTICAS QUE TENÍA EL EJIDO
HASTA 1991

Se ha dicho que la constitución del ejido, como fruto de la Revolución de 1910, ha representado el triunfo de la propiedad
comunal, sin embargo, el ejido no es una forma de propiedad comunal, sino una forma de pequeña propiedad privada o
minifundio. La legislación mexicana no define lo que es un ejido; pero de la práctica legal de la misma podemos desprender
algunos aspectos fundamentales:

 Ante todo, el ejido es el producto de un producto de un proceso legal denominado dotación; las tierras las recibe un
núcleo de población. En su origen, pues, no hay una compra: las tierras se obtienen gratuitamente, y proceden de
haciendas expropiadas, tierras del Estado, etc.

 En los años que van de 1920 a 1934, se consideró al ejido como una forma transitoria que deberían culminar en la
formación y consolidación de una pequeña propiedad, se inició la formación de diversas instituciones con las que se
pretendió hacer de la reforma agraria un proceso integral y proveer a los nuevos propietarios con la infraestructura
necesaria, se creó la Comisión Nacional de Irrigación y el Banco Nacional de Crédito Agrícola.

A pesar de las reparticiones de las tierras comprendidas en este periodo, no pusieron fin al latifundio como unidad
central del sistema de producción agrícola.

 En 1934 se efectuaron diversas reformas jurídicas: se modificó el Art. 27 de la Constitución, para señalar las
afectaciones de tierra se realizaron respetando la pequeña propiedad agrícola en explotación; se creó el
Departamento Agrario, en sustitución de la Comisión Nacional Agraria, y se instituyeron las Comisiones Agraria
Mixtas en cada entidad federativa, en las cuales tendrían participación las organizaciones campesinas.
A partir de este año se inició un cambio radical de la estructura de la tenencia de la tierra, el ejido fue concebido
como el eje principal para emprender una transformación de fondo, se efectuó el mayor reparo agrario hasta
entonces, afectando las haciendas de las zonas de agricultura más prósperas del país.

 Durante los años 1930 a 1966 la producción agrícola de México creció más rápidamente que su población,
contribuyendo significativamente al desarrollo general del país. El crecimiento sostenido de la agricultura se basó
tanto en el reparto agrario cardenista como en la fuerte inversión pública destinada a este sector.

 A partir de 1966 el proceso de urbanización que experimentó el país modificó los hábitos de consumo alimenticio y,
con ello, la demanda de algunos productos agrícolas.

 Para la década de 1970 se presentó una gran confluencia de distintas fuerzas campesinas en demanda de tierra:
avecindados e hijos de ejidatarios buscaron la ampliación de los ejidos o nuevas dotaciones; jornaleros y
trabajadores rurales migrantes, demandaban la afectación de latifundios simulados, y las comunidades indígenas
persistían en rescatar tierras que poseyeron ancestralmente.

Para final de esta década la situación del campo era crítica, el medio rural presentaba serios atrasos frente al urbano,
tanto económicamente, como en la dotación de servicios con que contaba, los ingresos de la población y en todos
los indicadores del bienestar social, familiar y personal.

 A partir del año 1980, la profundización de la crisis económica general del país agravó la incapacidad del Estado
para destinar recursos públicos a este sector, el cual había sido enteramente de la inversión pública.

 El 1 de noviembre de 1991 el Presidente Salinas envió un proyecto de reformas del Art. 27 de la Constitución, la cual
fue efectuada el 6 de enero de 1992, que iba a proponer:
 Promover la justicia y la libertad en el campo
 Proteger el ejido.
 Que los campesinos fueran sujetos y no objetos del cambio.
 Revertir el minifundio e impedir el regreso del latifundio.
 Capitalización del campo, dando certidumbre a la tenencia de la tierra.
 Rapidez jurídica para resolver rezagos agrarios, creándose tribunales agrarios que hagan pronta y expedita
la justicia.
 Esta reforma estuvo seguida por la promulgación de la Ley Agraria y la Ley Orgánica de los Tribunales
Agrarios.
 La Ley Agraria determinó la creación de la Procuraduría Agraria, como organismo público descentralizado,
con personalidad jurídica y patrimonios propios, y la transformación del Registro Agrario Nacional, en un
órgano desconcentrado de la Secretaria de la Reforma Agraria.
Y a través de la Ley Orgánica se crearon los Tribunales Agrarios, como órganos federales con plena
jurisdicción y anatomía, para dictar sus fallos en materia agraria en todo el territorio nacional.

El ejido de la Revolución hace su primera aparición formal en la ley del 6 de enero de 1915. A 100 años de distancia vale
la pena reflexionar un poco sobre los peculiares orígenes de ese ejido nacido de la Revolución, una institución que no
obstante haber sido algo prácticamente nuevo se imagina (y se justifica) aún como tradicional y autóctona. Lo que sigue,
pues, es también una meditación sobre los usos contemporáneos de la historia; cuando las políticas implementadas para
reformar el presente se fundan en ideas acerca de un pasado que existe apenas en la imaginación, los resultados reales
no suelen ser los deseado. En el caso de México la reforma agraria de la Revolución inventó al ejido.
El ejido nació como un arreglo provisional, casi accidental, pero en menos de dos décadas se consolidó como el principal
instrumento para la redistribución gubernamental de la tierra. De tal modo, tarde o temprano hubo ejidos no sólo en Morelos
o Puebla, blancos inmediatos y estratégicos de la ley carrancista (para contrarrestar allí los atractivos del zapatismo), sino
también en otros lugares muy disímiles: en los desiertos de Sonora, en las planicies costeras de Veracruz, en los campos
algodoneros de La Laguna, en la sierra de Chiapas y en los fértiles valles del Bajío, por mencionar sólo algunos. A pesar
de la enorme diversidad etnocultural y ecológica de México, la reforma agraria acabó significando (casi) siempre una sola
y misma cosa: el ejido. ¿Por qué la forma de la reforma? Queda bien claro que el país necesitaba urgentemente redistribuir
la tierra y que mucha gente del campo estaba dispuesta a luchar contra viento y marea por obtener lo que la Constitución
de 1917 ofrecía, pero eso no explica la sorprendente uniformidad en el arreglo institucional del reparto a lo largo del tiempo
y del espacio.

Lo inusual del caso mexicano es que fue una reforma agraria que se puso en marcha inicialmente con la idea de restaurar,
al menos provisionalmente, algo del pasado, modos de tenencia de la tierra y de organización comunitaria que
supuestamente antes habían existido y funcionado bien. Por razones coyunturales y de modo imprevisible, esas nociones
(erróneas) del pasado rural terminaron por marcar decisivamente el diseño institucional del reparto agrario.

No así la reforma agraria de México, cuya lógica y justificación apuntaron en la dirección opuesta; se atacó un pasado, sí,
el del voraz latifundismo porfirista, pero sólo para reponer otro: el de la armonía natural de las comunidades indígena-
campesinas. El ejido de la Revolución nació como proyecto intelectual (entre 1912 y 1915) con la idea de reconstituir, más
por necesidad política que por convicción o admiración, las formas y prácticas colectivas de tenencia agrícola y organización
social supuestamente características de las poblaciones autóctonas de México, cuyos orígenes se remontaban a los
pueblos coloniales de indios y a través de ellos a los calpullis del mundo indígena prehispánico —prácticas colectivistas
que supuestamente habían pervivido sin mayores trastornos internos hasta que el liberalismo individualista de La Reforma
las había condenado a morir—. Para restablecer la paz rural tras la caída de Porfirio Díaz no había más remedio que
acceder a restituir algo de esos espacios de propiedad y de esa praxis comunitaria. La mayoría de la población mexicana
no estaba lista todavía para aprovechar las ventajas de la propiedad privada individual.

Así, por razones tanto políticas como históricas, la solución al problema agrario de ese momento resultaba clara: la
propiedad comunal era lo que la gente más humilde del campo (los indios, sobre todo) entendía mejor, lo que más convenía
a sus necesidades presentes y, además, al parecer, lo que decían que querían los zapatistas alzados en armas al otro lado
del Ajusco. En realidad, ni el proyecto político ni la reforma agraria del zapatismo tenían nada que ver con todo este
entramado, y a pesar de que en la historia oficial y en la de los académicos se ha insistido siempre en vincularlos, el ejido
de la Revolución tuvo muy poco en común (y en mucho estuvo en fundamental oposición) con las reformas que perseguía
el zapatismo. Ese ejido, el moderno, se apoya en nociones preconcebidas sobre la cultura y la historia de las poblaciones
rurales de México, nociones que —hoy sabemos— carecen de fundamento.

Luis Cabrera redactó la ley agraria del 6 de enero de 1915, la cual declara nulas todas las enajenaciones de “tierras, aguas
y montes pertenecientes a los pueblos, rancherías, congregaciones o comunidades” causadas por la aplicación indebida
de las Leyes de Reforma. El artículo 3 reza: “los pueblos que, necesitándolos, carezcan de ejidos o que no pudieren lograr
su restitución… podrán obtener que se les dote del terreno suficiente para reconstituirlos conforme a las necesidades de
su población”. He ahí, en breves palabras, la esencia del programa de reforma agraria que siguió la Revolución. Vendrían
luego diversas modificaciones, quizás ninguna más importante que la inclusión de núcleos de población sin categoría
política como posibles peticionarios (peones de hacienda, jornaleros y otros sin vida comunitaria formal), pero el trazo
original —repartos colectivos, lógica reconstitutiva, mediación gubernamental— se mantuvo inalterado. Como ni Cabrera
ni Carranza eran amigos de lo comunitario, la ley también menciona que “no se trata de revivir las antiguas comunidades,
ni de crear otras semejantes”, advirtiendo que eventualmente “la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del
pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio”, para lo cual promete una ley reglamentaria que “determinará la
condición en que han de quedar los terrenos que se devuelvan o se adjudiquen a los pueblos y la manera y ocasión de
dividirlos entre los vecinos, quienes entretanto los disfrutarán en común” (art. 11). Pero todo esto último quedaría finalmente
en el olvido.

La idea de reconstituir la propiedad comunal de los pueblos (denominarla “ejido” fue una de las muchas confusiones que
marcaron la génesis de la reforma agraria) para remediar los daños causados por las desamortizaciones civiles de La
Reforma y las privatizaciones del régimen porfiriano tomó forma durante la primera década del siglo XX, principalmente en
los diversos ensayos histórico-sociales de Andrés Molina Enríquez. En 1912, tras el arribo de Madero a la presidencia y
con las exigencias agrarias del zapatismo de por medio, el tema se ventiló en varias ocasiones dentro de las esferas
gubernamentales: primero en un par de estudios preparados a comienzos de año por una Comisión Agraria Ejecutiva
nombrada por la Secretaría de Fomento, luego en un proyecto de ley presentado en octubre ante la XXVI Legislatura por
el diputado Juan Sarabia, del Partido Liberal (redactado junto con Antonio Días Soto y Gama, ambos de filiación anarquista
y potosina), y finalmente en el después famoso proyecto de ley del diputado Luis Cabrera sobre “la reconstitución de los
ejidos de los pueblos”, presentado el 3 de diciembre. Entre los dos textos de Cabrera (el proyecto de 1912 y la ley de 1915,
ambos de inspiración contrazapatista) hay apenas un par de años, y su distancia conceptual es también muy corta.

Más allá de los detalles, todas estas propuestas (todavía entonces minoritarias) en pro de la reconstitución comunal se
anclaban en una visión común de cómo y por qué había cambiado el campo mexicano en la segunda mitad del siglo XIX.
Según esta interpretación —que surgió entonces y se popularizó a lo largo del siglo XX— la tenencia comunal de la tierra
en los pueblos era una práctica de profundo arraigo y enorme aceptación local que se caracterizaba, con raras excepciones,
por su equilibrio, equidad, relativa transparencia y buen funcionamiento. La propiedad comunal era el cimiento legal de la
perdurable organización social de los pueblos. Aquella tradicional estabilidad fue trastocada por la aplicación de la Ley
Lerdo de 1856, el gran parteaguas histórico. El nuevo régimen de propiedad individual ideado por el liberalismo obligó a
desamortizar los bienes de las corporaciones civiles, muy en contra de la voluntad de los habitantes de los pueblos. Las
consecuencias de toda esa transición forzada, se creía, habían sido dramáticas y funestas: cada pueblo se defendió como
pudo, pero el poder del gobierno junto con sus aliados fuereños —capitalistas, letrados, terratenientes, rurales— fue casi
siempre mayor. Germinaron entonces los abusos, la corrupción, los engaños, la trampa, y para comienzos del siglo XX
México se había convertido en un país de pueblos casi sin tierras, de labradores desposeídos y empobrecidos rodeados
por un mar de haciendas —viejas y nuevas— alimentadas por la penuria de una creciente población de peones, jornaleros
y medieros. Las injusticias, la rabia y el resentimiento acumulados al margen de ese desastroso proceso explicaban el
origen de las sublevaciones agrarias que habían aflorado como parte de la movilización antiporfirista. De todo esto se
desprendía que la solución lógica consistía en reconstruir los ejidos de los pueblos.

En apoyo a dicha recomendación existían además otros razonamientos de peso. El argumento histórico que vinculaba los
abusos del ancien régimen con el surgimiento de las rebeliones agrarias se apoyaba a su vez en una serie de ideas acerca
del significado de la raíz comunalista en la historia de México. Aquí el asunto medular era cultural; se trataba de entender
la relación entre las culturas de México y las diferentes formas de organización social. La cuestión es compleja y difícil de
encapsular, pues en ella se entrelazan diversas concepciones decimonónicas de la filosofía, la política, las ciencias socio
biológicas y del pensamiento racial. Quizás lo más sencillo es decir que cuando comienza la Revolución existen tres
diferentes líneas de pensamiento social que, por vías y motivos muy distintos, coinciden en señalar que la propiedad
colectiva de la tierra había sido, era y/o debía seguir siendo un aspecto fundamental del orden social de los habitantes de
México. La primera provenía del positivismo, con variopintas influencias de Comte, Spencer y Darwin, entre otros. Se
pensaba que la evolución cultural de las distintas colectividades humanas procedía a ritmos diferentes, y que a cada etapa
en el desarrollo social le correspondía un tipo particular de relaciones de propiedad, en escala ascendente. Según esta
lógica, la propiedad comunal era sin duda el esquema más adecuado para la mayoría de los mexicanos de principios del
siglo XX, dado su evidente atraso evolutivo: querer imponerles cualquier otro régimen de propiedad produciría resultados
catastróficos, tal y como se había visto en los 50 años que precedieron a la Revolución. La segunda línea de análisis venía
del anarco comunismo, con influencias directas de Kropotkin, Reclus y varios más. Aquí la tenencia comunitaria de la tierra
era simplemente la expresión natural del instinto de cooperación social, de la solidaridad grupal innata y de la cohesión
inherente en la libre asociación, todas ellas virtudes propensas a la expansión como parte del avance de la evolución
histórica de la humanidad visualizado por el anarquismo. La tercera línea era más ecléctica y pragmática. Por un lado, se
reconocía que en Morelos y en otras partes lo que los sublevados exigían eran tierras para sus pueblos, por las razones
que fuesen, y, además —si es que se iba a redistribuir tierra— el reparto grupal prometía ser menos complicado y más
rápido que el individual. Y a esto se sumaba, por otro lado, un incipiente elemento nacionalista: comenzaba México en
aquel entonces a vincular su identidad como nación moderna con las glorias de sus antiguas civilizaciones indígenas, y
desde esa perspectiva se abría la posibilidad de definir a la propiedad comunal menos como un vestigio de primitivismo
cultural y más como un aspecto distintivo de una larga y orgullosa tradición cultural propia. Y así, cada cual, a su manera,
y a pesar de sus múltiples incongruencias, todos estos caminos mentales parecían conducir de vuelta al ejido.

En su conjunto, estos argumentos histórico-culturales contribuyeron a que el ejido se llegara a concebir como la forma
institucional natural —la más mexicana— para la redistribución de la tierra en México. Tendrían que pasar 20 años —entre
luchas y debates y a pesar del desagrado explícito de todos los presidentes anteriores a Cárdenas— para que el ejido
consolidara su forma. Pero muchas de sus principales características definitorias (dotaciones colectivas y no individuales,
inalienabilidad de la tierra, derechos de propiedad restringidos, supervisión gubernamental de la vida comunitaria) quedaron
incluidas desde un principio, y todas ellas se derivan directamente de la matriz de ideas y argumentos recién descrita.
Queda bien claro que echar a andar el reparto no fue nada fácil, pues no era sólo cuestión de ideas, y que en sus primeros
25 años la reforma agraria enfrentó enormes retos sociales (una constante oposición política y judicial, la feroz resistencia
de muchos hacendados y mucha violencia en el campo). Lo revelador, sin embargo, es que los grandes conflictos de
aquella primera época giraron no en torno a la forma institucional de la reforma sino a otros cuatro asuntos fundamentales:
primero, si se debía o no expropiar y repartir tierra, y luego si los gobiernos tendrían la voluntad y capacidad de hacer valer
la ley; segundo, si las expropiaciones debían ser pagadas o no y cómo; tercero, quiénes tendrían derecho a recibir tierra, y
cuánta; cuarto, qué tipo y extensión de tierras quedaría sujeta a expropiación. Ninguna alternativa institucional al ejido fue
considerada seria y sostenidamente. A partir de 1920 decir reforma agraria en México equivalía, con raras excepciones, a
hablar de ejidos. Y esto no se explica por la ausencia de otras ideas o esquemas, sino por la rápida naturalización de la
forma ejidal y su incorporación a la legislación y reglamentación que rigió la reforma agraria. Piénsese, por ejemplo, en el
tipo de redistribución de la propiedad agrícola propuesta por el villismo en el norte: fraccionamiento de las haciendas,
colonias agrícolas, lotes privados a título individual, etcétera. ¿Por qué no se implementó allí un modelo como ése? La
historia rural de buena parte del territorio mexicano y de sus poblaciones tiene muy poco en común con la saga de los
pueblos desposeídos cuya propiedad comunal clamaba por ser reconstituida, y sin embargo el reparto agrario propagó la
organización ejidal sin distinción sociocultural o geográfica de tipo alguno.

La historia oficial generada por la Revolución promovió eficazmente la naturalización del ejido. La historiografía académica
hizo más de lo mismo. Con el tiempo, los fundamentos ideológicos de la narrativa original en pro de la naturalidad de la
forma ejidal perdieron su atractivo, pero la interpretación genérica del proceso histórico que derivó en el ejido encontró
nuevos soportes conceptuales. El positivismo y el evolucionismo racista cayeron en desuso y el entusiasmo anarquista
gradualmente se disipó; entonces el comunismo en ascendencia quiso ver al ejido como preludio a la colectivización de la
producción agrícola, mientras que el indigenismo revolucionario y el relativismo cultural en la antropología le brindaron al
ejido nuevos aires de legitimidad nacionalista e inevitabilidad histórica. Hoy —como a lo largo de gran parte del siglo XX—
la génesis del ejido de la Revolución no suscita curiosidad alguna, pues la versión del pasado en que está inserta ha llegado
a alcanzar el rango más excelso: es una obviedad histórica. Todos creemos saber que la ancestral organización comunal
de los pueblos garantizó por largo tiempo su supervivencia con cierta equidad interna, que las Leyes de Reforma obligaron
a los pueblos a subdividir la propiedad contra su voluntad, con consecuencias desastrosas, que la rapiña rural porfirista y
la humillante miseria en que ésta sumió al campesinado fueron la causa principal de la revolución agraria, cuyo gran héroe
y mártir fue Emiliano Zapata, y que el fruto de toda esa sangrienta lucha fue el reconocimiento a nivel nacional de los
derechos de propiedad colectivos y su reconstitución —ardua, compleja, lenta, a veces también chueca— a través de una
reforma agraria ejidal. Es así como se ha resumido al ejido: la solución congénitamente mexicana —a la vez revolucionaria
y tradicional— para un problema histórico mexicano. Y, a fin de cuentas, para los que se han convencido de que el calpulli
es de verdad “el antecedente lejano del ejido”.

Toca entonces comenzar a desnaturalizar al ejido de la Revolución, repensando aspectos clave de los procesos histórico-
sociales que le dieron vida, para así empezar a entender mejor cómo la reforma agraria mexicana adquirió su identidad y
a qué precio. Por razones de brevedad, lo que resta de este ensayo se centra en tres cuestiones fundamentales, esbozando
argumentos que se detallan en un libro de próxima aparición. La primera pondera una confusión semántica y conceptual
en el corazón de esta historia: la contradicción en términos entre la definición histórica del ejido y su reinvención como ejido
agrícola en manos de los intelectuales de la Revolución. Las otras cuestiones abordan los dos grandes pilares
historiográficos en que se apoya la interpretación canónica de los orígenes y razones de la reforma agraria ejidal: el
funcionamiento real del régimen de propiedad comunal en los pueblos antes de 1856 (y las diversas razones por las que la
tenencia colectiva disminuyó notablemente en las décadas finales del siglo XIX), y la relación entre las reformas legales y
políticas por las que pugnó el movimiento zapatista y el ejido que finalmente instauró la Revolución.

El ejido agrícola de la Revolución. En su acepción original, “ejido” era el nombre de uno de los varios tipos de tierra y
formas de propiedad que componían el patrimonio de los pueblos de Castilla en la época de la conquista española. Los
ejidos eran, por lo general bosques, dehesas o agostaderos en las afueras de los pueblos, cuya posesión y uso se hacían
de manera colectiva. Las mercedes reales y las Leyes de Indias que reorganizaron la estructura legal de las comunidades
indígenas conquistadas y las convirtieron en pueblos coloniales procuraron replicar las mismas categorías jurídicas de
posesión y uso de la tierra que tenían los pueblos castellanos —no sólo el ejido, sino los propios, el fundo legal, las tierras
de repartimiento y eventualmente las tierras de las cofradías—. En México no todos los pueblos coloniales tuvieron ejidos,
pero sí la mayoría de los del altiplano central. Lo que definía a los ejidos, su esencia, era que no eran ni podían ser para la
agricultura, sino para pastoreo, recolección de maderas y frutos silvestres. Por eso con frecuencia fue en los
llamados montes donde se localizaron los ejidos de los pueblos. Mientras que la agricultura se practicaba en tierras
repartidas de uso y posesión exclusivamente familiar, el ejido era de todos y para el uso de todos los vecinos del pueblo.
Las Leyes de Reforma mandaron la desamortización de propios y tierras de repartimiento, permitiendo mantener la
propiedad corporativa únicamente de los ejidos, excepción que fue más tarde rescindida, en el Porfiriato. Para principios
del siglo XX la propiedad de los pueblos del centro de México que no había sido desamortizada era en su mayoría ejidos,
y por eso las autoridades federales y estatales que entonces se ocupaban de esos asuntos comúnmente emplearon el
término “ejido” para referirse indistintamente a los diversos tipos de tierra que habían pertenecido a los pueblos, borrando
así las antiguas diferencias entre categorías de propiedad. Cuando a principios de 1912 Madero enfrenta varias
sublevaciones rurales, la Comisión Agraria Ejecutiva nombrada para buscarle solución al problema agrario sugiere “la
reconstrucción de los ejidos de los pueblos”. Queda claro que en realidad no se referían a ejidos, sensu stricto, sino a tierras
de cultivo, al igual que los posteriores proyectos de ley de Antonio Sarabia y Luis Cabrera. Sería un error pensar que ésta
fue una mera confusión semántica sin mayor importancia o consecuencia; los ejidos y las tierras de cultivo tenían en realidad
muy poco en común, no sólo en términos de su uso sino en cuanto a la distribución de derechos de propiedad en cada
cual. Los ejidos eran propiedad comunal de uso colectivo, pero las tierras agrícolas (aunque también nominalmente de
propiedad comunal) habían estado siempre parceladas y tenían dueños particulares de facto. Los zapatistas entendían
bien estas diferencias, como se ve claramente en el Plan de Ayala. No así la Comisión (o, poco después, Luis Cabrera);
surge así un nuevo concepto, hasta entonces antinómico: el ejido agrícola. Es una idea que mezcla sin reconocerlo el
nombre y los atributos de un tipo de propiedad comunal (el ejido) con los muy diferentes usos y derechos asociados a otro
(la tierra de repartimiento agrícola), y lo imagina todo antiguo y tradicional, apenas una reconstrucción y nada más. Como
por arte de magia las prácticas comunalistas del ejido colonial se transfieren al ámbito del cultivo agrícola (que poco tenía
de comunal), asumiendo que al fin y al cabo ambos reflejaban las mismas proclividades de carácter cultural. En palabras
de la Comisión, el ejido agrícola reconstituiría “prácticas y costumbres que mantienen la solidaridad de los pueblos…;
además, aquellas costumbres son tradicionales, en nada perjudican a la sociedad y fueron instituidas porque se adaptan a
las tendencias, a las inclinaciones, a la manera de ser de los pueblos que las practicaron”. Éste sería, con pequeñas
modificaciones, el nuevo ejido que prometería recrear la ley carrancista de hace un siglo, con la dificultad de que el pasado
comunal que el ejido de la Revolución pretendía emular en realidad no había sido tal.

La propiedad comunal de los pueblos. La historia de la destrucción liberal y de la reconstrucción revolucionaria de la


propiedad comunal de los pueblos (viejos y nuevos) se funda en ciertas ideas más o menos fijas sobre la naturaleza del
régimen comunal antes de 1856, ideas que han compartido lo mismo muchos historiadores que el grupo de intelectuales y
políticos que dieron forma al reparto agrario. Dicho muy brevemente, se supone que la tenencia comunal de la tierra
representaba un conjunto coherente de prácticas sociales estables, de amplia aceptación a nivel local, que respondían a
una lógica operativa muy diferente a la que rige en la propiedad privada. Según esta visión, las comunidades (pueblos,
rancherías, congregaciones, etcétera) eran dueñas y administradoras de sus tierras; la parte medular de ese arreglo era
que la distribución interna del acceso a la tierra agrícola era inclusiva y —si bien no igualitaria— tendía en principio a
procurar cierta equidad colectiva. Los vecinos —hijos del pueblo— tenían sólo derechos de usufructo, la colectividad
protegía el patrimonio del común y ese compromiso, heredado y compartido, generaba un sentido muy fuerte de identidad
grupal. Vista de este modo, la organización económica y política de la comunidad territorial era la expresión institucional de
un sistema de afinidades culturales que surtía grandes beneficios a todos los miembros de la colectividad, lo que a su vez
explicaba su enorme arraigo popular. Si la propiedad comunal de verdad había funcionado así —y si el embate privatizador
liberal había sido en realidad la única o la principal causa de su desmoronamiento— entonces su reconstitución era una
proposición no sólo justa sino también sensata. Pero ¿qué tal si resulta que la propiedad comunal de hecho operaba de un
modo muy diferente? ¿Y si los documentos históricos muestran que la existencia de derechos de propiedad privados y
exclusivos de facto dentro del espacio nominalmente comunal era una realidad corriente y cotidiana en los pueblos desde
mucho antes de 1856, y que en ellos la desigualdad rampante en el acceso a la tierra comunal era una característica
bastante normal? ¿Qué tal si la comunidad imaginada por los intelectuales tenía muy poco que ver con la manera en que
las relaciones de propiedad funcionaban en muchos pueblos de verdad? En tal caso la implementación de una reforma
agraria con base en el ejido agrícola sería ya no un tipo de restauración fundada en la experiencia, sino algo muy distinto,
una solución ya no tan obvia y con resultados por ende seguramente más impredecibles.

Ése es justamente el panorama que surge de una amplia relectura crítica, a contracorriente y sin nociones preconcebidas,
de la vasta literatura monográfica (con base en archivos) sobre las relaciones de propiedad en los pueblos coloniales y del
siglo XIX que se ha producido en los últimos 60 años, así como de la revisión de otras numerosas fuentes primarias. A esto
se suman las investigaciones de una nueva generación de historiadores —en México y en el extranjero— que desde hace
unos 20 años se ha dedicado a analizar la compleja y contradictoria vida económica y social de los pueblos decimonónicos,
incluyendo el orden interno de la propiedad territorial. Claro que hay importantes variaciones regionales, diversas
trayectorias de cambio a lo largo del tiempo y también notables excepciones, pero a modo de generalización es posible
afirmar que por siglos la distribución del control y uso de la tierra comunal fue muy jerárquica y profundamente desigual, y
que la existencia de derechos de propiedad privados de facto —incluyendo ventas e hipotecas de tierra nominalmente
comunal— fue una característica perfectamente normal de la vida interna de incontables pueblos desde mucho antes
de que las leyes de desamortización, y los diversos decretos que las fueron reglamentando, le abrieran un camino legal a
la privatización. Y de esto además se desprende que la historia del desmembramiento de la propiedad comunal durante el
Porfiriato queda todavía por escribirse, pues fue mucho más que un simple proceso de desposesión externa (que sin duda
hubo) impulsado a fuerza por las nuevas leyes del liberalismo, como bien lo han venido demostrando ya algunos estudios
de caso. Al analizar toda esa evidencia en su conjunto, resulta difícil continuar sosteniendo la idea de que el estos
comunalista de la propiedad que el ejido del siglo XX pretendía restituir era una parte esencial de las sociedades-pueblo
antes de la Revolución.
El rancio abolengo de toda una serie de premisas o supuestos acerca de las características indelebles de la cultura
indígena lo ha impedido, al producir y sostener imágenes estereotipadas y sin historia de la tenencia comunal de la tierra.
Pero hay más. Por mucho tiempo los historiadores se dedicaron a documentar la larga lucha de tantos pueblos por proteger
sus propiedades de la rapacidad de hacendados y demás agresores externos —por vía de peticiones, protestas, juicios,
revueltas y rebeliones.

El zapatismo y el ejido. El elevado perfil otorgado a la comunidad imaginaria en la interpretación de la historia de las formas
de propiedad en México le sirvió de inspiración e impulso al diseño de la redistribución de tierras. Pero la noción de que el
ejido de la Revolución era, a fin de cuentas, el legado institucional de la lucha e ideales zapatistas fue la principal fuente de
legitimación de la reforma agraria ejidal. La vinculación de la forma ejidal con la esencia de las aspiraciones del zapatismo
no sólo mostró que los gobiernos de la Revolución tomaban en serio la urgente necesidad —y el reclamo popular— de
repartir tierra, sino también que el ejido era precisamente el tipo de institución agraria por la que el campesinado se había
levantado en armas. La idea se puso en circulación desde 1920, a menos de un año del asesinato de Zapata, cuando varios
de sus asesores intelectuales se aliaron con Obregón. Al año siguiente el presidente viajó a Morelos para rendirle homenaje
a Zapata, y así el mito comenzó a cobrar vida. Al zapatismo se le quisieron atribuir entonces la paternidad de una serie de
cambios importantes incorporados al artículo 27 de la Constitución de 1917, entre ellos la legalización de la tenencia
comunal de la tierra, y de ahí en adelante se empezó a repetir que el ejido encarnaba el ideario zapatista. El argumento es
falso; es posible o incluso probable que sin los zapatistas no hubiera habido tanta presión para realizar un gran reparto
agrario, pero la forma que tomó la reforma no se le puede atribuir a ellos.

Hay sin duda similitudes superficiales entre el proyecto zapatista y la reforma agraria ejidal (la tenencia comunal, por
ejemplo), pero visto más de cerca el contraste resulta mucho más profundo, pues tenían significados opuestos y metas
incompatibles. El asunto se puede resumir así: mientras que el zapatismo propugnó una cierta concepción o definición
política de la comunidad, el ejido se funda sobre una idea abstracta de la comunidad como un ente primordialmente social
y básicamente homogéneo.

El zapatismo fue un movimiento social interesado en restaurar el antiguo estatus y poder político de las corporaciones
civiles (municipales) que eran los pueblos, poder que se había erosionado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Esto
incluiría —pero no se reducía a— recobrar sus viejas tierras. Entre papeles encontrados en las oficinas de sus gobiernos y
estudiando copias de añejos títulos sacadas del archivo nacional, los líderes de estos pueblos —gente de campo, más o
menos humilde, pero con algo de educación— encontraron que sus comunidades habían gozado tiempo antes de extensos
poderes de autogobierno (de los que ahora carecían), y que en siglos pasados el rey de España les había otorgado tierras
en perpetuidad, que habían perdido, quién sabe cómo. Decidieron que tenían derecho a recobrar todo aquello, y la crisis
política que dio paso a la Revolución les dio a ellos la oportunidad de organizarse y movilizarse para exigir esos derechos.

De esta historia se derivan dos observaciones fundamentales. La primera es que la autonomía municipal y el ejercicio
pleno del autogobierno serían el corazón de la lucha zapatista; para ellos los pueblos eran ante todo cuerpos políticos con
derechos amplios e inalienables. En contraste, el ejido de la Revolución nació (a propósito) apartado formalmente de los
gobiernos municipales, dotado apenas de tierras. La segunda observación es que los zapatistas pugnaron por la devolución
de todas las tierras que alguna vez habían pertenecido a los pueblos, no sólo aquellas que habían sido enajenadas a raíz
de las sucesivas leyes liberales y porfiristas. Más aún, las tierras recobradas pertenecerían sin restricción alguna a las
corporaciones-pueblos, que eran sus legítimos dueños. El ejido, en contraste, implementó una noción muy distinta de la
propiedad, con derechos comunales e individuales estrictamente limitados y bajo la supervisión directa de una nueva
burocracia agraria federal creada ad hoc. Estas diferencias se verían también en la distribución interna y el manejo de las
tierras recobradas (o dotadas). El derecho ejidal reglamentó en detalle todos los aspectos del reparto y la administración
de tierras, independientemente de si se cumplían o no: quién recibiría tierra, cuánta, dónde —y en muchos casos también
cómo se tenía que utilizar—. Por su parte, los zapatistas creían que estas cuestiones eran estrictamente de competencia
local y que le correspondía a cada pueblo resolverlas a su manera, tal y cual lo demostraron en la conducción de los
repartos agrarios que realizaron por su cuenta a partir de 1912 y sobre todo entre 1914 y 1916.

Para entender por qué estos grandes contrastes entre el proyecto zapatista y el ejido de la Revolución no han recibido
toda la consideración que merecen hay que tomar en cuenta el particular papel ideológico que jugaron los intelectuales
anarquistas que se unieron al zapatismo tras el asesinato de Madero. A partir de 1914 les tocó a varios de ellos escribir
buena parte de la propaganda ideológica y de las leyes más altisonantes emitidas por el zapatismo, a las cuales infundieron
con sus propias ideas de solidaridad inherente, igualitarismo y cooperación natural, proyectando así sobre el zapatismo
retórico la noción de que los pueblos eran comunidades naturalmente coherentes, espacios de libertad, fraternidad e
igualdad. La publicidad no era mala y servía para afilar el perfil político del zapatismo en un momento de profunda
incertidumbre, lo que quizás explica por qué Zapata les dio rienda suelta a las fantasías agraristas de sus asesores
anarquistas, hombres todos de ciudad, no del campo. De cualquier modo, lo cierto es que tales pronunciamientos no
tuvieron impacto alguno en las operaciones del zapatismo a nivel de los pueblos, como se ve claramente en su reforma
agraria. La meta del zapatismo era alcanzar la soberanía local, y con ello mejor acceso a la tierra. La igualdad y la armonía
natural eran ideas muy bonitas, pero no mucho más; cualquier vecino de pueblo sabía bien que allí había ciertas jerarquías
sociales y económicas, y que una cosa era combatir la injusticia y otra muy distinta acabar con todas las diferencias. Tras
la muerte de Zapata algunos de aquellos anarquistas (Antonio Díaz de Soto y Gama entre ellos) se fueron con el nuevo
gobierno y se convirtieron en grandes promotores del ejido, diciendo que les constaba que ésa era la continuación de la
lucha de Emiliano, lo cual se sostiene sólo si se trata del zapatismo que ellos quisieron imaginarse.

Si el ejido de la Revolución no fue ni el retorno a la propiedad comunal supuestamente característica de lo mexicano ni la


encarnación institucional del agrarismo zapatista —sino en todo caso su negación—, la verdadera historia (que nadie ha
podido todavía contar) de cómo y con qué costos se implantó y desarrolló esa nueva institución rural que reconfiguraría
radicalmente el campo mexicano durante el siglo XX se vislumbra más misteriosa, compleja y quizás también
desconcertante. Cuando hace 100 años escribió Luis Cabrera la ley del 6 de enero, jamás se imaginó las consecuencias
que habría de tener, pues aquello era entonces apenas un ardid de guerra que pronto habría de cobrar vida propia. 20 años
más tarde, cuando el ejido era ya una realidad en franca expansión, Cabrera se había convertido en uno de sus más
acérrimos enemigos.
CONCLUSION

El ejido mexicano tiene raíces históricas profundas. A través del tiempo poco a poco se ha estado conformando su figura,
el ejido es resultado de luchas sociales acontecidas derivadas de la exigencia de dorar y restituir las tierras agrícolas a los
campesinos durante la revolución y aun después de la misma. En 1992 se decreta la terminación del reparta agrario.

La existencia del ejido es muy importante para el país, el pueblo; es fundamental su actividad agrícola para el sustento
alimentario de la población en general, aparte de ser el sustento de muchas familias del sector rural. Aunque actualmente
cuenta con fuertes limitaciones para el desarrollo de suficiente producción, y, sobre todo, para proveerse de más adecuada
herramienta de trabajo o tecnología actual que les permita incrementar la productividad del campo.

Considero de suma importancia que al sector agrario le sea concedido un verdadero apoyo económico que tendría como
consecuencia, aparte de apoyar la economía de la población rural; un incremento considerable en la producción de
alimentos, diversificación de los cultivos, adecuada orientación; que tal vez, llevarían al país a un estado de autosuficiencia
que a la vez también afectaría positivamente en la economía de México. Por consiguiente, frenaría la migración del campo
a las ciudades por no contar con los ingresos necesarios y suficientes para su manutención y con ello, evitar el abandono
de tierras.
FUENTES

https://www.pa.gob.mx/publica/rev_58/analisis/el%20ejido%20Jorge%20Martin%20Trujullo%20Bautista.pdf

https://www.nexos.com.mx/?p=23778

https://www.ccmss.org.mx/wp-content/uploads/Relevancia-Ejidos-CESOP.pdf

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