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Curso de verano para catequistas.

La Paz, 7 al 9 de febrero de 2014

La eucaristía,

misterio de comunión
El concepto de comunión está en el centro de la comprensión de la Eucaristía. Es el Misterio de
la unión personal de cada persona con Dios-Trinidad y con los demás seres humanos. La comunión
implica siempre una doble dimensión: vertical -comunión con Dios- y horizontal -comunión entre
los seres humanos-. Es esencial reconocerla sobre todo como don de Dios, como fruto de la iniciati-
va divina llevada a cabo en el ministerio pascual. Estos aspectos son actualizados, celebrados y pro-
yectados en la celebración de la eucaristía.

Comunión trinitaria y comunión interhumana


La comunión trinitaria contiene algo específico: entre las tres Personas Divinas no hay diferen-
cia ni distinción alguna (se lo llama «consustancialidad»), excepto la distinción que proviene de su
distinto origen (el Hijo ha sido engendrado por el Padre; el Espíritu procede del Padre y del Hijo).
La comunión trinitaria es transparencia total: identidad sin otro matiz que la distinta proceden-
cia. La comunión interhumana incluye la distinción, la diferencia y la pluralidad. No somos uno y lo
mismo. Somos distintos y diferentes. La comunión humana busca la máxima comunicación intelec-
tivo-afectiva-vital pero no puede pretender suprimir todas las diferencias, porque con ello dañaría la
identidad de los diversos individuos, basada en el elemento común y en el elemento diferencial que
hay que respetar para que no se desfigure ni la persona ni la comunidad.
Aún más: la presencia del mal convierte las diferencias, respetables como signo de identidad, en
dañinas divisiones que rompen la comunión. La comunión se degrada por la injusticia y la opresión,
en miseria, marginalidad y exclusión: lo contrario de la libertad y la comunión. Las diferencias que
provienen de la acción del mal no merecen el respeto debido a lo distinto -signos de identidad- sino
que necesitan una reconciliación. Ella supone luchar contra el mal que oprime o divide la fraterni-
dad y permitir de nuevo la comunión, como fin de reconciliación.

Comunión eucarística y comunión trinitaria


La Biblia nos ilumina acerca de esta relación. Un primer antecedente estaría representado por
aquel pasaje del Génesis que relata la aparición de Yahvé, bajo la figura de tres caminantes que se
aproximan a la tienda de Abraham «a la hora del calor». Abraham los llama «Señor» -en singular- y
los invita a una comer -entre otras viandas- unos «panes cocidos al rescoldo» y leche (Gen 18,1-8).
En el NT, Juan fue quien en mayor grado destacó la vertiente trinitaria de la Eucaristía. En Jn 6,
Jesús habla de pan de vida como don gratuito proveniente del Padre, que quiere comunicar su pro-
pia vida al mundo: «mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6, 32). Este «pan celes-
tial» como don del Padre se identifica con la persona de Jesús, el Hijo único, y con su entrega hasta
la muerte, expresada en la donación de su carne y de su sangre como alimento: «Yo soy el pan de
vida bajado del cielo» (Jn 6,35.48.51). El dinamismo se completa con la referencia al Espíritu vivi-
ficador, sin el que «la carne de nada sirve» (Jn 6, 63-64). Según San Pablo, fue el Espíritu el «resu-
citó a Jesús de entre los muertos», dando vida a su carne y haciéndola así también «vivificadora»
(Rom 8,11). Así, no basta con comer la carne de Cristo: es preciso «beber del mismo Espíritu» para
«construir un solo cuerpo» (1Cor 12,12-14), formado de muy diversos miembros.
Entonces, la Eucaristía, sacramento del cuerpo de Cristo y de su Espíritu, brota de la vida intra-
trinitaria en sí misma como una fuente, de donde proviene todo el misterio de salvación. Esta vida
intratrinitaria tiene su origen en el Padre, se derrama hacia el Hijo -dándole ser- en el Espíritu, y de
Éste retorna de nuevo al Padre en la autodonación del Hijo. Pues bien, este torrente de vida intradi-

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vina se desborda también hacia la humanidad y el mundo, a través de la encarnación del Hijo y la
efusión del Espíritu, decididas libremente por el Padre.
Este es el doble dinamismo que integra la Eucaristía: por una parte, autodonación y gracia del
Padre a nosotros, a través de la entrega de su Hijo (Jn 3,16; 1Jn 4,9; Rom 8,32), verdadero pan de
vida (Jn 6,51-58), y de su «Espíritu vivificador» (Jn 6,63) y con ellos de su propia «vida eterna»;
por otra, la Eucaristía en cuanto acción de gracias, alabanza y adoración, en cuanto autodonación
del hombre que se hace ofrenda, al ser ungida y santificada por el Espíritu e incorporada al sacrifi-
cio de Cristo y presentada por Éste al Padre como «ofrenda de suave olor».
Las plegarias litúrgicas manifiestan esta estructura trinitaria evocando la historia de la salvación
(que es la actuación en el tiempo de la Trinidad) y en el dinamismo implícito en la eucaristía: la
anámnesis (memorial del Hijo) y la epíclesis (invocación del Espíritu Santo).
En particular, la comunión es Trinidad, la comunión es la Iglesia y la comunión es también la
Eucaristía. La Trinidad es «Misterio de la Comunión»: comunión esencial, que une radicalmente a
las tres personas en una misma vida y en un mismo ser, sentir, conocer y querer. De esta comunión
intradivina deriva la comunión de los santos, la Iglesia como comunidad intradivina es de donde de-
riva la comunión de los santos, comunidad integrada por muchos. Así como en los granos de trigo,
«recogidos y aunados, molidos y amasados, hacen un solo pan», así también «en Cristo, pan celes-
tial, nuestra multiplicidad queda reducida a la unidad de un solo cuerpo» (Cipriano). Así, la Iglesia
es verdadero sacramento de la Trinidad, signo visible de la comunión trinitaria.
La Eucaristía es sacramento eficaz de la presencia viva de Cristo y de nuestra incorporación a ese
misterio intradivino de comunión salvadora. Así, lo que la Eucaristía es respecto a la Iglesia [origen
y meta de toda vida cristiana (LG 11)] es la Trinidad respecto de la Eucaristía: en el Padre, por el
Hijo, en el Espíritu está la verdadera fuente y la culminación de todo el misterio eucarístico.

Comunión eucarística y comunión humana


En la Eucaristía aprendemos cuando hemos de saber y de realizar para vivir en comunión. A tra-
vés de la estructura visible de la Eucaristía el creyente es introducido en el interior de la Trinidad,
gracia de Iglesia, en efecto, expresa bajo símbolo del Banquete de Jesús la reconciliación total, hori-
zontal y vertical, la de los hombres entre sí y comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu.
Subrayo el hecho de que la Eucaristía es el Banquete de Jesús para dejar claro que no todo ban-
quete está presidido por un ánimo benévolo y comunional. En los banquetes de las antiguas Grecia
y Roma no todo era transparente, puro y sencillo. Las pasiones, la vergüenza y el veneno tenían
también su ámbito propio en los banquetes del Renacimiento. El derroche y la opulencia, que acen-
túa el hecho de la marginación y de la miseria, son hoy el distintivo de muchas comilonas.
Por eso hace falta subrayar que quien preside la reunión Eucaristía, como clima y atmósfera es el
único y el mismo Espíritu de Dios, con su claridad y fuerza que se convierte en clarificación para
todos y para cada uno de los participantes.
El Espíritu Santo y santificador, tal como lo ha significado la doble epíclesis, ha descendido no
sólo sobre los elementos del pan y del vino sino también sobre todos los participantes, realizando lo
que podríamos llamar la doble escatologización: la del pan y del vino, llamada transubstanciación
por los concilios de Letrán y de Trento, y la de todos los participantes en la Mesa del Señor, que son
trasladados del nivel de este mundo, donde reinan las diferencias y las diversiones, al nivel de la es-
catología, donde reina la unidad, la paz, la comunicación de inteligencia, amor y vida, esto es, la co-
munión.
Ella supone la caridad plena; la semejanza plena con Dios-Amor; por eso, el temor no cuenta,
por eso la humanidad y el pecado ceden ante el perdón y la gracia, por eso la diversión ha dado paso
a la convivencia totalmente reconciliada. Pero este final escatológico sólo se da a gustar en prenda.
Su realidad plena hay que ganarla en el espacio y en el tiempo.

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La eucaristía: espacio y tiempo de la comunión


El ámbito sacramental, especialmente el eucarístico, da lugar a un concepto nuevo de espacio y
tiempo: el espacio y tiempo continuo de la comunión que abarca la unidad de todos los humanos, el
del hoy y del mañana penetrados por el Amor. Es espacio fundante y envolvente de la comunión «en
el Señor» (Fil 4,1) y en el tiempo de salvación o «kairós».
Es un nuevo concepto de espacio en relación con la espacialidad profana: el espacio continuo de
comunión que abarca la unidad de todos, pero en él se destacan los más necesitados y los más pr -
óximos; es decir, los que aún cuando estén alejados de la comunidad, están llamados por Dios y por
nosotros mismos para ser próximos.
Es un nuevo concepto de tiempo en relación con la cotidianidad cerrada, repetitiva e ilimitada a
la vez: el tiempo continuo de la comunión. Tiempo que abarca al pasado capaz de ser recordado, al
presente que debemos vivir arraigados y fundados en el amor y al futuro en el que hay esperanza
porque está lleno de Dios siempre dándose, abriéndole así al hombre un futuro absoluto. Pasado,
presente y futuro como unidad penetrada por el eterno Amor.

Comunidad trinitaria y comunión interhumana


En el espacio-tiempo de la comunión, en la Eucaristía, el creyente percibe como una sombra de
la experiencia de Dios, del don gratuito que está recibiendo, y que lo impulsa a restablecer la comu-
nión original deseada por Dios, germen evangélico de una fraternidad fruto del Amor más grande,
llevado en estos vasos de arcilla humanos. Es una fraternidad que tiene origen y desarrollo gratuito.
La comunión interhumana deriva de la trinitaria, como la imagen deriva del original. Porque, en
realidad, la Trinidad es la única forma en que puede hacerse real la afirmación "Dios es Amor". El
Padre, el Hijo y el Espíritu es la realidad de Dios que no sólo se manifiesta como Amor sino que es
Amor. Para que el amor humano sea real, para que conduzca a la fraternidad que, en el tiempo euca-
rístico de la historia, está grávida de la comunión que hay en Dios, es preciso que los humanos siga-
mos el camino señalado por la Paternidad, la filiación, la Encarnación, la Pascua, la plena efusión
del Espíritu que convierte la creación en Reino de Dios.
La comunión trinitaria es la causa ejemplar del amor fraterno. Éste, en cuanto se adentra en el es-
pacio y en el tiempo de la comunión, ha rozado ya la meta final deseada: la caridad interhumana ha
entrado ya en la comunión divina. Quien inicia este proceso del amor fraterno ha alcanzado ya per-
sonalmente el final. Quien se adelanta a amar, ya tiene plenitud de Dios en su corazón: vislumbra lo
que ha de conseguir y, de alguna manera, lo pregusta. Por eso tiene paz y esperanza, y jamás pereza,
quietismo e inactividad.
Los que con humildad desean colaborar con la comunicación de la comunión trinitaria en la fra-
ternidad humana, siguen a Jesús hasta identificarse con Él. Pues es él quien, mediante su existencia
entregada (su «pro-existencia»), da el paso de la muerte a la vida para que todos gocen de ella.
La reunión de la Eucaristía es el lugar y el momento de identificación suprema con Cristo recon-
ciliador, que ofrece a quienes quieran su forma de pro-existencia (la entrega al Padre y a los herma-
nos): así se crea fraternidad y comunión desde el sacramento.
Por eso la Eucaristía es escuela y hogar de vida para echar fuera el egoísmo, la agresividad y el
abuso del poder. Un vaciamiento que es la bienaventurada felicidad que el mundo no comprende,
aunque sea tan real como el don del Espíritu. La eucaristía es crisol donde se funden contradiccio-
nes e injusticias. La cruz del Señor ha llevado a término con todo realismo el único camino reconci-
liador que lleva a la auténtica comunión: arrancar del opresor su voluntad de poder y del dominio; y
su deseo de convivir, queda milagrosamente restituido por la conversión. En la eucaristía ya no tie-
nen la primacía, la opresión, el temor, la contradicción ni la injusticia: sólo las personas cuentan, tal
como en la comunión final son amadas por Dios creador que ama «todo lo que existe y no aborrece
nada de lo que has hecho, porque si hubiera odiado algo, no lo habría creado» (cf. Sb 11, 24).

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Contraste real entre proceso y plenitud


Este es un problema muy serio con todo su realismo. Estamos llamados al amor fraterno pleno y
el cristiano es optimista como para creer en una ética personal y social que lleve hasta él. Pero nadie
debe pensar que la simple posibilidad de comunión plena sea una excusa para saltearse las diversas
etapas del proceso para alcanzarlo.
El proceso del amor fraterno llega al término sólo de una manera precaria, en el sentido de que
ese amor fraterno está grávido del amor de Dios: lo contiene, pero al estar situado en la existencia
humana, todavía ha de recorrer un largo trecho. Es verdad que en la historia se dan «puntos termina-
les», las diversas utopías a las que tiende la convivencia humana, y todo intento humano de aproxi-
mación a esos momentos utópicos contiene ya una muestra de la plenitud final. Pero nadie puede
respirar satisfecho como si se hubiera llegado ya a la reconciliación de todas las contradicciones y
se hayan eliminado todas las carencias. Pensar, hablar o actuar como si el cristiano fuera quien ha
llegado a la plenitud y se gloría en ella, en vez de ser «persona en camino», puede ser algo muy da-
ñino y peligroso.
Así, la Eucaristía, como espacio-tiempo de comunión que nos permite pregustar aquí y ahora la
experiencia del Amor donante de Dios y del amor fraterno, nos anima en el lento caminar del pro-
greso humano a la comunión plena, a través de lo negativo y aun de la muerte.
Basta señalar una serie de utopías que emergen con fuerza del horizonte nebuloso de nuestra so-
ciedad. En torno a estas utopías hay zonas de negatividad que la voluntad de comunión interhuma-
na, adentrándose en ellas, habrá de superar mediante una acción ética personal y colectiva, sellada
por la cruz y resurrección de Jesús.
Debemos llegar a una sociedad más igual, más libre y más justa, aun al precio de padecer perse-
cución por la justicia; debemos llegar a un respeto por la naturaleza restañando las heridas que un
siglo y medio de depredación ecológica le han infligido; debemos llegar al estado de derecho, que
respeta y promueve los derechos del hombre, a partir de las actuales vulneraciones de los mismos.
Es que toda utopía muestra el lado negativo que hay que recorrer para llegar a ella. Y viceversa:
las carencias, negatividades e injusticias que nuestra sociedad muestran, aunque sólo sea a quienes
tienen una mentalidad ética, cuáles son las utopías que deben movilizarnos.
a) La guerra que señala por contraste el horizonte de paz; las prácticas abortivas que señalan por
contraste el horizonte del amor acogedor.
b) La injusticia de los tribunales, que dejan desvalidos a los más débiles de nuestra sociedad, cla-
man por un horizonte de justicia que sea ya real en nuestro mundo.
c) La cesantía en el mundo laboral, clama por una sociedad que reconozca y promueva las habili-
dades sociales de cada cual, especialmente de la juventud.
d) La agresividad en la convivencia familiar, señala el horizonte de paz doméstica.
e) Las desigualdades reales que anidan en la igualdad legal de oportunidades, apuntan a nuevos
esfuerzos de igualdad auténtica.
f) La promoción a la pre-delincuencia, situado incluso a veces en el corazón de los estados de de-
recho, clama por instituciones de formación y promoción de la juventud.
g) La irresponsabilidad del un mundo adulto, que quiere emanciparse incluso de la soberanía de
Dios, es voz que clama porque Dios sea de verdad la condición de posibilidad de una forma de vida
humana como la de Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien.
En una palabra: estamos muy lejos de la plena comunión. Cuando nos atrevemos a afirmar la
perfecta comunión trinitaria, como un final que nos atrae y como una realidad suprema que quere-
mos imitar, para realizar así la perfecta comunión interhumana, debemos reconocer y valorar la dis-
tancia que aún debemos recorrer. No se trata tan sólo de humildad, sino de una simple cuestión de
honestidad y respeto a la verdad de las situaciones de los afligidos, los marginados, los que todavía
están fuera de esa comunión humana, fruto de la comunión eucarística.

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Significación fundamental de la eucaristía: comida compartida


La Eucaristía como anhelo de la comunión fraterna y participación de la comunión trinitaria y
del derramamiento de su Amor, ha sido evocada por la Escritura a partir del símbolo de la comida o
del banquete. Es que la significación fundamental de la Eucaristía está en relación y se ha de inter-
pretar a partir del símbolo de la comida compartida.
Compartir la misma comida es compartir la misma vida. En la Eucaristía la comida es Jesús mis-
mo, por lo que ella es el sacramento en el que los creyentes se comprometen a vivir la misma vida
que llevó Jesús; y a vivirla también entre ellos, con amor y solidaridad.
Así lo dice el evangelio de Juan. Cuando llega el momento de la cena de despedida, Juan no
cuenta la institución eucarística; sino que se detiene justamente donde los otros evangelios cuentan
la institución eucarística, entre el anuncio de la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pe-
dro, allí Juan pone el mandamiento nuevo: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los
otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reco-
nocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,34-
35).
Éste es el sentido profundo que ya había descrito en el discurso después de la multiplicación de
los panes: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). La Euca-
ristía es identificarse con la vida de Jesús, lo fundamental de la Eucaristía no es el rito, sino la expe-
riencia que se expresa en el símbolo. Y esa experiencia es el amor de los demás, exactamente la en-
trega de Jesús por todos hasta la muerte: donde no hay amor y vida compartida no hay Eucaristía.
He aquí en qué consiste la significación fundamental de este sacramento.

Conclusión
Celebrar la eucaristía nos propone, entonces, algunas dimensiones importantes de la espirituali-
dad auténtica y específicamente cristiana.
a) Una espiritualidad contemplativa que nos lleva a describir la presencia y la acción salvífica de
Jesucristo en la cotidianidad de nuestras vidas.
b) Una espiritualidad de dependencia total que nos comprendernos necesitados de Dios.
c) Una espiritualidad sacrificial, que reconoce todo como don y gracia del Padre, y nos vuelca a
la acción de gracias y la alabanza, que es don irreversible de nosotros mismos al Padre para reconci-
liarnos y entrar en comunión íntima con Él.
d) Una espiritualidad misionera, de discípulos que se dejan fascinar por el Maestro.
e) Una espiritualidad de comunión que brota de esta contemplación de Cristo Eucaristía como
Misterio de Comunión, que es a la vez la esencia misma de la Iglesia.
Sin esta espiritualidad, los signos y ritos eucarísticos, se convierten en medios sin alma, en más-
caras de Eucaristía, más que en signo y expresión de la misma. Podemos pedir el perdón de Dios y
dar un signo de paz al hermano, sin actitudes de conversión y reconciliación, podemos dar las gra-
cias sin dar lo que las merece, haciendo estéril nuestra vida, podemos comer pan sin discernir el
Cuerpo del Señor.
Los verdadero adoradores, que adoran en espíritu y en verdad, son los que siguen a Jesús en to-
das las cosas de su vida y así lo anuncian. Discípulos misioneros, nos dice Aparecida.-

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