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Copyright 1987.

Rafael Domingo
Ediciones Universidad de Navarra, S. A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. Barañáin-Pamplona (España)
ISBN 84-313-1021-9
Depósito legal NA 1.192-1987
Fotocomposición. Compomática ALGOL
Imprime LINE GRAFIC, S.A. Hnos. Noáin, s/n. Ansoáin
Printed in Spain - Impreso en España
RAFAEL DOMINGO

TEORÍA
DE LA «AUCTORITAS»

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA, 1987
r

MAGISTRO ALVARO D'ORS


MEI ITINERIS DVCTORI
AD SCIENTIAM IVRIS,
QVINQVAGESIMO ANNIVERSARIO
EIVS CATHEDRAE, DICATVM
ÍNDICE GENERAL

Pá3.

INTRODUCCIÓN •. 13

HISTORIA DE LA CUESTIÓN

A. Bibliografía básica sobre auctoritas y potestas 23


B. Desarrollo histórico 34
C. Aplicaciones de la distinción entre auctoritas y potes-
tas por otros autores 42
D. La definición de autoridad y de potestad 47

EXPOSICIÓN SISTEMÁTICA

CAPÍTULO I: «AUCTORITAS» Y «POTESTAS» EN LA EXPERIENCIA


ROMANA 55

1. Potestad y autoridad en la res publica 55


a) Explicación terminológica de potestas y auctoritas 55
b) La fórmula SPQR 60
c) Auguria y auspicia. El colegio pontifical 63
d) Fuentes jurídicas de autoridad y de potestad . . . 69
2. Cambios posteriores: Augusto, Adriano, Bajo Impe-
rio 78
3. La potestas del pater familias 85
a) Familia y mancipium 85
b) Patria potestas, manus, dominica potestas y otras ex-
presiones del poder 88
Pag

4. Potestad y autoridad en el procedimiento privado 91


5. Potestad y autoridad en la manápatio 96
6. Potestad y autoridad en la tutela 98
7. Auctoritas tnagistratus y auctoritas legis 98

CAPÍTULO II: AUTORIDAD y POTESTAD EN LAS FUENTES DEL


DERECHO 105

1. La ley 105
2. La costumbre 110
3. Los principios generales del Derecho 112
4. La jurisprudencia y la doctrina 112
5. Hacia una unificación del derecho común 116

CAPÍTULO III: APLICACIONES DE LA DISTINCIÓN ENTRE AUTO-


RIDAD Y POTESTAD EN EL DERECHO POLÍTICO 119
1. El concepto de autoridad en el Estado moderno 119
2. La crisis de la división de poderes: los Tribunales
Constitucionales 122
3. Los partidos políticos 130
4. Opinión pública: la libertad de prensa 132
5. Política y Tecnocracia 136
6. Tradición y Revolución 138

CAPÍTULO IV: APLICACIONES DEL BINOMIO AUTORIDAD-


POTESTAD EN EL DERECHO PROCESAL 141

1. Autoridad y potestad en el juez moderno 141


2. Algunas imprecisiones terminológicas derivadas de
la confusión entre autoridad y potestad 143
3. Autoridad y potestad en los órganos de administra-
ción de justicia 154
a) Los órganos judiciales puros 154

10
Pág

b) La relación entre autoridad y potestad en los ór-


ganos de administración de justicia 157
c) En particular el auxilio jurisdiccional y la juris-
dicción voluntaria 164
d) Expresiones de autoridad y de potestad en el
proceso 168
e) Autoridad y potestad en las personas que inter-
vienen en el proceso 171
4. El deber de juzgar 172

CAPÍTULO V: AUTORIDAD Y POTESTAD EN EL DERECHO CANÓ-


NICO 175

1. Autoridad y potestad en la organización de la Igle-


Iglesia 176
2. Auctoritas en el Código de Derecho Canónico . . . 178
3. Breves consideraciones sobre algunos conceptos a
la luz de la teoría de la auctoritas 179
a) Colegialidad y solidaridad 179
b) Votum 182
c) Delegación y vicariedad 188
4. Los Colegios de la Iglesia 189
a) Colegios de la Iglesia universal 189
i) El Colegio Episcopal 189
ü) El Sínodo de los obispos 194
iii) La Curia romana 195
iv) El Colegio de Cardenales 196
b) Colegios supradiocesanos 197
v) La Conferencia Episcopal 197
vi) Los Concilios particulares 200
c) Colegios de la Iglesia particular 201
vil) El Sínodo Diocesano 201
vüi) Otros colegios 202

11
Pág.

CAPÍTULO VI: AUTORIDAD Y POTESTAD EN LA UNIVERSIDAD 203

1. Padres, maestros y profesores universitarios 203


2. La relación profesor universitario-alumno 204
3. Funciones de potestad añadidas al profesor 208
a) Algunas reflexiones sobre los exámenes 208
b) Autoridades académicas 210

TEORÍA GENERAL DE LA «AUCTORITAS»

1. Evolución conceptual del término auctoritas . . . . 215


2. Conceptos afines 219
3. Análisis de la definición orsiana de autoridad y de
potestad 222
a) Saber y poder 223
b) El reconocimiento social 229
4. Características de la autoridad en relación con la
potestad 238
a) Carácter personal 238
b) Otras características 243
5. El binomio autoridad-potestad y sus relaciones ad'
intra 249
a) Simbolismo de la mano 249
b) Preguntar y responder 253
c) Canales de interferencia 256
d) La función limitadora de la autoridad 260
6. Efectos de las declaraciones de autoridad 262

ANEXO 265

I. Autoridad y libertad 267


II. Cuarenta años después 281
III. El profesor 303

12
INTRODUCCIÓN

«Pregunta el que puede;


responde el que sabe-».
A lo largo de sus lecciones de cátedra y escritos,
Alvaro d'Ors ha ido desgranando una idea que puede
considerarse constante en su pensamiento: la distinción
entre auctoritas y potestas. En efecto, en varias ocasiones,
d'Ors ha manifestado que la clave de todo cuanto ha
dicho y escrito sobre Derecho, Política y Filosofía social
se encuentra en esta contraposición, típicamente roma-
na, pero que pertenece a la misma naturaleza de las
cosas; así lo muestra el casi centenar de escritos en los
que d'Ors hace uso de este binomio.
Sin embargo, ese afán de superación crítica propia
del temperamento de nuestro autor le ha llevado a
construir, partiendo de una mera distinción terminoló-
gica, una verdadera teoría, capaz por sí misma de expli-
car las más complejas realidades jurídicas con la
sencillez que nace de la profundidad. En efecto, lo que
en su artículo Ordenancistas y judicialistas (1960) presenta
como una intuición y en Autoridad y potestad (1964)
como una primera formulación, ventidós años después
puede decirse ya que es una teoría en sentido estricto:
la teoría orsiana de la auctoritas. Con razón, Francisco
Sancho Rebullida —que este año cumple junto con
nuestro autor las bodas de plata en la Universidad de
Navarra— escribía con motivo de la jubilación de Alva-
ro d'Ors en el ABC de 9 de mayo del pasado año que
«en su ciencia del nomos, la bipolaridad auctoritas-potestas

15
RAFAEL DOMINGO

es todo un ejemplo y una demostración de que, cuanto


más profunda es la raíz, más altura alcanzan las ramas
que de ella se nutren».
Hemos excluido deliberadamente de nuestra deno-
minación de la teoría orsiana la palabra potestas porque
nuestro autor centra la atención fundamentalmente en
la autoridad, concepto que ha sido vulnerado con el
paso del tiempo al ser considerado como una especie
del género poder al que sirve de instrumento; de ahí
que se estudie preferentemente el concepto de potestas
en aquellos aspectos que interesan para su contraposi-
ción con la autoridad. De la exigencia conceptual del
reconocimiento social respecto a la potestas derivan con-
secuencias relativas a la legitimidad del poder, dentro
del contexto de una Teología política, pero la considera-
ción de esta vertiente política excedería de nuestro
actual propósito. Un desarrollo de este tema puede
encontrarse en un libro, recientemente publicado por
Alvaro d'Ors, titulado La violencia y el orden (Dyrsa,
Madrid 1987) 125 pp. En este breve pero denso libro,
escrito —como suele decir el autor— de un «tirón», se
expresa una idea de suma trascendencia para la teoría
política, a saber: que el reconocimiento social es una
condición para la legimidad del poder político, pero no
su origen.
La publicación de sus escritos en lugares a veces
poco accesibles al jurista, las continuas rectificaciones
que nuestro autor ha ido introduciendo en sus trabajos
posteriores, la ausencia de una obra que reuniera la
diversidad de aplicaciones de esta distinción y, sobre
todo, la inexistencia de un escrito personal de d'Ors que
ordenara, actualizara y sistematizara su pensamiento
sobre este tema, son las causas que nos han movido a
la realización de este trabajo. Por eso, aunque no sea
frecuente realizar una tesis doctoral sobre el pensa-

16
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

miento de un autor en vida, y menos todavía que ese


mismo autor sea el director del trabajo, nos parece que
en nuestro caso está plenamente justificada esta ano-
malía.
Puede llamar la atención la sistemática seguida en
la ordenación de las partes y capítulos, por considerar
que lo lógico hubiera sido desarrollar en primer lugar la
teoría orsiana y aplicarla posteriormente a los diversos
campos del derecho en crisis. Sin embargo, nos ha pare-
cido más oportuno ir de lo particular a lo general, pues
este es el camino que de hecho tomó d'Ors para elabo-
rar su pensamiento. Por eso, nuestra síntesis personal,
en el último capítulo, viene a cumplir la función de la
habitual enumeración de conclusiones de las tesis, pues
nuestro objetivo era precisamente captar la esencia del
binomio auctoñtas-potestas en cada una de sus aplicacio-
nes concretas, e inducir luego una formulación de vali-
dez general para futuras aplicaciones, ya que pensamos
que aquel binomio no debe limitarse a las aplicaciones
específicas de que ha sido objeto, sino que puede operar
como módulo mental para el análisis de otras muchas
realidades de la vida social, y cuyo principio general
puede concretarse en el aforismo «pregunta el que
puede; responde el que sabe», con el que hemos encabe-
zado esta introducción.
Nuestra aportación personal, por tanto, ha consistido
en construir, si se nos permite la expresión, el rompeca-
bezas, cuyas piezas separadas —los escritos de Alvaro
d'Ors— han tenido que ser ordenadas, pulidas, limadas
para alcanzar la pretendida y necesaria armonía. Natu-
ralmente, la bibliografía empleada ha sido casi exclusi-
vamente la de los escritos de nuestro autor, y la de
aquellos otros autores que han hecho uso del binomio
mencionado tal y como d'Ors lo concibe.
Hubiera sido de gran interés incorporar un capítulo

17
RAFAEL DOMINGO

sobre el juego del binomio autoridad-potestad en la


Edad Media, pero excedería claramente de los límites
fijados, pues nuestro autor no trata esta cuestión en su
obra. Mas queremos aprovechar la ocasión para expresar
el motivo de alegría que nos supone el hecho de que
sea precisamente'en la Universidad de Navarra —con-
cretamente en la Facultad de Filosofía y Letras, bajo la
dirección de Rafael Alvira— donde se haya comenzado
a estudiar este tema.
También hubiera sido nuestro propósito aprovechar
este trabajo para cumplir un deseo que Alvaro d'Ors for-
m u l ó en sus Doce proposiciones sobre el poder: hacer u n
estudio sobre el uso de autoridad y potestad en la histo-
ria del pensamiento político con sus hitos más impor-
tantes. Sin embargo, al penetrar en el fértil campo de
los escritos orsianos y divisar un auténtico panorama, es
decir, una visión completa, sin necesidad de salir fuera
de él, renunciamos momentáneamente a cumplir este
deseo orsiano para dedicar nuestros mejores esfuerzos al
estudio de su doctrina.
Recogemos a modo de apéndice tres escritos inéditos
de d'Ors, que no tenía intención de publicar: uno de
1962 titulado Autoridad y libertad, que puede considerarse
ya histórico, y dos de la presente década: Cuarenta años
después (1984)* y El profesor (1985). Pensamos que estos
artículos pueden interesar para seguir mejor la evolu-
ción del pensamiento de nuestro autor.
No queremos terminar esta breve introducción sin
manifestar nuestro agradecimiento a Alvaro d'Ors por lo
que ya sus discípulos hemos convenido en denominar
magisterio inédito, sin cuyo estímulo, enseñanza y dedi-

* Conferencia pronunciada por Alvaro d'Ors en la Universidad de


Santiago en octubre de 1984, con motivo del cuadragésimo aniversa-
rio del inicio de la carrera de Derecho de los primeros alumnos de
nuestro autor.

18
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

cación no hubiera sido posible la realización de este


trabajo.
Obligada, y no por eso menos emotiva, es la men-
ción de Eduardo Gutiérrez de Cabiedes, presidente del
tribunal que juzgó esta tesis doctoral, de quien tanto
aprendí el último año de su vida en la tierra.

19
HISTORIA DE LA CUESTIÓN
La finalidad de este apartado es establecer los funda-
mentos básicos para llevar a cabo posteriormente una
sistemática exposición de la fecunda distinción entre
auctoñtas y potestas, distinción, típicamente romana, que
se perdió casi por completo con el paso de los siglos. El
descubrimiento de esta contraposición se puede conside-'
rar como una de las grandes aportaciones de Alvaro
d'Ors; pero esta labor ha sido costosa, fruto maduro de
muchos años de trabajo y, por ende, de reiteración en
muchos escritos. Por eso, estimamos conveniente hacer
una breve reseña de los principales trabajos que tratan
este importante tema con el fin de dejar constancia de
la evolución del pensamiento del autor hasta perfilar la
distinción entre auctoritas y potestas en sus múltiples con-
secuencias. Incluimos también en este apartado una re-
ferencia a algunas obras en las que sus autores reflejan
una evidente influencia de la teoría de la auctoritas.

A. Bibliografía básica sobre «auctoritas» y «potestas»'

Relacionamos a continuación los escritos de Alvaro

1. Una relación completa de las publicaciones de nuestro autor


ofrecemos en Estudios de Derecho romano en honor de Alvaro d'Ors.
(EUNSA, Pamplona 1987).

23
RAFAEL DOMINGO

d'Ors que se refieren bien directamente bien de modo


tangencial a la distinción entre auctoritas y potestas, así
como los que versan sobre la aplicación de estos térmi-
nos a los diversos campos del derecho y de la teoría
política. Se indica en primer lugar la fecha de su publi-
cación, numerando las del mismo año, para poder citar
abreviadamente estas publicaciones a lo largo de nues-
tro escrito. Incluimos también los escritos inéditos pre-
cedidos por su fecha de redacción, según indicación del
mismo autor. Omitimos, en cambio, otras obras ocasio-
nalmente tenidas en cuenta, cuya cita aparece completa
en las notas a pie de página, así como las referencias
bibliográficas que el autor recoge en sus escritos. Como
es interesante conocer la evolución del pensamiento de
d'Ors sobre la distinción mencionada, dataremos al final
de la nota bibliográfica la fecha de realización del tra-
bajo cuando haya cierto desfase entre ésta y la de su
publicación. Los trabajos recogidos por el autor en
alguno de los libros de colectánea se citarán en nuestro
escrito por esta nueva edición. Anteponemos una lista
de los libros de escritos reunidos, para luego poderlos
citar más simplificadamente, sin repetir todos los datos:
— De la Guerra y de la Paz (Rialp, Madrid 1954)
217 pp.
— Papeles del oficio universitario (Rialp, Madrid 1961)
356 pp.
— Escritos varios sobre el derecho en crisis, «Cuadernos
del Instituto Jurídico Español» 24 (CSIC, Roma-Madrid
1973) 165 pp.
— Ensayos de Teoría Política (EUNSA, Pamplona 1979)
306 pp.
— Nuevos papeles del oficio universitario (Rialp, Madrid
1980) 495 pp.

1943: Presupuestos críticos para el estudio del Derecho


Romano (CSIC, Salamanca 1943) 150 pp. Este
24
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

libro contiene la memoria de las oposiciones a


cátedra de Derecho Romano, celebradas en el
mes de diciembre de 1943.
1945: La teología pagana de la Victoria legítima. Conferen-
cia conimbricense, poco anterior al Armisticio,
en Boletim da Faculdade de Direito (Coimbra
1945); en Tres temas de la Guerra Antigua, en Arbor
20 (1947) 185-202; y en De la Guerra y de la Paz,
pp. 69-88.
1947,1: Silent leges inter arma, en Arbor 20 (1947) 155-
170; y en De la Guerra y de la Paz, pp. 23-44.
2: La actitud legislativa del Emperador Justiniano, en
Miscellanea Guillaume de Jerphanion, Orientalia Chris-
tiana Periódica (Roma) 13 (1947) 119-142; y en
Nuevos papeles, pp. 330-360.
3: De la «prudentia iuris» a la jurisprudencia del Tribu-
nal Supremo y al Derecho foral, e n Información Jurí-
dica 55 (1947) 63-81; y en Escritos varios, pp.
55-73.
4: Ordo Orbis, en Revista de Estudios Políticos 35
(1947) 37-62; y en De la Guerra y de la Paz, pp.
91-117.
1949,1: Papeletas semánticas, en Estudios en homenaje al R.
P. Félix Restrepo, en Boletín del Instituto Caro y
Cuervo (Bogotá) 5 (1949) 63-68.
2: De la «privata lex» al derecho privado y al derecho
civil, en Boletim da Faculdade de Direito (Coimbra)
25 (1949) 29-46; y en Papeles, pp. 243-263.
1950: Aspectos objetivos y subjetivos del concepto de «ius»,
en Studi in memoria di Emilio Albertario II (Giuf-
fré, Milano 1950) 279-299; y en Nuevos papeles,
pp. 279-299.
1951: Los romanistas ante la crisis de la ley, en col. «O
crece o muere» (Madrid 1952) 42 pp.; y en Es-

25
RAFAEL DOMINGO

cyitos varios, pp. 1-18; una redacción amplia con el


título Ius Europaeum?, en L'Europa e il Diritto
Romano. Studi in memoria di Paolo Koschaker I (Guif-
fré, Milano 1954) 444-476; una versión abre-
viada, en Ius (Milano) 2 (1951) 340-355; y en
Revista de Derecho (Quito) 10-12 (1948) 81-100.
1952 rec. Santayana, sobre dominación y poder; comenta-
rio al libro de Jorge Santayana Dominations and
Powers. Refiections on Liberty and Gobernment (1951),
en Arbor 84 (1952) 391-400; y en Nuevos papeles,
pp. 427-443.
1953,1: Cicerón: De legibus. Introducción, traducción y notas
(Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1953)
245 pp.
2: Principios para una teoría realista del Derecho, en
Anuario de Filosofia del Derecho 1 (1953) 5-34; y
en Una introducción al estudio del Derecho (I a ed.,
Rialp, Madrid 1963) 100-142; una versión fran-
cesa con el título Le réalisme juridique, en Droit
Prospectif (Aix-Marseille) 11 (1981) 367-388.
1955: Gabriel o del Reino, en Ensayos de Teoría Política,
pp. 261-300.
1956: En torno a la definición isodoriana del «ius gentium»,
en Derecho de Gentes y Organización Internacional
(Instituto Alvaro Pelayo, Santiago 1956) 11-40;
y en Papeles, pp. 278-309.
1957: Tres mitos jurídicos, en Nuestro Tiempo 39-40
(1957) 225-231.
1959,1: Forma de gobierno y legitimidad familiar, en col. «O
crece o muere» 153 (Madrid 1959); y en Escritos
varios, pp. 121-138.
2: lAdversus hostem aeterna auctoritas esto», en AHDE.
29 (1959) 597-607.

26
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

3: Crisis del nacionalismo y regionalismo funcional, en


Derecho de gentes y organización internacional (CSIC,
Universidad de Santiago, 1959) 133-166; con el
título Nacionalismo en crisis y regionalismo funcio-
nal en Papeles, pp. 310-343.
1960,1: Ordenancistas y judicialistas, en Nuestro Tiempo 75-
76 (1960) 273-283; con el título Mentalidad jurí-
dica, en Una introducción al estudio del Derecho1,
pp. 143-156; y en Escritos varios, pp. 35-43.
2: Elementos de Derecho Privado Romano (Estudio
General de Navarra, Pamplona 1960 y segunda
edición de 1975) 386 pp. Este libro es la pri-
mera versión del manual.
1961,1: Sobre el dogma jurídico, en Papeles, pp. 170-184.
Prelección de 1950. Aparecen como «preleccio-
nes» las lecciones de cátedra para iniciar el
curso académico; otro carácter tiene la «jubilar»
de 1985.
2: Cicerón, sobre el estado de excepción, en Cuadernos de
la Fundación Pastor (Madrid) 3 (1961) 11-31; y
en Ensayos de Teoría Política, pp. 153-175.
3: Preguntar y responder, en El Alcázar 8-VI-1961.
4: Roma ante Grecia: Educación helenística y jurispru-
dencia romana, en Problemas del mundo helenístico,
Cuadernos de la Fundación Pastor 2 (1961) 85-104;
y en Una introducción al estudio del Derecho\ pp.
73-79.
5: La libertad, en Nuestro Tiempo 82 (1961) 423-445;
en Revista de Derecho Público (Universidad de
Chile) 35-36 (1948) 11-28; y en Ensayos de Teoría
Política pp. 201-221. En este último se añade
una Apostilla sobre «Liberación», en 1979, pp.
221-222.
6: Para una interpretación realista de artículo 6o del

27
RAFAEL DOMINGO

Código Civil español, en Studi in onore di Emilio


Betti I (Giuffré, Milano, 1961) 119-126; en Pape-
les, pp. 264-277; una versión italiana en Bollet-
tino informativo dell' Istituto giuridico spagnolo in
Roma 38-39 (1962) 3-10.
1962: Autoridad y libertad (inédito). Este artículo es el
primero sobre nuestro tema escrito después del
traslado de nuestro autor a la cátedra de la
Universidad de Navarra. Vid. anexo.
1963,1: Una introducción al estudio del Derecho (Rialp,
Madrid, I a ed. de 1963, simple reimpresión en
1973) 192 pp.
2: Los pequeños países en el nuevo orden mundial, en
Una introducción al estudio del Derecho, pp. 161-186.
1964,1: Filología y Derecho Romano, en Actas del II Congreso
español de Estudios Clásicos (Sociedad Española de
Estudios Clásicos, Madrid 1964) 191-213; y en
Nuevos papeles, pp. 165-191.
2: Autoridad y potestad, en Lecturas Jurídicas 21
(1964) 23-35; en Foro Gallego 131 (1966) 255-
265; y en Escritos varios, pp. 93-105.
3: Las declaraciones jurídicas en Derecho Romano, en
ARDE. 34 (1964) 565-573.
4: Le origini romane della collegialita, en Studi Cattolici
43 (1964) 25-31; una versión castellana con el
título En torno a las raíces romanas de la colegian-
dad, en El Colegio Episcopal I (CSIC, Madrid
1964) 57-70; en Tres estudios sobre la colegialidad
episcopal (EUNSA, Pamplona 1965) 15-30; y en
Ensayos de Teoría Política, pp. 95-109.
1965,1: Sobre el no estatismo de Roma, en Estudios Clásicos
44 (1965) 109-164; en Atlántida 19 (1966) 82-88;
y en Ensayos de Teoría Política, pp. 57-77.

28
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

2: Simbolismo ancestral, en La Actualidad Española de


24-VI-1965.
3: La significaron de l'oeuvre d'Hadrien dans l'histoire
du droit romain, en Les empereurs romains d'Espagne
(CNRS., Paris 1965) 147-161.
4: Séneca, ante el Tribunal de la Jursiprudencia, en
Estudios sobre Séneca (CSIC, Instituto de Filosofía
Luis Vives, Madrid 1966) 105-129; y en Nuevos
papeles, pp. 192-224.
1966,1: Política en la Universidad, en La Actualidad Española
de 5-V-1966.
2: Vulgarismo giuridico odierno, en Bollettino informa-
tivo dell'Istituto giuridico spagnolo in Roma 53-54
(1966) 3-14; y en Antologia giuridica romanistica ed
anticuaría I (Giuffré, Milano 1968) 287-302; una
versión castellana en Lecturas Jurídicas 36 (1968)
5-12; y en Escritos varios, pp. 27-34.
1968,1: La ley romana, acto de magistrado, en Emérita 37
(1969) 137-148; y en Nuevos papeles, pp. 312-329;
una versión alemana con el título Das romische
Gesetz ais Akt des Magistrats, en Epirrhosis Festgabe
fur C. Schmitt (Dunker-Humblot, Berlin 1968)
313-323.
2: Derecho Privado Romano (EUNSA, Pamplona, ed.
de 1968, 1973, 1977, 1981, 1983 y 1986) 542 pp.
1969,1: Retrospectiva de los XXV años, en Atlántida 42
(1969) 620-627; con el título Retrospectiva en las
bodas de plata con la cátedra, en Nuevos papeles, pp.
147-160.
2: La formazione universitaria del giurista, en Bollettino
informativo dell'Istituto giuridico spagnolo in Roma
59-60 (1969) 3-6
3: Sistema de las Ciencias I (EUNSA, Pamplona
1969) 88 pp.

29
RAFAEL DOMINGO

1970,1: Sistema de las Ciencias II (EUNSA, Pamplona


1970) 104 pp.
2: Derecho es lo que aprueban los jueces, en Atlántida
45 (1970) 233-243; y en Escritos varios, pp. 45-54.
1971: La pérdida del concepto de excepción a la ley. Pre lec-
ción de 1971, en Escritos varios, pp. 147-159; una
versión catalana con el título La perdua del con-
cepte d'excepció a la lid, en Llibre del II Congrés
Juridic Cátala (1971).
1972,1: Misnisterium, en Teología del Sacerdocio 4 (Burgos
1972) 317-328; y en Escritos varios (Addenda a
Autoridad y Potestad) pp. 105-107.
2: El problema universitario español: ¿cambio de estruc-
tura o cambio de conducta? Texto para un coloquio
en el V Consejo de Delegados de la Asociación
de Amigos de la Universidad de Navarra (oct.
1972) (Pamplona 1972) 8 pp.; y en Nuevos pape-
les, pp. 106-115.
3: El regionalismo jurídico. Conferencia pronunciada
en el Ilustre Colegio Provincial de Abogados de
La Coruña, el 23-XI-1972, en Boletín del Ilustre
Colegio de Abogados de la Coruña 7 (1973) 1-9; y en
Escritos varios, pp. 75-86; una versión gallega en
Estudos de Dereito Civil de Galicia (Sept, La Coruña
1973) 239-248.
1973,1: Derecho y Ciencias Sociales, en Escritos varios, pp. 19-
26. Su redacción es de 1970.
2: «Lex et ius» en la experiencia romana de las relaciones
entre «auctoritas» y «potestas», en Escritos varios, pp.
87-92. Redactado en 1970.
3: Hacia un nuevo Derecho Común, en Inchieste dei
Diritto Comparato de Mario Rotondi II (CEDAM.,
Padova 1973) 175-177; y en Nuevos papeles, pp.
361-365.

30
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

4: Inaugurado, (Publicaciones de la Universidad


Internacional Menendez Pelayo, Santander 1973)
36 pp.; y en Ensayos de Teoría Política, pp. 79-94.
1974,1: Sistema de las Ciencias III (EUNSA, Pamplona
1974) 150 pp.
2: La Universidad española en los últimos 25 años.
Conferencia leída en el Colegio Mayor Monte-
rols de Barcelona con ocasión de sus 25 años,
en Nuestro Tiempo 246 (1974) 29-49; con el título
La Universidad española de 1943 a 1973, en Nuevos
papeles, pp. 81-105.
1975: Notas para una recensión de José Zafra Val-
verde: Poder y Poderes (EUNSA, Pamplona 1975)
(inédito).
1976,1: Una introducción al estudio del Derecho2 (Universi-
dad de Valparaíso, Chile 1976 y Rialp, Madrid,
ed. de 1976, 1979 y 1982). Es una nueva redac-
ción, totalmente rehecha y ampliada, de Una
introducción al estudio del Derecho (1963, simple
reimpresión de 1973).
2: Autonomía de las personas y señorío del territorio.
Prelección de 1976, en Anuario de Derecho Foral 2
(1976) 9-24; y en Ensayos de Teoría Política, pp.
241-260.
3: Teología Política: una revisión del problema, en
Revista de Estudios Políticos 205 (1976) 41-79; y en
Sistema de las Ciencias IV, pp. 86-135.
1977,1: Una relección del fasa culo I, en Sistema de las Cien-
cias IV, pp. 9-76.
2: Derecho, Política, Organización, Sociología: un ensayo
de ubicación sistemática, en Estudios en honor del
Prof. Cort. Grau (Valencia 1977) 89-99; y Ensayos
de Teoría Política, pp. 13-28.

31

L
RAFAEL DOMINGO

1979,1: Tiranicidio y democracia, en Ensayos de Teoría Polí-


tica, pp. 193-199.
2: Las traducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento,
en Ensayos de Teoría Política, pp. 123-133.
3: Legitimidad, en Ensayos de Teoría Política, pp. 135-
152.
4: El problema de la representación política, en Ensayos
de Teoría Política, pp. 223-240; y en Revista de
Derecho Público (Universidad de Chile) 28 (1980)
11-25.
5: Doce proposiciones sobre el poder, en Ensayos de Teo-
ría Política, pp. 111-121. Se trata de un coloquio
que tuvo lugar en el Colegio Mayor Belagua
(1978) al que sigue un comentario.
6: «Caput» y «Persona». Comunicación al I Simposio
Internacional de Teología, en Ética y Teología
ante la crisis contemporánea (Universidad de Nava-
rra, 1979) 251-253; y en Nuevos papeles, pp. 377-
381.
7: La formación de ñus novum» en la época tardo-
clásica, en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos 4
(1979) 35-49; y en Nuevos papeles, pp. 225-
248.
1980,1: Universidad y sociedad, en Nuevos papeles pp. 17-
37.
2: Esas reglas que ley no deroga. (A propósito de una
sentencia laboral española), en La Ley (Buenos
Aires) 62 (1980) 1-4.
3: rec. de Filippo Cancelli: Ed. trad. introd. di M.
Tulio Cicerone, Lo stato (Mondadori, Firenze 1979),
en SDHI. 46 (1980) 574-593.
4: Los imperativos legales, en La Ley (Madrid) 28
(1980) 1-4.

32
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

1981,1: El Epistolario de Capograssi, en Verbo 199-200


(1981) 1152-1168.
2: Autarquía y autonomía, en La Ley (Buenos Aires)
76 (1981) 1-3.
3: Retrospectiva, en La Ley (Buenos Aires) 153
(1981) 1-3.
1982: De nuevo sobre la ley meramente penal, en La Ley
(Buenos Aires) 200 (1982) 1-3
1983: La nueva idolatría, en Verbo 217-218 (1983) 799-
814.
1984,1: Auctoritas-authentia-authenticum, en Apophoreta phi-
lologica. Homenaje al Prof. Fernández- Galiano. Estu-
dios Clásicos 88 (1984) 375-381.
2: Cicerón: sobre la República. Introducción, traducción,
apéndice y notas (Gredos, Madrid 1984) 193
pp.
3: Objetividad y Verdad en Historia, en Verbo 223-224
(1984) 315-336.
4: Cuarenta años después (Una reflexión sobre la crisis
de la Universidad). Conferencia pronunciada en la
Universidad de Santiago en octubre de 1984
(inédito). Vid anexo.
5: Derecho y ley en la experiencia europea desde una
perspectiva romana (inédito).
1985,1: Cambio y Tradición, en Verbo 231-232 (1985) 113-
116.
2: Introducción civil al Derecho Canónico IV: De corpore
ficto et repraesentato, capítulos 2 o y 3 o . Este ma-
nuscrito contiene las lecciones de la Facultad de
Derecho Canónico de la Universidad de Nava-
rra, en su última redacción.
3: Prelección jubilar. (Publicaciones Universidad de
Santiago de Compostela, 1985) 33 pp.

33
RAFAEL DOMINGO

4: El profesor (inédito). Vid anexo.


5: Potestad y autoridad en ¡a organización de ¡a Iglesia
(A propósito de una importante tesis doctoral), en
Verbo 235-236 (1985) 667-684.
1986: Las sugerencias del Sínodo de 1985, en Verbo 245-
246 (1986) 545-555.
1987: La violencia y el orden (DYRSA., Madrid 1987)
125 pp. En este libro, publicado con posteriori-
dad a la redacción de este trabajo, nuestro autor
vuelve a hacer uso del binomio auctoritas-potes-
tas. Sin embargo, las ideas que se exponen —sal-
vo la mencionada de que el reconocimiento
social es condición y no origen del poder— se
encontraban ya desarrolladas en otros escritos
anteriores, por lo que no modifica, sino más
bien confirma, todo lo que aquí se dice sobre la
teoría de la auctoritas.

B. Desarrollo histórico

La primera vez que d'Ors expresa clara y contunden-


temente la distinción entre autoridad y potestad es en
la prelección de 1964, en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Navarra, universidad a la que se había
trasladado en 1961, después de diecisiete cursos en su
tan querida Universidad compostelana. Esta prelección
fue publicada en «Lecturas Jurídicas» (Universidad de
Chihuahua, México) en octubre de 1964; cinco años
más tarde se publicó en «Foro Gallego», y en 1973 se
recogió en sus Escritos varios sobre el derecho en crisis.
En este escrito se encuentran los pilares fundamen-
tales donde se apoya la distinción mencionada y sus
diversas proyecciones hacia los más variados campos ju-

34
TEORÍA DE LA «AVCT0R1TAS»

rídioos: análisis de la teoría de la división de poderes, el


voto electivo, la representación política, los partidos
políticos, la opinión pública, etc.
Alvaro d'Ors, a pesar de todo, tenía conciencia de
que era todavía mucho lo que le faltaba para un cabal
desarrollo de esta contraposición, motivo que le llevará
a publicar, a lo largo de su vida, muchos escritos, bre-
ves casi todos ellos, en los que examina con deteni-
miento tan fértil distinción.
Sin embargo, si bien es cierto que 1964 es el año en
el que d'Ors más profundiza en el binomio autoridad-
potestad, no lo es menos que, desde 1947, el autor
intuye que algo de trascendental hay en tal contraposi-
ción. En su artículo titulado De la «prudencia iuris» a la
jurisprudencia del Tribunal Supremo y al Derecho foral2, insi-
núa la fundamental relación entre autoridad y potestad
con las potencias del alma —autoridad es a entendi-
miento lo que potestad es a voluntad— para explicar las
fuentes del derecho. En 1949, publica un artículo titu-
lado Papeletas semánticas, como contribución a los Estudios
en honor al P. Félix Restrepo1, en el que apunta unas
observaciones sobre ciertas palabras españolas de etimo-
logía jurídica. Establece, entre otras, la distinción exis-
tente entre «contestar» y «responder», de gran importan-
cia, como se verá, para el tema que tratamos. Doce años
más tarde, publica un artículo en «El Alcázar» titulado
Preguntar y responder'1', donde vuelve a insistir en la dife-
rencia conceptual existente entre contestar y responder.
Observa agudamente cómo pregunta el que puede y res-
ponde el que sabe, observación que es una de sus cons-

2 1947, 3.
3 1949, 1.
4 1961, 3.
5 Autoridad y potestad, (1964, 2).

35
RAFAEL DOMINGO

tantes en la explicación de la distinción autoridad-


potestad, y será como el aforismo capital de toda la teoría.
Alvaro d'Ors comienza su prelección de 1964 con las
siguientes palabras: «La contraposición entre autoridad y
potestad como factores de la vida social constituye la
clave de cuanto desde hace algún tiempo he tenido oca-
sión de explicar en orden a la teoría general del dere-
cho y de la sociedad»5. El autor está refiriéndose con la
expresión «algún tiempo» a los antecedentes que acaba-
mos de exponer, pero sobre todo a cuatro obras funda-
mentales: Mentalidad jurídica6. Autoridad y libertad7, Una
introducción al estudio del Derecho^ y Le origini romane
della collegialita9.
En Mentalidad jurídica, Alvaro d'Ors analiza las distin-
tas consecuencias derivadas de la confusión entre dere-
cho y ley, cuyo origen está en la absorción de la
autoridad por la potestad.
El artículo inédito Autoridad y libertad puede conside-
rarse histórico en la evolución del pensamiento del
autor, ya que es el primero de toda una serie donde
aplica la contraposición romana auctoritas-potestas al
terreno político. En efecto, en este artículo se relacionan
dos binomios, autoridad-potestad y libertad-participación
del poder, y, consecuencia de su examen conjunto, es la
tajante afirmación de que la autoridad y la libertad vie-
nen a ser elididas por subsunción en la potestad y en la
participación del poder.
Una introducción al estudio del Derecho responde a u n a
expresa petición que le hicieron a d'Ors de preparar un
libro de texto para el último curso de bachillerato, pues-
el nuevo plan de estudios de Enseñanza Media incluiría

6 1960, 1.
7 1962.
8 1963, 1.
9 1964, 4.

36
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS*

una asignatura introductoria al derecho. En esta obra, el


autor trata, por vez primera, la relación existente entre
el sufragio universal y la distinción autoridad-potestad.
Pero, sin lugar a dudas, la principal aportación de Una
introducción al estudio del Derecho a la teoría de la auctori-
tas es que la autoridad constituye, en la vida política,
una defensa contra los excesos de la potestad; de ahí la
necesidad de que autoritas y potestas permanezcan se-
paradas 10 .
En su artículo Le origini romane della colkgialita de
1964, redactado tres meses antes que Autoridad y potestad,
realiza el autor un estudio profundo sobre la esencia de
la colegialidad, diferenciando dos tipos: la colegialidad
de los colegas —sólo hay colegas en la potestad— y la
colegialidad de los colegios —colegialidad en la autori-
dad—. Cabe destacar también de este escrito la formula-
ción explícita de que la autoridad, de suyo, no es
delegable, característica que la diferencia a radice de la
potestad. Este artículo tenía especial autoridad por el
hecho de haberse publicado en Italia cuando se debatía
en el Concilio el tema de la colegialidad, y antes de la
«Nota explicativa previa» a la Lumen gentium, por la que
Pablo VI aclaraba que la colegialidad a que se referían
los Padres Conciliares no tenía sentido estrictamente
jurídico.
A partir de la prelección de 1964, el autor publica
anualmente, salvo en 1948, 1967 y 1978, algún escrito
en el que aplica la distinción tantas veces mencionada.
Su labor científica en este campo se bifurca en dos ver-
tientes íntimamente unidas: por una parte, continúan
sus estudios sobre la relación autoridad-potestad en el
derecho romano, tanto público como privado; por otra,
aplica esta distinción, ahora con más precisión, a los
diversos campos del derecho y de la teoría política
10 Vid. Una introducción al estudio del Derecho (1963, 1) § 64.

37
RAFAEL DOMINGO

mencionados hasta 1964 y a nuevos institutos jurídicos.


De su primera vertiente investigadora merecen ser cita-
dos, entre otros, el trabajo sobre la significación de la
obra de Adriano en la historia del derecho romano",
emperador con el que se confunde ya definitivamente
autoridad y potestad, como fruto recogido por la semilla
plantada por Augusto; el artículo titulado La ley romana,
acto de magistrado12, donde demuestra, como su propio
título indica, que la ley es un acto del magistrado, hom-
bre de potestad, y no del populus; la ponencia para un
coloquio sobre el sistema de fuentes en derecho roma-
no, publicada con el título «Lex et ius» en la experiencia
romana de las relaciones entre «auctoritas» y «potestas»n; su
manual de Derecho Privado Romano 14, en el que, por ejem-
plo, divide las fuentes del derecho en fuentes de autori-
dad y fuentes de potestad, relaciona la auctoritas patrum
con la auctoritas Principis y la del mancipante extrayendo
un concepto romano unívoco de auctoritas, separa las
funciones de autoridad y potestad en el tutor, etc.
De su segunda vertiente, más intuitiva que histórica,
se pueden citar como artículos más sobresalientes: Sim-
bolismo ancestral^, artículo en el que el autor establece
una contraposición entre dos figuras veterotestamenta-
rias —Caín y José—, a partir de las cuales establece las
diferencias fundamentales entre tradición y revolución
desde la perspectiva del binomio autoridad-potestad; La
formazione universitaria del giuristaI6, d o n d e aplica la con-
traposición autoridad-potestad a la organización univer-
sitaria y a las relaciones entre profesores y alumnos;

11 La signification de foeuvre d'Hadrien dans l'histoire du droit romain,


(1965, 3).
12 1968, 1.
13 1973, 2.
14 1968, 2.
15 1965, 2.
16 1969, 2.

38
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Derecho es lo que aprueban los jueces17, donde d'Ors expone


su concepto de derecho basado en la experiencia
romana y en el binomio autoridad y potestad, etc.
Vemos, pues, cómo el autor de estos escritos va perfi-
lando paulatinamente la importante contraposición,
establecida por los romanos, como anunciaba en la
citada prelección de 1964.
Con razón, en 1968, escribía en su retrospectiva con
ocasión de sus bodas de plata en posesión de la cátedra
que «en la actualidad, mis estudios en el campo de la
filosofía social se orientan por un principio, que me
parece fecundo en consecuencias que deben ser objeto
de pausada reflexión, a saber, que sólo es posible la
representación en la potestad, y no en la autoridad»18.
En efecto, en la década de los 70 serán publicados
diversos artículos que vienen a cumplir esta pretensión.
Sus escritos sobre la teoría de la auctoritas son más
extensos, y referidos a aspectos determinados; su pro-
ducción científica aumenta considerablemente, conse-
cuencia directa de la madurez intelectual que conlleva
tantos años de investigación y docencia universitaria.
En 1973, el «Instituto Jurídico Español de Roma»,
dependiente del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, publica una serie de artículos de Alvaro
d'Ors bajo el título Escritos varios sobre el derecho en crisis.
En el prólogo del libro, el autor se expresa en estos tér-
minos: «Dentro de su variedad, hay una idea central
que orienta los escritos: la clasificación de la necesaria
distinción entre autoridad y potestad. Con todo, en
alguno de sus ensayos (...) esa distinción no se halla
bien perfilada todavía. La atención a la fecha de cada

17 1970, 2.
18 Retrospectiva personal (1969, 1.) 149.

39
RAFAEL DOMINGO

ensayo permite seguir el proceso de maduración de


la idea»19.
Ese mismo año, pronuncia d'Ors el discurso de aper-
tura del curso académico 1973-74 en la Universidad
Internacional «Menéndez Pelayo», publicado posterior-
mente en sus Ensayos de Teoría Política con el título Inau-
gurado20. Su autor ha manifestado en varias ocasiones
que en este discurso se encuentra la clave para entender
la teoría de la auctoritas, pues la raíz de la confusión
entre auctoritas y potestas se halla en la sustitución de la
augurado por la auspkatio de los mismos magistrados. En
efecto, la función de los augures, hombres independien-
tes con auctoritas, pasó a ser desempeñada en gran parte,
a partir de la República, por los harúspices, auxiliares
especializados en la interpretación de signos celestiales
al servicio de los magistrados, por lo que la auctoritas se
convirtió en fiel servidora de la potestas21. En la vida
política moderna ocurre algo semejante: se pretende dar
potestad al técnico como simple consejero; el gober-
nante prefiere tener al sabio como harúspice que como
augur. De esta forma, la ciencia se convierte en instru-
mento del poder, y la auctoritas queda absorbida por
la potestas.
Una obra fundamental donde se ponen los cimientos
de las futuras conclusiones en torno a la distinción
entre la autoridad y la potestad es la nueva redacción,
totalmente rehecha y ampliada, de Una introducción al
estudio del Derecho22. En este libro, analiza el autor nue-
vamente, pero con mayor profundidad, las diversas apli-
caciones de la mencionada distinción en el derecho

19 Escritos varios sobre el derecho en crisis (CSIC, Roma-Madrid


1973) VIL
20 1973, 4.
21 Este tema lo tratamos extensamente en el cap. sobre Roma,
pp. 63-69.
22 1976, 1.

40
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

moderno, que examinó en su Introducción de 1963" y


en los posteriores escritos hasta 1976.
En esta «Introducción» se encuentran en germen
muchas consideraciones de ulteriores artículos como,
por ej., su relección del fascículo I de Sistema de las
Ciencias24, cuya finalidad es señalar cómo los estudios
de la naturaleza humana deben constituir un tercer
grado en la división de las ciencias; Derecho, Política,
Organización, Sociología: un ensayo de ubicación sistemática25,
artículo escrito en homenaje al Prof. Corts Grau; Doce
proposiciones sobre el poder26, que tiene su origen en u n
coloquio que tuvo lugar en el Colegio Mayor Belagua
en 1978; en él se expresa con gran claridad el papel de
límite que ejerce la autoridad sobre la potestad; Las tra-
ducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento21, escrito en
el que aplica la distinción fundamental entre autoridad
y potestad para una correcta traducción de exousia en las
traducciones castellanas del Nuevo Testamento, etc. Pero
quizás pueda afirmarse que el texto más importante
del segundo lustro de la década de los 70 sea su pre-
lección de 1978, publicada en sus Ensayos de Teoría Polí-
tica con el título El problema de la representación política28,
ya que analiza el autor con cierta extensión una de las
distinciones más claras entre autoridad y potestad, alu-
dida en escritos anteriores, como es la de que la auto-
ridad no es delegable y sí la potestad, y la aplica al
campo de la representación política. Prueba de su
importancia es que d'Ors desde hace muchos años
tenía el propósito de escribir una teoría general de la

23 1963, 1.
24 Una relección del fascículo I ( 1 9 7 7 , 1).
25 1977, 2.
26 1979, 5.
27 1979, 2.
28 1979, 4.

41
RAFAEL DOMINGO

representación que sólo pudo materializarse en este ar-


tículo, breve pero denso y sugerente.
En la presente década, Alvaro d'Ors pública sobre
nuestro tema una media de cuatro artículos por año,
por lo que puede decirse que la distinción entre autori-
dad y potestad es ocupación constante en el pensa-
miento del autor. Debemos destacar dos escritos:
a) Auctoritas-authentia-authenticum29, en honor al Prof.
Femández-Galiano, donde demuestra la ausencia de un
equivalente griego del término auctoritas.
b) Su Prelección jubilar, leída el 12 de abril de 1985
en la Facultad de Derecho de la Universidad de Santia-
go30, que tiene como idea central la distinción radical
entre autoridad y potestad, que el autor ha madurado
durante más de veinte años. Según el mismo autor, esta
prelección cumple la función de un «testamento de
urgencia», pues en él se apuntan, como sugerencias para
los sucesores, una serie de corolarios de su idea central.

C. Aplicaciones de la distinción entre «auctoritas» y «potestas»


por otros autores

La primera aplicación de la distinción orsiana entre


auctoritas y potestas se produce en el campo del Derecho
Procesal. En efecto, el día 29 de abril de 1959, en la II
Sesión Abierta organizada por la Cámara Político-Jurídi-
ca de la Jefatura Provincial del Movimiento en Barce-
lona, con el título general de «Un hombre llamado a
juzgar» (Problemática de la función jurisdiccional),
Jorge Carreras pronuncia una conferencia titulada Las

29. 1984, 1.
30. 1985, 3.

42
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

fronteras del juez11. La influencia proviene, entre otros


motivos, de dos artículos de d'Ors que el catedrático de
Derecho Procesal ha leído: Nacionalismo en crisis y regiona-
lismo funcional12, que es mencionado de forma tácita en
la conferencia de Carreras, y De la «.privata lex» al derecho
privado y al derecho civil", artículo citado por Carreras en
Derecho público y derecho privado. Actualidad y fecundidad de
su distinción™.
El contacto personal entre los dos autores se hizo
frecuente por su coincidencia, desde 1961, en el claustro
de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nava-
rra, de cuya Facultad Carreras llegó a ser Decano antes
de su traslado a Barcelona.
En el discurso inaugural del curso 1964-65 en el
Instituto de Derecho Procesal, titulado Naturaleza del
órgano jurisdiccional, Jorge Carreras vuelve a utilizar la
contraposición entre auctoritas y potestas. «Si recogemos
—dice el autor— esta tradición, actualizada por la doc-
trina romanista, y vigorosamente expuesta por d'Ors,
estaremos en condiciones de aclarar cuál sea la última
diferencia que nos permita desentrañar la naturaleza del
órgano jurisdiccional»35. La influencia de la teoría
orsiana en este discurso es más patente que en la confe-
rencia de 1959. En efecto, en 1964 d'Ors ya había publi-
cado, y Carreras leído, Ordenancistas y judicialistas (1960),
Una introducción al estudio del Derecho (1963) y, quizá,
Autoridad y potestad (1964), obras claves para comprender
la contraposición auctoritas-potestas.

31. Jorge CARRERAS, Las fronteras del juez, en Estudios de Derecho


Procesal (Bosch, Barcelona 1962) 103-128.
32. 1959, 3.
33. 1949, 2.
34. Jorge CARRERAS, Derecho público y derecho privado. Actualidad y
fecundidad de su distinción, en Estudios de Derecho Procesal (Bosch, Barce-
lona 1962) 12-32.
35. ídem. Naturaleza del órgano jurisdiccional, en Revista Iberoameri-
cana de Derecho Procesal (1965) 372.

43
RAFAEL DOMINGO

Un discípulo de Jorge Carreras, Eduardo Gutiérrez de


Cabiedes36, catedrático de Derecho Procesal y Vicede-
cano de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Navarra hasta su reciente fallecimiento, aplica nueva-
mente la distinción mencionada en un artículo titulado
Una reflexión acerca del Derecho Procesal «El concepto de
auctoritas —escribe Gutiérrez de Cabiedes— y su contra-
posición al de potestas es una fina intuición para el
derecho romano de d'Ors, de unas consecuencias insos-
pechadas en nuestra disciplina»37.
También es aplicado el binomio auctoritas-potestas en
el campo procesal por Andrés de la Oliva Santos, discí-
pulo de Carreras, antiguo alumno de d'Ors en Navarra,
y actual catedrático de Derecho Procesal de la Complu-
tense38.
No han faltado, sin embargo, procesalistas que, si
bien admiten la distinción entre auctoritas y potestas esta-
blecida por d'Ors, dudan de la validez de su aplicación
al Derecho Procesal tal y como Carreras lo hizo en sus
dos artículos. En efecto, Juan Montero Aroca, catedrá-
tico de Procesal de Valencia, en su Introducción al Derecho

36. Con anterioridad a este autor, el catedrático de Procesal de la


Central de Barcelona, Manuel SERRA DOMÍNGUEZ, escribió dos artícu-
los en los que, sin mencionar explícitamente a d'Ors, comenta la
contraposición entre auctoritas y potestas aplicada por Carreras, a
saber: Jurisdicción y El juicio jurisdiccional, ambos en Estudios de Derecho
Procesal (Ariel, Barcelona 1969) 20 ss. y 63 ss.
37. Eduardo GUTIÉRREZ DE CABIEDES, Una nueva reflexión acerca del
concepto de Derecho Procesal, en Revista Iberoamericana de Derecho
Procesal 3 (1970) 589 ss.; y en Estudios de Derecho Procesal (EUNSA,
Pamplona 1974) 35 ss. Vid. también La función del Derecho Procesal en
la vida judicial, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. monográ-
fico dedicado a Derecho y vida judicial; y en Estudios de Derecho Pro-
cesal, p. 57 ss.
38. Vid. Andrés DE LA OLIVA SANTOS, Lecciones de Derecho Procesal.
Introducción (Barcelona 1982) y su nueva redacción adaptada a la
Reforma de 1984 junto con Miguel Ángel FERNÁNDEZ, Lecciones de
Derecho Procesal 3 vol. (Promociones Publicaciones Universitarias, Bar-
celona 1984, y sucesivas ediciones).

44
;i
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Procesal afirma que «sin entrar en el problema de la auc-


toritas y de la potestas en el Derecho Romano —problema
para el que no nos creemos legitimados—, en nuestra
opinión, los conceptos nacidos en aquél no pueden apli-
carse sin más en la hora presente, sobre todo con rela-
ción al derecho público»39. Por su parte, Francisco
Ramos Méndez, catedrático de Procesal en la Autónoma
de Barcelona, califica de sugestiva la teoría orsiana de
la auctoritas pero, en cambio, opina que «es muy difícil
pronunciarse desde el punto de vista jurídico sobre la
autoridad del juez»40.
En el campo del Derecho Romano son tres los discí-
pulos de Alvaro d'Ors que han escrito sobre la clasifica-
ción y evolución de las fuentes del derecho romano,
atendiendo a la división orsiana entre fuentes de autori-
dad y fuentes de potestad, a saber: Francisco Samper41,
primer adjunto de Alvaro d'Ors en la cátedra de Dere-
cho Romano de la Facultad de Derecho de Navarra y
actual catedrático de Romano en Santander; Manuel
García Garrido42, que fue adjunto de Alvaro d'Ors en
Santiago y luego Secretario del Instituto Jurídico Espa-
ñol en Roma del CSIC, dirigido por Alvaro d'Ors, y
actualmente es catedrático de Derecho Romano en la
UNED; y Emilio Valiño43, de la última generación de
alumnos de Alvaro d'Ors en la Universidad de Santiago,
adjunto de d'Ors en Pamplona, también Secretario del

39. Juan MONTERO AROCA, Introducción al Derecho Procesal (Tecnos,


Madrid 1976) 27.
40. Francisco RAMOS MÉNDEZ, Derecho y Proceso (Bosch, Barcelona
1978) 151-152.
41. Francisco SAMPER, Derecho Romano (Ed. priv., Pamplona 1974,
= Valparaíso 1975).
42. Manuel GARCÍA GARRIDO, Derecho Privado Romano (Madrid
1979 y sucesivas ediciones).
43. Emilio VALIÑO, Instituciones de Derecho Privado Romano (Va-
lencia, 1977 y sucesivas ediciones).

45
RAFAEL DOMINGO

Instituto de Roma y actual catedrático de Derecho


Romano en Valencia.
En 1971, el entonces profesor agregado de Organiza-
ción Eclesiástica en la Universidad de Navarra y actual
Catedrático en la UNED, José A. Souto, publica un ar-
tículo titulado La función de gobierno44 en lus Canonicum,
revista en la que ocupaba el cargo de secretario. En este
trabajo, Souto considera cómo la organización eclesiás-
tica no asimila la división de poderes, y propone la
hipótesis consistente en armonizar la concentración del
poder con la aplicación de unas técnicas y de unos
principios que garanticen el sometimiento de la función
del gobierno eclesiástico al derecho. Y dentro de esas
técnicas es donde juega un papel importante la contra-
posición entre autoridad y potestad, establecida por
d'Ors.
Pero ha sido hace menos de tres años cuando la dis-
tinción entre autoridad y potestad se ha aplicado más
plenamente al derecho de la Iglesia. Esta labor fue rea-
lizada por la Dra. Dolores García Hervás, en su tesis
sobre El principio de colegialidad en la organización de la Igle-
sia universal y particular, según el nuevo Código45, presen-
tada en la Universidad de Navarra y juzgada con la
máxima calificación el 14 de enero de 1985.
Recientemente, Antonio Carlos Pereira Menaut, pro-
fesor de Derecho Político en Navarra, en su libro titulado
En defensa de la Constitución46 ha aceptado el plantea-
miento de la distinción orsiana entre auctoritas y potestas,
por lo que se convierte en pionero en este campo.

44 José A. SOUTO, La función de gobierno, en lus canonicum 22


(1971) J8O-215.
45. Tesis doctoral, pro manuscrito (Universidad de Navarra
1985).
46. Antonio Carlos PEREIRA, MENAUT, En defensa de la Constitución
(EUNSA, Pamplona 1987).

46
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

D. La definición de autoridad y de potestad

Antes de exponer sistemáticamente la distinción


entre auctoritas y potestas nos parece conveniente analizar
sucintamente las diversas formulaciones que d'Ors ha
escrito en sus artículos sobre los términos mencionados.
Como corresponde a la Teoría general47 y no a un apar-
tado «histórico» estudiar las causas últimas de las varia-
ciones en la definición de auctoritas y potestas, nos
limitamos a transcribir algunas de sus formulaciones y
a comentar brevemente sus aspectos más significativos,
con objeto de dejar constancia de la evolución del pen-
samiento del autor acerca de la materia que tratamos y
de fijar una definición básica de la que partamos en los
próximos capítulos.
La primera formulación de autoridad la hallamos en
Elementos de Derecho Romano, cuando d'Ors analiza el
equilibrio de las tres fuerzas que componían la constitu-
ción republicana. «La auctoritas... —dice literalmente— es
el poder estable aunque desprovisto de fuerza directa-
mente imperativa»48. Sin embargo, es en 1961 cuando
d'Ors correlaciona auctoritas con potestas y formula una
definición de cada uno de los conceptos contraponién-
dolos entre sí. El día 8 de junio de ese año escribe en
«El Alcázar» que «la potestad es el poder socialmente
reconocido y la autoridad es la fuerza social que le
queda al que, pudiendo, deja la potestad»49. Vemos,
pues, una diferencia clara entre las dos definiciones de
autoridad: en la primera se dice que la autoridad es
un tipo de poder y en la segunda se abandona ese tér-
mino y se emplea el de fuerza social, con la finali-

47. Vid. infra pp. 213 ss.


48. 1960, 2 § 5.
49. 1961, 3.

47
RAFAEL DOMINGO

dad de incidir sobre la diferencia esencial entre autori-


dad y potestad.
Poco tiempo utilizó el autor la definición expuesta
en este artículo de «El Alcázar», ya que se dio cuenta de
que no expresaba correctamente su intuición. Por esta
razón, un año más tarde, en su escrito inédito titulado
Autoridad y libertad™ se pronuncia de la siguiente forma:
«Porque la autoridad es la personalización social de la
verdad, en tanto la potestad es la personalización social
del poder»51. Verdad y poder: he aquí las palabras que
diferencian radicalmente los conceptos de autoridad y
potestad; la verdad como expresión del entendimiento,
el poder como expresión de la voluntad. Junto a la
esencial incompatibilidad de ambos términos se observa
la necesaria asociación conceptual, expresada en la for-
mulación con identidad de palabras: «personalización
social». Pero el término «personalización», que en el
escrito en conjunto tiene su sentido, le parece a d'Ors
poco adecuada como definitiva, por lo que decide cam-
biarla. Así, en su introducción al estudio del Derecho
plantea una nueva definición: «En términos generales
— explica el autor—, la autoridad es la verdad social-
mente reconocida, y se contrapone a la potestad, que es
la fuerza socialmente reconocida o poder»52. Reconoci-
miento por personalización es la mutación sustancial de
la definición, porque la autoridad y la potestad no se
diferencian de la verdad o fuerza por su personaliza-
ción, sino por su reconocimiento social. El reconoci-
miento, de esta forma, se constituye en causa tanto de
la autoridad como de la potestad.
Esta definición, a primera vista, le pareció a d'Ors
acertada y decidió utilizarla en posteriores artículos. Ese

50. 1962.
51. Vid. también Ordenanútas y judicialistas (1960, 1).
52. Una introducción al estudio del Derecho (1963, 1) § 15.

48
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

mismo año de 1963, en una relección andorrana afirma


categóricamente que «la potestad es la fuerza social-
mente reconocida, la autoridad es la verdad socialmente
reconocida»53. Al preparar su prelección de 1964, dedi-
cada exclusivamente a este tema, decide alterar una
palabra en el concepto de potestad: fuerza por voluntad.
En efecto, al comienzo de su prelección se expresa en
los siguientes términos: «Podríamos definir la autoridad
como la verdad socialmente reconocida y la potestad
como la voluntad socialmente reconocida»54. El término
voluntad expresa mejor que la palabra fuerza la esencia
de la potestad. Pero si la potestad es la voluntad social-
mente reconocida ¿por qué no decir que la autoridad es
el entendimiento socialmente reconocido? Y, por otra
parte, ¿cómo pueden ser reconocidas socialmente las
potencias del alma?
La respuesta a estas preguntas tardará exactamente
cuatro años. Es en 1968, en la primera edición de su
manual de Derecho Privado Romano, donde las dudas se
resuelven. La diferencia entre autoridad y potestad es
ésta: «La autoridad —señala d'Ors— es el saber social-
mente reconocido y la potestad es el poder socialmente
reconocido»55. Un año después, en 1969, en su Sistema
de las Ciencias I, que recoge unas lecciones pronunciadas
por d'Ors en la «Escuela de Bibliotecarias» de la Univer-
sidad de Navarra, repite exactamente la misma defini-
ción56. La proximidad y la incompatibilidad de ambos
conceptos queda así expresada perfectamente en la defi-
nición. La necesidad del reconocimiento social, sin el
cual la potestad es pura fuerza y la autoridad pura cien-
cia, aproxima los conceptos que, sin embargo, resultan

53. Los pequeños países en el nuevo orden mundial (1963, 2) 163.


54. Autoridad y potestad (1964, 2) 93.
55. Derecho Privado Romano (1968, 2) 10.
56. Sistema de las Ciencias 1 (1969, 3) 47.

49
RAFAEL DOMINGO

esencialmente distintos en función de la diferencia entre


la voluntad, a la que se refiere la potestad, y el entendi-
miento, al que se refiere la autoridad. Por otra parte,
queda resuelto el problema del reconocimiento social del
entendimiento y de la voluntad. La autoridad no es
entendimiento, sino saber, es decir, una expresión del
entendimiento. A su vez, la potestad no es voluntad, sino
una expresión de la misma; y el saber y el poder sí pue-
den ser reconocidos socialmente. La distinción había sido
claramente precisada en la breve fórmula: casi diez años
habían transcurrido desde su primera formulación.
En ulteriores escritos, d'Ors no altera, generalmente,
los términos de la definición, sin pensar por ello que es
reiterativo: el rigor científico exige la repetición57. Deci-
mos «generalmente» porque en tres ocasiones, desde
1968 hasta 1985, modifica parcialmente su definición.
En 1978, en un coloquio que tiene lugar en el Colegio
Mayor Belagua de Pamplona, afirma que «el reconoci-
miento social del poder, que lo convierte en potestad,
depende de la convicción expresada por un saber perso-
nal socialmente reconocido que se llama autoridad»58.
Como se puede comprobar, la definición de potestad es
idéntica a las anteriores. Sin embargo, el autor añade
un matiz a la definición de autoridad: el ser personal.

57. En «Lex et ius» en la experiencia romana (1973, 2), en su dis-


curso de 1973 sobre Inaugurado (1973, 4), en Haría un nuevo Derecho
Común (1973, 3), en Una introducción al estudio del Derecho (1976, 1),
en Esas reglas que ley no deroga (1980, 2), en El Epistolario de Capograssi
(1981, 1), en Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia (1985,
5), en su Prelección jubilar (1985, 3) etc., define la autoridad como
saber socialmente reconocido y la potestad como poder socialmente
reconocido. Emilio Valiño, discípulo de d'Ors que acepta el plantea-
miento de esta teoría, define, sin embargo, la auctoritas como el
conocimiento o la ciencia socialmente reconocidos (Vid. Instituciones
de Derecho Privado Romano [Valencia 1977] p. 18). Esta definición
quizá haya sido formulada por d'Ors en sus conversaciones privadas
con el autor.
58. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) n ú m . 8.

50
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

El motivo de incluir este calificativo en la definición es


que en la proposición anterior calificaba el poder como
personal por lo que decidió mencionar este término
también en la definición de autoridad, para establecer
un perfecto paralelismo. De todas formas, en posteriores
escritos el adjetivo desaparece por motivos de concisión.
En su trabajo inédito titulado Derecho y ley en la expe-
riencia europea desde una perspectiva romana''9, define la
autoridad como saber prudencial socialmente recono-
cido. El término «prudencial» se emplea aquí en un
contexto determinado, referido a la jurisprudencia. No
podemos pensar, por tanto, que el calificativo «pruden-
cial» forma parte de la definición general de autoridad,
sino que al aplicar la teoría de la auctoritas al campo del
ius y de la ¡ex, ese saber se concreta en un saber
prudencial.
Por último, en un escrito, también inédito, sobre El
profesor60, Alvaro d'Ors define la autoridad como el saber
oficialmente reconocido y la potestad como el poder ofi-
cialmente reconocido. Se utiliza el adverbio oficialmente
y no socialmente porque, en este trabajo, el autor se
refiere a la autoridad y a la potestad que derivan de un
título universitario, por lo que, en este supuesto, el reco-
nocimiento social se concreta en la oficialidad del reco-
nocimiento.
Concluimos, pues, diciendo que, según la última
definición de Alvaro d'Ors, la autoridad es el saber
socialmente reconocido y la potestad es el poder social-
mente reconocido. Esta conclusión nos servirá para uti-
lizar una definición constante en la exposición siste-
mática.

59. 1984, 5.
60. 1985, 4.

51
EXPOSICIÓN SISTEMÁTICA
CAPÍTULO I:
«AUCTORITAS» Y «POTESTAS»
EN LA EXPERIENCIA ROMANA

El objeto principal de este capítulo es hacer una


referencia sobre las diversas aplicaciones del binomio
auctoritas-potestas en la experiencia romana clásica. Ana-
lizaremos también los hechos que causaron la pérdida
de la distinción entre autoridad y potestad, confusión
que ha perdurado a lo largo de los siglos y provocado
graves consecuencias, tanto en el orden público como
privado. Lógicamente, este capítulo corresponde más
bien a una labor recopiladora que investigadora stricto
sensu, pero no por ello despreciable, pues constituye el
primer fundamento de cuanto d'Ors ha dicho y escrito
sobre su teoría de la auctoritas.

1. Potestad y autoridad en la «res publica»

a) Explicación terminológica de «potestas» y «auctoritas»

El término latino potestas es un derivado de potis-e,


cuya raíz indoeuropea pot- viene a significar para los
romanos la idea de poder en general. La exacta forma-
ción fonológica del vocablo es desconocida, si bien
podemos pensar que existe una relación directa con
maiestas (de magis).

55
RAFAEL DOMINGO

Según d'Ors, lo que potestas1 presenta de específico


frente a la idea genérica de poder es su integración en
un orden; potestas se dice especialmente del poder cons-
tituido 2 . Como explica el jurista Paulo 3 , el vocablo potes-
tas se refiere fundamentalmente a tres poderes constitui-
dos: el imperium de los magistrados, denominado potestas
respecto a los magistrados menores; la patria potestas
sobre los descendientes, y el dominio sobre los esclavos.
Añade el jurisconsulto que «at cum agimus de noxae dedi-
tione cum eo qui servum non defendit, praesentis corporis
copiam facultatemque significamus, in lege Atinia in potestatem
domini rem furtivam venisse videri, et si eius vindicandae
potestatem habuerit». Sólo, por tanto, secundariamente se
habla de potestas para referirse a la disponibilidad de
presentación de una cosa en juicio.
Todo el que tiene un poder socialmente reconocido
tiene potestad; pero la potestad en cuanto que integrada
en un orden se manifiesta, no sólo como poder sobre
alguien, sino como poder derivado de un superior. En
efecto, «la potestad —dice d'Ors— siempre viene de
alguien, siempre es delegada. La idea de delegación es
esencial en toda potestad, de modo que todo el que
manda lo hace por delegación de alguien que manda
sobre él»4. Así, por ejemplo, el magistrado, como tiene
potestad, manda al pueblo, pero la razón esencial de ese
poder socialmente reconocido es precisamente su deriva-
ción de la maiestas Popuíi Romani.
En el estilo legal, como vemos en las leges datae,
aparece con relativa frecuencia la expresión ius potestas-
que. Hernández Tejero, a propósito de esta fórmula, con-

1. Vid. Las traducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento (1979, 2)


123-124.
2. En la lengua francesa existe la palabra puissance con este sen-
tido específico frente al genérico de pouvoir.
3. D. 50, 16, 215.
4. La nueva idolatría (1983) 806.

56
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

sidera que «claramente se puede entender como funda-


mento jurídico (ius) y como actuación efectiva {potes-
tas)». Más adelante habla de una titularidad jurídica y
de la posibilidad de una actuación efectiva de la mis-
ma5. De manera similar, opina d'Ors que ius y potestas
equivalen aquí «a posición y a poder respectivamente; el
poder de actuar una posición»6. De todas formas, consi-
dera d'Ors esta expresión como un pleonasmo stricto
sensu, una figura de construcción gramatical que con-
siste en emplear vocablos innecesarios para el recto y
cabal sentido de la frase. Este recurso era empleado en
ocasiones por los romanos7.
La palabra auctoritas proviene del verbo latino augeo,
que significa la idea de aumentar, crecer, dar una pleni-
tud a algo que no la tiene por sí mismo. Derivados del
verbo augeo son los términos augur, augustus, auctors. La
relación entre augur, augurium, augustus y augere está bri-
llantemente expuesta en estos famosos versos de Ovidio
{Fasti 1, 609 ss.):

Sancta vocant augusta patres, augusta vocantur


templa sacerdotum rite dícata manu.
Huius et augurium dependet origine verbi.
Et quodcumque sua Iuppiter auget ope.

De distinto origen que auctoritas es authenticum, intro-


ducido en el vocabulario latino en un momento histó-
rico avanzado, y que, debido a la similitud del comienzo

5. HERNÁNDEZ TEJERO, Sobre el concepto de «potestas», en AHDE 17


(1946) 622.
6. Vid. Aspectos objetivos y subjetivos de! concepto de «ius» (1950) 302;
y Epigrafía jurídica de la España romana (CSIC, Madrid 1953).
7. Por ejemplo, en las expresiones actio petitio persecutw, ius rutum-
que, etc.
8. Parece ser que también «auxiliar», que nos aclara perfecta-
mente el significado de augeo.

57
RAFAEL DOMINGO

au- de ambos términos, pudo facilitar su aproximación.


Pero auctoritas, como hemos dicho, viene del augere
latino, en cambio, authentkum se remonta a authentia o
poder originario y absoluto del que dependen otros
delegados, y vino a significar el documento de propia
mano, del que derivan las copias que del mismo se
pueden hacer9.
Otro concepto que conviene diferenciar de auctoritas
es el de iussum. Tanto el verbo iubere como el sustantivo
iussum, iussus o iussio hacen referencia a la declaración
por la que una persona autoriza frente a terceros un
acto de quien depende de ella, asumiendo por esto
mismo las consecuencias del acto que el subordinado
realice10.
Manifestaciones del iussum las encontramos tanto en
el derecho público como privado, todas ellas con el sen-
tido que acabamos de exponer. Así, el iussum populi, por
el que la asamblea popular autoriza la ley hecha por el
magistrado; el iussum iudicandi o autorización del magis-
trado para que un ciudadano desempeñe la función de
juez; el iussum de la delegación de obligaciones, en vir-
tud del cual el delegante asume frente al delegatario las
consecuencias del acto que realice el delegado; el iussum
del pater o dominus por el que éstos autorizan a un hijo
o esclavo, respectivamente, para contraer una obligación
frente a terceros. Tanto el Pueblo que autoriza la ley,
como el magistrado que autoriza al juez, el delegante y
el pater o dominus son sujetos de un poder inherente a
la función que desempeñan, en virtud del cual autori-
zan. Por esto mismo, el iussum puede definirse como la
autorización de la potestas.
Distinta es, sin embargo, la autorización de la aucto-

9. Vid. Auctoritas-authentia-authentkum (1984, 1).


10. Vid. los imperativos legales (1980, 4) III.

58
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

ritasn, de donde deriva el verbo castellano autorizar,


que no tiene equivalente en latín, y solía ser suplido
por giros lingüísticos tales como auctorem fieri o auctorita-
tcm interponeré.
Una diferencia radical entre el iussum y la auctoñtas
es que el primero se refiere a un posterius mientras que
la segunda a un prius; el iussum es preventivo, la auctoñ-
tas no previene sino que sigue al acto autorizado 12 . En
efecto, la autorización del que tiene a otro bajo potestad
precede a la realización del negocio, sin embargo la auc-
toñtas tutoris es posterior al mismo; así ocurre también
con la auctoritas patrum respecto al iussum populil\
Al mismo tiempo, iussum tiende a confundirse con
mandatum, pues la autorización frente a terceros parece
implicar un mandato que autoriza al subordinado. Así,
por ejemplo, con relativa frecuencia se ha visto en la
delegado de obligaciones un mandato en el que el auto-
rizante actúa como mandante y el delegado como man-
datario. Cuatro son las más importantes diferencias
entre iussum y mandatum:
1) En tanto que el mandato afecta a dos personas,
el iussum afecta a tres. «El encargo del mandante
— señala d'Ors— no supone, a diferencia del verdadero
iussum, una notificación a los terceros que entran en
relación con el representante»14.
2) Consecuencia de lo anterior es que el mandato es
revocable libremente por el mandante y puede ser
renunciado por el mandatario libremente; no así el ius-
sum, que no puede ser libremente revocado por el auto-
rizante.

11. En la auctoritas patrum, auctoritas tutoris, etc.


12. úussum eius qui in potestate habet non est simik tutoris auctoritati,
quae interponitur perfecto negotio, sed praecedere debet» (D. 29, 2, 2-5, 4).
13. Vid. Derecho Privado Romano6 § 229.
14. Ibidem § 474.

59
RAFAEL DOMINGO

3) Mientras que el mandato no puede interesar


exclusivamente al mandatario, el iussum puede corres-
ponder al único interés de la persona dependiente
del autorizante.
4) El iubens no es siempre un mandante; v. gr. en la
fideiussio, el sujeto autorizante es el fiador, que fide sua
esse iubet, y sin embargo no manda nada, sino al contra-
rio, él es quien puede aparecer como mandatario del
deudor principal, y por eso la jurisprudencia tiende a
servirse de la actio mandan contraria, como acción de
regreso.
«Así, pues, —advierte d'Ors— aunque el iussum puede
comprender un mandatum, ambas figuras son distintas y
aun independientes, pues, si a veces un iussum puede
contener un mandatum, el simple mandato nunca con-
tiene iussum, en sentido técnico, aunque tendamos a tra-
ducir, menos técnicamente, iubere por mandar»15.

b) La fórmula SPQR.16

La más clara manifestación de la distinción entre


auctoritas y potestas en la experiencia romana la hallamos
en la propia constitución mixta republicana, cuya
estructura se compendia en la fórmula Senatus Populus-
que Romanus. Esta conocida expresión es parecida en su
formulación a la de las ciudades griegas —boule kai
demos—, pero a pesar de tal aparente semejanza, corres-
ponden a dos realidades constitucionales radicalmente
diferentes. En efecto, la fórmula griega se refiere al pro-

15. Los imperativos legales (1980, 4) III.


16. Para la redacción de este apartado hemos tenido muy en
cuenta el capítulo IV de Introducción civil a! Derecho Canónico (1985,
2).

60
TEORÍA DE LA tAUCTORlTAS*

cedimiento que se seguía en las decisiones políticas, tra-


mitadas en primer lugar en el consejo de ancianos y
posteriormente votadas por el pueblo. La función polí-
tica de la boule estaba bastante restringida ya que se
reducía a preparar proyectos de ley y a asegurar la eje-
cución de las leyes de acuerdo con los magistrados. La
fórmula romana, en cambio, no se refería a cuestiones
meramente procedimentales, sino a la distribución de
las diversas funciones constitucionales. Por esta razón
aparece, en ocasiones, la formulación invertida, pues se
trata de actos fundados en una decisión legislativa
refrendada posteriormente por el Senado.
Sólo en la época de decadencia de la República
adquiere el Senado una función preparatoria de las
cuestiones legislativas semejante a la probouletka griega;
así ocurre, por ejemplo, con las últimas leges que
Augusto pretende presentar como populares, cuando los
comitia habían desaparecido de hecho, pues se habían
convertido en una forma de mero asentimiento comuni-
tario de la decisión del Príncipe17.
La fórmula SPQR. asocia los dos elementos estables
de la constitución republicana: el Pueblo y el Senado. Si
los magistrados no aparecen explícitamente menciona-
dos en la formulación es porque entran dentro del tér-
mino Populus, puesto que son los ejecutores temporales
del poder del Pueblo, que permanece a través de los
siglos como persona jurídica aeterna. Precisamente en la
totalidad y perennidad del Populus Romanus se funda su
tnaiestas, cuya concreción ejecutiva y temporal —potestas
o imperium si se trata de una potestas suprema—, como
hemos dicho, corresponde a los magistrados.
No puede hablarse, por tanto, de una sucesión en el

17. Un ejemplo claro lo tenemos en la lex Valeria Aurelia del año


20 d. C, que fue precedida y ordenada por un doble senadoconsulto
del año 19 d. C. conservado parcialmente en la Tabula Siarensis.

61
RAFAEL DOMINGO

imperium, porque el nuevo magistrado, que lo recibe a


través de la creatio de su predecesor tras la elección
popular, no toma el poder de éste al modo que el heves
sucede al de cuius, sino que accede a un poder que
reside radicalmente en el Pueblo.
Una característica de las magistraturas que conviene
destacar aquí es la coiegialidad solidaria, que consiste
en que, siendo el imperium un poder absoluto, puede
quedar limitado por la intercessio de un collega. Esta nota
podría inducirnos al error de pensar que la potestas está
dividida y, por ende, no es una mera concreción de la
maiestas. Sin embargo, cabe decir al respecto que, como
la potestas es solidaria, la coiegialidad no produce una
división de la misma, sino que ésta permanece —como
ocurre en cualquier relación de uso solidaria por su
misma esencial indivisibilidad— necesariamente indivi-
sible y solidaria, aunque, como sucede también en las
relaciones privadas de uso, pueda haber un reparto con-
vencional de funciones que no afecta a la esencia de la
misma potestad compartida. Tampoco implica una divi-
sión de la potestas el hecho de que entre los collegae en
la magistratura existiera una gradación, los minores y los
maiores, de forma que el veto se podía interponer entre
los de mismo rango y los menores, pero no contra
los superiores.
Consecuencia directa de la coiegialidad en la potes-
tad es el personalismo del poder. Los collegae tienen un
poder personal separado, y sus decisiones no son con-
juntas. Como el poder, aunque delegado, es personal, no
puede decirse que resida en un collegium y, por tanto, es
impropia la expresión collegium de magistrados. Para los
romanos existe, pues, una incompatibilidad entre la
noción de colegio y la potestad, de suerte que los
magistrados son colegas pero no forman colegio, preci-
samente porque tienen potestad.
TEORÍA DE LA oAVCTORITASr,

De la maiestas Populi Romani deriva también la aucto-


ritas patrum o senatus, que se expresa en los consejos
dados a los magistrados {senatus consulta). El Senado,
órgano de autoridad 18 , tenía la función de limitar los
actos de potestad con su saber socialmente reconocido.
Los senadores, como se puede concluir de lo dicho
anteriormente, no son collegae entre sí, ni respecto a los
magistrados, pues sólo hay colegas en la potestad, pero
pueden formar collegium, porque tienen autoridad. La
colegialidad de los collega es de potestas y la del collegium
de auctoritas.
Así, pues, la distinción entre auctoritas —saber social-
mente reconocido— y potestas —poder socialmente reco-
nocido— tiene su primera manifestación en el sabio
equilibrio de la constitución republicana, en virtud de la
contraposición entre la maiestas del Pueblo, concretada
en la potestas de los magistrados, que él mismo elige en
los comitia, y la auctoritas del Senado.

c) «Auguria» y «auspicia». El colegio pontifical19

Una experiencia de absorción de la autoridad por la


potestad en la época republicana procede de una ten-
sión ancestral entre dos modos de obtener la anuencia
divina para los diversos actos públicos y privados reali-
zados por los romanos. Nos referimos al desplazamiento
de los augurios por los auspicios, términos que, incluso
hasta por su semejanza fonética, inducen a confusión, si

18. Sobre el sentido de las expresiones «órganos de autoridad» y


«órganos de potestad» vid. parte tercera.
19. Vid. sobre todo Inauguratio (1973, 4); vid. también La teología
pagana de la Victoria legítima (1945) 75-77; y Teología política, una revi-
sión del problema (1976, 3) 97 ss.

63
RAFAEL DOMINGO

bien son totalmente distintos tanto por su etimología


como por su significado real.
El término auspiaum es un compuesto del sustantivo
avis y del verbo spicere; significa la consulta de la volun-
tad divina mediante la observación de las aves u otros
signos celestiales. El encargado de interpretar el vuelo
de las aves es el harúspice, vocablo que tiene una eti-
mología incierta, si bien parece ser un híbrido etrusco-
latino formado por harus (entrañas) y spicere.
Augurium, en cambio, proviene del verbo latino
augeo, de donde deriva también auctoritas, con el sentido
que anteriormente expusimos. Se trata de un concepto
más amplio que auspiaum, pues la función del augur no
es sólo de mera interpretación, sino también de control
de la legitimidad de la vida política.
La diferencia entre auspicia y auguria no está en el
método empleado sino en la competencia del sujeto, en
la eficacia, lugar y objeto. En efecto, los auguria eran
exclusivos de los augures, mientras que los auspicia
correspondían a cualquier magistrado o pater familias; el
auspicio tiene limitada su eficacia al día en que se
daba, en tanto que el augurio tenía una eficacia ilimi-
tada temporalmente. Con respecto al lugar cabe decir
que el augurio se debía dar en la ciudadela, el arx de la
ciudad, mientras que el auspicio en cualquier lugar,
incluso fuera de la ciudad. Por último, se diferencian
porque el objetivo del auspicio era un acto de la com-
petencia de un magistrado, en, tanto los augurios se
referían a actos solemnes determinados por la tradición:
creación de magistrados, dedicación de templos, etc. Por
lo demás, el augurio puede ser de la libre iniciativa del
augur, no así el auspicio.
El augur, que confirmaba una decisión humana
mediante el conocimiento de los signos que interpreta-

64
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

ban el consentimiento divino, no es un hombre de


poder, sino un hombre que sabe, que tiene autoridad.
Augurar, le compete, por eso, no a la potestas, sino a
la auctoritas.
En los orígenes de Roma, los reyes mismos hacían
de augures. Pero en la época etrusca la separación de la
potestad real y la autoridad augural aparece ya bien
señalada. «Será precisamente esta contraposición —escri-
be d'Ors— entre la concepción etrusca del poder militar
y la tradición latino-sabina del augurio la que va a con-
figurar lo que podríamos decir constitución genuina de
la gran Roma, con su esencial distinción entre auctoritas
y potestas»20.
La tendencia de secularización de la Roma republi-
cana hizo que la intervención de los augures quedara
reducida a aquellos actos que exceden de la competen-
cia de los magistrados, ya que para la realización de los
actos ordinarios podían valerse éstos del auspicio de los
harúspices, auxiliares especializados de su séquito. Así,
los auspicios, con efectos dilatorios, fueron preferidos a
los augurios, de efectividad perentoria.

20. Inauguratio (1973, 4) núm. 11. Una anécdota que recoge d'Ors
en este discurso inaugural de 1973 en la Universidad Menéndez
Pelayo ilustra bien esta contraposición. «El rey etrusco Tarquinio
proyectaba cambiar el sistema de la tres primitivas tribus romanas,
pero el principal de los augures de su tiempo, Ato Navio, le advir-
tió que no podía hacerse tal reforma sin una previa consulta augu-
ral. Enojado Tarqainio por esta limitación, le dijo, despectivo, que
podía consultar lo que quisiera. Entonces Navio, tomando su bastón
augural, el lituus, hizo las observaciones celestiales pertinentes, y
vino a dar al rey una respuesta negativa. Tomándolo éste a escarnio,
le retó a que adivinara si iba a suceder lo que él estaba pensando
en aquel momento, y, habiéndole dicho el augur que sí sucedería lo
que pensaba, sacó el Rey una piedra y un cuchillo, pues declaró
estar pensando que iba el augur a poder cortar la piedra con el
cuchillo. Entonces Navio, sin inmutarse, hizo el milagro. Tarquinio
renunció a su proyecto y desde aquel día no emprendió ya nada sin
consultar antes a los augures».

65
RAFAEL DOMINGO

El derecho a recabar auspicios se consideró inhe-


rente al poder del magistrado —a la potestad— por
cuanto ellos' mismos controlaban la anuencia divina de
sus propios actos, aunque por mediación de un personal
subordinado. En efecto, como el magistrado nombraba
su haruspice para que le interpretara los signos celestia-
les, éste se sentía en cierto modo obligado a dar auspi-
cios favorables a la voluntad del magistrado. Los
harúspices se integran en el orden de los subalternos
del magistrado que son los apparitores.
Del examen conjunto del auspicium y del augurium se
pueden obtener las siguientes conclusiones, en relación
con la teoría de la auctoritas:
a) En un principio estaban separadas la potestad
real y la autoridad augural. La auctoritas daba una pleni-
tud a los actos de la potestas, que no la tenían por
sí mismos.
b) Los magistrados republicanos prefirieron la auspi-
catio, técnica de complemento del gobernante, a la augu-
ratio, saber autónomo.
c) La auspkatio, al servicio de la potestas, absorbió
paulatinamente las funciones del augur, hombre de
autoridad, que controlaba y limitaba los abusos de la
potestad.
d) En definitiva, se sometió el técnico a la potestad
en vez de mantenerle en su papel de consejero inde-
pendiente, por lo que la auctoritas quedó desplazada por
la fuerza de la potestas.
También formaban collegium y tenían una función
religiosa los pontífices, que con su autoridad en esta
materia asesoraban y limitaban la potestad de los
magistrados.
La palabra pontifex tiene una etimología incierta y
discutida. La más aceptada hasta nuestros días ha sido

66
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

la que halla el origen de pontifex en la unión del sustan-


tivo pons-tis y el verbo faceré, qui fecerunt pontem, lo cual
se refiere a que los pontífices —dicen estos autores-
tenían a su cargo la custodia y conservación del puente
sagrado de Sublicio.
Tanto Pariente21 como d'Ors22 opinan, en cambio,
que derivar pontifex de pons es una pura elucubración
gramatical, inconciliable con el sentido de la palabra en
la época histórica. Para estos autores el término pontifex
parece derivar de pompa y faceré, de pompi-fices, ya que
éstos eran los organizadores del culto y ceremonial reli-
gioso, cuyo acto más importante era la procesión23.
La función de autoridad de los pontífices se mani-
festaba en los responsa. Los pontífices podían emitir con
carácter personal y sin vincular al colegio sus opiniones
de autoridad, como sententiae o responsa, sobre los más
variados asuntos que se sometían a su auctontas.
El colegio pontifical, por su parte, podía también
emitir decreta, esto es, dictámenes colectivos sobre asun-
tos religiosos. Tales disposiciones emanaban de la aucto-
ntas collegii, pero como los pontífices carecían de potes-
tad, los decreta no tenían carácter imperativo. Eran reso-
luciones de opinión y no decisiones de gobierno, y por
ello precisamente el colegio formaba sus resoluciones

2 1 . Vid. PARIENTE, Sobre Pontifex, e n Durius 11-12 (1978) 7 ss.


22. Vid. Derecho Privado Romano6 § 13 n. 1.
2 3. Puede advertirse el cambio p - t en el paso de Pompifex a Pon-
tifex, pero no hay que olvidar que fenómenos idénticos a éste fueron
corrientes en el latín vulgar desde la época más antigua, de donde
pasaron a la lengua general (por ejemplo, statelles-itis -satelles-itis;
tertes-etis - teres-etis, etc.) y tenemos la alternativa p/t en el mismo
nombre de Pompeius, Pomptina, Pontinae. La dificultad principal puede
estar en que la palabra latina pompa suele derivarse del griego pompe;
pero no hay que excluir que el término, aunque no documentado,
existiera ya antes de una posible influencia griega, como derivado
de una común raíz indoeuropea.

67
RAFAEL DOMINGO

por mayoría de votos, y la opinión del pontifex maximus


podía ser vencida por una mayoría contraria.
«Una decisión de potestad —afirma d'Ors— no puede
tomarse contra la voluntad del jefe pues es él precisa-
mente quien debe ejecutar tal decisión. Un asesora-
miento de autoridad, en cambio, puede tomarse por
mayoría, y puede imponerse al Presidente del Colegio,
pues la función de éste no es de potestad, sino de auto-
ridad. La existencia de una potestad implica siempre
una delegación de voluntad imperativa, y de ahí que no
se pueda revocar tal delegación sin revocar el mismo
poder, exactamente como ocurre en toda relación de
mandato. La autoridad, en cambio, no es delegable, sino
siempre personal e intransferible, pues se funda en el
prestigio24 de una prudencia personal e intransferible,
de ahí que el pontifex maximus no represente él solo la
autoridad toda del colegio que preside, sino que su opi-
nión siga siendo estrictamente personal y pueda quedar
vencida por la opinión de la mayoría de los otros
pontífices»25.
Aparte su función presidencial en el colegio de pon-
tífices, el pontifex maximus tenía algunos otros poderes
derivados del antiguo rex, como, por ejemplo, el de cas-
tigar a las vírgenes vestales que no cumplían bien con
su oficio. Dichos poderes del pontifex maximus eran per-
sonales, pues no dependían de las opiniones del colegio
pontifical. Así, el pontífice máximo acumulaba funcio-
nes de autoridad y de potestad, pero —y esto es impor-
tante tenerlo en cuenta— la colegialidad con el resto de
los pontífices afectaba exclusivamente a la función de
autoridad, y no a la potestad.

24. Actualmente no emplearía este término, sino, por ejemplo,


reconocimiento; vid. infra sobre «prestigio» pp. 219 ss.
2 5. En torno a ¡as raíces romanas de la colegialidad (1964, 4)
núm. 4.

68
TEORÍA DE LA «AUCTORÍTAS»

Los otros colegios, que siguen el modelo del colegio


pontifical, asumen el principio de decisión por mayoría
de votos, «incluso —dice d'Ors— cuando, para un deter-
minado colegio, no aparece claramente atestiguado este
principio de mayoría, también allí podemos suponer
que venía aplicado. En las Tablas Iguvinas, por ejemplo,
la opinión mayoritaria — maestru karu (Tab. V 24 y 27
= ed. Poultney p. 224)— declara la culpabilidad de los
que organizan las sesiones, y fija las multas. No se trata
de una decisión ejecutiva, sino de carácter judicial, es
decir, de autoridad. Lo mismo puede decirse de las
asambleas ciudadanas, que dan su opinión mayoritaria
sobre las leyes presentadas por los magistrados con
potestad. En especial, es esto apreciable para las curias
municipales, en las que prevalece la maior pars de decu-
riones presentes al adoptar resoluciones para asesorar a
los magistrados de la ciudad. Tales curias constituyen
un ordo, al igual que el Senado en Roma, y como aquél
son órganos de autoridad y no de potestad. Que los
magistrados puedan vincularse a hacer suyas las resolu-
ciones de la curia, esto no altera el carácter de resolu-
ción de autoridad que tienen los decretos de los
decuriones. También los magistrados se vinculan a eje-
cutar las sentencias de los jueces, que carecen de potes-
tad»26. La imperatividad de los decretos de la curia
proviene de la ley municipal que así lo dispone, del
mismo modo que la de la sentencia judicial proviene
del encargo recibido del magistrado.

d) Fuentes jurídicas de autoridad y de potestad

Antes de exponer el juego del binomio auctoritas-

26. Ibidem, núm. 5.

69
RAFAEL DOMINGO

potestas en las diversas fuentes del derecho, vemos con-


veniente transcribir el concepto de fuente según Alvaro
d'Ors con objeto de delimitar, ya desde ahora, el apar-
tado que nos ocupa. «Pues bien, yo entiendo por fuente
— dice el citado autor^ aquel momento de la realidad
jurídica en el que se nos aparecen los criterios sobre lo
justo, o, en otros términos, las formas de producción de
dichos criterios (...). Para acudir al símil natural: la
fuente no es para mí el seno de la tierra o manantial
interno donde se origina el agua, sino aquella parte del
suelo por donde el agua sale, se hace visible y puede
ser recogida por los hombres. Toda fuente del derecho
es, para nosotros, una expresión formuladora de un cri-
terio para discernir lo justo»27.
En el orden de la producción del ordenamiento jurí-
dico la distinción entre auctorhas y potestas se manifiesta
fundamentalmente en la contraposición entre lo que
establece la potestad, esto es, la ¡ex, y lo que declara la
autoridad, es decir, el ius2S. Los mores maiorum, primera
fuente del derecho romano arcaico, son producto de la
autoridad, pues se fundamentan en la tradición práctica
de los antepasados, que, como tales, no tienen poder
sino un saber socialmente reconocido29.
Como es sabido, mientras el ius es producto de la
jurisprudencia —y, en sus orígenes, precisamente, de la
jurisprudencia pontifical— la ¡ex empezó siendo, no
parte integrante del ius, sino una decisión adoptada por
los grupos preponderantes del pueblo solicitados por la
rogado del gobernante. Así, podemos decir que el ius,

27. Principios para una teoría realista del derecho ( 1 9 5 3 , 2) 1 1 3 - 1 1 4 .


Sobre la distinción entre fuente «de conocimiento» y «de producción»
en Roma, vid. DPR. 6 § 2.
28. Vid. «Lex et ius» en la experiencia romana de las relaciones entre
«.auctoritas» y «potestas» (1973, 2) núm. 3.
29. Para la contraposición «autoridad de los muertos» y «potestad
de los vivos», vid. Cambio y Tradición (1985, 1).

70
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

como manifestación de la prudencia, tenía carácter inte-


lectivo y la lex, como expresión de poder, tenía carácter
volitivo30; es decir, el ius es obra de la autoridad y la
lex, de la potestad.
La jurisprudencia romana estaba reservada a la aris-
tocracia. Cada familia noble tenía subordinadas un con-
junto de clientelas. Los clientes apoyaban a su señor en
la lucha electoral así como en otras actividades, y, a
cambio, recibían del aristócrata todo tipo de ayudas,
sobre todo en los litigios. El noble, por tanto, era un
consejero, pero, no sólo para asuntos judiciales, sino
para cualquier actividad vinculada al derecho. Mediante
el consejo jurídico los aristócratas obtenían las más
variadas ventajas políticas ya que afianzaban su in-
fluencia sobre las clientelas y adquirían autoridad en el
ámbito social. Como dice d'Ors: «No era, pues, que el
estudio del derecho habilitara especialmente para la
carrera política, sino que el prestigio social que se deri-
vaba de la actividad como prudente en materia de dere-
cho privado redundaba en una mayor influencia po-
lítica»51.
La actividad de los prudentes consistía principal-
mente en dictaminar sobre casos y conductas realizadas
bien por particulares, bien por jueces y magistrados.
Estos responsai2 de los prudentes, aunque se fundaban
30. Vid. Los romanistas ante la crisis de la ley (1951) n ú m . 3.
31. Educación helenística y jurisprudencia romana (1961, 4) 79.
32. A propósito de la forma privada de declaración del ius
explica d'Ors que «el responsum del jurisconsulto, prudente del dere-
cho, no es solemnemente declarado, sino comunicado sin forma
especial. No es allí la forma lo decisivo, sino el fondo del asenti-
miento prudencial, del sentiré que es la sententia. Pero esta declara-
ción informal no debe confundirse con una simple manifestación de
opinión cualquiera, pues el responsum es la pieza principal de toda la
vida jurídica romana, el responsum se da a aquel que lo pide con
reconocimiento de la autoridad del que lo profiere. Requiere así
como un previo acatamiento, no de la potestad, pues el jurista
carece en absoluto de ella, pero sí de la autoridad; presupone un

71
RAFAEL DOMINGO

en criterios objetivos, no requerían una expresa funda-


mentación racional, pues su valor dependía de la aucto-
ritas del prudente, tanto personal como familiar y
aristocrática". La ratio iuris del responsum se explicaba
tan sólo en privado, para instruir a los futuros pruden-
tes. Por esta razón, todos los responsa de la época clásica
se caracterizan por su clara sobriedad de palabras: el
jurista romano, en la época clásica, contaba con tal
autoridad que no le era necesario dar largas y complejas
explicaciones sobre su propia ratio iuris™. Precisamente
para mantener la auctoritas renunciaba a la potestas, ya
que una y otra eran concebidas como líneas paralelas,
que nunca se cruzan, salvo en el infinito.
En efecto, en varias ocasiones hemos mencionado la
necesidad de que la potestas debe ser moderada por la
prudencia de la autoridad, pero para ello es preciso que
la autoridad renuncie al poder; en la medida en que
usurpa la potestad pierde la pureza su autoridad ya que,
al abandonar su función esencial de consejo, se desna-
turaliza y se emplea como instrumento al servicio del
poder que la domina. El Derecho, personalizado en el
jurisconsulto, y la Política, cuyo agente es el gobernante,

como compromiso previo por parte del que interroga, y de ahí que
no sea como la sponsio una respuesta que obliga al que la profiere,
sino una respuesta de autoridad reconocida, que vincula en cierto
modo al que la pide. Esto explica que el responsum presuponga como
una sponsio previa: el compromiso del interrogante» (Las declaraciones
jurídicas en Derecho Romano [1964, 31 p. 572).
33. D'Ors refiere lo que se cuenta de Publio Licinio Craso
Muciano, que «habiendo despachado un día con un responsum nega-
tivo a un aldeano que le consultó, le vino a ver el orador Galba, el
cual, enterado de aquella respuesta y creyéndola injusta, deseaba
una explicación de la misma. El jurista, empero, no estimó que
fuera necesario darla, porque tenía a su favor, decía, la auctoritas de
su hermano, Publio Mucio Escévola, y de Sexto Elio Peto, el famoso
jurista, cónsul del 198 antes de Cristo. ¿Para qué razones si se daba
tal coincidencia de autoridades?» (Educación helenística y jurisprudencia
romana [1961, 4] p. 80).
34. Vid. ibidem, pp. 78-84.

72
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

deben permanecer separados, porque el Derecho es una


ciencia de Autoridad y la Política es la ciencia que
versa sobre la Potestad, sobre la prudencia gubernativa.
El acto típico de la autoridad es aconsejar, mientras que
el acto puro de gobierno consiste precisamente en elegir
el consejo de autoridad más adecuado y ejecutarlo35.
Así, por ejemplo, no era frecuente que los juristas acce-
dieran al consulado en la República; después del consu-
lado de Mucio Escévola, fueron cónsules tan sólo Servio
(el 51 a. C.) y Alfeno (el 39)36.
El jurista romano, con su auctoritas, es el centro de
la vida jurídica de la Urbe. A él no sólo acudían, como
dijimos anteriormente, los litigantes particulares, sino
también los jueces y magistrados, estos últimos con
poder para mandar pero sin saber para juzgar, puesto
que generalmente carecían de formación jurídica.
El derecho civil propiamente dicho, según Pompo-
nio37, era aquél que consistía en la sola mterpretatio de
los prudentes. En muchos lugares se dice que la ley es
fuente del ius avile, pero esto, según d'Ors, debe enten-
derse en el sentido de que la mterpretatio jurisprudencial
convierte en ius los preceptos legales, pero las leyes sólo
pocas veces ofrecen materia convertible en ius, pues se
refieren generalmente a temas de interés público ajenos
al ámbito privado del ius avile.
Otra característica de la auctoritas de los prudentes
era que el jurista romano suponía siempre que los
hechos alegados podían ser probados: las cuestiones de
prueba competen al retórico, es decir, al abogado38.

3 5. Vid. El regionalismo jurídico (1972, 3) 83; y Autarquía y Autono-


mía (1981, 2)
36. Vid. Derecho Privado Romano6 § 30 n. 3.
37. D. 1, 2, 2, 12.
38. Aquilio Galo, cuando era preguntado sobre los hechos, se
remitía al retórico: «nihil hoc ad ius. ad Ciceronem\» (CICERÓN, top. 12,
51, t o m a d o d e Derecho Privado Romano6 § 31).

73
RAFAEL DOMINGO

Lógicamente, a esta original formación jurispruden-


cial del ius correspondía una educación de los futuros
juristas adecuada a las circunstancias. El aprendizaje no
era ni teórico ni sistemático; el joven jurista confiaba
plenamente en el prudente que le iba a formar y le
acompañaba en todo cuanto hacía. Paulatinamente,
mediante conversaciones con el maestro, asistiendo a
las visitas de los consultantes, etc., el futuro jurista
adquiría un saber prudencial que con el transcurso del
tiempo era reconocido socialmente y, por ende, se con-
vertía en auctoritas. El jurista sólo buscaba la solución al
caso concreto, por eso no era amante de definiciones39,
ni de principios generales orientadores de la justicia: su
actividad era, pues, netamente casuística y práctica40.
La más plena conciencia de su magisterio, impul-
saba a los jurisprudentes a la literatura jurídica: responsa,
quaestiones, disputationes, digesta, comentarios ad, monogra-
fías, etc. El contenido de estas obras, sin tener en modo
alguno carácter vinculante o imperativo, eran más o
menos tenidas en cuenta por sus destinatarios según el
reconocimiento social del saber prudencial de su autor,
por lo que pueden considerarse como una fuente de
autoridad del derecho.
Vista la relación auctoritas-jurisprudencia, analizare-
mos a continuación la lex, como producto de la potestas.
Que la lex privata es un acto de poder y no de auto-
ridad no ha sido nunca puesto en duda, puesto que se
nos presenta como una declaración impuesta por el
poder de disposición de un dominus. Lo que sí ofrece
mayor dificultad es determinar si la lex publica es un
acto propio de la potestas del magistrado o si, por el con-
trario, es un acto complejo en cuya creación intervienen

39. D. 50, 17, 202; D. 44, 3, 14 pr.


40. Vid. Educación helenística y jurisprudencia romana (1961, 4).

74
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

de forma constitutiva el resto de los elementos inte-


grantes de la constitución republicana: el Pueblo y el
Senado.
La lex publica la declara el magistrado y la reciben
los comicios con el iussum populi, por lo que no es un
acto popular, sino un acto del magistrado revestido con
potestad. En efecto, las asambleas populares no interve-
nían en el acto legislativo más que para aceptar o
rechazar la ley «hecha» por el magistrado. El iussum
populi se recababa exclusivamente para que la ley vincu-
lase a todos los ciudadanos.
Si la potestad era una concreción temporal de la
maiestas del Pueblo, es perfectamente lógico que requi-
riera una autorización del Populus para que vinculase a
los ciudadanos todos, incluso a los del futuro, pues el
Pueblo Romano es persona jurídica aeterna. Que la lex
publica sea un acto de potestad no es sino una manifes-
tación más de que la potestas es solidaria e indivisible, y
si los edictos no requerían el iussum populi es precisa-
mente por su carácter de lex annua.
Cuando el Populus se oponía a la ley no se puede
decir que rechazara una «proposición de ley del magis-
trado» (una rogatio) pues la rogado no era una simple
propuesta, sino una orden41. Por esto mismo no eran
posibles las enmiendas a la rogatio. Tampoco puede
inducirnos al error este término que ha sufrido una
modificación profunda en su significado provocada por
el pensamiento cristiano, para el que significa pedir
humildemente, suplicar42.

41. Rogare, en su sentido originario no es solicitar, proponer, sino


«ordenar» imperativamente: de la misma raíz que que regere. Todavía
se conserva este sentido en el verbo irrogar, que significa imponer
una pena.
42. Vid. La ley romana, acto de magistrado (1968, 1); Esas reglas que
ley no deroga (1980, 2); y DPR.6 § § 33 y 34.

75
RAFAEL DOMINGO

La rogado es, pues, para los romanos el texto de la


ley hecho por el magistrado y, por tanto, un acto de
potestad, una declaración imperativa. La intervención
que podía tener el Pueblo no difiere mucho de la que
en algunos períodos tuvo el Senado, que refrendaba la
ley, ni la que tenían los auspicios favorables, necesarios
para que se convocara la asamblea popular. Todos estos
requisitos, más o menos prescindibles, no hacen la ley,
pues la ley la hace el magistrado 43 . Con razón recoge
Cicerón el dicho de que magistratum legem esse loquentem,
legem autem magistratum mutum44.
«Y esto explica —señala d'Ors— que la ley siga
siendo ley aunque se prescinda en algún momento de
aquellos requisitos solemnes. Los plebiscitos, por su
parte, no requerían los auspicios favorables, y la auctori-
tas patrum acabó por ser eliminada, pero también se
pudo prescindir de la efectiva aprobación popular.
Como ha demostrado Tibiletti, las rogañones del Princi-
pado tenían fuerza de ley antes de ser aprobadas por el
Pueblo, y por eso vemos que aparecen mencionadas
como fuentes equiparadas a las aprobadas, por ejemplo,
en la lex de imperio Vespasiani»4\ Esta ley no es sino un
senadoconsulto revestido con esta apariencia de ley. En
efecto, Augusto concedió al Senado funciones que antes
correspondían a los comicios y, desde Adriano, como el
papel de los senadores se redujo a la mera aclamación
de la voluntas imperialis, el texto legal coincidía con la
oratio Principis. De este modo la legislación recayó en
manos del emperador; el iussum populi y la auctoritas
patrum perdieron su sentido. El emperador no necesitaba
ya de una aprobación popular para que la ley vinculase
a la persona jurídica aeterna que es el Pueblo, pues él
mismo había asumido la maiestas.

43. Vid. Esas reglas que ley no deroga (1980, 2) V.


44. CICERÓN, De legibus, III, 1, 2.
45. La ley romana, acto de magistrado (1968, 1) 327.

76
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Otra expresión de la potestas del magistrado es el


edicto, que, no sin razón, es denominado ¡ex atrnua46.
El progreso del Derecho Romano operaba en gran
parte a través del edicto pretorio. Los juristas, hombres
de auctoñtas, se valían de la jurisdicción pretoria para
introducir las reformas que convenía hacer atendiendo a
las exigencias del momento. «Era por ese terreno de la
práctica procesal —explica d'Ors— en cuyo edicto podía
introducirse una novedad con la misma facilidad con
que la suprimía el siguiente magistrado, si parecía no
haber dado buen resultado, o se repetía y perpetuaba en
caso contrario, por donde convenía encauzar el progreso
jurídico conservado por los mismos juristas que inspira-
ban al Pretor —persona de ordinario lega en derecho-
las innovaciones que debía introducir en su jurisdic-
ción»47.
Así, hasta el siglo II el edicto fue el fundamento de
todo el orden jurídico, tanto pretorio como civil, ya que
el derecho romano era un derecho de acciones, que el
pretor podía dar o denegar según sus propios crite-
rios jurisdiccionales.
El derecho del Pueblo Romano se va formando y
progresando por el concurso de las fuentes de autoridad
y potestad, que mutuamente se respetan y complemen-
tan. Una de las expresiones más claras de esta respeta-
bilidad era la sancho, que solía incluirse al final de las
antiguas leyes, y mediante la cual el magistrado venía a
decir que no se consideraba legislado lo que contradijere
al lus. Desde luego que no quería decir con esto que la
ley no pudiera aportar alguna novedad en orden al
derecho, sino que lo que se pretendía era no infringir

46. Praetoris edictum legem annuam dicunt esse, (CICERÓN, Ven. I, 1,


42, 109).
47. La formación del úus novum» en ¡a época tardo-clásica (1979,
7) 236.

77
RAFAEL DOMINGO

aquel derecho que se consideraba intangible48. Vemos,


pues, cómo las fuentes de autoridad y de potestad tienen
sus propias vías independientes de expresión dentro del
mismo orden jurídico con una función complementaria.

2. Cambios posteriores: Augusto, Adriano y Bajo Imperio

Una de las causas que motivaron más claramente la


confusión entre auctoritas y potestas la hallamos en la
reform... constitucional de Augusto. En efecto, Octavio,
al fundamentar su poder efectivo en su personal auctori-
tas — reconocimiento social del que había sabido superar
la crisis republicana del siglo I a. C— unió en su per-
sona tanto la auctoritas como, de hecho, la potestas. Esto
se hizo posible gracias a que supo introducirse como
tutor, guardián o protector de la constitución, en virtud
del carisma del primer ciudadano: la auctoritas Principis.
Esta auctoritas es el carisma que refleja el título de
Augustus con el que el nuevo Príncipe se denomina y
tras él los emperadores todos49.
Augustus es un adjetivo que deriva de augur y tiene
la misma raíz de auctoritas, como ya dijimos. Significa
augurado, consagrado por los augurios. En la época
republicana sólo se calificaba con este adjetivo a las
cosas, nunca a las personas.
Octavio Augusto, para obtener la auctoritas, creó una
nueva mística política, fundamento del posterior culto
oficial a los emperadores, cuya idea central era que sólo
el soberano podía ser victor, que sólo a él le podían
otorgar los dioses la Victoria. En efecto, como los auspi-
cios eran intransferibles, si por cualquier motivo uno

48. Vid Esas reglas que ley no deroga (1980, 2) VI.


49. Vid Inauguraño (1973, 4) n ú m . 9.

78
TEORÍA DE LA <¡AUCTORITAS»

era el magistrado que obtenía los auspicios y otro el


que llevaba de hecho la guerra (ductus), la Victoria y,
consecuentemente, los honores del triunfo correspon-
dían al primero y no al segundo.
«Sin embargo —advierte d'Ors— en los últimos tiem-
pos de la República romana, cuando la exaltación del
caudillaje militar tendía a concentrar en una persona
determinada la gracia divina especial, la Felicitas, que
puede hacer conseguir la Victoria, se invirtieron los
momentos: si antes se divinizaba al vencedor legítimo,
ahora sólo al divinizado se le reconoce como posible
vencedor. (...) El Princeps se convierte así en Imperator
perpetuo y en Víctor perpetuo también, al mismo tiempo
que refuerza su ius auspiciorum de categoría superior
mediante el honor del augurado y el título de Augustus.
La teología política del Principado se cimenta precisa-
mente ahí, y ahí está la raíz del poder esencial del
nuevo magistrado: la auctoritas»™.
Un rasgo esencial del Principado que nos ayuda a
comprender la confusión entre auctoritas y potestas es la
influencia de la teoría griega de la basilea, a pesar de las
diferencias existentes entre el imperium y el reino hele-
nístico. «Porque la libertas —dice d'Ors— era concebida
por la tradición ético-política de los romanos como una
nota esencial de la res publica o civitas, a la vez que la
libertas romana no era concebida sin ciudadanía y sin
república. Pero esa libertas no consistía en las facultades
positivas que el aves podía tener dentro de la ciudad,
sino simplemente en el hecho de ser persona no some-
tida a un dueño, siendo así que el rex, en la tradición
republicana, se había hecho sinónimo del dominus.. Tam-
50. La teología pagana de la Victoria legítima (1945) 76-77. Aparte el
profundo contenido de esta cita, es interesante porque el autor la
escribió en 1945, casi veinte años antes de sacar a la luz su teoría
de la auctoritas: era el texto de una conferencia leída en Coimbra
poco antes del armisticio que puso fin a la Guerra Mundial.

79
RAFAEL DOMINGO

bien en el orden internacional se extendía el concepto


de libertas a los pueblos que no tenían reyes, ávitates libe-
rae, en tanto que, allí donde los había, el pueblo
romano se debía entender personalmente con ellos y
prescindir de la comunidad dominada. Este sentido
negativo de libertas romana permitió que, pese a la
nueva realidad del poder del Princeps, se pudiera consi-
derar subsistente la antigua libertas: precisamente porque
el princeps no pretendía ser un dominus, sino como el
pater patriae restaurador de la prisca forma rei republicae»51.
La idea del Principado estaba ya prefigurada por
Cicerón que, sin querer hacer formalmente una propa-
ganda política del Principado, estableció los fundamen-
tos de su justificación intelectual52.
Desde el punto de vista de las fuentes del derecho,
la confusión entre autoridad y potestad se manifiesta en
la creación del ius respondendi y en la desvirtuación de
los senadoconsultos.
El ius respondendi, aunque no abolía la autoridad de
los juristas", se constituye en pieza clave para compren-
der una de las consecuencias más importantes de la
51. Sobre el no estatismo de Roma (1965, 1) n ú m . 8
52. Vid. CICERÓN, De rep. 2, 9, 15. Vid. t a m b i é n Cicerón, sobre el
estado de excepción (1961, 2); e Introducción sobre la República (1984, 2).
53. «Avant Auguste —escribe d'Ors— la jurisprudence était libre.
Auguste a decide que les responso devaient étre donnés comme éma-
nant de sa propre auctoritas. II voulait ainsi accroitre Yauctoritas des
juristes en méme temps que la sienne. On sait que le pouvoir de
donner des responsa redevint un privilége des senateurs, mais on ne
peut croire qu'Auguste a voulu accorder un telle puissance á tous les
juristes; ou bien il a voulu éliminer les responsa de tous les juristes
qui n'avaient pas le ius respondendi, ou bien il a voulu seulement
donner plus de pouvoir á quelques-uns de ses amia. La deuxiéme
interpretation est peut-étre la plus courante, mais la premiére a pour
partisans Mommsen, Kunkel, Arangio Ruiz, et elle est peut-étre la
plus vraisemblable. Elle explique l'attitude de Caligula, qui ne vou-
lait laisser subsister dans ce domaine d'autre activité que la sienne
(Suet., Gaius, 34: ne quid responderé possint praeter eum)» (L'oeuvre d'Ha-
drien dans l'histoire du droit romain [1965, 3] p. 155).

80
TEORÍA DE LA AUCTORITAS»

confusión mencionada: la auctoritas de algunos juristas,


reforzada por el ius respondendi, se convierte, no en un
servicio a la potestad, sino en instrumento de la potes-
tad; el saber, por tanto, deja de complementar al poder
para ser utilizado por él.
Desconocemos, sin embargo, el motivo exacto por el
que Augusto no aplicó en vida el ¿«5 respondendi. Valiño
opina que quizá Octavio sintió un cierto temor en apli-
carlo «porque no quería subvertir el principio republi-
cano de respetar el prestigio personal de los juristas. El
destacar a unos sobre otros iba en cierto modo en con-
tra de la tradición y quizá por ello Augusto debió de
pensar que el ius respondendi podía suponer un atentado
a la igualdad de los juristas que tenían prestigio por su
ciencia y no porque oficialmente les dieran un título»54.
Por otra parte, Augusto trasladó al Senado funciones
que en la época republicana habían correspondido a los
comicios o a la potestad del magistrado. De este hecho
derivaron dos consecuencias: que los Príncipes acabaron
por asumir la maiestas Populi Romani y que se atribuyera
al Senado, órgano de autoridad, la tarea legislativa, pro-
pia de la potestad. A pesar de todo, los senadoconsultos
conservaron todavía su aspecto formal de consejos a los
praetores encargados de la jurisdicción, pero la fórmula
tradicional SPQR. había perdido definitivamente su ver-
dadero sentido, pues en ella se omitía al nuevo Princeps,
centro de toda la vida política.
Una vez más, se cumple con Augusto la tradición
romana de que las instituciones no se desplazan unas a
otras sino que tienden a entrecruzarse y a concurrir
cumulativamente: Augusto, cauto, pero hábil y genial,
compatibilizo en un primer momento la auctoritas Princi-
pis con la auctoritas del senado y de los prudentes, y a
54. Emilio VALIÑO, op. cit. p. 54. El autor emplea el término pres-
tigio como sinónimo de autoridad. Esto se debe a que d'Ors en 1976
todavía no había aclarado esta diferencia.

81
RAFAEL DOMINGO

través de una proyección desmedida de su auctoritas


absorbió de hecho la potestas.
Si Augusto puede ser calificado como el precursor de
la confusión entre auctoritas y potestas en las fuentes del
derecho, de Adriano puede decirse que fue el fiel cum-
plidor del pronóstico. Tres son, quizá, las más relevantes
expresiones de tal confusión: la codificación del Edicto,
la nueva relevancia de la oratio y la aparición de
los rescriptos.
Con la codificación del edicto, éste dejó de ser una
¡ex annua de la potestas y se convirtió en un libro anti-
guo, fuente de autoridad, no muy lejana de los libros de
jurisprudencia55; la jurisdicción pretoria, venía con ello
a perder todo su poder de iniciativa. Por otra parte, los
senadoconsultos —orationes Principis aclamadas por los
paires— obtuvieron el mismo efecto jurídico que las
antiguas leges, y se convirtieron en fuente directa y efec-
tiva del ius, pues no necesitaban ya de los mecanismos
de la jurisdicción pretoria.
«En el fondo —escribe d'Ors— este trasvase de la
actividad legislativa del magistrado popular al empera-
dor a través del Senado era una derivación congruente
con la confusión introducida por Augusto entre autori-
dad y potestad. La pretensión del fundador del Princi-
pado había sido la de gobernar realmente la república,
no con potestad, sino con autoridad. De este modo, la
autoridad vino a convertirse, de hecho, en una potestad
superior a la ordinaria; consecuentemente, la función
legislativa que correspondía a la potestad de los magis-
trados populares pudo traspasarse a la autoridad del
Senado, y luego, dada la sumisión de la autoridad sena-
torial a la del Príncipe, acabó por atribuirse de he-
cho a éste»56.
55. Vid. «Lex et ius-» en la experiencia romana de las relaciones entre «auctori-
tas» y «potestas (1973, 2) 91.
56. La formación del éus novum» en la época tardo-clásica (1979, 7) 239.

82
TEORÍA DE LA tAUCTORITAS»

En tercer lugar, los rescriptos, fuente del ius novum


desde Adriano, venían a ser la continuación de los tra-
dicionales responsa de los antiguos jurisconsultos, pero
con una alteración esencial: los responsa procedían de la
autoridad de los prudentes y los rescriptos de la autori-
dad del emperador. Así, pues, la auctoritas prudentium
había sido absorbida por la auctoritas Imperatoris.
El imperio de Adriano, desde el punto de vista de
las fuentes del derecho, puede resumirse así: 1) El
Edicto pretorio, fuente de potestad, es convertido en una
fuente de autoridad, como la jurisprudencia, que progre-
sará, burocratizada, a través de los rescriptos; 2) la ley,
fuente de potestad, se presenta en forma de senadocon-
sulto, pero como expresión de la potestas imperial —ora-
do Principis— y no como resultado de la auctoritas Senatus;
3) se produce, pues, una absoluta confusión entre aucto-
ritas y potestas como consecuencia de la absorción de
aquélla por ésta.
A partir del 230 aproximadamente, el emperador
subsiste como única fuente del derecho. Diocleciano, sin
embargo, a pesar de haber transformado profundamente
el régimen de gobierno y de administración del Impe-
rio, continuó legislando mediante rescriptos. Será Cons-
tantino quien lleve a sus últimas consecuencias la
reforma dioclecianea. Con él, la voluntad del emperador
se erige ya abiertamente en la fuente del derecho,
manifestada en forma de leyes generales, de tono auto-
ritario, providente y ampuloso". Propiamente esta for-
ma normativa enlaza con los anteriores edictos imperia-
les. En principio, el edicto imperial debería haber valido

57. Vid. Derecho Privado Romano6 § 55. Aunque en algún caso tie-
nen un valor más general los rescriptos perduran en esta época
como la forma más apropiada para conceder beneficios e inmunida-
des de las leges generales. También sirven como pieza procesal en el
procedimiento por rescripto.

83
RAFAEL DOMINGO

sólo durante el imperio del Príncipe que lo dio, pero, de


hecho, al menos consiguieron vigencia perpetua. Eso
mismo influyó en su estilo más enfático; un ejemplo lo
tenemos en el edicto de Caracala, del 21258.
El rescripto, entonces, deja de ser una expresión viva
de autoridad y las colecciones de los mismos se convier-
ten en libros de autoridad que forman parte del ius, en
contraposición a las nuevas leges.
Según d'Ors, «cuando los compiladores del Breviario
Alariciano, en el 506, insertan los códigos Gregoriano y
Hermogeniano, no como leyes, sino como ius, esto
corresponde a una manera de ser general que quizá sólo
se altere con la idea bizantina de que el rescripto, al ser
formalmente una expresión de voluntad imperial, aun-
que referida a un caso concreto, debe asimilarse a las
leges y separarse del ius, como hace efectivamente Justi-
niano. A partir de este momento, vuelve a recuperarse,
en cierto modo, la distinción entre potestad y autoridad
en orden a las fuentes normativas: la potestad de las
leyes imperiales, incluyendo los antiguos rescriptos, y la
autoridad de los antiguos autores, incluyendo el Edicto
Perpetuo». De ahí la diferencia de imperatividad que
hay entre el Código, ley vigente, y el Digesto, libro de
educación jurídica. «Pero en este momento, —continúa
diciendo el autor— la palabra ius abarca ya ambos tipos
normativos, y no se reduce exclusivamente, como en un
principio, a las fuentes de autoridad jurisprudencial»59.

58. Sobre este edicto versó la tesis doctoral de Alvaro d'Ors (Uni-
versidad de Madrid, 1941), publicada luego en forma de sucesivos
artículos: I, en Emérita 11 (1943) 295- 337; II, en AHDE. 15 (1944)
162-204; III, ibid. 17 (1946) 586-604; IV, en Sefarad 6 (1946) 21-36; V,
en Emérita 24 (1956) 1-26; de nuevo en Atti dell'XI Congresso lnternazio-
nak di Papirologia (Milano 1966) 408-432; y en Kurzberichte aus den
Papyrussammlungen 22 (1966) 3-7.
59. «Lex et ius» en ¡a experiencia romana de las relaciones entre «aucto-
ritas-n y «potestas» (1973, 2) 91.

84
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Las fuentes del derecho de la época republicana nos


ofrecían una clara distinción entre auctoritas y potestas. El
Principado puso los cimientos necesarios para que
durante el Imperio se confundieran totalmente tan
fecundos conceptos: la jurisprudencia, antigua fuente de
autoridad, burocratizada y planificada, fue absorbida por
la lex, disposición de poder60.

3. La «potestas» del «pater familias»

a) «Familia» y «mancipium»

Ya el derecho romano antiguo distinguió el manci-


pium de la res nec manrípi. Mancipium es un derivado de

60. Con un tono inusitadamente literario, por la forma de confe-


rencia pública en que se encuentra, expresa d'Ors la decadencia de
la jurisprudencia con estas palabras: «Esa es la hora de las tinieblas:
la hora en que los apuntes de Gayo se van a convertir en libro
importante y se eclipsarán o corromperán malamente las grandes
obras de la antigua jurisprudencia. El derecho se había hecho defi-
nitivamente técnica; una modesta técnica para estudiar junto a la
gramática y a la retórica. Una pedestre retórica provinciana, que
celebra ahora su triunfo sobre la jurisprudencia urbana, introdu-
ciéndose como señora del foro, dominando con sus malas artes no
sólo la prueba de los hechos, sino hasta el mismo planteamiento de
la norma aplicable, seleccionando a su modo los textos legales reci-
tables en el juicio, engolando también ella el estilo del legislador
autocrático, cuya ampulosidad resulta ahora tan alta como los ápices
celestes de la caligrafía que celosamente reserva para sí la cancille-
ría imperial. Esa es la hora de los burócratas y de los maestros, de
los escribas notariales y de los leguleyos curiales. Para todos ellos
hace falta una cierta instrucción jurídica, cuanto más trivial mejor;
todos ellos son juristas en un nuevo sentido; ya no son prudentes,
pero sí profesionales de la ley, profesionales medio-especializados. Y
para esa instrucción sumaria y trivial bastaban manuales modestos,
como el de Gayo, y unos pocos repertorios de las leyes más usadas
en el foro. Libros prácticos y manejables, en forma de códices y
divididos en títulos por materias. Es la hora de los códigos y de los
títulos legales, de las reglas fijas y de los aforismos vulgares. Es

85
RAFAEL DOMINGO

manus capere que significa lo que se toma con la mano,


símbolo de poder estable, y hace referencia precisa-
mente a las cosas más permanentes desde el punto de
vista de la economía agraria. Res nec mancipi61, sin
embargo, son las cosas destinadas al cambio y, por
tanto, que no necesitan ser apresadas con la mano
debido a su pronta disponibilidad. Esta contraposición
se presenta también en las XII Tablas con los términos
familia y pecunia. Tanto pecus (ganado menor) como pecu-
nia derivan de la raíz peku62, que significa el patrimonio
mobiliario, susceptible de cambio. En la época clásica,
pecunia se refiere a las cosas genéricas y, en especial, al
dinero. Familia, en contraposición a pecunia, significa la
res mancipi, la permanente y estable, y aún más hace
referencia a los esclavos de un mismo dueño (de ahí su
parentesco etimológico con famulus). En sentido lato, sin
embargo, la familia comprende las personas y cosas
sometidas a un pater familias.
Expresión de la potestad privada del pater familias es
la vindicado, término compuesto por el acusativo vim y
el verbo dicare. Vis es el acto de fuerza, y en el lenguaje
jurídico romano se emplea con relativa frecuencia. En
la expresión vis legis (o edicti) esta palabra significa no la
fuerza de la ley en cuanto que se hace cumplir, sino el

también la hora en que la justicia se encierra en el secreto y se


agrava con el abuso de las costas procesales; la hora en que los
papeles —una herencia evidentemente helenística— triunfan definiti-
vamente sobre la tradición romana de la solemne oralidad». (Educa-
ción helenística y jurisprudencia romana [1961, 4] pp. 93-94).
61. Vemos en mancipi (i) un genitivo arcaico de mancipium y no
un dativo de manceps (auctor); cfr. SÉNECA; De benef. 5, 19, 1: (servus)
mei mancipii res est (vid. Derecho Privado Romano § 133 n. 3). Sin
embargo, es muy corriente entre los romanistas la pronunciación res
mancipi, componiendo una derivación directa de manceps. Por lo
demás, la grafía -;' en lugar de la doble -ii no prueba nada contra la
explicación como genitivo.
62. Vid. BENVENISTE: Le vocabulaire des institutions indoeuropéens, I
(1969) 47 ss.

86
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS*

imperativo legal; es, pues, un sinónimo de virtus, ambos


derivados de una raíz común. La expresión vis ac potes-
tas, igual que la de ius potestasque que analizamos al
comienzo del capítulo, tiene un marcado carácter pleo-
nástico y cuasi tautológico: vis hace referencia a la vir-
tud operativa que algo tiene en sí mismo; potestas, en
cambio, significa la exteriorización de la vis.
El segundo término de vindicado es el verbo dicare.
Vim-dicare significa algo distinto que vim-dicere, de la
misma forma que ius dicare o indicare expresan realida-
des diversas a las referidas con los términos ius dkere o
iurisdktio e indicere, respectivamente 63 Dicere, derivado
de la raíz dic-, que es la misma del griego deiknymi,
tiene el sentido de pronunciar la fórmula prescrita para
la producción de ciertos efectos. Dicare significa también
proclamar solemnemente, pero en especial, dedicar o
consagrar algo a una divinidad. El sentido de vindicere
del antiguo vindex se contrapone a la forma vindicare,
pues en tanto que el primero ejerce una función de
público defensor el vindicans defiende un derecho parti-
cular. Este matiz se ve más claramente en el acto de
atribuir la posesión interina, en la antigua legis actio per
sacramentum: vindicias dicere. Dicere es, por tanto, la forma
habitual de declaración imperativa del magistrado, que
tiene una función pública; dicare, en cambio, es una
declaración con efectos meramente privados.
No es mera coincidencia que la primera parte de la
fórmula de la mancipatio estuviera calcada de la leqis
actio per sacramentum: ihunc ego hominem ex iure Quiritium
meum esse aio». En efecto, siempre se ha dicho que la
vindicatio es el arquetipo de las acciones reales. Pero, en
su origen, la vindicatio no versa sobre un derecho real
discutido, puesto que en la legis actio per sacramentum
existe una declaración de poder (meum esse aio) y poste-

63. Vid. Las declaraciones jurídicas en Derecho Romano (1964, 3).

87
RAFAEL DOMINGO

nórmente (iniuria vindicavisti) un cruce de sacramenta. El


origen, pues, de la vindicado quizá sea delictual, perso-
nal, porque se invoca la iniuria. Carácter real tiene, en
cambio, la afirmación de pertenencia meum esse aio; pero
el iudex no decide directamente sobre quién es el verda-
dero propietario, sino sobre la iniuria de los sacramenta, y
sólo indirectamente puede quedar decidida así la cues-
tión de propiedad.

b) «Patria potestas», «manus», «dominica potestas» y otras


expresiones del poder

La palabra pater antiguamente no se refería a la


paternidad física puesto que para expresar esta idea
existían términos como parens o genitor64. Rómulo, por
ejemplo, es calificado a la vez como pater y genitor. Pater
tiene un sentido social y, por ende, religioso, derivado
del indoeuropeo. El pater familias es la persona que tiene
un poder pleno sobre toda la familia; en la medida en
que este poder es reconocido por el ius se convierte en
potestas. En efecto, el reconocimiento social del poder
deriva de que éste es iustum, conforme al ius. Es el ius,
producto de la autoridad, quien reconoce socialmente
determinados poderes precisamente porque son iusta. Los
hijos legítimos, por ejemplo, se denominan iustifiliipor-
que el ius los reconoce como tales, aunque sea mediante
una presunción; el senatum consultum ultimum, autoriza-
ción de la auctoritas patrum, sirve como reconocimiento

64. Parens, como relacionado con parió, pudo referirse primera-


mente a la madre, pero, a través del plural parentes, se extendió tam-
bién al padre. Vid Pariente, en Emérita 44 (1976) 303, y la referencia
de Alvaro d'Ors, ibidem 47 (1979) 257, para quien el sentido origina-
rio de pareo, «procurar» o «producir», puede explicar la originaria
referencia tanto a la madre como también al padre.

88
TEORÍA DE LA «AVCTORITAS»

social de un poder especial, en momentos de emergen-


cia, que lo justifica como iustum; en la mancipatio, la
tácita autorización del mancipio dans conforme al ius es
el reconocimiento social del poder, que se transforma
en potestas.
No es, por tanto, la auctoritas la que reconoce social-
mente un poder, pues vendríamos a identificar este con-
cepto con authentia o poder originario del que dependen
otros derivados, error de la traducción griega como ya
dijimos, sino que el reconocimiento social que trans-
forma el poder en potestad deriva precisamente de que
el poder es iustum, conforme al ius, y éste es producto
de la auctoritas.
El conjunto de poderes del pater familias se llamaba
en la edad antigua manus, símbolo de la fuerza y
del poder.
En relación con las personas, se distinguió la potes-
tad sobre las mujeres que forman parte de la familia,
que es la manus en sentido estricto, la potestad sobre los
filii familias (patria potestas), la potestad sobre los filii fami-
lias de otros vendidos o cedidos al pater familias (manci-
pium), y, finalmente, la potestad ejercitada sobre los
esclavos {dominica potestas). Por esta razón, la fórmula
ordinaria para abarcar a los sometidos al pater familias es
personae in potestate manu mancipio; pero manápium, con
respecto a las personas, es el esclavo.
Otra expresión del poder privado es el dominium, tér-
mino que aparece en la jurisprudencia de fines de la
República para designar la propiedad. Dominium puede
definirse como el poder civil de un dueño sobre una
cosa. Se trata de un derivado del sustantivo latino domi-
nus —que significa dueño, señor de la domus— y se con-
trapone a servus, familia, ancilla, vilicus, etc. Vilicus es
precisamente el administrador de una hacienda rústica,
que puede ser libre, como son libres los procuratores, res-

89
RAFAEL DOMINGO

peto a los cuales se habla también de los representados


—con mandato o no— como domini (negotii).
Potestas y no auctoritas tiene también el patronus
frente al liberto, que en el derecho antiguo podía impo-
ner sanciones en virtud de su jurisdicción doméstica.
En el derecho clásico, si bien desaparece esta facultad,
el patrono continúa teniendo un ius, es decir, un con-
junto de poderes personales que se formalizan en accio-
nes —por ejemplo la actio incerti por incumplimiento del
juramento del liberto—, y en expectativas hereditarias
que presuponen una potestad eventual sobre el patrimo-
nio de su liberto.
«En la antigua concepción romana —dice d'Ors en
su prelección jubilar— el Derecho se concebía, aunque
expresión él mismo de un saber de Autoridad, como un
orden para el ejercicio personal de potestades privadas,
no precisamente individuales, sino familiares, es decir,
como un instrumento social a disposición de los jefes
de familia, los paires familias, que son los que figuran
como protagonistas de toda la escena del Derecho; todo
el ius se justifica como forma de actuar una violencia
lícita, como un orden de actiones que la Potestad pública
del magistrado pone a disposición de los titulares de
una Potestad familiar»65.
En efecto, el ius consiste en un orden de poderes
personales que se manifiesta en actos formalmente
ritualizados por acciones. El reconocimiento social de
estos poderes privados opera a través del magistrado,
que autoriza el trámite de la reclamación (daré actionem)
o lo impide durante el tiempo de su magistratura (dene-
gare actionem). Tanto la datio como la denegado actionis
corresponden al ámbito de la jurisdicción pretoria, es
decir, a la potestas. Si el magistrado concede la acción es

65. Prelección jubilar (1985, 3) 23.

90
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

precisamente porque o bien la considera insta, conforme


al ius, producto de la autoridad, o bien está contenida
en el Edicto o, simplemente, le parece oportuno, expre-
siones ambas de potestad.
Así, pues, debido a las relaciones entre autoridad y
potestad, el juego de la acción «es algo vivo, —señala
d'Ors— siempre apto para recibir un nuevo contenido,
siempre dispuesto para crear un Derecho nuevo»66.

4. Potestad y autoridad en el procedimiento privado

En el proceso romano, desde antes de la época clá-


sica se hallaban perfectamente separadas y coordinadas
la potestas y la auctoritas. En efecto, mientras la potestas
incumbía al Pretor, la auctoritas era atribuida a los jue-
ces y, precisamente por esta diversificación de funciones
para declarar el derecho, se dividía el procedimiento
con dos fases: una in iure y otra apud iudicem.
En la fase in iure, el pretor, revestido de imperium,
autorizaba el proceso determinado y, en cierto modo, lo
prejuzgaba al fijar el planteamiento a que debía ate-
nerse el juez, incluso, a veces, denegando la acción al
actor demandante. Una vez formalizado el proceso
mediante la litis contestatio, el asunto se dejaba en las
manos de un juez privado, que las partes habían desig-
nado libremente o aceptado de una lista oficial de jue-
ces privados.

66. Presupuestos críticos para el estudio del Derecho (1943) 22 y 58. En


esta su memoria de oposiciones, d'Ors considera que cuando en el
Derecho justinianeo la acción que actualiza y formaliza el derecho es
sustituida por el «derecho subjetivo», el sistema jurídico deja de ser
dinámico y adquiere un carácter estático. Se observa, por tanto, que
todavía el autor no había aclarado que, a pesar del matiz subjetivo de
ius, que aparece en las fuentes de la época, no puede hablarse aún de
derecho subjetivo, pues éste es un concepto moderno.

91
RAFAEL DOMINGO

El juez era un particular, no un funcionario, pues


no tenía una función pública oficial. Su misión consis-
tía en decidir una controversia conforme a derecho, y
esto era evidentemente propio de su autoridad. Con su
opinión —la sententia— la res quedaba juzgada, y era el
pretor quien debía conceder la ejecución, ya que el juez
no disponía de recursos coactivos67.
Dos preguntas surgen de inmediato que, prima facie,
rozan con la formulación orsiana de la auctoritas como
saber socialmente reconocido: cómo compatibilizar la
ignorancia del derecho de los jueces y su autoridad, y
de dónde deriva el reconocimiento social de los jueces
si son particulares designados por las partes. En efecto,
el juez puede desconocer la ciencia del derecho pero
poseer, sin embargo, un saber prudencial ad casum que
le ayude a dirimir la controversia. Por otra parte, puede
consultar a cuantos prudentes estime necesarios y elegir
entre los responsa el más apropiado para expresarlo en la
sententia. No cabe duda de que elegir un responsum y no
otro corresponde a un saber prudencial. En este sentido,
cabría una comparación con el sistema moderno del
«jurado», que también se compone de personas que no
tienen que conocer el derecho, sino sólo apreciar los
hechos; pero el juez romano, al juzgar una causa civil,
no podía limitarse a los hechos, como podía ocurrir
todavía en las actiones in factum, sino que debía decidir
también sobre la existencia o no de un poder fundado
en el ius, fuera de carácter real, por ejemplo, de propie-
dad o una servidumbre, fuera personal, como un crédito
o la validez de un contrato, para lo cual debía ajustarse
a las exigencias jurídicas, en cuyo caso, necesitaba ser
informado por un jurista, ya que la dialéctica de los
abogados no resultaba suficiente para obtener la debida

67. Vid. Derecho Privado Romano § 70 ss; y Retrospectiva (1981,


3) VI.

92
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

información. Pero, quizás, el argumento más convin-


cente sea el alegar que, si un determinado juez es ele-
gido por los litigantes, esté o no incluido en la lista
oficial, es precisamente porque, en principio, se estima
que puede dar una sentencia imparcial que dirima el
conflicto; la presunción de su imparcialidad, de su iusti-
tia, es ya una forma de autoridad.
Respecto a la segunda cuestión planteada, diremos
que el reconocimiento social de ese saber judicial es el
iussum iudkandi o autorización del Pretor, revestido de
potestas, para que dé una sententia; es así el reconoci-
miento por el magistrado el fundamento de la autori-
dad social del juez.
El iudex, como sólo tiene autoridad y no potestad,
puede valorar libremente las pruebas practicadas por los
litigantes, según su saber y entender, y dar una opinión
respecto al planteamiento fijado por el Pretor, así como,
en su caso, valorar en función de arbiter el asunto liti-
gioso para condenar al demandado a la cantidad esti-
mada por su arbitrio. Otra consecuencia que deriva de
su falta de potestad es la posibilidad de quedar libre de
su oficio si jura no ver claro el asunto sobre el que
debía dictar sentencia (res sibi non liquere).
La función del magistrado que administra justicia se
denomina iurisdictio, la del juez iudicatio, como ya diji-
mos, dudicare y ius dicere —advierte d'Ors— son en ver-
dad actividades análogas; ambos términos, como revela
la común raíz dic- (cfr. deiknymi), que alude a la acción
de declarar o mostrar, son manifestaciones del Derecho,
del ius; pero el punto de partida de una y otra actividad
son diversos, por cuanto el pretor dispone las cosas
como administrador, es decir, como poder reglamentario
—Edicto—, en tanto el juez, aunque supeditado a los tér-
minos de la fórmula autorizada, declara su opinión
como revelador de la verdad jurídica concreta, es decir,

93
RAFAEL DOMINGO

como jurisprudente, o mejor, como portavoz de la juris-


prudencia. Reglamento y Prudenüa iuris vuelven a en-
contrarse así en lo que es el cogollo vivo de la vida del
Derecho, en el proceso»68.
Auctoritas tienen también los testes. Calístrato, en su
libro cuarto de cognitionibus, nos dice que «Gabino quoque
Máximo ídem princeps in haec verba rescripsit: Alia est aucto-
ritas praesentium testium, alia testimoniorum quae recitari
solent: tecum ergo delibera, ut, si retiñere eos velis, des eis
impendía»69.
En efecto, el testigo tiene autoridad y no potestad.
Su saber deriva de la experiencia, de haber visto u oído
un hecho que tiene relevancia jurídica a efectos de
prueba. El reconocimiento social opera aquí a través del
juez, que valora ese saber. Por eso, aunque los testigos
depongan sus declaraciones sin haber sido llamados
como tales a intervenir en un acto solemne, tienen auc-
toritas. Una clara manifestación de su autoridad es que
el testigo responde —propio de la autoridad— a una pre-
gunta formulada por el juez, hombre de autoridad pero
con poder para formularla en virtud del iussum iudicandi.
En la fase apud iudicem intervienen también los abo-
gados, que con su retórica, elocuencia y su posición
social intentan determinar la opinión del juez. Carecen
los abogados tanto de auctoritas como de potestas ya que
ni saben ni mandan, simplemente influyen con su pres-
tigio, esto es, con su virtud socialmente reconocida70.
Por último, el término auctoritas es empleado en el
procedimiento formulario clásico para cualificar la res
iudicata11. Que ésta corresponda a la auctoritas y no a la

68. De la «prudentia iuris» a la jurisprudencia del Tribunal Supremo y


al Derecho foral (1947, 3) 59.
69. D. 22, 5, 3, 4.
70. Vid. teoría general.
71. D. 36, 1, 67, 2; D. 1, 3, 38; D. 27, 9, 3, 3; D. 49, 1, 14; etc.

94
TEORÍA DE LA <<AUCTORITAS»

«atestas deriva directamente de ser iudicata, participio del


verbo indicare, propio de la auctoritas, como dijimos. Así,
por ejemplo, los decreta del pretor no son calificados con
la expresión auctoritas rei iudicatae, pues son declaracio-
nes de potestad, del ius dicere de los magistrados.
Una consecuencia de la auctoritas rerum iudicatarum es
la inimpugnabilidad del iudicatum en instancia superior.
En efecto, como la auctoritas es de suyo indelegable
excluye toda revisión, y debe mantenerse lo ya juzgado
(rebus iudkatis standum). No impide, en cambio, la aucto-
ritas rei iudicatae que el iudicatum valga como exemplum
para casos futuros, aunque no constituya propiamente
una fuente del ius.
Pero Augusto comienza a atender las supplicationes de
los demandantes no sólo en primera instancia, sino
sobre todo en apelación. Esta apelación instituida por
Octavio, a pesar de ser el fundamento de la confusión
entre auctoritas y potestas en el proceso romano, no pro-
duce propiamente una desnaturalización del concepto
de auctoritas: ésta continúa siendo indelegable ya que la
auctoritas Principis se impone como superior sin que el
juez ordinario dependa de ella, pues no existe una rela-
ción de subordinación entre los declaradores del dere-
cho y el Príncipe.
En el procedimiento extraordinario romano, que
acaba por desplazar el ordinario en la época postclásica,
se unen las funciones de autoridad y potestad en una
misma persona, el magistrado-funcionario, fiel servidor
del Emperador. La auctoritas, una vez más, había sido
absorbida por la potestas12. En este procedimiento que

72. Este acontecimiento, cuyas consecuencias han perdurado


hasta nuestros días, es descrito por d'Ors con las siguientes pala-
bras:
«En un principio fue la autoridad. Y la autoridad de los que sabían

L
95
RAFAEL DOMINGO

llamamos de la cognición oficial, los magistrados, luego


los funcionarios, pueden juzgar ellos mismos, pero tam-
bién pueden encomendar la decisión a un juez subordi-
nado, un iudex pedaneus, que funciona como autoridad
judicial complementaria de la potestad-autoridad del
juez ordinario; en estos casos, la delegación de potestad
implica una función de autoridad, pero no puede
decirse propiamente que haya una delegación de autori-
dad, como no la hay tampoco cuando un juez acude al
dictamen de peritos. Hay asesoramiento, pero no de-
legación.

5. Potestad y autoridad en la «mancipado»'1

La contraposición entre auctoritas y potestas volvemos


a encontrarla en la mancipado. En efecto, cuando el
mancipio dans renunciaba a su propiedad para que la
adquiriera el accipiens mediante el acto solemne y formal
de la mancipado, la potestas del mancipio dans era atri-
buida al mancipio accipiens, pero aquél quedaba todavía
con una auctoritas de enajenante, en cuya virtud el auc-
tor respondía en el caso de que el verdadero propietario
ejercitara contra el accipiens la reivindicatoría, y se obli-

juzgar declaraban el derecho, y sus sentencias eran el derecho. La


potestad no hacía el derecho, sino que ponía límites a la vida social
y organizaba su defensa. Las leyes de la potestad no se interferían
en el derecho, sino que procuraban su aplicación efectiva mediante
la autorización de la violencia privada.
... Pero la potestad llegó a absorber la autoridad, y el poder se
hizo autor del derecho, y no vino a haber más derecho que el
impuesto por las leyes dictadas por la potestad.
... Y los prudentes se hicieron funcionarios servidores del Estado;
los jueces, magistrados» (Ordenancistas y judiríalistas [1960, 1] p.
40).
73. Vid. Derecho Privado Romano6 § 172; e Introducción civil al Dere-
cho Canónico (1985, 2).
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

eaba a prestarle su ayuda en el proceso judicial. Si el


aCcipiensera vencido, podía ejercitar contra el mancipio
dans la actio auctoritatis para que le pague el duplum
del precio.
La auctoritas del daws estaba limitada temporalmente
por la usucapió, que empezó siendo una institución com-
plementaria de la manciparía. En efecto, el transcurso de
un año, si la res manápi era cosa mueble, o dos, si ésta
era inmueble, liberaba al mancipio dans, y el mancipio
accipiens que había poseído durante ese período anual o
Manual adquiría una propiedad independiente del dans.
Por esto, las XII Tablas hablaban de usus auctoritas de
uno o dos años, en tanto que para excluir la usucapión
la ley decenviral establecía la auctoritas ilimitada: aeterna
auctoritas esto7*.

74. Esta forma legal de excluir la usucapión era la usada por las
XII Tablas para las cosas hurtadas, y otras exclusiones similares;
pero es especialmente conocida, y también discutida en su interpre-
tación, la de la aeterna auctoritas «.adversas hostem».
En el trabajo lAiversus hostem aeterna auctoritas esto» (1959, 2), d'Ors
enumera las siguientes conclusiones:
1) «La auctoritas es la responsabilidad del mancipante, y tanto la
usucapión como las exclusiones por aeterna auctoritas se refieren, en
principio, exclusivamente a la res mancipi.
2) Hostis es el extrajere sin commercium, pues no se daba todavía el
commerúum en la época de las XII Tablas; el peregrino cum commercio
podía también usucapir, y quizá también litigar en la forma civil
(no por status dies cum hoste) y podía por tanto hacer in iure
cessio.
3) La ley decenviral prohibía que se invocara la usucapión frente
a un dueño extranjero (adversus hostem).
4) Esta prohibición fundada en un principio de reciprocidad inter-
nacional dificultaba el comercio de esclavos, y hubo de ser superada
cuando se difundió este tipo de tráfico comercial».
Así, pues, no se trataba, según nuestro autor, de impedir que los
extranjeros usucapieran, lo que ya se desprendía de ser la usucapión
un modo de adquirir la propiedad civil, sino de impedir que los
romanos pudieran usucapir cosas pertenecientes a extranjeros.

97
RAFAEL DOMINGO

6. Potestad y autoridad en la tutela15

Todavía dentro del derecho privado, la distinción


entre auctoritas y potestas es empleada por los romanos
en la intervención de los tutores de personas incapaces.
En efecto, el tutor que actuaba en lugar del incapaz lo
hacía en virtud de una potestas legal sobre el patrimonio
de los infantes; pero cuando el impúber adquiría uso de
razón (infantia maiores), y por ello también las mujeres
púberes, podía intervenir personalmente en la gestión
de sus propios negocios, y la intervención del tutor que-
daba reducida a la auctoritas interpositio.
La auctoritas se expresaba mediante un acto solemne
que consistía en una pregunta seguida de una respuesta
del tutor76. Este es el motivo por el que un mudo no
podía ser tutor77. Ya en época clásica, sin embargo, se
suprimió este formalismo78.

7. «Auctoritas ma$istratust> y «auctoritas legis»

Aunque el magistrado, como venimos diciendo, tie-


ne potestas y no auctoritas, también el magistrado, lo
mismo que el tutor, puede intervenir, a veces, como
autorizante de un acto que no es de su imperium, sino
que realizan los particulares; por ejemplo, una transac-

75. Vid. DPR.6 § 290; e Introducción civil al Derecho Canónico (1985,


2).
76. Vemos perfectamente en este acto la correlación entre pre-
guntar, propio de la potestad, y responder, correlativo de la auto-
ridad.
77. D. 26, 1, 1, 2: Mutus tutor dari non potest, quoniam auctoritatem
praebere non potest.
78. Paulo, en su libro octavo a Sabino, dice: «.Etiamsi non interro-
gatus tutor auctor fíat, valet auctoritas eius, cum se probare dicit id quod
agítur: hoc est enim auctorem fien (D. 26, 8, 3).

98

,
TEORÍA DE LA AUCTORITAS»

ción, una restitución, etc79. Este hecho nos permite ha-


blar de la auctontas magistratus, pues se trata de una inhi-
bición de potestas para intervenir como «autorizante»80.
Si, como recoge Cicerón, magistratum esse legem
loquentem, legem autem magistratum mutumsl, puede ha-
blarse también con propiedad de cierta auctontas legis
cuando la ley no ordena o manda un acto privado, sino
que simplemente lo autoriza o permite, como sucede
con la auctontas magistratus a la que acabamos de
referimos.
Esta afirmación no contradice el concepto de ley
como declaración de potestad, sino que lo confirma, ya
que una cosa es que la ley, precisamente en virtud de
su potestas, permita un determinado acto y otra es el
permiso en sí mismo considerado, que no es acto de
potestad, sino de autoridad, porque no es imperativo.
Aún más: la causa de la distinción entre el derecho
dispositivo y el ius cogens podría encontrarse en la dis-
tinción entre auctoritas y potestas. En efecto, en la medida
en que el ius cogens se funda en el imperativo de la ¡ex
publica, este derecho es público y, por tanto, inalterable
por los particulares82; la potestas del magistrado, expre-
sada en la ley, impide el incumplimiento del derecho

79. «5; uni píuribusve fundus ad alimenta fuerit relictus velintque eum
distrahere; necesse est praetorem de distractione eius et transactione arbitran;
sed si pluribus fundus ad alimenta fuerit relictus et ni ínter se transigant:
sine praetoris auctoritate facta transactio rata esse non debet, idem est et si
ager fuerit in alimenta obügatus: nam nec pignus ad hoc datum inconsulto
praetore poterit liberan-» (D. 2, 15, 8, 15). Vid. también D. 3, 5, 2; D. 2,
15, 7, 2; D. 2, 15, 8, 6; D. 16, 3, 5, 2; D. 43, 5, 3, 9; etc.
80. En Gayo —¡siempre pre-postclásico! se da auctoritas como
sinónimo de imperium, por ejemplo, para referirse a las órdenes
interdíctales o decretales, que son de potestad. Lo mismo ocurre en
las fuentes postclásicas, como en las Pauli Sententiae, Arcadio Carisio,
etc.
81. Cit. supra nota 44.
82. Ius publicum privatorum pactis mutari non potest (D. 2, 14,
38).

99
RAFAEL DOMINGO

que ésta contiene. En cambio, el derecho dispositivo se


fundamenta en la auctoritas legis, pues la ley, aunque es
acto de potestad, en su contenido puede no imponer
una conducta determinada al particular, limitándose a
autorizar un acto privado que éste puede o no realizar
según su voluntad. Pero también respecto a este derecho
dispositivo, la ley sigue actuando como acto de potestad
para con los jueces (iussutn), pues éstos quedan vincula-
dos por aquélla de forma imperativa y, sin embargo,
como acto de autoridad para con los particulares, en
virtud del permiso facultativo que declara.
Así ocurre en Paul, Coll. 4, 2, 5, donde la auctoritas
legis se refiere al permiso que daba la ley Julia de adul-
terios de poder matar al consular o al propio patrono
sorprendido en adulterio con la propia hija; se cita a
Marcelo.
Lo mismo cabe decir de Ulp., D. 24, 2, 11, 1: la ley
matrimonial de Augusto permitía que un patrono no
dejara que su mujer y a la vez liberta quedara libre
para casarse con otro: «quamdiu patronus eant uxorem esse
volet». Pero si desiste, cesa el permiso de la ley: finita est
legis auctoritas". También, naturalmente, si se extingue
el patronato, lo que puede ocurrir por la concesión, por
el emperador, de la restitutio nataíium, que daba, retroac-
tivamente, la condición de ingenuus al liberto y, por ello,
le liberaba del patronato; quizás también por faltar el
patrono a la fides patroni —antigua sacratio de las XII
Tablas— y asimismo por el cautiverio del patrono, que
ponía fin al matrimonio de hecho.
Cuando, en relación con los magistrados, auctoritas y
iussum aparecen asociados, esto puede deberse a que el
magistrado, que puede dar órdenes a sus subalternos,

83. No pretendía la ley que la liberta no pudiera divorciarse de


su marido, sino que se pudiera casar con otro: non infectum videtur
effecisse divortium (D. 24, 2, 11 pr.).

100
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS*

viene a autorizar el resultado, a petición del interesado,


para el que el acto del magistrado, como hemos dicho,
es de autorización. Así, en el procedimiento cognitorio,
el magistrado-juez puede autorizar, a petición del de-
mandante que ha obtenido el iudicatum, que proceda a
tomar una prenda judicial (pignus ex iudicati causa cap-
tum); Ulp., D. 20, 4, 10, donde el iubere se refiere a la
orden de ejecución, y la auctoritas a la aceptación de la
solicitud del interesado. En Ulp., D. 27, 9, 3, 1, en cam-
bio, hay que pensar en itp., por lo menos de la parte
final [hae enim obligationes sive... sed ex magistratuum aucto-
ritate]. Ulpiano no hablaría más que del aspecto impera-
tivo (iussum).
En Ulp., D. 50, 13, 2, aunque el texto resulta algo
especial, pues parece referirse a abusos del ejército en la
población civil, puede entenderse que el jefe militar,
que podría ordenar el aposentamiento forzoso de sus
soldados en un solo predio {qui iubere potuit), ha permi-
tido que se haga así (ex auctoritate eius...), a pesar de
haber ordenado otra distribución de ese aposentamiento.
En Macer, D. 49, 16, 12, 2 no se trata de autoriza
ción, sino de castigo de delitos, y no se explica auctori-
tas. El inciso [secundum... modum] desentona de la cons-
trucción del resto de la serie en que se inserta esa
facultad del tribuno militar, y se podría pensar que es
un inciso glosemático o interpolado.
Así, cuando se habla de praetoris auctoritas en rela-
ción con actos de potestad (de iussum) y no de permiso
(de auctoritas), hay que sospechar una alteración del
texto.
Parece ser éste el caso de Ulp., D. 5, 1, 5. Se trata de
que el citado para comparecer ante el pretor, si está
sometido a otra jurisdicción —por ejemplo municipal o
de un gobernador provincial— no debe dejar de compa-
recer aunque pueda alegar ante el pretor su exención

101
RAFAEL DOMINGO

jurisdiccional, pues también los embajadores municipa-


les (legati)J que tienen derecho de invocar su someti-
miento a la jurisdicción de origen (revocare domum),
deben comparecer cuando se los cita ante el pretor de
Roma, para alegar allí sus privilegios. La secuencia cau-
sal del nam et legan... parece haber sido violentamente
interrumpida por la intromisión del inciso innecesario
en que se dice que debe el pretor ver su competencia o
no, pero debe el citado ante él no despreciar la potestad
del pretor: non contemnere auctorüatem praetoris. Así: itp.
[praetoris est... praetoris}.
Evidente es la itp. de Ulp., D., 11, 1, 11, 9. La interro-
gatio in iure es acto privado, aunque se realice ante el
pretor. En este sentido, podría hablarse de su auctoritas,
pero aquí se habla de ella en el caso de que haga la
interrogado el mismo pretor (si a praetore fuerit interroga-
tus), para decir que no queda por ello alterado el efecto
de la interrogatio, que dependerá de que sea veraz o no
la respuesta, lo que no resulta muy congruente, pues el
demandado que responde queda obligado por lo que
dice, a efectos de la legitimación pasiva, y no por su
veracidad o no. Probablemente, todo el § 9 es glosemá-
tico. Los motivos formales de sospecha son varios: quasi
ex contractu (!) obligatus, después de decir tenetur; la
incongruencia de que el «responsum» o el «mendacium» es
lo que causa (facit) ese efecto; pero, sobre todo, el verbo
pulsare para referirse a una reclamación procesal (lite
pulsare), pues es una típica expresión del siglo V: C J. 2,
14 (15), 3, del año 400; 1, 3, 17, 1, del 416; 7, 39, 3
pr. del 424. En C J. 3, 34, 1, del 211, itp. [modo si is
qui pulsatur nec vi nec clam nec precario possidet] presenta
la conocida extensión post-clásica de la possessio a las
servidumbres. Igualmente hay que sospechar una altera-
ción post-clásica en D. 5, 1, 2, 3, donde la itp. [eo —o
ei— quoque... responderé] interrumpe la secuencia causal

102
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

del nam Celsus... que enlaza con lo anterior; y § 5 (pul-


sando eos).
Aquellos textos en que la auctoritas legis no se explica
como autorización para el acto de un particular, a modo
de derecho dispositivo, son probablemente textos altera-
dos, glosemáticos o interpolados. En algunos casos la
alteración parece sospecharse aunque sólo sea por ana-
logía con los evidentemente alterados84.
Otro texto claramente sospechoso es Calístr, D. 50,
13, 5, 1, ya criticado por Perozzi85. Se refiere a la buena
fama o existimado, que se hace depender de la «ley»
(auctoritas legum) como si el Edicto fuera una lex. Debe
eliminarse [legibus ac moribus comprobatus (comprobare en
el sentido que dan los bizantinos 86 )] y [auctoritate legum].

84. Un caso en el que parece haber prueba de la alteración es el


de Marciano, D. 48, 16, 1, 4, donde se cita un responsum de Papi
ruano para decir que en la declaración judicial de acusación calum-
niosa, el juez puede apreciar la calumnia pero no alterar la pena
correspondiente señalada por la Lex Remmia, pues la persecutio poenae
no se «encomienda» (mandatur es ya un término sospechoso para
referirse a la competencia de un juez) a la voluntas (como sinónimo
de arbitrium, que acaba de decir) del juez, sino que se reserva (reser-
vatur también es un verbo extraño para este sentido de la ley impe-
rativa) legis auctoritati. Ahora bien: conservamos el responsum de
Papiniano (1 resp.) en D. 50, 1, 15 pr., y lo que dice aquí Papiniano
es que, cuando un delito ha sido castigado con una pena inferior a
la debida, subsiste, sin embargo, la nota de infamia, pues la quaestio
facti depende de la potestas iudkantium, iuris autem auctoritas non sit.
Vemos, pues, que Papiniano no hablaba de legis auctoritas, sino de
iuris auctoritas, y tampoco se refiere a la calumnia del juicio crimi-
nal, sino a la infamia en los procesos municipales. La discrepancia
ya ha sido advertida, pero no bien explicada, por Julio García Cami-
nas (La lex Remmia de calumniatoribus [Santiago 1984] p. 785), que
cree que Marciano se limitó a trasladar lo que Papiniano decía de la
infamia a la calumnia de la Lex Remmia, y de ahí la sustitución de
iuris auctoritas por tlegis» auctoritas. Esta referencia a Papiniano parece
interpolada; los dos textos proceden de la misma comisión compila-
dora, la «Papiniana». Debe eliminarse el final de Marciano [nam...
fin]).
85. Cfr. ht. I p. 545 n. 1.
86. Vid. C. J. 8, 5, 3, 29, del 428.

103
RAFAEL DOMINGO

El mismo Perozzi87 había criticado Pap., D. 38, 16, 16,


cuando dice que la renuncia a la herencia, por parte de
la hija, en el documento dotal, no es válida, porque los
documentos privados no tienen la auctoritas de las leyes.
Es una modalidad del conocido y ya citado principio ius
publkum pnvatorum pactis mutari non potest. Por tanto, itp.
[pnvatorum... fin.] Precisamente el ius cogens hereditario
es lo más contrario a la auctoritas.

87. Cfr. Dir ered. I, p. 242.

104
CAPÍTULO II
AUTORIDAD Y POTESTAD
EN LAS FUENTES DEL DERECHO

Excedería intolerablemente de los límites fijados en


este libro realizar un estudio exhaustivo sobre cada una
de las fuentes del derecho en particular. Lo único que
se pretende en este apartado es analizar la teoría gene-
ral de las fuentes desde la perspectiva de la distinción
entre auctoritas y potestas, y arrojar un poco de luz a un
tema tan debatido por los juristas de mayor autoridad.
Al proyectar la distinción de manera teórica ácrona,
no será necesario repetir lo que ya se ha dicho en el
capítulo I sobre la experiencia romana en este tema,
aunque es evidente que las conclusiones de aquélla tras-
cienden como aptas también para el análisis del dere-
cho moderno.
Para la correcta comprensión de este capítulo es pre-
ciso tener en cuenta la famosa definición orsiana de
derecho: Derecho es lo que aprueban los jueces, es decir, una
expresión de auctoritas, concretamente de la judicial1.

1. La ley

La ley, lato sensu, puede definirse como una declara-


ción imperativa de quien está revestido de potestad
1. Esta definición debe entenderse, no sólo en el sentido de las
pretensiones personales que d'Ors suele llamar «derecho», sino de los

105
RAFAEL DOMINGO

política; es, pues, obra de! impenum, del poder legislativo de


los gobernantes.
Distinto de la ley es el derecho, que, aunque en la
experiencia clásica romana se contraponían, debido a la
codificación justinianea del ms en forma de ¡ex, éste fue
absorbido por la potestas legislativa del gobernante, y el
Estado moderno vino a confundirlos totalmente2.
El origen de la identificación entre la ley y el
derecho lo encontramos en Cicerón que, al escribir un
diálogo similar a los nomoi platónicos, tradujo este
vocablo griego por lex, y por eso titula De legibus su
conocido diálogo. El nomos griego es un orden de con-
vivencia social, también el consuetudinario, y, en sí
mismo considerado, no implica una declaración con-
creta de deber ser personal, como ocurre, en cambio,
con los términos themis o dike\ El sentido latino de
lex es distinto, pues lex es siempre una declaración
impuesta —mandada, como indica su derivación de la
raíz lég que se refiere a un acto imperativo— de quien
tiene potestad.
Podría pensarse que nomos debería ser traducido por
norma, pero norma, que en latín significa la escuadra
para trazar ángulos rectos, es una palabra que aparece
en el siglo IV para designar los reglamentos de los tri-
butos, y por influencia alemana se generalizó con un
sentido diferente al originario. El vocablo norma debe
relacionarse con regla, no con nomos, pues ambos son
instrumentos geométricos trasladados metafóricamente

mismos criterios para resolver los casos, es decir, «Derecho» (vid.


Una introducción al estudio del Derecho5 [1976, 1] § 11).
2. Vid. Una introducción al estudio del Derecho5 (1976, 1); Esas reglas
que ley no deroga (1980, 3); y De nuevo sobre la ley meramente
penal (1982).
3. Vid. Derecho y ley en la experiencia europea desde una perspectiva
romana (1984, 5).

106
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

al campo jurídico4. La traducción de nomos, término


ambiguo, por lex sirvió para absorber el ius en la
lex.
El derecho, sin embargo, es un producto, no de la
potestad estatal, sino de la auctoritas. Por esto mismo, no
pretende ordenar, como la ley, la vida en sociedad, pues
no tiene potestas, sino contribuir al bien común resol-
viendo cuestiones jurídicas particulares.
El derecho puede dar contenido a la ley, pero esto
no significa que las leyes en sí mismas sean jurídicas
ya que las hay también organizativas y de pura admi-
nistración. En efecto, la ley se presenta, en ocasiones,
como una formulación de criterios de justicia, pero la
mayoría de las veces no es sino un simple instrumento
de planificación, ajeno al derecho. Porque una cosa es
que la potestas ordene y otra muy diferente es que todo
el contenido de las leyes de planificación sea derecho.
«La Escolástica —comenta d'Ors— estableció que la ley
es siempre justa5, lo que fue aprovechado por el positi-
vismo para decir que lo que es formalmente ley es
siempre justo, y de ahí se ha derivado el error de que
todo lo que contiene una ley es derecho, y que el dere-
cho es precisamente esa ordenación de la sociedad al
bien común»6.
La ley, por lo tanto, es fuente del derecho sólo en
tanto que determina criterios de justicia o situaciones
con efectos jurídicos, porque el fin primario de la ley
no es crear derecho, sino organizar la sociedad.

4. Vid. Una introducción al estudio del Derecho'' (1976, 1) § 5; y


Sobre norma en Derecho Canónico, comunicación del III Congreso Inter-
nacional de Derecho Canónico (Pamplona 1975) publicado en Ius
Canonicum 32 (1976) 103-107; y en Nuevos papeles, pp. 369-376.
5. La ley injusta, como no está ordenada ad bonum commune, no
es ley stricto sensu sino apariencia de ley, dicen los escolásticos.
6. Para una interpretación realista del art. 6 del Código Civil español
(1961, 6) 275-76.

107
RAFAEL DOMINGO

Puede parecer una contradicción pensar que la ley,


acto de potestad, sea fuente del derecho, producto de la
auctoritas, pero no es así; la ley, siempre que contiene
criterios de justicia, se convierte en fuente del derecho,
no como acto de la potestas, sino porque el contenido
jurídico de la misma ha sido elaborado por la auctoritas
de los juristas. En efecto, el proyecto de ley que con-
tiene criterios jurídicos es elaborado en todo caso por
una comisión de juristas, con auctoritas y sin potestas.
Una vez aprobado, sancionado, promulgado y publicado,
el proyecto se convierte en ley, acto político de la potes-
tas. Pero el contenido del proyecto, según d'Ors, conti-
núa siendo de autoridad, pues no difiere del que
aquellos mismos juristas que han formado la comisión
legislativa pueden haber escrito en sus propios libros
científicos.
«En realidad —explica d'Ors— todas las grandes
codificaciones suelen ser decantaciones de una larga tra-
dición jurisprudencial, y cuando el legislador improvisa,
despreciando la tradición doctrinal, los resultados de la
imposición legislativa imprudente suelen ser lamenta-
bles»7. Así resulta que la ley, el contenido de la ley, es
en el fondo una doctrina positiva, es decir, formulada
por la autoridad.
Ahora bien, aunque el contenido de la ley sea jurí-
dico y, por ende, producto de la autoridad, la ley no
deja de ser por ello un acto de potestad, pues la hace el
gobernante que manda y ordena. El derecho, en cambio,
es obra de quien sabe discernir lo justo de lo injusto, de
la auctoritas. Unas veces tomará la veste legal, otras la
forma de simple opinión o costumbre, pero esto es acce-
sorio; lo determinante y esencial del derecho es ser pro-
ducto de la autoridad. Del mismo modo, lo esencial de

7. Ibidem, p. 275.

108
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

la ley es ser una declaración de potestad, siendo acci-


dental el modus procedendi de su elaboración, que sólo da
origen a una clasificación de la misma: ley orgánica,
ordinaria, marco, de pleno, de comisión, etc.
Llegados a este punto, conviene insistir en la dife-
rencia entre Política y Jurisprudencia. La Política es una
ciencia que tiene su origen en la teoría griega sobre el
gobierno de la ciudad, la polis, y su objeto es la potestas.
Su fundamento radica en la prudencia, pero no jurídica
— la jurisprudencia—, sino política. A pesar de su rela-
ción con la Ciencia de la organización social, la Polí-
tica no es una ciencia social porque no estudia hechos
relativos a los grupos humanos, sino doctrinas.
Integrada en la Ciencia Política está la Ciencia de la
Legislación pues el acto de legislar es un acto de
gobierno, propio de la potestas, aunque el contenido del
mismo pueda pertenecer a otra ciencia prudencial —co-
mo el Derecho—, social, etc.
La Jurisprudencia, en cambio, tiene por objeto resol-
ver los conflictos judiciales, y consiste en la prudencia
jurídica. Tampoco es ciencia social porque los juicios no
se refieren a conflictos entre los grupos humanos sino a
conflictos intersubjetivos. Como el contenido de la cien-
cia jurisprudencial es el derecho, la Jurisprudencia es
una ciencia de autoridad8.
Existe una clara correlación entre Autoridad, Dere-
cho y Tradición por una parte, y Potestad, Política y
Revolución, por otra. En efecto, para d'Ors, el Derecho
es producto de la Tradición, que sólo tiene Autoridad
porque los muertos no pueden mandar, en tanto la
Política, ciencia de Potestad, presupone, en cierto mo-
do, la realización de una idea revolucionaria (v. gr. el

Vid. Sistema de las Ciencias 1 (1969, 3) 45 ss.

109
RAFAEL DOMINGO

hecho de que lex posterior derogat anteriorem). «El Derecho


se legitima —dice d'Ors— por sus precedentes jurispru-
denciales y la Política se legaliza mediante decisiones
gubernamentales, en forma de constituciones, leyes o
estatutos: sólo legitiman los muertos, pues los vivos sólo
pueden legalizar»9.
Resultaría irrisorio ver a un abogado fundamentar
en un juicio una posición justa basándose en el tenor
literal de un artículo del Código Penal de 1932, sin
embargo no causaría extrañeza alguna que fundara su
argumentación en una sentencia del Tribunal Supremo
de tal fecha.

2. La costumbre

Si la ley es un acto de potestad, la costumbre es


siempre de autoridad, pues se funda en la tradición que
la legitima. «Precisamente por su esencial legalidad —co-
menta Alvaro d'Ors—, la Democracia es contraria a la
costumbre, y procura eliminar su observancia, tiende así
a liberarse del imperio de los muertos y a entronizar la
voluntad actual y siempre revocable de los vivos»10.
La costumbre, según el ámbito de aplicación, podrá
ser denominada regional, local, etc., pero nunca popu-
lar, porque esta fuente del derecho procede de una auto-
ridad personal. El hecho de calificar esta fuente como
«popular» es consecuencia de la influencia recibida del
Romanticismo, que nos ha presentado la costumbre
como si brotara del «espíritu del Pueblo» («Volksgeist»),
como una expresión de la voluntad popular pero, a

9. Autarquía y autonomía (1981, 2) IX.


10. Una introducción al estudio del Derecho^ (1976, 1) § 23.

110
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

diferencia de la ley, manifestada de hecho y sin for-


mas necesarias. Esta idea romántica de pensar que es
el Pueblo el que inventa la costumbre es equivocada
ya que éste lo único que hace es sancionarla por su
reiterada aceptación. La costumbre tiene su origen no
en el Pueblo, sino en un grupo social, empezando por
los jueces. «Además —escribe d'Ors— cuando tenemos
datos históricos para rastrear el origen, encontramos
siempre un autor concreto personal a quien debemos
atribuir la creación de la costumbre; del mismo modo
que tampoco es todo el Pueblo, sino un vate personal
determinado, quien inventa las canciones que luego el
pueblo repite. Ese autor personal de la costumbre, no
necesariamente un jurista profesional, es el hombre de
autoridad que ha inventado el derecho. A veces, puede
ser incluso el hechicero de la tribu o el tabernero del
barrio»11.
En efecto, la conducta personal de una persona con
un saber socialmente reconocido induce a ser imitada
y aceptada por el grupo social. Esto no significa que el
Pueblo, que puede o no tener poder pero nunca autori-
dad, haga la costumbre y que, por tanto, sea ésta una
fuente de potestad; la aceptación tiene un papel aná-
logo al iussum populi romani que, si bien puede admitir
o rechazar la ley, nunca podrá hacerla, porque la ley
es un acto político del gobernante. La aceptación, por
tanto es compatible con que la costumbre sea fuente de
autoridad.
Ahora bien, como la costumbre debe probarse, igual
que los hechos, y si el juez no la considera suficiente-
mente probada no vale como jurídica, sólo existe la
costumbre desde que la recoge la doctrina legal o cien-
tífica, y de ahí que deba reconducirse a la doctrina12.

11. Autarquía y autonomía (1981, 2) VIL


12. Vid. Una introducción al estudio del Derecho'' (1976, 1) § 26.

111
RAFAEL DOMINGO

3. Los principios generales del Derecho

También los principios generales del Derecho deben


ser reconducidos, como la costumbre, a la doctrina. Los
principios generales no tienen, según d'Ors, sustantividad
propia; sólo existen en la medida en que sean recogidos
por las leyes y por la doctrina legal o científica". Podría
verse una diferencia entre la ley concreta y el principio
general que la inspira, pero esta distinción no altera la
realidad de que un principio general sólo puede ser invo-
cado por una fuente del derecho propiamente dicha. El
juez, para fundar su sentencia, busca los criterios de jus-
ticia en la ley y en la doctrina lato sensu. Que estas fuen-
tes contengan adagios históricos, reglas concretas, refra-
nes consuetudinarios, no quiere decir que constituyan
una fuente del derecho independiente. Derogada la ley
queda derogado el principio general contenido en ella. Si
una determinada doctrina deja paso a otra reciente, los
principios generales que la inspiran pierden su eficacia.
Estos principios, por lo tanto, lo mismo que las institu-
ciones, no son entes reales sino abstractos que, aunque
puedan ser utilizadas como instrumento pedagógico para
instruir a los futuros juristas, carecen de virtualidad pro-
pia. Aplicando la teoría orsiana de las fuentes del dere-
cho, diremos que, como los principios generales no son
libros, aunque estén contenidos en ellos, no pueden
constituirse en fuente jurídica independiente de la doc-
trina que los formula.

4. La jurisprudencia y la doctrina

Si, para d'Ors, fuente del derecho es toda expresión


13. Vid. Para una interpretación realista del artículo 6" del Código Civil
español (1961, 6).

112
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

formuladora de un criterio para juzgar, la jurisprudencia


se constituye en fuente del ius por antonomasia.
A mediados del siglo III, como dijimos, la jurispru-
dencia quedó absorbida por la voluntad normativa del
Emperador, única fuente del derecho. El Estado moder-
no recibió esta influencia romana e idolatró la potestas
de la ley, cayendo en el legalismo más puro. Así, la
jurisprudencia perdió su esencial aplicación en la vida
jurídica, dominada ya por funcionarios medio-especiali-
zados del Estado.
El legalismo, sin embargo, transigió con la vigencia
de hecho de la doctrina del más Alto Tribunal de Justi-
cia, pues sabía que de nada valían todas las leyes
hechas por la potestas si este Tribunal no aplicaba sus
preceptos. De este modo, el Estado abrió una vía estre-
cha y austera a la jurisprudencia que, aunque corres-
pondía a la auctoñtas, podía ser controlada por la
potestas, por cuanto los jueces que componían dicho Tri-
bunal eran funcionarios, subordinados, harúspices y no
augures. La ley, única fuente del ius, incapaz de canali-
zar en su totalidad la producción del derecho, necesitó
de la fuerza creadora de la jurisprudencia14.
No han faltado autores que han visto en la jurispru-
dencia una forma de consuetudo. Esta corriente doctrinal
olvida que la costumbre exige cierta continuidad, y dos
o más sentencias del Tribunal Supremo no constituirán
nunca una costumbre. Según d'Ors, la jurisprudencia
debe reconducirse al ámbito doctrinal. ¿Qué es la juris-
prudencia sino una formulación de prudencia jurídica,
una doctrina?
La jurisprudencia es una doctrina reconocida oficial-
mente por la potestas, pero lo esencial de la jurispruden-

14. Vid. De la «prudentia iuris» a la Jurisprudencia del Tribunal Su-


premo y al Derecho foral (1947, 3).

113
RAFAEL DOMINGO

cia no es el reconocimiento oficial sino el ser una for-


mulación del ius, una doctrina. En efecto, la eficacia
que la jurisprudencia tiene reconocida por el Estado
resulta independiente de su carácter de verdadera doc-
trina, pues la autoridad de los magistrados supremos se
funda en su prudencia jurídica, en su doctrina, y no en
el iussum para crear derecho.
Concebida la jurisprudencia como doctrina, la pre-
gunta que se puede plantear es: ¿cómo corregir las doc-
trinas erróneas del Tribunal Supremo, que tienen tanto
peso en los tribunales inferiores y en los abogados que
fundan las posiciones de sus clientes? '5.
Nuestra respuesta es contundente: a través de la doc-
trina libre. La jurisprudencia, en cuanto ciencia oficial
del Derecho, debe ser cotejada por la ciencia jurídica en
su máxima expresión de libertad. La función de la doc-
trina libre consiste, pues, en corregir, ordenar y depurar
la jurisprudencia monopolizada por el Tribunal Supremo.

15. Transcribimos a continuación una cita de Alvaro d'Ors que


describe con sutil ironía la influencia de las sentencias del Supremo
en los abogados: «No puedo menos de confesar ingenuamente el
extraño sentimiento que me sobrecoge cuando asoma por la sala de
lectura de una biblioteca jurídica un activo profesional que afanosa-
mente, febrilmente, con ese apremio que da el tener que despachar el
asunto antes de las veinte horas, se pone a recorrer los estantes de las
colecciones de Jurisprudencia para buscar una, dos, tres, cuatro, cinco
sentencias. Apuntadas nerviosamente, sin mucha consideración por
las circunstancias de hecho, sin la menor crítica, ahí van las senten-
cias a colocarse intrépidas en e) arsenal polémico del abogado. No
cabe duda, la Jurisprudencia del Tribunal Supremo pesa; de no ser
así, aquellos dinámicos abogados no se molestarían en visitar las
bibliotecas de Derecho. Confieso que estos abogados se me antojan
ciervos sedientos que, despreciando manantiales cristalinos y abun-
dantes que se ofrecen a la vista, se lanzasen con avidez sobre un
regato canalizado. Es así: la Jurisprudencia que vale, la que pesa, la
que se 'pide', según el argot de los estudiantes, la que se 'lleva', según
la jerga comercial, es precisamente esa del Tribunal Supremo. Es la
suya una autoridad sin apoyo legal, pero eficaz, indiscutible» (De la
'iprudentia iuris» a la Jurisprudencia del Tribunal Supremo y al Derecho
foral, [1947, 3] n ú m . 6).

114
TEORÍA DE LA <ÍAUCTORITAS»

Naturalmente, no admitimos que toda la doctrina se


constituya en fuente de autoridad del derecho, sino sólo
aquélla que efectivamente cumpla esa función depura-
dora de que hemos hablado. De este modo, se da cabida
en el sistema de fuentes a la doctrina del derecho com-
parado ya que ésta, en cuanto expresión de un saber
prudencial socialmente reconocido, de una autoridad, no
es territorial. Prueba de ello es que, en ocasiones, el Tri-
bunal Supremo, a falta de doctrina nacional, ha funda-
mentado sus sentencias en doctrina extranjera, sobre
todo francesa.
Si la ley es fuente del derecho porque positiviza una
doctrina, y tanto la costumbre como los principios gene-
rales deben ser reconducidos a la doctrina legal o cientí-
fica, el orden de prelación de fuentes del derecho
podría ser el siguiente:
1) Doctrina positiva contenida en la ley, declaración
imperativa de la potestas.
2) Doctrina legal del Tribunal Supremo, reconocida
oficialmente por quien detenta la potestas.
3) Doctrina libre.
La doctrina ¡ato sensu resulta así la fuente primaria
del ius.
Ahora bien, llevando a sus últimas consecuencias la
teoría de la auctoritas, podemos afirmar que el denomi-
nado orden de prelación de fuentes no es sino una
intromisión de la potestas en el ámbito de la autoridad
del juez. En efecto, si el juez dicta sentencia en virtud
de su autoridad —¡porque sabe!— ¿por qué la potestad
obliga imperativamente al iudex a aplicar las fuentes del
derecho según un determinado orden de prelación?
¿Acaso el juez —repetimos: ¡revestido de autoridad!— no
«sabe» qué norma debe aplicar para solucionar una con-
troversia determinada?

115
RAFAEL DOMINGO

La situación es patológica: cuando la potestad no ha


previsto qué norma se debe aplicar al caso concreto,
mediante el deber de juzgar impone al juez que dicte
sentencia; es decir, el vacío de potestad se cubre revis-
tiendo la autoridad de potestad, que se inventa la
norma. En cambio, cuando el juez conoce la norma que
resuelve el conflicto no puede aplicarla porque debe res-
petar la prelación de fuentes establecida imperativa-
mente por la potestas.

5. Hacia una unificación del derecho común

En 1973, Alvaro d'Ors afirmaba que «la unificación


del derecho privado debe buscarse por la formación de
una jurisprudencia común y no por la aspiración a una
legislación uniformada»l6. Después de estas breves con-
sideraciones sobre las fuentes del derecho, a la luz de la
distinción entre auctoritas y potestas, diremos que la unifi-
cación del derecho privado debe buscarse en las fuentes
de autoridad y no en las fuentes de potestad; en una
doctrina común, en una jurisprudencia unificada, en
unas costumbres generales, y no en una ley uniforma-
dora.
La unificación del derecho a través de la ley plantea
graves problemas de soberanía, de resistencia de la
población y de dificultad de elaboración de la misma.
En efecto, como la ley es una declaración de potestad y
la soberanía es un poder exclusivo y excluyente, es
natural que los administradores de ésta pretendan man-
tenerla intacta y se resistan a claudicar frente a una ley
impuesta por un país extranjero, que se entromete en el
ámbito de la potestad ajena. En el caso de que la Asam-

16. Hacia un nuevo derecho común (1973, 3) 362.

116
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

blea legislativa aceptara una ley unificada creada por


una organización internacional, su aplicación encontra-
ría el recelo de los juristas nacionales encargados de tal
función. Por último, desde el punto de vista del ya
mencionado binomio Tradición-Revolución, la imposi-
ción de una ley de ámbito supranacional, como acto
revolucionario del que tiene potestad, desgajaría toda la
autoridad de la jurisprudencia de un país, heredada de
sus antepasados.
No olvidemos el adagio lex posterior derogat anteriorem.
La permanencia de una ley, como acto político que es,
depende de la estabilidad del poder legislativo; un giro
ideológico en los nuevos detentadores del poder, una
nueva voluntad actual, sería suficiente para derogar una
ley uniformadora, por grandes esfuerzos que haya cos-
tado su elaboración. No podemos condicionar la unifica-
ción del derecho al capricho de la política, ciencia de lo
cambiable.
El método más idóneo, por tanto, para alcanzar la
unificación jurídica es el de la aproximación de la
fuentes de autoridad a nivel supranacional.
El estudio del derecho comparado, y no el de la
legislación comparada, nos servirá de enlace entre las
fuentes de autoridad de los diversos países, de suerte
que la jurisprudencia y la doctrina más correcta nos
conducirán a la tan deseada unificación.
Una vez unificadas las fuentes de autoridad, la ley
debe desempeñar un cometido importante: revestir con
su potestad los criterios unificados de la autoridad. De
todas formas, según d'Ors, las leyes de unificación
deben ser pocas, las estrictamente necesarias, para que
la apertura hacia el common law se efectúe, precisamente
por este carácter no legal, sino doctrinal y jurispru-
dencial.
Así, sin depender de la voluntad caprichosa de un

117
RAFAEL DOMINGO

legislador supranacional, sin necesidad de crear un


superestado tecnificado que abóla cualquier principio de
libertad, sin romper con la autoridad de los pequeños
países ante la potencia de los poderosos, sin el prurito
de la uniformación, se realizará la unificación del
derecho.
En su artículo titulado Hacia un nuevo derecho común,
d'Ors concreta más aún el modus operandi: «Sobre la base
del casuismo romano, los derechos continentales, de tra-
dición romanística, y el derecho anglosajón, de tradición
casuística, pueden hallar una atmósfera de recíproca
comprensión y una base común para ejercer sus recípro-
cas influencias»17.

17. Ibidem, p. 364.

118
CAPÍTULO III
APLICACIONES DE LA DISTINCIÓN ENTRE
AUTORIDAD Y POTESTAD
EN EL DERECHO POLÍTICO

1. El concepto de autoridad en el Estado moderno

Alvaro d'Ors concibe el Estado como una «estructura


de poder territorial, concentrado, soberano, total, racio-
nal y tecnificado que el mundo civilizado conoce desde
el siglo XVI»1. En relación con esta determinación cro-
nológica de la «modernidad» del Estado está la fecha
que nuestro autor elige para fijar el comienzo de la
Edad Moderna2, 1517, fecha de la declaración de Lutero
en Wittemberg. Este retraso en el inicio de la Edad
Moderna se relaciona con el del inicio de la Edad
Media en el año 700, siguiendo en esto a Pirenne, por
la consideración de que sólo con la invasión musul-
mana se rompe la unidad del mundo mediterráneo que
caracterizaba a la Antigüedad. En efecto, el Estado,
como forma específica de comunidad social territorial,
surgió en los comienzos de la Edad Moderna, en rela-

1. Ordenancistas y judicialistas (1960, 1) 40. Como el mismo autor


ha declarado en sucesivas ocasiones, su concepción del Estado
deriva de las largas conversaciones que mantuvo con Cari Schmitt
en Granada, en el año 1944, y luego en Santiago, en sucesivos
encuentros. A esta época de influencia schmittiana corresponden los
escritos reunidos en el libro De la Guerra y de la Paz, dedicado preci-
samente a Cari Schmitt en reconocimiento a este magisterio perso-
nal, que ha reconocido también en otras muchas ocasiones; vid., por
ejemplo, el Epílogo de Papeles del oficio universitario.
2. Vid. Derecho Privado Romano6, § 10 n. 2.

119
RAFAEL DOMINGO

ción con la crisis producida por las guerras de religión,


y precisamente como forma para superarla3. Aunque la
expresión «Estado» y muchos otros aspectos se puedan
atribuir ya a Maquiavelo, el verdadero fundamento de
la teoría del Estado es obra de Bodino, que considera
que la res publica debe ser gobernada por un poder abso-
luto, una «puissance souveraine» constitutiva del mismo;
sin ella La República «n'est plus République». Un poder
soberano así concebido excluye lógicamente, no sólo
otro poder de las mismas características, sino también
cualquier sustancia racional superior a la summa po-
testas.
Influido, pues, por la teoría de la polis griega, que
desconoce la distinción entre auctoritas y potestas, el
Estado moderno presupone la confusión de ambos con-
ceptos, de suerte que suele denominarse autoridad a la
potestad superior, que ordena pero no ejecuta ella
misma sus órdenes, en tanto se encomienda su ejecu-
ción a los órganos inferiores de potestad, incluso como
simples «agentes de autoridad»4.

3. Vid. Ordo Orbis (1948); De la «privata lex» al Derecho privado y al


Derecho civil (1949, 2); Gabriel, o del Reino (1955); En torno a la defini-
ción isidoriana del úus gentium» (1956); Nacionalismo en crisis y regiona-
lismo funcional (1959, 3); Sobre el dogma jurídico (1961, I); Autoridad y
libertad (1962); Los pequeños países en el nuevo orden mundial (1963, 2);
Sistema de la Ciencias I (1969, 3); Inauguraría (1973, 4); Una introduc-
ción al estudio del Derecho'' (1976, 1); Sistema de las Ciencias IV (1977,
1); Derecho y ley en la experiencia europea desde una perspectiva romana
(1984, 5).
4. Una anécdota verídica de Ramón María de Valle-Inclán, que
d'Ors recoge en Autoridad y libertad (1962), puede servir para ilustrar
esta realidad: «En un teatro de Madrid se estaba representando un
drama de ínfima calidad literaria. El famoso hombre de letras, que
se hallaba presente entre los espectadores, empezó a protestar con
grandes voces, en forma tan desmesurada que al punto se presenta-
ron unos agentes del orden público con el propósito de llevarse al
vociferante. '¿Quiénes son ustedes para detenerme?' —preguntó el
literato— 'Agentes de la autoridad' —respondieron—; a lo que aquél
respondió lleno de razón: 'Aquí, en materia teatral, soy yo el que

120
TEORÍA DE LA AUCTORITAS»

Aunque exista, por tanto, cierto matiz diferencial,


pues la distinción entre auctoritas y potestas está en la
misma naturaleza de las cosas, éste, sin embargo, es
insuficiente para fundamentar una verdadera libertad.
Porque la separación entre auctoritas y potestas en la vida
social es, en realidad, el presupuesto de la libertad polí-
tica de la sociedad civil, ya que difícilmente puede éste
existir si la potestas no queda de algún modo limitada.
Para el filósofo del Estado moderno, el saber com-
pete al que gobierna, y si, en algún momento, necesita
de asesoramiento o establece un órgano consultivo, estos
son concebidos como subordinados a los detentadores
de la potestad, y no como límites de ésta. El Estado
moderno, al igual que los griegos, ha traducido la aucto-
ritas romana por authentia, esto es, como poder superior
del que dependen otros delegados.
Enlaza el concepto de auctoritas empleado por el
Estado moderno con el viejo ideal totalitario de Platón
de un gobierno —propio de la potestad— de los sabios,
que tienen autoridad, y con la revolución de Augusto,
que supo encubrir su potestas bajo la apariencia del reco-
nocimiento social de su saber (auctoritas Principis). Si en
la teoría de Platón la auctoritas debía absorber la potestas,
en la teoría del Estado ocurre exactamente lo contrario:
la potestas absorbe la auctoritas. «Cuando un hombre —es-
cribía d'Ors con tono impulsivo— nos muestra sus
puños para demostrarnos una verdad, no podemos
menos de desconfiar, y con mucha razón. Pero también
cuando el que nos convence de una verdad como es
debido y pretende luego gobernarnos con sus puños, nos

tiene autoridad, y no ustedes'. La potestad, naturalmente, prevaleció


sobre la autoridad, y se lo llevaron. Y así debía ser, si se quiere,
pero no a título de orden público. Esos agentes de la autoridad no
eran más que un destello de muestra de la usurpación de la autori-
dad por la potestad».

121
RAFAEL DOMINGO

sentimos incómodos. Preferimos, muy justamente, que


uno sea quien tenga la autoridad y otro la potestad. Y
naturalmente que vayan en armonía»5.
Al desaparecer con la revolución estatal el equilibrio
político que suponía la confrontación entre la potestas y
la auctoritas, el Estado se constituyó en un modelo de
absolutismo, pues su rasgo más esencial e íntimo, la
soberanía, es un poder absoluto y excluyente, que no
conoce de frenos y limitaciones capaces de controlar los
abusos de poder.

2. La crisis de la división de poderes: los Tribunales Cons-


titucionales

A lo largo de la vida del Estado moderno, pensado-


res y filósofos fueron constatando una evidencia: la irre-
sistibilidad de un poder ilimitado y soberano.
Los clásicos griegos, por ejemplo Aristóteles, conci-
bieron un freno del poder que consistía precisamente en
la contraposición de poderes entre sí, idea que se
plasmó en constituciones como la de Esparta y Atenas.
Durante la Ilustración renace esta preocupación y apa-
rece formulada explícitamente en las obras de Montes-
quieu y Locke, fundamentalmente. De éstos se despren-
de una conclusión que, durante siglos, ha sido elevada
al rango de axioma jurídico-político incuestionable, a
saber: para garantizar la libertad es preciso frenar el
poder mediante un equilibrio de poderes contrapuestos
— ejecutivo, legislativo y judicial— que sirvan de muro
de contención, de suerte que el gobernante no pueda ni
legislar ni juzgar; el legislativo ni ejecutar sus disposi-

5. Autoridad y libertad (1962).

122
TEORÍA DE LA ><AUCTORITAS»

dones ni dirimir controversias determinadas; y el juez,


mero aplicador de una ley, ni legislar ni ejecutar6.
La teoría de la división de poderes no es sino un
simple artificio para suplir de algún modo la natural
contraposición entre auctoritas y potestas que, si bien
pudo servir como garantía para el mantenimiento del
sistema de libertades tanto en la Inglaterra posterior a
la Revolución de 1649 como en la Francia de finales
del XVIII, actualmente está en plena crisis. En efecto,
en nuestro tiempo vemos cómo el poder legislativo
juzga (acusaciones de altos cargos) y administra (régi-
men interior de las Cámaras); el judicial «administra» la
justicia (actos de jurisdicción voluntaria), y el ejecutivo
legisla (potestad reglamentaria, decretos leyes) y juzga
(potestad sancionadora). Pero, además, no sólo existen
interferencias en cuanto a las atribuciones de cada uno
de los poderes, sino también en lo referente a la misma
configuración de los mismos: el poder legislativo impo-
ne sus leyes al judicial, poder al que le resulta impres-
cincible el ejecutivo para ejecutar sus sentencias; el
poder legislativo puede inutilizar la eficacia del ejecu-
tivo, y éste tiene virtualidad propia para disolver el
legislativo.
Por otra parte, la idea de que al elaborar el legisla-
tivo la ley y ejecutarla el poder ejecutivo quedaba
garantizada la libertad es ilusoria, pues, desde la apari-
ción de los partidos políticos, tanto la mayoría parla-
mentaria que hace la ley como el gobierno que la eje-
cuta suelen pertenecer al mismo grupo político, y el

6. Dos advertencias: En este apartado no nos referimos pro-


piamente a la división de poderes tal y como la concibió Montes-
quieu en su obra L'Esprit des ¡ais sino, con un carácter más general, a
lo hoy entendemos por división de poderes, tras haber sido muy
matizadas las ideas del filósofo francés. Siguiendo la terminología
clásica, emplearemos la expresión «poder judicial» aunque, como
sostenemos en el capítulo de Derecho Procesal, sea contradictoria.

123
RAFAEL DOMINGO

control que la primera ejerce sobre el segundo devie-


ne ineficaz.
Criticar la división de poderes desde un punto de
vista teórico no resulta excesivamente difícil, pues su
construcción es imperfecta y, por esto, ha requerido
varias modificaciones antes de ser plasmada en los
diversos textos constitucionales. Pero desde un plano
práctico, incluso, la teoría de la división de poderes ha
devenido obsoleta porque «los mismos hechos han
demostrado —explicaba d'Ors en la primavera de 1985 —
cómo es imposible separar del poder ejecutivo la activi-
dad normativa, cuya urgencia no tolera las naturales
dilaciones y sorpresas de un órgano puramente legisla-
tivo. ¿Cómo iba a ser compatible la actual legislación
motorizada, como se ha llamado, con todo el rito minu-
cioso y escrupuloso de un legislador concienzudo e
independiente? De este modo —continúa diciendo el
autor— el acto legislativo y el acto ejecutivo o de
pública administración han venido a juntarse, hasta el
extremo de que cuando un acto tradicionalmente consi-
derado como ejecutivo necesita ampararse en una ley, y
ésta no existe todavía, el gobernante no tiene ya dificul-
tad para imponer sin más la nueva ley ajustada al caso
para que el acto quede legalizado»7.
El Estado puede recaer de nuevo en el régimen de
privilegios —de leyes privadas no justificadas por una
vatio inris— pero no ya favorables a una determinada
persona o colectividad, sino, incluso, en los odiosos,
prohibidos desde la ley de las XII Tablas («pvivilegia ne
inroganto»). La ley, por este pertinaz mecanismo, deja de
ser general y abstracta, y se convierte en instrumento de
poder, capaz de aplastar a cualquier ciudadano que dis-

7. Prelección jubilar (1985, 3) 11. Vid. también Una introducción al


estudio del Derecho^ (1976, 1) § 83 ss.

124
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

crepé ideológicamente del gobierno que eventualmente


organice la sociedad.
Respecto a la relaciones existentes entre el poder eje-
cutivo y el judicial, d'Ors se pregunta: «¿Cómo puede
desentenderse el gobernante, que por sí mismo puede
hoy legislar, de que unos jueces den a las leyes el
alcance que se les antoje, interfiriéndose so pretexto de
independencia en la apremiante planificación de una
moderna administración tecnificada? ¿Quién es el juez
para entorpecer lo que se dice que mandan las máqui-
nas electrónicas?
De ahí esa idea, que no deja de insinuarse real-
mente, de que los jueces, para mantener su congruencia
con los responsables del gobierno, deberían ser elegidos
por el mismo procedimiento que aquéllos, aun a riesgo
de la inevitable inestabilidad e inseguridad que tal sis-
tema supondría»8.
Pero la manifestación más clara de la crisis de la
separación de poderes está, según d'Ors, en los propios
Tribunales Constitucionales, cuyas decisiones se refieren,
no sólo a la constitucionalidad de las leyes, sino tam-
bién a la de los actos de la Administración e, incluso,
de los mismos Tribunales de Justicia, de suerte que en
la cúspide del control constitucional los tres poderes
nuevamente convergen. Así se explica la intolerancia
que pueda sentir el ejecutivo ante decisiones poco favo-
rables de los Tribunales Constitucionales, órganos de
naturaleza más política que jurídica, constituidos con
un criterio de selección semejante al del gobierno. Los
Tribunales Constitucionales, en su mayor parte, se han
convertido en órganos de decisión política; «der Grundge-
setzgerkht machí Politik», dicen los alemanes.

8. Ibidem, p. 12. Sobre la relación existente entre la crisis de la


división de poderes y los Tribunales Constitucionales, vid. Retrospec-
tiva (1981, 3).

125
RAFAEL DOMINGO

Por tanto, según d'Ors, los países que admiten la


existencia de un Tribunal Constitucional deben tener
presente que este órgano es propiamente político y no
judicial, aunque actúe como un Tribunal de Justicia que
reforma las leyes o los actos ejecutivos y administrati-
vos; de ahí que en Alemania se diga con razón que el
Tribunal Constitucional «hace política»: ¡Política y Ad-
ministración! pues, como señala Alvaro d'Ors en su ar-
tículo titulado Retrospectiva, el Tribunal Constitucional
puede tanto declarar insconstitucional un partido polí-
tico como permitir que un ciudadano pueda instalar
una farmacia donde quiera, desatendiendo las limitacio-
nes reglamentarias pertinentes; casos reales, ocurridos
en Alemania, que prueban elocuentemente la crisis de
la división de poderes.
Comparando la figura de Augusto y la de los Tribu-
nales Constitucionales observamos cierto paralelismo
histórico. En efecto, si Octavio fundó su poder en su
personal autoridad —auctoritas Pñnápis— introduciéndose
como guardián de la constitución republicana, los Tri-
bunales Constitucionales encubren su potestad en una
aparente autoridad que custodia las modernas consti-
tuciones.
En la doctrina de la división de poderes predomina
fundamentalmente lo negativo, el obstáculo, la idea de
impedimento o estorbo como garantía de la libertad, sin
tener en cuenta que lo principal para que exista un
régimen de libertad ciudadana es la colaboración. El
simple obstáculo a la libertad ajena no constituye un
buen fundamento de la libertad propia, y el régimen
del gobierno colegial solidario, al modo de la Roma
Republicana, con su veto entre los colegas, no es viable
en el Estado moderno.
La única solución posible para controlar los abusos
de poder está en conseguir una instancia independiente,

126
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

ajena a toda potestad, que le sirva de límite. Y es aquí


donde encaja perfectamente, como anillo al dedo, la
teoría orsiana de la auctoritas, que impone la necesidad
de limitar la potestas, no ya por el equilibrio mecánico
de poderes, sino por la existencia de una auctoritas sin
potestas que, por su reconocida prudencia, pueda contro-
lar los actos del gobernante.
«En efecto, si observamos la realidad que presenta el
hombre —decía d'Ors en 1964—, como ser individual,
veremos que el equilibrio de su conducta no proviene
de la contraposición o separación de miembros dotados
de un cierto poder, sino del freno que la prudencia
ejerce siempre sobre la voluntad. Lo que es poder no
debe quedar dividido; por el contrario, el obrar humano
requiere la perfecta coordinación de todas sus fuerzas:
no proviene el equilibrio de que una mano se oponga a
la otra o contradiga a los pies, sino que todos los
miembros deben actuar al unísono, sin contradicción;
de lo contrario sobreviene el desorden. La voluntad
humana tampoco puede actuar dividida en sí misma,
sino aconsejada por la prudencia. Así también en las
sociedades: no es la contradicción entre potestades la
que puede ayudar a aquella libertad social necesaria
para el bien común, sino, al revés, la separación entre
un poder unido, con una voluntad sin contradicciones,
y una autoridad cuyo consejo atiende aquel poder. No
división de poderes, por lo tanto, sino separación entre
autoridad y potestad es lo que viene a garantizar la
libertad social que requiere el bien común»9.
Para limitar el impulso del poder por el consejo pru-
dencial de la autoridad es necesario que ésta sea inde-
pendiente y renuncie a la potestas. Aquí está la gran
diferencia entre la teoría orsiana de la auctoritas y la

9. Autoridad y potestad (1964, 2) núm. 5.

127
RAFAEL DOMINGO

teoría de Montesquieu de la división de poderes. En


efecto, el «más inglés de los franceses», al unir en su
sistema la autoridad y la potestad en un mismo órgano,
sólo podía frenar el poder contraponiendo precisamente
poderes entre sí para que, en cierto modo, cada poder
haga de «autoridad moderadora» respecto a los otros. En
cambio, según la teoría orsiana, se limita el poder por
una instancia ajena al mismo, la auctoritas, cuya eficacia
deriva de su radical independencia. Y un sistema de
autoridad independiente sólo puede darse si existen
órganos de consejo desprovistos de poder, cuyo reconoci-
miento social les permita desautorizar a la potestad9,
semejantes, en su esencia, al Senado romano o a los
augures, revestidos de auctoritas y desprovistos de potestas.
Por otra parte, si la potestas debe ser controlada por la
auctoritas, ésta debe renunciar al poder. La más grave
tentación del hombre revestido de autoridad es precisa-
mente la de querer mandar, la de conseguir potestad,
tentación que no supo vencer Platón en su teoría polí-
tica del gobierno de los sabios.
Concebidas así autoridad y potestad, vemos que, pese
a su radical distinción, existe entre ellas una función
complementaria: la autoridad puede censurar los actos
de la potestad, pero, a su vez, la potestad puede dejar
de ejecutar los consejos prudenciales de la autoridad,
pues ésta carece de fuerza imperativa. Cuando un
órgano de autoridad prescinde de la potestad, que eje-
cuta sus consejos, no puede valerse por sí mismo puesto
que carece del imperium necesario para gobernar, y, por
esto, busca otra potestad que sustituya a la anterior. En
efecto, mediante la desautorización de los actos de
gobierno, la auctoritas puede conseguir que disminuya el
reconocimiento social del poder que gobierna de forma
que incluso éste se vea obligado a dimitir. Por el con-

9. Vid. Una introducción al estudio del Derecho (1976, i) § 84.

128
TEORÍA DE LA 'ÍAUCTORITAS»

trario, si los consejos prudenciales que la auctoritas da a


la potestas no obtienen los resultados positivos previstos,
la falta de reconocimiento social convertirá a la auctori-
tas en mero saber, desprovisto de influencia en la
vida pública.
En resumen, de la aplicación del binomio auctoritas-
potestas al campo de la organización del poder derivan
las siguientes conclusiones:
1) El Estado moderno, al confundir la autoridad con
la potestad, intenta suplir su función con la teoría de la
división de poderes.
2) La realidad actual demuestra que tal divisón de
poderes es inviable, que el ejecutivo no puede menos de
gobernar mediante actos normativos cuya distinción con
las leyes no gubernamentales resulta casi imposible. «La
misma ley constitucional —señala d'Ors— que debería
ser, según la divisón de poderes, una base previa a- todo
gobierno, se impone, como vemos, mediante la acción
del mismo gobierno, es decir, mediante pactos del
gobierno con las fuerzas políticas que pueden influir en
las decisiones parlamentarias, de suerte que, contando
con la disciplina de partido, toda ley viene a ser un
acto de gobierno, y la diferencia con la actividad pura-
mente reglamentaria, incluso con los mismos actos
meramente administrativos, resulta inane»10.
3) La distinción entre el consejo de la autoridad y el
gobierno de la potestad cumple, para la libertad civil, el
mismo fin que se ha intentado conseguir con la separa-
ción de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
4) Los abusos de poder sólo pueden ser limitados
pof una autoridad independiente, cristalizada en órga-
nos de consejo desprovistos de poder, que, con su saber

10. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) 119.

•129
RAFAEL DOMINGO

socialmente reconocido, sean capaces de desautorizar a


la potestad.
5) Para ello, la autoridad debe renunciar al poder,
pues de lo contrario pierde su ratio essendi.
Es claro que, si el consejo de la potestad por la
autoridad es puramente moral, aquélla no se ve directa-
mente coaccionada, pero, si la autoridad objetante goza
realmente de reconocimiento social y su consejo es
desatendido por el gobernante, éste quedará debilitado
en la base de su propio reconocimiento, y su potestad
puede llegar a convertirse en pura fuerza. En todo caso,
una coacción directa por parte de la autoridad supon-
dría que ésta funcionase como potestad. Desde este
punto de vista debe plantearse la tan deseable indepen-
dencia de los Tribunales de Justicia: sus sentencias de
autoridad podrían ser no ejecutadas, ni aceptadas por la
potestad, pero entonces se convertiría ésta en pura
fuerza.

3. Los partidos políticos

D'Ors define los partidos políticos como «grupos


públicos de ideología e interés común, que se enderezan
a la conquista del poder social, o, al menos, a influir
poderosamente en la decisiones públicas»11. La democra-
cia moderna, en cierto modo, ha querido ver en los par-
tidos políticos una instancia de autoridad independiente
que controle los actos de gobierno, pero esta solución es
errónea a radice. Los partidos políticos son órganos de

11. La libertad (1961, 5) 211. Vid. t a m b i é n Gabriel o del Reino


(1955); Autoridad y potestad (1964, 2); Una introducción al estudio del
Derecho'' (1976, 1); Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5); El pro-
blema de la representación política (1979, 4).

130
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

poder12, porque, aunque su fin no sea organizar efecti-


vamente la sociedad, pretenden ostentar una representa-
ción y, por consiguiente, no pueden dejar de ser grupos
de presión, de poder, pues su función en la vida pública
es llegar a gobernar. Esto explica que los partidos estén
estructurados para conseguir el poder, pese a la eventual
escasez de fuerza social, y nunca para permanecer como
órganos meramente consultivos, de autoridad, que su-
pongan una mediatización del poder actual. Ningún
partido se resignaría a ser siempre de pura «oposición».
Como la teoría de los partidos políticos se inserta dentro
de la teoría moderna del Estado, confunde la auctoritas
con la potestas y, por eso, en ocasiones, pretende vincu-
lar no sólo la voluntad, sino también la opinión, lo que
constituye un abuso contra la libertad de sus afiliados.
En efecto, la representación sólo puede darse en la
potestad, nunca en la autoridad, ya que sólo el poder es
delegable, en cuanto expresión de la voluntad, alienable
en la medida en que se puede incorporar a la propia
voluntad una determinación ajena13. El saber, sin
embargo, es personal e indelegable: cualquier persona,
por ejemplo, puede ir al mercado a pagar una determi-
nada factura en nombre de otra, pero esa misma per-
sona no podrá en ningún caso participar en una mesa
redonda sobre una cuestión técnica a la que ha sido
invitado otra persona en consideración a su autoridad
en el tema.
Cuando los partidos políticos pretenden representar
opiniones es para influir en la misma opinión pública,
lo cual constituye una expropiación intolerable de la
libertad humana. Por eso mismo, no puede censurarse
en modo alguno que un afiliado a un partido vote a un

12. Sobre el sentido de la expresión «órgano de poder» vid. infra


pp. 238 ss.
13. Vid. Autoridad y potestad (1964, 2).

131
RAFAEL DOMINGO

candidato no adscrito a ese partido, pues un partido


jamás puede vincular la opinión de un adicto. Aún
más: cualquier elector que vota a un representante
puede mantener una opinión distinta a éste y, viceversa,
el representante puede perfectamente mantener una opi-
nión contraria a sus electores porque —como dice
d'Ors— «una cosa es el poder del mandato y otra cosa el
saber de la opinión»14.
Si bien el denominado mandato imperativo ha sido
prohibido por la mayoría de las constituciones, sus efec-
tos han permanecido por la disciplina de partido. En
efecto, cuando una población elige a su representante
por pertenecer a un partido determinado, a la hora de
tomar decisiones la voluntad que decide no es la del
representante, sino la del partido político a que perte-
nece. Si la ciudad elige un diputado para que defienda
sus intereses en una Cámara, a quien realmente repre-
senta ese diputado no es a la ciudad, sino a su propio
partido. «Que esto supone —opina d'Ors— una grave
corrupción de la teoría del llamado gobierno representa-
tivo no hay quien pueda negarlo, pero no suele recono-
cerse abiertamente»15.

4. Opinión pública: la libertad de prensa

Se ha pretendido también hallar la autoridad inde-


pendiente que controle los actos de la potestad en la
opinión pública.
La opinión, en cuanto expresión del entendimiento,
es siempre individual y corresponde al ámbito de la
auctoritas y no de la potestas. Cuando nos referimos

14. Una introducción al estudio del Derecho (1976, 1) § 81.


15. El problema de la representación política (1979, 4) 17.

132
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

a la opinión pública no es en el sentido de opinión


mayoritaria de los ciudadanos u opinión popular, pues
aunque un grupo pueda formarse una voluntad colec-
tiva — por votación mayoritaria, por ejemplo— nunca
podrá formarse una opinión colectiva, ya que no cabe
representación, siempre de voluntades, en la opinión,
propia del entendimiento. «La opinión pública —escribe
d'Ors— es simplemente una opinión personal pública-
mente conocida y de la que puede participar un
número más o menos amplio de otras personas, tam-
bién individuales»16. La opinión, que se funda en la
auctoritas, bien pudiera servir, en principio, como límite
de equilibrio frente a la potestad.
«Los mass media —decía d'Ors recientemente—, efecti-
vamente, son los que más condicionan hoy la actividad
de la Potestad, pues su gran fuerza, forjando mitos, imá-
genes, slogans, seleccionando y manipulando la informa-
ción, ha llegado a ser irresistible. Pero ahí está preci-
samente su defecto como Autoridad: en su fuerza real,
pues bajo las apariencias de una información propia de
su saber, se ocultan instancias, aunque no sean clara-
mente institucionales ni públicas, sino generalmente
anónimas y secretas, que son de verdadero poder, sobre
todo por su firme base económica y su conexión inter-
nacional. Esto equivale a decir que se trata, en realidad,
de una Autoridad falsa; en el fondo, de un poder
oculto, de una criptocracia, a pesar de su formal recurso
a la Publicidad. Es imposible que la Opinión Pública
asuma la Autoridad, pues, precisamente porque pretende
ser opinión del pueblo, no puede ser opinión de Autori-
dad, ya que el pueblo puede tener Potestad, pero nunca
tiene Autoridad»17.
Los medios de comunicación social no gobiernan, y

16. Ibidem, p. 235.


17. Prelección jubilar (1985, 3) 13-14.

133
RAFAEL DOMINGO

en principio, no tienen potestad. Deberían ser un ele-


mento de autoridad que controla la potestad; pero su
fuente de conocimiento, la opinión pública, es actual-
mente la opinión de un órgano de potestad, de suerte
que deviene ineficaz el control que un poder inorgánico
— los mass media— ejerce sobre el poder constituido. La
opinión pública, por tanto, es control, pero no de la auc-
toritas sobre la potestas, sino de potestas inorgánica sobre
potestas orgánica y, por ende, ficticio; porque el poder,
en cuanto que tiende a ser absoluto e ilimitado, no
puede ser controlado por otro poder de iguales caracte-
rísticas. La caracterización de la Prensa como «cuarto
poder», además de los tres concebidos, pone en eviden-
cia que no se trata de autoridad, sino de potestad.
Respecto al discutido derecho de prensa, d'Ors opina
que «uno de los errores fundamentales que afligen a
muchos de los que intervienen en la polémica sobre el
problema de la libertad consiste en olvidar que una
cosa es la libertad natural de opinar y otra muy distinta
la de disponer de los medios técnicos de propaganda
masiva que corresponden a la potestas»18. Cualquier per-
sona puede, por derecho natural, tener una opinión y
expresarla, pero esto no significa que siempre pueda
publicarla; publicar, como su nombre indica, es un acto
público y, por tanto, debe ser controlado por el respon-
sable del gobierno. Cuando alguien publica sus opinio-
nes se impone a quienes no pueden publicarlas, como
el que tiene un megáfono se impone sobre los que
alzan su voz sin dicho instrumento. La libertad natural
de expresar el propio pensamiento no conlleva, pues, la
expresión pública del mismo, que debe ser controlada al
suponer una inmissio en la res publica. Que tal poder se
delegue con mayor o menor amplitud es un problema
de prudencia política, controlado naturalmente por la

18. Autoridad y potestad (1964, 2) núm. 13.

134
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

autoridad independiente de que venimos hablando.


Indudablemente infringiría el bien común el conceder
ese poder de forma arbitraria, sin consideración a una
específica responsabilidad acreditada por los grupos que
pretenden tal poder de difusión. No es que exista un
derecho de prensa que deba ser reconocido por el
gobierno para poder ejercerlo, sino que la autorización
de la potestad es quien concede la posibilidad de que
un determinado grupo tenga el poder de difusión. Se
trata, pues, más que de una «libertad» en sentido de
«derecho», de un deber de no limitar injustificadamente
la expresión pública de las propias opiniones. Porque
un régimen de absoluto monopolio de la publicidad a
favor de la potestad actual implica la pretensión, por
parte de ésta, de erigirse en una autoridad falsa, pues se
prevale de la fuerza. Pero esto no contradice el princi-
pio de que el régimen de la publicidad compete a
la potestad.
Analicemos un ejemplo: la recogida de basuras. El
habitante de una determinada población tiene el poder
de depositar los sobrantes en vía pública cumpliendo
unos determinados requisitos. Si el ayuntamiento de esa
localidad no recogiera la basura durante una temporada,
ese derecho del ciudadano se formalizaría en una
acción contra la Corporación local, responsable de tal
servicio público. Sin embargo, ese poder privado, en
cuanto que supone una intromisión en lo público —el
hecho de depositar los sobrantes en vía pública— debe
ser controlado por el gobernante, de suerte que sólo
puedan ser depositadas las basuras en el lugar, día y
hora previstos. Ocurre lo mismo con la libertad de
prensa: en el momento en que la opinión pública se ha
convertido en poder, se precisa un control de la potestas
que ha delegado ese poder a un determinado grupo;
pues, como la potestad es esencialmente delegable, su
delegación implica un control del sujeto delegante.

135
RAFAEL DOMINGO

Si la opinión pública mantuviera solamente su aucto-


ritas originaria y renunciara a la potestas no debería ser
controlada, porque la auctoritas es de suyo indelegable y,
por ende, independiente, pero el uso de los medios de
publicidad es ya, por sí mismo, acto de potestad y no
de autoridad.

5. Política y Tecnocracia

Actualmente, debido a la influencia del desarrollo


técnico en la vida política, se ha llegado a pensar que
es la Técnica la que debe asumir la función de autori-
dad independiente frente a la potestad; Técnica que
debemos entender como las aplicaciones prácticas de la
Ciencia en general. «Evidentemente —comenta d'Ors—la
autoridad personal de un científico reconocido, en la
medida en que trasciende socialmente o en que es res-
petada por el gobernante, presenta un ejemplo claro de
lo que puede ser una autoridad independiente en nues-
tro tiempo. No se puede negar que, en cierta medida,
esta autoridad existe y tiene su papel en la vida política
del Estado moderno, pero no alcanza a cumplir sufi-
cientemente su misión respecto al hecho de la constante
atracción de la autoridad de los técnicos por la potes-
tad»19. En efecto, la absorción de la Política por la Téc-
nica — la Tecnocracia— procede de la confusión entre
auctoritas y potestas. Este abuso es semejante al desplaza-
miento de los independientes, y por eso molestos, augu-
res, por los modestos harúspices, siempre al servicio
del magistrado.
La función del politito es de potestad, la del técnico,

19. Una introducción al estudio del Derecho (1976, 1) § 85.

136
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

de autoridad. Si el gobernante es prudente escuchará el


consejo de los técnicos antes de tomar cualquier solu-
ción, y no exclusivamente a los que dictaminen en un
sentido, sino también a los que, con el fundamento
científico propio de su saber, procuran una solución
adversa, pues la respuesta que da la técnica a un pro-
blema determinado puede ser contrapuesta a las exigen-
cias de la prudencia política.
La elección del consejo más conveniente no debe
hacerse por razones técnicas solamente, sino también
por razones políticas. Así, el acto puro de gobierno con-
siste en la prudencia política de elegir y realizar un
consejo y no otro. Esta relatividad de la política, ciencia
de lo cambiable, supone una encomiable ventaja porque
permite rectificar las directrices seguidas, como no haría
nunca un técnico, el cual, por su natural aptitud cientí-
fica, tiende a perseverar en sus propias teorías a pesar
de sus posibles fracasos prácticos20.
Uno es, pues, el técnico que sabe y aconseja, y otro
el gobernante que pude mandar la ejecución de uno u
otro consejo, en virtud de su prudencia política. El
tópico contrario de que son los sabios quienes deben
gobernar es un viejo error platónico, como dijimos,
principio de todos los totalitarismos. «Si queremos evi-
tarlos — escribe d'Ors— debemos mantener bien separa-
das las funciones del sabio y las del gobernante, de
forma que ni el sabio pretenda gobernar ni el gober-
nante pretenda prescindir del consejo, siempre limita-
tivo, del hombre que sabe, y hoy diríamos del técnico»21.
A partir del siglo XVI, sin embargo, con el naci-
miento del Estado y de la ciencia tecnológica, el gober-
nante pretende saber y el científico ansia el poder;

20. Vid. Sistema de las Ciencias II (1970, 1) 36 ss.


21. El regionalismo jurídico (1972, 3) 8 3 .

137
RAFAEL DOMINGO

realidad que ha quedado gráficamente expresada en la


famosa frase de Francisco Bacon: ipsa sáentia est potestas.
En el fondo, la gran crisis de la política actual se
debe a no querer reconocer la distinción entre Política
— ciencia de la potestad— y Técnica —propia de la
autoridad—. Se pretende dar al técnico una potestad
complementaria a la del gobernante, en vez de mante-
nerlo en su papel independiente de consejero. «Esto es,
el hombre de gobierno moderno —concluía d'Ors en su
discurso inaugural de la Universidad Menendez Pelayo—
cuando no pretende él mismo saberlo todo, pone el
conocimiento del técnico a su servicio, en vez de respe-
tar la autonomía del mismo en función de consejo. Pre-
fiere tener al sabio como haruspice que como augur. De
esta suerte, la ciencia se convierte en instrumento de
poder y fácilmente en instrumento de opresión»22.
El abuso de la tecnocracia actual no es más que un
nuevo aspecto de la pertinaz confusión entre auctoritas y
potestas.

6. Tradición y Revolución

El sustantivo tradición proviene del verbo latino


irado, compuesto del verbo do, y significa la idea de
entregar. En tra-dere lo que importa es el resultado del
acto y no la actividad del que entrega. Así, también la
tradición (traditio) puede consistir en un dejar hacer, por
ejemplo que el enemigo entre en la ciudad y la domi-
ne23. En la estructura real de la traditio el sujeto real-
22. Inaugurado (1973, 4) núm. 16.
2 3 . Vid. Derecho Privado Romano § 169, 2. Vid t a m b i é n Tres mitos
jurídicos (1957); Los pequeños países en el nuevo orden mundial (1963, 2)-
Simbolismo ancestral (1965, 2); Una introducción al estudio del Derecho
(1976, 1) § 27 y 67; Esas reglas que ley no deroga (1980, 2); Autarquía
y Autonomía (1981, 2); y Cambio y Tradición (1985, 1).

138
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

mente activo es el accipiens, que toma, y el pasivo el tra-


dens que deja tomar lo que le pertenece. En efecto, la
entrega del tradens consiste propiamente en dejar que el
accipiens tome posesión de la res y puede ser, por tanto,
meramente pasiva, razón por la que la traditio es un
modo de apropiación posesoria. En los bienes inmuebles,
por ejemplo, una forma de traditio consistía en dejar libre
el predio para que el accipiens lo encuentre desocupado
(vacuam possessionem tradere). La Tradición mantiene una
estructura semejante a la traditio. «También aquí —advier-
te d'Ors— hay una entrega de generación en generación,
pero el sujeto activo en tal transmisión es el que recibe,
no el que deja; en otras palabras: los vivos son los prota-
gonistas de la Tradición y no los antepasados muertos»24.
Que el concepto de tradición no sea estático sino
dinámico deriva precisamente del protagonismo de los
vivos que la reciben. En efecto, el que acepta lo entre-
gado por sus antepasados lo hace suyo y, por tanto,
puede modificarlo y mejorarlo, adaptándolo a las nuevas
circunstancias mientras lo tenga en su poder. Por eso, el
progreso, para d'Ors, consiste en la adaptación fecunda
de lo que se recibe de los antepasados con objeto de
transmitirlo enriquecido a los sucesores.
La relación entre el binomio autoritas-potestas y la Tra-
dición está en que los vivos son quienes ejercen su
potestad al aceptar la Tradición que les ha entregado la
autontas de los muertos pues, como ya no viven, sólo
pueden tener un saber socialmente reconocido, una auto-
ridad, y nunca una potestad. La Tradición requiere, por
lo tanto, una autoridad de los antecesores y una potestad
de aceptación de los que la reciben, ya que el que no
quiere heredar no hereda25.

24. Cambio y Tradición (1985, 1) 114.


25. «Uno de los más felices aciertos intelectuales de Rafael Gibert
— escribe d'Ors— consiste en la contraposición de estirpes y generacio-

139
RAFAEL DOMINGO

La Revolución, en cambio, excluye la posibilidad de


una autoridad independiente, sin potestas; se olvida de
los antepasados. En efecto, para la Revolución sólo
cuenta el poder de los vivos, el que se impone día a día
y, por esto, la voluntad anterior pierde su eficacia ante
el cambio de voluntades de las mismas personas; «se
impone —dice d'Ors—la permanente licitud de 'venir
contra los propios actos', puesto que el poder es siempre
actual y las decisiones siempre resultan revocables por
un cambio de voluntad»26. Con la Revolución, la potes-
tad, siempre actual, no debe ser sometida a la autori-
dad, que es anterior en todo caso27.
Abolir la Tradición significa que el grupo humano
pretende tomar de otra fuente lo que no quiere recibir
de ella. Se sustituye, así, la derivación diacrónica por la
sincrónica, la paternidad por la fraternidad, la herencia
por la moda, la autoridad independiente por la potestad
caprichosa.

nes. Porque es verdad que generación por sí mismo significa el acto


de engendrar, pero el abuso de la jerga revolucionaria ha cambiado
ese sentido, de manera que hoy no podemos menos de aceptar el
nuevo sentido revolucionario de coincidencia temporal de los naci-
dos según períodos convencionales; por ejemplo de treinta o tam-
bién un tercio de siglo, tomado ese plazo como el tiempo medio
para que un hombre engendre su descendencia. La generación, en
este sentido revolucionario habitual, corta las líneas de la descen-
dencia, la solidaridad vertical con los progenitores, para destacar el
vínculo con los coetáneos: la independencia de la potestad de los
vivos respecto a la autoridad de los muertos, y la primacía de los
convenios actuales, del plebiscito de cada día. Pero no se trata de
una verdadera solidaridad de los contemporáneos, de los hermanos,
sino del acotamiento horizontal de una tensión dialéctica. Que ésta
pueda resultar polémica es natural, y ya el fraticida Caín nos sirve
de símbolo» (Simbolismo ancestral, 1965, 2).
26. Cambio y Tradición (1985, 1) núm. 5.
27. Los actos de última voluntad son de potestad y no de autori-
dad, de modo semejante al principio jurídico de que la ley posterior
deroga la anterior, que presupone el imperio de la potestas actual
frente a la auctoritas, incluso del anterior acto de potestad legisla-
tiva.

140

1
CAPÍTULO IV
APLICACIONES DEL BINOMIO AUTORIDAD-POTESTAD
EN EL DERECHO PROCESAL

No cabe duda de que han sido los procesalistas quie-


nes más han escrito sobre la distinción orsiana entre auc-
toritas y potestas debido a la importancia de estos conceptos
en la vida judicial. Por esto, el criterio bibliográfico
seguido para la elaboración de estas páginas es restrictivo,
y sólo citaremos aquellos autores que hagan referencia en
sus artículos bien a las aportaciones directas de Alvaro
d'Ors bien a las de Jorge Carreras, pionero en la aplica-
ción del binomio autoridad-potestad al derecho procesal.
Un hecho destacado de nuestro tiempo es la prolifera-
ción de Tribunales de Arbitraje —órganos judiciales de
autoridad ajenos al Estado— motivada, en cierto modo,
por la lentitud y falta de confianza en la justicia ampa-
rada por el Estado. De ahí la relevancia jurídica de dife-
renciar las manifestaciones de autoridad y potestad en el
ámbito judicial, que nos servirá para esclarecer la natura-
leza jurídica de estas instituciones.

1. Autoridad y potestad en el juez moderno

En el proceso romano clásico, como hemos dicho, las


funciones de autoridad y de potestad permanecían separa-
das: el juez, ciudadano sin función pública oficial, tenía
la autoridad; el pretor, que carecía de saber judicial,

141
detentaba la potestad superior del imperium. Sin embar-
go, en el procedimiento extraordinario romano ambas
funciones se funden en la misma persona del juez-
magistrado. También en el Estado moderno, debido a la
confusión entre auctoritas y potestas, el juez ha seguido
acumulando estas funciones. Pero la función esencial
del juez es y será decidir una controversia conforme a
derecho y, esto es, evidentemente, propio de su saber,
de su autoridad, aunque tenga atribuida actualmente la
dirección del proceso y su ejecución, para lo que son
imprescindibles ciertos expedientes de potestad1.
«En efecto, —comenta d'Ors— los jueces, como su
propio nombre indica, son declaradores del Derecho,
iudices, y cumplen así una función de autoridad, pues
son ellos los que tienen socialmente reconocido un
saber para decidir correctamente lo que es justo en cada
conflicto concreto que se les presente; pero al mismo
tiempo, por cuanto son funcionarios del Estado encarga-
dos de 'administrar' justicia, disponen de facultades
imperativas para la instrucción, tramitación y ejecución
de sus juicios, y se hallan por ello investidos de una
especial potestad. De este modo, se acumulan en los
jueces funciones de potestad junto a la más propia de
autoridad, una sentencia. Es precisamente su posición
de agentes estatales de la justicia la que favorece aque-
lla tendencia que decíamos a disminuir su independen-
cia frente al poder ejecutivo y legislativo reunidos»2.
Reducir, pues, la función del juez a la de mero fun-
cionario revestido de potestad es destruir el núcleo
mismo de la función judicial: dictar sentencia según su

1. Vid. Una introducción al estudio del Derecho (1976, 1); Autarquía y


autonomía (1981, 2); y Retrospectiva (1981, 3).
2. Prelección jubilar (1985, 3) 22. En esta prelección d'Ors men-
ciona expresamente a Jorge Carreras, primer procesalista que estudió
este tema desde una perspectiva orsiana.

142


TEORÍA PE LA «AUCTORITAS»

«saber» y entender. Que eventualmente el juez emplee


instrumentos propios de la potestas no debe desfigurar-
nos la esencia de su misión primordial.

2. Algunas imprecisiones terminológicas derivadas de la confu-


sión entre autoridad y potestad

La confusión entre autoridad y potestad, no sólo ha


conllevado el hecho de considerar al juez como simple
funcionario, sino que también ha originado frecuentes
confusiones terminológicas. En efecto, la falta de un
concepto unívoco de jurisdicción y, por tanto, la ausen-
cia de una línea divisoria clara entre legislación, admi-
nistración y jurisdicción, la clasificación en órganos
jurisdiccionales y no jurisdiccionales e, incluso, la
misma expresión poder judicial son manifestaciones que
lo evidencian.

— En particular: la jurisdicción

Uno de los conceptos que quizá haya sido más estu-


diado por los procesalistas es el de jurisdicción, precisa-
mente porque resulta ineficaz cualquier sistema procesal
que no aclare previamente este concepto. Sin embargo,
todavía la doctrina discrepa sobre cuál sea la naturaleza
de la jurisdicción.
Un sector doctrinal, inspirado en la distinción orsia-
na entre auctoritas y potestas, considera que la esencia de
la función jurisdiccional se halla en la auctoritas funda-
mentalmente. Gutiérrez de Cabiedes, por ejemplo, define
la jurisdicción como «la función creadora del derecho
para el caso concreto, mediante el juicio, por órganos

143
RAFAEL DOMINGO

imparciales revestidos de autoridad»3. Según este autor


«la primera y principal nota del juicio jurisdiccional es
que es un juicio revestido de autoridad»4. Serra Domín-
guez también centra «la nota esencial del juicio jurisdic-
cional en su atributo de autoridad»5. Pero, sin duda
alguna, el precursor de esta corriente doctrinal es Jorge
Carreras, para quien «en la función jurisdiccional cabe
distinguir claramente dos vertientes: una, la que requie-
re actos imperativos, para cuya realización es precisa la
potestad concedida por el Estado, cual es la del someti-
miento de los litigantes y terceros a las decisiones del
juez; otra, la que está totalmente desvinculada de esta
potestad, y que, lo mismo históricamente que en los
tiempos actuales, puede ser realizada. por quien carece
de esta potestad o imperium y, cabalmente, es esta
segunda vertiente la más excelsa y la que caracteriza en
mayor grado la función del juez»6.
Distinta posición mantienen Victor Fairén y Juan
Montero Aroca, entre otros, que consideran que el tér-
mino que mejor caracteriza a la jurisdicción es potestad.
Estos autores, aunque diferencian los conceptos de
potestad, poder y función, confunden la autoridad con
la potestad. «El concepto de jurisdicción —explica
Fairén— no se agota atribuyéndole la naturaleza jurídica
de simple 'poder7. Se trata de un 'poder de juzgar y
ejectuar lo juzgado' y el tal poder se individualiza den-
tro de la familia de los mismos por su calidad de 'po-
testad', de llevar ínsita una fuerza de mando — autori-

3. Eduardo GUTIÉRREZ DE CABIEDES, Una reflexión acerca del concepto


de Derecho Procesal, en Estudios de Derecho Procesal (EUNSA, Pamplona
1974) 55.
4. Ibidem. 46.
5. Manuel SERRA DOMÍNGUEZ, Jurisdicción, en Estudios de Derecho
Procesal (Ariel, Barcelona 1969) 50. Vid. también El juicio jurisdiccio-
nal, ibidem, p. 63 ss.
6. Jorge CARRERAS, Las fronteras del juez, en Estudios de Derecho Pro-
cesal (Barcelona 1962) 111.

144
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

dad— basada en la superioridad de uno de sus elemen-


tos — el juez— sobre las partes, por una autoridad que se
manifiesta, aun antes del 'juzgar' definitivo —en la
sentencia—, en todo lo que supone 'el instruir, el prepa-
rar' el juicio, lo cual también supone labor juzgadora y
que se reafirma en la ejecución que, no lo olvidemos,
forma parte integrante del proceso. Es el 'imperium' lo
que caracteriza a ese poder y le confiere la categoría de
potestad. Por ello, si prescindimos de valorar esta natu-
raleza, cometemos el error de desposeer de base a ese
'imperium', con lo que, a su vez, la jurisdicción pierde
su carácter y pasa a ser una entelequia»7. Para esta
corriente doctrinal, la autoridad es una fuerza de mando
y, por ende, un poder; la diferencia entre autoridad y
potestad la hallan en la especie y no en el género. A
estas conclusiones sobre la jurisdicción llega Fairén des-
pués de un largo estudio del término potestad a partir
del siglo XIX. En el mismo artículo, el autor reconoce
que no puede detenerse a considerar el significado de
este concepto en los textos anteriores al siglo mencio-
nado y menos aún —añade— en el Derecho Romano.
Este es el grave error de esta corriente doctrinal, pues
tanto potestad como jurisdicción son conceptos típica-
mente romanos, y ahí es donde únicamente podremos
encontrar su esencia.
Por último, nos interesa destacar una tercera corrien-
te doctrinal que considera que la cosa juzgada adquiere
una primacía indiscutible a la hora de calificar la fun-
ción jurisdiccional porque se constituye en criterio dife-
renciador frente a la legislación y, sobre todo, frente a
la administración8.

7. Víctor FAIREN, La potestad jurisdiccional, en Revista de Derecho judi-


cial 51-52 (1972) 84. Vid. t a m b i é n J u a n MONTERO AROCA, Introducción
al Derecho Procesal (Tecnos, M a d r i d 1976) 22 ss.
8. Vid. ALLORIO, Saggio polémico sulla «giurisdizione» voluntaria, en

145
RAFAEL DOMINGO

El término jurisdicción proviene del latín iurisdictio


(ius dicere) y se contrapone a iudicatio {ius dicare). Dicere y
1
dicare, como dijimos a propósito de la vindicatio, son dos
verbos distintos pese a su común raíz dic-, que es la
misma del griego deiknymi, «señalo», y dike, juicio. El
tema dic- contiene el acto de señalar, de mostrar formal-
mente, de donde deriva el sentido de recitar la fórmula
prescrita para producir ciertos efectos. «Dicere —escribe
d'Ors— significa el hablar solemne frente al hablar colo-
quial, pero en el derecho tiene aplicación como término
principal para designar las distintas formas de declara-
ción. En congruencia con lo que hemos dicho, ese tér-
mino no expresa propiamente una exteriorización de
una voluntad interna, sino la determinación de un
objeto: un acto, pues, no de exteriorización, sino de
objetivación. Aunque resulta cómodo traducir dicere por
'declarar, dicere no es propiamente un aclarar, declarar o
manifestar, que se entienden referidos a la exterioriza-
ción de algo interno y oculto que es la voluntad, sino
un señalar...»9. Dicere, pues, tiene una sentido amplio
que comprende el conjunto de declaraciones que da el
magistrado con imperium10. Por eso, la iurisdictio (ius
dicere) será la suma de declaraciones de la potestas magis-
tratus para la buena marcha del litigio. Dicare significa
también proclamar solemnemente pero, sobre todo, con-
sagrar o dedicar algo a una divinidad; se trata siempre
de una declaración privada con efectos personales,
frente a los genéricos del dicere (declaración pública por-
que proviene de la potestas). La iudicatio (ius dicare) es la

Problemi di diritto II (Milano 1957) 31; y Francisco RAMOS MÉNDEZ,


Derecho y Proceso (Bosch, Barcelona 1978) 138 ss. y bibliografía
citada.
9. Las declaraciones jurídicas en Derecho Romano (1964, 3) 566-67.
Vid. también De la iprudentia iuris» a la Jurisprudencia del Tribunal
Supremo y al Derecho jora! (1947, 3) núm. 5.
10. Esto explica que todas las declaraciones públicas del magis-
trado sean de dicere: ius dicere, addicere. interdicere, edicere.

146
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

sentencia del juez privado que declara el derecho de


alquien contra alguien; indicare le corresponde, pues, a
la autoridad, que «sabe» pero no «puede».
Indicare y ius dicere son actividades análogas, pero
con puntos de partida diversos, porque el magistrado
declara como detentador de la potestad y el juez, aun-
que supeditado a los límites establecidos por el pretor,
declara su opinión como revelador de un saber pruden-
cial concreto, como autoridad. Autoridad y potestad se
combinan así en lo más íntimo de la vida jurídica, en
el proceso.
En resumen, el derecho romano clásico diferenciaba
la iudicatio, producto de la autoridad, de la iurisdictio, que
corresponde a la potestad; distinción que debe ser nece-
sariamente trasladada al derecho procesal moderno para
lograr descubrir la esencia de la jurisdicción.
Sin embargo, debido a la confusión actual entre
autoridad y potestad, no existen en castellano dos térmi-
nos para expresar esta distinción conceptual romana,
sino uno sólo que los incluye: jurisdicción. La iudicatio
(expresión de la autoridad) ha sido asumida por el con-
cepto de jurisdicción (expresión de la potestad). Para
paliar este problema lingüístico hemos optado por
emplear la palabra «juicio» (siempre entrecomillada)
cuando nos queramos referir a la iudicatio latina, ya que
quizá sea la que más se le parezca por ser un derivado
del verbo latino dicare. Otra solución hubiera consistido
en resucitar la antigua palabra castellana «judicación»n,

11. Sí existe, en cambio, en castellano la palabra adjudicación,


derivada del compuesto latino adiudicatio. En el fondo, lo que sucede
es que nuestro idioma ha perdido el matiz diferencial entre los ver-
bos latinos dicere y dicare, de suerte que con un mismo término se
han traducido las declaraciones de autoridad y de potestad. Así, por
ej., la adjudicación en castellano abarca tanto la adiudicatio del juez
(declaración de autoridad) como la addictio del magistrado (expresión
de su potestad).

147
RAFAEL DOMINGO

pero nos ha parecido menos oportuno por ser término


caído en desuso.
Precisamente de aquí deriva el distanciamiento entre
la corriente doctrinal que opina que la esencia de la
jurisdicción debe buscarse en la auctoritas y la que consi-
dera que la nota diferencial de la jurisdicción es la
potestas. En efecto, cuando Carreras, Serra o Gutiérrez de
Cabiedes afirman que la autoridad es el fundamento de
la jurisdicción se están refiriendo a la iudkatio, descui-
dando la esencia de la iurisdküo que es la potestas; por el
contrario, cuando Fairén o Montero Aroca llegan a la
conclusión de que la potestas, y no la auctoritas, funda-
menta la jurisdicción, como en este concepto está
incluida también la iudkatio, no pueden menos de equi-
vocarse, pues la iudkatio se basa en la auctoritas. Imagi-
nemos por un momento un jinete montado a caballo. A
pesar de su unión accidental, ambos seres mantienen su
independencia: el hombre, que «sabe» manejar el caba-
llo y por tanto puede servirnos para representar el «jui-
cio» — expresión de autoridad—, y el caballo, símbolo de
poder, que puede representar en el ejemplo la jurisdic-
ción — expresión de potestad—. En el Estado moderno,
al confundirse la autoridad con la potestad, el «juicio»
se incluyó en la jurisdicción, es decir, el jinete a caballo
devino en centaurus. Al contemplar este mitológico ser,
unos dicen que es un hombre con cuerpo de caballo
— son los que fundan la jurisdicción en la autoridad— y
otros consideran que es un caballo con cabeza de hom-
bre — los que fundan la jurisdicción en la potestad—.
Pero el centaurus es un ser irreal, meramente imaginario,
no existe. Es preciso volver al jinete montado a caballo,
a la separación entre autoridad y potestad, a encontrar
la línea divisoria entre la iudkatio y la iurisdictio.
También la opinión doctrinal que considera que el
atributo esencial de la jurisdicción es la cosa juzgada

A
148
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

adolece del mismo error terminológico mencionado. En


efecto, la res iudkata se refiere a un dicare y no a un
dicere; es precisamente el resultado de una iudicatio y,
por tanto, corresponde al ámbito de la autoridad. Ahora
bien, la jurisdicción aprovecha la cosa juzgada sicut ins-
trumentum para ejercer su potestad. En lenguaje filosó-
fico-aristotélico podría decirse que la cosa juzgada es
causa final del «juicio» y causa instrumental de la juris-
dicción. Así como el pincel que utilizó Velázquez para
pintar «Las Meninas» jamás será considerado funda-
mento de tan valioso cuadro, así tampoco la cosa juz-
gada puede erigirse en esencia de la jurisdicción. En
otros términos: que la jurisdicción utilice la cosa juz-
gada como instrumento que habilite el ejercicio de su
potestas no quiere decir que se constituya en su ratio
essendi.
La esencia de la jurisdicción no está, pues, ni en la
autoridad ni en la cosa juzgada, sino en la potestad, ya
que sólo tiene jurisdicción quien tiene imperium; juris-
dicción es a potestas lo mismo que la especie al género.
La jurisdicción es una de las manifestaciones de la
potestas, pero no la única, pues ésta se puede manifestar
también en forma de ley, orden, etc. Aún más: precisa-
mente porque la jurisdicción corresponde a la potestas, se
puede considerar como una función estatal, porque el
Estado, en cuanto forma de organización social, no
tiene nunca autoridad, sino sólo potestad cuya expresión
en el ámbito procesal es la jurisdicción. La judicación o
«juicio», como hemos dicho, corresponde a la autoridad
y, por tanto, nunca al Estado en cuanto tal. Por esto, la
sentencia no es una manifestación de la potestad que
eventualmente pueda tener un juez, sino de la autori-
dad de su saber judicial; de lo contrario, un arbitro, que
carece en todo caso de potestad, nunca podría dirimir
una controversia mediante un laudo arbitral. El hecho
de que actualmente el juez sea un funcionario con una

149
RAFAEL DOMINGO

potestad delegada no significa que la sentencia judicial


pertenezca al ámbito de la potestad; pues la sentencia,
tanto en Roma como en la Edad Media, en el «Siglo de
las Luces» o en pleno siglo XX, es siempre expresión de
un saber judicial socialmente reconocido, de una auto-
ridad.
Aun teniendo en cuenta el adagio romano omnis
definitio perkulosa esí, proponemos las siguientes defini-
ciones:
La iurisdictio es la función de potestad —encomenda-
da actualmente a la Administración estatal— que con-
siste en la decisión de conflictos jurídicos concretos,
respecto a la buena marcha de los litigios.
La iudkatio, en cambio, es la función de autoridad
encomendada a los jueces —actualmente estatales— o a
los arbitros que consiste en la decisión sobre conflictos
jurídicos concretos, especialmente mediante sentencias.
Empleamos el adverbio temporal «actualmente» por-
que ni es esencial a la jurisdicción estar encomendada a
la Administración estatal ni es imprescindible que el
«juicio» corresponda a los jueces estatales. Permítasenos
poner un ejemplo del incipiente derecho laboral: un
convenio colectivo puede establecer la creación de un
tribunal que dirima los conflictos privados entre los tra-
bajadores o entre trabajadores y empresarios, y atribuirle
una potestad para ejecutar dicha sentencia en virtud de
la fuerza imperativa del mismo convenio colectivo. El
tribunal, por cuanto que con su autoridad dicta senten-
cias, tiene la función judicial, la iudkatio, y por cuanto
puede ejecutarlas, debido a una delegación de potestad,
tiene también jurisdicción. Actualmente no pueden
constituirse tales tribunales, pero no repugna ni a la
idea de jurisdicción ni a la idea de «juicio» ni, nos atre-
veríamos a decir, a ninguna mente jurídica que, en un
futuro no muy lejano, se tome en consideración esta

150
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

nueva iniciativa, salvo casos de orden público, reserva-


dos, naturalmente, a la administración estatal. En la
definición de indicado aludimos a los jueces y a los arbi-
tros precisamente para dejar constancia de que éstos tie-
nen exclusivamente autoridad (iudicatio) y no potestad
(iurisdictio).
Sólo manteniendo separada la función jurisdiccional
de la función judicial comprenderemos la misión del
juez moderno.
De la diferencia entre «juicio» y jurisdicción se pue-
den deducir las siguientes conclusiones:
1) La expresión «poder judicial» es una contradictio in
terminis. Poder judicial fue la formulación que empleó
la teoría de la división de poderes para designar el
poder estatal, delegado en los tribunales de justicia, que
limita al ejecutivo y al legislativo, y cuya misión era
enjuiciar los conflictos civiles y penales fundamental-
mente. Posteriormente esta terminología fue recogida
por casi todas las constituciones liberales. Sin embargo,
desde la perspectiva de la teoría de la auctoritas, la
expresión es confusa porque el adjetivo «judicial» signi-
fica «lo relativo al juicio» y el juicio, como hemos
dicho, es expresión de la autoridad, no de la potestad.
Un calificativo de estas características nunca podrá cali-
ficar con precisión el sustantivo poder. Nos parece más
conveniente el calificativo «jurisdiccional», precisamente
por ser propio de la potestas. Proponemos, por tanto, la
expresión poder jurisdiccional y no poder judicial; y
mejor aún, potestad jurisdiccional, porque se trata de un
poder socialmente reconocido.
2) Separada la función judicial de la jurisdiccional,
pierde trascendencia la polémica cuestión de la distin-
ción entre jurisdicción y administración.
Serra Domínguez, en su artículo titulado Jurisdicción,
tras analizar las más importantes opiniones sobre este

151
RAFAEL DOMINGO

tema, observa cómo en la mencionada distinción entre


jurisdicción y administración naufragan todas las teorías
y advierte que «la verdadera piedra de toque de todas
las doctrinas sobre la jurisdicción la constituye su com-
paración con la administración»12. En efecto, si no se
distingue el «juicio» de la jurisdicción es imposible dife-
renciar, a su vez, ésta de la administración. Pero
habiendo establecido la distinción entre ambos concep-
tos ¿qué necesidad tiene un procesalista de separar la
administración de la jurisdicción? El soporte jurídico
tanto de una como de otra es la potestad, ya que, como
hemos aclarado a lo largo de este capítulo, el «juicio»
— exclusivo de la autoridad— no se integra en el con-
cepto de jurisdicción. Por esto, la única diferencia entre
la jurisdicción y la administración es la existente entre
el género y la especie; la jurisdicción es una manifesta-
ción de la administración in genere que decide conflictos
jurídicos concretos; de ahí que se hable, y no sin pro-
piedad, de «administración de justicia».
El «juicio», en cambio, sí que conviene diferenciarlo
de la administración, pero esta distinción, desde la pers-
pectiva de la teoría que defendemos, no ofrece dificul-
tad alguna, ya que la esencia de la administración es la
potestas, en tanto que la esencia del «juicio» es la autoritas.
También es clara la diferencia entre jurisdicción y legis-
lación aunque ambos conceptos se funden en la potes-
tad; porque la ley suele ser general y abstracta y puede o
no referirse a cuestiones jurídicas, mientras que la juris-
dicción resuelve conflictos concretos, siempre jurídicos.
Las mismas notas diferenciales entre legislación y juris-
dicción sirven para diferenciar aquélla de la iudkatio,
pero se puede añadir una más radical: la legislación es
producto de la potestad y la iudkatio, de la autoridad.

12. SERRA DOMÍNGUEZ, (cít. nota 5) 55.

152
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

3) Si la expresión «poder judicial» es contradictoria y


debe ser sustituida por «potestad jurisdiccional», y, a su
vez, la jurisdicción es parte integrante de la administra-
ción, es decir, del poder ejecutivo, los tres poderes típi-
cos de la teoría de la división de poderes son, en
realidad, dos: el legislativo y el ejecutivo. A esta conclu-
sión también llegó Montesquieu al afirmar que el poder
judicial, a decir verdad, era nulo.
4) La tercera consecuencia que se deriva de la dis-
tinción entre «juicio» y jurisdicción es la confusa clasifi-
cación entre órganos jurisdiccionales y no-jurisdicciona-
les. Se da un enfrentamiento entre procesalistas y admi-
nistrativistas al tener que señalar la frontera entre el
órgano jurisdiccional y el no-jurisdiccional. Los procesa-
listas, celosos de su disciplina, impiden que determina-
dos órganos administrativos sean calificados de jurisdic-
cionales, a pesar de que los administrativistas, de gran
afán conquistador, siguen pugnando por conseguirlo. A
la luz de la distinción entre jurisdicción y «juicio», pro-
ponemos una nueva clasificación de los órganos, a
saber:
a) órganos judiciales puros: son aquéllos cuya fun-
ción es exclusivamente judicial {iudicatio) y están reves-
tidos, por tanto, sólo de autoridad; por ejemplo, el
Tribunal de la Haya y los Tribunales de Arbitraje.
b) órganos de administración de justicia o judiciales
con jurisdicción: son aquéllos que tienen una función
de autoridad unida a otra de potestad (iurisdictio); por ej.
Juzgados de primera instancia, Audiencias Provincia-
les, etc.
c) órganos jurisdiccionales: son aquéllos que tienen
exclusivamente una función de potestad; v. gr. el gober-
nador civil. Cuando un gobernador civil resuelve un
recurso de alzada obra con potestad y no con autoridad,
ya que la resolución de recursos administrativos perte-

153
RAFAEL DOMINGO

nece al ámbito de la potestad, aunque su contenido sea


jurídico, a semejanza de la ley.

3. Autoridad y potestad en ¡os órganos de administración


de justicia

En este apartado analizaremos algunos aspectos de


los órganos de administración de justicia con el propó-
sito de delimitar las manifestaciones de autoridad y las
expresiones de potestad. Haremos a continuación una
breve referencia a los órganos judiciales puros, revesti-
dos sólo de autoridad, para captar, por analogía, cuáles
son las funciones de autoridad de los órganos de la
administración de justicia y, por contraste, las funciones
de potestad que estos órganos tienen atribuidas.

a) Los órganos judiciales puros'

En nuestros días, cada vez es mayor el número de


órganos de esta naturaleza que dirimen controversias
tanto nacionales como supranacionales. Si los litigantes
evitan el aparato de administración de justicia estatal es
precisamente por la auctoritas de estos órganos judiciales,
que da una más segura garantía a los litigantes a la
hora de resolver los conflictos pendientes, pese a que
tales órganos carezcan de potestad. En efecto, las partes
que acuden a los órganos judiciales —en mayor grado al
arbitraje— no buscan el atributo de un juez-funcionario
con autoridad y potestad —a veces con más potestad
que autoridad—, sino el atributo de una persona en su

13. A partir de ahora los denominaremos órganos judiciales


simplemente.

154
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

saber judicial, en su auctoritas, capaz de encontrar una


solución idónea entre puntos de vista enfrentados.
Un examen conjunto de este tipo de órganos nos
permite contemplar cómo todos ellos, pese a que carez-
can de potestad, dictan laudos o sentencias que produ-
cen el efecto de cosa juzgada, lo mismo que los órganos
de administración de justicia, y que estas resoluciones
no pueden ser directamente ejecutadas por ellos, al con-
trario de los órganos judiciales con jurisdicción en gene-
ral. De esta realidad se puede deducir prima facie que la
sentencia y el efecto de cosa juzgada corresponden al
campo de la autoridad, en cambio, la ejecución de sen-
tencias y laudos arbitrales pertenece al ámbito de la
potestad. En efecto, la determinación de lo justo y lo
injusto en un caso concreto por medio de una sentencia
es el resultado de una actividad intelectual, que no está
sujeta a las coordenadas espacio-tiempo, ni se puede
someter al mandato de otro. Por esta razón, la sentencia
corresponde siempre a la autoridad judicial. También la
cosa juzgada, en cuanto causa final del «juicio» y efecto
principal de la resolución judicial, pertenece al ámbito
de la autoridad, como ya dijimos. Tanto la cosa juzgada
formal como la cosa juzgada material se sustentan en la
presunción de veracidad de su contenido, esto es, en el
reconocimiento social del saber de quien ius dicat, en la
autoridad del juez: «res iudicata pro veritate habetur». Por
tanto, la esencia de la cosa juzgada no es el principio
de seguridad jurídica, sino la autoridad del juez, hecho
base de la presunción de veracidad del contenido del
fallo. Por esto mismo, es confusa la expresión «fuerza
de cosa juzgada», pues la fuerza es en todo caso expre-
sión de un poder, que no tienen estos órganos, y no de
un saber jurídico. La palabra «fuerza» puede, sin embar-
go, entenderse también no como expresión de poder,
sino como el efecto propio de una cosa o de un acto;
este sentido tenía la palabra latina vis, que no siempre

155
RAFAEL DOMINGO

significa «violencia», sino que puede traducirse muchas


veces por «naturaleza». Así, la expresión «fuerza de cosa
juzgada» podría admitirse siempre que no pensemos en
su eficacia ejecutiva, sino en la decisoria, propia de toda
sentencia firme. Pero lo más exacto sería hablar de
«autoridad de cosa juzgada»14, efecto del reconocimiento
y del respeto de las partes a la decisión judicial que
dirime la controversia en virtud del saber del juez o
arbitro. De este respeto deriva precisamente la firmeza y
la inimpugnabilidad de la res iudkata. Podría pensarse
que si fundamos la cosa juzgada en la autoridad del
juez, estamos excluyendo a radice cualquier revisión de
la sentencia, puesto que la autoridad como es personal,
indelegable e independiente, es también ajerárquica15;
pero no es así, porque admitir estas notas de la autori-
dad no implica que no se pueda reconocer un saber
superior no jerárquico que, en virtud de su mayor auto-
ridad, revise algunas resoluciones judiciales determina-
das. En efecto, la nota de ajerarquía significa que el
criterio de un juez no puede ser alterado por el criterio
| de otro superior, y esto, naturalmente, conlleva el no
• reconocimiento de una autoridad mayor de unos jueces
.; respecto a otros. Por esta razón, es confusa también la
expresión «autoridad de la cosa juzgada administrativa»,
tan frecuente en los manuales, porque, aunque el conte-
nido de la resolución pueda ser jurídico, el sujeto que
; resuelve lo hace por el imperativo de su potestad, y no
en virtud de su autoridad, que puede o no tener. En
este sentido, la expresión «fuerza de cosa juzgada» pen-
1
samos que podría servir sin más como sustituto de la
! expresión autoridad de cosa juzgada administrativa.
En tercer lugar, hemos observado cómo los órganos

14. Sobre auctoritas rei iudicatae vid. capítulo I sobre la experiencia


romana.
15. Vid. Teoría general, pp. 243 ss.

156

,
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

judiciales no pueden ejecutar sus laudos o sentencias,


debido a la carencia de potestad. La ejecución, stricto
sensu, debe ser atribuida en todo caso a los órganos de
administración de justicia o a los jurisdiccionales, pero
nunca a los órganos judiciales, como, de hecho, está
previsto en todas las legislaciones.

b) La relación entre autoridad y potestad en los órganos de


administración de justicia

Hemos denominado órganos judiciales con jurisdic-


ción u órganos de administración de justicia aquéllos
que tienen tanto funciones judiciales como jurisdiccio-
nales, esto es, los que están revestidos de autoridad
y potestad.
La autoridad, como es indelegable, es esencialmente
ajerárquica y no-territorial. La ajerarquía supone, como
hemos dicho, que el juez superior en grado no puede
inmiscuirse en el criterio de decisión de un juez infe-
rior, siempre independiente. La no-territorialidad signi-
fica que la autoridad no puede limitarse -territorialmente
puesto que «el saber no tiene fronteras». «De igual modo
— advierte Carreras— que sería absurdo hablar de la
territorialidad de un juicio que expresara el valor bon-
dad o belleza, es también absurdo afirmar la territoriali-
dad del juicio que expresa el valor de justicia»16.
La potestad, en cambio, como es esencialmente dele-
gable, suele ser jerárquica y territorial. El juez inferior,
en cuanto sujeto revestido de potestad, está subordinado
y deberá cumplir los dictados del superior que le delega
la potestad, sin poderse negar alegando su independen-

16. Jorge CARRERAS, (cit. nota 6) 113.

157
RAFAEL DOMINGO

cia. A su vez, el juez sólo podrá emplear su potestad


dentro del territorio encomendado.
La pregunta que surge espontáneamente es la de
cómo compatibilizar en un mismo órgano la no-territo-
rialidad de su autoridad con la esencial territorialidad
de su potestad y, por otra parte, la independencia de su
autoridad con la subordinación de su potestad.
La respuesta la encontramos, según Jorge Carreras,
en una institución típicamente procesal: la competencia,
y en un elemento constitutivo del Estado moderno:
el territorio.
La competencia es uno de los más eficaces instru-
mentos de que dispone la potestad jurisdiccional para
ejercer su influencia sobre la vida judicial; corresponde,
por tanto, al ámbito de la potestad y no de la autoridad.
Ahora bien, si la competencia es potestas ¿cómo puede
limitar ésta a la autoridad, que es mero saber? A pri-
mera vista parece imposible que esta limitación pueda
existir, ya que por muy absoluto que sea un poder cons-
tituido, nunca podrá influir sobre el saber indepen-
diente, a no ser que emplee, naturalmente, el abusivo
sistema del lavado de cerebro. Sin embargo, la potestad,
si bien no puede —o no debe— regular el saber de una
determinada persona, sí puede determinar el otro ele-
mento constitutivo de la autoridad: el reconocimiento
social. Supongamos por un momento que un estudiante
de Derecho no solicita, al terminar la carrera, su título
académico. El licenciado, no cabe duda, podrá tener
una autoridad, un saber socialmente reconocido, a pesar
de tal omisión, incluso mayor a la del estudiante negli-
gente y perezoso que solicitó su título pero no cursó la
carrera con provecho. Sin embargo, el licenciado sin
título no podrá firmar una demanda hasta que no soli-
cite la expedición del título, precisamente porque, para
que ese saber jurídico produzca efectos, el Estado debe

158
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

reconocerlo oficialmente. Si, pese a esto, mantiene


firme su postura, su autoridad de abogado disminuirá
ya que su clientela preferirá acudir a otro abogado que,
con el mismo saber jurídico o incluso menor, pueda
defenderle ante los Tribunales. Por eso, aunque el ele-
mento integrante de la autoridad sea el reconocimiento
social y no el oficialmente reconocido, el reconoci-
miento oficial supone una parte importante del recono-
cimiento social. En la vida real no dejan de darse
estos ejemplos de personas con autoridad, como conse-
jeros jurídicos, pero que no tienen oficialmente recono-
cida tal autoridad por falta de título, como ocurre
también con los profesionales de la Medicina y de
la Arquitectura.
De lo dicho se puede advertir que, aunque la potes-
tad en ningún caso pueda abolir completamente la
autoridad, porque el saber es independiente, sin embar-
go, la potestad puede limitar ai extra el ejercicio y los
efectos de la autoridad negando un reconocimiento ofi-
cial, parte integrante —pero no exclusiva— del recono-
cimiento social.
Con estas conclusiones obvias estamos en condicio-
nes de comprender cómo la competencia influye sobre
la autoridad judicial.
«La competencia vertical —escribe Carreras— singu-
larmente la objetiva, y en menor grado la funcional,
nos indica en qué caso tiene un órgano jurisdiccional
(según nuestra terminología diríamos órgano de admi-
nistración de justicia) la autoridad precisa para que su
juicio se imponga a los justiciables; dentro de los
diversos grados de la escala jerárquica, tal competencia
discierne qué órganos tendrán autoridad para decidir
con exclusión de toda intervención jerárquica superior.
La competencia horizontal o por razón del territorio
nos indica qué juez, entre todos los del mismo grado,

159
deberá o podrá ejercitar tal autoridad»17. Ahora bien, el
juego de la competencia vertical y el de la competencia
horizontal es diferente, porque la competencia objetiva
y la funcional delimitan la autoridad influyendo en su
reconocimiento social, en tanto que la competencia
territorial sólo limita los efectos, y por tanto el ejercicio
de la autoridad, pero no la disminuye, porque ésta es
esencialmente no-territorial.
En efecto, la delimitación del oficio judicial —con-
junto de cometidos que corresponde realizar al órgano
de administración de justicia en cuanto revestido de
autoridad— es un prius respecto al litigio concreto; en
cambio, la delimitación del oficio jurisdiccional —con-
junto de cometidos que corresponde realizar al órgano
de administración de justicia en cuanto revestido de
potestad— es un posterius, ya que el primero existe se
produzcan o no conflictos concretos, en tanto que el
segundo entra en juego con posterioridad al nacimiento
del litigio. El oficio judicial de un órgano de adminis-
tración de justicia, como viene atribuido por las normas
que regulan la competencia objetiva y funcional, que
son de ius cogens, es anterior al litigio, mientras que el
oficio jurisdiccional, como es atribuido por los criterios
reguladores de la competencia territorial, que son de
derecho dispositivo, es posterior a la concreta controver-
sia. Un juez de familia, por ej., tiene un oficio judicial
determinado con anterioridad al nacimiento de cual-
quier controversia, puesto que la potestad, a través de la
competencia objetiva en razón de la materia, le impone
los conflictos sobre los que deberá juzgar. Sin embargo,
su oficio jurisdiccional, atribuido por la competencia
territorial, se delimita después de la controversia, pues
sólo una vez surgido el conflicto se podrá saber qué
juez de familia debe conocerlo. Si las normas que regu-

17. ibidem, p. 113.

160
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

lan la competencia vertical son anteriores al litigio es


precisamente porque el Estado, al considerar el tema
como de interés público, quiere influir en el reconoci-
miento social de la autoridad de los jueces a través de
su reconocimiento oficial. Así, por ejemplo, ningún liti-
gante acudirá al juez de delitos monetarios para resolver
una controversia sobre una servidumbre de paso. El juez
penal no cabe duda de que goza de autoridad, e incluso
podría dictar una sentencia más fundada que el juez
civil, pero su autoridad ha quedado delimitada por la
falta de reconocimiento oficial. Los jueces de familia
sólo pueden conocer, en exclusiva, de los procesos sobre
nulidad, separación y divorcio, porque el gobernante,
mediante un criterio de competencia objetiva, ha reco-
nocido oficialmente el saber judicial de estos jueces y,
lo que es más importante, no ha reconocido el saber
judicial del resto de los jueces para dirimir estas deter-
minadas controversias. Por esto, la ausencia del recono-
cimiento oficial en todos los jueces que no sean de
familia, no sólo hace inefices los efectos de las senten-
cias pronunciadas por éstos, sino que también delimita
su autoridad, pues el reconocimiento oficial, como
hemos dicho, es parte integrante del reconocimiento
social. Ahora bien, que conozca de un conflicto concreto
el juez de familia de Madrid o de Barcelona no es de
interés directo del Estado, pues a ambos les ha recono-
cido su autoridad. Por esta razón, las normas regulado-
ras de la competencia territorial son dispositivas.
La competencia horizontal no limita el oficio judi-
cial —propio de la autoridad—, sino solamente el oficio
jurisdiccional —exclusivo de la potestad—. En efecto,
como la autoridad es no-territorial no puede ser limi-
tada por el poder a través de la nota de territorialidad.
El oficio judicial de un juzgado de primera instancia es
idéntico al de otro juzgado de la misma clase, y cual-
quier litigante puede acudir al órgano de administración
161
RAFAEL DOMINGO

de justicia que estime oportuno con competencia obje-


tiva y funcional idénticas, sin que el destinatario pueda
examinar de oficio su propia competencia por razón del
territorio, porque los criterios de competencia horizontal
no son únicos e inmutables ya que, en muchas ocasio-
nes, para un caso determinado se prevé la diversidad de
fueros. La institución de la sumisión tácita evidencia
claramente el hecho de que la competencia territorial
no delimita el oficio judicial, sino sólo el jurisdiccional,
es decir, la potestad y no la autoridad, pues tan oficial-
mente reconocido está el saber judicial del Juzgado de
familia de Madrid como el de Barcelona. Ahora bien, si
es cierto que la competencia territorial no delimita
stricto sensu la autoridad, también lo es que esta compe-
tencia limita los efectos, y por tanto, aunque sea indi-
rectamente, el ejercicio de la misma autoridad. Si un
juez incompetente en cuanto al territorio dicta senten-
cia, ésta gozará de autoridad, pues el saber es no-
territorial, y se producirá la cosa juzgada en virtud
precisamente de su autoridad; pero la incompetencia del
juez le impedirá ejecutar la sentencia por carecer de la
potestad debida para ello, y la resolución judicial deven-
drá ineficaz en la práctica.
Jorge Carreras, en un discurso inaugural titulado
Naturaleza del órgano jurisdiccional, advierte tres inexactitu-
des en la que incurre la doctrina procesal. «En la defi-
niciones de competencia al uso —señala este autor— se
incluyen frecuentemente caracteres que convienen ya a
la competencia vertical, ya a la horizontal, pero no pue-
den predicarse a la vez de ambas. Cuando se afirma
que la jurisdicción es anterior a todo litigio, pero no la
competencia, el aserto vale para la territorial, pero no
para la objetiva y funcional.
Se dice también, con frecuencia, que la competencia
es límite de la jurisdicción, y si estamos en lo cierto, la

162
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

afirmación es inexacta por exceso y por defecto; por


exceso, en cuanto la competencia territorial no limita
propiamente el oficio jurisdiccional, sino que entraña
como máximo un orden de preferencia entre oficios
idénticos; por defecto, en cuanto a la competencia obje-
tiva y funcional limita únicamente el oficio jurisdiccio-
nal en cuanto al ejercicio válido de la autoridad, pero
no en lo tocante a la potestad.
Finalmente, el territorio no es límite de la compe-
tencia, como se ha dicho a veces, ya que la competen-
cia afecta a la autoridad y en tal sentido es aterritorial y
no puede estar limitada por una circunscripción esta-
tal» lí!.
Las tres consecuencias nos parecen de sumo interés,
pero consideramos que la segunda debe ser matizada,
debido a la terminología que estamos utilizando en esta
trabajo. Según nuestra opinión, cuando Jorge Carreras
dice que «la competencia territorial no limita propia-
mente el oficio jurisdiccional» se debe decir que no
limita propiamente el oficio «judicial», pues éste corres-
ponde a la autoridad, que no es territorial, y aquél a la
potestad, esencialmente territorial y, por ende, limitado
por la competencia territorial. Por otra parte, cuando
Carreras afirma que «la competencia objetiva y funcio-
nal limita únicamente el oficio jurisdiccional» entende-
mos oficio «judicial», pues, como hemos dicho, la
competencia vertical delimita la autoridad en cuanto la
reconoce oficialmente, y nunca la potestad, emparentada
con el oficio jurisdiccional.
En resumen, sobre el tema de la competencia se
puede decir que:
1) La competencia vertical delimita el oficio judicial
y la territorial el oficio jurisdiccional.
18. Jorge CARRERAS, Naturaleza del órgano jurisdiccional, en Revista
Iberoamericana de Derecho Procesal (1965) 376.

163
RAFAEL DOMINGO

2) La competencia, en cuanto expresión de potestad,


nunca puede abolir la autoridad judicial.
3) La competencia objetiva y funcional delimitan la
autoridad a través del reconocimiento oficial, parte inte-
grante del reconocimiento social, así como los efectos
de la autoridad.
4) La competencia horizontal no limita de modo
alguno la autoridad, sino simplemente sus efectos.
Si la competencia, con las aclaraciones debidas, se
constituye en límite de la autoridad, el territorio lo hace
respecto de la potestad. «Dada la territorialidad de esta
atribución —comenta Carreras—, es lógico que los actos
de coerción personales y reales sólo puedan ser llevados
a cabo válidamente dentro de la propia circunscripción
territorial del órgano; y la misma jerarquía, salvo excep-
ciones, se vertebra y organiza territorialmente, lo que
explica que un Tribunal Superior sólo pueda dirigir
cartas-órdenes (hoy diríamos exhortes in genere) a sus
inferiores con potestad dentro de su territorio»19.

c) En particular: el auxilio jurisdiccional y la jurisdic-


ción voluntaria

Los órganos de administración de justicia pueden


actuar bien revestidos exclusivamente de autoridad —al
dictar sentencia, por ejemplo—, bien revestidos sola-
mente de potestad —en el auxilio jurisdiccional, por
ej.—, bien con ambas atribuciones —proceso de declara-
ción y proceso de ejecución—, aunque predomine pri-
mordialmente una de ellas. Estudiaremos a continuación

19. Ibldem, p. 3 77.

164
v'
TEORÍA DE IA «AUCTORITAS»

el auxilio jurisdiccional y la jurisdicción voluntaria por


el interés que tienen para la doctrina procesal.

El auxilio jurisdiccional

Manifestación de un poder y no de un saber es el


auxilio jurisdiccional, institución que deriva directa-
mente del hecho de que la potestas sea generalmente
territorial. Para paliar esta insuficiencia, el ordena-
miento jurídico concede un poder a los órganos de
administración de justicia para dirigirse mediante ex-
hortos a los Tribunales que deberán realizar las actua-
ciones cuya práctica se interesa. Porque cuando un
órgano superior se dirige al inferior, no cabe duda de
que actúa con potestad en virtud de la jerarquía y rango
existente entre los diversos órganos judiciales con juris-
dicción, pero cuando es un órgano inferior el que dirige
un exhorto a uno igual o superior en rango ¿puede
decirse que actúa con potestad?. La respuesta la halla-
mos en la misma base de la teoría orsiana de la auctori-
tas, en su aforismo «pregunta el que puede; responde el
que sabe». Por tanto, aunque sea un órgano inferior
quien exhorte al superior, está actuando con potestad
del mismo modo que un alumno cuando pregunta, pre-
cisamente porque puede, a su profesor, que responde
porque sabe20.
Por otra parte, el Tribunal de Justicia puede dirigirse
también a otros órganos públicos mediante mandamien-
tos, oficios y exposiciones, todos ellos manifestaciones
típicas de la potestad del Tribunal; prueba de esto es,
por ejemplo, el tono marcadamente imperativo de los
mandamientos dirigidos a los Registradores, Notarios,
etc.

20. Vid. cap. sobre la Universidad.

165
RAFAEL DOMINGO

La jurisdicción voluntaria

La naturaleza de la jurisdicción voluntaria ha sido


tan criticada por la doctrina que incluso se ha puesto
en entredicho, y con razón, su propia terminología, afir-
mándose que ni es jurisdicción ni es voluntaria. Ríos de
tinta han ocasionado las inagotables discusiones entre
escuelas procesales acerca de la naturaleza jurisdiccional
o administrativa de esta institución de contenido tan
heterogéneo, utilizada por el poder constituido como
cajón de sastre donde puede incorporarse cualquier
actuación del juez de dudosa naturaleza.
Desde la perspectiva de la teoría de la auctoritas con-
sideramos un tema baladí intentar pronunciarse sobre la
naturaleza administrativa o jurisdiccional de la jurisdic-
ción voluntaria, ya que tanto la administración como la
jurisdicción pertenecen al ámbito de la potestad. Nos
interesa, sin embargo, dejar constancia de que se trata
de una actividad, con carácter general, propia de la
potestad, y no de la autoridad, pues el juez actúa como
mero funcionario, que ni dicta sentencias ni produce el
efecto de cosa juzgada.
Entre la jurisdicción voluntaria y la ejecución de
sentencias se puede entrever cierto paralelismo, puesto
que, en ambas instituciones, el Estado utiliza el órgano
de administración de justicia no para decidir lo justo en
el caso concreto según su saber y entender —autoridad—,
sino para la producción de efectos jurídicos en virtud de
una potestad delegada.
Sin embargo, debido a la heterogeneidad del conte-
nido de la institución, a veces el juez actúa revestido de
autoridad y no de potestad. Sin ánimo de exhaustividad,
sugerimos las siguientes reglas para clarificar cuándo el
juez actúa con autoridad y cuándo con potestad en la
llamada jurisdicción voluntaria:
TEORÍA DE LA -IAUCTORITAS»

a) Todos los actos de la jurisdicción voluntaria que


requieren una decisión del juez pertenecen al ámbito de
la potestad.
Lógicamente, aquí se incluyen más del 90% de las
actuaciones propias de la jurisdicción voluntaria: nom-
bramiento de peritos, arbitros, tutores, enajenación de
bienes de menores, ausencia y declaración de falleci-
miento, etc. Decimos que son actos de potestad y no de
autoridad porque la decisión no determina lo justo en
el caso concreto, no es expresión de un saber, sino que
simplemente produce efectos jurídicos. Que el juez
nombre perito a Andrés o a Juan, por ejemplo, no es
valorable en criterios de justicia; lo determinativo es
que el juez actúa con una potestad delegada y que, por
tanto, el nombramiento producirá unos efectos jurídicos
concretos. El hecho de que el tutor sea nombrado por el
juez, el antiguo consejo de familia, el Secretario del
Ayuntamiento o el alguacil de turno es una cuestión de
prudencia legislativa que, según el momento histórico,
delegará este poder en una u otra persona.
b) Sin embargo, los actos de simple presencia o los
actos de homologación pertenecen al ámbito de la auto-
ridad judicial.
En los actos de simple presencia, el juez actúa como
sujeto pasivo, como testigo, y, por tanto, no ejercita un
poder. Con este tipo de actuaciones de la jurisdicción
voluntaría, el legislador lo único que busca es aprove-
char la autoridad del juez para dar cierta solemnidad al
acto. Así ocurre, por ejemplo, en la denominada pose-
sión judicial en los casos en que no proceda el inter-
dicto de adquirir.
Los actos de homologación, sin embargo, aunque
supongan una decisión, como los incluidos en el grupo
a), son propios de la autoridad y no de la potestad, pues
a través de la homologación el juez se pronuncia acerca

167
RAFAEL DOMINGO

de la admisibilidad o no de un acto determinado, preci-


samente porque «sabe», porque tiene autoridad. Esto lo
evidencia el hecho de que el juez sólo pueda aceptar o
rechazar la propuesta, pero nunca enmendarla —atribu-
ción propia de la potestad—. El desafortunado artículo
90 E) del Código Civil establece que «los acuerdos de
los cónyuges, adoptados para regular las consecuencias
de la nulidad, separación o divorcio, serán aprobados
por el juez, salvo si son dañosos para sus hijos o grave-
mente perjudiciales para uno de los cónyuges. La dene-
gación habrá de hacerse mediante resolución motivada
y en este caso los cónyuges deben someter a la conside-
ración del juez nueva propuesta que su aprobación, si
procede. Desde la aprobación judicial podrán hacerse
efectivos por vía de apremio».
Este largo párrafo E) del art. 90 del Código Civil nos
muestra claramente un acto de homologación, y no de
«aprobación» como dice su tenor literal, ya que, en este
supuesto, el juez puede aceptar o rechazar el convenio
regulador, pero no modificarlo. El aceptar o rechazar
deriva de su saber judicial, no de su poder. El razona-
miento del juez es el siguiente: «según mi ciencia esto
es admisible» (o «no es admisible», en el supuesto con-
trario). En cambio, enmendar es propio de la potestad
por cuanto supone un poder de modificación que se
impone imperativamente.

d) Expresiones de autoridad y de potestad en el proceso

Aunque no exista en el proceso penal una radical


separación entre las manifestaciones de autoridad y de
potestad, sí puede advertirse que, en la fase sumarial
del proceso penal por delito, predomina el ejercicio de
la potestad de que está revestido el juez, en tanto que

168
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

en la fase decisoria prima la autoridad. En efecto, el


juez instructor intenta averiguar el delito cometido y el
delincuente, busca las pruebas que le llevan al conoci-
miento de los hechos, etc; actividades todas ellas consis-
tentes en manifestaciones de voluntad, es decir, propias
de la potestad. En cambio, el Tribunal decisor formula
un juicio, dicta una sentencia, producto de la autoridad.
En segundo lugar, se puede observar cómo en el
proceso civil de declaración predominan las actuaciones
de autoridad mientras que el proceso de ejecución se
funda en la potestad del juez. Esto no significa que en
el proceso de ejecución no haya manifestaciones de
autoridad, ya que la posibilidad de que el deudor se
oponga a la ejecución o la de que el ejecutor infrinja
normas de procedimiento o resuelva puntos sustanciales
no controvertidos en el pleito son supuestos que pueden
originar un incidente de naturaleza declarativa, pertene-
ciente, por tanto, al ámbito de la autoridad.
Con carácter general, sin embargo, se puede afirmar
que en la fase sumarial del proceso penal por delito y
en el proceso civil por declaración desempeña un papel
decisivo la autoridad. En cambio, en el juicio oral, en
los juicios universales, en la ejecución en sus diversas
formas, se funden en una sentencia o en otro título, en
las medidas cautelares, etc., predomina netamente la
potestad.
De este juego de la autoridad y de la potestad de los
órganos de administración de justicia, Jorge Carreras
obtiene las siguientes conclusiones21:
1) La especialización de los órganos de administra-
ción de justicia debe llevarse a cabo de tal forma que se
atribuya a unos jueces el conocimiento de los procesos
de declaración e incidentes normales de los mismos

21. Vid. J o r g e ORRHRAS, (cit. nota 6) 121 ss.

169
RAFAEL DOMINGO

procesos —donde prima la autoridad—, y a otros la


dirección de los procesos de ejecución, de distribución
del patrimonio a través de los juicios universales —don-
de predomina la potestad—, ya que sólo de esta forma
unos jueces podrán dedicarse con el sosiego y la sereni-
dad necesaria a declarar el derecho, en tanto que los
otros realicen actividades jurisdiccionales propias de
su potestas.
2) Si el juez instructor se ocupa exclusivamente de
los sumarios, la duración de estos disminuirán conside-
rablemente. Por otra parte, si en el proceso civil de
declaración se libera al juez de la actividad de atender
las tareas de ejecución, los procesos durarán mucho
menos. Al lograr estos objetivos, dejarán de ser necesa-
rios los procedimientos especiales, y mucho menos los
procedimientos creados a imagen del penal.
3) La creación de órganos ejecutores servirá para
establecer correctamente los límites de otras especializa-
dones. Respecto al proceso declarativo, considera Carre-
ras que debe conservarse la especialización en las
materias laboral y contencioso-administrativa, pero res-
pecto a la ejecución que «debe proscribirse totalmente
toda actividad ejecutiva que no esté encomendada a
unos órganos ejecutores únicos, ya que la realización
forzosa —dice el autor— de los bienes de un ejecutado,
por tratarse de disposición civil sobre bienes o patrimo-
nios ajenos, tiene siempre carácter civil sea cual fuere el
origen del título ejecutivo»22.
4) El Estado debe someter a estos órganos jurisdic-
cionales de ejecución la realización forzosa contra admi-
nistrado por el impago de obligaciones tributarias, pues
la especialidad de la ejecución tributaria debe hallarse
en la creación de los títulos pero nunca en los órganos
que ejecuten.

22. Ibidem, p. 122.

170
TEORÍA DE LA 'ÍAUCTORITAS»

5) Defiriendo todas las ejecuciones patrimoniales a


unos órganos ejecutores únicos se resuelven, además, los
problemas de tercerías, los de acciones subrogatorias y
revocatorias y se evitan conflictos y paralizaciones inúti-
les de la propia ejecución.
Antes de terminar este apartado sobre las manifesta-
ciones de autoridad y de potestad en el proceso, estima-
mos conveniente hacer una breve referencia a la prue-
ba, para pronunciarnos a favor de su libre valoración.
En efecto, si bien no puede afirmarse que la prueba
legal o tasada es propia de situaciones primitivas o
retrógradas, porque responde a una positivación de
máximas de la experiencia, estimamos preferible la
valoración libre de la prueba, pues el hecho de que la
ley indique al juez el valor que debe atribuir a una
determinada prueba constituye una intromisión de la
potestad en el ámbito de la autoridad ya que valorar es
propio del que «sabe» y no del que «puede». Además, el
juez que dicta sentencia debe tener al menos certeza
moral de que aquello que declara es justo, y esta certeza
deriva, en gran parte, precisamente de la libre valora-
ción de la prueba.

e) Autoridad y potestad en las personas que intervienen en


el proceso

El juego de la autoridad y de la potestad no sólo se


entrevé en las diversas fases o procesos, sino también
en los sujetos que intervienen en el mismo proceso,
pues éste, en el fondo, está enderezado a que una auto-
ridad independiente —el juez— se pronuncie acerca de
una colisión de poderes de los litigantes. En efecto, el
ius consiste en un orden de poderes personales; cuando
alguno de estos poderes entra en conflicto con otros

171
RAFAEL DOMINGO

que pertenecen a otra persona surge una controversia


que, a su vez, origina un poder de preguntar al que
sabe —«pregunta el que puede, responde el que sabe»—,
de suerte que los litigantes acuden al juez para que, en
virtud de su autoridad, dicte sentencia.
Pero la misma realidad de los hechos ha contribuido
a que esta esencia del proceso haya quedado algo desfi-
gurada convirtiéndolo en un complejo entramado de
funciones de autoridad y de potestad. Así, el juez actual
está revestido de autoridad y de potestad; las partes, lato
sensu, tienen sólo poder; el demandante y el demandado
en el proceso civil, y el fiscal, acusador particular, acu-
sador privado, actor civil, responsable civil e imputado
en el proceso penal, están revestidos de potestad.
Intervienen también en el proceso el abogado, el
procurador y los testigos. El abogado actual, a diferencia
del romano que tenía prestigio, está revestido de autori-
dad; su intervención en el proceso se justifica precisa-
mente porque posee unos conocimientos jurídicos, un
saber jurídico reconocido. La función del procurador es
representar a las partes, por lo que tiene potestad, ya
que la representación es siempre de voluntades, que
pertenecen al ámbito de la potestad. Los testigos, por
último, tienen, como el abogado, autoridad pues «res-
ponde el que sabe»23.

4. El deber de juzgar

Desde Roma hasta nuestros días, todos los sistemas


de derecho han recogido, con mayor o menor intensi-
dad, el denominado deber de juzgar en aras de la de-
fensa del principio de seguridad jurídica. Incluimos el

2 3. Vid. capítulo I sobre la experiencia romana.

172
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

matiz de la diversa intensidad porque, a consecuencia


de la intromisión de las ideas liberales en el mundo
jurídico, este deber ha sido ampliado desmesurada-
mente, abarcando no sólo el conocimiento de un litigio
concreto, sino también la obligación de resolverlo me-
diante sentencia, aunque el juez desconozca la solución
correcta. Pero aún más: la responsabilidad que deriva
del incumplimiento de este deber, según las legislacio-
nes modernas disponen, es de naturaleza penal, sin per-
juicio de que el daño resultante de la abstención deba
ser indemnizado a los litigantes.
El ordenamiento jurídico español no ha sido una
excepción en este planteamiento jurídico liberal. El art.
1, 7 del Código Civil establece que «los jueces y Tribu-
nales tienen el deber inexcusable de resolver en todo
caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sis-
tema de fuentes establecido» y el art 357 del Código
Penal considera un delito de prevaricación el incumpli-
miento de este deber: «El juez que se negare a juzgar,
so pretexto de oscuridad, insuficiencia o silencio de ley,
será castigado con la pena de suspensión».
Cuando un juez enjuicia una causa, lo hace porque
tiene una potestad delegada del Estado para conocer de
ella. Ahora bien, el sujeto delegante puede obligar al
destinatario de la delegación a que realice las funciones
que forman parte del contenido de la misma delega-
ción, pero no a que dicte sentencia, por ser ésta pro-
ducto de la autoridad y no de la potestad. Del mismo
modo que un médico, revestido de autoridad, tiene el
deber de atender diligentemente a sus pacientes, pero
no el de diagnosticar —pues con frecuencia sucede que
el médico desconoce la enfermedad que padece su
enfermo y lo reenvía a otro médico de mayor autori-
dad—, así también, el juez, igualmente revestido de
autoridad, está obligado a conocer del litigio encomen-

173
RAFAEL DOMINGO

dado a su persona, pero no a dictar una sentencia si


desconoce la solución jurídica correcta y, por tanto,
deberá remitir los autos a un juez de superior autoridad
que, si se encuentra en la misma situación que el ante-
rior, aplicará las normas de la conciencia perpleja, por
exigencia del principio de seguridad jurídica.
Sin embargo, en la actualidad, si el juez no sabe qué
norma aplicar, la potestad le impone que se la invente
porque «tiene que existir» en virtud del principio de ple-
nitud del ordenamiento; es decir, que cuando se produ-
ce un vacío de potestad por falta de norma aplicable, la
autoridad se convierte en potestad, el juez en legislador.

174
CAPÍTULO V:
AUTORIDAD Y POTESTAD
EN EL DERECHO CANÓNICO

Si el capítulo anterior tenía un carácter intuitivo, el


que ahora presentamos es, fundamentalmente, una reco-
pilación de lo mucho que tanto d'Ors como García-
Hervás, bajo la dirección de nuestro autor, han escrito
sobre la aplicación del binomio auctoritas-potestas al Dere-
cho Canónico 1 .

1. Vid. además de En torno a las raíces romanas de la colegialidad


(1964, 4), de Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia (1985, 5)
y de su Prelección jubilar (1985, 3), Introducción civil al Derecho Canónico
(1985, 2) cap. IV y la tesis doctoral de Dolores GARCÍA-HERVÁS, El
principio de colegialidad en ¡a organización de la Iglesia universal y particular,
según el nuevo código (Pamplona 1985). El primero de estos textos iné-
ditos ha sido utilizado en su redacción manuscrita —por lo que no
hacemos citas de sus páginas—, y el segundo, en la copia mecanogra-
fiada de la tesis doctoral y su correspondiente «excerptum». Las conclu-
siones están publicadas en «Verbo», como apéndice del artículo de
d'Ors Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia. Aunque res'ulte
más fácil citar el artículo de «Verbo», y aunque muchas ideas de la
tesis de García-Hervás procedan del primer núcleo de la «Introduc-
ción civil», conviene advertir desde el comienzo de este capítulo que
las ideas recogidas se encuentran más desarrolladas en la tesis inédita
de García-Hervás, y que a ella se refiere en general la doctrina aquí
contenida, pues en la tesis mencionada se recoge, pero también se
completa en muchos puntos, el pensamiento inicial de Alvaro d'Ors
sobre autoridad y potestad en la Iglesia. Por tanto, como es difícil
averiguar con exactitud cuáles son las aportaciones de d'Ors y cuáles
las de García-Hervás, nos referiremos a ambos conjuntamente, salvo
que citemos literalmente un texto, - e n cuyo caso, lógicamente, atri-
buiremos ¡a cita al autor correspondiente- o conste expresamente de
quién fue la aportación.

175
RAFAF.L DOMINGO

En modo alguno pretendemos ser exhaustivos en los


temas que en estas breves páginas analizamos, ya que
su única finalidad es destacar la posible incidencia de
la teoría de la auctorüas en el Derecho Canónico y
demostrar cómo, aunque el Codex emplee ambiguamente
los términos auctoritas y potestas, su distinción —también
en este campo— puede servir para explicar algunos
principios determinados, empleados en la interpretación
de cánones que usan el término potestas.
También hemos de advertir que deliberadamente se
ha omitido el estudio de ¡os Tribunales colegiados por
considerar que, con los fundamentos que hemos expues-
to a propósito de la administración de justicia, pueden
deducirse, sin más explicaciones, las conclusiones per-
tinentes.
Por supuesto que los autores mencionados son cons-
cientes de que la óptica de la teoría de la auctoritas no
agota las cuestiones tratadas, máxime las relacionadas
con la Eclesiología, pero sí sugiere soluciones —siempre
puestas sub correctione Ecdesiae, como le gusta afirmar a
d'Ors al hablar de estos temas— a las cuestiones más
interesantes que plantean algunas instituciones de Dere-
cho Canónico.

1. Autoridad y potestad en la organización de la Iglesia

Es evidente que en la Iglesia, lo mismo que en el


Estado moderno, la radical distinción romana entre auc-
toritas y potestas ha quedado difuminada con el trans-
curso de los siglos2. Sólo excepcionalmente parece dis-
2. Vid. Potestad y autoridad en ¡a organización de ¡a Iglesia (1985, 5);
y Preiección jubilar (1985, 3). También Sonto, siguiendo en este punto
a Alvaro d'Ors, afirma que «la confusión entre autoridad y potestad
es evidente en la literatura eclesiástica y es fiel trasunto de ¡a sitúa-

176
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

tinguirse la autoridad de la potestad como, por ejemplo,


en la fórmula de la bendición Urbi et Orbi: «Sanen Apos-
toli Petrus et Paulus, de quorum potestate et auctoritate confidi-
mus; ipsi intercedant pro nobis ad Dominum», y en la «Nota
explicativa previa», añadida por Pablo VI a la constitu-
ción conciliar «Lumen gentium», que establece que «el tér-
mino 'colegio' no debe entenderse en sentido estricta-
mente jurídico, es decir, como una asamblea de iguales
que delegan su potestad en su propio presidente, sino
como una asamblea estable, cuya estructura y autoridad
deben deducirse de la Revelación»
Aparte el influjo poderoso de la indistinción estatal
entre ambos conceptos, hay principalmente dos causas
que dificultan un reconocimiento expreso de tal distin-
ción. La primera razón profunda que ha contribuido a
oscurecerla es que «en Jesucristo, —escribe d'Ors— fun-
dador de la Iglesia, no se puede separar el Saber del
Poder, la Autoridad de la Potestad, y que la constitución
que hace, separadamente, a Pedro, por un lado, como
Cabeza visible de la Iglesia, y, por otro lado, a los once
Apóstoles, incluyendo como primero al mismo Pedro, es
una constitución, a la vez, de gobernar —'atando y
desatando'— y de predicar la Verdad, es decir, una cons-
titución de Potestad y Autoridad asociadas en ambos
momentos, de donde deriva que la Potestad de los suce-
sores, el Papa, por un lado, y los Obispos, por otro, está
unida a la Autoridad.»3.
En segundo lugar, una seria dificultad para que per-
maneciera en el lenguaje de la Iglesia el auténtico sen-
tido de la auctoritas se halla en el hecho de que tal
lenguaje depende fundamentalmente de la Sagrada
Escritura, que, aunque difundida en su versión «Vul-
ción reinante en la Ciencia Política moderna» (La función de gobierno,
en lus Canonicum 22 [1971] p. 207).
3. Potestad y autoridad en la organización de la lqlesia (1985, 5) 669-
670.

177
RAFAEL DOMINGO

gata», ha sido establecida en lengua griega, en la traduc-


ción de los Setenta para el Antiguo Testamento, y direc-
tamente, salvo el Evangelio de San Mateo, en el Nuevo
Testamento. En efecto, como dijimos, la lengua griega
carece de un vocablo que exprese la idea de auctoritas4,
por lo que, en realidad, este término está ausente en la
Biblia, y la traducción griega de auctoritas por authentia
no ha conseguido más que facilitar la recepción de la
confusión secular de auctoritas como «poder superior5.
«Con todo, —advierte d'Ors— siendo la Iglesia, ade-
más del Cuerpo místico de Cristo y la vía de salvación
eterna, una organización humana también, no puede
menos de quedar afectada por la distinción entre potes-
tad y autoridad, que está en la misma naturaleza de las
cosas humanas»6.

2. «Auctoritas-» en el Código de Derecho Canónico

Según d'Ors, el Código utiliza el término auctoritas


como sinónimo de potestas, pero con ese matiz mencio-
nado de superioridad de una potestad que «autoriza» los
actos de otra inferior, tal y como sucede en el lenguaje
estatal. En efecto, la palabra auctoritas, aparte el adverbio
auctoritative1, se emplea profusamente; con carácter gene-
ral en relación con las potestades eclesiásticas, con fre-
cuencia acompañada con adjetivos como competens,
legitima, ecclesiastica (o Ecclesiae), o con referencia concreta

4. Vid. capítulo I sobre la experiencia romana.


5. Vid. Auctoritas-authentia-autheticum (1984, 1). Sobre la incorrec-
ción de traducir potestas (exousia) en algunos textos evangélicos por
autoridad vid. Las traducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento
(1979, 2).
6. Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia ( 1 9 8 5 , 5) 6 7 0 .
7. «... thesaurum satisfactionum Christi et Sanctorum auctoritative dis-
pensat et applicat» (c. 992 in fine).
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS"

al titular de la potestad: suprema, episcopi o oráinarii, e


incluso para designar a los gobernantes seculares*.
Puede observarse, por lo demás, —siguiendo a d'Ors-
que el legislador tiende a hablar de potestas cuando se
refiere a concretos tipos de potestad (potestas administra-
tiva, exsecutiva, regiminis, etc), pero sólo habla de auctoñtas
cuando aparece calificada genéricamente {auctoñtas com-
petens —lo más frecuente— legitima, suprema); otras veces
varía indistintamente (potestas/auctoñtas ecclesiastica, civi-
lis) 9.
Sin embargo, pese a la ausencia de una distinción
expresa entre ambos términos, la misma realidad de las
cosas, según se desprende del texto legal, nos obliga a
pensar que, en algunas ocasiones, la palabra potestas
encubre una verdadera autoridad sin potestad, según la
distinción orsiana, sobre todo al referirse a los colegios
de la Iglesia11'.

3. Breves consideraciones sobre algunos conceptos a la luz de la


teoría de la «auctoritas»

a) Colegialidad y solidaridad

La fundamental distinción en el tema de la colegia-


lidad se halla, como dijimos, en que una cosa es la

8. CC. 377 § 5; 1344 núm. 2, y 1479.


9. Introducción civil a¡ Derecho Canónico (1985, 2) IV. B.
10. Una cierta distinción entre auctoritas y potestas, según d'Ors,
parecía insinuarse en la práctica del procedimiento contencioso-
administrativo establecido por la constitución 'Regimini Ecclesiae
Universae, cuyo Tribunal de la Signatura Apostólica tendía a formu-
lar sus sentencias favorables al recurrente, no como revocatorias de
los actos de potestad recurridos, sino como simples consejos de revi-
sión, es decir, como declaraciones de autoridad respecto a la debida

179
RAFAEL DOMINGO

colegialidad de los colegios y otra la colegialidad de los


colegas; la primera es colegialidad de autoridad y la
segunda colegialidad en la potestad. Lo característico y
esencial en la colegialidad de los colíegia de autoridad es
la toma de sus decisiones por votación, es decir, por
una mayoría, ya sea simple, absoluta o cualificada. En
cambio, lo que caracteriza la colegialidad de los colegas
en la potestas es la solidaridad, esto es, la plenitud de
poder de cada colega, que se manifiesta en la facultad
de actuar independientemente mientras otro colega no
se oponga con su veto". Por tanto, el hecho de que
sean colegas en la potestad no implica que formen
entre sí un collegium, ya que la colegialidad del colegio
es distinta que la de los colegas.
La distinción entre colegialidad y solidaridad la
recoge el c. 140, cuyo tenor literal establece que:
§ 1. Pluribus in solidum ad ídem negotium agendum
delegatis, qui prius negotium tractare inchoaverit alios
ab eodem agendo excludit, nisi postea impeditus fue-
rit aut in negotio peragendo ulterius procederé no-
luerit
§ 2. Pluribus collegialiter ad negotium agendum
delegatis, omnes procederé debent ad normam c. 119,
nisi in mandato aliud cautum sit
§ 3. Potestas exsecutiva pluribus delegata, praesumi-
tur iisdem delegata in solidum.

Como puede apreciarse, este canon diferencia la


delegación solidaría de la colegial. Según el § 1, el coti-
tular que comienza a actuar excluye la actuación de los
demás, salvo que fuera impedido por otro, es decir, su
actuación independiente es plenamente válida, pero

observancia de la legislación canónica. Pero, al menos de momento,


la omisión de esta jurisdicción por parte del Código no permite
hablar de esa posible 'autoridad'. (Ibidem, IV. B).
11. Sobre la inversión semántica respecto al latín en el uso
moderno de vetar y prohibir, vid. Los imperativos legales (1980, 4).

180
TEORÍA DE IA :<AUCTORITAS»

cualquier cotitular solidario puede impedir la actuación


de su colega. En cambio, en caso de delegación cole-
giada (§ 2) debe seguirse lo dispuesto en el c. 119, que
hace referencia a las votaciones de las personas jurídi-
cas. El § 3 del c. 140 dispone que la potestad ejecutiva
delegada se presume solidaria.
Sin embargo, si bien el Codex presenta la distinción
entre colegialidad y solidaridad a propósito de la potestas
delégala, esta distinción tiene un mayor alcance en la
teoría general del derecho, pues se refiere a la concu-
rrencia de titularidades in genere; esto esté en relación
con la consideración de que toda potestad es siempre
delegada, aunque, en los oficios capitales, la delegación
tenga carácter divino.
A decir verdad, la distinción entre colegialidad y
solidaridad tiene su origen en el derecho privado, donde
la solidaridad significa indivisibilidad y, por ende, ple-
nitud de poder en cada uno de los cotitulares, y la cole-
gialidad se refiere a los collegia, en los que es necesario
construir una voluntad imputable al collegium en cuanto
persona jurídica, para lo cual se impone ordinariamente
el recurso al voto de sus componentes. Así, pues, como
suele afirmar d'Ors, contraponiendo dos términos conso-
nantes: veta el colega, vota el colegio12.
De facto, en el Codex no se prevén casos de cotitulari-
dad solidaria puesto que la expresión in solidum no apa-
rece con este sentido técnico, sino que se refiere a las
obligaciones solidarias del derecho privado13 o sin sen-
tido técnico jurídico alguno. El único supuesto en el

12. Vid. En torno a las raíces romanas de la colegialidad (1964, 4) y


GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) cap. II.
13. Por ejemplo, el c. 1595 § 2 versa sobre la obligación solida-
ria que tienen el demandante y el demandado de pagar las litisex-
pensas, o el c. 1221 § 2 que se refiere al deber de informar al
párroco o al ordinario que tienen los testigos a la vez de los contra-
yentes de un matrimonio celebrado en forma extraordinaria.

181
RAFAEL DOMINGO

que la expresión in solidum parece pretender el sentido


técnico de la potestad solidaria de los colegas es el de
la novedosa figura de los ce. 517, 520, 5 34, 542 y 543,
la llamada parroquia «en equipo», esto es, la parroquia
encomendada «in solidum» a varios párrocos conjunta-
mente, actuando uno de ellos como moderator. La expe-
riencia de esta nueva forma de gobierno parroquial,
puesta en marcha antes del Código, no ha sido ni clara
ni uniforme, según nos informa d'Ors, y la decisión por
mayoría —propia de la colegialidad— ha sido la regla
general14.

b) «Votum»

La palabra votiim tiene varias acepciones. En su sen-


tido originario, votum es la promesa que se hace a una
divinidad y, por tanto, no requería aceptación expresa.
Debido también a su carácter sacral, el votum no tenía
sanción civil alguna. Con carácter general, el voto se
hacía como expresión de agradecimiento a un favor
recibido o que se espera recibir de una divinidad. Este
sentido religioso, mutatis mutandis, se ha conservado en
el lenguaje de la Iglesia en relación con el ofrecimiento
de algo que es mejor que su contrario, y constituye un
acto de la virtud de la religión, según dispone el c.
1191. Votum significa también un deseo y la exterioriza-
ción formal del mismo deseo15. Por último, votum es
sinónimo de suffragium, pues significa la expresión de
una opinión personal emitida para formar una resolu-
ción común.

14. Vid. Introducción civil al Derecho Canónico (1985, 2). Se trata de


una información recogida privadamente por el autor.
15. Así, por ejemplo, el c. 206 habla del votum de los catecúme-
nos que han solicitado el bautismo.
TEORÍA DE LA -¡AUCTORITAS»

Por tanto, el votum se nos presenta con un doble


aspecto: como sententia u opinión, es decir, como acto de
auctontas, y, por otra parte, como expresión de un deseo,
manifestación de voluntad que puede constituir un acto
de potestad. Por esto mismo, aunque los colegios sean
órganos de autoridad, por cuanto su misión es dar con-
sejo, el votum de sus miembros para decidir la sententia de
autoridad imputable al colegio en cuanto tal es un acto
de potestad. A esta distinción corresponde precisamente
la que hay entre voto consultivo y deliberativo, de
manera que, en un mismo colegio, no todos los miem-
bros tengan la potestad deliberativa para determinar el
voto consultivo imputable al colegio en cuanto persona
jurídica.16 Pero stricto sensu, como la finalidad del voto es
formar una decisión de voluntad imputable al collegium,
en realidad sólo es propiamente voto el deliberativo, que
expresa la voluntad personal necesaria para la formación
de la decisión que se imputará a la persona jurídica. El
denominado voto meramente consultivo, en el fondo, no
es sino una «voz sin voto», ya que la opinión del que lo
emite no entra en el escrutinio de votos, pues su función
es influir en el voto deliberativo de los otros miembros
del colegio. En otros términos: el voto consultivo es mera
sentencia u opinión de autoridad personal, y el delibera-
tivo es, a la vez, una expresión de la voluntad de impu-
tar al colegio como persona jurídica una determinada
sentencia personal, sin que esto implique, naturalmente,
que la sententia votada por la mayoría deje de ser una

16. Varios cánones diferencian, dentro del mismo colegio, los


componentes con voto consultivo de los que lo tienen deliberativo.
Así, por ej., el c. 339 § § 1 y 2 para el Concilio Ecuménico, y los ce.
443 y 444 para el Concilio particular; con respecto al Sínodo episco-
pal parece deducirse la existencia de votos meramente consultivos del
c. 833 en relación con el c. 346 § 1; sobre el Sínodo diocesano vid.
ce. 446, 83 3 y 463 § 2; también existe esta distinción entre los miem-
bros de la Conferencia Episcopal; vid. c. 450 en relación con el
454.

183
RAFAEL DOMINGO

expresión de la autoridad del colegio, y no de una


potestad de la que carece.
Así, pues, aunque los colegios sean órganos de auto-
ridad ad extra, para formar la opinión común que se le
atribuye al colegio como propia se hace necesario el
voto deliberativo ad intra.
García-Hervás, en las conclusiones núms. 14 y 15 de
su tesis doctoral, expresaba esta misma idea con las
siguientes palabras:
«El votum es la principal expresión del principio de
colegíalidad; por ello cuando se dirige a la formación
de la voluntad colegial es siempre deliberativo —sólo las
voluntades individuales conforman la voluntad final del
colegio—, no siendo el voto consultivo más que una
mera emisión de voz autorizada.
La voluntad colegial puede dirigirse:
a) ad intra, es decir, cuando se trata de adoptar
alguna decisión que afecta al régimen interno del cole-
gio, en cuyo caso la voluntad colegial tiene siempre
carácter deliberativo;
b) ad extra, es decir, cuando esa voluntad final del
colegio constituye el contenido del consejo solicitado
por la potestad»17.
Sin embargo, el voto deliberativo puede cumplir otra
función en el colegio, que es la de decidir sobre el
gobierno interno del mismo colegio; por ejemplo, cuan-
do el collegium deba nombrar a las personas encargadas
de una determinada tarea, decidir sobre su propia con-
vocatoria, etc18. Pero, en todo caso, insistimos, el voto
del collegium es una manifestación de autoridad, reca-
bada por la potestad, por imperativo de la ley canónica

17. GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) 585; y Potestad y autoridad en la


organización de la Iglesia (1985, 5) 682.
18. Vid. ce. 352 § 2 y 3; c. 509 § 1; y c. 442 § 1.

184
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

frecuentemente, en cuyo supuesto hablaremos de voto


preceptivo. Por lo demás, aunque la decisión colegial
sea siempre para formar un dictamen de prudencia
— un votum, en el sentido de sententia corporativa— la
ley, en ocasiones, establece que esa opinión de autori-
dad, no sólo debe ser pedida, sino también aceptada por
la potestad, esto es, que se impone como vinculante.
Así, pues, el voto preceptivo es el que debe ser soli-
citado por la potestad, y el voto vinculante es aquel que
la ¡ex —expresión de potestad— impone como contenido
de su propia decisión de potestad al que lo solicita.
Los autores reseñados consideran que el Romano
Pontífice, como potestad suprema de la Iglesia, nunca
podrá verse legalmente obligado a recabar un dictamen
de un órgano de autoridad, aunque pueda solicitarlo
cuando lo estime conveniente, sin quedar, naturalmente,
vinculado por el voto de colegio alguno, ni siquiera el
del Concilio Ecuménico, cuyas decisiones puede aceptar
o no para su promulgación. Sin embargo, el Papa puede
disponer que el Concilio le suministre el contenido para
una decisión propia; en estos casos, puede decirse que,
siempre por la voluntad del Romano Pontífice, el voto
de autoridad de un collegium resulta, según expresión de
García-Hervás, «en cierto modo vinculante»19.
Respecto a los Obispos, cabe decir que frecuente-
mente se ven obligados por un votum consultivo de
carácter preceptivo en el gobierno de su diócesis20.

19. En este sentido se deben interpretar los ce. 336, 343 y 455
referidos, respectivamente, al Colegio Episcopal, al Sínodo de Obis-
pos y a la Conferencia Episcopal.
20. Debe oír al Colegio de consultores para determinadas actua-
ciones: ce. 494 §§ 1 y 2, 1277, 1292 § 1; otras veces, el Administra-
dor diocesano debe recabar el voto del colegio de consultores, con
carácter vinculante: ce. 272, 485, 1018 § 2. También debe oírse, en
ocasiones, al Colegio presbiteral: ce. 461 § 1, 500 § 2, 515 § 2, 531,
536 § 1, 1215 § 2, 1222 § 2, 1263 o al Consejo de Asuntos Econó-

185
RAFAEL DOMINGO

Ahora bien, que el voto sea preceptivo para la potes-


tad diocesana no significa que exista una delegación
que revista de potestad al colegio de autoridad que
emite tal voto. Porque los Colegios de la Iglesia no son
órganos de potestad, sino de autoridad, que colaboran
estrechamente con los oficios capitales pero no los susti-
tuyen. Por esto, los dictámenes de autoridad requerirán
siempre para tener carácter imperativo la aprobación del
oficio capital, que puede aparecer genéricamente como
approbatw o matizarse según la categoría del colegio. Así,
respecto a la Conferencia Episcopal y al Concilio parti-
cular se habla de recognitio; respecto al Sínodo de Obis-
pos, de ratihabitio. En cuanto al Concilio Ecuménico se
requiere confirmatio, en cuya virtud se procede a una
libre apreciación por parte del Romano Pontífice, a
pesar de la autoridad de un colegio que convierte, a
veces, en votum «en cierto modo vinculante» el voto
consultivo. En cambio, cuando no se trata de dar fuerza
normativa a un texto de la autoridad colegial no se
habla de «aprobación» en alguna de estas formas, sino
de consentimiento pontificio para la pubUcatio (por ejem-
plo, en la Relaüo finalis del Sínodo Extraordinario de
1985 se d i c e «annuente Summo Pontífice publicata»)2i.
Los colegios tienen una potestad propia en los
supuestos de sede vacante o impedida, en cuyo caso el
órgano de autoridad debe suplir el vacío de la potestad.
Así, por ejemplo, la autoridad ordinaria del Colegio de
Cardenales asume necesariamente algunas funciones de
potestad tras el fallecimiento del Romano Pontífice.
Por lo demás, en el c. 137 §1 se prevé que la potes-
tad ejecutiva pueda subdelegarse ya para un acto ya

micos: ce. 494 §§ 1 y 2, 1263, etc., incluso al Cabildo: 509 § 1, 377


§ 3 y 502 § 3. Un estudio detallado sobre el tema fue realizado por
García-Hervás, (cit nota i) 173-185.
21. Vid. Introducción civil al Derecho Canónico (1985, 2) cap. IV.

186
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS*

para la generalidad de los casos, salvo prohibición


expresa de la ley; la que ha sido delegada anterior-
mente no puede subdelegarse cuando es para determi-
nados actos, a no ser que haya sido expresamente
autorizado por el delegante, y sólo excepcionalmente
cuando es para la generalidad de los casos; de ningún
modo puede el subdelegado subdelegar a su vez.
Por último, el Codex se refiere a la potestas vicaria. El
c. 131 §2 establece que «potestas regiminis ordinaria potest
esse sive propria sive vicaria». Distingue así la potestas vica-
ria, como ordinaria, de la potestas delegata, que no es
ordinaria. Pero, en verdad, el carácter ordinario de la
potestad vicaria se debe exclusivamente a la estabilidad
del oficio, a diferencia de la potestad delegada, sin que
por esto deje de existir una forma de delegación, ya que
el vicario —lo mismo que el delegado— actúa en nom-
bre de un titular de potestad propia, a la que se contra-
pone, pues ésta es la exclusiva de los oficios capitales,
el Papa y los Obispos, y de ellos necesita la aprobación,
aunque pueda ser preventiva, para que sus actos tengan
carácter imperativo.
Se trata, pues, no de descentralización de poder, sino
de una desconcentración de funciones atribuidas por la
potestad ordinaria a los órganos vicarios. Por lo tanto, la
vicariedad es una delegación estable y no transitoria,
pero tampoco en ella hay cesión de potestad por parte
del titular de la potestad propia.
En resumen: «La diferencia entre potestad vicaria y
potestad delegada —son palabras de Dolores García
Hervás— depende de que la primera es en razón del
oficio del vicario y por ello estable, lo que no sucede
con la delegación. En consecuencia, los actos de los
órganos que tienen potestad delegada requieren ser
aprobados caso por caso, en tanto los de la potestad
vicaria pueden ser genérica y tácitamente aprobados por

187
RAFAEL DOMINGO

el oficio capital en cuyo lugar se ejerce esta potestad,


como ocurre ordinariamente con los tribunales»22.

c) Delegación y Vicariedad

Tal vez una de las principales aportaciones de


Alvaro d'Ors al Derecho Canónico haya sido su afirma-
ción sobre «la imposibilidad de extender a la Iglesia los
conceptos del derecho secular»23. Si en el derecho secu-
lar la delegación es siempre representativa, no ocurre
así en el Derecho Canónico, donde la delegación se
refiere en todo caso a la potestas regiminis24, ya que los
oficios capitales —el Romano Pontífice y los Obispos—,
que son los titulares de esa potestad en la Iglesia, no
pueden desprenderse de tal potestad para que otros la
ejerzan, pues es de origen divino25. Así, el canon 131
diferencia la potestas ordinaria —«quae ipso iure alicui officio
adnectitun— de la deíegata — «quae ipsi personae non median-
te offiáo conceditur»—.
Se trata en realidad, según García-Hervás, de una
concesión de funciones a una persona física o jurídica,
por parte de una potestad mandante, que no concede
por ello nada de su propia potestad - ni tan siquiera el
ejercicio de ésta— puesto que, al ser la potestad eclesiás-
tica de origen divino, no puede cederse su ejercicio a
otra persona. Por tanto, no es aplicable al Derecho Ca-

22. GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) 583 y Potestad y autoridad en la


organización de la Iglesia. (1985,5) 681.
23. Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia (1985,5) 676;
y GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) passim.
24. En la Iglesia, según d'Ors, no sería concebible una dele-
gación de la potestad de orden o de santificación; ni tampoco del
magisterio que, en cuanto función de autoridad, es indelegable.
25. Vid. GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) cap. III.

188
TEORÍA DE IA «AUCTORITAS»

nónico el concepto representativo de la delegación ci-


vil26.

4. Los Colegios de la Iglesia

a) Colegios de la iglesia universal

i) El Colegio Episcopal

El c. 336, que recoge la doctrina de la «Lumen gen-


tium» y de «Christus Dominus» fundamentalmente, dis-
pone que:
Collegium Episcoporum, cuius caput est Summus
Pontifex cuiusque mernbra sunt Episcopi vi sacra-
mentalis consecrationis et hierarchica communione
cum Coltegii capíte et membris, et in quo corpus
apostolicum continuo perseverat, una cum capite suo,
et nunquam sine hoc capite, subiectum quoque supre-
mae et plenae potestatis in universam Ecclesiam
exsistit

Podría pensarse, prima facie, que la suprema potestad


de la Iglesia es bipartita: por un lado, del Romano Pon-
tífice — que tiene la potestad suprema, plena, inmediata
y universal sobre toda la Iglesia (c. 331)— y, por otro,
también (quoque) el Colegio Episcopal, cuya Cabeza es el
Papa. Sin embargo, d'Ors considera que «no es concebi-
ble que el legislador canónico haya pensado en una
potestad bipartita. Es interesante observar, a este propó-
sito, las diferencias de expresión. Cuando el c. 332 § 1
habla del Papa, dice que 'obtiene' (obtinet) la potestad
plena y suprema, en tanto que el canon 336, al hablar

26. lbidem.

189
RAFAEL DOMINGO

del Colegio Episcopal, presidido necesariamente por el


mismo Papa, dice que aquel Colegio es 'sujeto' (subjec-
tum) de la suprema y plena potestad. No me refiero
ahora a esa inversión de plena-suprema y suprema-
plena, sino al matiz que supone el neologismo (en el
lenguaje de la Iglesia) de 'sujeto'. Sería largo de explicar
el turbio origen de la palabra 'sujeto' (en latín, some-
tido) para decir persona titular, pero, en el nuevo
Código se utiliza en el sentido de 'capaz'. Así, pues, el
Papa 'tiene' (pues 'obtiene') la Potestad, en tanto el
Colegio Episcopal es 'capaz' de tenerla. Se diría que, con
esta diferencia de matiz, el legislador ha querido insi-
nuar que no se puede pensar en una potestad bicéfala,
pues de 'colegas' no se puede hablar»27.
Pero existe otra diferencia entre el c. 331 y el c. 336
que d'Ors considera importante: en tanto que el c. 331
dispone que el Papa puede ejercer libremente su potes-
tad {semper libere exercere valet), el c. 3 36 insiste en que el
Colegio Episcopal no puede actuar sin el Romano Pon-
tífice. Esto equivale a decir que la potestad del Papa, en
cuanto Vicario de Cristo en la tierra, es plena, mientras
que no lo es la potestad del mero Colegio Episcopal En
otros términos: el Papa puede actuar sin el Colegio
Episcopal y éste no puede actuar sin el Papa. Por esto
mismo, para d'Ors, la expresión del c. 336 «una cum
capite suo, et numquam sine hoc capite» se refiere, no a la
communio —pues no utiliza tal palabra— ni al Romano
Pontífice como Cabeza de la Iglesia, sino al Papa como
Cabeza del Colegio Episcopal. Por esta razón, el Codex,
cuando trata el Sínodo de Obispos, no emplea esta
expresión ya que el Romano Pontífice no forma parte
de dicho colegio y sí del Colegio Episcopal28.

21. Potestad y autoridad en la organización de la Iglesia (1985, 5)


675.
28. Vid. ibidem. p. 676.
TEORÍA DE LA «AUCTORITAST,

La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿cómo


puede explicarse jurídicamente esta concurrencia de
potestades, si es evidente que no se trata aquí de divi-
sión de poderes, ni de concurrencia solidaria en la
potestad pues, como aclaró Pablo VI en la «Nota expli-
cativa previa», añadida por él a la «.Lumen gentium», el
Romano Pontífice y los Obispos no son colegas? La res-
puesta que ofrece d'Ors es ésta: «En mi opinión —some-
tido siempre esto que voy a decir a un superior
criterio— la palabra potestas significa Autoridad y no
Potestad. El Concilio Ecuménico (debió decirse, con
mayor precisión por el autor, el simple Colegio Episco-
pal), como todos los demás colegios de la Iglesia, es un
órgano de consejo y no de gobierno, de Autoridad y no
de Potestad, y por eso los decretos conciliares no tienen
fuerza normativa hasta que el Papa los acepte y pro-
mulgue, y esto lo hace el Papa, no como presidente del
Colegio Episcopal, pues en él el Papa es sólo un primus
ínter pares y por eso su voto no es decisorio, sino preci-
samente como Vicario de Cristo y jefe supremo y único
de la Iglesia universal. Lo que el Colegio Episcopal
tiene es una Autoridad universal, que no pudo ser divi-
dida por diócesis como lo fue la potestad apostólica de
los Obispos, inicialmente solidaria, pues, por su propia
naturaleza, la Autoridad es indivisible, y no conoce
fronteras»29.
Por tanto, el Romano Pontífice, único titular efectivo
de la potestad suprema sobre la Iglesia universal, puede
ejercer dicha potestad ya sea personalmente ya sea reca-
bando la colaboración del Colegio Episcopal, que parti-
cipará en las decisiones de gobierno mediante el
ejercicio de su función consultiva. Es, pues, el Papa
quien deberá fijar los modos de ejercicio de dicha con-

29. Prelección jubilar (1985, 3) 15-16. Vid. t a m b i é n Introducción civil


a! Derecho Canónico (1985, 2).

191
RAFAEL DOMINGO

sulta, según criterios personales y de gobierno30. Lógica-


mente, la función consultiva de los Obispos reunidos en
colegio, como no es necesaria sino prudencial, no añade
desde el punto de vista jurídico nada sustancial al
poder del Romano Pontífice, que puede decidir por sí
solo; de ahí que d'Ors emplee la expresión de García-
Hervás «voto en cierto modo vinculante» para referirse a
la decisión imputable al Colegio Episcopal.
Por otra parte, los acuerdos del Colegio Episcopal se
adoptan, naturalmente, por votación. El valor» del voto
emitido por el Papa es el mismo que el de los demás
miembros; por eso, el resultado de la votación —sea o
no conforme con la voluntad del Romano Pontífice-
constituye la decisión del órgano colegial. Pero todavía
se requiere una nueva intervención del Papa, actuando
como Vicario de Cristo en la tierra y no sólo como
Cabeza del Colegio Episcopal, que confirme el acto y
ordene su promulgación. Esta doble actividad del Papa
está regulada en el c. 341 § 1 al disponer que:

30 Souto, en su artículo titulado La función de gobierno, publicado


tres años antes de que d'Ors y García-Hervás terminaran de perfilar
su posición doctrinal sobre la naturaleza del Colegio Episcopal, se
preguntaba haciendo uso de la máxima orsiana: «¿Existe esta rela-
ción auctoritas-potestas entre el Concilio Ecuménico y el Romano Pon-
tífice? Opinamos que sí. El Romano Pontífice pregunta (convoca v
fija los temas) y el Concilio responde (acuerdos conciliares) y es
aquél quien da obligatoriedad jurídica a través de su confirmación y
promulgación. Esta es, al menos, la mecánica actual, según la regu-
lación que antes hemos tenido ocasión de estudiar. El hecho de que
el Concilio tenga o no potestad es menos importante que la obliga-
ción del Romano Pontífice de preguntar y tener en cuenta las res-
puestas del órgano colegial. Es decir, poca importancia puede tener
el reconocimiento del Concilio como sujeto de potestad en la Iglesia,
si resulta que es el Romano Pontífice quien ha de convocarlo y, por
tanto, queda a su libre determinación que el Concilio ejerza o no tal
potestad» (SOUTO, cit. nota 2, p. 208). Se observa cómo, para la redac-
ción de este trabajo, Souto tuvo muy en cuenta dos artículos de
nuestro autor: En torno a las raíces romanas de la colegialidad (1964, 4)
y Autoridad y potestad (1964, 2).

192
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Concilii Oecumenici decreta vim obligandi non ha-


bent nisi una cum Concilii Patribus a Romano Pon-
tífice approbata, ab eodem fuerint confirmata et eius
iussu promulgata.

Esta segunda intervención papal, según estos auto-


res, hace que el acuerdo colegial tenga el valor de una
propuesta dirigida al Romano Pontífice, a quien corres-
ponde convertirlo en un acto de gobierno en virtud de
su potestad suprema y universal.
El c. 337 establece que:
§ 1 Potestatem in universam Ecclesiam Collegium
Episcoporum sollemni modo exercet in Concilio
Oecumenico.
§ 2 Eandem potestatem exercet per unitam Episco-
porum in mundo dispersorum actionem, quae uti
talis a Romano Pontífice sit indicta aut libere recep-
ta, ita ut verus actus collegialis efficiatur.
§ 3 Romani Pontificis est secundum necessitates
Ecclesiae seligere et promoveré modos, quibus Epis-
coporum Collegium munus suum quoad universam
Ecclesiam collegialiter exerceat

También en este canon, por no hacer mención


expresa a la aprobación del Romano Pontífice, debería
sustituirse el término potestas por auctoritas tanto en el
§ 1, del que ya hemos tratado, como en el § 2 «que
parece referirse —escribe García-Hervás— a un ejercicio
inorgánico de la potestad, no mediante actos colegiales
en sentido estrictamente jurídico, sino a través de
manifestaciones del affectus collegialis, como pueden ser
declaraciones, documentos, pastorales, propuestas, etc.,
de todo el episcopado mundial (...). En cualquier caso,
sea cual sea el carácter y contenido de esta forma
inorgánica de ejercicio de la colegialidad, lo que nos

193
RAFAEL DOMINGO

interesa destacar, en definitiva, es que, siempre que esas


acciones quieran llegar a ser actos colegiales con fuerza
jurídica obligatoria, habrán de ser confirmados y pro-
mulgados de la misma forma que los decretos del Con-
cilio Ecuménico, según establece el c. 341 § 2»31.
Como resumen de esta doctrina puede servirnos la
conclusión núm. 18 de la tesis doctoral de la autora
mencionada: «El que el Colegio Episcopal aparezca
como sujeto de la potestad suprema y plena sobre la
Iglesia (c. 336) significa que hay dos modos de ejerci-
cio, por parte del Romano Pontífice, de una sola potes-
tad suprema de la que éste es el único titular bien de
modo exclusivamente personal, bien recabando el voto
de autoridad del Colegio Episcopal»32.

ü) El Sínodo de Obispos

En 1965, Pablo VI creó, por el Motu proprio Apostó-


lica Sollicitudo, el Sínodo de Obispos, órgano asesor,
puramente consultivo, que depende directamente del
Romano Pontífice", a cuyo gobierno de la Iglesia uni-
versal ayuda con sus «consejos» (c. 342: consiliis adiutri-
cem operam praestent), y, circunstancialmente, decretos,
que necesitan en todo caso la ratificación del Papa (c.
343). Este canon, cuyo tenor literal transcribimos a
continuación, también podría pensarse que utiliza de
modo impreciso el término potestad:

31. GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) 301.


32. Ibidem, p. 586; y Potestad y autoridad en la organización de la
Iglesia (1985, 5) 682.
33. El c. 344 emplea la expresión «subest auctoritati Romani Ponti
fias», pero esta dependencia es de potestas.

194
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Synodi Episcoporum est de quaestionibus pertractan-


dis disceptare atque expromere optata, non vero eas-
dem dirimere de iisque ferré decreta, nisi certis in
casibus potestate deliberativa eandem instruxerit Ro-
manus Pontifex, cuius est in hoc casu decisiones
synodi ratas habere.

En efecto, esta potestas deliberativa™ no implica una


decisión de la potestad, sino una concesión de funcio-
nes legalmente indeterminadas, y por ello no estricta-
mente jurídicas. Esto es lo que parece que el legislador
quiere expresar con el verbo instruxerit del c. 343. Se
trata, en concreto, de que se haya encargado al Sínodo
la emisión de un dictamen para la formación del cual
se necesita el recuento de votos deliberativos; pero esto
no convierte al Sínodo en órgano de potestad, puesto
que el voto deliberativo, como dijimos, es ad intra, a efec-
tos de imputar una decisión —¡siempre de autoridad!— al
Colegio sinodal.

ni) El Colegio de Cardenales

El carácter colegial del Colegio de Cardenales queda


destacado en el nuevo Codex por dos motivos: por
hallarse colocado a continuación del Sínodo episcopal, y
no anteriormente en consideración a la dignidad perso-
nal de sus miembros, y por el cambio de redacción del
canon inicial, pues el c. 349 establece que los cardena-
les constituyen un peculiare collegium, mientras que el
antiguo c. 230 decía que los Cardenales constituían el
senatus Romani Pontificis. En efecto, según d'Ors, en nin-
gún otro colegio de la Iglesia puede observarse mejor
que en éste de Cardenales la continuidad con aquella

34. El c. 343 es el único que emplea esta expresión.

195
RAFAEL DOMINGO

máxima auctoritas pública que fue el Senado Romano.


La supresión del término senatus muestra con evidencia
que el asesoramiento del Colegio sinodal ha venido a
desplazar el del Colegio cardenalicio".
Con todo, el c. 349 prevé la posibilidad de convocar
al Colegio de Cardenales para tratar asuntos de mayor
importancia, aparte la colaboración cotidiana que pres-
tan personalmente en la Curia Romana según los ofi-
cios para los hayan sido designados.
Pero, sin lugar a dudas, la principal función de este
colegio es proceder a la elección del Romano Pontífice
cuando queda vacante la Sede Apostólica, acto que,
como quedó dicho, es de potestad y no de autoridad.

iv) La Curia romana

Aunque la Curia romana no es propiamente un colle-


gium, pues no es un órgano de autoridad, sino de admi-
nistración vicaria desconcentrada, es conveniente traerlo
a colación por ser el órgano asesor más permanente de
la Iglesia universal.
El c. 360 establece que los órganos que integran la
Curia romana, también los judiciales, son instrumentos
ejecutivos de la potestad del Romano Pontífice, por los
que «suele tramitar» (expediré solet) los asuntos de la
Iglesia universal en su nombre y con su potestad
{nomine et auctoritate ipsius)36, lo que equivale a decir
vicariamente. Se trata, por tanto, de una técnica de des-
concentración de gobierno —no de descentralización—,

35. En el consistorio público de 30.IV. 1968, Pablo VI afirmaba


que el Sínodo y el Colegio de Cardenales eran instituciones comple-
mentarias, subrayando el carácter consultivo del primero y el auxi-
liar del segundo.
36. De nuevo, auctoritas significa aquí potestas.

196
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

ya que el Romano Pontífice puede en todo caso avocar


a sí las decisiones que se atribuyan a la Curia, y el
hecho de que pueda autorizarlas previamente no signi-
fica en modo alguno que estos órganos administrativos
tengan una potestad propia y exclusiva37.

b) Colegios supradiocesanos

v) La Conferencia Episcopal™

También la Conferencia Episcopal es un órgano de


autoridad y no de potestad, por lo que en nada puede
mermar la potestad de los oficios capitales. Sin embar-
go, en algunas ocasiones, esta idea no ha aparecido con
la sufiente claridad debido a que no se ha entendido
correctamente que esa «delegación» de potestad que, a
veces, puede tener la Conferencia no implica «cesión»
de potestad, sino simple atribución de funciones consul-
tivas, pues sus decreta carecen de fuerza imperativa y
requieren, para tenerla, la aprobación pontificia39, deno-
minada, en este caso, recognitio. La recognitio no es una
mera homologación40, sino una auténtica aprobación ya
que el término recognoscere —revisar para aprobar—
implica la posibilidad de entrar en el fondo del decreto
para ver si debe o no ser aprobado.
El párrafo I o del c. 45 5 dispone que:
Episcoporum conferentia decreta generalia ferré tan-

37 Vid. GARCÍA-HERVÁS, (cit. nota 1) 356-399.


38. Ibidem, p. 428-476.
39. «... atque vim obligandi non obtinent, nisi ab Apostólica Sede re-
cognita, legitime promúlgala fuerint» (c. 45 5 § 2 in fine).
40. Sobre homologación vid. el apartado de jurisdicción volun-
taria.

197
RAFAEL DOMINGO
1
tummodo potest in causis, in quibus ius universale id
praescripserit aut peculiare Apostolicae Sedis manda-
tum sive motu proprio sive ad petitionem ipsius con-
ferentiae id statuerit.

Estos decretos de la Conferencia Episcopal no son


una expresión de una potestad de la que carece, sino de
una autoridad que se le reconoce como colegio y que,
como dice el tenor del canon mencionado, actúa en esa
forma por precepto de la ley universal (praescripserit) o
por mandatum del Papa. Pero en ninguno de los dos
supuestos se da una cesión de potestad, pues el Romano
Pontífice puede aceptar o rechazar libremente tales
decretos. El hecho de que sea la misma Conferencia (c.
455 § 3) quien determine el modo de promulgación y
el día a partir del cual entran en vigor sus decretos no
disminuye en modo alguno la libertad de la aprobación
pontificia, pues la Conferencia Episcopal no puede pro-
mulgar decretos que no hayan sido aprobados de ante-
mano por el Papa; en realidad, según d'Ors, no se trata
de promulgación, sino de simple publicación.
Todo lo dicho hasta ahora no es sino una conse-
cuencia que se deriva del hecho de que la Conferencia
Episcopal sea una institución sin fundamento teológico.
«No debemos olvidar —comenta el Cardenal Ratzinger—
que las Conferencias Episcopales no tienen una base
teológica, no forman parte de la estructura imprescindi-
ble de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tie-
nen una función práctica concreta»41.
Cuando la Conferencia no haya recibido la delega-
ción de la potestad pontificia, sus resoluciones no tie-
nen valor jurídico propiamente, y, por eso, los Obispos
no quedan vinculados por tales decisiones, ni siquiera

41. RATZINGER, Informe sobre ¡a fe (BAC, Madrid 1985) 68.

198
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

cuando ellos mismos en el proceso de decisión hayan


votado afirmativamente (cfr. c. 45 5). Este canon esta-
blece in fine que mee conferentiae eiusve praeses nomine
ornnium Episcoporum agere valet, nisi omnes et singuli Epis-
copi consensum dederint». Este párrafo final del c. 455 no
quiere decir, claro está, que en caso de unanimidad los
Obispos se vean vinculados por tales resoluciones distin-
tas de los decreta, sino simplemente que ni la Conferen-
cia ni su Presidente pueden hacer declaraciones públi-
cas, ni realizar gestiones en representación de todo el
episcopado nacional, más que cuando exista unanimi-
dad al respecto. Y esta unanimidad, según d'Ors, es la
de todos los Obispos del territorio que comprende la
Conferencia, y no tan sólo la de los que hayan podido
asistir a la reunión en la que se adoptó la resolución
que pretende ser unánime.
A modo de resumen, puede decirse que las resolu-
ciones de la Conferencia Episcopal no tienen fuerza
vinculante, sino de mero dictamen de autoridad. Por
eso, excepto en los supuestos en que los decreta devie-
nen vinculantes por la recognitio pontificia, las decisiones
de la Conferencia, aunque tengan gran peso moral —má-
xime cuando se exige la unanimidad— no obligan ni
vinculan la libre actuación de cada Obispo en su dióce-
sis. «Distinto es el tema —dice García-Hervás— de la
prudencia, conveniencia, oportunidad, etc. de que un
Obispo actúe en forma aislada y contraria a la pro-
puesta por la Conferencia, incluso con el voto de aquél
que luego la contraviene; la gravedad de esta decisión
deberá ser valorada, en conciencia, por cada Obispo»42.
Pero, en todo caso, si el Obispo hace suyos los acuerdos
tomados en la Conferencia y los desea aplicar en su
diócesis, la obligatoriedad para los diocesanos no deriva,
según d'Ors, de la voluntad de la Conferencia, sino de

42. GARCÍA-HERVÁS, (cit nota 1) 472.

199
RAFAEL DOMINGO

la del propio Obispo, que es el único que, por derecho


divino, rige su diócesis.
El Sínodo extraordinario de 1985 insistió en la justa
delimitación del papel de la Conferencia Episcopal en
la organización de la Iglesia. En efecto, tras declarar
que la Conferencia es una expresión del affectus collegia-
lis, pero que carece de fundamento teológico (II c. 4), y
que no afecta a la inalienable responsabilidad de cada
Obispo frente a la Iglesia universal y a la suya particu-
lar (II. c. 5), se sugiere un estudio detenido que expli-
que «más clara y profundamente» su «autoridad doctri-
nal» (II. c. 85) Con esta expresión —auctoritas doctñnalis—,
en la que el término auctoritas aparece en su auténtico
sentido de saber socialmente reconocido, se indica que
la Conferencia Episcopal es un órgano de autoridad y
no de potestad.

vi) Los Concilios particulares

Otro órgano de autoridad con el que cuenta el


gobierno del Papa es el Concilio particular, al que se
refieren los cánones 439-446 del Codex. Sin embargo,
desde la perspectiva orsiana de la teoría de la auctoritas,
sólo interesan los dos últimos.
El c. 445 dispone:
Concilium particulare pro suo territorio curat ut
necessitatibus partoralibus populi Dei provideatur
atque potestate gaudet regiminis, praesertim legisla-
tiva, ita ut, salvo semper iure universali Ecclesiae,
decernere valeat quae ad fidei incrementum, ad actio-
nem pastoralem communem ordinandam et ad mo-
derandos mores et disciplinam ecdesiasticam com-
munem servandam, inducendam aut tuendam oppor-
tuna videantur.

200
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Que el tenor literal de este canon atribuya al Conci-


lio particular una potestas regiminis, praesertim legislativa,
no puede inclinarnos a pensar que este colegio está
revestido de potestad ya que, según d'Ors, esta potestas
del c. 445 no es más que una de esas «potestades» que
se reducen a la atribución de funciones meramente ase-
soras, pues el c. 446 dispone claramente que las actas
del Concilio deben ser transmitidas a la Santa Sede, y
que los decreta del Concilio no serán promulgados hasta
no haber sido reconocidos {recognita fuerint dice el
canon). Esta expresión es la misma que emplea el Codex
al referirse a la aprobación pontificia de los decretos de
la Conferencia Episcopal. Por eso, la naturaleza jurídica
de los Concilios particulares no difiere esencialmente de
la Conferencia Episcopal, pues ambos colegios son órga-
nos de auctoritas.

c) Colegios de la Iglesia particular

vii) El Sínodo diocesano

Es clarividente que el Sínodo diocesano carece de


potestad, ya que el propio canon 466 afirma que la
potestad legislativa le corresponde exclusivamente al
Obispo. Sin embargo, es ambigua la expresión voto tan-
tummodo consultivo. En efecto, si el Sínodo diocesano
puede emitir un dictamen de autoridad, lógicamente el
votum ad intra será deliberativo —al menos para los que
tienen voto y no simplemente voz sin voto—. Según
d'Ors, lo que sucede es que este canon con la palabra
consultivo ha querido subrayar que la resolución es de
autoridad en todo caso.

201
RAFAEL DOMINGO

viii) Otros colegios de la Iglesia 43

Respecto al resto de los colegios de la Iglesia nada


nuevo hay que advertir desde la perspectiva orsiana que
estamos analizando. Omitimos, por tanto, su estudio por
considerarlo reiterativo.

43. A ellos se refiere más ampliamente García-Hervás y, más


abreviadamente, nuestro autor en su «Introducción civil».
CAPITULO VI
AUTORIDAD Y POTESTAD EN LA UNIVERSIDAD

No podía faltar en este trabajo sobre la teoría orsiana


de la auctoritas una referencia acerca de las consecuencias
de la aplicación del binomio auctoritas-potestas en la Uni-
versidad, institución a la que Alvaro d'Ors ha dedicado
los mayores esfuerzos de su vida en su servidumbre de
cada día.
Como en los anexos II y III reproducimos dos escritos
inéditos del autor que versan sobre este tema, nos hemos
limitado en este capítulo a describir las líneas maestras de
su pensamiento, sin descender a detalles.

1. Padres, maestros y profesores universitarios

Aunque con relativa frecuencia se habla de la autori-


dad de los padres, es evidente que lo que los padres tienen
sobre sus hijos es la patria-potestad, que se prolonga
moralmente sin límite temporal alguno1.

1. «El respeto que los hijos de cualquier edad deben a sus padres
— escribe d'Ors- conforme al derecho natural (Cuarto Mandamiento
de la Ley de Dios) nada tiene que ver con la autoridad, pues un hijo
puede reconocer la ignorancia de su padre, incluso demencia, sin per-
juicio de aquel deber moral. Es verdad que las leyes civiles —y precisa-
mente por influencia cristiana— han reducido el derecho estricto de
patria-potestad a la que tienen los padres sobre sus hijos menores, pero
tal potestad se mantiene, al menos moralmente, sin límite de edad.

203
RAFAEL DOMINGO

En el maestro, en cambio, se combinan funciones de


autoridad —en razón de su saber— con otras propias de
la potestad que, por delegación, ha recibido de los
padres del alumno. Por eso, en las relaciones entre
maestros y alumnos nos encontramos, por una parte,
con que el profesor tiene auctontas y potestas respecto del
estudiante, y éste sólo tiene una potestad, derivada de
su inmatriculación en el centro escolar, que le permite
preguntar, aprender. La falta de autoridad en el alumno
se manifiesta, incluso externamente, cuando éste levan-
ta un dedo —símbolo de ciencia— y no dos —símbolo
de autoridad— para responder una pregunta que el pro-
fesor ha formulado.
La combinación en la persona del maestro de fun-
ciones de autoridad y de potestad se justifica por su
propia misión consistente, no sólo en enseñar —docen-
cia—, sino también en conseguir que el alumno efecti-
vamente aprenda, para lo cual necesariamente deberá
hacer uso de la coacción —disciplina— y no simplemen-
te de la persuasión.
En cambio, en el profesor universitario lo que prima
es su auctontas —su saber socialmente reconocido— aun-
que, eventualmente, y siempre de modo accidental, se le
encomienden funciones de potestad.

2. La relación profesor universitario-alumno

En un coloquio celebrado en Pamplona, con ocasión


del V Consejo de Delegados de la Asociación de Amigos

Esto explica -concluye el autor— que en el Cuarto Mandamiento se


comprenda igualmente el respeto a las potestades sociales, y que el
mismo título de 'padre' haya sido asumido, a veces expresamente,
por quien gobierna una comunidad» (Doce proposiciones sobre el poder
[1979, 5] p. 120).

204
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

de la Universidad de Navarra, d'Ors comentaba: «Alum-


no, como se sabe, quiere decir 'alimentado', y por eso
llamamos 'nodriza' (alma) a la universidad, digna madre
que alimenta a sus alumnos: alma mater. Esta relación
de casi diríamos lactancia, presuponía una actitud bas-
tante pasiva y pueril en los alumnos. Estos venían a
'escuchar' [audiré), y por eso se exigía de ellos que fue-
ran 'ob-audientes, es decir, 'obedientes'. Se implicaba así
en la función de magisterio, que es propia de la 'autori-
dad', un elemento de poder, de 'potestad' del maestro
sobre los alumnos (...). Hoy, en cambio, los estudiantes
universitarios no vienen ya a escuchar 'obedientemente'
sino a preguntar interesadamente. Después de todo, gra-
cias a este cambio, se coloca al maestro en su verdadera
función de estricta autoridad, ya que lo que corresponde
a la autoridad no es hacer preguntas, sino responder
a ellas»2.
En efecto, la radical distinción entre el docente uni-
versitario y el discente se encuentra en que el primero
«sabe» y el segundo «puede» pedir que se le enseñe;
entre ambos existe una estrecha relación que se puede
expresar con el ya mencionado aforismo orsiano «pre-
gunta el que puede; responde el que sabe». En efecto, el
profesor tiene un saber reconocido por su titulación y
por la universidad que le contrata, es decir, está reves-
tido de autoridad. El discente, en cambio, tiene potes-
tad, un poder reconocido socialmente desde que se
inmatricula en la Universidad, poder que se concreta en
un derecho a la enseñanza de un plan de estudio de-
terminado3.
La principal misión del estudiante es preguntar.
Naturalmente, estas preguntas, al principio, serán muy

2. El problema universitario español: ¿cambio de estructura o cambio de


conducta? (1972, 2) 111-112.
3. V i d . El profesor ( 1 9 8 5 , 4); a n e x o III.

205
RAFAEL DOMINGO

generales —incluso triviales—, pero el estudio esmerado


capacitará al universitario para proponer preguntas cada
vez más acertadas. Es más, para d'Ors, la mejor manera
de calificar y seleccionar a los alumnos es precisamente
atendiendo a sus preguntas, pues el que no sabe de un
tema tampoco sabe plantear preguntas y el que lo
conoce sabe proponer preguntas agudas e inteligentes.
Por esto, la actitud de «contestación» de los alumnos
es claramente irracional en todo caso, pues contestar es
replicar, contraponer una afirmación a otra4. Si los pro-
fesores universitarios se dedican a hacer afirmaciones
no precedidas por preguntas de los alumnos, serían lógi-
cas, en principio, las contestaciones de los alumnos, de
donde se derivaría una permanente discusión. Pero si el
profesor sólo habla cuando le han preguntado, contra su
respuesta no cabe contestación, sino una nueva pre-
gunta; éste es, según d'Ors, el verdadero diálogo uni-
versitario.
El 10 de abril de 1973, Gutiérrez Ríos, en el «Faro
de Motril», objetaba a nuestro autor que el aforismo
«pregunta el que puede; responde el que sabe» ofrecía
algunos inconvenientes al aplicarlo a la dialéctica uni-
versitaria, por lo que pensaba que debía decirse «profe-
sores y alumnos preguntan, contestan las fuentes». Las
razones aducidas por Gutiérrez Ríos eran las siguientes:
a) el verdadero método para hacer sabios es el socrá-
tico, que consiste en preguntas del maestro; b) el princi-
piante no es capaz de preguntar nada, a no ser que sea
sobre la totalidad de la ciencia; c) la hipótesis de tra-
bajo de cualquier investigación es una pregunta del pro-
fesor. La sugerente «respuesta» de d'Ors fue ésta:

4. Vid. Papeletas semánticas (1949, 1); Preguntar y responder (1961,


3); La formazione universitaria del giurista (1969, 2); El problema universi-
tario español (1972, 2); y Universidad y sociedad (1980, 1).

206
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

a) «El método socrático es extraño a la auténtica


dialéctica universitaria; es como un continuo examen
del ignorante, que asume un papel bastante ridículo,
aunque sea para aumentar su sabiduría, después de
haber puesto de manifiesto su ignorancia. Todo lo con-
trario de lo que ha de hacer un profesor universitario,
que no debe jamás poner en evidencia la ignorancia de
sus discípulos, antes bien, debe estimularles para que
hagan preguntas. El progreso consiste en que el que
tiene poder, y por eso pregunta, llegue a saber, para dar
respuestas como su maestro.
b) Efectivamente el principiante sólo es capaz de
preguntar cómo aprender a plantearse cuestiones cada
vez más concretas y más problemáticas, pero este pro-
greso de concreción se va adquiriendo por las respuestas
del maestro: la insatisfacción que produce la respuesta
es el estímulo para una nueva pregunta (...).
c) La hipótesis de trabajo puede ser una pregunta
que el investigador se hace a sí mismo, pero Gutiérrez
Ríos está pensando en un doctorando 'que acude a un
profesor investigador a pedirle un tema de tesis docto-
ral', y dice que 'en realidad va buscando una pregunta,
un interrogante'. Así es, en efecto, el doctorando pre-
gunta por una hipótesis de trabajo y el maestro le res-
ponde dándosela. Esto sigue siendo enseñar mediante
respuestas a que el discípulo haga preguntas.
Por su parte, las fuentes —contesto— son objeto, y
no pueden, por sí mismas, dar respuesta alguna.
En el fondo —concluye d'Ors— la observación de
Gutiérrez Ríos procede de una indistinción entre autori-
dad y potestad; es así consecuente que acabe por decir:
'preguntar y responder es un conjunto solidario'5».
La actitud del discente frente al docente, si bien no

5. Escritos varios sobre el Derecho en crisis (1973) 107-108.

207
RAFAEL DOMINGO

debe ser de obediencia, como dijimos, sí exige cierta


docilidad, es decir, la aceptación de lo que la autoridad
enseña. En efecto, la docilidad consiste en la confianza
en el profesor al que se le pregunta, y es imprescindible
para que la docencia sea posible, puesto que si se pre-
gunta a un determinado profesor es precisamente por
que se confía en su autoridad6.

3. Funciones de potestad añadidas al profesor

a) Algunas reflexiones sobre los exámenes

La docencia —propia de la autoridad— consiste fun-


damentalmente en enseñar; la disciplina, en cambio, en
aprender. Sin embargo, con este nombre también se ha
designado la actividad de coacción —exclusiva de la
potestad— enderezada al aprendizaje del alumno. Si es
i l
natural que el profesor no-universitario pueda hacer uso
de la coacción disciplinaria, d'Ors considera que, en la
Universidad, el empleo de ésta «supone una total inver-
sión de esta correlación pregunta y respuesta, pues se
trata con ella de comprobar de algún modo si el
alumno ha aprendido lo que se le ha enseñado. Por
ello, el examen, pieza central de la coacción disciplina-
ria, consiste, inviniendo el orden natural, en que el que
'sabe', el docente-examinador, haga preguntas al que
'puede', el alumno-examinado, para averiguar lo que
éste no sabe»7.
La función de examinar, por tanto, es una función
añadida, postiza, pues corresponde a la potestad del que

6. Vid. La formazione universitaria del purista (1969, 2); y El pro-


blema universitario español (1972, 2).
7. El profesor (1985, 4); vid. a n e x o III.

208
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

puede preguntar, y no a la autoridad del docente, que


sólo responde.
La finalidad de los exámenes respondía a la preten-
sión de la sociedad de controlar los títulos universita-
rios, pero como se ha pasado de una «universidad de
selección» a otra de «promoción», este sistema ha que-
dado obsoleto. Podría pensarse que la enseñanza sin
exámenes perdería eficacia, pero no es así, pues su omi-
sión lo único que produciría es una sustitución del sis-
tema de coacción selectiva por el de auto-selección, de
modo que el castigo que suponía el suspenso se sustitui-
ría por otro castigo que el mismo alumno se impondría
al hacer dejación de su derecho de preguntar y del
desarrollo de sus talentos personales. «Este liberalismo
pedagógico —advierte d'Ors— quizá se pueda considerar
arriesgado a causa de la inmadurez de estos 'mayores de
edad' que realmente no tienen todavía la personalidad
suficiente para usar responsablemente de su libertad.
Para remediar esta inmadurez, no debe escatimar el
profesor universitario sus esfuerzos persuasivos, en el
contacto personal que siempre debe procurar con sus
alumnos, pero no creo que este riesgo de inmadurez nos
obligue a rebajar el oficio de la Docencia universitaria a
una pedagogía propia de infantes»8.
En realidad, los elementos de potestad añadidos a la
función docente sólo sirven en este nuevo régimen de
universidad de promoción social para enturbiar la trans-
parencia de la autoridad que distingue a los profesores
universitarios, cuya única función debe ser servir al
alumno respondiendo a las preguntas que le proponen.
«Este es el gran oficio del maestro —dice d'Ors—: res-
ponder. Un oficio de gran 'responsabilidad', pues exige
un constante esfuerzo de estudio. ¿No decimos acaso

Ibidem.

209
RAFAEL DOMINGO

que el profesor es un estudiante sin vacaciones ni licen-


ciaturas?»9.
En resumen: la verdadera función del profesor es la
docente, que corresponde a la autoridad que se le reco-
noce, en tanto que la función de examinar es un aña-
dido, una delegación del poder social de controlar los
títulos; una función, por tanto, no de autoridad, sino de
potestad, función que actualmente es ineficaz, debido a
que la universidad cumple un encargo de promoción
social y no de selección.

b) Autoridades académicas

Desde la perspectiva orsiana de la teoría de la aucto-


ritas, la expresión autoridad académica es incorrecta y
debería ser sustituida por potestad académica, pues el
profesor universitario, revestido de autoridad, cuando
ocupa eventualmente un cargo de gobierno en la uni-
versidad adquiere un poder, una potestad, pero no un
saber. Por esto, la dedicación de los profesores a las
tareas de gobierno debe ser de breve duración, ya que la
función de potestad que realizan en ellas es un añadido
a su esencial función de autoridad.
«Es verdad —escribe d'Ors— que la Universidad sirve
a unos fines principalmente intelectuales, pero, conside-
rada en sí misma, una universidad no es una obra inte-
lectual. De ahí que los intelectuales puedan, eventual-
mente, contribuir a formar y mantener una universidad,
pero siempre en función de servicio, y no como promo-
tores, fundadores, organizadores, gobernantes, etc. Si, en
algún momento, los intelectuales, como profesores, pue-
den aparecer en funciones de gobierno universitario,

9. El problema universitario español (1972, 2) 115.

210
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

ello se debe a que es poco lo que hay que gobernar,


pero, tan pronto como la gestión de gobierno se amplía
y complica, resulta manifiesta la incapacidad de gobier-
no de los puramente intelectuales. Como decía en cierta
ocasión Rafael Gibert, lo más importante que debe
hacer un rector universitario es el discurso inaugural de
su rectorado. Y es verdad, pero esto es así siempre que
exista otro órgano —tradicionalmente el 'Canciller'— que
se encargue del gobierno efectivo de aquella universi-
dad, de sus obras, de su disciplina y de la administra-
ción de su patrimonio»10.

10. El Epistolario de Capograssi (1981, 1) núm. 7.

211
TEORÍA GENERAL DE LA
«AUCTORITAS»
1. Evolución conceptual del término «auctoritas»

El concepto de autoridad es típicamente romano por


cuanto su significado no aparece expresamente recono-
cido ni en la Biblia ni en la Filosofía griega, que junto
con la Compilación justinianea forman los tres pilares
de la cultura occidental1. Se trata de un derivado del
verbo latino augeo (en griego, auxo) cuya raíz indoeuro-
pea au significa la idea de aumentar, acrecer, auxiliar,
ampliar, dar plenitud a algo que en sí mismo no lo
tiene, completar, de donde auctoritas vino a significar el
aumento o la plenitud que una aprobación de saber
produce en un acto ajeno que corresponde al poder.
El término auctoritas, en el derecho romano clásico,
se contraponía a la potestas, a la que complementaba y
limitaba. Manifestaciones de su aplicación son, por
ejemplo, la auctoritas prudentium, venditoris, tutoris, Princi-
pis, Senatus, testis, etc., cuyo detenido estudio le ha con-
ducido a d'Ors a definir la autoridad como el saber
socialmente reconocido. Sin embargo, tras diversos
acontecimientos histórico-jurídicos, iniciados con Augus-
to y culminados con Adriano, la auctoritas quedó absor-
bida en la potestas.

1. Vid. Preleccwn jubilar (1981, 3) 9; y Derecho Privado Romano6


§ 11-

215
RAFAEL DOMINGO

Pero la confusión entre auctoritas y potestas no sólo se


ha producido en el terreno de los hechos, sino que tam-
bién — y esto sea quizá lo más perturbador— en el pura-
mente conceptual. En efecto, la evolución del concepto
autoridad hacia la idea de poder —como ha demostrado
recientemente Alvaro d'Ors en su contribución al home-
naje a Fernández-Galiano2— se debe fundamentalmente
al hecho de que los griegos no disponían de una pala-
bra para traducir la auctoritas romana, pues respondía a
una realidad jurídica totalmente desconocida en el
mundo helenístico3. Por eso Dión Casio (55, 3, 5) trans-
cribe este término sin traducirlo, y declara no hallar
palabra griega alguna de idéntico sentido que auctoritas.
Sin embargo, el problema de la traducción griega de
auctoritas se planteó oficialmente al traducir al griego las
Res gestae, donde, lógicamente, este término aparece con
relativa frecuencia. «Allí podemos ver —observa d'Ors—
cómo algunas veces se elude la dificultad prescindiendo
de la palabra latina en la versión griega; otras veces se
habla de dogma para referirse a la decisión del Senado
(auctoritas senatus = dogma syncletou), y, cuando se trata
del importante término auctoritas Principis, se acude a
axioma, que es propiamente el equivalente de dignitas,
algo claramente distinto de auctoritas; al hecho de sobre-
salir en la auctoritas y no en el poder alude Augusto al
decir axiomati panton dienenka. De esta versión oficial de
auctoritas por axioma se hace eco el mismo Dión Casio
(53, 18, 2), a pesar de haber reconocido la dificultad
para traducir auctoritas; y la contrapone a la dynamis,
que puede entenderse concretamente como imperium,
mejor que como genérica potestas, de la que el equiva-
lente griego más exacto podría ser exousia»4.
2. Auctoritas-authentia-authentkum (1984, I).
3. Vid. cap. I sobre la experiencia romana.
4. Auctoritas-authentia-authentkum (1984, 1) 375. Vid. t a m b i é n Doce
proposiciones sobre el poder (1979, 5) nota 8; y Derecho y ley en la expe-

216
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

En ocasiones, la auctoritas senatus no se traduce por


dogma, sino por gnome, que por tener un sentido pruden-
cial puede semejarse más al sentido romano. Pero,
según d'Ors, el término griego que más se utiliza para
traducir auctoritas tanto en sus aplicaciones de Derecho
público como privado es authentia, que significa poder
originario. En esta equivalencia encuentra nuestro autor
el primer germen de la confusión del concepto de aucto-
ritas con el de poder superior del que dependen otros
delegados. En efecto, mientras que la auctoritas romana
es un saber reconocido y, por ende, indelegable, la au-
thentia es un poder no delegado, si se concibe realmente
como primario, pero esencialmente delegable.
De la sinonimia establecida entre auctoritas y authen-
tia deriva también la introducción en la lengua latina
del vocablo authenticum, que procede del adjetivo griego
authentikos, y, que lo mismo que authentia, expresa la
idea del poder originario no delegado, del que dependen
los otros poderes. Pero «aunque ése sea el sentido propio
de authentikos —advierte d'Ors—, sin embargo, era expli-
cable que el adjetivo, luego sustantivo, sirviera para dis-
tinguir el escrito documental de propia mano del que
derivan las copias que del mismo se pueden hacer. Este
nuevo sentido aparece en la terminología documental
de época romana, en las provincias orientales del Impe-
rio, y lo encontramos propiamente en Egipto»5. Es decir,
authenticum es el documento original que debe contras-
tarse con la copia como garantía de fidelidad. Observa
agudamente nuestro autor cómo en esta relación puede
verse un reflejo del significado romano de auctoritas tra-
ducido por authentia, ya que la auctoritas servía para dar
plenitud a un acto que no lo tiene por sí mismo al

rienda europea desde una perspectiva romana (i984, 5). Sobre exousia,
vid. Las traducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento (1979, 2).
5. Auctoritas-authentia-authenticum (1984, 1) 379.

217
RAFAEL DOMINGO

igual que la copia documental requiere la comprobación


del original para su validez jurídica.
Sin embargo, es en la Edad Media cuando el tér-
mino authenücum tiene mayor aceptación. «En el desa-
rrollo medieval —escribe d'Ors—, la relación con auctori-
tas aparece expresamente: authentkum equivale a auctori-
tate receptum, 'auctoritate plenurrí (vid. Du Cange s. v.) y
se llama Authenticae a las leyes de Justiniano en versión
latina de cuya autenticidad se había dudado en un pri-
mer momento, pero fue luego reconocida. De todos
modos, aparte del sentido principal de documento origi-
nal, encontramos también otras aplicaciones especiales
como las authenticae personae (magnates), authentica hebdó-
mada (Semana Santa o Mayor), authentici noti (notas
musicales impares, consideradas como las primeras de
la octava), etc., en las que vemos todavía el antiguo
sentido griego de superior potestad: un residuo persis-
tente del sentido originario de 'authentia'»6.
Así, pues, el término latino auctoritas, al ser tradu-
cido por authentia, conectó con el neologismo authenti-
cum y vino a significar poder originario del que
dependen otros delegados. De aquí deriva precisamente
que en la actualidad tienda a llamarse autoridad a la
instancia superior de potestad que manda pero no eje-
cuta lo mandado, pues esta función es propia de los
«agentes de la autoridad»7. De todas formas, la distin-
ción entre autoridad y potestad no se ha perdido total-
mente, pues está en la misma naturaleza de las cosas, y
todavía conserva en ocasiones cierto matiz propio de su
sentido originario. Prueba de ello la tenemos en la
variedad de significados y sentidos que el Dicccionario

6. Ibidem, p. 380.
7. Vid. Prelección jubilar (1985, 3).

218
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

de la Real Academia de la Lengua española nos ofrece


sobre este término8.

2. Conceptos afines

La palabra autoridad, no sólo ha sido absorbida y


confundida con el concepto de potestad, sino que, a
veces, se emplea —como, según acabamos de ver, se
desprende del Diccionario de la Lengua— en el sentido
equívoco de honor y honra, conceptos que conviene
diferenciar antes de detenernos en el análisis de la auc-
toritas en relación con la potestas.
Pero quizá el término más próximo al concepto de
autoridad sea el de prestigio.
En sus escritos, d'Ors emplea la palabra prestigio
indistintamente pero, aunque en ocasiones lo utilice
como sinónimo de autoridad9, con carácter general dife-
rencia ambos conceptos; de ahí que en ningún escrito

8. «Autoridad: Carácter o representación de una persona por su


empleo, mérito o nacimiento. 2 Potestad, facultad. 3 Potestad que en
cada pueblo ha establecido su constitución para que le rija y gobierne,
ya dictando leyes, ya haciéndolas observar, ya administrando justicia.
4 Poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada,
como el padre sobre los hijos, el tutor sobre el pupilo, el superior sobre
los inferiores. 5 Persona revestida de algún poder, mando o magistra-
tura. 6 Crédito y fe que, por su mérito y fama, se da a una persona o
cosa en determinada materia. 7 Ostentación, fausto, aparato. 8 Texto,
expresión o conjunto de expresiones de un libro o escrito, que se citan
o alegan en apoyo de lo que se dice. 9 'Pasado en autoridad de cosa
juzgada' Loe. Der. Se dice de lo que está ejecutoriado. 10 En sentido
figurado, se dice de cualquiera cosa que se da por sabida y de que es
ocioso hablar.» (vigésima ed., Madrid 1984).
9. «Pero authentia —escribe d'Ors— es poder originario y auctoritas, en
cambio, es saber reconocido, prestigio». En este mismo escrito advierte
que «el Senado romano carece de poder político y sólo cuenta con lo
que podríamos llamar prestigio» (Auctoritas-authentia-authenticum [1984,
1] pp. 378 y 376). Vid también Una introducción al estudio del Derecho''
(1976, 1) § 84.

219
RAFAEL DOMINGO

defina el prestigio como el saber socialmente recono-


cido. En Doce proposiciones sobre el poder observa d'Ors, por
ejemplo, la confusión del General De Gaulle de fundar
su prestigio en su autoridad ligada a la legitimidad10;
en su artículo Legitimidad se refiere a la autoridad como
«prestigio del que sabe y carece de poder»"; en su estu-
dio sobre la raíces romanas de la colegialidad dice que
«la autoridad se funda en el prestigio de una prudencia
personal e intransferible»12; en Autarquía y Autonomía
señala que «no faltan tampoco otras formas de distin-
guir el poder con la autoridad, sea por el prestigio o
aceptación popular, sea por la despersonalización del
poder superior oculto, etc.»13.
Aunque en latín praestigium, derivado del verbo
siringo (apretar), conservaba el sentido peyorativo de
engaño, en el lenguaje moderno el prestigio es el reco-
nocimiento social de una virtud humana, moral o téc-
nica. Por eso mismo, mientras que la autoridad es el
saber socialmente reconocido, el prestigio puede ser
definido como la virtud socialmente reconocida.
El prestigio es predicable tanto de la autoridad como
de la potestad y, por esta razón, ni la autoridad ni la
potestad presuponen el prestigio necesariamente. En un
futbolista seleccionado en el equipo que representa a su
país en los Mundiales, en un experto jugador de naipes,
en el funcionario constante, ordenado y trabajador, lo
que el grupo social reconoce es una virtud moral o téc-
nica, pero no un saber; el futbolista, el jugador de nai-
pes y el funcionario tienen prestigio, no autoridad.
Una persona puede estar revestida de autoridad y no
tener prestigio; tal es el caso del sabio profesor universi-

10. 1979, 5 p. 118.


11. 1979, 3 p. 152.
12. En torno a las raíces romanas de la colegialidad (1964, 4) 99.
13. 1981, 2.

220
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

tario que cumple negligentemente con su labor docen-


te. También el hombre de potestad puede o no tener
prestigio; un general que sale victorioso de un conflicto
bélico tendrá potestad y prestigio, pero si por falta de
diligencia pierde una determinada batalla perderá su
prestigio, aunque no su potestad.
Distinto del prestigio es la fama, palabra que pro-
viene del verbo latino fari (hablar). Se podría definir la
fama como la opinión social favorable o no, pues un
hombre puede tener buena o mala fama ya que
depende de una instancia ajena a él mismo. La repu-
tación también puede ser buena o mala pero, a dife-
rencia de la fama, aquélla conlleva cierta valoración
moral, no intrínseca al concepto de fama, cuya valora-
ción puede ser exclusivamente técnica. Un cantante,
por ejemplo, puede tener buena fama y mala repu-
tación.
En sus orígenes, la fama se refería a los muertos y
la reputación a los vivos, pero en la actualidad esta
distinción de matiz se está perdiendo. Por eso, de un
intelectual nazi fallecido en un país democrático puede
decirse que tiene mala fama, pero no mala repu-
tación.
También se emplea como sinónimo de autoridad la
palabra competencia; se habla, por ejemplo, de que
Fulano o Mengano son competentes en el ejercicio de
su profesión o de que el nuevo catedrático es persona
competente. Pero la palabra competencia deriva del
latín cum petere, y petere significa pedir, dirigirse (petere
Romam) o tender (de este sentido procede la palabra
castellana apetito). Competencia es lo que se conviene
con un fin común, y en latín aparece como idoneidad
para cumplir una misión. Como petere es propio de la
voluntad, la competencia se refiere a la unión en la
potestad, y no en la autoridad. Sin embargo, en la

221
RAFAEL DOMINGO

actualidad la palabra competencia ha perdidio práctica-


mente este sentido orgánico y ha sido sustituido por el
sentido individual.
Por último conviene diferenciar la auctoritas del
honor y la honra. Honor procede del latín honos (cargo
público) y tiene el sentido de respetabilidad hacia una
persona por el oficio que desempeña, por la institución
que encarna. La palabra honra —que procede del verbo
honorare y éste, a su vez, de honos— tiene, en cambio, un
sentido más personal, más moral y natural, y no está en
relación con el oficio como el honor; por eso, el honor
parece adquirirse en razón del oficio, en tanto que la
honra es algo natural de la persona: es el patrimonio
espiritual de cada persona en cuanto que es una deter-
minada persona. Así, se habla más propiamente del
honor de la madre, pero de la honra de la mujer.
En conclusión: ni la autoridad presupone el honor,
la honra, el prestigio, la fama, ni estos términos prejuz-
gan la autoridad.

3. Análisis de la definición orsiana de autoridad y de po-


testad

A partir del año 1968, d'Ors comienza a definir rei-


teradamente la autoridad como «saber socialmente reco-
nocido» y la potestad como «poder socialmente recono-
cido». El hecho de que casi durante diez años de su
vida el autor haya estado perfilando sus antiguas for-
mulaciones de autoridad y potestad y de que, desde el
año mencionado hasta nuestros días, haya mantenido la
definición propuesta, nos induce a pensar que detrás de
las palabras que integran su definición hay un riquí-
simo contenido repleto de matices que conviene anali-
zar detalladamente.

222
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

a) Saber y poder

En principio, para que una definición esté bien


construida debe contener el género y la especie. El
género, en la definición orsiana de la autoridad, es el
saber y en la de potestad, el poder, siendo en ambas
idéntica la especie: el reconocimiento social. Esta mati-
zación del pensamiento orsiano nos parece de sumo
interés, no sólo para comprender la teoría de la auctori-
tas, sino por considerarla una de las mejores aportacio-
nes de d'Ors al campo de la filosofía social. En efecto,
la actual confusión entre autoridad y potestad y la faci-
lidad de absorción de la autoridad por la potestad, en el
fondo, derivan de no haber comprendido esta distinción
en el género y, por tanto, de considerar a la autoridad
como una especie del poder in genere.
«Del mismo modo que en la vida individual pueden
y deben distinguirse estas dos potencias del alma, —es-
cribe d'Ors— la inteligencia y la voluntad, aunque en
los actos que ellas producen se presenten combinadas,
así también en la vida social, como humana que es,
pueden y deben distinguirse los actos de la inteligencia
de los de la voluntad. Sólo en Dios la omnisciencia y la
omnipotencia absolutizan sus actos de tal modo que es
difícil distinguir Su saber de Su querer»M.
En efecto, la radical diferencia entre saber y poder
se halla en que el primero es expresión del entendi-
miento y el segundo de la voluntad. El saber, en cuanto
tal, es personalísimo, es decir, indelegable, pues está
intrínsecamente unido a la persona que lo tiene. Esta
esencial indelegabilidad del saber es compatible, natu-
ralmente, con su comunicabilidad, condición necesaria
para que sea reconocido.

14. Autoridad y potestad (1964, 2) 93.

223
RAFAEL DOMINGO

El término saber en la definición orsiana está


empleado en su sentido más amplio, incluyendo tanto
el saber común o vulgar como el científico e, incluso, el
técnico. Por esto mismo, en Doce proposiciones sobre el
poder, por ejemplo, nuestro autor dice que «en la medida
en que un saber personal no es reconocido socialmente
queda reducido a pura ciencia o conocimiento sin auto-
ridad»15. En efecto, si d'Ors empleara la palabra saber
en un sentido predeterminado y concreto diría lógica-
mente que el saber no reconocido quedaría reducido a
puro saber, pero no a ciencia o conocimiento. La pala-
bra ciencia, como puede observarse también, se utiliza
aquí en su sentido más amplio, que coincide precisa-
mente con el originario de scire, pues el saber suscepti-
ble de convertirse en autoridad no necesariamente debe
ser científico, metódico o autorreflexivo.
Si no utiliza d'Ors la palabra conocimiento como
elemento integrante de su definición de autoridad es
porque no coincide exactamente con el término saber.
Se puede decir «Pepe conoce el inglés» o «Pepe sabe
inglés», pero no «Pepe sabe Roma» en vez de «Pepe
conoce Roma». De todos modos, cuando d'Ors habla del
conocimiento en sus escritos, no se está refiriendo a su
sentido fenomenológico de aprehender, esto es, al acto
por el cual un sujeto capta un objeto, sino al saber en
su sentido más amplio. Es más, nos atreveríamos a
decir que en el concepto de saber de la definición
orsiana de autoridad se incluye tanto la episteme como la
doxa, el saber y la opinión, pues, como advertía Platón,
la doxa no es simple no saber, sino que se sitúa entre la
ciencia y la ignorancia. Si según el aforismo orsiano
«pregunta el que puede; responde el que sabe», en el
concepto de saber d'Ors incluye la opinión porque con

15. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) n ú m . 9.

224
TEORÍA DE L4 «AUCTORITAS»

relativa frecuencia se pregunta no para conocer un dato,


sino para contrastar pareceres.
El saber de autoridad, por lo tanto, puede ser intui-
tivo, deductivo, proceder de la experimentación, de la
observación, etc., hasta el extremo de considerar que los
miembros de una oficina de información tienen un
saber —aunque sea a través de un ordenador que les
suministre los datos— convertible en autoridad mediante
el reconocimiento social.
De los escritos de nuestro autor también se des-
prende que el saber de autoridad debe ser personal y
reconocido. Su carácter personal deriva de que sólo las
personas tienen entendimiento; de ahí que en sus Doce
proposiciones sobre el poder advierta la gravedad del «abuso
de apelar a las máquinas como órganos de consejo, es
decir, de autoridad»16. Por su parte, el participio «reco-
nocido» cualifica al saber de autoridad añadiéndole un
matiz fundamental: su exteriorización por medio de
palabras tanto orales como escritas.
La palabra es la expresión de la autoridad; por eso,
en las miniaturas medievales el gesto de la mano con
dos dedos levantados —el índice y el corazón, funda-
mentalmente— indica que se está hablando, es decir,
ejerciendo una función de magisterio, propia de la
autoridad17.

16. Ibidem, p. 115.


17. La palabra también es expresión de la Verdad, término que
formó parte de la definición orsiana de autoridad hasta que fue sus-
tituido por saber. Quizás, una de las razones de este cambio sea que
para nuestro autor parece claro que «si la Verdad debe consistir en
la adecuación de términos homogéneos, como son las palabras entre
sí, pero a unas palabras absolutamente ciertas, la Verdad sólo puede
consistir en la adecuación a la Palabra de Dios, al Verbo divino (...).
Y si Jesucristo es la Verdad por ser el Verbo divino, toda la Verdad
que los hombres debemos alcanzar debe buscarse por la adecuación
de nuestras palabras a las del Verbo. En Él está el contraste de toda
la Verdad. Toda la Verdad es, pues, algo revelado, que no se nos da

225
RAFAEL DOMINGO

El saber susceptible de reconocimiento es necesaria-


mente operativo, en el sentido de instrumento, media-
ción, servicio. No sin razón Persio escribía en sus Sátiras
(1, 27) «scire tuum nihil est nisi te scire hoc sciat alter», «tu
saber no es más que el que otro sepa que tú lo sabes». En
efecto, puede darse —y de hecho se da con frecuencia—
un saber que no sea reconocido actualmente y carezca
por esta razón de autoridad. «En la historia de la Ciencia
— comenta d'Ors— es frecuente la aparición de grandes
avances que empiezan por carecer de toda autoridad, y
sólo la adquieren por un reconocimiento muy poste-
rior»18. Una persona, por tanto, puede revestirse de auto-
ridad con posterioridad a su muerte por carecer en vida
del reconocimiento social de su saber. De aquí deriva
precisamente la idea del pensamiento orsiano de que los
vivos pueden ejercer también la potestad, pero los muer-
tos sólo la autoridad, porque precisamente, al no vivir, ya
sólo se les puede reconocer un saber personalísimo, por
lo que dijeron o escribieron19.
El término poder se emplea en la definición de
potestad en su sentido más genuino de virtus, palabra
latina derivada de vir y ésta, a su vez, de vis. Vis es la
fuerza, y en particular la fuerza ejercida contra alguien
—vim aferré alicui—, la violencia. La virtus, en cambio,
hace referencia a la fuerza positiva, no a la negativa de
la violencia; es la fuerza natural y propia de una per-
sona, o incluso de una cosa.

directamente, sino que, por sí misma, está oculta, y sólo por una
especial revelación nos llega a ser conocida (...). La Historia, como
toda otra ciencia, puede buscar y aun parcialmente lograr una gran
objetividad, exactitud, autenticidad, en fin, certeza humana, pero la
Verdad, lo que es la Verdad, sólo le puede venir por una revelación
del Verbo que ocasionalmente y graciosamente le es dada». (Objetivi-
dad y Verdad en Historia [1984, 3] pp. 329-330).
18. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) nota 9.
19. Vid. Cambio y Tradición ( 1 9 8 5 , 1).

226

J
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

En 1978, nuestro autor definía el poder como «la


disposición personal de los medios necesarios para orga-
nizar efectivamente la convivencia de un grupo social»20.
Aunque con esta definición d'Ors se estaba refiriendo al
poder constituido, puede servirnos para definir el poder
in genere modificando el término organizar por configu-
rar o influir. En efecto, el poder es la disposición perso-
nal de los medios necesarios para configurar la convi-
vencia de un grupo social. Por eso, un sindicato, un
partido político, una confederación de empresarios tie-
nen poder, susceptible de convertirse en potestad por el
reconocimiento social, pues no cabe duda de que influ-
yen en la organización del grupo social21.
El problema que se plantea es averiguar dónde está
el límite entre la fuerza, no convertible en potestad por
el reconocimiento social, y el poder. Aunque en algunos
escritos d'Ors se muestre dubitativo, del conjunto de su
obra puede deducirse que la frontera entre el poder y la
fuerza está en la delegabilidad. En efecto, en tanto que
el poder es, en esencia, delegado, la fuerza es siempre
exclusivamente propia. Decimos que el poder es dele-
gado porque el que manda lo hace, en todo caso, por
delegación de alguien que suele mandar sobre él. Así, el
«matón» del pueblo tendrá fuerza y no poder propia-

20. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) núm. 1.


21. Ibidem, nota 3. Observa d'Ors cómo «un partido político, o un
grupo de presión económico no tienen poder en el sentido que aquí
usamos de este término, pues su fin no está en organizar efectiva-
mente a la sociedad que pretende dominar; en todo caso puede aspi-
rar al poder, pero no lo tiene actualmente, al menos fuera del
ámbito estricto de la misma organización del partido o grupo de
acción.» Como el autor se está refiriendo al poder constituido, se
explica que no admita el poder de un partido político de la oposi-
ción, pues no organiza de modo efectivo la sociedad. Pero prueba de
que no se niega, en general, que un partido pueda tener poder es
que en Una introducción al estudio del Derecho3 (1976, 1) § 84 afirma
rotundamente que los partidos políticos son órganos de poder.

227
RAFAEL DOMINGO

mente, pues nadie se lo ha delegado. Pero que sea esen-


cialmente delegado el poder no quiere decir que siem-
pre deba pertenecer a un orden general preestablecido o
jerárquico; por eso, el tribuno de la plebe, por ejemplo,
tiene poder aunque ocupe posición aparte respecto de
los magistrados, al ser elegido por lo concilios plebeyos.
Esta es la razón por la que d'Ors afirma que «el poder
se presenta en forma plural. Esta pluralidad resulta
unas veces por delegación derivada de un poder más
pleno, y surge otras veces, naturalmente, con mayor o
menor autonomía»22. En efecto, la autonomía del poder
no implica la ausencia de delegación, sino la no inclu-
sión en un orden lineal y gradual. Un sindicato no
legalizado, es decir, no reconocido oficialmente, tiene
un poder ad intra para con sus afiliados, y si influye
efectivamente en la organización del grupo social, tam-
bién tendrá un poder ad extra convertible en potestad
mediante el reconocimiento social no oficial. El poder
del sindicato es delegado —procede de sus afiliados en
este caso— aunque, por carecer del reconocimiento ofi-
cial, no está incluido en un orden general o jerárqui-
23
co
El poder, lo mismo que el saber, es siempre perso-
nal, en el sentido de que lo ejercitan las personas, y
también debe ser reconocido para convertirse en potes-
tad. Por esto, el Pueblo tiene poder pero no potestad
pues, al ser concebido a la vez como poderdante y apo-
derado, esta ausencia de alteridad impide reconocer
socialmente el poder popular. Sin embargo, a diferencia
del saber, que debe ser exteriorizado por medio de pala-
bras para ser reconocido, el poder, como es esencial-
mente delegado, conlleva intrínsecamente su propia
22. Ibidem, núm. 3.
23. Cuando hablamos del poder del Pueblo o del poder de un sindi-
cato, etc., lo hacemos en sentido traslativo, para evitar circunlocuciones
innecesarias que manifiesten el carácter personal del poder.

228
TEORIA DE LA «AUCTORITAS»

exteriorización, ya que requiere un previo acto de dar


poder, un apoderamiento. Es decir, en tanto el origen
próximo del saber está en la misma persona que sabe, y
por eso debe exteriorizarlo para que sea reconocido, el
origen del poder no está en la persona que lo ejercita,
sino en una persona ajena que se lo ha delegado.

b) El reconocimiento social

El reconocimiento social es el elemento que interre-


laciona íntimamente la autoridad con la potestad pero
sin confundirlas, porque, aunque ambas requieran ser
socialmente reconocidas, el reconocimiento no unifica
sino que actúa como común denominador, de la misma
manera que la posesión es indiferenciada en tanto que
la causa tipifica el derecho que se tiene.
Alvaro d'Ors emplea el término reconocimiento
como sinónimo de aceptación24. Sin embargo, nos
parece interesante para la teoría de la auctoritas diferen-
ciar ambos conceptos. Reconocimiento es un término
que procede del verbo latino cognosco y, como tal, perte-
nece al ámbito del entendimiento; la aceptación, en
cambio, procede del verbo accipere y se predica en todo
caso de la voluntad. Pese a que existan algunas excep-
ciones, puede establecerse con carácter general —preci-
samente porque responde a su sentido originario— que
«se reconocen las personas; se aceptan los actos»—25. En

24. «El poder —decía en 1978—, en cuanto es aceptado por el


grupo por él organizado, se llama potestad» (Doce proposiciones sobre el
poder [1979, 5] p. 111).
2 5. A veces, sin embargo, se emplea la palabra recognitio con
relación a los actos: así, por ej., la recognitio, en Derecho Canónico,
es la aprobación pontificia de una decisión de la Conferencia Epis-
copal; se habla también en Derecho Procesal de reconocimiento
judicial, etc.

229
RAFAEL DOMINGO

efecto, se puede decir «aunque te vi no te reconocí»,


pero no «aunque te vi no te acepté»; en todo caso, este
«no te acepté» implicaría un acto de voluntad y no de
entendimiento, y un acto de voluntad correlativo de
otro quizá tácito del «no aceptado». Por otro lado, se
acepta una donación, un requerimiento, un pago, pero
no se reconoce; «reconocer una deuda» equivale propia-
mente a reconocerse personalmente deudor del relativo
acreedor. Quizá la traditio pueda servirnos de ejemplo
para captar el matiz diferencial entre el reconocimiento
y la aceptación. En este modo más ordinario de adquirir
la propiedad, el acápiens —verdadero protagonista— rea-
liza un acto de poder, en tanto que el tradens permanece
pasivo limitándose a permitir que el accipiente tome
posesión de la cosa; es decir, el acápiens acepta la cosa
ajena como suya y el tradens acepta que el accipiente
realice un acto positivo de poder. Ahora bien, si el tra-
dens acepta que el accipiente tome la cosa —acto de
voluntad—, es precisamente porque le reconoce —acto
de entendimiento anterior al de la aceptación—, y si el
acápiens se atreve a realizar un acto positivo de poder
sobre cosa ajena —acto de voluntad—, es porque reco-
noce al tradens —acto de entendimiento—. En otros tér-
minos: como el tradens y el acápiens se reconocen
simultáneamente, se hace posible la aceptación.
Esta distinción entre la aceptación y el reconoci-
miento sirve en la teoría de la auctoritas para separar el
reconocimiento personal de la autoridad o de la potes-
tad de la aceptación de los actos que realizan las perso-
nas revestidas de autoridad o de potestad. Un sentencia-
do, por ejemplo, puede reconcer la autoridad del juez
que dictó sentencia pero no aceptar el contenido de la
resolución; o un opositor puede reconocer la potestad
del Ministro pero no aceptar el contenido de una orden
ministerial sobre el acceso a cátedras.

230
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

«En noviembre de 1968 —escribe d'Ors— los estu-


diantes de Oxford se resistían a registrar sus asociacio-
nes ante los 'proctors': Tras algún forcejeo, los secreta-
rios de aquéllas se presentaron al fin ante los 'proctors',
pero haciendo la siguiente salvedad: 'Our attendance on
you is more in deference to your power than in recog-
nition to your authority'26». Los estudiantes de Oxford
diferenciaron la autoridad de la potestad pero confusa-
mente, ya que lo que hicieron realmente fue reconocer
una potestad sin aceptar el acto concreto de la mis-
ma potestad.
Podría pensarse que si el reconocimiento pertenece
al entendimiento, sólo la autoridad podría reconocer y,
por ende, tanto el reconocimiento de la autoridad como
el de la potestad corresponderían a la autoridad. Sin
embargo, hay que advertir que, si bien el reconoci-
miento implica cierto saber en el sujeto que reconoce,
este saber deberá estar socialmente reconocido para
constituirse en verdadera autoridad.
El reconocimiento social es un hecho social, por eso
su estudio corresponde —siguiendo la clasificación orsia-
na— a la Ciencia de la organización social, integrada en
la Geonomía, y precisamente por tratarse de un hecho
es difícil medirlo cuantitativa o cualitativamente, ya que
no puede formalizarse. «El reconocimiento o aceptación
del poder27 —escribe d'Ors— puede ser más o menos
unánime; en todo caso, sería ingenuo pensar que un
poder declarado despótico a posteriori no hubiera podido
ser considerado como poder reconocido, es decir, no
hubiera sido potestad, pues es un hecho comprobado
que los órganos que luego parecen despóticos no deja-
ron de tener en su momento una aceptación popular

26. Autoridad y potestad (1964, 2) 106-107.


27. En este texto también considera el autor el reconocimiento
como sinónimo de aceptación.

231
i!

RAFAEL DOMINGO

suficiente; quiere esto decir que, en ningún caso, debe


cifrarse el reconocimiento en un escrutinio de sufragios,
por lo demás, nunca absolutamente auténtico ni, desde
luego, estable. Por otro lado, el hecho de la aceptación
es enormemente complejo, en primer lugar, porque las
técnicas de reducción del consenso popular son tales
que nunca se sabe si el sufragio colectivo corresponde a
una voluntad real singularmente considerada, y cada
vez es más frecuente el caso de quien se une positiva-
mente a un sufragio, pero reconoce privadamente su
radical discrepancia; en segundo lugar, porque los pode-
res directamente reconocidos no son más que agentes
subordinados a otros superiores y supranacionales, que
son desconocidos, de suerte que el sufragio al poder
aparente viene a corroborar al poder real pero descono-
cido: se 'reconoce' así lo 'desconocido'. Todo esto hace
que el reconocimiento no pueda ser tenido en cuenta
más que como un inconcretable dato de hecho»28.
De estas razones señaladas por d'Ors se deduce clara-
mente que no es necesario que la totalidad del grupo
social reconozca el poder o el saber, ni tampoco la
mayoría del mismo grupo, sino que el reconocimiento
siempre es relativo, aunque suficiente para que el saber
no sea pura «ciencia» y el poder mera «fuerza»29. De
hecho, en el ámbito científico se habla de autoridad
cuando a un especialista se le reconoce su saber en un
sector determinado por muy reducido que sea30.

28. Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5) 114.


29. Vid. Autoridad y libertad (1962); e Introducción civil al Derecho
Canónico (1985, 2). La potestad no reconocida socialmente se reduce
a simple poder. Pero puede suceder que el sujeto delegante revoque
la delegación que hizo de poder al verse influenciado por la ausen-
cia de reconocimiento social, por lo que la potestad se convertiría en
«fuerza». No es, por tanto, equívoca la expresión empleada por nues-
tro autor.
30. Sobre la posible tentación de los intelectuales de asumir el
poder por no tener reconocido su saber comenta d'Ors: «Y nada más

232
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

El reconocimiento que convierte el saber en autori-


dad y el poder en potestad debe ser plural, de grupo,
social, pero no necesariamente «público». Lo público
strkto sensu tiene un sentido jurídico —porque se refiere
al Pueblo como constitutivo de personaldiad jurídica— y
hace referencia a lo estatal. Así, por ejemplo, el actual
Ministerio de Educación se denominaba antiguamente
Ministerio de Instrucción Pública. El término «público»,
sin embargo, se emplea a veces con un sentido socioló-
gico; v. gr. cuando hablamos de opinión pública o
espectáculo público le estamos dando a público este
sentido sociológico, pues en sentido jurídico tanto el
espectáculo como la opinión son privados ya que no
pertenecen al Estado. En el fondo, entre lo social y lo
público en sentido jurídico existe la misma diferencia
que entre la Sociedad y el Estado: lo social es más
amplio que lo público, porque lo social puede compren-
der lo público pero lo público no abarca necesariamente
lo social.
Atendiendo al origen de la causa, el reconocimiento
social puede clasificarse en oficial y no oficial, enten-
diendo por oficial el reconocimiento que procede del
poder constituido que organiza efectivamente la socie-
dad31. El simple reconocimiento oficial, por ser parte
integrante del reconocimiento social, es susceptible de
convertir el saber en autoridad y el poder en potestad.
Un abogado, un arquitecto, un médico, por muy igno-
rantes que sean, tendrán cierta autoridad, pues, oficial-
infeliz que la tentación de acceder a la potestad, pues, siendo el intelec-
tual de suyo una persona sin fuerza, cuando aspira a tenerla suele
ansiarla con una desmedida concupiscencia, y suele abusar de ella si
acaso llega a conseguirla. Ordinariamente no se da este exceso en un
verdadero intelectual, pero siempre resulta difícil superar una cierta
amargura que causa el no alcanzar la autoridad que el saber por sí
mismo tiende a lograr» (El Epistolario de Capograssi [1981, 1] p. 1159).
31. No se emplea, por tanto, la palabra oficial en su sentido
genuino «en razón del oficio».

233
RAFAEL DOMINGO

mente, tienen reconocido un saber por la expedición del


título universitario y su inmatriculacion en sus respecti-
vos colegios. Pero demos un paso más: el reconoci-
miento oficial, e incluso el reconocimiento social in
genere, en ocasiones, tienen su origen en un acto jurí-
dico de la potestad; así el reconocimiento social del
saber de un letrado del Consejo de Estado deriva, en
gran parte, del acto jurídico de nombramiento publicado
en el BOE. La impureza de muchos órganos formados
por personas revestidas de autoridad deriva precisa-
mente de estas implicaciones de la potestad. «Un sis-
tema de autoridad independiente —escribe d'Ors— sólo
puede darse si existen órganos de consejo desprovistos
de poder, también del legislativo, cuyo prestigio social
les permite desautorizar a la potestad»32. En efecto,
cuando mediante un acto de potestad se origina un
reconocimiento oficial pero no social in genere, la autori-
dad viene a convertirse en un instrumento en manos
del poder. Por eso d'Ors advierte con cierta frecuencia
que la clave de la teoría de la auctoritas se encuentra en
la distinción entre el augur y el harúspice33. Tanto uno
como otro están revestidos de autoridad, pero en tanto
el augur es un consejero independiente que limita y
controla la potestad del gobernante, el harúspice es un
instrumento del poder al que sirve fielmente en razón
de su dependencia. Esta conversión del augur en harús-
pice no es simplemente un hecho histórico de la expe-
riencia romana, fruto de unas circunstancias determina-
das, sino una realidad actual, empleada por las moder-
nas democracias como instrumento de opresión. La céle-
bre frase de Francisco Bacon ipsa scientia est potestas

32. Una introducción al estudio del Derecho'' (1976, 1) § 84. Se


observa que d'Ors emplea el término prestigio como sinónimo de
autoridad.
33. Vid. Inauguratio (1973, 4); y el cap. I sobre la experiencia
romana.

234
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

puede servir como lema de este hecho político patoló-


gico tan arraigado en el nuevo mundo tecnológico, en
el que el saber se convierte en instrumento del poder, y
deja de ser su límite natural.
Distinto de su origen es, pues, la causa del reconoci-
miento. Atendiendo a ella, el reconocimiento social de
la autoridad puede clasificarse en funcional o personal,
y el de la potestad, siempre funcional, en público
(administrativo o legislativo) o no-público.
Se observa cómo la causa —o razón por la cual se
reconoce socialmente un saber o un poder— es más
limitada en la potestad que en la autoridad. Esto se
debe a que la causa de la autoridad es el mismo saber
que puede ser reconocido tanto personalmente como en
razón de la función que desempeña en la sociedad; en
cambio, como la causa de la potestad no es propia-
mente el poder sino el acto de dar poder o apodera-
miento —precisamente porque el poder es delegado—
ésta será, en todo caso, funcional, pues el poder se da
para cumplir un fin determinado, que coincide con
la función.
El reconocimiento social funcional de la potestad
puede ser, a su vez, público (administrativo o legisla-
tivo) o no-público. El motivo de esta distinción es cons-
tatar la diferencia existente entre la sociedad en sí
misma y los modos efectivos de organizaría: Estados
confederados, federados, autónomos, reinos, repúblicas
en sentido lato, etc.
El carácter personal de la autoridad y de la potestad
no impide el reconocimiento en conjunto del saber de
algunas personas. Por esto, atendiendo al ejercicio, el
reconocimiento puede ser individual o colectivo.
Estas clasificaciones del reconocimiento social, así
como sus divisiones respectivas, no son incompatibles
entre sí. El reconocimiento social de un catedrático, por

235
RAFAEL DOMINGO

ejemplo, será en todo caso oficial atendiendo a su ori-


gen, pero esto no impide que tenga también un recono-
cimiento no-oficial si su saber es reconocido por el
conjunto del grupo social. Atendiendo a la causa, el
reconocimiento del mismo catedrático será siempre fun-
cional, pero no quiere decir que muchos catedráticos
tengan aparte un reconocimiento personal.
La finalidad de estas clasificaciones no es, por tanto,
cuantificar la autoridad o la potestad de una persona,
pues los hechos sociales —como hemos señalado— son
difíciles de valorar; lo que pretende es mostrar el juego
del reconocimiento social en la teoría de la auctoritas.
Quizá podamos aclarar estas distinciones con algu-
nos ejemplos. Comenzaremos por el reconocimiento so-
cial de la autoridad.
El reconocimiento social de un curandero será, aten-
diendo a su origen, no-oficial; atendiendo a la causa,
personal, y atendiendo, por último, al ejercicio, indivi-
dual. El reconocimiento social de un juez de primera
instancia será oficial, funcional e individual en razón
del ejercicio. Sin embargo, los miembros del Consejo de
Estado tendrán un reconocimiento oficial, funcional y
colectivo, sin perjuicio —como hemos dicho— del reco-
nocimiento no-oficial, personal e individual que cada
miembro puede tener singularmente. Los miembros de
una escuela científica pueden tener un reconocimiento
no-oficial, personal y colectivo.
Por otra parte, el reconocimiento social de la potes-
tad de un recaudador de impuestos será oficial, funcio-
nal, público-administrativo e individual; el de un par-
lamentario, oficial, funcional, público-legislativo y colec-
tivo; el del jefe de un partido político de oposición es
un reconocimiento oficial, funcional, no-público, e indi-
vidual; el de los miembros de la ejecutiva de un sindi-
cato es oficial, funcional, no-público, colectivo, pero si

236
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

el sindicato no está legalizado será no-oficial, funcional,


no-público, colectivo; etc.
Conviene tener en cuenta que, aunque en una per-
sona concurran todas las causas y orígenes de la causa
del reconocimiento social, no por ello tendrá una auto-
ridad superior a otra en cuyo reconocimiento no hay
concurrencia de causas. En efecto, la autoridad de un
sabio pensador sin titulación alguna, cuyo reconoci-
miento es no-oficial, personal e individual, puede ser
mayor que la autoridad de un catedrático de filosofía
(reconocimiento oficial, funcional, individual), miembro
de la Academia de Ciencias Morales (reconocimiento
oficial, funcional y colectivo), cuyo saber personal está
además reconocido por el grupo social (reconocimien-
to personal).
También es preciso advertir que, aunque cese una
causa del reconocimiento de una persona, su autoridad
no necesariamente disminuye. El reconocimiento social
de un catedrático, como hemos dicho, es oficial, funcio-
nal e individual; cuando se jubila cesa el reconoci-
miento oficial y funcional, pero ese catedrático jubilado
puede tener —y generalmente tiene— una mayor autori-
dad que cuando, en su juventud, obtuvo la cátedra, pese
a que haya variado la causa y el origen de la causa del
reconocimiento, que ahora será simplemente personal.
Otras veces, en cambio, el catedrático jubilado dejará de
tener autoridad, si no ha sido reconocido su saber en
razón de su persona, sino tan sólo por la función
que desempeñaba.
Conviene precisar, antes de terminar este apartado,
que el iter lógico del reconocimiento social es el
siguiente: el origen de la causa determina la función y
es la causa la que verdaderamente determina el recono-
cimiento. Por eso, cuando el origen determina el reco-
nocimiento directamente, se producen situaciones anó-

237
RAFAEL DOMINGO

malas. Permítasenos, una vez más, una anécdota: Alfon-


so XIII, por motivos de agradecimiento político, premió
con una cátedra de Derecho Romano a un ignorante
sevillano al que los alumnos hicieron creer que se aca-
baba de descubrir la decimotercera de las Doce Tablas.
Aquí, el origen —un acto de potestad— determinó el
reconocimiento sin atender a la causa, y por ello los
alumnos, aun conociendo el favor gracioso del nombra-
miento, se veían obligados a reconocer el saber del
ingenuo catedrático.

4. Características de la autoridad en relación con la potestad

Analizados los elementos integrantes de la defini-


ción orsiana de autoridad y de potestad, señalaremos a
continuación las notas esenciales que cualifican la auto-
ridad, poniendo especial énfasis en aquellas característi-
cas que la diferencian de la potestad.

a) Carácter personal

La nota más radical que separa la autoridad de la


potestad es que la primera es expresión del entendi-
miento y la segunda de la voluntad34. Pero esta esencial
distinción sirve, a su vez, para unificarlas necesaria-
mente en su carácter personal, pues si sólo las personas
tienen estas potencias del alma, sólo ellas también
podrán estar revestidas de auctoritas o potestas. De esta
afirmación se deduce que propiamente no existen órga-

34. Vid. Autoridad y potestad (1964, 2).

238
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

nos de autoridad o de potestad, sino órganos cuyos


miembros tienen autoridad o potestad, u órganos que
realizan funciones propias de las personas con autoridad
o con potestad ya que los órganos, de suyo, ni saben ni
pueden. Sólo, por tanto, en sentido traslativo es válida
la expresión órgano de autoridad o de potestad; sin
embargo, para evitar largas perífrasis o circunlocuciones,
la emplea d'Ors en sus escritos, ejemplo que seguiremos
una vez aclarado ya el matiz de simplificación.
De los escritos de d'Ors se desprende la identifica-
ción de la autoridad, aunque siempre personal, con los
órganos «consultivos», hasta el extremo de considerar
que pueden existir «órganos consultivos», es decir, «de
autoridad» en este sentido traslativo, en aquellos casos
en que las personas que lo integren no tienen autoridad
por su saber personal, sino exclusivamente a causa de
una designación oficial contingente, como puede ser la
de una comisión consultiva cuyos miembros han sido
designados por sorteo o, lo que es lo mismo, en repre-
sentación de determinados grupos de conflicto. Se
deduce de esto que, por ejemplo, el jurado podría ser
uno de esos órganos consultivos de autoridad mera-
mente contingente.
Cuando un órgano de potestad es consultado, se le
viene a reconocer por ello mismo una cierta autoridad
fundada en la información de que dispone oficialmen-
te35.
Puede parecer quizá algo forzada la identificación
del órgano consultivo con el órgano de autoridad en
sentido traslativo e, incluso, si se nos permite, contra-
dictoria, porque el aforismo orsiano dice que «pregunta

3 5. Sobre la identificación entre órgano consultivo y órgano de


autoridad en sentido traslativo, vid. Una introducción al estudio del
Derecho'' (1976, 1); Doce proposiciones sobre el poder (1979, 5); e Introduc-
ción civil al Derecho Canónico (1985, 2).

239
RAFAEL DOMINGO

el que puede; responde el que sabe», pero no «pregunta


el que tiene potestad y responde el que tiene autoridad».
Sin embargo, un examen detenido de esta identificación
entre el órgano de consejo y el de autoridad nos acla-
rará el profundo sentido de tal consideración.
Lo primero que conviene advertir es que esta postura
orsiana es perfectamente coherente con la experiencia
romana, donde hunde sus raíces la teoría de la auctori-
tas. Fijemos nuestra atención por un momento en la
auctoritas patrum y en la auctoritas testis.
El Senado romano, órgano de autoridad en sentido
traslativo, con funciones consultivas principalmente,
auténtico pilar y fundamento de la auctoritas, estaba
compuesto en su gran mayoría por ex-magistrados, per-
sonas que eventualmente habían sido revestidas de
potestad y posteriormente pasaban a formar parte del
Senado. Aunque la explicación del porqué de este
hecho la demos más adelante, sí conviene considerar
ahora que el Senado romano tenía autoridad —la aucto-
ritas patrum— a pesar de que sus componentes no fueran
elegidos en razón de su autoridad personal, sino por
haber participado en los honores. Es decir, el reconoci-
miento de la autoridad de los patres era oficial, funcio-
nal y colectivo, y nadie duda de que, aunque un
ex-magistrado fuera ignorante, por el hecho de ser
miembro del Senado, gozaba ya de autoridad, pese a
que anteriormente no la tuviera. Por tanto, de esta
experiencia romana se desprende que el hecho de for-
mar parte de un órgano consultivo ya, de suyo, implica
tener cierta autoridad.
En la actualidad ocurre lo mismo. Imaginemos que
por convenio colectivo se impone en cada empresa con
plantilla superior a quinientos trabajadores la creación
de un órgano consultivo compuesto por trabajadores
cuya misión es asesorar al comité directivo en materias

240
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

laborales. Naturalmente, los trabajadores que componen


el órgano no habrán sido elegidos por su autoridad per-
sonal, sino más bien por su prestigio —su virtud social-
mente reconocida—, pero por el hecho de formar parte
del órgano asesor ya se les reconoce funcionalmente su
saber y, por tanto, estarán revestidos de cierta autoridad.
En Roma, el concepto de auctoritas se aplicaba tam-
bién para referirse a los testigos, que pueden ser incul-
tos, pero, como han presenciado un hecho con relevan-
cia jurídica, se les reconoce oficialmente ese saber pun-
tual, y, por tanto, están revestidos de autoridad. La auc-
toritas testis es efímera, pues su reconocimiento es con-
tingente y temporal, pero es autoridad, que es lo que nos
interesa destacar ahora.
Por eso, si en el ejemplo anterior los miembros del
órgano consultivo de empresa son elegidos, no por los
trabajadores directamente, sino por sorteo, también
gozarán de cierta autoridad, cuyo reconocimiento será
funcional en todo caso. Igual que los testigos, los traba-
jadores, cuando cesen en su cargo, dejarán de tener esa
posible autoridad de asesores.
Tampoco choca con el planteamiento expuesto que a
un determinado órgano de potestad en sentido traslativo
se le asignen algunas funciones asesoras. El art. 124, 4
de la Constitución española establece que «el Fiscal
General del Reino será nombrado por el Rey, a pro-
puesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder
Judicial». El Consejo General del Poder Judicial cumple
en este caso una función asesora a pesar de ser un
órgano de gobierno como indica el tenor del art 122, 2
del texto constitucional. ¿Tiene autoridad este órgano o
solamente potestad? La respuesta es clara: el C.G.P.J. es
un órgano de potestad, pero de forma contingente y efí-
mera se le puede reconocer oficialmente, y en razón de
su función, un saber puntual que sí es de autoridad, lo

241
RAFAEL DOMINGO

mismo que el magistrado romano tiene potestad, pero


eventualmente realiza funciones propias de la autoridad;
de ahí que las fuentes hablen, en ocasiones, de la aucto-
ritas magistratus, como ya hemos visto36.
Ahora bien, que todos los órganos consultivos sean
de autoridad en sentido traslativo, es decir, que todos
los miembros de un órgano consultivo por el mero
hecho de formar parte de él tengan cierta autoridad, no
significa que todo órgano de autoridad sea consultivo,
pues existen órganos, por ejemplo los judiciales puros,
que, sin ser consultivos, son de autoridad. Esta es la
razón por la que ha sido necesaria la utilización en sen-
tido traslativo de la expresión órgano de autoridad, pre-
cisamente para establecer, también desde esta perspecti-
va, su distinción con los órganos de potestad. En efecto,
la clasificación de los órganos en consultivos, de gobier-
no, ejecutivos, de administración de justicia, etc. es
válida pero insuficiente porque, al hacerse en atención
a la finalidad del órgano, deberá ser aumentada cada
vez que se cree un órgano con finalidad distinta. Sin
embargo, la clasificación en órganos de autoridad y
órganos de potestad, como capta la esencia misma de la
función, es más permanente y omnicomprensiva.
El carácter personal de la autoridad y de la potestad
tampoco es incompatible con la expresión orsiana
«fuentes de autoridad» o «de potestad», pues, en el
fondo, toda fuente se reconduce a la persona que la
crea, de modo que, también en sentido traslativo, es
válida la expresión. En efecto, la ley —fuente de
potestad— la hace el legislador (ya sea magistrado, rey,
asamblea legislativa); la costumbre se la inventa una
persona, la practica el pueblo y se constituye en fuente
de autoridad al ser aplicada por el juez, lo mismo que

36. Vid. cap. I sobre la experiencia romana.

242
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

los principios generales del derecho. Además, si toda


fuente, como dijimos, se reconduce a la doctrina, y ésta
es obra de las personas conocedoras del derecho, toda
fuente es, en este sentido, personal'7.

b) Otras características

Si el ejercicio personal, tanto de la autoridad como


de la potestad, unifica parcialmente los conceptos, la
delegabilidad los separa a radice.
Como en los escritos orsianos se presupone, la dele-
gación es un tipo de transmisión que supone un vín-
culo de dependencia, de modo que el delegado queda
subordinado al delegante. Se diferencia, por tanto, de la
transferencia o transmisión no delegativa, en que ésta
no crea un vínculo de subordinación y, por eso, mien-
tras que la delegación puede ser revocada por el dele-
gante, la transferencia sólo puede ser revocada por
causas ajenas a la voluntad del que transfiere.
La potestad es delegada porque siempre procede de
alguien y, en último término, de Dios. «La idea de dele-
gación — comenta d'Ors— es esencial en toda potestad,
de modo que todo el que manda lo hace por delegación
de alguien que manda sobre él»38.
La potestad humana es también ordinariamente de-
legable, salvo que proceda expresa y directamente de

37. Vid. cap. II sobre las fuentes del Derecho.


38. La nueva idolatría (1983) 806 «Esa misma esencial delegación
de toda potestad —escribe d'Ors a renglón seguido— es la que
explica que el centurión del Evangelio (Le. 7, 8) diga que él manda
a sus subordinados y éstos le obedecen, porque él mismo está consti-
tuido bajo potestad: precisamente puede mandar porque él mismo es
un mandado, un 'apoderado'. Esa es la razón esencial de toda
potestad».

243
RAFAEL DOMINGO

Dios —en los oficios capitales, por ejemplo—, o en el


caso de limitaciones legales que excluyan la delegación.
En efecto, como la potestad se funda en la voluntad, la
voluntad del que tiene poder depende de la voluntad
del que lo ha recibido; y, como la voluntad ha sido
cedida, ésta puede a su vez cederse, salvo cuando uno
da su voluntad de modo personalísimo como, por ejem-
plo, en el mandato, donde no es delegable precisamente
porque se funda en una relación de confianza, por lo
que el mandante sólo enajena su voluntad de decisión
a la persona del mandatario y no a la que éste deter-
mine posteriormente.
La autoridad, en cambio, es indelegable e intransmi-
sible, pues el saber, como es personalísimo, no puede ni
delegarse ni transmitirse, sino sólo comunicarse, ya que
el hecho de comunicar el saber, aunque conlleve un
aumento del saber del sujeto receptor, no disminuye en
absoluto el saber del que lo comunica ni crea tampoco
un vínculo de subordinación o dependencia. Por esto
mismo, en la autoridad no es posible la sucesión al no
ser posible la transmisión. En la potestad, en cambio, sí
se da siempre una delegación, bien sea del mismo que
retiene la potestad, en cuyo caso hay una transmisión o,
cuando la cesión es definitiva, sucesión, bien sea de
aquél de quien el antecesor obtuvo una potestad por
delegación, en cuyo caso no cabe hablar propiamente de
transmisión o sucesión; tal es el caso, por ejemplo, de
las magistraturas romanas, en las que la delegación pro-
cede por vía de nueva elección popular; aunque el acto
mismo de creatio proceda del magistrado anterior, el ius-
sum procede del pueblo delegante: de la maiestas populi,
que delega el imperium en un magistrado superior.
Esta radical distinción entre la auctoritas y la potestas
en razón de la delegabilidad fue apreciada por d'Ors ya
en 1964, cuando la teoría de la auctoritas se encontraba

244
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

en sus primeros barruntos. Aunque el texto sea largo,


estimamos conveniente su transcripción por su carácter
histórico.
«El postulado de que tal estudio debe partir es el de
que puede darse representación en la potestad, pero no
en la autoridad. La razón es ésta: la potestad se funda
en un poder competente y no en la ciencia, en la que
se funda, en cambio, la autoridad; ahora bien, sólo el
poder es delegable, y la representación consiste precisa-
mente en esa delegación de un poder, en un 'apodera-
miento' de una persona por otra, es decir, en una
sustitución de la voluntad del representado. La voluntad
del representando tiene propiamente por objeto lo que
determine la voluntad del representante, y esto es posi-
ble precisamente porque existe una voluntad base del
representado, que el representante ha de dotar de conte-
nido concreto. El representante viene a decir: quiero lo
que mi representante declare querer. En este sentido, la
voluntad es alienable, no porque se renuncie a la propia
libertad, sino porque se incorpora a la propia voluntad
la determinación ajena. Este acto por el que se delega
la voluntad se llama mandato, que quiere decir precisa-
mente 'apoderamiento', cesión del poder de la 'mano'
(manum daré) (...). Otra cosa ocurre con la ciencia, en
que se funda la autoridad. Porque un acto de voluntad,
como es el mandato a un representante, no puede tener
por contenido un objeto tan ajeno a la voluntad como
es la ciencia. En otras palabras: el saber es personal e
intransferible; un conocimiento concreto, una noticia
puede sí ser comunicada y aprendida por otro, pero
resulta absurdo el reenvío de la propia autoridad a otra
persona, la substitución de un saber por otro. Como se
dice en el lenguaje vulgar, 'nunca es lo mismo'. Cuando
un enfermo va a consultar con determinado médico, y
aparece para atenderlo otro que el deseado ha dejado en
su lugar, como ocurre a veces, el enfermo siempre se

245
RAFAEL DOMINGO

hará esta reflexión, aunque se conforme con la necesi-


dad: 'no es lo mismo'. Ello se debe a que la autoridad
no es delegable, pues no es cosa de voluntad propia
sino de ciencia. El consejo, acto propio de la autoridad,
es siempre personalísimo».39.
Ha sido muy recientemente cuando d'Ors ha preci-
sado algunas de estas consideraciones de su prelección
de 1964 al afirmar que en las funciones de autoridad
cabe la sustitución, aunque no la representación; en las
de potestad, sin embargo, es ordinaria la representación
representativa40. La diferencia entre sustitución y repre-
sentación radica en el modo de estar presente una per-
sona por otra; si está «en lugar de» la sustituye; si, en
cambio, está «en nombre de otra» la representa. El tér-
mino sustituir, en el lenguaje corriente, no tiene un
sentido técnico-jurídico. Cuando, por ejemplo, emplea-
mos unos alicates para clavar una escarpia porque no
tenemos martillo decimos que los alicates sustituyen al
martillo pero no en sentido técnico, ya que este instru-
mento «hace las veces» de martillo pero no lo sustituye,
porque los alicates no están en lugar del martillo. Lo
esencial del subsütuere es precisamente el insütuere, esto
es, el acto de poner, de ahí que la sustitución sea, en
todo caso, un acto de nombrar una persona o incluso
cosa, en lugar de otra.
La representación, en cambio, consiste en actuar «en
nombre de» y «para ello —escribe d'Ors— el represen-
tado transfiere su voluntad mediante un poder que
otorga libremente a su representante»41. Pero los concep-
tos de sustitución y representación no son antitéticos ya
que pueden coincidir, y de hecho coinciden con relativa
frecuencia, pues la representación puede ser sustitutiva

39. Autoridad y potestad (1964, 2) 100-101.


40. V i d . Introducción civil al Derecho Canónico ( 1 9 8 5 , 2 ) .
41. Una introducción a! estudio del Derecho5 (1976, 1) § 59.

246
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

si el representante actúa «en lugar y en nombre» de otra


persona.
En las funciones propias de la autoridad, por tanto,
aunque no sea posible la representación, sí cabe la sus-
titución, pues ésta no implica un apoderamiento, una
enajenación de la voluntad. Cuando un profesor univer-
sitario está ausente y otro ocupa su cátedra, está claro
que lo sustituye, pues actúa en lugar del ausente, pero
no puede decirse que lo representa, porque no actúa en
su nombre. Naturalmente, en las funciones de potestad
cabe tanto la representación como la sustitución re-
presentativa42.
La delegabilidad de la potestad deriva, en el fondo,
de que la potestad no se adquiere, sino que se recibe. La
autoridad, en cambio, como es personalísima, es siem-
pre adquirida. Por eso, se puede hablar de un reconoci-
miento personal del saber pero no del poder, porque el
poder está íntimamente unido a la función. A su vez, la
delegabilidad de la potestad implica su esencial divisibi-
lidad, pues puede ser repartida la potestad entre diver-
sos apoderados en razón de la misión que se les
encomiende. En la autoridad, sin embargo, sucede exac-
tamente lo contrario, pues su indelegabilidad nos con-
duce a la indivisibilidad, ya que el saber, aunque es
analizable, no puede dividirse. La esencial delegabilidad
de la potestad permite su desconcentración, inadmisible
en la autoridad por su carácter personalísimo.
Una última consecuencia que se desprende de todo
lo dicho acerca de la delegación es que la potestad
suele ser jerárquica y la autoridad es esencialmente aje-
rárquica. Pero que la autoridad sea ajerárquica por ser
indelegable no quiere decir que no exista cierta superio-

42. V i d . Introducción civil al Derecho Canónico (1985, 2).

247
RAFAEL DOMINGO

ridad de unas autoridades respecto a otras, en razón del


mayor o menor saber reconocido. Así, por ejemplo, un
juez de paz tiene menor autoridad que un magistrado
del Tribunal Supremo, porque el reconocimiento funcio-
nal es mayor en éste que en aquél, pero el juez de paz
no podrá —no deberá— atender las propuestas que le
haga ad casum un juez del Supremo a la hora de dictar
sentencia, porque la sentencia es expresión de su autori-
dad y ésta no está subordinada.
Dos son las notas de la auctoritas que faltan por
mencionar: su no-territorialidad y su intemporalidad. En
efecto, la autoridad no tiene fronteras: un libro, un con-
sejo, incluso el contenido de una sentencia, todas ellas
expresiones de la autoridad personal, son ajenas a las
coordenadas espacio-temporales. Por eso, la autoridad de
una persona puede ser mayor en el exterior que en su
patria-chica; no olvidemos la frase evangélica «nadie es
profeta en su tierra». Por otra parte, el tiempo es un ele-
mento que no determina el saber, pues éste, sobre todo
si es expresado de forma escrita, se perpetúa en el
tiempo; de ahí que, en ocasiones, hayan tenido que
pasar siglos para que el saber de una persona se haya
reconocido y convertido en autoridad.
La potestad, sin embargo, es actual y ordinariamente
territorial; es actual porque depende en todo caso de un
acto anterior de dar poder, perfectamente delimitable en
el tiempo, y es ordinariamente territorial, aunque la
territorialidad no sea un elemento constitutivo de la
potestad, porque es esencialmente divisible. Empleamos
el adverbio modal «ordinariamente» porque, por ejem-
plo, pueden realizarse actos de potestad de efectos mate-
riales no territoriales. Es más, incluso nos atreveríamos
a decir que el principio de territorialidad está en crisis
desde que comenzó el derrumbamiento del Estado
moderno.

248
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

5. El binomio autoridad-potestad y sus relaciones «ad intra»

a) Simbolismo de la mano

La esencial y radical distinción entre auctoritas y


potestas es, a su vez, el fundamento de la profunda e
íntima interrelación entre ambos conceptos, como a
continuación veremos.
Fue en 1961 cuando d'Ors acudió por primera vez al
simbolismo de la mano para ilustrar la relación concep-
tual de nuestro binomio: «La potestad —escribía d'Ors—
es el poder socialmente reconocido, y la autoridad es la
fuerza social que le queda al que, pudiendo, deja la
potestad. El símbolo de la potestad es la mano abierta;
el de la autoridad con sólo dos dedos levantados. El
puño cerrado, ya lo sabemos, es la fuerza sin más, y la
mano con un sólo dedo levantado, la razón sin más. La
fuerza social que le viene precisamente de la renuncia a
la potestad, del saber no levantar los dedos todos, como
hace aquél que, por el reconocimiento social que se le
otorga, explaya su fuerza toda en forma de potestad.
Todo el orden social —continúa el autor— se explica
por la dialéctica entre esas actitudes morales que simbo-
lizan la mano abierta y dominadora y la mano autorita-
ria de los dos dedos levantados. Cuando la cosa se
complica, en el orden secular, es si el de la mano
abierta se cree al tener todos, que tiene también dos
dedos levantados, es decir, que tiene la autoridad, sin
percatarse de que la autoridad está precisamente en el
no levantar los otros tres dedos: en la renuncia de la
potestad»43. Tres años más tarde, en su primera formu-
lación coherente de lo que hoy ya puede denominarse

43. Preguntar y responder (1961, 3). Todavía en 1961 d'Ors diferen-


ciaba la auctoritas de la potestas por la especie y no por el género.

249
RAFAEL DOMINGO

teoría orsiana de la auctoritas, vuelve a insistir en este


simbolismo añadiendo nuevos matices que perfeccionan
su intuición. «En alguna ocasión —señala d'Ors— he tra-
tado de ilustrar la relación que existe entre estos ele-
mentos con el símbolo de la mano. Así, la mano
apretada, el puño, es el símbolo de la pura fuerza y por
ello ha sido adoptado ese símbolo como propio de la
revolución, pues la revolución consiste en la imposición
de la fuerza sobre las estructuras sociales establecidas,
de una fuerza que aspira a ser potestad, pero que de
momento no es más que fuerza, pues todavía no ha
sido socialmente reconocida44. La mano abierta, presen-
tada de palma y con dos dedos extendidos hacia arriba,
simboliza la fuerza en cuanto es socialmente recono-
cida, es decir, la potestad o poder social, y de ahí que
los regímenes que abolieron la libertad como factor de
la dialéctica política adoptaran ese símbolo de la mano
extendida como suyo, pues tales regímenes consistían
en puros actos volitivos, de potestad. En el extremo
opuesto a la fuerza está la inteligencia de la verdad,
que se nos presenta como saber o ciencia, cuyo símbolo
es el de una mano con un solo dedo levantado, el
índice; una posición en la que, evidentemente, la mano
carece de todo poder físico. Ese dedo índice que se
levanta es el 'indicador' de la verdad que vale por sí
misma, pero que carece de todo apoyo externo en un
reconocimiento social preestablecido. Cuando tal recono-
cimiento existe, es decir, cuando se reconoce la existen-
cia de un órgano cuya función es expresar la verdad,
entonces la vigencia de la verdad se dobla45, y el dedo
corazón se levanta al lado del índice: esa mano, siem-

44. El autor identifica en este escrito fuerza y poder.


45. En 1964 todavía definía la autoridad como verdad social-
mente reconocida. Por eso, donde dice verdad debe entenderse
saber.

250
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

pre carente de fuerza, con dos dedos levantados en vez


de uno, ése es el símbolo de la autoridad.
Este simbolismo de la mano capta certeramente lo
más profundo de la relación entre autoridad y potestad,
en el sentido de que la autoridad supone una renuncia
a la potestad: quien quiere levantar los dos dedos en
señal de autoridad debe renunciar a levantarlos todos
en señal de potestad; aquellos dedos que se mantienen
inertes podrían erguirse, pero con ello desaparecería la
autoridad. Quien levanta todos los dedos y asume la
potestad, ése no puede pretender que la autoridad se
contiene ya en la potestad, que tiene levantados los dos
dedos al tenerlos levantados todos, pues la autoridad no
es un atributo de la potestad. Esa pretensión es fre-
cuente en la vida social, y ella es la causa de la confu-
sión entre autoridad y potestad, y de los males que de
tal confusión se derivan»46.
La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿es un
elemento esencial y constitutivo de la autoridad la
renuncia a la potestad? De estos dos largos textos cita-
dos se desprende claramente que sí, que la autoridad
debe renunciar a la potestad, e incluso d'Ors en algún
escrito llega a decir que «el nervio de la auctoritas está
precisamente en la renuncia al poder»47. Sin embargo,
recientemente el autor ha matizado esta afirmación al
señalar que «en realidad, la distinción de autoridad y
potestad no queda radicalmente perturbada por el hecho
de que una misma persona pueda, eventualmente, ejer-
cer ambas funciones»48. En efecto, un juez, un profesor
universitario están revestidos de autoridad aunque, acci-
dentalmente, se les haya adherido determinadas funcio-
nes propias de la potestad. También existen actos, como

46. Autoridad y potestad (1964, 2) 94.


47. Autoridad y libertad (1962).
48. Doce proposiciones sobre el poder ( 1 9 7 9 , 5) 1 3 2 .

251
RAFAEL DOMINGO

el voto electoral, en los que la persona que los realiza


necesita cierta autoridad y potestad. En la emisión de
un voto electoral actúan cumulativamente ambos con-
ceptos: la potestad, por cuanto se le delega al elector el
poder de decisión, y la autoridad, por cuanto el votante
responde a la pregunta planteada proponiendo su opi-
nión. El peligro no se encuentra en que para votar se
requiera el reconocimiento de un saber y de un poder
simultáneamente, sino en la confusión del acto de
potestad y de autoridad por aquéllos que consideran que
la voluntad del elector está en la opinión emitida y no
en la aceptación del resultado49.
Por tanto, si bien no pertenece a la esencia de la
autoridad renunciar a la potestad, sí es necesario que,
de hecho, renuncie para poderse constituir en instancia
independiente que limite la potestad. Por eso, en 1979,
d'Ors añadía una breve coletilla a su definición de auto-
ridad en uno de sus escritos: «saber socialmente recono-
cido desprovisto de poder»50.
Sí pertenece, en cambio, a la esencia del binomio
auctoritas-potestas el no quedar convertido en un mono-
mio, producto de la absorción de la autoridad por la
potestad, como ha ocurrido en nuestros días. En efecto,
la confusión entre autoridad y potestad es uno de los
síntomas más claros de la patología del mundo moder-
no. Citaremos algunas consecuencias derivadas de esta
confusión entresacadas de los escritos de nuestro autor:
a) «De la eliminación de toda posible tensión entre
autoridad y potestad ha sido consecuencia la pérdida de
una verdadera libertad, por falta de posible apelación,

49. Vid. Autoridad y potestad (1964, 2) 101; Una introducción al estu-


dio del Derecho'' (1976, 1) § 78; y El problema de la representación polí-
tica (1979, 4).
50. Las traducciones de «exousia» en el Nuevo Testamento (1979, 2)
132.

252
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

diríamos, a la autoridad contra los abusos de la po-


testad»".
b) «El totalitarismo de todos los tiempos, tipificado
en Platón pero reproducido con distintos moldes a lo
largo de toda la historia, una y otra vez, no es más que
un nombre de ese pathos social»52.
c) «Sobre las graves consecuencias que esta confu-
sión de auctoritas-potestas ha tenido en la tradición
moderna de Europa no vamos a insistir ahora, pero sí
conviene tener presente que, en un sistema jurídico, en
el que el derecho consiste en leyes, no hay lugar ya
para un derecho de pura autoridad como era el antiguo
romano, sino que todo el derecho, como la misma ley
que lo formaliza, es un puro acto de potestad, del poder
legislativo, y la autoridad de los juristas, como también
la de los jueces, se ve limitada a la modesta función de
interpretar o aplicar las leyes. Es claro que también esta
pérdida ha favorecido el positivismo legalista. Es otra de
la causas de la problemática del pensamiento jurídico
europeo»53.
d) El concepto de soberanía, el mismo Estado mo-
derno, la división de poderes, la tecnocracia, etc. son
otras consecuencias que ya analizamos detenidamente
en los capítulos anteriores.

b) Preguntar y responder

Fue también en 1961 cuando por vez primera d'Ors


captó la interrelación del binomio autoridad-potestad a
51. Inauguratio (1973, 4) n ú m . 9.
52. Autoridad y libertad (1962). Vid t a m b i é n Autoridad y potestad
(1964, 2) núm. 4.
5 3. Derecho y ley en la experiencia europea desde una perspectiva
romana (1984, 5).

253
RAFAEL DOMINGO

través de una de las actividades más ordinarias, que


manifiesta la natural sociabilidad del hombre: preguntar
y responder. «Pregunta el que puede; responde el que
sabe», reza su aforismo. En efecto, para preguntar es
necesario tener un poder; de ahí que, cuando una per-
sona hace una pregunta indiscreta, sea frecuente respon-
der: «¿quién te ha dado poder para preguntarme?».
También ocurre con frecuencia que, si se duda de la
tenencia de un poder para preguntar, se pretenda confir-
marlo con la frase: «¿me permite que le haga una
pregunta?».
«Cuentan de un hombre celoso de su potestad —es-
cribe d'Ors— como era el canciller Bismarck que se
impacientaba un día por las muchas preguntas que le
hacía el médico que había ido a consultar: 'He venido
— decía— a preguntarle yo qué tengo, y no a que me
pregunte usted a mí'. En efecto, el médico no tiene más
que autoridad»54. En realidad , cuando un enfermo llega
a consulta, el médico tiene poder para preguntarle sobre
los síntomas de su enfermedad y hacerle la historia clí-
nica, porque no conoce al paciente, y éste le ha dado
poder para interrogarle; pero, a partir de ese momento,
los términos se invierten: el enfermo es el que puede
preguntar y el médico el que sabe responder en virtud
de su autoridad.
El que pregunta puede pero no sabe, el que res-
ponde sabe pero no puede; sin pregunta no hay res-
puesta y sin respuesta la pregunta pierde su natural
sentido. Cuando la relación pregunta-respuesta se pro-
duce en un ámbito social y formal, al que pregunta se
le reconoce socialmente su poder y al que responde se
le reconoce su saber. Por eso puede decirse que pre-

54. Preguntar y responder (1961, 3). Vid. t a m b i é n Una introducción


al estudio del Derecho (1963, 1) 19; y Autoridad y potestad (1964, 2)
95.

254
TEORÍA DE IA «AUCT0R1TAS»

gunta la potestad y responde la autoridad". En efecto,


la prudencia de la potestad consiste en saber preguntar
a la autoridad para gobernar eficazmente; la prudencia
de la autoridad, en cambio, consiste en saber responder
con sabios consejos a las preguntas formuladas por la
potestad. La potestad manda y gobierna, la autoridad
informa y aconseja. Cuando la potestad gobierna direc-
tamente sin preguntar a la autoridad, ésta, al no ser
preguntada, se ve obligada a contestar corrompiéndose,
5 5. Distinto de responder es contestar, como advertimos en el
capítulo de la Universidad. Ya en ¡949, Alvaro d'Ors había llegado a
esta conclusión. «La etimología jurídica —observa d'Ors— nos aclara
la diferencia. Contestar, del latín contestan; responder, del latín res-
pondere. Contestan se dice de la litis contestatio, esto es, del accipere iudi-
cium. Cfr. Festo s. v. contestar'/ litem dkuntur dúo aut plures adversarii,
quod ordinato iudicio utraque pars dicere solet: Testes estote. Primitiva-
mente, la litis contestatio se realizaba mediante un diálogo solemne
entre los litigantes. Pero en tal diálogo no había preguntas, sino tan
sólo afirmaciones: cada litigante afirmaba, ante el Pretor y frente al
adversario, su derecho. Gayo IV, 16 nos da un ejemplo: qui vindicabat
festucam tenebat; deinde ipsam rem adprehendebat, veluti hominem, et ita
dicebat: 'Hunc ego hominem ex iure Quiritium meum esse aio secundum
suam causam. Sicut dixi, ecce tibi vindictam ímposui' et simul homini festu-
cam imponebat; adversarius eadem similiter dicebat et faciebat. El Pretor
apaciguaba a los contrincantes y encauzaba el proceso mediante la
recíproca provocación de ambos a sendas apuestas sacramentales.
Así, pues, en la contestatio se oponía una afirmación a otra contraria,
en un sentido ciertamente polémico, pues se trataba de una discor-
dia (cfr. francés «contester»). Otra cosa es, en cambio, responder. El
responsum se hace a una interrogatio anterior. El negocio típico de
donde deriva el término es la sponsio. El que quería resultar acreedor
—stipulator— preguntaba: 'spondes mihi X dan, a lo que el promissor
respondía: 'spondeo. Se trata, pues, de un negocio, no polémico,
como el de la contestatio, sino contractual. Se contesta una afirma-
ción, pero se responde a una pregunta. Es verdad que en el habla
corriente se ha perdido la diferencia, pero no del todo. En efecto,
decimos a un niño que no está bien 'contestar' sin más, pero no que
no debe 'responder'. Al revés, responder quiere decir ser responsable
— lo que se explica porque la sponsio es la forma originaria de la
garantía de los fiadores-. Para que responder tenga ese matiz peyo-
rativo que contestar tiene por sí sólo es preciso un sufijo; así 'criada
(respondona)'. Quizá esa diferencia etimológica ayude a los narrado-
res de diálogos, que suelen variar, a veces, sin criterio». (Papeletas
semánticas [1949, 1] pp. 63-64).

255
RAFAEL DOMINGO

por tanto, esta necesaria relación que garantiza el orden


social.

c) Canales de interferencia

Quizás haya podido llamar la atención nuestra afir-


mación de que la prudencia de la potestad consiste en
«saber» preguntar, pues ese saber sería también suscepti-
ble de convertirse en autoridad a través del reconoci-
miento social, por lo que la autoridad quedaría confun-
dida con la potestad. Pero ya hemos advertido que el
auténtico pathos está en confundir la autoridad con la
potestad y no en su natural y operativa interrelación,
del mismo modo que el entendimiento y la voluntad
deben ser diferenciados pero no radicalmente separados,
ya que perderían su común interrelación, que es preci-
samente la que los unifica sin confundirlos. El saber
pertenece al entendimiento, el poder a la voluntad; sin
embargo, el afán de saber es propio de la voluntad y el
saber mandar es propio del entendimiento. Esta íntima
correlación intelectivo-volitiva se produce también entre
la autoridad y la potestad a través de lo que denomina-
mos «canales de interferencia», y uno de ellos es preci-
samente la prudencia.
La prudencia es una virtud cardinal intelectiva, que
se refiere a lo agible, es decir, a la recta conducta. Tra-
dicionalmente se han distinguido tres funciones dentro
de esta virtud: La «synesis», la «gnome» y la «eubulia».
La «synesis» es la prudencia para la buena práctica judi-
cial; la «gnome», la específica de los gobernantes, y la
«eubulia», como su nombre indica, es, en general, la
que habilita para el buen consejo56. Como el gobernante

56. V i d . Sistema de las Ciencias III ( 1 9 7 4 , 1) 103 ss.; c ¡nauquratio


(1973, 4).

256
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

no puede tener todos los conocimientos técnicos que se


requieren para el buen gobierno, es menester que pida
consejo al especialista. Por eso, la prudencia política, la
«gnome», más que en saber, consiste en saber elegir
aquellos consejos de los especialistas, es decir, necesita
de la «eubulia». «Esto equivale a decir —escribe d'Ors—
que la prudencia política no puede ser unitaria, no
puede residir en la misma persona del mismo gober-
nante, sino que se completa por la congruencia entre la
prudencia de un gobernante que sabe elegir a sus con-
sejeros y la de unos consejeros que saben aconsejar al
gobernante. El más grave problema de la vida política
moderna estriba precisamente en no querer reconocer
esta necesaria escisión entre la prudencia de la potestad
y de la autoridad»57.
En la vida real, por tanto, se producen como adhe-
rencias entre la potestad y la autoridad debido a que la
prudencia política —el saber hacer— es virtud intelec-
tiva, propia de la autoridad, pero descansa en los hom-
bres de potestad. Es decir, la prudencia política es
propia del hombre de potestad, pero, como es una vir-
tud intelectiva, introduce dentro de la potestad un ele-
mento de razón, de saber, que puede imputar al que
tiene potestad cierta autoridad específica. Y éste es el
motivo por el cual el Senado romano, formado en gran
parte por ex-magistrados, anteriormente revestidos de
potestad, tenía autoridad —la auctoritas patrum— pues de
la prudencia política necesaria para desempeñar los
honores emanaba autoridad. Por eso, es frecuente que
determinados hombres de potestad, al terminar su carre-
ra política, pasen a formar parte de órganos consultivos,
y sus dictámenes sean muy tenidos en cuenta en la
vida social, política y económica.

57. Inaugurado (1973, 4) 93.

257
RAFAEL DOMINGO

Pero así como el hombre con potestad puede adqui-


rir cierta autoridad en el ejercicio de las funciones pro-
pias de la potestad, así también el hombre revestido de
autoridad, a veces, asume funciones de potestad, que
accidentalmente se adhieren al ejercicio de sus funcio-
nes de autoridad. Se entenderá con un ejemplo: ocurre
con relativa frecuencia que un científico con autoridad
desarrolla una labor de tal magnitud en su laboratorio
que tiene que dedicar sus mejores esfuerzos a gober-
narlo.
También influye en el reconocimiento social de la
autoridad y de la potestad el prestigio. Con carácter
general, puede decirse que de las virtudes intelectivas
deriva el prestigio de autoridad y de las volitivas el
prestigio de potestad. Así, la virtud de la ciencia
aumenta la autoridad de una persona y la honradez o
audacia del gobernante contribuyen a reconocer social-
mente su poder. Pero, en ocasiones, el prestigio opera
como canal de interferencia entre la autoridad y la
potestad; v. gr. la honorabilidad, virtud volitiva, cuando
es adquirida por un hombre de autoridad, contribuye a
aumentar su reconocimiento social.
Pero, sin lugar a dudas, el más importante de los
canales de interferencia es el propio reconocimiento
social, común a la autoridad y a la potestad. «El recono-
cimiento social del poder —escribe d'Ors—, que lo con-
vierte en potestad, depende de la convicción expresada
por un saber socialmente reconocido que se llama auto-
ridad. El reconocimiento social de la autoridad depende
del sistema organizativo mantenido por la potestad»58.
Aunque nuestro autor no emplearía actualmente el tér-
mino «depender» para referirse a las mutuas influencias
de la autoridad y la potestad, la intuición es muy acer-

58. Doce proposiciones sobre el poder ( 1 9 7 9 , 5) 1 1 2 .

258
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

tada. En efecto, la autoridad influye en el reconoci-


miento social del poder que lo convierte en potestad y
la potestad influye en el reconocimiento social del
saber de autoridad. Existe, por tanto, una reciprocidad
necesaria que sólo se pierde por la confusión entre
ambos conceptos.
«Las decisiones puntuales de la potestad —advierte
d'Ors— prevalecen sobre el consejo de la autoridad, de
la misma manera que la voluntad puede, en un deter-
minado momento, prevalecer sobre el entendimiento;
pero si la potestad es desautorizada por la autoridad,
acaba por perder su carácter de potestad, y puede lle-
gar, incluso, a dejar de existir como poder. La memo-
ria de esta experiencia corresponde a la autoridad»59.
Este proceso de exclusión del reconocimiento social de
la potestad suele producirse lentamente —porque la
autoridad es pacífica y no puede hacer uso de medios
coactivos—, pero es frecuente. También la potestad
puede excluir el reconocimiento social de la autoridad,
pero esta «desautorización» es, a diferencia de la ante-
rior, menos frecuente y más fulminante, ya que ataca
directamente a las personas y sólo de forma indirecta
las funciones. El exilio, las censuras, etc. son medios
de los que, a veces, ha hecho uso la potestad para
excluir el reconocimiento social de la autoridad aun-
que, como la historia demuestra, en ocasiones estos
medios sólo han contribuido al fomento de la autori-
dad amenazada.
Pero quizá el método mejor para producir la exclu-
sión de la autoridad sea precisamente el de hacerla
participar en las funciones de gobierno, consiguiendo
de este modo que la autoridad deje de ser indepen-
diente y se convierta en fiel servidora de la potestad,

59. Ibidem, p p . 112-113.

259
RAFAEL DOMINGO

de tal suerte que la autoridad se constituya en una


especie del género poder, incapaz de limitar los actos
de la potestad al no diferenciarse esencialmente de
ésta.

d) La función limitadora de la autoridad

Como Alvaro d'Ors trata este tema a propósito de


la división de poderes, utiliza la palabra «freno» para
referirse al papel que cumple la autoridad respecto de
la potestad, estableciendo un paralelismo con la fun-
ción de freno que los tres poderes ejercen entre sí.
Pero del conjunto de sus escritos se desprende que,
propiamente, la autoridad no frena a la potestad, sino
que, con carácter general, la limita. Decimos «con
carácter general» porque, con frecuencia, la autoridad
no sólo no limita a la potestad, sino que incluso la
estimula. Un ejemplo lo tenemos en el senatus consul-
tum ultimum mediante el cual el Senado autorizaba a
la potestad a tomar decisiones de emergencia a fin de
salvaguardar la República romana. Nuevamente se des-
prende de esta afirmación que la autoridad debe per-
manecer separada de la potestad, pues si la auctoritas
queda vinculada a la potestas no podrá ni limitarla
ni frenarla.
Se estimula con el consejo, se limita con el control.
Por eso las funciones consultivas y de control son típi-
camente de autoridad, en tanto las funciones de man-
do y ejecución son propias de la potestad.
Entre freno y límite, en el fondo, existe la misma
diferencia que entre los verbos latinos prohibere y vetare.
Prohibere es un verbo latino compuesto por la preposi-
ción pro, que indica una posición enfrentada, y el infi-
nitivo habere, y significa hacer algo que impida mate-

260
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

rialmente la realización de un acto ajeno «La imagen


más realista de la prohibitio —comenta d'Ors— sería
poner una valla que impida realmente el paso: enton-
ces sí que podría decirse, en sentido estrictamente
romano, que se 'prohibe' el paso. En efecto, cuando se
habla de 'ius prohibendí, en Roma, debe entenderse la
posición justa de quien puede impedir materialmente
la entrada u otro acto ajeno»60.
El verbo vetare (antiguamente votare) procede de la
misma raíz que votum, que es la promesa hecha a la
divinidad por algo que se espera recibir. Lo mismo que
el votum, vetare se refiere al futuro, y significa el cas-
tigo que puede llevar consigo la realización de un acto
no deseado. Por eso, el verbo vetare lo utilizaban los
romanos para anunciar que no debe hacerse algún acto
aunque, de hecho, no se impida.
Sin embargo, en castellano se está perdiendo este
importante matiz diferencial, de suerte que el verbo
prohibir se emplea en el sentido latino de vetare «Un
letrero como 'prohibido cazar' —escribe d'Ors— no ten-
dría sentido literalmente vertido en latín, pues ese
letrero, por sí mismo, no impide de manera efectiva el
acto de cazar, sino que sólo anuncia un 'deber abste-
nerse' de cazar. En cambio, sí tendría sentido en latín
un letrero de 'vedado cazar\ y, de hecho, ésa es la
expresión más usual, también en español, por ejemplo,
cuando se habla de 'levantar la veda'»61.
El freno es impedimento material (prohibere), el
límite, en cambio, es «deber de no hacer» (vetare). La
autoridad es, por tanto, límite y no freno, pues no
puede impedir materialmente que la potestad realice
un acto determinado.

60. Los imperativos legales (1980, 4) IV.


61. Ibidem, IV.

261
RAFAEL DOMINGO

6. Efectos de las declaraciones de autoridad

No podemos poner punto final a esta aproximación


a la teoría de la auctoritas sin hacer una breve mención
al tipo de efectos que produce la autoridad.
Los efectos que ésta puede producir son tan variados
como los órdenes del saber. Pero en el campo del Dere-
cho — que quizá sea el que más interés tenga por la
naturaleza de este trabajo—, los efectos que produce la
autoridad son, en todo caso, declarativos. Estos efectos
jurídicos declarativos de las decisiones de autoridad
podrán ser, a su vez, meramente declarativos, vinculan-
tes, constitutivos, coercibles, pero nunca coactivos, pues
la frontera divisoria entre los efectos jurídicos de la
autoridad y de la potestad se encuentra precisamente en
la coacción, que altera materialmente una situación
jurídica.
La diferencia entre la coerción y la coactividad es
semejante a la existente entre el ser y el deber ser. Así,
por ejemplo, una sentencia que declara culpable al reo
y le condena a prisión mayor es coercible, pero no
coactiva, ya que un acto de potestad como es el indulto
puede impedir el cumplimiento de esta sentencia.
Los efectos jurídicos vinculantes que produce la
autoridad requieren en todo caso un acto previo de la
potestad que los autorice. El Consejo de Estado, por
ejemplo, supremo órgano consultivo del Gobierno como
establece el tenor literal del art 107 del texto constitu-
cional, es un órgano de autoridad en sentido traslativo
cuyas decisiones son, en ocasiones, vinculantes. Sin
embargo, este carácter vinculante no deriva propiamente
de la autoridad, de que están revestidos los miembros
del Consejo, sino de un acto previo de potestad, como
es la ley orgánica que lo regula. Lo mismo sucede con
los efectos constitutivos. La adiudicatio del juez romano,

262
TEORÍA DE LA HAUCTORITAS»

por ejemplo, producía efectos constitutivos, pero reque-


ría anteriormente el iussum praetoris o autorización de
potestad.
En resumen, la autoridad puede producir todo tipo
de efectos jurídicos, algunos de los cuales requerirán
previamente un acto de potestad que los habilite, pero
en ningún caso efectos coactivos, pues su propia natura-
leza se lo impide.

263
ANEXO

* Reproducimos a continuación tres artículos inéditos de Al-


varo d'Ors.
I. Autoridad y libertad

El binomio autoridad-libertad resulta, en realidad


de la suplantación de un tetranomio más auténtico y
radical: autoridad y poder, por un lado, libertad y par-
ticipación en el poder, por otro. En la dialéctica
histórico-política trabada sobre la perpetua contradic-
ción entre colectividad y persona, tiende el gobierno de
aquélla a absorber para sí el mayor poder bajo título
de autoridad; tiende, por otra parte, la persona a vindi-
car para sí la mayor participación en el poder bajo
título de libertad. Autoridad y libertad se convierten así
en máscaras del poder colectivo y personal respectiva-
mente. Pero, un recto análisis exige mantener clara-
mente distinguidos poder y autoridad, participación en
el poder y libertad; sólo así podemos delatar los fáciles
sofismas de las encontradas, enconadas, pero siempre
fútiles propagandas.
La autoridad y la potestad o poder social, no sólo
son distintas, sino que son esencialmente incompati-
bles. No quiere esto decir que no puedan —¡y deben
ciertamente!— ir ambas asociadas, sino que, en su
misma raíz personal, se excluyen recíprocamente. Por-
que la autoridad es la personalización social de la ver-
dad, en tanto la potestad es la personalización social
del poder. Cuando ambas manifestaciones sociales con-
cuerdan, esto constituye un bien social; cuando se con-

267
RAFAEL DOMINGO

funden, un mal, y un mal de consecuencias incalcula-


bles. Para la paz que debe reinar en la sociedad, con-
viene mantener diferenciadas ambas funciones, con-
forme a su genuina naturaleza; pero también conviene
que se hallen en pacífica armonía.
La armonía entre verdad y fuerza es conveniente,
pero, en la sociedad humana, verdad y fuerza deben
funcionar mediante personalizaciones distintas. La in-
compatibilidad está en que el hombre de autoridad
pretenda la fuerza, o el hombre de fuerza pretenda la
autoridad. Deben ir de acuerdo, pero deben ir separa-
das. La autoridad corresponde al sabio y la potestad al
gobernante. Sólo Dios es sabio y rey a la vez, y sólo
por un carisma divino pueden, en la jerarquía eclesiás-
tica, vincularse autoridad y potestad en un mismo
órgano. En el orden puramente secular, por el contra-
rio, no deben los hombres, individualmente, pretender
esa unión, que constituye un atributo propio de Dios y
de sus ungidos. El conato de los sabios por convertirse
en reyes, al modo platónico, y de los reyes en figurar
como sabios pertenece a la patología constante de la
vida social. Son vanos intentos de divinización del
poder. Y no decimos de la sabiduría también, porque
en ese conato es siempre la concuspiscencia del poder
el móvil, ya parta del poderoso mismo, ya del sabio
que no se contenta con ser simplemente sabio. El tota-
litarismo de todos los tiempos, tipificado en Platón
pero reproducido con distintos moldes a lo largo de
toda la historia, una y otra vez, no es más que un
nombre de ese mal pathos social.
Cuando un hombre nos muestra sus puños para
demostrarnos una verdad, no podemos menos de des-
confiar, y con mucha razón. Pero también cuando el
que nos convence de una verdad como es debido pre-
tende luego gobernarnos con sus puños, nos sentimos

268
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

incómodos. Preferimos, muy justamente, que uno sea


quien tenga la autoridad y otro la potestad. Y, natural-
mente, que vayan en armonía.
La dificultad está en que autoridad y potestad no
siempre se quieren poner de acuerdo. Esta tensión entre
autoridad y potestad no es, después de todo, el mal
mayor, pues permite un cierto equilibrio con los otros
términos del doble binomio: con la libertad y la partici-
pación en el poder. Pero ese frecuente desacuerdo suele
producir una gran desazón a los mismos que no se
ponen de acuerdo. La autoridad suele dolerse de ser
postergada por la potestad, olvidándose de que su
auténtica función no es de gobierno, y procura malévo-
lamente minar las bases del poder. La potestad, enton-
ces, tiende a defenderse, inevitablemente, mediante la
anulación de aquella autoridad que no le es propicia,
como olvidada de que la verdad no se somete a la
voluntad del poderoso. Y en esta lucha entre potestad y
autoridad prevalece, como es natural, la fuerza, al
menos temporalmente. La culpa inicial suele estar así
en la autoridad, que, al pretender asumir el poder, se
mete en el terreno de su rival, en el que éste le lleva la
ventaja: se busca así su propia ruina. Y todo por olvidar
que el nervio de la autoridad está precisamente en la
renuncia del poder. Ahora, como suele ocurrir en todas
las luchas, el vencedor se reviste con los despojos del
vencido, como para aumentar su propia vitalidad con la
del vencido y evitar al mismo tiempo la restauración de
éste. Este quite mágico se produce aquí en la forma de
una asunción de autoridad por la potestad, una máscara
de autoridad. Así se produce en la experiencia histórica,
y se repite, la confusión entre autoridad y potestad: la
potestad vencedora se reviste de autoridad, y lo que es
fuerza se presenta como verdadera e indiscutible, como
razón de autoridad. Hegel es el más destacado teori-

269
RAFAEL DOMINGO

zante de esa confusión; en el fondo, una secularización


panteísta del misterio de la Santísima Trinidad.
Esa suplantación del vencido, esa usurpación de la
autoridad por el poder, se ha producido en varios
momentos históricos, pero de una manera aparente-
mente definitiva con la aparición del poder que llama-
mos «Estado», surgido como intento de superación
pacificadora de las luchas religiosas, en el siglo XVI. Y
decimos que «aparentemente», porque ese «Estado» ado-
lece, no sólo de la contingencia propia de todo lo
humano, sino también de una especial relatividad por
haber nacido en unas determinadas circunstancias histó-
ricas, desaparecidas un día las cuales puede desaparecer
el mismo «Estado». Porque lo que es natural al hombre
es el vivir en sociedad y, por tanto, el estar sometido a
un poder social que evita la anarquía y procura el bien
común, pero ese poder social natural no debe llamarse
«Estado», como imprudentemente se hace muchas veces;
no es «Estado», puesto que el «Estado» es tan sólo una
forma, con una fecha de nacimiento y una previsible
caducidad. Fue Bodino, el herético Bodino, su primer
teorizante, su fundador. Esto es algo que conviene dejar
bien sentado: el «Estado» no es una institución natural,
como tampoco la «provincia» o la «caja de recluta» o el
«ministerio fiscal». Puede existir o no existir. Cuando se
habla de «César» en el Evangelio, o cuando San Pablo
nos manda acatar a los poderes constituidos, eso puede
entenderse de todo poder social en general, incluyendo
hoy el «Estado», pero no del «Estado» en particular.
Sería maliciosamente equívoco traducir «César» por
«Estado», aunque se le parezca. La confusión en este
punto es tremenda, porque, como es comprensible, el
poder estatal ha tendido, con éxito, a presentarse como
natural e inevitable: como si la eterna alternativa estu-
viera entre «Estado o Anarquía». Lo que no es exacto, y
el giro actual del mundo acabará por demostrarlo del

270
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

todo. El mundo futuro será probablemente un mundo


«sin Estado» y —¡Dios nos libre!— sin «Superestado
universal».
La tendencia del Estado a presentarse como autori-
dad y como única forma de poder social corresponde a
lo que es su rasgo más íntimo y esencial: el absolu-
tismo. No se trata aquí del abuso de poder personal, lo
que puede darse —de hecho se ha dado— sin «Estado»,
sino de la absoluta independencia que para sí recaba la
soberanía estatal, aunque se trate, como se dice, de un
«Estado democrático». El «Estado», todo «Estado», no
tolera, por su misma esencia, otro poder superior a él;
la soberanía es absolutamente excluyente e ilimitada.
Que esa voluntad absoluta esté determinada por la deci-
sión de uno solo, o de todos, o, como ocurre siempre,
de unos pocos, eso no altera la realidad del absolutismo
estatal. A ese esencial absolutismo corresponde la absor-
ción de la autoridad por la potestad: el detentador del
poder estatal se presenta así como «agente de la autori-
dad».
Se me disculpará que refiera aquí una verídica anéc-
dota. Hace años, en un teatro de Madrid, se estaba
representando un drama de ínfima calidad literaria. Un
famoso hombre de letras, que se hallaba entre los espec-
tadores, empezó a protestar con grandes voces, en forma
tan desmesurada que al punto se presentaron unos
agentes del orden público con el propósito de llevarse al
vociferante. «¿Quiénes son Vds. para detenerme?» —pre-
guntó el literato. «Agentes de la autoridad»— respondie-
ron; a lo que aquél contestó lleno de razón: «Aquí, en
materia teatral, soy yo el que tiene autoridad y no Vds.».
La potestad, naturalmente, prevaleció sobre la autoridad,
y se lo llevaron. Y así debía ser, si se quiere, pero no a
título de autoridad, que aquellos agentes no tenían, sino
a título de orden público. Esos agentes de la «autoridad»

271
RAFAEL DOMINGO

no eran más que un destello de muestra de la usurpa-


ción de la autoridad por la potestad.
Esta mínima anécdota nos ilustra el problema que
se presenta en mayores proporciones cuando se trata de
las relaciones entre la Iglesia y el poder civil. Una inter-
ferencia entre ellos no debe darse, en principio, pues la
potestad de la Iglesia, potestad carismática que deriva
de un orden divino, ejercida por la jerarquía eclesiás-
tica, tiene un ámbito muy circunscrito, que no se inter-
fiere con el del poder secular natural; y, si hay algún
conflicto, es más bien entre la autoridad universal de la
Iglesia y la potestad del territorio, es decir, un momento
de tensión entre autoridad y potestad, lo que no es
demasiado grave. Pero el conflicto es grave e inevitable
cuando el poder civil se constituye en forma de
«Estado» y absorbe toda la autoridad dentro de su sobe-
ranía absoluta. En ese momento, la solución de los con-
flictos entre la Iglesia y el «Estado», como si fueran
conflictos entre «Estados», deben dejarse a la prudencia
de los diplomáticos. En el terreno teórico, la coordina-
ción entre una Iglesia universal, con una potestad mate-
rialmente circunscrita pero con una autoridad ilimitada,
y un «Estado» con una potestad territorial pero material-
mente ilimitada y una pretensión de autoridad exclu-
siva, no es fácil de conseguir; porque las concesiones
hábiles y felices de los diplomáticos suelen encajar mal
dentro de los esquemas teóricos, y ya la variada gama
de concordatos existentes es suficiente para descorazonar
al estudioso. Toda la dificultad procede del concepto de
soberanía teorizado por Bodino. El «Estado», por su
parte, no puede desprenderse de tal concepto de sobera-
nía sin negarse. Y la necesaria labor de mitigar un poco
los pitones de la soberanía excede, francamente, del
pensamiento teórico.
La insuperable dificultad del conflicto entre potestad

272
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

soberana del «Estado» y la autoridad de la Iglesia se


debe así, principalmente, a que aquella potestad pre-
tende ser también autoridad, y autoridad única. Por ello
se puede considerar como la más lógica, desde el punto
de vista estatal, la solución regalista de las iglesias
nacionales; con ello la autoridad religiosa se pone al
servicio de la autoridad del «Estado». Pero esa es una
solución nefanda.
Por otro lado, decíamos, la participación en el poder
ha venido a revestirse con la máscara de la libertad.
Libertad, ante todo, es aquel atributo del hombre que
consiste en poder optar su propia conducta. Optar y no
elegir. Porque no siempre puede el hombre elegir entre
varias conductas posibles, sino que se ve frecuentemente
constreñido a un comportamiento inevitable, sin elec-
ción. Si concebimos el libre albedrío como facultad de
elegir un comportamiento, es decir, de hacer esto o
aquello o aquello otro, fácilmente caemos en la tenta-
ción de negar, en la prueba de tales situaciones, la
libertad. No así, en cambio, si concebimos la libertad
como facultad de optar, porque el optar es decidir entre
la aceptación y la negativa de un comportamiento, ele-
gido o impuesto. Se refiere a la conducta, porque la
conducta es precisamente la adhesión interna a un
comportamiento exterior. Aun allí donde tal comporta-
miento nos viene impuesto, nuestra conducta conserva
su libertad de optar, es decir, de aceptar o no aquella
situación. Cuando el esbirro dobla nuestra cerviz para
que adoremos al ídolo, no queda otro comportamiento
posible, si la violencia es irresistible, pero nada puede
contener nuestra libertad de rechazar aquel comporta-
miento impuesto. Contra esta interna, última y radical
libertad de opción no hay poder tiránico que prevalezca.
Cuando, sobrepasando esta libertad de opción perso-
nal, hablamos de libertad en un sentido más amplio,

273
RAFAEL DOMINGO

nos vemos introducidos en un campo sin límites preci-


sos. En términos amplios, se puede decir que la libertad
implica la inexistencia de poderes opresivos, aunque
luego hay que añadir: de poderes opresivos externos y
humanos. Lo primero, porque no solemos llamar servi-
dumbre a la que depende de nosotros mismos, de nues-
tras mismas pasiones o vicios. Lo segundo, porque las
coacciones naturales, que no dependen de la voluntad
de otro, tampoco se consideran contrarias a la libertad.
Pero se nos presenta todavía otra dificultad: ¿cuándo se
dirá que un poder es opresivo? Habría que atender, en
primer lugar, a su intensidad, pero también a su justifi-
cación: el poder de un padre sobre el hijo menor, el de
un guardián de la cosa pública en un momento de
emergencia, incluso el de un carcelero para el que sufre
pena de «pérdida de libertad», son poderes que no con-
sideramos contrarios a la libertad porque tienen una
justificación, y son, en cierto modo, naturales.
Si queremos concebir la libertad como una facultad
de elección, nos veremos inmediatamente obligados a
reconocer que no puede ser sin restricciones. Porque la
vida social impone límites necesarios que constituyen
una mutilación de nuestra elección de comportamien-
tos. Toda ley, por muy benéfica que sea, supone siem-
pre, más o menos directamente, una presión sobre
nuestra libertad, empezando por la obligación de cono-
cerla. En la sociedad planificada de nuestro tiempo,
nuestro comportamiento se ve acotado por todas partes
mediante barreras defensivas y cauces imperativos; si
hablamos de libertad en tales condiciones, habrá que
añadir con aquel castizo y profundo modismo: «sí,
pero menos».
Y, sin embargo, aún en los modernos «Estados» pla-
nificados y pletóricos de prohibiciones e imperativos
solemos hablar de libertad. Si analizamos en sus verda-

274
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

deras raíces ese giro de la libertad, podemos llegar a la


conclusión de que esa libertad no consiste ya en la
máxima indeterminación de nuestro personal comporta-
miento, sino en la participación personal, más o menos
directa, en las decisiones comunes que coartan legal-
mente aquella indeterminación. La libertad no consiste
ya en, por ejemplo, no pagar impuestos, sino en haber
participado de algún modo en aquella imposición.
Renunciada la libertad material, se busca esa otra liber-
tad formal que consiste en la participación en el poder.
El poder opresivo, sin dejar de oprimir, deja de conside-
rarse contrario a la libertad por la ficción de que viene
de uno mismo y no de fuera.
Como decíamos al principio, la extensión de la
libertad a esta partipación en el poder comunitario,
mediante facultades o «libertades» concretas, cumple
una función dialéctica parecida, pero en distinto sen-
tido, a la de la extensión de la autoridad para revestir
la potestad. Esta es una máscara de libertad como aqué-
lla era una máscara de autoridad.
El hombre que puede ir lo mismo por la acera de la
derecha que por la de la izquierda es más libre —pues
puede elegir entre dos comportamientos— que el que
sólo puede ir por una de las dos aceras. Pero en la
sociedad planificada de hoy no es ya esa libertad la que
se busca; se ha renunciado a la libertad material. Lo
que se busca es la «libertad» concreta de participación
en el poder, como la general de votar, o la «libertad» de
prensa, de asociación, etc. Estas facultades son propia-
mente derechos, que, como tales, exigirían una especial
capacidad de ejercicio y una responsabilidad. Sin em-
bargo, en el pathos de la dialéctica política, estos dere-
chos concretos, que más o menos directamente condu-
cen a una participación en el gobierno social, aunque
sea por la vía de la presión pública, son sentimental-

275
RAFAEL DOMINGO

mente integrados en el concepto genérico de libertad.


De este modo, siendo la libertad, por su esencia, inde-
pendencia de un señorío, en contraposición a la servi-
dumbre o esclavitud, cada uno de esos derechos positi-
vos son defendidos como constitutivos de la libertad
esencial, y cada eventual supresión de uno de ellos
vista como una amputación de la libertad y una caída
en esclavitud tiránica.
Un subdito de un poder tiránico, que no ejerce su
poder con excesivo celo y deja un amplio campo de
indeterminación y hasta de anarquía, disfruta realmente
de una mayor libertad que el subdito de una democra-
cia intensamente tecnificada, en la que todo comporta-
miento está minuciosamente predeterminado, sea por
prescripciones legales sea por la misma coacción de la
propaganda o de la técnica de la organización. A pesar
de ello, se dice que aquel primer subdito, que hace lo
que quiere, no es libre, y sí el ciudadano de la demo-
cracia, a pesar de que todo debe hacerlo según mandan.
Y sólo porque este último se cree partícipe en el poder.
La ficción de participar en el poder es suficiente para
poder asumir la máscara de la libertad y creerse real-
mente libre.
Se parte ahí del supuesto de que el imperativo
democrático depende de la voluntad del que lo sufre,
con lo que no atenta a la libertad. Esto es falaz por
todas sus caras. En primer lugar, porque la pérdida
voluntaria de la libertad no deja de suprimir la libertad.
El que, por ejemplo, profesa voluntariamente un voto
de obediencia religiosa, lo hace por su voluntad, pero su
libertad ha desaparecido, y en eso precisamente consiste
el generoso obsequio. Con más razón debe decirse lo
mismo del que vota una ley que merma la libertad.
Pero hay más: ¿hasta dónde podemos aceptar inocente-
mente que la decisión se toma por voluntad de los que

276
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

votan, incluso de los que votan directamente, incluso de


los que votan, conforme a la mayoría? ¡Cuántas restric-
ciones hay que hacer a este propósito! En realidad se
trata de una ficción de que la libertad resignada en
manos del «Estado» no suprime la libertad. El principal
responsable de ese mito es, naturalmente, Rousseau. Al
suprimir la libertad de la instituciones reales a cambio
de un voto al ciudadano, le canjeó la libertad por la
máscara de la libertad. Una máscara que sirve para vin-
dicar los derechos políticos democráticos en nombre de
la libertad, pero que tiene también su efecto hacia
adentro, de sugestión de libertad para el mismo porta-
dor de la máscara.
Hecha así la distinción entre autoridad y potestad,
por un lado, y entre libertad y participación en el
poder, por otro, debemos considerar finalmente la rela-
ción entre los dos binomios.
Como se ha dicho antes, la confusión entre los dos
términos de cada binomio constituye un proceso dialéc-
tico patológico, pero íntimamente conexo en sus dos
fases. Porque la involucracion de los derechos políticos
dentro del concepto de libertad, y la involucracion de la
autoridad dentro de la potestad funcionan correlativa-
mente: cada fenómeno como reacción frente al otro. El
poderoso asume la autoridad para imponerse a las vin-
dicaciones de poder por parte de los subditos; éstos
enmascaran sus vindicaciones de derechos políticos con-
cretos con el ropaje de la libertad, y la libertad se hace
valer contra la autoridad. Máscara contra máscara.
En el «Estado» moderno, democrático, se llegó a una
hábil transacción, consistente en la supresión de la
libertad a cambio de unos derechos políticos concretos,
de aquella aparente participación del ciudadano en el
poder. De este modo, a un poder absoluto del «Estado»
corresponden una serie de derechos políticos del ciuda-

277
RAFAEL DOMINGO

daño, en los cuales concentra éste todo su natural


anhelo de libertad. Pero, por otro lado, para impedir
que pueda reavivarse la auténtica libertad material, se
elimina toda autoridad que no sea la asumida por el
«Estado», la cual se reduce ahora a la mayor perfección
en la ejecución de la planificación impuesta por su
potestad. De esta suerte, la autoridad y la libertad vie-
nen a ser elididas, por subsunción en la potestad y en
participación del poder. La «paz» del «Estado» moderno
consiste precisamente en esta comprometida elisión.
Pero esta aparente perfección de la fórmula estatal
resulta válida tan sólo para un mundo organizado en
«Estados». Quedan fuera de él, sin embargo, la autoridad
y la libertad que no se dejan reducir a tal fórmula de
compromiso. Esto resulta especialmente grave y evi-
dente por la presencia de una Iglesia universal, cuya
incoercible autoridad clama siempre por una mayor
libertad personal del cristiano, que no se deja subsumir
en una mera participación más o menos ficticia en el
poder estatal, sino que postula independencia del poder
estatal mismo y reduce la potestad del poder civil a
unos límites intolerables para el «Estado». De ahí que la
tensión entre Iglesia y «Estado» se presente como una
lucha entre negación y afirmación, respectivamente, del
absolutismo del poder, es decir, como una lucha de la
Iglesia por superar el concepto mismo de soberanía, y
una lucha del «Estado» por anular la autoridad de la
Iglesia independiente.
La Iglesia es hoy la defensora de la libertad, de la
auténtica libertad material y no formal, precisamente
porque ella es, en sí misma, una esencial autoridad
independiente de toda potestad. Del mismo modo que
todo hombre tiene un alma y un cuerpo, y la Iglesia
misma tiene su entidad mística y su entidad política,
así también la sociedad debe ordenarse bipolarmente,

278
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

manteniéndose distintas la autoridad y la potestad, y asi


también debe ordenarse bipolarmente sobre la base de
la distinción entre libertad y participación en el poder.
Esta necesaria bipolaridad no es más que un nuevo
aspecto del signo contradictorio de la Cruz, en contrapo-
sición al unipolarismo del círculo, según la conocida
simbología chestertoniana.
Pero esta bipolaridad de la vida social es también
más congruente con la posible configuración del futuro,
una vez que la férrea dominación de la estructura esta-
tal llegue a ser superada por una armonía funcional
más abierta y suelta. En ese mundo del futuro, como ya
los síntomas actuales dejan en parte vislumbrar, la
autoridad recuperará sus fueros frente a la potestad
— piénsese, por ejemplo, en la creciente autoridad de los
hombres de ciencia, por encima de toda frontera
estatal— y la libertad de los suyos frente a las vindica-
ciones de derechos políticos —piénsese en la progresiva
tendencia a la descentralización y desnacionalización—.
Hemos dicho fueros, en plural, y ésa es la palabra
más acertada, pues ninguna hay de mayor abolengo
para señalar todo aquello que resistió tenazmente contra
el compromiso estatal de trocar la libertad por una apa-
rente participación en el poder y absorber la autoridad
en la potestad, contra la conversión de libertad y autori-
dad en máscaras del absolutismo estatal democrático. La
lucha queda, pues, entablada en estos términos simbóli-
cos: ¡fueros contra máscaras!

279
II. Cuarenta años después
(Una reflexión sobre la crisis de la Universidad)

Este cuarto decenio que ahora festejamos, y a cuya


celebración me honra mucho haber sido invitado como
antiguo profesor de Derecho, en esta para todos inolvi-
dable Universidad Compostelana, coincide, con escasa
diferencia de meses, con los cuarenta años de mi cáte-
dra, pero también con los cincuenta de mis primeros
pasos en la docencia del Derecho Romano, en la Uni-
versidad de Madrid, cuando, por la intercesión de mi
singular maestro, José Castillejo, se me concedió licen-
cia para impartir lecciones de un curso optativo de
Derecho Romano, aunque entonces yo no había alcan-
zado todavía el grado de licenciado. Medio siglo, pues,
de docencia: una experiencia que sirve, si no para pon-
tificar sobre el futuro de la institución universitaria, sí,
quizá, para exponer con humildad las dudas que un
profesor puede sentir al cabo de los años, y en los
actuales momentos críticos de la venerable tradición
universitaria, respecto a la persistencia en un determi-
nado tipo de enseñanza a pesar de los profundos cam-
bios, sobre todo desde hace diez años, de la sociedad
que hoy vivimos.
Es un hecho sorprendente que nuestra manera de
enseñar Derecho siga siendo prácticamente la misma
desde hace tanto tiempo: por lo que uno mismo ha
podido experimentar pasiva o activamente, desde hace
más de medio siglo, siendo así que el mundo, y concre-

281
RAFAEL DOMINGO

tamente la realidad jurídica, ha sufrido desde entonces


unos cambios muy profundos. Los mismos que pueden
celebrar hoy los cuarenta años del comienzo de su
carrera habrán podido observar, a lo largo de su propia
experiencia profesional, cuan radical ha sido el cambio
desde que empezó su actividad profesional. Y no se
trata tan sólo de que hayan cambiado las leyes, ni tam-
poco del natural progreso en las aptitudes personales
— también las del mismo profesor universitario, que,
ordinariamente, va perfeccionando, no sólo sus conoci-
mientos, sino también la forma de impartir su docencia,
como ocurre en el ejercicio de cualquier otra profesión—,
sino de un cambio más profundo en la dinámica social
de la vida del Derecho. Es verdad que las funciones
jurídicas parecen seguir siendo siempre las mismas: que
el juez sigue juzgando, el notario sigue dando fe
pública, el abogado sigue informando y dictaminando,
etc., etc., pero, no sólo el modo de su actividad ha cam-
biado, en buena parte por razones del aumento de la
cantidad de trabajo, sino que las materias, las circuns-
tancias y la misma base normativa son hoy muy distin-
tas. Para destacar uno solo entre los muchos aspectos
del cambio, podemos observar que, si antes bastaba
manejar unos pocos libros —códigos, leyes sueltas, reper-
torios de legislación y jurisprudencia--, el repertorio
normativo de hoy es mucho más complejo e incons-
tante, de suerte que los libros aparecen ahora como
ahogados por la acumulación de circulares y fotocopias
de última hora, textos de rango menor pero absoluta-
mente imprescindibles para la actividad profesional de
cualquier tipo, y, desde luego, una profusión de datos
normativos que no se pueden memorizar, y parecen
requerir pronto la ayuda de las máquinas electrónicas.
Es claro que ya este hecho material implica una dispo-
sición personal y un estilo de trabajo enteramente dis-
tinto, empezando por la dificultad creciente para un
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

trabajo unipersonal. Por el contrario, en nuestra docen-


cia universitaria nada parece haber cambiado respecto a
la formación que pretende seguir procurando a los nue-
vos juristas para hacer frente a esa realidad profesional
con la que se van a encontrar los futuros licenciados.
Es cierto que siempre hemos tenido conciencia,
todos, de que la enseñanza universitaria del Derecho no
habilitaba directamente —ni podía hacerlo— para el
ejercicio de cualquier profesión jurídica, sino que se
requería para ello un ulterior aprendizaje especial y,
para algunas profesiones tradicionales, la esforzada pre-
paración de un amplio cuestionario de oposiciones. Pero
nos parecía también a todos que la formación teórica
elemental de los cinco años del estudio universitario
facilitaba esa ulterior preparación especial, y, sobre todo,
una cierta cultura jurídica general que se consideraba
como necesaria para la dignidad de un «letrado» propia-
mente dicho. Pero ahora no se trata ya de esa que
podría censurarse como deficiencia práctica de la ense-
ñanza de nuestras Facultades de Derecho, sino de algo
mucho más grave: de una inadecuación radical a lo que
podrían ser los deseos, pero también la necesidad real,
de nuestros estudiantes de hoy; no ya en la mera infor-
mación concreta, sino en la misma formación funda-
mental de los futuros juristas.
Resulta excesivamente complejo el cambio de la rea-
lidad a que nos estamos refiriendo para intentar una
descripción, el análisis de sus causas y, aún más, el
esbozo de un pronóstico de posible rectificación. Pero
esto no debe inhibirnos para señalar algunos aspectos
de la cuestión, en la seguridad de poder ser bien enten-
didos y completados por los que nos escuchan, pues
creo que encontrarán en mis palabras un reflejo y la
confirmación de algo de lo que ellos ya son perfecta-
mente conscientes, aunque su actividad profesional no

283
RAFAEL DOMINGO

les haya permitido seguir tan paso a paso el proceso del


cambio universitario como a los profesores, que nos
hemos mantenido en un constante contacto con las
nuevas generaciones de estudiantes.
El primer dato evidente, y del que depende toda una
larga serie de consecuencias relevantes es el enorme
aumento del número de alumnos: lo que venimos lla-
mando la «masificación» de las universidades. Ya la
multiplicación del número de universidades muestra
este aumento, pero lo que resulta aún más grave es la
masificación en cada una de ellas, y, en concreto, de
sus Facultades de Derecho.
Este crecimiento no depende exclusivamente del
aumento demográfico general. Es verdad que, en Espa-
ña, la curva de nacimientos aumentó notablemente en
la década de los 60, y de ahí estas numerosas promocio-
nes que ahora están accediendo a las aulas universita-
rias. Desde este punto de vista demográfico, el descenso
de nacimientos posterior a aquel momento expansivo,
podrá influir quizás en una futura reducción, pero ésta
será siempre relativa, porque hay también otras causas
de masificación universitaria.
Principalmente se debe ese crecimiento a la amplia-
ción del ámbito social de familias cuyos hijos acceden a
los estudios universitarios. Porque, tradicionalmente, los
estudiantes de «carrera mayor», como solía decirse, pro-
cedían en su mayoría de un estrato social intermedio,
de clase media y baja burguesía; excepcionalmente,
algunos jóvenes de niveles económicos inferiores, quizá
por estar especialmente dotados, y con ayuda de becas
en consideración, aunque insuficiente, al posible rendi-
miento laboral que dejaban de producir, se incorpora-
ban también a la Universidad, y también, a veces, los
de extracción social más elevada, los de la aristocracia y
alta burguesía, cuyas posibilidades económicas, por su

284
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

propia familia, no estimulaban para emprender un


modesto estudio universitario. Esta inhibición de los
económicamente superiores era muy notable en algunas
regiones en que existía una burguesía de alto nivel,
como sucedía en Cataluña y Vascongadas, o una clase
de grandes terratenientes, como en Andalucía, en tanto
en esta nuestra región gallega se podía observar un
mayor acceso de estudiantes extraídos de la clase rural
más modesta. En todo caso, aunque con notables dife-
rencias regionales como estas que ejemplificamos, la
Universidad no recibía a personas de todas las clases
sociales, sino que en ella se hacía ya una primera selec-
ción, aunque espontánea y no coactiva, por la misma
procedencia social de los estudiantes, y más por razones
de tradición familiar que estrictamente económicas.
Desde hace unos años, en cambio, esta restricción natu-
ral ha desaparecido, e incluso desde los mismos centros
directivos de la dinámica social, se impulsa eficazmente
a todos los jóvenes para que aspiren a un título univer-
sitario, aunque sea con abandono de los hábitos profe-
sionales de las familias de origen, con todas las secuelas
que esta política de promoción implica para la solución
de continuidad en las empresas y oficios, e incluso para
la seguridad profesional individual de las mismas perso-
nas que se desvinculan de tal continuidad que antes
parecía natural.
Pero hay todavía otra causa de masificación que es
el acceso indiscriminado de las mujeres a los estudios
universitarios. Si hace medio siglo había algunas Facul-
tades en las que se matriculaba un número apreciable
de mujeres, hoy forman éstas ya una mayoría en el
conjunto de la población escolar, aunque en proporción
desigual según las Facultades, pues hay algunas, como
la de Medicina, en que las mujeres están todavía en
minoría. En todo caso, esta nueva promoción universi-
taria de la mujer ha determinado en gran parte la masi-

285
RAFAEL DOMINGO

ficación actual de las universidades. En cambio, otras


promociones especiales, como la de los mayores de 25
años sin estudios secundarios, no pueden considerarse
como tan importantes; tampoco, quizás, el hecho de que
las Escuelas Técnicas Especiales, al asimilarse a las
Facultades universitarias, hayan relajado aquella antigua
restricción de acceso que las caracterizaba. La misma
existencia de la Universidad Nacional de Educación a
distancia, con suponer una gran ventaja respecto a la
antigua enseñanza llamada «libre», es decir, con dis-
pensa de escolaridad, no puede considerarse como espe-
cialmente responsable de la masificación de las aulas
universitarias, antes bien, ha podido contribuir a liberar
las otras universidades, en buena medida, del excedente
de aquellos antiguos alumnos «libres», pero sí ha contri-
buido a aumentar notablemente la cantidad total de
licenciados, pues su fin fundacional fue precisamente
ése de facilitar la promoción universitaria de aquéllos
que, por distintas causas, no podían frecuentar la ense-
ñanza ordinaria que imparten las otras universidades.
Así, pues, en definitiva, clara masificación total, en
las distintas Facultades y en cada una de las universida-
des antiguas o de nueva creación. Si hace unos veinte
años, la conferencia internacional de rectores, celebrada
en Tokio, llegó a la conclusión de que el número
óptimo de estudiantes por universidad podía oscilar
entre los siete y los diez mil, repartidos entre las distin-
tas Facultades, nunca éstas en número inferior a tres,
hoy es difícil encontrar universidades que no hayan
multiplicado desmesuradamente este número óptimo, y
esto, según aquel criterio que entonces parecía válido,
no puede menos de considerarse como un hecho patoló-
gico de la vida universitaria.
Nos encontramos, pues, ante este hecho evidente, del
que no cabe prescindir para cualquier proyecto de exis-

286
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

tencia universitaria, no sólo colectiva, de la Sociedad en


su conjunto, sino de cada Universidad en particular y
aun también de cada profesor universitario en concreto:
la Universidad de hoy es de promoción social y no de
selección profesional. Cuanto se quiera pensar o decir
sobre la crisis de la universidad debe partir de este prin-
cipio. No excluimos la posibilidad de que existan en el
mundo algunas pocas Universidades o incluso Faculta-
des aisladas que mantengan todavía con éxito el anti-
guo modelo de enseñanza selectiva, pero el fenómeno
general que se nos impone es ése otro dominante, de
que la Sociedad pide a las Universidades que faciliten la
promoción y no que seleccionen escrupulosamente,
como antes, a los futuros profesionales que la sociedad
pueda necesitar. En términos un poco familiares podría-
mos decir que, si antes la Sociedad decía a la Universi-
dad: «Fórmame unos profesionales competentes en el
número que necesito», hoy, en cambio, le dice: «Hazme
muchos licenciados, que ya me encargaré yo de selec-
cionar los que necesite».
Es claro que la primera consecuencia de este giro
actual en la misión de la Universidad es la devaluación
de los títulos académicos. Si antes la posesión de un
título podía dar una cierta seguridad de encontrar una
colocación profesional, dentro, claro está, de unos lími-
tes determinados por la mayor o menor competencia,
pero también por la suerte, la influencia de las relacio-
nes personales, y otros imponderables, hoy, los nuevos
títulos no pasan de ser un requisito formal que, por sí
mismos, no pueden dar seguridad alguna. En este sen-
tido, parece inevitable pensar que sólo la competencia
personal y, desde luego, la capacidad de trabajar eficaz
o intensamente podrán ser en el futuro las condiciones
para el éxito profesional. No hay que excluir que puede
haber para esa ulterior selección, en momentos y am-

287
RAFAEL DOMINGO

bientes del tránsito social algunos vestigios de aquellos


otros factores, e incluso, accidentalmente, de factores
políticos menos declarables, pero la dirección del futuro
parece que habrá de ser ésa de la desvalorización de los
títulos académicos, y es natural que así sea por el mis-
mo hecho de la inflación de titulaciones.
Pero esto tiene, al mismo tiempo, una importante
consecuencia, que es la crisis del método de selección
que, por influencia francesa, se venía utilizando entre
nosotros. Me refiero a la progresiva selección por los
sucesivos exámenes en las distintas asignaturas que
jalonan la carrera. Ya sabemos que han existido y exis-
ten otros sistemas de selección distintos, y que también
hoy abogan algunos en España por unos únicos exáme-
nes selectivos a cargo de los colegios profesionales, al
final de la carrera, en vez de los exámenes de cada
asignatura, pero, de momento, ése es el sistema actual-
mente practicado entre nosotros, y no parece que exista
una opinión muy general en contra, aunque sí influyen
muchos factores, y el mismo estímulo social, para hacer
cada vez menos rigurosas las pruebas selectivas, puesto
que, como decimos, lo que la Sociedad pide a la Uni-
versidad no es selección, sino promoción.
Se podría decir, pues, que la selección mediante exa-
men es una pieza contradictoria dentro del plantea-
miento social de hoy, y, por tanto, una pieza anacróni-
ca. Por lo demás, el rebajamiento progresivo del nivel
de exigencia tiene ciertos límites, de suerte que, para
facilitar la deseada promoción, llega un momento en
que resulta mucho más expeditivo el prescindir de los
exámenes que el rebajar progresivamente su nivel de
exigencia.
El mismo aumento del número ha contribuido a
cambiar esencialmente la naturaleza del examen, pues,

288
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

como es sabido, los cambios cuantitativos no pueden


menos de implicar cambios cualitativos. Hay que recor-
dar, a este propósito, que el examen propiamente dicho
debería ser siempre oral y ante tribunal. Fue el aumen-
to de la cantidad lo que introdujo, primeramente en la
Universidad que se llamaba Central, la práctica de los
exámenes escritos, y, consecuentemente, la sustitución
del juicio de un tribunal por el juicio de un único pro-
fesor encargado de la asignatura, o, en su caso, por la
adición de otras dos firmas ficticias en el acto de califi-
cación. En efecto, sólo aparentemente se mantenía a
veces el requisito del tribunal, que se reducía práctica-
mente a que figuraran tres firmas en las actas, para los
alumnos «libres» y para la convocatoria de septiembre.
Esta pequeña revolución en el sistema de exámenes,
debida evidentemente al número de alumnos de Ma-
drid, se fue generalizando después por otras universi-
dades.
Permítaseme que recuerde, a estos efectos, la sor-
presa con que yo me encontré hace cuarenta años, aquí
en Santiago, al ver que los exámenes eran todavía ora-
les y que todavía se constituía formulariamente un tri-
bunal, que, nada más empezar a hablar el primer
examinado, se disolvía sin más para dejar como juez
único al encargado de la asignatura en cuestión; y no
sé si para bien o para mal, fui yo, que venía acostum-
brado a los hábitos de la Central, quien arruiné aquel
uso introduciendo el examen escrito, cuando la enton-
ces nueva ley universitaria vino a suprimir también la
práctica de formar tribunales, puesto que decía que los
alumnos oficiales debían ser juzgados por las «pruebas
del curso», y precisamente por eso mantenía los tribuna-
les tan sólo para los exámenes «libres» y los de la con-
vocatoria de septiembre. Pero, como en tantas otras
cosas, mi experiencia docente me vino a hacer rectificar

289
RAFAEL DOMINGO

en lo de los exámenes escritos, pues comprendo hoy


que el verdadero examen debe ser exclusivamente oral,
que es siempre menos falso y permite formar un juicio
menos inexacto del alumno, a la vez que puede ser
también más benévolo, pues admite la rectificación
sobre la marcha de los posibles errores del alumno.
En todo caso, no es tanto la forma de examinar,
sino el examen mismo, como forma de seleccionar, la
que me parece estar hoy en crisis. Y, puesto que me
dirijo a antiguos alumnos que vivieron la Universidad
de hace muchos años, quisiera aclarar que ahora no se
trata, francamente, de entonar una palinodia o retracta-
ción de mis antiguos usos, sino de un reconocimiento
de las nuevas exigencias sociales, que son de promoción
y no de selección. El sistema de los exámenes de enton-
ces tenía su razón de ser, pero pienso que hoy no lo
tiene ya.
Aunque no sea en modo alguno decisiva, hay tam-
bién una dificultad notoria para la práctica de exami-
nar, y depende del mismo número de los examinados.
Como hemos dicho, este aumento de la cantidad es la
que impone el examen escrito, pero, aun así, la masifi-
cación hace que una misma persona no pueda leer y
juzgar convenientemente todos los ejercicios escritos; se
impone entonces la parcelación del juicio, con grave
riesgo de la igualdad de criterios, lo que redunda inevi-
tablemente en frecuente injusticia. Se recurre entonces a
paliativos que, aunque lo sean en cierto modo, vienen a
hacer todavía más compleja y abrumadora la labor de
los juzgadores, como es la solución de parcelar, no los
ejercicios, sino las preguntas del examen, entre los que
puedan integrar el equipo de juzgadores. Naturalmente,
no se ha dejado de pensar en ejercicios que pretenden
mecanizar la corrección, en forma de «tests», que una
máquina pueda valorar por sí sola; pero es evidente que

290
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

esta pretensión de objetividad mecánica impone una


despersonalización del acto, e impide lo que podría ser
el momento más apreciable de la prueba, que es la con-
sideración de la persona misma; esto, aparte de que,
cuando el «test» presenta, como ocurre muchas veces,
una posibilidad de acierto por simple probabilidad arit-
mética, el juicio resultante no puede considerarse fiable;
esto, aparte la casi imposibilidad de impedir, mediante
una vigilancia estricta de la prueba escrita la filtración
de ayudas silenciosas, tanto más fáciles cuanto más
esquemática es la prueba. También esta dificultad de
examinar grandes masas, aunque no sea una razón
decisiva, ha venido a mermar notablemente el prestigio
del sistema de exámenes.
Esto que decimos acerca de la supresión de exáme-
nes puede sorprender quizá, y, desde luego, suscitar dos
objeciones: la primera se refiere a lo que podría parecer
que afecta a la dignidad de los profesores, si se les
priva de examinar, y la segunda, más grave, al pro-
blema del aprovechamiento de los mismos estudiantes.
En realidad, estas dos cuestiones se pueden aclarar por
una distinción fundamental de la que ambas cuestiones
dependen; la distinción entre Docencia y Disciplina. La
Docencia, está claro, consiste en el magisterio, en ense-
ñar de los distintos modos posibles, sobre los que no
vamos a tratar ahora, pero que también han quedado
afectados y condicionados por la masificación escolar.
La Disciplina, en cambio, consiste en aprender lo que el
maestro enseña. Así, pues, en principio, el sujeto activo
de la Docencia es el maestro y el de la Disciplina es el
alumno. Sólo que, en los niveles más bajos de la
Docencia impartida a los niños, entra todavía una acti-
vidad disciplinaria, que consiste en hacer aprender y no
sólo en enseñar. En buena parte, la Pedagogía, cuyo
nombre alude expresamente a la enseñanza de los

291
RAFAEL DOMINGO

niños, es precisamente la ciencia de hacer aprender, y


pertenece así a la Disciplina y no a la Docencia. Pero,
en el nivel superior del magisterio universitario, esta
implicación de la Disciplina en la Docencia resulta, al
menos en mi opinión, algo muy discutible y diría que
impropia. Porque no se trata ya de la claridad de las
exposiciones doctrinales, o de la habilidad para realizar
demostraciones prácticas, o del modo de mantener una
conversación con los alumnos interesados en ella, es
decir, de la perfección en la misma Docencia, sino de
algo añadido que tiene más que ver con el gobierno de
la conducta de los discentes, lo que, a los efectos del
tema de exámenes que ahora nos ocupa, se reduce a la
amenaza coactiva de la no-aprobación de un examen
con el consiguiente perjuicio del entorpecimiento en el
progreso de la carrera emprendida. De hecho, este ins-
trumento de coacción parece todavía a algunas personas
dedicadas a la enseñanza universitaria como un com-
plemento necesario para, según dicen, «mantener la dis-
ciplina» de sus alumnos; un giro éste por el que parece
haberse olvidado que la Disciplina no es simplemente
el orden exterior apetecible dentro de los locales, sino el
aprovechamiento real en el estudio. Tales docentes
temen perder su dignidad si se ven despojados de ese
instrumento de Disciplina. Debo reconocer que yo no
pertenezco a este tipo de profesores.
En mi opinión, el profesor universitario no necesita
recursos de Disciplina, pues su función propia es exclu-
sivamente la de Docencia, y la Disciplina debe dejarla a
la responsabilidad de los mismos estudiantes, todos ellos
ya mayores de edad, en los que debe por ello presu-
mirse una responsabilidad personal.
Esta exclusión del cuidado disciplinar de la función
de magisterio universitario depende de la relación entre
autoridad y potestad dentro de ese ámbito académico.

292
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

Puede formularse aforísticamente así: «pregunta quien


puede y responde quien sabe». Esto debe explicarse de
la siguiente manera: los estudiantes, por el mismo
hecho de matricularse en una Universidad, adquieren
un derecho a ser instruidos en un determinado sector
de conocimientos, y, en ese sentido, son ellos los que
tienen la potestad para preguntar, pues la pregunta es la
forma elemental y general de exigir una información, y
ellos tienen derecho a ser informados. Su potestad no es
la misma, naturalmente, que la del gobierno universita-
rio: no tienen los estudiantes la potestad de regir la
vida universitaria, pero sí la potestad concreta de exigir
una enseñanza adecuada. Los profesores, en cambio, no
tienen potestad alguna, pues, en la medida en que no
se da en ellos accidentalmente una potestad de gobier-
no, sólo tienen, como tales maestros en los que se pre-
supone el saber adecuado, una autoridad, y su servicio
consiste por ello mismo en responder a las preguntas de
los alumnos, empezando por esa primera pregunta
general implícita que se refiere a todo lo que oficial-
mente se considera que debe ser enseñado, de arreglo
con el plan de estudios y los programas oficialmente
establecidos por tal enseñanza.
Así, pues, la estructura natural del quehacer univer-
sitario consiste en que el estudiante, que tiene la potes-
tad de hacerlo, es quien pregunta, y el maestro, que es
quien tiene el deber de hacerlo, responde. Es claro que
en el acto de examinar tenemos una paradójica inver-
sión de los términos, pues se concede al maestro la
potestad de preguntar para averiguar lo que no sabe el
estudiante. Por esto, esa función de examinar resulta
postiza. Se trata de un encargo que la Sociedad, de
manera indirecta, impone a la autoridad del magisterio
que, por un momento, debe dejar el enseñar propio de
la Docencia para controlar la Disciplina propia de sus

293
RAFAEL DOMINGO

alumnos. Un encargo que, en el contexto de una uni-


versidad selectiva, puede tener todavía algún sentido,
pero que no tiene sentido alguno dentro de un sistema
de simple promoción universitaria como es el hoy
dominante.
La segunda cuestión que, como decíamos, puede sus-
citar la idea de que los exámenes que seguimos practi-
cando se han hecho anacrónicos, es la de cómo
conseguir entonces que la enseñanza, por muy docta
que sea, sirva realmente para algo. Pero, al encararnos
con esta segunda cuestión, no salimos, en realidad, del
mismo campo de la anterior, a saber, el de considerar
que es la responsabilidad personal del que, teniendo
potestad para preguntar y enterarse, prefiere permanecer
en una abúlica ignorancia, haciendo dejación, no sólo
de su derecho, sino incluso del tesoro de sus posibles
talentos personales. En realidad, lo que se viene a pro-
ducir cuando no examinamos es una sustitución del
régimen de coacción selectiva por otro de auto-selección
(si se permite este híbrido) enteramente libre; tanto más
libre por cuanto las consecuencias posiblemente negati-
vas de esa actitud no se recogerán hasta un momento
que se presenta como bastante lejano, y no del todo
seguro.
Esta especie de liberalismo pedagógico quizá se
pueda considerar arriesgado a causa de la inmadurez de
estos «mayores de edad» que realmente no tienen toda-
vía la personalidad suficiente para usar responsable-
mente de su libertad. Para remediar esta inmadurez, no
debe escatimar el profesor universitario sus esfuerzos
persuasivos, en el contacto personal que siempre debe
procurar con sus alumnos, pero no creo que este riesgo
de inmadurez nos obligue a rebajar el oficio de la
Docencia universitaria a una pedagogía propia de infan-
tes. Y con esto llegamos a un punto que excede ya del

294
TEORÍA DE LA ><AUCTORlTASy,

ámbito de la Docencia universitaria y afecta a la defi-


ciencia de la instrucción propia de los grados inferiores
de la educación general de los jóvenes.
A su vez, este tema de las condiciones fundamenta-
les de la Disciplina de los que acceden a la Universidad,
presenta dos facetas complementarias: la primera se
refiere a defectos generales de la enseñanza secundaria
— incluso ya primaria—, y la segunda a un resultado
psicológico comprobable del estudio coactivo dentro de
la Universidad.
De año en año, y a pesar de que el acceso de los
jóvenes a la Universidad se ha retrasado a lo que hoy
es ya la mayoría de edad, los profesores universitarios,
especialmente los de los primeros cursos de carrera,
podemos observar un paulatino deterioro de la madurez
intelectual de nuestros alumnos, que se agrega al hecho
de la masificación al que anteriormente nos hemos
referido. No podemos entrar ahora en el problema de la
instrucción secundaria en España, ni tampoco sería yo
la persona capaz de hacerlo, pero el hecho está ahí, y
hay unanimidad, creo yo, en reconocerlo.
Es posible que las generaciones anteriores no poda-
mos entender el nuevo sesgo de la educación secunda-
ria, ni de entrever qué tipo de nueva cultura puede
surgir de ahí. He de confesar que yo no soy capaz de
verla, y quizá sea posible que esa nueva cultura dife-
rente se dé algún día, pues en distintos momentos de la
Historia se han dado crisis de una cultura después de
las que se han visto surgir nuevas culturas diferentes.
Esto es posible, aunque no seamos capaces de adivi-
narlo, pero el hecho es que esa posible nueva cultura
será poco congruente con la que veníamos suponiendo
en los alumnos que aspiraban a ser letrados.
Esta misma palabra de «letrado» nos indica que esa

295
RAFAEL DOMINGO

cultura que se pretendía desarrollar con una cierta espe-


1
cialización en las Facultades universitarias tenía que ver
con las «Letras», incluso respecto a las Facultades que
consideramos científicas. Todos sabemos que muchas
Universidades, como ésta de Santiago, tienen el título
oficial de «Universidad Literaria», traducción de la «Uni-
versitas litterarum» medieval. Es claro que este adjetivo
de «literarias» no tiene que ver con la «Literatura», pues,
excepto la Facultad de Letras, ninguna otra se dedica,
ni siquiera en parte, al estudio de la Literatura. Tal
adjetivo se refería simplemente a que el estudio en
todas las Facultades universitarias era fundamental-
mente un estudio de libros, aunque en algunas de ellas
tal estudio se completaba con el trabajo de laboratorios,
clínicas y otras formas de carácter experimental. En este
sentido, el calificativo de «literaria» cuadra especial-
mente a la Facultad de Derecho, aun más ajustada-
mente que a la de Letras, pues en nuestra Facultad sí
que todo el estudio era exclusivamente de libros.
Ahora bien: precisamente porque el estudio universi-
tario era todo él de libros, la segunda enseñanza se
orientaba ya en ese mismo sentido, y de ahí que el
estudio de la Gramática, la Retórica y la Dialéctica, que
componían el trivium tradicional, fuera en ella objeto de
una especial atención. Pero esta cultura literaria se halla
hoy enteramente arruinada, en parte por el prestigio
social de los medios de comunicación audiovisuales,
pero también por la deliberada revolución en los planes
de estudios de la Enseñanza Media. Esto es algo tan
conocido, que no me parece necesario insistir en ello.
El resultado de la nueva orientación de esta enseñanza
ha sido que nuestros bachilleres no han aprendido real-
mente a saber leer, ni tampoco a saber escribir, como
hace falta para llegar a ser «letrados». Son, de entrada,
un personal iletrado, aunque, repito, quizá lleguen

296
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

algún día a vivir en un nuevo tipo de cultura que yo


no sabría ahora predecir. En todo caso, es evidentísimo
que una enseñanza universitaria como la que se venía
impartiendo resulta imposible con ese nuevo personal
iletrado. Y, como las pruebas selectivas se adecuaban
precisamente a ese tipo de formación básica, pues con-
sistían en escribir sobre un tema, o eventualmente
hablar sobre él, resulta comprensible que ese tipo de
exámenes se haya hecho tan anacrónico como la
misma enseñanza que aquellos exámenes presuponen.
No se trata ya de una simple deficiencia personal de los
alumnos, que pudiera subsanarse con paciencia a lo
largo del mismo estudio universitario, sino de una más
profunda actitud vital de la mayoría del alumnado, por-
que ésta es la realidad que los profesores de Derecho
palpamos cada vez con mayor evidencia: que nuestros
alumnos no aspiran ya a ser letrados, sino mejor a ser
unos gestores de más o menos mediocre nivel. Como a
esto se une aquella mutación también de las materias
que la nueva vida profesional requiere manejar, se com-
prende que los profesores nos hallemos sumidos en la
mayor perplejidad respecto a nuestro modo de enseñar,
y, en consecuencia, al sentido que puede tener el selec-
cionar con modos anacrónicos exigiendo una formación
que nuestros alumnos no quieren tener, y que, en defi-
nitiva, la Sociedad no nos pide que les demos.
Y con esto se relaciona aquel segundo aspecto del
resultado psicológico del estudio coactivo. Porque, en
efecto, aunque nuestra enseñanza fuera anacrónica,
siempre cabría que, por la coacción de los exámenes,
forzáramos a nuestros alumnos a hacer el esfuerzo de
memorizar lo que no les interesa, con el solo fin de
superar las pruebas correspondientes y poder ellos
alcanzar, con sucesivos esfuerzos de este tipo, el ansiado
título de licenciado, que, como decíamos al principio,

297
RAFAEL DOMINGO

cada día tendrá menos valor. Pero lo que podemos


comprobar es que un estudio coaccionado de este tipo
carece de utilidad si lo que se pretende es una auténtica
formación de nuestros alumnos. Porque el estudio es
algo incompatible con el disgusto permanente del que
se dedica a él, ya que la misma palabra studium signi-
fica la afición y el gusto que tal esfuerzo intelectual
reporta al que lo hace, el favor gustoso con que un
aprendizaje se recibe, de donde aquella conocida frase
latina «sirte ira nec studio» que quiere decir «sin odio ni
amor». Este amor a lo que se recibe, a la misma letra
de los libros que se leen o de lo que se escribe, ése es
el propio del verdadero estudio. Si falta, el esfuerzo que
puede realizarse cum ira et sine studio ¿para qué puede
servir ya, aparte la posible obtención de un título
devaluado?
En esta descripción de la situación actual con la que
nos encontramos los profesores universitarios, situación
que causa mi personal perplejidad al proseguir impar-
tiendo un tipo de enseñanza que la Sociedad no parece
desear, quizá he simplificado excesivamente, pues he
insistido en los rasgos más comunes que caracterizan a
los estudiantes de hoy y en el desajuste de nuestra
Docencia respecto a su posible Disciplina, y no hay que
olvidar que siempre existe una pequeña minoría que,
aunque tenga de entrada los mismos defectos culturales
que el resto, aspira, sin embargo, sea por instinto perso-
nal, sea por el ejemplo del ambiente familiar de que
procede, a formarse convenientemente para llegar a ser
unos buenos «letrados», incluso contando con que las
circunstancias de su futura actividad profesional condi-
cionarán de alguna manera esas aspiraciones. Y, en mi
experiencia personal, cada día he ido viendo con mayor
claridad que nuestra enseñanza debe orientarse muy
preferentemente a la formación de ese tipo de estu-

298
TEORÍA DE LA «AUCT0R1TAS»

diante, que, repito, forman una minoría muy exigua,


que quizá no exceda del cinco, a lo más, el diez por
ciento del número total de alumnos del primer año de
la carrera.
Quizá pueda sorprender que, habiendo aumentado
tan enormemente el número de estudiantes universita-
rios, ese grupo selecto no haya aumentado en propor-
ción, y resulta acaso inferior al de las generaciones
anteriores mucho menos numerosas. Pero este fenó-
meno es explicable. La promoción social ha engrosado
el cuerpo de estudiantes universitarios, pero no su
cabeza, y aun ésta, por las circunstancias ambientales a
las que nos hemos referido, y como por el mismo peso
de masa informe del cuerpo en que se halla, parece
haberse reducido. La promoción es de masa, pero no de
«élite».
Este fenómeno de la no-propoicionalidad del creci-
miento de la cabeza respecto al cuerpo es el que explica
también que ese aumento del cuerpo no repercuta en
un correspondiente aumento natural del profesorado
universitario, por lo que se hace necesario atraer a la
Docencia de nivel superior, por atractivos extra-acadé-
micos, a un personal laboral que no se dedicaría de
manera natural a la Docencia, y con ello se produce
inevitablemente un cierto hundimiento del nivel cientí-
fico de la enseñanza universitaria, de suerte que al dete-
rioro de la previa preparación del alumnado y a su
masificación sigue inmediatamente un deterioro tam-
bién de la calidad de los docentes.
Pero volvamos a nuestra minoría de posibles «letra-
dos», que no se contentan con ser simples «gestores».
¿Qué hacer con ellos para que no se frustren sus aspira-
ciones? ¿Cómo evitar que esa reducida minoría se con-
funda dentro de la masa anónima de los que tienen
menos vuelos?

299
RAFAEL DOMINGO

Cuando hace unos quince años se decidió oficial-


mente una política de promoción universitaria a gran
escala, no dejó de tenerse en cuenta este resultado pre-
visible de que la gran mayoría de los nuevos alumnos
iba a tener aspiraciones menos elevadas que las que
ordinariamente tenían los que accedían a las Facultades
de Derecho de antes, y se arbitró como solución la dis-
tinción de ciclos, con el fin de empalmar a unos prime-
ros cursos comunes otros superiores para estos que
llamamos «letrados», aparte un tercer ciclo doctrinal
para los que aspirasen a la Docencia universitaria. Esta
solución, aparentemente racional, era, sin embargo,
inviable, y por eso no prosperó. Era inviable porque la
formación de los dos niveles del alumnado —de los
aspirantes a gestores, para entendernos por lo que a
nuestra Facultad respecta— era exactamente la misma
durante los años del primer ciclo, con lo que se perjudi-
caba a los primeros, cuya formación requiere, ya desde
el comienzo de la carrera, una fundamentacion teoría
de más alto nivel científico, en tanto la formación de
los segundos debía orientarse en un sentido práctico. No
podía ser la misma esta primera formación para unos y
para otros. La discriminación entre los dos tipos de
alumnos no podía lograrse mediante la distinción de
ciclos sucesivos. Por lo demás, reuniéndose en una
misma Facultad unos y otros, era comprensible que la
renuncia personal al segundo ciclo no fuera decidida
desde el comienzo, sino como resultado negativo de la
experiencia habida durante el primer ciclo.
Aun con la dificultad que siempre implica una elec-
ción prematura, tal discriminación hubiera sido mejor
hacerla de entrada, no aspirando o renunciando a un
ciclo ulterior, sino eligiendo entre dos carreras distintas,
una, más parecida a la tradicional que sería la de los
letrados, y otra más breve y de carácter práctico desti-

300
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

nada a los gestores. Es posible que, efectivamente, el


futuro nos depare esta solución de separación de carre-
ras, del mismo modo que no hace mucho tiempo se
abrió el nuevo cauce de una carrera de Ciencias Econó-
micas separada de la de Derecho. Quizá sea de desear
una carrera de gestión administrativa distinta de la de
Derecho. Pero el hecho es que esta separación de carre-
ras no existe todavía, y que uno y otro tipo de alumnos
concurren en las mismas Facultades de Derecho.
¿Qué hacer, pues, en estas circunstancias? ¿Cómo
atender de algún modo a los que aspiran a una forma-
ción teórica superior? Esta es la perplejidad en que
ahora me encuentro, aunque siga abierto siempre a
nuevas ideas y nuevas soluciones viables. A lo que de
momento tiendo es, de acuerdo con lo que antes he
dicho sobre la inevitable devaluación de los títulos aca-
démicos, a prescindir de la coacción disciplinaria del
examen y a concentrar la atención docente a favor de
la formación de aquéllos que, a lo largo del primer año
de carrera, se encuentran animados para recibirla. Dicho
en otras palabras: a responder amplia y sosegadamente
a los que preguntan, y a no preguntar a los que no
desean ser interrogados, que suelen ser precisamente los
que ni saben ni quieren preguntar nada, pues sólo el
que ya sabe algo es capaz de formular preguntas. De
este modo, pienso que los alumnos más responsables
acabarán consiguiendo aquella formación y aquel hábito
de trabajo que en el futuro serán condiciones necesarias
para una colocación profesional preferente. La selección
puede así quedar prevenida por la misma opción espon-
tánea de los alumnos, aunque sea luego la misma So-
ciedad la que decida.
En fin, como siempre se ha dicho, y no deja de ser
verdad, la carrera de Derecho «tiene muchas salidas»,
pero quizá los que empiezan sus estudios en nuestra

301
RAFAEL DOMINGO

Facultad deberán orientar su esfuerzo, por impulso de


su propia responsabilidad, hacia las salidas de un deter-
minado nivel, siempre con el riesgo de que los menos
responsables, abandonados a su suerte, deban optar por
otras más modestas o, incluso, no lleguen a encon-
trarla nunca.
Ésta es mi actual situación como docente después
de los cuarenta años o más de dedicación a la ense-
ñanza. Es posible que mis antiguos alumnos piensen
que puede haber influido en mí —lo que no excluyo,
pues es natural— cierto cansancio del hombre que se
halla ya casi jubilado, pero yo me atrevería a insistir en
el fondo del problema, pues es evidente que, indepen-
dientemente de la siempre posible decadencia personal,
estamos ante un problema objetivo de la Universidad,
ya que los datos alegados por mí no pueden ser exclui-
dos como falsos. Con esta esperanza de que mis anti-
guos alumnos de hace cuarenta años sepan comprender
que se trata de algo real, me he permitido confiarles en
esta ocasión mi perplejidad ante la crisis universitaria
de nuestro tiempo.

302
III. El profesor

1.— Aunque «professio» significa, en general, toda


forma de declaración pública, la palabra professor se con-
cretó, ya desde antiguo, en el sentido de la enseñanza
de cualquier tipo. En este sentido amplio, concurría con
doctor; también con una de las acepciones de magister, y
es algo singular que, en la legislación de Justiniano, en
la primera mitad del siglo VI, también concurre con un
nuevo término para designar al que enseña precisa-
mente Derecho, que es el antecessor, al que la ley con-
cede un rango nobiliario. Esta última palabra ha
desaparecido de la lengua castellana, a la vez que «doc-
tor» se refiere ahora a un grado académico y, más popu-
larmente, a la profesión médica, incluso sin tal grado.
Por su parte, «maestro» se extiende hoy a cualquier tipo
de excelencia en un arte u oficio, y muy concretamente
se designa con ese nombre a los dedicados a la ense-
ñanza más elemental, los «maestros de escuela», sin la
connotación de excelencia. Por último, nuestro término
«profesor» se dice, como vemos en el «Diccionario de la
Real Academia», bien de la persona que ejerce cualquier
ciencia o arte —por ejemplo, la comadrona o «profesora
en partos» y también los que tocan un instrumento
musical, o incluso los prestidigitadores de exhibición—,
bien del que enseña cualquier ciencia o arte. Esta es la
causa de que, en español, la palabra «profesor» no
implique una especial dignidad, ni un especial nivel de

303
RAFAEL DOMINGO

enseñanza. Sólo por extranjerismo, pero de manera que


todavía hoy resulta algo afectada y burlesca o pedante,
se habla de los «profesores» para referirse a los catedrá-
ticos universitarios; un extranjerismo bastante reciente,
pues no se debe a la secular influencia francesa en
España, sino a la más reciente de Alemania e Italia,
sobre todo de esta última. En efecto, aunque el título de
«professor» tenía una especial distinción en la Alemania
que los universitarios españoles empezaron a frecuentar
desde fines del siglo XIX, la difusión del término se
debe indudablemente al uso indistinto que hacen de esa
palabra los italianos, entre los que resulta sólo ligera-
mente superior el título de «dottore» que se da a todos
los licenciados («laureati»), puesto que en Italia, como
en otros países, el grado doctoral desapareció, quizá por
influencia eclesiástica, aproximado y luego identificado
con el de licenciatura. En Portugal, en cambio, el título
académico máximo es el de «doutor», pero también allí
el de «professor» resulta menos propio. En España, por
eso mismo que el apelativo de «profesor» se debe a
influencia italiana, se puede observar que tal denomina-
ción se da precisamente a los grados menos elevados de
la docencia universitaria, y se tiende a reservar para la
más alta de los catedráticos el uso del «don» con el
nombre, y es curioso que esta misma denominación se
dé en las universidades inglesas a los profesores de más
alta categoría, quizá por influencia hispánica, pues esta
forma apocopada de «dominus» era propia de la nobleza.
La palabra española «catedrático», derivada del latín
aunque de origen griego, se ha usado especialmente en
España para designar al más alto grado de la docencia,
en consideración a la titulación oficial, no sólo a nivel
universitario, sino también de enseñanza secundaria;
pero nunca es un título de apelación directa, como el
«don», sino de estimación burocrática. Como acepción
singular, «catedrático» era también, en el antiguo dere-

304
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

cho canónico universal, la tasa que las iglesias, benefi-


cios, cofradías, etc., debían pagar al obispo, en señal
de sumisión.
Naturalmente, el título de este tema parece referirse
a los docentes de cualquier tipo y grado, dentro siempre
de la universidad, y no tan sólo a los que no han
alcanzado la dignidad de catedráticos. De hecho, por lo
demás, la distinción del catedrático respecto del resto
del profesorado ha quedado fuertemente afectada por
las condiciones del nuevo tipo de universidad masifi-
cada y de promoción que vivimos, e incluso de manera
deliberada por el tratamiento dado por el mismo legis-
lador. Así, pues, nos referiremos a los profesores univer-
sitarios en general, sin distinción de categorías: a todos
los docentes universitarios.
2.— En segundo lugar, antes de poder decir algo que
pueda tener relación con la Deontología de la Docencia
universitaria, es preciso que concretemos qué se entien-
de por Docencia en este nivel de enseñanza que es el
propio de la Universidad.
La Docencia se relaciona con la Disciplina, a la vez
que se distingue claramente de ella. La relación está en
que la Docencia consiste en enseñar (docere) y la disci-
plina consiste en aprender (disceré). Por tanto, es claro
que lo primero atañe al profesor o docente y lo segundo
al alumno, «discípulo» o discente. Pero la natural rela-
ción entre enseñar y aprender ha hecho que la materia
que se enseña se llame ya «disciplina», pues debe ser
aprendida por el estudiante, y que también se llama
«asignatura» por cuanto es la materia «asignada» a unos
determinados alumnos según el plan de estudios que
éstos deben seguir. Por lo demás, el aprendizaje al que
se refiere la «disciplina» suele interesar al docente de los
niveles inferiores al universitario, pues se entiende que
los profesores de esos niveles deben atender al resultado

305
RAFAEL DOMINGO

didáctico de lo que ellos enseñan. Es natural que, antes


de llegar los alumnos a su mayoría de edad, quien, por
delegación de los padres de aquéllos, asume la función
de enseñar algo debe ocuparse igualmente del aprove-
chamiento que realmente obtienen sus alumnos, y al
régimen que con ese fin se impone se le llama también
«disciplina», la «disciplina escolar». Es decir, no se
entiende por «disciplina» tan sólo la actividad discente
del alumno, sino la coacción ordenada por los docentes
para conseguir, o, al menos, procurar tal actividad dis-
cente. Por ejemplo, los «exámenes» a que se somete con
mayor o menor frecuencia y severidad a los alumnos
son una de las piezas más ordinarias de esa coacción
disciplinaria ejercitada por los enseñantes.
En qué medida entra en el oficio ordinario del dis-
cente universitario —o debe entrar— la coacción disci-
plinaria es lo que vamos a ver a continuación, pues de
ello depende muy decisivamente la Deontología de
la Docencia.
3.— Para aclarar esta cuestión de si también la Dis-
ciplina entra en el deber del docente universitario, con-
viene ver previamente en qué consiste la relación que
existe entre el profesor universitario y sus alumnos; en
otras palabras, en qué consiste aquí el enseñar respecto
al aprender.
Al analizar las respectivas posiciones que ocupan, en
esa relación, el docente y el discente, podemos ver que
el docente figura en ella como aquél que «sabe» lo que
ha de enseñar, y el segundo como aquél que «puede»
pedir que se le enseñe. Esta contraposición entre «saber»
y «poder» en la Universidad no es más que una concre-
ción de la relación permanente entre la Autoridad y la
Potestad, pues la Autoridad es el saber oficialmente
reconocido —en nuestro caso, por una titulación y la
misma posición concedida por la Universidad que

306
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

encarga a alguien de enseñar algo— y la Potestad es el


poder oficialmente reconocido —en nuestro caso, a con-
secuencia del contrato por el que un determinado
alumno queda inmatriculado en una Facultad, y a con-
secuencia del cual adquiere un derecho, es decir, un
poder, de que se le enseñe conforme a un plan previa-
mente programado—. Autoridad, pues, del docente, y
Potestad del discente.
La actitud del discente ante el docente debe ser, de
entrada, la de aceptar la Autoridad de este último, y
esta disposición tiene el nombre, en latín, de docibilitas,
es decir, aceptación de la enseñanza, lo que no se tra-
duce bien con el equivalente español de «docilidad».
Pero el docente, que tiene Autoridad, carece, en cambio,
de Potestad; que luego, en la organización de una Uni-
versidad, los docentes puedan asumir cargos de gobier-
no, es decir, de Potestad, eso no altera la naturaleza de
su función de Autoridad como tales docentes, sino que
se trata siempre de algo añadido a ella, y ordinaria-
mente de manera temporal.
Ahora bien, la actividad de una relación de tipo
intelectual, como es la que existe entre docentes y dis-
centes, se manifiesta en las formas respectivas de la
palabra que son la respuesta y la pregunta: la primera
corresponde al docente a iniciativa de la segunda, que
corresponde al discente, pues es un principio general
que «pregunta el que puede y responde el que sabe»;
esto es, en la universidad, pregunta el alumno y res-
ponde el profesor.
Sólo que el alumno, que es quien tiene derecho a
preguntar, no puede empezar por formular preguntas
concretas, sino tan sólo por una pregunta general, que
se presupone en su misma iniciativa de inmatriculacion
universitaria; una pregunta muy amplia y general,
acerca de todo aquello que, según el criterio oficial del

307
RAFAEL DOMINGO

plan de estudios por él aceptado, necesita él aprender


para instruirse en una determinada ciencia o profesión.
Pero, a medida que el alumno va informándose, va
adquiriendo también mayor capacidad para formular
preguntas más concretas, que el docente deberá ir res-
pondiendo. Y en eso consiste todo el oficio propiamente
docente, en instruir a los alumnos para que se vayan
capacitando respecto a la formulación de preguntas. Se
pregunta, naturalmente, lo que no se sabe todavía, pero
sólo quien sabe ya algo es capaz de preguntar lo que no
sabe, pues el que nada sabe, empieza por ignorar aque-
llo que no sabe, y nada puede preguntar en concreto
sobre la ciencia que debe aprender.
Así, pues, la actividad universitaria se reduce funda-
mentalmente a responder los docentes las preguntas que
les hacen los discentes. Para esto están aquéllos, para
responder a todo lo que se les pregunte en el ámbito de
la Autoridad que se les reconoce: ése es un principal
deber, el primer principie) de su especial Deontología.
4.— Es claro que toda coacción disciplinaria supone
una total inversión en esta correlación natural de pre-
gunta y respuesta, pues se trata con ella de comprobar
de algún modo si el alumno ha aprendido lo que se le
ha enseñado. Por ello el examen, pieza principal de la
coacción disciplinaria, consiste, invirtiendo el orden
natural, en que el que «sabe», el docente-examinador,
haga preguntas al que «puede», el alumno-examinando,
para averiguar lo que éste no sabe.
Se plantea así la cuestión de por qué los profesores
examinan, es decir, hacen preguntas a los que, según el
orden natural, deberían hacérselas a ellos.
Esto tiene una explicación histórica contingente, y es
que España ha recibido, en los tiempos modernos, el
orden legal universitario de Francia, y, en consecuencia,
la idea de que la universidad debe seleccionar a sus

308
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS*

alumnos mediante un sistema de exámenes sucesivos,


por asignaturas. No ocurre lo mismo en todo el mundo,
pero sí en las universidades que se han acomodado al
modelo napoleónico. Por esta razón, los docentes espa-
ñoles se ven encargados hoy de examinar a sus alum-
nos, y de reprobar a los menos aprovechados.
Este singular sistema de selección por exámenes
encomendados a los mismos docentes universitarios
obedece, en el fondo, a la idea de que la Sociedad,
deseosa de tener profesionales competentes, encomienda
la selección de tales profesionales al Estado, concreta-
mente al Ministerio de Instrucción Pública —la muda-
ble nomenclatura de este ministerio no hace diferen-
cias—, y éste, a su vez, delega esa función selecciona-
dora en las Universidades; éstas, a las facultades; y
éstas, a los responsables de cada cátedra. De este modo,
recae, en último término, sobre el profesor la función,
extraña a la docencia, de examinar a sus alumnos, es
decir, de ocuparse de la Disciplina, aparte del deber de
la Docencia que naturalmente le incumbe como ense-
ñante. Que tal actividad sea añadida, y, como hemos
visto, contraria a la naturaleza misma de la relación
docente de pregunta-respuesta, es evidente. Pero, aunque
en España exista ese deber de examinar, no creemos
que deba ser tenido en cuenta al hablar aquí de la
Deontología de la Docencia propiamente dicha. Se trata
de un tema distinto.
Hay que aclarar todavía que, aunque hablamos de
«exámenes», según el sistema español, exámenes propia-
mente dichos no hay más que para los alumnos de la
matrícula llamada «libre», es decir, para aquéllos de los
que no se puede conocer el grado de aprovechamiento
más que por el acto puntual de un examen. Y el exa-
men, en rigor, debería ser siempre oral y ante un tribu-
nal de tres (o cinco) miembros. Fue el aumento del

309
RAFAEL DOMINGO

número de alumnos lo que impuso entre nosotros el


examen escrito, juzgado por un solo profesor que lee lo
escrito por el alumno y lo califica, pero cuya califica-
ción se hace constar ficticiamente en un acta de tres fir-
mas, como si realmente tres personas hubieran juzgado
aquella prueba, lo que no corresponde a la realidad.
Pero, para los alumnos que frecuentan las lecciones y
demás formas de relación personal con sus profesores,
esa prueba del examen no es imprescindible, sino que
el profesor responsable puede calificar a esos alumnos
(que, en España, se llaman «oficiales») por todas las dis-
tintas «pruebas del curso», es decir, por su conocimiento
personal del alumno, sin exámenes, por lo que las actas
de tales alumnos aparecen con una sola firma, y no con
las de un tribunal ficticio. Sólo abusivamente hablamos
hoy de «exámenes finales» para los alumnos «oficiales».
Pero, en todo caso, es claro que la «aprobación» de
un alumno «oficial», en España, depende, en cada asig-
natura, de la decisión de un profesor, con cuya aproba-
ción contribuye a aquella selección profesional que la
Sociedad exige a través del Ministerio, y las sucesivas
delegaciones mencionadas.
Como decimos, la Deontología de este profesor exa-
minador excede evidentemente de la de un docente,
pues se trata de una actividad extraña que le viene
impuesta por circunstancias contingentes. Por eso, cree-
mos que, al hablar de la Deontología del docente, debe-
mos prescindir de la del examinador que podría, en
todo caso, ser objeto de una consideración aparte. Sería
posible objetar que, en la Universidad de promoción y
no ya de selección que vivimos en nuestros días, esa
actividad de examinar resulta inconveniente y hasta
anacrónica, y así es, en efecto, pero ése no es el tema
que actualmente nos ocupa.
Debemos fijar, pues, lo que, en concreto, entendemos

310
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS*

que puede ser la Deontología de la Docencia, prescin-


diendo de la de la Disciplina. En este sentido, ya hemos
dicho que la función esencial del docente es responder
a las preguntas del estudiante. Y, a este propósito, pode-
mos señalar algunos aspectos de esa función fundamen-
tal: la Objetividad, la Humildad y la conciencia de
Mediatez.
5.— En primer lugar, la Objetividad. Esta virtud de
la palabra del docente podría equipararse a la Veraci-
dad, sin pretender con ello hablar de Verdad. Porque la
Verdad sólo nos es conocida mediante la Revelación, y,
ordinariamente, lo único que se puede exigir del que
enseña es que no falte deliberadamente a lo que cree
conocer, y en eso consiste precisamente la Veracidad,
que, desde el punto de vista del resultado real, equivale
a la Objetividad.
Pero la Veracidad exigible del profesor presupone la
correcta información de éste, es decir, la responsabilidad
del que tiene reconocida una Autoridad. Porque no
basta la buena voluntad de repetir lo que en otro
tiempo se ha aprendido, sino que se requiere el espíritu
crítico y siempre actual de los propios conocimientos,
para ajustados a una Objetividad que viene incremen-
tada y afinada por el progreso de las ciencias. De ahí
que el profesor deba hacer un esfuerzo constante por
conocer los avances de su ciencia y asimilarlos para su
integración en el plano y orden de su Docencia ordina-
ria. Ciertamente, este esfuerzo suele llevar a tomar una
parte activa en ese progreso, que recibe el nombre (no
siempre exacto y apropiado, muchas veces incluso
pedante) de investigación, pues ése es el mejor modo de
comprender bien la problemática que estimula aquel
progreso. En otros términos, también el profesor, que
tiene reconocida una Autoridad personal como docente,
debe saber formularse preguntas él mismo, y debe saber

311
RAFAEL DOMINGO

aprovechar las preguntas de sus alumnos para descubrir


en ellas lo que muchas veces son estímulos para una
superación de los conocimientos recibidos; de hecho, no
es infrecuente que preguntas aparentemente inocentes
de los alumnos hayan servido para buscar una nueva
Objetividad por parte de los profesores que saben aten-
der tales preguntas, y no se empeñan obtusamente en
no reconocer su incapacidad actual para responder a
ellas.
Luego en qué medida resulta posible o no estar al
tanto de todos los avances de la propia ciencia sin redu-
cirse a una pequeña parcela de especialización, eso
dependerá de condiciones objetivas y también persona-
les sobre las que no cabe establecer principios fijos;
pero, en todo caso, una especialización, que es siempre
recomendable a efectos de investigación, no debe impe-
dir una cierta información general sobre el progreso de
toda la materia que se enseña, pues la responsabilidad
de un profesor, también la del intensamente dedicado a
una parcela reducida de investigación, es, en primer
lugar, la que tiene como docente, y de ella depende su
Autoridad académica.
6.— En segundo lugar, y en relación con lo dicho
anteriormente sobre la Objetividad, la Humildad, pues
sin ella no hay ciencia posible, siendo así que toda ver-
dadera ciencia presupone el reconocimiento de aquello
que no nos es conocido, no sólo personalmente, sino
incluso colectivamente, cuando la Ciencia no ha llegado
a superar una duda, o un error. De ahí que el don de
Ciencia se relacione con la bienaventuranza de los que
lloran, pues el vacío de la Verdad que el hombre de
Ciencia va descubriendo en el rastreo de los vestigios,
en sus «investigaciones», es demasiado importante para
que un hombre honesto pueda sentirse extraño a tal
vacío. De ahí también, en el orden práctico, se des-

312
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

prende que el profesor debe enunciar sus afirmaciones


con un cierto margen de relatividad, y en eso consiste
también aquella esencial ironía de la existencia univer-
sitaria. En este sentido, la ironía universitaria es una
forma académica de la personal Humildad del que tiene
conciencia de no haber alcanzado límites insuperables
en su ciencia, o incluso la de considerar que algunos
límites de ella son realmente insuperables por el solo
método científico, incluso cuando podría presumirse
una certeza.
En la experiencia docente, esta Humildad del profe-
sor no redunda nunca en merma de su Autoridad, antes
bien, la evidencia de tal Humildad, que se manifiesta
muchas veces en la capacidad para reconocer los pro-
pios errores, no hace más que mejorar el grado y la
calidad de su Autoridad académica. Y una forma por la
que esta Humildad debe expresarse es por el respeto del
que todavía no ha alcanzado ciertos conocimientos, o
incurre en errores, es decir, la consideración de no des-
preciar nunca a sus alumnos, por muy torpes que
éstos sean.
Pero la Humildad del docente se muestra todavía en
otro aspecto de su oficio, que es la capacidad de repetir
infatigablemente, sin decaimiento, incluso con el entu-
siasmo que podría esperarse de quien enseña algo
nuevo. Sirve a este propósito aquel dicho de Kierke-
gaard que Eugenio d'Ors recordaba en su conferencia de
1915 sobre «Aprendizaje y Heroísmo», una lección que
debe ser releída como de ética profesional, y también
por los profesores universitarios. Decía Kierkegaard: «El
que no sabe repetir es un esteta. El que repite sin entu-
siasmo es un filisteo. Sólo el que sabe repetir, con entu-
siasmo renovado constantemente, es un hombre». Po-
dríamos decir ahora: «sólo él es un verdadero docente».
Y conviene aclarar que el término de «filisteo» se había

313
RAFAEL DOMINGO

popularizado, a fines del siglo XIX, en los ambientes


universitarios europeos, por influjo alemán, precisa-
mente para designar al hombre sin alcances espirituales,
brutalizado por la miopía de los intereses más vulgares
de su existencia cotidiana. En efecto, de año en año, el
profesor repite sus programas, sin sentir la vergüenza
que un esteta sentiría por la falta de novedad y origina-
lidad, pero esto se debe a que la materia que explica es
una base establemente constituida, pues lo que no
resulta ya repetible es lo que procede del capricho acci-
dental, como son las digresiones fuera del programa, y
concretamente, si ocurren, los chistes o salidas ingenio-
sas por el estilo, que debe dar vergüenza repetir, pues
no forman parte de la materia que se debe enseñar.
7.— En relación todavía con la Humildad, permíta-
seme una breve digresión sobre la llamada «libertad de
cátedra».
Es frecuente que se hable de la «libertad de cátedra»
en el sentido de la libre expresión del pensamiento de
un profesor, pero esto es sólo una secuela secundaria
respecto al verdadero sentido de ese término. Se trata,
en verdad, de la no-sujeción a un programa oficial, o a
un libro de texto oficialmente establecido.
La cuestión surgió sobre todo cuando Kant se defen-
dió de la censura ministerial prusiana, de ortodoxia
luterana, por no atenerse él a una disciplina oficial en
su cátedra de la Facultad de Filosofía. Argüía entonces
Kant que la sujeción a programas y libros oficiales tenía
razón de ser, sí, en la enseñanza de las tres Facultades
antiguas e importantes, las de Teología, Jurisprudencia y
Medicina, pero no en la de Filosofía, que no servía para
la formación de profesionales, sino que tenía un carác-
ter menos pragmático y más cultural. En efecto, la
Facultad de Filosofía, que comprendía entonces todavía
las Ciencias, pues sólo con Napoleón se iba a separar la

314
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

nueva Facultad de Ciencias, y aún tardó más en suceder


esto en Alemania, había sido fundamentalmente una
escuela, aunque universitaria, tan sólo de «artes libera-
les», preparatoria respecto a las otras tres Facultades clá-
sicas. Así, pues, sólo para la Facultad de Filosofía
reclamaba Kant la «libertad de cátedra», pues sólo en
ella era comprensible y admisible esa libertad.
Lo cierto es que esto sigue siendo así respecto a las
nuevas Facultades derivadas de aquélla de Filosofía. En
efecto, por impartirse en ellas materias que, al menos
de una manera elemental, se han estudiado ya en el
Bachillerato, resultaría imposible planear establemente
su enseñanza sobre la base de programas y libros bási-
cos y completos sin incurrir en un rebajamiento del
nivel de una docencia superior; por lo que se impone
en ellas la necesidad de dejar en libertad a cada profe-
sor para explicar, no toda la materia, sino aquella parte
de ella que, según las circunstancias, le parezca más
conveniente explicar detalladamente a los alumnos,
ordinariamente en forma de cursos monográficos, pero,
en todo caso, sin la necesidad para el profesor de expli-
car una materia completa, ni de atenerse a un determi-
nado libro oficialmente reconocido.
Que, especialmente en las lecciones filosóficas, se
haya querido derivar de esa no-sujeción a un programa
y texto oficial esa otra libertad consecuente de exponer
el propio pensamiento sin censura de ortodoxia, eso es
algo que se comprende fácilmente, pero esta otra es una
libertad, no sólo discutible, sino también secundaria res-
pecto a aquélla otra formal y primaria de poder explicar
cada año, y aun cada día, la materia que se quiera. De
no ser así, la docencia se rebajaría, como decimos, al
nivel del Bachillerato, pues la Facultad de Filosofía, en
su función originaria, era precisamente para formar
«bachilleres en artes liberales» y no profesionales espe-
cializados, como ocurre hoy.
315
RAFAEL DOMINGO

8.— En tercer lugar, la conciencia de Mediatez en la


comunicación docente. Queremos decir con esto: el
alma del docente no puede ofrecer al alma del estu-
diante más que signos sensibles, como son palabras,
orales o escritas, imágenes, gestos, modelos de actividad,
pero no puede introducir directamente nociones en el
alma del estudiante. Después de todo, tampoco los
Ángeles, seres puramente espirituales, pueden hacer
más, aunque tengan una potencia mucho mayor que el
alma humana para mover los objetos sensibles, y la
misma imaginación y memoria de otro espíritu.
Fundamentalmente, el vehículo espiritual para la
enseñanza es la memoria del alumno, pero también ahí
la facultad de un profesor es muy limitada, precisa-
mente por ser un estímulo de virtualidad puntual: pode-
mos recordar a los alumnos una noción en determina-
dos momentos pero no de una manera continuada y
constante. En consecuencia, el docente que desee am-
pliar la potencia de su enseñanza debe acudir constan-
temente a la ayuda de los Ángeles, del suyo y de los de
sus alumnos, por cuya vía puramente espiritual puede
avivar, no sólo la memoria y la imaginación de sus
alumnos, sino, en general, el efecto total de su docen-
cia, y potenciarla de manera inasequible a la comunica-
ción estrictamente humana. Ya se sabe que ni los
mismos Ángeles pueden influir directamente en el
entendimiento y en la voluntad del alma humana que
no se les comunica libremente, pero por su actividad en
el campo de lo sensible, y, en especial de la imagina-
ción y de la memoria, pueden favorecer indirectamente,
no sólo la inteligencia, sino, lo que todavía es más
necesario, la voluntad discente. La comprobación de en
qué medida por esta vía angélica, natural como la de la
comunicación sensible de alma a alma, se ha producido
o no un resultado satisfactorio, eso, como decíamos,
excede del ámbito de la Docencia y pertenece al arte

316
TEORÍA DE LA «AUCTORITAS»

pedagógico de la Disciplina, ajeno al oficio del profesor


universitario, pero un profesor que no utilice esa vía de
comunicación angélica obtendrá necesariamente un
resultado más mezquino.
9.— En conclusión: el docente no puede pretender
dar luz sobre la ciencia que enseña, sino tan sólo poner
en camino al alumno para que él mismo consiga ese
resultado iluminativo por sus propios medios, porque la
Ciencia no es comunicable, en sentido estricto, sino tan
sólo ofrecible. El estudio, y con ello el resultado disci-
plinario, es siempre personal del mismo alumno. Los
profesores no pueden más que suscitar, promover y ayu-
dar ese proceso de apropiación disciplinaria del alumno
con todos los medios de que disponen con Objetividad,
Humildad y la mediación de los Ángeles.
Si se nos permite un símil vulgar, el docente no es
todavía el interruptor eléctrico con cuya pulsación se
hace la luz, sino el punto rojo que, en la obscuridad,
señala donde se halla tal interruptor para conseguir la
luz que se desea.
De esta consciente limitación del docente deriva
principalmente la necesidad que él tiene de no confiar
en sus recursos humanos, sino de acudir constante-
mente a la ayuda sobrenatural de Dios y a la natural de
los Ángeles Custodios para hacer más efectiva su
Docencia.

317
ÍNDICE TÓPICO Y ONOMÁSTICO*

abogado 7, 172. Augusto 38, 61, 76, 78ss.,


aceptación 229ss. 100, 121, 126, 215.
actio 9Oss. auspkat'w 40, 63 ss., 78,
administración 151 ss. 136.
Adriano 38, 76, 78ss., authentia 58, 89, 121, 218.
215. Authenticae 218.
affectus collegialis 193. authenticum 57, 217.
Alfeno 63. authentikos 217.
Alfonso XIII 238. autoridades académicas
alumno 204ss., 284ss., 210.
3O3ss. auxilio jurisdiccional 164.
Alvira, Rafael 18.
Ángeles custodios 316ss. Bacon, Francisco 138.
Antiguo Testamento 178. Belagua (Colegio Mayor)
41, 50.
apparitores 66.
Bismarck 254.
approbatio 186.
Bodino 120, 270ss.
Aquilio Galo 73.
boule kai demos 60ss.
Arangio-Ruiz 80.
Breviario de Alarico 84.
Ato Navio 65.
augeo 57, 215.
Caín 38, 140.
auguratio 40, 63 ss.

* Se omiten en este índice muchas referencias accidentales así


como la de algunos tópicos tratados passim y la de aquéllos que con-
tinuamente se mencionan, como auctorüas, potestas, etc.

319
Calístrato 94. costumbre HOss.
Caracala 84. criptocracia 133.
Carreras, Jorge 42 ss., curia romana 196ss.
141 ss.
Castillejo, José 281. daré actionem 90.
catedrático 304. De Gaulle 220
Christus Dominus 189. deber de juzgar 116,
Cicerón 73, 76, 99, 106. 172ss.
Código de Derecho Canó- decreta 67.
nico 178ss.; Gregoria- delegación 58, 188ss.,
no 84; Hermogeniano
243 ss.
84; Justiniano 84, 102.
denegare actionem 90.
colega 62 ss.
deontología 305ss.
colegialidad 37, 179ss.
derecho 36ss., 70ss., 90ss.,
Colegio de Cardenales
195. 105ss., 117ss.
Colegio Episcopal 189ss. dicare 87ss., 146ss.
Colegios supradiocesanos dicere 87ss., 146ss.
197. Diocleciano 83.
competencia 158ss. Dión Casio 216.
Concilio particular 200ss. disputationes 74.
Conferencia Episcopal división de poderes 35,
190ss. 122ss.
Doce Tablas 97, 100, 124,
Consejo de Estado 234,
238.
262.
docencia 291 ss., 305ss.
Consejo General del Po-
docibilitas 307.
der Judicial 241.
Constantino 83. doctor 304.
contestar 35. doctrina jurídica 112ss.
Corts Grau 41. dominica potestas 88ss.
dominium 89 ss.
cosa juzgada: vid. res iudi-
cata don 304.

320
«doutor» 304. Gayo 85, 98, 225.
doxa 224. generación 140.
Gibert, Rafael 139, 211.
Edad Media 119. gnome 256ss.
Edad Moderna 119. Gutiérrez de Cabiedes,
edictum 77ss. Eduardo 19, 44, 143 ss.
Elio Peto 72. Gutiérrez Ríos 206ss.
episteme 224.
Estado 113, 119ss., 269ss. harúspice: vid. auspkatio.
eubulia 256. Hegel 269.
exámenes 208ss., 288ss. Hernández-Tejero, Fran-
cisco 56.
Facultades de Derecho Historia 226.
283ss. homologación 167.
Fairén, Víctor 144. honor 219ss.
fama 22 lss. honra 219ss.
familia 85 ss. humildad 311.
fase apud iudicem 91.
fase in iure 91. Iglesia 278ss.
Fernández-Galiano, Ma- imperium 56.
nuel 42. infantes 98.
fuentes del derecho 38, iniuria 88.
69ss., 105ss., 116ss., Instituto Jurídico Español
242 ss. en Roma 39.

Galba 72. juez 96, 141 ss.


García Caminas, Julio jurisdicción 93ss., 143ss.,
103. 164ss.
García Garrido, Manuel jurisprudencia 109ss.
45. jurista romano 73ss.
García-Hervás, Dolores 46, ius novum 83; potestasque
175ss. 56; respondendi 80ss.

321
iussum 58ss., 75ss., 93ss., mandatum 59ss.
100, 111. manus 88ss.
Justiniano 84. Maquiavelo 120.
máquina electrónica 125.
Kant 314. masificacion universitaria
Kierkegaard 313. 284.
Kunkel 80. «mass media» 133.
mediatez 311.
legalismo 113. Mommsen 80.
¡egis actio per sacramentum Montero Aroca, Juan 44,
87. 144.
¡ex 70ss., 83 ss., 105ss. Montesquieu 122ss., 153.
lex Remmia de calumniato- mores maiorum 70.
ribus 103. Mucio Escévola, Publio
libertad 36, 79ss., 267ss.; 72.
de cátedra 314; de ex-
presión 134ss.; de Napoleón 314.
prensa 132ss. nomos 15, 106.
liberto 90, lOOss. norma 106ss.
litis contestatio 91, 25 5.
Locke 122. objetividad 311 ss.
Lumen gentium 37, 177, Oliva, Andrés de la 44.
189.
opinión pública 35, 132.
Lutero 119.
oratio Pnnápis 82.
órganos de autoridad 238;
Macer 101 ss. judiciales 154ss.; juris-
maestro 203 ss. diccionales 154ss.; de
Magistrado 75 ss., 98ss. potestad 238ss.
maiestas 5 5, 61 ss., 76, Ors, Eugenio d' 313.
81ss. Ovidio 57.
mancipatio 96ss.
manápium 85 ss. Pablo VI 37, 177, 194.

322
Papiniano 103ss. profesor 204ss., 304ss.
Pariente, Ángel 67, 88. prohíbete 260.
partidos políticos 35, prudencia 256ss.
13Oss. prueba 171.
pater familias 85 ss. publicidad 133.
patria-potestas 56, 203 ss. público 233.
patronato 90ss., lOOss. puente Sublicio 67.
Paulo 56, lOOss.
pecunia 86. quaestiones 74.
Pereira, Antonio Carlos
46. Ramos Méndez, Fran-
Perozzi 103ss. cisco 45.
Persio 226. ratihabitio 186.
Pirenne 119. recognitio 186, 197ss.
Platón 121, 253. reconocimiento social 16,
poder 223ss. 229ss.
Política 109, 136ss. representación 35, 39, 41,
pompa 67. 131ss., 245 ss.
pontifex maximus 66ss., reputación 221.
75ss. res iudkata 92ss., 149ss.
Populus Romanas 61ss., res nec mancipi 86.
75ss. rescripto 82 ss.
preguntar 13, 17, 35, responder: vid. preguntar.
2O5ss., 293ss., 3O7ss. responsa 67.
prestigio 219ss., 258ss. restitutio natalium 100.
pretor: vid. magistrado. revolución 109, 138ss.
Principado 79ss. rogaño 70 ss.
principios generales del
derecho 112. saber 223ss.
privilegios 124. Samper, Francisco 45.
proceso de ejecución 169. sanctio 77ss.
«proctors» 231.
323
Sancho Rebullida, Fran- transferencia 243.
cisco 15. Tribunales de Arbitraje
Schmitt, Cari 119. 141, 153; Constitucio-
Senado 61, 240. nales 125ss.; de la
senadoconsulto 63, 81 ss., Haya 153; Supremo
260. 113ss., 248.
sententia 93 ss. trivium 296.
Serra Domínguez, Ma- tutela 98.
nuel 44, 144ss.
Servio Sulpicio Rufo 73. Ulpiano lOOss.
Simbolismo de la mano unificación del derecho
249ss. llóss.
Sínodo diocesano 201. Universidad 203 ss., 28 lss.,
Sínodo de Obispos 194ss. 303ss.; de Chihuahua
soberanía 116, 120ss. 34; de Navarra 34,
solidaridad 179ss. 43ss.; de Oxford 231;
Souto, José Antonio 46, de Santiago 42, 281,
192. 289, 296; UNED. 286.
sponsio 25 5.
SPQR. 60ss. Valiño, Emilio 45, 81.
studium 298. Valle-Inclán 120.
Superestado 272ss. verdad 48ss.
sustitución 246. vetare 260ss.
synesis 256ss. vicariedad 188ss.
vilicus 89.
Tablas Iguvinas 69. vindicado 86ss.
Tarquinio 65. virtus 226.
técnico 40. vis 86ss., 226ss.
tecnocracia 136ss. Vulgata 178.
Tibiletti 76.
tradición 109, 117, 138ss. Wittemberg 119.

324

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